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mx/ensayo/17

Lectura de muchedumbres: nacimiento, esplendor y agonía de la


gran ballena ilustrada
De la litografía a la Internet, recuento histórico del comic mexicano

Armando Bartra

El éxito de los paquines es tan inusitado y tan unánime, que de


seguir así las cosas las ediciones de los tales van a acabar
sobrepujando las del Quijote y las de la Biblia.
Efrén Hernández

“Nos preocupa mucho la extinción de las ballenas, pero lamentablemente nos preocupa
menos la extinción de la gran ballena ilustrada que fue la historieta popular mexicana”,
escribí apesadumbrado a fines del siglo pasado. En el arranque del tercer milenio el viejo
comic de masas ha muerto. No tiene caso seguirlo lamentando. Pero no está de más
reconstruir descriptiva y analíticamente su ascenso esplendor y caída. De eso trata el
presente ensayo.

Entre los años treinta y los setenta de la pasada centuria los mexicanos fuimos un pueblo
de lectores gracias a que las políticas educativas de la posrevolución nos alfabetizaron
pero también gracias a que las historietas nos dieron algo que leer. Y los lectores fuimos
millones, de modo que el comic incorporó ampliamente la experiencia intimista de la
lectura a una cultura popular que antes se manifestaba sobre todo en actividades
públicas. Más que el cine que llegaba solo hasta donde podían llevarlo los esforzados
exhibidores itinerantes y que la radio que únicamente se escuchaba donde había
electricidad, fueron los comics, aquí llamados “pepines” o “revistas de monitos”, los que
sustituyeron a los corridos, cantares mayormente rústicos que entonados por trovadores
campiranos o impresos en papel de china no solo trasmitían sucedidos sino también
sentimientos, valores, conductas imitables, saberes… La extinción en los ochenta del
comic multitudinario al que no han sustituido otros lenguajes narrativos, es también el fin
de la lectura; una pérdida que empobrece nuestra cultura popular. Antes la gente leía
historietas ahora lee tuits.
Y el comic mexicano es un gran desconocido. Sabemos poco de lo que se publicaba y nada
de las emociones, inquietudes y acciones que su lectura despertaba en los consumidores
pues si apenas empezamos a estudiar al objeto impreso, menos hemos estudiado
al sujeto lector.
Para acotar su historia, empiezo por establecer que el comic es un arte de consumo
masivo asociado con las técnicas de multicopiado de la imagen que se origina en las
publicaciones periódicas ilustradas que gracias a la litografía proliferan en la segunda
mitad del siglo XIX. De modo que en el caso de México no incluye a los códices
precolombinos, que si bien prefiguran su lenguaje son piezas únicas que los tlacuilos
realizaban sobre piel o papel amate.
En los ciento cincuenta años de vida de la historieta mexicana distingo dos tiempos. El
primero, de tradición europea, remite a las images d´Epinal y se desarrolla durante la
última mitad del siglo XIX, el segundo sigue el modelo del moderno comic estadounidense
y se despliega durante todo el siglo XX. Es posible que los comics digitales difundidos por
internet que abundan en el arranque del siglo XXI conformen una nueva etapa aún
incipiente.

Adelantados (1850-1920)
Desde los cuarenta del siglo XIX se multiplican en la prensa periódica ilustrada las
narraciones que emplean viñetas secuenciadas. Historietas mudas o con apoyaturas que
por su contenido son parte de la sátira política que dominaba en el periodismo gráfico
decimonónico, mientras que por su forma y a la luz del paradigma que surgirá en Estados
Unidos con el cambio de siglo, constituyen una suerte de protocomic.
La guerra civil que provocan las reformas modernizantes impulsadas por los liberales a
mediados del siglo XIX, luego la intervención colonialista del ejército francés a la postre
derrotada por el movimiento social que encabeza el presidente Benito Juárez y más tarde
el gobierno autoritario de Porfirio Díaz son el inestable y conflictivo contexto de las
primeras revistas con litografías. Publicaciones animadas por periodistas gráficos
militantes que, aun siendo mayormente liberales, critican las que consideran desviaciones
del también liberal presidente Benito Juárez y su gabinete, para arremeter luego contra la
dictadura de Porfirio Díaz. En publicaciones como La orquesta, El coyote, El padre Cobos,
La linterna, El Ahuizote, El hijo del Ahuizote, El colmillo público, dibujantes como
Constantino Escalante, Alejandro Casarín, Jesús T. Alamilla, José María Villasana, Daniel
Cabrera, Jesús Martínez Carrión… combinan los trabajos de una sola viñeta con secuencias
narrativas. Alguna, como Aventuras de un tourista, de Martínez Carrión, aparecida en El
colmillo público entre diciembre de 1903 y abril de 1904, se despliega en varios episodios
y tiene un protagonista estable, Perfecto Malaestrella, lo que hace de ella una historieta
en forma.
Reciente la independencia nacional que fue consumada en 1821, los escritores y
periodistas mexicanos se afanaban en construir culturalmente una identidad que aún no
existía. Pero -como ellos mismos reconocían- sus revistas ilustradas y más sus libros “no
tenían público”, o cuando menos no el público extenso y diverso al que aspiraban, de
modo que las historietas precursoras contaban con pocos lectores.
Directa o indirectamente Porfirio Díaz gobierna de 1877 a 1910 y en su largo mandato
estabiliza y moderniza al país, en una puesta al día que apenas encubre la falta de
libertades, la represión de los disidentes y los trabajos forzados en fincas y plantaciones.
Parte de esta modernización es una prensa ya no beligerante y doctrinaria sino noticiosa y
frívola. Publicaciones que apoyan al gobierno y evaden los problemas sociales en parte
por convicción, en parte porque esto es lo que pide el mercado urbano al que se dirigen y
en parte porque Díaz las subsidia generosamente. De este grupo forman parte diarios
como El imparcial, que no hacía honor a su nombre pues lo financiaba el gobierno, y
revistas como Frivolidades, El cómico, La risa, México galante que en su cabezal llevaban
su vacuidad y falta de compromiso. Desaprensión de la prensa ilustrada que en
perspectiva se vuelve notable pues mientras en ella se hacía crónica de sociales salpicada
con gracejadas inocuas en el país crecía el descontento y se aproximaba la revolución.
A diferencia de la generación anterior, los dibujantes de estas publicaciones: Carlos
Alcalde, Eugenio Olvera, Rafael Lillo, Santiago R. de la Vega, Ernesto García Cabral… no
muestran en ese momento la menor beligerancia política y hacen una caricatura y una
historieta light. Pero siendo conformistas y conservadores en sus contenidos son sin
embargo revolucionarios en la forma. En vez de Daumier y Caran d´Ache, que inspiraron a
sus predecesores, ellos adoptan el trazo elegante y decorativo de los modernistas.
Además de ilustraciones, caricaturas y chistes gráficos todos incluyen la historieta entre
sus lenguajes. Así, a mediados de 1908, Rafael Lillo publica regularmente en el
semanario El mundo ilustrado la tira de protagonista perruno, titulada Las desventuras de
Adonis, en la que emplea líneas de fuerza y onomatopeyas dibujadas aunque no globos.
En esta generación destaca Juan Bautista Urrutia, que desde 1903 y hasta fines de los
veintes escribe y dibuja regularmente una copiosísima producción de historietas que al
final adquieren un personaje protagónico: Ranilla. Poco innovador, pero con un estilo
personal y eficaz Urrutia llama la atención porque durante toda su vida profesional no hizo
más que comics publicitarios para la fábrica de cigarrillos El buen tono. Una empresa que
para introducir los tabacos engargolados innovó en las campañas promocionales
empleando globos aerostáticos, aviones, radio, fotografía, cine e historieta. Y esto es
sintomático pues las cervezas, los refrescos, los cigarrillos son, como la radio, el cine y el
comic, productos emblemáticos de la sociedad de masas del siglo XX que se vinculan entre
sí a través de la publicidad que los segundos hacen de los primeros.
En 1910, después de un frustrado intento por sacar a Díaz del gobierno por la vía electoral,
Francisco I. Madero y su grupo convocan una rebelión armada que en pocos meses
deviene multitudinaria. Porque la modernidad porfirista resultaba lucidora en la ciudad de
México, pero el resto del país era un infierno social marcado por el despojo territorial de
las comunidades y el trabajo forzado en las plantaciones. Y cuando los pueblos
campesinos comienzan a alzarse, los editores del periodismo conformista y ligero cercano
a Díaz y dirigido a los “lagartijos” y “currutacos” de la capital, cambian abruptamente de
política editorial y se lanzan contra la amenazadora revolución en curso. De un día para
otro los dibujantes frívolos se vuelven feroces caricaturistas políticos como los de la
generación anterior, sólo que estos no se ensañan con el dictador sino contra los
revolucionarios Francisco I. Madero, Emiliano Zapata y Francisco Villa.
Así como en Francia el derrocamiento de la monarquía a fines del XVIII gestó también y
como reacción una caricatura restauradora, en la segunda década del siglo XX se despliega
en México una gráfica contra revolucionaria que en revistas como Multicolor, La porra y
Ojo parado emplea, además del cartón, el lenguaje de la historieta ya adoptado desde
antes por sus realizadores. Convencidos u obligados por los dueños de las publicaciones
donde trabajan, hacen comics contra el movimiento insurgente entre otros Carlos Alcalde,
Eugenio Olvera, Rafael Lillo y, sorpresivamente, también quien será cofundador de la
escuela mexicana de pintura mural y uno de los mayores artistas plásticos del siglo XX,
José Clemente Orozco, que en 1911, en El Ahuizote, se burla virulentamente de Madero y
de Zapata en planchas de gran originalidad y fuerza expresiva.
Con excepción de Juan Bautista Urrutia, que hizo principalmente historietas, los
dibujantes hasta aquí mencionados ciertamente pueden ser vistos como precursores
comic. Pero utilizan la gráfica secuencial como un procedimiento entre otros y pocas veces
emplean los recursos expresivos que la historieta estadounidense ya había desarrollado y
difundía por todo el mundo. Los verdaderos fundadores de lo que en México llamamos
por muchos años “monitos” son los que empezaron a dibujar en la inmediata
posrevolución y su trabajo está asociado con los coloridos suplementos dominicales que
en los años veinte publicaban los diarios y ya en los treinta con los proliferantes comic
book de pequeño formato que aquí llamamos “revistas de monitos” o “de muñequitos” y
también “paquines” o “pepines”, aludiendo a Paquín o Pepín, los nombres de dos de las
revistillas precursoras.
Recapitulando. Nacida a mediados de una centuria que algunos llamaron “de la anarquía”,
el protocomic mexicano del siglo XIX aún no se autonomiza plenamente de la caricatura
política y salvo durante el paréntesis que forman los años pacíficos del porfiriato en que se
hace un periodismo complaciente y de evasión, es como ella militante y doctrinario. Las
revistas ilustradas en que aparece van dirigidas a muy pequeñas minorías de clase media
que saben leer, pues si bien hay en la época una gráfica multicopiada de mayor difusión -
hojas sueltas como las ilustraba el notable grabador José Guadalupe Posada- estas no
contienen historietas. Por su formato se trata de pequeñas narraciones autoconclusivas,
por lo general de una sola plancha y en las que los únicos protagonistas que repiten son
los encumbrados del momento. Su género es la sátira político-social y a veces el humor
blanco o lúbrico. Estilísticamente siguen el paradigma de las images d´Epinal: viñetas
sucesivas con apoyaturas en las que no se emplean líneas de fuerza ni onomatopeyas
dibujadas ni globos. Técnicamente son litográficas, hasta el final del siglo en que empieza
a utilizarse el fotograbado.

Fundadores (1920-1930)
En el México porfirista ocho de cada diez personas mayores de seis años eran analfabetas,
pero a resultas de las políticas educativas de los gobiernos emanados de una revolución
que hicieron los campesinos de modo que tenía un compromiso con el pueblo, entre 1920
y 1950 los alfabetizados se multiplican por cinco y para el medio siglo ya sabía leer la
mitad de la población. Once millones de lectores potenciales, mayoritariamente jóvenes,
enfrentados a un desolado panorama editorial pues la prensa periodística era de escasa
circulación y los libros tenían tirajes simbólicos. Las historietas vienen a ocupar ese
espacio. Pero a diferencia de las estadounidenses enfocadas, cuando menos en parte, a
migrantes que no hablan bien el inglés, aquí van dirigidas a los sectores populares recién
alfabetizados, entre ellos los muchos campesinos que se avecindaron en las ciudades a
resultas de la revolución. De los nuevos medios de comunicación masiva: la radio, la
música grabada, el cine y el comic, este último es responsable de una verdadera
revolución espiritual por la que el acceso a los productos culturales, que antes era
colectivo y con frecuencia multitudinario, deviene un goce individual y privado. Abismarse
en las narraciones dibujadas es un acto íntimo reservado a quienes saben leer. Y pienso
que muchos mexicanos quisieron alfabetizarse para poder leer historietas, la única
literatura popular disponible durante la mayor parte de la pasada centuria.
A mediados del siglo XX, en un país que tenía menos de veinte millones de habitantes,
oían la radio cerca de un millón mientras que consumían historietas alrededor de cinco
millones, esto considerando que revistas como Pepín y Chamaco salían todos los días con
tirajes cercanos al medio millón y cada fascículo era leído por cuatro o cinco personas. Se
puede calcular que para los cincuenta leían “pepines” la mitad de los alfabetizados, un
cuarto de toda la población.
Así, paradójicamente, lo novedoso de las sociedades de masas, como empezaba a serlo la
nuestra, no son las muchedumbres físicas que ya antes se reunían en ferias, carnavales,
desfiles y otras festividades multitudinarias, sino las muchedumbres virtuales formadas
por individuos cada uno abismado en su lectura pero unidos por el hecho de que
comparten cientos de miles de copias de las mismas revistillas ilustradas.
Por esos años un grupo de filósofos, sociólogos y sicólogos
autodenominado Hiperión, emprendió la búsqueda de la “identidad” del mexicano
explorando sobre todo la cultura tradicional, sin darse cuenta de que no era en el folklor
sino en la reciente pero expansiva industria cultural de masas donde se iba forjando el
imaginario colectivo de un pueblo. Los mexicanos del siglo XX fueron lo que hizo de ellos
la revolución con que arranca la centuria, pero también el modo en que los conformaron
el cine, la radio, la música grabada y los comics. Medios y lenguajes que solo en el último
tercio del siglo pasado fueron arrinconados por la televisión.
Cuando menos desde 1918, la nueva prensa posrevolucionaria inspirada en el modelo
estadounidense impuesto por Joseph Pulitzer y William Randolph Hearts, incorpora las
tiras cómicas cotidianas y los suplementos dominicales a colores donde se publican
servicios comprados a los grandes sindicatos, pero también trabajos de autores locales. Y
es ahí donde debutará la primera generación de historietistas mexicanos modernos que
hace tiras o planchas a toda plana, que cultiva los géneros ya canónicos: kid strip, animal
strip, family strip… y que emplea sistemáticamente globos, onomatopeyas y líneas de
fuerza.
Los editores les piden a sus dibujantes y guionistas copiar a los estadounidenses, pero los
moneros mexicanos lo hacen con imaginación y creando personajes y géneros de
inspiración local. Don Catarino y su apreciable familia, de Salvador Pruneda e Hipólito
Zendejas, rinde homenaje a Bringing up Father de McManus, pero su
protagonista, Catarino Culantro, cabeza de un familia campesina avecindada en la ciudad,
es el primer “charro” de los muchos que después recorrerán la historieta mexicana. A ésta
seguirá Mamerto y sus conocencias, de Hugo Tilghmann y Acosta, cuyo protagonista -
también campirano- viste los colores de la bandera nacional y es aún más emblemático
que el anterior, y algo más tarde Segundo Primero, Rey de Moscabia, dibujada en estilo art
nouveau por Carlos Neve y escrita por el mismo Zendejas, que a diferencia de las antes
mencionadas es protagonizada por una pareja campirana galante y bien parecida. En las
tiras llama la atención Chupamirto, escrita y dibujada por Acosta, y cuyo protagonista es
un “peladito”: pícaro urbano cuyos gags siguen el estilo de los sketch del teatro de revista
y se anticipan a los de Cantinflas (el actor Mario Moreno), personaje que el cine hará
popular. Así, mientras que la Secretaría de Educación Pública buscaba educar al pueblo
patrocinando pintores como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros
que trasformaron a los mexicanos, a sus ancestros indígenas y a su revolución en
decoración mural de edificios públicos; el comic -junto con la radio, las grabaciones y el
cine- se dirigían al mismo público pero con recursos que a la postre se mostraron más
eficaces que los empleados por el Estado. Muchos se forjaron una identidad leyendo
monitos, oyendo boleros o radionovelas y viendo películas, pocos se hicieron mexicanos
contemplando los “monotes” de los “tres grandes”.
Recapitulando. La historieta mexicana moderna de modelo estadounidense impulsada por
una generación de moneros que debuta en los primeros años veinte, nace un cuarto de
siglo más tarde que su modelo porque tiene que esperar a que terminada la revolución se
restablezca la normalidad. Pese a que las copias son evidentes, la norteamericanización
del medio no es completa porque la mayor parte de los comics que entonces se publican
es de hechura local y aunque siguen los patrones estadounidenses, introducen tipos
nacionales como el “charro” y el “peladito”, el “abonero”… El éxito de los comics de los
periódicos propicia que en los treintas estos adquieran vehículo propio y aparezca la
variante mexicana del comic book que son los pepines. Pero ya desde los veintes era claro
que la identidad nacional no se estaba construyendo tanto con la política cultural
nacionalista de la posrevolución: muralismo didáctico, stravinskismo musical, teatro de
masas, danza moderna idiosincrática… como gracias al auge de los medios industriales de
comunicación en los que el gobierno tenía escasa injerencia: radio, música grabada, cine,
historieta.

El canon (1930-1970)
Cuadernitos de bolsillo con 50 páginas de 12 por 15 centímetros impresos en una sola
tinta frecuentemente sepia y conteniendo varias historietas seriadas de diferentes
géneros para así interesar a toda la familia, los pepines costaban cinco o diez centavos y
fueron una modalidad mexicana del comic book que imperó desde fines de los treinta y
hasta principios de los cincuenta, década en la que, con la penetración de las series
estadounidenses traducidas y reimpresas en México, se imponen también el empleo del
color y el formato más esbelto, propios del comic de ese país.
Aunque había un mercado de segunda mano para los suplementos dominicales atrasados,
el que los comics estuvieran circunscritos a los periódicos era una limitación, pues pocos
leían la prensa noticiosa. Obstáculo que de manera natural indujo a los editores a buscarle
a las historietas un soporte autónomo. Y este fueron los pepines. Nunca antes tantos
mexicanos compartieron en sincronía los mismos productos culturales. Nunca antes
tantos compatriotas disfrutaron al unísono idénticas aventuras de ficción. Nunca antes
tantos rieron y lloraron virtualmente a coro por las mismas gracias y desgracias. Porque
nunca antes tantos mexicanos supieron leer, pero también porque nunca antes hubo
narradores capaces de contar historias accesibles a públicos multitudinarios ni editores
que le apostaran al mercado que representaban los mexicanos rasos.
Los pepines de más éxito salían todos los días -algunos hasta dos veces los domingos- en
tirajes que bordeaban el medio millón de ejemplares con cinco o más lectores cada uno,
pues además de que se prestaban, había puntos de venta donde los números atrasados se
podían cambiar por nuevos y donde se alquilaban historietas para leerlas ahí mismo. ¿De
dónde venía esa súbita pasión por los monitos? Aun antes de asomarnos a su contenido
algo es claro: a diferencia de los libros, los pepines no eran impuestos por los maestros, no
adornaban bibliotecas, no daban prestigio académico ni lustre cultural de modo que
leerlos era un acto libre, gozoso y desinteresado; el disfrute más auténtico que se pueda
concebir. Porque, paradójicamente, lo alienante no es leer historietas sino obligarse a leer
libros importantes con la pretensión de cultivarse. Y fue gracias a las satanizadas
historietas que aprendimos a disfrutar de la lectura. Una lectura que, además, no es solo
de palabras sino también de imágenes que hay que decodificar, habilidad hermenéutica
que ni entonces ni ahora se enseña en las escuelas.
Realizados mayormente por autores mexicanos, las imperfecciones, torpezas e ingenuidad
que encontramos en los pepines, más que como limitaciones deben verse como señas de
identidad. Porque el país y con él su industria cultural, están marcados de origen por la
precariedad y la improvisación propias de naciones orilleras que llegaron tarde a la
modernidad, teniendo que sacar fuerzas de flaqueza para medio incorporarse al pelotón
de los presuntamente avanzados. Entre nosotros resulta normal hacer las cosas sobre las
rodillas, al cuarto para las doce y tocando de oído. No es tan grave. Habiendo ingenio y
creatividad, la improvisación puede ser un mérito.
Después de una revolución que catapulta a los improvisados con iniciativa y en un medio
plebeyo y permisivo como la historieta, es natural que se multipliquen las hazañas de la
ignorancia. El monero Joaquín Cervantes Bassoco, por ejemplo, creó una prodigiosa
galería de seres quiméricos en que se mezclan rasgos de diferentes especies de fauna y
flora. Hallazgo que no resultó de una elección creativa sino de que no tenía
documentación sobre animales y dibujándolos grotescos ocultaba sus carencias.
Con pocos recursos y sin el lastre de la academia y el peso de la tradición, la historieta
mexicana es näive y quizá irresponsable, pero a la vez desparpajada y libérrima; una
narrativa delirante donde las convenciones del super-yo cultural que encorsetan a los
primermundistas, dejan paso a los desfajados impulsos del insurrecto inconsciente
colectivo.
Como la caricatura, el arte de los clowns y el sketch del teatro de revista el comic es un
arte de la exageración. En el comic humorístico se extreman tanto las situaciones como los
rasgos físicos y la personalidad de los personajes. Pero también la historieta de estilización
naturalista recurre sistemáticamente al exceso. El comic mexicano que llamamos “serio”
por oposición a risueño, fue siempre melodramático en un sentido casi literal. Si antes a
los dramas se les añadía música para subrayar la intensidad de las situaciones, los comics
de aventuras o románticos llevan al límite las características de los personajes además de
sumergirlos en tramas enredadas y caprichosas repletas de sorpresas y casualidades. Y a
falta de música de fondo recurren a convenciones gráficas y literarias que enfatizan las
emociones: profusión de mayúsculas y signos de admiración, grandes acercamientos,
caracterizaciones grotescas. Porque las tramas inevitablemente se repiten y los lectores
saben de antemano que al final el bien triunfará sobre el mal y los villanos serán
castigados, de modo que lo que importa no es la trillada historia sino la intensidad de los
sentimientos, la pasión con que ocurren las cosas, el pathos.
A mediados del siglo XX los editores se dan cuenta de que a unos lectores de pepines les
gustan unas series y a otros otras. Deciden, entonces, pasar de revistas misceláneas, en
que hay de todo y para todos, a publicaciones especializadas en un determinado género y
destinadas a distintos sectores: a los niños, a los jóvenes, a los adultos varones, a las
mujeres…
El progresivo abandono de las revistas para toda la familia en favor de las especializadas
avanza por dos vías: el libro-comic con una única historia que se despliega en cien o más
páginas, por lo general impresas a una sola tinta y el comic book clásico a colores y de
formato estadounidense.
El libro-comic o historieta novelada que se empieza a publicar en los cincuenta y sesenta
del pasado siglo es una variante mexicana de la narrativa dibujada que se adelanta más de
medio siglo a la proliferación actual de historietas extensas editadas en un solo volumen.
Publicaciones gruesas -alguna llega a las mil páginas- que al principio encuadernan juntos
sobretiros de capítulos previamente publicados de una serie exitosa. Sin embargo, con el
tiempo, empiezan incluir comics expresamente realizados para ser libros, de modo que
abandonando el “continuará” que en el folletín, los seriales cinematográficos y las
historietas por episodios interrumpía arbitrariamente las historias, los autores del libro
comic hacen suya la estrategia narrativa de la novela y con frecuencia adaptan obras
literarias o películas.
El libro comic tiene su propio estilo. A diferencia de las tiras y las series de capítulos más
cortos, aquí no encontramos protagonistas permanentes. Tampoco hay humor sino
aventuras extrovertidas y dramas sentimentales. Además, por exigir una narrativa extensa
y no demandar patrones gráficos definidos, por lo general el guion y el dibujo los realizan
personas distintas y sin contacto entre sí. En estas condiciones es muy frecuente que al
carecer de experiencia en el cómic el escritor abuse de las descripciones y explicaciones
olvidando que el dibujo también habla. Así la historieta novelada acostumbra ser verbosa
y visualmente poco creativa pues abrumado por los textos el dibujante se limita a ilustrar
linealmente lo que el guionista describió.
Aunque al principio algunos editores optan por un tamaño algo menor -entre el de los
pepines y el del comic book- la historieta en fascículos dedicados a una sola serie
terminará por adaptarse al formato estadounidense. Entre otras razones porque en los
miméticos años de la posguerra la publicación de servicios importados se extiende a costa
del comic de factura local. Pero esto beneficia a los de aquí pues al contar, no con ocho
páginas pequeñas sino con 36 y más grandes, algunos autores que habían debutado en los
pepines encuentran en el nuevo vehículo la holgura necesaria para desarrollar su
creatividad. Y con más razón aquellos que debutan con este formato.
Surgidos en los pepines, los géneros, las estrategias narrativas y los estilos del comic
mexicano se estabilizan y maduran en los comic book, que en México llamamos “revistas
de monitos”. Lo que además permite que una vez definidos el tratamiento y los
personajes, los realizadores de la serie sean intercambiables, flexibilidad que conviene
mucho al editor quien es dueño del título y los protagonistas. Aunque, por lo general, las
historietas más valiosas e influyentes se identifican con uno o dos autores: La familia
Burrón con Gabriel Vargas, El santo con José G. Cruz, Los supersabios con Germán Butze,
Memin Pinguin con Yolanda Vargas y Sixto Valencia, Chanoc con Pedro Zapiain y Ángel
Mora, El Payo con Guillermo Vigil y Fausto Buendía, Los supermachos (luego Los
agachados) con Eduardo del Río, Rius.
Algunas historietas locales son llamativas por emplear como recurso dramático el
protagonismo colectivo, otras lo son por hacer uso de una gráfica original en que se
reciclan imágenes de diferentes fuentes. Aportes que le dan identidad al comic mexicano
pues si bien podemos encontrar recursos semejantes en el de otros países, en algunos
casos fuimos precursores y en otros los empleamos más a fondo.
Comunidad. En la historieta de un país de fuertes tradiciones rurales no podía estar
ausente la comunidad. Hijo de la modernidad, el comic opta por protagonismos no solo
individuales sino individualistas. También lo hace el mexicano, que tiene que repetir el
modelo si quiere competir, pero en este son notables algunos protagonismos
ampliamente colectivos, casi multitudinarios. La familia Burrón, de Gabriel Vargas, por
ejemplo, se ocupa de un grupo doméstico, pero también y sobre todo de los habitantes de
la vecindad de El callejón del cuajo, un ámbito de vida compartido que no es solo
escenario sino actor principal. Por su parte Los supermachos, luego Los agachados,
de Rius, documenta lo que ocurre en un pueblo campesino: San Garabato Cucuchán. En
los dos casos la comunidad, en Vargas urbana y en Rius rural, es el verdadero sujeto de las
historietas. Y la estrategia narrativa es territorial: importa más el espacio humano donde
se despliegan los acontecimientos que el transcurrir de un tiempo siempre circular.
Fotomontaje. Una parte de las series de los pepines y las revistas de monitos son
melodramas de barrio, historias de arrabal que buscan retratar -estilizado- el mundo de
sus presuntos lectores. Y qué puede ser mejor para parecer realistas que utilizar
fotografías, unas realizadas exprofeso y otras tomadas en préstamo de los más diversos
orígenes. Recurso que, anticipándose al Photoshop, tiene también la ventaja de ahorrar
tiempo y esfuerzo pues a los principales protagonistas se les fotografía en diferentes
actitudes y poses cuyos registros que se clasifican y archivan, para finalmente recortarlos y
pegarlos según lo pidan las diferentes tramas, completando las viñetas con otros
fragmentos sacados de revistas y algunos trazos de pincel.
Lanzados en los cuarenta, los fotomontajes narrativos se anticipan y superan en
dramatismo a las fotonovelas italianas de los cincuenta, conformando un lenguaje potente
y de fuerte personalidad del que fue creador y asiduo practicante José Guadalupe Cruz.
Monero y editor, Cruz es autor, entre otras historietas, de la serie Santo. Una revista
atómica, realizada en fotomontaje y que catapultó en México los comics y las películas de
luchadores. Llama la atención que los collages de Cruz, que aspiraban al realismo, a la
postre resultaron desorbitados y grotescos, mientras que los dibujos de medio tono de
otros moneros, como Antonio Gutiérrez, llegaron a parecer fotografías.
Al irse especializando las publicaciones, la mayor aspiración de los editores y autores es
posicionar un género. Y entre 1930 y 1970, época dorada de los monitos mexicanos en
que cada día se publicaban uno o más fascículos distintos y en que los tirajes llegaban al
millón de ejemplares, la diversidad temática es de vértigo.
En el humor hay series de aventuras como Los supersabios, de Germán Butze o Rolando
furioso, de Gaspar Bolaños; costumbristas como la ya mencionada Familia Burrón, de
Gabriel Vargas; escatológicas como Papito frito, de Rafael Araiza, de la que serán eco
tardío las aventuras de Hermelinda linda, de Oscar González; y también deportivas, como
la boxística Máximo Tops, de Abel Quezada. Igualmente deportivas pero sin humor,
son Pies planos (de box) y El pirata negro (de futbol), de Cervantes Bassoco; Gitanillo (de
toros), de Francisco Flores. Son románticas casi todas las de Yolanda Vargas y el dibujante
Antonio Gutiérrez, de la serie Lagrimas, risas y amor. Las hay de protagonismo infantil
como Palomilla, de José G. Cruz y Francisco Casillas, Estrellitas de Yolanda Vargas y Zea
Salas y Memín Pingüín también de Yolanda Vargas, dibujada primero por Daniel Cabrera y
luego por Sixto Valencia. Tuvimos igualmente aztequismos, como El flechador del cielo de
Francisco Tirado; orientalismos como Kalimán de Víctor Fox y Cristóbal Velasco; series de
espanto como El monje loco, de Carlos Riverol del Prado y Juan Reyes Beiker; historias
arrabaleras como las de José G. Cruz a las que siempre pone nombres de tango: Tenebral,
Encrucijada, Revancha, Remolino, Percal…; aventuras de mar y selva como Chanoc de
Pedro Zapiain y Ángel Mora. Las de héroes montados empiezan siendo de vaqueros, como
las estadounidenses en que se inspiran, pero luego se nacionalizan como son los casos
de El charro negro de Adolfo Mariño Ruiz y El Payo, de Guillermo Vigil y Fausto Buendía.
Muy socorrido es el género biográfico en el que se les inventan aventuras narrables a
revolucionarios como Pancho Villa y Emiliano Zapata, a actrices y actores como María Félix
y Pedro Infante, a compositores como Agustín Lara y a bailarinas “exóticas”
como Tongolele. Pero hay también series que tratan de canciones, de proverbios, de
milagros de la virgen de Guadalupe…
Aunque se anunciaba como Diario de novelas gráficas para adultos, Pepin era una
publicación que aspiraba a entrar en los hogares y como todas sus semejantes cubría los
asuntos del sexo con un púdico velo de hipocresía. La hipocresía perduró pero a principios
de los cincuenta se atenúa la autocensura, cuando las revistas de monitos se especializan
y algunas van expresamente dirigidas a varones adultos. Entonces los editores descubren
que el sexo vende.
En la historieta de humor había mujeres entronas y hasta dominantes, como la
trepidante Borola, de La familia Burrón, pero en las historietas “serias” las mujeres
parecían condenadas al papel de madres abnegadas, esposas sufridas, amantes
desdeñadas y, en general, víctimas pasivas de los machos. Con el destape de los cincuenta
esto cambia, no porque avancen realmente el feminismo o la conciencia de género, sino
porque hay cierta permisividad. Márgenes mayores que, más que real apertura a la
sexualidad, propician una estética del sadomasoquismo. Y sus heroínas son féminas de
armas tomar: mujeres dominantes y “liberadas”, si por liberación entendemos incursionar
en los comportamientos “viriles”. También reciben lo suyo, es verdad, pero las nuevas
protagonistas responden con golpes a los golpes. Lo que a fin de cuentas es un avance.
Una de las primeras series del género es Yolanda, de Adolfo Mariño Ruíz, protagonizada
por una hembra tan maltratada como pegona. Sin embargo la semilla está sembrada y a
ésta siguen otras encabezadas por mujeres “machas” siempre amenazadas por látigos,
cadenas, sogas, cuchillos y demás parafernalia sadomasoquista. Una de ellas es Rosita
Alvirez, de Alfonso Tirado, y otra Adelita y las guerrillas, del omnipresente José G. Cruz y
dibujada, entre otros, por Delia Larios, la única monera de la época.
Tanto Yolanda como Rosa y Adelita -que tienen nombre de corrido revolucionario y andan
en la “bola”- poseen el cuerpo y el estilo despatarrado de heroínas de hechura
estadounidense como las de John Willie, de Eric Staton -para el que en algún momento
dibujó Mariño- y sobre todo las de Burne Hogarth, en las que posiblemente se inspiró
Cruz.
En el medio siglo los mexicanos nos hicimos mexicanos porque empezamos a compartir
las emociones instantáneas que nos ofrecía la industria cultural. En la escuela nos
hablaban de los “padres de la patria”, pero en la calle se hablaba del Monge loco. Un
encapuchado tenebroso que de ser un personaje de historieta creado por Carlos Riverol
del Prado y Juan Reyes Beiker, pasa a tener también un programa de radio donde lo
personifica Salvador Carrasco -quien además lo interpreta en el teatro y en una película de
Alejandro Galindo- y hasta podemos escucharlo tarareando su frase célebre: “Nadie sabe,
nadie supo la terrible historia de…” en un swing compuesto por Ernesto Riestra. Y es que
la industria cultural no concibe los diferentes medios como opciones independientes, sino
como la posibilidad de cercar al consumidor asediándolo todo el tiempo y en todas partes.
La mayoría de los productos generados por la estrategia envolvente multimediática son
variaciones sobre unos cuantos temas y protagonistas canónicos; ecos de ecos que
atrapan por redundancia, por saturación.
Recapitulando. La alfabetización se la debemos a las políticas públicas de la posrevolución,
pero México se hizo un país de lectores gracias a los pepines y luego las revistas de
monitos, de modo que el fin de las historietas de masas a fines del siglo pasado, es
también el fin de un hábito de lectura que vaya más allá de los tuits y los mensajes de
celular. Como en toda industria cultural lo que abunda en la llamada “época de oro” de los
monitos son trabajos rutinarios y copias, pero destacan del conjunto algunos creadores y
unas cuantas aportaciones estilísticas y temáticas. Sin embargo no estamos ante una
historieta de autor, sino ante un comic industrial que cala por la repetición de fórmulas
narrativas y de tipos que devienen canónicos. Repetición que no se circunscribe a un solo
medio, de modo que lo que tenemos es una espesa red massmediática, un complejo de
vasos comunicantes tan entreverado que aproximarse a una sola de esas industrias: el
cine, la radio, la música grabada, los comics… es perderse la mayor parte de la película.

Contracultura y decadencia (1970-1990)


Por primera vez desde el inicio de la “guerra fría”, en los sesenta y setenta remite el
conservadurismo y soplan vientos de renovación. Aires de cambio que también llegan a la
historieta. Sin embargo, vistos en perspectiva, esos años son el canto del cisne, el principio
del fin de una época dorada que no volverá. Por entonces historietas como Kalimán,
Lágrimas risas y amor y El libro vaquero rebasan el millón de ejemplares semanales, pero
el cine, la radio y las grabaciones, que acompañaron al comic en los tiempos del boom,
han sido ya arrinconados por el auge de la televisión. Y la industria mexicana de los
monitos, autocomplaciente, rutinaria e incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, inicia
su decadencia.
Por esos años comienza a diluirse la separación entre alta y baja cultura, y los
“intelectuales” ya no se avergüenzan de leer historietas. Aunque de las mexicanas no
encuentran muchas que recuperar, salvo La familia Burrón. Sin embargo entre los sesenta
y los setenta aparece y se consolida en el comic nacional una camada de nuevos héroes
moneros con pocos superpoderes pero con cierta densidad dramática y algunos hasta con
conciencia política.
En 1961 había empezado a publicarse Alma Grande, una serie de ubicada en el territorio
de los indios yaqui, en cuyos guiones iniciales estos eran los “salvajes” y el ejército federal
el “civilizador”. Pero cuando Guillermo Vigil retoma la historieta ya corren los tiempos del
movimiento contra la guerra de Vietnam, y el nuevo guionista se da cuenta de que en
realidad los yaquis eran los “buenos”. Así la historieta, ahora retitulada Alma Grande. El
yaqui justiciero, deviene precursora del neoindianismo del fin de siglo.
El género de Chanoc, de Pedro Zapiáin y Ángel Mora, son convencionales aventuras de
mar y selva estelarizadas por un apuesto y valiente pescador. Protagonista convencional
que sin embargo es opacado por su compañero Tsecub Baloyán: un viejo pícaro y
borracho que por su condición de antihéroe atrae más a los lectores que el
previsible Chanoc. Sanchopancismo monero que se repite en muchas series
documentando un cambio de paradigmas en los consumidores de comics.
Más tarde la editorial Senda publica El payo, una historieta del mismo Guillermo Vigil,
dibujada por Fausto Buendía, donde los ambientes de la novela Pedro Páramo y el estilo
narrativo de Juan Rulfo, se entreveran con los clichés de nuestro charrismo monero. Y
poco después el mismo editor lanza Torbellino, de Orlando Ortiz y Antonio Cardoso, una
historieta cuyo protagonista es una suerte de guerrillero urbano que recupera el
radicalismo derivado de la brutal represión gubernamental al movimiento juvenil de 1968.
Fantomas, levemente inspirada en el folletín francés de Allain y Souvestre, es un justiciero
que opera fuera de la ley, fórmula muy socorrida que se renueva cuando el novelista
Gerardo de la Torre y otros guionistas lo llenan de alusiones culturales y referencias a la
coyuntura política. El escritor Julio Cortázar internacionaliza al héroe haciéndolo
protagonista del panfleto Fantomas contra los vampiros trasnacionales.
Aníbal 5 es un ciborg y también un comic escrito por Alejandro Jodorowsky y dibujado por
Manuel Moro. Historieta donde el primero cuela sus obsesiones esotéricas en aventuras
de ciencia ficción con implicaciones metafísicas. Con esta historieta -que luego retomará
en Francia con otro dibujante- y una plancha dominical dibujada por el mismo que
titula Fábulas pánicas, Jodorowsky inicia una carrera de historietista en la que se
consagrará como guionista del gran Moebius.
Herederos de luchadores como El Santo y Blue Demon, que en sus versiones de papel
fueron héroes de las historietas de los cincuenta, los nuevos protagonistas tampoco
tienen notables superpoderes, apartándose con ello del comic estadounidense que
acostumbra dotar a sus adalides justicieros de capacidades sobrehumanas. La ventaja
de Juan Panadero, alias El payo; de Pedro Márquez, alias Torbellino; de Chanoc o
de Tsecub es que los mexicanos del común podían identificarse fácilmente con ellos.
Además de que con esta clase de protagonistas había menos riesgo de que los niños se
pusieran una capa y se tiraran por la ventana.
Salvo excepciones poco exitosas impulsadas por el Estado o las iglesias, el comic mexicano
nunca se propuso educar sino divertir. Sin embargo en los sesenta y setenta el concepto
de educación se desescolariza y “concientizarse” se pone de moda. La nueva canción, los
talleres de plástica callejera contestataria, las revistas de humor ácido y algunas
historietas asumen un activismo claramente político. Tal es el caso de Los supermachos,
luego Los agachados, de Eduardo del Rio, Rius.
San Garabato Cucuchán, escenario de las historietas de Rius, es una miniatura de la
realidad nacional donde a través de Calzontzin o Chon Prieto se critica con humor el orden
sociopolítico mexicano. Pero la aportación de este autor no son tanto sus notables
historietas como sus sorprendentes libros realizados con un lenguaje innovador cuyo
único antecedente en México son los cartones historietados de Abel Quezada. Trabajos
entre analíticos y narrativos que despliegan un original discurso gráficamente basado en el
collage, que combina los recursos del comic: personajes, globos, apoyaturas,
onomatopeyas dibujadas… con los recursos del ensayo didáctico. La revolución cubana, la
revolución mexicana, el marxismo, el leninismo, el jazz, el comic, el vegetarianismo, el
tabaquismo y cerca de ciento cincuenta temas más conforman una vertiginosa colección
de ensayos didácticos de estilo monero en los que abrevaron todos los izquierdistas
mexicanos del fin de siglo.
En los ochenta la historieta mexicana se achica. No solo se achican los tirajes y la industria
editorial, también se encojen los formatos que se estandarizan en 12 por 14 centímetros,
aunque los hay más pequeños. Pero lo preocupante es que se achica la creatividad. Por
esos años no se crean nuevos personajes significativos ni se modernizan temas y
tratamientos.
El único acontecimiento monero memorable del fin de siglo son los llamados
“Sensacionales”, por el nombre de una de las series más exitosas de ese formato. Además
de su talla modesta, los Sensacionales se caracterizan por ser temáticos, casi siempre
humorísticos, autoconclusivos y sin protagonistas fijos. Sensacional de luchas, Sensacionl
de box, Sensacional de barrios, Sensacional de mercados, Sensacional de traileros,
Sensacional de artes marciales, Sensacional de maestros y chalanas, Sensacional de
sueños, Sensacional de vacaciones… son algunas de sus series.
Muestra de decadencia es la proclividad a la pornografía de los Sensacionales y su cauda.
Cuando una industria empieza a buscarle la bragueta a sus clientes es que está de capa
caída. Y las minis se volvieron masturbatorias. Bellas de noche, Luchas calientes,
Sabrosonas y bien entronas. Sábanas mojadas, Escuadrón orgasmo, Suculentas
tentaciones, Raza cachonda… son algunos de sus títulos. Pero ni así pudieron sobrevivir,
pues el cine erótico digitalizado y después la pornografía en red pusieron contra las
cuerdas a la módica cachondería de papel.
La extinción de la industria editorial que publicaba historietas mexicanas, la obsolescencia
de toda una generación de dibujantes y guionistas, la desaparición de un oficio que antes
se transmitía de maestro a aprendiz y la pérdida de un público que había llegado a ser
multitudinario tiene que ver con la intensificada globalización económica que arranca en
los años setenta y que al traducirse en políticas públicas de apertura indiscriminada de
mercados -incluyendo los culturales que antes se habían protegido-, incrementa aún más
la penetración de los productos estadounidenses. Así, por esos años el cine de EU
recupera espacios en la exhibición que no tenía desde los treinta y en el ámbito del comic
los superhéroes y antihéroes yanquis ocupan el vacío dejado por los adalides locales. La
culpa es del unilateral desarme económico del país emprendido por el gobierno, pero
también tiene responsabilidad una industria apoltronada que por no correr riesgos perdió
creatividad. En lo que va del nuevo milenio el cine mexicano se está rehaciendo. La
historieta no.
Recapitulando. Desde los sesenta y en los setenta del pasado siglo en el marco del
progresismo y la contracultura surgen corrientes renovadoras en el comic europeo y
estadounidense que empiezan a hacer una historieta adulta y para adultos. En México,
aunque hay piezas y autores notables, la puesta al día es mucho más modesta porque la
industria que había surgido y embarnecido con los pepines y las revistas de monitos se
limita a repetir fórmulas trilladas o abandona la producción local para distribuir
traducciones del comic norteño de superhéroes, amoldándose a los desnacionalizadores
tiempos neoliberales de total apertura económica y cultural. Y también debido a que los
moneros no encuentran ni construyen canales distintos para difundir su trabajo. Así, la
historieta mexicana se queda sin continuadores. Pérdida de un eslabón de la cadena que
después será irrecuperable, de modo que nos nuevos historietistas que surgen en el fin de
siglo tendrán que empezar de cero y apoyándose más en el comic extranjero que en la
tradición local.

Neomoneros (1990-2015)
Para el fin de siglo los guionistas, dibujantes y editores de pepines y revistas de
muñequitos de la época dorada han muerto o están fuera de circulación Y hasta
los Sensacionales ochenteros -que no crearon escuela- van de salida. Pero los jóvenes
siguen leyendo historietas, sobre todo estadounidenses y japonesas, que adquieren en
las comic-stores y luego en traducciones hechas y publicadas en México. Además, a través
de las películas de Marvel y de las Convenciones, los héroes del comic y su parafernalia
están muy presentes. Quizá los milenians no conozcan a Borola, Chanoc,
Rarotonga o Torbellino, pero conocen el primer Dragon Ball de Aquira Toriyama, Los
Simpson de Matt Groening, Hellboy de Mike Mignola, Preacher de Garth Ennis y Steve
Dillon, Sin City de Frank Miller, Watchmen de Allan Moore y Dave Gibbons, The
Sandman de Neil Gaiman. Lo que no es poca cosa.
Y algunos no se conforman con leerlas, también quieren hacer historietas. Así, en los años
decadentes de la industria monera y junto al auge del comic anglófono, presenciamos el
surgimiento de la historieta de autor. La proliferación de monitos renovadores y a veces
sofisticados que no desdeñan los mensajes crípticos y el alucine formal. Una generación
de neomoneros que emplea el comic como forma de expresión personal y que no se
identifica con la vieja escuela historietil mexicana a la que ni siquiera conoce pues ya
estaba fuera del juego cuando ellos empezaron a leer comics.
Desde fines de los ochenta y durante noventa ésta generación comienza a publicar en
fanzines, revistas contraculturales o de caricaturas y algunos suplementos de los
periódicos. Dentro de ella los menos numerosos pero más asentados y maduros se
consideran herederos de Rius y por lo general se dividen entre el cartón político y las
historietas. En este grupo destacan Manuel Ahumada, Rafael Barajas, El fisgón, Antonio
Helguera, José Hernández, Patricio Ortiz y dos moneras Cecilia Pego y Cintia Bolio
animadores de revistas como El nieto del Ahuizote y El Chamuco.
En la misma línea del humor, pero sin filiación política explícita, sobresalen José Ignacio
Solórzano y José Trinidad Camacho, Jis y Trino, que al alimón crearon la serie El Santos
contra la Tetona Mendoza, protagonizada por una destrampada pareja de luchadores con
la que rinden culto a un mundo de encordados y máscaras para ellos ya borroso pero aun
entrañable.
Otro grupo, en el que predomina el dibujo de estilización naturalista, es el que en 1991
empezó a publicar El gallito inglés, una revista de comic dirigida por Víctor del Real y en la
que aparecían trabajos de Edgard Clément, Ricardo Peláez, Luis Fernando Henríquez, José
Quintero… Más efímera fue la revista Molotov animada por Sebastián Carrillo, Bachan;
Bernardo Fernández, Bef; Luis Javier García, Carcass; Alfonso Escudero, Vera. Y junto a
estas decenas de fanzines más de los que doy algunos nombres: La caneca, animada por
Carlos Ostos Sabugal, Octavio Romero y Ernesto Barragán; Ultrapato y Valiants, de Edgar
Delgado; Nemesis 2000, de Humberto Ramos; Criaturas de la noche, de Francisco Solís
Méndez; Fuerza Rem, de Manuel Martín…
Pero la aspiración de casi todos los neomoneros es ponerle lomo a sus comics. Y algunos
lo logran: Edgard Clément publica el librocomic Operación bolívar, Ricardo Pelaez da a
conocer Fuego lento, José Quintero edita juntas las historietas de Buba, Bachan lanza
numerosos volúmenes, entre ellos los protagonizados por El bulbo, Bef, escribe y dibuja
una biografía de William Burroughs titulada Uncle Bill, que tiene 260 páginas, y José
Hernández una del Che Guevara en dos volúmenes…
Algunos como Damián Ortega y Avram Cruz Villegas, migran de la historieta a las artes
plásticas de galería. Otros encuentran en el comic estadounidense la posibilidad de
volverse profesionales. Tal es el caso de Humberto Ramos, Edgar Delgado, Francisco
Medina, Gerardo Sandoval, Mario Guevara y uno de los más prolíficos portadistas de
los Sensacionales, Oscar Bazaldúa, que hoy trabajan para Marvel o DC.
Desde hace tiempo los recursos digitales se han vuelto imprescindibles para los
ilustradores, dibujantes y moneros pero en la última década la internet se está volviendo
un canal de difusión para historietistas que suben sus trabajos a la red. Luís Sergio Tapia, a
quien todavía le tocó trabajar con la vieja industria editorial, hoy se mantiene activo en la
página http://sketch-comics.com/, los Moco Comix de Juanele pueden verse en
https://www.moco-comix.com/. The mountain with teeth, de Alejandra Elena Gámez
puede bajarse de htpp://mountainwithteet.com/. El omnipresente Bachan y Maritza
Campos son responsables de la muy visitada htpp://www.powernapcomic.com/.
Luis Sergio Tapia dibujó la serie La bestia roja, para el Grupo Vid y también trabajó en la
longeva Novela Policiaca, de Novedades editores, representantes póstumos de la otrora
gran industria mexicana del comic. Es pues un sobreviviente de la vieja guardia monera
que sigue activo a través de una página electrónica. ¿Por qué lo hace?
Escribes o dibujas porque tienes algo que decir y lo sientes en los huesos y el alma -
dice- Eres un neurótico que oye voces y se imagina escenarios, y para no caer en la
locura los plasmas en el papel o ahora en pixeles y dejas que lo vea todo el mundo.
No para vanagloriarte sino sólo para no ahogarte en ese mar de ideas y de
imágenes…

Recapitulando. El comic mexicano no es consultable en bibliotecas ni hay reediciones de


los que -si pudieran ser releídos- quizá serían clásicos, de modo que la tradición se
transmite de maestro a aprendiz y cuando los viejos no encuentran continuadores, porque
no hay quien los edite, la cadena se rompe. Así, haciendo tabla rasa de una tradición con
la que no se identifican pues no la conocen, los neomoneros mexicanos de entre dos siglos
empiezan de nuevo, siguiendo los patrones del buen comic extranjero. La excepción son
los que hacen historieta pero también, y principalmente, caricatura política, cuya tradición
sigue viva y es profunda. Así los caricaturistas-historietistas están más cerca los dibujantes
satíricos del XIX que de los moneros del XX.

Pueblo de lectores (1930-1980)


El protocomic del siglo XIX era por fuerza de minorías pues las mayorías no sabían leer ni
compraban revistas. La revolución campesina iniciada en 1910 no solo remueve política,
sociedad y economía también sacude profundamente a la cultura: por obra de la
conmoción armada los pueblos introvertidos en que vivía la mayor parte de los mexicanos
se abren al mundo o cuando menos al país y muchos campesinos se desplazan de sus
lugares de origen con frecuencia a las ciudades. De esta manera los modernos medios de
difusión adquieren un público potencial que antes no tenían.
Por otra parte, el grupo que a la postre toma el poder y capitaliza la revolución es una
corriente entre otras y tiene que legitimarse, de modo que por convicción y también por
conveniencia emprende políticas orientadas a afirmar la identidad nacionalista y
revolucionaria que supuestamente la lucha libertaria ha impreso en los mexicanos y de la
que el nuevo Estado en construcción se dice depositario. Alfabetización con contenidos
nacionalistas y ocasionalmente “socialistas”, impulso a la pintura mural que cubre de
pueblo los edificios del gobierno, respaldo a la música de concierto que retoma temas
vernáculos y al teatro didáctico de masas, recuperación y difusión de los restos
arqueológicos de las viejas culturas, estímulo a la producción artesanal de contenido
folclórico.
Vuelto gestor de la cultura popular, el Estado posrevolucionario apuesta a lo tradicional y
a lo “artístico” y descuida los medios masivos, sin darse cuenta de que en el siglo que
entonces empezaba no será la “alta” cultura sino la industria cultural, la mayor forjadora
de identidad. Y los nuevos medios de comunicación se apropian de unos mexicanos que,
sin abandonar sus raíces profundas, están ávidos de novedades.
Escuchar la radio, oír discos, ir al cine o leer historietas son experiencias culturales nuevas
que transforman a las personas, con relativa independencia de los contenidos que se les
ofrecen. Contenidos y que por lo general son los de una industria cultural ya para
entonces globalizada y que después de la primera gran guerra y sobre todo después de la
segunda tiene en los Estados Unidos su principal foco emisor de paradigmas estéticos,
socioeconómicos y morales.
Más que la radio, el cine y los discos la lectura de historietas que se vuelve masiva desde
los años treinta, es un hecho culturalmente revolucionario. A diferencia de los libros, que
los niños asocian con la escuela y que “deben” leerse pues con ellos la gente se “cultiva”,
los pepines y luego las revistas de muñequitos se leen por el gusto de hacerlo y a veces
ocultándose pues se dice que son inmorales y pervierten a la infancia y la juventud.
Además, a diferencia del carácter público y colectivo que tiene la cultura tradicional que
se hace presente en carnavales, entierros, fiestas religiosas, desfiles, bailes… la lectura es
algo personal. Un acto íntimo que sin embargo en el caso del comic se socializa de
inmediato pues son literalmente millones los que leen al unísono los mismos relatos.
Historias de las que luego hablan y discuten. Introducir en la cultura popular un goce
privado que se consuma en soledad -como lo es toda lectura- pero con narraciones que al
ser ampliamente compartidas se incorporan al imaginario colectivo, es una verdadera
revolución y se la debemos a los pepines y las revistas de monitos.
Pero para valorar los efectos de la expansiva industria cultural sobre los consumidores de
sus productos puede ser útil una módica disquisición conceptual.
Como vemos en sus notas sobre Literatura y vida nacional , a Antonio Gramsci le
1

preocupaba que en Italia la gran literatura fuera elitista, mientras que los folletines que
leía el pueblo eran fantasiosos y narcóticos. Para él, la tarea era crear una verdadera
cultura nacional-popular masiva pero a la vez crítica que cohesionara al “bloque histórico”
contra hegemónico dotando de identidad al sujeto popular emancipador.
Pienso que el cuestionamiento gramsciano al elitismo, aplica bien a los esfuerzos que
desde los años veinte del pasado siglo emprende el gobierno mexicano, encaminados a
crear una cultura “nacionalista y revolucionaria” patrocinando autores sin duda valiosos
pero que se sentían educadores del vulgo, “ingenieros de almas” como dijera Stalin, de
modo que ni podían ni querían “elaborar los sentimientos populares, luego de haberlos
hecho propios”, como demanda el italiano. No comparto en cambio su idea de que “el
pueblo es un lector de primera lectura sin actitud crítica”. En cambio me quedo con
observaciones también suyas pero marginales que van en sentido contrario, entre ellas
una en que afirma que “los héroes de la literatura popular, cuando han entrado en la
esfera de la vida intelectual popular, se separan de su origen “literario” y adquieren el
valor de personaje histórico”. Creo que, efectivamente, los lectores no “cultivados”
realizan lecturas críticas y apropiadoras, de modo que a veces los productos de la industria
cultural se “separan de su origen” y se resignifican, incorporándose a un imaginario
colectivo cuya exploración no debe confundirse con los análisis semióticos de dichos
productos.
Por los mismos años, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica , 2

Walter Benjamin confrontaba el elitismo de un arte cuya “aura” se sustenta en la


originalidad de la pieza única, con el potencial -por una parte alienante y por otro
revolucionario- de la masificación propiciada por la cultura industrial. En particular por el
cine, del que exalta entre otras cosas la “voladura terapéutica del inconsciente” que
provocan las grotescas animaciones de Walt Disney. Aproximación generosa a la moderna
cultura de masas facilitada por su previa apertura al colportaje (del francés colportage:
venta ambulante de literatura popular) y con él a las posibilidades expresivas de lo vulgar,
de lo presuntamente bajo y despreciable. Lo que necesitamos, sostenía en El libro de los
pasajes , es de “retener la imagen de la historia en las más insignificantes fijaciones de la
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experiencia, en sus desechos”. Ideas que compartía con Ernst Bloch y que a mi juicio solo
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se sostienen si asumimos que las lecturas de los no ilustrados también pueden ser
creativas.
Benjamin y Bloch no soslayan la alienación y no ignoran la condición mercenaria de la
industria cultural, pero no subestiman a sus consumidores. Como si lo hace, por ejemplo,
Theodor W. Adorno, quién a seis años de la muerte de su amigo descalificaba -sin
nombrarlo- a Benjamin por haber destacado la importancia de la masividad que como
medio de comunicación tiene el cine, “argumento que -decía Adorno- es el más burdo de
todos”. Lo que hay detrás no es solo la compartible crítica a la tecnociencia, propia de la
escuela de Frankfurt, sino un franco desprecio por lo popular en general. “Todo arte
popular es deleznable”, escribe Adorno en Minima Moralia , “Ha sido siempre un reflejo
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de la dominación […] La mentira es la esencia del arte popular”. Y sigue: “La actual cultura
de masas [es un] cerco impuesto por […] las empresas monstruo […] El progreso de sus
técnicas tuvo como resultado cosificación [y] tecnificación de la interioridad”.
Visión “apocalíptica” -Eco dixit- que más tarde retomarán autores como Armand
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Mattelart , quién con Ariel Dorfman se ocupa expresamente del comic industrial. “Estas
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historietas -escriben- son recibidas por los pueblos subdesarrollados como una
manifestación […] del modo en que se les invita a que vivan […] Leer Disneylandia es
tragar y digerir su condición de explotado” . Plausible lectura crítica que sin embargo y por
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omisión sugiere que no hay más lectura reflexiva que la suya y que los otros lectores, “los
pueblos subdesarrollados”, son no sólo explotados sino también puramente receptivos e
intelectualmente pasivos. Postura simplificadora y reduccionista que como puede verse
en este ensayo yo no comparto.
Pero las experiencias gestadas por los medios masivos no solo se apartan de las propias de
la cultura aristocrática de las élites, también se apartan de las modalidades públicas y
rituales propias de la cultura popular tradicional. Las fruiciones individuales pero
compartidas por multitudes virtuales, como las que propician la historieta, el cine, la radio
o la música grabada, constituyen experiencias culturales inéditas cuyo doble carácter hay
que explorar, pues quienes de ellas participan ni se aíslan en la apropiación intimista del
arte aurático, ni se diluyen en el multitudinario performance ritual de las colectividades
tradicionales.
Y es este el marco en que se va conformando el imaginario colectivo de un pueblo; un
territorio simbólico abigarrado donde se confrontan y disputan diferentes visiones del
mundo y en el que lo “nacional-popular”, en el sentido crítico y contrahegemónico que le
da Gramsci, no es más que una tendencia entre otras.
Los cómics de la época de oro eran populares y en gran parte realizados en México, es
decir nacionales. Pero ¿su lectura ayudaba a conformar una cultura nacional popular en el
sentido gransciano? Las dificultades se presentan cuando nos preguntamos por los
contenidos, por la forma en que se expresaban y por el modo en que nos influyeron estas
lecturas ciertamente tumultuarias. Y sobre todo cuando intentamos averiguarlo con
análisis semióticos que lo que encuentran es pobreza expresiva o con lecturas
decoloniales que lo único que ven son mensajes alienantes. Porque es verdad que la
mayor parte de las historietas mexicanas son narrativamente redundantes, literariamente
ripiosas, plásticamente torpes además de clasistas, sexistas, racistas, chovinistas y
malinchistas… Y eso, qué.
El problema está en que con frecuencia nos quedamos en el análisis del objeto
separándolo de su contexto. Pero aun si tomamos en cuenta la circunstancia social, de
todos modos queda fuera el lado subjetivo: la experiencia que hacía el lector de esas
historietas, la forma en que las interpretaba, los mensajes con los que se quedaba, las
lecciones que extraía… Porque los lectores populares tienen quizá poca educación formal,
pero no son estúpidos y pasan sus lecturas por el tamiz de sus propias concepciones del
mundo, de sus valores, de sus experiencias… Y los lectores mexicanos venían de una
revolución campesina multitudinaria que había durado diez años y en la que los plebeyos
habían vapuleado a los encumbrados. El mexicano no era un pueblo conservador sino
revolucionario, lo que hoy llamaríamos empoderado. Y es legítimo suponer que ese era el
perfil de los consumidores de pepines.
Los comics son obras polisémicas que no pueden ponderarse sin atender el aporte de los
lectores, sin preguntarse no sólo por qué leían sino por cómo lo leían: que imágenes,
sentimientos e ideas suscitaba la lectura, que acciones impulsaba. Al respecto propongo
una hipótesis sobre las posibles lecturas que de ellas se hacían, explicación tentativa que
trataré de justificar con algunos ejemplos.
La hipótesis es que lo que a nosotros nos parece torpe y alienante en las historietas, quizá
no lo fuera para sus lecturas originales, de modo que podríamos considerar a los monitos
mexicanos parte de la cultura nacional popular, en el sentido que Antonio Gramsci le da al
concepto.
Un ejemplo bastante conocido de lo que digo es La familia Burrón, de Gabriel Vargas. El
autor fue un hombre conservador y básicamente moralista que quiso repetir en su
historieta el paradigma de muchos comics estadounidenses: esposa insufrible, marido
oprimido. También pretendió demostrar que el esfuerzo personal y el trabajo tesonero
son la puerta a la prosperidad. Lo segundo no lo consiguió pues en el casi medio siglo que
duro la serie, las personas tesoneras, trabajadoras y con ganas de prosperar pasaron de la
pobreza a la miseria. Y don Gabriel, que era un testigo de sus tiempos, no podía hablar
ascenso social donde veía descenso. En cuanto a Borola, una esposa que por abusiva,
desidiosa e irresponsable debía haber disgustado a los lectores, resulta que se le
insubordinó a su creador volviéndose ícono de la rebeldía social y emblema del feminismo
mexicano. Y es que los personajes de historieta tienen vida propia, aliento que en gran
parte les confieren sus lectores.
Los supersabios, de German Butze fue una típica historieta de evasión donde las aventuras
de Panza con sus amigos científicos le sirven a él para huir de una madre pegona y un
abuelo malvado, y a sus lectores para escapar de la opresiva realidad en que vivimos. Pero
inesperadamente, en un episodio cualquiera, Butze hace crecer a sus juveniles personajes,
a quienes transforma en adultos laboralmente explotados, familiarmente sufridos,
físicamente decadentes y vitalmente frustrados… Con lo que el comic presuntamente de
evasión nos enfrenta de improviso y sin atenuantes con el gris y deprimente mundo que
está detrás del colorido suplemento dominical en que aparece, mundo en el que viven sus
lectores.
El brillante cartonista y monero Abel Quezada tenía una visión norteña y modernizante de
las cosas, que sin duda no compartían muchos de sus seguidores más sureños que
norteños y desengañados de la modernidad realmente existente. Pero el filo de su crítica
no se mellaba por que don Abel no fuera una persona de izquierda. Y sus
personajes: Gastón Billetes, el Charro Matías, el campesino casi translucido y sostenido
con palitos se han vuelto arquetípicos de un México de oligarcas, caciques y labriegos
sufridos.
Personaje de El chavo del ocho -exitosísima serie televisiva de la que también hubo
historieta- Don Ramón, un habitante de la vecindad que no puede pagar la renta, se ha
vuelto emblema de la lucha inquilinaria en América Latina. Y muchos activistas visten
sudaderas con su efigie, sin importar que la productora de la serie, Televisa, sea la mayor
manipuladora de conciencias del continente y su autor y actor principal, Roberto Gómez
Bolaños, Chespirito, fuera no solo conservador sino extremadamente reaccionario.
Recapitulando. En la hechura de un pueblo-nación es fundamental la cultura. Y dentro de
ella una narrativa que transforme las experiencias en historias memorables y
compartibles. Narrativa escrita que la alfabetización posrevolucionaria hizo posible y que
fue provista no por la alta literatura sino por la historieta. Pero si los novelistas y
cuentistas no supieron llegar al pueblo, los que si llegaban a las masas no tenían interés en
formarlas culturalmente. Lo que pondría en entredicho el presunto aporte del comic a lo
nacional popular. Aunque, si atendemos no a las historietas -con frecuencia deleznables-
sino a las lecturas que de ellas hacían sus consumidores, quizá lleguemos a la conclusión
de que la experiencia que procuraban era en realidad formativa.
Y es que a diferencia de lo que sucede con otros mass media claramente politizados,
manipuladores y reaccionarios, las historietas de la época dorada eran relativamente
neutrales. Los comics no tenían publicidad -ni privada ni gubernamental- y a los editores
les interesaba ampliar su mercado y ganar dinero, no adoctrinar. El de los monitos era un
territorio ciertamente marcado por la moral conservadora dominante, pero no
particularmente ideologizado. Lo que permitía que sus lectores los resignificaran haciendo
de pepines y revistas de muñequitos una parte constitutiva de nuestra cultura nacional
popular.
1 Antonio Gramsci. Literatura y vida nacional, Obras escogidas Tomo III, Lautaro, Buenos aires, 1961, pags
123-161.
2 Walter Benjamin. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Itaca, México, 2003, p. 39-96.
3 Walter Benjamin. El libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2003, p. 935.
4 Ernst Bloch. Heritage of Our Times, Cambridge Polity Press, 1991.
5 Th, W. Adorno. Minima memoralia, reflexiones desde la vida dañada, Akal, Madrid, 2004, p. 211-223.
6 Humberto Eco. Apocalípticos e integrados, Lumen, Madrid, 1985.
7 Armand Mattelart. Multinacionales y sistemas de comunicación. Siglo XXI, México, 1977.
8 Dorfman, Ariel y Armand Mattelard, Para leer al Pato Donald. Comunicación de masa y colonialismo, Siglo
XXI, México, 1974, p. 157.

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