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A manera de prólogo

Por: Alfonso Múnera Cavadía

Escribir sobre el béisbol es para mí un asunto que va más allá


de mi oficio de historiador. Siempre que lo hago –y lo he hecho en
distintos momentos de mi vida– me encuentro que está tan ligado a
mi historia personal que acudo a ella para descifrar sus significados,
no solo para mí sino para quienes como yo crecieron amando este
deporte. Permítaseme entonces, la licencia de hablar en primera
persona.
El barrio de Torices, en el que transcurrió mi infancia, fue un
escenario importante de nuestra historia del béisbol y el juego de
la pelota en mi familia ocupó un lugar central en las emociones de
sus hombres y mujeres. Mi madre fue de joven madrina del equipo
legendario de los Indios y mi tía Olga, la menor de mis tías, sabía
de béisbol tanto o más que cualquier experto, con la ventaja de una
memoria prodigiosa. Mi tío Andrés Cavadía se distinguió en una de
las épocas grandes de nuestro deporte como miembro del equipo que
conquistó el título mundial en 1947. Él realizó verdaderas hazañas
con el bate en los campos de juego nacionales e internacionales
hasta el punto que durante unos buenos años se le recordó como
el pelotero que había bateado el jonrón más largo en el estadio
de Caracas. Dagoberto, su hijo, que más que mi primo ha sido mi
hermano porque nos criamos juntos en la misma casa, fue por años
de la selección Colombia, y no digo mentiras si agrego que mis
tres hermanos mayores se destacaron de muchachos jugando en
el Playón del Blanco, al lado de varios de los que más tarde serían
peloteros afamados. Mi hermano Alcides jugó en primera categoría
en Cartagena de Indias y Barranquilla y era una formidable primera
base.

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Por si lo anterior fuese poco, nací en la calle Pasos Abadía,
frente con frente, a la casa del Caballo García, uno de nuestros
mejores lanzadores; luego viví en el callejón Constantino Pareja,
en cuya esquina estaba la casa amplia de madera del flaco Alcázar,
fundador del Torices, otro de nuestros legendarios equipos en el
que jugó, entre otros destacados peloteros, Chita Miranda; y más
abajo, más cerca a la orilla del lago, diagonal a nuestra casa,
vivía el Kike Hernández, extraordinario pitcher de los años 40s. El
béisbol, pues, caminó conmigo durante toda mi infancia de Torices;
y qué más quise yo en aquellos años que seguir las huellas de mi
tío Andrés y de todos aquellos héroes del 47. Héroes de verdad, de
carne y hueso, viviendo allí al lado nuestro, oyendo de ellos una y
otra vez sus grandes logros, enseñándonos con el ejemplo a los
niños de la barriada pobre que se podía ascender al cielo y tocar
las estrellas. Es por eso que una de mis grandes frustraciones fue
la de no haber aprendido por más esfuerzo que hice a batear bien
una curva o a medir con precisión la distancia para agarrar un flay.
Y, sin embargo, mi pasión por el béisbol siguió intacta, hasta el
punto que tuve un programa radial sobre béisbol y boxeo y escribí
comentarios en el periódico El Universal.
Quizás sea esta pasión y esta historia de infancia la que me haya
dado ánimos para aceptar escribir un par de reflexiones a manera
de prólogo de este excelente libro que recoge con notable calidad
estupendas visiones sobre la práctica del béisbol entre nosotros:
conjunto de ensayos de rica diversidad que nos ilustra sobre el
valor del lenguaje en el béisbol, sus orígenes, su aclimatación entre
nosotros, su profunda relación con las ciencias, en particular con
la física y las matemáticas, y sobre esa joya arquitectónica que es
nuestro estadio 11 de noviembre.
¿Por qué es tan importante que este libro exista al igual que todo
aquello que se haga para hacer perdurable la memoria del béisbol
entre los cartageneros? Por muchas razones, y si hubiera que
escoger una diría que en el deporte que un grupo humano escoge
como su representación más intensa se cifra, muy a menudo, la
historia de una comunidad, de una ciudad, de una región, y por
eso mismo su práctica define su identidad y revela secretos acerca
de los códigos que gobiernan su comportamiento colectivo. Se ha
preguntado alguien ¿por qué el béisbol en Colombia, a diferencia

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de Cuba, Panamá, Puerto Rico y Venezuela, no fue nunca, en
realidad, tenido como un deporte nacional en Colombia, y sí, por
el contrario, ¿reinó como tal en el Caribe colombiano? Imposible
responder esta pregunta sin comprender que su repuesta está en
el centro mismo de lo que definió nuestra historia republicana. Los
departamentos costeros del norte de Colombia, incluido Panamá
hasta 1903, constituyeron a lo largo del siglo XIX y mitad del XX
parte integral de la región del Gran Caribe. Eran parte de esa unidad
socio–cultural. Compartíamos mucho más en el orden de la cultura
como sistema integral con las otras naciones del Caribe español
que con el mundo andino desde el que se gobernaba el Estado
nacional. Nuestra música, nuestros bailes, nuestra vestimenta,
nuestra gastronomía, nuestra manera de ser en el mundo tenía
en aquellos años dorados de nuestro béisbol nexos profundos con
un habanero, caraqueño o puertorriqueño y casi ninguno con un
bogotano o con un pastuso, por ejemplo.
Cuando en Cartagena de Indias festejamos en clamoroso rapto
de alegría el habernos coronado como subcampeones mundiales
de béisbol en al año de 1945, obtenido en Caracas, en Bogotá la
inmensa mayoría de su población no había visto un bate en su vida,
y festejaba las victorias de futbol del equipo Millonarios en el Estadio
El Campín. Así éramos de diferentes, y algo de eso sigue allí: los
cartageneros siguen con fervor los partidos de grandes ligas en
los cuales participan sus peloteros, como Gio Urshela, mientras la
prensa nacional y la televisión si acaso hacen mención de ello. En
otras palabras, antes de que la televisión se apoderara totalmente
de nuestras vidas, el béisbol expresó con intensidad lo que somos
y lo que fuimos por siglos: un pueblo del Caribe.
Quien haya crecido, como yo crecí, en un barrio dominado por
el amor al béisbol, sabe, sin ser muy consciente de ello, que el
ritual de la pelota expresaba entre nosotros una estética que definía
nuestra vida: para jugar béisbol había que tener un sentido natural
de la elegancia y un dominio del ritmo en los movimientos. El
cuerpo en el béisbol no se mueve de cualquier manera, sino de esa
cierta manera que bien explicaba Manuel Benítez Rojo para definir
la esencia del Caribe. El béisbol era un asunto de aguajeros, es
decir de gente que practicaba la estética de lo bello y de lo altivo
en el campo de juego. De modo que los códigos últimos de nuestra

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identidad estaban cifrados en un partido de la pelota caliente.
Nuestra cosmovisión de lo instantáneo y lo imprevisible, nuestro
gusto por los espacios abiertos con tal de que los cuerpos expresen
su movilidad danzante, la supremacía de un presente continuo que
celebra la dicha o el sufrimiento no del equipo sino de cada jugador
que es ante todo un individuo que enfrenta en cada turno, en cada
jugada, su destino mediante la intuición y la creatividad de su
inteligencia entrenada para las decisiones fugaces, con frecuencia
geniales e irrepetibles. Así somos los caribeños, ¿o éramos? para
bien o para mal, y yo creería que más para bien que para mal.
Las nuevas generaciones han perdido algo de la gloria del
béisbol. Ahora los niños de las barriadas pobres dejaron de soñar
de lunes a sábado con el juego de la tarde del domingo en el que
harían parte de esa multitud feliz que dejaba el alma en el estadio,
que reía, que gritaba, que lloraba con las venturas y desventuras de
sus ídolos, de los dioses de sus olimpo personal e íntimo. El estadio
11 de noviembre luce ahora vacío. El sonido de las papayeras y
el baile colectivo de miles de hombres y mujeres hace ratos
abandonaron sus gradas. Esta ausencia de béisbol, este deterioro
de nuestro más sagrado espectáculo, tiene conexiones profundas,
subterráneas, con el deterioro de todo, o casi todo, en la Cartagena
de Indias moderna. El sentido comunitario fue desapareciendo de
nuestras vidas barriales y en la medida en que perdíamos el béisbol,
desaprendían nuestros niños los códigos que guiaron nuestra vida
diaria, que nos enseñaban acerca del valor del esfuerzo, la dignidad
de la lucha y del coraje, el prodigio maravilloso de un talento
educado en la disciplina para lograr la maravilla de una fantástica
jugada que coronaba la victoria. El béisbol me enseñó a mí y a mis
amigos del barrio de Torices –que en medio de la pobreza produjo
tantos y tantos buenos universitarios– que si uno dejaba el alma en
los estudios como nuestros héroes lo dejaban domingo a domingo
en el terreno de juego podíamos de verdad lograr el cielo y jugar
con las estrellas, con Centurión, el de la espada, con Venus, la
luminosa, y con la estrella del norte, la incansable viajera.
Este estupendo libro es apenas un punto de partida, no uno de
llegada. Por supuesto, un gran punto de partida hacía una meta
mucho más ambiciosa: recobrar de manera plena la memoria de
nuestro deporte sagrado, lograr que nuestros jóvenes aprendan a

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quererlo como lo quisimos nosotros y ayudar a lograr que en un día
no muy lejano nuestros niños entren cotidianamente al viejo 11 de
noviembre repleto de ardorosos fanáticos, y tengan el privilegio de
hacer parte de esa fantástica felicidad que es la de estar en una
grada compartiendo la suerte de otros miles que quisieran dejar su
alma en el estadio para ver ganar a su equipo.
No queda más que felicitar a mi amiga Berta Lucía Arnedo
Redondo por haber llevado a cabo esta empresa y por todo lo que
se propone en pro del béisbol. A la Universidad de Cartagena por su
apoyo y a los que con gran conocimiento y entusiasmo escribieron
cada uno de los notables ensayos que integran este libro.
A ustedes, mis amigos y amigas, que acaban de leer estas
breves e iniciales páginas, les deseo una feliz travesía por un libro
que nos enseña mucho sobre el que con razón llamamos siempre
“el rey de los deportes”, cuyo reino se expandió por las orillas del
gran mar de los caribes.

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