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LA MORALIDAD DE LA MORTALIDAD
Antología de cuentos

Valentina Davila

UNSJ-FFHA-Departamento de Letras-Curso de
Ingreso 2022.

Evaluación integradora final

22/02/2022
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Para mis compañeros del cursillo de letras, que junto a mi


compartieron las maravillas de la literatura.
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Un pequeño detalle, morirás.


Por ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti
con la mayor cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color
se posará sobre mi hombro y te llevaré conmigo con suma
delicadeza.
“La ladrona de libros” Markus Zusak.
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PRÓLOGO
La literatura se introduce como una manera de reflejar un significado
artístico interior. Como lectores nos estimula el pensamiento, el
lenguaje, la imaginación, la creatividad, el conocimiento, la madurez
de los sentimientos, la mismísima existencia. Como escritores nos
hacemos conocedores de las reglas del lenguaje, las cuales se
manipulan para crear nuevos entendimientos y emociones. De eso se
trata escribir, intentar comprender y ahondar; a la vida, a las personas,
a nosotros.
En esta antología se intenta presentar el modo con el que la literatura
trata a la muerte mediante tres cuentos que comparten esta
circunstancia al final, donde sus personajes deben plantearse ante ella,
ante esta situación tan impactante, impredecible, increíble ¿Acaso se
puede describir a la muerte? Cabe señalar que los textos literarios no
se pueden comparar con otros como lo son las noticias o las
exposiciones. Donde estos últimos tratarían a la muerte como un
hecho objetivo y puntual, la literatura se toma el tiempo, la labor y el
aplomo para hacer de la muerte algo entrañable que despierta nuestra
empatía o nos hace sentirla más allá de lo que se considera lógico o
real.
Para finalizar me parece sensato aclarar que con esta antología no se
busca romantizar el suceso tan amargo y shockeante que es la muerte,
sólo mostrar las diferentes percepciones que hay de esta.
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NO DEJES QUE
UNA BOMBA DAÑE EL CLAVEL
DE LA BANDEJA
Esteban Valentino

Cuando Emilio Careaga vio por primera vez a Mercedes Padierna


pensó que algo no andaba bien, que un ser tan maravillosamente bello
no debía andar por allí con toda esa forma de mujer arriba suyo con el
solo propósito de hacerlo sufrir, de hacerle sentir que él era tan
irremediablemente lejano a ella, que ella era tan absoludamente
imposible para él.
“Porque –pensó– si algo sé con certeza en este mundo es que esa chica
no es para mí. Bah, esas chicas jamás son para uno. Las cosas nunca
son perfectas, siempre hay un detalle que funciona mal. Las chicas
lindas son lindas, pero al final de la fiesta se las toman con otro”.
Emilio Careaga tenía quince años recién cumplido; Mercedes
Padierna, catorce ya algo transitados, y formaban parte del grupo de
invitados a la fiesta de una prima de Emilio que él casi nunca veía.
Mercedes se había pasado toda la noche en un rincón apartado del
salón y parecía con más ganas de irse que de seguir dejándose
admirar. Los compañeros de Emilio, que habían logrado acceder al
baile gracias a cuidadas falsificaciones de la única invitación original,
lo rodearon con sus vasos en la mano, miraron a Mercedes y
empezaron a darle lecciones de cómo actuar en estos casos.
–Vos mirá y aprendé, Negro –le dijo el Colo.

–¡Tenés que aprender rápido, Careaga, porque si


no la segunda lección va a ser en la morgue! –gritó
el sargento Vélez en medio del ruido infernal que los
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rodeaba.
Afuera de la trinchera, la llanura de Goose Green era el mejor
simulacro de la peor pesadilla de cualquier ser humano. Las balas de
mortero caían por todos lados y, por más novato que fuera, Emilio
Careaga sabía que para su trayectoria parabólica no había trinchera
que sirviera. Si el disparo caía adentro era el fin y le bastaba mirar
hacia cualquiera de sus costados, a sus compañeros muertos o con
piernas o brazos de menos, para convencerse. Hacía apenas cuarenta y
cinco días que había llegado a Malvinas en ese mayo del 82, pero al
menos esa lección –no sabía qué número sería en la lista de Vélez– la
conocía de memoria. Tampoco pudo preguntárselo porque quince
minutos después el sargento quiso hacer una salida y se quedó en la
boca de la trinchera con la cara hacia arriba, a menos de tres metros de
Emilio Careaga, que ahora estaba solo, lleno de amigos heridos o
muertos que lo miraban y con los morteros que seguían jugando a las
escondidas con sus ganas de seguir vivo.
“A ver, Emilito –decía la bomba–, ¿te encuentro, no te encuentro?
Booooommmmm. Pucha, no te encontré. Bueno. Otra vez será. Ya
vendrá el piedra libre, Emilio, en ese agujero lleno de agua sucia, y
entonces no te va a poder librar nadie para todos los compañeros. Ya
vendrá, Emilito, ya vendrá. Yo puedo tomarme mi tiempo. Busco
lento, pero tengo muchos ojos. A ver ahora, a ver, a ver...
Boooooooommm-mmm... Piedra li... No... pero, sangre... Otra vez
sangre... No eras vos... Me equivoqué de nuevo... Bueno ¿seguimos
jugando? Dale. Ahora me toca a mí. Sí, ya sé que soy un poco
tramposa. Siempre me toca a mí”.

–Ahora me toca a mí –dijo Jorge.


El Colo se había acercado hasta Mercedes, la había invitado a bailar y
se había ganado el no más contundente que recordara en su larga
historia de conquistador. Jorge era el número dos en la lista de los
irresistibles del curso. “Él sí va a ganar –pensó Emilio–. Él seguro que
sí. Si el Colo falló debe haber sido por una distracción momentánea,
pero ahora Jorge va preparado y a él no se le va a escapar esa frutillita
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con crema”. Desde chico tenía esa costumbre de comparar todo con la
comida y, ahora que había crecido, su hábito se había vuelto casi
manía.
“Bah, no es tan terrible, después de todo”, se dijo mientras miraba a
Jorge que empezaba su ataque final sobre la posición de Mercedes.
“Cuestión de tiempo, ahora”, volvió a pensar Emilio. Los minutos que
pasaron, ya demasiados para otra seca negativa, parecieron darle la
razón. Pero no. Mercedes había sido más amable, había consentido
que Jorge hablara todo lo que quisiera, pero el resultado había sido el
mismo. Bailar, ni loca. Y además ¿sabés qué? Lo que quiero en
realidad es estar sola. ¿Me disculpás?
–Esa piba es más difícil que un teorema –dijo Jorge con la mirada
inundada de derrota.
Alejandro copó la parada. Miró a sus compañeros de toda la vida con
cierto aire de superioridad y se dirigió hacia Mercedes con la idea de
demostrar que la estrategia de Jorge y el Colo había sido equivocada y
que en cambio la suya sería la correcta. Se paró delante de ella y le
dijo en voz baja.
–Ya sé que lo que más querés ahora es estar sola. Está bien. Permitime
estar aquí a tu lado sin decir nada. Yo tampoco quiero estar con nadie,
pero me parece que estar con vos va a ser una forma de sentirme
menos solo.

“¿Qué hago ahora que estoy solo con estos chicos vivos que me
miran, pero sobre todo con estos chicos muertos que me miran?”, se
dijo Emilio Careaga desde sus dieciocho años y meses llenos de terror
y ganas de dormir. Empezaba la noche, los morteros ingleses se
habían callado y solo algunas ráfagas de ametralladora cruzaban la
llanura de vez en cuando para que lo que quedaba de los chicos
argentinos recordara que la pesadilla seguía allí. Uno de sus
compañeros de infierno, con una esquirla de granada clavada en su
rodilla derecha, se arrastró en la oscuridad hasta ponerse a su lado.
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–Che, Negro, ahora que Vélez no está más, me parece que vos estás al
mando.
A Emilio Careaga le pareció casi gracioso que justo él tuviera que
escuchar una frase así, tan cerca del ridículo. Lo único que quería era
dormir y una voz con una esquirla en la rodilla le decía que a partir de
ese momento tenía que empezar a decidir.
–¿Al mando de qué, Flaco? ¿Vos me estás cargando? Si yo soy el
único entero y vos que apenas podés arrastrarte sos el que me sigue.
–Bueno, si hay que rendirse, alguien tiene que hacerlo.
“¿Así que esto es la guerra?”, pensó Emilio Careaga. Una forma de
estar solo. Una manera de dejar de tener dieciocho años y meses y
pasar a tener yo qué sé cuántos. Y encima esta voz llena de esquirlas
me dice que tengo que encontrar una forma de sacarlos de aquí. Y
digo yo, ¿cómo se rinde uno?

–Me rindo, Loco –dijo Alejandro–. Esa mina es un


témpano. Le largué el mejor verso que se me ocurrió
y no le saqué ni una sonrisa.
El único que faltaba era Emilio, pero él ya había re suelto que
Alejandro iba a ser el último en fracasar ante las murallas de Mercedes
Padierna. Su razonamiento era simple. Si estos que eran su ejemplo de
éxito ante las mujeres habían fallado, él no tenía ninguna posibilidad
de triunfo. Pasaría el resto de la noche soñándola de lejos y dejaría que
el futuro le agregara una nostalgia más a su lista de amores que no
fueron.
Un par de horas más tarde, Emilio seguía con las ganas clavadas en
Mercedes, cuando ese milagro de catorce años empezó a caminar
hacia el lugar donde él estaba parado. Fue muy cuidadoso en eso de
decir que Mercedes caminaba hacia el lugar que ocupaba y no hacia
él, porque lo segundo le parecía territorio de su fantasía y no de lo que
estaba pasando. Pero fuera como fuese, Mercedes Padierna ya estaba a
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tiro de caricia. Y entonces alguien le susurró a Emilio lo que debía


hacer y lo que debía decir. Alguna fuerza ajena a su intención inicial
de permanecer paralizado le movió su brazo y se lo llevó hasta una
bandeja de copas de jerez con claveles que un mozo transportaba por
el salón. Emilio manoteó una de las flores y poniéndosela delante de
los ojos claros de Mercedes Padierna le pudo decir con un rocío de
sonidos que le salió de la garganta:
–Tomá. Es para vos.
Mercedes Padierna se quedó dura delante del clavel. Lo tomó entre
sus manos y se permitió la primera sonrisa de la fiesta. Miró a Emilio
a través de la flor y le respondió con una mezcla de suavidad y
firmeza.
–Gracias.
Y agregó.
–¿Querés bailar?

Emilio Careaga recordaba esa noche de oscuridad y silencio a su


novia Mercedes Padierna y se preguntaba si ella sabría que ahora que
la esquirla le había dicho que tendría que ser él quien los sacara a
todos de ese pozo inmundo estaba pensando en ella, en aquella noche
que se animó a darle el clavel y en lo importante que fue para su vida
que ella se lo hubiera aceptado y sobre todo que lo hubiera invitado a
bailar.
“Cuando me dijeron que tenía que venir a Malvinas yo ya había sido
recreado por vos, Mercedes, y entonces venir a la guerra con tu
recuerdo fue también venir con aquel clavel que me hizo tanto mejor
de lo que era. Ahora se largó a llover a cántaros, Mercedes, y ya no
me importa. Mi amigo herido está llorando y yo lo tomo en mis brazos
para decirle que está bien, que no se preocupe, que esta lluvia que nos
empapa a los dos y a los otros que también se fueron acercando hasta
donde estamos nosotros no nos va a matar, y le acaricio la frente y le
vuelvo a decir que no se preocupe, que yo los voy a sacar vivos de
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esta zanja cada vez más llena de agua y que si hay que rendirse lo
vamos a hacer juntos y reúno a todos y les digo que ahora hay que
esperar a que amanezca. Me acuerdo de una canción de Sui Generis y
empiezo a cantarla en voz muy baja. Los demás me escuchan y, cosa
rara, nadie me pide que me calle. A ver, vamos, me echó de su cuarto /
gritándome / no tienes profesión / tuve que enfrentarme a mi
condición / en invierno no hay sol. Y ya sé que no, Mercedes. Hay
esta maldita lluvia que nos congela y hay tu recuerdo menos mal”.

–Bueno, bailemos –contestó Emilio.


Y al final de esa noche le dijo a Mercedes Padierna:
–¿Sabés? En unos días me voy al sur de vacaciones y me gustaría que
me extrañaras.
Ella le sonrió con todo el cuerpo y le dijo que ya
vería.

La claridad estaba llegando a Goose Green y a


un grupo de muchachos empapados que miraban
con miedo el horizonte. Una constelación de fusiles empezó a
acercarse a lo que quedaba de la trinchera y Emilio Careaga supo que
esa mañana se terminaba para ellos la guerra y que ahora sabía algo
más de sí mismo. Mientras seguía acariciando el pelo de su
compañero se dijo que él había nacido, entre otras cosas, para que
Mercedes Padierna le repitiera para siempre que esos fusiles podían
ser el fin del mundo pero que no lo serán, amor, no lo serán porque
una vez, cuando tenías quince recién cumplidos, estiraste el brazo y
sacaste un clavel de una bandeja para dármelo.

“No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja” en Un desierto


lleno de gente.
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© 2002, Editorial Sudamericana S.A

MUERO CONTENTO
Martín Kohan

Cabral da dos, tres, cuatro vueltas sobre sí mismo. Se siente mareado


y aturdido: se siente como cuando ha tomado demasiado, lo que no
quiere decir que haya tomado demasiado esta vez. Está, en verdad, tan
confundido, que cuando trata de pensar si ha tomado o no ha tomado
demasiado la noche previa, no logra siquiera acordarse de qué cosas
hizo en las horas anteriores. Hay mucho ruido y mucho humo en todas
partes y Cabral se encuentra verdaderamente desorientado. Siendo él
una persona de aceptable poder de ubicación, podían preguntarle en
medio de las sombras en qué dirección quedaba el Paraná o en qué
dirección quedaba el convento, y él hubiese contestado sin vacilar y
sin equivocarse.
Pero ahora no consigue ni tan sólo establecer el lugar exacto del sol en
el cielo. Gira atontadamente, con lentitud, con un raro vértigo
aletargado, procurando determinar un lugar de referencia en medio de
tanto alboroto.
Una palabra da vueltas en su cabeza, como da vueltas él, Cabral, en
medio de la madrugada y del griterío generalizado. Él mira y mira y
mira y en la cabeza tiene rondando la palabra donde. Primero le suena
como un nombre, como si se estuviese acordando de alguien, como si
estuviese extrañando a una mujer. Después se da cuenta de que no, de
que ese donde que le suena y le resuena en la cabeza no es un nombre,
sino una pregunta, y entonces Cabral, no sin confusión, reconoce que
lo que merodea sus pensamientos no es la expresión donde, sino la
expresión ¿dónde?, lo cual representa dos o tres variaciones de sentido
o de matices que Cabral está en condiciones de presentir, pero no de
definir con nitidez.
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Sólo entonces, y no con total claridad, Cabral advierte que esa especie
de voz interior que le grita y a la vez murmura: ¿dónde? ¿dónde?
¿dónde?, es en cierta manera el efecto o la consecuencia de otra voz,
exterior en este caso, que es puro grito y ni remotamente murmullo, y
que le dice: ¡acá! ¡acá! ¡acá! Es como una especie de diálogo, por así
decir, aunque para ser un diálogo en el sentido estricto del término la
voz interior de Cabral debería convertirse en exterior. De la manera en
que están las cosas, el diálogo es diálogo solamente para Cabral; para
el otro, para el que lo llama a gritos, es otra cosa que Cabral, inmerso
en el caos de caballos y de sables, no termina de precisar.
–Acá, acá, acá –grita el otro. Acá, sí, ¿pero ¿dónde? – piensa Cabral.
Yo también estoy acá. Todos estamos acá. Lo que Cabral tiene que
resolver, y con premura, es cuál es el allá de ese acá que le están
gritando. Pero en medio de tanto moribundo ni siquiera él, que
habitualmente se ubica con facilidad aún en terrenos desconocidos,
tiene idea de su situación.
–¡Acá, acá, la puta madre! –grita el otro. Y grita, esa vez, en un
momento en el que en el lugar donde Cabral da vueltas sobre sí
mismo, y en sus inmediaciones, no hay, por casualidad, ningún otro
grito, ni quejido de moribundo ni relincho de caballo. Entonces Cabral
escucha con un aceptable grado de nitidez y, para su sorpresa, cree
reconocer la voz. En un primer momento lo que experimenta es alivio.
Es lógico que alguien que se siente tan absolutamente perdido y solo
en medio de siluetas extrañas encuentre alivio en el hecho fortuito de
reconocer una voz. Pero pronto retorna todo el humo y todo el ruido y
Cabral ahora no sólo se pregunta ¿dónde? sino ¿quién?
Al parecer ahora está quieto. Es una suposición, nada seguro: al
parecer, está quieto. Pero también es posible que siga dando vueltas
como estuvo dándolas durante quién sabe cuánto tiempo, y que ahora
todo su entorno, la batalla entera, haya comenzado a girar en el mismo
sentido que él, y a la misma velocidad, y al mismo tiempo, y que el
resultado de todo eso sea que Cabral crea que por fin se quedó quieto,
cuando en verdad sigue dando vueltas como al principio.
A Cabral le parece decisivo resolver esta cuestión, sólo él sabe por
qué. Pero antes de que consiga hacerlo -aún más: antes de que consiga
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comenzar a hacerlo- una cara cruza por su mente y lo distrae del


asunto de si giraba o si estaba quieto. Cabral imagina la cara, o la
recuerda, pero con tanta certeza que cree que la ve. ¿Dónde? ¿dónde?
¿dónde? -vuelve a pensar, casi obnubilado, y después de un rato, no es
posible saber si largo o corto, comprende que la cara no responde a
¿dónde?, sino a ¿quién?
Cabral consigue asociar la voz y el rostro, cosa que puede parecer no
tan meritoria para aquel que no se encuentra en una situación de
desconcierto como ésta que a él lo embarga. Reconocer la voz le
produjo alivio, pero reconocer el rostro lo sobresalta: ¡es él! –se dice,
liberado de la pregunta ¿quién? pero infinitamente más abrumado por
la pregunta ¿dónde? Es él, nada menos, y lo está llamando. ¡Acá!
¡Acá! ¡Carajo! –le grita, y Cabral no tiene idea de nada.
Es tanta la desesperación que siente que le entran ganas de llorar. Más
grita el otro y él menos sabe qué hacer. ¿Llorar es de mujeres? ¿Llorar
es de maricón? Atribulado, Cabral se hace visera sobre los ojos, pero
es inútil: no es el sol lo que le molesta, no es un reflejo lo que le
impide ver, sino el humo de los cañones y los gritos de los que se
desangran. ¿Qué imagen brindaría un sargento llorando en el campo
de batalla? Cabral se avergüenza de sólo pensarlo. Pero después
recapacita: si él no puede ver a los otros por culpa del humo, ni
siquiera a los que le pasan cerca, ni siquiera al jefe que le grita y a
quien él trata de ver, entonces, descubre conmovido, tampoco los
otros pueden verlo a él. Ahora no le parece tan mal estar un poco solo.
La vida de campaña tiene eso: que uno siempre está con un montón de
gente. Todo el tiempo rodeado de soldados que cuentan historias
alrededor del fogón: llega un punto en que uno quiere quedarse un
poco solo.
Y bueno, piensa Cabral, no con tanta claridad: ahora estoy solo. Es un
pensamiento precario, y aun así Cabral llega a darse cuenta de que la
soledad que siente no es la mejor que pudiera pedirse. Está solo, es
verdad, o está como si estuviera solo, sí, pero con tanto ruido y tanto
humo y tanta muerte que ni siquiera puede disfrutar del campo y
sentarse a reflexionar sobre algún tema que le interese. Nada de eso:
tiene que ubicar el acá desde donde le gritan, y tiene que ubicarlo con
urgencia porque el que grita es el jefe. ¡Acá! ¡acá! –le grita de nuevo–.
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¡Cabral, no sea marmota! Cabral se atribula aún más: ¿eso lo pensó o


se lo dijeron? ¿Fue la voz exterior o la voz interior la que dijo esa
frase terrible? No logra estar seguro. Las batallas definitivamente lo
aturullan. Si fue la voz interior, el asunto no es grave: Cabral, como
todo el mundo, por otra parte, tiene el hábito de hablarse a sí mismo y
de dedicarse pequeños insultos. Mirá que sos boludo, Cabral, se dijo,
por ejemplo, a sí mismo, por supuesto que cariñosamente, la noche en
que tratando de deducir la dirección en la que estaba el Paraná se cayó
a una zanja. Es que él siempre trataba de saber adónde se encontraba.
Y ahora, precisamente ahora, cuando más lo deseaba en su vida, no
podía establecerlo.
Pero, ¿ese marmota lo pensó él, para sí mismo, o se lo dijeron desde
afuera? Si se lo dijeron desde afuera, entonces verdaderamente había
de qué preocuparse. Porque la voz que lo dijo -claro que él podría
haberse hablado, interiormente, con la voz del otro- era la misma que
gritaba todo el tiempo ¡acá! ¡acá!; es decir que era la voz del jefe. Y
había, todavía, algo peor. Cabral se estremece. ¿Él recordaba mal,
cosa nada improbable en medio de tanto aturdimiento, o la voz había
dicho: Cabral, no sea marmota? La voz lo había nombrado. Si se
trataba de la voz interior, todo estaba en orden: Cabral siempre se
llama a sí mismo Cabral cuando se hablaba internamente. Pero si la
voz vino de afuera, y Cabral ya sabe que la voz que viene de afuera es
la voz del jefe, eso significa que si lo nombró es que lo reconoció. Y
que, deduce Cabral, a pesar de tanto espanto, si lo reconoció es porque
pudo verlo. Si él puede verme, sigue, tratando de clarificar su
panorama, entonces yo tendría que poder verlo a él. Es reconfortante
razonar con tanta lógica, pero lo cierto es que no puede verlo.
¿Dónde? ¿dónde? ¿dónde? -piensa otra vez. A Cabral, dadas las
circunstancias, no le parecen para nada injustificadas las ganas de
llorar. ¿Cómo soportar tanta impotencia? Llorar, o, mejor dicho, cierta
forma de llorar, ¿no es también cosa de hombres? Quien sabe, piensa
con desdicha. Al parecer, se encuentra otra vez girando sobre sí
mismo, aunque no es descabellado suponer que siguió así todo el
tiempo y que lo que ahora sucede es que la batalla ya no gira al mismo
ritmo que él, y entonces él puede darse cuenta de que da vueltas. Todo
esto le da más ganas de llorar. Pero se aguanta. ¿Cómo se vería -y, si
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la voz era exterior, a él lo están viendo- un sargento llorando en el


campo de batalla?
Cabral se aguanta de llorar. Aguantarse significa hacer fuerza en el
momento mismo en el que la garganta se atasca y las lágrimas le
vienen raudamente hacia los ojos. El resultado de esta contradicción
es que las lágrimas se quedan en los ojos, en el borde de los ojos. No
se quedan adentro - ¿adentro de dónde? ¿de dónde vienen las
lágrimas? ¿están ya en el ojo? ¿le vienen a uno del alma? -, pero
tampoco se caen decididamente hacia fuera, a rodar por las mejillas, a
correr entre los mocos. A Cabral las lágrimas se le quedan en el borde
de los ojos y entonces, milagrosamente, le funcionan como pequeñas
pero incomparables lentes de aumento. Ahora Cabral ve, aunque sigue
el humo y el remolino por todas partes. Con alguna zona difuminada,
es cierto, pero ve. Y ve el quién (el quién ya lo sabía, porque
reconoció la voz) y ve también el acá. El acá no era tan allá como
pudo haber pensado: está bastante cerca y no será difícil hacer un
mismo acá del acá del jefe y del suyo propio.
Ahora Cabral quiere llorar, se lo propone decididamente, se esmera en
ello. Ya no es un llanto que avergüence: es un llanto destinado a servir
a la patria. Pero las lágrimas no vuelven ahora, cuando más se las
necesita. Cabral trata entonces de orientarse hacia la dirección en la
que vio al jefe. Camina, cree, en ese sentido, y en una línea más o
menos recta. El humo se entreabre en un momento determinado, o
posiblemente Cabral ha vuelto a lagrimear sin proponérselo en este
caso y tal vez sin darse cuenta siquiera.
El asunto es que vuelve a ver al jefe, y lo ve tan cerca, que ya puede
prácticamente decirse que están los dos en el mismo acá. Pero la
escena que ve Cabral es rarísima: en lugar de estar, como era digno de
esperarse y como todos los retratos habrían de evocarlo, el gran jefe
sobre su caballo, está, ¡quién lo diría!, el caballo sobre el gran jefe.
Una extraña pregunta emerge en la mente de Cabral: ¿de qué color es
el caballo blanco de San Martín? Cabral no sabe exactamente por qué
ha pensado en eso. Pero la pregunta le parece estúpida: ¡contesta, en
su formulación, exactamente aquello que está preguntando! El hecho
es que ahí (¡acá!) está el caballo, y el jefe, increíblemente, debajo y no
encima de él.
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Cabral se dirige con presteza a poner las cosas en su lugar. La vida de


cuartel lo ha acostumbrado al orden. Pero no es fácil mover ese
caballo, salvar ese jefe, con tanto ruido, con tanto humo. Cabral hace
fuerza y fuerza y fuerza y le parece que no va a poder, hasta que al
final puede. Tira y tira y tira y de pronto el jefe sale. Cabral resopla,
un poco por el esfuerzo, otro poco por el alivio. Y es entonces cuando
del humo, de en medio del humo, sale el maturrango y le clava la
bayoneta.
Mucho le duele la tetilla a Cabral. ¿La tetilla o más abajo? No hay
manera de saberlo. Duele y arde. Echado en el suelo, Cabral vuelve a
preguntarse ¿dónde? ¿dónde? ¿dónde? Después piensa, bastante
sereno: qué carajo importa dónde, la cosa es que estoy jodido. Jodido
y bien jodido. Lo único que sabe Cabral es que le duele acá, pero ni
idea de en qué jodida parte del cuerpo queda eseacá. Antes se sabía a
él, a sí mismo, y no el lugar en el que estaba. Ahora que se lo llevaron
aparte, ahora que el humo se está disipando y que el único grito que
escucha es el suyo, lo que Cabral no logra poner en claro es
dónde le duele a él.
Se le acercan varios. Lo miran, lo miran. Él los ve desde abajo, tirado
en el suelo. Le dicen que la batalla se gana. La tetilla, dice Cabral, y
nadie le hace caso. Le dan vueltas alrededor y por un rato no le
hablan. Después vuelven a decirle que la batalla se gana y que el jefe
está entero. Cabral se da cuenta de que se va a morir. No es que le
parece, no es que lo sospecha, no es que tiene esa impresión. Cabral
sabe positivamente que se va a morir y eso le provoca una
inmensísima tristeza. Cabral siente, allí tirado, en medio del polvo,
una enorme congoja, una terrible pena, una desdicha imposible de
medir. Sabe que se va a morir. Y no es ningún tonto, de modo que está
tristísimo. Alguien, quizás el jefe, se le acerca, se pone en cuclillas
junto a él y le pregunta cómo se siente. Cabral alcanza a pensar,
mientras se muere, que nunca jamás en la historia existió hombre que
sintiera más tristeza que él en ese momento. Pero decirlo le da
vergüenza. ¿Qué van a pensar de él? Van a pensar que es una
mujercita, van a pensar que es un maricón. Es sumamente probable
que Cabral tenga razón, que nunca haya habido un hombre que
estuviese más triste que él. Siente una tristeza inconmensurable. Pero,
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cuando se lo preguntan, no lo dice. ¿Qué van a pensar de él? Sólo le


queda aliento para pronunciar cuatro o cinco palabras, que apenas si se
oyen: es su modesta despedida, es su página mejor.
“Muero contento”, en Muero contento, Rosario, Beatriz Viterbo Editora.

CIELO DE CLARABOYAS
Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de
fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste
viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los
cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de
visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra
casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una
familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre
el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas
como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies
chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de
pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia
no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una
pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde,
había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se
acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de
madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las
rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a
naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de
una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores
de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había
nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica
(a quien acaban de darle un beso para que se durmiera, que no quería
dormirse), y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un
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diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz
de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y
después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos
desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies
desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado
en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios
cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía:
“¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras,
cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una
muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con
cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La
falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los
pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin
alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando
los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó
suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos
de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre
otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto,
y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a
matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de
jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido,
derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio
profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una
cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha
se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer manchas y
espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas
del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se
había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio
alrededor de las visitas del día anterior.
~ 20 ~

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina,


Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron
se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los
frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se
veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada
que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor
detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín.
Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las
calles.
“Viaje olvidado”, en Cuentos Completos I. Bs.As., Emecé, 2003
~ 21 ~

EPÍLOGO

No tenía que ver que fuese invierno o que fuese de noche, sentí tal frío
y ardor en tan poco tiempo que el terror se me formó en los ojos,
dejándome quieta muy quietita, justo como mi tía deseaba. Oh que feo
es, no poder ni hablar, solamente mirar, el llanto y la atención, el suelo
sobre todos nosotros. Pero no me importa, porque ya no están, y de
repente puedo moverme, puedo aclarar la garganta y cantar, si, puedo
cantar y voy a correr con mi vestido azul bajo este cielo también azul.
Cuando encuentre el ascensor decorado de flores de fierro, el cuarto
vacío, la música del piano, tu voz que me llama “¡Celestina,
Celestina!” sabré que estoy en casa, y que no lograste atraparme.
~ 22 ~

NOTAS FINALES

Esteban Valentino. Es un escritor y maestro argentino, especializado


en literatura infantil. Su literatura se centra en lo que nos ocurre como
sociedad humana, en las miserias y grandezas. La dictadura militar
argentina, los focos de marginalidad, aquellos que aparecen como
distintos ante los ojos de la pretendida normalidad, son algunos de los
temas que juegan en sus relatos. Ha ganado muchos reconocimientos,
en esta antología destacamos su premio Lista de Honor de ALIJA
(asociación Argentina de Literatura Infantil y Juvenil) por “Un
desierto lleno de gente.”

Martín Kohan. Es un docente y escritor argentino. En sus creaciones


siempre desarrolla dos procedimientos complementarios, subrayar el
carácter narrado (que suele ser cualquier figura mítica) e ironizar,
desmitificar o desarticular. Al integrarlos se impone una distancia
critica. En “Muero contento” se cuenta sobre un simple hombre que es
tomado como un héroe, una figura mítica, por “sacrificarse” y así
morir feliz por su patria, aunque en realidad no es así.

Silvina Ocampo. Fue una escritora, cuentista y poeta argentina. Su


obra es reconocida por abarcar un lenguaje cultivado que sirve de
soporte a sus retorcidas invenciones. Ocampo disfraza su escritura con
la inocencia para nombrar la ruptura en lo cotidiano que instala la
mayoría de sus relatos. Esta habilidad se advierte en su colección de
cuentos Viaje Olvidado, influida por el surrealismo, donde una niña
intenta recordar el momento de su nacimiento.
~ 23 ~

ÍNDICE

PRÓLOGO
Introducción a la literatura 5
Eje común de cuentos
RECOPILACIÓN DE CUENTOS
No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja 6
Muero contento 12
Cielo de claraboyas 18
EPÍLOGO
En voz de Celestina 21
NOTAS FINALES
Esteban Valentino 22
Martin Kohan
Silvina Campo
~ 24 ~

Bibliografía
Departamento de letras. (2021) “Textos que trasgreden.” Cuadernillo
Curso de ingreso: Profesorado y Licenciatura de Letras.
Cifola C. (2010) “Martín Kohan o la desarticulación de las figuras
míticas argentinas.” http://cle.ens-lyon.fr/espagnol/ojal/clavel/martin-
kohan-o-la-desarticulacion-de-las-figuras-miticas-argentinas
“La niña volando” Artista desconocido. http://illustration-
ilustracion.tumblr.com/
Wikipedia. (2017) “Esteban Valentino”
https://es.wikipedia.org/wiki/Esteban_Valentino#:~:text=Es
%20licenciado%20y%20profesor%20universitario,otorgado%20el
%20Premio%20Amnesty%20International.
Wikipedia. (2021) “Silvina Ocampo”
https://es.wikipedia.org/wiki/Silvina_Ocampo
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