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Les Quintero

y
Sebastián Beringheli

LOS HUESOS
DE LA LUNA

2013
Los huesos de la luna
© Les Quintero y Sebastián Beringheli
1ª edición en español: agosto 2013
© Editorial Lector Cómplice:
agosto 2013

Editor:
Alberto Andrade
Fotografía:
© Her Bec. Derechos Reservados.
Diseño de portada
Carolina Miranda
Diagramación
Oralia Hernández
Impresión:
Liliana Acosta

Queda hecho el depósito que marca la ley


Depósito Legal: lf37420138002824
ISBN: 978-980-7477-18-5

Fundación de Estudios Literarios Lector Cómplice


Caracas 1014 - Venezuela
Email: lectorcomplice@gmail.com
http://lectorcomplice.blogspot.com/
A Cristian. Un gigante.
Sebastián Beringheli
A todos aquellos a quienes
sostuve con mi amor
murmurándole palabras
de fe en sus oídos.
La Oquedad. Décima Profecía

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Sé que la luna o la palabra luna
es una letra que fue creada para
la compleja escritura de esa rara
cosa que somos, numerosa y una.
J.L. Borges, La luna.

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I

A
rabella se dejó guiar por su intuición,
como siempre. Esta vez se manifestaba
con más fuerza que en otras ocasiones,
cuando intuía que su escurridizo objetivo se en-
contraba cerca. Una especie de latido silencioso
la llevó hasta un aula de la Escuela de Letras.
Allí Guillermo Caffoneli dictaba su cátedra de
Literaturas Occidentales. Eran más de las siete
de la noche cuando ella entró por primera vez
en aquel recinto, murmuró una disculpa, igno-
ró las miradas curiosas y fue hasta un pupitre
de la última fila. El profesor Caffoneli continuó
hablando, como si no le hubiese importado la
interrupción.
—Escila y Caribdis habitaban el estrecho de
Mesina, como saben, eran monstruos marinos,
y Odiseo tuvo que vérselas con ambas.
—Profe, —dijo un chico alzando el brazo—
¿Escila y Caribdis existieron de verdad?
Una estruendosa carcajada general llenó el
aula, solo Arabella y el profesor se mantuvie-
ron imperturbables. Él lanzó una mirada al gru-
po de estudiantes, que de inmediato guardaron
silencio, Arabella percibió la orden silenciosa
que daba Caffoneli y la fuerza que ejercía so-
bre aquellos jóvenes confiados. Dio un rápido

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vistazo a su alrededor y se fijó en una pareja,
se notaba que estaban enamorados. Se dijo a sí
misma que pronto les haría una visita. Caffoneli
empezó a dar una explicación que Arabella con-
sideraba manoseada hasta el fastidio absoluto.
—Existen como arquetipos, están en cada uno
de nosotros, pero como animalitos domados,
por fortuna. En cambio, las personas que vi-
ven a la intemperie o bajo los puentes, que es
lo mismo, los mantienen en su estado más puro
de ferocidad.
—No me refiero a eso profe, —insistió el mis-
mo muchacho— me refiero a que si existieron
en algún tiempo de la historia y evolucionaron
como todas las especies. Usted dijo en la clase
pasada que la evolución era un misterio.
Ella vio el cansancio reflejado en el rostro
del profesor, sin embargo, se dio cuenta de que
no defraudaría a sus estudiantes que permane-
cían a la expectativa.
—Vamos a ver… no todas las especies evolu-
cionaron del mismo modo ni al mismo tiempo,
es más, la evolución ni siquiera se dio de manera
uniforme en todos los miembros de una misma
especie. Dije que es un misterio en el sentido
de que fue un proceso que se dio de forma par-
ticular en cada una, es decir, no fue idéntico en
todos los seres vivos. Ahora bien, Escila y Ca-
ribdis son seres mitológicos, invenciones de la

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mente humana, por tanto, no existen como en-
tidades concretas, no evolucionaron ni lo harán
jamás. Las creaciones literarias no envejecen.
Dentro de mil años esos monstruos seguirán
siendo exactamente como los describió Home-
ro en la Odisea.
Varios murmullos se dejaron escuchar en el
recinto, y Arabella alzó el brazo para pedir la
palabra antes que el profesor Caffoneli se diera
media vuelta para recoger sus libros que esta-
ban sobre el escritorio. Él la vio de reojo y le
hizo una seña de asentimiento.
—Si la evolución, según sus propias palabras,
no fue ni es un proceso sui géneris, ¿es posi-
ble que existan especies desconocidas por los
humanos?
—No solo es factible, —respondió el profesor
mientras se dirigía hacia el escritorio con paso
rápido— es absolutamente seguro. En lo que va
de año he visto muchas noticias sobre nuevas
especies encontradas en diferentes partes del
planeta: monos, lobos, tiburones. Por eso dije
antes que la evolución no fue un proceso que
abarcara de manera uniforme a todos los seres
de una misma especie.
—Entonces pueden existir seres como los vam-
piros, no solo arquetipos, sino una especie que
puede convivir con la humanidad.

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Se escucharon risas sofocadas y las burlas
de algunos estudiantes que murmuraban, pero
Arabella no les hizo caso. El profesor le diri-
gió una mirada inquisidora en la que ella pudo
advertir una molestia recóndita. Con expresión
contrariada él se apresuró a guardar sus pape-
les en el maletín. Apenas la chica entró al aula
había percibido una ráfaga de hostilidad, una
fuerza que él creía olvidada. ¿Quién era ella?
Caffoneli sabía que tras la apariencia femenina
podía ocultarse el más temible guerrero de la
oscuridad, sin embargo, estaba seguro de que
ella no era el ser que esperaba. En la pregun-
ta de Arabella subyacía un reto, una provoca-
ción abierta. La duda que había comenzado a
torturarlo se transformó en una certidumbre
inquietante, pero trató de disimular lo mejor
que pudo.
—Temo decepcionarla, no soy tan temerario
como para afirmar un disparate de ese tama-
ño. Los únicos vampiros vivos que existen son
los de esa tribu farandulera que se exhibe en
las pantallas del cine y la televisión, además de
los de papel que ocupan las mentes de algunos
escritores que jamás creerían en esos esperpen-
tos con colmillos. —Miró su reloj mientras ha-
blaba—. Podemos discutir el tema en otro mo-
mento, esta clase ha finalizado y tenemos que
abandonar el salón.

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Ella estuvo a punto de responderle, pero se
contuvo, su objetivo no era desatar una discu-
sión allí, sino mostrarse ante ese ser esquivo
que supo evadirla durante tanto tiempo, de-
jarle claro que lo había encontrado y no tenía
escapatoria.
Caffoneli se dirigió hacia la puerta con paso
resuelto, los estudiantes lo siguieron en medio
de una algarabía de voces que se mezclaban en-
tre ellas. Arabella se quedó parada en el mismo
lugar. Algunos jóvenes le dirigieron una mirada
curiosa, las chicas, en cambio, la ignoraron. Al
salir del aula ella se detuvo en el umbral de la
puerta, y vio cómo el profesor se alejaba por el
pasillo, rodeado de estudiantes. Por un instante
sopesó la idea de visitar a algunos de aquellos
jóvenes para demostrarle cuan letales son los
vampiros, pero se dijo que aún era muy pronto,
lo haría más adelante, fuera de los alrededores
universitarios, o mejor, cuando ya la hubiesen
olvidado.
El profesor se sentía incómodo, la pregun-
ta de aquella chica lo había sacado de sus es-
quemas habituales, de un diseño mental que le
tomó siglos construir. En un vano intento por
sosegarse pensó que, quizá debido al cansan-
cio, estaba sobrevalorando esa experiencia,
que no pasaría de ser un mal rato y acaso no
era más que la jugada de una muchacha con

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pretensiones románticas de vampira. Sin em-
bargo, intuyó que ese encuentro no era casual, y
reminiscencias perturbadoras evocaron ordalías
de dimensiones insondables.

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II

S
e prometió ocupar el resto de la tarde en
su novela, e inmediatamente supo que
traicionaría esa promesa. Estaba cansa-
do, vacío, los estímulos que en algún momento
lo estremecieron del modo más vivo ahora se
traducían en ligeros temblores etílicos. Incluso
su prosa, correcta, y en ocasiones elegante, se
había endurecido a tal punto que le resultaba
imposible reflejar cualquier tipo de emoción.
—Cincuenta y cinco —murmuró mientras mi-
raba a contraluz una botella whisky.
Se dejó caer en un sillón descolorido y evitó
caer en un capricho ridículo que lo obsesionaba
desde hacía largos años. Sobre la mesa había
un viejo tablero de ajedrez. Las piezas estaban
dispuestas sobre una fina capa de polvo. Allí se
reproducía una partida cuya resolución lo tras-
tornaba a tal extremo que no era capaz de mi-
rar el tablero sin sumergirse en una profunda
y estéril reflexión. Las negras estaban bajo la
presión constrictora del zugzwang, es decir, la
exigencia de realizar un movimiento que pro-
vocará inexorablemente empeorar su situación
en la partida.

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Así se sentía esa noche: vencido y forzado
a efectuar un movimiento cuyo resultado, im-
previsible en sus formas concretas, lo acercaría
invariablemente a la derrota.
Caffoneli volteó la mirada y observó su re-
flejo mortecino sobre un portarretratos que
anunciaba la presencia de un hombre joven, de
mirada desafiante, casi ambarina; rodeando con
los brazos a una mujer muerta.
Con un pie volcó el portarretratos. Su rostro
actual, contrastado con aquel que fue, siempre
le recordaba la imagen de una casa abandonada
con los postigos abiertos.
Para no ceder inmediatamente al impulso de
cerrar los ojos y acaso morir; el profesor estiró
una mano temblorosa hacia una pila de papeles
que crecía sobre la mesa. Las letras, ordenadas
en un extraordinario rapto de lucidez, corrían
ante sus ojos como un hormiguero en plena
revolución. No obstante, antes de que el texto
pierda por completo su coherencia creyó detec-
tar un nombre:
Arabella.
Agudizó la vista, agotada por incontables
lecturas de insomnio, pero el nombre desapare-
ció sin dejar rastros.
—Cincuenta y cinco —repitió, y arrojó los pa-
peles sobre la mesa.
Motas de un polvo añejo y luminiscente dan-
zaron ante sus ojos. Buscó en su archivo mental

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pero no halló referencia alguna a la durabilidad
de las células muertas. De todas formas, aspi-
ró profundamente; acaso con la esperanza de
absorber algún vestigio de la mujer que ahora
yacía bocabajo en el portarretratos…
Igual que un vampiro.
La idea lo arrancó de su estado de ensoña-
ción. Últimamente caía demasiado seguido en
esos estados en donde le era imposible deter-
minar el origen de sus ideas. Por momentos in-
cluso le parecía que estas eran insertadas en su
mente, o que descendían hasta él desde un orbe
inaccesible durante la vigilia.
Masticó una imagen elusiva, amortiguada
por los temblores que aún gravitaban sobre su
organismo, y la desechó como uno de los tan-
tos fraudes a los que se sometía tortuosamente.
Cerró los ojos, acaso con la ilusión de que el
cuarto se disolviese como las motas de polvo,
pero al abrirlos solo detectó un ligero cambio:
el portarretratos estaba de pie, resuelto y firme
sobre sus patas de un ocre macilento.
El profesor Caffoneli, en perfecto uso de sus
facultades motrices, volteó la mirada y lanzó
una sonrisa torva hacia el vacío. Bajo la puerta
de entrada había un papel, sin sobre ni remi-
tente; cuya caligrafía le sugirió una articulación
femenina.
Esta noche. Los dos.
Arabella.

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III

A
rabella se apoyaba en la baranda del
balcón de lo que había sido la habita-
ción principal del caserón olvidado,
que hoy solo contenía vestigios de una cama
inmensa con cortinajes raídos, parecidos a las
velas de un barco alucinante. Hacía horas que
permanecía allí sin moverse escudriñando las
tinieblas, la luna apenas se divisaba tatuada en
la inmensa bóveda oscura del cielo. Aunque era
consciente del peligro que corría con ese en-
cuentro, temió que Guillermo Caffoneli la deja-
ra esperando, como lo hizo una noche del otoño
de 1857 cuando se hacía llamar Glen Forbes.
El celaje incierto de otros recuerdos vaporosos,
la hizo dudar de esa presencia, cada vez que
evocaba aquel episodio le ocurría lo mismo.
Sin embargo, sonrió con desdén y se vio a sí
misma desafiando la oscuridad de las calles de
Crailgow. La verja de la vieja casona del doc-
tor MacKenzie, la misma que ahora presidía el
porche de esta casa de encuentros cómplices,
estaba entreabierta como Glen le había dicho.
Sí, el riesgo representaba una gran amena-
za, pero solo él podía ayudarla, no sabía de qué
manera ni le importaba mucho, ella quería recu-
perar la memoria que él o tal vez otro le había

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robado. Dirigió una vez más su mirada hacia la
verja que reconoció de inmediato. Quién más,
sino Glen Forbes habría trasladado la verja, la
chimenea completa y gran parte de las piedras
y losas de la vieja casona de MacKenzie para
construir esta nueva morada. Las piedras del
hogar guardan la memoria de los tiempos, de
sus habitantes. La costumbre de los Arcontes
oscuros es trasladar sus moradas a cualquier
parte del mundo, ella lo sabía.
Arabella no podía olvidar aquella noche le-
jana ni el tumulto de emociones intensas que le
produjo una angustia desconocida. No se tra-
taba únicamente de miedo, había otras sensa-
ciones que se mezclaban con el temor, pero no
sabía o no podía describirlas. En medio de la
duda, creía recordar que nadie entraba en la pro-
piedad de MacKenzie desde que había muerto
en circunstancias extrañas, hacía más de diez
años. Sin embargo, ella aceptó el reto de Glen,
y cuando se percató de su audacia, en vez de
huir como le aconsejaba su instinto, se dijo que
no debía temer porque él estaría en el jardín,
cerca de la fuente como lo había prometido y
todo saldría bien, pero no fue así.
Resistió el impulso de devolverse y echar
a correr hasta la seguridad de su hogar, y con
paso vacilante atravesó el jardín. Solo distin-
guía contornos oscuros, era una noche sin luna
y de repente comenzó a llover, pero ella no pudo

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moverse para buscar cobijo. Una fuerza anó-
nima la había paralizado y le ordenaba que se
echara en la tierra. Obedeció sin poder resistir-
se. Entonces vio aquella figura indefinible a su
lado. El terror le estranguló el grito que luchaba
por salir, hundiéndola en la negrura de la tierra
helada. Arabella no tuvo fortaleza para apartar-
se ni defenderse cuando la sombra la ciñó con
un abrazo y hundió el rostro en su pecho.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Ahora sabía
que apenas fueron unos minutos, pero ella los
sintió infinitos, como si hubiesen trastocado los
siglos del mundo. Perdió la noción del tiempo
y el espacio, el aguijón de aquella criatura exe-
crable le indujo un sopor de muerte que no ter-
minaba. Un dolor intenso la sacó del letargo en
el que había caído, sentía que los huesos se le
descoyuntaban. Se retorció en el suelo, aullan-
do con aquellos ramalazos que la martirizaban.
En la soledad de esa noche infinita sintió un pa-
vor inenarrable, primitivo.
Arabella trató de levantarse y no pudo, ja-
deando se arrastró con la intención de huir, pero
los dolores se intensificaron hasta que no resis-
tió más y se hundió en un sueño pastoso y oscu-
ro. La despertó la intensa luminosidad rojiza de
un ocaso. Arabella se mantuvo quieta unos mi-
nutos; estaba confusa, aturdida se preguntó qué
hacía allí. Con esfuerzo recordó los dolores que

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había sufrido, la sombra, el miedo… Se incor-
poró de un salto, no había señales de malestar y
su cuerpo funcionaba perfecto, ¿lo habría soña-
do? No, no había sido sueño ni alucinación, de-
bía escapar antes que la sombra apareciera otra
vez. Vislumbraba que ese ser aparecería duran-
te la noche, llena de pavor comenzó a recorrer
el jardín buscando una salida, pero era un labe-
rinto inexpugnable. Mientras corría de un lado
a otro oteaba el cielo que se iba oscureciendo,
al tiempo que seguía esforzándose por recordar
algún evento de su vida. Todo fue inútil. Se pre-
guntó una y otra vez por qué estaba allí, pero no
pudo responderse. Dentro de ella encontró un
abismo escalofriante y supo que la sombra la
había envenenado con el vacío inexorable.
Estaba indefensa, la sombra le había arreba-
tado su memoria y la oscuridad caía sin mise-
ricordia sobre el jardín espectral. El límite del
miedo innominado dio paso a una cólera salvaje
que le otorgó la suficiente fuerza para luchar y
no permitir que la sombra la volviera a hipno-
tizar. Si no podía huir se ocultaría. Decidida
a pelear hasta el fin, reptó por el tronco de un
frondoso abeto y se camufló allí. Se mantuvo
alerta para responder cualquier posible ataque.
Desde su improvisado escondrijo observaba
cada meandro en búsqueda de posibles sendas
que le pudieran propiciar una salida. De pronto

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creyó oír las palabras de una voz determinante:
De nuestra casta nadie puede desertar, la san-
gre nos une en la eternidad. Yo encontraré a
los infieles que deberán pagar el precio por la
traición.
Aguzó el oído, pero la resonancia se apagó
en la soledad del paraje, en los gruesos muros
de la vieja casona donde la oscuridad se anida-
ba. Sintió miedo con la caída repentina de la
noche, una angustia lacerante subía por su pe-
cho y la hacía temblar, contenía la respiración
y escudriñaba el entorno, ya no buscando una
salida, sino la silueta oscura de la sombra. La
inusitada claridad de la luna iluminó de pron-
to una parte del jardín, trazando un caprichoso
juego de sombras y luces que semejaban sig-
nos. Arabella estuvo segura de leer en aquel ga-
limatías un llamado, sin embargo, dudó. ¿Y si
era una trampa? Los trazos hacían una vereda
que llevaba directo a la fuente y se detenían en
sus aguas verdosas. Alzó la mirada y vio la luna
inmensa. Contuvo la respiración al observar en
la superficie marmórea los mismos signos que
se dibujaban sobre la hojarasca que cubría el
viejo jardín.
El llamado golpeó lo más hondo de su ser
ancestral, y ella saltó del árbol arrastrada por la
exigencia que percibía en el misterioso mensaje.
Recorrió el pequeño trecho que la separaba de

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la fuente y observó cómo los trazos evanescen-
tes que surgían de la luna se agrupaban en una
especie de ideograma lumínico sobre las aguas.
Arabella echó un rápido vistazo alrededor y se
dio cuenta de que los destellos ya no formaban
la senda que había visto. El jardín permanecía
en la oscuridad, todos los reflejos se arremoli-
naban en la fuente como un cabrillear mágico
que le ordenaba sumergirse, y así lo hizo. Se
hundió buceando en la oscuridad apenas ilumi-
nada por hebras luminosas que la orientaban en
la corriente abismal. No imaginó que la fuente
fuera profunda, y menos que en ella se ocultara
un portal que conectaba con la libertad.
Arabella siguió las señales de luz, cada vez
más débiles, sin tener plena consciencia de sus
movimientos. Al final de lo que parecía el corre-
dor de un palacio sumergido, inició el ascenso
que la condujo lejos de su cautiverio. Llena de
alegría y aprensión al mismo tiempo, se alejó
velozmente de la ribera del río por el que había
salido. No se dirigía a ninguna parte, lo único
que deseaba era huir, y fue así como llegó a un
pueblo de la costa. Allí dedicó unos instantes a
aspirar el aire marino de aquella noche ciega,
pero los olores aún se confundían en su olfato,
pensó que faltaban años para recuperar el lega-
do de su estirpe, mientras tanto debía aprender
a cuidarse y sobrevivir en el mundo que los hu-
manos compartían con los seres de la noche.

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El silbato de una sirena rasgó el silencio. Vo-
ces de marineros se confundían con el estrépito
de las olas, entre los olores de yodo y salitre per-
cibió almas errabundas. Arabella sintió hambre.
Se desplazó sigilosa hacia una roca apartada de
la playa. Algunos marineros borrachos camina-
ban bamboleándose, iban en grupo y se dirigían
hacia el pueblo. Solo uno de ellos se quedó reza-
gado, y Arabella no lo perdía de vista. Aunque
no podía recordar su vida y solo respondía al
instinto, sospechó que no era la misma que ha-
bía entrado en la casona abandonada del doctor
MacKenzie, quien pagó con su vida la transgre-
sión a leyes de otro mundo, según contaban en
voz baja los vecinos. Al tiempo que acechaba a
su presa, se prometió encontrar a Glen Forbes.
Dudó, ¿ese hombre existiría o era un invento de
su imaginación?
Ahora no importaba, tenía hambre… Si exis-
tía lo iba conseguir.
Desde su escondite en una roca negra a la
que se adhería como si fuera una inmensa alga
para disimular su silueta, divisó el faro medio
perdido a lo lejos en la densa bruma, y deci-
dió explorarlo, le parecía el lugar perfecto para
hacer su refugio hasta que hallara algo más
seguro. A pesar de su aturdimiento, conservaba
vestigios de un conocimiento íntimo.
La playa se fue quedando vacía, Arabella si-
guió los pasos inseguros del marinero rezagado.

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Aguardó unos minutos hasta que las figuras de
los otros marineros se perdieron en la niebla,
entonces saltó sobre el hombre desprevenido
que cayó de espaldas sobre el lecho de guija-
rros. Él trató de defenderse, pero ella lo inmo-
vilizó y de inmediato cerró su mano, convertida
en poderosa garra, en el cuello del desdichado.
Después arrastró el cuerpo inconsciente hacia
la roca. Ágilmente desgarró la camisa y hundió
su aguijón en el pecho varonil. Cuando se sin-
tió satisfecha cargó el cuerpo desmayado, luego
se dirigió veloz mar adentro. Un reflejo primi-
genio le exigía deshacerse de aquel cuerpo. De
manera instintiva, reconoció una ley para la
supervivencia: nunca dejar pruebas de su paso
en ningún sitio. En las aguas profundas soltó
su carga. Las olas encrespadas y el rugido del
viento coreaban al turbulento mar que se tragó
al hombre, con ansia, como si necesitara ese ali-
mento. Arabella pensó que, si los peces dejaban
algo, el cadáver sería encontrado en alguna pla-
ya cercana, y nadie se percataría del pequeño
piquete en el pecho.
Exploró cautelosa el interior del faro, solo
había un farero y suficientes recovecos para
ocultarse durante algunas horas. A diferencia de
cierta raza de vampiros, ella provenía de una es-
tirpe que no temía al sol. No recordaba cómo lo
sabía, y prefirió creer que era un conocimiento

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inscrito en su ser, como la forma de alimentarse
y pasar desapercibida.
Se escondió en el viejo faro, y desde ese
día empezó a rastrear huellas del nombre que
no olvidaba: Glen Forbes. Buscó en todas las
comarcas cercanas. Apoyándose en su instinto
trataba de distinguir un rostro oculto tras alguna
apariencia que de pronto le parecía sospechosa.
Pronto amplió su campo de acción y comenzó
a hurgar en bibliotecas, confiaba encontrar al
menos una pista en la historia escrita por los
hombres. Dio con pequeños detalles insertos
en biografías, leyendas y sagas familiares que a
pesar de la insignificancia representaron hallaz-
gos. Su pesquisa la fue alejando de las costas
donde se había escondido por años, y conoció
las grandes ciudades que le proporcionaban
más seguridad, porque en ellas la gente casi no
se conocía, cualquier ser podía vivir en la más
rotunda soledad y nadie se percataba de ello.
No fue fácil dar con ese ser elusivo que ella
buscaba sin cesar para que la ayudara a reencon-
trarse con su pasado. Cuando halló al profesor
de literatura en el que creía adivinar al hombre
que buscaba, supo que él se había convertido en
un cazador de oquedades, y sintió una íntima
satisfacción. Eso indicaba que la cita aún estaba
pendiente. La oquedad de Guillermo era Arabe-
lla, y él quizá había comenzado a intuirlo.

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IV

A
ntes de salir el profesor se observó lar-
gamente en el espejo. Le dio la impre-
sión de que el sobretodo flotaba sobre
un cuerpo descarnado, empequeñecido por in-
contables días que los hombres juzgan determi-
nantes, pero que no dejan de ser una sucesión
de eventos banales. Pero esa noche era diferen-
te. El profesor lo sabía, mejor dicho, lo asumía
como uno asume el sol y las estrellas; simple-
mente están allí como realidades inobjetables.
No obstante, desde alguna región remota en su
conciencia algo lo invitaba a una retirada mi-
serable. Para combatir esta pulsión Caffoneli
recurrió a lo que su paladar ya anticipaba con
delectación: whisky; duro y áspero como las
canciones que los marineros cantan en las po-
sadas del muelle; hecho no ya para satisfacer la
mente, sino para adormecerla ante los horrores
que se proyectan desde el mar.
El alcohol devolvió sus dudas al lugar en
donde debían estar, y el otro, el Caffoneli que
hablaba con seguridad sobre asuntos que la ló-
gica y la prudencia invitan a rehuir, salió a la
calle y respiró el aire gélido de la noche.
Se dejó llevar por el sortilegio de la ciudad
en esa hora incierta. Calles vacías, húmedas,

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salpicadas de tanto en tanto por el ladrido de
un perro en la distancia o la huida precipitada
de los gatos que olisquean los botes de basu-
ra. Todo le parecía más vivo y más intenso. Se
perdió y se reencontró muchas veces antes de
llegar a la casona. Decidió que ante un acon-
tecimiento semejante lo mejor era adoptar una
actitud teatral, afectada, como si una amplia au-
diencia estuviese siguiendo sus pasos.
Entró en la casona sin golpear. En cambio, se
permitió toser para anunciar su presencia. El so-
nido reverberó por pasillos olvidados. Una fina
capa de polvo le reveló que nadie había camina-
do por ellos en mucho tiempo. El viento ululaba
a través de los cristales agrietados. Tuvo miedo,
pero la sensación de estar vivo, de estar hacien-
do algo imprescindible para justificar su alma y
su paso por este mundo de hazañas mezquinas,
lo impulsaron a penetrar en las penumbras hasta
la sala principal.
Antes de llegar su piel detectó la presencia
cálida de un fuego en el hogar. Madera de roble,
pensó, la misma que se usa para fabricar estacas
allá en oriente...
La vio sin mirarla directamente. Ella estaba
sentada con las piernas recogidas en un gran si-
llón con el rostro apenas iluminado por el fuego.
Su fragancia, en cambio, le produjo una fuerte
impresión que lo sacudió hasta la médula: un

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aroma incierto que parecía buscar vagas analo-
gías en su memoria. Detrás de él, o encima, o
debajo, otros matices odoríferos flotaban en la
atmósfera cerrada del salón, una mezcla de pu-
trefacción y hedores licuefactos, recluidos por
la presencia de la muchacha.
El profesor se sentó frente a ella, con el fue-
go ahora lánguido a la derecha, trazando en el
suelo una fluctuante frontera entre la luz y la
oscuridad.
Con una voz ajena, foránea, el profesor sin-
tió que debía decir algo antes de perder la cabe-
za irremediablemente.
—Aquí estoy.
—Aquí estamos, —respondió Arabella.

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V

L
as voces se perdieron en un eco que re-
verberó en los rincones de la vieja caso-
na. El profesor volvió a toser, y se acla-
ró la garganta, no sabía qué decir. Adoptó un
tono neutro y comenzó con una frase que creía
pertinente, aunque en el fondo la consideró una
excusa pueril, porque sabía que ambos se bus-
caban sin saber para qué.
—Te dije que podíamos discutir el tema de los
vampiros en otra oportunidad, y aquí estoy. Fue
una imprudencia de tu parte ir hasta la univer-
sidad, pudiste esperarme en otro lugar, en mi
casa, tal vez... —Él habló mirando las llamas—.
Arabella sonrió.
—Sabes bien que en tu morada no puedo entrar
si no me invitas, y no creo que lo hagas —dijo
ella en un susurro—, por cierto, te agradezco la
puntualidad… Te agradezco también que hayas
quitado los sellos de este lugar para que yo pu-
diera entrar.
Guillermo volvió la cabeza lentamente, y
observó el perfil de la muchacha.
—En realidad no te esperaba, llevo siglos
aguardando la visita de alguien con quien debo
zanjar un asunto que… pero en fin, soy buen

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anfitrión —dijo, con tono irónico—. ¿Qué es lo
que deseas saber?
Arabella lo miró de reojo, pero no respon-
dió de inmediato a la pregunta. Había algo en él
que la inquietaba, sabía que cualquier miembro
de su misma casta contaba con el poder sufi-
ciente para aniquilarla. Sin embargo, había otra
cosa que no atinaba a dilucidar, era algo de ese
hombre que la atraía, pero al mismo tiempo ella
rechazaba obligándola a mantenerse en guar-
dia. Desde el encuentro en la universidad había
comenzado a dudar, y ya no estaba segura de
que fuera el hombre que había buscado durante
tanto tiempo, aunque sabía que esa vacilación
podía ser una orden soterrada de Guillermo
Caffoneli para que ella desistiera, él era experto
en sugestiones. Intuía en el profesor una fuerza
extraña que trataba de inmovilizarla y debilitar
su seguridad, pero ella no lo permitiría. El si-
lencio se apoderó del lugar, como una caída in-
cesante de escarcha que congelaba la estancia.
—Creo que puedes ayudarme —dijo con caute-
la—. Necesito saber cómo un vampiro se con-
vierte en humano y traiciona a su especie. Sé
que cuando logra esa proeza, por llamarla de al-
guna manera, un maestro lo busca y lo devuelve
a su estado vampírico, pero queda condenado a
deambular como un paria, hasta que sepa con
precisión quién lo ayudó, cómo se operó la

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metamorfosis, dónde lo hizo, cuándo, y otros
detalles, para poder acercarse a los suyos y ofre-
cer los sacrificios necesarios, fundamentales en
la evolución, para recuperar sus derechos y ser
protegido de nuevo por sus parientes.
Guillermo la escuchaba con atención, ella
guardó silencio y esperó.
—No sé de qué hablas exactamente. Tengo una
vaga idea, una historia que leí hace tiempo, tal
vez. No lo recuerdo, es muy imprecisa, necesito
tiempo para…
Arabella se plantó frente al profesor, quien
dio un respingo.
—¡Sí sabes de qué hablo!, —dijo con voz fir-
me— conoces mi historia, quizá mejor que yo.
No trates de engañarme. ¿Recuerdas nuestra
cita en la casa de MacKenzie?
Arabella se acercó aún más al profesor y per-
cibió en él una fuerza desconocida que la repe-
lía, ¿desde cuándo no se acercaba a un ser de su
especie? No supo responderse.
Guillermo la miró atraído por el brillo que
centelleaba en las pupilas de Arabella.
—Nunca tuve una cita contigo, hasta ahora
que me has encontrado. Sé que llevas tiempo
siguiéndome y te diré algo: no me gustan las
persecuciones. Si te he dejado entrar a una de
mis moradas, es porque estoy harto de eludirte
y quiero terminar con esta situación de una vez

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por todas. Quizá pueda ayudarte, aunque es
poco lo que puedo hacer por ti. No estoy seguro
de haberte conocido o no te recuerdo, no lo sé.
Tampoco sé de qué hablas, créeme. Es posible
que tu encuentro fuera con otro que ya no exis-
te. —Guillermo se quedó viendo el fuego del
hogar, en silencio, evocando una imagen que lo
atormentaba.
A la luz de las llamas se preguntó si Gui-
llermo Caffoneli le mentía, si era cierto que, al
igual que ella, no recordaba su pasado. Afue-
ra el viento ululaba con fuerza, haciendo tem-
blar las viejas tejas. Las llamas de la chimenea
crepitaron angustiadas. Arabella temió que él
desapareciera, y se dijo que debía jugar rápido.
—Dime lo que sepas o recuerdas… lo que pue-
das, no importa si es impreciso.
—La clave está en Los Huesos de la Luna, de-
bes comenzar a buscar por ahí —dijo con voz
grave, y recuerdos dispersos, como jirones de
neblina, revolotearon en su mente.

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VI

E
l profesor sonrió, aunque sin alegría.
Arabella intentó captar los matices de-
trás del gesto pero las lenguas de fuego
jugaban con el rostro de Caffoneli. No fue una
sonrisa arrogante, ni burlona, ni siquiera podría
decirse que era triste en algún sentido. Parecía,
en cambio, una sonrisa cómplice, como si entre
él y Arabella existiese un lazo invisible que los
vinculaba por toda la eternidad.
—Pero no quiero hablar de eso. No al menos
de forma directa. Algunas verdades se abordan
lateralmente, de otro modo nos destrozarían.
—dijo el profesor.
—Es preferible ser despedazado por la verdad
que ser consumido lentamente por la mentira...
o por el olvido.
El profesor buscó refugio en un viejo sillón
frente al fuego.
—Estoy cansado, Arabella.
Ella no respondió. Intuía, que su interlocutor
necesitaba ajustarse a lo que se exigía de él. Una
palabra desafortunada, una expresión de urgen-
cia, podía aislar la memoria del profesor hacia
los vastos salones donde se había recluido. De
modo que aguardó, consciente del sonido im-
perceptible de la madera en combustión, junto

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con otros sonidos, acaso imprecisos, como de
pasos minúsculos que buscan la protección de
las sombras.
—Vampiros... —dijo el profesor.
Arabella lo miró atentamente, pero se obligó
a no agregar nada.
—Algunos mitos se envilecen con el tiempo,
—continuó Caffoneli— se vuelven previsibles,
afectados, banales, hasta que finalmente pierden
toda conexión con el material imperecedero con
el que fueron forjados. El destino de los vam-
piros acaso sea el de todos los seres: un olvido
indigno que comienza por la degradación.
—El problema con tu razonamiento es que ha-
blas de nuestra raza como si fuese un mito.
—Y lo es, pero en un sentido alto y noble. Todo
mito es, en definitiva, una de las formas más
puras de la verdad.
Arabella suspiró.
—No hay pureza en la traición —dijo amarga-
mente.
—Todo depende de la naturaleza de esa trai-
ción. Por su propia concepción el vampiro es
un acto de rebeldía, una pulsión que se arroja
hacia la vida con tanta intensidad que incluso la
trasciende, adoptando el aspecto de la muerte.
Algo similar ocurre con el Mal. Cuando apare-
ce desnudo y absoluto adquiere la inquietante
máscara de la inocencia.

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Arabella mantuvo la mirada fija en el pro-
fesor, pero éste parecía absorto por el fuego.
Sus ojos se movían como los de los mortales,
pero era difícil tener alguna certeza sobre lo
que estaba mirando o incluso sobre si utilizaba
los ojos como órganos de visión. Por un instan-
te aterrador Arabella tuvo la impresión de que
una voluntad foránea mantenía las pupilas de
Caffoneli fijas en su objetivo mientras la boca
hablaba, pero que en sí misma empleaba proce-
dimientos de percepción totalmente diferentes.
—Pureza e inocencia —dijo ella por fin—.
No me sorprende que hables de estas cosas,
profesor.
—¿Profesor?
Caffoneli pareció retornar de su reclusión
interna.
—Necesito que me lo expliques —dijo Ara-
bella, abandonando de repente su anterior es-
trategia—. Necesito saberlo todo, hasta el más
mínimo detalle.
—Vampiros que se convierten en humanos
—dijo Caffoneli, casi para sí mismo—. No hay
muchos antecedentes, pero ha sucedido cier-
tamente. La traición a la estirpe siempre tiene
consecuencias, a menudo funestas. En especial
para aquel que ha convertido al Indigno.
El profesor se incorporó súbitamente. Ara-
bella sintió de nuevo esa voluntad externa

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gravitando sobre Caffoneli. Resultaba impo-
sible señalar un movimiento o algún gesto en
particular que fuera definitivamente inhumano,
porque en su conjunto daba la impresión de ser
algo que había estudiado de forma minuciosa la
motricidad humana pero que no lograba operar
con eficiencia los ínfimos mecanismos muscu-
lares a los que el ojo está habituado.
—Te propongo un juego —dijo Caffoneli. Es-
taba de pie frente al fuego. La sombra de su es-
palda ensombreció el rostro de Arabella.
—Juguemos.
—Imaginemos que eras un vampiro, y que por
alguna razón has decidido abandonar a tu raza.
¿Cuál crees que sería tu castigo?
—Me buscarían, me cazarían y volverían a con-
vertirme.
—Te olvidas de algo importante. Ciertamente tu
traición sería castigada, pero no sólo la tuya; ya
que en ese caso no serías tú la única culpable.
—¿Y quién podría serlo si fui yo la que tomó
la decisión?
Caffoneli volvió su rostro hacia Arabella.
Los rasgos ausentes abandonaron su rostro.
Ahora simplemente parecía un hombre vencido
por los años.
—El castigo también caería sobre tu progenitor,
tu padre, aquel que te inició en la larga comu-
nión con la noche. Tu traición no sería otra cosa
que una prueba de su error.

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—En ese caso serían dos los proscritos, dos los
perseguidos.
Caffoneli asintió en silencio. Luego agregó:
—Y acaso ninguno tendría un recuerdo claro de
los hechos, solo fragmentos incompletos; salvo
que se reúnan, tal vez en las sombras de una
vieja casona o al amparo de la noche, y juntos
intenten descubrir las piezas faltantes.
—Creo que estaría dispuesta.
—Yo también lo creo. El amanecer está lejos.
—¿Por dónde empezamos?
—Todos los laberintos tienen una sola entrada:
la única posible.
—¿Habrá alguna Ariadna para que nos rescate?
—Teseo cometió un error al creer que salió del
laberinto. A veces me pregunto si nosotros sa-
bremos diferenciar la entrada de la salida.
—Podemos intentarlo.
—Podemos.
—El amanecer está lejos, ¿verdad? —dijo Ara-
bella guiñándole un ojo.
—No, al contrario. Está más cerca de lo que
desearía…
—Te escucho.
Caffoneli volvió a sentarse, suspiró, y puso
en orden sus recuerdos. Primero sintió que es-
tos corrían en su mente, como insectos que se
sorprenden por una luz repentina, pero inme-
diatamente parecieron adquirir una coherencia

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inexplicable. Su voz grave resonó entre los
muros como un encantamiento, y Arabella re-
cordó, a través de la memoria fragmentada del
profesor, aquello que una vez decidió olvidar, o
la obligaron a hacerlo.

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VII

M
ientras el profesor hablaba, Arabella
percibió la forma imprecisa de unos
destellos evanescentes que forma-
ban una silueta glauca. Brotaban de un rincón
apartado de la sala, y contenían una fuerza des-
conocida que ella presintió temible. Trató de
mantener su actitud fría, no podía permitir que
sus gestos reflejaran el temor que sentía. Intuyó
que el profesor Caffoneli convocaba esas fuer-
zas con cada palabra. Arabella vislumbró ana-
logías remotas en alguna frase, y en los gestos
de aquel hombre que de repente parecía más
joven. Escuchó con todos sus sentidos alertas,
mientras él se internalizaba en reminiscencias.
—Olvida esa historia de la cita con Glen Forbes
y recuerda qué hacías allí, quién te invitó.
—No recuerdo nada, ya te lo he dicho. Tú sí
sabes cosas que yo desconozco, por eso estoy
aquí —respondió irritada, pero Guillermo se-
guía inmerso en recuerdos que recitaba como si
fuera una letanía.
—El fuego consumió esa casa, por fortuna toda
la madera era de cedro, como esa que ahora arde
ahí. Fue la única forma de acabar con la sombra
de MacKenzie —dijo señalando las llamas que

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danzaban en la chimenea, Arabella se estreme-
ció—. Solo las piedras y el hierro resistieron el
incendio. Oh, querida, fue tan difícil trasladar
hasta aquí los restos del antiguo hogar…
—¿La sombra de MacKenzie? ¿Fue quien me
atacó? —preguntó ansiosa, y sin perder de vista
los movimientos de Guillermo Caffoneli.
—No lo sé. Pudo haber sido él, Napir o cual-
quier otro ser que estuviese tras el secreto del
códice. ¿Estás segura que Glen Forbes te citó
allí? ¿No sería otro? —avanzó unos pasos y se
detuvo—. ¿Cómo esta infame rebelión te sedu-
jo? —dijo, citando a Poe. Esa frase fue un chis-
pazo que iluminó presencias esquivas veladas
en la memoria de Arabella.
—Napir —susurró Arabella, evocando un nom-
bre vagamente familiar. Caffoneli continuó bal-
buceando reminiscencias lejanas.
—MacKenzie fue el más ambicioso de los
maestros, durante cientos de años indagó todo
sobre la inmortalidad, escudriñó en las fórmu-
las y en los acertijos, y finalmente dio con el
procedimiento exacto.
Arabella hizo un esfuerzo por concentrarse y
escuchar las palabras de Guillermo. En su me-
moria se había desatado un caos de ideas e imá-
genes dispersas que evocaban sucesos que adi-
vinaba importantes, pero solo atisbaba de forma
indefinida. La primera reacción fue alejarse de

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él para rumiar en soledad las percepciones que
se desarrollaban dentro de ella, pero se contuvo.
—Cuando el sacerdote MacKenzie supo que
Napir el Negro estaba cerca, se sintió perdi-
do. Era cobarde, jamás hubiese peleado contra
Napir. MacKenzie hacía sus jugadas encubier-
to por la astucia, estaba consciente de que la
fuerza y el poder de un vampiro se logra con el
tiempo. El traidor no tenía el poder de la casta
ni la fuerza que otorgan las batallas ganadas en
los territorios de la noche.
La historia que contaba Guillermo Caffoneli
era fragmentada, y Arabella trataba de unir esas
frases con sus propias imágenes remotas.
—Sí, —continuó el profesor— MacKenzie y
Sopdet entendieron las claves primordiales, tra-
bajando en pareja igual que los alquimistas. El
sacerdote Mackenzie necesitaba a uno de nues-
tra especie para que lo ayudara, pero no podía
ser cualquiera, debía ser un señor de una casta
milenaria que creyera en la profecía de Jonsu.
Caffoneli se volvió hacia ella con una sonrisa
hosca. Arabella le sostuvo la mirada, intentando
ver en aquellos ojos alucinados las huellas de
sus antiguas remembranzas.
—Al sacerdote MacKenzie lo perdió la am-
bición, el pecado inmemorial… Soñaba con
la inmortalidad, y estuvo a punto de lograrla.

� 44 �
—El profesor volvió el rostro hacia las llamas y
recordó otras lumbres solitarias, fogonazos del
tiempo que estriaban las noches heladas.
—MacKenzie cometió un error fatal al subes-
timar la inteligencia de Napir. La traición se
paga, Arabella, él no pudo ser fiel, ni siquiera
fue leal a su padre.
—La traición y la inmortalidad —repitió ella—
¿acaso tienen que ver con la transformación de
vampiros en humanos?
—No. Aunque tampoco hay muchos antece-
dentes de vampiros convertidos en humanos, o
en otra cosa. ¿Te has preguntado alguna vez por
qué un ser excepcional desea unirse a una raza
tan miserable como la humana?
—Sí, me lo he preguntado, pero no encuentro
una respuesta satisfactoria. Ahora no sé si fue la
traición que cometí. Si es así tampoco entiendo
por qué quise ser humana ni cómo llegué a ser-
lo. ¿Fue un sacrificio?
—¿Humana? ¿Tú? Creo que nunca fuiste hu-
mana. El castigo más grande para un vampiro
es ser convertido en humano. Ver las huellas del
tiempo marcándolo día a día, asistir a la des-
composición de su cuerpo y la indigencia de
los recuerdos, esperar con angustia o con resig-
nación el abrazo de la muerte. Estoy seguro de
que no es tu caso. Más bien me parece que al-
guien te injertó sueños ajenos, pesadillas rotas y

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te recreaste en esa ilusión para armar tu pasado,
tu memoria. Sustituiste con recuerdos que no
te pertenecen los que te quitaron, al igual que
a mí, para dejarte indefensa, vulnerable como
una tumba abandonada. Un ser sin historia está
desnudo ante el mundo, a merced de terrores
inéditos. Si nada sabe de sí ni de nadie ¿cómo
se defiende?
—Si no fui mortal, ¿entonces qué era? —pre-
guntó aturdida por las imágenes que llegaban a
su mente junto con las palabras de Guillermo.
—Una segadora de almas, la estirpe más pode-
rosa de vampiros. Los únicos inmortales.
Ella lo miró incrédula. Era cierto que jamás
se había alimentado con sangre, sino de las al-
mas que segaba, pero nunca sospechó que fuera
inmortal. Las palabras del profesor Guillermo
Caffoneli fueron una revelación extraordinaria,
y un estremecimiento interno la sacudió. Él,
adivinó los temblores secretos que agitaban el
cuerpo de Arabella.
—Tu miedo siempre ha sido uno: ser devorada
por otra especie, pero eso jamás ocurrirá. Solo
el arconte que posea el secreto de Los Huesos
de la Luna podría aniquilarte, y estoy casi segu-
ro de que MacKenzie destruyó esta posibilidad,
sin importarle cuanto lo debilitaba esa destruc-
ción. He pensado mucho sobre el tema, creo
que gracias a esa debilidad, Napir pudo herirlo

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de muerte. Sin embargo, como te dije, fui yo
quien lo exterminó definitivamente. —La miró
desafiante y preguntó— ¿pero qué es la eterni-
dad sin sangre, querida mía?
Arabella no respondió. Trataba de adentrarse
en la bruma de sus recuerdos, sentía la inquie-
tud creciendo dentro de ella, buscando respues-
tas, unir trozos de historias, nombres... Observó
al profesor, mirando hacia las llamas que ilu-
minaban la mitad de su rostro, y quizá por la
penumbra o acaso por la fijeza con que lo mira-
ba, por un instante tuvo la sensación de que el
rostro de Caffoneli se convertía en aquella som-
bra siniestra que la perseguía en sus recuerdos
más secretos. Fue una visión fugaz que la hizo
dar un respingo. Él continuaba abstraído en sus
evocaciones o fingía ese ensimismamiento para
llevarla hasta un territorio que solo él conocía.
En el silencio de la vieja casona el viento
golpeaba las tejas y doblegaba los árboles en la
noche melancólica de aquel paisaje sin estrellas.
El desasosiego tomaba dimensiones monstruo-
sas y la acosaba como una parálisis maligna.
Guillermo Caffoneli la sorprendía, sin duda la
estaba ayudando con sus palabras, sin embargo,
también exhalaba esa fuerza terrible que la obli-
gaba a una detención sinsentido. Arabella temió
quedar entrampada en su propio juego.

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—Sacrificios, una palabra terrible… —musitó
Caffoneli— más adecuada para un humano que
para ti. El Glen que tú buscas no soy yo. Tal
vez, ahora mismo él te busca a ti.

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VIII

E
l profesor se sentó. Sus últimas palabras
se deshicieron en el aire. Arabella enten-
dió que aquel enigma exigía de ella una
voluntad suprema, aunque dudaba de sus fuer-
zas, en especial allí, en esa casona evocadora
que le traía voces y recuerdos que se espanta-
ban como una bandada de pájaros justo cuando
creía que podía descifrarlos.
Caffoneli continuó en silencio. Arabella supo
que no obtendría nada más de aquel hombre si
se empeñaba en interrogarlo. En una situación
alarmante como la suya era fácil caer en pre-
guntas banales, pero que llegado el caso podrían
resultar pertinentes. Se le ocurrió entonces que
todo lo que la rodeaba: la casona, el profesor, y
acaso ella misma, eran una ilusión perpetrada
para confundirla. Dio unos pasos vacilantes ha-
cia el fuego, luego otros en dirección contraria,
esperó que el eco de sus tacos resonaran entre
los muros y finalmente se dejó llevar por la os-
curidad de un pasillo. Antes de perderse en la
cerrazón miró hacia atrás. Caffoneli dormía.
Sucedieron dos cosas que no la sorprendie-
ron realmente: la casona, aún en la oscuridad
más inexorable, le parecía conocida; y no solo
eso, le parecía familiar, propia, como una parte

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esencial de su historia. Lo segundo la llenó de
inquietudes, de las ansiedades propias del pre-
dador que paulatinamente recupera sus instin-
tos: Guillermo Caffoneli y ella no eran los úni-
cos en la casa.
Tal vez eso era lo que buscaba el profesor.
Arabella consideró que existe una diferencia
fundamental entre conocer una historia y reco-
rrerla, entre el hombre que conoce hasta el últi-
mo detalle de un mapa y otro que ha transitado
las irregularidades del terreno hasta volverse
parte de él. Hasta ahora había intentado en vano
unir los fragmentos dispersos de su memoria.
Algunos habían surgido como relámpagos en la
noche, permitiéndole iluminar brevemente un
recuerdo o un nombre; pero ahora habían bas-
tado unos pocos pasos hacia la oscuridad para
sentir que algo dentro de ella se predisponía to-
mar el control de la situación. Fue como si la
Arabella capaz de sentarse y dialogar hubiese
sido excluida por otra: una voluntad con la que
simplemente no se negocia.
Los ecos de la casa se apagaron, o quizás
Arabella logró excluir de sus oídos los sonidos
irrelevantes. Le llegó entonces un latido regular,
como un pulso inorgánico. Avanzó hasta el fi-
nal del pasillo. A su lado creyó advertir algunas
réplicas de cuadros conocidos, como la Ofelia
de Millais, aunque el artista había pervertido la

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naturaleza de los originales; por ejemplo, ha-
ciendo que la pobre Ofelia flotara boca abajo
en el estanque con una estaca clavada entre los
omóplatos.
Arabella tanteó el picaporte de una puerta.
El pulso se detuvo bruscamente.
El interior de la habitación estaba ligera-
mente iluminado, aunque el origen de la luz era
incierto. En el suelo estaba sentada una niña,
jugando con una muñeca de porcelana de ojos
rojos y estremecedoramente lúcidos.
—Siéntate —dijo la niña sin levantar la mirada.
Arabella se sentó, a pesar de que había de-
tectado que aquello no había sido un pedido,
sino una orden.
—¿Te gusta jugar con muñecas? —preguntó la
niña.
—Sí. En realidad, no lo sé —respondió Arabe-
lla, tratando sin éxito de imaginarse a sí misma
como una niña.
—Si no lo sabes es porque nunca has jugado.
Ten, te presto la mía. Se llama Arabella...
Sus dedos tocaron la porcelana fría y la sin-
tieron desagradable. La niña le alcanzó un pe-
queño peine de marfil y Arabella comenzó a
peinarla lentamente.
La niña volvió a hablar aunque su voz sonó
ligeramente distinta, menos... infantil.
—Es fácil perderse en un juego.

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Arabella asintió.
—Yo siempre sé cómo terminan mis juegos
—continuó la niña, —lo que debo descubrir es
qué sucede en el medio.
—¿Y si no lo consigues?
—El juego no termina.
Arabella volvió a asentir. Le alcanzó de nue-
vo la muñeca y se incorporó.
—A veces ya sabemos el final, solo que no nos
damos cuenta —dijo la niña.
—¿A qué te refieres?
—Nunca vemos más allá de las decisiones que
no entendemos. No estás aquí para descubrir tu
pasado, sino para entenderlo.
—¿Y si no quiero entenderlo?
—El juego no termina.
Una rara determinación se apoderó de Ara-
bella. La niña volvió a bajar la mirada hacia la
muñeca y el juego continuó con sus repeticio-
nes y mecanismos internos. Antes de salir de la
habitación escuchó que la niña susurraba algo a
los oídos de porcelana:
—La muñeca nunca sabe que es muñeca.
Arabella salió del cuarto con la certeza de
que el juego debía terminar.

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IX

L
as palabras de aquella niña inquietante
seguían repitiéndose en sus oídos como
un eco infinito que la retaba y al mismo
tiempo le daba claves para salir de aquel labe-
rinto. La extraña resolución que se había apo-
derado de Arabella no la abandonaba. El deseo
salvaje de correr en la oscuridad y alimentarse,
de ver y comprender, continuaba latente en lo
más hondo de sus entrañas, amenazando con
tomar el control de sus actos. Vagó por pasillos
polvorientos tratando de apaciguar esa fuerza.
Si no sabes jugar es porque nunca has juga-
do. Un viento gélido le azotó el rostro, Arabella
se apartó un mechón de su roja cabellera, he-
rencia ancestral de sus antepasadas: las magas
sombrías de todos los tiempos. La frase se re-
petía en un flashback que alternaba con otras
palabras en una secuencia interminable:
…lo que debo descubrir es qué sucede en el
medio.
No estás aquí para descubrir tu pasado, sino
para entenderlo.
¿Cómo puedo entender algo que no sé?,
se preguntó con rabia. Sintió que Guillermo
Caffoneli estaba jugando con ella y quiso aplas-
tarlo, no obstante, quizá para escapar de esos

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pensamientos, se desplazó con cautela hacia el
fondo de la casona. Una raída y polvorienta al-
fombra amortiguaba sus pasos. A medida que
se internaba en ese extremo de la casa, el susu-
rro de un llamado vagamente conocido se hacía
más fuerte. Se apresuró, por momentos tuvo la
certeza de un recuerdo indefinido. Sí, no era su-
gestión ni se debía a las imágenes que las pala-
bras de Guillermo dispararon en su mente, esta
vez era algo que solo ella sabía, algo que no
terminaba de coagular en su memoria. Mientras
avanzaba creyó escuchar de nuevo la voz de la
chiquilla en un susurro que se iba apagando. De
pronto reconoció en ese mensaje cifrado la mis-
ma urgencia que había percibido siglos antes en
los trazos de la luna.
¿Por qué la presencia camuflada en la niña
quería ayudarla? El hecho de hablar en clave
indicaba que sobre ellas pendía una amenaza.
Guillermo había sido más directo, ¿no? Arabe-
lla sabía de terrores, de presencias invisibles y
pavorosas que desgarran a su presa en la oscuri-
dad. Se detuvo y olfateó el aire. Una emanación
flotaba en la atmósfera enrarecida por el tiem-
po, era un olor a sangre y flores podridas.
Al final del pasillo una puerta desvencijada
se abría hacia el jardín, que ahora no era más
que un bosque lleno de maleza y viejos árboles
cubiertos por la oscuridad y la densa neblina.
Se quedó en la puerta, indecisa. En la oscuridad

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divisó los bordes carcomidos de la vieja fuen-
te. Ella notó que Guillermo había diseñado este
jardín exactamente como el otro, el de la anti-
gua morada que pereció en el incendio. La ima-
gen de la sombra inclinada sobre su pecho y el
dolor lacerante pasaron como un fogonazo por
su memoria. Instintivamente se llevó la mano al
corazón, como si quisiera proteger esa zona de
un eventual ataque o borrar la experiencia ate-
rradora que la había convertido en ese ser que
se buscaba en los rincones de una existencia
desolada.
La fragancia se intensificó y las palabras de
la niña cobraron más fuerza. No sabía cómo ter-
minaba el juego, y esa incertidumbre indicaba
que no había llegado al centro. Arabella presin-
tió que para hacerlo tenía que internarse en el
espeso follaje y llegar hasta la fuente, enclava-
da en alguna parte de esa maraña de plantas y
árboles. No estás aquí para descubrir tu pasado
sino para entenderlo. La voz infantil le ordena-
ba seguir.
—No hay nada que descubrir, solo entender
—se dijo con determinación. Cuando comenzó
a penetrar en la oscurana, un espasmo la sacu-
dió, pero estaba decidida a ir hasta el final. Se
negaba a ser un predador sin memoria.
Avanzó cautelosa, con el pulso acelerado
y los sentidos alertas. El lugar estaba en cal-
ma, envuelto en un silencio que encubría otros

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sonidos. Un relámpago hendió el cielo, a lo le-
jos, entre las nubes apelmazadas surgió un trozo
de la luna que iluminó las copas de los árboles.
La voz infantil, como una lúgubre cantinela, se
dejó escuchar una vez más: lo que debo descu-
brir es qué sucede en el medio.
Súbitamente los fragmentos de historias dis-
persas se amalgamaron, y Arabella pudo ver
los hechos que MacKenzie había borrado de su
memoria para preservar el secreto que ambos
compartían. Un vértigo repentino la paralizó al
comprender que no buscaba a Glen Forbes, sino
él a ella para finalizar una tarea que había que-
dado inconclusa.
Hay una memoria que se construye con re-
cuerdos y otra que sugiere que la mente tiene
sus propios hechos y leyes invariables. Arabella
abandonó la casona y salió al jardín, pero hasta
la fibra más recóndita de su identidad le infor-
mó que en realidad estaba entrando a un sitio
en el que las respuestas a menudo son menos
importantes que las preguntas. Levantó los ojos
y descubrió que no hay nada más espeluznante
que el cielo nocturno. El brillo de las estrellas
la perturbó. No se sentía una observadora sino
una partícula minúscula acechada desde los re-
motos confines del universo.
En aquella hora incierta Arabella quedó cau-
tiva por reminiscencias que ahora fluían libres
en su mundo íntimo. Memorias enlazadas que

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daban cuenta de un pasado inmemorial donde
solo los hijos de la oscuridad transitaban las re-
giones del ensueño para conquistar las comar-
cas más tenebrosas, esas que aún constituyen
para ellos valiosos trofeos. Allí, donde cada
conquista hace prevalecer la autoridad del clan
ganador que imprime sus huellas territoriales
para siempre. En la vastedad inconmensura-
ble de la noche habitan castas de vampiros y
otros seres prisioneros de su misteriosa belleza.
Incluso ahora, las guerras entre los seres de la
noche por el dominio de territorios humanos,
sigue siendo algo común. Los enfrentamientos
no solo son un desafío donde se combate por
un premio, sino también prueban la fuerza, el
valor, el poder y la nobleza del clan. Fue en una
de esas contiendas donde hace miles de años
se enfrentaron las huestes de Napir el Negro,
llamado así por su cabello azabache y ojos os-
curos, contra las huestes de Sopdet. Napir tenía
asentado sus dominios en el Valle del Indo, y
Sopdet reinaba en los Valles del Nilo. Ambos
señores pertenecían a la casta de Jonsu, la más
rancia estirpe de los bebedores de sangre.
En ese tiempo se peleaban por las hermosas
tierras de Mesopotamia, un codiciado territorio
poblado por humanos jóvenes y fuertes. Sin em-
bargo, en un combate ocurrió algo imprevisto
cuando el rey Daro –padre de Napir el Negro–

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se atravesó entre Sopdet y un contrincante enfu-
recido, Sopdet no tuvo tiempo de reaccionar y le
partió el corazón con su lanza. El rey Daro cayó
fulminado, porque como en toda su especie el
principio de vida se asentaba en el corazón.
Napir el Negro sintió la furia como una ola
de sangre que nubló su cerebro, él creía que
Sopdet deseaba vengarse por una disputa sobre
el dominio de un pueblo que ambos deseaban
conquistar. Napir había negociado en secreto
con los gobernantes de aquel pueblo y Sopdet
se enteró de esa jugada. Él deseaba vengarse,
pero nunca se le hubiera ocurrido aniquilar al
rey Daro.
Aquella noche de luna nueva, Napir, nuevo
rey y señor de vastas oscuridades, lloró de im-
potencia sobre el cuerpo de su padre, que se ha-
bía transformado y presentaba el tono cerúleo
de las estatuas: el mismo aspecto que se des-
cribe el los viejos textos hallados junto con los
Rollos del Mar Muerto. En esos escritos se afir-
ma que los vampiros al perecer no se descom-
ponen como ocurre con los humanos, tampoco
arden como muchos creen, ni se desintegran,
sino que se deshidratan de inmediato y toman
la apariencia de las momias para mantener su
anonimato incluso después de muertos. Los
restos del rey Daro finalmente tomaron el tono
esmeraldino reservado a los monarcas, Napir lo

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observó minutos antes de enterrarlo y la ira lo
sacudió con su turbulencia de fuego, porque los
vampiros sienten las emociones con una inten-
sidad inédita, indescriptible. Gruesas gotas de
sangre manaron de sus ojos y mojaron la tierra,
allí brotaron las rosas negras que se convirtie-
ron en símbolo vampírico, no de muerte o cóle-
ra, sino de vida y de lealtad indestructible.
Estas intrigas inmemoriales se atropellaron
en la memoria de Arabella. Algunas relucían
con la certeza de viejas fórmulas olvidadas, y
otras se disolvían entre siluetas fantásticas en el
preciso instante en el que comenzaba a cuestio-
narlas racionalmente. En ese momento Arabe-
lla sintió algo nuevo, algo que no admitía como
propio pero que tampoco le resultaba completa-
mente ajeno: un temor, tal vez, un reflejo atávi-
co que la estremeció hasta la médula al pisar la
hierba húmeda del jardín cuando rememoró la
furia de Napir el Negro, aquella que le impidió
escuchar las explicaciones que su contrincante
le ofrecía.
Recordó con nitidez cuando los vasallos tra-
taron de detenerlo y en vano intentaron mos-
trarle lo desatinado de su proceder, pero Napir
no escuchaba razones y dio la orden de ataque.
Los dos ejércitos se enfrascaron en una nueva
y terrible refriega, la tropa de Sopdet comenzó
a menguar, sus guerreros yacían con el corazón

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despedazado por las lanzas de Napir el Negro.
Sopdet decidió batirse en retirada, pero Napir
no le dio tregua, lo persiguió sin descanso por
valles y desiertos, por montañas y ciudades.
Únicamente cuando el sol comenzaba a emer-
ger de las brumas de la noche, se retiraban a sus
improvisadas guaridas. Gracias a la gran habili-
dad de Sopdet y su pequeña comitiva, lograron
burlar la persecución de Napir y se replegaron
en una pequeña aldea muy cerca del Trópico
de Capricornio. Esa zona, sin embargo, era un
refugio precario porque se acercaba el verano,
ellos sentían que las noches eran más cortas
y las madrugadas se dejaban envolver con los
fulgores rosáceos del alba. Aquellos destellos
constituían una amenaza pavorosa, porque les
recordaba el fuego de ciertas horas del día que
les fulminaba el corazón. Era una amenaza terri-
ble. Hoy sabemos que los vampiros deben ocul-
tarse antes que el sol comience a nacer, porque
esa luz primigenia es letal para las criaturas de
la noche.
Arabella sonrió en la oscuridad, al fin recor-
daba qué era lo que estaba en el medio. Olfateó
el aire. La luna seguía allí, a pesar de los vientos
de tormenta que se olían en el aire mezclados
con la fragancia del pasado que volvía. Evo-
có aquella historia inmemorial donde Napir el
Negro purgaba la oscuridad, mientras bramaba

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maldiciones. Sopdet, acosado por esas horas de
luz intensa que se anunciaban más largas en
el verano amenazando la clandestinidad de su
refugio, recordó un mito de vampiros que en
medio de la zozobra le hizo concebir grandes
esperanzas. Fue así como entrevió una idea que
cambió la existencia vampírica para siempre.
Esa idea se convirtió en un ambicioso proyecto
que entrañaba peligros, pero prefería morir con
el corazón estrangulado por los ardientes bra-
zos de la diosa Eos y no bajo las despiadadas
manos de Napir el Negro, quien lo sometería
a una terrible tortura antes de arrancarle el co-
razón. Llevado por la desesperación comenzó
a indagar en secreto sobre aquel mito, y en la
biblioteca de un antiguo monasterio se topó con
un sacerdote que investigaba el mismo tema.
Después de algunas conversaciones, supo que
no se trataba de una leyenda, sino de una autén-
tica profecía, y le mostró un pergamino lleno
de signos incomprensibles. El sacerdote le dijo
que era el Códice de Los Huesos de Luna.
Durante varios días reflexionó sobre las po-
sibles consecuencias de exponer su idea ante
los pocos hombres que aún lo acompañaban.
No quería compartir su secreto con nadie, pero
era imposible llevar a cabo solo semejante ta-
rea, por fin los reunió y les expuso su plan. Aun-
que la idea no los cautivó, pues no creyeron en

� 61 �
ella, se mantuvieron leales a su señor, a pesar
del rechazo que sintieron hacia el sacerdote,
quien había pedido a cambio de su trabajo para
descifrar el Códice, que Sopdet lo premiara con
la naturaleza vampírica.
El sacerdote era un ser tan inteligente como
ambicioso, y apenas Sopdet cumplió su reque-
rimiento comenzaron a desentrañar el misterio-
so lenguaje en el que estaba escrita la profecía.
Ésta afirmaba que la conquista del día absoluto
llevaría al nacimiento de una raza poderosa que
iba a reinar sobre todos los clanes vampíricos,
porque al descifrar la fórmula mágica conocería
la inmortalidad.
Sopdet, el sacerdote y el grupo de fieles va-
sallos comenzaron una silenciosa cacería de hu-
manos. A través de sus ojos espiaron los amane-
ceres. En esa claridad encontraron dos aspectos
insólitos para un vampiro. El primero fue des-
cubrir que la noche es infinitamente más pode-
rosa que el día, advirtieron que los seres diurnos
sienten miedo del abismo que representa lo noc-
turno, temen las tinieblas porque en la noche se
ocultan todos los enigmas que han aterrorizado
y fascinado a la humanidad a través de los si-
glos. La sangre, fue la segunda revelación. Des-
cubrieron que ese fluido del cual se han alimen-
tado todas las razas de vampiros, desde que la
Gran Madre Isis resucitó al Gran Padre Osiris

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con su sangre y lo convirtió en inmortal, era el
factor que los había exiliado del mundo de los
humanos, de sus alimentos, de los amanece-
res… Los misterios de esa fórmula y el cambio
de la naturaleza vampírica, aún son guardados
con celo por los arcontes vampíricos.
En el tiempo de cacería algunos vasallos de
Sopdet desaparecieron de forma extraña, sin
dejar rastro, mientras buscaban víctimas. El
clan estaba muy entusiasmado con la nueva ta-
rea para preocuparse por esos hechos que, en
otras circunstancias, hubiesen llamado su aten-
ción de inmediato. Presumieron que se trataba
de una huida, no era nada extraño que un grupo
desertara ante aquel proyecto que para muchos
no pasaba de ser una locura utópica, por eso no
se sorprendieron. En ese momento no sospe-
charon que tal vez alguien estaba liquidando a
sus compañeros.
En su pavorosa cacería, se desplazaban cau-
telosos por apartadas provincias para no llamar
la atención de otros seres de la oscuridad, y
menos la de Napir. Durante décadas torturaron
a miles de seres, haciéndoles padecer agonías
indecibles en las sombrías celdas de su mazmo-
rra. Los infelices suplicaban la muerte, pero los
integrantes de la tenebrosa hermandad no escu-
chaban ruegos, ni hacían concesiones. Cuando
los cuerpos martirizados y agotados por el dolor

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ya no les eran útiles, tomaban hasta la última
gota de sangre de aquellos desgraciados. Des-
pués hacían desaparecer los cuerpos en profun-
dos pozos ocultos en zonas impenetrables.
El lecho formado por hojas secas de infinitos
otoños crujía bajo las leves pisadas de Arabella.
Ella se detuvo y aspiró el aire mezclado con el
perfume de flores nocturnas que se abrían volup-
tuosas. El fuerte olor la sofocaba y sus instintos
emergían impetuosos, como la madrugada de
junio, cerca del solsticio de verano, cuando el
sacerdote logró interpretar la galimática fórmu-
la a través de los aterrados ojos de una mujer. Al
fin había encontrado la solución el misterio que
durante tanto tiempo buscó, ahora, finalmente
se había desvelado ante él. En la claridad de esa
mirada humana halló la insólita naturaleza del
alma.
Sopdet atendía hasta los mínimos detalles
que le describía el sacerdote. No obstante, una
advertencia lejana surgía de su sombrío ser ins-
tándolo a vigilar más el procedimiento, y por
primera vez desconfió del sacerdote. No le fal-
taba razón, porque éste no le habló de un sig-
no confundido entre otros, un signo conocido
como Los Huesos de la Luna, el que describe
la fórmula mágica para aniquilar segadores de
almas. Fue un gran error de Sopdet desestimar
el llamado de advertencia, cuando cegado por

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el descubrimiento relegó al olvidó su suspica-
cia. El sacerdote aprovechó un descuido de So-
pdet para ocultar el fragmento que contiene la
naturaleza bifronte del alma: la parte inmortal, y
la que encierra el sortilegio de la muerte eterna.
Ambos comprobaron que, como aseguraba
el mito, hay una instancia llamada alma, princi-
pio de vida que permite internalizarse en la luz,
sin importar el tiempo que marcan las horas.
Esa instancia se convirtió en el botín más anhe-
lado para Sopdet y su séquito. En la penumbra
de su mazmorra lograron fusionar esa corriente
de vida luminosa a su propio caudal sombrío.
Los cinco hombres que se mantuvieron junto a
Sopdet, al fin tuvieron la oportunidad de hincar
su aguijón en el lugar que les indicó el sacerdo-
te y probaron el elixir encapsulado en el timo.
Así nacieron los segadores de almas, la estirpe
más grande y vigorosa de los vampiros: los al-
matinenses.
Los vasallos de Sopdet aprendieron a segar
almas, y disfrutaron embriagados por el triunfo,
hasta que Dacia, una joven que había llevado el
sacerdote, les confesó su temor a ser traiciona-
da por Sopdet y su padre. Ellos observaron con
detenimiento y percibieron la misteriosa actitud
del sacerdote, entonces recordaron a sus com-
pañeros desaparecidos y se llenaron de descon-
fianza. Después de discutirlo un par de veces,

� 65 �
llegaron a la conclusión de que el sacerdote y
Sopdet pensaban aniquilarlos para quedarse
con el poder. Sin detenerse a reflexionar más
sobre el asunto, decidieron desertar en plena
madrugada, sin imaginar que se encontrarían
con Napir el Negro. El encuentro fue súbito y la
pelea feroz, pero lograron matar a los hombres
de Napir, aunque éste había quedado vivo. Sin
embargo, no pudieron escapar del sacerdote,
quien necesitaba conocer los efectos de la fór-
mula mágica que había ocultado, y para saber-
lo tenía que probar con ellos. Solo Dacia pudo
huir del sacerdote.
Mientras tanto, en la vastedad de incontables
noches, Napir continuaba buscando a Sopdet.
Su hueste comenzó a cansarse poco a poco de
aquella búsqueda inútil, porque deseaban di-
vertirse, además de ocuparse de sus negocios.
La sangre humana es el alimento vital de los
vampiros, sin ella, la especie desaparecería.
Desde el inicio de los tiempos varias razas han
coexistido en este mundo, pero solo la vampí-
rica y la humana se acercaron más y lograron
una simbiosis. Los humanos estaban conven-
cidos de la igualdad entre ambas razas, acaso
por su semejanza física o porque los vampiros
ocultaron el lado violento y despiadado de su
naturaleza. Los humanos jamás sospecharon
que las marcas en sus cuellos y en el interior de
los muslos, que aparecían durante las noches,

� 66 �
eran producidas por sus noctámbulos vecinos.
Creyeron que eran causadas por algún insecto
de los tantos que abundaban en aquella época
remota. La desconfianza apareció miles de años
después.
La raza vampírica evolucionó de forma po-
derosa y se apropió de todos los recursos del
planeta, y obligó sutilmente a los gobernantes
humanos a tranzar con ella, a cambio de for-
tunas y promesas de transmutar su naturaleza
humana en la enérgica vampírica. Los que no
accedían no podían quedarse en conocimiento
de la información y eran eliminados. Bajo esa
nueva organización, los vampiros no deseaban
que su existencia fuera conocida, su poder es
grande, que todos los seres humanos lo supieran
se podría convertir en un peligro para la supre-
macía de la especie. Era vital mantener su exis-
tencia encubierta porque necesitaban la fuente
nutritiva que la especie humana puede suminis-
trarle. Así comenzaron a borrar sus huellas, sus
voces nocturnas, su aliento, su presencia som-
bría. Solo un pequeño grupo de iniciados sabe
de ellos, para el resto de la humanidad son mito,
leyenda, fantasías oníricas o brotes psicóticos
de mentes descarriadas.
Arabella recordó entonces uno de estos he-
chos que conforman la estructura del recuerdo,
pero que no se sostienen sobre acontecimientos

� 67 �
objetivos. Desvió la mirada de las estrellas fu-
gitivas y la depositó sobre la superficie láctea
de la luna. Dejó que su piel fuese bañada por la
luz pálida y entendió que en ningún sentido era
una espectadora sino el objeto de observación
de esas fuerzas que los hombres a menudo con-
funden con inequívocas mitologías.
La parte de su mente que todavía se aferraba
a vanas esperanzas de recobrar una lógica obje-
tiva finalmente cedió. Prevaleció en cambio una
conciencia rígida, áspera, incontrastable con el
hábito cotidiano de ordenar sincronías mise-
rables con el propósito de sobrevivir. Recordó
súbitamente al profesor Caffoneli enfrascado
en aquella eterna partida de ajedrez, y entendió
que el próximo movimiento tal vez determinase
algo más que su suerte sobre el tablero como
acostumbraban hacer los maestros sombríos.
En el eterno recuerdo de la noche se perdía la
época donde los arcontes vampíricos instituye-
ron un trueque que, a través del tiempo, devino
en monedas y riqueza que pueden producir con
facilidad porque no les interesa, a diferencia de
los humanos que anhelan fortunas. Los Arcon-
tes vampíricos son expertos en recrear ilusiones
y necesidades que el dinero puede cubrir. La
raza humana debe trabajar para obtener lo que
necesita, asimismo tener entretenimiento, así ja-
más reflexionará sobre el orden instaurado en el

� 68 �
planeta, en una época ya olvidada por los hom-
bres: “ganarán el pan con el sudor de su frente.”
Las primeras alianzas las hicieron con los
patriarcas, y hoy siguen manteniéndolas con los
humanos más ambiciosos que detentan el po-
der, y ven la riqueza que se les presenta como
oportunidades únicas de trascendencia, pero
rara vez han conocido la verdadera naturaleza
de quienes ponen en sus manos esos negocios.
Los vasallos de Napir el Negro comenzaron
a desistir de la nefasta persecución que mucho
tiempo atrás emprendieron contra Sopdet. Ade-
más consideraban que la cacería era tan inútil
como injusta, y fueron alejándose. Siglos más
tarde, aquella lucha era recordada como una
más de las tantas que se sucedían en los ignotos
parajes de la noche.
El viento susurraba historias que apuntala-
ban los siglos, no obstante Arabella sabía que
muchas eran espejismos refractándose en si-
luetas evanescentes. El resplandor lunar que se
filtraba entre los árboles hendía la niebla con
sus destellos refulgentes, igual que siglos an-
tes, cuando Napir el Negro no se amilanó por
la deserción de su ejército, que pronto dejó de
interesarle, y prosiguió su rastreo acompaña-
do por seis vasallos fieles. En su persecución
se aventuró hasta las regiones donde Sopdet se
había ocultado.

� 69 �
La primera noche que Napir salió de cacería
en la aldea, vio a un grupo de indígenas hacien-
do un ritual al compás de una extraña danza.
Los nativos agradecían a sus dioses el milagro
de haber espantado los demonios que chupa-
ban sangre y almas. Se sintió intrigado, obser-
vó que al referirse al ánima lanzaban lamentos
desgarradores mientras se tocaban el centro del
pecho. Napir aguzó sus sentidos y comenzó a
espiar todas las tribus de la región, en cada una
notó el mismo horror, escuchó sus conversacio-
nes alrededor de las hogueras y distinguió una
frase que pronunciaban en cuchicheos: sega-
dores de almas. ¿Qué significaba eso? Con su
instinto agudizado por milenios, exploró minu-
ciosamente cada pequeña pista que encontraba,
fue así como intuyó que Sopdet había logrado
encontrar la fórmula de la que hablaba el legen-
dario mito, y se percató de la temeraria aven-
tura de su enemigo fuera del reino seguro de la
oscuridad.
Redobló el empeño por alcanzarlo, no solo
para vengar la muerte de su padre, sino también
para conocer el secreto de la luz. Gracias a su
olfato escudriñó las huellas de los bebedores de
sangre, y presa de la ambición desafió al peli-
gro que suponía aventurarse en territorios don-
de la oscuridad se dispersa más rápido que en
las noches invernales. Así, una madrugada él y

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los súbditos que lo acompañaban se apodera-
ron de unos vasallos de Sopdet, sin embargo,
aunque actuaron veloces, quedaron atrapados
por la diosa Eos, la traidora que irrumpía en las
brumas nocturnas.
Los grupos pelearon como fieras aterradas
ante la muerte, y Napir el Negro sometió a una
guerrera que le recordó a la amazona Pentesilea,
a quien había visto pelear siglos atrás. Mientras
sus hombres morían con el corazón arrasado
por el fuego de la aurora, Napir viendo acercar-
se su fin y cegado por la desesperación, decidió
aniquilar a la mujer que logró dominar lanzán-
dola al suelo y aprisionándola con el peso de su
cuerpo. Acabaría con ella como acostumbraba
hacer con los vampiros, la dejaría sin una gota
de sangre antes de arrancarle el corazón y las
vísceras. Sin embargo, en el mismo momento
que se apoderó del cuello femenino y hundió su
aguijón en la arteria, la mujer también hundió el
suyo en el pecho de Napir, sabía que los vampi-
ros no tenían alma, pero pensó que de esa forma
podría exterminarlo. No obstante, el resultado
del aquel intercambio feroz fue distinto a lo que
ambos esperaban.
La fuerza de la guerrera al hincar su aguijón
en el pecho de su enemigo trasfirió un hálito de
su propia alma al corazón de Napir, que solo
pudo beber la sangre de la guerrera, porque de

� 71 �
inmediato notó una sustancia desconocida para
él. En el instante que la absorbió, una energía
cálida comenzó a invadirlo al tiempo que los
primeros rayos del sol resbalaron por su piel.
Napir quedó cautivo ante esa primera visión de
un amanecer, y ese momento de abandono fue
aprovechado por los almatinenses, que se mar-
charon veloces con la guerrera herida.
Napir el Negro se incorporó, aún extasiado
con las emociones que bullían dentro de él. Era
la primera vez que podía ver el nacimiento del
sol, el primer chispazo letal para los vampiros.
El amanecer podía irrumpir a cualquier hora de
la madrugada, para los humanos era impercep-
tible, no obstante, un vampiro lo padecía de in-
mediato. Los primeros destellos que desprendía
el astro pulverizaban el corazón del vampiro
que se dejara sorprender por Eos, la carroñera
de dedos rosados. El brote de la luz solar y el
corazón vampírico estaban sincronizados por
una maldición inmarcesible.
Inspeccionó el cuerpo apergaminado de sus
vasallos, tocó el pecho y comprobó que el co-
razón se había transformado en un saco de ce-
nizas. Ningún ojo humano era capaz de ver ese
cambio, pero un monarca de la oscuridad, como
él, sí podía escrutar el interior de cualquier des-
pojo. Se apresuró a enterrar aquellos restos.
Mientras cavaba unas fosas, se preguntó por

� 72 �
qué y cómo pudo él resistir los primeros brotes
de la luz, y sospechó que al tomar la sangre de
la segadora de almas comenzó a participar de
otra naturaleza.
Hay una diferencia sutil entre ser testigo y
actor principal de una circunstancia determina-
da. Hasta ahora Arabella se había movido cie-
gamente, buscando a tientas un pasaje hacia la
verdad, por momentos deseando que esa ver-
dad se enmascarara bajo una forma distinta de
la que intuía. Bajo ella se disponían casilleros
trazados difusamente por otros. Pero todo jue-
go ofrece siempre la posibilidad de elegir, aun
cuando en ocasiones también imponga reglas
que obligan al jugador a ejecutar lo inevitable.
Igual como le sucedió a Napir cuando tiempo
después se enteró que los segadores de almas
que escaparon con la guerrera desaparecieron
de forma misteriosa, y él se preguntaba ¿qué
pasó con ellos? ¿Quién o quiénes los desapare-
cieron? ¿Por qué razón?
Con su nueva naturaleza Napir experimentó
pasiones y sentimientos intensos, vivió el día
embargado por un placer desconocido que cada
vez le gustaba más. Aunque al principio su ins-
tinto no poseía la fuerza y pureza de un alma-
tinense para vivir en el mundo de la luz –por-
que seguía alimentándose con sangre– pronto
aprendió a segar almas, y se dio cuenta de que

� 73 �
ambas sustancias prodigaban una gran vitalidad
para internarse tanto en la noche como en el día;
en la rutina de los mortales que deambulan por
las calles de las ciudades, y en la más infinita
oscuridad de las criaturas de la noche.
Arabella sospechó que una mano invisible y
poderosa movía con precisión cada una de las
piezas en el ajedrez que, sin saber, ella tam-
bién jugaba. Una fuerza imbatible había puesto
en jaque su mundo, pero no sería tan fácil darle
jaque mate. Mientras se adentraba en el espeso
follaje recordó con nitidez que Napir el Negro
poco a poco fue creando una familia, porque los
vampiros son cuidadosos al seleccionar a quie-
nes han de acompañarlos y cuidarlos eterna-
mente. Los nuevos miembros de su parentela se
alimentaban con sangre e ignoraban el secreto
de su señor.
Napir no se conformaba con un secreto a
medias, quería saberlo todo, anhelaba el po-
der absoluto, y siguió olfateando las huellas de
Sopdet. Lo encontró una noche de agosto en
Escocia, pero ya era muy tarde, porque llegó
justo para ver una lucha encarnizada entre dos
hombres que intentaban matarse. El olor de la
sangre de la familia jamás engaña, y a pesar de
la apariencia de su enemigo Napir lo reconoció
de inmediato y no podía permitir que otro lo
matara. No, él tenía una conversación pendiente

� 74 �
con Sopdet. Tomó por sorpresa al contrincan-
te y lo embistió, al tiempo que le atravesaba el
pecho con su mano despiadada para arrancarle
el corazón, mientras profería un grito pavoroso
que se mezcló con el terrible alarido del sacer-
dote, quien quedó tendido en el mugroso piso
de aquel sótano.
No fue difícil salir de allí con Sopdet, que
entre balbuceos agitados aseguraba que Mac-
Kenzie no había muerto, porque era imposible
matar a un almatinense. Explicaba que el sacer-
dote había transmitido su secreto a la primera
hija que le dio la noche en las riveras del Nilo.
Ella conservaba el secreto de la muerte. Napir
escuchó cada palabra del monologo alucinado
de Sopdet. Sentía la urgencia de la confesión,
pero no quiso interrogarlo porque intuyó que,
de alguna forma, el que fue su enemigo había
muerto. Lo llevó a un subterráneo donde supo
que Sopdet se había apoderado de la identidad
de Glen Forbes, un profesor de la universidad
de Glasgow. Napir intentaba descubrir en cada
frase de Sopdet alguna pista que le permitiera
dilucidar el enigma sobre la trasmisión del se-
creto de la inmortalidad y la muerte, pero sobre
todo, saber quién era aquella mujer. Sin embar-
go, no pudo indagar nada más porque Sopdet
había caído en un estado de angustia terrible
y desvariaba acerca de Los Huesos de la Luna

� 75 �
que le daban chicotazos. Napir se dijo que el
sacerdote MacKenzie había vencido a Sopdet
con la locura.
Decidió despojarlo de su identidad, quizá de
esa forma ella se acercaría a él. Sopdet podía so-
brevivir camuflado en cualquier cuerpo, guiado
por su instinto. Se había convertido en un indi-
gente sin recuerdos ni historia. Napir le dirigió
una mirada llena de desprecio y pensó que era
un final terrible para un señor de huestes vampí-
ricas. Se prometió encontrar a esa mujer, así tu-
viera que esperar mil años. Después se apoderó
de la apariencia de Glen Forbes y abandonó la
sombra que ya no representaba ningún peligro
ni era de ayuda. Al marcharse sintió que su pa-
dre había sido vengado.
Arabella pensó en el zugzwang de aquella
noche lenta y llena de revelaciones. Pensó en
Caffoneli, en sus ojos atribulados y llenos de re-
cuerdos oscurecidos; pero sobre todo pensó en
ella misma y en su destino, y calculó que la vic-
toria y la derrota pueden anularse mutuamen-
te sin perder un ápice de su identidad. Estaba
obligada a realizar una jugada que invariable-
mente empeoraría su situación. Sin embargo,
algunos juegos nos fuerzan a avanzar, aun cuan-
do signifique aceptar el abismo, ella no come-
tería el mismo error que cometió el sacerdote
MacKenzie.

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El sacerdote obtuvo sus conocimientos en
antiguas bibliotecas, descifrando secretos al-
químicos en olvidados papiros, desentrañando
los signos de pergaminos que se referían a la
inmortalidad. La mayoría eran tratados que no
le servían de nada, pero él no desistió de su bús-
queda, y así encontró la fórmula escrita en ese
código llamado Los Huesos de la Luna, donde
se desvelaba el misterio de la vida y la muerte
imperecederas. Sin embargo había un obstáculo
para acceder a esa forma de vida inmortal, el
aspirante debía ser un iniciado de la noche, un
ser tan longevo que se confundía con un inmor-
tal, que jamás envejecía desde el momento de
su iniciación. Entonces el sacerdote pensó en
aquella raza esquiva y selecta de los vampiros.
La buscó hasta caer rendido por el cansancio
en las altas madrugadas, pero nunca encontró ni
un vampiro o no supo reconocerlo para inter-
cambiar su hallazgo por una nueva naturaleza.
Nunca creyó en la vida eterna que le ofrecían las
distintas religiones, y aunque fingía aceptarlas,
pronto las olvidaba. Cuando Sopdet apareció, el
sacerdote se preguntó lleno de una íntima satis-
facción, si acaso los milagros no existirían. La
verdad la conoció muy pronto, el mismo Sopdet
le confió que llevaba tiempo hurgando en lu-
gares recónditos en la búsqueda que encerraba
el misterio del que hablaba la antigua leyenda

� 77 �
vampírica, y fue así como lo encontró indagan-
do en lo mismo que él buscaba, y decidió inves-
tigar acerca de él hasta que se convenció de que
era digno de su confianza para hacer el pacto.
Tiempo después, MacKenzie percibió que
Sopdet había comenzado a desconfiar de él. Era
cierto, Sopdet tenía la certeza de que el sacer-
dote le ocultaba información sobre Los Huesos
de la Luna. La suspicacia de Sopdet reapareció
desde la huida de sus vasallos, ¿por qué actua-
ron de esa forma? Él los conocía bien, y esta-
ba seguro de que solo un motivo muy podero-
so pudo obligarlos a escapar de esa forma. Se
deslizó secretamente por senderos de la noche
desconocidos por el sacerdote y descubrió su
guarida, sus experimentos, una celda hermética
en la que se encontraba Dacia. Procedió veloz y
la sacó de allí, adivinando que ella sabía todo lo
que el sacerdote había ocultado. Sin embargo,
Dacia no estaba dispuesta a pasar de un cautive-
rio a otro y una vez fuera de la guarida, escapó
de Sopdet.
MacKenzie nunca creyó que un pequeño
error de cálculo lo llevaría al abismo. Los hom-
bres murieron lentamente, padeciendo agonías
terribles mientras él no perdía de vista el aspec-
to que tomaban y cómo se iban transformando
en restos cetrinos. Se felicitó por los resultados,
exultante ante el poder que ostentaba. Satisfecho

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por su acierto soltó una fuerte carcajada por pri-
mera vez en su existencia, y en el colmo del
júbilo recordó una doctrina donde se afirma que
el útero es el Santo Grial. En aquel momento se
le ocurrió implantarle a Dacia las dos sustan-
cias al mismo tiempo, aunque supuso que ella
sucumbiría en el acto, se dirigió hasta la cel-
da donde permanecía amordazada y sujeta con
gruesas cadenas.
La mirada llena de horror de la muchacha le
recordó al sacerdote el tiempo en que los huma-
nos los miraban con los ojos desorbitados por el
terror. MacKenzie realizó su tarea sin inmutar-
se, igual que había ocurrido con los hombres, la
chica emitió un quejido ronco y perdió el cono-
cimiento. La observó unos minutos, pero no vio
nada nuevo que le llamara la atención, lo más
importante ya lo había logrado. Le dirigió una
mirada despectiva y salió de la celda, necesita-
ba un cuerpo fresco para alimentarse, además
no tardaría mucho, quizá un par de horas. Cuan-
do regresó fue directo a estudiar el cadáver de
Dacia, pero la celda estaba vacía. El sacerdote
quedó aturdido por un momento, no se expli-
caba qué había ocurrido, él mismo vio el tono
ambarino esparciéndose por la piel, la rugosi-
dad característica que sigue a la deshidratación,
los síntomas de siempre. ¿Cómo había escapa-
do? Reaccionó con furia y en vano comenzó a

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buscarla por todo el lugar. Tembló de miedo y
de rabia al percatarse de su estupidez, por al-
guna circunstancia imprevista la mujer había
sobrevivido, ahora ella era portadora de la in-
mortalidad y también de la muerte eterna. Tenía
que encontrarla…
Rumió su indignación durante horas, luego,
lleno de insolencia decidió enfrentar a Sopdet.
Estaba seguro de su intromisión, y dedujo que
él se había apoderado de Dacia, así irrumpió en
la casona y desafió a quien fuera su padre iniciá-
tico. La respuesta de Sopdet no se hizo esperar
y arremetió contra el sacerdote, que se defendió
con la potencia que otorga la inmortalidad. Nin-
guno esperaba la llegada del ser que irrumpió
en la escena y salvó a Sopdet cuando arrancó de
un tajo el corazón de Mackenzie, sin imaginar
que con el ímpetu también había arrastrado el
timo, el lugar donde residía la mayor parte de
sus almas. Sin embargo, el sacerdote no murió,
porque contenía algunas que habitaban en sus
huesos, pero estaban exiliadas en el reino de las
sombras.
Fue difícil recuperarse, pero cuando lo hizo
juntó todas sus fuerzas y recurrió a un antiguo
sortilegio para conjurar a Dacia. La invocó du-
rante las noches infinitas de su nueva existencia
confinada a la oscuridad. En cada conjuro mur-
muraba historias que fueron tomando cuerpo en

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la psique de Dacia, hasta que ella acudió como
una sonámbula. El sacerdote Mackenzie no po-
seía la fuerza para prever las consecuencias, no
era capaz de pensar que Napir y Sopdet también
estaban detrás de ella y podían seguirla, o qui-
zá alguna fuerza sobrenatural la protegiera. No
pensó, y cuando la vio en el jardín se abalanzó
sobre ella para recuperar las almas ocultas en
Los Huesos de la Luna. Sin embargo, no encon-
tró la fina membrana que recubría el timo, sino
una corteza invulnerable. Desesperado le sopló
un veneno con la esperanza de atrapar algún
alma que saliera por la boca de la muchacha,
pero no vio la chispa ni el vapor que manifes-
taba al ánima. Por más que trató, sus intentos
fueron infructuosos, sin embargo, no se dio por
vencido. Debía retirarse a sus sombras para re-
cuperar fuerzas, pero la dejó desvanecida para
evitar que huyera de nuevo.
En medio de aquel remolino, Arabella supo
que Guillermo estaba allí para ayudarla. Él
fue hasta la casona donde habitaba la sombra
de MacKenzie y le prendió fuego, cuando ella
atravesaba aquellas aguas oscuras bajo la fuen-
te. Guillermo Caffoneli le había dicho la ver-
dad, él no era Glen Forbes… ese hombre al que
ella creía buscar ahora se encontraba recostado
en un viejo ciprés. Arabella contuvo la respira-
ción, y supo que él estaba dispuesto a sacarle

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el secreto de MacKenzie, la fórmula mágica
encubierta en su código genético. Glen Forbes
la observó con la mirada profunda del vampiro
curtido en la noche, de sus ojos salía un som-
brío fulgor.
—Al fin te encuentro, Arabella… —la voz de
él rompió el silencio de la noche brumosa. Era
una voz de suaves modulaciones, seductora.
Ella lo miró, asombrada. Estaban frente a
frente, separados por escasos metros. El viento
glacial golpeaba las ventanas que se estreme-
cían en sus goznes, mientras un susurro ininte-
rrumpido hablaba de traiciones y largas espe-
ras. Glen permanecía inmutable, con sus ojos
oscuros penetrando la mirada de Arabella. Ella
percibió que él intentaba hipnotizarla, y tuvo la
certeza de que la batalla había comenzado, y
quizá era la última que libraría.
—Creí que Glen Forbes era un profesor farsan-
te —dijo ella para ganar tiempo—. Creí que lo
buscaba para que me devolviera los recuerdos
que me robó, pero ni siquiera me recuerda, o
eso dice.
Napir esbozó una sonrisa enigmática.
—Lo rastreaste hasta que diste con él, igual que
yo cuando lo perseguí hace tanto tiempo… Po-
bre Sopdet, qué mala suerte tiene con la perse-
cuciones, supongo que las odia.

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—Entonces, sin saberlo, te buscaba a ti —bal-
buceó Arabella.
—No me buscabas, en realidad. Imaginaste que
lo hacías cuando solo estabas atendiendo mis
llamados. Los interpretaste como necesidad de
recuperar algo que, ciertamente, podías encon-
trar en cualquier lado si no te hubieses empeci-
nado en una sola idea. La memoria está en todas
partes, Arabella, como el tiempo. ¿Aún no sabes
que el alma es principio de vida que contiene la
memoria del mundo? Supongo que no —se res-
pondió a sí mismo—. Sopdet tampoco lo sabe,
por eso afirma que no te recuerda, está aferrado
a esa idea y aún no se ha percatado de que es a
ti a quien ha estado aguardando durante siglos,
y no a mí como cree.
—No tiene memoria, se la borraron como a mí.
—Cierto. MacKenzie le quitó tu olor, tu histo-
ria, todo lo que te podía unir a él o a cualquier
otro ser de nuestra especie. Sin embargo, en las
nieblas de su mundo interior tú existes, estás
allí con toda tu historia intacta, como el primer
día que se conocieron.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Tienes algo que me pertenece, lo sabes…
Vine a buscarlo.
Arabella sabía qué buscaba Napir, en un
instante toda su historia se le presentó con la
fuerza del pasado, de la sangre, de las pasiones

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irrenunciables. Al fin vio cómo su propia histo-
ria la encerraba en el anillo mágico de la noche
sin fin.
—¿Estás seguro de lo que dices? Creo que estás
equivocado, no tengo nada tuyo —afirmó tajan-
te, mientras retrocedía unos pasos.
Napir la miró desconfiado y avanzó hacia
ella, dispuesto a impedir cualquier tipo de juga-
rreta. Arabella adivinó sus intenciones y saltó
hacia el extremo donde se encontraba la fuente,
pero Napir velozmente se abalanzó sobre ella
sujetándola con un abrazo. Ambos rodaron por
el suelo, ella tratando de liberarse y él intentan-
do inmovilizarla. Arabella calculó la siguiente
jugada de Napir, ladeó el cuello hacia la dere-
cha y lo mordió fuerte en el hombro. Ese mo-
vimiento ofrecía el lado izquierdo del cuello de
Arabella, y Napir no vaciló en perforarlo con su
aguijón. Sabía que ella no iba a morir por eso,
solo deseaba dominarla hasta que le revelara el
secreto que él había buscado durante siglos. No
obstante, al probar aquella sangre envenenada
con las cualidades mágicas de la gorgonas in-
mortales, sintió que perdía su fuerza y su cuer-
po se iba adormeciendo hasta que sus miembros
se entumecieron.
Arabella lo empujó y Napir cayó de es-
paldas, con la mirada extraviada en el cielo,
jadeando, luchando impotente contra la asfixia
que se apoderaba de todo su ser.

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—¿Qué me hiciste, maldita? —preguntó con la
voz casi extinguida.
—Te di lo que buscabas —respondió Arabella.
Ella se incorporó y vio cómo el cuerpo de su
enemigo iba tomando el aspecto de una momia
esmeraldina, como esos cadáveres que algunas
veces han encontrado y luego se afirma que per-
tenecen a extraterrestres o a santones incorrup-
tibles. Pensó que debía enterrar aquel cuerpo y
sintió fastidio, pero estaba acostumbrada, jamás
dejaba pruebas de su paso. Le arrancó el cora-
zón y las entrañas de un solo tajo, y las lanzó en
la fuente que se las tragó de inmediato con su
oscuridad sempiterna.
Un sonido casi imperceptible la hizo otear
en la densa bruma que rodeaba la casona, como
un círculo protector. Entonces vio a Guillermo
Caffoneli escurriéndose en medio de las som-
bras, huyendo hacia el final de la madrugada. Al
verlo, Arabella supo que él había presenciado
el encuentro con Napir y ahora recordaba toda
su historia. Quizá ahora tenía otro enemigo, o
tal vez había ganado un cómplice para compar-
tir la eternidad. Esa reflexión la hizo pensar en
su condición solitaria, porque los vampiros son
huérfanos del tiempo, los huérfanos más solita-
rios del mundo. Solo hay un hogar en la noche,
donde la luz plateada de la luna llena deshilacha
los pecados y los placeres.

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Esta edición de Los huesos de la luna se terminó de im-
primir en agosto del 2013. Caracas, Venezuela. En su
composición se emplearon tipos de la familia Times New
Roman y Wilderness sobre papel bond 24.

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