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DERECHO CIVIL Y COMERCIAL.

OBLIGACIONES
2ª EDICIÓN ACTUALIZADA Y AMPLIADA

DIRECTOR
ALEJANDRO BORDA
AUTORES
ALEJANDRO BORDA
CARLOS ALBERTO FOSSACECA (H)
FERNANDO ALFREDO UBIRÍA
ENRIQUE C. MÜLLER
CRISTIAN WERLEN

Derecho Civil y Comercial: obligaciones: 2da. edición actualizada


y ampliada / Alejandro Borda... [et al.]; dirigido por Alejandro Borda.- 2a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires:La
Ley, 2019.
Libro digital, Book "app" for Android
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-03-3872-7
1. Derecho Civil. 2. Obligaciones. I. Borda, Alejandro, dir.
CDD 346

© Alejandro Borda (Dir.) 2020


© de esta edición, La Ley S.A.E. e I., 2020
Tucumán 1471 (C1050AAC) Buenos Aires
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

Todos los derechos reservados


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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
HE CONTADO EN OTRA OPORTUNIDAD, AL PROLOGAR DERECHO CIVIL. CONTRATOS, QUE LA SANCIÓN
DEL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL NOS PLANTEÓ UNA INQUIETUD A MI HERMANO GUILLERMO Y A MÍ:
¿ERA POSIBLE ACTUALIZAR LA OBRA DE NUESTRO PADRE?
CIERTO ES QUE, DESDE HACE MÁS DE UNA DÉCADA, JUNTO CON NUESTRA HERMANA DELFINA,
VENÍAMOS HACIÉNDOLO, INCORPORANDO LAS MODIFICACIONES LEGISLATIVAS Y LAS NUEVAS LÍNEAS
DE PENSAMIENTO QUE SURGÍAN DE LA JURISPRUDENCIA Y LA DOCTRINA, PROCURANDO SIEMPRE NO
TERGIVERSAR SU PENSAMIENTO.
PERO LA SITUACIÓN ACTUAL ES DIFERENTE. NO SE TRATA DE CAMBIOS LEGISLATIVOS PARCIALES O
EVOLUCIONES PAUSADAS DEL PENSAMIENTO JURÍDICO. AHORA ESTAMOS ANTE UN CAMBIO
SUSTANCIAL. BASTA PENSAR —PARA TENER UNA IDEA DE ELLO— EN LAS MODIFICACIONES
TRASCENDENTES QUE SE HAN HECHO EN EL DERECHO DE FAMILIA, LA UNIFICACIÓN DE LAS
OBLIGACIONES CIVILES Y COMERCIALES, LA INCORPORACIÓN DE LOS CONTRATOS COMERCIALES, LOS
NUEVOS DERECHOS REALES Y LAS INNOVACIONES INTRODUCIDAS EN EL DERECHO SUCESORIO. Y ESTOS
CAMBIOS NO HAN SIDO LOS ÚNICOS: EL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL, ADEMÁS, HA VARIADO LA
METODOLOGÍA QUE GUIABA EL CÓDIGO DE VÉLEZ.
ESTA SITUACIÓN NOS CONVENCIÓ DE QUE ERA INVIABLE ACTUALIZAR EL MONUMENTAL TRATADO DE
DERECHO CIVIL. POR UN LADO, LOS CAMBIOS INTRODUCIDOS SON TANTOS QUE HABRÍA QUE DEJAR
MUCHAS PÁGINAS COMO RECUERDOS HISTÓRICOS E INTRODUCIR OTRAS NUEVAS CON EL
PENSAMIENTO PURO DEL ACTUALIZADOR, AMÉN DE UN PERMANENTE USO DE NOTAS QUE SÓLO
DIFICULTARÍA LA LECTURA. POR OTRO LADO, EL CAMBIO METODOLÓGICO DEL NUEVO CÓDIGO
TAMBIÉN OBLIGA A CAMBIAR DE LUGAR CIERTAS FIGURAS (UN EJEMPLO, ENTRE TANTOS, LA
TRANSACCIÓN, TRADICIONALMENTE ESTUDIADA EN LAS OBLIGACIONES Y QUE AHORA SE INCORPORA
COMO CONTRATO).
EL TRATADO TIENE QUE QUEDAR COMO ESTÁ. ÉSE ES EL PENSAMIENTO DE NUESTRO PADRE, QUE NO
SÓLO SEGUIRÁ SIENDO CONSULTA OBLIGADA, SINO QUE —ADEMÁS— NO DUDAMOS, SEGUIRÁ
ILUMINANDO MUCHAS DECISIONES JUDICIALES, COMO YA ES COMPROBABLE.
SIN EMBARGO, TAMBIÉN PENSAMOS QUE EL MÉTODO DE BORDA Y LARGAS PÁGINAS DE SU OBRA TIENEN
EXTRAORDINARIA VIGENCIA. MÁS AÚN, COINCIDO CON ELLAS PLENAMENTE, EXPRESAN LO QUE
PIENSO.
CON ESTA IDEA ENCARÉ LA REDACCIÓN DE ESTE LIBRO REFERIDO A LAS OBLIGACIONES. Y NO LO HICE
SOLO, SINO JUNTO CON CUATRO VALIOSOS PROFESORES QUE COMPARTIERON ESTAS PREMISAS (LA
METODOLÓGICA Y EL APROVECHAMIENTO DE LOS TEXTOS VALIOSOS DE MI PADRE), QUIENES —
ADEMÁS— CON GRAN HUMILDAD ACEPTARON TODAS LAS MODIFICACIONES QUE LES PROPUSE A SUS
RESPECTIVOS APORTES.
POR ELLO, MI PROFUNDO AGRADECIMIENTO A CARLOS ALBERTO FOSSACECA (H), FERNANDO
ALFREDO UBIRÍA, ENRIQUE C. MÜLLER Y CRISTIAN WERLEN. EL TRABAJO DE ELLOS Y LAS IDEAS QUE
INCORPORARON HAN SIDO FUNDAMENTALES PARA EL RESULTADO DE ESTA OBRA.
PROCURAMOS HACER UN LIBRO QUE, RESPETANDO EN GRAN MEDIDA EL MÉTODO DE BORDA, TUVIERA
EN CUENTA EL SISTEMA DEL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL. ASÍ, POR EJEMPLO, SE ELIMINÓ EL CAPÍTULO
REFERIDO A LAS MODALIDADES DE LAS OBLIGACIONES, QUE EL CÓDIGO HA TRATADO COMO
MODALIDADES DE LOS ACTOS JURÍDICOS, Y POR TANTO MATERIA PROPIA DE LA PARTE GENERAL. OTRO
EJEMPLO ES LA CONFORMACIÓN DE UN CAPÍTULO REFERIDO A OTRAS FUENTES DE LA
RESPONSABILIDAD, DE ACUERDO CON EL SISTEMA LEGAL, LO QUE ERA TRATADO POR MI PADRE DENTRO
DE LAS RESPONSABILIDADES ESPECIALES. POR OTRA PARTE, COMO UNO DE LOS OBJETIVOS PRIORITARIOS
QUE TUVIMOS FUE EL DE HACER UN LIBRO FÁCILMENTE ACCESIBLE A LOS ALUMNOS, EVITAMOS LAS
NOTAS AL PIE DE PÁGINA; SÓLO CONSIGNAMOS AQUELLAS QUE NOS PARECIERON IMPORTANTES Y
DENTRO DEL PROPIO TEXTO.
NO PUEDO TERMINAR ESTAS LÍNEAS SIN DEJAR DE AGRADECER ESPECIALMENTE A MI PADRE, EN
MUCHOS ASPECTOS AUTOR PRINCIPAL DE ESTE LIBRO. UNA VEZ MÁS SU OBRA ME HA PERMITIDO
MANTENER ESE FECUNDO DIÁLOGO QUE SU MUERTE NO HA PODIDO INTERRUMPIR. SU PENSAMIENTO,
SU BÚSQUEDA DE LA JUSTICIA QUE SE REFLEJA EN SUS ESCRITOS, SIGUE ILUMINANDO MI VIDA. SU
ESPÍRITU MOTIVADOR CONTINÚA IMPULSÁNDOME.
ALEJANDRO BORDA
BUENOS AIRES, DICIEMBRE DE 2016
ÍNDICE

Capítulo I - Teoría general de las obligaciones

§ 1.— Conceptos generales


§ 3.— Elementos de la obligación

C.— La causa
§ 5.— Transmisión de las obligaciones

C.— Transmisión contractual de las obligaciones


§ 7.— Rendición de cuentas
Capítulo II - Efectos de las obligaciones
§ 1.— Efectos normales (cumplimiento de la prestación)

D.— Fundamento de la responsabilidad contractual


Capítulo III - Derechos del acreedor sobre el patrimonio del deudor (efectos auxiliares de las obligaciones)
IV. Acción revocatoria o pauliana

§ 1.— Condiciones para su procedencia


Capítulo IV - Clasificación de las obligaciones
III. De las obligaciones en cuanto a su objeto

§ 5.— Obligaciones de dar sumas de dinero


IV. De las obligaciones en cuanto al sujeto

Inicio de: IV. De las obligaciones en cuanto al sujeto


V. Obligaciones de medios y resultados
Capítulo V - Extinción de las obligaciones

Inicio de: Capítulo V - Extinción de las obligaciones


§ 1.— Pago

B.— Sujetos del pago


H.— Mora

N.— Pago por consignación


Capítulo VI - Prescripción liberatoria y caducidad
I. Prescripción
§ 2.— Suspensión, interrupción y dispensa del término de la prescripción

B.— Interrupción
Capítulo VIII - Responsabilidad directa e indirecta
§ 2.— Responsabilidad indirecta

A.— Responsabilidad por el hecho de tercero


B.— La responsabilidad derivada de la intervención de cosas y de ciertas actividades
Capítulo IX - Responsabilidades especiales

§ 2.— Responsabilidad por accidentes en ocasión del transporte


§ 3.— Responsabilidad de los profesionales liberales

§ 6.— Responsabilidad de los funcionarios públicos


§ 8.— Responsabilidad de los establecimientos educativos

§ 9.— Responsabilidad por daños en las relaciones de consumo


§ 10.— Responsabilidad por accidentes de trabajo

§ 11.— Responsabilidad por daños al ambiente


§ 13.— La responsabilidad de los hoteleros y establecimientos análogos
Capítulo X - Acciones en el marco de la función resarcitoria de la responsabilidad civil y cuestiones de derecho internacional privado

§ 3.— Normas de Derecho Internacional Privado


Capítulo XI - Otras fuentes de responsabilidad

IV. Abuso del derecho


Capítulo XII - Privilegios
§ 2.— Los privilegios en el Código Civil y Comercial

C.— Extensión de los privilegios


§ 3.— Los privilegios en la Ley de Concursos
CAPÍTULO I - TEORÍA GENERAL DE LAS OBLIGACIONES

§ 1. — CONCEPTOS GENERALES

1. Origen y evolución histórica de las obligaciones

La teoría de las obligaciones tuvo su origen y logró la plenitud de su desarrollo en Roma.

Originariamente no se distinguía entre la responsabilidad penal y la civil. Tanto el ladrón como el que había pedido
prestada una suma de dinero estaban obligados con su propia persona y reducidos a la condición servil; el deudor
comprometía su propio cuerpo y éste, de acuerdo a la opinión de los autores, era el objeto de la obligación. El acreedor
podía apoderarse de él y aun venderlo como esclavo. Esta solución tan dura, fue atenuándose con el transcurso del
tiempo. La ley Paetelia Papiria marcó una etapa fundamental de esta evolución; a partir de ella, la obligación recae
sobre el patrimonio y no sobre la persona del deudor; pero todavía el acreedor cuyo crédito no era satisfecho
conservaba la facultad de tomarlo y exigirle sus servicios, hasta que el precio de éstos compensara la deuda.

Finalmente, la obligación derivó hacia una responsabilidad puramente patrimonial. Es verdad que se mantuvo y se
mantendrá hasta la época contemporánea la prisión por deudas; pero ésta era una especie de sanción penal, aplicada
por el Estado al deudor irresponsable. Sin embargo, ya no caía éste bajo el poder o manus del acreedor.

En el terreno delictual, la responsabilidad también era referida primitivamente al cuerpo del culpable. La ley de las
XII Tablas acoge la ley del Talión; ojo por ojo, diente por diente. Es decir, el delincuente era pasible de una venganza
por parte de la víctima. Luego se autorizó la composición convencional: si la víctima lo quería, el delincuente quedaba
exento de la obligación de someterse a la venganza personal, pagando una suma de dinero. Más tarde la composición fue
legal, vale decir, impuesta por el Estado. Hacia fines de la República, la idea de obligatio, similar a la que emerge de un
contrato, se había extendido ya a la responsabilidad emergente de un delito.

En la época clásica (Imperio), la teoría de las obligaciones alcanzó su pleno desarrollo. Tan admirable fue la labor de
los jurisconsultos romanos en esta materia, que la ciencia jurídica de los siglos posteriores poco agregó a lo que ellos
hicieron. Recién en la segunda parte del siglo XX se han producido importantes renovaciones que obedecen a los
cambios económicos y tecnológicos de la época.

2. Definición, diversas acepciones

Según la clásica definición de Justiniano, la obligación es el vínculo jurídico que nos apremia o constriñe a pagar a otro
alguna cosa. Con mayor rigor científico, podemos decir que es el vínculo establecido entre dos personas (o grupo de
personas), por el cual una de ellas puede exigir de la otra la entrega de una cosa, o el cumplimiento de un servicio o de una
abstención.

Toda obligación presenta, por tanto, un aspecto activo: un poder o facultad de exigir algo determinado; y uno pasivo:
un deber de dar, hacer o no hacer algo determinado. No se trata de conceptos distintos sino de aspectos diferentes de
un concepto unitario, que es la obligación. Son el anverso y reverso de una misma medalla, pues no se puede concebir un
crédito sin deuda y viceversa.

En el lenguaje común —aunque impropiamente desde el punto de vista de la técnica jurídica— se llama también
obligación al objeto o prestación debida, en otras palabras, a la deuda.
En el derecho comercial se llama obligaciones (con el aditamento "negociables") a los títulos emitidos por las
sociedades por acciones, cooperativas y asociaciones civiles para documentar deudas contraídas a fin de aportar
capitales a la entidad (ley 23.576, ref. por ley 23.962).

3. Concepto brindado por el Código Civil y Comercial

El legislador ha estimado prudente plasmar una definición acerca de la obligación. El art. 724 regla que es una relación
jurídica en virtud de la cual el acreedor tiene el derecho de exigir del deudor una prestación destinada a satisfacer un interés lícito y,
ante el incumplimiento, a obtener forzadamente la satisfacción de dicho interés.

Se ha intentado que aglutine tanto los elementos esenciales como los efectos que implica, sin lograrlo de manera
acabada.

Sin perjuicio de desarrollarlo en el transcurso de esta obra, inicialmente se puede indicar:

a) Relación jurídica: apunta a la naturaleza del instituto.

b) Acreedor: es el sujeto activo, quien posee la facultad de requerir el cumplimiento de la obligación a fin de satisfacer
su interés.

c) Deudor: sujeto pasivo; a su cargo se encuentra el cumplimiento de la prestación.

d) Objeto: Aunque no se encuentra mencionado, consiste en la conducta que debe llevar a cabo el deudor (de dar,
hacer o no hacer) para satisfacer el interés del acreedor; recibe, también el nombre de contenido de la prestación.

e) Finalidad: la razón esencial por la cual se ha constituido la obligación.

f) Vínculo: la posibilidad de exigir compulsivamente el cumplimiento de la prestación.

En la parte final del citado artículo se hace referencia a los efectos principales de la obligación (tiene el derecho de exigir
del deudor una prestación destinada a satisfacer un interés licito y, ante el incumplimiento a obtener forzadamente la satisfacción de
dicho interés). Sin embargo, no se menciona a la indemnización, que es un efecto anormal de la obligación para el
acreedor.

4. Distinción entre deuda y responsabilidad

El análisis del aspecto pasivo de la obligación, ha permitido a la doctrina alemana formular un distingo
entre deuda y responsabilidad, que son dos momentos sucesivos en la situación del deudor. El primero es el puro débito, el
deber de cumplimiento, que nace junto con la obligación. El segundo es la responsabilidad, que sobreviene después del
incumplimiento de la obligación. Cuando ha ocurrido el incumplimiento, el acreedor puede ejecutar los bienes del
deudor para hacer efectiva esa responsabilidad, pues éste responde con su patrimonio del pago de sus deudas.

Ordinariamente, dice LARENZ, la responsabilidad sigue a la deuda como la sombra al cuerpo; pero hay una hipótesis
excepcional de deuda sin responsabilidad; tal es el caso de obligaciones naturales (cuya subsistencia en el Código Civil y
Comercial se discute, como se verá más adelante); la deuda existe, pero el acreedor no puede exigir su pago. Hay
también deudas con responsabilidad limitada: el deudor no responde ya con todo su patrimonio, sino con una parte de él;
tal es, por ejemplo, la situación del heredero que responde con los bienes hereditarios recibidos por las deudas
contraídas por el causante (art. 2317). Por último, se citan algunos casos de responsabilidad sin deudas; tal sería el caso del
fiador, que responde por las deudas del afianzado (art. 1574) o del propietario no deudor (art. 2199), ya sea un tercero
que constituye la garantía, ya sea alguien que adquiere el bien gravado; o del principal que responde por la culpa de su
dependiente (art. 1753). Empero, creemos que en ninguno de estos casos puede decirse que no haya deuda. Es verdad
que en todos ellos el deudor principal es un tercero; pero también es deudor el fiador, el propietario no deudor o el
principal. Es una deuda voluntaria o legalmente asumida y no porque tenga carácter subsidiario deja de serlo.

En suma, creemos que puede concebirse deuda sin responsabilidad pero no responsabilidad sin deuda.

5. Naturaleza y caracteres

Las obligaciones son derechos personales de índole patrimonial. Es decir, se establecen de persona a persona y tienen un
contenido económico. Para precisar mejor el concepto, y destacar los caracteres, conviene trazar la distinción y paralelo
con los derechos reales.

6. Distinción con los derechos reales

Hemos dicho ya que el derecho personal u obligación es una vinculación jurídica que une a dos personas; en virtud de
la cual el deudor debe satisfacer al acreedor la prestación debida. Derecho real, en cambio, es un poder o facultad que se
tiene sobre una cosa; el típico es el dominio, que importa un poder de señorío, de goce y disposición de la cosa; los
restantes derechos reales no son en el fondo, sino desmembraciones de ese derecho de dominio.

De esta diferencia conceptual, se siguen las siguientes:

a) En los derechos reales no hay sino dos elementos: el titular del derecho y la cosa sobre la cual se ejerce
(excepcionalmente, el derecho cuando la ley lo disponga de manera expresa); en los personales, en cambio, hay tres: el
sujeto activo o acreedor, el sujeto pasivo o deudor y lo debido o prestación, cuya satisfacción se alcanza a través del
cumplimiento de una obligación de dar (si, por ejemplo, se debe una suma de dinero), de hacer (v.gr., el contrato de
trabajo) o de no hacer (como es la obligación del locador de abstenerse de todo acto que importe perturbar al inquilino
en el goce de la cosa locada).

b) Los derechos reales se llaman absolutos en el sentido de que se tienen erga omnes, contra cualquiera que pretenda
perturbar al titular en el goce de la cosa; dan origen a acciones reales, cuyo objeto es mantener el derecho y que se ejercen
tantas veces como sea necesario para defenderlo. Los personales son relativos, pues se tienen contra personas
determinadas, que son el o los deudores; por eso, las acciones personales sólo pueden dirigirse contra ellos y tienden, por
principio, a la extinción del derecho pues una vez cobrado el crédito, cesa la obligación. Por excepción, las acciones
derivadas de los derechos reales de garantía (hipoteca, prenda, etc.) tienden, no al mantenimiento, sino a la extinción
del derecho, puesto que son accesorios de una obligación de carácter personal.

c) El titular de un derecho real goza del jus persequendi o sea la facultad de hacerlo valer contra cualquiera que se halle
en posesión de la cosa (art. 1886); aunque el principio no es absoluto y sufre excepciones: una de ellas sería el caso del
poseedor de buena fe de cosas muebles, no robadas ni perdidas, contra quien no puede ejercerse reivindicación (art.
1895). Los derechos personales, en cambio, no gozan de este privilegio.

d) También es inherente al derecho real el jus preferendi, en virtud del cual le otorga preeminencia sobre todos los
derechos creditorios y, además, determina su rango según su antigüedad (como en la hipoteca) (art. 1886). El derecho
personal, al menos en principio, supone una completa igualdad para sus diversos titulares, salvo el caso de privilegios.

e) Los derechos reales sólo pueden ser creados por la ley y, por ello, su número es limitado. El Código Civil y
Comercial de la Nación enumera el dominio, el condominio, la propiedad horizontal, los conjuntos inmobiliarios, el
tiempo compartido, el cementerio privado, la superficie, el usufructo, el uso, la habitación, la servidumbre, la hipoteca,
la anticresis y la prenda (art. 1887). Habría que agregar, los derechos reales del derecho mercantil: la prenda con
registro, el warrant, los debentures. La prohibición bajo sanción de nulidad de que las partes interesadas puedan crear
otros derechos reales que aquellos establecidos en la ley o modificar su estructura (art. 1884, in fine) obedece a la
preocupación del poder público por todo lo atinente al régimen de la propiedad, a la cual ellos se vinculan
estrechamente, y que podría quedar alterada en sus mismos fundamentos si se admitiese la libertad de convenciones; es
éste un problema de capital importancia para el orden económico social. En cambio, los derechos personales son
ilimitados en su número; las partes pueden crear tantos como convenga a sus intereses, a través de los contratos, que
proyectan efectos vinculantes, a los cuales se encuentran obligados (art. 959).

f) Por razones análogas a las explicadas en el apartado anterior, la ley reglamenta, por lo general,
las formalidades requeridas para la transmisión de los derechos reales, que son más rigurosas para el caso de que se trate
de bienes inmuebles (escritura pública, inscripción en el registro, tradición); en cambio, los derechos personales nacen o
se transmiten sin ningún requisito formal.

g) Los derechos reales son susceptibles de adquirirse por usucapión; no así los personales, respecto de los cuales no es
concebible la posesión, la cual, unida al transcurso del tiempo, constituye el fundamento de aquélla.

h) Los derechos reales tienen, en principio, una duración ilimitada, y no se extinguen por el no uso los llamados
derechos reales sobre cosa propia: la prescripción liberatoria no rige respecto de ellos. El derecho de dominio no se
pierde por más que el titular deje de ejercerlo por un número indefinido de años, a menos que otra persona lo adquiera
por prescripción adquisitiva. Pero esta regla no es absoluta; los derechos reales de garantía se extinguen cuando
prescribe la obligación personal de que son accesorios (art. 2186); la superficie (art. 2124), el usufructo (art. 2152, inc. c]),
el uso y la habitación (arts. 2155 y 2159, que remiten al art. 2152, inc. c]) y las servidumbres activas (art. 2182, inc. b]) se
extinguen por el no uso. En cambio, la prescripción liberatoria se opera respecto de todos los derechos creditorios no
ejercidos durante los plazos fijados por la ley.

7. Tentativas de asimilación, concepciones unitarias

La concepción clásica de los derechos reales ha sido impugnada por PLANIOL, MICHAS, ROGUIN y otros. Especial
interés revisten las ideas del primero de los nombrados. Sostiene el ilustre jurista francés que la idea de que los derechos
reales establecen una relación directa entre una persona y una cosa, es falsa, porque una relación de orden jurídico no
puede existir sino entre personas; esto es, afirma, una verdad axiomática y elemental para la ciencia del derecho. Y si se
profundiza el análisis de los derechos reales, se verá que también en ellos hay sujeto activo y sujeto pasivo, entre los
cuales, como en los derechos personales, se establece la relación jurídica. En nuestro caso, los obligados serán todos los
integrantes de la sociedad, que tienen el deber de respetar el derecho real, de abstenerse de todo hecho que lo perturbe;
es, pues, una obligación de no hacer que pesa sobre el resto de la colectividad y que por ello puede llamarse pasivamente
universal. De ahí se desprende que la diferencia entre derechos reales y personales no es esencial, sino que se traduce
solamente en lo siguiente: mientras en estos últimos el sujeto pasivo es determinado, en los primeros es indeterminado
y de número ilimitado.

Esta teoría nos parece más brillante que sólida. En primer término, no vemos por qué razón el derecho objetivo no
puede amparar una relación directamente establecida entre una persona y una cosa. En verdad, creemos que existe aquí
un equívoco respecto de la palabra relación. Es obvio y axiomático, como dice PLANIOL, que el Derecho rige relaciones
entre las personas, puesto que su campo de acción es precisamente la coexistencia humana. Pero ello no se opone de
modo alguno a que proteja ciertos bienes del hombre, teniendo en mira precisamente una posible agresión por parte de
los demás individuos. Y así como hay un derecho al honor, a la vida, etcétera, hay también un derecho sobre los bienes
que sirven para la satisfacción de nuestras necesidades económicas. ¿Qué mal hay en decir, en este caso, que existe una
relación directa entre el titular y la cosa? Y es que, en efecto, hay una vinculación directa entre ambos, puesto que
ninguna otra persona se interpone ni puede legalmente interponerse en el uso y goce de la cosa.

Tampoco satisface la idea de la obligación pasivamente universal como característica de los derechos reales, puesto
que el deber de respetar los derechos que tienen los miembros de una colectividad existe tanto en el caso de los
derechos reales como en el de los personales, y aun en los de carácter extrapatrimonial.

Finalmente, esta concepción supone poner el acento en algo que es completamente secundario en los derechos reales;
porque lo esencial y característico de éstos no es la obligación pasiva que el resto de la sociedad tiene de respetarlos,
sino el poder de goce y disposición que se reconoce al titular sobre la cosa, sin intermediación de terceros.

No es extraño, por tanto, que esta teoría haya tenido una repercusión prácticamente nula en el derecho moderno.

8. Distinción con los derechos de familia

A diferencia de las obligaciones, los derechos de familia no tienen carácter patrimonial. Es verdad que algunas veces
estos derechos tienen consecuencias o repercusiones de índole económica; así, por ejemplo, el deber de asistencia se
traduce en el pago de los alimentos. Pero nada de esto hace a la esencia del deber de familia, que es de naturaleza no
patrimonial; por ejemplo, los deberes respecto del cónyuge: asistencia recíproca, cooperación, convivencia, etcétera (art.
431); respecto de los hijos: cuidado y educación (art. 658), etcétera. En otras palabras: como regla general, los derechos
familiares no presentan contenido patrimonial, salvo excepciones particulares, como las convenciones matrimoniales;
en las obligaciones predomina la apreciación pecuniaria aunque se tutelen intereses extrapatrimoniales.

De esta diferencia esencial, surge esta consecuencia: el incumplimiento de las obligaciones trae aparejada siempre la
indemnización de los daños causados. En los derechos de familia, la sanción es distinta; por ejemplo, la privación de la
responsabilidad parental. Inclusive, puede aparejar sanciones de orden penal, desde que se ha incorporado a nuestro
derecho el delito de incumplimiento de los deberes de asistencia familiar. A veces, la sanción impuesta por el
incumplimiento es de carácter patrimonial: tal ocurre con la pérdida de los derechos hereditarios en el caso de
indignidad (art. 2281). Pero adviértase que aun en este caso hay una diferencia sustancial con la indemnización de los
daños, sanción correspondiente al incumplimiento de una obligación. En el primer caso hay una pena civil, es decir, una
sanción que no tiene relación cuantitativa con el deber incumplido, y no podría tenerla, pues no puede medirse
económicamente la indignidad, que es una idea de orden moral; en el segundo caso, la sanción no está enderezada
a castigar, sino a reparar al acreedor por los daños que le ha ocasionado el incumplimiento: el monto de los daños da la
medida exacta de la indemnización.

9. Tendencias actuales en el derecho de las obligaciones: permanencia formal y transformaciones sustanciales

Como lo dice con razón ALBERTARIO, la teoría de las obligaciones está menos ligada que cualquier otra teoría jurídica
a un ambiente histórico. Mientras en materia de derechos individuales, personas jurídicas, familia y derechos reales, las
transformaciones operadas desde el derecho romano han sido profundas y sustanciales, en lo que atañe a obligaciones
el derecho moderno conserva sustancialmente la teoría elaborada por los grandes jurisconsultos de la época clásica.

Pueden señalarse, es verdad, algunas transformaciones y la incorporación de nuevos principios: así, por ejemplo, se
advierte un mayor intervencionismo del Estado en los contratos entre particulares (aunque, desde luego, Roma no
desconoció ese intervencionismo, bien que no con la extensión actual); la idea de culpa como fundamento de la
responsabilidad extracontractual, ha sido completada y vigorizada con la teoría del riesgo creado y de la actividad
riesgosa o peligrosa por su naturaleza; se recepta el deber de evitar que se produzca un daño o de disminuir su
magnitud (morigeración); la lesión, admitida en Roma, se aplica hoy en casi todo el mundo sobre la base de principios
más amplios y generales; los derechos subjetivos han dejado de ser una potestad absoluta e incausada, y hoy se los
concibe como una facultad enderezada hacia un fin lícito y de la cual no se puede abusar; el principio del abuso del
derecho, ignorado en Roma, hoy tiene vigencia universal; por último pueden señalarse como novedades dentro de esta
parte del derecho, la teoría de la imprevisión, la declaración unilateral como fuente de las obligaciones, el surgimiento
de los contratos de consumo como categoría especial de regulación, etcétera.

Hemos aludido entre las tendencias modernas, a la del intervencionismo del Estado en los contratos, cuya
justificación general es la necesidad de proteger a los débiles, es decir, a los que en una relación contractual libre se
encontrarían en una situación de inferioridad. Aunque de carácter general y encaminada en todas partes a satisfacer los
intereses de las grandes masas, es desde luego más acentuada en los países totalitarios, en los que forma parte del
engranaje de la "economía dirigida", puesta al servicio no sólo del bienestar popular, sino también del poderío
económico y militar y de fines imperialistas. También, en los regímenes capitalistas, se observa la instauración de una
nueva modalidad de contratación: los contratos de consumo, en donde se tiende a tutelar al consumidor y fijar reglas
precisas y claras en pos de esa defensa.

10. Tendencia a la unificación internacional

Por la misma razón señalada por ALBERTARIO, de que la teoría de las obligaciones está menos ligada que cualquier
otra teoría jurídica a un ambiente histórico, es dable observar una extraordinaria similitud en la legislación comparada,
en lo que atañe a su régimen jurídico. Es éste, por tanto, un campo propicio para la unificación de las legislaciones. Hay
que reconocer, empero, que pese al esfuerzo de los juristas y a las mínimas diferencias que sería necesario zanjar, los
resultados hasta ahora son pobres.

El esfuerzo más notable en este sentido es quizás el Proyecto de Código de las Obligaciones francoitaliano que,
aprobado en 1927 por la Comisión de juristas encargada de su redacción, no tuvo después sanción legislativa, si bien el
Código Civil italiano de 1942 lo adoptó con muy ligeras modificaciones. Más modesta en sus alcances, pero de
resultados más positivos, ha sido la unificación llevada a la realidad, de las legislaciones de Suecia, Noruega y
Dinamarca, sobre letras de cambio, derecho marítimo, cheques y agentes de comercio.

En América la unificación del derecho privado ha sido incluido en el Programa de Unión Panamericana; propósito
luego reiterado en sucesivas conferencias internacionales. En la 8ª Conferencia, reunida en Lima en 1938, se creó una
comisión permanente de juristas encargada de la unificación del derecho privado y se asignó a la Universidad de San
Marcos el papel de organismo centralizador de los trabajos.

Iguales anhelos se han exteriorizado en las conferencias interamericanas de abogados.

Cabe mencionar el importante aporte prestado a la tarea de unificación por el Instituto de Derecho Comparado de
Lyon, fundado en 1921 por LAMBERT; el Instituto de la Universidad de París, creado por CAPITANT y LEVY ULLMAN; el
Instituto de Estudios Legislativos de Roma; el Instituto Hispano-Portugués-Americano, de Madrid, etcétera.

11. Tendencia hacia la unificación interna. Objetivo logrado

Desde que el derecho comercial se desprendió del civil, ambas legislaciones mantuvieron su régimen autónomo en
materia de obligaciones y contratos. Pero desde mediados del siglo pasado se vino poniendo en tela de juicio esta
separación; una poderosa corriente doctrinaria sostuvo que no hay ninguna causa fundamental para no establecer un
régimen único, pues no existe diferencia sustancial, en esta materia, entre la legislación civil y comercial. La ley de
unificación de la legislación civil y laboral (vetada por el Poder Ejecutivo) de 1991 y los proyectos del Poder Ejecutivo
de 1993 y de la Cámara de Diputados del mismo año y el proyecto del Poder Ejecutivo Nacional de 1998, responden
todos a este criterio.

Finalmente, a través de la sanción de la ley 26.994, se aprobó el Código Civil y Comercial de la Nación que ha
concretado la unificación en materia civil y comercial.

§ 2. — EL MÉTODO

12. Ubicación de las obligaciones en el derecho civil

El problema de la ubicación de las obligaciones dentro del derecho civil (o sea, la llamada "metodología externa" de
las obligaciones), no tiene en verdad mayor importancia, porque los problemas esenciales del Derecho no son los de
método, sino los de concepto. Pero no puede desconocerse el interés que presenta la cuestión, sobre todo en materia de
enseñanza y conocimiento.

En las Institutas, las obligaciones están ubicadas al final, en el 3º y 4º Libros, luego de las personas, la familia, las
cosas, el derecho de propiedad y las sucesiones. No mucho mejor es el método del Código Napoleón, que trata en el
libro tercero "De los diferentes medios de adquirir el dominio", y en el que se incluyen las sucesiones y las obligaciones
y contratos. El Código de Chile trató las obligaciones en el 4º y último libro, siguiendo así la idea de las Institutas y del
Código Napoleón, pero perfeccionando el método, pues reservó este libro para las obligaciones y contratos,
separándolos de las sucesiones.

El Código alemán de 1900 presenta la gran innovación de un primer libro dedicado a la Parte General; en los libros
siguientes trata de las obligaciones y contratos, derechos reales, familia y sucesiones. El Código italiano trata nuestra
materia en el Libro 4º después de las personas, la familia, sucesiones y derechos reales. Suiza ha legislado sobre
obligaciones en Código por separado.

El Código Civil de cuño velezano trató esta materia en el libro segundo, después de personas y familia (libro primero)
y antes de los derechos reales (libro tercero) y de sucesiones, privilegios y prescripción (libro cuarto). El Codificador se
inspiró en FREITAS y su método importó un gran avance respecto de los antecedentes, particularmente el Código
Napoleón.

El Código Civil y Comercial de la Nación disciplina la materia de las obligaciones en el Libro Tercero. Le antecede un
Título Preliminar y los libros sobre Parte General (Libro Primero) y derecho de familia (Libro Segundo). Posteriormente
se regla los derechos reales (Libro Cuarto), sucesiones (Libro Quinto), prescripción, especialmente la modalidad
liberatoria, privilegios, derecho de retención y normas de derecho internacional privado (Libro Sexto). Es digno de
señalar que los contratos han sido tratados como la fuente principal de las obligaciones.

En nuestra enseñanza se ha seguido el método del Código Civil alemán.


13. Metodología "interna"

Más importante que la ubicación dentro del derecho civil es el ordenamiento interno de la materia de las obligaciones.
La gran novedad operada en el derecho moderno fue legislar sobre una teoría general de las obligaciones, consideradas
en sí mismas y con independencia de sus fuentes. Veamos los antecedentes históricos.

Las Institutas tratan de las cuatro fuentes que originan las obligaciones (contrato, cuasi contrato, delito y cuasi delito) y
luego sobre cada uno de los contratos (Libro 3º); finalmente, legislan sobre las obligaciones que nacen de los delitos y
cuasidelitos.

DOMAT trata en el Libro 1º de su obra sobre "Las leyes civiles en su orden natural" de las obligaciones voluntarias y en
el Libro 2º de las obligaciones que se forman sin convención (delitos y cuasi delitos).

El Código Napoleón, no obstante antecedente tan importante, no trató independientemente la teoría general de las
obligaciones.

Los romanistas modernos (THIBAUT, ZACHARIAE, SAVIGNY, PUCHTA, WINSCHEID) adoptan y perfeccionan la idea
de POTHIER, sistematizando la teoría general de las obligaciones, con independencia de sus fuentes. Este método fue
luego seguido por el Código de Chile y por FREITAS, de quienes lo tomó VÉLEZ; hoy es seguido por todos los códigos
modernos.

El Código Civil velezano trató de la teoría general de las obligaciones en la Sección 1ª, Libro 2; la Sección 2ª del mismo
libro legisló sobre "Los hechos y actos jurídicos que producen la adquisición, modificación, transferencia o extinción de
los derechos y obligaciones", y la Sección 3ª resultó dedicada a los contratos.

Dijimos ya que el gran acierto de VÉLEZ fue sistematizar la teoría general de las obligaciones; pero su método no está
exento de críticas: a) En primer término, trató de los hechos y actos jurídicos a continuación de las obligaciones en
general y antes de los contratos, cuando en realidad es una materia con la que debió formarse una Parte General o, por
lo menos, legislarla antes que las obligaciones, dada su naturaleza más amplia y comprensiva de éstas. b) Trató de la
condición, el plazo y el cargo junto con las obligaciones, cuando en realidad son modalidades de los actos jurídicos en
general. c) Lo mismo puede decirse de la renuncia, que debió tratarse junto con los actos jurídicos.

Tales incongruencias han sido resueltas satisfactoriamente en el Código Civil y Comercial: a) Se ha regulado la
materia de los actos jurídicos dentro de la Parte General (Título IV, Libro Primero) mientras que se ha reservado el
Libro Tercero para el campo de las obligaciones y sus fuentes, entre las cuales se destaca el contrato; b) se ha
disciplinado adecuadamente a la condición, plazo y cargo como modalidad de los actos jurídicos (Capítulo 7, Título IV,
Libro Primero); c) la renuncia juntamente con la remisión han sido tratados como modos de extinción de las
obligaciones (Sección 5ª, Capítulo 5, Título I, Libro Tercero).
§ 3. — ELEMENTOS DE LA OBLIGACIÓN

14. Enumeración

Los elementos de la obligación son el sujeto activo o acreedor, el sujeto pasivo o deudor, el objeto y la causa. Nos
ocuparemos también acerca de si la posibilidad de compulsión constituye un elemento.

A. — SUJETOS ACTIVO Y PASIVO

15. Los sujetos

Toda obligación tiene un sujeto activo o acreedor y uno pasivo o deudor. Pueden ser sujetos únicos o múltiples; la
pluralidad de acreedores o deudores crea complejos problemas que se estudiarán en su momento.

Ordinariamente se piensa en las obligaciones como relaciones en las que cada uno de los sujetos oficia exclusivamente
como acreedor o como deudor, este esquema es frecuentemente inexacto, sobre todo en el terreno de los contratos, en
los que las partes son simultáneamente acreedores y deudores recíprocos; así, por ejemplo, en la compraventa, el
comprador debe el precio y el vendedor la cosa. Es claro que aun en ese caso pueden aislarse conceptualmente dos
obligaciones distintas, en cada una de las cuales una parte es acreedora y sólo acreedora, y otra es deudora y sólo
deudora.

Los sujetos deben ser determinados o determinables. Una obligación en la cual no pudiera determinarse quién es
acreedor y quién debe, deja de ser obligación. Pero nada se opone a una indeterminación provisoria del sujeto, tal como
ocurre en las ofertas al público, las promesas de recompensas, los títulos al portador, etcétera. Otro ejemplo interesante
de indeterminación relativa de sujeto lo presentan las llamadas obligaciones ambulatorias o propter rem, de las que nos
ocuparemos a continuación.

16. Obligaciones ambulatorias o propter rem

Existe un tipo de obligaciones de naturaleza especial, cuya peculiar fisonomía ha sugerido situarla como una situación
intermedia entre los derechos personales y reales, aunque —como veremos— no constituye un derecho real, sino,
propiamente una obligación.

Resulta necesario detenerse en el art. 1937. Éste dispone: Transmisión de obligaciones al sucesor. El sucesor particular
sucede a su antecesor en las obligaciones inherentes a la posesión sobre la cosa; pero el sucesor particular responde sólo con la cosa
sobre la cual recae el derecho real. El antecesor queda liberado, excepto estipulación o disposición legal.

De la norma transcripta podemos establecer que sus características esenciales son las siguientes:

a) Se reafirma el carácter de las obligaciones propter rem como obligaciones inherentes a la posesión de la cosa. Implica
que al adquirirse la posesión, el sucesor se transforma en acreedor o deudor de ella. Debe ser mirado tanto su aspecto
activo (crédito) como pasivo (deuda).

b) Su origen se encuentra en la ley, pudiendo recaer tanto en las obligaciones de dar, de hacer, como de no hacer.

c) El transmitente queda liberado aun de las deudas emergentes que fueron motivadas al tiempo del ejercicio de su
posesión. El actual titular no goza de una acción recursiva para que el titular anterior le restituya suma alguna por la
erogación que realiza, salvo que alguna norma establezca lo contrario. También, a través de la autonomía de la
voluntad, podría modificarse la consecuencia apuntada, haciendo responsable del pago al antecesor.

d) La norma indica que el sucesor particular responde "con la cosa sobre la cual recae el derecho real". Significa que las
obligaciones que sean anteriores al ejercicio de su posesión solamente podrán afectar tal bien en cuestión. Las que se
originen durante la subsistencia de su relación real tienen como objeto de agresión la totalidad de su patrimonio. Cierto
sector de la doctrina asevera que esto último sería el principio general como consecuencia que entienden que el
vocablo obligación que emplea el artículo 1937 debe interpretarse como "deber" inherente a la posesión (PIZARRO, Ramón
D., Las obligaciones propter rem en el Código Civil y Comercial, La Ley Online, AR/DOC/1427/2017).

e) ¿Qué sucede con el abandono? El Código Civil y Comercial ha guardado silencio al respecto. Como principio, cabe
sostener que deudor puede liberarse de su obligación haciendo abandono de la cosa.

Como ejemplo de esas obligaciones podemos citar el cerramiento forzoso urbano (art. 2008), la acción de cobro de
medianería (art. 2014), los gastos y contribuciones del sistema de propiedad horizontal (art. 2048), etcétera.

B. — EL OBJETO

17. Noción

El objeto es la conducta a través de la cual se cumple la obligación contraída. En otras palabras, es la prestación
prometida por el deudor. Este concepto resulta claro cuando se trata de obligaciones de hacer o no hacer; aquí el objeto
es exclusivamente una conducta humana. Pero la idea se vuelve menos nítida en las obligaciones de dar. ¿Cuál es aquí
el objeto? ¿La cosa misma prometida o la conducta del que promete entregarla? Para la doctrina tradicional, cosa y
objeto se confunden en este supuesto; en otras palabras, en las obligaciones de dar, el objeto es la cosa prometida; en las
obligaciones de hacer o no hacer, es la conducta del deudor tenida en vista al obligarse. Pero este punto de vista fue
objetado por quienes, partiendo del principio de que las relaciones jurídicas sólo se dan entre personas, sostienen que el
objeto de tales relaciones sólo puede ser conducta humana: en las obligaciones de dar, lo mismo que en las de hacer o
no hacer, el objeto es la actividad prometida por el deudor. En este supuesto, entregar la cosa. La cosa será cuanto más
el objeto del objeto.

Esta tesis ha sido objeto de críticas vivaces. CARNELUTTI propone el ejemplo de la venta de un cuadro y afirma que el
sentido común indica que el objeto de esa relación es el cuadro; la acción del deudor por la cual lo entrega, no es el
objeto de la relación sino el medio en virtud del cual la relación se cumple y agota. De no ser así, agrega, cuando el
deudor no cumple y ha de acudirse a la ejecución forzosa, se tendría que aceptar que al faltar el acto voluntario del
deudor, habría desaparecido el objeto y que lo que recibiría el acreedor sería un subrogado de aquél.

Lo que no distingue la crítica de CARNELUTTI es la distinción que debe establecerse entre el objeto de la obligación y el
objeto del contrato. Consiste la primera en una conducta que tiene como fin satisfacer el interés patrimonial o
extrapatrimonial del acreedor; como comportamiento puede estar referido o no a una cosa. La segunda, en cambio, se
encuentra constituida por el bien que aspira obtener el acreedor. En el ejemplo brindado por CARNELUTTI el objeto de la
obligación radicaría en una prestación de dar mientras que el del contrato de compraventa se encontraría en el propio
cuadro a entregar.
18. Caracteres que debe reunir

El art. 725 del Código Civil y Comercial establece que: Requisitos. La prestación que constituye el objeto de la obligación debe
ser material y jurídicamente posible, lícita, determinada o determinable, susceptible de valoración económica y debe corresponder a
un interés patrimonial o extrapatrimonial del acreedor.

De esta disposición se deduce que el objeto debe llenar las siguientes condiciones:

a) Debe ser posible. En efecto, nadie puede ser obligado a pagar o hacer imposible. Pero la imposibilidad que anula la
obligación debe ser absoluta. No basta, por consiguiente, que el objeto resulte imposible para un deudor determinado, ya
sea por falta de aptitudes o capacidad personales, o por otras razones circunstanciales. Es necesaria una total
imposibilidad, sea física o jurídica. Si una persona que carece de condiciones artísticas se obliga a realizar un retrato o
una escultura, no podrá alegar más tarde la ineficacia de la obligación por su imposibilidad de cumplir con la tarea para
la cual se ha comprometido, puesto que, en términos absolutos, hacer una escultura o un cuadro es perfectamente
posible; en tal hipótesis, la obligación no es nula, sino que ante el incumplimiento se resuelve en la reparación de los
daños causados.

b) Debe ser lícito. Todo objeto contrario a la ley produce la nulidad de la obligación. Así, por ejemplo, no se puede
contratar la transmisión de cosas que estén fuera del comercio (arts. 234, 279 y 1004); no se puede hipotecar una cosa
mueble (art. 2205); ni prendar un inmueble (art. 2219), etcétera.

c) Debe ser determinado, puesto que no sería posible constreñir al deudor al pago de una cosa o un hecho si no se
puede precisar cuál es la cosa o hecho debido. Tal es lo que ocurre cuando la obligación tiene por objeto un cuerpo
cierto. Así, por ejemplo, no se concebiría un contrato de compraventa que versare sobre "un inmueble", sin precisar de
qué inmueble se trata; el deudor es consciente que debe realizar una prestación positiva, entregar al comprador el
referido inmueble y no otro.

Otras veces, el objeto será determinable: la individualización se llevará a cabo en un momento posterior al nacimiento
de la obligación y antes o simultáneamente al cumplimiento. La realidad muestra una gran variedad de ejemplos:
verbigracia, cuando se le permite a un tercero determinar el contenido de la prestación en el futuro.

d) Debe ser conforme a la moral y a las buenas costumbres. Nos referiremos a esta cuestión en el nro. 20.

e) Debe ser susceptible de valor económico y debe corresponder a un interés patrimonial o extrapatrimonial del
acreedor. La importancia de estos últimos requisitos hace preciso tratarlos por separado.

19. ¿El objeto debe tener contenido patrimonial?

El art. 1169 del Código Civil velezano establecía que el objeto de los contratos debía consistir en la entrega de una cosa
o el cumplimiento de un hecho susceptible de apreciación pecuniaria. Esta disposición siguió la idea clásica, que
encuadraba estrictamente el concepto de obligaciones en el campo de los derechos patrimoniales. Contra esta doctrina
levantó su protesta IHERING en un famoso trabajo, que tuvo gran repercusión. En la doctrina moderna no se duda ya de
que las relaciones obligacionales pueden tener en vista proteger otros intereses que no los puramente económicos. La
educación de los hijos, el sostenimiento de hospitales, escuelas, bibliotecas, etcétera, constituyen el fundamento de
contratos frecuentísimos. No se exige, pues, que el acreedor tenga un interés pecuniario. Pero ello no quiere decir que las
obligaciones puedan ser ajenas al patrimonio. La cuestión se aclara distinguiendo entre la prestación u objeto de la
obligación, que siempre debe tener contenido patrimonial y el interés protegido, que puede ser humano, cultural,
científico, moral; basta que sea digno de tutela. Pero la prestación en sí debe ser siempre susceptible de valoración
económica porque de lo contrario no sería posible la ejecución del patrimonio del deudor.

La idea ha sido expresada con claridad en el Código italiano: "La prestación que forma el objeto de una obligación
debe ser susceptible de valoración económica y debe corresponder a un interés del acreedor, aunque no sea
patrimonial" (art. 1174). Y, como ya hemos visto, ha sido seguida por el art. 725 del Código Civil y Comercial: puede
corresponder tanto a un interés patrimonial como extrapatrimonial.

Es necesario agregar, sin embargo, que este modo de enfocar el problema desbroza las dificultades pero no las
concluye. En verdad, estas dificultades quedan ahora trasladadas a esta pregunta: ¿cuándo la prestación tiene o deja de
tener carácter patrimonial? Es clásico el ejemplo de la persona que se obliga a no tocar el violín durante las horas de
reposo de su vecino. Por lo pronto, se admite que la posibilidad de valoración económica no existe solamente cuando la
prestación tiene un contenido patrimonial intrínseco, sino también cuando la recibe de la naturaleza de la
contraprestación o de una valoración hecha por las partes, como en el caso en que se conviene una cláusula penal. En el
ejemplo dado, no hay duda de que la obligación de no tocar el violín recibiría contenido económico si el vecino se
obligara a pagar una mensualidad al violinista para que no toque o si éste admitiera el pago de una pena para el caso de
infringir su deber de abstención. Pero, de acuerdo con GIORGIANNI, pensamos que el problema debe ser resuelto sobre
bases más auténticas, vinculadas con el concepto mismo de patrimonialidad de la prestación. Según este autor, la
afirmación de que una prestación es valorable pecuniariamente significa que, en un determinado ambiente jurídico
social, los sujetos están dispuestos a un sacrificio económico para gozar de los beneficios de aquella prestación y que
esto puede tener lugar sin ofender los principios de la moral y de los usos sociales. Así, la energía física del hombre es
un bien objeto de valorabilidad pecuniaria y puede ser, por tanto, contenido de una prestación, mientras que podría
concebirse un ambiente jurídico-social en el que tal valorabilidad faltara, reconociéndose así a la persona humana
mayor nobleza. Algo de esto ocurría en el derecho romano, en que las prestaciones relativas a las profesiones liberales
no eran pecuniariamente valorables. A la luz de estas consideraciones, la obligación de no tocar el violín es claramente
patrimonial.

20. Concepto de moral y buenas costumbres en su aplicación a las obligaciones

Puesto que todo el ordenamiento jurídico está dominado por la idea moral, es natural que también el régimen de las
obligaciones resulte sujeto a ella. De ahí que no puedan tener un objeto contrario a la moral; aunque el art. 725 no lo
consigne, es de aplicación el art. 279 que versa sobre el objeto del acto jurídico.

Ahora bien, ¿cuándo debe reputarse que un acto es contrario a las buenas costumbres?

Según una opinión muy generalizada, las buenas costumbres a que la ley se refiere son la moral media de un pueblo
en un momento dado.

Este criterio llamado sociológico, ha motivado agudas y certeras críticas. La moral no es cuestión que deba resolverse
según criterios mayoritarios o de masa. El resultado, dice ESMEIN, sería la consagración de prácticas inmorales toleradas
e inclusive favorecidas por la gran mayoría. El juez, añade, no debe seguir a la masa cuando ella se extravía, sino por el
contrario, dirigirla, no haciendo prevalecer concepciones personales aisladas, sino apoyándose en los elementos sanos
de la población, guardianes de una tradición ya probada. Expresando ideas concordantes, hace notar SIOUFI que no cabe
concebir al cristianismo como producto del medio social, ya que éste era totalmente hostil a los nuevos principios, al
punto de que los que lo propagaron debieron pagarlo con su sangre. En suma, la moral no se mide cuantitativamente.

Según RIPERT, el criterio, llamado sociológico, es elástico, impreciso y no conduce a ningún resultado positivo; para él,
la medida de la moralidad de un acto está dada por la moral cristiana.
Si se profundiza el análisis de esta divergencia, no es difícil advertir que ambos puntos de vista no difieren
esencialmente, en su incidencia práctica, por lo menos en los pueblos de civilización occidental, cuyo espíritu ha sido
moldeado bajo la influencia bimilenaria de la moral cristiana; si bien es preciso reconocer que el criterio sociológico
tiene proclividad a un exceso de tolerancia y a que los jueces depongan su papel de guardianes de la conducta moral de
los individuos en sociedad. Mantener enérgicamente la antorcha de la moral, cuidar del respeto de las buenas
costumbres, es misión sagrada de los jueces. Pero también el extremo contrario es malo. El juez no debe aplicar un
criterio muy riguroso para juzgar la moralidad de un acto; sólo cuando éste choca abiertamente contra la moral
cristiana, debe declararse su invalidez. De lo contrario se entraría en un terreno resbaladizo y peligroso, pues,
desgraciadamente, la perfección moral no es patrimonio del ser humano. El juez debe apreciar el caso con el criterio de un
hombre honorable y prudente.

Si lo que resulta contrario a la moral es un elemento esencial de los actos jurídicos, como la causa o el objeto, el acto es
nulo de nulidad absoluta (arts. 279 y 386); pero si lo inmoral es una cláusula accesoria, el juez puede mantener la
validez del acto y declarar sin efecto la cláusula inmoral (art. 389). Esta última solución es la que ha puesto en práctica
nuestra jurisprudencia para reducir los intereses usurarios, para declarar ineficaz el pacto comisorio (denominado en el
Código como cláusula resolutoria) en las ventas de inmuebles por mensualidades cuando se ha satisfecho una parte
sustancial del precio, etcétera.

21. Actos contrarios a la moral

Puesto que la noción de moral es imprecisa, fluida, el legislador en muchos casos ha querido evitar dudas e, inspirado
en razones morales, ha establecido la nulidad de ciertos actos. Sin pretender formular una enumeración completa,
enunciaremos los principales casos: son nulos los pactos que versaren sobre una herencia futura (art. 1010, con la
excepción que allí contempla); que lesionen a la dignidad humana (art. 279), en que se estipulen ciertas condiciones que
atenten contra el derecho constitucional de libertad, tales como la obligación de habitar un lugar determinado o sujetar
la elección de domicilio a la voluntad de un tercero, la de mudar o no mudar de religión, la de casarse con determinada
persona, o con aprobación de un tercero, o en cierto tiempo, o en cierto lugar, o no casarse, la de vivir célibe perpetua o
temporalmente, o no casarse con determinada persona o divorciarse (art. 344); etcétera.

En todos estos casos coincide lo ilícito con lo inmoral; pero hay muchos otros en que la jurisprudencia ha anulado
ciertos actos, sin que medie disposición legal referida específicamente a ellos, y sólo porque chocan contra la moral y
buenas costumbres. Casi siempre se ha recurrido a la teoría de la causa, juzgando que si ésta es inmoral, la obligación es
inválida.

Así, por ejemplo, se han declarado nulos los contratos de trabajo vinculados con las casas de tolerancia, los convenios
que implican el pago de un comercio sexual, el pago de la influencia política (llamada venta de humo), el corretaje
matrimonial, los intereses usurarios, los contratos en virtud de los cuales una persona se obliga a entregar una parte de
su cuerpo, etcétera. Sería de aplicación en la actualidad el art. 1014.
C. — LA CAUSA

22. Diversos significados de la palabra causa

La palabra causa tiene en el Derecho dos acepciones diferentes: a) designa, a veces, la fuente de las obligaciones, o sea,
los presupuestos de hechos de los cuales derivan las obligaciones legales: contratos, hechos ilícitos, etcétera (en este
sentido, art. 726); b) otras veces, en cambio, es empleada en el sentido de causa final; significa el fin que las partes se
propusieron al contratar (en este sentido, los arts. 281, 282, 1012, 1013, etc.).

Es este segundo significado el que ahora nos interesa. Y es precisamente respecto de él que se ha trabado un
interesantísimo debate doctrinario. Se ha discutido si la causa debe o no ser considerada como un elemento esencial del
acto jurídico; se ha cuestionado incluso la propiedad de la palabra causa; y, lo que es más grave, existen profundas
divergencias respecto del significado cabal de esta institución. ¿Qué es la causa? Es necesario confesar que los esfuerzos
de los juristas por precisar con claridad el concepto no han sido muy fructíferos. Subsisten aún hoy, después de una
abundantísima literatura sobre el tema, profundas divergencias.

23. La doctrina clásica

Se discute si la teoría de la causa tuvo o no su origen en Roma. Los textos son confusos y dan pie a todas las
opiniones. De cualquier modo, es indudable que no fue desarrollada en su plenitud por los jurisconsultos romanos. Ese
mérito corresponde a DOMAT. Su concepción de la causa es definidamente objetiva: la causa es el fin del acto jurídico;
cuando se habla del fin, no debe creerse que se trata de los móviles personales y psicológicos de cada contratante, sino
de los elementos materiales que existen en todo contrato; por consiguiente, en los contratos sinalagmáticos, la causa de la
obligación de cada una de las partes es la obligación de la otra. Así, por ejemplo, en la compraventa, la causa de la
obligación contraída por el vendedor, es el precio que recibirá; mientras que para el comprador, la causa es la cosa que
adquiere. En los actos a título gratuito es el animus donandi, o intención de beneficiar al que recibe la liberalidad. Faltaría
la causa si no existe contraprestación o si no hay animus donandi. Finalmente, en los contratos reales, la causa está dada
por la prestación que se anticipa y que da derecho a exigir otra en correspondencia a la dada.

24. La tesis anticausalista

A partir de un célebre artículo publicado en Bélgica por ERNST, la teoría de la causa sufrió rudos ataques de parte de
los más ilustres juristas. PLANIOL la impugnó por falsa e inútil.

Es falsa, sostiene, porque existe una imposibilidad lógica de que en un contrato sinalagmático, una obligación sea la
causa de la obligación de la contraparte. Las dos nacen al mismo tiempo. Ahora bien: no es posible que un efecto y su
causa sean exactamente contemporáneos; el fenómeno de la causa mutua es incomprensible.

Es inútil, porque esta noción de causa se confunde con la de objeto; y, particularmente, la causa ilícita no parece ser
otra cosa que el objeto ilícito.

En los contratos reales se juzga que la noción de causa es falsa pues la entrega de la cosa no es la causa de la
obligación de restituir sino su fuente, en tanto que resulta inútil en razón de que la entrega de la cosa es un requisito de
la formación del contrato y, por lo tanto, de nada sirve afirmar que el contrato carece de causa si la cosa no se entrega.
Finalmente, en materia de actos gratuitos, se rechaza la noción de causa por falsa pues confunde causa con motivo; y
por inútil porque la falta de intención se mezcla con la falta de consentimiento y no existiendo consentimiento no puede
perfeccionarse el contrato.

Entre nosotros, la tesis anticausalista ha sido sostenida por BIBILONI, SALVAT, GALLI, LLAMBÍAS y SPOTA.

25. La doctrina moderna

La tesis anticausalista está hoy en franca derrota; pero es necesario reconocer que sus ataques contra el concepto
clásico de causa han sido fructíferos, porque han permitido ahondar el análisis del problema y lograr una concepción
más flexible y útil. En esta faena, la labor de la jurisprudencia ha sido primordial. Mientras los juristas se sentían
perplejos ante los vigorosos ataques contra la teoría de la causa, los jueces seguían haciendo una aplicación constante y
fecunda de ella. Esto estaba indicando que la noción de causa era una exigencia de la vida del Derecho.

Si la fuerza obligatoria de los actos jurídicos se hace residir exclusivamente en la voluntad de los otorgantes, es claro
que la idea de causa resulta inútil: basta el acto volitivo para explicar la obligación. Pero esta concepción es estrecha,
cuando no falsa. La tutela jurídica no se brinda a una voluntad cualquiera, vacía e incolora, sino a aquella que tiene un
contenido socialmente valioso. La sola voluntad, escindida de un interés plausible que la determine, no es justificación
suficiente de la validez del acto jurídico, puesto que es un fin en sí misma. Quien promete, dispone, renuncia, acepta, no
tiende pura y simplemente a despojarse de un bien, transmitirlo, sino que mira a alcanzar una de las finalidades
prácticas típicas que rigen la circulación de los bienes y la prestación de los servicios en la vida de relación. El acto
volitivo, para ser fuente de derechos y obligaciones, debe estar orientado a una finalidad útil del punto de vista social;
en otras palabras, debe tener una causa o razón de ser suficiente. La idea de justicia toma así el lugar que le corresponde
en las relaciones contractuales. Y precisamente, donde más fecunda se ha mostrado la noción de causa, es sirviendo al
ideal de justicia y moralidad en el Derecho.

Según la doctrina más difundida, causa es el fin inmediato y determinante que han tenido en mira las partes al
contratar, es la razón directa y concreta de la celebración del acto, y precisamente por ello resalta para la contraparte,
que no puede ignorarla. En los contratos onerosos, la causa para cada uno de los contratantes será la contraprestación
del otro, integrada por todos los elementos que han sido determinantes del consentimiento. En los actos gratuitos, la
causa será el propósito de beneficiar a un amigo o pariente, a alguien con quien se mantiene una deuda de gratitud, o
simplemente a un extraño; o bien el deseo de crear una institución benéfica o de ayudar a las existentes. No se trata ya
del animus donandi, abstracto y vacío, de la doctrina clásica, sino de los motivos concretos que inspiraron la liberalidad.

26. Distinción con los motivos

Es necesario no confundir la causa con los motivos que han impulsado a contratar. La primera es el fin inmediato,
concreto y directo que ha determinado la celebración del acto; los motivos son los móviles indirectos o remotos, que no
se vinculan necesariamente con el acto. Así, por ejemplo, en un contrato de compraventa de un inmueble, la causa para
el vendedor es el precio que ha de recibir; si ha realizado la operación con el ánimo de costearse un viaje a Europa, éste
sería un simple motivo que no afecta en nada el acto. Estos motivos, por ser subjetivos e internos, contingentes,
variables y múltiples, son imponderables y, por lo tanto, resultan jurídicamente intrascendentes. Es claro que un motivo
puede ser elevado a la categoría de causa, si expresamente se le da tal jerarquía en el acto o si la otra parte sabía que el
acto no tenía otro fundamento que él. Un ejemplo, ya clásico, lo demuestra claramente: la compra de un revólver se
hace en vista de adquirir el arma. La causa es lícita, aunque el móvil sea matar a un tercero. Pero si el vendedor sabía
que el revólver se compraba con el fin de cometer un crimen, debe estimarse que la causa misma del contrato es
inmoral.

27. Nuestra opinión

Por nuestra parte, adherimos a un concepto de causa que ha sido calificado como dualista. Por un lado, existe una
idea objetiva de causa, considerada como la finalidad típica y constante de cada acto jurídico, con independencia de la
voluntad de los sujetos que los celebran; así, por ejemplo, la circulación de bienes que constituye una finalidad de la
compraventa. Por otro lado, la causa está integrada por todo lo que ha sido determinante de la voluntad de quien se
obliga, siempre que esa finalidad esté incorporada expresa o implícitamente al acto mismo. Por consiguiente,
comprende los fines o móviles mediatos o personales y, por tanto, eminentemente subjetivos, con tal que esos móviles
integren expresa o implícitamente la declaración de voluntad o sean conocidos por la otra parte y, atentas las
circunstancias, deban ser tenidos como fundamento de la volición. Y si se tratara de actos gratuitos, la causa será el ánimo
liberal y, además, la razón inmediata por la cual esa liberalidad se hace (amistad, parentesco, deseo de ayudar al
necesitado, de contribuir a una obra benéfica, etc.). Como en el caso anterior, ese motivo de la liberalidad no puede
considerarse como causa si no integra expresa o implícitamente la declaración de voluntad. Lo que no está expresado en
el contrato, lo que no está implícito en la declaración de voluntad o en la naturaleza del acto, no puede considerarse
como causa final determinante; cuanto más serán motivaciones íntimas, inaprensibles e indiferentes en la vida del
Derecho.

De esta manera, separamos cuidadosamente el objeto de la causa. El primero designa la materia de la obligación, de la
prestación debida, que es algo exterior a la personalidad de las partes; el segundo forma parte del fenómeno de
volición. Un ejemplo pone en claro las ideas. He aquí un legado de cosa cierta. El objeto de este acto es entregar la cosa
legada al legatario; la causa es el ánimo de hacer una liberalidad y, más aún, la voluntad de beneficiar a determinada
persona porque ha sido el amigo íntimo o el pariente predilecto del testador.

28. La cuestión en nuestro derecho

¿Es la causa un elemento autónomo y esencial de los actos jurídicos en nuestro derecho positivo? La cuestión estuvo
controvertida durante la vigencia del Código Civil velezano, dado la ambigüedad de sus textos. Las polémicas que se
suscitaron han desaparecido ante la presencia de preceptos categóricos del nuevo Código Civil y Comercial.

Dispone al respecto el art. 281: La causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante
de la voluntad. También integran la causa los motivos exteriorizados cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma
expresa, o tácitamente si son esenciales para ambas partes.

También debe tenerse presente que la causa se ha tornado un requisito esencial de los contratos (art. 1012).

29. Presunción de la existencia de la causa

Establece el art. 282 que aunque la causa no esté expresada en el acto, se presume que existe, mientras el deudor no
pruebe lo contrario.

La solución de nuestra ley es perfectamente lógica; los hombres no se obligan ni actúan en el campo del Derecho
porque sí, sin motivo o causa valedera, porque ello sería irrazonable. Además, una razón de buena fe y de seguridad en
los negocios obliga a reconocer efectos jurídicos a las declaraciones de voluntad, mientras no se pruebe que adolecen de
algún defecto legal que las invalide. Por ello se presume la existencia y licitud de la causa. Pero queda a salvo el derecho
del deudor de demostrar que no es así.

30. Falta de causa y falsa causa

Importando la causa un requisito esencial de los actos jurídicos, la falta de ella implica la nulidad del acto.

En teoría se ha pretendido distinguir la falta de causa de la falsa causa. Pero es evidente que ambas hipótesis se
confunden. Cuando una persona contrae una obligación en virtud de una determinada causa y luego resulta que ésta
no existe, falta la causa; y éste es, precisamente, un caso típico de falsa causa. No se puede concebir que falte la causa sin
vincular ese hecho con un error, que hizo creer en la existencia de algo que en verdad no existía. Un compromiso sin
causa, dice COLMET DE SANTERRE, sería un acto de locura.

Sin embargo, puede ocurrir que en el título de la obligación se exprese una causa que no es la verdadera; si ésta existe
y es lícita, la obligación es siempre válida (art. 282). Lo que interesa, en definitiva, es la causa real, no la aparente. Esta
cuestión se vincula con el problema de la simulación, materia propia de los vicios del acto jurídico, que se ponderará en
el Capítulo 3.

31. Actos abstractos

En ciertos casos, por razones de seguridad jurídica, las partes tienen interés en que una declaración de voluntad tenga
validez por sí, con independencia de la existencia de la causa. Tal es el caso de los títulos al portador. Para que éstos
puedan desempeñar eficazmente su función económica, es necesario reconocerles validez por sí mismos; de ahí que el
firmante de un cheque o un pagaré no puede oponer a los terceros, que han venido a entrar en posesión del documento,
una excepción fundada en la falta de la causa. Por voluntad de los otorgantes, esas obligaciones quedan desvinculadas
de su causa; sólo así pueden servir como medio de pago, en cierta manera asimilable al dinero, que tienen en la práctica
de los negocios.

Pero no ha de creerse que estos actos abstractos carezcan de causa; por el contrario, la tienen, como debe tenerla
necesariamente todo acto jurídico, sólo que la excepción de falta de causa no puede ser opuesta, aunque nacen otros
derechos. Si, por ejemplo, una persona otorga un pagaré a otra, creyéndose deudor de ella, cuando en realidad no lo es,
la obligación carece de causa y el firmante, si bien deberá pagar, tendrá derecho a repetir lo pagado en un juicio
ordinario posterior; y si el documento hubiera sido negociado y el firmante hubiera tenido que pagarlo a un tercero,
también podrá demandar la repetición de su importe contra la persona a quien le entregó el documento.

Por ello es que el art. 283 establece que, en los actos abstractos, no podrá declararse la inexistencia, falsedad o ilicitud
de su causa mientras no se hayan cumplido, a menos que la ley disponga lo contrario.
D. — FUERZA COMPULSORIA DEL VÍNCULO

32. La protección del derecho del acreedor

Quien se obliga, de acuerdo a derecho, a cumplir con una prestación determinada, no contrae un compromiso vano ni
escribe en el agua. El Estado pone a disposición del acreedor la fuerza pública para obligar al deudor a cumplir.
Alguien ha pretendido ver en este poder de compulsión o coerción un elemento más de las obligaciones (LAFAILLE); pero
en verdad no es éste un elemento propio de las obligaciones, sino de todo derecho. Pues una de las notas características
y definitorias de la norma jurídica es, precisamente, la coactividad (véase BORDA, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil.
Parte general, t. I, nro. 2, 14ª ed. actualizada por Guillermo J. BORDA, La Ley).

Hemos dicho anteriormente que, en sus orígenes, la obligación sometía el propio cuerpo del deudor a la potestad
o manus del acreedor; en nuestros días, el amparo jurídico del derecho del acreedor no es tan duro. Inclusive ha
desaparecido la prisión por deudas, que se mantuvo en numerosos países hasta el siglo XIX. La compulsión sólo se
dirige hoy contra el patrimonio del deudor, no contra su persona. Y aun dentro del ámbito puramente patrimonial, la
acción del acreedor está bastante restringida; la ley ha declarado inembargables (vale decir que no responden por las
deudas de su titular) numerosos bienes que se juzgan indispensables para asegurar la satisfacción de las necesidades
vitales del deudor (véase BORDA, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil. Parte General, t. II, nro. 746 y ss., 14ª ed.
actualizada por Guillermo J. BORDA, La Ley). Una lista de tal elenco se encuentra enumerada en el art. 744.

Justamente porque no es posible una compulsión física para obligar al deudor a cumplir sus obligaciones, es que las de
hacer se traducen, en caso de incumplimiento, en la reparación de los daños causados. Quien se ha comprometido a
realizar un trabajo o una obra, y no cumple, no puede ser obligado, por la fuerza del Estado, a realizarlo. Normalmente,
no queda otra vía que la reparación de los daños, que compensa las pérdidas sufridas por el acreedor. Hay casos, sin
embargo, en que puede obligarse al deudor a cumplir con una obligación de hacer, siempre que ello fuera posible sin
compulsión física: tal es, por ejemplo, el caso de que el propietario de un inmueble se haya comprometido, por boleto
de compraventa, a escriturarlo en favor de un tercero. Si luego se negara a otorgar la escritura, el juez puede hacerlo a
su nombre (art. 1018).

§ 4. — FUENTES DE LAS OBLIGACIONES

33. Concepto

Se llama fuente al hecho, acto o disposición legal en que se origina la obligación. Un contrato de compraventa es la
fuente de la obligación del vendedor de entregar la cosa y del comprador de pagar el precio; un acto ilícito es la fuente
de la obligación del autor de pagar a la víctima la indemnización correspondiente. Estos hechos son de muy variada
naturaleza, lo que obliga a ensayar una clasificación para facilitar su ordenamiento legal y su estudio.

34. Clasificación: distintos criterios

En el Digesto de JUSTINIANO las fuentes se clasificaban así: contratos, cuasicontratos, delitos y cuasidelitos. Los glosadores
añadieron una quinta fuente: la ley. Esta es la clasificación que se llama clásica.

ORTOLAN, que fue citado por el mismo VÉLEZ SARSFIELD en la nota del art. 499 del Código Civil, sostenía que las
causas eran cuatro: los contratos, los hechos ilícitos (delitos o cuasidelitos), el enriquecimiento sin causa y las relaciones
de familia o sociales. Dentro de ese orden de ideas, FREITAS propuso el siguiente artículo: "No hay obligaciones sin causa o
título, esto es, sin que se haya derivado de uno de los hechos o de uno de los actos lícitos o ilícitos, de las relaciones de familia o de las
relaciones civiles" (art. 870). Esta disposición resultó tomada casi literalmente por VÉLEZ en su art. 499.

La doctrina moderna tiende a simplificar estas clasificaciones. La mayor parte de los autores piensan, a nuestro juicio
con razón, que todas estas fuentes se reducen a dos: la voluntad (contratos y, para quienes la admiten, la voluntad
unilateral) y la ley (delitos, cuasidelitos, gestión de negocios, enriquecimiento sin causa, empleo útil y otras obligaciones
que surgen de la ley) (en este sentido: PLANIOL, BAUDRY-LACANTINERIE, MESSINEO, SCIALOJA, LAFAILLE, BUSSO,
OSTERLING PARODI y CASTILLO FREIRE).

Acentuando la tendencia unificadora se ha llegado a sostener que, en el fondo, la única causa de las obligaciones es la
ley, puesto que la convención de las partes no tiene fuerza obligatoria sino porque la ley le presta su apoyo (MARCADÉ,
BONNECASSE). El contrato sería un hecho que, lo mismo que un delito, sólo produce sus efectos porque la ley lo quiere.

Estamos en desacuerdo con esta teoría, de clara filiación positivista. Quienes conciben el Derecho como un conjunto
de normas positivas y niegan que existan derechos subjetivos que aquéllas no reconozcan, es natural que reduzcan
todas las fuentes de las obligaciones a la ley. Pero quienes aceptamos la idea del derecho natural y sostenemos que hay
derechos que el hombre posee por su calidad de tal y que ningún legislador podría negarle, no podemos dejar de ver en
la voluntad de las partes una fuente autónoma del Derecho. Esta potestad del hombre de contraer compromisos, este
deber de cumplir con la palabra empeñada, no podría ser desconocido por la ley porque se trata de un derecho natural.

Lo cual no significa, por cierto, negar el papel de la ley incluso en materia contractual. Los contratos, para ser válidos,
deben ajustarse a ella. No puede desconocer el derecho de contratar, pero sí reglamentarlo, para evitar abusos,
injusticias, opresión de los débiles.

35. Régimen en el Código Civil y Comercial

El art. 726 ha optado por asentar el principio general, sin proceder a una enumeración particular de las especies de
fuentes: "No hay obligación sin causa". Quiere decir que la obligación se torna consecuencia de un hecho idóneo que la
produzca, de acuerdo a las disposiciones del ordenamiento jurídico.

36. Prueba de la existencia de la obligación

Uno de los principios fundamentales del ordenamiento jurídico radica en la libertad humana. Tal motivo conduce a
que no se presume la existencia de una obligación como tampoco la constitución de un derecho real. Pero probada que
sea la obligación, se presume que nace de fuente legítima mientras no se acredite lo contrario (art. 727, in fine).

Las consecuencias de este principio de libertad conducen a que se haya establecido una interpretación restrictiva
sobre la existencia y extensión de las obligaciones. Por ejemplo, ante la duda de la presencia de un cargo en una
donación, debe considerarse su inexistencia. Si no hay rastros de la constitución de un plazo para cumplir la obligación,
debe estimarse que la prestación puede ser exigida en forma inmediata.
37. Breve noción de cada fuente

Sin perjuicio de su desarrollo posterior, daremos un concepto sencillo de las fuentes reguladas entre los Títulos II y V
del Libro Tercero:

a) Contrato es el acuerdo de voluntades de dos o más personas, expresado en el acto jurídico, destinado a crear,
regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas patrimoniales (art. 957); no es indispensable que el
contrato, para ser tal, imponga obligaciones a ambas partes, aunque esto es lo que generalmente ocurre (contratos
bilaterales: compraventa, locación, obra, etc.); puede imponerlas a una sola de ellas (contratos unilaterales: donación).
Aun en este último caso tiene plena obligatoriedad una vez declarada la voluntad común.

El estudio de esta importantísima materia es el objeto del curso de contratos (véase BORDA, Alejandro y otros, Derecho
Civil. Contratos, La Ley, 2016).

b) En la doctrina clásica se llamaba cuasicontrato a ciertos hechos voluntarios lícitos, que por efecto de la ley producen
efectos análogos a los contratos, aunque no hay acuerdo de voluntad. El ejemplo típico es la gestión de negocios que
produce efectos similares al contrato de mandato. La doctrina moderna rechaza esta figura jurídica, cuya impropiedad
es evidente; si lo esencial en el contrato es el acuerdo de voluntades, resulta inadecuado asimilar a él una situación
jurídica en que falta tal acuerdo. Otro ejemplo es el empleo útil, el cual existe cuando alguien, sin ser mandatario ni
gestor de negocios, hace gastos en utilidad de otra persona.

El cuasicontrato ha quedado hoy absorbido por otra fuente, más amplia y más rigurosamente jurídica, que es la
voluntad unilateral. No obstante, el Código Civil y Comercial las distingue.

c) Los hechos ilícitos se clasificaban tradicionalmente en delitos y cuasidelitos. En los primeros media intención de
producir el daño; en los segundos no hay intención, sino solamente culpa. Tales ideas se remontan al derecho romano.

En la actualidad, el Código Civil y Comercial prescinde de esta categoría. En lugar de ello, se ha hecho hincapié en las
funciones de resarcimiento y prevención de la Responsabilidad Civil; a las dos mencionadas, habría que adicionarle la
función disuasoria, prevista de manera expresa en la legislación consumerista. También, se le ha dado mayor
importancia a los factores de atribución objetiva.

d) Hay enriquecimiento sin causa cuando una persona experimenta un aumento patrimonial y otra sufre un
empobrecimiento correlativo, sin que medie una causa jurídica legítima y no exista ninguna otra opción al respecto.

e) La declaración unilateral de voluntad consiste en la manifestación emitida por una persona a fin de que produzca
efectos jurídicos, sin que sea necesario que ocurra su aceptación. Se encuentra el ejemplo típico en la promesa de
recompensa.

f) Los títulos valores son documentos que incorporan una obligación incondicional e irrevocable de una prestación y
otorgan a cada titular de buena fe un derecho autónomo, es decir, no le pueden ser opuestas las defensas que existan
contra los anteriores portadores.

Con las enumeradas, no se agotan, ni con mucho, las obligaciones nacidas ex lege. Ejemplo típico y muy importante,
son todas las obligaciones que nacen del derecho de familia, de la situación de vecindad, del régimen impositivo,
etcétera. La ley es una riquísima fuente de obligaciones, que no puede ser desconocida.

De las fuentes de la responsabilidad nos ocuparemos más adelante (caps. VII a X).
§ 5. — TRANSMISIÓN DE LAS OBLIGACIONES

A. — TRANSMISIÓN DE LAS OBLIGACIONES EN GENERAL

38. Concepto y diversas formas

Hay transmisión de un derecho cuando una persona sucede a otra como titular de él. El acreedor o deudor ha
cambiado, pero el derecho en sí mismo permanece idéntico. Esa transmisión puede ocurrir por actos entre vivos o
por muerte del titular del derecho u obligación.

a) La transmisión por actos entre vivos puede originarse en un contrato (compraventa, donación, permuta, cesión
onerosa o gratuita) o en una disposición de la ley (quiebra). En nuestro derecho, la transmisión por contrato siempre
tiene carácter singular, y aun en el caso del desapoderamiento del deudor por quiebra, no pasan a los acreedores todos
sus bienes, ya que muchos de ellos tienen carácter de inembargables (el elenco de tales supuestos se encuentra regulado
en el art. 108 de la ley 24.522).

b) En cambio, la transmisión mortis causa puede ser a título universal o singular. Será lo primero siempre que el
sucesor sea heredero del causante, pero el legatario o el beneficiario de un cargo son sucesores singulares, pues sólo suceden
al causante en determinados bienes o derechos. Basta invocar como ejemplo las definiciones de heredero y legatario que
brinda el art. 2278.

39. Principio general y limitaciones

El principio general es que todos los derechos pueden ser cedidos o transferidos (art. 398). Esta regla, sin embargo, no
es absoluta y está sujeta a distintas limitaciones. La imposibilidad de transmitir un derecho puede derivar:

a) De la naturaleza misma del derecho, pues importaría —en términos del art. 398— una transgresión a la buena fe, a la
moral y a las buenas costumbres; así, por ejemplo, no se concibe la transmisión de derechos extrapatrimoniales. Por ello, no
pueden transmitirse los llamados derechos inherentes a la persona humana (art. 1617), como el derecho a la vida, al honor, a
la libertad, etcétera, o los derechos de familia (por ej., los derechos y obligaciones que surgen del matrimonio, de la
patria potestad, etc.), o la indemnización de las consecuencias no patrimoniales provocada por la lesión a un derecho o
interés —no reprobado por el ordenamiento jurídico— sufrido por una persona (art. 1741).

b) De una prohibición de la ley (arts. 398 y 1616); como ocurre con el derecho a alimentos futuros (art. 539), con la
mayor parte de los beneficios de carácter social (jubilaciones y pensiones, indemnización por accidentes del trabajo, por
maternidad, etc.), y con el derecho de habitación (art. 2160), entre otros.

c) De la voluntad de las partes expresada en el título de la obligación (art. 1616), o con palabras del Código Civil y
Comercial, por estipulación válida entre partes (art. 398); así, por ejemplo, el locatario no puede transferir la locación si el
contrato se lo prohíbe.
B. — TRANSMISIÓN HEREDITARIA

40. Transmisión hereditaria: evolución histórica

En el derecho romano primitivo, derechos y obligaciones eran intransmisibles; la obligación se concebía como un
vínculo de persona a persona, de tal modo que su cumplimiento sólo era exigible al deudor originario.

El aumento de la riqueza y de la circulación de bienes, y la prosperidad del comercio, demostraron pronto la estrechez
de tal concepción. La primera brecha contra el sistema de la intransmisibilidad se abrió en materia de sucesión mortis
causa; se adoptó la idea de que el heredero continuaba la persona del causante y, por tanto, era acreedor o deudor de
todos los deudores o acreedores de aquél; en otras palabras, ocupaba exactamente su lugar. Esta ficción tenía un
fundamento religioso: muerta una persona, era indispensable que alguien ocupara inmediatamente su lugar para que
no se interrumpiese el culto familiar; posteriormente, desaparecido ya el fundamento religioso, la ficción de la
continuación de la persona del causante importaba una explicación que parecía satisfactoria, de por qué se trasmitían
derechos y obligaciones a los herederos. La idea pasó a través del Código Napoleón a muchas legislaciones
contemporáneas, entre ellas al Código Civil de VÉLEZ (art. 3417). Pero en el Derecho moderno, la transmisión mortis
causa tiene un fundamento más real: no se trata ya de la sucesión en la persona del causante (inútil y falsa ficción) sino
simplemente de la sucesión en los bienes: por razones económicas que nadie puede razonablemente impugnar, la ley ha
dispuesto que los derechos no se extinguen con las personas, sino que se transmiten a su muerte a sus herederos o
sucesores, sin que para ello sea menester acudir a la falsa idea de que el heredero continúa la persona del causante.

41. Reglas legales

Nuestro Código ha adoptado esta última idea. El art. 2280 dispone que desde la muerte del causante los herederos tienen
todos los derechos y acciones de aquél de manera indivisa, con excepción de los que no son transmisibles por sucesión, y continúan
en la posesión de lo que el causante era poseedor.

Y en cuanto a las deudas del causante, la citada norma dispone que el heredero responde con los bienes que recibe, o
con su valor en caso de haber sido enajenados. El art. 2321 indica los supuestos por los cuales el heredero pierde su
responsabilidad limitada.

Como se ha aseverado, los derechos y acciones del causante se transmiten al heredero; y si éstos son varios, tales
acciones y derechos se dividen entre ellos en proporción a sus respectivas porciones hereditarias. Respecto de las
deudas, el heredero responderá sólo con los bienes que recibe o con el valor de ellos si han sido enajenados; y si hay
pluralidad de herederos, la responsabilidad de ellos se limita a la masa hereditaria (art. 2317).

Son, éstas, materias cuyo estudio debe hacerse en el curso de Sucesiones.

C. — TRANSMISIÓN CONTRACTUAL DE LAS OBLIGACIONES

42. Antecedentes romanos y extranjeros

Hemos dicho ya que el derecho romano primitivo concebía a las obligaciones como un vínculo personalísimo,
insusceptible de ser cedido. Aun después de admitida la transmisión mortis causa, persistió la imposibilidad de ceder un
crédito o una obligación por actos entre vivos. Este sistema no se acomodaba, por cierto, a las crecientes exigencias de la
vida comercial, cada vez más intensa, a medida que se extendía el Imperio.

La evolución operada en esta materia es una buena prueba de la sutileza del genio jurídico romano y del sentido
práctico de sus juristas, siempre prontos a encontrar soluciones que permitieran adaptar las instituciones a las
necesidades económicas. En una primera etapa de esta evolución se echó mano a la delegación: consistía ésta en una
novación por cambio de acreedor, que hacía desaparecer la obligación primitiva y la sustituía por otra, en la que el
deudor era el mismo, la prestación idéntica y sólo cambiaba el acreedor. Pero esta novación exigía el consentimiento del
deudor, que podía no prestarlo; era, además, un procedimiento complicado y engorroso. Se ideó entonces este recurso:
ya que el crédito en sí mismo era incesible, se cedían las acciones para cobrarlo. El acreedor nombraba al cesionario
como su mandatario para el cobro; obtenido el pago, éste beneficiaba al mandatario o cesionario y no al poderdante o
cedente: vale decir, el mandatario actuaba en provecho suyo: era la procuratio in rem suam. Como todavía existía el
peligro de que el cedente revocara el mandato o que éste quedara sin efecto por morir el mandante, se concedió más
tarde al mandatario la posibilidad de hacer irrevocable el mandato, notificando la cesión al deudor cedido.

Más difícil de admitir fue la posibilidad de ceder una deuda. Mientras al deudor lo mismo le da pagarle a un acreedor
que a otro, al acreedor no le resulta indiferente la persona del deudor, pues el originario puede ser solvente y el otro no.
Se comprende, pues, que este tipo de cesión no fuera aceptado en el derecho romano, salvo cuando se trataba de
transmisiones globales de patrimonios: la sucesión mortis causa, la bonorum venditio y la bonorum cessio. En la práctica, sin
embargo, era posible lograr aproximadamente sus efectos por medio de una novación por cambio de deudor. Solución
imperfecta, pues la novación supone la extinción de la anterior obligación (con todos sus accesorios) y el nacimiento de
una nueva.

Esta concepción contraria a la cesión de deudas se fundaba en que siendo la obligación un vínculo entre dos o más
personas, no se podía cambiar esas personas sin destruir el vínculo mismo; todavía se añadía la consideración práctica
que, desde el punto de vista de la solvencia, la persona del deudor es, ya lo dijimos, de importancia fundamental. Pero
esas objeciones no parecen decisivas. En cuanto a la primera, cabe decir que no se ve inconveniente, por lo menos en la
mayor parte de las obligaciones, en que la prestación sea cumplida por una u otra persona. Por lo común —no
siempre— al acreedor le resulta indiferente la persona del pagador; lo que a él le interesa es que el resultado le sea
procurado. Cualquiera sea el que cumpla, queda el mismo contenido de la obligación, y sólo él constituye el fondo de la
obligación. En cuanto a la objeción fundada en el interés que para el acreedor tiene la persona y solvencia del deudor, se
salva condicionando la validez de la cesión a la aceptación o conformidad del acreedor.

En el derecho moderno es universalmente aceptada la institución de la cesión de derechos; se admite también el


traspaso de deudas, y, finalmente, se ha impuesto la posibilidad de ceder la posición que se tiene en un contrato,
transmitiéndose —por tanto— un conjunto de obligaciones y derechos que se tienen en ese contrato, y siempre y
cuando se reúnan una serie de recaudos que la propia ley impone. Incluso, cabe añadir que pueden cederse los
derechos hereditarios que se tengan; la cesión de derechos hereditarios es un instituto que conviene estudiar en el curso
de Sucesiones, pues está regulado en el Título III del Libro Quinto del Código Civil y Comercial, referido a las
transmisiones mortis causa, más allá de una somera referencia que hemos hecho en otro lugar (BORDA,
Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2ª edición).
43. Reglas legales

Nuestro Código trata la cesión de derechos y la cesión de deudas en las dos secciones que integran el capítulo 26 del
Título IV (de los contratos en particular) del Libro Tercero referido a los Derechos Personales. Y la cesión de la posición
contractual se desarrolla en el siguiente capítulo 27.

Existe contrato de cesión de derechos cuando una de las partes se obliga a transferir a la otra un derecho. Esa cesión
podrá ser onerosa (sea a cambio de una suma de dinero, sea a cambio de la propiedad de un bien) o gratuita. Por ello, se
aplican a este contrato, de manera supletoria, las normas de la compraventa, de la permuta o de la donación, según el
caso (art. 1614). La cesión tiene efectos respecto de terceros (que incluye también al deudor cedido) desde su
notificación al cedido por instrumento público o privado de fecha cierta (art. 1620).

En cambio, hay cesión de deuda si el acreedor, el deudor y un tercero, acuerdan que éste debe pagar la deuda, sin que
haya novación. Como puede advertirse, estamos ante un negocio tripartito; tanto es así que si el acreedor no presta
conformidad para la liberación del deudor, el tercero queda como codeudor subsidiario (art. 1632).

El mismo carácter tripartito se advierte en la cesión de la posición contractual. Ocurre que en los contratos con
prestaciones pendientes cualquiera de las partes puede transmitir a un tercero su posición contractual, si las demás
partes lo consienten antes, simultáneamente o después de la cesión (art. 1636).

Estos contratos los hemos tratado en otro lugar (BORDA, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2a edición),
conforme la ubicación que a estas figuras ha dado el Código Civil y Comercial, y allí nos remitimos. Sin embargo,
creemos útil tratar ahora dos cuestiones. La primera, una comparación de la cesión de derechos con la novación por
cambio de acreedor y con el pago con subrogación, pues estas dos figuras se estudian en esta obra; la segunda, la
transmisión de fondos de comercio, que incluye —como se verá— la transferencia de bienes materiales e inmateriales
pero también de deudas.

44. Comparación con la novación por cambio de acreedor y con el pago por subrogación

La semejanza entre la cesión de derechos y la novación por cambio de acreedor es evidente, pues en ambos casos la
obligación permanece igual y sólo cambia el acreedor. Pero las diferencias son importantes: 1) En la cesión es el mismo
derecho que pasa del cedente al cesionario; en la novación media la extinción de una obligación y el nacimiento de otra.
Esto tiene la mayor importancia porque en el primer caso el crédito pasa al cesionario con todos sus accesorios y
garantías, en tanto que en la novación esos accesorios se extinguen, salvo reserva expresa y siempre que quien
constituyó la garantía participe en el acuerdo novatorio (art. 940). 2) La cesión se consuma sin intervención del deudor
cedido, que sólo debe ser notificado de ella; su papel es meramente pasivo. En la novación por cambio de acreedor es
indispensable el consentimiento del deudor, sin el cual la nueva obligación no puede nacer (art. 937). 3) En la cesión
existe la garantía de evicción sobre la existencia y legitimidad del derecho (art. 1628), mientras que no la hay en la
novación, desde que no se trata de la transmisión de una obligación anterior sino de la creación de una obligación
nueva. 4) La novación tiene su campo de aplicación solamente en relación con los derechos creditorios, en tanto que la
cesión puede referirse también a otros derechos.

También debemos distinguir la cesión de derechos del pago por subrogación. El que realiza un pago por otro, sustituye
al acreedor originario en todos sus derechos (art. 918), tal como ocurre en la cesión. Sin embargo las diferencias surgen
también muy claras: 1) El pago por subrogación es un acto generalmente desinteresado, sin beneficio o utilidad para el
que lo hace, puesto que sólo puede pretender la restitución de lo que ha pagado y no más (art. 919, inc. a). En la cesión
de derechos, en cambio, hay usualmente una especulación; los derechos se ceden por un precio que muchas veces
difiere sensiblemente del valor del crédito cedido. 2) La cesión de derechos exige el consentimiento del acreedor
cedente; la subrogación puede tener lugar sin intervención del acreedor, si se tratare de una subrogación legal. 3) la
cesión de derechos es siempre convencional; la subrogación puede ser convencional o legal. 4) El cedente garantiza la
existencia y legitimidad del crédito (art. 1628), lo que no ocurre en la subrogación. 5) La subrogación opera todos sus
efectos por el solo hecho del pago (art. 918); en cambio, la cesión no produce efectos respecto de terceros sino desde el
momento en que se ha notificado al deudor cedido. 6) El cesionario sólo puede demandar el pago del crédito cedido
mediante la acción que competía a su cedente; el subrogado tiene dos acciones: una derivada de la subrogación, que es
la que correspondía al antiguo acreedor pagado (arts. 914 y 918); otra, personal, que tendrá diferentes alcances según
que el tercero pagador haya contado con la conformidad del deudor, su ignorancia o si éste se hubiera opuesto al pago.
En efecto, el art. 882 dispone que el tercero tiene acción contra el deudor con los mismos alcances que (i) el mandatario
que ejecuta la prestación con el asentimiento del deudor, (ii) el gestor de negocios que obra con ignorancia de éste, o (iii)
quien interpone la acción de enriquecimiento sin causa, si actúa contra la voluntad del deudor.

45. La transferencia de fondos de comercio

Mientras la sucesión mortis causa comprende todos los derechos y obligaciones del causante (por cuyo motivo se dice que
es universal), la sucesión por actos entre vivos únicamente puede tener por objeto cosas o bienes particulares. Sólo por
excepción pueden cederse ciertos conjuntos de bienes y deudas, vale decir, patrimonios separados del resto del patrimonio
general del cedente. Ejemplo típico es la transmisión de un fondo de comercio.

El fondo de comercio constituye un conjunto de bienes materiales e inmateriales organizados por un comerciante para
ejercer su actividad profesional. Entre los bienes materiales se comprenden inmuebles, instalaciones, mercadería
existente, equipos, dinero, máquinas, etcétera; entre los inmateriales cabe mencionar el nombre, la clientela, las patentes
de invención, las marcas, las licencias, entre otros. Pero junto con tales activos, se transmiten ciertos pasivos, que están
integrados no solamente por las deudas que el titular del fondo de comercio pudo haber contraído, sino también con las
derivadas de las relaciones laborales existentes, tales como la que tiene con sus empleados.

Estas deudas configuran un problema particular que ha sido contemplado por la ley 11.867. Para proteger a los
terceros acreedores del comerciante contra la posibilidad de la cesión hecha en favor de un insolvente, irresponsable o
incapaz, la ley ha establecido el siguiente sistema: toda transmisión de fondos de comercio sólo tendrá efectos respecto
de terceros previo anuncio de la operación por cinco días en el Boletín Oficial de la Capital Federal o provincia
respectiva y en uno o más diarios del lugar donde funcione el establecimiento, debiendo indicarse el tipo de negocio de
que se trata, el nombre y domicilio del vendedor y del comprador y, si los hubiere, del rematador y escribano (art. 2º).
Además, el precio de venta nunca puede ser inferior a las deudas del fondo de comercio, a menos que exista
conformidad de todos los acreedores (art. 8º) o se trate de una venta en remate público (art. 10). Los acreedores podrán
manifestar su oposición a la operación mediante la cual se transmite el fondo de comercio, en el plazo de diez días,
contado desde la última publicación de su anuncio. En verdad, no se trata de una oposición a la operación contractual,
sino que tal manifestación se traduce en el reclamo de ser pagados, lo que importa lograr que se retengan sus
respectivos créditos y se depositen sus importes en una cuenta especial (art. 4º). Si no hay oposiciones o se cumple con
el recaudo de la retención del monto del crédito y su depósito, la venta del fondo de comercio será válida y producirá
sus efectos respecto de los terceros, para lo cual debe ser hecho por escrito e inscripto en el registro pertinente del lugar,
dentro de los diez días contados desde la fecha de celebración (art. 7º).

Como puede apreciarse, hay una diferencia muy importante con la cesión de deudas típicas: en ésta es necesario el
consentimiento expreso del acreedor, sin el cual el traspaso no se opera; en cambio, en la transmisión de fondos de
comercio el consentimiento se presume si el acreedor deja transcurrir el plazo legal sin manifestar su oposición.
§ 6. — RECONOCIMIENTO DE DEUDA

46. Concepto y naturaleza jurídica

Según el art. 733, el reconocimiento consiste en una manifestación de voluntad, expresa o tácita, por la que el deudor admite estar
obligado al cumplimiento de una prestación.

El reconocimiento puede ser concebido: a) como una mera confesión de una obligación anterior, de la cual servirá
como medio de prueba (sistema declarativo); b) o bien, como una fuente constitutiva de una nueva obligación (sistema
abstracto o constitutivo). El Código Civil de VÉLEZ adscribió al primer sistema (arts. 718 y 723), que también fue el
seguido por el Código Napoleón (arts. 1337 y ss.); en cambio, el Código Civil y Comercial, siguiendo el sistema del
Código alemán (art. 780 y ss.), ha adherido al segundo: el reconocimiento es en él constitutivo, tiene carácter de un
nuevo título. Es que si bien el reconocimiento puede referirse a un título o causa anterior, también puede constituir una promesa
autónoma de deuda (art. 734), lo que importa que tal reconocimiento puede asumir un valor propio e independiente de la
obligación originaria, creando una nueva.

47. Caracteres

El reconocimiento es un acto jurídico unilateral: no exige la intervención del acreedor, bastando con la expresión de
voluntad de reconocer formulada por el deudor. Es, además, irrevocable: hecha la declaración, el deudor pierde la
posibilidad de dejarla sin efecto. También es indivisible: la manifestación por la que reconoce estar obligado a cumplir
cierta prestación, debe ser considerada en su totalidad y no solamente en lo que resultare perjudicial para el
reconociente.

48. Formas y especies

El reconocimiento puede hacerse por actos entre vivos o por disposición de última voluntad, por instrumento público
o privado. Puede ser expreso o tácito (art. 733).

a) Reconocimiento expreso. El acto o instrumento de reconocimiento no necesita contener la causa de la obligación


originaria, ni su importancia, ni el tiempo en que fue contraída. Ello es así por un doble motivo. Ante todo porque la
norma nada dispone al respecto; en segundo lugar porque el propio art. 733 admite que el reconocimiento sea tácito,
por lo que si el reconocimiento tácito es suficiente, con cuanta mayor razón lo será el expreso, aunque no se mencionen
la causa, la importancia o el tiempo en que fue contraída. Lo que importa es que luego pueda probarse de modo
indubitable cuál es la obligación que ha querido reconocerse; aunque, de todos modos, debe tenerse presente que la
promesa de pago de una obligación realizada unilateralmente hace presumir la existencia de una fuente válida, excepto
prueba en contrario (art. 1801).

b) Reconocimiento tácito. El reconocimiento puede ser tácito; esto es que surge del propio comportamiento del deudor.
Ejemplos de ello son el pago parcial de una obligación (que expresamente preveía el Código Civil de VÉLEZ, art. 721), o
el pedido de una prórroga para hacer el pago.
49. Requisitos

En cuanto a las condiciones de fondo, el acto de reconocimiento está sujeto a todas las normas referentes a los actos
jurídicos en general. Por tanto, será necesario: a) que haya una manifestación de voluntad; b) que esa manifestación sea
hecha con discernimiento, intención y libertad, por lo que debe estar libre de los vicios de error, dolo y violencia, y
realizada por una persona que tenga capacidad suficiente para hacer ese acto; c) que el acto no esté afectado por los
vicios de los actos jurídicos (lesión, simulación o fraude); d) que el objeto sea lícito, conforme lo previsto en el art. 279; y
e) que la manifestación se haga conforme la formalidad que, en su caso, exija la ley.

50. Efectos

Los efectos del reconocimiento son los siguientes:

a) Sirve como medio de prueba de la obligación original —lo que tendrá importancia decisiva si esa obligación no
puede probarse de otra manera (por ej., por haberse extraviado el título original)— o de una nueva obligación, si se
tratara de un supuesto de promesa autónoma de deuda (art. 734).

b) Interrumpe el curso de la prescripción (art. 2545). La norma no distingue según se trate de una prescripción
cumplida o no cumplida. Es cierto que algunos fallos y autores han sostenido que el reconocimiento no importa una
renuncia de la prescripción ya cumplida, a menos que del instrumento de reconocimiento surgiese esa renuncia expresa
o tácitamente. Sin embargo, como hemos señalado, la ley no hace diferencia alguna, y es la buena solución. En efecto, el
reconocimiento de deuda implica siempre una renuncia a los beneficios derivados para el deudor por el transcurso del
tiempo; no interesa, por tanto, que se trate de prescripción cumplida o no cumplida. En cualquier caso, el acto de
reconocimiento será el punto de partida del nuevo plazo de prescripción. Con este argumento, la Corte Federal resolvió
en un juicio de daños por la muerte en un atentado terrorista de quien fue esposo y padre de los accionantes, iniciado
doce años después del hecho, que el Estado Nacional no puede oponer la prescripción de la acción, si un año antes de
plantearla había reconocido su responsabilidad por omisión en un documento internacional, lo cual generó la
obligación de indemnizar a las víctimas (CSJN, 10/3/15, "Faifman, Ruth Myriam y otros c/Estado Nacional s/daños y
perjuicios", L.L. t. 2015-C, p. 193; D.J. nº 42/2015, p. 21; en igual sentido: CSJN, 27/10/15, "Ferretti, Jorge Osvaldo c/EN
s/daños y perjuicios", D.J. nº 6/2016, p. 29).

51. Diferencias entre el título anterior y el nuevo

Si el acto de reconocimiento agrava la prestación original o la modifica en perjuicio del deudor, debe estarse al título original, si no
hay una nueva y lícita causa de deber (art. 735). Esta disposición se refiere exclusivamente al caso del denominado
reconocimiento causal, esto es que el reconocimiento se vincula causalmente con una deuda, cuyo título o causa sea
anterior (sistema declarativo). Pero no hay obstáculo alguno, como ya hemos dicho, en que el reconocimiento constituya
una promesa autónoma de deuda (art. 734).

Ahora bien, cuando estamos ante un supuesto de reconocimiento causal, es claro que tal reconocimiento no es un acto
constitutivo, sino simplemente recognocitivo, probatorio de un derecho anterior. No es admisible, por tanto, que el
reconocimiento cree nuevas y más gravosas obligaciones a cargo del deudor: en tal caso, no habría acto de
reconocimiento sino una obligación adicional, que como toda obligación debe tener una causa lícita (art. 735, in fine),
pues de lo contrario habría un enriquecimiento indebido.
¿Qué ocurre si el título nuevo disminuye las obligaciones contenidas en el originario? Algunos autores
(LAFAILLE, REZZÓNICO) opinan que debe estarse al título nuevo, que es el más favorable al deudor; otros
(BUSSO, SALVAT, LLAMBÍAS, COMPAGNUCCI DE CASO), que prevalece el título original, salvo que se pruebe la intención
de novar. Consideramos que este último criterio es el que mejor se ajusta a la naturaleza recognocitiva del acto y que, en
principio, si no se prueba una justa causa de la disminución de las obligaciones, debe estarse a lo dispuesto en el título
originario. Es la solución propugnada en el Anteproyecto de BIBILONI (art. 1365) y por el Proyecto de Código Civil de
1936 (art. 852), y que ha sido incorporada en el art. 735 del Código Civil y Comercial. Pero si se trata de una prescripción
ya cumplida, debe presumirse que la reducción de las obligaciones es la compensación que recibe el deudor por
renunciar a los beneficios de la prescripción: en tal caso, opinamos que debe estarse a lo que dispone el título de
reconocimiento.

Si la obligación anterior fuera inexistente, el reconocimiento carece de todo efecto. En cambio, si se tratase de un
reconocimiento autónomo, previsto en el art. 734, el reconocimiento es válido aunque no exista una remisión a una
obligación anterior.

52. Sistema constitutivo de reconocimiento: promesa autónoma de deuda

Aunque hemos hecho referencia anteriormente a la promesa autónoma de deuda, conviene detenernos en este punto.
El Código Civil y Comercial ofrece como novedad —en su art. 734 in fine— haber receptado la modalidad constitutiva
del reconocimiento, que es típico del Código alemán (arts. 780 a 782).

Aquí el reconocimiento se transforma en un título constitutivo de una obligación. Implica un acto abstracto e
incausado que origina un nuevo vínculo entre deudor y acreedor, desligándose de su antecedente.

Se trata en rigor de verdad de un reconocimiento expreso. Se torna inconcebible en la modalidad tácita pues crea una
nueva relación jurídica obligacional.

53. Paralelo con otras figuras afines

Para precisar con mayor rigor los perfiles de la institución, conviene compararla con otras figuras afines.

a) Con la novación.— La distinción es neta: la novación supone la extinción de la obligación anterior y el nacimiento de
una nueva; en el reconocimiento, la obligación original permanece intacta, si se trata de un reconocimiento causal, o se
trata de una única obligación si es un reconocimiento autónomo.

b) Con la renuncia.— Algunos autores sostienen que el reconocimiento importa una renuncia a derechos ganados por
el deudor, particularmente en lo que atañe a la prescripción (BAUDRY-LACANTINEÉRIE, SEGOVIA, LAFAILLE). Pero no se
agota aquí el contenido del reconocimiento: hay también un nuevo medio de prueba. No es, por tanto, una mera
renuncia. Además, la renuncia es revocable en tanto no sea aceptada por el beneficiario (art. 947), en tanto que el
reconocimiento es irrevocable.

c) Con la confirmación.— La confirmación supone convalidar un acto anterior que adolece de algún vicio de nulidad; su
efecto es precisamente reparar esos vicios. Nada de eso hay en el reconocimiento, de tal modo que aun después de
reconocido podría impugnarse la validez de dicho acto.

d) Con el pago.— Si bien el pago implica el reconocimiento de una deuda (efecto incidental), consiste en el
cumplimiento de la prestación debida. En cambio, el reconocimiento de deuda es simplemente una manifestación que
acredita la existencia de una deuda que todavía no ha sido cancelada o que constituye una nueva deuda.
§ 7. — RENDICIÓN DE CUENTAS

54. Concepto

En muchas obligaciones, especialmente las originadas en los contratos bilaterales y onerosos, debe practicarse una
descripción detallada referida a todos los aspectos pecuniarios que se realizaron durante la subsistencia de la relación
jurídica. Por ejemplo, el locatario de una unidad funcional debe rendir cuentas del pago de las expensas al locador, si ha
asumido el pago de dichos gastos, entregándole los recibos suscriptos por el Administrador del Consorcio de
Propietarios. No importa que sea uno o varios actos.

Con estos parámetros es definido el concepto de cuenta por el primer párrafo del art. 858 como la descripción de los
antecedentes, hechos y resultados pecuniarios de un negocio, aunque consista en un acto singular.

55. Metodología

El Código Civil y Comercial regula a la rendición de cuentas en el Libro Tercero, Título I, Capítulo 3, Sección 11ª. No
resulta correcta tal ubicación pues el Capítulo se dedica a las clases de obligaciones, y la rendición de cuentas no es
precisamente una de ellas, como pueden ser las obligaciones de dar, hacer o no hacer.

Propiciamos de lege ferenda su inclusión como sección especial dentro del Capítulo 1 referido a las disposiciones
generales de las obligaciones, en el Libro Tercero. Podría situarse a continuación de los preceptos de reconocimiento.

56. Carácter de las normas

Aunque el art. 858, in fine, permitiría afirmar el carácter imperativo de la regulación de la rendición de cuentas, no hay
impedimento para que las partes, en ejercicio de la autonomía de la voluntad que gozan, determinen aspectos
concretos, apartándose de las disposiciones legales. Vgr., las partes podrían determinar en qué oportunidad deberá
llevarse a cabo la rendición de cuentas o, inclusive, excluirla de manera convencional (arg. art. 860, 1ª parte).

57. Requisitos

El art. 859 se encarga de establecer las condiciones en que se confecciona la rendición de cuentas. De manera general,
cabe señalar que debe ser circunstanciada (referirse a hechos concretos), documentada (contar con el respaldo de
documentos que acrediten los hechos asentados y con los libros que deben ser llevados), e inteligible (que sea fácilmente
comprensible por la persona interesada en la rendición, de modo que pueda libremente aceptar o no las cuentas
rendidas).

Indica el mencionado artículo: La rendición de cuentas debe: a. ser hecha de modo descriptivo y documentado; b. incluir las
referencias y explicaciones razonablemente necesarias para su comprensión; c. acompañar los comprobantes de los ingresos y de los
egresos, excepto que sea de uso no extenderlos; d. concordar con los libros que lleve quien las rinda.
58. Obligados

Deben proceder a la realización de la rendición de cuentas, de acuerdo con el art. 860:

a) quien actúa en interés ajeno, aunque sea en nombre propio (art. 860, inc. a]): se explica la norma en virtud de que se lleva
a cabo negocios que ocasionan efectos con relación a otra persona. Encontramos en tal elenco de casos al mandatario, al
gestor de negocios, etc.

b) quienes son parte en relaciones de ejecución continuada, cuando la rendición es apropiada a la naturaleza del negocio (art. 860,
inc. b]): se trata de obligaciones cuyo cumplimiento se prolonga en el tiempo, tales como las del agente, del concedente
y del franquiciante en los contratos de agencia, concesión y franquicia, respectivamente.

c) quien debe hacerlo por disposición legal (art. 860, inc. c]): será el propio ordenamiento jurídico quien decida que sujetos
deben practicar la rendición de cuentas. En tal sentido, por ejemplo, indica el art. 130: quien ejerce la tutela debe llevar
cuenta fiel y documentada de las entradas y gastos de su gestión. También, el retenedor al ejercer el derecho de retención
deberá presentar una rendición de cuentas, si percibió los frutos de la cosa retenida (art. 2591, inc. c]).

59. Forma

La rendición de cuentas puede ser realizada de manera privada (art. 860, in fine), ya sea en un instrumento público, ya
sea en un instrumento privado.

A veces la ley impone para ciertos supuestos especiales la intervención de un juez (judicial), lo que expresamente
prevé la norma citada. Así, por ejemplo, el tutor que sucede a los padres o a otro tutor debe requerirles que presenten
una rendición de cuentas judicial y procedan a la entrega de los bienes del tutelado (art. 116).

En el ámbito sucesorio puede encontrarse la aplicación de los principios explicados en el art. 2362, que obliga al
administrador judicial de la sucesión a rendir cuentas en el expediente, a menos que la totalidad de los copropietarios
de la masa indivisa —y siempre que sean capaces— haya acordado que tal rendición se haga privadamente.

60. Oportunidad

Las partes podrán de manera convencional estipular el plazo en el cual deberá procederse a la realización de la
rendición de cuentas (art. 861). También, la ley puede establecer períodos de tiempo para su realización, por ejemplo, se
ha seleccionado una periodicidad no mayor a un año en el fideicomiso (art. 1675) o un trimestre para el administrador
de la herencia (art. 2355).

Subsidiariamente, cabe recurrir a las reglas del propio art. 861: la rendición de cuentas debe ser hecha: a. al concluir el
negocio; b. si el negocio es de ejecución continuada, también al concluir cada uno de los períodos o al final de cada año calendario.

61. Aprobación

La aprobación de las cuentas implica prestar conformidad con la descripción de los antecedentes, hechos y resultados
económicos consignados en la rendición hecha.
Resulta posible que la aprobación sea expresa o tácita (art. 862). Es tácita cuando la rendición de cuentas no es
observada dentro de los treinta días en que debió ser presentada de acuerdo al plazo convencional, legal o a los que
indica el art. 861.

Merece especial atención las relaciones de ejecución continuada. El art. 863 establece la presunción de aprobación de
los períodos anteriores, si se hubiese dado conformidad con la rendición de cuentas del último período. El precepto no
indica la calidad de la presunción. Nos inclinamos por considerar que es iuris tantum, pues presenta similar orden de
ideas que el art. 899 que consagra presunciones relativas al pago que admiten prueba en contrario.

62. Observaciones por errores de cálculo o de registración

No obstante la aprobación expresa o tácita que haya sucedido, el interesado puede impugnar la rendición de cuentas
presentadas dentro de un plazo de caducidad de un año contado a partir de la recepción de aquéllas (art. 862, in fine).

63. Consecuencias de la aprobación de la rendición de cuentas

Consigna el art. 864, que una vez aprobadas las cuentas:

a) Satisfacción del saldo: debe pagarse el saldo en el plazo convenido o el que indique la ley para el caso en particular. Si
no sucede lo anterior, se determina un lapso de diez días (art. 864, inc. a]).

b) Restitución de títulos y documentos: el obligado a rendir las cuentas, debe devolver la documentación que le ha sido
entregada o que recibió para llevar a cabo la tarea asignada. Puede retener las instrucciones personales que le fueron
encomendadas porque permiten explicar la actividad desplegada (art. 864, inc. b]).

64. Exclusión convencional

Las partes pueden acordar la eximición de la presentación de la rendición de cuentas. También es posible a que el
interesado renuncie de manera expresa a solicitarla (art. 860, párr. 1º). Sin embargo, si la ley dispone imperativamente lo
contrario, no podrá recurrirse a estas modalidades.
CAPÍTULO II - EFECTOS DE LAS OBLIGACIONES

65. Efectos de los contratos y efectos de las obligaciones, método del Código Civil y Comercial

Tanto desde el punto de vista conceptual como del metodológico, resulta necesario distinguir los efectos de los
contratos y los de las obligaciones.

El contrato tiene por efecto generar, modificar y extinguir obligaciones (o derechos reales). El efecto de la obligación es
colocar al deudor en la necesidad de cumplir su promesa o, caso contrario, de pagar los daños correspondientes.

Nuestro Código ha formulado claramente esta distinción, legislando de manera adecuada sobre los efectos de las
obligaciones en los arts. 730 y ss. y sobre los de los contratos en los arts. 1021 y ss.

66. El principio del efecto relativo de los contratos, noción general y remisión

Aunque el principio de la relatividad de los contratos debe ser estudiado en el curso de derecho civil referido
justamente a los contratos, es conveniente, de todos modos, dar ahora una noción general del principio.

La regla según la cual los efectos de los contratos no obligan sino a las partes y sus sucesores universales, está fundada
en una razón de estricta lógica, pues no es aceptable que la declaración de voluntad de una persona genere obligaciones
a cargo de terceros extraños al acto. Nadie puede contratar por un tercero sin estar autorizado por él, o sin tener por ley
su representación (art. 1025); a menos que el tercero lo ratifique expresa o tácitamente (la forma de ratificarlo
tácitamente es cumpliéndolo), en cuyo caso naturalmente el tercero ratificante quedará ligado por el contrato (art.
1025 in fine), sólo que la obligación no surge del acto de quien obró sin autorización, sino de la ratificación por el
interesado.

Pero los efectos de los contratos pasan a los sucesores universales, puesto que ellos asumen todos los derechos y
obligaciones de sus causantes (art. 1024). Se exceptúan, claro está, los derechos o obligaciones inherentes a la persona,
que son intransmisibles, sea porque así lo impone su naturaleza (obligación asumida por un pintor célebre de pintar un
retrato, que no podría pasar a sus sucesores) o la ley (caso de los alimentos, que se extinguen con el beneficiario), o el
propio contrato (renta vitalicia).

Pero el principio de la relatividad de los contratos tiene en la práctica numerosas excepciones. La repercusión que los
contratos pueden tener respecto de terceros son de muy variada naturaleza. Veamos algunas hipótesis:

a) A veces, el objetivo principal del acto es precisamente producir efectos respecto de terceros: tal es el caso de la
estipulación a favor de tercero, a que alude el art. 1027. El ejemplo típico y más frecuente es el seguro de vida, en el cual
se designa siempre a un beneficiario que ha de recibir la indemnización en caso de fallecimiento.

b) Otras veces, los efectos son indirectos. Así, por ejemplo, si se vende una propiedad alquilada, y no se ha pactado en
el contrato de locación su extinción por tal motivo —art. 1189—, el inquilino está obligado en adelante a pagar el
importe de la locación al nuevo propietario y no a aquél con el cual concluyó el contrato. A su vez, el nuevo propietario
—en idéntico caso— está obligado a respetar aquel contrato de locación, como si él mismo lo hubiera celebrado. No
obstante ser ajenos al contrato, están obligados por él.

c) Finalmente, hay casos en que los contratos tienen respecto de terceros una repercusión primordialmente económica
(aunque también jurídica). Tal es la hipótesis de los acreedores quirografarios, que sin duda se ven afectados
(beneficiados o perjudicados) por todos los actos de su deudor que importen un ingreso o egreso de bienes, ya que en el
primer caso aumenta la garantía de su crédito y, por consiguiente, las probabilidades de hacerlo efectivo, y en el
segundo disminuye.
Para un estudio más prolijo del efecto relativo de los contratos nos remitimos a BORDA, Alejandro, Derecho Civil,
Contratos, La Ley, 2016.

67. Efectos normales y anormales o subsidiarios de las obligaciones

Las obligaciones tienen como efecto principal o normal darle derecho al acreedor para emplear los medios legales a fin
de que el deudor le procure aquello a que está obligado (art. 730, inc. a]) o para hacérselo procurar por un tercero a
costa del deudor (art. 730, inc. b]). Caso de que ello no sea posible, el acreedor podrá exigir el pago de las
indemnizaciones correspondientes (art. 730, inc. c]); es lo que se llama efecto anormal o subsidiario, puesto que se trata de
un remedio sucedáneo, reconocido por la ley al acreedor en vista de que no le ha sido posible lograr el cumplimiento de
la prestación.

Los medios legales a que alude el art. 730 son la demanda judicial, y los consiguientes recursos destinados a presionar
sobre el deudor para que cumpla: embargos, inhibiciones, intervención judicial, astreintes o condenaciones
conminatorias, multas.

68. Efectos indirectos o auxiliares

La ley pone en manos del acreedor diversas acciones tendientes a asegurar su crédito y a evitar las maniobras del
deudor destinadas a burlarlo; tales son las medidas precautorias (embargos, inhibiciones, etc.). También otorga otras
acciones que están destinadas a conservar incólume esa garantía común de los acreedores que es su patrimonio; ellas
son la directa, la subrogatoria, la revocatoria y la de simulación. Estos son los efectos llamados en doctrina indirectos o
auxiliares.

69. Efectos respecto del deudor

Según lo dispone el art. 731, el deudor que ha dado cumplimiento exacto a su obligación tiene los siguientes derechos:
a) el de obtener la liberación correspondiente, como por ejemplo, exigir la entrega del recibo pertinente, y b) el de
rechazar las acciones del acreedor, si la obligación se hallase extinguida o modificada por una causa legal.

§ 1. — EFECTOS NORMALES (CUMPLIMIENTO DE LA PRESTACIÓN)

70. Cumplimiento específico

El efecto normal de la obligación es el cumplimiento específico o in natura de la prestación debida: se paga


exactamente lo que se debe y no otra cosa en su reemplazo (indemnización de daños). Este incumplimiento puede ser
voluntario, forzado o hecho por un tercero.

a) Cumplimiento voluntario.— Es la forma normal de concluir con una obligación. Y apresurémonos a decirlo, es la
manera en que se cumplen la gran mayoría de las obligaciones. El común de los hombres, el que tiene responsabilidad
moral y buena fe, no necesita ser demandado para cumplir con ellas. Los casos que llegan a pleito son una ínfima
minoría.
b) Cumplimiento forzado.— Si el deudor no cumple voluntariamente, la ley pone a disposición del acreedor los medios
legales para obligarlo a cumplir.

Esa compulsión estará encaminada, en primer término, a lograr el cumplimiento específico o in natura de lo debido;
sólo cuando ello no fuera posible se encaminará a sustituir el pago por la indemnización de daños.

Remitimos sobre este punto al nro. 72 y ss.

c) Ejecución por otro.— Finalmente el acreedor tiene el derecho de hacerse procurar por otro la prestación que el
deudor se ha negado a pagar. Bien entendido que no tiene el derecho de obligar a un tercero a que cumpla obligaciones
extrañas (ello iría contra el principio de la relatividad de los actos jurídicos); pero si el tercero consiente, puede hacerse
procurar por él la prestación debida, y este acto hace responsable al deudor originario respecto del que pagó por él.

Va de suyo que la posibilidad de que la obligación sea cumplida por un tercero no existirá si se trata de la entrega de
una cosa determinada que se encuentra en poder del deudor o si el contrato se ha celebrado intuitu personae, vale decir,
teniendo en cuenta circunstancias o condiciones personales que sólo el deudor posee (obra de arte encargada a un
artista célebre).

El tercero que realizó la prestación puede reclamar su pago al acreedor que se la encomendó o al deudor; en el primer
caso, el acreedor podrá exigir del deudor primitivo el pago de lo que él hubiera pagado al tercero; en el segundo, el
tercero puede subrogarse en los derechos del acreedor y demandar al deudor el pago (arts. 914, 915 inc. b], y 916).

A. — CUMPLIMIENTO VOLUNTARIO

71. Cómo debe cumplirse la obligación: el principio de la buena fe

El principio esencial en esta materia es que el deudor debe cumplir sus obligaciones de buena fe. La ley
17.711 incorporó expresamente este principio al Código Civil de VÉLEZ (art. 1198), aunque ya lo había consagrado sin
vacilaciones nuestra jurisprudencia, pues ésta es una sana regla de conducta humana, de antiquísima prosapia jurídica,
que informa numerosos preceptos legales. Ahora, el Código Civil y Comercial lo ha consagrado como principio en
su art. 9º, que impregna a todo el ordenamiento jurídico.

Como indica el art. 729, este principio requiere que el deudor y acreedor actúen con cuidado y previsión, según las
exigencias de la buena fe, como lo harían unas personas honorables y correctas. Se trata de una pauta general, de la que
los jueces harán aplicación según las circunstancias de cada caso. Hay en la vigencia del principio una cuestión de
equidad y justicia. Las consecuencias prácticas son fecundas:

a) Los contratos deben interpretarse de acuerdo al principio de la buena fe (art. 1061). El deudor no sólo está obligado
a lo que formalmente esté expresado en los contratos, sino también a todas las consecuencias que puedan considerarse
comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor
(art. 961), de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, como rezaba el art.
1198 del Código Civil velezano, luego de la reforma de la ley 17.711. En un mismo orden de ideas, el art. 746 dispone
que la obligación de dar cosas ciertas comprende todos los accesorios de éstas, aunque hayan sido momentáneamente
separados de ellas. Es decir, la obligación debe cumplirse lealmente, de buena fe, sin defraudar la confianza de la otra
parte. Así, si se ha vendido un caballo para entregarlo dentro de un plazo dado, el vendedor deberá alimentarlo y
cuidarlo (obligaciones positivas), y abstenerse de usarlo con exceso de modo de hacer peligrar su salud (obligaciones
negativas), etcétera. Estos deberes de conducta, según la terminología de LARENZ, son más numerosos e importantes en
los contratos de tracto sucesivo, que implican una relación prolongada y a veces un trato frecuente entre las partes. Así,
por ejemplo, el trabajador tiene un deber de fidelidad hacia su empleador (art. 62, ley 20.744, ref. por leyes 25.250 y
25.345); particularmente, los empleados domésticos deben abstenerse de divulgar las intimidades de la familia que
sirven, sus opiniones políticas, religiosas, etcétera (art. 14.2.d] de la ley 26.844). Igualmente ilustrativo es el ejemplo del
deber de fidelidad de los socios entre sí.

Por ello mismo, si el día y hora de cumplimiento de la prestación se ha dejado al arbitrio del deudor, éste no podrá
cumplirla a horas intempestivas, por ejemplo de noche o en cualquier momento que signifique molestias inusuales o
innecesariamente gravosas para el acreedor.

Estos deberes de conducta recaen no sólo sobre el deudor, sino también sobre el acreedor, que está obligado a
abstenerse de exigencias contrarias a la equidad y debe guardar respecto del deudor una razonable consideración
humana. Así, por ejemplo, el dueño de la obra tiene el derecho de fiscalizar el desarrollo de los trabajos; pero debe
abstenerse de exigencias excesivas, que dificulten los trabajos o los hagan innecesariamente más onerosos.

b) Si bien el acreedor tiene derecho a exigir el cumplimiento estricto de las obligaciones (y, en verdad, ese
cumplimiento estricto forma parte del deber de cumplir con buena fe) no debe llevar sus exigencias a extremos
contrarios a la equidad o la buena fe. Un mínimo de tolerancia está implícito en toda relación humana. Una transgresión
insignificante del plazo (salvo que el cumplimiento rígido fuera esencial para el acreedor), una falla despreciable en la
prestación, no permite al acreedor reclamar iguales sanciones que el incumplimiento total. Así, por ejemplo, si los
defectos de la obra son insignificantes o de detalle, el dueño carece de derecho a retener la totalidad del precio y sólo
puede exigir la reparación de las exigencias y retener las sumas necesarias para ese objeto.

c) Igual fundamento tiene la teoría de la imprevisión, en virtud de la cual el acreedor debe moderar sus exigencias
cuando la prestación ha devenido excesivamente onerosa en razón de una alteración imprevisible de las circunstancias.
Habiendo sido regulada la teoría de la imprevisión por el Código Civil y Comercial en el capítulo referido a la
extinción, modificación y adecuación del contrato (Libro Tercero, Título II, de los contratos en general) hemos estudiado
esta figura en otro lugar (BORDA, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2016) a donde nos remitimos.

B. — CUMPLIMIENTO FORZADO

72. Cuándo procede la compulsión

Cuando el deudor o sus auxiliares no cumplen espontáneamente, la ley pone a disposición del acreedor los medios
legales para obligarlo a cumplir. Esta compulsión estará encaminada a lograr el pago específico o in natura de lo debido;
sólo cuando ello no fuera posible o cuando lo prefiriese el acreedor (art. 1740), se encaminará a sustituir el pago por la
indemnización de daños.

No será posible obtener el cumplimiento forzado in natura: a) cuando se ha hecho imposible la entrega de la cosa
debida (por ej., si se ha destruido, si ha salido del patrimonio del deudor); b) en las obligaciones de hacer cuando para
obtener la ejecución forzada sea necesario ejercitar violencia sobre la persona del deudor y no sea posible recurrir a un
tercero para que lleve a cabo la prestación pactada (arts. 776 y 777, inc. b]).

Una razón de respeto por la personalidad humana ha hecho triunfar en el derecho moderno el principio de que no es
posible ejercer violencia sobre la persona del deudor, para obligarlo a cumplir con una obligación de hacer o no hacer.
Pero este principio debe ser aclarado: a) ante todo, se refiere únicamente a las obligaciones de hacer y no a las de dar, de
tal modo que el acreedor tiene derecho a usar de la fuerza pública para obligar al deudor a entregarle una cosa que le
debe y que se resiste a entregar; así, por ejemplo, el inquilino que no entrega la cosa locada al vencimiento del contrato,
puede ser lanzado por la fuerza pública, lo que desde luego supone una coerción física en la persona misma del
obligado; b) en segundo lugar, la imposibilidad de ejercer violencia en las obligaciones de hacer se refiere únicamente a
aquellas obligaciones de esta índole para cuyo cumplimiento fuera necesario ejercer fuerza sobre el obligado y no fuera
posible recurrir a un tercero para que cumpla a costa del deudor (art. 777, inc. b]); pero cuando ella no fuera
indispensable, el deudor puede ser obligado a cumplir; es así cómo se ha decidido que si el vendedor de un inmueble se
negara a escriturar, como lo ha prometido, la escritura puede ser otorgada por el juez, solución que ha sido recogida por
el art. 1018. De igual modo, puede forzarse el cumplimiento de las obligaciones de no hacer, ya sea mandando destruir
lo que se hubiere hecho (art. 778), ya sea mediante embargos, inhibiciones, medidas de no innovar, etcétera, que
impidan al deudor realizar un acto de enajenación que prometió no hacer.

El principio de que no puede hacerse fuerza sobre la persona del deudor, no impide la legitimidad de ciertos recursos
encaminados a lograr el cumplimiento in natura. De ellos nos ocuparemos en los párrafos siguientes.

C. — MEDIOS DE COMPULSIÓN

1. — Recursos legales y convencionales

73. Enunciación

En las obligaciones nacidas de los contratos, el acreedor cuenta con ciertos recursos de origen, a veces legal, otras
convencional, destinados a obrar sobre la voluntad del deudor como acicate para cumplir. Tales son la exceptio non
adimpleti contractus, las multas y la cláusula penal. Ninguno de estos recursos tiene el vigor suficiente como para forzar
al deudor, pero importan para él un riesgo o peligro que sólo puede evitar cumpliendo. Igual función psicológica
desempeña la amenaza de ejecución de los bienes que se cierne sobre todo deudor.

En el derecho moderno, se ha ideado otra sanción de carácter también económico, que se ha mostrado muy eficaz
para lograr el cumplimiento de las obligaciones; son las astreintes, también llamadas sanciones conminatorias, de las que
nos ocupamos más adelante.

74. Supresión de la prisión por deudas

Hemos visto en otro lugar la dureza con que el derecho romano primitivo trataba al deudor insolvente, y cómo esa
situación fue dulcificándose al punto de negarle al acreedor todo derecho sobre la persona del deudor. Empero, durante
muchos siglos y hasta la época contemporánea, subsistió la prisión por deudas, que más que un recurso del acreedor
contra la persona del deudor, era una sanción penal contra el deudor irresponsable. En nuestro país fue reglamentada
en el orden nacional por la ley 50(arts. 322 a 325) y suprimida en 1872, por la ley 514. Subsiste, claro está, la prisión para
el caso de quiebra o concurso fraudulento (arts. 176 y ss., Cód. Penal), pero en este caso la pena se impone no en razón
de las deudas sino del delito cometido: la defraudación de los acreedores.

Esta es una solución hoy universal. La conciencia jurídica moderna se rebela ante la idea de que un hombre honesto
pueda ser arrastrado a la prisión por haber caído en insolvencia; parece, además, un rigor excesivo que viene a pesar
principalmente sobre los pobres, lo que repugna a la sensibilidad social de nuestros días.

Sin embargo, ha de verse una forma de renacimiento, por cierto muy limitado y circunscripto, de la prisión por
deudas, en el delito de incumplimiento de los deberes familiares, que permite encarcelar al deudor de alimentos. Para
llegar a esta consecuencia, ha tenido que erigirse en delito el incumplimiento de la obligación alimentaria.
2. — Las astreintes o sanciones conminatorias

75. Designación

Se empleará indistintamente las alocuciones de astreintes y sanciones conminatorias, pues la primera ha adquirido carta
de ciudadanía por su uso corriente en la jurisprudencia nacional.

76. Origen y desarrollo en la jurisprudencia francesa

Las astreintes consisten en una condena pecuniaria fijada a razón de tanto por día (o por otro período de tiempo) de
retardo en el cumplimiento de la sentencia o de otra resolución judicial (v.gr., pedido de informes a terceros). Es un
procedimiento eficacísimo para vencer la resistencia del deudor contumaz; difícilmente el condenado soporta la presión
de esta amenaza, incesantemente creciente, que se cierne sobre su patrimonio.

Son una creación pretoriana de la jurisprudencia francesa. Su práctica data de antiguo, como medio de hacer respetar
las decisiones de los jueces. Pero recién a principios del siglo pasado llamaron la atención de los jurisconsultos, que
pusieron en tela de juicio su legitimidad. Se cita ordinariamente como primeros antecedentes en la jurisprudencia
francesa moderna dos fallos de 1809 y 1811; desde entonces los tribunales hicieron una práctica constante de
las astreintes y fueron perfilando cada vez con mayor precisión sus alcances y campo de aplicación.

77. El derecho comparado

Las sanciones conminatorias se han revelado utilísimas en la práctica de los tribunales. Inspirados en ellas, el Código de
Procedimientos alemán introdujo una multa similar, cuyo beneficiario es el Estado. Esta fue la solución adoptada en
nuestro país por el dec.-ley 4366/1955 (art. 7º) sobre ejecución de sentencias de desalojos de campos, que fijó una multa
de $ 300 (m./n.) por día de retención indebida del predio, con destino a la enseñanza común. La diferencia con el
sistema francés es neta, porque ésta es una verdadera pena.

También guarda analogía el comptent of Court del common law, que es una multa impuesta en caso de desobediencia a
resoluciones y decretos judiciales, en beneficio de la parte en cuyo interés se decreta la medida.

78. Naturaleza jurídica

Para establecer la naturaleza jurídica de las sanciones conminatorias interesa compararlas con la indemnización de
daños y la pena civil, con las cuales muchas veces han sido erróneamente identificadas.

No son una indemnización de daños porque: a) la indemnización sustituye la prestación incumplida, en tanto que
las astreintes tienden a que dicha prestación se cumpla; b) la indemnización fija definitivamente los daños sufridos;
las astreintes son provisorias, pueden ser alteradas por los jueces, aumentan a medida que transcurre el tiempo; c) la
indemnización es resarcitoria y, por lo tanto, su monto está dado por la medida del daño; las astreintes son
conminatorias y por ello no se fijan en atención al monto de los daños, sino a la fortuna del deudor.
No son una pena civil, porque ellas constituyen esencialmente un procedimiento de intimidación para obligar al deudor
a cumplir; la pena es, en cambio, una sanción por el incumplimiento. De ahí que ésta sea una suma fija, definitiva, lo
que no ocurre con las sanciones conminatorias.

Las astreintes son simplemente, una medida de coerción patrimonial que persiguen un doble propósito: (i) asegurar el
pleno acatamiento de las decisiones judiciales, y (ii) lograr —a pesar de la voluntad renuente del deudor— el
cumplimiento específico de lo adeudado. Una de sus características esenciales es que se fijan siempre en dinero (art.
804).

79. Las sanciones conminatorias en nuestro derecho

Mientras en Francia la jurisprudencia ha hecho una aplicación constante y fecunda de las astreintes, no obstante la
opinión prácticamente unánime de los grandes juristas que las consideraban ilegales, en nuestro país sucedió
justamente lo contrario: la jurisprudencia se manifestó reacia a admitirlas, en tanto la doctrina era pacífica a favor de
ellas.

El fundamento esencial por el cual los tribunales las resistieron, fue que consideraban que su aplicación importa una
pena no autorizada por la ley. Sólo algunos fallos acotados hicieron aplicación de la idea.

Ese prurito legalista —a nuestro juicio excesivo en este caso—, fue removido por la ley 17.711, que expresamente
introdujo las astreintes en el art. 666 bis dentro del Código Civil velezano. En la actualidad, se encuentran reguladas en
el art. 804 del Código Civil y Comercial, bajo la denominación de sanciones conminatorias. No podemos dejar de
mencionar que los códigos de procedimientos locales, también, se encargan de disciplinarlas (por ejemplo, el art. 37 del
Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). A raíz de ello, se asevera que las astreintes gozan de naturaleza dual en
materia legislativa.

80. El art. 804

El texto legal dispone: Sanciones conminatorias. Los jueces pueden imponer en beneficio del titular del derecho, condenaciones
conminatorias de carácter pecuniario a quienes no cumplen deberes jurídicos impuestos en una resolución judicial. Las condenas se
deben graduar en proporción al caudal económico de quien debe satisfacerlas y pueden ser dejadas sin efecto o reajustadas si aquél
desiste de su resistencia y justifica total o parcialmente su proceder. La observancia de los mandatos judiciales impartidos a las
autoridades públicas se rige por las normas propias del derecho administrativo.

De esta norma se desprenden las siguientes consecuencias:

a) Modo de fijarlas.— Se fijan en dinero, estableciéndose una suma por cada día (u otro período de tiempo) de retardo
en el cumplimiento. Para establecer su monto se atenderá al caudal económico del demandado, lo que es lógico porque
de lo que se trata es de fijar una suma tal que pueda servir de presión para obligarlo a cumplir. Pero pensamos que el
monto de la deuda no puede ser totalmente extraño al criterio en base al cual se establece la multa. Parece prudente,
además, ponderar la conducta del obligado, el tiempo transcurrido desde que se hizo exigible la obligación y la
naturaleza de ésta.

b) Beneficiario. — El beneficiario es el titular del derecho que la otra parte se resiste a cumplir. Es la manera de
asegurar su efectividad, pues entonces será aquél quien promueva y se encargue de hacer cumplir la multa.

c) Carácter provisorio.— Se ha dicho ya que las sanciones conminatorias tienen por objeto hacer cumplir las resoluciones
judiciales. Logrado su objeto, la medida pierde su razón de ser y por ello es que la ley autoriza al juez a dejarlas sin
efecto total o parcialmente, a condición de que el condenado cese su resistencia y justifique total o parcialmente su
proceder.

Pero pensamos que el acreedor no puede ser obligado a devolver lo que ya hubiera percibido como consecuencia de la
aplicación de la multa, pues ese importe se encuentra definitivamente incorporado a su patrimonio.

d) Presupuesto.— Las astreintes suponen una resolución incumplida. Por consiguiente, sólo pueden empezar a correr
después de que aquélla haya pasado en autoridad de cosa juzgada y se ha notificado al deudor o un tercero (por
ejemplo, pedido de informes) de que le serán aplicadas si persiste en su resistencia.

e) Objeto.— Las sanciones conminatorias son aplicables, en principio, a cualquier género de obligación, sea de dar, hacer
o no hacer. Pero no son aplicables cuando resulta repugnante al sentimiento jurídico la utilización de cualquier medio
de compulsión para obligarlo al deudor a cumplir. Esto es particularmente importante en los contratos en que una de
las partes promete su trabajo personal y tanto más si se trata de trabajos u obras cuyo cumplimiento no se concibe si no
son hechos de buena voluntad, tal como el trabajo encomendado a un artista, pintor, escultor, médico, etcétera. Pero
hay obligaciones de hacer que pueden ser objeto de compulsión por medio de las astreintes: por ejemplo, la de escriturar
o la de cumplir el régimen de visitas fijadas por la sentencia (caso este último en el que las astreintes son particularmente
indicadas).

Si la obligación se ha hecho de cumplimiento imposible, no cabe aplicar astreintes, pues su objeto, ya lo hemos dicho,
es hacer cumplir la obligación.

81. Caracteres

Las astreintes son conminatorias, discrecionales, progresivas, no retroactivas, revisables, pecuniarias, ejecutables y no
subsidiarias.

En efecto, el carácter conminatorio está dado por el hecho de constituir una medida de coerción patrimonial que
procura asegurar el pleno acatamiento de las decisiones judiciales, y lograr —a pesar de la voluntad renuente del
deudor— el cumplimiento específico de lo adeudado.

Son discrecionales pues su procedencia y cuantía quedan sujetas a la prudente apreciación judicial.

Pueden fijarse de manera progresiva, aumentándose así la presión sobre el deudor incumplidor que verá
incrementarse su deuda ante su contumaz incumplimiento.

No tienen carácter retroactivo. Es que se trata de una advertencia para el caso de incumplimiento. Si no se cumple la
intimación judicial formulada, deberán pagarse las astreintes fijadas; pero si se cumple la intimación, el deudor nada
deberá por este concepto.

Las sanciones conminatorias son provisorias y, por tanto, revisables.

Las astreintes son pecuniarias, tal como lo dispone expresamente el art. 804.

Las sanciones conminatorias son ejecutables, una vez que son impuestas.

Por último, es necesario señalar que se discute si las astreintes tienen o no carácter subsidiario, esto es, si pueden ser
aplicadas cuando existen otros medios de compulsión o no. Parece claro que no existe tal subsidiariedad, ante todo
porque el art. 804 nada dice al respecto, pero, además, porque cualquier limitación a su aplicación importaría eliminar
un arma útil e idónea para obligar a cumplir las decisiones judiciales.
82. Sujeto pasivo. Hipótesis especial de la Administración Pública

El art. 804 establece que las sanciones conminatorias podrán aplicarse a quienes no cumplen deberes jurídicos impuestos en
una resolución judicial.

Ninguna duda puede caber acerca de que el incumplidor al cual se refiere la norma es una de las partes del proceso.
Pero, ¿pueden aplicarse astreintes a quien no es parte en el proceso, esto es, a un tercero que ha incumplido un deber
impuesto en una resolución judicial, como ocurre cuando el tribunal pide una determinada información o
documentación?

A nuestro juicio la solución se encuentra en el mismo art. 804, que en ningún momento excluye la posibilidad de
aplicar una sanción conminatoria a un tercero ajeno al litigio, que deba cumplir una orden judicial. Y es sabido que todo
lo que no está prohibido, está permitido (art. 19, CN), por lo que el tribunal está habilitado para imponer astreintes al
tercero renuente. Por lo demás, ninguna razón existe para impedir que la multa pueda ser percibida por la parte
interesada en el cumplimiento; por el contrario, si la multa no ingresa en su patrimonio, las astreintes mismas perderán
sentido pues ¿qué lo movilizará para exigir su aplicación?

Solución particular se ha brindado cuando el sujeto pasivo es la Administración Pública. La observancia de los
mandatos judiciales impartidos a ella se encuentra disciplinado por las normas locales de derecho administrativo (art.
804, in fine).

Sin perjuicio de reconocer la competencia de las normas locales de derecho público, cuando esté involucrada la
Administración Pública, no se comprende por qué razón no es posible aplicar el art. 804 en estos supuestos. La índole
de persona pública no justifica que se aparte del principio de igualdad (art. 16, CN), sobretodo, si tiene en cuenta el
carácter provisorio que las astreintes ostentan y la posibilidad de su posterior levantamiento. Tal orden de ideas han
motivado que se sugiriera su derogación en el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018.

83. Multas legales y convencionales

La multa es un eficaz medio de compulsión que no ha podido ser desdeñado por la ley. Numerosas disposiciones
sancionan con multa a quienes no cumplen con lo dispuesto por ellas. A manera de ejemplo, puede citarse el Código
Procesal de la Nación, que impone multas a los litigantes que no devuelvan los expedientes llevados en préstamo (art.
128).

También las partes suelen fijar multas convencionales para el caso de incumplimiento por el deudor en el caso fijado.
Es lo que se llama la cláusula penal, cuyo estudio haremos más adelante.

D. — FUNDAMENTO DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

84. Noción

Hemos de ver más adelante (capítulo VII, en especial nros. 574, 659 y 660) que el Código Civil y Comercial ha
adherido a la idea de la unificación de la responsabilidad contractual y extracontractual. Pero unificación no significa
unicidad. Existen importantes espacios en los que se debe distinguir uno y otro tipo de responsabilidad.
En lo que importa en este momento, debe señalarse que el régimen de la responsabilidad contractual está fuertemente
inspirado en la idea de culpa: se exime de la obligación de cumplir a quien prueba que medió caso fortuito o fuerza
mayor, es decir, a quien demuestra que no fue culpable, a menos que aquel acontecimiento hubiera sido ocasionado por
su culpa, hubiera ocurrido después de la mora, hubiera asumido el cumplimiento de la prestación no obstante ocurrir el
caso fortuito, la misma ley no lo libera de las consecuencias de tal evento, o el caso fortuito constituya una contingencia
propia del riesgo de la cosa o actividad (art. 1733). Por ello, el factor de atribución de la responsabilidad, en ausencia de
normativa, es la culpa (art. 1721). En numerosas obligaciones, el standard para apreciar si han sido cabalmente
cumplidas es el de la debida diligencia, por lo que toda negligencia está sancionada con la obligación de reparar. Inclusive
la idea de culpa influye en el monto de la reparación, según lo veremos enseguida.

Pero si la culpa es de importancia capital en todo este problema, no es el único fundamento de la responsabilidad. La
obligatoriedad de los contratos no reposa tan sólo en un fundamento ético, en el deber moral de hacer honor a la
palabra empeñada. También se toma en cuenta el justo interés de la parte que ha visto frustrada las esperanzas que
tenía puestas en el contrato y, consiguientemente, la seguridad de los negocios. Esto explica que haya podido afirmarse
que quien contrata asume una obligación de garantía y que la frustración del resultado prometido basta para
comprometer la responsabilidad. La aplicación desnuda de este principio, conduciría a consecuencias injustas; pero no
puede descartarse de modo absoluto una responsabilidad objetiva, fundada sólo en el incumplimiento. "El deber de
garantía, dice LARENZ, corresponde al strictum jus y con ello por entero a un ordenamiento jurídico, que se apoya en
hechos sencillos, en resultados claros ('un hombre, una palabra') y supone un arma peligrosa en manos del acreedor. El
principio de la culpabilidad, que extrae su fuerza convincente de la idea de responsabilidad personal, corresponde a la
conciencia ética y la refinada sensibilidad jurídica de nuestro tiempo. Pero de las más rigurosas exigencias del derecho
antiguo, algo subsiste todavía en nuestro ordenamiento jurídico y se impone a cada instante. El tráfico jurídico no se
puede desarrollar sin una cierta objetivación de la responsabilidad. Por consiguiente, al lado del principio de culpabilidad
se afirma la idea de una obligación de garantía o, en general, una responsabilidad objetiva del deudor, aunque sólo en
el sentido de una debilitación de aquel principio".

Los factores objetivos de atribución de responsabilidad han tenido gran desarrollo en el siglo XX. El riesgo, ya sea en
cualquiera de sus versiones (provecho, creado, empresarial, etc.) ha provocado una revolución copernicana en la
disciplina de la responsabilidad civil. Erigiendo como base del sistema al daño injustamente provocado, se han
sancionado preceptos que facilitan la tarea del damnificado para obtener su resarcimiento. Empero, la culpa sigue
siendo la clave de bóveda del sistema (art. 1721, in fine).

Esta apuntada objetivación de la responsabilidad contractual tiene en nuestro ordenamiento positivo las siguientes
manifestaciones:

a) Algunas veces, hay responsabilidad contractual sin culpa. Tal es el caso del deudor que ha caído en insolvencia por
factores extraños a su debida diligencia (por ej., crisis económica, medidas cambiarias, etc.) y no por ello es menos
responsable. Lo mismo ocurre con las personas privadas de discernimiento, a las cuales es imposible atribuir culpa en el
incumplimiento. Cierto es que no faltan quienes, en su afán de defender el falso dogma de validez universal según el
cual no hay responsabilidad sin culpa, sostienen que debe admitirse que los incapaces son culpables de
incumplimiento. Pero así, la noción de culpa deviene inasible. ¿Cómo atribuir conducta culpable a quien carece de ese
juicio elemental que es el discernimiento?

Sin embargo, el ejemplo del incapaz que describe el último párrafo del art. 32 da oportunidad para poner de
manifiesto la simbiosis del elemento subjetivo (culpa) y el elemento objetivo (interés social) en el fundamento de la
responsabilidad contractual. No puede afirmarse de modo absoluto que el incapaz tenga responsabilidad contractual o
no la tenga. Depende del tipo de obligaciones. Partamos del supuesto de que una persona ha contratado en su sano
juicio y luego se declara su incapacidad. Si se trata de una obligación de realizar una obra de arte (un retrato, una
escultura), la incapacidad sobreviniente constituye un caso fortuito que lo libera. Si, en cambio, se trata de un préstamo
de dinero, al vencimiento del plazo podrá ser demandado por reintegro del capital, por más que no haya culpa en su
demora o su negativa (puesto que no le posible interactuar con su entorno). En un caso, la probada falta de culpa es
suficiente para liberarlo; en el segundo, no. Y es que en este caso, sería contrario a la justicia y comprometería la
seguridad de los negocios, negar acción al prestamista para recuperar el capital. Por ello la protección de estos intereses
prevalece sobre la falta de culpa del incapaz; en tanto que en el primer ejemplo, la falta de culpa prevalece sobre las
legítimas esperanzas puestas por el acreedor en el contrato.

En las hipótesis de capacidad restringida, la solución no sería tan drástica: en muchos casos podrá llevar a cabo la
prestación pactada, con la ayuda del apoyo designado.

De lo dicho hasta aquí resulta claro que no basta la falta de culpa para exonerar de responsabilidad al deudor: debe
tratarse de la presencia de una causa ajena, como es el caso fortuito.

Por último, hay también responsabilidad sin culpa cuando el deudor asume el caso fortuito o fuerza mayor (art. 1733,
inc. a]) o promete un resultado determinado (art. 1723).

b) También se hace sentir la prevalencia del elemento objetivo en lo que atañe a la extensión de la reparación. Si el
fundamento exclusivo de la responsabilidad fuera la culpa, el monto de la indemnización debería fijarse en función de
la gravedad de ella. Pero no es así. El principio es que la indemnización debe cubrir los daños, de acuerdo a la extensión
que indique la causalidad adecuada (art. 1726). Es decir, tiene en cuenta esencialmente el perjuicio, sin que cuente la
importancia o gravedad de la culpa. Pero es preciso reconocer que la culpa no es del todo ajena a este problema. El
principio es, ya lo dijimos, que la reparación cubra todos los daños, sea la culpa grave o leve. Si los daños están bien
determinados y probados, la indemnización se ajustará a ellos. Pero hay casos en que los daños son inciertos o están
defectuosamente probados; el arbitrio judicial juega entonces dentro de límites más o menos amplios. Aquí la noción de
culpa recobra su importancia. El juez sentirá simpatía por el deudor que no obstante sus razonables esfuerzos por
cumplir, incurrió en alguna negligencia, de la que debe responder, pero que humanamente es explicable; en cambio,
sentirá repudio hacia el contratante que deliberadamente no cumplió su promesa, porque luego encontró la
oportunidad de hacer un mejor negocio con un tercero, a costa de defraudar las legítimas esperanzas del primer
acreedor. En el primer caso, la indemnización será fijada con criterio restrictivo; en el segundo, con amplitud. Es lo que
prevé el art. 1724, que de alguna manera entiende que el juez juzga conductas humanas, aprecia la buena y la mala fe, y
no puede prescindir de su justo impulso de premiar aquélla y castigar ésta. Muchos autores en la actualidad, empero,
prefieren indagar el tema como una de las funciones de la causalidad adecuada.

c) Finalmente, el elemento objetivo se pone también de manifiesto en la regla según la cual al acreedor le basta con
probar el incumplimiento; es el deudor quien debe probar el caso fortuito si quiere eludir su responsabilidad. Si la culpa
fuera el fundamento exclusivo de ésta, parecería más lógico exigir al acreedor no sólo la prueba del incumplimiento,
sino también la culpa del deudor.

§ 2. — EFECTOS ANORMALES O SUBSIDIARIOS (INDEMNIZACIÓN DE LOS DAÑOS)

85. Cuándo procede la indemnización de daños

En materia de obligaciones contractuales, la indemnización de daños ocasionados tiene carácter subsidiario. El deber del
deudor es cumplir con la prestación in natura. Pero a veces no puede cumplirla, debido a un hecho que le es imputable;
así, por ejemplo, ha vendido a otro la cosa prometida o ésta se ha perdido por su culpa o negligencia. Otras veces se
niega a cumplir con la obligación de hacer (por ej., hacer el trabajo prometido). En tales casos, el acreedor tiene derecho
a reclamar del deudor la indemnización de los daños, la cual tiene carácter subsidiario, porque sólo puede reclamarse en
defecto de la prestación en especie.

A ello hay que adicionar el incumplimiento de los auxiliares del deudor (art. 732); esto es, de las personas de las que el
deudor se sirve para la ejecución de la obligación. Las consecuencias de su no realización o de la manera irregular de
llevarla a cabo por ellos se le atribuye directamente al deudor. Se establece, en consecuencia, el principio de equiparación.

Hemos dicho que la indemnización procede cuando el deudor no puede (por su culpa) o no quiere cumplir con su
obligación. No debe pensarse, sin embargo, que el deudor está facultado en cualquier caso a negarse al pago in natura.
Por el contrario el principio es que debe hacerlo en esa forma y que el acreedor puede obligarlo a que lo haga así; pero si
se trata de una obligación de hacer, la imposibilidad de forzar su cumplimiento, característica propia de tal tipo de
obligación, trae como consecuencia el derecho a reclamar la indemnización de los daños sufridos (art. 777, inc. c]).

Lo dicho en el párrafo precedente se aplica únicamente a las obligaciones nacidas de la voluntad de las partes;
tratándose de las que surgen de un hecho ilícito, la única prestación exigible es la indemnización de daños. En las
organizaciones sociales primitivas se aplicaba la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente). El autor de un daño era
obligado a sufrir un daño similar en su propio cuerpo. Cuando las costumbres fueron suavizándose, se permitió
la composición, procedimiento en virtud del cual el autor del daño podía liberarse de la aplicación de la ley del talión,
pagando al acreedor una suma de dinero, siempre que éste aceptara esa solución. Luego la composición se hizo
obligatoria para el acreedor, que no podía negarse a aceptarla; y, por fin, cuando triunfó definitivamente la idea de que
las obligaciones no comprometen el cuerpo sino el patrimonio del deudor, la indemnización de daños se convirtió en la
única prestación exigible.

En suma: en las obligaciones nacidas voluntariamente se promete algo y ese algo es lo que, ante todo, debe pagarse; la
obligación de pagar daños ocasionados, es subsidiaria. En las obligaciones originadas en un hecho ilícito nada se ha
prometido: la obligación surge de la ley y se traduce en la indemnización de daños.

Para que surja el derecho a reclamar los daños sufridos en las obligaciones convencionales, es necesario: a) que el
deudor no haya cumplido en especie con su promesa, por un motivo que le sea imputable (culpa o dolo), o en los casos,
calificados como de responsabilidad objetiva, cuando se hubiese comprometido a obtener un resultado determinado y
no lo alcanzara (art. 1723); por el contrario, cuando la imposibilidad de cumplir no pueda serle atribuida (como ocurre
cuando deriva de caso fortuito o fuerza mayor), no hay responsabilidad; b) que el incumplimiento haya originado
daños al deudor.

En otras palabras: el incumplimiento puede derivar, o bien, de culpa o dolo del obligado, o bien, de no obtener el
resultado prometido en los casos de responsabilidad objetiva, y en ambos supuestos la obligación se resolverá en el
pago de daños. El incumplimiento también puede derivar del caso fortuito o fuerza mayor; en este caso, se extingue la
obligación por imposibilidad de pago.

Por último, y para completar esta idea general del sistema legal que será desarrollado cuando abordemos la cuestión
de la responsabilidad civil, conviene agregar que el incumplimiento puede ser relativo o parcial y absoluto o total. En
ambos casos, el monto de la indemnización estará dado por la medida del incumplimiento y del consiguiente perjuicio
ocasionado al acreedor.
§ 3. — ELEMENTOS QUE CONFIGURAN EL INCUMPLIMIENTO

86. Enumeración

Para que el incumplimiento del deudor haga surgir la acción por indemnización de daños es preciso diferenciar según
se trate de un supuesto de responsabilidad subjetiva o de uno de responsabilidad objetiva.

En el primero, es necesario: a) que el deudor se encuentre en mora; y b) que el incumplimiento le sea imputable, es decir
que medie culpa o dolo de su parte. Hay que agregar, sin embargo, que esta imputabilidad se presume; basta el hecho de la
mora para admitir la responsabilidad del deudor, a menos que éste pruebe que su incumplimiento se origina en un caso
fortuito o fuerza mayor.

En el segundo, es necesario: a) que el deudor se encuentre en mora; y b) que de las circunstancias de la obligación o de
lo convenido por las partes surja que el deudor deba obtener un resultado determinado. En este caso, el deudor sólo se
libera si demuestra la causa ajena y siempre que no exista una disposición legal en contrario que haga que asuma el
caso fortuito o la fuerza mayor.

Nos ocuparemos del tema de la mora en el Capítulo de extinción de las obligaciones cuando veamos pago y de los
factores de atribución objetivos y subjetivos cuando estudiemos la cuestión de la responsabilidad civil.

§ 4. — LA INDEMNIZACIÓN

87. Conceptos generales

Quien no cumple con su obligación, la cumple mal o a destiempo, debe indemnizar al acreedor todos los daños que le
haya ocasionado la inejecución. La indemnización está integrada por estos tres elementos (art. 1738): a) El daño
emergente, es decir, el daño efectivamente sufrido por el acreedor con motivo del incumplimiento: por ejemplo, un
propietario contrata una reparación de urgencia que el constructor no cumple, ocasionando así la caída de parte de una
casa; esta caída es un daño emergente. b) El lucro cesante, es decir, la utilidad o ganancia que ha dejado de percibir el
acreedor con motivo del incumplimiento; así, por ejemplo, un comerciante minorista adquiere de un mayorista una
partida de telas, que éste no le entrega; deberá repararle la utilidad o ganancia que el minorista hubiera podido obtener
de su venta al público. c) La pérdida de la chance, es decir, la privación de la ocasión de obtener una ventaja favorable que
no se sabe a ciencia cierta si se conseguirá a raíz de un evento dañoso. Se basa en un cálculo de probabilidades en donde
lo que se indemniza es la posibilidad de ocurrencia de un suceso contingente. Por ejemplo, el camión donde se
transporta un caballo de carrera resulta embestido por un coche. A consecuencia del accidente, el caballo no puede
participar en la carrera. Se indemniza a su propietario la eventual posibilidad de victoria. Se deberá tener en cuenta las
estadísticas de sus triunfos y derrotas.

La doctrina alemana ha distinguido, por su parte, dos tipos de daños, los llamados daños al interés positivo y al interés
negativo. El interés positivo es aquel perseguido por el contratante al celebrar el acto; y puede consistir en un daño
emergente (por ej., el interés de evitar el derrumbe, en nuestro ejemplo) o en un lucro cesante (el interés de la ganancia
perseguida con la compra de la mercadería). El interés negativo comprende los gastos comprometidos con la finalidad
de celebrar un contrato que finalmente no se celebra y, en su caso, la indemnización por la pérdida de probabilidades
concretas para celebrar otro negocio similar. Por lo tanto, el daño al interés negativo abarca (i) el daño emergente (los
gastos que hizo para concretar el contrato que al final no se celebró), y (ii) la ganancia frustrada por la no realización de
otro contrato con un tercero, siempre que acredite que este último acto jurídico fue desechado para poder cerrar el
contrato que finalmente se frustró por culpa de la persona con quien se pretendía contratar. Esta clasificación no tuvo
gran repercusión en nuestra doctrina, pero, sin embargo, debe recordarse que fue recogida por el Proyecto de Código
Civil y Comercial de 1998 (art. 1600). El Código Civil y Comercial no los menciona entre los rubros indemnizatorios (art.
1738). Sin embargo, se propicia la incorporación del daño al interés negativo en el Anteproyecto de Reforma del Código
Civil y Comercial de 2018 en el artículo recién mencionado.

88. Justificación de remisión

El Código Civil velezano había tratado independientemente de los daños con relación al incumplimiento de las
obligaciones contractuales (arts. 519-522); al incumplimiento de las obligaciones de dar sumas de dinero (arts. 619 y ss.)
y a los hechos ilícitos (arts. 901 y ss.).

En el Derecho moderno se postula tratar con igual criterio las obligaciones surgidas como consecuencia de un
incumplimiento contractual o de un hecho ilícito. Tal es el camino elegido por el Código Civil y Comercial, que destina
los preceptos de la responsabilidad civil a ambas órbitas, por ej., arts. 1738, 1741 y 1742.

Tal cambio de paradigma justifica su estudio en conjunto dentro del capítulo de responsabilidad civil, al cual
remitimos.

§ 5. — CLÁUSULA PENAL
A. — CONCEPTOS GENERALES

89. Concepto, relación con los daños e intereses

Según el art. 790, la cláusula penal es aquella por la cual una persona, para asegurar el cumplimiento de una obligación, se sujeta
a una pena o multa en caso de retardar o de no ejecutar la obligación.

En su esencia, la cláusula penal es un recurso compulsivo ideado para obligar al deudor a cumplir con lo convenido,
ante el peligro de tener que satisfacer esta pena, por lo común más gravosa que la obligación contraída (función
compulsiva). Es también un modo de fijar, por anticipado, los daños e intereses que deberán pagarse al acreedor en caso
de incumplimiento total o de retardo (función resarcitoria). Se evitan así todas las cuestiones relativas a la existencia del
daño y a su monto. Pero sería un error considerarla como una indemnización propiamente dicha: la indemnización
debe tener una adecuación lo más perfecta posible a los daños realmente sufridos por el acreedor a raíz del
incumplimiento, en tanto que la cláusula penal se fija arbitrariamente, es casi siempre mayor que esos daños y,
finalmente, se debe aunque del incumplimiento no resulte daño efectivo alguno para el acreedor (art. 794).

90. Método del Código, crítica

El Código Civil y Comercial trata la cláusula penal en los arts. 790 y ss., en una de las secciones en las que se estudian
las diversas obligaciones con relación a su objeto (arts. 746 y ss.). Su regulación se encuentra emplazada entre las de las
obligaciones facultativas y las obligaciones divisibles o indivisibles. Es una ubicación inadecuada, pues la cláusula penal
no es una categoría especial de las obligaciones, sino una cláusula accesoria; debió, pues, tratarse en algunos de los
títulos referentes a las obligaciones en general (sea como medio de asegurar el cumplimiento o como un aspecto de la
indemnización de daños) o bien en la parte general de los contratos.
91. Origen histórico y finalidad

La cláusula penal tuvo su origen en la stipulatio penae del derecho romano, que se ideó como medio de obligar a los
deudores a cumplir con sus obligaciones.

En el derecho moderno, la cláusula penal tiene una doble finalidad: a) compeler al deudor a cumplir con sus
obligaciones ante el peligro de tener que pagar una suma más gravosa que el cumplimiento mismo (función
compulsiva); b) fijar por anticipado el monto de los daños, evitándose después las dificultades de la prueba del daño
(función resarcitoria).

92. Caracteres

La cláusula penal tiene los siguientes caracteres:

a) Es accesoria de una obligación principal, puesto que es acordada para asegurar su cumplimiento. De donde se
desprenden las siguientes consecuencias: 1º) La nulidad o extinción sin culpa de la obligación principal causa la nulidad
o extinción de la cláusula penal (art. 801). 2º) En cambio, la nulidad o extinción de la cláusula penal deja subsistente la
obligación principal (art. 801).

Sin embargo, la cláusula penal subsiste aunque la obligación principal no tenga efecto si ella se ha contraído por otra
persona, para el caso de que aquélla fuese nula por falta de capacidad del deudor (art. 801, in fine). Es el caso de la
obligación contraída por un menor y afianzada por un tercero. Éste permanece obligado por la cláusula penal, no
obstante la nulidad de la obligación principal.

b) Es subsidiaria, pues el objeto principal del contrato sigue siendo siempre la obligación principal. De este carácter
surgen las siguientes consecuencias: 1º) El deudor no puede eximirse de cumplir la obligación pagando la pena, a
menos que se hubiera reservado expresamente ese derecho (art. 796). Por lo tanto, el acreedor tiene siempre el derecho a
pedir el cumplimiento en especie, a menos que el contrato reconociese expresamente al deudor la facultad mencionada
o que se tratare de una obligación de hacer en la cual no sea posible recurrir a la ejecución por otro a costa del deudor: en
estas dos hipótesis excepcionales el deudor puede liberarse pagando la pena. 2º) El acreedor no puede pedir el
cumplimiento de la obligación y al mismo tiempo la pena, sino una de las dos cosas a su arbitrio, a menos, claro está,
que la pena se hubiese impuesto por el simple retardo o que se haya estipulado expresamente que el pago de la pena no
extingue la obligación principal (art. 797).

c) Es condicional pues no funciona sino en caso de mora o inejecución del deudor.

d) Es inmutable. Dada su importancia, tratamos detenidamente esta cuestión más adelante.

93. Diferencias con las obligaciones alternativas, facultativas y condicionales y con las arras

Para precisar con mayor rigor técnico el concepto de cláusula penal, conviene trazar su paralelo y distinguirla de otras
figuras análogas:

a) Con las obligaciones alternativas.— En las obligaciones alternativas, el deudor puede optar por el cumplimiento de
una u otra (por ejemplo, me comprometo a entregar, por cierto precio, 100 novillos o 120 vaquillonas) y con cualquiera
queda liberado; en cambio, el deudor no queda desobligado pagando la cláusula penal, a menos que se hubiese
reservado en el contrato dicha opción (art. 796) o se tratara de una obligación de hacer en la cual no sea posible recurrir
a la ejecución por otro a costa del deudor. En las obligaciones alternativas, si una de las prestaciones resulta imposible
por causas ajenas a la responsabilidad de las partes, se debe la otra (arts. 781, inc. a], y 782, inc. a]); pero si se extingue la
obligación principal por pérdida de la cosa debida sin culpa del deudor, se extingue la cláusula penal (art. 802).

Es que en las obligaciones alternativas no hay una obligación principal y otra accesoria, sino dos prestaciones del
mismo rango (art. 779).

b) Con las obligaciones facultativas.— La diferencia es más sutil en este caso, porque también aquí hay una obligación
principal y otra accesoria, de tal modo que si se extingue la principal, sin culpa del deudor, se extingue también la
accesoria (art. 787), como ocurre con la cláusula penal. Pero en las obligaciones facultativas el deudor tiene derecho a
desobligarse cumpliendo con la prestación subsidiaria o accesoria (art. 786), lo que no ocurre —como regla— con la
cláusula penal.

c) Con la obligación condicional.— El funcionamiento de la cláusula penal está sujeto a una condición: que el deudor no
cumpla o incurra en mora. No obstante ello, hay una diferencia esencial con las obligaciones condicionales: en éstas, los
derechos del acreedor son inciertos en cuanto a su eficacia o resolución; dependen de un acontecimiento que puede o no
ocurrir; en las obligaciones con cláusula penal, los derechos del acreedor son perfectamente ciertos desde el comienzo;
la obligación del deudor ha nacido pura y simple; la única incertidumbre consiste en la forma que será cumplida (si
pagando la prestación principal o la pena), pero no respecto del derecho mismo.

d) Con la señal o arras penitencial.— Se llama seña, señal o arras penitencial a la cosa (generalmente una suma de
dinero) que se entrega a una de las partes en garantía del cumplimiento de la obligación y, subsidiariamente, como
indemnización para el caso de incumplimiento. Son frecuentísimas en los boletos de compraventa de inmuebles, en los
cuales el comprador entrega al vendedor una suma en concepto de seña. Si luego desiste la compra, pierde la seña; si es
el vendedor quien se arrepiente, debe devolver la seña doblada. No está de más decir que la señal penitencial es uno de
los dos tipos de señal que existen. La otra es la llamada señal confirmatoria, que también consiste en la entrega de una
cosa, pero, en este caso, como confirmatoria del acto. Esta señal confirmatoria es la regla en el régimen jurídico vigente y
ambas señales están reguladas en los arts. 1059 y 1060, correspondiendo su estudio al curso de contratos (nos remitimos
a BORDA, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2016).

La diferencia con la cláusula penal es, pues, muy clara: 1º) La seña penitencial es algo que se da en garantía del
cumplimiento; sólo subsidiariamente sirve como indemnización de daños, si una de las partes decide no cumplir; la
cláusula penal es algo que se promete para el caso de no cumplir la obligación principal. 2º) La seña penitencial se puede
dar mediante convención para que las dos partes del contrato puedan arrepentirse, mientras que la cláusula penal no
autoriza al deudor a arrepentirse: se establece sólo en beneficio del acreedor. 3º) La seña penitencial representa una
parte, generalmente pequeña, del importe total de las obligaciones del deudor, la cláusula penal equivale a las
obligaciones contraídas por el deudor, y más aún, por lo común tienen un valor patrimonial superior a las prestaciones
ofrecidas.

94. Objeto

Según el art. 791, la cláusula penal puede tener por objeto el pago de una suma de dinero, o cualquiera otra prestación que pueda
ser objeto de las obligaciones, bien sea en beneficio del acreedor o de un tercero.

Comúnmente, la pena consiste en una suma de dinero; pero nada se opone a que sea cualquier otro objeto lícito; así
por ejemplo, la pérdida o caducidad de algún derecho que el contrato reconocía al deudor. En los préstamos
hipotecarios es usual la cláusula según la cual si el deudor no paga puntualmente los intereses, caduca el plazo
concedido para el pago del capital, que se hace exigible inmediatamente.
El objeto debe ser lícito; la más frecuente causa de ilicitud es la desproporción intolerable entre el daño sufrido por el
acreedor y la pena. Los tribunales han reducido en muchos casos las cláusulas excesivas o desproporcionadas; y luego
esta solución ha recibido consagración legislativa (art. 656, párr. 2º, Cód. Civil, ref. por ley 17.711; art. 794, párr. 2º, Cód.
Civ. y Com.). Volveremos más adelante sobre este punto.

95. Tiempo, forma y modalidades

La cláusula penal puede pactarse simultáneamente con la obligación principal o posteriormente, por cláusula o
convenio separado. Lo usual es lo primero.

Tampoco hay ninguna exigencia formal; puede pactarse por escrito o verbalmente; la mayor parte de los autores
admite la cláusula penal tácita. Por nuestra parte, pensamos que, como se trata de una estipulación que agrava la
situación del deudor, sólo podría admitirse la forma tácita cuando resulta de toda evidencia del contexto del contrato.

La cláusula penal admite estas dos modalidades: a) cláusula penal compensatoria: como compensación de la obligación
principal no cumplida, en cuyo caso tiene carácter sustitutivo de ésta; el pago de la pena extingue la obligación
principal. b) cláusula penal moratoria: como resarcimiento de la demora en cumplir las obligaciones, en cuyo caso el
acreedor puede exigir el pago de la pena y, además, el cumplimiento de la obligación.

96. Obligaciones que asegura

La cláusula penal es posible pactarla para cualquier tipo de obligación.

A fin de despejar dudas, se dedicó el art. 795 a regular las situaciones de las obligaciones de no hacer: en este caso, el
deudor incurre en la pena desde el momento que ejecuta el acto del cual se obligó a abstenerse.

También es posible convenirla para asegurar el cumplimiento de una obligación que al tiempo de pactarse la cláusula
penal no podía exigirse judicialmente, siempre y cuando tal obligación principal no estuviese reprobada por la ley (art.
803). La norma claramente impide constituir una cláusula penal sobre una obligación ilícita. Pero, entonces, ¿cuál es la
obligación que puede asegurarse con una cláusula penal y que no puede ser exigida judicialmente? La norma se está
refiriendo a los supuestos de actos jurídicos sujetos a condición suspensiva y a plazo suspensivo, y a los créditos
eventuales. Incluso, y sin perjuicio de lo que diremos más adelante, la norma parece aceptar —si bien de manera
implícita— la existencia de la obligación natural.

97. Condiciones de aplicación

Para que la cláusula penal sea aplicable deben reunirse las siguientes condiciones:

a) La inejecución o retardo debe ser imputable al deudor. No se trata, desde luego, de que el acreedor deba probar la
culpa o dolo del deudor, sino de que éste puede eximirse de la pena si demuestra que su incumplimiento se ha debido a
una causa extraña que suprime la relación causal. Consigna el art. 792 que el caso fortuito debe ser aplicado e
interpretado de manera restrictiva.

b) La pena debe ser lícita. Hemos dicho ya que el problema práctico más importante que se presenta en este punto es
el de las penas desproporcionadas o excesivas, que los tribunales deben reducir a límites razonables.
98. Derecho de opción del acreedor; su carácter irrevocable

Cuando la pena se ha impuesto como castigo por la demora en cumplir (cláusula penal moratoria), el acreedor puede
exigir el cumplimiento de la obligación y, además, el pago de la pena (art. 797), que generalmente consiste en un fuerte
interés, llamado moratorio. Pero cuando se ha impuesto en carácter de compensación al incumplimiento (cláusula penal
compensatoria), el acreedor puede demandar, bien sea el cumplimiento de la obligación, bien sea el pago de la pena. Se
admite generalmente que este derecho de opción tiene, en principio, carácter irrevocable. Pero el significado de este
principio de la irrevocabilidad ha dado lugar a divergencias: a) para algunos autores, la irrevocabilidad de la opción es
definitiva desde que la elección ha sido notificada debidamente al deudor; desde ese momento, el que ha optado por el
cumplimiento de la obligación pierde su derecho a exigir la pena y viceversa (DEMOGUE, GIORGI); b) para otros, la
opción es irrevocable sólo cuando el acreedor ha elegido la pena; en adelante, no puede ya pretender el cumplimiento
de la obligación en especie; pero si ha demandado ésta y el deudor no cumple, conserva el derecho de exigir la pena
(GALLI, VON TUHR). Nos inclinamos decididamente por este sistema que nos parece el que más se compagina con la
naturaleza subsidiaria de la cláusula penal; el camino normal que sigue un acreedor de buena fe es reclamar el
cumplimiento; y sólo en caso de que el deudor siga resistiéndose hace valer el derecho, siempre excepcional, de exigir el
pago de la pena. No se ve motivo para negar la legitimidad de esta conducta.

El derecho lo tiene solamente el acreedor; el deudor no puede eximirse de cumplir la obligación principal pagando la
pena, a menos que se hubiere reservado expresamente este derecho en el contrato (art. 796). Pero en este último caso, no
estaríamos propiamente ante una cláusula penal, sino ante una obligación facultativa. Sin embargo, las penas impuestas
a las obligaciones de hacer funcionan como obligación alternativa, si para obtener su cumplimiento es necesario hacer
fuerza sobre la persona del deudor y no es posible recurrir a la ejecución por otro a costa del sujeto pasivo, porque como
al acreedor le está vedado el empleo de la violencia, en la práctica el deudor viene a tener una opción entre pagar la
prestación principal o la pena.

99. Beneficiario de la pena

El beneficiario de la pena puede ser la propia parte contratante que la ha pactado o bien un tercero (art. 791). Este
último caso, que es excepcional, plantea algunos problemas delicados.

Supóngase el caso normal de que el acreedor principal reclame el pago de la obligación poniendo en mora al deudor;
¿nace ipso jure una acción en favor del tercero para exigir la pena? La respuesta no puede ser sino negativa; es siempre el
acreedor principal el dueño de la opción. Es decir, el tercero no podría actuar directamente en caso de que el acreedor
principal hubiera optado por insistir en el cumplimiento, a pesar de la mora del deudor, ni tampoco en el supuesto de
simple inacción del acreedor después de haber puesto en mora al deudor. Para que surja el derecho del tercero será
necesario una declaración expresa de voluntad del acreedor en el sentido de que no exigirá el pago de la obligación o de
que autoriza al tercero a reclamar la pena. Claro está que no se ve inconveniente en que el contrato reconozca ese
derecho expresamente al tercero para la hipótesis de incumplimiento y sin necesidad de declaración alguna del
acreedor; sólo que entonces vendría a asumir el carácter de una estipulación en favor de tercero, perdiendo el de simple
cláusula penal.
B. — INMUTABILIDAD DE LA CLÁUSULA PENAL

100. El problema: evolución histórica

Dos concepciones opuestas sobre la cláusula penal se disputan el terreno en la legislación contemporánea. De acuerdo
con la idea clásica, inspirada en el derecho romano y adoptada por el Código francés, la cláusula penal es inmutable, el
deudor no tiene derecho a demostrar que los daños derivados al acreedor de su incumplimiento han sido menores que
la pena, ni el acreedor puede probar que han sido mayores, para pretender una modificación judicial de la pena (art.
1152).

En el Código de las Obligaciones suizo, en cambio, el juez tiene amplias facultades para modificar la pena si se
demuestra que es manifiestamente excesiva o insuficiente (arts. 161 y 163). Esta misma idea consagra hoy el Código
Civil francés, luego de las reformas introducidas por las leyes 75-597 y 85-1097, de los años 1975 y 1985 (art. 1152, párr.
2º). Pero las restantes legislaciones que establecen el principio de la mutabilidad, sólo aluden a la hipótesis de que la
pena sea manifiestamente excesiva, que es lo que en definitiva interesa en la mayoría de los casos. La cláusula penal,
impuesta por el acreedor, muy difícilmente será insuficiente; en cambio, es frecuente que sea desproporcionadamente
elevada. Una razón de moral exige que los jueces intervengan para restablecer la equidad en las convenciones. Este
sistema ha sido adoptado por los códigos alemán (art. 343); italiano (art. 1384); chileno (art. 1544); peruano (art. 1346),
paraguayo (art. 459); brasileño (art. 413); ecuatoriano (art. 1560).

101. Sistema del Código

El Código Civil de VÉLEZ consagró de modo expreso el principio de la inmutabilidad absoluta (arts. 522 y 656). Esto
significaba: a) el deudor no podía pedir que se redujera la pena, aunque demostrara que ella excedía los perjuicios
sufridos por el acreedor; b) el acreedor no podía pedir una suma mayor, aunque demostrara que los perjuicios sufridos
por el incumplimiento excedían el importe de la pena. Sin embargo, la jurisprudencia había decidido, con toda razón,
que los jueces podían reducir las penas cuando éstas eran a todas luces abusivas y desproporcionadas con el perjuicio
ocasionado por el incumplimiento. Esta jurisprudencia resultó consagrada por la ley 17.711, que agregó un párrafo
al art. 656 que permitió a los magistrados reducir la cuantía de la cláusula penal.

Reproduciendo este orden de ideas, el Código Civil y Comercial dispone, por un lado, que el deudor no puede
solicitar que se reduzca la pena, aunque demuestre que el acreedor no ha sufrido daño alguno (art. 794); y, por el otro,
que el acreedor no tiene derecho a otra indemnización, aunque pruebe que la pena no es reparación suficiente (art. 793).

Sin embargo se torna competencia del magistrado reducir la pena cuando su monto —desproporcionado con la
gravedad de la falta que sanciona, habida cuenta del valor de las prestaciones y demás circunstancias del caso—
configure un abusivo aprovechamiento de la situación del deudor (art. 794, párr. 2º).

Los elementos a tener en cuenta son, entonces, los siguientes: (i) desproporción entre la pena y la gravedad de la falta
cometida, y (ii) la configuración de un abusivo aprovechamiento de la situación del deudor por parte del acreedor.

Con otras palabras, para determinar la desproporción entre pena y falta cometida, el juez deberá ponderar
integralmente todas las circunstancias del caso, sobresaliendo entre ellas la gravedad de la falta y el valor de las
prestaciones, evitando que se configure un aprovechamiento abusivo de la situación del deudor.

Además de recordar que la Corte Suprema ha resuelto que se presume, de manera rigurosa, el abusivo
aprovechamiento de la situación del deudor, una vez acreditado la desproporción evidente y desorbitante (CSJN,
18/12/1990, LL 1991-D-97), es necesario tener presente que ningún acto jurídico puede ser contrario a la moral y a las
buenas costumbres (art. 279), lo que obliga al juez a morigerar la cláusula penal que —por su abusividad— las afecte.

102. Caso de cumplimiento irregular de la obligación

Si el deudor sólo cumple una parte de la obligación o la cumple de modo irregular o fuera del lugar o del tiempo a que
se obligó, y el acreedor ha aceptado el pago, la pena debe disminuirse proporcionalmente (art. 798).

A falta de acuerdo de las partes sobre la proporción de la reducción, el problema debe ser resuelto equitativamente
por el juez.

Cabe agregar que el art. 798 no es de orden público y que las partes podrían convenir que el cumplimiento parcial o
irregular no priva al acreedor del derecho de exigir el pago íntegro de la pena (de acuerdo: KEMELMAJER DE
CARLUCCI, BUSSO, SALVAT, BAUDRY-LACANTINERIE y BARDE, DEMOGUE, DEMOLOMBE).

103. Cláusulas penales ínfimas

Importan en la práctica cláusulas limitativas de responsabilidad para el deudor. El art. 1743 prohíbe aquéllas que
afecten derechos indisponibles, atenten contra la buena fe, las buenas costumbres o leyes imperativas o que sean
abusivas.

Si ocurriese alguna de las circunstancias señaladas, el acreedor podrá pedir la nulidad de la cláusula penal pactada,
pues de lo contrario, se legitimaría un fraude a la ley, que el art. 12, párr. 2º, rechaza.

¿Le sería posible el acreedor solicitar al magistrado que aumentase el monto de la cláusula penal ínfima? Aunque el
Código Civil y Comercial no prevé tal posibilidad, ha sido admitido en doctrina que el juez puede ordenar
incrementarla. No estamos de acuerdo con tal solución. El legislador ha contemplado solamente el supuesto de
reducción en el art. 794, segundo párrafo. Admitir la posibilidad de aumento significaría aceptar una excesiva
discrecionalidad en la revisión judicial del acto jurídico en particular.

El acreedor, enfrentado a esta situación de haber pactado una cláusula penal ínfima, debe optar entre: i) exigir el
cumplimiento de la obligación principal, y (ii) exigir el cumplimiento de la pena pactada. A esta opción, cabe añadir
una más: solicitar la nulidad por fraude a la ley (art. 12, párr. 2º) y reclamar la indemnización de daños ocasionados.

C. — EFECTOS

104. Distintos casos

El problema de los efectos de la cláusula penal debe ser considerado con relación a dos hipótesis posibles:

a) Cuando ha sido puesta como obligación subsidiaria.— Es el caso normal: la pena sustituye a la indemnización de daños
resultante del incumplimiento. Los efectos son los siguientes:

1º) Respecto del deudor: a) Su obligación principal sigue siendo la pactada, de tal modo que no puede eximirse de su
cumplimiento ofreciendo pagar la pena, a menos que se hubiera reservado expresamente ese derecho en el contrato (art.
796). b) Si el acreedor acepta el pago de la pena, queda liberado del cumplimiento de la obligación principal. c) No
puede pretender que se reduzca la pena so color de que ella excede el monto de los daños sufridos por el acreedor, a
menos que haya desproporción abusiva e intolerable (art. 794).
2º) Respecto del acreedor: a) Ocurrido el incumplimiento, el acreedor puede optar entre exigir el cumplimiento de la
obligación principal o el pago de la pena, pero no puede exigir ambas a la vez (art. 797). b) No puede reclamar otra
indemnización mayor aunque pruebe que la pena es insuficiente para compensar los daños derivados del
incumplimiento (art. 793).

b) Cuando ha sido puesta como obligación accesoria.— En este caso la pena no sustituye a la indemnización; es una pena
accesoria que se acumula a ella. El acreedor puede exigir ambas a la vez y el deudor no se libera de la obligación de
cumplir la prestación principal pagando la pena, ni de pagar la pena cumpliendo (extemporáneamente) la obligación.
Para que tenga carácter accesorio y acumulable, es indispensable que así se hubiera pactado expresamente por las
partes o que el contrato estableciera que la pena se impone por el simple retardo (art. 797).

105. Pluralidad de acreedores o deudores

Hasta aquí hemos tratado de los efectos de la cláusula penal suponiendo que hay un solo acreedor y un solo deudor.
El problema se hace más complejo cuando los sujetos activos y pasivos son varios.

Veamos en primer término lo que ocurre cuando hay pluralidad de deudores: a) Si la obligación que resulta de la
cláusula penal es divisible (generalmente lo es porque por lo común se estipula una suma de dinero), cada uno de los
deudores sólo incurre en la pena en proporción de su parte, sea divisible o indivisible la obligación principal (art. 799).
b) Si la pena fuere indivisible o si siendo divisible hubiera sido pactada con carácter solidario, cada uno de los
codeudores (o de los coherederos del deudor) estarán obligados a pagar la pena entera (art. 800).

Si hay pluralidad de acreedores, los efectos son los siguientes: a) Si la pena es divisible, cada acreedor sólo tiene derecho
a cobrar su parte, sea divisible o indivisible la obligación principal. b) Si es indivisible o solidaria, puede reclamarla
íntegramente de cualquiera de los deudores, pero naturalmente los coacreedores tendrán derecho a repetir de él la parte
que a cada uno le corresponde (art. 847).

Si hubiera pluralidad de deudores y de acreedores se aplicarán iguales principios. Siendo solidaria o indivisible la pena,
cualquier acreedor podrá reclamar de cualquier deudor el pago total de ella; siendo divisible, cada acreedor podrá
reclamar de cada deudor la parte que a éste le corresponde en el derecho de ese acreedor. El concepto queda aclarado
con un ejemplo. La cláusula penal es de $ 90.000 y hay tres acreedores y tres deudores. Cada uno de los acreedores sólo
podrá reclamar de cada uno de los deudores la suma de $ 10.000 (1/3 de 1/3).

106. Cláusula penal asumida por un tercero

Aunque lo normal es que la cláusula penal sea impuesta al deudor, nada obsta a que la asuma un tercero, para el caso
de incumplimiento del deudor principal. Particular importancia tendrá esta cláusula cuando el acreedor no pueda
exigir judicialmente del deudor el cumplimiento por tratarse de una obligación ineficaz por incapacidad del sujeto
pasivo. Ejemplo: un menor de edad contrae una obligación: el acreedor, sabiendo que se trata de un menor y que la
obligación asumida por él se torna susceptible de una declaración de nulidad relativa, exige que un tercero se haga
cargo de la garantía, estipulada en forma de cláusula penal. Si más tarde el menor no cumple, el tercero estará obligado
a pagar la pena (art. 801).
D. — EXTINCIÓN

107. Principio general

Dado el carácter accesorio de la cláusula penal, si se extingue la obligación principal sin culpa del deudor, desaparece
aquélla (art. 802). Sin embargo, si no se puede cumplir la obligación principal por imposibilidad imputable al deudor,
debidamente acreditada, la cláusula penal subsiste y el acreedor podrá requerirla, sin perjuicio de la posibilidad de
resolver el contrato que le brinda el art. 1083 y la satisfacción de los perjuicios ocasionados en la medida indicada por
el art. 1082.

¿Podrá el sujeto activo solicitar una indemnización adicional si opta por la cláusula penal? No resulta posible soslayar
los términos negativos tan categóricos que impone el art. 793. Sin embargo, la doctrina admite ciertos supuestos: se
concuerda que el acreedor puede reclamar daños suplementarios cuando el deudor provocó la imposibilidad de pago
de forma dolosa.
CAPÍTULO III - DERECHOS DEL ACREEDOR SOBRE EL PATRIMONIO DEL DEUDOR (EFECTOS
AUXILIARES DE LAS OBLIGACIONES)

I. TEORÍA GENERAL

108. El patrimonio del deudor concebido como garantía común o colectiva. Fundamento legal

El patrimonio del deudor constituye la garantía común de los acreedores; es, en efecto, la masa de bienes que
responde por las deudas del titular. Los acreedores tienen el derecho a hacer ejecución de esos bienes y a cobrarse de
ellos. Este principio se funda en la circunstancia de que el acreedor ha tenido en cuenta al contratar la solvencia
económica del deudor, es decir, la cuantía y solidez de su patrimonio. Se dice comúnmente que es la prenda común de
los acreedores. La palabra prenda no está tomada aquí en el sentido de derecho real, que supone una cosa concreta
sobre la cual recae dicho derecho, mientras que el patrimonio es cambiante. Lo que ocurre es que los bienes del deudor,
cualquiera sea la fecha de su adquisición, responden por todas las deudas; pero el deudor mantiene la libertad para
disponer de ellos en tanto no se inicie el proceso de ejecución y no se trabe embargo o inhibición.

En tal sentido el art. 743 indica Los bienes presentes y futuros del deudor constituyen la garantía común de sus acreedores. El
acreedor puede exigir la venta judicial de los bienes del deudor, pero sólo en la medida necesaria para satisfacer su crédito. Similar
orientación presenta el art. 242.

Es necesario, empero, hacer dos salvedades: en primer lugar, no todos los acreedores están en un pie de igualdad para
el cobro de sus créditos; en segundo término, no todos los bienes son ejecutables. Nos ocuparemos de estos temas en los
párrafos siguientes.

109. Distintas clases de acreedores

Puede ocurrir que los bienes del deudor no alcancen a cubrir sus obligaciones. En tal caso, no sería justo que todos los
acreedores, cualquiera sea el origen o naturaleza del crédito y las necesidades que está dispuesto a llenar, se satisfagan
en un pie de igualdad. Ha sido preciso establecer un orden de preferencias, que contemple aquel problema. De ahí que
existan distintas clases de acreedores: privilegiados, con derecho real de garantía, comunes o quirografarios, y
subordinados.

a) Llámanse privilegiados los acreedores cuyo crédito goza de una calidad a ser pagado con preferencia a otros (art.
2573). El privilegio nace siempre de la ley; la voluntad de las partes es impotente para crearlo (art. 2574).

Los privilegios pueden ser generales y especiales. Los primeros recaen sobre la totalidad de un patrimonio y sólo
pueden ser invocados en los procesos universales (art. 2580). Los privilegios especiales inciden sobre cosas
determinadas, sean muebles o inmuebles. Se encuentran enumerados en el art. 2582. Ejemplo, el crédito por las
expensas comunes en la propiedad horizontal sobre la unidad funcional por la cual se expiden. Volveremos más
adelante con detenimiento sobre este tema.

b) Los acreedores que tienen a su favor un derecho real de garantía gozan también de una preferencia en el pago de
sus créditos, nacida en este caso de la voluntad de las partes, y no de la ley, aunque está reconocida por ella. Tal ocurre
con los acreedores hipotecarios, prendarios y anticresistas. En el derecho comercial, están la prenda con registro,
el warrant, los debentures y las obligaciones negociables. En estos casos, la preferencia se refiere solamente a la cosa
dada en garantía; si ésta no bastara para cubrir la deuda, el saldo tiene carácter de crédito común. Cabe exceptuar los
debentures y obligaciones negociables, que pueden afectar la generalidad de los bienes muebles e inmuebles en su
modalidad flotante.

Adviértase que no se puede voluntariamente otorgar un privilegio sino que, en la medida que se constituya un
derecho real, nacerá el privilegio que la ley otorga a su titular.

c) Los acreedores comunes o quirografarios son los que carecen de toda preferencia; deben cobrar después de los
privilegiados y de los que tienen a su favor un derecho real de garantía y lo hacen a prorrata de sus respectivos créditos,
si los bienes del deudor no alcanzaran a satisfacerlos en su totalidad.

d) Finalmente, el acreedor subordinado que es postergado, incluso, por el acreedor común. Se trata de un sujeto que
ha convenido con su deudor la postergación de sus derechos respecto de otras deudas presentes o futuras que tenga
este último. Por ello, ese crédito se rige por las cláusulas convenidas, siempre que no afecten derechos de terceros (art.
2575). El crédito subordinado es de empleo frecuente en el ámbito de los concursos preventivos.

Tales distinciones se encuentran implícitamente contempladas en el art. 743 in fine que reza: Todos los acreedores pueden
ejecutar estos bienes en posición igualitaria, excepto que exista una causa legal de preferencia.

110. Bienes excluidos de la garantía común

No todos los bienes están sujetos a la ejecución por los acreedores. Es importante destacar la evolución experimentada
por el derecho en este punto, evolución inspirada en un sentimiento de caridad cristiana. De la prisión por deudas se ha
pasado al reconocimiento de que algunos bienes son inembargables, siendo visible la tendencia de los últimos años a
aumentarlos en número y proporción. El motivo que inspira estas excepciones es siempre el mismo: que no debe
privarse a los hombres de lo que es indispensable para cubrir sus necesidades más imprescindibles. Pero lo que se ha
modificado últimamente es el concepto de cuáles son esas necesidades más imperiosas, que hoy se juzgan con espíritu
amplio y generoso, incluyendo lo que es menester para una vida decorosa y para poder trabajar.

Es necesario cuidar, sin embargo, que en este camino no se avance más allá de los justos límites, porque ello sería
favorecer la mala fe, el incumplimiento de la palabra empeñada y burlar las legítimas esperanzas de los acreedores.

En nuestra legislación son inembargables: a. las ropas y muebles de uso indispensable del deudor, de su cónyuge o
conviviente, y de sus hijos; b. los instrumentos necesarios para el ejercicio personal de la profesión, arte u oficio del deudor; c. los
sepulcros afectados a su destino, excepto que se reclame su precio de venta, construcción o reparación; d. los bienes afectados a
cualquier religión reconocida por el Estado; e. los derechos de usufructo, uso y habitación, así como las servidumbres prediales, que
sólo pueden ejecutarse en los términos de los arts. 2144, 2157 y 2178; f. las indemnizaciones que corresponden al deudor por daño
moral y por daño material derivado de lesiones a su integridad psicofísica; g. la indemnización por alimentos que corresponde al
cónyuge, al conviviente y a los hijos con derecho alimentario, en caso de homicidio; h. los demás bienes declarados inembargables o
excluidos por otras leyes (art. 744). El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 contempla adicionar
en el transcripto inciso a) a los animales de compañía obedeciendo a la relevancia que han adquirido en la esfera
personal y familiar y a la importancia que le ha brindado la doctrina (ver art. 227 del citado Anteproyecto). Asimismo,
se propone incluir como supuesto de excepción a la regla de inembargabilidad de los sepulcros a los tributos que los
graven.

También deben ser incluidos en tal elenco el inmueble destinado a vivienda, afectado al régimen previsto en el Libro
Primero, Título III, Capítulo 3 del Código Civil y Comercial, por deudas posteriores a su inscripción en el registro de la
propiedad (arts. 244 y 249), las remuneraciones y aguinaldo, si fueren inferiores al doble del salario mínimo vital hasta
un 10% del importe que excediere este último, y si fueren superiores, hasta el 20% del importe que lo excediere (art. 1º,
dec. 484/1987, reglamentario de la ley 20.744 —y sus posteriores reformas—), las jubilaciones y pensiones (art. 14, ley
24.241), la indemnización por accidentes de trabajo (art. 11, inc. 1º, ley 24.557), las asignaciones familiares, tales como la
que corresponde —entre otras— a maternidad, ayuda escolar y prenatal (art. 23, ley 24.714), la indemnización por
despido y falta de preaviso, en una escala igual a la fijada para las remuneraciones laborales (art. 3º, dec. 484/1987,
reglamentario de la ley 20.744, ref. por ley 21.297), etcétera.

111. Derechos del acreedor a su conservación y ejecución

Los derechos del acreedor sobre el patrimonio del deudor son de dos órdenes: los destinados a la conservación de la
garantía colectiva y los dirigidos a su ejecución.

Las medidas conservatorias están destinadas a mantener la integridad del patrimonio del deudor; con ellas se procura
impedir el egreso de bienes de su patrimonio (embargo, inhibición) o hacer ingresar a él ciertos bienes que habían salido
del patrimonio del deudor ilegalmente (acción revocatoria) o aparentemente (acción de simulación).

Las medidas de ejecución tienden a hacer efectivo el crédito.

§ 1. — MEDIDAS Y ACCIONES CONSERVATORIAS

112. Medidas precautorias

Se llama medidas precautorias a ciertas disposiciones tomadas por los jueces a pedido del acreedor, cuyo objeto es
impedir que el deudor pueda disponer de sus bienes. Las más importantes son las siguientes:

a) El embargo que recae siempre sobre bienes determinados, sean muebles o inmuebles. Los muebles pueden quedar
depositados en poder del propio deudor o de un tercero; pero en cualquier caso aquél queda impedido de disponer de
ellos. El embargo sobre inmuebles se anota en el Registro de la Propiedad Inmueble y hace imposible toda operación
inmobiliaria respecto de ese bien, en tanto no se satisfaga al acreedor o el nuevo adquirente asuma el embargo, o por lo
menos, acepte las consecuencias que irroga. Si se trabara embargo sobre una cosa mueble registrable, la medida deberá
anotarse en el registro de la propiedad correspondiente.

El Código Civil y Comercial ha querido finalizar con las discusiones acerca de la constitucionalidad de la prioridad
del primer embargante que habían consagrado diversos códigos locales de procedimiento. En ese sentido dispone el art.
745:

Prioridad del primer embargante.— El acreedor que obtuvo el embargo de bienes de su deudor tiene derecho a cobrar su crédito,
intereses y costas, con preferencia a otros acreedores. Esta prioridad sólo es oponible a los acreedores quirografarios en los procesos
individuales. Si varios acreedores embargan el mismo bien del deudor, el rango entre ellos se determina por la fecha de la traba de la
medida. Los embargos posteriores deben afectar únicamente el sobrante que quede después de pagados los créditos que hayan
obtenido embargos anteriores.

La norma se refiere a preferencias; en rigor de verdad, no versa sobre los privilegios, pues se aplica a los créditos
quirografarios. Deja de tener aplicación el referido proceso en los procedimientos colectivos, tal como la quiebra.

La traba del embargo implica que el primer embargante cobra antes que los posteriores y los demás acreedores
quirografarios. Como dice la norma, Los embargos posteriores deben afectar únicamente el sobrante que quede después de
pagados los créditos que hayan obtenido embargos anteriores.
Tal orden de prioridad se encuentra dado por la fecha de su rogación en el registro pertinente (debe entenderse que si
ingresan el mismo día dos medidas de embargo de distintos sujetos, los respectivos créditos concurren a prorrata, salvo
que una disposición de índole registral establezca lo contrario). Su preferencia se extiende al capital, intereses y costas.
Tal regla cede ante la concurrencia de un verdadero privilegio.

Satisfecho los créditos que motivaron las inscripciones de los embargos, debe restituírsele al ejecutado el remanente, si
existiese.

b) La inhibición es una medida de carácter general que afecta todos los bienes del deudor, impidiéndole enajenarlos o
gravarlos. Se anota también en los Registros de la Propiedad que corresponda.

c) La anotación de litis no significa un impedimento absoluto para enajenar, como en los casos anteriores; pero se anota
en el Registro de la Propiedad la existencia de un litigio sobre el bien, con lo cual el eventual comprador queda
advertido de que un tercero pretende tener derechos sobre ese bien. Difícilmente se lo adquiere en esas condiciones,
pues nadie tiene interés en comprar pleitos.

d) La prohibición de innovar. Es una medida que tiene bastante difusión en la práctica de los tribunales. Importa una
orden judicial haciendo saber al deudor que debe abstenerse de modificar el estado de cosas existentes en ese momento;
en particular, significa una prohibición de enajenar, gravar, introducir modificaciones o hacer construcciones en los
inmuebles, etcétera.

e) La designación de administrador o interventor judicial a fin de controlar los negocios del deudor, fiscalizar las
entregas y embargarlas.

113. Intervención procesal en los juicios en que el deudor es parte: carácter, finalidad y condiciones

La doctrina moderna tiende a reconocer al acreedor el derecho a intervenir en los juicios en que el deudor es parte,
siempre que esa intervención se justifique atento el desinterés o inercia procesal del deudor. Su finalidad es defender la
garantía colectiva e impedir que el deudor pierda algún derecho por falta de interés o negligencia. Su fundamento es,
por tanto, muy similar al de la acción subrogatoria y las condiciones para que proceda la intervención del acreedor son
las mismas de esta acción: a) pasividad, inercia o desinterés del deudor; b) interés legítimo del acreedor en actuar.

El Código Procesal Civil y Comercial de la Nación prevé la posibilidad de que cualquier tercero, lo que incluye al
acreedor, intervenga en un proceso, si acredita sumariamente que la sentencia puede afectar su interés propio (art. 90);
asimismo, podrá iniciar una tercería si tuviere derecho a cobrar con preferencia a otro que hubiera trabado embargo
(arts. 97 y ss.).

114. Acción de separación de patrimonios

Cuando el heredero insolvente recibe una herencia, los acreedores del causante tienen un interés evidente en evitar
una confusión plena de ambos patrimonios, puesto que el acervo sucesorio (que constituye el activo que se transmite al
heredero) puede verse comprometido frente a las deudas del insolvente heredero. La ley reconoce a esos acreedores del
causante, por ello, el derecho a pedir la separación de patrimonios. En virtud de dicho pedido se reconoce una preferencia
a los acreedores del causante a ser pagados con los bienes del acervo sucesorio transmitido con prelación a los
acreedores del heredero (art. 2316).
115. Derecho de retención

El derecho de retención no es propiamente una medida conservatoria, sino una excepción dilatoria que goza de un
privilegio concedido a ciertos acreedores, en virtud del cual pueden retener ciertos bienes del deudor hasta que éste les
pague sus deudas. Este derecho sólo juega cuando la deuda tiene conexidad con la cosa retenida (art. 2587); por
ejemplo, el constructor tiene derecho a retener el inmueble edificado hasta que se le pague su retribución; el acreedor
prendario, la cosa dada en prenda hasta que se le restituya lo dado en préstamo.

El derecho de retención se extingue por: a) extinción del crédito garantizado; b) pérdida total de la cosa retenida; c)
renuncia; d) entrega o abandono voluntario de la cosa, sin que renazca el derecho porque la cosa vuelva a su poder; e)
confusión de las calidades de retenedor y propietario de la cosa, excepto disposición legal en contrario; f) falta de
cumplimiento de las obligaciones del retenedor o si incurre en abuso de su derecho (art. 2593).

116. Acciones reparadoras

Se llama así a las acciones destinadas a mantener incólume el patrimonio del deudor: son la subrogatoria, la pauliana
o revocatoria y la de simulación. No pertenece, estrictamente, a tal elenco la acción directa pues faculta al acreedor a
percibir lo que un tercero debe a su deudor, hasta el importe de su propio crédito, ingresando el bien en cuestión al
patrimonio del acreedor actor. Sin perjuicio de la aclaración, nos ocuparemos de todas estas acciones en el nro. 118 y ss.

§ 2. — VÍAS DE EJECUCIÓN

117. Concepto y enumeración

Las vías de ejecución tienden a hacer efectiva la responsabilidad del deudor, bien sea obligándolo a cumplir su
obligación en especie, bien sea compeliéndolo a pagar los daños causados. Ordinariamente la ejecución se propone
aprehender los bienes del deudor; si se trata de dinero, el acreedor se paga directamente de él; si se trata de otros bienes,
se los vende en pública subasta para convertirlos en dinero.

La ejecución puede ser:

a) Individual: es la acción intentada por cada acreedor por separado en defensa de sus propios intereses.

b) Colectiva: antiguamente, nuestra legislación distinguía según el deudor fuera comerciante o no; en el primer caso, se
llamaba quiebra, en el segundo, concurso civil. Sin embargo, a partir de la reforma introducida por la ley 22.917 a la
derogada ley 19.551, pueden ser declaradas en concurso preventivo o quiebra todas las personas de existencia visible,
siendo indiferente la naturaleza civil o comercial de la actividad del deudor en orden al procedimiento a seguir. Ello ha
sido ratificado por la vigente Ley de Concursos y Quiebras, 24.522. Hecha la aclaración precedente, debe señalarse que
la quiebra procede cuando una persona física (persona humana en la terminología del Código Civil y Comercial) u otro
de los sujetos mencionados en el art. 2º de la ley 24.522 ha incurrido en cesación de pagos. Se trata de un procedimiento
colectivo, llevado adelante para la liquidación total del patrimonio del deudor en beneficio de los acreedores.

Se pagan ante todo los acreedores privilegiados y luego el saldo se distribuye entre los quirografarios a prorrata de
sus respectivos créditos.
II. ACCIONES DIRECTAS
§ 1. — CONCEPTOS GENERALES

118. Concepto

Ocurre con frecuencia que una persona no hace valer los derechos contra un tercero, sea por espíritu liberal, por
generosidad, por negligencia o porque en verdad no tiene interés. Detengámonos en esta última hipótesis, que es la que
ahora nos interesa más. Supongamos una persona cargada de deudas y que, a su vez, tiene un crédito contra un tercero.
Carece de interés en gestionar su cobro, porque ese bien que ingresará a su patrimonio será inmediatamente
aprehendido por sus propios acreedores.

A tenor de tales situaciones, a veces, la ley concede al acreedor el derecho de ejercer ciertas acciones de su deudor; por
propio derecho y en beneficio exclusivo del accionante. Por eso se las llama acciones directas. Sólo se justifican en casos
excepcionales; por ello son de interpretación restrictiva y solamente proceden en los casos previstos expresamente por
la ley (art. 736).

Este artículo las define como aquéllas que competen al acreedor para percibir lo que un tercero debe a su deudor, hasta el
importe del propio crédito.

119. Método del Código Civil y Comercial

Se le ha dedicado una sección propia; innovación importante ya que VÉLEZ SARSFIELD no la había regulado en
preceptos autónomos, sino que sencillamente, regló la acción directa para casos particulares.

Se encuentra ubicada dentro del Capítulo de Acciones y garantías comunes para los acreedores, en el Libro Tercero
(Derechos Personales), Título I referido a las Obligaciones en general. Resulta el lugar apropiado pues se encuentra a
continuación de los artículos referidos a las disposiciones generales de las obligaciones.

120. Naturaleza jurídica

Una mirada realista conduce a elegir la tesitura que indica que es un remedio procesal otorgado al acreedor para que
satisfaga su interés ante la desidia de su deudor a llevar a cabo la prestación pactada. La idea de una cesión, cualquiera
sea la modalidad propuesta, descansa en una ficción que el derecho moderno trata de repeler en todas sus dimensiones.
El ordenamiento jurídico le brinda al acreedor una acción ejecutiva a fin de ver cumplida la obligación debida a través
del deudor de su deudor.

121. Fundamento

No es otro que el interés que tiene el acreedor que sea satisfecho su crédito. La ley en este supuesto le brinda una
herramienta directa, pero excepcional, para que lleve a feliz término tal cometido, exigiéndole el cumplimiento de una
prestación homogénea al deudor de su deudor.
122. Carácter

Dado que el bien ejecutado ingresa en el patrimonio del acreedor actor, no puede haber lugar a dudas que resulta una
modalidad ejecutiva. El acreedor la ejerce en beneficio propio, hasta el importe de su crédito.

También, es un remedio excepcional (art. 736). Se predica una interpretación restrictiva y debe estar expresamente
prevista en la ley.

§ 2. — CONDICIONES PARA SU EJERCICIO

123. Requisitos

Son condiciones necesarias para su ejercicio (art. 737):

a.— Que el demandante goce de un crédito exigible contra su propio deudor: no podría invocarla un titular de un crédito
sujeto a condición o plazo suspensivo.

b.— Que el demandado ("tercer demandado" en la terminología legal") resulte deudor del deudor del demandante. Es el caso de
que B le deba a A $ 5000, y que C deba devolverle a B $ 3000. A resulta acreedor de B y, a su vez, B es acreedor de C.

c.— Homogeneidad de ambos créditos entre sí; es decir que deben ser compatibles, pertenecer a la misma especie de
obligación. En el ejemplo dado, ambos supuestos tratan de hipótesis de obligaciones dinerarias.

d.— Inexistencia de embargo anterior a la promoción de la acción directa. Se trata de créditos sobre los cuales no existan
trabados embargos, ya que de lo contrario se vulneraría la prioridad del primer embargante.

e.— Citación del deudor del demandante a juicio. Así se tutela de manera efectiva su derecho de defensa.

f.— La procedencia de la acción directa debe estar prevista para el caso en particular (art. 736, in fine). El propio ordenamiento
jurídico individualiza los supuestos donde procede (véase nro. 125).

§ 3. — EFECTOS

124. Consecuencias

Conviene precisar, en primer lugar, que el acreedor que entabla una próspera acción directa hace ingresar el bien
obtenido en su patrimonio (art. 738, inc. d]), hasta el monto menor de las dos obligaciones, sin pasar por el patrimonio
de su deudor.

Descripta la virtualidad principal, cabe precisar los distintos efectos:

a) Entre el acreedor actor y su deudor: Como no pasa el bien por el patrimonio del sujeto pasivo (el deudor del acreedor),
éste no podrá realizar sobre él actos de conservación y disposición. Claro está, que podrá argüir las defensas que estén a
su alcance.

Como ha sido satisfecho el interés del acreedor demandante, su deudor se libera en la medida del pago (art. 738, inc.
e]).

b) Entre el acreedor actor y los demás acreedores: Estos últimos no podrán intentar embargar el bien en cuestión una vez
que ha ingresado en el patrimonio del acreedor actor, salvo que ejerzan las acciones pauliana o de simulación, que se
estudiarán más adelante (nros. 139 y ss., y 158 y ss.). No obstante ello, no existe ningún obstáculo en que traben
embargo sobre el bien durante la tramitación de la acción directa. Operará aquí la prioridad del primer embargante
según corresponda. No debe olvidarse que la notificación de la demanda ocasiona el embargo del crédito a favor del
acreedor actor (art. 738, inc. a]).

c) Entre el acreedor actor y el demandado: El demandado puede invocar a su favor las mismas defensas que podría haber
alegado contra su acreedor (deudor del demandante). Inclusive podría oponer las defensas que tuviera contra el actor,
verbigracia, la compensación, pues el bien ingresa directamente en el patrimonio de este último (art. 738, inc. c]). Por
otra parte, debe recordarse que el reclamo del acreedor actor sólo puede prosperar hasta el monto menor de las
obligaciones (art. 738, inc. b]).

Una vez notificado el demandado, no podrá pagar a su acreedor (deudor del actor) para liberarse pues con este acto
procesal ha ocurrido el embargo del crédito a favor de su demandante (art. 738, inc. a]).

d) Entre el deudor del acreedor actor y el demandado: Ya que se exige la citación del primero, la sentencia que acoge la
acción hace cosa juzgada entre ambos. Como consecuencia, el deudor que es a la vez acreedor del demandado no podrá
interponer similar pretensión si el pago realizado resulta completo. La cuestión queda concluida finalmente.

e) Entre el demandado y los demás acreedores del deudor principal: solamente podrán impugnar los efectos de una demanda
exitosa, si acreditan el fraude o la simulación entre el actor, su deudor y el demandado.

§ 4. — CASOS ESPECIALES

125. Hipótesis particulares

Una de las características de la acción directa radica en que su ejercicio debe estar previsto expresamente en la ley.

En este sentido encontramos:

1º) En caso de sublocación y de cesión de la locación, el locador tiene acción directa contra el sublocatario para cobrar el
alquiler adeudado por el locatario, en la medida de la deuda del sublocatario. También puede exigir de éste el cumplimiento de las
obligaciones que la sublocación le impone, inclusive el resarcimiento de los daños causados por uso indebido de la cosa.
Recíprocamente, el sublocatario tiene acción directa contra el locador para obtener a su favor el cumplimiento de las obligaciones
asumidas en el contrato de locación (art. 1216, párrs. 1º y 2º).

2º) En caso de sustitución de mandato, el mandante tiene la acción directa contra el sustituto prevista en los arts. 736y concs.,
pero no está obligado a pagarle retribución si la sustitución no era necesaria (art. 1327).

3º) En el supuesto de construcción, siembra o plantación en terreno no propio, realizado por un tercero con trabajo o
materiales ajenos en inmueble ajeno, quien efectúa el trabajo o quien provee los materiales no tiene acción directa contra el dueño del
inmueble, pero puede exigirle lo que deba al tercero (art. 1962, párr. final).

III. ACCIÓN SUBROGATORIA U OBLICUA


§ 1. — CONCEPTOS GENERALES

126. Concepto

Mientras el deudor es solvente, sus acreedores no tienen interés en que ejecute los derechos que tiene contra terceros;
pero cuando no lo es, su interés es evidente. La ley les reconoce el derecho de subrogarse en los derechos del deudor y
de intentar a nombre de éste las acciones que posee contra terceros. Ésta es la acción llamada subrogatoria, oblicua o
indirecta.
127. Método del Código Civil y Comercial

El Código trata de la acción subrogatoria en los arts. 739 a 742, ubicado en el Capítulo 2 del Título I referente a las
Obligaciones en general, del Libro Tercero. Resulta una ubicación adecuada. Ha mejorado sensiblemente el esquema
velezano que reguló la acción subrogatoria dentro de los efectos de los contratos en un solo precepto (art. 1196).

128. Origen, evolución y derecho comparado

Es muy discutido el origen histórico de esta acción. Mientras los autores italianos lo encuentran en un rescripto
de CARACALLA, vinculado con la ejecución de los bienes del deudor, los franceses sostienen que el derecho romano no
conoció la acción, que es originaria del antiguo derecho francés. Lo cierto es que el texto de CARACALLA tiene una muy
remota vinculación con esta acción y que su configuración precisa y definitiva data de las Costumbres Normandas (art.
278), aun cuando ya antes se citan algunas aplicaciones jurisprudenciales de la idea.

En el derecho moderno está legislada en la mayor parte de los códigos (francés, art. 1166; italiano, art. 2900;
español, art. 1111; portugués, arts. 606 y ss.; peruano, art. 199; venezolano, art. 1278; uruguayo, art. 1295; paraguayo, art.
446). En cambio, la omiten los códigos alemán, suizo, brasileño, chileno y mexicano.

129. Naturaleza jurídica

Mucho se ha discutido acerca de la naturaleza jurídica de esta acción. Las principales teorías son las siguientes:

a) Es una cesión tácita de las acciones por el deudor al acreedor (DEMOGUE); teoría difícil de admitir porque la ley reconoce
esta acción aun en contra de la voluntad expresa del deudor.

b) Es una cesión o mandato legal (MOUZLON, LAROMBIERE).

c) Es una acción ejercida por el acreedor por derecho propio, que le ha sido otorgada por la ley en forma directa, como
que es parte de los remedios concedidos por la ley para obtener el cumplimiento de las obligaciones; todo ello sin
perjuicio de que, ante el tercero, el actor accione en nombre y lugar del deudor (SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE). Esta teoría
parece describir con sentido más realista la naturaleza y modus operandi de esta acción, sin forzar una asimilación a otras
instituciones que carece de sentido porque, de todas maneras, no se aplica la regulación legal de aquéllas, sino que está
regida por una que le es propia.

130. Fundamento

El fundamento de esta acción es el derecho que tienen los acreedores de defender la garantía del pago de sus créditos
que es el patrimonio del deudor. Tiende a incorporar a ese patrimonio bienes que aumentarán su garantía y que,
eventualmente, le permitirán hacer efectivos sus derechos.
131. Carácter: conservatorio, ejecutivo o mixto

También este punto es discutido por los autores: la acción subrogatoria, ¿es conservatoria, ejecutiva o mixta?

a) Para algunos autores, se trata de una acción conservatoria (SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, SALVAT), pues tiende a
mantener e integrar el patrimonio del deudor. Esto en las relaciones entre acreedor y deudor; pero, naturalmente, con
relación al tercero contra el cual se dirige la acción, ésta tendrá carácter conservatorio o ejecutivo según los casos; así, si
se trata sólo de trabar un embargo preventivo, será conservatoria; si de realizar bienes, será ejecutiva. Pero esto se
refiere al carácter de la acción del deudor contra el tercero y no a la acción subrogatoria en sí misma, que es lo que ahora
nos interesa.

b) Para otros es ejecutiva, pues importa una especie de expropiación del deudor, consumada en beneficio del acreedor
(DEMOLOMBE, HUC, LAURENT).

c) Finalmente, otros opinan que es una acción mixta: tendrá carácter conservatorio si el acreedor procura que el bien
ingrese al patrimonio de su deudor para que le sirva de garantía o de instrumento de pago; y ejecutivo si lo que se
persigue es el pago inmediato (LAFAILLE, SARAVIA, GIORGI, D'AVANZO).

Todas estas teorías se revelan insatisfactorias. La acción oblicua no es evidentemente una medida simplemente
conservatoria, desde que el acreedor se inmiscuye en el patrimonio de su deudor y tiende a realizar un bien que le
pertenece. Tampoco puede decirse que sea ejecutiva, pues la acción está fundamentalmente enderezada a impedir la
pérdida de un valor y no importa necesariamente poner en movimiento las vías de ejecución. Hay que concluir que se
trata de una acción sui generis, no asimilable a las figuras clásicas de medidas conservatorias o ejecutivas. Es verdad que
a esta concepción se le ha reprochado que nada resuelve ni aclara. Por nuestra parte, creemos que este reproche está
inspirado en la preocupación, tan frecuente entre los juristas, de asimilar nuevas instituciones a otras viejas figuras
típicas. Pero esa asimilación carece de sentido si no es para aplicar a esa institución el régimen legal de las otras. Pero
desde que la acción subrogatoria tiene un régimen propio, tal asimilación carece de sentido y no hace sino confundir las
ideas en vez de aclararlas. Por el contrario, nos parece decididamente clarificador partir de la base de que se trata de
una institución especial, dotada de reglas propias, y que como tal debe ser considerada y aplicada.

§ 2. — ACCIONES Y DERECHOS QUE PUEDEN DAR LUGAR A LA ACCIÓN SUBROGATORIA

132. El principio

En principio, todos los derechos patrimoniales del deudor pueden ser objeto de la acción subrogatoria (art. 739). Se
exceptúan únicamente los que por su naturaleza o disposición de ley son ejercidos por su titular, los derechos excluidos
de la garantía colectiva de los acreedores y las meras facultades (véase número siguiente). En consecuencia, el acreedor
podrá cobrar créditos que tenga su deudor, reivindicar bienes muebles o inmuebles, pedir la división de condominio,
solicitar medidas conservatorias (embargos, inhibiciones, etc.), pedir la nulidad de actos jurídicos que perjudiquen a su
deudor, demandar la reparación de un daño ocasionado por un acto ilícito, ejercer las acciones tendientes al
cumplimiento o resolución de un contrato y a reclamar la indemnización consiguiente, oponer la prescripción, aceptar
legados a nombre del deudor, pedir la revocación de la aceptación o bien de la renuncia de la herencia, iniciar el juicio
sucesorio, promover la partición de herencia, demandar la nulidad de la partición, pedir la colación, etcétera.
133. Excepciones

Según el art. 741, no pueden ser objeto de la acción subrogatoria:

a. Los derechos y acciones que, por su naturaleza o por disposición de la ley, sólo pueden ser ejercidos por su titular. Entre ellos
se encuentran:

(i) Todos los derechos extrapatrimoniales; como no tienen contenido económico, es natural que no se reconozca al
acreedor el derecho de ejercerlos por su deudor, desde que no tendría ningún interés en hacerlo.

(ii) Los derechos patrimoniales inherentes a la persona. Aquí el problema es más delicado. No se puede negar el interés
que tendría el acreedor en ejercer tales derechos, que vendrán a engrosar la garantía colectiva pero la ley reputa que hay
ciertas facultades legales sobre cuyo ejercicio sólo puede ser árbitro el propio titular: por encima del interés económico
del acreedor, hay otro interés de orden superior que se opone al ejercicio de la acción. Por tanto, no puede ser ejercida
por el acreedor a nombre de su deudor: la acción para obtener la revocación de una donación por causa de ingratitud
del donatario (art. 1573), a menos que el deudor hubiere iniciado ya la demanda; la acción para excluir de la herencia al
indigno (art. 2283), aunque tal exclusión viniera a acrecentar la herencia del deudor; la acción tendiente a la reparación
de las consecuencias no patrimoniales derivados de un hecho ilícito; las acciones tendientes a obtener el reconocimiento
de la filiación o la paternidad, por más que ella pudiera dar origen a una petición de herencia; la acción tendiente a
obtener la fijación de una pensión de alimentos o su aumento, su cese o disminución; sin embargo podrá el acreedor del
alimento pedir la disminución o cese de la pensión, si demostrare la existencia de una colusión entre el alimentante y el
alimentado para defraudarlo; sólo que ya no se trataría de una acción subrogatoria sino pauliana o revocatoria.

b. Los derechos y acciones sustraídos de la garantía colectiva de los acreedores. Es lo que sucede con el elenco de casos
enumerados en el art. 744. El propio deudor subrogado no los podría embargar.

c. Las meras facultades, excepto que de su ejercicio pueda resultar una mejora en la situación patrimonial del deudor. Así,
verbigracia, podrá interponer la acción oblicua con el fin de proceder a la aceptación de una herencia o el ejercicio de la
cláusula resolutoria (o pacto comisorio).

§ 3. — CONDICIONES PARA SU EJERCICIO


A. — CONDICIONES SUSTANCIALES O DE FONDO

134. Enumeración y análisis

Son condiciones necesarias para el ejercicio de la acción subrogatoria (art. 739):

a) Que el subrogante sea acreedor del subrogado ("el acreedor de un crédito cierto, exigible o no").— Se ha aclarado que no
resulta necesario que se trate de un crédito líquido y exigible; solamente que sea cierto, que no haya duda en cuanto a su
existencia. Ha acertado el legislador ante la duda que planteaba el esquema velezano pues: 1º) cuando se trata de una
obligación de dar una cosa cierta o de hacer, no se concibe hablar de la liquidez del crédito; 2º) si el crédito es cierto, no
interesa que no fuere líquido en el momento de promover la demanda (de acuerdo: SÁNCHEZ DE
BUSTAMANTE, LAFAILLE, DEMOLOMBE, GIORGI).

Podrán ejecutarla los acreedores a plazo. No cabe duda que integran el mismo elenco los titulares de crédito sujeto a
condición resolutoria. ¿Qué ocurre en la hipótesis de la condición suspensiva? La doctrina francesa se inclinó por una
solución negativa. Sin embargo, no resulta posible aceptar la misma postura en el ordenamiento jurídico argentino: 1º)
el art. 739 hace referencia a la existencia de un crédito cierto pero no exigible. 2º) el art. 347 le brinda la posibilidad de
ejercer medidas conservatorias al titular de un crédito supeditado a una condición suspensiva.

b) Que medie inacción del deudor ("si éste" [deudor] "es remiso en hacerlo").— Según ya lo dijimos la acción subrogatoria es
un remedio para poner a cubierto al acreedor contra la negligencia o desidia del deudor. Pero si éste es diligente, si
vigila y cuida de sus intereses como corresponde, no se justificaría una interferencia de los acreedores.

c) Interés legítimo en actuar ("esta omisión afecta el cobro de su acreencia").— Puesto que el interés es la medida de las
acciones, no se justificaría una acción sin beneficio positivo alguno para el que lo intenta. Ello ocurrirá, por ejemplo, si el
deudor tuviera una notoria solvencia. Aunque no es necesario que el acreedor pruebe la insolvencia de aquél, es obvio
que si se demuestra una plena capacidad del deudor para responder a sus obligaciones, debe negarse a su acreedor la
acción oblicua, pues de cualquier modo él podrá cobrar su crédito sin necesidad de dirigirse contra el tercero.

135. Requisitos inútiles o superfluos

En cambio, no es necesario, ya que no se encuentran consignados en el art. 739:

a) Que el acreedor tenga título ejecutivo.

b) Que se pruebe la insolvencia del deudor; esta exigencia, como requisito previo, significaría crear una seria traba para
el ejercicio de una acción, que por lo común no causa ningún perjuicio al deudor subrogado. Pero si éste demuestra su
solvencia, la acción subrogatoria debe rechazarse, porque ello prueba que el accionante carece de interés.

c) Que se haga excusión de los bienes del deudor, es decir que el acreedor haya intentando previamente, sin éxito,
ejecutar otros bienes del deudor. Militan aquí las mismas razones que existen para no exigir la prueba de la insolvencia
del deudor.

d) Tampoco interesa la fecha del crédito.

B. — CONDICIONES FORMALES

136. Cuestiones controvertidas

La brevedad con que el art. 1196 del Código Civil velezano trataba esta acción, sin reglamentarla debidamente,
originó algunas controversias también en este punto. Se encargó el nuevo cuerpo de derecho común de disiparlas. Las
cuestiones en discusión más importantes resultaban ser las siguientes:

a) ¿Es indispensable la subrogación judicial?— La cuestión consiste en saber si el subrogante puede ejercer directamente
la acción o si, por el contrario, necesita una autorización judicial previa, que importa subrogarlo en los derechos de su
deudor. La segunda tesis se funda principalmente en que nadie puede asumir los derechos de su deudor por su propia
cuenta, porque ello significaría una usurpación ilícita e importaría hacerse justicia por su propia mano; además, la
intervención judicial permitirá apreciar si el accionante tiene interés legítimo en intentarla. A lo cual se ha contestado
que no hay tal usurpación ilícita porque el acreedor ejerce un derecho que la ley le reconoce; y si luego se demuestra
que no tiene interés en la acción, lo que corresponde es rechazarla. Sobre todo, hay una razón práctica, que es la que ha
inclinado a la jurisprudencia a no exigir este recaudo: la posibilidad de actuar del acreedor en defensa de su derecho se
hace más ágil y eficaz si se la despoja de requisitos previos que la entorpecen y que no están establecidos en ninguna
disposición legal.
El art. 739 no hace de este extremo un requisito.

b) ¿Es necesario que el deudor subrogado sea citado para que intervenga en el juicio?— La conveniencia de la intervención del
deudor en el juicio es a todas luces evidente: 1º) porque de esa manera se escucha a quien es parte interesada y que tal
vez pueda aportar al pleito elementos de juicio indispensables; 2º) porque él podría demostrar su solvencia y, por tanto,
la falta de interés del acreedor; 3º) porque si él no interviene, la sentencia que allí se dicte no tendrá valor de cosa
juzgada respecto suyo; y si, por ejemplo, la demanda fuere rechazada, él tendría derecho a intentarla nuevamente, con
lo que volvería a promoverse otro pleito por una misma causa. Más allá de la evidente conveniencia de la intervención
del deudor, la falta de norma expresa provocaba dudas, las cuales han sido despejadas con el art. 740 que expresamente
dispone que el deudor debe ser citado para que tome la intervención que corresponda.

c) ¿Es necesario que el acreedor actúe en nombre del deudor?— Se acepta hoy que no es indispensable que lo haga así
porque, en verdad, el acreedor ejerce un derecho que le es propio. Puede, pues, accionar a nombre propio, siempre que
surja claramente de su demanda que intenta valerse de los derechos y acciones que correspondan a su deudor con la
extensión y límites que ellos tienen.

En cambio, ninguna duda cabe de que es innecesario o superfluo:

a) Actuar con mandato o autorización especial del deudor, puesto que el acreedor ejercita un derecho que la ley le confiere
y puede hacerlo aun en contra de la voluntad del deudor.

b) Que el deudor haya sido puesto en mora.

§ 4. — EFECTOS

137. Distintos efectos

Para poner en claro los efectos jurídicos de la acción subrogatoria, conviene partir de la idea central que la inspira: el
acreedor se propone ejercer por su deudor un derecho que éste había abandonado; si la acción prospera, el bien queda
incorporado al patrimonio del deudor, quedando expedita entonces la posibilidad del subrogante de ejecutarlo para
cobrarse su crédito.

Esto sentado, precisemos los distintos efectos:

a) Entre el actor y el deudor.— Si la acción prospera, el acreedor podrá ulteriormente embargar el bien e inclusive
ejecutarlo, siempre, claro está, que su crédito fuere exigible y no condicional o a plazo. Cabe agregar que como el efecto
fundamental de la acción no es otro que hacer ingresar el bien al patrimonio del deudor, nada impide que luego éste
disponga de él, lo venda, grave, etcétera, mientras no le haya sido embargado. Es claro que si la enajenación fuere
fraudulenta, el acreedor podrá impugnarla por vía de la acción pauliana.

b) Entre el actor y los otros acreedores.— Como la acción subrogatoria no tiene otro objeto que hacer ingresar un derecho
al patrimonio del deudor, beneficia a todos los acreedores por igual, hayan o no intentado la subrogatoria. Queda desde
luego al subrogante el derecho de embargar el bien tan pronto haya prosperado su acción pues no goza de preferencia
alguna sobre los bienes obtenidos por este medio (art. 739, in fine). En este punto, la situación es análoga a la que deriva
de la acción de simulación.

c) Entre el actor y el demandado.— El demandado se encuentra frente al actor en las mismas condiciones que se
encontraría frente al subrogado (acreedor del demandado); puede oponerle las mismas defensas y excepciones,
inclusive la de compensación, aun cuando provengan de hechos del subrogado posteriores a la demanda, siempre que
no sean en fraude de los acreedores (art. 742). Por el contrario, no puede invocar sus defensas personales contra el actor,
verbigracia, la compensación respecto de un crédito que tenga contra el subrogante, pues éste no ejerce la acción en
beneficio propio sino en beneficio del deudor y, eventualmente, de todos los acreedores de éste.

d) Entre el deudor y el demandado.— La acción seguida entre el subrogante y el demandado hace cosa juzgada respecto
del subrogado, ya que el art. 740 requiere la citación a juicio de este último. Por consiguiente, el deudor subrogado no
podría intentar luego nuevamente la acción, si el subrogante hubiera sido vencido en el pleito.

e) Entre el demandado y los demás acreedores.— Aquí se plantea una situación similar a la examinada en el subpunto
anterior. Como el deudor debe ser citado al juicio, la sentencia hace cosa juzgada no sólo respecto de él, sino de todos
sus restantes acreedores, que no podrían más tarde volver a intentar la acción, desde que su propio deudor ha sido
vencido; la acción subrogatoria se brinda en caso de inacción, pero no cuando el subrogado ha sido activo, pero
vencido.

§ 5. — COMPARACIÓN CON LA ACCIÓN DIRECTA

138. Similitudes y diferencias con la acción directa

Ambas son medios para tutelar el crédito de los acreedores. Sin embargo, presentan diferencias notables:

a) La acción oblicua tiende a hacer ingresar un bien al patrimonio del deudor; la directa a hacerlo ingresar al
patrimonio del accionante; b) la acción oblicua beneficia a todos los acreedores y al mismo deudor; la directa beneficia
exclusivamente al accionante, que no se ve expuesto así a que su esfuerzo resulte parcial o totalmente estéril por la
concurrencia de otros acreedores; c) el ejercicio de la acción subrogatoria no impide al deudor (titular del crédito)
disponer de él, transar, renunciar, etcétera; el efecto normal de las acciones directas es privar al deudor principal de su
facultad de disponer del derecho desde que la acción se ha iniciado; d) la acción oblicua se ejerce por la totalidad del
crédito que el deudor subrogado tiene contra el demandado, aunque sea mayor que el del acreedor subrogante; en las
acciones directas, el crédito del accionante marca el límite por el que la acción puede ser ejercida; e) la acción oblicua se
ejerce a nombre del deudor, en tanto que la directa se instaura a nombre propio; f) por último, en la acción directa, el
demandado puede oponer tanto las excepciones que su acreedor tenga contra el actor como las que el mismo tuviese
contra la parte demandante; esta última posibilidad se encuentra vedada en la acción subrogatoria.

IV. ACCIÓN REVOCATORIA O PAULIANA

139. Concepto y terminología

Los acreedores —y particularmente los comunes y quirografarios— tienen ligada la suerte de sus créditos al estado de
fortuna del deudor. Todo egreso de bienes supone una disminución de la garantía común; pero mientras se trate de
actos normales de administración o disposición, ellos deben soportar sus consecuencias y carecen de remedio legal para
impugnarlos. Sólo cuando el acto está encaminado a defraudarlos, la ley acude en su defensa. Ocurre a veces que un
deudor, que está a punto de caer en insolvencia o que se encuentra ya en ese estado, enajena algunos de sus bienes para
sustraerlo a la acción de sus acreedores; el dinero o los valores mobiliarios que recibe a cambio, se sustraen fácilmente al
embargo. En tal caso, la ley reconoce a los acreedores la acción revocatoria, que permite a los acreedores hacer ejecución
del bien cuya propiedad se había transmitido a terceros. Aunque la hipótesis típica del fraude es la venta, son muchos
los actos que implican una lesión de los derechos de los acreedores y dan lugar a la acción.
Esta acción se llama revocatoria (porque permite revocar el acto del deudor enajenante), pauliana (en homenaje al
pretor Paulus, que la introdujo por primera vez) o de fraude (porque es un remedio contra la acción fraudulenta de los
deudores).

140. Origen y fuentes legales

La acción revocatoria tiene su origen en el derecho romano, en donde la introdujo por primera vez, según ya lo
dijimos, el pretor Paulus a quien no debe confundirse con el gran jurisconsulto del mismo nombre. Como el remedio
respondía a una verdadera necesidad jurídica, como es la de evitar la burla dolosa de los acreedores, pasó al derecho
medieval y a los códigos modernos.

Las fuentes del Código Civil velezano radicaron no sólo en los textos mismos del Digesto, sino también en las leyes de
Partidas, que habían recogido la institución, y en el Código francés y sus comentaristas, particularmente CHARDON,
cuya obra sobre el Dolo y el Fraude es clásica en esta materia.

141. Método del Código Civil y Comercial

Trata de la acción pauliana en el Capítulo referente a los vicios de los actos jurídicos, en los arts. 338 a 342, lo que
evidentemente es un acierto, puesto que tal es su naturaleza jurídica.

142. Fundamento

La acción pauliana se funda en una razón de orden moral; el derecho no puede permanecer impasible ante los actos
del deudor consumados para defraudar a los acreedores. El deudor puede disponer libremente de su patrimonio en
tanto proceda de buena fe y obre en defensa legítima de sus intereses. Excediendo esos límites, sus acreedores pueden
impedir que se disponga de lo que constituye su garantía común.

143. Naturaleza

Muchas son las teorías sostenidas en torno a la naturaleza jurídica de la acción pauliana. Dejando de lado las que han
tenido poco eco doctrinario, podemos resumir las principales en estas tres:

a) Es una acción real, porque permite perseguir los bienes que han salido del patrimonio del deudor. Esta teoría,
fundada en un texto de Justiniano, no ha resistido el análisis y fue abandonada ya por los antiguos romanistas. No es
una acción real porque no deriva de la propiedad ni de ningún otro derecho real; tampoco hay un derecho de
persecución porque la acción queda paralizada ante los terceros subadquirentes de buena fe a título oneroso;
finalmente, las acciones reales no se conciben sino cuando recaen sobre una cosa corporal determinada y la acción
pauliana puede tener por objeto la restitución de bienes incorporales.

b) Es una acción personal de nulidad. Es la teoría sostenida en forma casi unánime por la doctrina clásica. La restitución
de la cosa o bien sobre el cual se ejerce la acción se explica como una de las consecuencias propias de la acción de
nulidad, que es precisamente la restitución o devolución de las cosas o derechos transferidos en virtud del acto anulado.
c) La doctrina más actual ha puesto de manifiesto la verdadera naturaleza de esta acción. No es una acción de
nulidad porque el acto fraudulento mantiene toda su validez entre el deudor y el tercer adquirente; el bien no reingresa
al patrimonio del deudor, como debería ocurrir si se tratara de una nulidad; y por ello es que los otros acreedores no se
benefician con la acción. No hay, por tanto, nulidad; hay simplemente inoponibilidad, y así ha sido consagrado por el art.
338 del Código Civil y Comercial. La consecuencia de la acción de fraude es que el acto impugnado es inoponible al
acreedor que la intenta; para éste, es como si aquel acto no se hubiera celebrado, como si la transferencia de derechos o
de bienes no se hubiera operado. Puede, por ejemplo, hacer ejecución del inmueble vendido real pero fraudulentamente
por el deudor como si no hubiera salido de su patrimonio. En suma, el acto celebrado por el deudor en fraude de sus
acreedores no les es oponible a éstos, pero para el deudor conserva toda su validez.

§ 1. — CONDICIONES PARA SU PROCEDENCIA

144. Requisitos generales

En el art. 339 del Código Civil y Comercial se establecen las condiciones generales para la procedencia de la acción
pauliana:

a. — En primer término, que el crédito sea de causa anterior al acto impugnado, excepto que el deudor haya actuado con el
propósito de defraudar a futuros acreedores (art. 339, inc. a]). La razón que inspira este requisito es que los acreedores cuyo
crédito tiene un origen posterior al acto del deudor, no podrían invocar fraude en su perjuicio; cuando ellos llegaron a
constituirse en acreedores, sea por contrato, sea por disposición de la ley, los bienes habían salido ya del patrimonio del
deudor y mal podrían sostener que el acto estaba encaminado a perjudicarlos.

Pero este requisito, aceptado como regla general, no es de aplicación al caso de que el acto impugnado, aunque
posterior al origen del crédito, haya sido realizado en previsión de la obligación que nacería más tarde. Ejemplo: una
persona, movida por sentimientos de venganza, se propone matar a otra; pero antes de consumar el crimen, y en
previsión de que será obligado a pagar los daños causados, vende sus bienes y oculta el dinero. Realizado el hecho, la
víctima o sus herederos, si aquella ha fallecido, tienen abierta la acción pauliana, siempre, claro está, que se cumplan las
restantes exigencias legales.

Tampoco se aplica la exigencia relativa a la fecha del crédito, cuando se trata de reconocimientos de deudas
posteriores al acto impugnado, pero cuyo origen es anterior a éste. Ejemplo: una persona embiste y hiere gravemente a
otra con su automóvil; posteriormente enajena sus bienes y luego suscribe un documento con la víctima reconociendo
adeudarle tantos pesos en concepto de daños. Si luego no le pagara a la víctima la suma prometida, ésta podría
impugnar la enajenación, porque aunque el título que exhibe para su reclamo (el reconocimiento de la deuda) es
posterior al impugnado (la enajenación), el origen de la deuda es anterior.

b.— En segundo lugar, que el acto haya causado o agravado la insolvencia del deudor (art. 339, inc. b]). Si ocurriese lo
contrario, el actor no podría alegar perjuicio, pues los bienes de aquél alcanzarían para satisfacer el pago de sus
obligaciones.

Se entiende por insolvencia que el activo no alcanza a cubrir el pasivo. Tal circunstancia debe existir en el momento de
la iniciación de la demanda.

c.— Finalmente, que quien contrató con el deudor a título oneroso haya conocido o debido conocer que el acto provocaba o
agravaba la insolvencia (art. 339, inc. c]): dada su importancia se verá en forma separada, en el número siguiente.
145. Casos de actos onerosos, requisitos especiales

Se requiere para declarar inoponible el acto celebrado que el tercero conozca o haya debido conocer que tal acto
producía o agravaba la insolvencia del deudor, con quien justamente celebraba el negocio jurídico (art. 339, inc. c]). No
se exige su complicidad; basta el actuar negligente inexcusable (haya debido conocer) que permite interponer eficazmente
la acción paulina, si concurren los demás requisitos.

Esta disposición se explica por sí sola; el señalado contenido cognoscitivo del tercero, como requisito para hacer lugar
a la revocación de actos onerosos, es una exigencia inevitable de la seguridad de las transacciones; si bastara la sola
mala fe del enajenante, nadie podría estar seguro de los derechos que adquiere, por más que haya pagado por ellos su
justo precio y haya actuado de perfecta buena fe.

En la práctica, el conocimiento por parte del tercero, de que el acto por él celebrado provocaba o agravaba la situación
de insolvencia del deudor, o la circunstancia de que debió haber conocido tal consecuencia, resulta muy difícil de
probar; de ahí que sean poco frecuentes los casos de jurisprudencia en que se haga lugar a la acción pauliana. Pero no
por ello es menos importante en la vida del Derecho, ya que desempeña, sobre todo, un papel preventivo; ante el temor
de una eventual declaración de inoponibilidad, los terceros suelen abstenerse de realizar actos fraudulentos.

146. Casos de actos gratuitos

En esta hipótesis, la situación es distinta. La revocación del acto no supone ya la pérdida de un derecho adquirido por
el tercero a cambio de una prestación equivalente, sino simplemente la extinción de un beneficio. Es lógico, pues, que no
sea la ley tan severa como en el caso anterior; para que proceda la acción bastan las condiciones generales del art. 339(incs. a] y
b]), sin que sea menester ningún conocimiento del tercero adquirente. Y aunque éste probase su buena fe y que ignoraba
la insolvencia del deudor, el acto debe ser declarado, igualmente, inoponible.

La determinación de si el acto es oneroso o gratuito, supone muchas veces dificultades que suelen no ser simples y
cuya solución queda librada al arbitrio judicial.

147. Acción dirigida contra un subadquirente

Puede ocurrir que el adquirente de un derecho en virtud de un acto sujeto a la acción revocatoria lo haya transmitido,
a su vez, a un tercero.

Para que proceda la acción contra el subadquirente es necesario, ante todo, que proceda contra el primer adquirente;
si la segunda transmisión fuera a título gratuito, bastaría con aquel requisito para que procediese la revocación; pero si
fuera a título oneroso, será necesario, además, que el subadquirente sea cómplice en el fraude (art. 340, párr. 2º). Esta
complicidad se presume si el subadquirente conocía el estado de insolvencia del deudor, al momento de contratar (art.
citado).

148. Quiénes pueden intentarla

El art. 338 expresa que Todo acreedor puede solicitar la declaración de inoponibilidad de los actos celebrados por su deudor en
fraude de sus derechos, y de las renuncias al ejercicio de derechos o facultades con los que hubiese podido mejorar o evitado empeorar
su estado de fortuna. Se ha mejorado la redacción del art. 961 del Código velezano que indicaba solamente a los
acreedores quirografarios. No se ve, en efecto, por qué razón precisamente los acreedores que tienen una preferencia
legal han de ser excluidos de este remedio, sobre todo si su privilegio no es suficiente para cobrar el total de la
obligación porque han desaparecido los bienes del deudor a causa del acto fraudulento.

Puede ser intentada individualmente por cada uno de los acreedores, o bien colectivamente, en caso de quiebra, por
intermedio del síndico. En cambio, la posibilidad de ejercerla en el concurso preventivo se encuentra muy discutida.

149. Prueba

La prueba de que se hayan reunido los requisitos de la acción corresponde al que la entabla; pero no hay que olvidar
que en materia de actos onerosos, el actor no está obligado a probar la mala fe o complicidad del subadquirente, sino
que le basta demostrar que éste tenía conocimiento, o debió haberlo tenido, de que el acto que celebraba provocaba o
agravaba la insolvencia del deudor (art. 340, párr. 2º).

150. Actos susceptibles de ser declarados inoponible

En principio, todos los actos que signifiquen un perjuicio para los acreedores pueden ser declarados inoponibles, sin
que quepa formular ninguna distinción entre aquellos que producen un empobrecimiento del deudor y los que impiden
un enriquecimiento. El art. 338 hace referencia a actos y a renuncias al ejercicio de derechos o facultades.

En el derecho romano, en cambio, sólo se admitía la revocación de los actos que hubieran empobrecido al deudor,
criterio ya superado en las legislaciones modernas. Lo que tiene verdadera relevancia jurídica es el perjuicio de los
acreedores; la distinción entre actos que han ocasionado un empobrecimiento o evitado un enriquecimiento, muchas
veces sutil y difícil de formular, no tiene, en verdad, importancia.

Por tanto, pueden ser revocadas: las ventas y donaciones, los contratos de locación, que disminuyen substancialmente
el valor de los inmuebles; la renuncia o aceptación de una herencia, la renuncia de derechos, etcétera. Por excepción no
podría pedirse la revocación de actos que importan la renuncia expresa o tácita de ejercer ciertos derechos personales,
como, por ejemplo, el perdón manifestado por el donante al donatario ingrato.

§ 2. — EFECTOS DE LA ACCIÓN PAULIANA

151. Inoponibilidad del acto

El acto realizado en fraude de acreedores debe dejarse sin efecto en la medida del perjuicio que se les ha ocasionado.
La revocación no importa, en rigor, una nulidad; simplemente, el acto impugnado es inoponible a los acreedores. Con
otras palabras, la decisión que declare procedente la acción revocatoria implica una declaración de inoponibilidad a favor
de los acreedores que la hayan entablado. De ahí que la ley limite los efectos de la acción al importe del crédito de los
actores que la hubiere intentado (art. 342); pero una vez satisfechas las deudas, mantiene sus efectos entre las partes que
lo han celebrado. De tal modo, si se tratara de un acto que por su naturaleza propia es susceptible de fraccionamiento,
como sería la donación de una suma de dinero, la inoponibilidad se referirá a aquella porción necesaria para pagar el
crédito. Si no fuera posible el referido fraccionamiento (como en el supuesto de venta de un inmueble), en el caso de
que declarado inoponible el acto, ejecutado el bien y pagados todos los créditos quedara todavía algún sobrante, el
saldo restante pertenecerá al que adquirió aquél mediante el acto fraudulento.
El efecto de la acción pauliana no es, por consiguiente, hacer reingresar el bien al patrimonio del deudor, sino dejar
expedita la vía para que los acreedores puedan cobrarse sus créditos.

Sin embargo, el art. 340, primer párrafo, consagra una importante limitación: no puede oponerse —es decir, no
consagra su virtualidad jurídica— la declaración de inoponibilidad a los acreedores del adquirente que de buena fe
hayan ejecutado los objetos del acto cuestionado. Verbigracia, si un acreedor del tercer adquirente remató la finca cuya
compraventa resultó declarada inoponible, los actores que entablaron eficazmente la acción pauliana, no podrán
agredir la cantidad obtenida en la subasta.

De estos principios generales, que presiden la acción revocatoria, se desprenden los efectos que hemos de estudiar en
los números siguientes.

152. Relaciones entre el deudor y el adquirente

Entre el deudor y el adquirente, el acto revocado mantiene su validez. De ahí las siguientes consecuencias: 1º) si
cobrados los acreedores, quedara un remanente, éste pertenece al adquirente y no al deudor; 2º) el adquirente
despojado total o parcialmente del bien tiene derecho a que el enajenante le repare el daño; es claro que esta
indemnización sólo tendrá lugar cuando el acto hubiere sido a título oneroso; el donatario nada puede reclamar, pues el
donante —como regla— no responde por evicción (arts. 1033 y 1036).

153. Relaciones entre los distintos acreedores

La acción pauliana entablada por un acreedor no beneficia a los demás, sino solamente al que la ha intentado. La
declaración de inoponibilidad se pronuncia exclusivamente en interés de los acreedores que la promueven, reza el art. 342.

Esta solución se explica porque, según se ha visto, la inoponibilidad de un acto no tiene por efecto el reintegro de los
bienes al patrimonio del deudor que los había enajenado, sino que se limita a dejar expedita la vía para que sobre esos
bienes pueda recaer la ejecución de los acreedores que hubieran probado la existencia del fraude. Distinto es el caso de
quiebra, porque en esta hipótesis la revocación es pedida por el síndico en nombre de todos los acreedores, incluso
aquellos cuyo crédito es de fecha posterior al acto impugnado.

154. Relaciones entre el acreedor y los subadquirentes frente a los cuales prospera la acción revocatoria

En este número estudiamos la relación existente entre el acreedor del deudor insolvente que ha obtenido una
sentencia favorable y el subadquirente, sucesor particular del deudor. Como hemos visto anteriormente (nros. 145 y
146) para que este último deba soportar los efectos de la declaración de inoponibilidad debe haber sido cómplice en el
acto de transmisión a título oneroso o haber recibido el bien a título gratuito. Si se cumplen los requisitos señalados,
debe tolerar la realización del bien.

¿Pero qué sucede si ha transferido a un sucesor particular de buena fe de manera onerosa el bien en cuestión o se ha
perdido la cosa? No sería posible llevar a cabo la liquidación del bien. En consecuencia, el subadquirente debe
responder por los daños ocasionados. El art. 340, tercer párrafo (cuya redacción, no podemos omitir decirlo, es harto
confusa), indica la medida de su responsabilidad: si lo adquirió de forma onerosa debe satisfacer el perjuicio ocasionado
solidariamente con todos los antecesores que actuaron de mala fe (incluyendo, como reza la norma, quien contrató de
mala fe con el deudor); si lo obtuvo por un acto a título gratuito, responde en la medida de su enriquecimiento.
Cabe añadir que no parece razonable interpretar de manera estricta la última parte del art. 340 que dispone que el que
contrató de buena fe y a título gratuito con el deudor, responde en la medida del enriquecimiento. Los mismos criterios que
conllevan a la solución legal resultan perfectamente aplicables al subadquirente a título gratuito (persona que no
contrató con el deudor). El argumento contrario sensu —que de por sí ha ido perdiendo su valor interpretativo— se
torna aún menos convincente cuando su aplicación choca contra un criterio de equidad. Por ello, propiciamos adecuar
la terminología del precepto en una futura reforma legal.

155. Cómo puede paralizarse la acción

El tercero a quien hubiesen pasado los bienes sujetos a la acción pauliana o el adquirente de ellos, puede hacer cesar
sus efectos satisfaciendo el crédito de los que se hubiesen presentado o dando garantía suficiente del pago íntegro de
sus créditos (art. 341). Las garantías pueden ser personales (v.gr., la fianza) o reales (ej., la hipoteca), desempeñando,
estas últimas, un papel muy importante.

Esta disposición se explica por sí sola. Llevar la acción adelante, no obstante que el poseedor de los bienes paga el
crédito o da fianzas suficientes de que será pagado, importaría un verdadero abuso del derecho.

156. Relaciones con la acción revocatoria del derecho comercial

La ley 24.522 reglamenta una acción que permite revocar ciertos actos del deudor fallido.

Según el art. 118, son ineficaces respecto de los acreedores los actos realizados por el deudor en el período de
sospecha que consistan en: 1) actos a título gratuito; 2) pago anticipado de deudas cuyo vencimiento debía producirse
en el día de la quiebra o posteriormente; 3) constitución de hipotecas, prendas o cualquier otra preferencia, respecto de
obligaciones que originalmente no tenían esa garantía.

A su vez el art. 119 dispone que los demás actos realizados en el período de sospecha pueden ser declarados
ineficaces respecto de los acreedores cuando se acredite que el tercero tenía conocimiento del estado de cesación de
pagos del deudor (requisito éste que no se exige en los casos del art. 118).

Estas acciones sólo pueden ser iniciadas por el síndico de la quiebra, a menos que, intimado por uno de los acreedores
a promoverla no lo hiciera en el plazo de treinta días, en cuyo caso puede promoverla el acreedor (art. 120, párr. 1º).

En cuanto a la acción regulada por los arts. 961 a 972 del Código Civil (reemplazados hoy por los arts. 338 a 342 del
Código Civil y Comercial), que se diferencia de las anteriores, porque puede promoverse con relación a actos realizados
antes del período de sospecha, puede ser promovida o continuada por los acreedores individualmente, si intimado el
síndico a intentarla o proseguirla, no lo hiciera en el plazo de treinta días (art. 120, párr. 3º).

§ 3. — PRESCRIPCIÓN

157. Plazo de prescripción

La acción para pedir la declaración de inoponibilidad nacido del fraude prescribe en el plazo de 2 años (art. 2562, inc.
f]).

Dicho plazo empieza a correr a partir del momento que el acreedor conoció o pudo conocer el vicio del acto (art. 2563,
inc. f]).
V. ACCIÓN DE SIMULACIÓN
§ 1. — CONCEPTO Y CARACTERES

158. Concepto

La simulación ocupa un lugar importante en la vida humana; es un recurso de autodefensa y de escalamiento. Se


simulan carácter, coraje, virtud, conocimiento, talento, éxitos; se disimulan defectos, odios, fracasos. Muchos hombres,
dice FERRARA, son verdaderos artistas en la escena de la vida.

También es frecuente en los negocios jurídicos. Se utiliza como procedimiento para ocultar ciertas actividades o bien
para evadir impuestos, o para escapar al cumplimiento de obligaciones legales. A veces, la simulación no tiene nada de
reprensible y hasta suele ser una manifestación de pudor, de auténtica modestia; pero, por lo general, el propósito
perseguido es contrario a la ley o a los intereses de terceros. Es aquí, precisamente, donde la fecundidad y la diversidad
de los recursos empleados es sorprendente. En vano el legislador dictará leyes cada día más minuciosas y severas para
combatir esta forma de fraude; bien pronto se hallarán nuevos y sutiles procedimientos para eludirlas.

No debe extrañar, por consiguiente, la dificultad en que se han encontrado los juristas para hallar una definición
unitaria de todas las infinitas formas de simulación. El desacuerdo, prácticamente general, es revelador de la
complejidad del tema. Con todo acierto, se ha preferido una enunciación descriptiva de las distintas hipótesis
posibles: La simulación tiene lugar —dice el art. 333— cuando se encubre el carácter jurídico de un acto bajo la apariencia de
otro, o cuando el acto contiene cláusulas que no son sinceras, o fechas que no son verdaderas, o cuando por él se constituyen o
transmiten derechos a personas interpuestas, que no son aquellas para quienes en realidad se constituyen o transmiten.

De una manera general, podemos decir que acto simulado es aquel que tiene una apariencia distinta a la realidad.
Hay un contraste entre la forma externa y la realidad querida por las partes; el negocio que aparentemente es serio y
eficaz, es en sí ficticio y mentiroso o constituye una máscara para ocultar un negocio distinto.

159. Caracteres del acto simulado

Aunque la extraordinaria multiplicidad de formas que suele adoptar la simulación hace difícil encontrar caracteres
comunes a todas ellas, es sin embargo posible delinear los más generales:

a) Todo acto simulado supone una declaración de voluntad ostensible y otra oculta, destinada a mantenerse reservada
entre las partes; es esta última la que expresa la verdadera voluntad de ellas.

b) El acto simulado tiene por objeto provocar un engaño. Adviértase que engaño no supone siempre daño, puesto que
algunas simulaciones son perfectamente inocuas.

c) Por lo general, la simulación se concierta de común acuerdo entre las partes con el propósito de engañar a terceros.
Así, por ejemplo, una persona vende simuladamente sus bienes a otra, para no pagar a sus acreedores. Pero éste no es
un requisito esencial de la simulación. A veces no existe acuerdo entre las partes, sino entre una de ellas y un tercero y
el propósito es engañar a la otra parte. El ejemplo clásico es el de quien compra una cosa a nombre propio, pero por
cuenta de un tercero: Primus, sabiendo que Secundus, por razones de enemistad personal, no querrá venderle su casa,
le encarga a Tercius que haga la operación con dinero suyo. El acto simulado es la compra, pues Tercius no adquiere
para sí sino para Primus; pero el acuerdo para engañar no existe entre comprador y vendedor sino entre comprador y
su comitente; el engañado es una de las partes, el vendedor.
Se ha negado que en esta hipótesis haya simulación. Esta opinión es insostenible en nuestro derecho positivo, puesto
que el art. 333 enuncia expresamente este caso, al decir que el acto es simulado cuando por él se constituyen o transmiten
derechos a personas interpuestas, que no son aquellas para quienes en realidad se constituyen o transmiten.

Independientemente de esta razón que atañe a nuestro derecho positivo, no se ve ningún fundamento serio en apoyo
de la doctrina que impugnamos, que parte apriorísticamente de que la simulación presupone siempre un engaño
concertado de común acuerdo entre las partes. Por nuestra parte, consideramos que lo esencial es la insinceridad de lo
estipulado; nada obsta, por consiguiente, a que la engañada sea una de las partes, como consecuencia del acuerdo entre
la otra y un tercero, aunque no es esta hipótesis la más frecuente ni la típica.

Inclusive, la simulación es posible en algunos actos unilaterales.

160. Simulación absoluta y relativa

La simulación puede ser absoluta o relativa; estudiaremos por separado ambas hipótesis.

a) Es absoluta cuando se celebra un acto que no tiene nada de real; se trata de una simple y completa ficción. Un
deudor que desea sustraer sus bienes a la ejecución de los acreedores, los vende simuladamente a un tercero; en un
contradocumento consta que la operación no es real y que el vendedor aparente continúa siendo propietario.

b) La simulación es relativa cuando el acto aparente esconde otro real distinto a aquél; el acto aparente no es sino la
máscara que oculta la realidad. La simulación relativa puede recaer: 1º) Sobre la naturaleza del contrato; así, por ejemplo,
una persona que desea favorecer a uno de sus hijos más allá de lo que le permite la porción disponible, simula venderle
una propiedad que en realidad le dona, a fin de que no pueda ser obligado a colacionar; o bien, una persona que desea
hacer una donación a su amante, la oculta bajo la apariencia de una venta para no hacer ostensible el motivo que lo ha
determinado a transferirle la propiedad. 2º) Sobre el contenido del contrato; así, por ejemplo, se simula un precio menor
del que en realidad se ha pagado, para evitar o disminuir el impuesto a los sellos; o se simula la fecha, antedatando o
posdatando el documento. 3º) Sobre la persona de los contratantes; ésta es una de las hipótesis más interesantes, y en la
que la simulación adopta formas variadísimas. Muy frecuente es el caso del testaferro, prestanombre u "hombre de
paja", como se lo llama en la doctrina francesa. Ejemplos: la ley 19.950, exige un mínimo de dos socios para formar una
sociedad de responsabilidad limitada; en la práctica, suele ocurrir que ésta pertenece a una sola persona, que distribuye
algunas cuotas sociales entre varios amigos que le "prestan su nombre" para cumplir aparentemente con los requisitos
legales; un hombre casado, que tiene relaciones extramatrimoniales con una mujer a quien desea favorecer con una
donación, para no despertar sospechas en su cónyuge lo hace a nombre de una tercera persona, que, por un
contradocumento privado, se obliga a transferir los bienes a la verdadera destinataria.

161. Simulación lícita e ilícita

En sí misma, la simulación no es ni buena ni mala; es incolora, como se ha dicho con expresión gráfica. Como decía el
propio Código velezano en su art. 957 la simulación no es reprobada por la ley cuando a nadie perjudica ni tiene un fin ilícito.
Incluso, el Código Civil y Comercial admite implícitamente la simulación lícita desde que afirma que la simulación
ilícita o que perjudica a un tercero provoca la nulidad del acto ostensible (art. 334). Por lo tanto, la simulación que a
nadie perjudica ni tiene un fin ilícito no es reprobada por la ley. Tal es el caso de los negocios fiduciarios, o de muchos
actos en que el móvil de la ficción ha sido una razón de discreción, o inclusive de modestia.

Añade el art. 334 que si el acto simulado encubre otro real, éste es plenamente eficaz si concurren los requisitos
propios de su categoría y no es ilícito ni perjudica a un tercero.
Pero si la simulación perjudica a terceros o si, por otros motivos, es contraria a la ley, se convierte en ilícita (art. 334).
Éste es, desde luego, el caso más frecuente.

El perjuicio a terceros supone siempre la ilicitud de la simulación. Pero, a veces, la ilicitud resulta de otras causas. Así,
por ejemplo, para escapar al riesgo de que se declare usurario el préstamo de dinero, se suscribe un documento en el
que figura como prestada una suma mayor que la que en realidad se prestó; así quedan incluidos los intereses usurarios
dentro del capital. Aquí la única perjudicada es una de las partes; no obstante lo cual la simulación es ilícita.

162. Actos simulables

En principio, todos los actos bilaterales pueden simularse. El art. 334 indica que resulta aplicable, también, a las
cláusulas simuladas. Esta regla tiene muy contadas excepciones. La primera, en la que están de acuerdo casi todos los
autores, es la del matrimonio. En este caso, el oficial público interviene completando y perfeccionando el acto con su
declaración de unir a los contrayentes; su intervención, dice FERRARA, es integrante del acto, y como en el oficial público
la simulación es inconcebible, el acto jamás puede resultar fingido. Además de esta razón importantísima puesta de
manifiesto por el maestro italiano, hay otras muchas que obligan a aceptar ese criterio. La seriedad del matrimonio, la
defensa de la familia, el problema de orden moral implícito en la cuestión, hacen necesario rechazar enérgicamente la
posibilidad de que tal acto pueda simularse.

Luego de la última guerra mundial, se produjeron en Europa algunos casos que han dado lugar a apasionadas
controversias. Con el objeto de eludir persecuciones raciales o políticas, sustraerse al trabajo obligatorio, obtener un
pasaporte, algunas personas contrajeron matrimonio, adquiriendo así la ciudadanía del esposo. Lo hacían sin la menor
intención de contraer un verdadero matrimonio, y no había, desde luego, posterior cohabitación. Aunque el problema
dio lugar a fallos contradictorios, la mayor parte de los tribunales se inclinaron por considerarlos simulados y nulos.
Consideramos que las extremas circunstancias de hecho que rodearon estos matrimonios justifican esta solución,
aprobada, agreguemos, por el propio derecho canónico.

Asimismo, debe admitirse que las personas jurídicas que necesitan para su existencia que el Estado les otorgue
personería no pueden simularse, puesto que el otorgamiento de tal personería es un acto integrante de la nueva entidad.
Sin embargo, con respecto a este aspecto, hay que tener en cuenta lo regulado en el art. 144. En efecto, esta norma
dispone que la actuación que esté destinada a la consecución de fines ajenos a la persona jurídica, (que) constituya un recurso
para violar la ley, el orden público o la buena fe o para frustrar derechos de cualquier persona, se imputa a quienes a título de socios,
asociados, miembros o controlantes directos o indirectos, la hicieron posible quienes responderán solidaria e ilimitadamente por los
perjuicios causados. Lo dispuesto se aplica sin afectar los derechos de los terceros de buena fe y sin perjuicio de las responsabilidades
personales de que puedan ser pasibles los participantes en los hechos por los perjuicios causados.

163. Actos fiduciarios

Llámase acto fiduciario a la transmisión de un derecho para un fin económico que no exige tal transmisión. Así, por
ejemplo, en vez de dar mandato para el cobro de un cheque, se lo endosa, lo cual supone transferir su propiedad.

El nombre de estos negocios deriva de fiducia, fe, porque efectivamente importan un acto de confianza. Los casos más
frecuentes son la cesión de crédito con fines de mandato, el endoso para facilitar el cobro y la transmisión de la
propiedad con el objeto de garantizar un crédito. Implican siempre un exceso del medio respecto del fin perseguido,
pues es evidente que en los dos primeros casos bastaría el mandato y en el último, la prenda o la hipoteca, según se
trate de cosa mueble o inmueble. Se usa un medio más fuerte para conseguir un resultado más débil. El acto va más allá
del fin de las partes, supera su intención práctica, presta más consecuencias jurídicas de aquellas que serían menester
para obtener el resultado querido.

Se ha pretendido negar a estos actos el carácter de simulados, pero es evidente que no son sino una forma de
simulación, puesto que, según el concepto del art. 333, se oculta la naturaleza de una acto (mandato, garantía) bajo la
apariencia de otro (cesión, venta).

§ 2. — LA ACCIÓN
A. — A QUIÉNES Y CONTRA QUIÉNES SE ACUERDA

164. A quiénes se acuerda

La acción se acuerda a las partes, en caso de simulación lícita; y aun en ciertos casos de simulación ilícita (art. 335)
(véase nro. 166).

Se acuerda también a los terceros perjudicados por la simulación (art. 336). Estos terceros pueden ser: bien los
herederos del enajenante aparente que ha querido despojarlos de la herencia forzosa que por ley les corresponde; bien
los acreedores del enajenante, que ha querido sustraerse al pago de sus deudas. Cualquier acreedor puede ejercer la
acción, tenga o no un crédito exigible, sea bajo término o condición.

165. Contra quién debe dirigirse

Si es ejercida por una de las partes, debe dirigirse contra la otra o sus sucesores universales.

Si es ejercida por un tercero, debe dirigirse contra los dos responsables del acto simulado: tanto contra el enajenante
como contra el adquirente del derecho.

B. — PRUEBA ENTRE LAS PARTES

166. Cuándo procede la acción entre las partes

Si la simulación es lícita, la acción entre las partes tendiente a que se declare simulado el acto es procedente. En este
punto, la solución es clara. Algo más complejo es el problema cuando la simulación es ilícita.

Según el art. 335, párr. 1º, primera parte, los que otorgan un acto simulado ilícito o que perjudica a terceros, no
pueden ejercer acción alguna el uno contra el otro sobre la simulación.

Esta solución es perfectamente natural cuando la simulación tiende a consolidar el beneficio que el actor ha logrado
de la simulación. Supongamos que una persona cubierta de deudas vende simuladamente sus bienes a un amigo y cae
luego en quiebra. Sus pocos bienes restantes se reparten entre los acreedores, que reciben sólo una pequeña parte de sus
créditos, y luego, transcurridos los plazos legales, se levanta el concurso y el deudor obtiene carta de pago. En seguida
demanda a su amigo por restitución de los bienes, a cuyo efecto hace valer el contradocumento respectivo. La ley le
niega acción, pues de lo contrario no haría otra cosa que reconocerle la vía legal para consumar el fraude a terceros. Es
cierto que con esta solución se beneficia el tercero que fue cómplice en la simulación y que se quedaría con los bienes
por los cuales no pagó ningún precio. Entre dos males la ley elige el menor. Es necesario desalentar este tipo de
defraudaciones. Es preciso que quien intenta perjudicar a terceros con esta maniobra sepa que luego no tendrá vía legal
para recuperar sus bienes.

Pero supongamos ahora que el simulador se ha arrepentido de su acto; que quiere recuperar el bien para entregarlo a
sus acreedores. ¿También en este caso se le negará la acción? No. En este caso la acción es viable pues el referido art.
335, en el final del párrafo primero, añade que resulta procedente la acción que tenga por objeto dejar sin efecto el acto
cuando las partes no puedan obtener ningún beneficio de las resultas del ejercicio de la acción de simulación.

En suma, es necesario un arrepentimiento de las partes, un propósito de reparar los perjuicios derivados del acto para
terceros o dejar sin efecto el fraude a la ley.

167. Contradocumento: concepto

El contradocumento es una declaración de voluntad formulada por escrito por las partes, de carácter generalmente
secreto, y destinada a probar que el acto ha sido simulado.

Por lo común, se otorga al mismo tiempo que el acto aparente; pero esta simultaneidad no es un requisito esencial,
puesto que puede haberse otorgado antes o después del acto. Lo necesario no es una simultaneidad material, sino
intelectual, según la expresión muy citada de DEMOLOMBE; en otras palabras, lo que importa es que el contradocumento
exprese la verdadera voluntad de las partes en el momento de otorgarse el acto aparente; pero si la nueva declaración
de voluntad significa en realidad una modificación de la anterior, ya no se estaría en presencia de un contradocumento,
sino de un acto nuevo.

El contradocumento debe emanar de la parte a quien se opone, o de su representante; no es necesario el doble


ejemplar.

168. Exigencia del contradocumento

A pesar de que ningún texto lo exigía expresamente en el Código Civil original, durante muchos años predominó en
nuestra doctrina y jurisprudencia la opinión de que el contradocumento era una exigencia ineludible. Contrariamente,
comienza el segundo párrafo del art. 335: La simulación alegada por las partes debe probarse mediante el respectivo
contradocumento.

Como principio, la exigencia del contradocumento es propia de una sana política legislativa, pues se torna necesario
garantizar la seguridad de las transacciones y evitar que un contratante de mala fe pueda impugnarlas sobre la base de
una pretendida simulación, demostrada por pruebas fraguadas. Los contratantes tienen a su disposición, en el
momento de celebrar el acto, un medio cómodo y cierto de asegurarse la prueba de la simulación, que es el
contradocumento; si no han tenido la precaución de munirse de él, deben sufrir las consecuencias de su propia
imprevisión.

Estos argumentos son buenos para rechazar, en principio, toda otra prueba que no sea el contradocumento; pero esto
no puede ser una regla absoluta, pues si en el juicio se ha producido una prueba inequívoca, cierta, indubitable de la
simulación, no es posible rechazar la acción por un prurito puramente formal.

Este último orden de ideas (receptado por la jurisprudencia desde hace largos años y luego consagrado por la reforma
de la ley 17.711 al Código Civil) explica la parte restante del segundo párrafo del art. 335: Puede prescindirse de él (se
refiere al contradocumento) cuando la parte justifica las razones por las cuales no existe o no puede ser presentado y median
circunstancias que hacen inequívoca la simulación.
La apuntada disposición implica: a) establecer la exigencia del contradocumento como regla; b) admitir que puede
prescindirse de él cuando sea imposible presentarlo o haya pruebas y circunstancias que hagan inequívoca la
simulación.

169. Casos en que no es exigido

Se ha decidido que el contradocumento no es necesario:

a) Cuando existe principio de prueba instrumental. Este concepto es muy amplio: debe entenderse por tal la
manifestación que resulte de un testamento, una carta, un apunte, aunque no esté firmado por la parte; las
manifestaciones hechas en expedientes judiciales; la carta de quien actuó como agente o intermediario de la operación,
etcétera.

b) Cuando haya confesión judicial del demandado.

c) Si existe imposibilidad de procurarse el contradocumento, como ocurriría en el caso de que los contratantes fueran
analfabetos.

d) Si aquél se ha extraviado por caso fortuito o fuerza mayor, como podría ser un incendio, un naufragio.

e) Si el contradocumento fue sustraído al interesado o si fue privado de él con dolo o violencia.

f) Si una de las partes ha cumplido con la prestación a que se obligó según el acto real y la otra se niega a cumplir la
prestación recíproca.

g) Cuando la simulación ha sido hecha en fraude de la ley. En este caso, en efecto, el otorgamiento de un
contradocumento es prácticamente imposible. Supongamos que, para burlar la prohibición legal de los intereses
usurarios, se otorgue recibo por una cantidad mayor a la prestada, incluyendo en esa suma los intereses que exceden de
aquella tasa. El prestamista nunca otorgará al deudor un contradocumento en el que conste esa circunstancia, porque
ello importaría entregarle un arma que le permitiría no pagar los intereses excesivos.

170. Situación de los sucesores universales y de los representantes

Los sucesores universales de la parte que ha otorgado un acto simulado, ocupan su lugar; por tanto, se les aplican los
mismos principios estudiados en los párrafos anteriores. Pero hay que formular una excepción importante: si la
simulación es en perjuicio de ellos, deben considerarse terceros respecto de ese acto; por lo tanto, no se les aplica la regla
del art. 335, ni están obligados a presentar contradocumentos, sino que pueden valerse de toda clase de pruebas, incluso
las presunciones. Tal sería el caso de que se hubiera simulado una venta, con el propósito de eludir las prescripciones
relativas a la legítima; el heredero forzoso, perjudicado con ese acto, puede usar cualquier medio de prueba para
impugnarlo. Sería, en efecto, un contrasentido exigir contradocumento a quien no puede tenerlo.

Idéntica conclusión debe adoptarse cuando se trate de un acto simulado en perjuicio de una persona y celebrado por
su propio representante. Así, por ejemplo, si los padres otorgan un acto en perjuicio de sus hijos menores de edad no
emancipados con el fin evidente de perjudicarlos, no es posible exigirles a estos últimos la prueba del contradocumento,
una vez, verbigracia, que hayan alcanzado la mayoría de edad.
C. — PRUEBA POR TERCEROS

171. Principio de la amplitud de la prueba, las presunciones

Es claro que los terceros que han visto sus derechos o intereses legítimos afectados por el acto simulado están
facultados para demandar su nulidad. Así lo dispone expresamente el art. 336 del Código Civil y Comercial.

La norma añade que los terceros pueden acreditar la simulación por cualquier medio de prueba. La solución es
absolutamente razonable.

Mientras el juez debe ser riguroso en la apreciación de la prueba producida por las partes, no puede serlo respecto de
terceros. La situación de éstos es muy distinta. Las partes han podido y, salvo casos excepcionales, debido procurarse
un contradocumento, pero los terceros no pueden poseerlo, justamente porque la simulación se hace en su perjuicio, y si
aquél se otorgó, los contratantes lo mantendrán en secreto. Más aún: como la simulación realizada para perjudicar a
terceros supone un hecho ilícito, y a veces un delito criminal, las partes procurarán rodear el acto de todas las
apariencias de realidad, ocultarán los indicios comprometedores, borrarán los rastros. Operan con premeditación,
eligen el momento oportuno y el modus operandi más conveniente.

Se comprende, por tanto, cuán difícil es la tarea de los terceros. En tales casos, casi la única prueba que tienen a su
disposición es la de presunciones; sólo por excepción disponen de documentos o testigos.

No es entonces de extrañar, como se adelantó, que el art. 336 disponga: Los terceros cuyos derechos o intereses legítimos
son afectados por el acto simulado pueden demandar su nulidad. Pueden acreditar la simulación por cualquier medio de prueba.

Las presunciones adquieren así, en esa materia, una importancia singular; es sobre la base de ellas que se resuelven
por lo general esta clase de juicios. Los jueces las admiten siempre que por su carácter y concordancia lleven a su ánimo
la convicción de que el acto fue simulado.

Las presunciones generalmente admitidas como prueba de la simulación son las siguientes:

a) Debe existir, ante todo, una causa simulandi, es decir, una razón o motivo que la explique; por ejemplo, eludir el
pago de las deudas, escapar a las prescripciones legales sobre la legítima, etcétera. No queremos significar con ello que
sea necesario probar la existencia de una causa simulandi; pero si evidentemente no la hay, si no se alega un motivo
valedero que la explique, será muy difícil que el juez admita la acción, pues entonces la simulación no tendría sentido.
La causa simulandi, una vez puesta de manifiesto, arroja una luz esclarecedora sobre la conducta de las partes y facilita la
labor del juez.

b) El vínculo del parentesco muy estrecho o la amistad íntima entre las partes suele ser un indicio importante, ya que
la gravedad que reviste el acto cuando se perjudica a terceros exige una gran confianza recíproca. Es claro que esta
circunstancia, por sí sola, no es suficiente para hacer lugar a la acción, desde que los contratos entre parientes no sólo
son posibles, sino también frecuentes.

c) La imposibilidad económica del comprador para adquirir los bienes que aparecen vendidos; en estos juicios, tiene
una gran importancia la averiguación de la fortuna del adquirente. No menos revelador es este otro indicio: si el precio
que se dice pagado es muy considerable y se demuestra que en las cuentas bancarias del vendedor no ha ingresado
suma alguna y que éste no ha realizado otras inversiones que justifiquen el destino de ese dinero, cabe presumir que no
lo ha recibido.

d) También debe repararse en la naturaleza y cuantía de los bienes que aparecen enajenados; es sospechoso, en efecto,
que el vendedor transfiera precisamente aquellos bienes que, por razones económicas, por ser su principal fuente de
recursos o por motivos sentimentales, son los que más hubiera debido procurar que quedaran en su poder.
e) La falta de ejecución material del contrato; por ejemplo, si el que aparece vendiendo una propiedad continúa en
posesión de ella y administrándola, aunque a veces se disimule esa anomalía bajo la apariencia de un contrato de
locación o dándole el comprador aparente al vendedor un mandato de administración sobre la propiedad. Lo mismo
ocurre si el que vende un comercio sigue al frente de él, administrándolo, conservando el teléfono a su nombre, etcétera.

f) Las circunstancias y el momento en que se realizó el acto. Así, por ejemplo, la venta de un bien ganancial realizada
por el esposo pocos días antes o después de iniciada la demanda de divorcio, resulta sin duda sospechosa; la
declaración de haber recibido el precio con anterioridad, etcétera.

g) Gran importancia tienen también los antecedentes de las partes; pues así como una conducta intachable aleja la
sospecha de que se haya cometido un fraude en perjuicio de terceros, la vida inmoral o deshonesta favorece esa
hipótesis.

h) En la simulación por interposición de personas es muy ilustrativo el modo de comportarse del prestanombre, que
no se conduce como verdadero adquirente de los bienes; tiene también relevancia la índole de las relaciones entre el
enajenante y el verdadero destinatario de los derechos o bienes. Por lo general, estas relaciones son íntimas y se procura
mantenerlas ocultas; tal como ocurre entre una persona casada y su amante.

172. Caracteres y requisitos

La acción de simulación, cuando es ejercida por los acreedores, tiene carácter conservatorio, es decir, se propone
conservar íntegro el patrimonio que constituye la garantía de sus créditos, poniendo de manifiesto la situación real del
bien, que en verdad no ha salido de ese patrimonio, y removiendo así los obstáculos legales para una futura ejecución
de sus créditos.

Los requisitos para su procedencia son: a) que el acto sea simulado; y, b) que el actor tenga interés en la declaración de
simulación, porque el acto aparentemente lo perjudica.

D. — PRESCRIPCIÓN

173. Plazo de prescripción

Como hemos de ver en el número siguiente, los actos simulados son nulos de nulidad relativa. Por ello, la acción de
simulación prescribe en el plazo de 2 años. Se aplica el art. 2562, inc. a), que justamente fija ese plazo para el pedido de
declaración de nulidad relativa y de revisión de actos jurídicos.

El punto de inicio para que empiece a correr el plazo de prescripción varía de acuerdo al legitimado activo. Si entabla
la acción de simulación una de las partes, el término comienza a contarse desde que, requerido para dejar sin efecto el
acto simulado, se negare a ello (art. 2563, inc. b]). Si resulta ser un tercero el actor, comienza a correr el plazo de la
prescripción desde el instante en que conoció o pudo conocer el vicio del acto jurídico (art. 2563, inc. c]).
§ 3. — EFECTOS DE LA SIMULACIÓN
A. — ENTRE LAS PARTES

174. Carácter de la nulidad, efectos

Los actos simulados son nulos de nulidad relativa, pues la sanción está impuesta sólo en interés de la persona
afectada (arts. 386 y 388).

El que posee una cosa en virtud de un título aparente declarado nulo, a instancias de la declaración de simulación,
debe restituirla al verdadero dueño (art. 390), con sus frutos (percibidos, pendientes y dejados de percibir, pues posee
de mala fe, art. 1935) y productos; pero, en cambio, tiene derecho a que se le paguen los gastos de conservación y a que
se le reconozca el importe de las mejoras necesarias, salvo que se hayan producido por su propia culpa, y las útiles
hasta el mayor valor adquirido por la cosa (art. 1938).

Desde luego, si se tratase de una simulación relativa queda en pie el acto querido en la convención oculta. Así, por
ejemplo, si se disimula una donación bajo la apariencia de una venta, quedará en pie la donación.

Declarada la simulación, el vencedor en el juicio tiene derecho a exigir de la contraparte la indemnización de los
daños y perjuicios derivados de la actitud de ésta al pretender hacer valer su derecho aparente.

B. — RESPECTO DE TERCEROS

175. Enajenación a un subadquirente de buena fe

Con cierta frecuencia, el adquirente fingido de una cosa o de un derecho, los transfiere a un tercero, burlando la
confianza depositada en él. Tal es el caso del comprador aparente de un inmueble, que lo enajena a un extraño o
constituye en favor de éste un derecho real de hipoteca, servidumbre, etcétera; o bien el de una persona a cuyo nombre
se ha endosado un cheque con fines de cobro y que, a su vez, lo transfiere a un tercero.

Aun cuando la simulación sea lícita, el enajenante no tiene derecho alguno contra el sucesor a título singular de buena
fe; el acto simulado no puede ser impugnado por él y sólo le queda una acción de daños contra quien defraudó su
confianza. Esta solución estaba consagrada expresamente el art. 996 del Código Civil de VÉLEZ. Y si bien no hay una
norma similar en el Código Civil y Comercial, la solución se impone como una exigencia de la seguridad del comercio,
pues de lo contrario no habría adquisición ni título seguros; por lo demás, quien simula debe correr con el riesgo de su
mentira.

Por sucesor a título singular de buena fe debe entenderse aquél que ignoraba el carácter simulado del acto que servía
de antecedente a su derecho, puesto que teniendo conocimiento de que aquél era sólo aparente, no podrá invocar
ninguna protección legal.

176. Relaciones entre el acreedor y los subadquirentes frente a los cuales prospera la acción de simulación

El adquirente a título gratuito debe tolerar las consecuencias de la sentencia que declaró simulado el acto a instancia
del acreedor; también se ve afectado por ella el sucesor particular a título oneroso que haya sido cómplice en la
realización de este vicio del acto jurídico (art. 337, párr. 2º).
¿Pero qué ocurre si el sucesor particular ha transferido por título oneroso a un sucesor particular de buena fe el bien
en cuestión o se ha perdido la cosa? Si es oneroso, el subadquirente (si es de mala fe) satisface los daños y perjuicios
ocasionados en forma solidaria con quien contrató de mala fe con el deudor; si aquel subadquirente contrató de buena
fe y a título gratuito con el deudor, responde en la medida de su enriquecimiento (art. 337, párr. 3º).

177. Relaciones entre el acreedor actor y acreedores del sucesor particular (adquirente o subadquirente)

Como principio general, estos últimos deben tolerar las consecuencias de la sentencia de simulación dictada.

Sin embargo, el art. 337 establece que la simulación no puede oponerse a los acreedores del adquirente simulado que
de buena fe hayan ejecutado los bienes comprendidos en el contrato. Es que quien celebra un contrato simulado carga
con las consecuencias de la simulación. El acreedor confía en la apariencia del título y ejerce consecuentemente sus
derechos. Verbigracia, no puede serle opuesta la simulación a los acreedores de buena fe que subastaron la casa objeto
de un contrato de compraventa aparente. No cabe que sea objeto de agresión la suma obtenida en la subasta.

En cambio, la acción del acreedor contra el subadquirente de los derechos obtenidos por el contrato impugnado se
encuentran limitados. En este caso, se presume que el subadquirente ha sido ajeno al negocio simulado, por ello el art.
337 sólo admite la acción del acreedor cuando el subadquirente adquirió el bien por título gratuito, o si es cómplice en
la simulación.

178. Revocación de sentencias en juicios simulados

Con el propósito de legalizar el fraude de terceros y darle visos de cosa juzgada a la transferencia de un derecho, los
deudores, en connivencia con un tercero, suelen emplear el siguiente procedimiento: se entabla un juicio, que se lleva de
acuerdo entre actor y demandado; ambos producen las pruebas necesarias para darle una apariencia de seriedad, pero
que, al mismo tiempo, aseguran el resultado final perseguido por ambos. El derecho queda transferido (por lo menos en
la apariencia legal), no ya en virtud de un acto celebrado entre el deudor y un tercero, sino en virtud de una sentencia
pasada en autoridad de cosa juzgada.

Sin embargo, cuando la colusión es evidente, nuestros tribunales han dejado sin efecto sentencias dictadas en esas
condiciones; en verdad, no está en cuestión la cosa juzgada, porque ésta sólo puede hacerse valer entre las partes y no
contra un tercero que fue ajeno al pleito. Esta solución es admitida hoy universalmente, aunque su aplicación es poco
frecuente por la gran dificultad que supone demostrar que el pleito ha sido simulado.

§ 4. — COMPARACIÓN ENTRE LAS ACCIONES CONSERVATORIAS

179. Entre la de simulación y la revocatoria

Cuando la acción de simulación es ejercida por los acreedores de una de las partes, presenta una marcada analogía
con la pauliana en lo que atañe al objetivo final: lo que los acreedores se proponen en ambos casos es cobrar sus créditos
de los bienes que simulada o fraudulentamente han salido del patrimonio del deudor. Además, en ambas hipótesis, el
deudor ha obrado de manera intencional y con ánimo de burlar el derecho de aquéllos. Esto ha dado lugar a que estas
acciones fueran confundidas en la doctrina y la legislación, debiendo destacarse que el Código Civil velezano argentino
fue uno de los primeros que las legisló en forma separada.
Gracias a la labor de la doctrina y la jurisprudencia, hoy resulta posible hacer la distinción con nitidez. De lo expuesto
en las páginas precedentes se desprenden las siguientes diferencias esenciales:

a) La acción de simulación se propone dejar al descubierto el acto realmente querido y convenido por las partes
y declarar nulo el aparente; en cambio, la acción pauliana tiene por objeto declarar inoponible un acto real.

b) Las transmisiones de bienes hechas por acto simulado quedan sin efecto y aquéllos se reintegran al patrimonio del
enajenante; en cambio, la acción pauliana no produce el reintegro de bienes al patrimonio del deudor, sino que se limita
a remover los obstáculos para que el acreedor pueda cobrar su crédito haciendo ejecución de esos bienes.

c) Como consecuencia de lo anterior es que la acción de simulación favorece a todos los acreedores, en tanto que la
pauliana sólo beneficia al que la intentó.

d) Cuando se ejerce la acción de simulación no hay necesidad de probar la insolvencia del deudor, ni que la fecha del
crédito sea anterior al acto impugnado; en cambio, ambos extremos son indispensables en la acción pauliana.

180. Son acumulables

Se discutía antiguamente si estas dos acciones podían acumularse, es decir, entablarse conjuntamente. La opinión
negativa se fundaba en que no es posible sostener al mismo tiempo que un acto es simulado y real.

Esta discusión ha quedado superada en nuestros días. La jurisprudencia admite constantemente que ambas acciones
pueden acumularse; en tal caso, la pauliana tiene carácter subsidiario, para el caso de que no se pruebe fehacientemente
el carácter simulado o aparente del acto impugnado. Es una solución práctica y razonable; no se
sostiene simultáneamente que el acto sea ficticio y verdadero, lo que sería un absurdo; se sostiene que ha sido simulado y
que si no lo es, ha sido hecho en fraude de los acreedores.

181. Comparación de las acciones directa, subrogatoria y de simulación

La acción subrogatoria tiende a hacer ingresar un bien al patrimonio del deudor; la de simulación, a demostrar que
ese bien no ha salido de ese patrimonio. La primera tiende a remediar una negligencia del deudor; la segunda, a evitar
un fraude derivado de un acto doloso. Pero a diferencia de la revocatoria, ambas benefician a todos los acreedores y no
solamente al que la intentó. Por su parte, como consecuencia de la acción directa, el bien pasa directamente al
patrimonio del actor acreedor, resultando el único favorecido.

182. Comparación de las acciones directa, subrogatoria y pauliana

Las diferencias son netas: a) La directa busca que el bien en cuestión se incorpore al patrimonio del actor acreedor,
tornándose el único favorecido. La subrogatoria se propone hacer ingresar un bien al patrimonio del deudor; como
consecuencia de ello, beneficia al propio deudor y a todos sus acreedores; la revocatoria no hace ingresar ningún bien al
patrimonio del deudor; respecto de éste, el acto declarado inoponible se mantiene plenamente válido y, por tanto, la
acción no beneficia sino solamente al acreedor que la intentó, no a los restantes. b) La directa y la subrogatoria tienden a
remediar una negligencia del deudor; la revocatoria, a impedir la consumación de un acto fraudulento. c) La directa y la
subrogatoria se conceden a todos los acreedores, cualquiera sea la fecha de su crédito; la revocatoria, en principio,
solamente a los acreedores cuyo crédito tiene fecha anterior al acto impugnado. d) Para intentar la acción directa y la
subrogatoria no es menester probar la insolvencia del deudor, requisito que es indispensable en la acción pauliana.
CAPÍTULO IV - CLASIFICACIÓN DE LAS OBLIGACIONES

183. Clasificación y nomenclatura de las obligaciones

Las obligaciones pueden clasificarse desde diversos puntos de vista:

a) Por su interdependencia, distinguimos entre obligaciones principales y accesorias.

b) Por la naturaleza del vínculo y su protección jurídica, se dividen en civiles (o perfectas) y naturales (o imperfectas).

c) En cuanto al objeto, se clasifican atendiendo: 1º) a su naturaleza, en obligaciones de dar, hacer o no hacer; 2º) a
la determinación o indeterminación de las obligaciones de dar, en obligaciones de dar cosas ciertas (o bienes), de género, de
sumas de dinero o de valor; 3º) a la complejidad del objeto debido, en obligaciones de objeto conjunto o disyunto,
alternativas y facultativas.

d) En cuanto al sujeto, las obligaciones pueden tener un sujeto único o simple o plural, lo que ocurre cuando son varios
los acreedores o los deudores. Estas hipótesis de sujeto múltiple o plural permiten clasificar las obligaciones de la
siguiente manera: obligaciones de pluralidad disyunta o conjunta; obligaciones simplemente mancomunadas, solidarias o
concurrentes; y de prestación divisible o indivisible.

e) En cuanto a las modalidades, las obligaciones se dividen en puras o modales, según que carezcan o tengan,
respectivamente, alguna de las modalidades de los actos jurídicos; las obligaciones modales se dividen a su vez en
obligaciones condicionales, a plazo o con cargo.

En los párrafos que siguen, trataremos cada una de estas obligaciones, excepto las referidas en el apartado e)
precedente, pues su estudio corresponde a la Parte General del Derecho Civil y Comercial.

I. OBLIGACIONES PRINCIPALES Y ACCESORIAS

184. Concepto

Según el concepto del art. 856, las obligaciones principales son aquellas cuya existencia, régimen jurídico, eficacia y
desarrollo funcional son autónomos e independientes de cualquier otro vínculo obligacional. Las obligaciones accesorias resultan
dependientes de ellas en cualquiera de los aspectos precedentemente indicados, o cuando resultan esenciales para satisfacer el
interés del acreedor. No se concebiría la existencia de estas últimas sino porque existen las primeras. Como consecuencia
lógica, deben seguir la suerte de la principal.

185. Especies

El carácter principal o accesorio de una obligación se ha referido, tradicionalmente, a su objeto o a las personas
obligadas.

a) Son accesorias en cuanto a su objeto cuando son contraídas para asegurar el cumplimiento de una obligación
principal: tal como la cláusula penal, la obligación del vendedor de entregar al comprador el título de propiedad del
inmueble enajenado, la de reparar los daños por retardos en el cumplimiento de la obligación, etcétera.

b) Son accesorias con relación a las personas, cuando las personas contraen obligaciones como garantes o fiadores: en
estos casos la obligación accesoria no es contraída por una de las partes sino por un tercero; también en este supuesto su
fin es asegurar el cumplimiento de la obligación principal.
c) Otra modalidad especial radica en los derechos reales de garantía, llamados accesorios del derecho del acreedor: es
posible citar como ejemplos la hipoteca, prenda, anticresis, warrants, debentures y obligaciones negociables. Tales
especies deben reputarse también accesorias, pues siguen la suerte de la obligación principal.

Modernamente, se ha ampliado la noción de accesoriedad. Se recurre a criterios de interdependencia funcional y


económico (PIZARRO, Ramón Daniel y VALLESPINOS, Carlos Gustavo, Instituciones de Derecho Privado, Obligaciones, t. I,
Hammurabi, 1999, p. 204).

Desde el punto de vista funcional, se estima que la obligación principal consiste en aquélla que satisface de manera
directa el interés del acreedor y accesoria la que coadyuva a tal fin. Podría encuadrarse en esta categoría tanto las
garantías personales y reales.

Desde el punto de vista económico, la obligación principal tiende a obtener el bien que aspira el acreedor (vgr,. la
unidad funcional donde habitará con su familia), la obligación accesoria versa sobre otros bienes de menor valor que
actúan como complemento. Resultaría un ejemplo la adquisición de un equipo de computadora donde lo accesorio
recaería sobre programas básicos de software que se encuentran instalados.

Tales ideas han influenciado en la redacción del art. 856. Como última acotación, no se torna posible soslayar que se
ha empleado la terminología de accesoriedad en la regulación de las obligaciones facultativas (arts. 786/789); en efecto,
en este tipo de obligaciones, el deudor puede liberarse cumpliendo la obligación accesoria, mientras que el acreedor
sólo puede requerir la principal.

186. Interdependencia y relaciones recíprocas

Puesto que la obligación accesoria sólo tiene vida en razón de que existe la principal, es obvio que debe seguir su
suerte. Por tanto, extinguida o declarada nula o ineficaz la obligación principal, queda extinguida o declarada nula o
ineficaz también la accesoria (art. 857), excepto disposición legal en contrario. Verbigracia, pagada o declarada nula la
deuda principal, queda extinguida la fianza, la cláusula penal, o el derecho de hipoteca o prenda que la garantiza. Por
su parte, las señaladas vicisitudes de la obligación principal, de carácter parcial, en principio, provocan las mismas
consecuencias parciales en la obligación accesoria.

Otra consecuencia de esta dependencia es que la obligación principal determina la competencia de los jueces, y es ante
el magistrado que entiende en ella donde deben plantearse las cuestiones relativas a la ejecución de las fianzas,
cláusulas penales, hipotecas, prendas, etcétera.

En cambio, la extinción, nulidad o ineficacia de la obligación accesoria no influye en la principal, pues ésta tiene vida
propia. Así, la liberación de la obligación contraída por el fiador, la cancelación de la hipoteca, no impiden la
subsistencia de la obligación principal.

Es digno de resaltar que la interdependencia no sólo involucra el aspecto sustantivo ("existencia"), sino que también
incluye la fase operativa ("eficacia y desarrollo funcional").

187. Casos especiales

El Código Civil y Comercial contiene algunas disposiciones que parecerían importar excepciones a las reglas sentadas
en el número precedente; pero, en realidad, se tratan sólo de excepciones aparentes, según lo pondremos de relieve.

a) El art. 801 dispone: La nulidad de la obligación con cláusula penal no causa la de la principal. La nulidad de la principal causa
la de la cláusula penal, excepto si la obligación con cláusula penal fue contraída por otra persona, para el caso que la principal fuese
nula por falta de capacidad del deudor. El supuesto legal de la última parte de la norma transcripta debe entenderse de la
siguiente manera: una persona estipula una cláusula penal para el caso de que una obligación concertada por otro sea
nula por falta de capacidad de este último. Habría en realidad una obligación condicional suspensiva: el hecho
condicionante se encontraría constituido por la nulidad de la otra obligación en razón de la incapacidad del deudor. Tal
situación ha sido denominada en doctrina como cláusula penal impropia.

b) El art. 803 dice que es igualmente válida la cláusula penal que sea puesta para asegurar el cumplimiento de una
obligación que al tiempo de concertar la accesoria no podía exigirse judicialmente, siempre que no sea reprobada por la ley. Es lógico
que así sea, puesto que como la obligación existe (aunque el deudor no pueda ser compelido a cumplirla) la obligación
accesoria de garantía mantiene su validez.

c) No se ha reproducido en el nuevo cuerpo legal el art. 664 del Código Civil de VÉLEZ que disponía: subsistirá la
obligación contenida en la cláusula penal, aunque la obligación no tenga efecto, si ella se ha contraído por otra persona, para el caso
de no cumplirse por ésta lo prometido. La ausencia de un texto similar no impide mantener la misma solución. Es que, en
verdad, aquí no hay obligación principal y obligación accesoria. No hay más obligación que la contraída por el
promitente, único obligado hasta el momento en que la persona por la cual prometió se allane a ejecutar la prestación
prometida. El supuesto es el siguiente: una persona contrae una obligación a nombre de otra (de quien no tiene poder) y
estipula que, para el caso de que la persona por quien se obligó, no pueda o no quiera cumplir, él pagará personalmente
una pena convenida. Es claro, entonces, que el deber de pagar la pena se funda en la obligación expresamente
convenida.

II. OBLIGACIONES NATURALES


§ 1. — CONCEPTOS GENERALES

188. Concepto, diferencias con las civiles o perfectas

Eran definidas en el art. 515 del Código Civil velezano como las que, fundadas sólo en el derecho natural y en la equidad, no
confieren acción para exigir su cumplimiento, pero que cumplidas por el deudor, autorizan para retener lo que se ha dado por razón
de ellas.

Se trata de obligaciones anormales, pues no parece jurídico hablar de obligación o de derecho sin acción para obligar al
deudor a cumplir. Pues precisamente lo que define la obligación desde el punto de vista jurídico es la posibilidad del
acreedor de compulsar al deudor a darle cumplimiento o, en su defecto, a pagar la indemnización correspondiente.
Pero no están desprovistas de toda protección jurídica, ya que si el deudor ha pagado voluntariamente (única vía
concebible, desde que el acreedor no puede compelerlo) el acreedor tiene derecho a retener lo pagado, de acuerdo a los
parámetros de la equidad y del derecho natural.

Su diferencia con las obligaciones civiles o perfectas radica precisamente en que éstas confieren al acreedor una acción
para obligar al deudor a cumplir.

189. Antecedentes históricos y legislación comparada

En el derecho romano primitivo no se concebían otras obligaciones que las civiles. Pero en la época clásica se admitió la
idea de que una persona podía no estar obligada por el derecho civil, pero sí por el derecho de gentes o el derecho
natural. De ahí el nombre de obligaciones naturales. Parecía lógico que, si no se trataba de una obligación civil, no
hubiera acción para proteger al acreedor; pero también era equitativo que lo pagado voluntariamente tuviera carácter
definitivo y no pudiera repetirse.

La idea ha pasado al derecho moderno. La mayor parte de los códigos declaran irrepetibles los pagos hechos en
cumplimiento de un deber moral o por una razón de uso o conveniencia (Cód. Civil alemán, art. 814); de las
obligaciones suizo, art. 63; francés, art. 1235; italiano, art. 2034; portugués, art. 402; chileno, arts. 1470 y ss.; peruano, art.
1275; ecuatoriano, art. 1486; uruguayo, arts. 1441 y ss.).

190. Naturaleza jurídica, las teorías explicativas

Las principales teorías explicativas de la naturaleza jurídica de las obligaciones naturales pueden reducirse a estas
tres:

a) Según una primera opinión, no hay entre las obligaciones naturales y las civiles una diferencia sustancial de
naturaleza; en unas y otras hay un vínculo jurídico, sólo que el que corresponde a las primeras es menos eficaz, puesto
que no da acción para hacerlas cumplir, pero sí una excepción para retener el pago por el deudor. Adhieren a este punto
de vista AUBRY y RAU, BAUDRY-LACANTINERIE y BARDE, BONNECASE, BUFNOIR, POLACCO.

b) Según otros (PACCHIONI, CARNELUTTI), habría una deuda sin responsabilidad; para estos autores, las obligaciones
naturales serían una de las más felices y claras aplicaciones de la tesis que distingue entre deuda y responsabilidad.

c) Según una teoría muy difundida (COLMO, PLANIOL y RIPERT, JOSSERAND, GANGI), las obligaciones naturales
serían deberes de conciencia tomados en consideración por la ley para hacerles producir ciertos efectos jurídicos.

Por nuestra parte, encontramos insatisfactoria la teoría que pretende explicar estas obligaciones como un deber de
conciencia al que la ley reconoce ciertos efectos jurídicos. No porque no exista ese deber, sino porque él existe en
cualquier obligación, sea o no natural, de tal modo que esto no brinda un carácter distintivo con las obligaciones civiles.
Por otra parte, tampoco permite distinguir entre los deberes de conciencia elevados a la categoría de obligaciones civiles
y los deberes de conciencia puros, que no producen ningún efecto legal. Adherimos, pues, a la primera de las teorías
antes enunciadas. Consideramos que no hay una diferencia radical, sustancial o de naturaleza entre estas obligaciones y
las civiles. Cuando se trata de una obligación natural, la ley no obliga a cumplirla; pero cumplida, protege al que recibió
el pago porque la deuda existía, aunque era inexigible. No se trata, por cierto, del pago de lo que no se debe, que
autoriza la repetición.

191. Los deberes de conciencia, orientaciones modernas

Hemos dicho ya que numerosas legislaciones modernas (Cód. Civil alemán, de las obligaciones suizo, italiano,
portugués, peruano, etc.), así como una gran corriente doctrinaria, ven en las obligaciones naturales un deber de
conciencia que, cumplido voluntariamente, es irreversible. Esto ha planteado el problema de la distinción entre los
deberes morales que constituyen una obligación natural y los que no confieren ese derecho, porque son puros deberes
morales. Tal planteo surge de manera especial en el derecho argentino ante la presencia del art. 728 que se refiere a la
irrepetibilidad de lo entregado en cumplimiento de un deber moral o de conciencia.

Ahora bien: ¿cuándo un deber de conciencia deja de ser puro para convertirse en obligación natural? Mientras la
obligación natural se conciba como un deber de conciencia al que la ley otorga una cierta protección, la dificultad para
trazar la línea separativa de los deberes de conciencia-obligaciones naturales y los deberes de conciencia puros es casi
insalvable. La lógica jurídica conduce necesariamente a una de estas dos conclusiones: o bien el deber de conciencia es
un fundamento para producir ciertos efectos jurídicos y, en tal caso, todos los deberes de conciencia deben producirlos,
o el deber de conciencia no es por sí sólo suficiente para producir tales efectos, lo que significa que no basta para
explicar la naturaleza de las obligaciones naturales.

En cambio, la distinción entre obligación natural y simples deberes de conciencia resulta simple si se adopta nuestro
punto de partida: que la obligación natural no es esencialmente diferente de la civil. Es decir, necesitará de todos los
elementos de ésta: una causa lícita, un objeto posible lícito y determinado, una declaración de voluntad; es decir, será
una obligación que por su fundamento, su naturaleza, su determinación, es virtualmente coercible (según la expresión
de GANGI) y a la cual, sin embargo, la ley priva de acción por razones diversas, verbigracia, por tratarse de una
obligación prescripta. En ella siempre existe una causa jurídica que justifica al acreedor a retener lo percibido.

Es necesario agregar que la distinción entre obligaciones naturales y deberes de conciencia puros, tiene menor
importancia práctica de la que generalmente se le atribuye. Cuando una persona ha dado algo a otra en cumplimiento
de un deber de conciencia, ese pago es siempre irrepetible, de acuerdo al art. 728; pues, o bien se trata del pago de una
obligación natural, o bien, se trata de un acto de pura caridad, en cuyo caso hay una donación o liberalidad, que
también tiene carácter irrepetible. Esto no significa, sin embargo, que la distinción esté totalmente desprovista de interés
jurídico. Por ejemplo: 1º) la acción de reducción y la acción de complemento no procederían si se tratase del pago de
obligaciones naturales; sí, en cambio, podrían interponerse exitosamente si se tratase de deberes morales, cuyo
cumplimiento constituiría una liberalidad. 2º) Se torna objeto de trasmisión mortis causa los derechos del acreedor en las
obligaciones naturales; no ocurre lo mismo con los deberes morales. 3º) Resulta lícita la cesión de derecho de una
obligación natural. No puede ser objeto de este contrato los deberes de conciencia por no existir un crédito propiamente
dicho.

§ 2. — RÉGIMEN DEL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL


A. — RECEPCIÓN

192. Quid acerca de su falta de mención específica en el Libro Tercero, Título Primero, Capítulo 3

A diferencia del art. 515 del Código Civil velezano, el actual cuerpo de derecho común no contiene ninguna referencia
específica a las obligaciones naturales en el sector dedicado a regular las distintas especies de obligaciones. Ello no
significa su eliminación en el plano de la doctrina.

Existen por lo menos tres indicaciones de su recepción oculta en el Código Civil y Comercial:

En primer lugar, es necesario detenerse en el art. 803: Obligación no exigible. La cláusula penal tiene efecto, aunque sea
puesta para asegurar el cumplimiento de una obligación que al tiempo de concertar la accesoria no podía exigirse judicialmente,
siempre que no sea reprobada por la ley.

Tal estructura tomada del art. 1649 del Proyecto de Código Civil de 1998 condice perfectamente con las obligaciones
naturales. Precisamente, éstas no pueden ser exigidas judicialmente. Sin embargo, no resulta posible pretender que se
reduzca la hipótesis legal exclusivamente a ellas pues abarcaría, verbigracia, los casos de la condición suspensiva y
plazo suspensivo.

En segundo lugar, determina el art. 2538: Pago espontáneo. El pago espontáneo de una obligación prescripta no es repetible.

Constituirían una contradicción lógica calificar a la obligación prescripta como una obligación civil. Ambas devienen
términos antagónicos. Tampoco cabe encuadrarla como un mero deber moral pues la norma emplea la
alocución obligación prescripta. Atendiendo al significado jurídico del vocablo indicado, el Anteproyecto de Reforma del
Código Civil y Comercial de 2018 propone su modificación: La satisfacción espontánea de una obligación extinguida por
prescripción no es repetible. Esta propuesta modificatoria refuerza nuestra idea de la vigencia de la obligación natural en
el ordenamiento vigente de derecho común.

En tercer lugar, el art. 1611 niega la acción para exigir el cumplimiento de la prestación prometida en un juego de
puro azar, esté o no prohibido por la autoridad local. Agrega: Si no está prohibido, lo pagado es irrepetible. No se aplica tal
regla si el pago fuese realizado por un incapaz o una persona con capacidad restringida o un sujeto inhabilitado.

Establecer la irrepetibilidad de una prestación cumplida dentro de una actividad lícita (por ser permitida por la
autoridad local) condice con la descripción realizada anteriormente de las obligaciones naturales: el acreedor no goza de
una acción para satisfacer su crédito pero puede rechazar la pretensión del deudor de restitución del objeto dado en
pago. Podemos destacar, además, que el vocablo prestación empleado se encuentra vinculado al concepto de obligación,
no al de deber moral.

Por lo cual, concluimos que, aunque el Código Civil y Comercial no contenga mención expresa de las obligaciones
naturales, ellas subsisten dentro del nuevo cuerpo de derecho común.

B. — CARACTERES

193. Caracteres

De acuerdo a la doctrina adoptada, las obligaciones naturales: a) están fundadas en el derecho natural y en la equidad,
no en el derecho civil; b) no dan acción para reclamar el pago; c) cumplida la obligación, el acreedor está autorizado a
retener el pago.

194. Ejemplos

El Código Civil y Comercial no posee, como se ha explicado, un precepto similar al art. 515 del Código Civil velezano
que contenía un listado de supuestos no taxativos de obligaciones naturales.

Podemos mencionar como ejemplos, los siguientes: la obligación prescripta, el cumplimiento de la prestación
proveniente de un juego de azar no prohibido por la autoridad local. Los tribunales han reconocido también carácter de
obligación natural a la que resulta de una deuda sobre la cual se ha hecho quita o remisión; particularmente importante
es el caso del fallido rehabilitado que paga a los acreedores o a algunos de ellos —cuyos créditos habían sido verificados
en la quiebra— el resto de la obligación, de la que había quedado liberado. De igual modo, el que hubiera adquirido un
bien por usucapión y lo entrega luego a su propietario, carece de acción para reclamarlo posteriormente; el que paga
intereses no pactados no puede repetirlos, si los abonó con la intención de compensar la privación de capital; importa
pago de una obligación natural la entrega hecha por el heredero de un legado dispuesto en un testamento nulo por
defectos formales. Constituye otro supuesto de obligación natural, a nuestro juicio, el pago de la totalidad de los
honorarios de los abogados y peritos que intervinieron en un pleito por parte del condenado en costas si el juez hubiese
decretado el prorrateo de gastos causídicos que prevé el art. 730.
195. Obligaciones prescriptas

La importancia de determinar cuándo una obligación civil pasa a ser una obligación natural por el transcurso del
tiempo amerita su estudio en particular.

La prescripción no extingue la obligación en sí misma, sino la acción que tiene el acreedor. Y éste es un argumento
más en favor de nuestra tesis de que no hay diferencia esencial entre la obligación civil y la natural.

Se discute desde qué momento la obligación prescripta pasa a ser obligación natural.

a) Para algunos autores, sólo tiene este carácter cuando ha sido declarada la prescripción judicialmente o, al menos,
cuando la prescripción ha sido ya alegada u opuesta por el interesado. Se aduce que mientras la prescripción no haya
sido declarada, se mantiene en vigor la acción; y, además, como ella no puede ser declarada de oficio, se requiere, por el
contrario, el pedido del excepcionante. Demandado el pago de una obligación prescripta, el juez, en tanto no se oponga
la prescripción tendrá que acoger la acción, lo que revela que la obligación sigue siendo civil.

b) Según otra opinión, predominante en nuestra jurisprudencia, la obligación se convierte en natural por el solo
transcurso del término. Estamos de acuerdo con esta solución. El argumento derivado de que la prescripción no puede
declararse sino a petición de parte, no nos parece convincente. Claro está que el juez no puede declararla de oficio
porque no hay de por medio un interés de orden público y porque sólo el transcurso del tiempo no prueba que la
prescripción se ha operado, ya que pueden existir actos interruptivos. Por todo ello es necesario que la parte interesada
la invoque o la haga valer como excepción. Pero la sentencia judicial que acoge esa defensa es declarativa y no
constitutiva de derechos; no hace sino comprobar judicialmente que se ha operado una causa que extingue la acción. Y
por esto mismo que no hace sino declarar una extinción ya producida, es obvio que esa extinción se opera antes de la
sentencia, y que, por consiguiente, ya antes de la sentencia la obligación ha devenido natural.

La cuestión tiene importancia con relación al siguiente problema: ¿Cuáles son los efectos jurídicos de un pago parcial
hecho después de transcurrido el término de la prescripción? Si se acepta la primera teoría, como la obligación no
declarada prescripta sigue siendo civil, el pago parcial importa el reconocimiento tácito de la obligación, que, entonces,
se hace exigible en su totalidad. Si se acepta, por el contrario, que sólo el transcurso del tiempo la ha convertido en
natural, el pago parcial no hace exigible el resto de la obligación.

C. — EFECTOS

196. Enumeración y análisis

Los efectos de las obligaciones naturales son los siguientes:

a) Pago voluntario.— El efecto de las obligaciones naturales es que no puede reclamarse lo pagado, cuando el pago se
ha hecho voluntariamente, por quien tenía capacidad para disponer. Para que el pago sea irrevocable es, por tanto,
preciso: 1º) que sea voluntario; sería nulo el hecho bajo violencia o dolo; 2º) que sea hecho por quien tiene capacidad para
disponer (art. 875).

Por pago debe entenderse cualquier forma de extinción voluntaria de la obligación.

b) Pago parcial.— La ejecución de una obligación no le da carácter civil; tampoco el acreedor puede reclamar el pago de
lo restante de la obligación. En otras palabras: el pago parcial es definitivo e irrepetible; pero el acreedor no podría
pretender, fundado en él, que se le pague la totalidad de la deuda.

Para obtener una mayor certidumbre, la ley debería precisar la incidencia del pago parcial sobre la obligación natural,
puesto que ese acto tiene distinta significación jurídica según los casos. Así, si se trata de una obligación civil no
prescripta, el pago parcial supone un reconocimiento de la obligación total e interrumpe el plazo de la prescripción; si
se trata de actos de nulidad relativa, el pago parcial significa la confirmación del acto y la obligación se hace exigible en
su totalidad. Tratándose de las obligaciones naturales, los efectos del pago parcial se circunscriben a lo pagado.

c) Conversión en obligación civil.— Ningún inconveniente hay en que el deudor convierta una obligación natural en
civil. Para que se produzca esta transformación del carácter del vínculo, basta el reconocimiento de la obligatoriedad
civil de la obligación. Pero sólo el reconocimiento de la obligación natural como tal, no la transforma en civil. La
intención de transformarla en civil debe ser clara, porque la renuncia al derecho de no pagar no se presume.

¿El pago transforma la obligación natural en civil? La cuestión tiene importancia con relación a la evicción: si el pago
transforma la obligación natural en civil, el que da una cosa en pago estará obligado por la evicción; caso contrario, no
debe esta garantía. Predomina, con razón, esta última solución. Quien podía no pagar y pagó, no debe ser obligado más
allá de los límites que él mismo atribuyó a su pago voluntario; del mismo modo que el pago parcial no transforma en
civil la obligación, ni obliga al pago del todo.

d) Garantía de terceros.— El art. 518 del Código Civil de VÉLEZ preveía que las hipotecas, prendas y cláusulas penales
constituidas por terceros para seguridad de las obligaciones naturales eran válidas, pudiendo pedirse el cumplimiento
de estas obligaciones accesorias. Esta disposición importaba una anomalía dentro del régimen general de las
obligaciones accesorias, que, según es sabido, siguen la suerte de la principal, y por ello no se la ha reproducido en el
Código Civil y Comercial.

197. Derechos reales que garantizan obligaciones naturales

¿Pueden constituirse, verbigracia, derechos reales de garantía que afiancen obligaciones naturales? La respuesta se
encuentra en el art. 2187 ubicado en el Libro IV, Título XII, Capítulo 1: Se puede garantizar cualquier crédito, puro y simple, a
plazo, condicional o eventual, de dar, hacer o no hacer.

El criterio seleccionado en los derechos reales de garantía resulta muy amplio. Como cualquier crédito puede
afianzarse, no dudamos que se encuentra incluido en tal elenco las obligaciones naturales.

El mismo razonamiento cabe aplicar en el contrato de fianza. El art. 1577 indica que puede ser afianzada toda obligación
actual o futura, incluso la de otro fiador.

Por consiguiente, si la obligación contraída por un adolescente fuere afianzada por un tercero, el acreedor podrá
demandar al fiador (art. 1576); si una persona cayere en quiebra, el acreedor podrá reclamar el pago íntegro de la deuda
a su garante.

Pero las fianzas no serán exigibles si la deuda principal ha prescripto después que se hubiese otorgado la fianza o
garantía o si el acreedor ha hecho quita o remisión de la obligación al deudor principal.

Las deudas de juego no son afianzables si fuesen resultado de una actividad ilícita, prohibida por la autoridad local.

III. DE LAS OBLIGACIONES EN CUANTO A SU OBJETO


A. — OBLIGACIONES DE DAR

§ 1. — NATURALEZA

198. Concepto

El Código Civil y Comercial de la Nación no contiene una definición de este tipo de obligación, a diferencia de lo que
disponía el art. 574 del Código Civil de VÉLEZ. En palabras sencillas, consiste en la entrega de un bien (que abarca la
cosa) determinado o determinable.

La entrega del bien puede presentar diversas finalidades: a) constituir sobre él derechos reales; en nuestro derecho
positivo, antes de la tradición de la cosa el acreedor no adquiere sobre ella ningún derecho real (art. 750), excepto
disposición en contrario (v.gr., la hipoteca y la prenda sin desplazamiento, que no exigen la tradición); b) transferir su
uso; por ejemplo, la obligación del propietario que ha alquilado una cosa, de transferirla al locatario. Conviene precisar
que se le aplica el régimen de las relaciones de poder del Libro IV, Título II, en cuanto a frutos, mejoras, aumentos,
destrucción y pérdida de la cosa; c) transferir su tenencia, como, por ejemplo, la entrega de una cosa dada en depósito;
d) restituir la cosa a su dueño, como la obligación del locatario o depositario de devolver la cosa a su dueño al término del
contrato.

199. Clasificación

Dependiendo de la determinación del objeto, el Código Civil y Comercial distingue tres categorías de obligaciones de
dar: 1) de dar cosas ciertas; 2) de género; 3) de dar sumas de dinero.

§ 2. —OBLIGACIONES DE DAR COSA CIERTA

200. Concepto

La obligación es de dar cosa cierta cuando la prestación consiste en una cosa determinada, no fungible; por ejemplo,
una fracción de campo, una casa, una obra de arte perteneciente a tal pintor o escultor, etcétera. Las cosas fungibles, en
cambio, son obligaciones de género.

201. Carácter de las disposiciones generales de los arts. 746 a 749

Si bien tales preceptos dan la idea de ser comunes a todas las especies de dar, el lugar indicado para su estudio
corresponde al de las obligaciones de dar cosa cierta, pues solamente en ellas la cosa se encuentra individualizada.

202. Extensión

Según el art. 746, la obligación de dar cosas ciertas comprende todos los accesorios, aunque hayan sido
momentáneamente separados de ellas. Así, por ejemplo, en la venta de una estancia quedan comprendidos la casa
habitación, los alambrados, aguadas, las cosechas en pie, etcétera; en la venta de una fábrica, las maquinarias
incorporadas al inmueble; en la venta de un cuadro famoso, el marco. De una manera general, se llaman accesorias las
que tienen su existencia y naturaleza determinada por otra de la cual dependen o a la cual están adheridas (art. 230)
(para un desarrollo más detenido del concepto de cosas principales y accesorias, véase BORDA, Guillermo Julio, Derecho
Civil. Parte General, La Ley, 2016, nros. 543 y ss.).

203. Derechos de las partes

Cualquiera de los sujetos que integran la obligación goza del derecho de inspeccionar la cosa en el momento de su
entrega (art. 747).

La recepción de la cosa por el acreedor sin que realice ninguna protesta o reserva ocasiona la presunción de
inexistencia de vicios aparentes y que la cualidad de la cosa resulta adecuada. Sin embargo, la obligación de
saneamiento por evicción y vicios ocultos subsiste.

Debe extremar el acreedor los cuidados cuando recibe una cosa mueble cerrada o bajo cubierta. Si no la ha
inspeccionado en este acto, tiene un plazo de tres días para reclamar por defectos de cantidad, calidad o vicios
aparentes (art. 748). No podrá reclamar por tales defectos posteriormente por tratarse de un plazo de caducidad.

204. Deberes del deudor, el sistema de la tradición

La obligación de dar cosas ciertas impone al deudor estos dos deberes fundamentales: a) conservar la cosa para cumplir
lo que ha prometido; b) entregar la cosa en el tiempo y lugar estipulados.

En cuanto a la conservación de la cosa, es obligación del deudor mantenerla en el mismo estado en que se encontraba
cuando contrajo la obligación (art. 746). Es decir, con otras palabras, debe obrar con un cuidado diligente de la cosa,
para encontrarse luego en la posibilidad de cumplir con la entrega, tal como lo prometió.

La entrega o tradición de la cosa tiene en nuestro derecho positivo una importancia fundamental, porque sin ella no es
posible constituir sobre la cosa derechos reales (arts. 750 y 1892). Mientras la tradición no se ha hecho efectiva, el
comprador, acreedor prendario, etcétera, sólo tiene un derecho personal contra el deudor para obligarlo a cumplir con
la entrega, pero no tiene sobre la cosa ningún derecho real; en otras palabras, tiene un derecho a la cosa (ad rem) y no un
derecho sobre la cosa (in rem).

Esta regla es de aplicación rigurosa en lo que atañe a la transmisión del dominio (con excepción de la transmisión del
dominio mortis causa, en cuyo caso los herederos son propietarios ipso jure desde el momento de la muerte del causante,
con total independencia de la tradición; art. 2280), del condominio, del derecho de propiedad horizontal y de los
conjuntos inmobiliarios, a la constitución del derecho de superficie, de usufructo, de uso y habitación, de prenda o de
anticresis. En cambio, no es necesaria la tradición para constituir una hipoteca, una prenda sin desplazamiento, una
servidumbre. Esta última se constituye con su primer uso en su modalidad positiva (art. 1892).

Esta exigencia de la tradición se aplica tanto a los bienes muebles (a excepción de unos pocos casos como el de los
automotores, en donde el modo suficiente consiste en la inscripción registral) como a los inmuebles; pero respecto de
estos últimos, y a los efectos de declarar oponible la adquisición o transmisión de derechos reales hacia terceros, es
necesaria, además, la inscripción del título suficiente —otorgado en escritura pública— en el Registro de la Propiedad.
Este último requisito fue incorporado por la ley 17.711 al art. 2505 del Código Civil de VÉLEZ, que no hizo sino dar
fuerza legal a la exigencia del Registro, que ya todas las leyes locales, de dudosa constitucionalidad, habían adoptado.
En la actualidad se encuentra contemplado en el art. 1893.
Es claro que la tradición no será necesaria si el adquirente tiene ya su posesión por otro título; por ejemplo, si el
locatario compra la casa que alquila. Se trata de los modos sucedáneos de la tradición: traditio brevi manu y constituto
posesorio (art. 1923).

205. Antecedentes y derecho comparado

El sistema de nuestro Código Civil y Comercial tiene su antecedente más remoto en el derecho romano y en la antigua
legislación española, que había seguido la tradición romana. Aunque importa una publicidad muy rudimentaria e
insuficiente en las sociedades modernas, resulta más ventajoso que el sistema francés consensual, en el que la
transferencia del derecho real se da por el simple consentimiento.

En este sentido, el Código Civil de VÉLEZ, que hizo suyo el sistema de la tradición, resultó un adelanto sobre otras
legislaciones imperantes en la época en que se sancionó, según las cuales bastaba el simple consentimiento de las partes
para operar la transmisión de derechos reales (Código Civil francés; italiano de 1865). Aún en nuestros días, algunas
leyes han mantenido el principio de que la transmisión se opera consensualmente entre las partes; pero tratándose de
inmuebles, esa transmisión no puede oponerse a terceros, respecto de los cuales no produce ningún efecto hasta su
inscripción en el Registro Público respectivo (ley francesa del 23 de mayo de 1855, Código italiano de 1942, Código
venezolano).

En Alemania, Suiza, Brasil, Chile, España, es indispensable la inscripción en el Registro, tratándose de inmuebles; en
lo que atañe a los muebles, basta el consentimiento y la tradición. Con respecto a los inmuebles, cabe agregar que el
sistema alemán hasta que no ocurra la inscripción registral no se constituye el derecho real (sistema constitutivo).

206. Crítica del sistema de la tradición

La tradición es, en esencia, un medio de publicidad de la transmisión de derechos reales. Actualmente, nadie duda de
la conveniencia de organizar sobre bases claras la publicidad de dichas transmisiones, para evitar maniobras dolosas en
perjuicio de terceros. Si, por ejemplo, bastare el simple consentimiento para transmitir la propiedad (como antes ocurría
en Francia), el dueño podría vender dolosamente la misma cosa a varias personas, sin que los compradores posteriores
tuvieran ningún medio de averiguar que el bien había ya salido de propiedad del vendedor por efecto de la primera
venta. Es claro que el vendedor que así procedía incurría en delito de defraudación, lo cual era un freno para evitar tales
maniobras; pero un freno no siempre eficaz, pues es bien sabido que hay muchas personas que viven al margen de la
ley.

En sociedades pequeñas, en la que los vecinos se conocen entre sí, el sistema de la tradición constituía un medio de
publicidad bastante eficaz, pues el hecho de que la cosa hubiese ya sido entregada a alguien, advertía a los terceros que
era muy probable que el enajenante se hubiera desprendido con anterioridad del dominio y era fácil indagar al nuevo
poseedor sobre la situación del dominio de la cosa.

Pero en las sociedades modernas, tan densas y multitudinarias, la tradición es a todas luces insuficiente; por lo demás,
una cosa puede tenerse a título de dueño, de locatario, de depositario, etcétera, de modo que la posesión no es una
prueba de que se tiene sobre ella un derecho real. Se ha generalizado, por ello, en el mundo entero el sistema de la
inscripción en Registros Públicos, ya sea como medio de hacer posible, aun entre las partes, la transmisión de derechos
reales sobre inmuebles (sistema constitutivo), ya sea como medio de que esa transmisión produzca efectos respecto de
terceros (sistema declarativo). Insuficiente pero no inútil. La tradición es, ya lo dijimos, un medio de publicidad
elemental, pero muchas veces importante. Por ello es aconsejable mantenerla como requisito de la adquisición del
dominio, completándola y perfeccionándola con el registro inmobiliario. Es el sistema vigente en nuestro país que se
encuentra recogido con diversos matices en el art. 1892.

Es necesario, para concluir, diferenciar los sistemas de transmisión del dominio en nuestro derecho:

a) Si se trata de bienes inmuebles, bastará con el consentimiento y la tradición de la cosa para que el dominio quede
transmitido entre las partes. Sin embargo, esto es insuficiente respecto de terceros. En otras palabras, para que la
transmisión del dominio sea oponible a estos últimos será necesario inscribir el título suficiente en el registro
inmobiliario de la jurisdicción que corresponda. Hasta que no ocurra esta registración, la transmisión del dominio será
inoponible a los terceros (art. 1893).

b) Si se trata de bienes muebles, basta el consentimiento y la tradición para que se considere operada la transmisión del
dominio entre las partes y respecto de terceros.

c) Finalmente, si se trata de automotores y equinos de pura sangre de carrera (respectivamente regulados por el dec.
6582/1958 —ratificado por ley 14.467— y por la ley 20.378), la transmisión del dominio sólo se perfeccionará entre las
partes y respecto de terceros si se formaliza por instrumento público o privado y se inscribe en el Registro de la
Propiedad Automotor y en los registros genealógicos reconocidos por el Ministerio de Agricultura y Ganadería. En
otras palabras, la inscripción registral es constitutiva del dominio.

1. — Efectos entre las partes

207. Pérdidas o deterioros

Supongamos que luego de contraída la obligación de dar una cosa cierta, pero antes de la entrega, se pierde o
deteriora, ¿a quién perjudica este evento? Digamos desde ya que el principio general es que las cosas perecen y
aumentan o acrecen para su dueño (res perit et crescit domine).

Pero esta regla general no es estricta y debe ser ajustada a las distintas situaciones que pueden presentarse en materia
de obligaciones de dar cosas ciertas. De ello nos ocuparemos en los párrafos que siguen.

Por pérdida de la cosa se entiende: a) la destrucción material de la cosa; b) la desaparición de ella del patrimonio del
deudor por un hecho que no le es imputable, tal como la expropiación; c) el hecho de que haya sido puesta fuera de
comercio; d) la desaparición de un modo que no se sepa de su existencia, como sería el extravío o robo.

La distinción entre pérdida y deterioro parece a primera vista más simple de lo que en realidad es. La idea elemental
es clara: la pérdida es una destrucción total de la cosa, en tanto que el deterioro es un daño parcial. Pero a veces, el
deterioro, sin ser total, deja a la cosa en estado de no ser aprovechable práctica o económicamente. En tal caso, debe
considerarse que hay pérdida de la cosa. Los casos dudosos quedan librados al prudente arbitrio judicial.

El problema de la pérdida o deterioro de la cosa debe ser considerado en relación con las siguientes hipótesis:

a) Obligación de dar cosa cierta para constituir o transferir derechos reales.— Ejemplo típico de esta hipótesis es la
obligación del vendedor de un inmueble de entregarlo al comprador. A los efectos de la aplicación de la regla
general res perit et crescit domine, cabe tener presente que como la propiedad sólo se transmite por la tradición, hasta ese
momento el dueño es el deudor, y por tanto es él quien carga con los riesgos (art. 755). Se aplican las reglas de
imposibilidad de cumplimiento (arts. 955 y 956).

Veamos los distintos casos que pueden presentarse:

1º) La cosa se pierde sin causa imputable al deudor: en este caso, la obligación se extingue. Por tanto, si tratándose de una
compraventa, el comprador hubiera entregado algo a cuenta de precio, el vendedor debe restituirlo.
Sin embargo, si la cosa se hubiere perdido por caso fortuito o fuerza mayor después que el vendedor fuera puesto en mora,
está obligado a pagar los daños sufridos, a menos que pruebe que la situación de mora ha sido indiferente para la
producción del caso fortuito o la imposibilidad de cumplimiento, como sería el supuesto en que la cosa se hubiera
perdido también en poder del acreedor. También será responsable el deudor, haya o no mora, cuando hubiera tomado a
su cargo el caso fortuito, si la ley no lo libera del casus, si el caso fortuito sobreviene por su culpa o constituye una
contingencia propia del riesgo de la cosa o la actividad o, finalmente, si está obligado a restituir como consecuencia de
un hecho ilícito (art. 1733).

2º) La cosa se deteriora sin causa imputable al deudor: el deterioro corre por cuenta del deudor (res perit domine) y el
acreedor podrá extinguir la obligación o recibir la cosa en el estado que se hallare, readecuando la prestación a su cargo,
v.gr., disminuyendo el precio de manera proporcional.

3º) La cosa se pierde por causa imputable al deudor: éste será responsable ante el acreedor por los daños que el
incumplimiento en especie le ocasionare, incluyendo el valor económico de la cosa. Creemos que si el deterioro
ocasiona la frustración del interés del acreedor, éste goza de la facultad de declarar extinguida la obligación (conf. arts.
755 y 956).

4º) La cosa se deteriora por causa imputable al deudor: el acreedor tendrá derecho a exigir una cosa equivalente y, además,
los daños ocasionados; o a recibir la cosa en el estado en que se hallare, con indemnización de los perjuicios sufridos.

Naturalmente, si la cosa que entrega el vendedor es exactamente igual a la que había prometido y se perdió (por ej.,
en lugar de tal automóvil, otro de idéntico modelo y año, ambos sin uso), no habrá lugar a indemnización alguna, pues
el acreedor no ha sufrido ningún perjuicio. Pero si son equivalentes pero no idénticas (por ej., dos automóviles usados,
del mismo modelo y marca, pero uno con 100.000 kilómetros y otro con 50.000 kilómetros de marcha), el vendedor debe
indemnizar al acreedor por el perjuicio.

b) Obligaciones de dar cosas ciertas para restituirlas a su dueño. — Sigue rigiendo aquí el principio de que las cosas perecen
para su dueño; pero hay que advertir que el dueño no es ya el deudor (como en el caso anterior) sino el acreedor. Tal
ocurre, por ejemplo, en la locación, el comodato, el depósito: la cosa es de propiedad del acreedor, es decir, de quien
tiene derecho a exigir la restitución. Veamos las distintas hipótesis legales:

1º) La cosa se pierde sin causa imputable al deudor (locatario, comodatario, depositario); ella se pierde para su dueño,
quedando extinguida la obligación. Quedan a salvo, naturalmente, los derechos del dueño hasta el momento de la
pérdida; así, por ejemplo, el propietario podrá cobrar los arrendamientos hasta ese instante. Si el deudor ha obtenido un
provecho por la destrucción, debe dárselo al dueño; por ejemplo, entregarle el precio de venta de los materiales
derrumbados (conf. art. 1936).

2º) La cosa se deteriora sin causa imputable al deudor: el dueño deberá recibirla en el estado en que se halle, sin derecho a
indemnización alguna.

3º) La cosa se pierde por causa imputable al deudor: el dueño podrá reclamar el equivalente pecuniario de la cosa perdida y
los daños ocasionados. Hay que tener en cuenta si el deudor se transformó en poseedor vicioso por interversión de su
título; en tal caso, será responsable, aunque la destrucción hubiese ocurrido estando la cosa en poder de quien tiene
derecho a su restitución (art. 1936, in fine).

4º) La cosa se deteriora por culpa del deudor: el dueño podrá exigir una cosa equivalente y los daños ocasionados o recibir
la cosa deteriorada y reclamar la satisfacción de los perjuicios sufridos. Hay que tener en cuenta si el deudor se
transformó en poseedor vicioso por interversión de su título; en tal caso, será responsable, aunque el deterioro hubiese
ocurrido estando la cosa en poder de quien tiene derecho a su restitución (art. 1936, in fine).
208. Aumentos y mejoras

Debemos recordar que el art. 751 define el concepto de mejora: es el aumento del valor intrínseco de la cosa. Se distingue
entre mejoras naturales, las que se producen por obra espontánea de la naturaleza (aluvión, avulsión); y mejoras
artificiales, que son obra de la industria del hombre, clasificables en necesarias, útiles y de mero lujo, recreo o suntuarias.
Las nociones de las distintas especies de las mejoras artificiales se encuentran en el art. 1934: la necesaria es aquélla cuya
realización es indispensable para la conservación de la cosa, la útil, beneficia a cualquier sujeto de la relación posesoria
y la suntuaria, es la que aprovecha de manera exclusiva a quien lo realizó.

Como en lo referente a las pérdidas y deterioros, también aquí debe distinguirse entre las hipótesis de cosas debidas
para transferir o constituir derechos reales y para restituirlas a su dueño.

a) Obligaciones de dar cosas ciertas para transferir o constituir derechos reales.— De acuerdo al principio res perit et crescit
domine, las mejoras naturales corresponden al dueño; de ahí que si la cosa hubiera aumentado o mejorado, el deudor
(vendedor, permutante, donante) podrá exigir del acreedor el pago del aumento, y si el acreedor no aceptare pagar ese
mayor valor, la obligación quedará extinguida (art. 752).

En las mejoras artificiales, como pesa sobre el deudor el deber de conservación (art. 746), se encuentra obligado a
realizar las mejoras necesarias. El art. 753 le impide reclamar al acreedor su valor. Se ha producido una innovación con
respecto al Código Civil de VÉLEZ, que en idéntica situación habilitaba al deudor a percibir su valor. Tampoco, el dueño
tiene derecho a hacer en la cosa prometida mejoras simplemente útiles y menos voluntarias o suntuarias. Si se aceptara
que en este caso pudiese exigir un sobreprecio, quedaría librado al arbitrio del enajenante alterar fundamentalmente los
términos de la obligación contraída por el acreedor, lo que es inadmisible. Si hubiera hecho tales mejoras, el deudor sólo
tendrá derecho a llevárselas, si haciéndolo así no causare perjuicio a la cosa.

b) Obligaciones de dar cosas ciertas para restituirlas a su dueño.— También aquí hay que distinguir según se trate de
aumentos naturales o de mejoras artificiales.

1º) Si el aumento obedece a causas naturales y no al trabajo o gastos del tenedor (locatario, depositario, etc.), la cosa
debe ser restituida al dueño con el aumento, sin que el deudor pueda reclamar nada por ellos. Aclara de manera
categórica el art. 1938 que los acrecentamientos originados por hechos de la naturaleza en ningún caso son indemnizables.

2º) Si se trata de mejoras introducidas por el deudor, hay que distinguir entre las necesarias, las útiles y las voluntarias o
suntuarias: a) las mejoras necesarias para la conservación de la cosa, se pagan al deudor, excepto que se hayan originado
por su culpa si es de mala fe; b) las útiles se pagan —hasta el mayor valor adquirido por la cosa— al deudor de buena
fe, siempre que el dueño no le hubiere prohibido hacerlas; pero no se pagan al deudor de mala fe; c) las voluntarias o
suntuarias no deben ser pagadas ni siquiera al deudor de buena fe; pero tanto el deudor de buena como el de mala fe
tienen derecho a retirarlas de la cosa, si al hacerlo no le causaren perjuicio (art. 1938). Tampoco el deudor puede
reclamar al dueño las mejoras de mero mantenimiento, las reparaciones de deterioros menores originados por el uso
ordinario de la cosa.

209. Frutos

También aquí hay que hacer la distinción anterior:

a) Obligaciones de dar cosas ciertas para transferir o constituir derechos reales: los frutos percibidos antes de la tradición de la
cosa, sean naturales, industriales o civiles, pertenecen al que era dueño hasta ese momento (deudor); pero los
frutos pendientes y los no percibidos pertenecen al acreedor (art. 754). Así, por ejemplo, si se trata de la venta de una
estancia, las cosechas ya recogidas en el momento de la tradición pertenecen al vendedor; pero las que se hallan en pie,
al comprador. Es claro que esta regla supone que la tradición se ha hecho en el término convenido; porque si el deudor
ha incurrido en mora, durante la cual ha sido recogido el fruto, el comprador tiene derecho a reclamar del vendedor
dicho fruto o su equivalente en dinero, puesto que debe ser indemnizado de todos los perjuicios que le ocasione la
mora.

El Anteproyecto de Reformas del Código Civil y Comercial de 2018 introduce una atinada modificación a la norma
antes indicada relativa a los frutos civiles. Adjudica al deudor el cobro de los frutos civiles devengados pero aún no
percibidos al momento de la tradición, subsistiendo la solución actual para los supuestos de frutos naturales e
industriales. El deudor, que es titular de un derecho real, por el solo efecto de ser acreedor de una renta, goza de la
facultad de percibirla. Se torna injusto que existiendo título para ello, lo pierda, simplemente, dado que no lo ha
cobrado antes de la tradición. La reforma prevé que la percepción de los frutos civiles se calcule por día.

b) Obligaciones de dar cosas ciertas para restituirlas a su dueño: En esta hipótesis hay que distinguir entre el deudor
poseedor de buena o de mala fe. En el primer caso, los frutos percibidos y los naturales devengados no
percibidos corresponden al poseedor de buena fe, hasta el momento de la tradición; es lo que ocurre, por ejemplo, en el
caso del arrendamiento, la cosecha obtenida será de propiedad del arrendatario, aunque cuando practique la tradición
la cosecha todavía no haya sido levantada. Los frutos pendientes, salvo el caso indicado de los naturales devengados no
percibidos, pertenecerán al dueño. En cambio, el deudor poseedor de mala fe (por ej., un intruso en una propiedad
rural), está obligado a restituir la cosa con todos sus frutos percibidos o pendientes y los que por su culpa dejó de
percibir (art. 1935).

2. — Efectos respecto de terceros

210. Distintos casos, muebles e inmuebles

Ocurre a veces que varios acreedores pretenden sobre la misma cosa derechos de igual o distinta naturaleza. Por
ejemplo, el dueño de un bien lo compromete en venta o en locación a varias personas; o a una lo entrega en prenda y a
otra lo promete en venta. ¿En qué situación se encuentran esos terceros? ¿Cuáles son sus derechos respecto de la cosa o
de la indemnización de daños? Trataremos por separado las distintas hipótesis posibles.

a) Obligación de dar cosas ciertas para constituir o transferir derechos reales.— Aquí también hay que distinguir distintos
supuestos según el objeto sea inmueble o mueble. Debemos tener en cuenta, ante todo, que en todos los casos prevalece
el acreedor a título oneroso sobre aquél beneficiado por un acto a título gratuito.

Con respecto a los inmuebles, el art. 756 ha determinado el siguiente grado de prelación ante la concurrencia de
acreedores que sean a título oneroso y de buena fe: a. el que tiene emplazamiento registral y tradición; b. el que ha recibido la
tradición; c. el que tiene emplazamiento registral precedente; d. en los demás supuestos, el que tiene título de fecha cierta
anterior. Cabe resaltar que no se ha practicado la tradición en los supuestos consignados en el punto c y d.

Recapitulando: 1º) Si el dueño hubiera prometido (en venta, locación, etc.) la misma cosa a distintas personas, tendrá
derecho a la cosa aquélla a quien le hizo la tradición, cualquiera sea la fecha de su título; no importa, por tanto, que el
contrato de venta con un tercero sea de fecha anterior o que su título suficiente haya sido anotado en el Registro de la
Propiedad Inmueble. Lo que da el derecho de preferencia no es la fecha de la obligación, sino la tradición. Pero si el que
recibió la tradición era de mala fe, es decir, conocía que la cosa había sido prometida con anterioridad a otra persona,
ésta tendrá derecho a reclamar la nulidad del acto y a obtener la entrega de la cosa debida. 2º) Si quien prometió la cosa
a varias personas no la ha entregado a nadie, tendrá derecho a ella el acreedor que ha obtenido emplazamiento
registral, o en su defecto, cuyo título sea de fecha anterior.
Con respecto a los muebles, resulta necesario realizar ciertas precisiones de las cuales carece el art. 757, norma que
procura regular la situación de concurrencia de varios acreedores. Si se trata de una bien registral de un sistema
constitutivo, posee mejor derecho el acreedor cuyo título ha sido inscripto sobre el resto, incluso sobre aquél que se le
ha hecho la tradición. Si, por el contrario, el sistema registral es declarativo prevalece el acreedor que se le haya
entregado la cosa. También, la tradición indica la preeminencia entre los acreedores con respecto a las cosas muebles no
registrables. En su defecto, debe ser considerado sujeto de mejor derecho quien tiene título de fecha cierta anterior, sea
instrumento público o privado (pero siempre habrá que recordar la regla de que los instrumentos privados no pueden
ser opuestos a terceros si no tienen fecha cierta).

En cualquier caso, ya sea inmuebles, ya sea muebles, los acreedores que no tengan preferencia sobre la cosa podrán
reclamar del deudor los daños consiguientes (art. 758).

b) Obligaciones de dar cosas ciertas para restituirlas a su dueño.— Como regla general, es posible afirmar que el deudor
debe entregar la cosa al acreedor que sea el verdadero dueño. Siempre le es posible a éste en su calidad de titular del
derecho real exigir la restitución de la cosa debida. ¿Qué ocurre si el deudor se compromete a dar la cosa a más de una
persona? Se aplica la regla antes indicada: el deudor debe entregarla al dueño, pero debe citar de manera fehaciente a
los acreedores que la pretendan (art. 759).

Aquí hay que distinguir entre cosas muebles no registrales e inmuebles y muebles registrables.

1º) Cosas muebles no registrables. Supongamos que el deudor (locatario, depositario, etc.) vende o le da en prenda a un
tercero de buena fe, la cosa que tiene en locación o depósito: de acuerdo a la regla fundamental del art. 1895 (en materia
de muebles la posesión vale título), esa operación es válida (a menos que se trate de una cosa robada o perdida); de tal
manera que el dueño que la entregó en locación o depósito carece de toda acción contra el tercero para obtener su
devolución. Sólo conserva el derecho de reclamar de su deudor la indemnización de los daños. Pero si el tercer
adquirente fuera de mala fe (es decir, si sabía que la cosa no pertenecía a quien se la transmitió), entonces el dueño
puede reivindicarla. Así debe ser interpretado el art. 760.

Pero si el deudor no hizo la tradición de la cosa al tercero a quien la había prometido, entonces es preferido el acreedor a
quien pertenece el dominio. De todos modos, como hemos aseverado, el deudor debe citar fehacientemente al tercero
(art. 759). Ejemplo: el depositario de una cosa la promete en venta a un tercero de buena fe, pero no le hace la tradición.
En el conflicto entre el derecho del dueño depositante y el tercero adquirente, la ley prefiere con toda lógica al dueño. El
tercero sólo tendrá la acción de daños contra el que le prometió la venta.

2º) Cosas inmuebles o muebles registrables. Aquí rigen principios completamente distintos. Si el deudor la vende a un
tercero y le transfiere su posesión, el dueño podrá, no obstante ello, reivindicarla del tercero adquirente, pues para él es
un acto inoponible, a pesar de que el tercero sea de buena fe y a título oneroso (art. 392, párr. final). Como se trata de
bienes registrables, la venta por el deudor a un tercero no se concibe si no tiene también él un título de propiedad
emanado de quien figuraba como dueño en el registro. El locatario, el depositario, no puede vender un inmueble. En
cambio, podría venderlo, por ejemplo, el poseedor que ha obtenido un título por usucapión. Puede ocurrir que luego se
presente el titular del dominio, demuestre que la posesión no ha sido ostensible, continua ni ha durado veinte años y,
en suma, pruebe su mejor derecho al inmueble; en tal caso, tendrá derecho a reivindicarlo de quien lo hubiera
comprado al poseedor. Igual solución cabe aplicar al adquirente de buena fe y a título oneroso, ya que el acto se ha
realizado sin intervención del verdadero dueño. La legitimación pasiva amplia a la que hace referencia el art. 761 de la
acción real (reivindicatoria) obedece a la idea de que las transferencias realizadas por el deudor no propietario no se
tornan idóneas para transferir el dominio (transmisiones a non domino).
3. — Transferencia del uso o la tenencia

211. Remisión legal

Para el caso de que la obligación contraída consistiere en la transferencia del uso o la tenencia de la cosa, el art.
749 dispone que se aplican las normas contenidas en los títulos especiales. Se aplicarán, entonces, los preceptos pertinentes
dependiendo de la situación concreta de la que se tratare, por ejemplo, locación, comodato, depósito, etcétera.

El estudio de estos efectos corresponde, por regla general, al curso de contratos. Por ello nos limitaremos a señalar que
se ha mejorado el sistema diseñado por VÉLEZ SARSFIELD. El art. 600 del Cód. Civil remitía a las normas del contrato
locación para que regulasen los derechos de las partes si se trataba de la transferencia de la cosa y a las reglas del
contrato de depósito si la obligación consistía en la transferencia de la tenencia.

§ 3. — OBLIGACIONES DE GÉNERO

212. Concepto y caracteres

En los párrafos anteriores hemos estudiado las obligaciones de dar cosas ciertas. En los que siguen nos ocuparemos de
las de género (dar cosas inciertas). VÉLEZ SARSFIELD había distinguido entre obligaciones de dar cosas inciertas no
fungibles (son las llamadas obligaciones de género propiamente dichas) o fungibles (obligaciones de cantidad). No se
justifica en la actualidad mantener preceptos autónomos para ambas categorías, como lo veremos más adelante.

Las obligaciones de género, han sido receptadas de manera categórica por el Código Civil y Comercial (arts. 762 y
763). El art. 762 las define como aquéllas que recaen sobre cosas determinadas sólo por su especie y cantidad. Se encuentran
vinculadas muy expresamente con la noción de bien fungible, todo individuo de la misma especie equivale a otro individuo de
la misma especie (art. 232).

Pero a diferencia de las cosas ciertas, no están determinadas individualmente, sino solamente por su género. Así, por
ejemplo, la venta de tal caballo, con indicación de nombre, pedigree, etcétera, importa la venta de una cosa cierta; en
cambio, la venta de "un caballo criollo" es una venta de género.

¿Qué debe entenderse por género? Se trata de un concepto eminentemente relativo. Así, por ejemplo, los mamíferos
constituyen una especie del género animal; las vacas, una especie del género mamífero; las vacas Aberdeen Angus, una
especie dentro del género de vacas, etcétera. Pero cualquiera que sea la exactitud técnico-biológica de la terminología,
desde el punto de vista jurídico, género significa las cosas que reúnen un cierto número de caracteres comunes. A veces está
determinado por la naturaleza (caballos, vacas, etc.); otras, la misma convención de las partes fija los alcances del género;
así, por ejemplo, me comprometo a vender uno de los cuadros de mi pinacoteca, uno de los potrillos de la producción
de mi haras. En este caso la obligación no se refiere ya a cualquier cuadro, a cualquier potrillo, sino a uno de los que
integran mi colección o producción.

El art. 232 añade que las cosas fungibles pueden sustituirse por otras de la misma calidad y en igual cantidad. Por lo
tanto, no hay problema alguno para determinar la cantidad de cosas pertenecientes al género que deben ser entregadas.
Así, por ejemplo, si existe el compromiso de dar diez toneladas de grano de maíz forrajero, debe entregarse esa cantidad
de grano.
213. Principios legales sobre la determinación del objeto

Las obligaciones de género, ya lo sabemos, no contienen una determinación precisa de la cosa debida. Pero cuando
llegue el momento de cumplir, habrá que determinarla. ¿Cómo se hace la elección de la cosa? La respuesta se encuentra
en el art. 762: a) Si las partes hubieran atribuido al acreedor o al deudor esa facultad en el contrato, no hay problema,
pues debe respetarse la voluntad de las partes. b) Si nada se hubiera previsto en el contrato, la facultad de la elección
pertenece al deudor.

Pero esta facultad de elección no es arbitraria, debe recaer sobre cosas de calidad media; por tanto, el deudor no podrá
escoger la cosa de peor calidad, ni el acreedor la de mejor calidad (art. 762, 2ª parte). Es ésta una aplicación del principio
de que las obligaciones deben cumplirse de buena fe; es evidente que cuando se ha convenido genéricamente la entrega
de una cosa, se ha entendido contratar sobre una cosa de calidad mediana.

214. Cuándo se tiene por hecha la elección, distintas teorías

Hemos dicho ya quién tiene la facultad de elección; ahora importa establecer el momento en que esa elección se
considera hecha. La cuestión es muy importante porque, a partir de ese instante, la obligación de género se transforma
en obligación de dar cosas ciertas (art. 763, in fine), con toda la trascendencia que esto tiene respecto de la responsabilidad
del deudor.

Sobre este punto se han sostenido distintas teorías:

a) Para algunos (SALVAT, MACHADO), la elección queda consumada con la declaración de voluntad de la parte que
elige y con la aceptación de la otra.

b) Para otros, queda hecha con la tradición o entrega de la cosa, o con su envío (ALSINA ATIENZA, IHERING).

c) La teoría que predominó en nuestro Derecho durante la vigencia del Código Civil de VÉLEZ (COLMO, LAFAILLE,
BUSSO, GALLI, LLAMBÍAS, Guillermo A. BORDA), sostiene que la elección se opera con la declaración de voluntad formulada
por quien tiene derecho a elegir, siempre que la haya puesto en conocimiento de la otra parte. Bien entendido que esta
declaración puede ser expresa o tácita; así, por ejemplo, el envío o la entrega material de la cosa supone una declaración
de voluntad tan inequívoca como la formulada verbalmente o por escrito. El art. 762, in fine, del Código Civil y
Comercial expresamente ha adoptado esta postura.

La elección se puede retractar hasta que la declaración haya sido recibida por la otra parte; conocida por ésta,
adquiere carácter definitivo e inmodificable por la sola voluntad de una de las partes. Tal es la solución común a toda
declaración recepticia, como se observa en el art. 975 referido a la retractación de la oferta, que cabe aplicar de manera
analógica.

215. Efectos, caso de pérdida de la cosa

El efecto fundamental de las obligaciones de género es reconocer al acreedor el derecho a exigir la entrega de una de
las cosas pertenecientes a dicho género; el deudor que no pagare será pasible de los daños ocasionados; igualmente,
deberá responder por los daños que su mora ocasione al acreedor. Es una simple aplicación de los principios relativos a
los efectos de las obligaciones en general.

Interesa detenerse en el problema que plantea la pérdida de la cosa. Sobre este punto, hay que distinguir si la pérdida
es anterior o posterior a la elección. En el primer caso, el deudor no puede alegar la pérdida (ni siquiera por caso
fortuito) para eludir su responsabilidad (art. 763, párr. 1º), porque el género nunca perece (genus nuncuam perit). Si yo
prometo un caballo, pensando en pagar con algunos de los que son de mi propiedad, no puedo luego alegar como
excusa que todos los míos han perecido (por ej., a causa de una peste), porque siempre quedan caballos que puedo
procurarme y entregar al comprador. Esta regla tiene una sola excepción: el caso del art. 785, a que aludiremos más
adelante.

Pero si la elección ya se ha producido, la obligación de género se transforma en obligación de dar cosas ciertas (art. 763, párr. 2º),
gobernándose por los preceptos de esta última categoría. Por consiguiente, habrá que distinguir si la pérdida se ha
producido por causa imputable o no al deudor, y según ello habrá o no responsabilidad frente al acreedor (sobre este
punto, remitimos al nro. 207).

216. Caso del art. 785

A veces se trata de una obligación de dar cosas inciertas, pero determinadas o limitadas entre un número de cosas ciertas de
la misma especie. Es lo que se llama obligaciones de género limitado. Por ejemplo, me comprometo a vender uno de mis
toros de pedigree. El género toro está limitado en este caso a cualquiera de los animales de esa especie que son de mi
propiedad. Si todas las cosas comprendidas en ese número, o limitación convencional, se pierden por caso fortuito o
fuerza mayor, el deudor queda exento de responsabilidad. Se aplican a estos supuestos las reglas de las obligaciones
alternativas (art. 785).

217. Eliminación de la categoría de las obligaciones de dar cantidades de cosas en el Código Civil y Comercial

Como hemos dicho, establece el art. 232 que son cosas fungibles aquéllas en que todo individuo de la misma especie equivale a
otro individuo de la misma especie, y pueden substituirse por otras de la misma calidad y en igual cantidad.

Se torna valioso en ellas establecer la especie, cantidad y calidad de la cosa debida. Se venden siempre por cantidad,
peso o medida: 10 ejemplares de un libro de tal edición; 200 quintales de trigo; 1.000 toneladas de carbón, 100 hectolitros
de vino. El grado de indeterminación del objeto es relativo, porque están indicados la especie y cantidad, peso y
medida. No hay aquí problema de elección, puesto que se supone que todas las cosas fungibles tienen igual valor
económico y jurídico y no hay, por tanto, interés en elegir. Quedan individualizadas desde que fuesen contadas,
pesadas o medidas, debiendo recordarse que el acreedor goza de amplías facultades de inspección (art. 747).

Preveía el Código Civil de VÉLEZ las obligaciones de dar cantidad entre sus arts. 606 y 615. La doctrina había
observado que no se justificaba regular autónomamente a ellas y a las obligaciones de género, pues el objeto de ambas
ofrece un cierto grado de incertidumbre en su determinación. Resultaba disvalioso referirse a las obligaciones de género
como aquéllas que presentan un objeto incierto no fungible y a las de cantidad como aquéllas que recaen sobre una cosa
incierta fungible. La opinión moderna ve en ellas obligaciones genéricas de objeto fungible (LAFAILLE, Héctor, Derecho
Civil. Tratado de las Obligaciones, actualizado por BUERES, Alberto J. y MAYO, Jorge A., t. II, La Ley-Ediar, 2009, ps. 299-
300).

Haciendo suya la postura moderna, el Código Civil y Comercial no contiene ningún artículo dedicado a las
obligaciones de dar cantidad, salvo la mención excepcional del art. 765. En consecuencia, se aplican a ellas las normas
de las obligaciones de género, que hemos ponderado anteriormente, v.gr., antes de la individualización, el deudor no
podría invocar el caso fortuito para eximirse de cumplir la prestación debida.
§ 4. — OBLIGACIONES DE DAR RELATIVAS A BIENES QUE NO SON COSAS

218. Noción

Resulta posible que la prestación involucre bienes inmateriales, como lo es todo lo relacionado al derecho de
propiedad intelectual; una sociedad podría adquirir la titularidad de una marca.

El art. 764 practica una remisión a las obligaciones de dar antes ponderadas. Al efecto señalamos:

a) Subsiste en esta categoría las cuatro finalidades de las obligaciones de dar: para constituir un derecho real, para
devolver a su dueño, para transferir el uso y para transferir la tenencia.

b) Se aplican los preceptos que gobiernan a las obligaciones de dar cosa cierta o de género en la medida de lo
pertinente.

§ 5. — OBLIGACIONES DE DAR SUMAS DE DINERO

1. — Conceptos generales

219. Concepto jurídico del dinero

El dinero es el medio normal de que se sirve el hombre para procurarse otros bienes; a la inversa de lo que ocurre con
las demás cosas, no proporciona al hombre ningún placer por sí mismo (salvo el goce patológico del avaro que recuenta
sus monedas); pero sirve de intermediario en el trueque de otras cosas y bienes. Con ese objeto ha sido creado y
garantizado por el Estado y está sujeto a su vigilancia.

Es una creación ideal: se toma un signo cualquiera, al que se le atribuye la función de servir de unidad, se le da un
nombre, independiente de sus cualidades, y se lo lanza a la circulación, ya íntegro, ya dividido en múltiplos o
submúltiplos, para que cumpla esa tarea de medir los valores. Por ello, NUSSBAUM ha podido definir el dinero como
aquellas cosas que en el comercio se entregan y reciben, no como lo que físicamente son, sino solamente como fracción,
equivalente o múltiplo de una unidad ideal. Salvo el supuesto de las monedas hechas con metales nobles, hoy
prácticamente desaparecidas, el dinero carece de valor intrínseco, no obstante lo cual sirve de medida de los demás
valores. El Estado, dice PUIG BRUTAU, es el empresario de este número de magia en que se puede tener todo a cambio
de unos signos que no son nada; sólo son algo en la medida en que el Estado limita el número de los signos y en que
establece que toda persona obligada a un pago puede hacerlo con la moneda o en los signos monetarios de curso
forzoso.

Este dinero, así creado por el Estado, constituye el medio normal de pago. De ahí su singular importancia en el ámbito
de las obligaciones. Aun cuando la obligación consista en dar cosas que no son dinero, puede ocurrir que sea imposible
su cumplimiento en especie y entonces aquélla se resuelve en el pago de una suma de dinero. Lo mismo ocurre en el
caso del incumplimiento de obligaciones de hacer o no hacer o de los daños ocasionados por un hecho ilícito.

Para configurar jurídicamente el dinero es necesario decir que se trata de una cosa mueble, fungible, consumible y
divisible; a estas calidades, que son propias también de otros bienes, debemos agregar la de numeralidad, pues es
representativo de una unidad ideal, y la de legalidad, pues tiene curso legal obligatorio como medio de pago.

La moneda, dice RISOLÍA, se concibe en función del valor, el cambio y el pago. Es en sustancia: a) un medio para
medir, representar y conservar el valor; b) un medio de cambio que facilita y acelera su desplazamiento; c) un medio de
pago cancelatorio.
220. Diversas clases de moneda

Se distinguen comúnmente tres tipos de moneda: la metálica, la moneda de papel y el papel moneda.

La moneda metálica es la confeccionada con metales (oro, plata, níquel) y cuyo valor intrínseco corresponde al valor
representativo.

La moneda de papel consiste en un papel emitido por el Estado con respaldo oro, de modo que el propio Estado se
obliga a canjear dicho papel por su equivalente en ese metal, a su presentación ante el Banco oficial, donde se encuentre
el encaje.

El papel moneda es emitido sin respaldo oro. El tenedor carece de derecho a canjearlo; tiene curso forzoso. Es el sistema
que hoy rige universalmente. La firmeza del signo monetario no depende ya del encaje oro, sino de la seriedad con que
se manejan las finanzas públicas, de la solidez de la economía, del equilibrio entre el circulante y la riqueza nacional. El
monto de las emisiones no guarda relación con un encaje inexistente o casi inexistente, sino con las necesidades reales
de la circulación y la economía.

221. El nominalismo y la actualización de las deudas de dinero

El nominalismo es una doctrina económica que postula que un peso vale siempre un peso; en otras palabras, que
existiendo una deuda de dinero, se ha de pagar siempre la suma o cantidad que aparezca como debida, aunque la
moneda con que esa suma se expresa haya sufrido variaciones en su valor. Según esta doctrina, los jueces no pueden
corregir esas fluctuaciones, por más que esa corrección consulte exigencias de la justicia conmutativa. El valor del peso,
determinado por el legislador, es un valor legal, siempre constante, siempre igual a sí mismo. De los postulados en que
se polariza el Derecho —justicia y seguridad— el nominalismo responde predominantemente al postulado de la
seguridad.

Hasta hace algún tiempo atrás, el nominalismo era un principio de vigencia universal. Y es que las razones invocadas
en su favor eran de peso: 1) el principio nominalista hace a la estabilidad monetaria y al buen orden económico; dejar en
manos de los jueces la apreciación del valor actual de la moneda y cuánto se ha desvalorizado una determinada suma
adeudada por una persona a otra, importa introducir un factor de desorden; los jueces resuelven cada caso de acuerdo
con las circunstancias peculiares que lo rodean o por motivos de equidad, de donde surgen distintas apreciaciones de la
desvalorización de la moneda, lo que no se aviene con su característica esencial de ser una medida de valor constante y
uniforme; 2) la facultad de fijar el valor de la moneda es privativa del Congreso Nacional tal como lo dispone el art. 75,
inc. 11, de la Constitución Nacional; en consecuencia, atribuir a los jueces la facultad de fijar el valor de la moneda sería
inconstitucional.

Estos argumentos son de tal peso que durante muchos años la jurisprudencia mantuvo rigurosamente el principio
nominalista en materia de obligaciones de dinero. Pero la inflación cada vez más aguda de la economía contemporánea,
fue demostrando la imposibilidad de mantener el principio nominalista sin grave mengua de la justicia. La
jurisprudencia empezó por distinguir las deudas puras de dinero (respecto de las cuales la aplicación del principio
nominalista era rigurosa) y las deudas de valor, por ejemplo, lo que se debe en concepto de reparación de daños con
motivo de un accidente de tránsito; y se admitió que las deudas de valor eran actualizables, es decir, debía medirse su
verdadero significado económico en la fecha de la sentencia. La tesis valorista comenzaba a ganar adeptos.

Pero esto no bastó. Era evidente que liberar al deudor moroso de su obligación con el solo pago de la suma que
originariamente debía, estimulaba la mala fe del deudor. Mientras mayor fuere la inflación y mayor la demora en
cumplir la obligación, mayor era el beneficio que obtenía el mal pagador como consecuencia de su incumplimiento.
Pues echando mano de recursos de mala ley, dejándose demandar y utilizando chicanas, el deudor lograría pagar al
cabo de varios años, una suma que ninguna relación real tendrá con la que debía en su momento. Y terminó por
imponerse en la jurisprudencia que cualquier deuda, fuera de valor o de dinero, debía pagarse actualizada, conforme
coeficientes que preservaban el poder adquisitivo de la suma debida.

Pero en 1991 se volvió a un riguroso nominalismo. Hacia fines de la década del 80, la inflación había tomado
caracteres agudísimos y nuestra economía estaba desquiciada. Fue necesario tomar serias medidas para combatirla: la
reforma del Estado, la privatización de empresas públicas gravemente deficitarias, el equilibrio de las cuentas fiscales.
Para consolidar ese proceso, en 1991 se dictó la ley 23.928, llamada de convertibilidad, que dispuso que el deudor de
una suma de dinero cumple su obligación dando a su vencimiento la cantidad nominalmente expresada y declaró
inválidas todas las cláusulas de indexación o repotenciación de las deudas, fueran de carácter contractual o legal (art.
7º). Era, como dijimos, el retorno a un riguroso nominalismo.

Y para asegurar la estabilidad de nuestra moneda, se unió su suerte a la del dólar estadounidense y se estableció la
paridad 1 peso = 1 dólar estadounidense (es preciso aclarar que la mencionada norma estableció la paridad 10.000
australes = 1 dólar estadounidense, pero poco después se cambió la moneda, volviéndose al peso, cuyo valor se fijó en
10.000 australes).

La crisis económica desatada a partir de los últimos meses del año 2001 concluyó con un extenso período de
estabilidad y positivos niveles inflacionarios. La consecuencia fue una muy discutible legislación que eliminó el sistema
de la convertibilidad a partir de la sanción de la ley 25.561 que modificó parcialmente la ley 23.928: el dólar
estadounidense comenzó cotizar libremente y se han producido aumentos significativos en los índices inflacionarios.
Pero es necesario puntualizar que la mencionada ley no se ha apartado del sistema nominalista; por el contrario, lo ha
reafirmado (art. 4º, ley 25.561 que reformó el art. 10, ley 23.928).

Por su parte, el Código Civil y Comercial de la Nación acoge el principio nominalista. Enfatiza el art. 766 que el deudor
debe entregar la cantidad correspondiente de la especie designada. Su sanción no implicó la derogación del art. 7º de la ley
23.928. Sin embargo, como estudiaremos más adelante, incorporó a nivel legislativo la existencia de las obligaciones de
valor (art. 772) cuya creación obedeció a la labor de magistrados y juristas durante el imperio del Código Civil velezano.

Entendemos procedente añadir que el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 elimina los
citados artículos 7º y 10º de la ley 23.928. Se aspira, así, a instaurar un nominalismo relativo que se adecua más al
fenómeno de la inflación que recurrentemente afecta a nuestro país al admitir cláusulas de estabilización.

222. Comparación con el incumplimiento de otras obligaciones

Conviene puntualizar las diferencias entre las deudas dinerarias y las restantes obligaciones, diferencias que son
particularmente importantes en orden al incumplimiento:

a) En materia de deudas pecuniarias y salvo el caso de estipulaciones especiales, no puede darse el caso de que el
deudor se vea liberado por imposibilidad de cumplimiento en el pago sobrevenida con posterioridad al cumplimiento
de aquélla. Cuanto más, la fuerza mayor podrá ser un eximente temporario de responsabilidad. El dinero es el bien
fungible por excelencia.

b) El deudor de una suma de dinero debe pagar intereses desde que esté constituido en mora, sin necesidad de
demostrar que ha sufrido perjuicios, como en cambio tiene que hacerlo todo otro acreedor que pretende que el
incumplimiento del deudor lo ha perjudicado. La razón de esta diferencia es que en un sistema económico desarrollado,
la inversión de dinero puede proporcionar en todo momento un interés.
Conforme con el sistema legal implantado por la ley 23.928, modificado por ley 25.561, el acreedor de una suma de
dinero no puede pretender otra indemnización que los intereses, mientras que el acreedor de toda otra obligación
puede exigir la reparación de todos los perjuicios sufridos.

2. — Régimen legal

223. Disposiciones propias

Se ha dedicado una sección autónoma dentro del Código Civil y Comercial de la Nación a la regulación de las
obligaciones de dar sumas de dinero. Se encuentran disciplinadas como categoría especial. Resulta laudatorio haber
eliminado la remisión a los preceptos que gobernaban las obligaciones de dar cantidad de cosas que disponía el art.
616 del Código Civil de VÉLEZ, si bien la doctrina reconocía su carácter subsidiario. La referencia que contiene el art.
765 sobre obligaciones de dar moneda que no sea de curso legal en la República no modifica lo aseverado. La anomalía
que introdujo el Poder Ejecutivo al Anteproyecto —que derivó en el texto vigente— no cambia la naturaleza dineraria
de tales obligaciones.

Por ello, el art. 765 define a las obligaciones de dar dinero a través de sus propias características: si el deudor debe cierta
cantidad de moneda, determinada o determinable, al momento de constitución de la obligación.

224. Objeto de la obligación, deuda de moneda determinada

El objeto de la obligación es el dinero. En rigor, no puede hablarse con propiedad de obligación de dinero, sino con
referencia a aquél que tiene curso forzoso, aquél que el acreedor no puede rehusar recibir. Pero cabe preguntarse qué
ocurre cuando la obligación se ha contraído en una determinada especie o calidad de moneda. Hay que distinguir dos
situaciones:

a) Si la calidad o especie de moneda ha sido esencial en el contrato, no se cumple sino entregando ese tipo de moneda;
así ocurre cuando un comerciante ha convenido el pago de una suma de dinero en cierto tipo de unidades o fracciones
(por ej., en monedas de un peso, de diez pesos, etc.), porque lo necesita para dar cambio a su clientela o para una
colección.

b) Pero el caso anterior es un supuesto excepcional; lo ordinario es que el dinero interese por el valor que representa.
Para esta hipótesis normal estatuye el art. 766 que el deudor de una obligación de dar suma de dinero debe entregar la
cantidad correspondiente de la especie designada.

225. Tiempo y lugar de pago

Se aplican los principios de puntualidad y localización que veremos con mayor detenimiento al estudiar el pago como
modo de extinción. El Código Civil y Comercial no contiene una norma particular como era el art. 618 del Código Civil
de VÉLEZ.

En principio, debe respetarse lo pactado por las partes al contratar. Pero si el contrato nada dijera, se aplicarán las
siguientes soluciones:
a) En cuanto al tiempo: si no hubiere día de pago señalado, lo fijará el juez (art. 871, inc. d]), pues se trata de un plazo
indeterminado, a no ser que se pueda establecer por la naturaleza y circunstancias de la obligación la fecha del
cumplimiento (art. 871, inc. c]), contingencia que indicaría la presencia de un plazo tácito. No hay que olvidar que la
fijación contractual del plazo puede ser expresa o tácita y que sólo en defecto de ella procede la determinación judicial.

b) En cuanto al lugar: el pago debe hacerse en el lugar en que se hubiese pactado; en cualquier otro caso deberá
hacerse en el domicilio del deudor al tiempo del nacimiento de la obligación (art. 874). La norma añade que si el deudor
se muda, el acreedor tiene derecho a exigir el pago en el domicilio actual o en el anterior. Igual opción corresponde al deudor, cuando
el lugar de pago sea el domicilio del acreedor.

226. Incumplimientos: límites de la responsabilidad del deudor

En materia de obligaciones de dar sumas de dinero, la indemnización por la mora consiste en el pago de intereses,
legales o convencionales.

Se discute en nuestro derecho, si, además de los intereses, el acreedor podría reclamar el pago de otros perjuicios que
le ha ocasionado la inejecución. Sobre este punto, se sostienen dos opiniones distintas:

1) Según la primera, sostenida con particular énfasis por BIBILONI, la indemnización está rigurosamente limitada a los
intereses, de tal modo que el acreedor no podría reclamar la indemnización de mayores daños ni aunque los probara.
Sostiene este autor, que en las obligaciones de dinero no hay distinción posible entre los daños derivados de la mora
(que se satisfacen con los intereses) y los daños de inejecución por otras causas; al decir daños de la mora se ha dicho
todo. De lo contrario, las repercusiones de la mora podrían llegar al infinito; y se abandonaría así el principio general
según el cual, en materia de obligaciones contractuales, sólo se deben reparar las consecuencias directas e inmediatas
del incumplimiento. Agrega BIBILONI que la convención que fija los intereses, sean compensatorios o moratorios, es una
cláusula penal que fija la indemnización definitiva. Éste es el criterio seguido en el Anteproyecto que él redactó (art.
1093) y en el Proyecto de Reformas de 1936 (art. 598).

2) De acuerdo con otra opinión (BUSSO, LAFAILLE, MOSSET ITURRASPE, ZANNONI, Proyecto de 1998 —arts. 714 y ss.—),
nada obsta a que si el acreedor demuestra la existencia de otros perjuicios, pueda reclamarlos además de los intereses,
siempre que concurran los demás presupuestos de la responsabilidad civil.

En tiempos de estabilidad como los vividos durante la vigencia plena de la ley 23.928, prevalecía el criterio sostenido
por BIBILONI; pero a partir de la sanción de la ley 25.561 y de las normas pesificadoras dictadas con posterioridad, es
necesario admitir la posibilidad de reclamar no solamente los intereses, sino también la indemnización de los perjuicios
sufridos, máxime si se considera la inflación padecida durante los últimos años y las negativas tasas de interés
aplicables.

Se reproduce esta discusión con el Código Civil y Comercial de la Nación dado que carece de un precepto que verse
sobre el interés resarcitorio. Cabe recordar que el interés resarcitorio es aquél, de acuerdo con el art. 714, inc. d), del
Proyecto de 1998, que procede en la reparación de daños.

227. Obligaciones en moneda extranjera

Es lícito contraer obligaciones en moneda extranjera; en tal caso, la obligación debe considerarse como de dar cantidades
de cosa y el deudor puede liberarse dando el equivalente en moneda de curso legal (art. 765).
Lo primero que cabe advertir es la inadecuada calificación de obligaciones de dar cantidad de cosas. Se ha retornado
al sistema original del Código Civil de VÉLEZ. El Anteproyecto del Código vigente la había regulado, atinadamente,
como si fuera una obligación de dar suma de dinero. Sin embargo, la doctrina mayoritaria acepta que debe ser
encuadrada en tal categoría (Conclusión 12.1. de la Comisión 2 de las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015).
El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 ha adoptado este último criterio: considera a la
obligación en moneda extranjera como una de dar suma de dinero.

La norma actual, como ya se ha dicho, le ha concedido al deudor la posibilidad de liberarse entregando el equivalente
en moneda de curso legal. Esto quiere decir que si se prometen dólares o libras o yenes, etcétera, se cumple entregando
el equivalente en pesos. Sin embargo, predomina el criterio de que tal facultad puede renunciarse, por ser una norma
dispositiva (Conclusión 15.1. de la Comisión 2 de las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015). Incluso, no se
considera tal renuncia una cláusula abusiva en los contratos por adhesión a cláusulas generales predispuestas y en los
contratos de consumo (Conclusión 16.1 de la Comisión 2 de las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015).

Nada ha dicho el art. 765 sobre el tipo de cambio. Se ha admitido que puede ser pactado por las partes, siempre que
sea lícito conforme las reglas del mercado cambiario en vigencia. Si nada se ha dicho, debe calcularse al momento de
pago (Conclusión 14.1 de la Comisión 2 de las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015).

Finalmente, puede afirmarse que las obligaciones de dar moneda extranjera constituyen un supuesto de obligación
facultativa (Conclusión 13.1 de la Comisión 2 de las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015).

§ 6. — INTERESES

228. Concepto y especies

Los intereses pueden ser clasificados desde dos puntos de vista distintos: a) Según el papel o función económica que
desempeñan, pueden ser compensatorios (o retributivos), moratorios y punitorios. Son compensatorios los que se pagan por
el uso de un capital ajeno; son moratorios cuando se pagan en concepto del perjuicio sufrido por el acreedor por el
retardo en cumplir la obligación; son punitorios cuando se pactan como pena por el incumplimiento (cláusula penal
moratoria). A veces, ambos intereses se superponen. Es frecuente en las obligaciones hipotecarias estipular un cierto
interés compensatorio (por ej., el 10%) y, además, estipular un interés adicional, en carácter de punitorio, para el caso de
que el deudor no pague en tiempo. Es decir que el deudor que cumple en término sólo está obligado a pagar el
compensatorio. El interés punitorio importa una verdadera cláusula penal; por tanto, fija los perjuicios sufridos por el
acreedor de modo definitivo y ni el deudor podrá impugnarlo por excesivo, ni el acreedor por insuficiente.

b) Por su fuente, pueden ser convencionales o legales. En el primer caso, la tasa es fijada por el acuerdo de partes; en el
segundo, es la ley la que determina el curso de los intereses. Cuando hay obligación legal de pagar intereses, los jueces
han seguido criterios distintos, o bien fijan como tasa la que cobra el Banco de la Nación en sus operaciones de
descuento, o bien establecen la tasa pasiva que fija el nombrado banco, ante la inexistencia de una ley general sobre el
tema. En épocas de inflación se recurre a la tasa activa.
229. Intereses compensatorios

Cabe estipular que la obligación lleve intereses de esta índole. Debe aplicarse la tasa de interés pactada entre las partes
en primer lugar. Si hubieran omitido el punto, deberá recurrirse a las disposiciones de la ley aplicable al caso o a los
usos y costumbres. Subsidiariamente, la tasa de interés compensatorio puede ser determinada por los jueces (art. 767).

230. Intereses moratorios

Se deben a partir de encontrarse el deudor en mora. Hay que atenerse en primer lugar a la tasa que hubiesen pactado
las partes (art. 768, inc. a]); en su defecto, a lo que dispongan las leyes especiales (art. 768, inc. b]). Subsidiariamente,
cabe emplear las tasas que se fijan según las reglamentaciones del Banco Central (art. 767, inc. c]).

Esta última parte ha generado cierta perplejidad en la doctrina nacional. Se ha sugerido de manera mayorítaria que se
trata de una pauta que debe tener en cuenta el juez, entre otras circunstancias. La fijación del interés moratorio resulta
ser una labor que recae en el arbitrio judicial, no de funcionarios del Banco Central (Conclusión 20.1 de la Comisión 2 de
las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2015). El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de
2018 sigue este criterio, adoptando la solución normativa que preveía el art. 622 del Cód. Civil derogado.

231. Intereses punitorios

Se encuentran gobernados por las normas que disciplinan la cláusula penal (art. 769). En consecuencia, allí remitimos
(véase nros. 89 y ss.).

232. Obligaciones ilíquidas de origen contractual y extracontractual, jurisprudencia. Sistema del Código Civil y
Comercial

Se llaman obligaciones líquidas aquellas cuyo monto no admite duda ni está en cuestión; podría discutirse la
existencia misma de la deuda, pero no su monto. Así, por ejemplo, supongamos que en un pleito suscitado entre
comprador y vendedor o entre prestamista y prestatario, el deudor sostenga que ha pagado íntegramente sus
obligaciones. De la prueba producida en autos resultará si la deuda se ha pagado o no, pero el monto de la obligación
no está en cuestión. Es una suma líquida. En otros litigios, en cambio, no sólo está en cuestión la existencia misma de la
deuda, sino también el monto o solamente éste; tal ocurre en las demandas por honorarios no regulados, en los juicios
por indemnización de daños, por rendición de cuentas, etcétera. Tales casos resultan ser supuestos de suma ilíquida.

Según una opinión hoy superada (SALVAT, ALSINA y algunos viejos fallos), los intereses no corren sino a partir del
momento en que hay suma líquida, vale decir, cuando la liquidez existe ab initio o, de lo contrario, desde el momento de
la sentencia firme que ha fijado el monto de la deuda. Hoy impera en nuestra jurisprudencia y doctrina una concepción
más amplia: haya suma líquida o ilíquida, los intereses se deben, en principio, desde la constitución en mora. Tal es la
idea consagrada en el art. 768, primer párrafo. Conviene recordar que se ha adoptado en el Código Civil y Comercial el
sistema de la mora automática (art. 886), es decir, que la mora se produce por el solo transcurso del tiempo fijado para el
cumplimiento de la obligación.

Hay que hacer, sin embargo, las siguientes reservas:


a) Si hay intereses pactados, ellos corren de acuerdo a lo convenido, porque las normas relativas a la mora son de
carácter dispositivo.

b) En casos de indemnización derivada de hechos ilícitos, un antiguo fallo Plenario de las Cámaras Civiles de la Capital
("Iribarren c. Sáenz Briones", JA 1943-I-844) había resuelto que tratándose de un delito civil, los intereses corrían desde
la fecha del hecho, en tanto que si fuera un cuasidelito, corrían desde la fecha de la demanda. Este fallo se hizo pasible
de muy fundadas críticas. Es arbitrario pagar los intereses correspondientes a los honorarios médicos o a los gastos de
reparación del automóvil desde el momento del accidente (si es delito) o desde el momento de la notificación de la
demanda (si es cuasidelito), cuando esas cuentas se han pagado quizás entre esas dos fechas o aun después de ambas;
también es arbitrario pagar intereses sobre una suma fijada para responder a gastos futuros, es decir, a desembolsos que
el actor no ha hecho todavía.

Un ulterior Plenario de la Cámara Civil de la Capital (diciembre de 1958, LL 93-667) ha rectificado aquel criterio y
sentado la buena doctrina: los intereses corren, trátese de delitos o cuasidelitos, desde el momento en que el perjuicio se
produjo para la víctima. Así, los correspondientes a la indemnización que se fija por incapacidad corren desde el
momento del hecho; los correspondientes a desembolsos hechos por la víctima (gastos, honorarios, facturas de
reparaciones, etc.), desde el momento en que esos pagos fueron efectuados; las sumas fijadas para responder a gastos
futuros (por ej., reparación del automóvil, aún no efectuada) no devengan intereses.

El art. 1748 ha recogido las ideas imperantes: El curso de los intereses comienza desde que se produce cada
perjuicio. Además, debemos señalar que el Código Civil y Comercial ha eliminado la distinción entre delito y
cuasidelito.

233. Usura; antecedentes históricos, legislación argentina

La usura es tan vieja como la humanidad. A poco que el desarrollo de la riqueza puso capitales en manos de algunas
personas, no faltaron quienes explotaron la miseria, las necesidades o la imprevisión de otros para ofrecerles dinero a
intereses elevadísimos.

La lucha contra esta forma de explotación del prójimo es antiquísima. Ya el Deuteronomio prescribía a los hebreos:
"No prestarás a usura (en este texto la palabra usura es empleada como sinónimo de intereses) a tu hermano ni dinero,
ni grano, ni cualquier otra cosa; sino solamente a los extranjeros. Mas a tu hermano le has de prestar sin usura lo que
necesite" (XXIII, nros. 19 y 20).

A partir de Cristo no había ya de hacerse esta discriminación entre los pertenecientes al mismo pueblo y los
extranjeros. Gran importancia se atribuyó a unas palabras de Jesús, que según algunos intérpretes importaban la
condena de todo préstamo a interés: "Prestad sin esperanzas de recibir nada por ello" (San LUCAS, Cap. VI, vers. 35). Esa
interpretación era, sin duda excesiva, como lo prueba la parábola de los talentos, en la que Jesús alude al siervo "malo y
perezoso", a quien su amo, de regreso de una ausencia, le recriminó justamente por no haber entregado su dinero a los
banqueros, con lo que hubiera podido ganar intereses (San MATEO, Cap. XXV, vers. 26 y 27). Pero, de cualquier modo,
aquel texto sirvió de apoyo a una lucha cada vez más decidida de la Iglesia Católica contra el préstamo a intereses, que
en Roma había dado lugar ya a grandes abusos. Bajo la influencia de la Iglesia, el derecho justinianeo puso límite a los
intereses. El Concilio de Nicea (año 325) prohibió a los sacerdotes que prestaran a intereses; el Papa LEÓN
MAGNO extendió esta prohibición a los laicos (año 440).

Esta prohibición, que ahora parece excesiva, se justificaba entonces por las circunstancias de una economía poco
evolucionada. Generalmente el préstamo no se empleaba con un destino productivo, sino para satisfacer imperiosas
necesidades de consumo; sólo los necesitados acudían al crédito. En tales condiciones, el préstamo de dinero con
intereses toma el carácter de una explotación inmoral de las necesidades más apremiantes del hombre. Pero en el
mundo moderno estas condiciones económicas han variado. El capital se ha convertido en un bien productivo; muy
frecuentemente el préstamo tiene por destino una colocación que rendirá buenos frutos al prestatario; no hay, por tanto,
nada inmoral en que se cobren intereses. Estos constituyen una contraprestación perfectamente legítima del capital, en
tanto no se excedan los justos límites. El mismo derecho canónico ha adoptado una nueva postura; ya introdujo alguna
atenuación a la rigidez de la prohibición de los préstamos a intereses la encíclica Vix pervenit de BENEDICTO XIV (año
1745); actualmente, el canon 1290 permite cobrar intereses pues dispone que lo que en cada territorio establece el derecho
civil sobre los contratos, tanto en general como en particular, y sobre los pagos, debe observarse con los mismos efectos en virtud del
derecho canónico en materias sometidas a la potestad de régimen de la Iglesia.

En el derecho moderno el problema no es la legitimidad de los intereses, sino la fijación del límite que ha de
considerarse como máximo admisible. El Código Civil de VÉLEZ no contempló ninguna tasa máxima; el art. 621 daba
plena libertad a las partes para fijar el interés que creían conveniente. Bajo la influencia de las ideas liberales imperantes
en la época, VÉLEZ SARSFIELD creyó inconveniente toda limitación en el tipo de interés. Pero los tribunales se encargaron
de hacerlo.

Esta jurisprudencia limitativa de los intereses legítimos tuvo sus primeras expresiones hacia 1930. A partir de ese
momento, las tasas convencionales máximas que han sido admitidas por los tribunales han variado de acuerdo con la
estabilidad de la economía (diferenciándose muchas veces entre deudas contraídas en moneda local o extranjera) y los
mayores o menores índices inflacionarios.

Tampoco el Código Civil y Comercial de la Nación ha previsto una tasa de interés máxima. Sin embargo, ofrece como
novedad —a nivel legislativo— la facultad de morigeración de los jueces, cuando la tasa fijada o el resultado que
provoque la capitalización de intereses excede, sin justificación y desproporcionadamente, el costo medio del dinero
para deudores y operaciones similares en el lugar donde se contrajo la obligación (art. 771).

234. Anatocismo

El anatocismo es la capitalización del interés, que pasa también a devengar intereses. Así, por ejemplo, se prestan $
1.000 al 10% anual; al cabo del primer año, y no habiendo pagado el deudor los intereses, éstos se acumulan al capital,
de tal modo que durante el segundo año los intereses se calculan sobre $ 1.100 y así sucesivamente. Al cabo de varios
años, la deuda se infla enormemente.

El anatocismo estaba prohibido expresamente por el art. 623 del Código Civil de VÉLEZ, por considerarlo medio típico
de usura. Sólo se lo permitía cuando liquidada judicialmente una deuda, con sus intereses, el deudor fuese moroso en
pagar la cantidad que resulta de la liquidación.

Pero la prohibición del anatocismo no consultaba las modernas necesidades del tráfico comercial. Por ello se
postulaba desde hacía tiempo en nuestra doctrina la derogación de su prohibición. Es lo que hizo la ley 23.928, cuando
modificó el mentado art. 623, que autorizó el anatocismo si se llenaban dos condiciones: a) que haya mediado
convención expresa de las partes que lo establezcan, fijando la periodicidad con que los intereses deben acumularse al
capital; b) que los intereses pactados sean los corrientes en plaza.

Además, la referida norma mantuvo la legitimidad del anatocismo cuando liquidada la deuda judicialmente con los
intereses, el juez mandaba pagar la suma que resultare y el deudor fuese moroso en hacerlo.

El Código Civil y Comercial dejó subsistente la validez del anatocismo poniéndole límites. El art. 770 contempla los
siguientes casos:
a) Anatocismo convencional: Les resulta posible a las partes acordar la capitalización de los interese debidos. Pero se
exige una periodicidad no inferior a seis meses (inc. a]). La doctrina no admite la posibilidad de pactar la reducción del
lapso indicado como consecuencia de su carácter indisponible (Conclusión 13.a, Comisión 3, XXVI Jornadas Nacionales
de Derecho Civil, 2017), ni admite como posible acordar el anatocismo en los contratos de consumo (Conclusión 13.b,
Comisión 3, Jornadas citadas).

b) Demanda judicial de la obligación: en este caso, la acumulación produce efectos desde la fecha de la notificación de
la demanda (inc. b]).

c) Liquidación judicial de la obligación: en este caso, la capitalización se produce desde que el juez manda pagar la suma
resultante y el deudor es moroso en hacerlo (inc. c]). El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018
elimina estos dos últimos requisitos por considerarlos injustificados: la capitalización sucede con la aprobación de la
liquidación en sede judicial y se brinda la posibilidad de acumular nuevamente, en un lapso de seis meses, si el deudor
se encuentra en mora.

Los supuestos de anatocismo enunciados no son los únicos. En efecto, el art. 770, inc. d), remite a otras hipótesis de
acumulación previstas en disposiciones legales. Sin embargo, deben interpretarse de manera estricta las excepciones a la
prohibición de anatocismo (Conclusión 11, Comisión 3, XXVI Jornadas Nacionales de Derecho Civil, 2017).

235. Facultades de morigeración judicial

A través del art. 771 se le ha reconocido a los magistrados la potestad de reducir los intereses pactados incluyendo el
anatocismo cuando resulten excesivos. Se torna una valiosa herramienta para combatir la usura.

Para solicitar la referida reducción la tasa de interés pactada o el anatocismo acordado no debe guardar adecuada
relación (sin justificación y desproporcionadamente, reza la norma) con el costo medio del dinero para deudores y
operaciones similares en el lugar donde se contrajo la obligación.

Pongamos un ejemplo: si el interés corriente fuera del 12% anual, sería inválido el pacto que autorizara el anatocismo
cuando el interés convenido fuera del 20% anual.

Los intereses pagados en exceso deben computarse al capital. Si hay un saldo positivo para el deudor, éste puede
exigir a su acreedor la restitución de la cantidad a su favor (art. 771, párr. final).

236. Extinción de los réditos

El recibo del capital por el acreedor, sin reserva alguna sobre los intereses, hace presumir la extinción de la obligación
del deudor respecto de ellos (art. 899, inc. c]). Se ha determinado tal presunción entendiendo que si se ha recibido el
capital sin hacer mención de los intereses es porque éstos se han recibido antes o porque se ha hecho condonación de
ellos. Es una presunción que admite prueba en contrario (iuris tantum).

¿Qué ocurre si el pago ha sido parcial? Se había sostenido tres opiniones durante la vigencia del Código Civil
de VÉLEZ: 1º) no hay extinción de réditos, ni siquiera en la parte del capital pagado; 2º) se extinguen los réditos
correspondientes a todo el capital; 3º) se extinguen los réditos correspondientes al capital devuelto. Esta última opinión,
sostenida por SALVAT, BUSSO, BAUDRY-LACANTINÉRIE y otros, es, a nuestro juicio, la más equitativa. Esta solución
resulta tanto más clara cuando se trata de pago por un período. El Código Civil y Comercial ha sido tajante en cuanto a
que el pago parcial no extingue la obligación pactada. Dispone el art. 870: Si la obligación es de dar una suma de dinero con
intereses, el pago sólo es íntegro si incluye el capital más los intereses.
§ 7. — OBLIGACIONES DE VALOR

237. Teoría valorista

Como contrapartida del nominalismo, que hemos estudiado anteriormente, se ha creado esta teoría económica.
Sostiene que la cantidad que el deudor debe pagar debe ser equivalente a aquélla que le permitiría adquirir cierto
número equivalente de productos computados al momento de contraerse la obligación, aquélla que le posibilita la
subsistencia de la ventaja patrimonial ganada. Si al celebrar un mutuo de $ 10.000, esa suma permite comprar cinco
televisores, cuando proceda la restitución, debe mantener el mismo poder adquisitivo. Si un televisor vale $ 5.000 al
tiempo de cumplir la prestación pactada, el deudor debe entregar la cantidad de $ 25.000 para conservar el valor
adquisitivo equivalente a la obtención de cinco televisores.

La teoría valorista hace predominar el valor de cambio o el poder adquisitivo de la moneda. Presenta el gran
inconveniente de producir una dosis elevada de inseguridad jurídica en épocas de estabilidad económica, pero resulta
más equitativa en períodos inflacionarios.

238. Noción

Las obligaciones de valor son aquéllas que hacen referencia a un valor inicial y se satisfacen pagando una suma de
dinero equivalente a ese valor. Como la referida equivalencia constituye su nota más destacada, el art. 772 indica que si
la deuda consiste en cierto valor, el monto resultante debe referirse al valor real al momento que corresponda tomar en cuenta para la
evaluación de la deuda.

Resultan ejemplos de obligaciones de valor: las indemnizaciones de daños, la obligación de alimentos, la deuda de
medianería y el valor colacionable.

239. Características

Coincide la doctrina en que el momento propicio para la cuantificación de la deuda de valor será el determinado por
las partes en el contrato, o el que establezca la sentencia en el supuesto de deudas judiciales.

Una vez realizada la cuantificación, es decir expresada la cantidad dineraria equivalente al valor debido, se aplican las
reglas que gobiernan a las obligaciones de dar suma de dinero (art. 772, in fine).

Cabe que el juez establezca la cuantía en una moneda sin curso legal que sea usada habitualmente en el tráfico
jurídico (art. 772). Se emplea en los procesos de familia cuando el alimentante goza de un salario o renta en moneda
extranjera.

Las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, que tuvieron lugar en Bahía Blanca en el año 2015, han puesto de
relieve la preocupación que las obligaciones de valor no sean usadas como un mecanismo para burlar normas de orden
público en fraude a la ley (art. 12) (Conclusión 11 de la Comisión 2).
240. Diferencias con las obligaciones dinerarias

Queda, por último, establecer el distingo entre ambas categorías. El elemento que permite llevar a cabo tal labor
radica en el objeto. Se debe en las obligaciones dinerarias una cantidad pecuniaria desde su constitución; en cambio, el
dinero entra en escena posteriormente en las obligaciones de valor, ingresa como un subrogado de ese valor en el
momento del cumplimiento, y tiende a satisfacer el equivalente a la ventaja patrimonial adquirida en el momento del
pago.

B. — OBLIGACIONES DE HACER

241. Noción

Las obligaciones de hacer son aquéllas cuyo objeto consiste en la prestación de un servicio o en la realización de un hecho, en
el tiempo, lugar y modo acordados por las partes (art. 773). Se torna importante la distinción entre prestación de servicio y la
realización de un hecho dado que ocasiona consecuencias jurídicas diversas, que veremos más adelante.

242. Diferencias con las obligaciones de dar

Mientras en las obligaciones de dar el objeto consiste en la entrega de una cosa, en las de hacer radica en la realización
de un hecho o en la prestación de un servicio; por ejemplo, el contrato de trabajo, el compromiso adquirido por un
médico de prestar su asistencia profesional, por un artista de realizar un retrato.

Entre unas y otras existe una diferencia capital, en lo que atañe a sus efectos: mientras el cumplimiento de las
obligaciones de dar puede exigirse por la fuerza pública, aun cuando para ello sea menester hacer violencia contra la
persona del deudor, el cumplimiento de las obligaciones de hacer no puede exigirse coactivamente en ese caso. Así, por
ejemplo, si una persona ha vendido una propiedad con el compromiso de entregarla libre de ocupantes, el comprador
puede desalojarla y obligar al vendedor a que se la entregue en las condiciones pactadas. En cambio, un obrero que no
desea cumplir con el trabajo que ha prometido, no puede ser obligado a hacerlo, resolviéndose su obligación en el pago
de los daños causados.

En las obligaciones de dar, entonces, el acreedor puede siempre obtener la ejecución en especie por un tercero, a costa
del deudor; en las obligaciones de hacer, ello sólo será posible cuando el hecho sea fungible (sobre este concepto
volveremos más adelante, nro. 244).

Los contratos suelen contener con frecuencia obligaciones de dar y de hacer, entremezcladas. Así, por ejemplo, en un
contrato de locación el locador está obligado a entregar el inmueble al locatario (dar) y a suministrarle calefacción, agua
caliente, etcétera (hacer). A pesar de estar contenidas en el mismo contrato, estas obligaciones tienen un régimen
distinto.

243. Efectos

El Código Civil y Comercial ha regulado la cuestión distinguiendo si el objeto es la prestación de un servicio o la


realización de un hecho:
a) Prestación de un servicio.— Veamos las diversas situaciones que pueden configurarse. 1) Realización de cierta
actividad: conecta con la idea de las obligaciones de medio vinculadas usualmente con la presencia de factores de
atribución subjetivos (culpa y dolo). Basta que el deudor haya desplegado una diligencia apropiada para considerar
cumplida la obligación dado que no se requiere que sea exitosa. Por ejemplo, la labor de abogado al entablar una
demanda o la actividad del mandatario. Se encuentra comprendida en esta hipótesis las cláusulas que comprometen a
los buenos oficios o a aplicar los mejores esfuerzos (art. 774, inc. a]). 2) Obtención de un resultado concreto: resultan ser
casos de obligaciones de resultado en los que se requiere la concurrencia de factores de atribución objetivos para
determinar la responsabilidad del deudor. No se asegura el éxito del resultado (art. 774, inc. b]). 3) Obtención del
resultado eficaz prometido: aquí, a diferencia del anterior, el opus obtenido debe ser exitoso. No cabe para eximirse de
responsabilidad acreditar el casus ordinario, obedeciendo ello a que el deudor garantiza el resultado. Así, en el contrato
de transporte, la persona debe llegar a su destino de manera segura (art. 1289), o en la promesa del hecho de un tercero
cuando el deudor ha garantizado que será aceptada (art. 1026, párr. final). No está de más señalar que se ha
considerado artificial y sin sentido las distinciones que hacen los actuales art. 774 incs. b] y c]; por ello, en el
Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 se las elimina, mantienendo solamente la dualidad
actividad — resultado.

Si el resultado consiste en una cosa, se aplican los preceptos que gobiernan a las obligaciones de dar cosas ciertas para
constituir derechos reales, a fin de regular su entrega (art. 774, párr. final).

b) Hechos: El obligado a realizar un hecho debe cumplirlo en tiempo y modo acordes con la intención de las partes o con la índole
de la obligación (art. 775, 1ª parte). Es una simple aplicación de los principios generales relativos a las obligaciones. El
deudor está obligado a cumplir en especie. Y si no quisiere cumplir, el acreedor puede exigirle la ejecución forzada, a no
ser que sea necesario hacer violencia contra la persona del deudor.

En resumen, el sistema de nuestra ley —ante el supuesto de incumplimiento— es el siguiente:

a) Exigir el cumplimiento específico (art. 777, inc. a]) siempre que no sea necesario compulsar físicamente al deudor: no hay
inconveniente en exigir dicha ejecución. En este principio se ha inspirado la jurisprudencia según la cual la obligación
de escriturar contraída por quien ha firmado un boleto de compraventa, puede ser cumplida por el juez a nombre del
deudor que se niega a hacerlo (sobre este punto, véase BORDA, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, nro. 182, La Ley,
2016), recogida por el art. 1018.

b) Caso de que no pueda obtenerse la ejecución específica sin hacer violencia sobre la persona del deudor: no es viable la
ejecución forzada sobre la propia persona del deudor. Pero ello no significa que el acreedor carezca de recursos para
obtener el cumplimiento en especie: 1) por lo pronto, tiene derecho a oponer la exceptio non adimpleti contractus (art.
1031) y a negarse, por consiguiente, a cumplir con sus propias obligaciones; 2) en numerosos contratos, podrá pedir la
resolución por incumplimiento de la otra parte (cláusula resolutoria expresa o tácita); 3) según una jurisprudencia que
debe considerarse consolidada, el acreedor podrá requerir la aplicación de astreintes al deudor moroso (art. 804).
Finalmente, si ninguno de estos recursos fuera eficaz, el acreedor podrá hacer cumplir la prestación debida por terceros
a costa del deudor (art. 777, inc. b]) o reclamar los daños ocasionados (art. 777, inc. c]). Incluso, el acreedor podrá
ejecutar el hecho personalmente a costa de su deudor, aunque esta posibilidad no esté contemplada expresamente por
el Código Civil y Comercial. Ello es así, porque debe aplicarse la regla de que quién puede lo más (recurrir a un tercero),
puede lo menos (hacerlo de manera personal).
244. Ejecución por otro

Una de las alternativas que el art. 777, inc. b), brinda al acreedor ante el incumplimiento de su deudor, consiste en
recurrir a un tercero para que realice la prestación debida a costa del deudor, como se ha indicado en el punto anterior.

El art. 776 permite que terceros se incorporen para que presten el servicio o realicen el hecho prometido. Ello será
posible siempre que sean servicios o hechos que la doctrina ha calificado como fungibles, esto es, aquéllos que pueden
ser realizados por otra persona, porque al contratar no se ha tenido en mira el arte o la habilidad propios del
contratante. Así, por ejemplo, el blanqueo de una pared, una excavación, un contrato de trabajo común, pueden ser
realizados tanto por una persona como por otra.

En cambio, si la tarea se ha encargado intuitu personae, es decir, teniendo en mira principalmente la persona del
deudor, el hecho será no fungible; tal, por ejemplo, el compromiso de un artista de fama de realizar un retrato. En este
caso no se concibe que otra persona pueda hacer por el deudor lo que éste se comprometió. La calidad de intuitu
personae puede ser deducida de los términos de la convención, de la naturaleza de la obligación o de las circunstancias;
de tales parámetros resulta que el deudor fue elegido por sus cualidades para realizar la prestación de manera personal
(art. 776). Existe una presunción iuris tantum de la referida calidad en los contratos que suponen una confianza especial (art.
776, párr. 2º), como es el caso de una intervención quirúrgica de cierto riesgo.

Por otro lado, el Código Civil y Comercial no hace referencia al requisito de la autorización judicial. La doctrina
nacional, al analizar el art. 630 del Código Civil de VÉLEZ había entendido que resultaba necesario obtenerla de manera
previa. En la práctica, sin embargo, esa autorización no se solicitaba jamás. Como el acreedor tiene siempre el derecho
de hacerse pagar los daños derivados del incumplimiento y uno de esos daños es precisamente lo que ha debido
pagarle al tercero, podía por esta vía indirecta llegar al mismo resultado, es decir, a hacerse reembolsar lo que le ha
costado el trabajo del tercero. Ello explica que se haya eliminado cualquiera mención a la autorización judicial. No
obstante, condice con el principio de buena fe que debe imperar en el ámbito obligacional que el acreedor le curse una
notificación a su deudor en instrumento fehaciente de tal circunstancia.

En suma, siendo el hecho fungible, el acreedor, ante el incumplimiento del deudor, tendrá esta opción: 1º) hacer la
prestación por sí o por un tercero a costa del deudor; 2º) hacerse pagar los daños ocasionados.

245. Cumplimiento deficiente

Debemos distinguir, nuevamente, entre prestación de un servicio o realización de un hecho:

a.) Prestación de un servicio: debemos recurrir a las nociones estudiadas anteriormente. Si consiste en una actividad
(obligación de medio), al deudor le basta acreditar su actuar diligente para probar que ha cumplido de manera eficiente.
Si se ha prometido un resultado determinado (obligación de resultado), deberá demostrar el casus
ordinario o agravado que ha impedido alcanzarlo, para exonerarse de responsabilidad.

b.) Realización de un hecho: Si el deudor realizare de otra manera el hecho prometido, esto es que no lo haga en el
tiempo y modo acordes con la intención de las partes o con la índole de la obligación, la prestación se tendrá por
incumplida y el acreedor podrá exigir la destrucción de lo mal hecho, siempre que tal exigencia no sea abusiva (art. 775). El
principio es bueno, porque una ejecución tardía o deficiente no es lo convenido y da derecho al acreedor a rechazar la
obra. Sin embargo, no es posible aplicar este principio de manera tan rigurosa que importe un accionar abusivo. Por
ello, resulta laudatoria la referencia al abuso del derecho de la cual carecía el art. 625 del Código Civil velezano. Así, por
ejemplo, no sería tolerable que si se tratara de la construcción de una casa y una vez terminada resultara que se excedió
el tiempo previsto en el contrato o que no se han respetado ciertas estipulaciones de detalle, pueda el acreedor mandar
demoler la obra y hacer cargar al deudor con todos los daños. El conflicto debe resolverse con una disminución del
precio proporcional a las deficiencias o perjuicios por la demora, o bien con la reparación de las deficiencias por cuenta
del deudor.

246. Imposibilidad de cumplir

Puede ocurrir que la imposibilidad de cumplir una obligación de hacer derive de una causa imputable al deudor o,
por el contrario, que no le sea imputable.

a) En el primer caso, deberá pagar el deudor los daños ocasionados.

b) En el segundo caso, la obligación queda extinguida para ambas partes, sin responsabilidad (art. 955), y el deudor
debe devolver al acreedor lo que en razón de ella hubiera recibido. Ejemplo: se firma un contrato de construcción de un
hotel a levantarse en un inmueble determinado; firmado el contrato, la municipalidad dicta una ordenanza prohibiendo
la construcción de hoteles en esa zona. La obligación queda resuelta; y si el constructor hubiera recibido algo como
adelanto de honorarios, debe devolverlo al propietario, pues se trataría de un pago sin causa (art. 1796, inc. a]).

C. — OBLIGACIONES DE NO HACER

247. Concepto

Mientras en las obligaciones de hacer el deudor se compromete a realizar algo, en las de no hacer se compromete a
una abstención; así, por ejemplo, la obligación del locador de no perturbar al locatario en el uso y goce de la cosa locada;
la contraída por el locatario de no subarrendar el inmueble, la del artista de no actuar sino para cierto empresario.
También constituye una obligación de no hacer, la de tolerar una actividad ajena: por ejemplo, que el vecino haga pastar
a sus animales o que saque agua en terreno de propiedad del deudor. Aquí éste podría peticionar, sino hubiese
contraído una obligación de no hacer, el cese de tales actividades por el carácter excluyente del dominio (art. 1944).

248. Modo de cumplir, ejecución forzada

El acreedor tiene derecho a exigir la ejecución forzada de la obligación de no hacer, v.gr., solicitando la aplicación
de astreintes; más aún, puede requerir la destrucción física de lo hecho y los daños ocasionados (art. 778).

A veces, empero, el cumplimiento forzado de la obligación de no hacer implica una violencia intolerable en la persona
del deudor. No queda otra solución que la indemnización de los daños. Así ocurriría, por ejemplo, si un artista que se
ha comprometido a actuar exclusivamente en tal teatro, trabaja en otro. No se le puede impedir que lo haga, pero debe
pagar los daños que causa.

249. Imposibilidad de la abstención prometida

Puede ocurrir que la abstención prometida resulte imposible sin causa imputable al deudor; por ejemplo, un propietario
se ha comprometido con su vecino a no levantar una pared; más tarde, la municipalidad lo obliga a cercar. En tal
hipótesis, la obligación se extingue sin que el deudor deba reparar daño alguno (art. 955).
Si, en cambio, la abstención se hubiera hecho imposible por causa atribuible al deudor, éste debe los daños causados.

D. — OBLIGACIONES DE OBJETO PLURAL O COMPUESTO

250. Obligaciones de objeto conjunto y disyunto

Las obligaciones pueden tener un objeto singular (vendo un caballo, una casa, un terreno) o uno compuesto. En este
último caso, el objeto puede ser conjunto o disyunto. El objeto es conjunto cuando todas las cosas se
deben simultáneamente; por ejemplo, un mueblero vende seis sillas, una mesa, un aparador y un sofá por $ 50.000. El
deudor sólo cumple entregando todos los objetos. El objeto es disyunto cuando el deudor sólo está obligado a
entregar una de las distintas cosas comprendidas en la obligación; así, por ejemplo, me comprometo a entregar a mi
acreedor $ 700 o una heladera.

Las obligaciones de objeto conjunto no tienen un régimen legal peculiar; están regidas por los principios generales
aplicables a las obligaciones de dar; no hay entre ellas y las de dar objetos singulares diferencias específicas. En cambio,
las obligaciones de objeto disyunto tienen un régimen propio, que el Código trata en los arts. 779 y ss., distinguiendo
entre obligaciones alternativas y facultativas. Nos ocuparemos de ellas en los números que siguen.

1. — Obligaciones alternativas

251. Concepto y caracteres

Se llama obligación alternativa aquella que queda cumplida con la ejecución de cualquiera de las prestaciones que
forman su objeto, sea que la elección esté a cargo del deudor, sea que esté a cargo del acreedor o de un tercero. El art.
779 la define como aquélla que tiene por objeto una prestación entre varias que son independientes y distintas entre sí.

El objeto puede ser homogéneo (vendo uno de dos automóviles) o no serlo (prometo realizar una obra o pagar una
suma de dinero); y la alternativa puede referirse al objeto mismo de la obligación (ejemplos anteriores) o bien a sus
modalidades y circunstancias (art. 784), como sería el lugar de pago.

Las obligaciones alternativas tienen los siguientes caracteres:

a) Su objeto es plural o compuesto.

b) Las prestaciones son independientes y distintas entre sí (art. 779), de donde surgen estas consecuencias: 1) Si una de
las cosas no podía ser objeto de la obligación o se ha hecho de cumplimiento imposible, se debe la otra (art. 781, inc. a],
y art. 782, inc. a]). 2) Si la obligación comprende prestaciones de distinta naturaleza, se aplicarán las reglas de las
obligaciones de dar, hacer o no hacer, según corresponda, después de verificada la elección (art. 780, párr. final). 3) El
obligado alternativamente sólo está obligado a cumplir una de las prestaciones, pero debe hacerlo íntegramente (art.
779, in fine), de tal modo que no podría ofrecer el cumplimiento parcial de varias de ellas; y si la elección corresponde al
acreedor, éste no podrá pedir el pago parcial de varias de ellas.

c) Entrañan un derecho de opción que puede estar a cargo del deudor o del acreedor o de un tercero (art. 780);
mientras este derecho no haya sido ejercido, está pendiente una incertidumbre acerca del objeto de la obligación.
Muchos autores ven en ello un supuesto de condición, discrepándose la calidad suspensiva o resolutoria.
d) Hecha la elección, la obligación se concentra en la prestación elegida. Este principio de la concentración explica
muchos de los efectos de estas obligaciones.

252. Diferencias con las obligaciones facultativas, las de género y la cláusula penal

Para configurar con mayor precisión el concepto conviene comparar estas obligaciones con otras con las cuales tienen
alguna semejanza:

a) Con las facultativas.— Se llaman así a las que confieren al deudor la facultad de sustituir una obligación por otra. La
diferencia con las alternativas es neta: 1º) En éstas, los distintos objetos son independientes entre sí (art. 779); en las
facultativas hay una obligación principal y otra accesoria (art. 786). 2º) Como consecuencia de ello, la imposibilidad de
cumplir cualquiera de las prestaciones de una obligación alternativa obliga al deudor a ejecutar la otra (art. 781, inc. a],
y art. 782, inc. a]); en cambio, si se ha hecho imposible el objeto principal de una obligación facultativa, la obligación
queda extinguida y el deudor no debe la prestación accesoria (art. 786). 3º) En las alternativas, la elección de la cosa
puede dejarse librada al deudor o al acreedor o a un tercero (art. 780); en las facultativas, únicamente el deudor tiene la
opción (art. 786, in fine).

En caso de duda sobre si la obligación es alternativa o facultativa, se entenderá que es alternativa (art. 788). El Código
Civil y Comercial ha resuelto así, de modo expreso, una cuestión que era discutida en la doctrina francesa. La solución
favorece al acreedor, puesto que la pérdida de uno de los objetos deja intacto su derecho a exigir el otro. Este derecho no
existe en las obligaciones facultativas cuando se pierde el objeto principal.

b) Con las de género.— En este caso, la distinción es más sutil, porque también el deudor cumple entregando cualquiera
de las cosas que integran el género y porque la elección, en ambos casos, puede quedar librada al deudor o al acreedor o
en manos de un tercero. Pero en las obligaciones alternativas los múltiples objetos están determinados, en tanto que en
el otro caso la determinación es mucho más elástica, como que sólo está limitada por el género. De ahí que en las
primeras, quien tiene derecho a elegir puede optar por cualquiera, aunque sea la mejor o la peor de todas; en cambio, en
las obligaciones de género no puede elegirse la mejor ni la peor, sino una de calidad media.

Debemos señalar que nada impide que una de las prestaciones alternativas consista en cumplir una obligación de
género.

c) Con la cláusula penal.— También aquí la diferencia es neta. En las obligaciones alternativas todas las prestaciones son
independientes y de igual jerarquía entre sí; en la cláusula penal hay una obligación principal y otra accesoria; en las
primeras, el deudor se desobliga entregando cualquiera de las prestaciones comprendidas en ella (art. 779, in fine);
cuando hay cláusula penal no ocurre así: el deudor no puede optar por pagar la cláusula penal, para excusarse de la
obligación principal, a menos que se haya reservado tal facultad (art. 796), y el acreedor tiene derecho a exigir el
cumplimiento de la obligación principal. Sin contar con que el deudor que entrega cualquiera de los objetos de una
obligación alternativa cumple como las partes quisieron que se cumpliera; cuando paga la cláusula penal, indemniza al
acreedor por el incumplimiento.

253. Categorías

Se clasifican en obligaciones alternativas regulares, si la facultad de elección recae sobre el deudor, y en obligaciones
alternativas irregulares, si el acreedor goza de la posibilidad de elegir. A estas categorías debe añadirse una tercera:
cuando la facultad de elección recae en un tercero.
254. Elección: forma y efectos

Puesto que la obligación se cumple con la ejecución de cualquiera de las prestaciones, llegado el momento de pagar,
será necesario elegir cualquiera de ellas. El principio es que la elección corresponde al deudor; pero las partes pueden
convenir en el contrato dejarla librada al acreedor e, inclusive, que sea hecha por un tercero (art. 780, párr. 1º).

Si la parte a quien le corresponde la elección no se pronuncia oportunamente, la facultad de opción pasa a la otra (art.
780, párr. 1º). ¿Qué ocurre si un tercero designado no cumple en tiempo y forma? La facultad de elección recae sobre el
deudor (art. citado).

Si las personas con derecho a elección (sean los deudores o los acreedores) fueran varias, la decisión debe ser unánime
(art. 780, párr. 1º); si no se pusieran de acuerdo, entendemos que la elección debe ser hecha por el juez, quien obrará
discrecionalmente sin estar obligado a seguir el criterio de la mayoría.

¿Cuándo y cómo se tiene por formulada la elección? Hay que distinguir dos hipótesis:

a) La elección corresponde al deudor (obligación alternativa regular).— Se tiene por irrevocable la opción seleccionada
cuando es comunicada al acreedor (art. 780, párr. 3º). Debe entenderse de acuerdo al art. 983 que la manifestación de la
elección es recibida por el acreedor cuando la conoció o debió conocerla. También debe ser estimada que la elección ha
sido llevada a cabo de manera definitiva cuando el deudor ejecuta una de las prestaciones (art. 780, párr. 3º), aunque sea
de manera parcial.

b) La elección corresponde al acreedor (obligación alternativa irregular) o a un tercero.— Se cumple con la manifestación de
voluntad de éstos. La elección se considera irrevocable desde que es comunicada al deudor o ambas partes,
dependiendo si recae la posibilidad de opción sobre el acreedor o sobre un tercero (art. 780, párr. 3º). Cabe aplicar el art.
983 en el sentido señalado en el punto anterior.

El efecto fundamental de la elección es convertir la obligación alternativa en una de dar, de hacer o no hacer (art. 780, párr.
4º); posteriormente, se aplican los preceptos que las gobiernan dependiendo de la clase de obligación por la cual se ha
optado. Como vemos, hay una concentración de los deberes del deudor en ese objeto.

Además, la elección es irrevocable (art. 780, párr. 3º). Operada la concentración en un solo objeto, los demás dejan de
estar sujetos a las pretensiones del acreedor o a la opción del deudor; es una consecuencia natural de la conversión de la
obligación alternativa en una de dar, de hacer o no hacer. Se considera que la prestación escogida resulta única desde el
origen a partir de la elección (art. 780, párr. final), descartándose el resto.

255. Prestaciones periódicas

Cuando la obligación alternativa consista en prestaciones periódicas, la elección realizada una vez no implica
renunciar a la facultad de optar en lo sucesivo (art. 780, párr. 2º). Se ha mejorado sensiblemente el art. 640 del Código
Civil de VÉLEZ, que hacía referencia a que la elección anual no obligaba para los años sucesivos. Tal norma obedecía a la
costumbre rural de aquella época, de arrendar un campo de pastoreo por tantos pesos anuales o tantos terneros. Si el
arrendatario pagaba un año en dinero, podía hacerlo al siguiente en especie.

256. Elección de modalidades

La elección puede recaer en una prestación de dar, hacer o no hacer, como también sobre las modalidades y
circunstancias de una obligación. Por ejemplo, devolver $ 5.000 en dos cuotas de $ 2.500 a abonar en la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires o restituir la suma indicada en cinco cuotas de $ 500 pagaderas en la ciudad de Santa Fe.
El art. 784 dispone que se aplican las reglas de las obligaciones alternativas sobre el derecho de realizar la opción y sus
efectos legales, cuando se ha autorizado la elección de las modalidades o circunstancias.

257. Imposibilidad originaria de cumplir una prestación

Si al tiempo de contraerse la obligación una de las prestaciones no podía ser objeto de ella, se debe la otra, como
consecuencia del principio de concentración. El objeto puede ser imposible por su ilicitud, por encontrarse fuera del
comercio, no existir, pertenecer al acreedor, etcétera. Se aplica idéntica solución tanto en las obligaciones
alternativas regulares (art. 781, inc. a]) como en las obligaciones alternativas irregulares (art. 782, inc. a]).

Si la prestación, originariamente imposible, luego deviene posible antes del cumplimiento, se torna factible
nuevamente la posibilidad de optar, aunque nada diga al respecto el Código Civil y Comercial; así, ocurriría, por
ejemplo, si una de las cosas prometidas perteneciera al acreedor y luego el vendedor adquiriese su dominio.

258. Imposibilidad sobreviniente de una de las prestaciones

Supongamos ahora que una de las prestaciones ha devenido de cumplimiento imposible después de contraída la
obligación. Debemos distinguir diversos supuestos:

a) Ha devenido imposible por causas ajenas a la responsabilidad de las partes. Es debida la prestación que ha quedado. Es una
consecuencia del ya tantas veces citado principio de la concentración. Rige igual solución para las obligaciones
alternativas regulares (art. 781, inc. a]) como para las obligaciones alternativas irregulares (art. 782, inc. a]).

b) Ha devenido imposible por causa imputable al deudor. Hay que diferenciar dos hipótesis: 1) Obligación alternativa
regular: el deudor debe prestar la que ha quedado (art. 781, inc. a]); la solución es lógica; el acreedor no tiene de qué
quejarse, pues de todas maneras el deudor tenía derecho a elegir la que en definitiva le entregó. 2) Obligación
alternativa irregular: el acreedor podrá reclamar la prestación subsistente o el valor de la que resulte imposible cumplir
(art. 782, inc. b]).

c) Ha devenido imposible por causa imputable al acreedor. Como en el caso anterior, hay que distinguir dos supuestos: 1)
Obligación alternativa regular: el deudor tiene la siguiente opción; o bien se tiene por liberado de la obligación en razón
de que la prestación se ha tornado imposible de cumplir, o bien puede llevar a cabo la prestación subsistente y reclamar
los daños emergentes de la mayor onerosidad que le cause el pago realizado, con relación al que resultó imposible (art.
781, inc. a]). Esta solución se funda en que no sería justo que la obligación quedase concentrada en la prestación que
resta, porque de esta manera, por un acto imputable al acreedor, el deudor vendría a quedar privado de su derecho de
elección. La mayor onerosidad hace referencia a la menor erogación que hubiera debido afrontar el deudor si hubiese
realizado la prestación que se tornó de cumplimiento imposible. Conviene aclarar que si ella involucra un bien de
propiedad del deudor, el acreedor deberá resarcirlo de manera plena (art. 1740); 2) Obligación alternativa irregular: el
deudor debe cumplir la prestación que subsiste (art. 782, inc. a]), como consecuencia del principio de concentración.
Resulta más equitativa la solución que brinda el Código italiano en su art. 1289: el deudor queda liberado de la
obligación, a menos que el acreedor prefiera exigir la otra prestación y resarcir el daño por la pérdida. Debemos aclarar
que si la prestación que se ha tornado imposible por causa imputable al acreedor involucra un bien de propiedad del
deudor, éste debe ser resarcido de forma plena (art. 1740).
259. Imposibilidad sobreviniente de todas las prestaciones

¿Qué ocurre cuando no es posible cumplir ninguna de las obligaciones alternativas? El principio de concentración
dará en muchos casos la solución justa, debiendo distinguir si la imposibilidad de cumplimiento ha sido sucesiva o
simultánea.

Si la imposibilidad ha sido sucesiva, es menester diferenciar: 1) Obligación alternativa regular: la obligación se


concentra en la última, excepto si la imposibilidad de alguna de ellas obedece a causas que comprometen la
responsabilidad del acreedor; en este caso, el deudor tiene derecho a elegir con cuál queda liberado (art. 781, inc. b]); 2)
Obligación alternativa irregular: la obligación se concentra en la última, excepto que la imposibilidad de la primera
obedezca a causas que comprometan la responsabilidad del deudor; en este caso el acreedor tiene derecho a reclamar el
valor de cualquiera de las prestaciones (art. 782, inc. b]).

Nuevamente, se torna necesario discriminar, si la imposibilidad de cumplir es simultánea: 1) Obligación alternativa


regular: si ella resulta imputable al deudor, éste se libera entregando el valor de cualquiera de las prestaciones; si lo son
por causas atribuibles a la responsabilidad del acreedor, el deudor tiene derecho a dar por cumplida su obligación con
una y reclamar los daños y perjuicios emergentes de la mayor onerosidad que le ocasione el pago realizado, con
relación al que resultó imposible (art. 781, inc. c]); 2) Obligación alternativa irregular: si la imposibilidad de cumplir
resulta imputable al acreedor, éste tiene derecho a elegir con cuál de las prestaciones queda satisfecho, y debe al deudor
los daños y perjuicios emergentes de la mayor onerosidad que le reporte el pago realizado; si lo son por causas
atribuibles a la responsabilidad del deudor, el acreedor tiene derecho a elegir con el valor de cuál de ellas queda
satisfecho (art. 782, inc. c]).

Por último, si todas las prestaciones no pueden ser realizadas por causas ajenas a las partes, se considera que se ha
extinguido la obligación. Resulta una norma común de aplicación para las dos especies ponderadas (art. 781, inc. d]
y art. 782, inc. d]).

260. Deterioro de una de las prestaciones

El supuesto de deterioro de una de las cosas no ha sido previsto por el Código Civil y Comercial; es una materia
delicada, que exigiría una regulación precisa para evitar incertidumbres. Hay que distinguir diversos casos:

a) Se ha deteriorado sin causa atribuible a las partes. Supongamos ante todo que se trate de un supuesto de obligación
alternativa regular: ¿puede el deudor elegir la cosa deteriorada? La opinión afirmativa, defendida por prestigiosos
autores, se presta a serios reparos. El derecho de elección de que goza el deudor no puede ir en desmedro de la legítima
expectativa del acreedor a satisfacer de manera adecuado su interés. Es que la entrega de una cosa deteriorada no es
cumplimiento normal ni exacto de la obligación. De acuerdo a su gravedad, deberá ser asimilado a la imposibilidad de
cumplimiento en similar circunstancia que extingue la obligación, sin responsabilidad para las partes (art. 955).
Concluimos, pues, en que sólo puede elegir la cosa no deteriorada o la prestación de otra índole que subsista.

Si se trata de una obligación alternativa irregular, el acreedor puede optar entre la prestación subsistente o la cosa
deteriorada con disminución del precio.

b) Se ha deteriorado por causa atribuible al deudor. Si es una obligación alternativa regular, el deudor deberá optar por la
prestación subsistente; no puede obligar al acreedor a aceptar la cosa deteriorada ni aun ofreciéndole indemnizar el
deterioro, a menos que éste acepte.
Si versare sobre una obligación alternativa irregular, el acreedor tendrá una de las siguientes opciones: 1) Exigir la
prestación subsistente. 2) Exigir la cosa deteriorada con indemnización de daños. 3) Pedir el valor total de la cosa
deteriorada, como si estuviera sana. Es la solución que surge de la aplicación de los principios generales.

c) Se ha deteriorado por causa atribuible al acreedor. Si la elección corresponde al deudor (obligación alternativa regular),
éste se libera entregando la cosa, a menos que prefiera conservar ésta a pesar del deterioro y cumplir la otra prestación
subsistente. En este supuesto, entendemos que goza de acción de reparación de daños contra el acreedor por el valor del
deterioro.

Si la elección corresponde al acreedor (obligación alternativa irregular), éste podrá elegir la cosa deteriorada (con lo
que se exime de la obligación de indemnizar) o bien elegir la prestación subsistente e indemnizar los perjuicios sufridos
por el deudor de la otra.

261. Mejoras experimentadas por las cosas

Tampoco ha previsto el Código Civil y Comercial este supuesto. Por aplicación de los principios generales, parece
razonable admitir las siguientes soluciones: 1) Si todas las cosas han mejorado naturalmente, el acreedor deberá pagar el
mayor valor de la que él elija o de la que elija el deudor, y si no se aviene a esta solución, el deudor puede tener por
resuelta la obligación. Si se trata de una mejora artificial, el deudor no podrá cobrarlas al acreedor, pero goza del
derecho de retirar las mejoras útiles y las de mero lujo en tanto no deteriore la cosa. Es la solución que surge de aplicar
analógicamente el art. 753. 2) Si sólo alguna de las cosas ha aumentado de valor y la elección corresponde al deudor
(obligación alternativa regular), podrá cumplir la prestación subsistente o entregar la cosa que ha mejorado, pudiendo
exigir el valor incrementado por obra de la naturaleza; si la elección correspondiere al acreedor (obligación
alternativa irregular), deberá elegir la prestación subsistente o, en su defecto, la cosa mejorada pagando el mayor valor si
el incremento es producto de la naturaleza, pero no del obrar humana. Resulta menester recurrir analógicamente al art.
753.

262. Actuación por un tercero

El régimen descripto anteriormente respecto de las obligaciones alternativas regulares e irregulares mantiene
integralmente su vigencia cuando la labor de la elección ha sido delegada a manos de un tercero (art. 783).

2. — Obligaciones facultativas

263. Concepto, naturaleza y caracteres

La obligación se llama facultativa cuando, teniendo por objeto una sola prestación principal, confiere al deudor la
posibilidad de liberarse de ella mediante el pago de otra prestación prevista en el contrato con carácter subsidiario. Por
ejemplo: el vendedor se compromete a entregar diez toros de pedigree; pero en el contrato se admite la posibilidad de
liberarse de esa obligación entregando cincuenta vaquillonas puras por cruza.

En estas obligaciones hay una prestación principal, que constituye el verdadero objeto de la obligación, y una
accesoria o subsidiaria. Esta segunda prestación constituye un medio de liberación reconocido de manera exclusiva al
deudor en el contrato. Tal es el concepto que exhibe el art. 786.
Puesto que hay una prestación principal y otra accesoria, es la primera la que determina la naturaleza indivisible de la
obligación facultativa (art. 815, inc. d]). Si la primera obligación es nula, queda sin efecto la obligación accesoria; pero la
nulidad de la prestación accesoria no tiene ninguna influencia sobre la principal. Esto marca una diferencia neta con las
obligaciones alternativas, en las cuales las prestaciones tienen el mismo rango y son independientes entre sí. Debemos
recordar que en caso de duda, se presume que es un supuesto de obligación alternativa (art. 788).

De lo dicho se desprenden los siguientes caracteres de las obligaciones facultativas: a) Son obligaciones de
objeto plural o compuesto. b) Las prestaciones tienen una relación de dependencia correspondiente al concepto principal y
accesorio. c) Entrañan un derecho de opción en beneficio del obligado. d) El acreedor sólo puede exigir el cumplimiento
de la principal (art. 786).

264. Fuentes

Las obligaciones facultativas pueden tener su origen en la voluntad de las partes, que así lo convienen en sus contratos
(ejemplo dado al comienzo del número anterior) o en la ley. Ejemplo de obligación facultativa legal es la compraventa
en la cual se ha dado una seña penitencial (art. 1059): la obligación principal para el vendedor es la entrega de la cosa y
para el comprador el pago del precio. Empero, el primero puede liberarse devolviendo la seña doblada y el segundo
perdiéndola.

265. Opción

¿En qué forma se ejerce el derecho de opción? La cuestión está discutida.

a) Para algunos, la opción queda consumada por una manifestación de voluntad del deudor (GALLI).

b) Para otros, la opción sólo resulta del cumplimiento de una u otra prestación (BUSSO, LLAMBÍAS, ENNECCERUS-
LEHMANN).

c) Finalmente, otros autores (LARENZ, PUIG BRUTAU) sostienen la necesidad de distinguir: 1) La declaración del
deudor de proponerse cumplir la prestación subsidiaria, no le hace perder el derecho de pagar la principal, porque la
primera es sólo un medio de liberación y ya lo hemos dicho, mientras no se paga no hay liberación. 2) En cambio, la
declaración de que se cumplirá la prestación principal (o lo que es lo mismo, la renuncia al derecho de pagar la
prestación subsidiaria) produce todos sus efectos desde el momento de la declaración misma, pues se trata de una mera
renuncia de derechos, para la que es suficiente una manifestación de voluntad. No cabe aplicar analógicamente el art.
780 referente a la irrevocabilidad de la elección, dado que en las obligaciones alternativas, como se ha dicho, cada
prestación resulta distinta e independiente entre sí.

El art. 786 se ha limitado a consignar que el deudor dispone hasta el momento del pago para ejercitar la facultad de optar.

266. Efectos

Los efectos legales de estas obligaciones derivan del carácter principal y accesorio de las dos prestaciones. Asienta
el art. 787: La obligación facultativa se extingue si la prestación principal resulta imposible, sin perjuicio de la responsabilidad que
pueda corresponder. Veamos los casos posibles:
a) Si la imposibilidad de cumplimiento de la prestación principal —v.gr., pérdida de la cosa— ha ocurrido sin causa
atribuible al deudor, se extingue la obligación. Si la imposibilidad de cumplir ha sucedido después de la mora, el acreedor
podrá reclamar los daños y perjuicios, pero no el pago de la obligación accesoria (art. 786).

b) Si la imposibilidad de cumplir ha ocurrido por una causa atribuible al deudor, se extingue la obligación. El
acreedor podrá reclamar los daños ocasionados pero no se encuentra legitimado para solicitar el cumplimiento de la
obligación accesoria (art. 786). Se advierte la subsistencia del principio de que la opción sólo corresponde al deudor en
los supuestos de obligaciones facultativas. Ha ocurrido un apartamiento de la solución brindada por el art. 648 del
Código Civil de VÉLEZ, que disponía que el acreedor podía requerir el precio de la cosa que había perecido (o la
indemnización por la inejecución de la obligación principal) o la cosa que era el objeto de la prestación accesoria.

c) La nulidad de la obligación principal extingue también la accesoria.

d) En cambio, la pérdida o deterioro de la cosa que constituye la obligación accesoria, el hecho de que esta prestación
se haya hecho imposible, con o sin causa imputable al deudor y, finalmente, la nulidad de la obligación accesoria, no
ejercen ninguna influencia sobre la obligación principal, que mantiene todos sus efectos (arg., a contrario, art. 787).

IV. DE LAS OBLIGACIONES EN CUANTO AL SUJETO

267. Obligaciones de sujeto múltiple

En los párrafos precedentes nos hemos ocupado de las obligaciones de objeto múltiple o compuesto; en los que siguen
trataremos de las que tienen sujeto plural. Es frecuentísimo, en efecto, que las obligaciones tengan varios acreedores o
deudores; las relaciones entre las partes suelen a veces adquirir una gran complejidad. Antes de entrar al estudio de
ellas conviene precisar algunos conceptos previos.

En primer término, la pluralidad de los sujetos puede ser conjunta, disyunta o concurrente.

a) Hay pluralidad conjunta, cuando todos los acreedores y deudores lo son simultáneamente y todos tienen su parte
en el crédito o la deuda.

b) Hay pluralidad disyunta, cuando la obligación se cumple pagando a uno de los acreedores o por uno de los
deudores. Así, por ejemplo, pagaré a Pedro o Juan la suma de $ 10.000; o bien: Pedro o Juan me pagarán la suma de $
10.000. Este tipo de obligaciones es poco frecuente. Un ejemplo importante es el de los depósitos bancarios hechos a la
orden recíproca de dos depositantes: el banco tiene obligación de pagarlos contra cheque librado por cualquiera de los
titulares de la cuenta. La novedad que ofrece el Código Civil y Comercial al respecto es que por primera vez las
obligaciones disyuntivas gozan de regulación legal propia (arts. 853 al 855).

c) Hay pluralidad concurrente cuando varias personas deben la prestación en virtud de causas distintas. El Código
Civil y Comercial, le ha dedicado algunos preceptos propios (arts. 850 y 851), lo que ocurre por primera vez en el
derecho argentino.

268. Concepto de mancomunación

En nuestro Código Civil y Comercial, se llama obligación simplemente mancomunada a aquélla en la que el crédito o la
deuda se fracciona en tantas relaciones particulares independientes entre sí como acreedores o deudores haya (art. 825, 1ª parte). Es
decir, es un caso de obligaciones de sujeto plural en donde la nota particular se encuentra dada por la presencia de
vínculos disociados: cada cuota, activa o pasiva, se considera distinta de las demás (art. 825, 2ª parte).

Puede ser de objeto divisible o indivisible (art. 826). En la primera, la prestación se divide en tal forma que cada uno de
los deudores no está obligado sino por su parte y cada uno de los acreedores no tiene derecho sino a la suya. En la
segunda, cualquiera de los acreedores puede reclamar de cualquiera de los deudores la totalidad de la deuda ante la
imposibilidad de fraccionamiento.

La doctrina incluye dentro del concepto de mancomunación en sentido amplio a las obligaciones solidarias donde se
presentan vínculos coobligados. Presenta la característica que cualquier acreedor puede requerir a cualquiera de los
deudores el cumplimiento de la prestación debida.

Ya volveremos más adelante sobre estos conceptos.

269. Método del Código Civil y Comercial

La mayor crítica que es pasible el Código Civil y Comercial en este ámbito radica en que trata las obligaciones
divisibles e indivisibles en una sección propia; hubiera sido preferible regularlas con relación al sujeto —que fueron
legisladas en la sección siguiente—, porque es con relación a la pluralidad del sujeto que tiene interés la divisibilidad
(art. 807). Se evitaría así la remisión subsidiaria a las reglas que gobiernan las obligaciones solidarias en el campo de las
obligaciones indivisibles (art. 823). Pero se torna digno de encomio haber evitado la repetición innecesaria de preceptos
y de normas superfluas que contenía el Código Civil de VÉLEZ. En este sentido, cabe indicar el adecuado reenvío
previsto en el art. 826.

A. — DIVISIBILIDAD O INDIVISIBILIDAD DEL OBJETO

270. Antecedentes históricos y derecho comparado

La teoría de la divisibilidad o indivisibilidad de las obligaciones tiene su origen en Roma; son numerosos los textos
que hacen aplicación de la idea, aun cuando parece cierto que los jurisconsultos romanos no llegaron a elaborar una
teoría general sobre esta materia. De cualquier modo, era confuso el fundamento sobre el cual reposaba la divisibilidad.
Esto dio lugar a que los jurisconsultos aguzasen su sutileza e ingenio, convirtiendo esta materia en una de las más
complicadas del Derecho. A tal punto llegaron las complicaciones, que DUMOULIN escribió en el siglo XVI una obra
famosa y citadísima (aunque muy pocos la leen), a la que pudo llamar "Extricatio labyrinthi dividue et individue".
Comparaba los meandros de la materia con un verdadero laberinto y suministraba "diez claves y tres hilos" para salir
de él. Para dar una idea muy elemental y simple de su sistema, puede decirse que DUMOULIN sienta como regla general
la divisibilidad de las obligaciones y sostiene que la indivisibilidad puede tener su origen: a) en la naturaleza de la cosa;
b) en la estructura del vínculo; c) en el régimen pactado para el pago.

Estas ideas fueron simplificadas por POTHIER, a quien siguió en lo fundamental el Código NAPOLEÓN. Según el art.
1217, la obligación es divisible o indivisible según que tenga por objeto una cosa o un hecho que, en su entrega o en su
ejecución, sea o no susceptible de división natural o intelectual.

Aun así simplificado, el sistema del Código Civil francés se hace pasible de justas críticas, que FREITAS precisó con su
habitual agudeza en la nota al art. 984 del Esboço. El concepto de división intelectual introduce confusión en el sistema,
porque prácticamente no hay objeto o prestación que no sea susceptible de división intelectual; así, por ejemplo, un
cuerpo cierto como es un cuadro, susceptible de ser poseído en condominio por varios dueños, con lo que la obligación
de entregarlo sería divisible. Además, se confunde la obligación con el derecho real: la obligación de entregar una cosa
cierta es indivisible, en tanto que el derecho real de dominio que se tiene sobre ella es perfectamente divisible desde el
punto de vista intelectual, tratándose en realidad del derecho real de condominio.

No obstante críticas tan certeras, el criterio de la división intelectual de las obligaciones fue seguido por algunos
códigos (uruguayo, art. 1375; chileno, art. 1524).

VÉLEZ SARSFIELD, siguiendo las ideas de SAVIGNY y FREITAS, eliminó el concepto de divisibilidad intelectual de las
obligaciones, y sentó en el art. 667 un criterio simple y claro: las obligaciones son divisibles cuando tienen por objeto
prestaciones susceptibles de cumplimiento parcial. En su Código Civil, por tanto, la divisibilidad o indivisibilidad de la
obligación surgía de la naturaleza de la prestación, criterio que ha seguido el Código Civil y Comercial (art. 813),
aunque con matices que se verán en el número siguiente.

Según una opinión muy divulgada en nuestra doctrina, la indivisibilidad, también, podía constituirse por la intención
de las partes.

271. Sistema del Código Civil y Comercial

A fin de evitar equívocos, se ha considerado prudente enumerar los supuestos de obligaciones indivisibles.

El art. 814 indica que la fuente de la indivisibilidad puede encontrarse en: 1º) La naturaleza de la prestación: no
admite ser materialmente fraccionada, v.gr., realizar una escultura (art. 814, inc. a]). 2º) El acuerdo de voluntad
(también, conocida como indivisibilidad subjetiva): cuando la obligación tiene por objeto una prestación en sí misma
divisible, pero que no lo es porque los que han constituido la obligación han querido expresa o tácitamente que ella sea
exigida como indivisible, como por ejemplo, la restitución de un préstamo de dinero otorgado a dos codeudores. En
caso de duda sobre si se convino que la obligación sea indivisible o solidaria, se considera solidaria (art. 814, inc. b]). 3º)
La ley: es el propio ordenamiento que señala tal característica (art. 815, inc. c]). Constituye un ejemplo la hipótesis de la
indivisibilidad impropia (art. 824), que más adelante estudiaremos.

Creemos que podemos enunciar como sistema de nuestro Código Civil y Comercial, el siguiente orden de ideas: la
regla general es que las obligaciones son divisibles, regla que tiene dos excepciones: a) la indivisibilidad dada por la
naturaleza de la prestación, (hay una imposibilidad natural, física o jurídica de hacer la división), por la convención (el
querer de las partes) y la ley; y, b) la solidaridad, en cuyo caso impera un régimen propio (arts. 827 y ss.).

272. Aplicaciones: prestaciones divisibles e indivisibles

a) Las obligaciones de dar son divisibles: 1º) cuando tienen por objeto la entrega de sumas de dinero o de otras
cantidades; 2º) cuando se trate de obligaciones de género en las cuales las cosas que deben ser entregadas comprendan
un número de objetos de la misma especie que sea igual al número de acreedores o a su múltiplo. Ejemplo del segundo
caso: se venden mil ovejas a dos, diez o veinte compradores.

En cambio, son indivisibles las obligaciones de dar: 1º) una cosa cierta (art. 815, inc. a): un cuadro, una casa, un traje; 2º)
cuando se trata de obligaciones de género en las cuales el número de objetos no coincida con el de los deudores o
acreedores o su múltiplo. Ejemplo: se venden diez toros de pedigree a tres compradores.

b) Las obligaciones de hacer son en principio indivisibles (art. 815, inc. b]), con excepción de si han sido convenidas por
unidad de medida y el deudor tiene derecho a la liberación parcial, como la construcción de un muro estipulada por
metros (al contrario, cuando la construcción de una obra no es por medida, la obligación es indivisible).
c) Las obligaciones de no hacer son también en principio indivisibles (art. 815, inc. c]) y difícilmente se concibe un caso
en que puedan dividirse. VÉLEZ citaba uno, tomado de MARCADÉ: Si una persona se ha obligado a no desmontar 50
hectáreas de bosque para que el acreedor pueda cazar en ellas, y luego se desmontan 10, la obligación habrá sido
respetada en parte y violada en parte.

d) Las accesorias resultan indivisibles si la principal lo es (art. 815, inc. d]). La excepción a tal regla se encuentra en la
cláusula penal, pues el art. 799 establece el principio de la divisibilidad: Sea divisible o indivisible la obligación principal, cada
uno de los codeudores o de los herederos del deudor no incurre en la pena sino en proporción de su parte, siempre que sea divisible la
obligación de la cláusula penal. Solamente cabe aplicar la totalidad de la pena cuando la obligación de la cláusula penal
sea indivisible o solidaria aunque divisible (art. 800).

e) Respecto de las obligaciones alternativas, puede ocurrir que unas prestaciones tengan carácter divisible y otras
indivisibles; en tal caso, el carácter divisible o indivisible de la obligación dependerá de la opción del deudor, del
acreedor o de un tercero designado, según sea el caso (art. 780, in fine). Es claro que si todas las obligaciones
comprendidas en la futura opción son divisibles o todas indivisibles, no será necesario esperar la elección para
determinar el carácter de la obligación.

f) En cuanto al carácter de las obligaciones facultativas, está determinado, en principio, por el de la obligación
principal. Sin embargo, hay un caso especial: si la prestación principal fuese divisible, hubiese pluralidad de deudores,
y uno de ellos optara por liberarse pagando la obligación accesoria indivisible, será ésta la que determina la naturaleza
de la obligación. A diferencia de las alternativas, en que la naturaleza está indeterminada hasta el momento de la
elección, en este caso está determinada ab initio, aunque luego pueda variar.

273. Una situación especial: indivisibilidad impropia

Consiste en aquella obligación que a pesar de que la prestación debida se torna susceptible de cumplimiento parcial,
para que sea cumplida eficazmente, requiere la colaboración de todos los acreedores y de todos los deudores. En otras
palabras, sólo puede ser exigida por el conjunto de los integrantes del polo activo (los acreedores) y realizada por los
miembros del polo pasivo (los deudores). Por ejemplo, en la obligación de escriturar deben concurrir la totalidad de
compradores y vendedores para transferir la propiedad, el cantante debe ir acompañado por su banda, o el jefe del
equipo médico debe realizar la intervención quirúrgica con todo su equipo (anestesista, instrumentadores, etc.).

El art. 824 indica que se aplican las reglas de las obligaciones indivisibles a estas situaciones, excepto las que otorgan a
cada uno el derecho de cobrar o a pagar individualmente.

274. Tendencias de la legislación moderna

Se advierte en la legislación moderna una tendencia a simplificar el régimen de la divisibilidad e indivisibilidad de las
obligaciones. Por lo pronto, es casi general la eliminación de la divisibilidad intelectual, que además del francés
conservan muy pocos códigos (uruguayo, art. 1375; chileno, art. 1524). Como se ha visto, el Código Civil y Comercial de
la Nación ha mantenido la indivisibilidad convencional (art. 814, inc. b]). En segundo lugar cabe destacar la tendencia a
la unificación del régimen de las obligaciones solidarias e indivisibles. En este sentido: Código Civil alemán, art. 431;
italiano, art. 1317; peruano, art. 1181; y paraguayo, art. 506 (es también ésta la solución propugnada en el Proyecto de
Reformas al Código de VÉLEZ de 1936); sin embargo, la mayor parte de las legislaciones mantienen la distinción
(Código Civil español, art. 1150; portugués, art. 535; brasileño, art. 258) y lo hacen en forma particularmente tajante los
códigos venezolano, art. 1251; mexicano, art. 2004; uruguayo, art. 1377; chileno, art. 1525; ecuatoriano, art. 1541.
Debemos acotar en este aspecto que el Código Civil y Comercial dispone que las obligaciones indivisibles se rigen
subsidiariamente por las reglas de las obligaciones solidarias (art. 823).

B. — OBLIGACIONES SIMPLEMENTE MANCOMUNADAS

275. Concepto

Obligaciones simplemente mancomunadas son, como hemos dicho, aquéllas en la que el crédito o la deuda se fracciona en
tantas relaciones particulares independientes entre sí como acreedores o deudores haya (art. 825). Son obligaciones de sujeto
plural en donde la nota particular se encuentra dada por la presencia de vínculos disociados: cada cuota activa o pasiva
se considera distinta de las demás.

Existen dos especies de obligaciones simplemente mancomunadas: 1º) de objeto divisible; 2º) de objeto indivisible.

Amerita estudiar estas categorías en secciones distintas, atendiendo el método empleado por el Código Civil y
Comercial.

§ 1. — OBLIGACIONES DE OBJETO DIVISIBLE

276. Concepto

Son aquellas en que la prestación debida admite el cumplimiento parcial (art. 805). Ejemplo típico son las obligaciones
de dar sumas de dinero. Debemos advertir que en el supuesto de que la obligación se encuentre constituida por un solo
acreedor y un solo deudor imperará el régimen de las obligaciones indivisibles, aunque la prestación resulte susceptible
de fraccionamiento (art. 807).

277. Condiciones de divisibilidad

El artículo 806 impone una serie de requisitos para considerar que una prestación sea, de acuerdo a derecho,
jurídicamente divisible: a) Ser materialmente fraccionable, de modo que cada una de sus partes tenga la misma calidad
del todo; de lo contrario, se perdería el carácter homogéneo de la prestación. b) No quedar afectado significativamente
el valor del objeto: habría que descartar dividir en principio un anillo de diez kilates. c) No debe ser antieconómico su
uso y goce, por efecto de la división; de lo contrario, se quitaría utilidad a la cosa objeto del fraccionamiento.

278. Fraccionamiento: principio de división y excepciones

La característica esencial de estas obligaciones es que ellas se dividen en tantas partes como deudores y acreedores
haya (art. 808). Cada una de esas partes es una obligación independiente de las restantes. Los acreedores tienen derecho a
su cuota y los deudores no responden por la insolvencia de los demás, reza la última parte del art. 808. Conviene tener presente
esta regla, porque ella explica todo el régimen legal de estas obligaciones. Así, si A y B deben $ 100.000 a C, cada uno de
ellos está obligado a pagar $ 50.000 y nada más. Si A y B deben $ 100.000 a C y D, A deberá $ 25.000 a C y otros tantos a
D y lo mismo deberá B.
El principio es que todas las obligaciones son simplemente mancomunadas de objeto divisible. Esta regla general tiene dos
excepciones: a) las obligaciones de objeto indivisible que resultan ser una especie de las obligaciones simplemente
mancomunadas; b) las obligaciones solidarias que presentan un régimen particular a pesar de que la prestación sea
divisible (art. 812) o indivisible.

279. Proporción de la división

En principio y si nada se hubiere estipulado en contrario en el título constitutivo, la obligación se divide en tantas
partes iguales como deudores y acreedores haya (art. 808, párr. 1º). Empero, las partes pueden ser desiguales (art. 808,
párr. 1º, in fine): a) Si los contratantes hubieran acordado una proporción distinta (por ej., A y B se comprometen a pagar
$ 100.000 a C, suma a la cual A contribuirá con los dos tercios y B con el resto). b) Si esta distinta proporción resulta de
la ley; ejemplo típico de esta hipótesis es la división de las obligaciones entre los coherederos, que se hace en proporción
a la porción hereditaria de cada uno.

280. Efectos de la divisibilidad

Las diversas consecuencias surgen a partir de la regla básica de que cada uno de los deudores tiene respecto de cada
uno de los acreedores una obligación separada e independiente (art. 808, párr. 2º). Las principales consecuencias son las
siguientes:

a) Exigibilidad.— Cada uno de los acreedores no podrá exigir de cada uno de los deudores sino la parte que le
corresponde en la obligación, pues solamente tienen derecho a su cuota. Si el acreedor es uno y los deudores dos, sólo
podrá exigir a cada uno la mitad de la deuda, si nada se hubiese pactado al respecto. Si los acreedores y los deudores
son dos, cada acreedor no podrá exigir de cada deudor sino la cuarta parte de ella.

b) Pago.— Cada deudor sólo está obligado a pagar su parte en la deuda, su cuota (art. 808). Es una consecuencia
necesaria del principio de división sentado en el número anterior.

Existe una situación especial de excepción: si el deudor ha asumido proceder al pago completo de la deuda o se ha
acordado entre los codeudores delegarle tal tarea, no se tornará posible invocar el principio de división (art. 809).
Encontramos un caso especial en las deudas del condominio en donde uno de los cotitulares asume cumplir la
prestación debida en beneficio de la comunidad (art. 1992).

Haciendo aplicación de los principios explicados, encontramos que si uno de los deudores hubiera pagado al acreedor
más de lo que le correspondía, podrá repetir el pago (art. 810, inc. b]); y a la inversa, el deudor que hubiera pagado a
uno sólo de los acreedores toda la deuda, no queda por ello eximido de pagar su parte a cada uno de los coacreedores.
Ejemplo: si A debe $ 100.000 a B y C, no se desobliga pagando el total a B; por el contrario, C, tiene derecho a
demandarlo por los $ 50.000 que le corresponden y, a su vez, A tiene derecho a repetir de B lo que le pagó de más.

Es claro que si uno de los codeudores ha pagado deliberadamente por los restantes deudores, no podrá ya repetirlo del
acreedor, porque se trata de un pago por otro (art. 810, inc. a]). Por su importancia, trataremos esta cuestión más
adelante.

c) Insolvencia.— Si alguno de los deudores fuera insolvente, resultará perjudicado el acreedor; los codeudores sólo
están obligados por la parte que a ellos les correspondía, no responden por la insolvencia de los demás (art. 808, in fine).

d) Prescripción.— La prescripción corre separadamente para cada uno de los deudores; la suspensión o interrupción
de aquélla, que favorece a uno de los deudores, no tiene influencia respecto de los demás (arts. 2540 y 2549).
e) Mora y factores de atribución.— La mora o los factores de atribución imputable a alguno de los deudores no tiene
efecto respecto de los demás.

f) Cláusula penal.— Si la obligación divisible contuviese cláusula penal, sólo incurrirá en la pena el deudor que ha
incumplido y solamente por la parte que le corresponda (art. 799).

281. Derecho al reintegro

¿Qué ocurre si el deudor ha pagado más de lo que su cuota de responsabilidad le exige? ¿Le es posible exigir el
reembolso del excedente al acreedor que ha recibido el pago?

Habrá que ponderar el aspecto volitivo de la actuación del deudor: 1) Si lo hizo intencionalmente, a sabiendas que en la
demasía paga una deuda ajena, no puede repetir contra el acreedor. Sin embargo, se da un supuesto de pago por
subrogación. Por ello, el art. 810, inc. a), ordena aplicar los preceptos que regulan la subrogación por ejecución de la
prestación por un tercero. 2) Si actúa sin causa, pues estima que es deudor del todo, le es posible solicitar el reintegro
del excedente; el art. 810, inc. b), remite en esta hipótesis a las reglas del pago indebido. Amerita igual solución si el
acreedor ya percibió la demasía, como cuando antes ha cobrado las otras cuotas de responsabilidad de los otros
codeudores.

Remitimos a lo expuesto en el capítulo siguiente donde se estudia el pago como medio de extinción de las
obligaciones.

282. Régimen de participación entre los acreedores (art. 811)

Tal cuestión será ponderada al analizar el régimen de las obligaciones solidarias (véase nro. 288 y ss.).

283. Exceptio non adimpleti contractus

Se llama así una defensa propia de los contratos bilaterales (en los cuales ambas partes tienen derechos y obligaciones
recíprocas) según la cual la parte demandada por cumplimiento del contrato puede oponerse al progreso de la acción
demostrando que el demandante no ha cumplido tampoco con sus obligaciones. Se encuentra disciplinada en el art.
1031. Hemos tratado esta figura en otro lugar (BORDA, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2a edición, nro. 222 y
ss.).

Basta decir acá que la divisibilidad de la obligación no permite el cumplimiento parcial de los contratos; si una de las
partes pretendiera hacerlo, la otra podría oponerle la exceptio. Ejemplo: el comprador que ha adquirido 100 metros de
tela a $ 10.000 no puede exigir que, pagando $ 5.000 se le entreguen 50 metros. Mientras no cumpla con todas sus
obligaciones, no puede exigir el cumplimiento, sea parcial o total, de las obligaciones de la otra parte.
§ 2. — OBLIGACIONES DE OBJETO INDIVISIBLE

284. Concepto

Deben considerarse como obligaciones indivisibles aquéllas que no sean susceptibles de cumplimiento parcial (art.
813). Ya anteriormente hemos analizado sus fuentes y los distintos casos que envuelve esta categoría (véase nro. 250 y
su remisión a las obligaciones de dar).

285. Normativa subsidiaria

Dada la semejanza que existe entre las obligaciones solidarias e indivisibles, el art. 823 ordena la aplicación subsidiaria
de los preceptos que gobiernan a la primera en el ámbito de la segunda. Como consecuencia de esta remisión, entre
otros ejemplos, opera el principio de prevención (art. 845) en las obligaciones indivisibles.

286. Efectos entre las partes

Cuando la obligación tiene un objeto indivisible, la situación de las partes varía radicalmente. La misma naturaleza de
la prestación impide el cumplimiento parcial; la división de la deuda se ha hecho imposible. Esta situación de hecho tiene
las siguientes consecuencias jurídicas:

a) Exigibilidad.— Cualquiera de los acreedores puede exigir a cualquiera de los deudores la totalidad del pago, o a
todos ellos, de manera simultánea o sucesiva (art. 816). No podría ser de otra manera, puesto que estas obligaciones no
son susceptibles de pago parcial. Así, por ejemplo, si dos anticuarios venden a un cliente un cuadro de El Greco, éste
puede exigir la obra a cualquiera de ellos o a los dos de manera conjunta.

Esta regla admite, sin embargo, una excepción: cuando, tratándose de obligaciones de no hacer, uno de los codeudores
no cumple, sólo él soporta los efectos de los daños causados, por ser el autor del ilícito.

b) Pago.— El pago hecho por cualquiera de los deudores a cualquiera de los acreedores libera a los demás. Cualquiera
de los codeudores goza del derecho de cumplir la prestación debida a cualquiera de los acreedores (art. 817). Así, por
ejemplo, si A y B venden a C y D un cuadro de El Greco, y A lo entrega a D, B queda liberado de su obligación y C nada
podrá reclamar a ninguno de los deudores.

c) Insolvencia.— La insolvencia de uno de los codeudores no impide al acreedor exigir a los demás codeudores el
cumplimiento íntegro de la obligación dado que no admite fraccionamiento. Mientras en las obligaciones simplemente
mancomunadas de objeto divisible dicha insolvencia perjudica al acreedor, en este caso perjudica a los codeudores, que
luego de hacer el pago habrán perdido la posibilidad de obtener del insolvente el pago de su contribución en la deuda.

d) Prescripción.— Los efectos de la prescripción alcanzan a todos los codeudores ya que cabe que sea invocada por
cualquiera de los deudores contra cualquiera de los acreedores (art. 822, párr. 1º).

El art. 822, in fine, remite a los preceptos que gobiernan la suspensión y la interrupción de la prescripción, las
consecuencias de tales contingencias en las obligaciones indivisibles. Los arts. 2540 y 2549 imponen la propagación de
los efectos a todos los interesados. Esto significa que si la prescripción ha sido interrumpida o suspendida con relación a
uno de los deudores, debe considerarse interrumpida o suspendida respecto de todos los demás.
Hasta aquí el principio de la dependencia de los vínculos entre coacreedores y codeudores se ha seguido
rigurosamente. Pero el Código Civil y Comercial contiene también algunas atenuaciones de esa regla, que llevada a sus
límites extremos conduciría a algunas conclusiones injustas:

1.) Cosa juzgada.— La cosa juzgada no puede ser aducida contra los acreedores o codeudores que no fueron parte en el
juicio; de lo contrario sería fácil simular un pleito para perjudicarlos, sin darles ocasión de defender sus intereses. Ello
sería contrario al principio constitucional de la defensa en juicio. Hay, sin embargo, una divergencia en cuanto a la
extensión de la inoponibilidad de la cosa juzgada: 1) para algunos autores, el principio es absoluto: la cosa juzgada no
puede ser opuesta en ningún caso a los acreedores o deudores que no fueron parte en el juicio (LAFAILLE, LLAMBÍAS,
COLMO, REZZÓNICO, GALLI); 2) para otros autores, hay que hacer esta distinción: la sentencia condenatoria no puede ser
opuesta a los codeudores que no fueron parte en el juicio, pero la sentencia que rechaza la pretensión entablada puede
ser opuesta por los codeudores que no fueron parte en el juicio al acreedor que accionó; y correlativamente, la sentencia
condenatoria obtenida por uno de los acreedores contra el deudor puede ser invocada válidamente por los otros
coacreedores contra el deudor condenado, pero la sentencia que rechaza la pretensión interpuesta, no puede ser opuesta
por el deudor a los demás coacreedores que no participaron del proceso (BUSSO, PLANIOL-RIPERT-ESMEIN). Algunos
ejemplos aclaran la idea, A es acreedor de B y C; demanda por pago a B y éste logra que la pretensión de A resulte
rechazada; si luego A intenta la acción contra C, éste puede oponerle la cosa juzgada. En cambio, si B hubiera sido
condenado y luego A pretendiera ejecutar a C en base a dicha condena, su acción debería rechazarse porque la condena
de B no tiene efectos respecto de C (quién no ha tenido ninguna participación en el proceso). Ejemplo del caso
correlativo: A y B pretenden ser acreedores de C; A demanda a C; su demanda no es acogida en los estrados judiciales;
C no puede pretender que esta sentencia haga cosa juzgada también frente a B, sujeto que no ha intervenido en el pleito.
En cambio, si C hubiera sido condenado, B podría invocar esta sentencia para cobrar su crédito.

Creemos que la última opinión concilia de manera satisfactoria la regla de la dependencia de vínculos en las
obligaciones indivisibles con el principio de la inviolabilidad de la defensa en juicio. A quien no ha sido parte en el
juicio, no se le puede oponer una sentencia condenatoria; pero quien no ha sido parte puede oponer a quien lo ha sido
una sentencia que rechaza la pretensión entablada, porque el perjudicado con la sentencia ha tenido oportunidad de
defenderse.

No cabe duda de que la interpretación que proponemos es la adecuada. Cabe aplicar lo que dispone el art. 832 que
disciplina la cuestión de la cosa juzgada en los términos descriptos para las obligaciones solidarias, en virtud de la
remisión que hace el art. 823.

2.) Mora.— Los efectos de la mora son estrictamente personales (art. 819). Sin embargo este principio tiene poco interés
práctico, desde que el Código Civil y Comercial ha adoptado el principio de la mora automática (art. 886).

3.) Factores de atribución.— Los efectos de los factores de atribución subjetivos u objetivos son estrictamente personales
y no pueden hacerse recaer sobre los restantes codeudores o coacreedores (art. 819). En consecuencia, por ejemplo, si
uno de los codeudores hace perder la cosa debida por su dolo o culpa, sólo él responde; los restantes quedan liberados
incluso de su responsabilidad por los daños ocasionados.

4.) Medios de extinción.— Requiere el art. 818 la concurrencia de la unanimidad de los acreedores para que se extinga la
obligación de prestación indivisible a través de la transacción, novación, dación en pago y remisión. Veamos algunos
supuestos a título ejemplificativo:

La novación otorgada por uno de los codeudores y por el único acreedor extingue la obligación de los otros, solución
lógica, pues en este caso la novación equivale al pago. Pero la novación otorgada por un acreedor no perjudica a los
restantes coacreedores que mantienen su derecho a exigir el pago de la obligación originaria.

La remisión de deuda hecha por uno de los coacreedores no perjudica a los restantes.
La transacción hecha por uno de los acreedores o uno de los codeudores no puede ser opuesta a los demás
interesados.

Debemos ponderar de forma separada a la confusión, que no requiere la unanimidad, sino que por el contrario, opera
de manera independiente (art. 818, in fine). Se explica el mecanismo sencillamente: si bien se reúne la calidad de
acreedor o deudor en una misma persona y patrimonio, la imposibilidad de cumplir parcialmente la obligación
subsiste. Pongamos por ejemplo que A, B y C se prometen entregarle a D una estatua; fallece A, hereda D; la confusión
ocurrida no extingue la obligación ya que D le puede exigir a B y C que realicen la estatua a la cual se han
comprometido entregar. El derecho de cualquier acreedor a exigir la prestación debida (art. 816) no desaparece.

Por último, resulta menester explicar la mención que hace el art. 818 a la cesión de créditos o, mejor dicho, de derecho,
como es regulada en el Libro tercero. No resulta un medio de extinción; por el contrario, constituye un medio de
transmisión de las obligaciones, como hemos explicado en el Capítulo 1. Salvada la calificación indicada, debe ser
interpretado de forma restrictiva el requisito de la unanimidad en la cesión de derecho que requiere el art. 818: sólo
extingue la obligación si los acreedores mediante la cesión transmiten su derecho de cobro a un solo deudor. Se
emplearía a la cesión de derecho como un medio indirecto, cumpliendo la función de dación en pago, renuncia o
confusión. No hay razón para impedir que un coacreedor de una obligación indivisible celebre con un tercero la cesión
de su crédito, requiriendo para ello el consentimiento del resto de los integrantes del polo activo (los acreedores), a
menos que haya prohibición legal o contractual al respecto. Los conflictos que puedan suscitarse entre el cesionario y el
resto de los coacreedores atañen al régimen de participación, como estudiaremos en el punto siguiente.

287. Relaciones de los coacreedores y codeudores entre sí

Hemos dicho ya que, en las relaciones entre acreedores y deudores, cada uno de los acreedores puede exigir de cada
uno de los deudores la totalidad de la prestación debida (art. 816). Esto no significa, sin embargo, que el acreedor que
haya recibido la totalidad del pago sea el beneficiario exclusivo de la prestación, y que el deudor que lo haya hecho
deba soportar exclusivamente sus consecuencias.

Frente a los coacreedores, cada deudor debe el total; frente a los codeudores, cada acreedor puede exigir el total
(relaciones externas). Pero una vez hecho el pago, el deudor que lo ha realizado puede exigir de sus codeudores
la contribución que a ellos les corresponde en el pago de la deuda; y, por su parte, los coacreedores no pagados podrán
exigir del acreedor que recibió el pago la entrega de la parte, cuota de participación, que a ellos les corresponde (relaciones
internas).

Respecto al problema de contribución, ordena el art. 820 que si un codeudor paga la totalidad de la deuda, repara
todos los daños ocasionados o realiza gastos en interés común, tiene el derecho de requerir a los demás integrantes del
polo pasivo (los demás codeudores) que le reintegren el valor de lo invertido de acuerdo a las cuotas de responsabilidad
pertinente.

Por su parte, el art. 821 encara la labor de resolver las cuestiones de participación entre los integrantes del polo activo:
los acreedores gozan del derecho del exigirle a aquél que recibió la prestación debida que les pague el valor de lo que
les corresponde conforme a la cuota de participación, aun en la hipótesis de que el crédito se extinga total o
parcialmente por haber ocurrido la compensación legal.

Si la indivisibilidad de la obligación resulta por la naturaleza de la prestación, la liquidación de los derechos entre los
coacreedores deberá hacerse siguiendo el procedimiento de la división del condominio, si los interesados no acordasen
otro. Hay que tener en cuenta que el art. 1996 que versa sobre el derecho real del condominio remite a los preceptos que
gobiernan la división de la comunidad hereditaria en cuanto se tornen pertinentes. Si la indivisibilidad obedece a una
fuente convencional, se podrá proceder a la división en la misma especie.

El régimen para determinar las cuotas de contribución o participación será analizado cuando estudiemos el art.
841 perteneciente a las obligaciones solidarias.

C. — OBLIGACIONES SOLIDARIAS

§ 1. — PRINCIPIOS GENERALES

288. Concepto

La obligación es solidaria cuando el cumplimiento total de la prestación puede exigirse a cualquiera de los deudores
por cualquiera de los acreedores, en razón del título constitutivo o de la ley. El art. 827 indica que la noción brindada
presupone una pluralidad de sujetos y una causa única que las origina. El efecto fundamental es el mismo que en las
obligaciones indivisibles; pero en nuestro caso, la posibilidad de reclamar la totalidad no deriva de la naturaleza de la
prestación, sino de la voluntad de las partes o de la ley.

289. Antecedentes históricos, teoría de la correalidad

La idea de la solidaridad tuvo su origen en el derecho romano. Cuando los acreedores o deudores querían evitar los
inconvenientes de la división de la deuda, se ligaban por un vínculo particular, en virtud del cual cada uno de los
acreedores podía demandar a cada uno de los deudores: eran las obligaciones correales.

Algunos romanistas alemanes sostuvieron que en el derecho romano existían dos tipos distintos de solidaridad:
la perfecta o correal, que producía todos los efectos actuales de la solidaridad y que tenía su origen en la voluntad de las
partes; y la imperfecta (u obligaciones in solidum), que sólo producía los efectos principales y no los secundarios (sobre
tales efectos, véase nro. 303), y que tenían su origen en la ley.

Y aunque no está claro si, efectivamente, el derecho romano conoció o no esta distinción, lo cierto es que ella fue
acogida por la doctrina francesa.

290. Caracteres

Las obligaciones solidarias tienen los siguientes caracteres:

a) Unidad de prestación.— Cualquiera sea el número de acreedores o deudores, lo debido es una sola cosa.

b) Pluralidad e independencia de vínculos.— La unidad de prestación no impide que los vínculos que unen a acreedores y
deudores sean distintos e independientes. Esta independencia de vínculos da lugar a las siguientes consecuencias: 1º)
La obligación puede ser pura y simple para alguno de los deudores y sujeta a condición, plazo o cargo, para los otros
(art. 830). 2º) Si una obligación es nula respecto de uno de los acreedores (por ej., porque es incapaz o por su capacidad
restringida), conserva su validez respecto de los demás (art. 830). 3º) Uno de los deudores puede ser exonerado de su
parte en la deuda, manteniéndose la obligación para los restantes (art. 837).
Sin embargo, no se trata de una independencia total de vínculos (como ocurre en las obligaciones simplemente
mancomunadas), pues hay efectos que trascienden de unos deudores o acreedores a otros. Suele resaltarse este aspecto
cuando se habla de vínculos coligados.

c) Unidad de causa.— Como indica el art. 827, también la unidad de causa constituye un carácter esencial de las
obligaciones solidarias, pues de lo contrario (y aun en la hipótesis de que los deudores estuvieren obligados por el todo)
nos encontraríamos en presencia de obligaciones concurrentes, que resultan otra categoría dentro de la clasificación de
las obligaciones, que veremos más adelante (nro. 313 y ss.).

d) Es de carácter excepcional.— El régimen normal es la simple mancomunación; para que haya solidaridad ella debe
estar expresamente contenida en el título constitutivo de la obligación o surgir inequívocamente de la ley (art. 828).

291. Especies

Hay dos tipos de solidaridad tratadas en el Código Civil y Comercial: 1) Activa: cuando existe más de un acreedor,
pero un solo deudor. 2) Pasiva: cuando se encuentra obligado más de un deudor a cumplir la prestación al único
acreedor. La doctrina, por su parte, se refiere a la pluralidad de acreedores y de deudores como un caso de solidaridad
mixta.

292. Justificación y finalidad

La solidaridad pasiva (que es la forma más frecuente e importante de la solidaridad) tiene por objeto asegurar al
acreedor el pago de su crédito, poniéndolo a resguardo contra la posible insolvencia de alguno de los deudores;
importa, por tanto, una garantía personal. Tiene, además, para el acreedor la gran ventaja de que, en caso de
incumplimiento, no se verá obligado a intentar tantos juicios como deudores haya (como tendría que hacerlo si la
obligación fuera simplemente mancomunada), sino que le bastará con demandar a uno de ellos por el total.

En cuanto a la solidaridad activa, tiene para los coacreedores la ventaja de que cualquiera de ellos puede actuar en
beneficio de los restantes para demandar el pago total; funciona, por tanto, como un poder recíproco que facilita el cobro
(art. 829).

293. Fuentes

La solidaridad puede tener su origen en el título constitutivo de la obligación (contrato o testamento, por ejemplo) o en la
ley (art. 828). El Código Civil y Comercial no hace mención alguna a la sentencia que tenga autoridad de cosa juzgada,
como lo hacía el art. 700 del Código Civil de VÉLEZ. La supresión es elogiable dado que los jueces no hacen
sino declarar el derecho de las partes y no podrían condenar solidariamente a los demandados al pago de una deuda si
tal solidaridad no surge del título constitutivo de la obligación o de la ley.

294. Fundamentos de estos efectos y naturaleza de la solidaridad

¿Cómo se explican los efectos de la solidaridad? La explicación clásica que se da de esta propagación de efectos es que
los codeudores solidarios actúan con una representación recíproca (o mandato mutuo), en virtud de la cual los actos de
cada uno de ellos se consideran hechos por los demás. Otros autores, en cambio, repudian esta idea, sustituyéndola
algunos con la noción de la garantía recíproca (COLMO) o sosteniendo que no hay pluralidad sino unidad de vínculos, lo
que explicaría todos estos efectos sin necesidad de recurrir a la representación (DE GÁSPERI). El Código Civil y
Comercial ha hecho suyo la tesis de la representación. Dispone el art. 829, se considera que cada uno de los codeudores
solidarios, en la solidaridad pasiva, y cada uno de los coacreedores, en la solidaridad activa, representa a los demás en los actos que
realiza como tal.

A nuestro juicio, la teoría de la representación o mandato recíproco, así como todas las otras que pretenden dar una
explicación unitaria de los efectos de la solidaridad, se resienten de un doctrinarismo estéril. Lo que en definitiva
interesa al Derecho son las soluciones concretas y que esas soluciones sean útiles y justas. Los efectos de la solidaridad
se explican así porque ellos son útiles al propósito general de la solidaridad, que es obtener un medio de obligarse
eficaz, fuerte, flexible; que sea en manos de los acreedores un instrumento adecuado para obtener créditos y en manos
de los deudores una garantía sólida. En otras palabras: que no es admisible ligarse a construcciones jurídicas y
preguntarse si los efectos establecidos en la ley encajan o no en ella; de ahí podría derivarse que se sostuviera la
ilegitimidad de un determinado efecto por no encuadrar dentro de la teoría general, aunque fuera económicamente útil.
Y lo que interesan, repetimos, son las soluciones concretas, no las vanas teorizaciones.

Por lo demás, la teoría del mandato o representación recíproca resulta, a poco que se la analice, artificiosa. No puede
hablarse apropiadamente de mandato recíproco en la solidaridad legal, en la que falta el acuerdo de voluntades. No
puede hablarse tampoco de representación legal desde que los deudores sólo pueden oponer las excepciones personales
y no las que son personales a sus codeudores, lo que evidentemente deberían poder hacer si hubiera una verdadera
representación. Tampoco es correcto hablar de garantía recíproca, porque si así fuera no se explicaría que el deudor a
plazo o condición pudiera excepcionarse no obstante que sus codeudores, cuya deuda ha vencido, no tengan defensa
que oponer a la reclamación judicial; si todos los codeudores fueran garantes recíprocos es evidente que la acción
debería también poder dirigirse contra el codeudor que goza de plazo suspensivo o condición suspensiva, porque
siendo exigible la obligación contra uno de los deudores, debe serlo también respecto del garante.

En suma, la solidaridad es la solidaridad y sólo eso; el legislador debe regularla como mejor convenga, atendiendo a
su papel económico-jurídico.

295. Carácter expreso de la solidaridad

Según el art. 828 la solidaridad debe surgir inequívocamente de la ley o del título constitutivo de la obligación. Esto no
significa que sea necesario utilizar términos sacramentales; basta con que resulte muy claramente la voluntad de
obligarse solidariamente, como ocurriría si los deudores declaran asumir compromisos por la totalidad o se obliga cada
uno por el todo o el uno por los otros, etcétera. La solidaridad de la obligación también puede nacer, como ya hemos
dicho, de la declaración expresa de la ley.

Éste es el sistema general en la legislación comparada; pero deben señalarse las importantes excepciones de los
códigos alemán (art. 427) e italiano (art. 1294), que establecen precisamente el sistema contrario: en caso de duda, la
solidaridad se presume. Nos parece de todo punto de vista preferible esta solución. La idea de que la solidaridad no se
presume, se funda en la aplicación del principio según el cual, en la duda, hay que preferir la solución menos gravosa
para el deudor. Pero lo cierto es que, en la vida de los negocios, la simple mancomunidad es excepcional. Cuando varias
personas contraen en común una obligación es para comprometerse solidariamente. Pensamos, pues, y a diferencia de
lo que expresamente dispone el mentado art. 828, que en el terreno contractual es preferible el principio de la obligación
solidaria, dejando la regla de la mancomunidad para las obligaciones que tienen su origen en un testamento o en la ley.
296. Prueba de la solidaridad

Puesto que la solidaridad no se presume (art. 828), quien alega la que tiene su origen en el título constitutivo de la
obligación, tal como el contrato o el testamento, debe probarla. La que surge de la ley no requiere prueba, puesto que el
derecho se invoca, no se prueba.

Ninguna duda existe de que la solidaridad puede probarse por testigos, a menos que una disposición legal establezca
un medio especial (art. 1019). Cabe acreditar la solidaridad en los contratos formales mediante testigos, si hay
imposibilidad de obtener la prueba de haber sido cumplida la formalidad o de existir principio de prueba instrumental
o comienzo de ejecución (art. 1020).

¿Puede probarse la solidaridad por presunciones? La respuesta afirmativa no ofrece dudas siempre que se distinga
claramente la expresión de la voluntad y la prueba de dicha expresión. La prueba de presunciones no puede hacerse
valer para demostrar que las partes tuvieron la intención de pactar la solidaridad, aunque no lo hicieron expresamente;
pero sí puede utilizarse para demostrar que la solidaridad se pactó expresamente. Así, por ejemplo, se podría probar
por este medio que la solidaridad estaba pactada en un documento escrito que se ha perdido o que se pactó
verbalmente. Claro está que en esta materia la prueba de presunciones debe admitirse sólo con mucho cuidado, para no
correr el riesgo de que se utilice este medio para desvirtuar el principio de que la solidaridad debe ser expresa o surgir
de manera inequívoca (art. 828).

297. Extinción de la solidaridad

La solidaridad se extingue por renuncia del acreedor. Bien entendido que nos referimos a la renuncia a la solidaridad
en sí misma, que no implica renunciar el crédito. En otras palabras: una cosa es renunciar al crédito y otra a la
solidaridad. De esta última nos ocuparemos aquí. Ahora bien: el Código Civil y Comercial contempla la
extinción absoluta (por la cual todos los deudores quedan liberados de la solidaridad dado que el acreedor renuncia
expresamente a ese carácter en beneficio de todos ellos; el art. 836 indica que la deuda se transforma en simplemente
mancomunada) y también la relativa, que solamente libera al beneficiario. En este último caso, la deuda continuará
siendo solidaria para todos los restantes deudores, pero con deducción de la parte que correspondía al liberado (art.
837). Ejemplo: A, B y C deben $ 300.000 a D, quien libera de la solidaridad a C; A y B permanecen como deudores
solidarios pero sólo por $ 200.000.

La renuncia puede ser expresa o tácita. La primera exige una declaración de voluntad de renunciar; la segunda resulta
de reclamar a uno de los deudores sólo su parte o de recibir de ellos el pago de esa parte. Desde ese momento no podrán
reclamar ya de los restantes deudores el pago total de la deuda, sino que habrá que deducir lo reclamado o recibido en
pago (art. 837). Debemos acotar que la extinción absoluta debe obedecer siempre a una renuncia expresa por las
consecuencias gravosas que conlleva: hacer desaparecer el carácter solidario; por el contrario, la extinción relativa
puede ser producto de una renuncia tácita.

298. Incapacidad o capacidad restringida de alguno de los sujetos

La incapacidad o capacidad restringida de uno de los acreedores o deudores no obsta para que la obligación
mantenga su carácter solidario respecto de los demás; esto es, no perjudica ni aprovecha al resto de los integrantes de la
obligación (art. 830). Esta regla, clara en lo que se refiere a la solidaridad pasiva, es extremadamente confusa en lo que
atañe a la activa. Parecería que lo que la ley quiere significar es que el deudor no puede oponer la incapacidad o
capacidad restringida de uno de los acreedores para negarle derecho al coacreedor capaz para reclamar la totalidad del
crédito, incluso la parte del incapaz. Pero esta interpretación que parece surgir del precepto nos parece inadmisible.
Supongamos que un incapaz ha prestado una suma de dinero juntamente con otra persona capaz a un tercero; en la
obligación se establece que el crédito es solidario. ¿Significa esto que el acreedor capaz puede reclamar el todo y que el
deudor debe pagárselo? No lo creemos así. Esto sería tanto como conferirle validez a un mandato otorgado por un
incapaz y permitir que actúen por él otras personas que los representantes legales y necesarios.

Propiciamos, por consiguiente, que la norma sea interpretada de la siguiente manera en cuanto a la hipótesis de la
solidaridad activa: existiendo varios acreedores solidarios y siendo uno de ellos incapaz o que se encuentre sujeto al
régimen de capacidad restringida, la obligación mantiene su carácter solidario entre los restantes acreedores, deducción
hecha de la parte del incapaz.

299. Supuesto de obligaciones sujetas a modalidades

En nuestro derecho, la obligación puede ser, por ejemplo, pura y simple para uno de los deudores o acreedores y
sujeta a plazo o condición para los otros, o pagadera en un lugar para unos y en otro para los restantes. El art. 830 indica
que la existencia de modalidades no perjudica ni beneficia la situación del resto de los integrantes de la obligación.

Las principales consecuencias de esta regla, en orden a la solidaridad pasiva, son las siguientes:

a) El acreedor no puede, antes de cumplirse el plazo suspensivo o la condición suspensiva, reclamar el pago del
deudor que tuviere ese beneficio a favor de él; en cambio, puede reclamar la totalidad de la deuda (inclusive la parte del
deudor condicional o a plazo) de los restantes deudores.

b) Pagada la deuda por un codeudor, éste no puede reclamar la contribución del deudor a plazo suspensivo o
condición suspensiva, mientras éstos no se hayan cumplido; en cambio, no cabe duda que puede exigir de los otros
codeudores simples y llanos la parte que corresponde al beneficiado con plazo o condición.

c) Pagada la deuda por un deudor bajo condición resolutoria y cumplida la condición, podrá repetir el pago del
acreedor.

d) La quita, novación o remisión de deuda hecha en favor de uno de los deudores simples y llanos favorece al deudor
bajo plazo o condición, y viceversa.

300. Defensas comunes y personales

Los deudores solidarios pueden oponer a su acreedor: a) Las defensas comunes a todos los deudores, como el pago, la
novación, etcétera; el art. 831, párr. 1º, indica justamente que cualquier integrante del polo pasivo puede invocarlas
contra el acreedor. b) Las defensas personales, que tienen solamente algunos de ellos, las que —a su vez— pueden
subclasificarse según tengan carácter expansivo o no. Ejemplo de una defensa personal que tiene carácter expansivo es
la transacción, la cual puede ser invocada por el resto de los deudores que no han celebrado tal contrato extintivo,
posibilitándoles una reducción del monto total de la deuda que se les reclama, hasta la concurrencia de la parte
perteneciente en la deuda al codeudor que celebró la transacción (art. 831, in fine). En cambio las defensas puramente
personales, esto es que carecen de efectos expansivos, sólo pueden ser opuestas por el deudor o acreedor a quien
corresponda y sólo tienen valor frente al coacreedor a quien se refieran (art. 831, párr. 2º). Así, por ejemplo, una
obligación puede ser inválida respecto de uno de los codeudores (por ej., si es incapaz o se encuentra sujeto al régimen
de capacidad restringida o si respecto de él el acreedor ha ejercido violencia o dolo); o puede ser no exigible respecto de
uno de ellos (por ej., si respecto de algunos es pura y simple o de plazo vencido y con relación a los demás es
condicional o de plazo pendiente).

301. Cosa juzgada

¿Es oponible a los demás codeudores la sentencia definitiva dictada en contra de uno de ellos? La cuestión, discutida
durante la vigencia del Código Civil de VÉLEZ (aclarada con la reforma introducida por la ley 17.711 al art. 715, párr. 2º),
ha quedado hoy definitivamente resuelta por un texto legal expreso. El art. 832, que trae reglas tanto para los
coacreedores como para los codeudores, dispone: La sentencia dictada contra uno de los codeudores no es oponible a los demás,
pero éstos pueden invocarla cuando no se funda en circunstancias personales del codeudor demandado. El deudor no puede oponer a
los demás coacreedores la sentencia obtenida contra uno de ellos; pero los coacreedores pueden oponerla al deudor, sin perjuicio de
las excepciones personales que éste tenga frente a cada uno de ellos. Es la buena doctrina.

Admitir que la sentencia lograda contra uno de los deudores pueda ser invocada contra otro es contrariar el principio
constitucional de la inviolabilidad de la defensa en juicio. Y significa, además, facilitar la colusión entre el acreedor y
uno de los deudores, hecha en perjuicio de los codeudores.

En cambio, si resulta que son los propios codeudores quienes pretenden hacer valer la decisión judicial, v.gr., por el
monto de capital e intereses allí determinados, no se suscita ningún reparo: hacen ejercicio de su defensa al alegarla. Se
encuentran inhibidos de invocarla cuando la sentencia condenatoria dictada se base en circunstancias personales del
deudor demandado, por ejemplo, que su obligación se encuentre sujeta a un plazo estipulado de manera especial a
favor de este último.

Por otra parte, cabe destacar que si en el juicio seguido por el acreedor contra uno de los codeudores ha recaído
sentencia rechazando la demanda, esa sentencia puede hacerse valer por los restantes deudores. Aquí no está en juego
el principio de la inviolabilidad de la defensa en juicio. El acreedor ha tenido amplia oportunidad de hacer valer sus
derechos; y no puede reeditar cuestiones ya resueltas. Claro está que aludimos al supuesto común de que el
demandado hubiera hecho valer defensas comunes; si, por el contrario, hubiera opuesto excepciones personales, la
sentencia no hace cosa juzgada respecto al acreedor. Así ocurriría si el demandado ha alegado su incapacidad o la
capacidad restringida a la cual se encontrara sujeto.

Con respecto al segundo párrafo del artículo comentado, se torna lógico que la sentencia obtenida por un deudor
contra uno de los coacreedores, v.gr., declaración de prescripción liberatoria del crédito, no pueda ser opuesta
directamente al resto de los integrantes del polo activo. Así lo exige la inviolabilidad de la garantía de la defensa en
juicio. Por el contrario, si son ellos quienes pretenden hacerlo valer, están ejerciendo su derecho de defensa. El deudor
no pierde las excepciones personales que pueda esgrimir contra el resto de los acreedores.

Por último, se torna coherente que los coacreedores puedan hacer valer la cosa juzgada aunque ellos no fueron parte
en el pleito, porque sí lo fue el deudor, que tuvo la oportunidad de hacer valer todas sus defensas; a menos que el
deudor tuviera una defensa personal contra otro de los coacreedores, no tiene de qué quejarse si éstos invocan una
sentencia dictada en un juicio en que se ventilaron idénticas cuestiones y en el que el deudor tuvo amplia oportunidad
de defenderse.
§ 2. — SOLIDARIDAD PASIVA

302. Noción e importancia

La solidaridad pasiva es, ya lo sabemos, la que obliga a todos los codeudores al pago total de la deuda. Su
importancia es enorme en la vida de los negocios porque, según ya lo dijimos, importa un eficacísimo medio de
garantía; para que el acreedor quede impago es preciso que todos los codeudores caigan en insolvencia; como además
permite reclamar toda la deuda de una misma persona, sin necesidad de dividir la acción, facilita extraordinariamente
la acción del acreedor, que puede elegir el deudor que mejor le acomode. Tiene muchísima mayor difusión e
importancia práctica que la solidaridad activa y por ello la estudiaremos en primer término.

1. — Efectos entre las partes

303. Efectos principales y secundarios

En doctrina suelen distinguirse los efectos principales o necesarios y los secundarios o accidentales de la solidaridad. Los
primeros son los que hacen a la esencia misma de la solidaridad, que quedaría desvirtuada si no ocurrieran; los
segundos hacen más perfecta o completa la solidaridad, pero podrían no ocurrir u ocurrir de modo distinto al que la ley
dispone, sin que por ello quedara aquélla desvirtuada.

Los efectos principales son los siguientes:

a) Derecho a cobrar.— El único acreedor tiene derecho a reclamar de cualquiera de los deudores la totalidad de la
deuda; más aún, goza de la facultad de requerir el pago a uno, a varios o, a todos los codeudores, de manera simultánea
o sucesiva (art. 833). Cabe advertir que el principio de prevención que estudiaremos más adelante no desempeña
ningún papel en la solidaridad pasiva dado que su razón de ser obedece a que al haber pluralidad de acreedores, varios
puedan pretender el cobro del crédito. El art. 833 se torna claro al respecto: el acreedor posee la potestad de requerir a
los codeudores el cumplimiento de la prestación debida de manera simultánea o sucesiva.

b) Extinción de la deuda.— Cabe distinguir entre la extinción total y parcial de la obligación. Produce lo primero, el
pago hecho por uno de los deudores (art. 835, inc. a]), la novación, la compensación, la dación en pago y la renuncia o
remisión de deuda en favor de cualquiera de los deudores (art. 835, inc. b]). Aquí la extinción de la deuda operada en
favor de alguno de los deudores beneficia a los demás. Sucede lo segundo, es decir, la extinción solamente de la cuota
de alguno de los integrantes del polo pasivo, en los siguientes casos: 1º) La confusión entre el acreedor y uno de los
codeudores solidarios, que sólo extingue la obligación correspondiente a ese deudor, su cuota, y no las partes de las
deudas de los restantes deudores; incluso, la obligación subsistente conserva el carácter solidario (art. 835, inc. c]). 2º) La
transacción hecha con uno de los codeudores, que aprovecha a los restantes pero no puede serles opuesta (art. 835, inc.
d]).

c) Insolvencia. — La insolvencia de cualquiera de los codeudores perjudica a los restantes, pero no al acreedor, que
conserva su acción por el total contra los otros codeudores. Resulta categórico el art. 842 cuando dispone que la cuota
correspondiente a los codeudores insolventes es cubierta por todos los obligados.

Los efectos secundarios o accesorios son los siguientes:

a) Factores de atribución.— Si sucede la imposibilidad de cumplimiento sin causa imputable a alguno de los codeudores,
la deuda se extingue para todos ellos; si la prestación debida no puede ser cumplida por causas imputables a un
codeudor, o éste ya estaba en mora, todos los otros codeudores están obligados a pagar solidariamente el equivalente de
la prestación debida y la indemnización de los daños ocasionados. Se ha considerado equitativo no aplicar esta regla
por las consecuencias propias del incumplimiento doloso —esto es, con intención de dañar o con manifiesta
indiferencia por los intereses ajenos (art. 1724)— de uno de los deudores (art. 838).

b) Mora.— La puesta en mora de uno de los deudores tiene efectos respecto de todos los demás, pues los perjudica
(art. 838): a partir de ese momento queda a cargo de todos ellos el riesgo por caso fortuito, además de los intereses.

c) Prescripción.— El art. 839 remite a los preceptos del Libro Sexto, Título I, los aspectos que atañen a la suspensión e
interrupción de la prescripción. Los arts. 2540 y 2549 determinan que tales contingencias propagan sus efectos a los
demás interesados (en el caso, los codeudores) en el ámbito de las obligaciones solidarias.

304. Limitación de los efectos de la solidaridad: sucesión mortis causa

Puesto que la solidaridad importa agravar considerablemente la situación de los deudores, la ley ha creído justo
precisar sus efectos en el caso de sucesión mortis causa. Por ello, cuando muere uno de los codeudores solidarios y deja
varios herederos, la deuda ingresa en la masa indivisa sucesoria, pero los acreedores podrán oponerse a que los bienes
pertenecientes al acervo hereditario les sean entregados a los herederos y legatarios, si no le han sido cancelados de
manera previa sus créditos. Esto implica que los acreedores deberán demandar a todos los coherederos (conf. TRIGO
REPRESAS, Félix A, Código Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. ALTERINI, t. 4, La Ley, 2015, p. 345). Después de
realizada la partición, acto que determina la distribución de los bienes del causante en diversas hijuelas entre los
herederos, cada uno de éstos está obligado a pagar según la cuota que le corresponde en el haber hereditario (art. 843);
es decir, los herederos quedan obligados solamente en proporción de la cuota adjudicada en la partición y no por el
total. Adviértase bien que la solidaridad no desaparece al fallecer el codeudor, la solidaridad subsiste pues el acreedor
podrá liquidar los bienes del acervo hereditario hasta ver cubierta su deuda. Desaparece al realizarse la partición, el
heredero responderá de acuerdo a la cuota que se le hubiese adjudicado. Aclaremos la idea con un ejemplo: A y B
deben solidariamente a C $ 200.000. Fallecido A, heredan sus hijos, D y E. Antes de la partición, D y E son
solidariamente responsables con B por la totalidad de la deuda $ 200.000; después de la partición, lo serán por $ 50.000,
si es que ambos se han adjudicado el acervo hereditario por mitades. Se ha producido un apartamiento respecto a la
solución que brindaba el art. 712 del Código Civil de VÉLEZ donde ocurrida la defunción de uno de los codeudores, sus
herederos quedaban obligados solamente en proporción de la cuota de su deuda y no por el total.

305. Subrogación

En el caso de que uno de los codeudores pague por los restantes el total de la deuda, queda subrogado en los derechos
del acreedor (art. 915, inc. b]). La aplicación rigurosa de este principio llevaría a la siguiente consecuencia: que el
codeudor que ha pagado se convertiría, a su vez, en acreedor solidario del resto de la deuda (una vez deducida del total
la parte que a él le tocaba), lo que le permitiría dirigirse a cualquiera de los restantes codeudores por el total. Ejemplo:
A, B y C deben a D $ 30.000; A paga la totalidad de la deuda; y como queda subrogado en los derechos del acreedor,
podría dirigirse contra B o contra C, indistintamente, para reclamarles a cualquiera el resto de la deuda, o sea $ 20.000;
si se lo reclamara sólo B, éste, a su vez tendría que demandar por $ 10.000 a C. Sin embargo, para evitar este circuito de
acciones, la ley ha dispuesto que el codeudor de una obligación de sujeto plural sólo puede reclamar al resto de los
codeudores la parte que a cada uno de ellos les corresponde cumplir (art. 919, inc. b]; ver también número siguiente); vale
decir, la solidaridad queda extinguida no obstante la subrogación. En nuestro ejemplo, A sólo podría reclamar $ 10.000
a B, y otros $ 10.000 a C.

2. — Efectos entre los codeudores

306. Relación de los codeudores entre sí

Frente a los acreedores, cada uno de los deudores solidarios está obligado a cumplir la prestación debida en su
totalidad (art. 833). Pero todos los codeudores están obligados a contribuir al pago de esa deuda en proporción a su
parte en la obligación; de tal modo que si cualquiera de ellos hubiera pagado el total o un monto que excede su parte en
la deuda, el art. 840 determina que tal obligado puede repetir de los demás codeudores de acuerdo a la cuota de
participación o de responsabilidad que cada uno tiene en la deuda. En el número anterior hemos dicho que el que paga
se subroga en los derechos del acreedor, no obstante lo cual la solidaridad se extingue, razón por la cual el que ha
pagado sólo puede reclamar de sus codeudores la parte que a cada uno le correspondía. Sin embargo, no procede la
acción de repetición en el supuesto de que se hubiese producido la remisión gratuita de la deuda (art. 840, in fine) pues
en este caso el codeudor solidario que fue beneficiado con la remisión de la deuda no ha tenido que efectuar pago
alguno al acreedor.

El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 añade un párrafo al mencionado art. 840, por el
que se extiende la prohibición de repetición entre los autores, consejeros y cómplices de un hecho ilícito doloso,
reproduciéndose así la solución que establecía el art. 1082del Cód. Civil derogado. De tal forma, se disipan las dudas
que actualmente pueden suscitarse respecto de la aplicación del principio según el cual nadie puede ser escuchado
invocando su propia torpeza (Nemo auditur propriam turpitudinem allegans).

Puede ocurrir, empero, que uno de los codeudores sea insolvente. Sería injusto que el que ha pagado cargue con esa
insolvencia; por ello, el art. 842 dispone que la cuota correspondiente a los codeudores insolventes es cubierta por todos los
obligados. Significa que la pérdida ocasionada por tal evento se repartirá a prorrata entre el que hubiera hecho el pago y
los restantes codeudores solventes.

Puede suceder que uno de los codeudores haya sido liberado por el acreedor de la solidaridad y que otro de ellos
resulte insolvente, ¿quién carga con la pérdida? Aclaremos el problema: A, B, C y D deben solidariamente a E $ 40.000,
quien libera de la solidaridad a A; más tarde, B cae en insolvencia. Si A no hubiera sido liberado de la solidaridad,
habría tenido que cargar con el tercio de la parte de B, soportando C y D otro tercio cada uno. Pero como A ya no es
deudor solidario, cabe preguntarse quién carga con el tercio que hubiera debido soportar. Teóricamente son posibles
tres soluciones: a) cargan con dicho tercio los restantes codeudores (en nuestro ejemplo, C y D), solución que debe
descartarse sin mayor análisis, porque los codeudores no tienen por qué ser perjudicados por un acto de liberalidad del
acreedor; b) carga con él el acreedor; c) carga con él el codeudor liberado. En torno a estas dos últimas soluciones ha
girado una interesante controversia doctrinaria. En nuestro país, antes de la sanción del Código Civil y Comercial,
predominaba la opinión de que el acreedor no debe perjudicarse con su liberalidad más allá de lo que fue su intención,
pues la liberación de la solidaridad no significa otra cosa sino que el deudor no tendrá que temer una demanda por el
total; empero si uno de los deudores cae en insolvencia le corresponde soportar su parte. Tal es la solución que se
desprende del art. 842, en cuanto dispone que todos los obligados deben soportar la insolvencia de algún miembro del
polo pasivo.

¿Cómo se divide la obligación entre los codeudores solidarios?

El art. 841 establece las siguientes reglas:


a) En primer término, debe estarse a las proporciones pactadas por las partes (art. 841, inc. a]).

b) Si no se hubieran convenido las proporciones, ellas se fijarán atendiendo a la fuente y a la finalidad de la obligación, o
en su caso, la causa de su responsabilidad (art. 841, inc. b]), a las relaciones de los interesados entre sí (art. 841, inc. c]) y a las
demás circunstancias (art. 841, inc. d]). Es una forma vaga de significar que la proporción puede resultar tácitamente de
las relaciones contractuales, para lo cual será de primordial importancia considerar el interés que cada cual tiene en el
negocio. Así, por ejemplo, A y B compran una casa que vale $ 200.000, entregando el primero $ 120.000 y el segundo $
80.000. Aunque el contrato nada diga, es obvio que la división entre ellos debe hacerse sobre la base de la proporción de
sus respectivas contribuciones. Los criterios reseñados en realidad deben ser aplicados de manera conjunta.

c) Finalmente, si nada se hubiera establecido expresa o tácitamente, la división se hará en partes iguales (art. 841, in
fine).

Lo expuesto hasta acá es de mucha importancia pues excede el marco de las obligaciones solidarias. En efecto, los arts.
811 y 821 que versan sobre las obligaciones divisibles e indivisibles, respectivamente, se han remitido a la regulación
que el art. 841 hace sobre la determinación de la cuota de distribución.

307. Excepciones a la regla de la contribución

Hay, sin embargo, dos hipótesis en las que el codeudor solidario —que ha pagado— no tiene acción de repetición
contra sus codeudores: a) la primera, como hemos dicho, ocurre cuando el codeudor solidario ha sido beneficiado con la
remisión gratuita de la deuda (art. 840, in fine); b) la segunda finca en el resarcimiento de las consecuencias del
incumplimiento doloso: su autor no puede repetir el monto pagado por tales conceptos si los demás codeudores no
participaron. Ello implicaría autorizarlo a invocar su propia intención de no cumplir para accionar judicialmente. Tal
idea no era desconocida en el régimen anterior: el art. 1082 del Código Civil de VÉLEZ determinaba que el coautor que
había satisfecho los daños ocasionados por la comisión de un delito (acto ilícito producido con la intención de dañar,
dolo) no podía demandar a sus cómplices.

§ 3. — SOLIDARIDAD ACTIVA

308. Noción e importancia

Hay solidaridad activa cuando cada uno de los acreedores puede reclamar del deudor la totalidad de la deuda, como
señala el art. 844. Su importancia práctica es escasa, porque no tiene otra utilidad que servir como mandato para
percibir el pago de un crédito común, efecto jurídico que se puede lograr mediante el otorgamiento de un poder.

Nunca tiene su origen en la ley; su única fuente es la voluntad de las partes plasmada en el título constitutivo de la
obligación, ya sea un contrato, ya sea un testamento.

309. Efectos

Los efectos de la solidaridad activa se vinculan directamente con los de la pasiva, como que no se trata sino del
anverso y reverso de la misma medalla. Los principales son los siguientes:
a) Cobro: Cada acreedor, o todos ellos conjuntamente, pueden reclamar de cualquiera de los deudores la totalidad del
crédito (art. 844).

b) Modos de extinción: Debemos distinguir entre la extinción absoluta y la parcial. En la extinción absoluta desaparece
la obligación. Ella puede ocurrir, naturalmente, por el pago hecho a uno de los coacreedores (art. 846, inc. a]); también,
la renuncia a obtener la prestación debida, o la novación, la dación en pago y la compensación que suceda entre uno de
los acreedores y respecto de cualquiera de los deudores, extingue la obligación mientras ninguno de aquéllos haya
interpuesto la acción de cobro (art. 846, inc. b]). Por el contrario, la extinción parcial incide sólo en la reducción de la
cuota de algún acreedor, y ello acaece: 1) Si se reúne en una misma persona y patrimonio la calidad de deudor y
acreedor (confusión), en cuyo caso se extingue la cuota de participación que le corresponde a éste en su calidad de
sujeto activo (art. 846, inc. c]). 2) en la transacción que celebrase un coacreedor con el deudor, transacción que no resulta
oponible a los demás, a no ser que ellos mismos quieran beneficiarse (art. 846, inc. d]).

Pero el derecho del deudor de pagar a cualquiera de los acreedores tiene una limitación: si uno de ellos hubiere
demandado, sólo se le podrá pagar a él (art. 845). Es el llamado principio de la prevención.

c) Mora.— La constitución en mora hecha por uno de los coacreedores favorece a todos los restantes (arg. art. 838).

d) Prescripción.— Los arts. 2540 y 2549 establecen que la suspensión y la interrupción de la prescripción propagan sus
efectos en el ámbito de las obligaciones solidarias. Por lo tanto, la interrupción de la prescripción lograda por uno de los
acreedores beneficia a los restantes. Lo mismo sucede en los supuestos de suspensión de la prescripción que afecten a
uno de los acreedores solidarios o que haya sido impulsado por uno de éstos.

310. Fallecimiento de uno de los coacreedores solidarios

Esta contingencia no altera el carácter de la solidaridad de la obligación antes estudiada. Con otras palabras, el
conjunto de los herederos seguirán siendo acreedores de la totalidad del crédito, como lo era el causante en su calidad
de coacreedor solidario. Pero cada heredero no podrá reclamar la totalidad del crédito sino sólo la parte proporcional
que ese heredero tiene en el crédito que —por el total— tenía el causante. En palabras simples indica el art. 849 que el
crédito se divide entre sus herederos en proporción a su participación en la herencia. Pero una vez realizada la partición, la
norma añade que cada heredero tiene derecho a percibir según la cuota que le corresponde en el haber hereditario. En aras de
lograr una mayor claridad debiera haberse reproducido el segundo párrafo del art. 777 del Proyecto de Código Civil de
1998: cada uno de los herederos del acreedor sigue siendo acreedor solidario, por la parte que le corresponde en la
cuota del crédito dividido, con quienes eran coacreedores del causante.

311. Relaciones de los coacreedores entre sí

Cobrado el crédito, se plantea el problema de la participación entre los miembros que integran el polo activo. Su
respuesta se encuentra en el art. 847, debiendo distinguirse dos situaciones: 1) Si un coacreedor ha recibido la totalidad
del pago o de la reparación de los daños ocasionados o algo mayor a su proporción, debe practicarse la distribución de
lo recibido entre los coacreedores en mérito a la cuota de participación de cada uno de ellos (art. 847, inc. a]). 2) Si se
trata de los casos del inc. b) del art. 846 (esto es, la renuncia a obtener la prestación debida hecha por un coacreedor, o la
novación, la dación en pago o la compensación que suceda entre uno de los acreedores y respecto de cualquiera de los
deudores), los demás acreedores solidarios tienen derecho a la participación, si hubo renuncia al crédito o
compensación legal por la cuota de cada uno en el crédito original; y si hubo compensación convencional o facultativa,
novación, dación en pago o transacción, por la cuota de cada uno en el crédito original, o por la que correspondería a
cada uno conforme lo resultante de los actos extintivos, a su elección (art. 847, inc. b]).

¿Qué ocurre con los gastos realizados por uno de los coacreedores en interés común de los demás? Goza del derecho a
ser reembolsado en tanta las erogaciones llevadas a cabo se tornen razonables. Cada miembro del polo activo debe
contribuir de acuerdo a su participación (art. 847, inc. c]). Por ejemplo, A, B y C le prestaron a D la suma de $ 3.000,
estipulándose la solidaridad por partes iguales. Ahora bien, A, al iniciar la demanda, abona en concepto de tasa de
justicia la cantidad de $ 900. En tal caso, A goza del derecho de exigir a B y C que le reembolsen cada uno la suma de $
300.

El art. 848 se encarga de señalar que las cuotas de participación se calculan teniendo en cuenta las reglas del art. 841,
previamente ponderadas (véase nro. 306).

§ 4. — PARALELO ENTRE LAS OBLIGACIONES SOLIDARIAS Y LAS INDIVISIBLES

312. Semejanzas y diferencias

En lo esencial, las obligaciones indivisibles y solidarias se comportan del mismo modo: cada uno de los coacreedores
puede exigir de cada uno de los codeudores el pago íntegro de la deuda (arts. 816 y 844); el pago hecho por uno de los
codeudores a uno de los coacreedores extingue la obligación (arts. 817 y 835, inc. a]); la insolvencia de uno de los
deudores perjudica a los codeudores y no al acreedor.

Pero hay también entre ellas importantes diferencias:

a) En lo que atañe al origen del pago íntegro: la indivisibilidad puede ser convenida o dispuesta por la ley (art. 814,
incs. b y c) y lo mismo acaece en las obligaciones solidarias pues su fuente debe surgir inequívocamente de la ley o del
título constitutivo de la obligación (art. 828). Sin embargo, las obligaciones indivisibles pueden fundarse también en la
naturaleza propiamente dicha de la prestación, que no puede ser dividida y que hace imposible el pago parcial (art. 814,
inc. a]); y ello no aplica a las obligaciones solidarias.

b) En caso de muerte de uno de los codeudores, la obligación de una cosa indivisible debe ser afrontada íntegramente
por cada uno de los herederos, puesto que no podrían pagarla parcialmente; en cambio, la obligación solidaria ingresa
en la masa indivisa; después de realizada la partición, cada coheredero debe cumplir la prestación de acuerdo a la cuota
que le corresponde en el haber hereditario (art. 843).

c) En las obligaciones indivisibles, los factores de atribución y la mora de uno de los codeudores son personalísimos y no
perjudican a los restantes obligados (art. 819); en cambio, en las obligaciones solidarias, los factores de atribución o la
mora de uno de ellos tiene efectos respecto de todos los demás (art. 838).

d) En las obligaciones solidarias puede haber remisión parcial de la deuda, remisión de la parte que corresponde a uno
de los codeudores e, incluso, remisión de la solidaridad (arts. 836 y 837), sin que ello implique remisión de la deuda. En
las obligaciones indivisibles no se concibe remisión parcial, ni remisión del deber de pagar el total (manteniendo la
obligación de pagar cada parte). Sólo es posible la remisión total, la cual, hecha en favor de uno de los codeudores,
beneficia a los demás. El art. 818 indica que requiere la unanimidad de los acreedores.
D. — OBLIGACIONES CONCURRENTES

313. Noción

Existen situaciones en donde varios deudores aparecen debiendo la totalidad de la deuda, en virtud de causas
diferentes, sin ser por ello obligados solidarios. Algunos ejemplos aclararán la idea expresada: un automóvil embiste a
una persona en la vía pública y la lesiona. Surge del hecho una doble responsabilidad: la del conductor del vehículo
(que debe responder por su cualidad de guardián, art. 1758) y la del propietario del automóvil (por ser el titular del
derecho de dominio, art. citado). Ambos están obligados por la totalidad. Lo mismo ocurre en el caso de un incendio,
atribuible a un tercero: la compañía aseguradora y el autor del incendio deben al damnificado la totalidad del perjuicio.
La víctima puede reclamar la indemnización de cualquiera de ellos indistintamente; y el pago efectuado por uno libera
al otro deudor respecto de su acreedor. Pero no hay solidaridad porque sus deudas no tienen una fuente común, se
originan por causas diferentes. En el supuesto del accidente callejero, la responsabilidad del conductor se funda en su
rol de guardián; la del propietario en la circunstancia de ser el dueño del vehículo, con independencia de toda culpa. En
el caso del incendio, la responsabilidad de la compañía de seguros tiene por fuente el contrato, en tanto que la del
incendiario la tiene por ser el autor del hecho ilícito.

Teniendo en cuenta tal orden de ideas, las obligaciones concurrentes han sido definidas en el art. 850 como aquéllas en
las que varios deudores deben el mismo objeto en razón de causas diferentes.

314. Designación

Se torna correcto referirse a ellas como obligaciones concurrentes en razón de existir causas distintas. No encontramos
ningún obstáculo, empero, en que sean llamadas obligaciones indistintas. Tales alocuciones resultan preferibles a in
solidum pues esta última expresión introduce confusión al vincularlas con el concepto de solidaridad.

315. Caracteres

Las obligaciones concurrentes presentan los siguientes caracteres.

a) Pluralidad necesaria de deudores: constituye un presupuesto insoslayable la existencia de más de un miembro en el


polo pasivo al presentar más de una causa que justifican diversos vínculos.

b) Identidad en el objeto: la prestación debida resulta ser la misma, cualquiera sea el deudor que la cumpla.

c) Diversidad de causas: esta nota primordial es la que explica todos los rasgos destacados de las obligaciones
concurrentes.

316. Régimen legal

Veamos sus aspectos más sobresalientes:

a) Existencia necesaria de más de un deudor: la concurrencia de varias causas conecta a la idea de que el polo pasivo se
encuentre indefectiblemente constituido por más de un deudor.

b) Cobro: Goza el acreedor de la facultad de solicitar el cumplimiento de la prestación debida a uno, varios o a todos
los codeudores, de manera simultánea o sucesiva (art. 851, inc. a]).
c) Modos extintivos: La clave para encontrar una respuesta adecuada radica en ver si se ha satisfecho el interés del
acreedor: 1) El pago realizado por alguno de los codeudores provoca la extinción de la obligación principal, lo que
implica que se extingue la obligación de los demás obligados concurrentes (art. 851, inc. b]). 2) la dación en pago, la
transacción, la novación y la compensación realizadas con uno de los deudores concurrentes, en tanto satisfagan
íntegramente el interés del acreedor, extinguen la obligación de los otros obligados concurrentes o, en su caso, la
extinguen parcialmente en la medida de lo satisfecho (art. 851, inc. c]). Por ejemplo, si el acreedor acepta un objeto
distinto al debido a través de la dación en pago, se encuentra cumplido su interés de manera acabada. 3) Por el
contrario, la confusión entre el acreedor y uno de los deudores concurrentes y la renuncia al crédito a favor de uno de
los deudores no extingue la deuda de los otros obligados concurrentes (art. 851, inc. d]). La respuesta legislativa se
explica en virtud de que la confusión y la renuncia no satisfacen el interés del acreedor.

d) Prescripción: Al haber distintas causas, la prescripción de cada deuda, y las interrupciones o suspensiones que
pudieran haberse producido, resultan independientes. No presentan efectos propagativos hacia los demás codeudores
(art. 851, inc. e]). El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 propicia el sistema completamente
opuesto.

e) Mora: La mora sólo tiene efectos personales. Por ello, el art. 851, inc. f), dispone que la mora de uno de los deudores no
produce efectos expansivos con respecto a los otros codeudores.

f) Factores de atribución: También son personales, v.gr., la culpa de uno de los deudores en la pérdida de la cosa debida
no compromete la responsabilidad de los restantes.

g) Cosa juzgada: Se aplica similar orden de ideas al ponderado al analizar las obligaciones indivisibles y solidarias. La
sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada dictada contra uno de los codeudores no es oponible a los demás, pero
éstos pueden invocarla cuando no se funda en circunstancias personales del codeudor demandado (art. 851, inc. g]).

h) Acción de participación: las cuotas de contribución se rigen por las relaciones causales que originan la concurrencia
(art. 851, inc. h]). Habrá que atenerse a la causa adecuada que originó el nacimiento de la obligación. Por ejemplo, si el
conductor de un coche atropella a una persona y el titular del rodado afronta la indemnización de los daños
ocasionados, este último podrá exigirle al conductor que le reintegre la totalidad de la suma abonada. Si el accidente
obedece a desperfectos ocultos del coche, el dueño no podrá pretender el reembolso, pues los defectos le son atribuibles.

Para concluir, debe señalarse que todas las reglas que acabamos de reseñar son de aplicación siempre que no exista
una disposición especial en contrario (art. 851, párr. 1º).

317. Normas subsidiarias

Dado la gran semejanza que ofrecen, el art. 852 dispone que las normas relativas a las obligaciones solidarias resultan
ser subsidiariamente aplicables a las obligaciones concurrentes.

318. Diferencias entre las obligaciones concurrentes y solidarias

La principal semejanza consiste en que ambas son obligaciones que requieren pluralidad de sujetos. Sin embargo en
este punto, cabe señalar que tal fenómeno puede presentarse en las obligaciones solidarias en cuanto a los acreedores
(obligaciones solidarias activas), deudores (obligaciones solidarias pasivas) o en ambos (obligaciones solidarias mixtas); pero
solamente encontraremos en las obligaciones concurrentes pluralidad de sujetos pasivos.

La principal distinción radica en que en las obligaciones concurrentes hay pluralidad de causas y en las solidarias
existe una sola. Consecuentemente, no coinciden en sus efectos: a) la prescripción operada en favor de un codeudor
concurrente no beneficia al otro, y a la inversa, la interrupción de la prescripción respecto de uno de ellos no perjudica
al otro (art. 851, inc. e]); por el contrario, tales contingencias se propagan en las obligaciones solidarias (arts. 2540 y
2549); b) los factores de atribución se tornan personales en las obligaciones concurrentes, v.gr., la culpa de uno de los
obligados en la pérdida de la cosa debida no compromete la responsabilidad de los restantes; ocurre lo opuesto en el
ámbito de las obligaciones solidarias (art. 838). c) la mora de uno de los deudores concurrentes no constituye en tal
estado a los otros (art. 851, inc. f]); por el contrario, la mora de un codeudor solidario se propaga hacia los demás (art.
838); d) se extingue totalmente o parcialmente la obligación concurrente dependiendo si se ha satisfecho de manera
acabada el interés del acreedor o no, v.gr., la renuncia al crédito a favor de uno de los codeudores no hace desaparecer
la obligación concurrente (art. 851, inc. d]); en las obligaciones solidarias, los medios extintivos comunican sus efectos,
sin necesidad de que se vea satisfecho el interés del acreedor, al existir la regla de la representación (art. 829); por
ejemplo, la renuncia realizada a favor de un codeudor provoca la desaparición de la obligación (art. 835, inc. b]).
Todavía puede agregarse una diferencia más: que mientras en las obligaciones solidarias la deuda es soportada, salvo
pacto en contrario, por partes iguales entre todos los codeudores (art. 841, párr. final), en las obligaciones concurrentes
no ocurre ello y, por lo general, es uno sólo de los deudores el que en definitiva soporta el peso de la deuda. Así, por
ejemplo, si la víctima del incendio hubiera dirigido su acción contra la compañía aseguradora, ésta puede luego
reclamar todo lo pagado al autor del hecho ilícito; si el damnificado por el accidente de tránsito hubiera dirigido su
acción contra el propietario del vehículo, éste puede repetir toda la indemnización del conductor que ha provocado el
accidente.

E. — OBLIGACIONES DISYUNTIVAS

319. Noción

Son aquéllas que pueden ser exigidas por uno de varios acreedores o cumplidas por uno de varios deudores. Se
vinculan por la cópula o. Recordemos los ejemplos dados anteriormente (nro. 267): pagaré a Pedro o Juan la suma de $
10.000, o bien, Pedro y Juan me pagarán la suma de $ 10.000.

320. Caracteres

Las obligaciones disyuntivas tienen los siguientes caracteres.

a) Indeterminación provisional de sujetos: inicialmente se presenta una pluralidad de personas en alguno de los polos de
la obligación. Se torna provisoria dado que al llevarse a cabo la elección, quedan excluidos de la relación jurídica todos
aquellos sujetos que no fueron seleccionados.

b) Identidad en el objeto: la prestación debida resulta ser la misma, cualquiera sea el acreedor o deudor seleccionado.

c) Identidad de causa.

d) Condicionalidad: opera una condición resolutoria respecto a la pluralidad inicial de sujetos. Consiste el hecho
condicionante en que un acreedor sea elegido o un deudor sea seleccionado, para que el resto quede marginado de la
relación jurídica.
321. Especies

Dependiendo del polo en el cual concurra la pluralidad de sujetos, encontramos obligaciones disyuntivas pasivas, en
las que la prestación debe ser cumplida por uno de varios deudores, u obligaciones disyuntivas activas, en donde la
prestación será a favor de uno de varios acreedores.

322. Régimen legal

Las obligaciones disyuntivas están sujetas subsidiariamente a los preceptos que gobiernan a las obligaciones
mancomunadas (art. 855). Remitimos, pues, a los parágrafos en donde hemos procedido al análisis de tal categoría.

Sin embargo, ciertos aspectos ameritan su estudio en particular, que veremos seguidamente.

323. Elección

Si se trata de una obligación disyuntiva pasiva, el acreedor indica cual de los sujetos debe realizar el pago (art. 853, 1ª
parte), salvo que mediante una estipulación expresa se haya decidido que la labor de selección será realizada por un
deudor, la pluralidad de deudores o un tercero.

Si fuese una obligación disyuntiva activa, en principio, le compete al deudor elegir a quien le realizará el pago (art.
854, 1ª parte). A través de una estipulación en contrario, la selección puede recaer en un acreedor, pluralidad de
acreedores o un tercero.

324. Inexistencia del principio de prevención en la obligación disyuntiva activa

La circunstancia de la interposición de la demanda por uno de varios acreedores no enerva la facultad de elección que
goza el deudor (art. 854, 2ª parte). Ella subsiste a pesar de tal contingencia.

325. Ius solvendi de los deudores en la obligación disyuntiva pasiva

Una vez llevada a cabo la elección por parte del acreedor, el deudor señalado resulta ser el sujeto que debe pagar. Sin
embargo, como todo el elenco del polo pasivo goza del ius solvendi, sus miembros poseen el derecho de cumplir la
prestación debida, si antes el acreedor no procedió a interponer la demanda contra alguno de ellos (art. 853, 2ª parte).
Desde tal perspectiva, incluso podrían recurrir al pago por consignación si el acreedor adoptara una postura reticente.

326. Inexistencia de las reglas de participación o contribución

La falsa pluralidad que elimina la elección explica la razón por la que no se aplican las pautas de participación o
contribución que han sido objeto de estudio en las obligaciones mancomunadas y en las solidarias.
En la obligación disyuntiva pasiva, el deudor que paga no puede solicitar reembolso alguno a los otros coobligados
(art. 853, in fine). En la obligación disyuntiva activa, el acreedor que recibe la prestación debida no está obligado a
participarla con los que integraron inicialmente la pluralidad (art. 854, in fine).

V. OBLIGACIONES DE MEDIOS Y RESULTADOS

327. Importancia

Si bien durante la vigencia del Código Civil de VÉLEZ, fue objeto de arduo debate doctrinal la recepción de tales
obligaciones en el derecho argentino, sobresaliendo por su defensa la figura de Alberto BUERES, la disputa ha perdido
cierta entidad pues el Código Civil y Comercial contiene preceptos que dan respuestas a los planteos que suscitan las
obligaciones de medios y resultados.

328. Antecedentes

Se torna materia de controversia si se puede encontrar su origen en el derecho romano. No resulta discutible que le
cabe el honor a René DEMOGUE haber practicado el adecuado distingo y acreditado las valiosas consecuencias que
brinda tal clasificación al derecho, especialmente en el ámbito de la responsabilidad (DEMOGUE, René, Traité des
obligations en général, Arthur Rousseau, París, 1925). Su importancia se ha incrementado ante la gravitación de los
factores de atribución objetivos pues DEMOGUE analizó las obligaciones de medios y resultados a fin de estudiar la
carga probatoria en el régimen francés, con criterio de imputación subjetivo.

329. Concepto

En las obligaciones de medios se procura que el deudor se comprometa a llevar a cabo una conducta diligente,
dirigida a un resultado querido por el acreedor, pero que no es garantizado. La ocurrencia del resultado depende en
mayor o menor medida de hechos contingentes. Ejemplo típico es la curación de un enfermo, situación que el médico
que lo trata no puede prometer.

En las obligaciones de resultado se busca la satisfacción del acreedor a través de la consecución de un fin; hay
incumplimiento si no se obtiene cierto opus. Se configura la expectativa de un resultado exitoso. Encontramos un
ejemplo cabal en las obligaciones de dar donde el interés del acreedor se cumple a través de la entrega del objeto
prometido.

330. Pautas de distinción

El encuadre como obligación de medio o resultado dependerá muchas veces de la calificación que hagan las partes al
ejercer la autonomía de la voluntad. Otras veces será la ley o los usos y costumbres quienes indicarán en que categoría
se encuentran. En ausencia de previsión legal y normativa, se torna menester recurrir a parámetros tales como la
aleatoriedad del resultado, el riesgo contractual, la buena fe, la confianza, etc.
331. Ámbito probatorio

El gran atractivo que ha ejercido para cierto sector de la doctrina la existencia de esta categoría, se explica en que
posibilitaba el desenvolvimiento de los factores de atribución objetivos en el Código Civil de VÉLEZ, que era de fuerte
impregnación subjetiva.

Se postuló que primaban factores de atribución subjetivos en las obligaciones de medio. El acreedor debía probar el
incumplimiento y la culpa que incurrió su contraparte. En cambio, al deudor le bastaba acreditar haber desplegado una
conducta diligente para eximirse de responsabilidad.

Operaban factores de atribución objetivos en el campo de las obligaciones de resultado. Se tornaba suficiente al
acreedor demostrar el incumplimiento. El deudor sólo se eximía acreditando el casus (esto es, el hecho de la víctima —el
acreedor, en el caso—, el hecho de un tercero por el cual el deudor no debía responder o el caso fortuito, y siempre que
la ley no dispusiese lo contrario).

332. Planteo del problema en el Código Civil y Comercial

El referido Código ha dedicado preceptos a fin de dilucidar las cuestiones planteadas. Muchas de ellas, como dijimos,
han perdido entidad.

Se encuentra referencia a las obligaciones de medio y de resultado:

1) En el régimen de las obligaciones: Ya hemos analizado los tres incisos del art. 774 al cual remitimos (véase nro. 243).

2) En los factores de atribución: El art. 1723 señala que cuando de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las
partes, surge que el deudor debe obtener un resultado determinado, su responsabilidad es objetiva. Se ha inclinado el legislador
por vincular a las obligaciones de resultado con criterios de imputación objetivo.

Sin embargo, la problemática de la carga de la prueba ha perdido cierta entidad en orden a que el art. 1735 faculta al
magistrado a distribuir la labor probatoria entre las partes, ponderando quien se halla en mejor situación de aportarla.
CAPÍTULO V - EXTINCIÓN DE LAS OBLIGACIONES

333. Enumeración de los modos de extinción

Los Capítulos 4 y 5 del Título I del Libro Tercero regulan los modos de extinción de las obligaciones. Ellos son: a)
el pago; b) la compensación; c) la confusión; d) la novación; e) la dación en pago; f) la renuncia; g) la remisión; y, h)
la imposibilidad del pago. A estos modos, pueden agregarse otros tales como el cumplimiento de la condición resolutoria y del
plazo resolutorio, la muerte o incapacidad del deudor, cuando se trata de obligaciones intuitu personae, vale decir que no se
transmiten a los herederos como, por ejemplo, la contraída por un pintor de hacer un retrato; y la transacción. Esta
última, si bien configura un modo de extinción de las obligaciones, desde que se trata de un contrato por el cual las
partes se hacen concesiones reciprocas en aras de evitar un litigio o ponerle fin a sus conflictos, el Código Civil y
Comercial la incluye entre los contratos en especial (arts. 1641 y ss.), por lo que su estudio debe ser hecho en ese lugar
(remitimos a Borda, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, La Ley, 2ª edición), sin perjuicio de que también acá nos
referiremos a ella.

También se encuentra un modo de extinción de las obligaciones en el concurso preventivo del deudor. En efecto, el
acuerdo alcanzado entre el deudor y sus acreedores, una vez homologado judicialmente, acarreará la novación de todas
las obligaciones con origen o causa anterior al concurso (art. 55, ley 24.522), lo que implica la extinción de las anteriores
obligaciones y el nacimiento de otras nuevas con fuente en el acuerdo alcanzado. ¿Y qué ocurre en la quiebra del deudor?
Establece el art. 125 de la ley citada que declarada la quiebra, todos los acreedores quedan sometidos a las disposiciones de esta
ley y sólo pueden ejercitar sus derechos sobre los bienes desapoderados en la forma prevista en la misma. Por lo tanto, habrá que
estar a lo que esta ley disponga, y cabe señalar que hay casos, como el de los contratos en curso de ejecución, en los que
será el juez el que decida si se resuelve o se lo continúa (arts. 143 y 144). Cabe indicar que una vez rehabilitado el fallido,
los bienes adquiridos no responden por el pasivo concursal.

Suele también enumerarse entre los modos de extinción a la prescripción liberatoria (Pizarro, Müller, Compagnucci de
Caso); pero, en verdad, ésta no es un modo de extinción de la obligación en sí misma, sino de la acción del acreedor
para reclamar su pago ante la Justicia. Tanto es así que el pago espontáneo de una obligación prescripta no es repetible
(art. 2538).

Algo análogo puede decirse de la nulidad. No es un medio de extinción de las obligaciones, sino una sanción en virtud
de la cual se priva de sus efectos jurídicos a un acto en razón de una causa originaria, es decir, contemporánea con la
época de la celebración. Por ello, las cosas vuelven al mismo estado en que estaban antes del acto declarado nulo y las
partes quedan obligadas —por tanto— a restituirse mutuamente lo que han recibido (art. 390).

334. Clasificaciones

Desde el punto de vista metodológico, se han propuesto diversas clasificaciones de los modos de extinción.

De acuerdo con un primer criterio, habría que distinguir: a) modos que importan cumplimiento de la obligación (pago
en sus distintas formas); b) convenciones liberatorias (dación en pago, novación, renuncia y remisión); c) hechos
extintivos (compensación, confusión, imposibilidad de pago).

O bien puede admitirse el siguiente criterio: a) medios que extinguen la obligación por su cumplimiento (por ej., el
pago); b) medios que la extinguen sin haberse cumplido (vg., la remisión). También, suelen designarse como medios
satisfactivos o no del interés del acreedor, respectivamente.
Finalmente, la extinción puede resultar: a) de un acto jurídico, sea unilateral (pago, remisión, renuncia)
o bilateral (novación, transacción); o b) de un hecho (confusión, compensación, imposibilidad de pago).

335. Efectos

De una manera general puede decirse que la extinción de la obligación causa la liberación del deudor. Los efectos
particulares serán estudiados con relación a cada medio de extinción.

§ 1. — Pago

A. — Conceptos generales

336. Diferentes acepciones

La palabra pago puede ser empleada en tres distintas acepciones: a) Significa el cumplimiento por el deudor de la
prestación debida, trátese de una obligación de dar o de hacer, e, incluso, de no hacer. Así, por ejemplo, la entrega de un
inmueble prometida en un contrato de compraventa, la realización y entrega de un retrato, el pago de una suma de
dinero. b) Según una acepción más restringida, la palabra pago debería limitarse al cumplimiento de las obligaciones de
dar. c) Finalmente, en la acepción vulgar (adoptada también por el Código Civil alemán, arts. 241 y ss.), pago designaría
únicamente la entrega de una suma de dinero; en los demás casos, trátese de obligaciones de dar o de hacer o de no
hacer, habría cumplimiento de la obligación.

En nuestro Código, la palabra pago se emplea en el primero de los tres significados indicados (art. 865).

337. Naturaleza jurídica

La naturaleza jurídica del pago está muy controvertida en la doctrina.

Se discute, en primer término, si es un acto o un hecho jurídico. Esta discusión está planteada en la doctrina extranjera,
porque el concepto de acto jurídico en la legislación comparada es de los más imprecisos.

Pero en nuestro derecho, el art. 259 ha puesto fin a toda cuestión con una disposición clarísima: el acto jurídico, dice,
es el acto voluntario lícito que tiene por fin inmediato la adquisición, modificación o extinción de relaciones o
situaciones jurídicas. Añádase a ello que el art. 866 establece que las reglas de los actos jurídicos se aplican al pago, con
sujeción a las disposiciones del Capítulo 4 (que versa sobre el pago), del Título I, del Libro Tercero del Código Civil y
Comercial. El pago es, pues, un acto jurídico típico. Esta es una opinión prácticamente unánime en nuestra doctrina.

También se discute si es un acto unilateral o bilateral. Los que sostienen este último punto de vista se apoyan en que el
pago debe ser aceptado por el acreedor; pero no es así, puesto que el deudor tiene derecho a hacerlo aun contra la
voluntad del acreedor, y si éste no lo acepta, puede consignarlo (en este sentido, Alterini, Atilio A., Ameal, Oscar J.
y López Cabana, Roberto, Curso de Obligaciones, t. 1, nro. 184, Abeledo-Perrot, 1975).
338. Requisitos generales de validez

Para que el pago sea válido se requiere: a) que el que hace el pago y el que lo recibe sean capaces (más adelante
profundizaremos esta afirmación); b) que el solvens o pagador sea titular del derecho o cosa que transmite en pago y que
esté habilitado jurídicamente para enajenarla (vale decir, que no tenga ninguna inhabilidad en los términos de los arts.
1001 y 1002, ni esté inhibido para disponer o gravar sus bienes); c) que el pago no haya sido hecho en fraude de otros
acreedores, pues en tal caso los perjudicados tienen a su disposición la acción pauliana o revocatoria y, en su caso, las
acciones previstas por la ley concursal (art. 876). El pago hecho en fraude de otros acreedores se da cuando el
deudor abusa de su derecho a pagar y el acreedor que recibe el pago es una suerte de cómplice de la acción. Es el caso
del pago de una deuda no vencida o del pago de una deuda ajena, que agrava o provoca la insolvencia del deudor. En
materia falencial se encuentran como herramientas las ineficacias de pleno derecho (art. 118, ley 24.522) y la acción
revocatoria concursal (arts. 119 y ss., ley 24.522).

339. Pago con cosa ajena

Si el deudor ha pagado su deuda con una cosa ajena, en principio el pago es nulo. El art. 878 dispone que el
cumplimiento de una obligación de dar cosas ciertas para constituir derechos reales requiere que el deudor sea
propietario de la cosa; y, añade, el pago mediante una cosa que no pertenece al deudor se rige por las normas relativas a
la compraventa de cosa ajena, cuyo estudio debe ser realizado en otro lugar (remitimos a Borda, Alejandro, Derecho
Civil. Contratos, La Ley, 2ª edición).

Sin embargo, la hipótesis de pago con cosa ajena plantea interesantes cuestiones que conviene dilucidar por separado:

a) Respecto del solvens o pagador, el pago queda firme y no tiene derecho a repetir la cosa del acreedor. Es que
tratándose de un supuesto de nulidad relativa (art. 386, párr. 2º), ella sólo puede declararse a instancia de las personas
en cuyo beneficio se establece (art. 388), entre las cuales no se encuentra quien ha pagado con una cosa ajena.

b) Respecto del acreedor pagado, no cabe duda que tiene derecho a demandar la nulidad, puesto que tal pago no le
permite gozar con confianza y con carácter definitivo de la cosa pagada, desde el momento que está expuesto a la
acción de reivindicación del propietario. El acreedor es la persona en cuyo beneficio se establece la nulidad (art. 388).

c) En cuanto al propietario, tiene derecho a reivindicar la cosa, salvo que se trate de una cosa mueble no registrable, no
hurtada ni perdida, transmitida onerosamente, en cuyo caso la acción de reivindicación queda paralizada ante la
denominada adquisición legal dispuesta por el art. 1895. Pero, claro está, en cualquier caso tiene contra el pagador la
acción por indemnización de los daños sufridos. Salvo excepción prevista por la ley, el pago realizado resultará ser un
acto inoponible para el verdadero dueño de la cosa (art. 396).

B. — Sujetos del pago

1. — Pagador o solvens

340. Personas que pueden pagar

El pago puede ser hecho:

a) Ante todo, por el propio deudor (art. 879); es lo normal y lógico. La propia norma añade que si hay varios deudores, el
derecho de pagar de cada uno se rige por las disposiciones correspondientes a la categoría de su obligación. Así, por ejemplo, habrá
que diferenciar según se trate de obligaciones simplemente mancomunadas (divisibles o indivisibles), solidarias o
concurrentes.

b) Por los terceros que tengan interés en el cumplimiento de una obligación, interés que nace del hecho de que el
incumplimiento del deudor, puede causarles un menoscabo patrimonial (art. 881). Por ello, la propia norma faculta a
los terceros interesados a pagar aun en contra de la voluntad individual o conjunta de acreedor y deudor. Ejemplos
típicos de tercero interesado son el fiador, contra quien podría dirigir sus acciones el acreedor si el deudor no pagara, y
el propietario no deudor de un inmueble hipotecado, cuya propiedad podría ser subastada por el acreedor en el mismo
caso. Cabe añadir que el tercero, aunque tenga interés en el cumplimiento de la obligación, no podrá hacer el pago
cuando se trate de una obligación intuitu personae (art. 881).

c) Por terceros no interesados. Los terceros no interesados —esto es, quienes en verdad carecen de un interés preciso en
el cumplimiento de la obligación— pueden pagar válidamente no sólo con el consentimiento, sino también en la
ignorancia y aun en contra de la voluntad del deudor. Sin embargo, no pueden hacerlo en contra de la voluntad
conjunta del deudor y del acreedor (art. 881). Tampoco pueden hacer el pago cuando se trata de un caso en el cual se
han tenido en cuenta particularmente las condiciones especiales del deudor (art. citado), por tratarse de una
obligación intuitu personae.

341. Efectos del pago por terceros

Hecho el pago por un tercero, ¿qué acciones tiene contra el deudor primitivo, dado que no se extingue el crédito? Hay
que distinguir distintas hipótesis:

a) Pago hecho con el asentimiento del deudor: en tal caso, el que paga tiene contra el deudor las acciones que tiene el
mandatario contra su mandante (art. 882, inc. a]). Por lo tanto, el tercero podrá reclamarle al deudor lo pagado, más (i)
los gastos razonables en que haya incurrido para hacer el pago, (ii) la reparación de los daños sufridos por la ejecución
del mandato que no sean imputables al propio mandatario, y (iii) la retribución (art. 1328). Debe tenerse presente que el
mandato se presume oneroso (art. 1322).

b) Pago hecho en la ignorancia del deudor: en este supuesto, el que paga tiene contra el deudor la acción que tiene el
gestor de negocios contra el dueño (art. 882, inc. b]). Cuando la gestión fue útilmente conducida, el gestor puede
reclamar al dueño del negocio no sólo lo pagado, sino también (i) el reembolso de los gastos necesarios y útiles hechos,
con más los intereses desde la fecha del pago, (ii) la reparación de los daños sufridos por el ejercicio de la gestión que se
debieron a causas ajenas a su responsabilidad, y (iii) la remuneración si la gestión corresponde al ejercicio de la
actividad profesional del gestor o si es equitativo en las circunstancias del caso (art. 1785).

c) Pago hecho contra la voluntad del deudor: en este caso, el que paga tiene contra él la acción de enriquecimiento sin
causa (art. 882, inc. c]). Por lo tanto, sólo podrá reclamar en la medida del beneficio obtenido por el deudor (art. 1794).

En todos los casos, el tercero interesado gozará además de la acción subrogatoria; en cambio, el tercero no interesado
sólo podrá ejercer esta acción cuando pagase con el asentimiento o en la ignorancia del deudor (arts. 882, in fine, y 915,
incs. b] y c]).

342. Pago hecho antes del vencimiento de la deuda

Si el tercero hubiera hecho el pago antes del vencimiento de la deuda, sólo tendrá derecho a ser reembolsado el día del
vencimiento. Así lo disponía expresamente la parte final del art. 727 del Código Civil de Vélez, y si bien no existe una
norma similar en el Código Civil y Comercial, la solución no puede variar. Es que el apuro del tercero en pagar, no
puede traer como consecuencia un adelanto del vencimiento de la obligación contraída por el deudor, que se presume
contraída a su favor (art. 351).

343. Capacidad para pagar

Establece el art. 875 que el pago debe ser realizado por personas con capacidad para disponer. Son capaces para pagar todas
las personas que no estén categorizadas como incapaces de ejercicio (art. 24); es decir, personas por nacer, personas que
no cuentan con la edad y grado de madurez suficiente en los términos de los arts. 25 a 30 del Código Civil y Comercial,
y las personas declaradas incapaces por sentencia judicial y en la extensión dispuesta.

La aplicación rigurosa de esta regla significa la nulidad del pago hecho por cualquiera de los sujetos enumerados en
el art. 24. Sin embargo, el pago es un acto jurídico peculiar; consiste en el cumplimiento de lo que se debe. Por lo tanto,
no parece lógico autorizar a quien carece de capacidad (o a su representante) a repetir lo pagado, si acto seguido debe
volver a pagar. Si es verdad que el interés es la medida de las acciones, en nuestro caso el incapaz no podría invocar
ningún interés en apoyo de su acción de repetición. En consecuencia, el incapaz que ha pagado lo que debe y en las
condiciones debidas no puede repetir, a menos que demuestre tener un interés legítimo en hacerlo.

Este interés existirá siempre que del pago, tal como ha sido hecho, pueda resultar un perjuicio para la persona carente
de capacidad. Así ocurrirá si tratándose de una obligación alternativa, el incapaz eligió la de mayor valor y con ella hizo
el pago; o si pagó una obligación de plazo no vencido.

Por otra parte, y más allá de que el art. 875 establece que el pago debe ser hecho por quien tiene capacidad para
disponer, hay que considerar que personas sin capacidad para disponer pero con capacidad para administrar, pueden
hacer pagos válidamente. Así, por ejemplo, el declarado pródigo, requiere de la asistencia de un apoyo para otorgar los
actos de disposición (art. 49); sin embargo, es claro que puede hacer libremente los pagos que deba cumplir en ejercicio
de la facultad de administración de sus propios bienes.

344. Pago por insolvente

El pago hecho por un insolvente es en principio válido. Desde luego, no puede impugnarlo el propio solvens; en
cuanto a los terceros interesados (los otros acreedores del pagador que ven disminuir la posibilidad de cobrar sus
propios créditos), sólo podrán impugnarlo si demuestran que están reunidas las condiciones legales de la acción
revocatoria o pauliana (art. 876); el síndico podrá hacer lo suyo en la quiebra con la interposición de la acción
revocatoria concursal (art. 876 y arts. 118 y 119, ley 24.522).

2. — Sujeto pasivo

345. Quiénes pueden recibir el pago

Según el art. 883, el pago —para que tenga efecto extintivo del crédito— debe hacerse:

1º) Al acreedor, o a su cesionario o subrogante (art. 883, inc. a], 1ª parte). El acreedor originario es normalmente la
persona que debe recibir el pago, a menos que haya cedido el crédito, en cuyo caso el deudor que ha sido notificado de
la cesión no podría pagarle válidamente al cedente sino al cesionario (art. 1620). Por otra parte, si un tercero ha pagado
el crédito al acreedor, aquél se subroga en los derechos de este último (art. 914); por lo tanto, el crédito recién se
extinguirá cuando el deudor le pague al tercero subrogante. Desde luego, si el acreedor, el cesionario o el subrogante
fallecen, sus herederos universales están legitimados para recibir el pago (arts. 398 y 400); si la obligación fuese
indivisible, el pago debe hacerse a cualquiera de los herederos.

2º) Si hay varios acreedores, al acreedor que corresponda, según el derecho al cobro de cada uno de ellos, que se rige
por las disposiciones pertinentes a la categoría de su obligación (art. 883, inc. a], 2ª parte). Así, si la obligación fuese
indivisible o solidaria, cualquiera de los acreedores puede recibir el pago; sin embargo, si el deudor ya hubiese sido
demandado por alguno de ellos, será el acreedor demandante el único legitimado al cobro en función del llamado
"principio de prevención", que estaba expresamente previsto en el art. 731, inc. 2º, del Código Civil de Vélez, y
actualmente lo está en el art. 845. En cambio, si la obligación fuese simplemente mancomunada divisible, va de suyo
que cada acreedor cobrará en proporción a su parte en el crédito (art. 808).

3º) A la orden del juez que dispuso el embargo del crédito (art. 883, inc. b]). Con otras palabras, el pago hecho a la
orden del juez que dispuso la medida cautelar tiene efecto extintivo. De esta manera se supera el conflicto que podía
suscitarse al deudor que se encontraba ante la existencia de dos acreedores, uno embargante, otro privilegiado. La
cuestión de la prioridad de cobro entre ellos deberá ser discutida en el ámbito judicial.

4º) Al tercero indicado para recibir el pago, en todo o en parte (art. 883, inc. c]). Se ha sostenido que este tercero
indicado para recibir el pago no es un representante del acreedor originario -pues no actuaría en nombre e interés ajeno-
sino un verdadero legitimado en interés propio (Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones, n° 346, Ed.
La Ley, 2018). Sin embargo, entendemos que es un caso de representación voluntaria, pues la persona indicada para
recibir el pago, ha sido elegida y autorizada por el acreedor (conf. Gagliardo, Mariano, Tratado de las Obligaciones, t. 2,
126, Ed. Zavalía, 2015). Debe recordarse que el apoderamiento debe ser otorgado en la forma prescripta para el acto que
el representante debe realizar (art. 363). Nos remitimos a lo que decimos más abajo, nro. 348.

5º) A quien posee el título del crédito extendido al portador, o endosado en blanco, excepto sospecha fundada de no
pertenecerle el documento, o de no estar autorizado para el cobro (art. 883, inc. d]). En el caso de sospecha fundada de
no pertenecer el documento a quien lo presenta al cobro, la negativa a pagarle sólo podrá fundarse en haber recibido
del librador la notificación de la pérdida o que ésta sea de pública notoriedad, por ejemplo, por haber tenido difusión
periodística. Más difícil de comprender es el supuesto de que el tenedor no esté autorizado para el cobro, pues si se
trata de un documento al portador o endosado en blanco no puede existir autorización al cobro. En efecto, el que tiene
el documento tiene derecho a cobrarlo sin que sea necesaria autorización alguna para ello. Finalmente, cabe señalar que
—tal como ya se dijo— si el deudor pagó al poseedor del título de crédito, y sin que exista el supuesto previsto de
sospecha fundada, el pago tiene efecto extintivo; sin embargo, ello no obsta al acreedor a que pueda reclamar del
poseedor del título el valor recibido con fundamento en las normas del pago indebido (art. 884, inc. b]).

6º) Al acreedor aparente, si quien realiza el pago actúa de buena fe y de las circunstancias resulta verosímil el derecho
invocado (art. 883, inc. e]); el pago es válido aunque después sea vencido en juicio sobre el derecho que invoca.
Ampliamos más abajo, nro. 349.

346. Representantes del acreedor que pueden aceptarlo

La representación que autoriza a recibir el pago puede ser legal o convencional. La primera surge de la ley; son los
representantes de las personas incapaces de ejercicio (personas por nacer, menores, incapaces declarados por sentencia
judicial y en la extensión dispuesta en esa decisión). La segunda, de un contrato (mandato) o de un acto jurídico
unilateral (apoderamiento) que puede ser expreso o tácito. Ejemplo de este último es el caso de los dependientes que se
desempeñan en un establecimiento, los cuales están facultados para hacer todos los actos que ordinariamente
corresponden a las funciones que realizan (art. 367, inc. b]) como lo es el recibir pagos a nombre de su principal.

347. Tercero portador de un recibo del acreedor

La persona portadora de un recibo del acreedor ¿puede considerarse con facultades suficientes para recibir el pago?
En principio, la respuesta es indudablemente afirmativa; la entrega de un recibo firmado a un tercero importa
evidentemente un apoderamiento tácito para recibir el pago. Pero supongamos que el acreedor no hubiera hecho
entrega del recibo, que se extravió o fue hurtado y luego utilizado maliciosamente por el tercero. Aun así el pago es
válido a menos que el pagador hubiera obrado en conocimiento de tales hechos o con grave negligencia. Se trata de
supuestos de representación aparente (art. 367), que produce plenos efectos respecto del que pagó ateniéndose a la
apariencia.

348. Pago hecho al tercero indicado en el título de la obligación

Establecía el art. 731, inc. 7º, del Código Civil de Vélez, que cuando en el título de la obligación se ha indicado un
tercero para hacerse el pago, es en la persona de éste que debe pagarse, aunque lo resista el acreedor. Esta estipulación era
conocida en el derecho romano como adjectus solutionis gratia. No se trata aquí del apoderado común para recibir el
pago; éste puede ser cambiado en cualquier momento por el poderdante acreedor. Se trata del tercero que ostenta un
poder irrevocable, bien sea porque fue designado en interés común de acreedor y deudor, bien porque lo fue en interés
común de acreedor y tercero, bien en interés exclusivo de éste. En estos casos, el pago sólo podía hacerse al tercero
designado, aunque lo resistiera el acreedor. También se recurrió a la idea de la estipulación a favor de un tercero para
llegar a igual solución: el único facultado para exigir el pago era el tercero beneficiario.

El Código Civil y Comercial, como ya hemos visto, se limita a disponer que tiene efecto extintivo del crédito el pago
hecho al tercero indicado para recibir el pago, en todo o en parte (art. 883, inc. c]). Como se advierte fácilmente, la
norma no contiene ninguna referencia acerca del lugar —ni del documento en que se lo pueda indicar— en el que el
tercero deba recibir el pago. A nuestro entender, la hipótesis no puede ser otra que la vista precedentemente, esto es,
cuando su designación aparece en el título de la obligación. Es que si fuese un simple apoderamiento, hubiera bastado
con lo que dispone el inc. a), en cuanto que el pago hecho al acreedor tiene efecto extintivo del crédito, pues ese
acreedor puede actuar personalmente o a través de su representante. El pago realizado al apoderado se considera
recibido por el acreedor. Y siendo así las cosas, es decir, teniendo por cierto que la designación del tercero debe estar
hecha en el mismo título, es claro que el pago debe hacerse a ese tercero, sin posibilidad alguna de que el acreedor
pueda oponerse.

Lo expuesto no obsta a que el acreedor pueda reclamarle al tercero el valor de lo que ha recibido, respetando los
términos de la relación interna existente entre ambos (art. 884, inc. a]), esto es, la relación convencional que los une.

¿Qué ocurre si muere el tercero designado para recibir el pago? El problema no es susceptible de una solución
general; es necesario tener en cuenta las circunstancias del caso. Si el tercero ha sido designado en interés común de
acreedor y deudor, es obvio que ellos pueden ponerse de acuerdo en otra persona o en hacer directamente el pago al
acreedor. Si el tercero ha sido designado en el solo interés del acreedor, es éste quien puede decidir quién ha de recibir
el pago. Finalmente, si el tercero ha sido designado en su interés personal, el pago ha de hacerse a sus herederos.
349. Pago hecho al acreedor aparente

El acreedor aparente es aquella persona que a los ojos de los demás goza ostensible, pacífica e incontrovertidamente
de la condición de acreedor, se comporta como tal, independientemente que lo sea o no, y ello ocurra durante un
período de tiempo relevante. Existe una serie de hechos que conducen a pensar que es el sujeto activo, el titular del
crédito. Por ello, si quien realiza el pago actúa de buena fe, y de las circunstancias resulta verosímil el derecho invocado,
el pago hecho es válido aunque después sea vencido en juicio sobre el derecho que invoca (art. 883, inc. e]). La norma
exige, además, que el deudor obre de buena fe. Desde luego, el verdadero acreedor tendrá derecho a reclamar del
acreedor aparente el valor recibido con fundamento en las normas del pago indebido (art. 884, inc. b]).

La solución legal viene impuesta sobre todo por razones de seguridad jurídica; en la vida del derecho es menester
muchas veces reconocer las situaciones aparentes y hacerles producir efectos. De lo contrario, no habría confianza en el
tráfico jurídico. Si apreciadas las circunstancias de buena fe, y con la diligencia normal que debe ponerse en los
negocios, una persona aparece como titular del crédito, es lógico que el deudor pueda desobligarse pagándole a ella,
aunque más tarde resulte que no era el verdadero titular. Ejemplos típicos de aplicación de esta norma son los
siguientes: el pago de una deuda hecho (i) al legatario de un crédito, aunque después se anule el legado o se lo revoque
por un testamento ulteriormente aparecido, (ii) al cesionario de un crédito aunque luego la cesión resulte anulada,
etcétera.

Para que el pago sea válido, deben reunirse estos requisitos:

a) Debe ser hecho de buena fe, vale decir, el deudor debe creer que el acreedor aparente es el verdadero acreedor. Si,
por el contrario, pagara sabiendo que quien recibe el pago no es el titular del crédito, el pago no lo libera.

La buena fe del acreedor aparente, en cambio, es indiferente, porque el problema debe juzgarse desde el ángulo del
que paga y no del que recibe: lo que está en juego es, ya lo hemos dicho, una cuestión de seguridad jurídica,
protegiéndose así al pagador de buena fe.

b) Que el acreedor aparente tenga un título que se presente como legítimo. Este derecho aparente es precisamente el
que justifica la solución excepcional de reconocer efectos liberatorios a un pago hecho en la persona de quien realmente
no es el acreedor. Cuando el deudor, usando la diligencia que se pone normalmente en el tráfico jurídico, ha podido
razonablemente pagar a quien lo hizo porque es verosímil —de las circunstancias del caso— el derecho invocado, es
justo que el pago lo desobligue. Se torna una hipótesis de seguridad jurídica dinámica.

350. Pago a un tercero no autorizado

En principio, el pago hecho a un tercero no autorizado o legitimado carece de todo valor (art. 885). Empero, puede
tener eficacia: a) si se hubiera convertido en utilidad del acreedor, en cuyo caso es válido en la medida de la utilidad
(art. 885, in fine, y arg. art. 1794); de lo contrario, el acreedor vendría a enriquecerse a expensas de su deudor; b) si el
acreedor lo ratificase, pues la ratificación suple el defecto de representación (art. 885), el pago será válido en su
totalidad; c) si el que lo recibió adquiere posteriormente el crédito, por ejemplo, si hereda al acreedor o éste le cede el
crédito, o si el acreedor hereda al que recibió la prestación.
351. Crédito embargado o pignorado

Dispone el art. 877 que el crédito, para ser pagado, debe estar expedito, es decir, que no se encuentre sometido a un
embargo o sea objeto de un contrato prendario. ¿Cuál es el caso? Estamos ante una situación trilateral. Existe un
acreedor, su deudor que a la vez es acreedor de un tercero, y este tercero deudor. Si el acreedor ha trabado un embargo
o constituido una prenda sobre el crédito que su deudor tiene contra el tercero, este último —en verdad— no podría
pagarle a su acreedor porque ese crédito no está expedito.

Por ello, si el crédito estuviera prendado o embargado judicialmente, el pago hecho al acreedor es inoponible al acreedor prendario
o embargante (art. 877). ¿Qué significa esta inoponibilidad? Que el pago hecho, si bien conserva todo su valor respecto
del acreedor mismo y de sus otros acreedores no embargantes o no prendarios, es inválido respecto de los embargantes
o prendarios y éstos tienen derecho a reclamar del que hemos denominado tercero deudor, un nuevo pago hasta
satisfacer sus créditos, porque el pago hecho anteriormente por este último a su acreedor les es inoponible, resulta para
ellos como si no hubiese existido. Y ¿qué sucede si el tercero deudor se ve en la necesidad de pagar dos veces? En tal
caso, tiene derecho a reclamar de su acreedor la restitución de lo que le pagó (desde luego, en la medida de los
respectivos créditos). Si no se admitiera esta solución, este acreedor se enriquecería indebidamente, toda vez que, por
un lado, habría percibido su crédito, y, por el otro, se vería liberado de su obligación, atento que el tercero deudor le
pagó al acreedor embargante o prendario.

352. Capacidad para recibir el pago

No es válido el pago realizado a una persona incapaz, o con capacidad restringida no autorizada por el juez para
recibir pagos (art. 885). Se trata de una medida tuitiva; se procura evitar que el pago vaya a dar a manos de quien no
tiene discernimiento (los supuestos del art. 24) o cuya capacidad para recibir pagos ha sido restringida judicialmente
(art. 32), con el consiguiente peligro de que lo dado en pago sea invertido o usado desatinadamente. Cabe añadir a estos
casos el de las personas sometidas a pena privativa de la libertad mayor a tres años, quienes se encuentran en
inferioridad de condiciones para administrar sus bienes; desde luego, estas personas deben ser escuchadas, pues a pesar
de su inferioridad tienen pleno discernimiento.

En cambio, los inhabilitados no son incapaces y, por lo tanto, tienen aptitud para recibir el pago, a menos que el juez
haya ordenado la asistencia de un apoyo para realizar tal acto (art. 49).

Finalmente, debe decirse que los pagos hechos violando el art. 885 pueden tener cierta eficacia. Es que este mismo
artículo dispone que el pago produce efectos en la medida en que el acreedor se ha beneficiado.

Debe tenerse presente la importancia de la inscripción de la sentencia que decreta la incapacidad o fija los actos que
no puede realizar de manera exclusivamente personal quien se encuentra sujeto al régimen de capacidad restringida.
Los actos (como el pago) posteriores a esa inscripción son nulos. Los anteriores, en cambio, pueden ser declarados
nulos, si perjudican a la persona incapaz o con capacidad restringida, y siempre que cumpla alguno de los siguientes
extremos: la enfermedad mental era ostensible a la época de la celebración del acto; quien contrató con él era de mala fe;
o, el acto es a título gratuito (arts. 44 y 45).
C. — Objeto del pago

353. De lo que se debe dar en pago, principios de identidad e integridad

Hemos dicho ya anteriormente que el principio esencial en esta materia es que el deudor debe cumplir exacta y
fielmente lo prometido, conforme a la regla de la buena fe. Esto significa: a) que el deudor está obligado no sólo a lo que
formalmente esté expresado en el título de la obligación sino también a todas las consecuencias virtualmente
comprendidas en ella; b) que si bien el deudor tiene el derecho a la prestación íntegra, no debe llevar su rigor a
extremos que resultan repugnantes a la buena fe o constituyan un verdadero abuso del derecho.

Ahora bien: para que el pago sea exacto, debe ajustarse a los principios de identidad e integridad (art. 867). Añade esta
norma que también debe reunir los requisitos de puntualidad y localización, pero estos dos recaudos no se relacionan
tanto con el objeto como con el tiempo y el lugar de pago, que se verán más adelante. Como se ha dicho, aquéllos son
requisitos sustanciales del objeto; éstos son meramente circunstanciales (Compagnucci de Caso, Rubén H., en Código
Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. Alterini, t. IV, La Ley, 2015, p. 380).

a) Principio de identidad.— El acreedor no está obligado a recibir y el deudor no tiene derecho a cumplir una prestación distinta a
la debida, cualquiera sea su valor (art. 868). Con otras palabras, si se trata de una obligación de dar, el deudor debe
entregar al acreedor la cosa que prometió, y éste no puede ser obligado a recibir una distinta, aunque sea de igual o
mayor valor. Si la obligación fuere de hacer, el acreedor tampoco podrá ser obligado a recibir en pago la ejecución de
otro hecho o la prestación de otro servicio que no sea el de la obligación, aunque sea más valioso que el prometido.
Pero, desde luego, el hecho de que no esté obligado, no obsta a que el acreedor pueda aceptar otra cosa o dar por
cumplida la obligación con la ejecución de un hecho o la prestación de un servicio distinto del debido. Es lo que se
llama dación en pago, que veremos más adelante (nro. 459).

b) Principio de integridad.— El pago debe ser íntegro; el acreedor no está obligado a recibir pagos parciales, excepto
disposición legal o convencional en contrario (art. 869, 1ª parte). Y si se debiese una suma de dinero con intereses, el
pago no se estimará íntegro sino pagándose todos los intereses con el capital (art. 870). Es una solución lógica. El pago
debe ser completo y hecho en la oportunidad debida. Si el acreedor pudiera ser obligado a recibir pagos parciales, con
frecuencia se vería perjudicado en sus intereses, ya que no se le estaría pagando lo adeudado. En la práctica de los
tribunales es frecuente que el ejecutado por una obligación se presente a juicio depositando una suma de dinero que
cubre parte de la deuda, para paralizar el procedimiento. El acreedor tiene derecho a no aceptarla y a seguir la ejecución
adelante para cobrarse el monto total.

354. Casos en que se autorizan pagos parciales

El principio de la integridad o indivisibilidad del pago, a que aludimos en el número anterior y cuya consecuencia es
que no se pueden autorizar pagos parciales, tiene algunas excepciones.

a) Excepciones de carácter convencional.— A veces el pago parcial está autorizado en el mismo título de la obligación. Por
ejemplo, el pago en cuotas, por mensualidades. También autoriza el pago parcial la cláusula "pago a mejor fortuna"; el
juez podría, según la situación económica de éste, admitir el pago en esa forma.

b) Excepciones de carácter legal.— El pago parcial resulta de la ley en los siguientes casos: 1º) Si se ha operado la
compensación parcial de los créditos que tienen entre sí dos personas, el deudor de la cantidad mayor sólo estará
obligado a pagar el sobrante, lo que significa pago parcial. 2º) Si la deuda es en parte líquida y en parte ilíquida, el
deudor puede pagar la parte líquida (art. 869, in fine). 3º) El heredero con responsabilidad limitada, que no ha
renunciado a la herencia, cumplirá pagando la parte de las deudas del causante que pueda cubrir con los bienes que
aquél dejó (art. 2280, párr. final). 4º) En caso de quiebra, los acreedores quedan obligados a recibir la parte de su crédito
que sea cubierta en la proporción debida con los bienes liquidados. 5º) Si los cofiadores son varios y no existe
solidaridad entre ellos, cada uno responde por su parte alícuota (art. 1589), lo que significa que el acreedor tendrá que
aceptar de cada uno de ellos un pago parcial; 6º) Si la deuda estuviera parcialmente prescripta, sería válido el pago de la
parte no prescripta.

Naturalmente, el principio de la integridad o indivisibilidad sólo se aplica a las deudas que tengan por origen un
mismo título. Si, por ejemplo, una persona tiene con otras varias deudas originadas en distintas causas o títulos, el
deudor puede pagar independientemente cada una de ellas, sin que el acreedor tenga derecho de exigir el pago
conjunto por más que todas sean sumas de dinero y venzan en la misma fecha.

D. — Lugar de pago

355. Dónde debe pagarse la obligación

Para precisar el lugar donde debe ser pagada la obligación es necesario atenerse, ante todo, a la voluntad de las partes
(art. 873). Si éstas hubieran designado el lugar, la obligación deberá cumplirse allí. Esa designación puede hacerse en
forma expresa o tácita; ejemplo de esta última sería un contrato por el cual una persona asume la administración de una
estancia, de un establecimiento comercial, etcétera. Es evidente que deberá cumplir sus obligaciones en el lugar en que
está situado el establecimiento.

El lugar de pago puede ser designado en el contrato o posteriormente. Por último, aunque se hubiera designado un
lugar determinado, el acreedor puede aceptarlo en cualquier otro, si el deudor quisiera hacerlo allí, por tratarse de
preceptos no imperativos.

Si se hubiera fijado como lugar de pago el domicilio del acreedor, y éste se mudare, el deudor podrá exigir realizar el
pago en el domicilio actual del acreedor o en el anterior (art. 874, párr. 1º, in fine).

Para el caso de que no hubiera lugar designado en el contrato, la ley fija el lugar de pago, distinguiendo diversas
hipótesis (art. 874):

a) Obligaciones de dar una cosa cierta.— El pago debe hacerse en el lugar en que la cosa se encuentra habitualmente.

b) Obligaciones bilaterales de cumplimiento simultáneo.— El pago debe hacerse en el lugar donde deba cumplirse la
prestación principal.

c) En las demás obligaciones.— El pago debe hacerse en el domicilio del deudor al tiempo del nacimiento de la
obligación. ¿Qué ocurre si se muda? El acreedor estará facultado para exigir el pago en el domicilio actual del deudor o
en el anterior.

Esta última regla es aplicable, incluso, a los casos de obligaciones de dar una cosa cierta o de obligaciones bilaterales
de cumplimiento simultáneo, si no se puede probar el lugar en que la cosa se encuentra habitualmente o el lugar en que
debe cumplirse la prestación principal, respectivamente.

356. Efectos sobre la competencia judicial

Cuando se trata de acciones personales la competencia judicial es determinada, en primer término, por el lugar
convenido para el cumplimiento de la obligación. A falta de éste, el actor puede elegir entre el juez del domicilio del
deudor o el del lugar en que se celebró el contrato, siempre que el demandado se encontrara en él, aunque fuera
accidentalmente (art. 5º, inc. 3º, Cód. Proc. Civ. y Com. de la Nación).

Como puede apreciarse, el lugar de cumplimiento tiene una importancia esencial en la determinación de la
competencia judicial.

357. Domicilio especial

¿La fijación de un domicilio contractual significa designación implícita del lugar de pago? La cuestión es dudosa y
depende de los términos en que está redactada la cláusula. Pero en principio la respuesta debe ser negativa. Una cosa es
el domicilio y otra el lugar de pago. Pero si éste debiera hacerse en el domicilio, rige el domicilio contractual si lo
hubiere.

E. — Época del pago

358. Caso de exigibilidad inmediata

Si la obligación es de exigibilidad inmediata, el pago debe hacerse en el momento de su nacimiento (art. 871, inc. a]).
En efecto, estas obligaciones son exigibles desde el momento mismo de su nacimiento y el deudor debe cumplir cuando
el acreedor lo pida. Es el caso del pagaré a la vista, en el que el deudor debe pagar contra la presentación del referido
título cambiario.

359. Caso en que existe plazo determinado

Si el plazo está determinado, sea cierto o incierto, el pago debe hacerse el día de su vencimiento (art. 871, inc. b]). El
plazo es cierto cuando fue fijado para terminar en determinado año, mes o día, o cuando comenzó a correr desde la
fecha de la obligación o de otra fecha cierta; por ejemplo, cuando el vencimiento de la obligación se fija para el día 5 de
febrero de 2020 o para dentro de los 60 días de celebrado el contrato. En cambio, es incierto cuando fue fijado con
relación a un hecho futuro necesario, o para terminar el día que ese hecho necesario se realice. Es el caso de que se fije
como fecha de vencimiento el día de la muerte de determinada persona.

360. Caso en que el plazo es tácito

Si el plazo es tácito, el pago debe hacerse en el tiempo en que, según la naturaleza y circunstancias de la obligación,
debe cumplirse (art. 871, inc. c]). El plazo es tácito cuando el cumplimiento de la obligación requiere de un cierto
tiempo. Así, por ejemplo, si una de las partes se obliga a trasladar una cosa desde Córdoba a Comodoro Rivadavia, es
necesario un tiempo razonable para poder hacer la entrega en el lugar de destino.
361. Caso en que el plazo es indeterminado

En este supuesto, el pago debe hacerse en el tiempo que fije el juez, a pedido de cualquiera de las partes, mediante el
procedimiento más breve que prevea la ley local (art. 871, inc. d]). Es el caso de la obligación, cuyo cumplimiento ha
quedado supeditado al mejoramiento de fortuna del deudor. Acreditada tal circunstancia, el juez deberá fijar la fecha de
vencimiento de la obligación.

362. Pago anticipado

El deudor está facultado a pagar antes del vencimiento de la obligación, pero ello no le da derecho a exigir descuentos
(art. 872). Desde luego, esta prerrogativa cede si del contrato resulta —expresa o tácitamente— que el plazo fue
convenido en beneficio de ambas partes (conf. Código francés, art. 1187; italiano, art. 1184; alemán, art. 271; de las
obligaciones suizo, art. 81; portugués, art. 779; venezolano, arts. 1214). Tampoco podrá hacer el pago anticipadamente si
el plazo beneficia de manera exclusiva al acreedor.

Por otra parte, si el deudor hubiera pagado su obligación antes del vencimiento, no tiene derecho a repetir lo pagado.
Es que no se trata de un pago indebido (art. 1796), sino meramente anticipado.

363. Caducidad del plazo

Es preciso agregar que existen algunas hipótesis de caducidad del plazo, en las cuales la obligación se hace exigible
antes del término fijado.

Por motivos diversos, la ley suele disponer la caducidad del plazo establecido en los actos jurídicos, reconociendo al
acreedor el derecho a ejecutar su crédito, no obstante que el término no esté vencido. Las hipótesis más importantes son
las siguientes: a) si se ha declarado la quiebra del deudor, o si disminuye por un acto propio del deudor las garantías
otorgadas al acreedor para el cumplimiento de la obligación, o si no ha constituido las garantías prometidas (art. 353); b)
si el deudor que ha constituido una garantía real realiza actos que disminuyen el valor de esa garantía (art. 2195); c) si el
bien gravado con una garantía real es subastado por un tercero antes del cumplimiento del plazo, el acreedor tiene
derecho a dar por caduco el plazo y a cobrar con la preferencia correspondiente (art. 2197); d) el incumplimiento de los
deberes impuestos al acreedor anticresista por el art. 2216 (como, por ejemplo, el deber de no modificar el destino del
bien, o el de no realizar cambio alguno que impida al deudor —después de pagada la deuda— explotar la cosa de la
manera que antes lo hacía) extingue la garantía recibida y está obligado a restituir la cosa al titular actual legitimado
(art. 2216, párr. final); e) si el acreedor ha recibido en prenda una cosa ajena que creía del deudor y la restituye al dueño
que la reclama, podrá exigir que se le entregue otra prenda de igual valor; y si el deudor no lo hace, podrá pedir el
cumplimiento de la obligación principal, aunque haya plazo pendiente para el pago (art. 2224).

En cambio, la disminución notable de la solvencia del deudor, posterior al acto y anterior al vencimiento del término,
no justifica la caducidad del plazo, pero sí permite al acreedor pedir trabar embargo preventivo (art. 209, inc. 5º, Cód.
Proc. Civ. y Com. de la Nación).
364. Suspensión o diferimiento del plazo

Es posible suspender el cumplimiento de la propia obligación, si sus derechos sufren una grave amenaza de daño
porque la otra parte ha sufrido un menoscabo significativo en su aptitud para cumplir, o en su solvencia. Sin embargo,
la suspensión queda sin efecto cuando la otra parte cumple o da seguridades suficientes de que el cumplimiento será
realizado (art. 1032).

Han existido casos, además, en que la ley ha diferido el momento del pago. No es esta una posibilidad que quepa
dentro del régimen normal de las obligaciones; pero a veces una aguda crisis económica obliga al Estado a salir al
amparo de los deudores. Tal fue el caso de la ley 25.561, que reestructuró diferentes tipos de deudas, como las que
tenían las entidades financieras con los depositantes de dinero a plazo fijo, las que sufrieron —entre otras cosas— una
extensa prórroga en el plazo para el pago. Si bien la solución fue proclamada como excepcional, no es posible omitir que
las declaraciones de emergencia se han tornado habituales en nuestro país, lo que evidentemente conspira contra la
necesaria seguridad jurídica que debe existir.

Finalmente, cabe señalar que nuestro Código no admite el plazo de gracia, interesante institución del derecho romano
(adoptada por el Código Civil francés, art. 1244-1), que reconocía al juez la facultad de conceder al deudor un nuevo
plazo, en situaciones de excepción y cuando esa solución apareciera impuesta por razones de buena fe, equidad y
humanidad.

F. — Gastos del pago

365. Regla general

Los gastos del pago deben ser soportados por el deudor, puesto que el acreedor debe recibir íntegramente lo debido,
sin disminución alguna.

En los contratos bilaterales en que ambas partes tienen obligaciones a su cargo, el principio general es que cada parte
debe cargar con los gastos inherentes al cumplimiento de sus propias obligaciones. Hay contratos, sin embargo, en que
una de las partes asume obligaciones exclusivas o principalmente en interés de la otra parte. Así ocurre, por ejemplo, en
el mandato o en el depósito gratuito. Es justo que en estos casos los gastos ocasionados al mandatario o depositario por
el cumplimiento de sus obligaciones corran por cuenta del mandante o depositante. Así lo disponen los arts. 1328, inc.
a), y 1357.

Demás está decir que las partes podrían acordar otra cosa en sus contratos. Estas reglas son simplemente supletorias
(art. 962).

G. — Efectos del pago

366. Efectos necesarios

El efecto fundamental del pago, siempre que satisfaga el interés del acreedor, es la liberación del deudor (art. 880); se
extingue no sólo la deuda principal, sino también los accesorios: prendas, hipotecas, fianzas, intereses, etcétera. El
deudor tendrá, en consecuencia, los siguientes derechos: a) los que surgen de la misma liberación: levantamiento de la
hipoteca, devolución de la cosa dada en prenda, de los títulos entregados en caución; b) el de repeler las acciones del
acreedor.

El pago es, además, irrevocable; hecho en legal forma, no permite una repetición ulterior, salvo que se trate de un pago
de lo indebido (arts. 1796 y ss.). Por su parte el que lo recibe no puede pretender que lo pagado no se ajusta a lo debido,
si lo ha recibido sin salvedades ni reservas. Es el llamado efecto cancelatorio del pago.

367. Liberación forzada

Es obvio que si el acreedor se niega a liberar a su deudor, oponiéndose, por ejemplo, a la cancelación de una hipoteca
o a la restitución de la cosa dada en prenda, o al levantamiento de embargos o inhibiciones, el deudor tiene derecho a
reclamar la liberación judicialmente. El mandato judicial se cumplirá bien sea librando oficio al Registro de la
Propiedad (caso de hipotecas, embargos, etc.) o bien disponiendo el secuestro de la cosa dada en prenda.

368. Efectos accidentales

Pero a veces, el pago tiene otros efectos accidentales muy importantes:

a) El pago importa el reconocimiento tácito de una obligación preexistente (art. 733) y tiene un efecto interruptivo de
la prescripción (art. 2545); esta última consecuencia tiene importancia primordial cuando se trata de pagos parciales.

b) Puede tener efectos de confirmación o convalidación de un acto que adolece de nulidad relativa, si ha sido cumplido
por quien hubiera podido alegar la nulidad (art. 388); en efecto, el pago implica ejecutar el contrato, siendo por tanto de
aplicación el art. 394. Se entiende que para que este efecto se produzca es menester que haya desaparecido el vicio que
invalidaba el acto (artículo citado).

c) En los contratos de compraventa celebrados con seña penitencial (esto es, cuando el comprador y el vendedor tienen
derecho a arrepentirse perdiendo el primero la seña pagada, y, el segundo, devolviéndola con otro tanto su valor) el
pago del resto del precio o de una parte de él impide en adelante el arrepentimiento. El contrato queda definitivamente
consolidado.

369. Efectos incidentales

Consisten en aquellas situaciones que se originan una vez realizado un pago que no produce los efectos normales de
extinción del crédito y liberación del deudor. En realidad, hacen nacer relaciones jurídicas entre los sujetos del pago y
terceros. En este sentido encontramos:

a) Reembolso de un tercero que pagó: si un tercero cumple la prestación debida, goza del derecho a que el deudor le
reintegre lo gastado en la medida que indica el art. 882.

b) Repetición del pago indebido: si la conducta desplegada no resulta ser la debida, el solvens que pagó posee la
facultad de solicitar la restitución de lo pagado.

c) Restitución al acreedor de lo pagado a un tercero: si la persona que recibe el pago o accipiens no resulta ser el
acreedor, se ve obligada a entregárselo.

d) Inoponibilidad del pago: no produce su virtualidad el pago respecto de ciertos terceros. Por ejemplo, el realizado
en fraude a los acreedores no resulta oponible a éstos (conf. art. 876).
H. — Mora

1. — Mora del deudor

370. Concepto y elementos

La mora del deudor consiste en la falta de cumplimiento de la obligación en tiempo oportuno. O, con palabras del art.
886, la mora del deudor se produce por el solo transcurso del tiempo fijado para el cumplimiento de la obligación.

El art. 888 dispone que para eximirse de las consecuencias jurídicas de la mora, el deudor debe probar que no le es imputable. La
imputabilidad, sin embargo, no es un elemento constitutivo de la mora, que es un concepto puramente objetivo. La
imputabilidad importa en lo que hace a la responsabilidad derivada de la mora. Recuérdese que la atribución de un
daño puede basarse en factores objetivos o subjetivos de responsabilidad (art. 1721): la culpa y el dolo son factores
subjetivos de atribución (art. 1724); en cambio, el factor de atribución es objetivo cuando la culpa del agente es
irrelevante a los efectos de atribuir la responsabilidad, responsabilidad de la que solo se puede liberar —como regla—
demostrando la causa ajena (art. 1722). Por lo tanto, puede decirse que hay mora imputable y otra —a la que suele
denominarse como demora o retardo— que no lo es por ser provocada por una causa ajena.

371. Evolución de la mora en el sistema jurídico argentino

El original art. 509 del Código Civil de Vélez sentaba el principio de que para que el deudor incurra en mora era
necesario que hubiera requerimiento de pago, sea judicial o extrajudicial.

Esta exigencia se justifica plenamente en las obligaciones que carecen de plazo determinado; pero habiéndolo, lo
natural es que el solo vencimiento del plazo provoque la mora. Esa era la solución del derecho romano (Cód. VIII, tít.
38, ley 12), que recogió la antigua legislación española (Partida V, tít. 2, leyes 15 y 17). Sin embargo, el Código Napoleón
se apartó de esa tradición, exigiendo la interpelación aun en el caso de obligaciones de plazo determinado. Vélez siguió
la solución francesa, pues el art. 509 que él redactó establecía la regla general del requerimiento, estableciendo
excepciones, dentro de las cuales no se cuentan las obligaciones con plazo determinado.

En apoyo de esta exigencia se aduce que, en tanto el acreedor no requiere el pago, está indicando con su pasividad
que el retardo no le causa perjuicio y que autoriza tácitamente al deudor a postergar el cumplimiento. Pero tales
razones no resultan convincentes, en el supuesto de obligaciones de plazo determinado. En éstas, el deudor conoce
exactamente el momento en que debe cumplir; si se ha fijado término, es porque el acreedor quiere que se pague en ese
momento y no en otro. Por lo tanto, resulta superflua la exigencia de requisitos formales previos, que la mayor parte de
los profanos ignoran, perjudicándose indebidamente en sus intereses. Además, en las relaciones corrientes entre
acreedor y deudor, no resulta simpático un requerimiento formal: cumplido el plazo, los malos pagadores suelen
encontrar pretextos y excusas para su demora, que el acreedor tolera para no llevar las cosas al extremo de una
reclamación legal. Es injusto que esa tolerancia y buena voluntad lo perjudique, privándolo de percibir intereses o de
beneficiarse con cualquiera de las restantes consecuencias de la mora.

La ley 17.711 modificó sensiblemente el régimen del Código Civil, estableciendo el principio de la mora automática,
esto es, que se produce por el mero vencimiento del plazo, y disponiendo los casos en que se exigía la interpelación. El
Código Civil y Comercial ha seguido esta línea legislativa (arts. 886 y 887).
372. El principio de la mora automática y sus excepciones

El art. 886, párrafo primero, consagra el principio de la mora automática, al disponer que la mora del deudor se produce
por el solo transcurso del tiempo fijado para el cumplimiento de la obligación.

Sus excepciones se encuentran reguladas en el art. 887, que textualmente establece: La regla de la mora automática no rige
respecto de las obligaciones:

a. sujetas a plazo tácito; si el plazo no está expresamente determinado, pero resulta tácitamente de la naturaleza y circunstancias
de la obligación, en la fecha que conforme a los usos y a la buena fe, debe cumplirse;

b. sujetas a plazo indeterminado propiamente dicho; si no hay plazo, el juez a pedido de parte, lo debe fijar mediante el
procedimiento más breve que prevea la ley local, a menos que el acreedor opte por acumular las acciones de fijación de plazo y de
cumplimiento, en cuyo caso el deudor queda constituido en mora en la fecha indicada por la sentencia para el cumplimiento de la
obligación.

En caso de duda respecto a si el plazo es tácito o indeterminado propiamente dicho, se considera que es tácito.

Veamos cuáles son los casos contemplados en ambas normas:

a) Obligaciones a plazo. — Si la obligación tiene plazo, la mora se produce por su solo vencimiento. Es la regla de la
mora automática. No importa que el plazo sea cierto (el 31 de diciembre de 2020) o incierto (la próxima lluvia, la muerte
de una persona); la ley no distingue. En ambos casos la mora se produce automáticamente el día del vencimiento del
término.

Tampoco importa el lugar en el que debe cumplirse la obligación. Una fuerte corriente doctrinaria y jurisprudencial
sostuvo durante la vigencia del derogado art. 509 del Código Civil (según reforma de la ley 17.711) que si el lugar del
cumplimiento de la obligación es el domicilio del deudor (que es la hipótesis normal), éste no queda en mora mientras
el acreedor no pruebe haber concurrido a dicho domicilio a recibir el pago. Esta tesis, que importaba agregar al
cumplimiento del plazo un requisito que contraría el texto ponderado (según el cual la mora se produce por el solo
transcurso del tiempo fijado para el cumplimiento de la obligación), quedó definitivamente desechada después de que
un fallo plenario de la Cámara Civil de la Capital Federal resolvió que el acreedor no tenía obligación de probar que
había concurrido al domicilio del deudor a exigir el pago, operándose la mora por el solo vencimiento del plazo. Esta
solución jurisprudencial ha quedado definitivamente consagrada en el art. 888, in fine, que hace recaer la labor de
acreditación de la falta de imputabilidad sobre el deudor, cualquier sea el lugar de pago de la obligación.

También, debe considerarse como hipótesis de mora automática:

(i) Cuando la obligación es de tal naturaleza que sólo el deudor y no el acreedor está en condiciones de saber cuándo debe hacerse
efectivo el cumplimiento, como ocurre con el administrador o mandatario, que serán responsables siempre que no hayan
realizado oportunamente la gestión o los actos que se obligaron a realizar, aunque no los intime el mandante.

(ii) Cuando se trata de obligaciones emergentes de hechos ilícitos. Prevalece la doctrina de que la mora es automática por
cualquier acto ilícito; por consiguiente, los intereses debidos sobre la indemnización se cuentan desde el momento
mismo del daño (art. 1748).

(iii) Cuando la obligación se ha hecho de cumplimiento imposible, pues en tal caso la interpelación carecería de sentido.

(iv) En las obligaciones de no hacer, cuando el deudor ha hecho lo que no debía.

(v) Cuando el deudor ha manifestado que no cumplirá, pues también aquí el requerimiento se convertiría en un formalismo
estéril.

(vi) Cuando el requerimiento se ha hecho imposible por culpa del deudor, por ejemplo, si ha desaparecido de su domicilio.

(vii) Cuando el deudor reconoce que se encuentra en mora.


b) Obligaciones de plazo tácito. — Las obligaciones de plazo tácito son aquellas cuyo plazo surge de la propia naturaleza
y de las circunstancias de la obligación (art. 887, inc. a]). El ejemplo característico de este tipo de obligación es el del
contrato de transporte cuando no se fijó un término para su realización; se entiende que deberá ser cumplido en el plazo
necesario para hacer el transporte. La mora se produce en la fecha, en que de acuerdo a los usos y a la buena fe, debe
cumplirse la obligación (art. 887, inc. a). Sin embargo, teniendo en cuenta que es un supuesto de excepción de la mora
automática (art. 887), se deberá recurrir a la interpelación a fin de evitar equívocos (Compagnucci de Caso, Rubén
H., Derecho de las Obligaciones, p. 186, Ed. La Ley, 2018; Gagliardo, Mariano, Tratado de Obligaciones, t. 2, p. 170, Ed.
Zavalía, 2015), solución que indicaba el art. 509 del Código Civil velezano, reformado por la ley 17.711. Es la buena
solución, porque el plazo tácito suele ser indefinido y arrojar dudas sobre el momento en que debe considerárselo
cumplido. No está de más señalar que el Anteproyecto de Reformas al Código Civil y Comercial de 2018 prevé
expresamente esta solución (art. 887). Inclusive, el silencio del acreedor puede inducir al deudor a creer que aquél
piensa que el plazo todavía no está vencido.

c) Obligaciones con plazo indeterminado. — En este caso no hay plazo expreso ni tácito. La obligación no es exigible de
inmediato, pero no hay forma de determinar el plazo en que debía cumplirse de acuerdo a los términos de la obligación.
Como se ve, la indeterminación del plazo es absoluta, y ello puede suceder ya sea porque las partes no han fijado
ningún plazo, ya sea porque se ha hecho referencia a hechos que no es forzoso que sucedan En este supuesto, el art.
887 ha mantenido el régimen del Código Civil velezano, conservado en la reforma de la ley 17.711: el plazo debe fijarlo
el juez a pedido de parte. Quedan comprendidos en la norma aquellos casos en los que se ha tomado un acontecimiento
no forzoso, con la finalidad de diferir los efectos del acto, tratándose, entonces, de un acontecimiento impreciso (v.gr.
mejoramiento de fortuna, art. 889), que obliga a fijar el plazo de cumplimiento judicialmente. La fijación judicial del
plazo debe hacerse en el procedimiento más breve que la ley local indique. Además, se permite la acumulación de la
acción de fijación de plazo y de cumplimiento del contrato, en cuyo caso el deudor quedará constituido en mora el día
fijado por la sentencia para el cumplimiento de la obligación. Esta acumulación es optativa para el acreedor, que puede
tener interés en colocar prontamente en mora al deudor, en cuya hipótesis demandará sólo por fijación de plazo.

Debe decirse, finalmente, que si hubiere duda respecto a si el plazo es tácito o indeterminado propiamente dicho,
deberá considerarse que es tácito (art. 887, in fine).

373. Supuestos de obligaciones a plazo cierto que requieren interpelación

No obstante lo previsto en el primer párrafo del art. 886, será necesaria la interpelación en las obligaciones a plazo:

a) Si así se pactó en la obligación, pues esta disposición es supletoria y puede ser modificada por convenio de partes.

b) Si la obligación contiene la cláusula "cuando el acreedor quiera" u otras similares, que dejan librado a la expresión
de la voluntad del acreedor el plazo de vencimiento de la obligación (por ej., las obligaciones a la vista; la del
depositario de devolver la cosa cuando el depositante lo exija —art. 1358—, si no hay plazo fijado; la del comodatario de
devolver la cosa cuando el comodante lo pida —art. 1536, inc. e]—, cuando no hay plazo fijado ni surge de la finalidad
del contrato; etc.).

c) Si una ley especial, tomando en cuenta las características de la obligación, exige la interpelación; como ocurre en
el leasing inmobiliario, cuando el tomador ha pagado más de un cuarto del canon total convenido (art. 1248, incs. b] y c];
no obstante la calificación de mora automática que la propia norma hace).
374. Efectos subsidiarios de la interpelación

Aun en las obligaciones a plazo la interpelación puede ser útil para producir los siguientes efectos:

a) Permite tener por resueltos los contratos, conforme al procedimiento indicado en los arts. 1087 y 1088.

b) Hecha en forma fehaciente, provoca la suspensión de la prescripción por seis meses o el plazo menor de
prescripción que pudiere corresponder a la acción (art. 2541).

375. Interpelación judicial

La interpelación puede ser judicial o extrajudicial. La judicial resulta de la notificación de la demanda o reconvención
y de la intimación de pago en el procedimiento ejecutivo; asimismo, puede resultar de un embargo preventivo o de otra
intimación de pago hecha en un proceso.

La interpelación es eficaz aunque la demanda haya sido interpuesta ante juez incompetente o presente defectos
formales; pues cualquiera sea la suerte de la demanda mal instaurada, es inequívoca la voluntad del acreedor de
reclamar el pago, lo que basta para la constitución en mora.

376. Interpelación extrajudicial

a) Forma. El requerimiento no está sujeto a forma alguna; puede ser escrito o verbal. Claro está que no es aconsejable
utilizar esta última forma por la dificultad de la prueba. La forma habitual es la carta documento o el telegrama,
colacionado o no. También se le ha reconocido virtualidad para colocar en mora al deudor al reclamo extrajudicial —
instrumentado mediante nota en la que consta el sello de recepción de la demandada— que contenga un requerimiento
categórico de pago, de cumplimiento factible y apropiado en cuanto al objeto, modo y tiempo.

b) Cómo debe hacerse la interpelación. La interpelación no requiere términos formales, precisos o solemnes, ni está sujeta
a fórmulas estrictas; pero, eso sí, debe contener una exigencia clara y concreta del pago; así, se ha decidido que no
constituye interpelación el telegrama que reza: "A fin de escriturar, ruégole indicarme día y hora para hacerlo", pues no
hay una exigencia concreta de cumplimiento; tampoco constituye interpelación el simple envío de una cuenta vencida,
ni el telegrama en el que se anuncia el propósito de demandar la rescisión del contrato o declararlo rescindido, ni la
demanda por resolución, porque en ninguno de estos casos hay reclamo de pago.

c) Interpelación bajo plazo o condición. Ninguna duda hay que la intimación puede hacerse bajo plazo; esto no sólo es
frecuente sino también, en algunos casos, necesario. Así, por ejemplo, no podría intimarse el cumplimiento sin dar un
plazo razonable para que el deudor pueda cumplir. En cambio, se discute si puede ser hecho bajo la condición
suspensiva, aunque la opinión predominante, a la que adherimos, se manifiesta por la afirmativa. Si el objeto del
requerimiento es poner de manifiesto la voluntad de cobrar, es obvio que a esos efectos basta con una declaración hecha
bajo condición.

d) Sumas ilíquidas. No impide la constitución en mora la circunstancia de que la obligación no tenga suma líquida.

e) Oportunidad. La interpelación debe hacerse una vez vencido el plazo de que goza el deudor, pues no hay mora si la
deuda no es exigible. Sin embargo, no hay inconveniente en que la interpelación se haga antes del vencimiento si se
requiere el pago para después de operado dicho vencimiento. Así, por ejemplo, si la deuda vence el día 31 de diciembre,
sería válido el requerimiento hecho el 20 de diciembre para pagar el 2 de enero.
Además, debe otorgarse al deudor el tiempo indispensable (calculado razonablemente) para cumplir; una
interpelación intempestiva o de mala fe, es ineficaz, pues deben evitarse sorpresas o emboscadas contrarias a la lealtad.

f) Colaboración del acreedor. Si el cumplimiento de la obligación requiere la colaboración del acreedor, no habrá mora
mientras éste no la preste; así, por ejemplo, en el contrato de obra, el dueño no puede requerir la iniciación de los
trabajos mientras no ponga a disposición del empresario el inmueble en que ha de hacerse.

g) Capacidad y personería. El acreedor que haga la interpelación debe ser capaz; en principio, la capacidad debe ser la
misma que se requiere para celebrar el contrato cuyo cumplimiento se reclama.

La interpelación puede hacerse por intermedio de apoderado; no se requieren poderes especiales. La intimación hecha
por quien no ostenta poder suficiente es ineficaz.

h) Gastos. Los gastos de la interpelación son a cargo del acreedor.

377. Mora en las obligaciones recíprocas

En las obligaciones recíprocas, uno de los obligados no incurre en mora si el otro no cumple o no se allana a cumplir
sus propias obligaciones. Así lo disponía expresamente el art. 510 del Código Civil de Vélez. Si bien esta norma no ha
sido replicada en el Código Civil y Comercial, es una consecuencia del mismo principio que informa la exceptio non
adimpleti contractus, prevista en el art. 1031, por lo que aquella norma debe considerársela subsistente.

378. Efectos de la mora

Desde el momento en que el deudor queda constituido en mora y siempre que ella le sea imputable, se producen las
siguientes consecuencias jurídicas:

a) El deudor está obligado a indemnizar al acreedor todos los daños que la mora le ocasione; desde ese momento
correrán los intereses por las sumas que le adeude (art. 1748).

b) El deudor es responsable por los daños que con posterioridad a ese momento sufra la cosa debida, aunque ellos se
hayan producido por caso fortuito; a menos que tal estado sea indiferente, es decir que la cosa se hubiera dañado o
hubiere perecido igualmente aunque hubiese estado en poder del acreedor (art. 1733, inc. c]).

c) El acreedor puede reclamar la resolución del contrato, siguiendo el procedimiento fijado en los arts. 1087 y 1088.

d) El deudor no puede alegar la teoría de la imprevisión (Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones,
p. 187, Ed. La Ley, 2018) regulada en el art. 1091.

e) El acreedor puede ejercer la cláusula penal (arts. 790 y 792).

379. Extinción de la mora

La mora del deudor cesa por cumplimiento de la obligación, por haberse hecho imposible el cumplimiento de la
obligación y por renuncia del acreedor a los beneficios y efectos de la mora. El principio general es que la cesación de la
mora no deja sin efecto las consecuencias que ella había ya producido y que sólo impide que éstas se sigan produciendo
en el futuro. Sin embargo, esto requiere algunas precisiones.

a) El cumplimiento tardío no exime al deudor de la obligación de pagar los daños consiguientes a la demora (art.
1747); más aún, el acreedor puede negarse a recibir la prestación principal si no está acompañada del pago de los daños.
b) Si la obligación se ha hecho de cumplimiento imposible después de la mora, el deudor debe los daños
consiguientes, por más que la imposibilidad haya derivado de una fuerza mayor, salvo que demuestre que la cosa se
hubiere perdido igualmente en poder del acreedor (art. 1733, inc. c]). Pero ya no seguirán corriendo intereses
moratorios.

c) La extensión de los efectos de la renuncia depende de los términos en que haya sido formulada. Naturalmente, no
habrá problemas si la misma renuncia establece su alcance; ellos se presentan generalmente acerca de ciertos actos que
importan o pueden importar una renuncia tácita.

La recepción del pago sin protesta alguna hace presumir la renuncia total a los restantes efectos de la mora, en
particular a los intereses moratorios, salvo que de las circunstancias del caso se desprenda una intención distinta.

La recepción de intereses adelantados importa conceder un nuevo plazo por todo el término cubierto por dichos
intereses. La concesión de nuevo plazo importa renuncia temporaria a exigir el pago de la prestación principal, pero no
a reclamar los intereses moratorios.

d) Cabe resaltar que la mora no impide al deudor recurrir al procedimiento de consignación judicial de pago (art.
908), claro está que deberá añadir los accesorios devengados hasta el día de la consignación.

2. — Mora del acreedor

380. Noción

Con frecuencia el cumplimiento de las obligaciones exige la colaboración del acreedor, aunque no sea más que la
aceptación y recibo de la prestación. Ahora bien: puede ocurrir que el acreedor se demore o se niegue a recibirla. ¿Qué
efectos jurídicos tiene el ofrecimiento de pago?

Algunos países cuya cultura jurídica tiene considerable influencia sobre nuestra doctrina, han reglamentado en su
derecho positivo la mora del acreedor, atribuyéndole distintos efectos que a la consignación. En la conducta del deudor
que desea liberarse de sus obligaciones y se encuentra con la resistencia del acreedor a recibir la prestación, hay dos
pasos claramente establecidos en aquellas legislaciones: el ofrecimiento de pago (o constitución en mora del acreedor) y
la consignación judicial (en la actualidad, se ha aceptado la modalidad de la consignación extrajudicial). Los efectos más
importantes del primero son detener el curso de los intereses, transferir al acreedor los riesgos de la cosa, hacer recaer
sobre éste los gastos de conservación, y hacerlo responder por los daños que cause. El efecto de la consignación es
liberar definitivamente al deudor.

Cabe resaltar que la constitución en mora del acreedor abre la vía al deudor para el pago por consignación (art. 904,
inc. a]).

381. Requisitos

La mora del acreedor supone, de acuerdo con el art. 886, segundo párrafo: a) la existencia de una obligación vencida
que requiera además un comportamiento activo del acreedor para permitir el cumplimiento; b) el ofrecimiento de pago
hecho por el deudor que cumpla con los requisitos de identidad, integridad, puntualidad y localización (véase nro. 353),
pero el acreedor puede destruir los efectos de la mora demostrando que el deudor no estaba en condiciones de cumplir;
c) la injustificada negativa o demora en aceptarla por el acreedor.
382. Efectos

Los efectos de la mora del acreedor son los siguientes:

a) El acreedor debe pagar al deudor los mayores gastos que haya debido hacer éste con motivo de la mora; por
ejemplo, los gastos de conservación y cuidado de la cosa, los honorarios y gastos del juicio de consignación.

b) Todos los riesgos por pérdida de la cosa quedan por cuenta del acreedor, salvo, claro está, que ellos sean debidos a
culpa o dolo del deudor; pero esta culpabilidad no se presume, de modo que el acreedor que la invoque debe probarla.

c) El curso de los intereses queda interrumpido desde la fecha de la mora.

d) Impide constituir en mora al deudor.

e) Habilita al deudor a consignar el pago (art. 904, inc. a).

I. — Criterios de imputación de responsabilidad

383. Método tradicional. Régimen del Código Civil y Comercial

Muchas obras clásicas analizaban los conceptos de culpa, dolo y caso fortuito, a continuación de la ponderación de la
mora. Se justificaba tal metodología en virtud de que Vélez Sarsfield había desdoblado el régimen de la responsabilidad
del incumplimiento de las obligaciones y de los actos ilícitos. Así, verbigracia, se encontraba disciplinada la culpa en
el art. 512 y el caso fortuito en el art. 513 del Cód. Civil.

Tales conceptos son tratados en el Código Civil y Comercial en el Capítulo de la Responsabilidad Civil (Libro Tercero,
Título V, Capítulo 1). Cumpliendo la aspiración de los proyectos anteriores, se ha destinado un conjunto de preceptos a
fin de que regulen tanto el ámbito contractual como extracontractual. Las mismas reglas se aplican a ambos campos, sin
desconocer las notas que las diferencian.

Tal metodología, sumado a las novedades incorporadas, aconsejar analizar el tema en particular dentro del Capítulo
de Responsabilidad Civil, al cual remitimos (Cap. VII).

J. — Pago a mejor fortuna

384. Facultad de pagar cuando el deudor pueda

Suele ocurrir con alguna relativa frecuencia que el acreedor deje supeditado el cumplimiento de las obligaciones del
deudor para cuando éste pueda, o mejore de fortuna. O, con otras palabras, el pago (que no es necesariamente la entrega de
una suma dineraria, sino el cumplimiento de cualquier tipo de prestación) queda postergado hasta que el deudor
mejore sus posibilidades de pago o las circunstancias personales le permitan cumplir. En este supuesto se aplicarán las
reglas de las obligaciones a plazo indeterminado (art. 889).

Debe recordarse que cuando se trata de obligaciones de plazo indeterminado, el juez debe fijar el tiempo de
cumplimiento, a solicitud de cualquiera de las partes, mediante el procedimiento más breve que la ley local prevea (art.
871, inc. d]). En este caso, será el acreedor el que pida al juez la fijación de un plazo para que el deudor cumpla; sin
embargo, el deudor está facultado para demostrar que su estado patrimonial le impide pagar (art. 890). Si así fuera, el
juez no podrá fijar el plazo para el cumplimiento, y rechazará el pedido del acreedor.

Por otra parte, se presume que la cláusula de pago a mejor fortuna ha sido establecida en beneficio exclusivo del
deudor; por lo tanto, si la deuda se transmite a sus herederos, como consecuencia del fallecimiento del sujeto pasivo,
ella se transmite como obligación pura y simple (art. 891).

Si el deudor ha caído en quiebra, es claro que no podrá cumplir (estamos ante una hipótesis en la que no hay
mejoramiento sino empeoramiento de fortuna) pero el acreedor estará legitimado para verificar su crédito en el proceso
concursal.

Cabe añadir que el juez está facultado, en caso de condenar al deudor a cumplir su obligación, a imponer que el pago
se haga en cuotas (art. 890, in fine).

Por último, cabe señalar que se ha decidido que el compromiso de cumplir una obligación lo más pronto posible, cuando
el deudor perciba fondos de una sucesión, cuando cancele una hipoteca, son plazos y no condiciones, porque en todos
estos supuestos es evidente que el acreedor no ha querido dejar en la incertidumbre su derecho, sino simplemente
conceder una dilación al deudor.

K. — Pago con beneficio de competencia

385. Concepto y fundamento

Cuando el deudor es de buena fe y el cumplimiento de sus obligaciones lo pone en condición de desamparo


económico, parece demasiado duro privarlo hasta de lo más indispensable para su subsistencia. Para evitarle tan
penosa situación, se le concede el llamado beneficio de competencia, cuyos antecedentes se remontan al derecho romano.
El art. 892 lo define como el derecho que se otorga a ciertos deudores, para que paguen lo que buenamente puedan, según las
circunstancias, y hasta que mejoren de fortuna.

No se trata, pues, de bienes inembargables, respecto de los cuales no hay problema, ya que los acreedores no podrían
apoderarse de ellos; se trata de un concepto algo más elástico, vinculado con lo indispensable para una subsistencia
modesta (como lo preveía expresamente el art. 799 del Código Civil de Vélez), más cercano al concepto de alimentos.
Empero, se diferencia netamente de éstos en que el que recibe el beneficio de competencia tiene la obligación de
devolver los bienes recibidos si mejora de fortuna, obligación que no tiene el alimentario.

386. Casos en que procede

Según el art. 893, el acreedor debe conceder este beneficio:

a) A sus ascendientes, descendientes y colaterales hasta el segundo grado, si no han incurrido en alguna causal de indignidad para
suceder.

b) A su cónyuge o conviviente.

c) Al donante en cuanto a hacerle cumplir la donación. Es irrazonable obligar al donante a cumplir su obligación si ello lo
conduce a un estado de indigencia

Esta enumeración de casos, algo más limitada que la que preveía el art. 800 del Código Civil de Vélez, resulta taxativa.
Se trata de un beneficio de carácter excepcional, que sólo puede ser invocado por aquellas personas a quienes la ley
expresamente se lo otorga. Pero se ha reconocido el derecho de beneficio de competencia a la viuda e hijos del deudor.
Esta debe considerarse una solución excepcional, admitida en favor del núcleo familiar del deudor; por lo demás, se
trata de un derecho personalísimo que no pasa a los herederos.

387. Condiciones de ejercicio del derecho al beneficio

Para que proceda la acción para reclamar este beneficio, es necesario que se llenen las siguientes condiciones:

a) Que el deudor obre de buena fe. Quien ha procedido con malicia no puede merecer la protección de los jueces. Por lo
demás, no ha de olvidarse que todos los derechos deben ser ejercidos de buena fe (art. 9º).

b) Que el deudor carezca de bienes suficientes para una modesta subsistencia. Si los tiene, el beneficio es
improcedente; las mismas circunstancias a las que se refiere el art. 892 —supuesto de cierta solvencia— impiden
conceder el beneficio.

c) Que el acreedor no se encuentre en igual situación de indigencia. Si ambos se encuentran en igual estado de
necesidad, el beneficio no se justifica, ni es razonable que el acreedor sacrifique su derecho.

El beneficio de competencia es un derecho del deudor que, dados los presupuestos legales, no puede ser negado por
los acreedores. Por ello se ha decidido, con razón, que el juez puede concederlo aun contra la voluntad de la masa de
acreedores y del síndico.

Y, desde luego, debe ser otorgado a pedido de parte; el juez no puede concederlo de oficio.

388. Alcance del beneficio

El beneficio de competencia debe cubrir lo indispensable para una modesta subsistencia del deudor, según sus
circunstancias (art. 892), sean personales o económicas. El monto que puede retener el deudor de lo que debe pagar,
quedará librado a la prudencia judicial, que deberá ajustarse a dicha directiva legal.

Cuando aludimos a una modesta subsistencia nos referimos no sólo a la del propio deudor sino también a la de su
familia. Las necesidades del cónyuge o conviviente e hijos no pueden dejarse fuera de la órbita de las que tienen para el
deudor carácter apremiante.

389. Obligación de pago

El deudor que más tarde mejora de fortuna, tiene obligación de entregar a sus acreedores lo que dejó de pagarles (art.
892). Esta obligación está, pues, sujeta a la condición suspensiva del mejoramiento de fortuna, es decir, de su situación
económica.
L. — Prueba del pago

390. Carga de la prueba

La prueba del pago, sea la obligación de dar, sea la obligación de hacer, corresponde a quien lo invoca (art. 894, inc.
a]); no es ésta sino la aplicación del principio general en materia de prueba. En consecuencia, será el deudor quien
deberá acreditarlo.

Pero si se trata de una obligación de no hacer, pesa sobre el acreedor la prueba del incumplimiento (art. 894, inc. b]);
es una solución lógica pues el deudor cumple absteniéndose y es por ello que el acreedor deberá acreditar el hecho
positivo de que tal abstención ha sido violada.

391. Medios de prueba

El pago puede ser probado por cualquier medio —lo que incluye la posibilidad de probar por testigos, e, incluso, por
presunciones—, a menos que de la estipulación o de la ley resulte previsto el empleo de uno determinado, o revestido
de ciertas formalidades (art. 895). Con otras palabras, el pago se puede probar de cualquier manera, excepto que las
partes hayan pactado un medio de prueba específico o que tal medio de prueba sea exigido por la ley.

Es una solución coherente con lo que se dispone en materia de prueba de los contratos: pueden ser probados por
todos los medios para llegar a una razonable convicción según las reglas de la sana crítica, excepto disposición legal que
establezca un medio especial (art. 1019). Incluso, si se tratara de un contrato formal, cuya formalidad es exigida a los
efectos probatorios, pueden ser probados por otros medios si existe principio de prueba instrumental o comienzo de
ejecución (art. 1020).

Pero una cosa es la amplitud con que debe admitirse todo género de pruebas, y otra el criterio con que esa prueba
debe ser valorada por el juez. No hay que olvidar que el deudor tiene siempre a su disposición un medio excelente de
prueba que es el recibo; que el otorgamiento del recibo está en la práctica de los negocios; que, por lo tanto, el deudor
que podía haber exigido el recibo y no lo ha hecho, debe cargar con el peso de su propia incuria o negligencia.
Pensamos, por tanto, que el juez debe examinar la prueba del pago que no conste en el recibo con un criterio severo y
restrictivo.

La misma razón de seguridad jurídica que nos mueve a sostener la severidad en la apreciación de la prueba del pago,
ha inducido al legislador a exigir que dicha prueba sea documentada para hacer viable la excepción del pago en el juicio
ejecutivo (art. 544, inc. 6º, Cód. Proc. Civ. y Com. de la Nación).

392. El recibo

El recibo es un instrumento público o privado en el que el acreedor reconoce haber recibido la prestación debida (art.
896). Este es el medio normal de prueba del pago; el deudor tiene, por tanto, derecho a exigirlo para munirse de la
prueba de que ha cumplido con sus obligaciones (art. 897, 1ª parte). Y si el acreedor no lo quisiere dar, o pretendiera
introducir en el texto constancias que afecten el cumplimiento del deudor, éste podrá no pagar y constituirlo en mora
(art. 886, párr. 2º) y consignar el pago (art. 904).
El Código Civil y Comercial otorga al acreedor, a su vez, un derecho: el de exigir un contrarecibo que pruebe la
recepción del recibo que él ha otorgado (art. 897, 2ª parte). Es una práctica que, en ciertos casos, se ha tornado
obligatoria, tal como ocurre con los recibos de sueldos.

Veamos ahora algunas cuestiones vinculadas con el recibo.

a) Forma y contenido.— El recibo carece de toda exigencia formal, como no sea la firma del acreedor o su representante,
pero es de su esencia que sea escrito por cuanto es un instrumento público o privado. Además conviene que especifique
con la mayor claridad posible no sólo la suma o cosa pagada, sino también la deuda que se paga (lo que es de gran
importancia cuando el deudor ha asumido diferentes obligaciones a favor del mismo acreedor), quién paga, en qué
carácter lo hace, la fecha de pago y la firma del acreedor.

b) Valor probatorio.— Entre las partes, el recibo tiene pleno valor, sea hecho por instrumento público o privado. La
circunstancia de encontrarse el recibo en poder del deudor, de su apoderado o nuncio (también llamado mensajero) o
de un tercero a quien el acreedor lo entregó, hace presumir la realización del pago. El acreedor que sostenga que, no
obstante ello, el pago no se ha hecho efectivo (por ej., porque el recibo le fue sustraído o arrancado con violencia o
fraude), debe probarlo.

¿El recibo prueba la verdad de la fecha respecto de terceros?

Como principio pensamos que debe hacerse la siguiente distinción: si los terceros actúan en ejercicio de la acción de
su deudor (por ej., acreedores de quienes a su vez son acreedores del deudor, que ejercen la acción subrogatoria), la
fecha cierta no es necesaria para que el deudor pueda oponerles la validez del pago. En cambio, si actúan en ejercicio de
un derecho propio, ella sería necesaria. Pero no creemos que esta regla pueda aplicarse rígidamente, pues, en ciertos
casos, puede resultar excesivamente rigurosa y hasta injusta aplicada respecto de ciertos deudores que con toda
normalidad han satisfecho su deuda y tienen documentado el pago en instrumento sin fecha cierta, por tratarse de
deudas en las que es costumbre unánime extender un comprobante simple, que no siempre se protocoliza ni registra.
Así, por ejemplo, los proveedores de materiales tienen acción directa contra el dueño de la obra por cobro de sus
créditos, pero sólo hasta la concurrencia de la suma debida por el dueño al empresario (art. 1071, inc. b]); según la
solución predominante, que por nuestra parte compartimos, los recibos sin fecha cierta suscriptos por el empresario
pueden ser opuestos a los contratistas.

En suma, la exigencia de fecha cierta como condición de validez del recibo respecto de terceros debe apreciarse con
criterio eminentemente circunstancial.

c) Recibo por saldo.— Cuando se extiende recibo por saldo, se entiende que han quedado canceladas todas las deudas
correspondientes a la obligación por la cual fue otorgado, a menos que el acreedor pruebe que quedan prestaciones
pendientes (art. 899, inc. a]).

d) Recibos en caso de prestaciones periódicas.— Tratándose de prestaciones periódicas (sea el supuesto de una prestación
única de ejecución diferida cuyo cumplimiento se realiza mediante pagos parciales, sea el caso de prestaciones
sucesivas que nacen por el transcurso del tiempo), el recibo de un período hace presumir —salvo prueba en contrario—
el pago de todos los anteriores (art. 899, inc. b]). Así ocurre con el pago de alquileres, de intereses con vencimientos
periódicos, de amortizaciones de capital de una suma dineraria recibida en préstamo, sueldos, etcétera.

Esta regla, sin embargo, no rige respecto del pago de impuestos o tasas fiscales, en cuyo caso el recibo de un período
no hace presumir el pago de los anteriores. Son, sobre todo, razones prácticas las que han impuesto esa solución; si el
recibo del pago del último período supusiera la presunción de pago de los anteriores, el error de cualquier empleado de
las oficinas perceptoras, explicable por la extraordinaria acumulación de trabajo que suelen padecer en las épocas de
vencimiento, podría traducirse en enormes pérdidas para el Fisco. Sin perjuicio de lo expresado, es importante señalar
que las empresas prestatarias de servicios públicos domiciliarios deben consignar en cada factura si existen deudas
pendientes, considerándose su omisión como presunción de que no las hay (art. 30 bis, ley 24.240, ref. por ley 24.787).

e) Recibo por el pago de la prestación principal.— Si se extiende recibo por el pago de la prestación principal, sin hacer
reserva de los accesorios del crédito (como, por ejemplo, los intereses), éstos quedan extinguidos, salvo prueba en
contrario (art. 899, inc. c]).

f) Daño moratorio.— Si se debe daño moratorio, y el acreedor no hace reserva de él cuando recibe el pago, la deuda por
ese daño queda extinguida, salvo prueba en contrario (art. 899, inc. d]).

g) Reservas.— El deudor está facultado para incluir reservas de derechos en el recibo. En este caso, el acreedor debe
consignarlas, pero cabe aclarar que tal manifestación no perjudica sus derechos (art. 898). La norma alude a reservas,
pero -en verdad- son más aclaraciones o precisiones que el deudor quiere dar con relación al pago hecho.

393. Límites al valor probatorio del recibo

En el número anterior hemos hecho referencia al valor probatorio del recibo, tanto entre las partes como respecto de
terceros. La cuestión no generaba más controversia que la vinculada con la prueba de la verdad de la fecha, como ya se
ha dicho.

Ahora bien, en el año 2000, en los orígenes de la severa crisis que estalló en nuestro país en diciembre de 2001, se dictó
la ley 25.345 (luego reformada por la ley 25.413 y el dec. 363/2002) que dispuso que no surtirán efectos entre partes ni
frente a terceros los pagos totales o parciales de sumas de dinero superiores a pesos mil, o su equivalente en moneda extranjera... que
no fueran realizados mediante: 1. Depósitos en cuentas de entidades financieras. 2. Giros o transferencias bancarias. 3. Cheques o
cheques cancelatorios. 4. Tarjetas de crédito, compra o débito. 5. Factura de crédito. 6. Otros procedimientos que expresamente
autorice el Poder Ejecutivo Nacional. Quedan exceptuados los pagos efectuados a entidades financieras o aquellos que fueren
realizados por ante un juez nacional o provincial en expedientes que por ante ellos tramitan (art. 1º).

En síntesis, la ley dispuso que los pagos, superiores a mil pesos, hechos a través de medios no financieros o bancarios,
carecerían de valor tanto entre las partes como respecto de terceros.

El objetivo perseguido era fiscal; esto es, se obligaba a bancarizar la economía y, paralelamente, se disponía que todos
los depósitos y extracciones bancarias debían tributar un impuesto equivalente al 0,6% del valor en juego (art. 1º, ley
25.413, ref. por ley 25.453).

Sin embargo, ¿es posible predicar, en términos jurídicos, que el pago de una suma superior a mil pesos, en efectivo,
carece de valor, a pesar de haberse otorgado el recibo correspondiente? La respuesta es necesariamente negativa. El
pago, en estas condiciones, es válido y cancela la obligación existente; de lo contrario, se ampararía un claro supuesto de
enriquecimiento ilícito del acreedor, reconociéndole el derecho a exigir nuevamente el pago, a pesar del recibo ya
otorgado y desconociendo, por tanto, su propio acto anterior. El pago realizado mediante una vía no autorizada por
la ley 25.345 sólo faculta al Estado Nacional a promover la acción por cobro del impuesto no pagado; pero de ninguna
manera, podrá afirmarse que el pago de la obligación principal carece de valor entre las partes y respecto de terceros
por el hecho de no haberse usado la vía financiera o bancaria.
M. — Imputación del pago

394. Concepto, distintos casos

Puede ocurrir que entre acreedor y deudor existan varias obligaciones de la misma naturaleza (por ejemplo, que
ambas sean de dar sumas de dinero) y que el segundo entregue una cantidad que no las cubre totalmente: ¿a qué deuda
se imputará ese pago?

La ley admite tres soluciones, según los casos: a) que la elección corresponda al deudor; b) que corresponda al
acreedor; c) que sea hecha por disposición de la misma ley.

395. Imputación por el deudor

En principio, y tratándose de obligaciones de la misma naturaleza, la facultad para hacer la imputación corresponde
al deudor. Esa imputación debe hacerse al tiempo de realizar el pago (art. 900), pero puede hacerse antes, aunque cabe
que se proceda a su rectificación hasta el momento del pago. Si el deudor no hace la imputación, la facultad de opción
pasa al acreedor (art. 901).

Esa facultad de optar perteneciente al deudor, tiene —según lo dispone el art. 900— las siguientes limitaciones: a) el
deudor no puede optar por una deuda ilíquida, habiendo otras líquidas; b) no puede escoger una de plazo no vencido,
habiendo otras vencidas, pues sólo éstas son exigibles y el acreedor tiene derecho a pretender que se les paguen éstas; c)
si se debe capital e intereses, el pago no puede ser imputado por el deudor al capital, a menos que el acreedor lo
consienta, pues los intereses deben ser pagados en primer término (art. 903).

Además, entendemos que si la suma dada alcanzare a pagar totalmente una de las deudas y sólo parcialmente otra, el
deudor no puede imputarla a esta última, desde que el acreedor no puede ser obligado a recibir un pago parcial (art.
869).

Va de suyo que si hubiere acuerdo entre acreedor y deudor, el pago podrá imputarse a cualquier deuda, sea de plazo
no vencido, ilíquida, capital y no intereses, etcétera.

396. Imputación hecha por el acreedor

Si el deudor no ha hecho uso de su facultad de elegir la deuda, la imputación del pago puede ser hecha por el
acreedor en el momento de recibirlo. Tal imputación debe ajustarse a las siguientes reglas: a) debe imputar el pago a
alguna de las deudas exigibles y líquidas; b) una vez canceladas totalmente una o varias deudas, puede aplicar el saldo
a la cancelación parcial de cualquiera de las otras (art. 901).

397. Imputación por la ley

Pero si ni el deudor ni el acreedor hubieran hecho imputación del pago, debe imputarse, entre las de plazo vencido, a
la que resultare más onerosa para el deudor (art. 902, inc. a]), sea porque lleva más intereses o porque hay una pena
constituida para el caso de incumplimiento, o porque la obligación está garantizada con fianza, prenda o hipoteca, o por
cualquier otro motivo. Y si las deudas fuesen igualmente onerosas para el deudor, la imputación se hará a prorrata de
ellas (art. 902, inc. b]); esto es, de manera proporcional a cada deuda. ¿Y qué ocurre si ninguna de las obligaciones ha
vencido? Debe tenerse presente que se presume que el plazo está establecido a favor del deudor (art. 351), por lo que
parece razonable aplicar la misma regla, esto es, que el pago se impute a la deuda más onerosa para el deudor.

El art. 903 resuelve un supuesto particular: si el pago se hace a cuenta de capital e intereses y no se estableció ninguna
precisión, se imputa la cantidad entregada a cancelar intereses, a menos que el acreedor haya emitido un recibo a cuenta
de capital. Lógicamente, en este último caso, se imputa la suma dada en concepto de capital.

398. Modificación de la imputación

Una vez hecha la imputación, ella no puede ser modificada por voluntad unilateral del que la hubiere hecho, sea el
acreedor o el deudor. Pero podrán hacerlo de común acuerdo. Sin embargo, esta facultad de modificar de común
acuerdo la imputación tiene algunas limitaciones, como los siguientes ejemplos: a) si como efecto de la imputación
realizada hubiera quedado extinguida una deuda con fianza, ésta quedará extinguida, por más que las partes
modifiquen la imputación, pues el fiador ya ha sido liberado; b) si la modificación ha sido hecha para defraudar a
terceros acreedores, éstos pueden ejercer la acción pauliana: la modificación de la imputación no les será oponible, vale
decir no tendrá efectos respecto de ellos.

N. — Pago por consignación

399. Introducción

Puede ocurrir que el acreedor no quiera (por ej., por pretender que el deudor le debe más de lo que le pretende pagar)
o no pueda (por estar ausente o ser incapaz) recibir el pago que el deudor quiere hacer. En tal caso, la ley ha establecido
un procedimiento especial que le permite al deudor liberarse: es el llamado pago por consignación, el cual puede ser
judicial o extrajudicial. Los analizaremos seguidamente.

1. — Consignación judicial

400. Concepto

Toda consignación judicial importa un juicio en el que debe darse intervención al acreedor demandado; si éste acepta
el pago, el pleito queda allí concluido; pero si lo rechaza, el juez debe decidir si el pago está bien o mal hecho. Estos
pleitos son frecuentes y suelen esconder otro conflicto de intereses mucho más importante que el pago en sí mismo; así,
por ejemplo, la persona que sin haber firmado con el propietario un contrato de locación, consigna alquileres, está
interesada en que se acepte dicha consignación, pues con ello quedará reconocido su derecho de inquilino.

401. Casos en que procede

Según el art. 904, el pago por consignación procede cuando: 1º) El acreedor fue constituido en mora, tema al que nos
hemos referido con anterioridad (nros. 380 y ss.). 2º) Existe incertidumbre sobre la persona del acreedor, como ocurre cuando
varias personas pretenden tener derecho a cobrar el crédito. Para el deudor que quiere pagar, éste es un problema que
no le interesa y que debe dilucidarse entre los distintos pretendidos acreedores, pero no con el deudor que quiere pagar;
éste se libera haciendo la consignación. 3º) El deudor no puede realizar un pago seguro y válido por causa que no le es
imputable. Así ocurre cuando se ha perdido el título de la deuda y el deudor no sabe, por tanto, quién reclamará o quién
tendrá derecho al crédito; él se desobliga consignando.

Si bien la enumeración del art. 904 se presenta como taxativa, la amplitud del último supuesto permite afirmar, de
manera general, que el deudor tiene derecho a consignar toda vez que no pueda hacer un pago directo y válido.

402. Requisitos de validez

Dispone el art. 905 que el pago por consignación está sujeto a los mismos requisitos del pago. Estos requisitos son los de
identidad e integridad, puntualidad y localización (art. 867). Con otras palabras, son todos los elementos necesarios que
deben concurrir y ser cumplidos, y que se refieren a las personas, al objeto y al tiempo de pago. Sin ellos, el pago no
puede ser válido y el acreedor no está obligado a aceptar el ofrecimiento del pago.

Veamos estos elementos.

a) En cuanto a las personas.— Pueden consignar el deudor y, en general, todos los que tengan un interés legítimo en el
cumplimiento de la obligación (garantes, fiadores, etc.). Debe admitirse, asimismo, el derecho de cualquier otro tercero
a consignar, puesto que la ley les reconoce la facultad de pagar la deuda de otro. Pero sólo puede admitirse su
consignación si la hacen como tales, es decir, como terceros; si, en cambio, pretenden ostentar una calidad de deudor
que el demandado les niega y que ellos no demuestran, la consignación debe ser rechazada.

El consignante debe ser persona con capacidad para el acto; el acreedor no puede ser obligado a recibir un pago que
luego podría ser impugnado.

La demanda de consignación debe dirigirse contra el acreedor o contra cualquiera de las personas que —según
el art. 883— tiene derecho a recibir pagos.

b) En cuanto al objeto.— El pago debe ser completo, abarcando los intereses y las costas, si las hubiera.

c) En cuanto al tiempo.— La consignación debe ser hecha en tiempo oportuno. Debe rechazarse aquella que fuera
realizada antes del vencimiento de la obligación o después que el deudor fuera puesto en mora. Sin embargo, el deudor
moroso puede consignar la prestación debida si añade los accesorios devengados (es decir, los daños moratorios) hasta
el día de la misma consignación (art. 908).

403. Efectos: momento desde el cual se producen

La consignación no impugnada por el acreedor o declarada válida por el juez por reunir los requisitos del pago,
produce todos los efectos del pago y extingue la deuda desde el día siguiente en que se notifica la demanda (art. 907,
párr. 1º).

En ambos casos, el deudor ha corrido traslado de la demanda promovida por consignación al acreedor. En el primer
caso, el acreedor se allanó o no se presentó en el pleito; en el segundo, se opuso y se obtuvo sentencia judicial favorable
a la consignación. En los dos casos, los efectos liberatorios de la consignación corren a partir del día siguiente de la
notificación de la demanda; por lo tanto, se le reconoce efectos retroactivos a la sentencia judicial.

¿Qué sucede si el acreedor controvierte el derecho del deudor a consignar pero pide, de todos modos, la entrega de lo
consignado? Parece razonable admitir que el juez pueda disponer la entrega y continuar el juicio para determinar la
procedencia o no de la demanda y la consiguiente imposición de costas. Ello es así, pues la sentencia que se dicte en el
caso de que se hiciera lugar a la demanda, tiene efectos retroactivos al día siguiente de la notificación del traslado de la
demanda, por lo que resultaría irrazonable impedirle al actor gozar de lo consignado.

En cambio, si la consignación es defectuosa, pero el deudor subsana posteriormente sus defectos, la extinción de la
deuda se produce desde la fecha de notificación de la sentencia que la admite (art. 907, párr. 2º).

404. Desistimiento de la consignación

Mientras el acreedor no acepte la consignación o no haya recaído sentencia declarándola válida, el deudor podrá
desistir de la consignación hecha (art. 909, 1ª parte), por lo que podrá retirar la cosa o cantidad consignada. Por el
contrario, si el acreedor la aceptó o si habiéndola rechazado, el juez la declaró válida, la consignación adquiere el
carácter de pago y, como tal, es irrevocable. El deudor tampoco puede desistir de la consignación ni,
consiguientemente, retirar lo pagado si se ha trabado embargo sobre lo consignado.

Naturalmente, aun después de la aceptación del acreedor o de la sentencia que declara válida la consignación, el
desistimiento será posible si se cuenta con la conformidad expresa del acreedor, en cuyo caso, se producirá esta otra
consecuencia: el acreedor perderá la acción que tenía contra los codeudores, garantes y fiadores (art. 909, 2ª parte).

405. Riesgos de la cosa

Supongamos ahora que la cosa se haya perdido antes de la aceptación del acreedor o la aprobación judicial. Como
hasta este momento no hay transmisión de la propiedad, parecería que los riesgos deben pesar sobre el consignante. Sin
embargo, por razón del efecto retroactivo de la sentencia que se dicta en el juicio de consignación, habrá que esperar el
resultado del juicio: si de él resulta el rechazo de la consignación, la cosa se pierde para el consignatario; si la demanda
es acogida, la cosa se perderá para el acreedor demandado.

406. Intereses

La consignación hace cesar el curso de los intereses desde el momento de la notificación de la demanda. Si la
consignación resultó defectuosa, y luego es subsanada por el deudor, cesan los intereses a partir de la fecha de
notificación de la sentencia que la admite (arg. art. 907, in fine).

407. Gastos y costas judiciales

Los gastos y costas judiciales deben ser impuestos al vencido, tal como lo dispone la generalidad de los códigos
procesales provinciales y el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación (art. 68). Empero, debe tenerse presente que
esos mismos códigos autorizan al magistrado a eximirlos de ellos cuando así lo aconsejen razones de equidad. No está
de más recordar que, con la misma idea conceptual, el Código Civil de Vélez disponía que tales gastos y costas eran a
cargo del acreedor: a) si no impugnase la consignación; b) si habiéndola impugnado, fuere declarada procedente; y que,
por su parte, eran a cargo del deudor: a) cuando retirase el depósito; b) cuando la consignación fuere declarada
improcedente (art. 760).
408. Reglas especiales relativas a las obligaciones de dar cosas ciertas

Hasta aquí hemos supuesto el caso común de las obligaciones de dar sumas de dinero; el depósito se hará a la orden
del juez interviniente, en el banco que dispongan las normas procesales (art. 906, inc. a]), añadiendo por nuestra parte
que debe indicarse que pertenece al juicio de consignación que se sigue.

Pero supongamos ahora que se trata de una cosa cierta: un caballo, un automóvil, un cargamento de hierro, trigo,
etcétera. Esto no ha sido regulado por el Código Civil y Comercial, pero sí lo hacían los arts. 764 y 765 del Código Civil
de Vélez, que pueden ser invocados como usos, prácticas y costumbres en los términos del art. 1º de aquel Código.

Así, debe entenderse que si la deuda fuere de dar cuerpo cierto que debe ser entregado en el lugar en que se
encuentra, el deudor debe hacer intimación judicial al acreedor para que lo reciba; y desde entonces la intimación surte
todos los efectos de la consignación. Si el acreedor no lo recibe, el deudor podrá, o bien conservarlo en su poder como
depositario, o bien depositarlo en otro lugar con autorización judicial. En cualquier caso, los gastos del depósito, así
como los riesgos de la cosa, corren por cuenta del acreedor.

En cambio, si la cosa se halla en otro lugar que aquel en que debe ser entregada, los gastos del traslado son a cargo del
deudor; y recién entonces podrá hacer la intimación al acreedor para que la reciba.

409. Reglas relativas a las obligaciones de dar cosa indeterminada

Si la cosa debida fuese indeterminada y a elección del acreedor, y éste es moroso en hacer la elección, el deudor debe
intimarlo judicialmente para que haga la elección. Una vez vencido el plazo dado en el emplazamiento judicial, el juez
autorizará al deudor a realizarla (art. 906, inc. b]).

Naturalmente, si la elección estaba a cargo del deudor, ningún problema hay, pues él la hace y la obligación queda
convertida en una de dar cosa cierta.

410. Cosas perecederas o de costosa custodia

Si las cosas debidas no pueden ser conservadas (esto es, cosas perecederas que se extinguen por su uso o por el paso
del tiempo) o su custodia origina gastos excesivos, el juez puede autorizar la venta en subasta —se entiende, pedida por
el deudor—, y ordenar el depósito del precio que se obtenga (art. 906, inc. c]), siguiéndose así lo normado para la
consignación de sumas de dinero.

411. Obligaciones de hacer y no hacer

La consignación no se concibe sino cuando la obligación consiste en la entrega de una cosa. Cuando el deudor ha
prometido su trabajo y el acreedor se niega a recibirlo (por ej., el administrador de una estancia a quien el dueño le
impide la entrada al establecimiento, el abogado que es sustituido por otro en el patrocinio de un juicio, etc.), el deudor
no tiene otro medio de liberarse de su responsabilidad eventual que demandando al acreedor por cumplimiento de
contrato, ofreciendo cumplir por su parte sus obligaciones.

Es claro que cuando la obligación de hacer se traduce en la realización de una cosa (retrato, escultura, pintura, etc.), el
autor podrá consignar la cosa que se comprometió a hacer.
En cuanto a las obligaciones de no hacer, no hay cuestión posible de consignación, desde que el deudor cumple con
una simple abstención.

2. — Consignación extrajudicial

412. Procedencia y trámite

El Código Civil y Comercial regula la figura de la consignación extrajudicial, lo que constituye una novedad pues no
estaba prevista en el Código Civil de Vélez. Con todo, debe señalarse que la ausencia de normativa expresa no impidió
que se discutiera en doctrina sobre la viabilidad de consignar extrajudicialmente; empero, aun quienes la aceptaban,
reconocían que solamente una sentencia favorable en el proceso de consignación permitía la extinción de la obligación.

Más allá de la siempre vigente vía de la consignación judicial, el art. 910 dispone que, si se trata exclusivamente de
una obligación de dar sumas de dinero, el deudor cuenta también con la opción del trámite de consignación
extrajudicial. Para ello, debe depositar la suma adeudada ante un escribano de registro —que debe tener competencia
en el lugar de cumplimiento— y a nombre y a disposición del acreedor.

La norma añade otros recaudos. En primer lugar, el deudor debe notificar previamente al acreedor, en forma
fehaciente, del día, la hora y el lugar en que será efectuado el depósito (art. 910, inc. a]); se trata de un recaudo
superfluo, que con razón es eliminado en el Anteproyecto de Reformas al Código Civil y Comercial de 2018. En
segundo lugar, el deudor debe efectuar el depósito de la suma debida con más los intereses devengados hasta el día del
depósito (art. 910, inc. b]). En tercer lugar, dentro de las cuarenta y ocho horas de realizado el depósito, el escribano
debe notificar fehacientemente al acreedor; y si fuera imposible practicar la notificación, el deudor debe consignar
judicialmente (art. 910, inc. b]).

Cabe señalar que la imposibilidad de notificar al acreedor no se agota en el hecho de no ubicarlo o de que éste haya
cambiado de domicilio; abarca también, entre otras, la posibilidad de que el acreedor se niegue a ser notificado.
Finalmente, cabe sostener que si bien la norma faculta de manera expresa al deudor para consignar extrajudicialmente,
no parece posible negar tal derecho al tercero legitimado, ya que si éste puede demandar al acreedor para cumplir
también tiene que estarlo para hacer esta consignación.

413. Derechos del acreedor

Una vez notificado del depósito, se le abren al acreedor cuatro opciones que debe ejercer dentro del quinto día hábil
de notificado (art. 911). Ellas son: (i) aceptar el procedimiento y retirar el depósito (art. 911, inc. a]), (ii) rechazar el
procedimiento y retirar el depósito (art. 911, inc. b]); (iii) rechazar el procedimiento y el depósito (art. 911, inc. c]); y (iv)
no expedirse (art. 911, inc. c]).

La norma prevé ciertas consecuencias según la opción que el acreedor elija. En la primera opción, el pago de los gastos
y honorarios del escribano queda a cargo del deudor (solucion que, por regla, no se justifica, pues casi siempre se
consigna ante la mora del acreedor; por lo que si éste acepta el procedimiento y retira el depósito, es razonable que
cargue con los gastos pertinentes), mientras que en la segunda queda a cargo del acreedor. En las dos últimas, se faculta
al deudor a disponer de la suma depositada para consignarla judicialmente.

Veamos algo más estas opciones.


Lo que se dispone en el primer caso es —como regla— razonable, pues el deudor debe hacerse cargo del camino
elegido para hacer el pago; sin embargo, deja de serlo si el acreedor está en mora. Si esto ocurre, lo lógico es que el
acreedor soporte los costos de haberse rehusado a recibir el pago.

La segunda opción, que debe ser leída junto con el art. 912 (véase número siguiente) prevé la posibilidad de rechazar
el procedimiento pero retirar lo depositado. Ello ocurre, por ejemplo, cuando la suma depositada no es la íntegramente
debida.

En las dos últimas, el rechazo completo del acreedor acarrea la consecuencia de que el deudor debe hacerse cargo de
los gastos y honorarios del escribano, aunque ellos pueden ser reclamados en la consignación judicial que prevé la
propia norma. No está de más indicar que el último supuesto encierra otra característica singular: la ley le da un
significado determinado al silencio guardado por el acreedor (de acuerdo con una de las excepciones previstas en el art.
263) que es el de rechazar el depósito y el procedimiento.

414. Derechos del acreedor que retira el depósito

Si el acreedor retira lo depositado y rechaza el pago (opción prevista en el art. 911, inc. b]), puede reclamar
judicialmente al deudor un importe mayor o considerarlo insuficiente o exigirle la repetición de lo pagado por gastos y
honorarios al escribano por considerar que no se encontraba en mora, o ambas cosas (art. 912, 1ª parte).

La misma norma dispone que para que pueda promover la demanda antes mencionada, es imprescindible que deje
constancia en el recibo de que hace reserva del derecho que invocará para fundamentarla. Si ello no ocurre, se considera
que el pago es liberatorio desde el día del depósito. Incluso, aún en el caso de que hubiera hecho tal reserva, debe
demandar dentro del término de caducidad de treinta días, computados a partir del otorgamiento del recibo. Por lo
tanto, transcurrido dicho plazo, se extingue el derecho del acreedor a hacer el reclamo —por la caducidad operada— y
el deudor queda liberado (art. 2566).

415. Impedimentos para consignar extrajudicialmente

El deudor no puede acudir al procedimiento de la consignación extrajudicial, si antes de hacer el depósito, el acreedor
optó por la resolución del contrato o demandó el cumplimiento de la obligación (art. 913).

Como se advierte, son dos los obstáculos previstos por la ley para consignar extrajudicialmente. El primero, que el
acreedor haya optado por resolver el contrato antes de que se haga el depósito; la resolución puede ser judicial o
extrajudicial (art. 1078, inc. b]). El segundo, que el acreedor haya demandado el cumplimiento de la obligación antes de
que hubiera sido hecho el depósito; debe entenderse que la norma se refiere a la demanda judicial.

Ñ. — Pago con subrogación

416. Concepto

La palabra subrogación significa en Derecho sustitución. Cuando una cosa sustituye a otra en el patrimonio de una
persona, hay subrogación real; cuando lo que se sustituye es el acreedor o el deudor de una obligación, hay
subrogación personal.
Hay pago con subrogación cuando lo realiza un tercero y no el verdadero deudor, o cuando lo realiza el deudor pero
con fondos de terceros; ese tercero sustituye en la relación jurídica al primitivo acreedor, de tal modo que tiene todos los
derechos, acciones y garantías que tenía aquél. Es lógico, en efecto, que cuando una persona paga lo que debe otra,
tenga derecho a reclamar del verdadero deudor la repetición de lo pagado y que ese crédito suyo tenga por lo menos
iguales garantías y privilegios que los que tenía la obligación primitiva. En nada se perjudica el deudor con ello, pues
solamente se ha producido una sustitución de acreedor.

El efecto principal del pago con subrogación es el de transmitir al tercero que paga todos los derechos y acciones del
acreedor (art. 914).

Si bien el Código Civil y Comercial se refiere al pago por subrogación hemos preferido mantener la expresión clásica
de pago con subrogación. Es que no se trata de que la subrogación sea una forma de pago sino que el pago hecho por un
tercero permite a éste subrogarse en los derechos del acreedor y ejercerlos.

417. Naturaleza jurídica

Se ha discutido la verdadera naturaleza jurídica del pago con subrogación. La dificultad consiste en que si el pago es
un medio de extinción de las obligaciones, parece ilógico que esa obligación subsista aunque con diferente acreedor.
Para explicar esa aparente contradicción se han sostenido distintas teorías:

a) Según algunos autores (Marcadé), el crédito originario queda definitivamente extinguido con el pago y lo que se
transmite al pagador son los accesorios del crédito (hipotecas, fianzas, privilegios); la acción por la cual el tercero
reclama del deudor lo pagado es una acción de mandato o de gestión de negocios, pero no la que tenía el acreedor
primitivo. Esta tesis es inaplicable en nuestro derecho desde que el art. 918 expresamente reconoce que el pago con
subrogación transmite al tercero todos los derechos y acciones del acreedor.

b) Según otra opinión, habría una cesión de derechos, operada en virtud de la ley. Esta tesis tampoco puede ser
invocada en nuestro derecho, pues en la cesión de derechos se transmite el derecho mismo, íntegramente; en cambio, en
el pago con subrogación, el subrogado sólo puede ejercer el derecho transferido hasta el valor de lo pagado (art. 919,
inc. a]).

c) Para otros autores (Pothier, Aubry y Rau, Baudry-Lacantinérie), la subrogación sería una ficción jurídica, que
consiste en suponer existente una obligación en verdad extinguida con el pago. Ésta fue sin duda la opinión de Vélez
Sarsfield, según se desprende de la nota al art. 767 de su Código Civil, en donde dice expresamente que es una ficción
establecida en la ley.

d) Para otros, a quien adherimos, no hay tal ficción, sino una sustitución o sucesión a título singular, que se opera
porque la ley lo establece fundada en una razón de justicia. Lo que a nuestro entender ha dificultado la inteligencia del
problema es ver en el pago nada más que un medio de extinción de la obligación. Sin duda lo es, pero a condición de
que sea realizado por el propio deudor. Porque en esencia, más que un medio de extinción, el pago es el modo típico
de cumplimiento de las obligaciones. Si, pues, quien la cumple es un tercero, la obligación no se extingue: subsiste, pero
en favor de quien pagó. Una elemental razón de justicia apoya esta solución, a la que la ley ha dado fuerza jurídica.

418. Distintas especies

La subrogación puede ser legal, es decir, dispuesta por la misma ley, o convencional, esto es, derivada del acuerdo de
las partes (art. 914, in fine). A su vez, esta última puede derivar de un acto del acreedor o del deudor. Nos ocuparemos
de ellas en los párrafos siguientes.
419. Subrogación legal: distintos casos

Hay subrogación legal cuando el pagador sustituye al acreedor pagado en todos sus derechos y acciones, por la sola
disposición de la ley y sin necesidad de conformidad del acreedor o del deudor.

Según el art. 915, la subrogación legal tiene lugar a favor:

a) Del que paga una deuda a la que estaba obligado con otros o por otros. Deudas con otros son las solidarias o las
simplemente mancomunadas de objeto indivisible, pero no las simplemente mancomunadas divisibles, en cuyo caso no
hay subrogación legal, pues en estas últimas, el deudor no es obligado con los demás deudores, sino que sólo lo es de su
parte en la deuda. Deuda por otros es la fianza.

b) Del tercero, interesado o no, que paga con asentimiento del deudor o en su ignorancia. Sólo en caso de que
medie oposición del deudor no se operará la subrogación. Cabe advertir que en todos los restantes casos enumerados en
el art. 915, la subrogación se opera aun cuando mediare dicha oposición. Es que en todos ellos existe un interés del
pagador en realizar el pago y no es atendible una injusta oposición del deudor; pero cuando se trata de un tercero sin
interés alguno en el cumplimiento, es razonable reconocer al deudor el derecho de oposición, ya que con ello ningún
perjuicio resulta para quien quiere hacer el pago.

c) Del tercero interesado que paga aun con la oposición del deudor. La solución es lógica pues, como se dijo antes, existe un
interés del solvens en realizar el pago, no es atendible una injusta oposición del deudor.

d) Del heredero con responsabilidad limitada que paga con fondos propios una deuda del causante. Es que el heredero con
responsabilidad limitada no está obligado a pagar sino con los bienes del sucesorio; si lo hace con los suyos propios
queda subrogado en los derechos del acreedor y puede reclamar la repetición de la masa sucesoria.

420. Subrogación convencional

La subrogación convencional puede resultar de un acto del acreedor o del deudor.

a) Subrogación por el acreedor. Tiene lugar cuando el acreedor, al recibir el pago, le transmite al pagador todos sus
derechos respecto de la deuda (art. 916). Esta forma de subrogación tiene especial importancia cuando el deudor se ha
opuesto al pago que pretende hacer el tercero no interesado, pues mediando tal oposición no tiene lugar la subrogación
legal, es decir, de pleno derecho (art. 915, inc. c]), pero, en cambio, no impide que el primitivo acreedor le ceda o
trasmita sus derechos al pagador.

La subrogación debe hacerse antes del pago o en el momento de efectuarse éste. Una subrogación ulterior sería
extemporánea, porque lo que se ha extinguido con el pago (acciones, privilegios, garantías) no puede hacerse revivir
por acto posterior. La subrogación debe ser expresa porque si no se lo afirma con términos positivos debe considerarse
que el pago hecho extingue la obligación y concluye la relación (a no ser que pueda ser considerado como un supuesto
de subrogación legal). Debe hacerse por escrito y en algunos casos por escritura pública, según la forma que se exija a
los efectos probatorios (arts. 1019 y 1020).

b) Subrogación por el deudor. La subrogación puede resultar también de la voluntad del deudor, cuando paga la deuda
con fondos de terceros. En tal caso subroga al prestamista en los derechos y acciones del acreedor primitivo (art. 917).

Nuestra ley ha establecido algunos requisitos para que se produzcan los efectos de la subrogación. Ellos son: a) que
tanto el préstamo como el pago consten en instrumentos con fecha cierta anterior, porque si fuera de fecha posterior no
podría oponerse la subrogación a terceros; b) que en el recibo conste que los fondos pertenecen al subrogado; y c) que
en el instrumento del préstamo conste que con ese dinero se cumplirá la obligación del deudor. Se trata de vincular el
préstamo con el cumplimiento de la obligación.

421. Efectos de la subrogación: principio general y limitaciones

El principio general es que la subrogación traspasa al nuevo acreedor (tercero) todos los derechos y acciones del
acreedor y los accesorios del crédito. De esta manera, el tercero subrogante mantiene las acciones contra los
coobligados, fiadores y garantes personales y reales, los privilegios y el derecho de retención si lo hay (art. 918).

Esta regla, sin embargo, no es absoluta y está sujeta a algunas limitaciones (art. 919):

a) El subrogado sólo puede ejercer el derecho transferido hasta el valor de lo pagado realmente para liberar al deudor.
Por el contrario, en la cesión de derechos, el cesionario ejerce íntegramente los derechos del cedente, cualquiera fuere la
suma que hubiera pagado. El límite que impone el art. 919, inc. a), no impide el reclamo por el subrogado de los
intereses compensatorios y moratorios que se hubieran devengado, que son accesorios del crédito.

b) El codeudor de una obligación de sujeto plural solamente puede reclamar a los demás codeudores la parte que a
cada uno de ellos le corresponde cumplir. Con otras palabras, el codeudor de una obligación de sujeto plural no puede
ejercer los derechos y las acciones del acreedor contra los coobligados, sino hasta la concurrencia de la parte por la cual
cada uno de estos últimos estaba obligado a contribuir para el pago de la deuda. Ejemplo: A, B y C debían a D
solidariamente $ 90.000; si A paga la deuda, se subroga en los derechos de D contra B y C, pero sólo por la cantidad en
que éstos estaban obligados a contribuir al pago de la deuda, o sea que sólo puede reclamar a cada uno de ellos $ 30.000.
De ahí una diferencia importante con la situación del acreedor primitivo que podría dirigirse por el total contra cada
uno de los codeudores.

c) La subrogación convencional puede quedar limitada a ciertos derechos y acciones. Este inciso permite que las
partes (acreedor y tercero pagador, o deudor y prestamista), de común acuerdo, restrinjan los efectos previstos en la ley.
Estamos en presencia de normas supletorias, cuyo alcance puede ser limitado por la voluntad de las partes. Por tal
razón, estimamos posible, también, su aplicación a los supuestos de subrogación legal, pues nada parece obstar a que el
tercero renuncie a prevalecerse de ciertos derechos del antiguo acreedor, favoreciendo así la situación del deudor
(Alterini, Atilio A., Ameal, Oscar J. y López Cabana, Roberto, Derecho de Obligaciones Civiles y Comerciales, nro. 1428,
Abeledo-Perrot, 2000).

Debe señalarse, finalmente, que también se transmiten al tercero las limitaciones que tenía el acreedor; en efecto, el
deudor podrá oponer al tercero todas las defensas que él tenía contra el referido acreedor (Gagliardo, Mariano, Tratado
de las Obligaciones, t. 2, ps. 250 y 279, Ed. Zavalía, 2015).

422. Caso de pago parcial

El art. 920 dispone que si el pago es parcial, el tercero y el acreedor concurren frente al deudor de manera
proporcional. La norma prevé la siguiente situación: supongamos que el tercero ha hecho un pago parcial y, por lo
tanto, se ha subrogado parcialmente en los derechos del acreedor. En lo restante de la deuda, éste conserva sus derechos
originarios, de tal suerte que ambos resultan ser coacreedores del mismo deudor. Si más tarde los bienes de éste no
alcanzasen a pagar ambas deudas, subrogante y subrogado concurrirán con igual derecho por la parte que se les debe.
Ejemplo: A debe $ 100.000 a B; C paga $ 50.000 y se subroga en los derechos de B por esa suma, como resultado de lo
cual B y C tienen cada uno un crédito de $ 50.000 contra A. Hecha la ejecución de los bienes de éste, resulta que sólo
tiene $ 20.000 para afrontar las deudas. B y C recibirán cada uno $ 10.000, sin que ninguno pueda alegar derecho
preferente sobre el otro. Es la solución justa.

§ 2. — Compensación

423. Concepto

Hay compensación cuando dos personas, por derecho propio, reúnen la calidad de acreedor y deudor recíprocamente,
cualesquiera que sean las causas de una y otra deuda. La compensación extingue con fuerza de pago las dos deudas, hasta el monto
de la menor, desde el tiempo en que ambas obligaciones empezaron a coexistir en condiciones de ser compensables (art. 921).

Es un medio de extinción de las obligaciones de gran importancia práctica, porque contribuye a liquidar deudas
recíprocas y evita la necesidad de reclamos judiciales o extrajudiciales.

424. Diversas clases de compensación

Se distinguen diferentes clases de compensaciones: legal, convencional, facultativa o judicial (art. 922).

a) Compensación legal, que es la definida por el art. 921 en los términos que hemos transcripto en el número anterior. Es
la forma típica y la que mayor importancia práctica tiene. En ella, la compensación se opera por disposición de la ley,
pero requiere que sea opuesta o invocada por una de las partes intervinientes.

b) Compensación convencional es la que las partes acuerdan libremente por contrato. Demás está decir que aquí no se
requiere otra cosa que el acuerdo de voluntades y que no interesa ni el monto de las deudas ni su liquidez. A través de
ella cabe compensar obligaciones no homogéneas.

c) Compensación facultativa ocurre cuando una sola de las partes puede oponer la compensación, no así la otra, por el
tipo de derecho de que se trata. Ejemplo: A tiene contra B un crédito por alimentos; B tiene contra A uno por daños y
perjuicios, B no puede invocar la compensación porque la deuda por alimentos no es compensable (art. 930, inc. a), pero
sí podría hacerlo A.

d) Compensación judicial es la decretada por el juez, a pedido de parte, en razón de que, por efecto de la sentencia, han
quedado convertidas en líquidas y exigibles ambas obligaciones. Así, por ejemplo, la sentencia reconoce que, por
distintas causas, A debe $ 100.000 a B; y que por otras, B debe $ 150.000 a A; el juez declara compensadas ambas deudas
hasta el límite de la menor y condena a B a pagarle a A $ 50.000.

De todos estos casos resulta innecesario referirse a la compensación convencional, porque se trata de un simple
contrato, que se rige por las reglas relativas a éstos.

En cambio, merece una atención preferente la compensación legal, que es la más importante de todas en la vida del
derecho.

A. — Compensación legal

425. Requisitos

Para que tenga lugar la compensación legal (art. 923) es preciso:


a) Que ambas partes sean deudoras de prestaciones de dar. En otras palabras, cada una debe ser a la vez acreedora y
deudora de la otra, y debe tratarse siempre de obligaciones de dar.

b) Que los objetos comprendidos en las prestaciones sean homogéneos entre sí. Para que la compensación tenga lugar
es preciso que ambas deudas consistan en cantidades de dinero o en prestaciones de obligaciones de género (por ej.,
2.000 y 4.000 quintales de trigo), con tal que la elección pertenezca a los dos deudores. Pero no sería posible compensar
una obligación de dar sumas de dinero con una de dar cosa cierta, porque éstas son prestaciones heterogéneas.

c) Que los créditos sean exigibles y disponibles libremente, sin que resulte afectado el derecho de terceros. Ambos
créditos deben ser exigibles; por lo tanto si uno de ellos está sujeto a plazo suspensivo o condición suspensiva, la
compensación no es posible, pues ese crédito no es exigible. Ambos créditos deben ser disponibles libremente, es decir,
que no exista un obstáculo legal para pagarlos; por consiguiente, no es compensable el crédito que ha sido embargado o
prendado.

d) Si bien el art. 923 no lo menciona, los derechos que son inembargables no son susceptibles de compensación, pues
están sustraídos del poder de agresión de los acreedores del titular de ese derecho.

426. Obligaciones no compensables

No son compensables (art. 930):

a) Las deudas por alimentos. La imposibilidad de compensar la deuda de alimentos queda limitada a los alimentos
futuros. Los alimentos devengados y no percibidos pueden compensarse (art. 540).

b) Las obligaciones de hacer o no hacer. Es inimaginable que se deban recíprocamente dos hechos o dos abstenciones
idénticas; por tanto, siempre faltaría el requisito de homogeneidad o fungibilidad entre tales hechos o abstenciones.

c) La obligación de pagar daños e intereses por no poderse restituir la cosa de que el propietario o poseedor legítimo fue despojado.
La norma procura evitar que —en el caso que el deudor no pueda pagar los daños causados— el acreedor pretenda
apropiarse de algún bien del deudor, convertirse en su deudor y luego pretender compensar para satisfacer así su
crédito.

d) Las deudas que el legatario tenga con el causante si los bienes de la herencia son insuficientes para satisfacer las obligaciones y
los legados restantes. Se evita así que el legatario pretenda favorecerse cuando los bienes del sucesorio no satisfacen la
totalidad de las deudas y legados impuestos por el causante.

e) Las deudas y créditos entre particulares y el Estado nacional, provincial o municipal, cuando: (i) las deudas de los particulares
provienen del remate de bienes pertenecientes a la Nación, provincia o municipio; de rentas fiscales, contribuciones directas o
indirectas o de otros pagos que deben efectuarse en las aduanas, como los derechos de almacenaje o depósito; (ii) las deudas y créditos
pertenecen a distintos ministerios o departamentos; (iii) los créditos de los particulares se hallan comprendidos en la consolidación
de acreencias contra el Estado dispuesta por ley. Como se ve, existe una amplia y prácticamente absoluta imposibilidad de
compensar deudas y créditos entre los particulares y el Estado, lo que resulta difícil de justificar.

f) Los créditos y las deudas en el concurso y quiebra, excepto en los alcances en que lo prevé la ley especial. La Ley 24.522 de
Concursos y Quiebras, dispone que la compensación sólo se produce cuando se ha operado antes de la declaración de
quiebra (art. 130).

g) La deuda del obligado a restituir un depósito irregular. Así, por ejemplo, A, deudor de $ 100.000 de B, entrega a éste un
depósito de $ 50.000. B no podría invocar compensación, pues faltaría a la confianza, que es la esencia del depósito.

A estos casos, cabe añadir el supuesto de exclusión convencional, esto es, cuando las partes han excluido por acuerdo
de partes la posibilidad de compensar sus respectivos créditos (art. 929). Desde luego, la compensación es renunciable.
Si la renuncia es anterior al hecho de la compensación, estamos ante un supuesto de exclusión convencional. Pero la
renuncia puede ser también posterior a la compensación ya verificada. Y en este caso puede ser expresa o tácita. La
renuncia tácita resulta de pagar una deuda sin oponer la compensación al crédito que se tenía contra la otra parte.
Después de realizado este pago, el pagador no podría reclamar su restitución aduciendo que pagó lo que no debía; su
única acción es la de reclamar el pago de su crédito.

427. Efectos de la compensación: cómo se opera

Los efectos de la compensación son los siguientes:

a) Quedan extinguidas ambas obligaciones hasta el límite de la menor (art. 921); si, en efecto, una de ellas es de $
20.000 y otra de $ 10.000, sólo subsiste la primera por la diferencia entre ambas.

b) La extinción de la obligación principal supone la de sus accesorios (hipotecas, fianzas, privilegios, etc.). Bien
entendido que la extinción de tales accesorios sólo se produce en la medida de la extinción de la obligación principal.

c) En la parte extinguida, ambas obligaciones dejan de devengar intereses desde el momento mismo de la
coexistencia.

d) La compensación se produce desde el tiempo en que ambas obligaciones comenzaron a coexistir en condiciones de
ser compensables (art. 924). Es claro que siempre las partes se verán en la necesidad de invocarla para hacerla valer, pues
el juez no podría hacer valer esa extinción de oficio y aun en contra de la voluntad de las partes. La invocación es, pues,
una exigencia práctica ineludible, pero los efectos se producen desde el momento de la coexistencia. Si bien los arts.
921 y 924 no establecen expresamente la compensación de pleno derecho, ésa es la consecuencia de la declaración
judicial que la hace actuar retroactivamente, al momento de la coexistencia. Incluso, la última norma citada no exige que
el crédito sea líquido ni que el deudor lo haya impugnado.

e) Desde que opera la compensación, ya no se puede oponer la prescripción de ninguna de las deudas.

428. Caso especial de la fianza

El fiador puede oponer la compensación de lo que el acreedor le deba a él o al deudor principal (art. 925). Ejemplo: A
y B son acreedores y deudores recíprocos; C es fiador de A en la deuda que éste tiene con B. Si B pretende hacer efectivo
su crédito contra el fiador C, éste puede oponerle la compensación de lo que B debe a A. Ahora supongamos que A es
deudor de B y que su deuda ha sido afianzada por C, quien a su vez es acreedor de B. En este caso, si B pretende hacer
efectivo contra el fiador C, el crédito que tiene contra A, C podrá oponerle la compensación de lo que B le debe a él
personalmente.

En cambio el deudor no puede oponer al acreedor la compensación de su deuda con la deuda del acreedor al fiador
(art. 925), solución perfectamente lógica.

429. Imputación de la compensación

Puede ocurrir que el acreedor y deudor recíprocos tengan entre sí varios créditos. ¿A cuál de ellos se imputará la
compensación? O, para decirlo en otras palabras, ¿cuál de las deudas se considerará extinguida por compensación?
Dispone el art. 926 que si el deudor tiene varias deudas compensables con el mismo acreedor, se aplican las reglas de la imputación
de pago, por lo tanto, son aplicables los arts. 900 a 903, que hemos estudiado antes (nros. 395 y ss.).
B. — Compensación judicial

430. Noción y efectos

La compensación judicial es la decretada por el juez, a pedido de parte, en razón de que, por efecto de la sentencia, han
quedado convertidas en líquidas y exigibles ambas obligaciones.

El art. 928 denomina compensación judicial a aquélla que resulta producto del derecho que tiene cualquiera de las
partes a requerir a un juez la declaración de la compensación que se ha producido. Esta pretensión, añade la misma
norma, puede ser deducida simultáneamente con las defensas relativas al crédito de la otra parte o, subsidiariamente,
para el caso de que esas defensas no prosperen.

En lo que atañe a sus efectos, ellos son los mismos que los de la compensación legal: extingue la obligación hasta el
límite de la menor, con todos sus accesorios.

Pero cabe preguntarse si ella produce sus efectos desde el momento en que las deudas coexisten y son exigibles, o a
partir de la traba de la litis o de la sentencia. A nuestro juicio, es preferible la primera solución, pues respeta la hipótesis
de que una de las obligaciones esté sujeta a un plazo o condición. Pero desde que ambas son exigibles, debe admitirse la
compensación, aunque se necesite el dictado de la sentencia que así la imponga.

C. — Compensación facultativa

431. Noción y efectos

La compensación facultativa existe cuando una sola de las partes puede oponer la compensación, no así la otra, por el
tipo de derecho de que se trata. Como lo establece el art. 927, ella actúa por la voluntad de una sola de las partes cuando
renuncia a un requisito faltante para la compensación legal que juega a favor suyo. Es el caso del acreedor que es a su
vez recíproco deudor de una obligación sujeta a condición o plazo, que renuncia a esa condición o plazo. Otro supuesto
es el del acreedor de un crédito líquido, que a su vez es deudor de un crédito ilíquido, y que admite que se suspenda su
reclamo hasta que se liquide el crédito opuesto y se produzca la compensación.

También en este caso se producen iguales efectos que en la compensación legal. Pero ellos sólo se operan a partir del
momento en que la parte que puede acogerse a la compensación ha manifestado su voluntad en ese sentido a la otra
(art. 927, in fine), y no desde que las deudas coexistieron, pues no hay ninguna disposición que establezca que los
efectos se operan ipso jure, por lo que ellos deben correr desde que la otra parte recibe la comunicación.

§ 3. — Confusión

432. Concepto y naturaleza

Hay confusión cuando se reúnen en una misma persona y en un mismo patrimonio la calidad de acreedor y deudor
(art. 931). Ejemplo: A debe a su tío B una suma de dinero; fallece B, quien instituye a A su único y universal heredero.
En tal caso la deuda se extingue con todos sus accesorios.
La norma citada hace referencia a que la calidad de acreedor y deudor se reúna, no sólo en una misma persona, sino
también en un mismo patrimonio. Es que puede ocurrir que una persona tenga dos patrimonios, como ocurre con el
fiduciario de un fideicomiso o con el heredero con responsabilidad limitada; en tales casos, se necesita que la confusión
de la calidad de acreedor y deudor coincida en el mismo patrimonio.

En el Código Civil de Vélez se establecía que la confusión podía cesar por un acontecimiento posterior, y ello volvía a
separar la calidad de acreedor y deudor, por lo que la obligación primitiva revivía con todos sus accesorios (art. 867).
Esta norma ha desaparecido en el Código Civil y Comercial, por lo que parece claro que no hay posibilidad alguna de
que renazca la obligación primitiva; en definitiva si se separan nuevamente la calidad de acreedor y deudor, ello será en
el contexto de una nueva obligación.

433. Hechos de que puede derivarse la confusión

La confusión puede derivarse:

a) De una transmisión a título universal; así ocurriría en los siguientes casos: 1º) si el acreedor o deudor de una persona
lo hereda (ejemplo dado en el número anterior); 2º) si una persona resulta heredera del acreedor y del deudor (A debe a
B una suma de dinero y C hereda a ambos).

b) De una transmisión a título singular; por ejemplo, si el que tiene una deuda con una firma comercial adquiere
después ese fondo de comercio; o el depositario que adquiere el dominio de la cosa recibida en depósito

434. Especies

La confusión puede ser total o parcial, según que la deuda quede total o parcialmente extinguida. Cuando la confusión
es parcial, la obligación se extingue en proporción a la parte de la deuda en que se produce la confusión (art. 932).
Ejemplo de confusión parcial es el caso del deudor del causante que luego lo hereda junto con otros parientes; la deuda
queda extinguida sólo en proporción a la porción hereditaria de ese deudor.

435. Derechos que pueden constituir su objeto

La confusión puede tener por objeto no solamente derechos personales u obligaciones, sino también derechos reales. Así,
por ejemplo, la hipoteca, la prenda, las servidumbres, el usufructo, el uso y la habitación se extinguen cuando el titular
de alguno de tales derechos adquiere la propiedad sobre la cosa sobre la cual se ejerce. Generalmente el Código Civil y
Comercial se refiere a tales situaciones en el Libro Cuarto con el nombre de consolidación.

436. Efectos de la confusión

Según ya hemos dicho, el efecto de la confusión es la extinción de la obligación (art. 931).

Veamos ahora algunos casos particulares:

a) En caso de obligaciones solidarias y de obligaciones concurrentes, la confusión entre el acreedor y uno de los deudores
solidarios o concurrentes, sólo extingue la obligación correspondiente a ese deudor, y no las partes que pertenecen a los
otros codeudores (arts. 835, inc. c] y 851, inc. d]). Igualmente, debe admitirse la misma solución cuando estamos ante
acreedores solidarios y un solo deudor (art. 846, inc. c]). Como se ve, aun en caso de solidaridad o de obligaciones
concurrentes, la confusión tiene efectos estrictamente limitados a la porción en que el crédito y la deuda han quedado
confundidos en una sola persona.

b) En las obligaciones simplemente mancomunadas de objeto divisible, la confusión de un codeudor y un coacreedor


extingue la obligación en proporción a lo que les corresponde dar o recibir. Y si el objeto fuese indivisible, la solución se
mantiene pues, por caso, si el acreedor se confunde con uno de los deudores, la obligación de este último se extingue,
aunque el resto de los deudores siga obligado por el total hacia el nuevo acreedor (conf. Compagnucci de Caso, Rubén
H., Derecho de las Obligaciones, n° 382, Ed. La Ley, 2018).

c) Los títulos a la orden quedan extinguidos cuando han sido cedidos al librador.

d) La adquisición de la propiedad de la cosa gravada con hipoteca, prenda, servidumbre, usufructo, uso y habitación y
anticresis por el titular de alguno de esos derechos, los extingue (es el fenómeno de la llamada consolidación); sin
perjuicio, naturalmente, de la subsistencia del crédito que estaba garantizado con hipoteca, prenda o anticresis. El
ejemplo más frecuente es el del acreedor hipotecario que adquiere el inmueble gravado en la subasta provocada
judicialmente por la ejecución de su propio crédito; es obvio que no puede mantenerse el derecho de hipoteca, porque
se han confundido o consolidado en una misma persona la calidad de propietario y titular del derecho de hipoteca; pero
si el precio pagado no alcanzara a satisfacer la totalidad de la deuda, ésta subsiste por el saldo, no ya en carácter de
crédito hipotecario, sino simplemente quirografario.

e) La confusión causa la extinción de la obligación (art. 931) y, consiguientemente, extingue también las obligaciones
accesorias. Así, por ejemplo, se extingue la obligación del fiador, y ella no renace aunque más tarde se restablezca la
separación de las calidades de acreedor y deudor por un acontecimiento posterior, como ocurriría si la persona que
reúne ambas calidades cede el derecho que se había garantizado.

Para cerrar este parágrafo, es necesario señalar que en la primera edición sostuvimos que el legado del crédito (art.
2505) al deudor extinguía la obligación de éste por confusión. Una nueva reflexión de este tema nos hace cambiar de
idea. En el Código Civil y Comercial, el legado del crédito parece más bien un supuesto de remisión de la deuda, que
veremos más adelante (número 475).

§ 4. — Novación

A. — Conceptos generales

437. Concepto y especies

La novación es la extinción de una obligación por la creación de otra nueva, destinada a reemplazarla (art. 933). Con otras
palabras, la novación es un acto jurídico bilateral que extingue una obligación y hace nacer otra nueva. Así ocurre, por
ejemplo, cuando acreedor y deudor dan por extinguida una obligación anterior y convienen en la creación de una
nueva obligación; tal sería el caso de que Pedro adeudara $ 150.000 a Diego, y por mutuo acuerdo sustituyen esa
obligación por la de entregar un automóvil. Esta nueva obligación nacida de la novación es la condición de la extinción
de la anterior; y, a la vez, esta última es la causa de la primera.

Hay dos especies o clases de novación: la objetiva, en la cual lo que cambia es el objeto de la obligación pero los sujetos
permanecen los mismos (caso del ejemplo dado antes); y la subjetiva, en la cual la cosa debida permanece invariable y lo
que cambia es el sujeto, ya sea el acreedor o el deudor.
438. Elementos de la novación

Para que haya novación es necesario que estén reunidos los siguientes elementos: una obligación anterior, una nueva
obligación que extingue la anterior, capacidad de novar e intención de hacerlo (animus novandi). Nos ocuparemos de
ellos a continuación.

439. a) Obligación anterior

La novación supone siempre una obligación anterior que le sirva de causa. Va de suyo que esa obligación
debe existir y ser válida. Si la obligación anterior está extinguida o afectada de nulidad absoluta, no hay posibilidad de
novar; pero si esa obligación anterior está afectada de una nulidad relativa, la novación vale si al mismo tiempo se la
confirma (art. 938, inc. a]). Desde luego, la confirmación en este último caso será válida en la medida de que haya
cesado el vicio que invalidaba el acto y sea hecha por quien tenía interés en la nulidad.

Tampoco existe novación si la obligación anterior estaba sujeta a condición suspensiva, y después de la novación, el
hecho condicionante fracasa; o con otras palabras, para que haya novación es necesario que el hecho condicionante se
cumpla para que el acto se torne plenamente eficaz. Asimismo, no hay novación cuando la obligación anterior estaba
sujeta a condición resolutoria retroactiva y el hecho condicionante se cumple, lo cual extingue la obligación con efectos
retroactivos a la fecha de su nacimiento. En ambos casos, la nueva obligación produce los efectos que, como tal, le
corresponden, pero no sustituye a la obligación anterior (art. 938, inc. b]).

Desde luego, y dentro del amplio campo de la autonomía de la voluntad, nada impide que una obligación sujeta a
condición sea novada como una obligación pura y simple, si así las partes lo acuerdan, y sin importar el cumplimiento o
el fracaso de la primitiva condición.

440. b) Creación de una nueva obligación

Simultáneamente con la extinción de la anterior obligación debe nacer una nueva obligación. Por ello, si la nueva
obligación adolece de nulidad (sea absoluta, sea relativa y no se la confirme ulteriormente, art. 939, inc. a), no hay
novación y la obligación anterior no queda extinguida.

Tampoco hay novación y, por tanto, subsiste la obligación anterior, si la nueva está sujeta a condición suspensiva y el
hecho condicionante fracasa (no se cumple), o está sujeta a condición resolutoria retroactiva y el hecho condicionante se
cumple (art. 939, inc. b]).

441. c) Capacidad de las partes

Para novar se requiere tener capacidad para contratar, pues ya hemos dicho que para que exista novación tiene que
haber un acuerdo de voluntades entre acreedor y deudor. Si alguna de las partes actuara a través de un representante
voluntario, éste necesitará poderes especiales de su representado cuando se trata de novar obligaciones anteriores al
otorgamiento del poder (art. 375, inc. g]); si son posteriores, basta el poder general otorgado.
442. d) Intención de novar

Por último, es preciso la intención de novar. Esa intención no se presume. Por ello, el art. 934 dispone que en caso de
duda, se presume que la nueva obligación contraída para cumplir la anterior no causa su extinción; por lo tanto, las dos
obligaciones existen. La prueba de que hay novación corresponde a quien la invoca. Sin embargo, no es indispensable
que se pacte expresamente, aunque ello es lo normal; puede resultar también tácitamente de la circunstancia de que la
nueva obligación sea incompatible con la anterior, incompatibilidad que será objeto de interpretación judicial. Es
necesario destacar que la incompatibilidad resulta una cuestión trascendente, pues si ella no existiera, habría dos
obligaciones en cabeza del mismo deudor.

443. Diferencia con el reconocimiento de deuda, la confirmación y la renuncia

La novación tiene puntos de contacto con el reconocimiento de deuda, la confirmación y la renuncia, pero no puede
confundirse con ellos.

a) En el reconocimiento puro y simple, no hay sino la entrega de la prueba de una obligación y, cuanto más, hace revivir
acciones que estaban extinguidas o en vías de extinguirse (por ej., obligaciones prescriptas); la novación importa la
creación de una nueva obligación distinta de la anterior.

b) La confirmación importa la convalidación de un acto que adolecía de un vicio de nulidad relativa; la novación
implica a veces la confirmación, pero produce efectos más completos: extingue esa obligación y hace nacer una nueva.

c) La renuncia importa la extinción de un derecho, sin que nada lo reemplace; en la novación, esa extinción está
acompañada del nacimiento de un nuevo derecho.

444. La novación en la legislación moderna

La novación ha dejado de tener en el derecho moderno la importancia capital que tuvo en el romano. Como allá no se
concebía la cesión de derechos y de deudas, fue menester reemplazarlos por la novación por cambio de acreedor o
deudor. Pero hoy, la admisión amplia de la cesión de derechos y deudas hace poco menos que inútil la novación
subjetiva; y en cuanto a la objetiva, la dación en pago resuelve la mayor parte de las necesidades económicas que la
justificaban. Ello explica que algunos códigos modernos no la legislen como institución independiente (alemán), o que
otros se limiten a regular la novación objetiva (Códigos Civil italiano, portugués y paraguayo). Sin embargo, hay que
reconocer que ni la cesión de derechos o de deudas, ni la dación en pago cubren todas las posibilidades de
funcionamiento de la novación; es por ello que la institución se mantiene en los restantes códigos, entre ellos, los de
Brasil, España, Venezuela, México, Perú, etcétera. El Código Civil y Comercial, obviamente, ha adoptado esta última
postura.

B. — Novación objetiva

445. Concepto

Según lo hemos dicho anteriormente, la novación es objetiva cuando lo que se altera es la prestación. Por ejemplo, se
sustituye la obligación de dar una suma de dinero por la de entregar una cosa.
Pero para que exista novación es indispensable que el cambio recaiga sobre elementos esenciales y no sobre
estipulaciones accesorias o secundarias de la obligación. Por ello, la entrega de documentos suscriptos por el deudor en pago de
la deuda (documentos tales como el cheque o el pagaré) y, en general, cualquier modificación accesoria de la obligación
primitiva, no comporta novación (art. 935).

446. Cambios que provocan o no la novación

Interesa precisar qué cambios produce la novación, ya que ésta supone, según lo dispone el art. 940, la extinción de la
obligación primitiva y sus accesorios (garantías reales o personales, privilegios, etc.).

a) Producen novación el cambio en el objeto principal de la obligación (por ej., si una obligación de hacer se transforma en
una de dar) o en la causa (v.gr., una cosa que se recibe en concepto de comodato y que luego las partes le dan valor de
locación); la adición o supresión de una condición (por ej., si la obligación anterior estuviese sujeta a una condición
resolutoria y la nueva la eliminase); introducir un cargo resolutorio.

b) No producen novación y sólo importan una modificación accesoria de la obligación primitiva (art. 935), que subsiste:
1) el cambio relativo al plazo o término de cumplimiento (sea que se trate de su prolongación, abreviación o supresión),
al lugar de cumplimiento, o al modo o cargo que no tenga carácter de condición resolutoria; 2) la agregación o supresión de
garantías, sean reales o personales; 3) la modificación del importe de la deuda (por ej., si el acreedor hace una quita al
deudor); 4) la litis contestatio (es decir, la traba de la litis, que claramente no cambia la causa del vínculo anterior) y
la sentencia judicial (pues no es más que la consecuencia de la obligación demandada y presenta un carácter declarativo);
5) el cambio del título de la deuda (por ej., si se cambiare un instrumento que no tiene fuerza ejecutiva por otro que la
posee); 6) el previsto expresamente por la primera parte del art. 935, esto es, la entrega de documentos suscriptos por el
deudor en pago de la deuda, tal como ocurre cuando libra y entrega al acreedor un cheque, una letra de cambio o un
pagaré.

C. — Novación subjetiva

447. Concepto y casos

Hay novación subjetiva cuando la prestación permanece idéntica, cambiando sólo los sujetos. Puede ocurrir por
cambio de deudor y por cambio de acreedor. Nos ocuparemos de ellas en los párrafos siguientes.

448. Novación por cambio de deudor

La novación por cambio de deudor puede ser hecha con la conformidad del deudor primitivo (lo que se
llama delegación perfecta), en su ignorancia (expromisión) y aun contra su voluntad. En cambio, exige siempre la
conformidad del acreedor (art. 936).

449. a) Delegación

Para que ella tenga lugar es necesario el consentimiento del acreedor (art. 936), del deudor primitivo y del nuevo
deudor. El consentimiento del acreedor puede ser hecho por escrito, verbalmente o por signos inequívocos, tal como
resultaría de la conducta del sujeto activo que demanda el pago del crédito al nuevo deudor y no al anterior. Se habla
de delegación perfecta cuando el acreedor libera al primitivo deudor, y de delegación imperfecta cuando ello no sucede,
en cuyo caso, ambos deudores deben el total de la obligación. Es claro, que sólo hay novación cuando se trata de una
delegación perfecta.

450. b) Expromisión

En ella no interviene el deudor primitivo; la obligación anterior se extingue por acuerdo del acreedor y de la persona
que asume la deuda. Para que exista expromisión propiamente dicha es preciso: 1º) que el acuerdo del acreedor y el
nuevo deudor se realice ignorándolo el deudor anterior o prescindiendo de la voluntad de este último; 2º) que el
acreedor declare que desobliga al deudor primitivo; 3º) que el nuevo deudor no se subrogue en los derechos del
acreedor, respecto del deudor primitivo, pues si media subrogación, la obligación primitiva no se extingue sino que
subsiste con todos sus accesorios (art. 918).

Debe señalarse que la expromisión no está regulada en el Código Civil y Comercial; empero, ello no impide reconocer
su existencia. Ante todo, porque lo que hacen el acreedor y el tercero que asume la deuda es un contrato, y las partes
son libres para determinar su contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las
buenas costumbres (art. 958), y estos límites no quedan sobrepasados. Asimismo, cabe recordar que la expromisión
estaba receptada en el Código Civil de Vélez (art. 815), y ello permite considerarla un uso o práctica en los términos del
artículo 1° del Código Civil y Comercial, los cuales son vinculantes en situaciones no regladas legalmente, siempre que
no sean contrarias a derecho, y no hay norma alguna que la prohíba.

451. c) Novación contra la voluntad del deudor

Puede ocurrir que el pacto entre el acreedor y el nuevo deudor se realice aun en contra de la voluntad del deudor
originario. Ello no impide la validez del pacto así celebrado, ni la extinción de la obligación anterior, siempre, claro está,
que esa extinción no haya sido expresamente pactada. Pero la oposición del deudor primitivo tiene esta importante
consecuencia: que la persona que asumió la deuda no tendrá ya contra él una acción derivada de la gestión de negocios,
que le permitiría recobrar todo lo que gastó, más los intereses desde el día en que el gasto fue hecho, más los daños que
por causa ajena a su responsabilidad haya sufrido, más la liberación de las obligaciones contraídas a causa de la gestión,
y siempre que la gestión hubiera sido útilmente conducida (art. 1785), sino solamente una acción de empleo útil: el
nuevo deudor sólo podrá reclamar del originario la restitución de los gastos hechos por él, más los intereses desde el
día en que el gasto fue hecho, y ello en tanto esos gastos hayan resultado útiles (art. 1791).

452. Novación por cambio de acreedor, diferencia con la cesión de créditos

Hay novación cuando el acreedor originario es sustituido por otro con el consentimiento del deudor. Este consentimiento
es esencial para que el acto se repute novación: si faltare, estaríamos en presencia de una cesión de créditos (art. 937). La
diferencia es importante: es verdad que en ambos casos un acreedor es sustituido por otro y que para que este resultado
se produzca es indiferente que medie o no el consentimiento del deudor. Pero entre la novación por cambio de acreedor
y la cesión de créditos hay estas diferencias: a) en la primera, la obligación primitiva se extingue y da nacimiento a una
nueva; en la segunda, es la misma obligación que cambia de titular; b) de allí se desprende una consecuencia
fundamental: en el primer caso se extinguen todos los accesorios, garantías y privilegios de la obligación primitiva,
salvo el supuesto de reserva; en el segundo, se mantienen todos ellos; c) la cesión de créditos es un acto formal: debe
hacerse, como regla, por escrito y en algunos casos es necesario el instrumento público o el acta judicial; la novación no
está sujeta a ninguna formalidad; d) en la cesión de créditos hay garantía de evicción, lo que no ocurre en la novación.

Es necesario señalar que el Código Civil y Comercial, a diferencia del Código Civil de Vélez, no regula la cesión de
créditos, pero es claro que deben aplicarse las normas relativas a la cesión de derechos que sí se legislan en los arts.
1614 y ss.

D. — Efectos

453. Efectos de la novación

Los efectos fundamentales de la novación son, ya lo dijimos, la extinción de la obligación anterior y el nacimiento de
una nueva. Algunas situaciones peculiares pueden prestarse a duda, por lo que conviene precisar las soluciones.

454. a) Extinción de los accesorios de la obligación originaria

Ante todo, la obligación principal se extingue con todos sus accesorios (art. 940, párr. 1º): intereses, garantías reales
(prenda, hipoteca) o personales (fianzas), privilegios, cláusulas penales.

Sin embargo, en lo que atañe a las garantías reales y personales del antiguo crédito, no hay inconveniente en que
subsistan, si así se conviene entre las partes (art. 940); pues interviniendo en el acto tanto el acreedor como el nuevo
deudor, no hay obstáculo legal en que ellos convengan que la nueva obligación gozará de iguales garantías y privilegios
que la anterior. Igual solución cabe predicar cuando el acreedor procede hacer reserva sobre ellas. Sin embargo, las
garantías pasan a la nueva obligación solamente si quien las constituyó -y acá importa considerar al tercero que se
constituye garante, como podría ser el propietario no deudor de un inmueble hipotecado- participa en el acuerdo
novatorio (art. 949, in fine); por lo tanto, si los garantes no participan en el acuerdo novatorio, sólo quedarán obligados
en los términos de la obligación original. Así se evita la posibilidad de que la situación del garante se vea comprometida
por el cambio de un deudor solvente por uno insolvente.

455. b) Pluralidad de acreedores

La novación entre uno de los acreedores solidarios y el deudor -y siempre que este último no hubiese sido
demandado al pago por otro coacreedor- extingue la obligación de éste para con los restantes acreedores (art. 846, inc.
b]). En cambio, la novación hecha por uno de los acreedores de una obligación indivisible no extingue el crédito de los
demás, ya que los acreedores de tales obligaciones no pueden hacer quita o remisión de deuda ni transarla; si se
admitiera que la novación produce efectos respecto de los coacreedores, se tendría el camino para hacer, por vía
indirecta, una quita parcial o una transacción que afectaría el derecho de los coacreedores. Sin perjuicio, naturalmente,
de que esa novación es válida respecto del acreedor que la hizo. En base a tal orden de ideas, el art. 818 requiere la
unanimidad de los acreedores para considerar extinguida la obligación indivisible por novación.
456. c) Pluralidad de deudores

La novación entre el acreedor y uno de los codeudores solidarios extingue la obligación primitiva respecto de los
restantes codeudores (art. 835, inc. b]). A su vez, la novación concertada con uno de los deudores concurrentes, si
satisface íntegramente el interés del acreedor, extingue la obligación de los otros obligados concurrentes o, en su caso, la
extinguen parcialmente en la medida de lo satisfecho (art. 851, inc. c]).

457. d) Novación y situación del fiador

Hemos dicho antes (nro. 454) que el acreedor puede impedir la extinción de la garantía personal del antiguo crédito
mediante reserva (art. 940); sin embargo, el Código Civil y Comercial dispone de manera expresa que la novación de la
obligación principal, aunque el acreedor haga reserva de conservar su derecho contra el fiador, extingue la fianza (art.
1597). Por lo tanto, si se produjo la novación de la deuda principal, el fiador queda liberado. De esta manera, el art.
1597 constituye una excepción expresa de la regla establecida por el art. 940.

E. — Novación legal

458. Noción

El art. 941 cierra la sección estableciendo que las disposiciones precedentes se aplican supletoriamente cuando la
novación se produce por disposición de la ley.

Esta novación legal se prevé en el concurso preventivo. En efecto, el art. 55 de la ley 24.522 dispone que el acuerdo
homologatorio alcanzado en un concurso preventivo de acreedores, importa la novación de todas las obligaciones con
origen o causa anterior al concurso, pero no extingue la obligación del fiador ni del codeudor solidario. En tal caso, se
aplican supletoriamente las normas analizadas anteriormente.

§ 5. — Dación en pago

459. Concepto

El pago supone la entrega al acreedor de la misma cosa o prestación a que el deudor se obligó. Es el cumplimiento
exacto de lo debido. Pero puede ocurrir que interese a ambas partes la entrega de una cosa distinta de la prometida.
Ningún inconveniente hay en que el acreedor acepte una prestación diferente, quedando con esa entrega extinguida su
obligación. Es esto lo que se llama dación en pago.

Por ello, el art. 942 establece que la obligación se extingue cuando el acreedor voluntariamente acepta en pago una prestación
diversa de la adeudada.

460. Requisitos

Para que haya dación en pago deben estar reunidos los siguientes requisitos:
a) Una obligación preexistente que se extinga por efecto de la dación en pago, requisito sin el cual éste sería un pago
indebido.

b) El cumplimiento efectivo y actual de una prestación (de dar, hacer o no hacer) distinta de la debida. No basta la
simple promesa de pagar otra cosa o de realizar otro servicio, aunque esa promesa sea aceptada como modo de
extinción anterior. Eso sería novación.

c) El consentimiento del acreedor; en tanto el pago puede hacerse aun en contra de la voluntad del acreedor, que está
obligado a recibirlo. La dación en pago requiere indispensablemente su conformidad.

461. Naturaleza jurídica

Se ha discutido la naturaleza jurídica de la dación en pago:

a) Para algunos, no es sino una forma peculiar del pago, un modo supletorio de cumplimiento. Pero este punto de vista
se hace pasible de serias objeciones: el pago supone entregar exactamente lo que se prometió, en tanto que en la dación
se entrega una cosa distinta; el pago puede hacerse contra la voluntad del acreedor, mediante la consignación, mientras
que la dación requiere inevitablemente la conformidad de aquél.

b) Para otros lo que hay es una novación seguida de cumplimiento inmediato. Se admite que hay pago, pero de la
nueva obligación. La circunstancia de que la novación y el cumplimiento de la nueva obligación se produzcan en el
mismo instante, no elimina la realidad del proceso jurídico.

c) Por nuestra parte, creemos que esta última teoría, si bien no ofrece inconvenientes prácticos, los tiene en el plano
teórico. Resulta excesivamente complicado y, a nuestro juicio, falso, ver en la esencia de la dación en pago una
novación. La voluntad de las partes no está dirigida a novar (es decir, a sustituir una obligación por otra) sino a
extinguir una obligación preexistente. Nos parece más simple y exacto hablar de una convención liberatoria de caracteres
propios, que no puede ser identificada ni con el pago propiamente dicho ni con la novación.

462. Capacidad

La dación en pago puede ser aceptada por todas las personas que tengan capacidad para contratar. Respecto de los
representantes legales, el Código Civil de Vélez disponía que no podían aceptar pago por entrega de bienes (art. 782).
Esta regla, que estaba destinada a evitar que el representado pudiera verse perjudicado por una dación de menor valor
económico que la prestación prometida, ha sido suprimida en el Código Civil y Comercial, de lo que se desprende que
los representantes legales están autorizados a aceptar una dación en pago, por constituir un acto de administración (art.
690). En cuanto a los representantes voluntarios que sólo tengan poderes generales de administración o disposición de
bienes, la cuestión es dudosa. Por un lado, la posición dominante (Gagliardo, Compagnucci de Caso, Ossola) sostiene
que al no tratarse la dación en pago de un acto usual en la vida de relación, es necesario el apoderamiento especial;
pero, por otro lado, cabe considerar que el art. 375 no exige facultades expresas para la dación en pago, lo que
implicaría que basta un poder general para realizar tal acto jurídico.
463. Reglas aplicables

La dación en pago se rige por las disposiciones aplicables al contrato con el que tenga mayor afinidad (art. 943). De ello se
desprende que si lo que se da en pago es un crédito, la dación se rige por las normas de la cesión de derechos; en cambio, si
se da en pago una cosa, la dación se regirá por las normas de la compraventa o de la permuta.

464. Evicción y vicios redhibitorios de lo dado en pago

Puede ocurrir que la cosa dada en pago no pertenezca al solvens y que el verdadero propietario la reivindique luego
de que el acreedor la hubiera recibido, o que la cosa tenga vicios ocultos al tiempo de la entrega. Si tales cosas
ocurrieren, el acreedor vencido en juicio tendrá derecho a ser indemnizado por el deudor, en el primer caso (art. 1040),
y en el segundo, tendrá derecho a resolver el contrato o a exigir la reparación de daños, según el caso (arts. 1056 y 1057).
Por ello, el art. 943 dispone que el deudor responde por la evicción y los vicios redhibitorios de lo entregado.

465. Efectos

Más allá de la evicción y de los vicios redhibitorios analizados precedentemente, el mismo art. 943 establece que estos
efectos no hacen renacer la obligación primitiva, excepto pacto expreso y sin perjuicio de terceros. Por lo tanto, cabe concluir que
la dación en pago extingue definitivamente la deuda primitiva, salvo pacto en contrario.

La regla es, entonces, que la dación en pago extingue la deuda principal y, consiguientemente, sus accesorios. La
norma citada hace la salvedad del pacto expreso en contrario y sin perjuicio de terceros. La facultad conferida a
acreedor y deudor de que pacten que la dación no extingue la deuda original si ocurren ciertas contingencias entra
dentro del amplio marco de la autonomía de la voluntad (art. 962), y no genera inconvenientes.

En cuanto a la situación de los terceros, la norma admite dos lecturas. Por un lado, que la dación en pago no puede
afectar a los subadquirentes a título oneroso y de buena fe, de los objetos que fueran pasibles de saneamiento (evicción
y vicios redhibitorios). Por otro lado, que la dación en pago libera a los terceros garantes (personales o reales) de la
responsabilidad asumida. En este último caso, la única manera de mantener viva la garantía a pesar de la dación en
pago hecha es que tales terceros intervengan en ella y consientan el pacto realizado en este sentido por acreedor y
deudor. De no darse este supuesto, si el que recibió la cosa ha sido vencido por un tercero en el juicio de reivindicación,
no podrá ya pretender que reviva la garantía.

§ 6. — Renuncia

466. Noción y derechos que pueden ser objeto de ella

La renuncia es la declaración de voluntad por la cual una persona abandona un derecho y lo da por extinguido.

La regla es que toda persona puede renunciar a los derechos conferidos por la ley cuando la renuncia no está prohibida y sólo
afecta intereses privados (art. 944).

Por ello, en principio, pueden renunciarse todos los derechos patrimoniales, sean reales, personales o intelectuales. Por
excepción, hay algunos que no pueden renunciarse: el derecho a una herencia futura (art. 2286), a alimentos futuros
(arts. 539 y 540), a la mayor parte de los beneficios establecidos en el derecho laboral (indemnización de los accidentes
del trabajo, por maternidad, por despido y preaviso, etc.), a invocar la prescripción cuyo plazo no ha vencido (art. 2535).

En cambio, los derechos de familia son, en principio, irrenunciables, pues tales derechos han sido otorgados más bien
por una razón de orden público que en atención a un interés privado. Por excepción pueden renunciarse la tutela y la
curatela, pero no libremente, pues debe ser aceptada por el juez que interviene en la tutela o en la curatela (arts. 135, inc.
b], y 138).

Además, no se admite la renuncia anticipada de las defensas que puedan hacerse valer en juicio (art. 944, in fine). Esta regla, sin
embargo, admite excepciones, tales como la de prórroga de la competencia en razón del lugar o la materia que —en
ciertos casos— puede ser objeto de convenio entre las partes.

467. Especies

La renuncia puede ser gratuita u onerosa; en el primer caso se trata de una liberalidad; en el segundo, la renuncia se
hace a cambio de un precio o de una ventaja cualquiera —una contraprestación con valor económico— que ofrece o da
el otro contratante, y es regida por los principios de los contratos onerosos (art. 945).

También puede hacerse por actos entre vivos (vale decir, por contrato o por declaración unilateral de voluntad) o por
acto de última voluntad (esto es, por testamento).

468. Caracteres

La renuncia tiene los siguientes caracteres:

a) Puede ser un acto unilateral o bilateral. Es indiscutiblemente unilateral si ha sido hecho por testamento; es
evidentemente bilateral si es oneroso. Si se trata de la renuncia gratuita por actos entre vivos habrá que diferenciar según se
trate de derechos personales o reales. En el primer caso, para que la renuncia quede perfeccionada parece necesaria la
aceptación del beneficiario, pues sólo tal aceptación causa la extinción del derecho (art. 946). Ahora, si se trata de la
renuncia de un derecho real, acá no se exige la aceptación de nadie. Un buen sostén de esto último lo da el art. 1907 que
prevé como un medio de extinción de los derechos reales el de su abandono. Hay que tener presente que una de las
características más importantes de los derechos reales resulta ser la relación directa de su titular con la cosa, sin que se
torne necesaria la presencia de un intermediario. Si su titular renuncia, el derecho real en cuestión se extingue.

Con todo, y volviendo a la renuncia gratuita por acto entre vivos, la aceptación del beneficiario como recaudo para
causar la extinción del derecho (art. 946) solamente parece posible cuando se trata de una renuncia expresa; si fuere
tácita (véase nro. 470), como lo es la no oposición de la prescripción liberatoria cuando el respectivo plazo ya ha
transcurrido, no habrá aceptación de la renuncia y, sin embargo, ella tendrá pleno efecto y será de carácter unilateral.
Cabe añadir, finalmente, que la solución del art. 946 es cuestionable. Es que si se trata de una renuncia gratuita de un
derecho, siempre debería considerársela como un acto jurídico unilateral, pues la aceptación de la renuncia no hace a la
extinción del derecho, sino a la posibilidad de su retractación. Esta es la solución que propicia el Anteproyecto de
Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 (art. 946).

b) No está sujeta a formas especiales, aun cuando se refiera a derechos que constan en un instrumento público (art. 949). Nos
referimos a esta cuestión más adelante (nro. 470).

c) La voluntad de renunciar no se presume y la interpretación de los actos que permiten inducirla es restrictiva (art. 948). Nos
remitimos a los nros. 470 y 471.
d) Es abdicativa de derechos, a tenor de lo cual nunca los puede transmitir.

469. Capacidad

Hay que distinguir si se trata de un acto gratuito u oneroso. En el primer caso se requiere capacidad para donar (art.
945, in fine); en cambio, para ser beneficiario de la renuncia bastará tener capacidad para contratar. En el segundo, la
capacidad se rige por las reglas relativas a los contratos onerosos (art. 945, 1ª parte). Si fuera hecha por testamento,
bastará que el renunciante sea mayor de edad al tiempo del acto (art. 2464).

La renuncia se puede expresar a través de representante voluntario, pero este deberá tener poder especial a su favor
para ello (art. 375, inc. i).

470. Forma y prueba

Hemos dicho que la renuncia no está sujeta a formas especiales, aun cuando se refiera a derechos que consten en
escritura pública (art. 949). Ello significa que puede hacerse aun tácitamente. Sin embargo, hay casos en que la ley exige
el cumplimiento de ciertas formas o el carácter expreso. Así, por ejemplo, la renuncia relativa a derechos reales sobre
bienes inmuebles, debe hacerse por escritura pública pues constituye un requisito para extinguir eficazmente tal
derecho (art. 1017, inc. a]); si se trata de la renuncia a los derechos hereditarios, ella debe hacerse por escritura pública o
acta judicial que debe agregarse al expediente sucesorio (art. 2299).

La renuncia puede probarse por cualquier medio, inclusive presunciones. Pero hay que tener presente que si la
prueba es dudosa, se tendrá por renunciado lo menos o de menor valor, pues la voluntad de renunciar no se presume (art.
948).

471. Interpretación

El art. 948 enuncia un principio clásico en esta materia: la renuncia debe ser interpretada restrictivamente. A nuestro
juicio, este principio sólo es aplicable al caso de la renuncia gratuita: allí tiene plena justificación, porque en caso de
duda es lógico favorecer al que ha cedido generosamente un derecho. Pero no es aplicable al caso de la renuncia onerosa.
Aquí no hay una liberalidad, no hay un acto unilateral; hay un contrato en el que una persona ha renunciado a algo a
cambio de otra cosa que recibe. En tal hipótesis, la duda no tiene por qué favorecer al renunciante, sino que debe
resolverse en el sentido de la mayor reciprocidad de intereses. Esta es la solución del Anteproyecto de Reforma del Código
Civil y Comercial de 2018 (art. 948).

Ejemplo: si existiese duda sobre si es parcial o total la renuncia de los derechos hereditarios hecha por un heredero a
favor de otro y resultare que el precio pagado por esa renuncia excede notoriamente el valor de los bienes que
correspondían al renunciante, la duda debe resolverse en el sentido de que la renuncia era total.

472. Efectos

El efecto fundamental de la renuncia es la extinción del derecho (art. 946), con todos sus accesorios; tratándose de
derechos reales, el derecho queda perdido para el renunciante.
En caso de que exista pluralidad de acreedores o deudores, se aplican las siguientes soluciones: a) si la deuda es
simplemente mancomunada divisible, la renuncia sólo favorece en la porción correspondiente al acreedor renunciante y
al deudor cuya parte en la deuda se renuncia; b) en cambio, si fuere solidaria, la renuncia hecha por cualquiera de los
acreedores (siempre que otro coacreedor solidario no haya demandado el pago antes) y con cualquiera de los deudores
extingue toda la obligación (arts. 835, inc. b], y 846, inc. b]); c) finalmente, si es simplemente mancomunada indivisible, se
plantean dos posibilidades: (i) que se trate de varios acreedores y un solo deudor, en cuyo caso aunque uno de los
acreedores renuncie a su derecho, los demás lo conservan, y (ii) que se trate de un solo acreedor y varios deudores, en
cuyo caso el acreedor, aunque libere a uno de los deudores, conserva su derecho contra los restantes. El art. 818 indica
que se requiriere la unanimidad de todos los acreedores para extinguir la obligación por remisión de la deuda, solución
que puede postularse de manera general para la renuncia de un derecho (conf. Ossola, Federico A.,Código Civil y
Comercial de la Nación, Dir.: Alberto J. Bueres, t. 3, p. 514, Ed. Hammurabi, 2017).

La renuncia de la obligación principal extingue la fianza, que es un accesorio de aquélla; pero la renuncia de la fianza
no extingue la obligación principal. En el caso de que el fiador hubiere obtenido su liberación, pagando parcialmente la
deuda, la ulterior renuncia hecha por el acreedor a su deudor no autoriza al fiador a repetir lo pagado (arg. art. 953).

Si hubiera varios fiadores y uno de ellos fuera liberado, ello no aprovecha a los cofiadores (arg. art. 952), pero la norma
debe ser bien entendida. En efecto, lo que ella significa es que los fiadores no quedan absolutamente liberados, pero sí
se aprovecharán de esa renuncia en la medida en la cual el fiador favorecido hubiera debido afrontar la obligación. Así,
por ejemplo, si hubiere dos fiadores y uno de ellos fuere liberado, el otro seguirá siendo responsable, pero sólo por la
mitad de la deuda.

473. Retractación

La renuncia puede ser retractada mientras no haya sido aceptada por la persona a cuyo favor se hace (art. 947). Esta
norma, que permite arrepentirse al renunciante hasta el momento de la aceptación, requiere dos observaciones: a) Ante
todo, ella es aplicable únicamente a la renuncia a título gratuito y por actos entre vivos. En efecto, la renuncia onerosa es
irrevocable desde que se ha formalizado el acuerdo de voluntades; y la renuncia por testamento es irrevocable desde el
fallecimiento del causante. b) Producida la retractación, ella no puede perjudicar a los terceros que hubieren adquirido
derechos a consecuencia de la renuncia, por ello los derechos adquiridos por los terceros quedan a salvo (art. 947).
Ejemplo: el beneficiario de un derecho renunciado por su anterior titular lo transmite a un tercero; luego, el renunciante
se retracta. Esta retractación no tiene efectos contra el tercero, porque la renuncia produce sus efectos desde su
realización.

474. Diferencias con la donación

El problema de la semejanza de la renuncia con la donación sólo se plantea, desde luego, cuando aquélla ha sido
realizada a título gratuito y por actos entre vivos.

Aun en esa hipótesis, hay entre ambas instituciones una diferencia sustancial: la donación supone la transmisión de la
propiedad de una cosa (art. 1542), en tanto que la renuncia importa el abandono de un derecho, de cualquier naturaleza.
Es claro que en algunos casos la diferencia se hace sutil y confusa. Veamos los casos más importantes:

a) Ante todo, cuando se trata de la renuncia al derecho de exigir la entrega de la propiedad de una cosa, parece
indiscutible que hay donación. En efecto, no se ve diferencia sustancial entre quien entrega gratuitamente una suma de
dinero (supuesto típico de donación) y quien habiendo prestado una suma de dinero a un amigo, renuncia al derecho
de pedir el reintegro. En ambos casos ha mediado transferencia de la propiedad de una cosa al beneficiario, hecha
con animus donandi.

b) En materia de obligaciones de hacer, es claro que la renuncia a exigir la prestación de un servicio no es donación,
pues no hay transferencia de una cosa (art. 1542); sin embargo, si el servicio prometido hubiera sido ya remunerado por
quien luego renunció, hay donación porque en este caso habría entrega gratuita de una suma de dinero.

c) Tampoco hay donación cuando se renuncia a una fianza, hipoteca, prenda o anticresis, pues no se transfiere una
cosa (art. 1542). Pero la renuncia a un derecho real de usufructo, uso y habitación o servidumbre parece configurar
donación indirecta, porque si bien no hay transferencia del dominio, en cambio la hay de elementos o derechos que son
integrantes de él.

d) La renuncia a la prescripción ganada no es donación; en el fondo no es otra cosa que el reconocimiento de una
obligación natural, en lo que no hay liberalidad, como no la hay en pagar tales obligaciones.

Sin embargo, y más allá de las distinciones hechas, no se podrá dejar de tener presente que las normas de la donación
se aplican subsidiariamente a todos los actos jurídicos a título gratuito (art. 1543). Y que si se tratara de actos mixtos —
en parte onerosos y en parte gratuitos— debe aplicarse la forma de las donaciones; y en cuanto a su contenido, la parte
gratuita también se regirá por las normas de la donación (art. 1544).

Es que entre donación propiamente dicha y renuncia hay una identidad que es la transferencia de un bien (sea cosa o
derecho) a favor de otra persona, hecha con ánimo liberal. No parecen haber razones suficientes para aplicar a dos
instituciones esencialmente iguales regímenes distintos.

§ 7. — Remisión de deuda

475. Concepto y naturaleza

La remisión de deuda no es otra cosa que la renuncia de una obligación. En suma, es un concepto más circunscripto que
la renuncia; mientras ésta se refiere a toda clase de derechos, la remisión se vincula exclusivamente con las obligaciones.
Hay una relación de género a especie. Por ello las disposiciones sobre la renuncia se aplican a la remisión de la deuda hecha a
favor del acreedor (art. 951).

476. Formas

La remisión de deuda puede hacerse en forma expresa o tácita.

a) Habrá remisión expresa cuando el acreedor exteriorice por escrito, verbalmente o por signos inequívocos, su
voluntad de remitir su derecho, de manera total o parcial. La ley no exige ninguna formalidad especial para hacer una
remisión expresa, aunque la deuda original conste en instrumento público (art. 951 y remisión al art. 949).

b) Habrá remisión tácita, salvo prueba en contrario, cuando el acreedor entregue voluntariamente al deudor el
documento original en que conste la deuda (art. 950). Es ésta una forma típica y muy frecuente de desobligar al deudor.
Para que la extinción de la deuda tenga efecto es necesario: 1º) que el documento sea el original; si se trata de una simple
copia, aunque fuera certificada por escribano público, no funciona la presunción legal; que —si el documento es un
instrumento protocolizado y su testimonio o copia se halla en poder del deudor sin anotación del pago o remisión, y
tampoco consta el pago o la remisión en el documento original— el deudor pruebe que el acreedor le entregó el
testimonio de la copia como remisión de la deuda (art. 950); en cambio, si en tal testimonio o copia obra la anotación del
pago o remisión, debe considerarse directamente que hay remisión de deuda; 2º) que la entrega sea voluntaria; si el que
lo entregó demuestra que lo hizo forzado por la violencia o inducido por el dolo del deudor, no hay remisión; pero la
posesión del documento por el deudor hace presumir que la entrega fue voluntaria, corriendo por cuenta del acreedor
la prueba de que no fue así; 3º) que la entrega haya sido hecha por el acreedor al deudor o a su representante legal o
convencional; si fuere entregado a una tercera persona, no hay remisión.

Cabe notar que la remisión de la deuda produce los efectos del pago (art. 952, 1ª parte). Por lo tanto, se libera el
deudor tanto de la obligación principal como de sus accesorios.

Debe señalarse que la remisión de deuda es gratuita, por lo que cabe aplicar las normas de la donación (art. 1543); por
ello, estamos ante una liberalidad, sujeta a revocación por ingratitud del deudor. En la anterior edición sostuvimos que
también estaba sujeta a colación; empero, una nueva reflexión nos hace modificar esa idea. Es que debe advertirse que
el artículo 1543 establece que las normas del capítulo de la donación se aplican subsidiariamente a los demás actos
jurídicos a título gratuito. Ello implica que sólo aquellos aspectos regulados en ese capítulo de la donación (tales como
reversión o revocación) son aplicables. En cambio, otros temas regulados fuera de ese capítulo (como reducción por
inoficiosidad o colación) no lo son.

No puede haber remisión de deuda onerosa, pues (i) si el acreedor recibe la prestación debida, hay pago, (ii) si el
deudor entrega otra cosa, habrá dación en pago o novación, y (iii) si con la contraprestación dada por el deudor se
extingue un crédito discutible, habrá transacción.

477. Efectos; caso de fianza

Hemos dicho ya que la remisión de deudas no es otra cosa que la renuncia de una obligación; en lo que atañe a sus
efectos, se aplicará, pues, lo dicho sobre la renuncia. Aquí nos ocuparemos solamente de un problema que es específico
de la remisión de deudas y que se refiere a la fianza.

La remisión hecha al deudor principal extingue la fianza, que es un accesorio de aquélla; pero la renuncia de la fianza
no extingue la obligación principal (art. 952).

La remisión hecha a favor de uno de los fiadores no aprovecha a los demás fiadores (art. 952, in fine). Pero como
hemos dicho antes (nro. 472), lo que la norma significa es que los fiadores no quedan absolutamente liberados, pero sí se
aprovecharán de esa remisión en la medida en la cual el fiador favorecido hubiera debido afrontar la obligación. Así,
por ejemplo, si hubiera dos fiadores y uno de ellos fuere liberado, el otro seguirá siendo responsable, pero sólo por la
mitad de la deuda. El caso al que nos estamos refiriendo es el de la fianza solidaria, porque en la mancomunada cada
fiador está obligado sólo por su parte, de tal modo que si uno de ellos es liberado, no puede decirse que los otros se
beneficien en la parte de aquél.

478. Pago parcial del fiador

Si el fiador hubiese pagado una parte de la deuda antes de la remisión hecha al deudor, no puede repetir lo pagado
contra el acreedor (art. 953). Una cosa es clara en esta disposición: el fiador no puede dirigir su acción de repetición
contra el acreedor. La ley presume, muy razonablemente, que si después de recibir un pago parcial el acreedor hace
remisión de la deuda, entiende remitir sólo lo restante.
479. Devolución de la cosa dada en prenda

La devolución voluntaria que hiciere el deudor de la cosa dada en prenda sólo causa la remisión del derecho de
prenda, pero no la remisión de la deuda (art. 954). La existencia de la cosa en poder del deudor, hace presumir su
entrega voluntaria, salvo el derecho del acreedor de probar lo contrario.

Es natural que la devolución de la cosa extinga sólo el derecho de prenda y no la obligación, puesto que aquella
garantía es un accesorio de la obligación principal, de tal modo que su extinción no tiene por qué causar la extinción de
ésta.

§ 8. — Imposibilidad de cumplimiento

480. Concepto

Puede ocurrir que la obligación contraída se vuelva de cumplimiento imposible. En tal caso hay que hacer la siguiente
distinción: a) si se ha hecho imposible por causa imputable al deudor o si éste hubiera tomado sobre sí el caso fortuito o fuerza
mayor, la obligación cambia su objeto y se convierte en otra de pagar una indemnización por los daños causados; b) si se
ha hecho imposible sin causa atribuible al deudor, la obligación se extingue y sin responsabilidad (art. 955). En este último
caso es, por tanto, un hecho extintivo de las obligaciones.

La imposibilidad puede derivar de un acontecimiento físico, que puede consistir en un caso fortuito o fuerza mayor (por
ej., un rayo que destruye la cosa prometida en venta, una enfermedad que priva de la vista al escultor que debía realizar
un trabajo) o en un hecho del propio acreedor o de un tercero (por ej., si alguien roba la cosa que debía ser entregada). O
puede también derivar de una razón legal; así, por ejemplo, si el Estado expropia la casa que había sido prometida en
venta; o si se prohíbe la exportación de la mercadería vendida al exterior.

481. Requisitos para que se opere la extinción

Para que se opere la extinción es menester:

1º) Que el cumplimiento de la prestación se haya hecho imposible. No basta una simple dificultad para cumplir, ni importa
tampoco que la obligación se haya hecho más grave para el obligado (supuesto que quedaría aprehendido en la
excesiva onerosidad sobreviniente, art. 1091). Es necesaria una verdadera imposibilidad, material o jurídica. Por ese
motivo, no parece posible que pueda existir tal imposibilidad si lo prometido es una cosa fungible, que fácilmente
pueda ser reemplazada por otra de su misma especie.

2º) Que la imposibilidad se haya producido sin causa imputable al deudor, vale decir que derive de un caso fortuito o fuerza
mayor o del hecho del príncipe (es decir, de una disposición legal o administrativa) o del hecho de un tercero. Si, en
cambio, el caso fortuito o la imposibilidad de cumplimiento sobreviene por culpa del deudor, éste es responsable (art.
1733, inc. d]).

3º) Que el deudor no sea responsable del caso fortuito o de fuerza mayor. Pues, en efecto, el deudor puede haber tomado a su
cargo el caso fortuito, en cuya hipótesis no estará exento de responsabilidad (art. 1733, inc. a]). También responde el
deudor si: (i) de una disposición legal resulta que no se libera por caso fortuito o por imposibilidad de cumplimiento;
(ii) está en mora, a no ser que ésta sea indiferente para la producción del caso fortuito o de la imposibilidad de
cumplimiento; (iii) el caso fortuito y, en su caso, la imposibilidad de cumplimiento que de él resulta, constituyen una
contingencia propia del riesgo de la cosa o la actividad (art. 1733, incs. b], c] y e]).

4º) Que la imposibilidad de cumplir la prestación sea sobrevenida a la obligación (art. 955). Si la imposibilidad fuese anterior o
contemporánea al nacimiento de la obligación, estaríamos ante un supuesto de ineficacia (nulidad).

5º) Que la imposibilidad de cumplir la prestación sea objetiva, absoluta y definitiva (art. 955). El carácter objetivo de la
imposibilidad apunta a que nadie —en condiciones y situación similares— puede cumplir, y no sólo el deudor. El
carácter absoluto tiene en mira que no existe posibilidad de cumplir, sin importar el mayor o menor costo que ello
puede traer aparejado. El carácter definitivo refiere a que nunca más podrá cumplirse.

El Código Civil y Comercial prevé también el supuesto de imposibilidad temporaria. En este caso, como regla, no
existe imposibilidad de cumplimiento que acarree la extinción de la obligación, pues en algún momento cesará el
obstáculo y cuando ello ocurra, la prestación será exigible por el acreedor. Mientras dura la imposibilidad, no se
generan daños moratorios. Sin embargo, hay casos en que la imposibilidad temporaria causa la extinción de la
obligación, y ello ocurre en los casos de plazo esencial (el vestido de la novia que debe estar listo el día del casamiento)
y de frustración irreversible del interés del acreedor (la frustración de la finalidad perseguida). Por ello, el art.
956 dispone que la imposibilidad sobrevenida, objetiva, absoluta y temporaria de la prestación tiene efecto extintivo cuando el
plazo es esencial, o cuando su duración frustra el interés del acreedor de modo irreversible.

Veamos algunos casos que mencionaba el Código Civil de Vélez, que permiten aclarar algunas ideas: a) Tratándose de
una obligación de entregar una cosa cierta se la tendrá por perdida solamente cuando se haya destruido completamente
(p. ej., por incendio) o haya sido puesta fuera del comercio o haya desaparecido de modo que no se sepa su existencia
(p. ej., por robo). b) Si se tratase de una obligación sólo determinada por su especie y cantidad (obligaciones de género),
el pago nunca se juzgará imposible. c) Si la obligación tiene por objeto la entrega de una cosa incierta dentro de un
número de cosas ciertas de la misma especie (género limitado), la obligación se considerará extinguida solamente si se
extinguen todas las cosas comprendidas dentro de la limitación fijada.

Lo que el Código Civil y Comercial ha omitido regular es el supuesto de imposibilidad parcial de cumplimiento.
Siguiendo las pautas establecidas en el Código Civil de Vélez (arts. 580 y 581) -que resultan aplicables pues pueden ser
consideradas usos y costumbres vinculantes en los términos del artículo 1° del Código vigente, en tanto regulan una
situación no reglada legalmente (y que han sido recogidas por el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y
Comercial de 2018, art. 955 ter)- puede reconocerse al acreedor el derecho a optar entre (i) disolver la obligación, (ii)
reclamar el cumplimiento de la prestación en la parte que sea posible, con disminución proporcional del precio si
estuviese fijado, (iii) reclamar el valor del bien debido, y (iv) reclamar un bien equivalente, si el debido es fungible. En
cuanto a la posibilidad de reclamar los daños sufridos por el incumplimiento, habrá que estar a las normas establecidas
en el Capítulo 1 del Título V del Código Civil y Comercial.

482. Efectos de la imposibilidad de pago

La imposibilidad física o legal de cumplir lo prometido extingue la obligación con todos sus accesorios; y las partes
deberán restituirse todo lo que hubieran recibido con motivo de la obligación extinguida.

483. Transformación de la obligación en otra de indemnizar los daños causados

La obligación no se extingue no obstante la imposibilidad de pagarla si esa imposibilidad deriva: a) de una causa
imputable al deudor; b) de un caso fortuito o fuerza mayor que el deudor ha tomado a su cargo o que la ley ha puesto a
su cargo; c) de la mora en que se encuentra el deudor, aun cuando no hubiera tomado sobre sí el caso fortuito. En todos
estos casos la obligación de dar, hacer o no hacer se transforma en la de reparar los daños que sufra el acreedor por el
incumplimiento (art. 955).

484. Desaparición del interés de la obligación

La obligación debe considerarse extinguida, como hemos dicho, si desaparece el interés del acreedor. Puesto que la
obligación presupone un interés digno de protección jurídica, desaparecido éste, se extingue la
obligación. Enneccerus y Lehmann brindan un ejemplo ilustrativo: un fabricante estipula con su capataz que no podrá
éste aceptar durante un lapso de tres años ningún empleo de ninguna compañía competidora; es obvio que la
obligación de no hacer del capataz cesa si el fabricante se retira del negocio y cierra su fábrica antes de aquel lapso.

§ 9. — Transacción

A. — Cuestiones generales

485. Concepto

La transacción es un contrato por el cual las partes, para evitar un litigio, o ponerle fin, haciéndose concesiones recíprocas,
extinguen obligaciones dudosas o litigiosas (art. 1641). He aquí un ejemplo: un médico demanda a su cliente por pago de $
40.000; el demandado sostiene deber solamente $ 10.000; durante el trámite del pleito llegan a una transacción por la
cual se fijan los honorarios en $ 25.000. El médico ha cedido parte de los honorarios a que se creía con derecho para
asegurarse el pago de $ 25.000; el cliente paga más de lo que cree adeudar para no verse en el riesgo de ser condenado a
una suma mayor.

De la definición dada por la norma legal, pueden extraerse dos cuestiones; por un lado, la transacción es calificada
como un contrato, por otro lado, tiene como fin extinguir obligaciones dudosas o litigiosas.

Por esta última razón, tradicionalmente la transacción ha sido estudiada dentro de los modos de extinción de las
obligaciones y por ello la trataremos a continuación.

Sin perjuicio de ello, como integra la parte especial de los contratos, también nos hemos referido a la transacción en
otro lugar (Borda, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, cap. XLIV, La Ley, 2ª edición).

486. Requisitos

Para que la transacción esté configurada es preciso: a) que haya acuerdo de voluntades; b) que las partes hagan
concesiones recíprocas, es decir que cedan parte de sus pretensiones a cambio de que se les asegure el carácter
definitivo de las restantes; c) que por esas concesiones se extingan obligaciones litigiosas o dudosas.

Obligación litigiosa es la que está sujeta a juicio. No tan preciso, en cambio, es el concepto de obligación dudosa. Se
acepta que debe considerarse tal toda obligación sobre cuya legitimidad y exigibilidad exista duda en el espíritu de las
partes, quizá profanas en Derecho, aunque la duda no fuera posible entre peritos o especialistas. La duda puede
resultar no solamente de la legitimidad misma del pretendido crédito, sino de la dificultad para probar el título de la
deuda, el monto de los daños sufridos, etcétera. Incluso, puede afirmarse que es una cuestión dudosa aquella que
todavía no ha sido sometida a juicio, pues no existe certeza de la solución final ni constituye aun una cuestión litigiosa.
Solamente no pueden transarse aquellas obligaciones cuya existencia y monto no son discutidos por el deudor.

487. Naturaleza jurídica

¿Es la transacción un contrato? Ésta fue una cuestión debatida antes de la sanción del Código Civil y Comercial, pues
un sector lo negaba aduciendo que se trata de un acto jurídico extintivo de las obligaciones, en tanto que el efecto
propio de los contratos es que las partes contraigan obligaciones, no que las extingan. El Código ha seguido la doctrina
mayoritaria que reconoce el carácter contractual, pues hay contrato no solamente cuando las partes se ponen de acuerdo
para crear, regular, transferir o modificar relaciones jurídicas patrimoniales, sino también cuando se proponen
extinguirlas (art. 957). Por ello es que el art. 1641 define a la transacción como un contrato. Por lo demás, si bien la
transacción extingue obligaciones, no se limita sólo a ello pues también tiene por finalidad que se reconozcan las
obligaciones y se cumplan. Casi todos los códigos modernos comparten la opinión de que es un contrato.

488. Caracteres

La transacción tiene los siguientes caracteres:

a) Es un contrato (art. 1641) bilateral, consensual, oneroso, conmutativo, formal y nominado.

b) Es de interpretación restrictiva (art. 1642). El fundamento de esta norma es que la transacción importa siempre una
renuncia y las renuncias son de interpretación restrictiva (art. 948). La idea, con todo, debe ser tomada con cuidado. Está
bien que la renuncia sea de interpretación restrictiva cuando es unilateral; pero cuando es bilateral —como ocurre en la
transacción—, parece más razonable resolver la duda en el sentido de la mayor reciprocidad de intereses.

c) Es declarativa y no constitutiva de derechos, aunque el Código Civil y Comercial no haga mención a ello. En efecto, la
transacción no tiene por objeto crear o transmitir nuevos derechos a las partes, sino simplemente reconocer los existentes.

Finalmente, debe señalarse que durante la vigencia del Código Civil de Vélez, la transacción constituía un
acto indivisible, de tal modo que si una de las cláusulas de la transacción era nula, era nulo todo el acto (art. 834). La
cuestión ha cambiado sustancialmente en el Código Civil y Comercial pues la nulidad de una disposición no afecta a las
otras disposiciones válidas, si son separables; más aún, solamente si no son separables porque el acto no puede subsistir sin
cumplir su finalidad, se declara la nulidad total (art. 389, párr. 2º). Ampliaremos este tema más adelante (nro. 496).

489. Capacidad

La capacidad se rige por las reglas generales que hemos analizado en otro lugar (Borda, Alejandro, Derecho Civil.
Contratos, nro. 84 y ss., La Ley, 2ª edición) y allí nos remitimos.

Sin embargo, debe señalarse que el Código Civil y Comercial establece, de manera expresa, tres prohibiciones (art.
1646). En efecto, no pueden hacer transacciones:

a) Las personas que no puedan enajenar el derecho respectivo. Hemos dicho antes, que la transacción es declarativa y
no constitutiva de derechos, por lo que no puede haber en ella una verdadera enajenación. Entonces, ¿cómo se explica la
norma? Es que, a la vez de reconocerse un derecho preexistente, en la transacción también se hace abandono de una
pretensión o de un derecho que se creía tener. En este sentido, hay una disposición; y de allí que se exija para transigir
capacidad para disponer del derecho transado.
b) Los padres, tutores, o curadores respecto de las cuentas de su gestión, ni siquiera con autorización judicial. La norma amplía
las prohibiciones impuestas a los padres (art. 689, párr. 2º) y a los tutores y curadores (arts. 120 y 138).

c) Los albaceas, en cuanto a los derechos y obligaciones que confiere el testamento, sin la autorización del juez de la sucesión. Esta
prohibición se justifica en el hecho de que la función del albacea es ejecutar las disposiciones testamentarias, dando
cumplimiento a la voluntad del testador, lo que no se aviene con la noción de la transacción. De todos modos, la norma
deja abierta la posibilidad de que el juez la autorice, cuando así convenga.

490. Representación convencional

Para transigir en nombre de otra persona se requiere poder especial, es decir que haya recibido facultades expresas
para hacerlo (art. 375, inc. i]). Los poderes generales no bastan.

B. — Objeto de la transacción

491. Derechos que pueden ser objeto de transacción

El objeto de la transacción no escapa a las normas generales que el Código Civil y Comercial prevé. Con otras
palabras, el objeto debe ser lícito, posible, determinado o determinable, susceptible de valoración económica y
corresponder a un interés de las partes, aun cuando éste no sea patrimonial (art. 1003).

Además, habrá que tener presente que la transacción —como contrato que es— no podrá tener como objeto (i) hechos
que sean imposibles, o estén prohibidos por la ley, sean contrarios a la moral, a las buenas costumbres, al orden público,
a la dignidad de la persona humana o lesivos a los derechos ajenos; ni (ii) bienes que por un motivo especial se prohíbe
que lo sean (arts. 1004 y 279).

En particular, el art. 1644 dispone que no puede transigirse sobre derechos en los que está comprometido el orden público, ni
sobre derechos irrenunciables; y que tampoco pueden ser objeto de transacción los derechos sobre las relaciones de familia o el estado
de las personas, excepto que se trate de derechos patrimoniales derivados de aquéllos, o de otros derechos sobre los que, expresamente,
este Código admite pactar.

De lo expuesto, puede decirse, de manera general, que todos los derechos que están en el comercio pueden transarse.
Pero resulta necesario hacer algunas aclaraciones.

En materia de derechos patrimoniales la regla es que todos ellos pueden ser objeto de transacción, sean personales,
reales o intelectuales. Por excepción, no puede transarse: a) sobre los eventuales derechos a una sucesión futura (art. 1010,
párr. 1º); b) sobre la obligación de pasar alimentos (art. 539), bien entendido que la prohibición legal se refiere a las
mensualidades futuras; pero respecto de las ya vencidas o devengadas la transacción es posible; c) sobre la
indemnización por accidentes del trabajo, la de despido y preaviso, si no contaren con la intervención de la autoridad
judicial o administrativa, y mediare resolución fundada de cualquiera de éstas que acredite que mediante tales actos se
ha alcanzado una justa composición de los derechos e intereses de las partes (art. 247, ley 20.744, ref. por leyes 25.250 y
25.345).

En materia de derechos extrapatrimoniales y particularmente de familia, la regla es que no pueden transarse (art. 1644); tal
es el caso de las acciones relativas a las cuestiones de estado (reconocimiento o contestación de la filiación, de la condición
de cónyuge, pariente), a las cuestiones sobre validez y nulidad del matrimonio, a no ser que se trate de un supuesto de
nulidad relativa y la transacción sea en favor de la validez (arg. art. 425). En cambio, no hay inconveniente en transar
las acciones patrimoniales derivadas de cuestiones de estado. Ejemplo: muerta una persona y abierta su sucesión, se
presenta alguien accionando por reconocimiento de la filiación extramatrimonial y petición de herencia. Ambas
acciones están íntimamente vinculadas, puesto que los derechos hereditarios dependen de la filiación. Sobre la
existencia del vínculo no podrá transarse; pero sí sobre los derechos patrimoniales contenidos en la sucesión.

Tampoco pueden transarse las acciones penales derivadas de delitos. Cierto es que esta prohibición, que estaba prevista
expresamente en el art. 842 del Código Civil de Vélez, no aparece en el ordenamiento vigente. Sin embargo, ella queda
incluida en el art. 1644, pues la acción penal, al involucrar el interés público, compromete el orden público. En
cambio, sí puede transarse la acción civil por indemnización de los daños provocados por el propio delito, pues se trata de
un derecho patrimonial derivado de él (art. 1644, párr. 2º). También pueden transarse las acciones penales derivadas
de delitos de acción privada, es decir, de aquellos delitos cuya investigación y castigo dependen exclusivamente de la
actividad y voluntad del ofendido.

C. — Forma y prueba

492. Reglas generales

En lo que atañe a la forma, el art. 1643 dispone que la transacción debe ser hecha por escrito. Sin embargo, no es
posible olvidar que el art. 1017 exige algo más cuando se trata de derechos dudosos o litigiosos sobre inmuebles: en este
caso se requiere escritura pública.

Incluso, debe diferenciarse entre transacciones de derechos litigiosos y las que versan sobre derechos simplemente
dudosos. En el primer caso, la transacción sólo es eficaz a partir de la presentación del instrumento firmado por los interesados
ante el juez en que tramita la causa (art. 1643). Más aún, la norma añade que mientras el instrumento no sea presentado, las
partes pueden desistir de ella. Pero si los derechos fueran simplemente dudosos, y no involucrara inmuebles, bastará con
que la transacción sea hecha por escrito. El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 ha
considerado innecesario el requisito de presentación judicial, por lo cual lo elimina.

La prueba se rige por las disposiciones generales (art. 1019), lo que hemos analizado otro lugar (Borda,
Alejandro, Derecho Civil. Contratos, nro. 184 y ss., La Ley, 2ª edición) y allí nos remitimos.

D. — Efectos

493. Principios generales

Según hemos dicho anteriormente, la transacción implica un reconocimiento parcial y una renuncia parcial de derechos.
En otras palabras, se renuncia parcialmente un derecho para obtener el reconocimiento del resto de la pretensión. De
ahí se deduce este doble efecto: una extinción y un reconocimiento o consolidación parciales de obligaciones y derechos.

No está de más señalar que la transacción, como todo contrato, produce efectos entre las partes y con relación a
terceros. De allí que pueda convenirse una cláusula penal o alguna modalidad (una condición o un cargo, por ejemplo),
y que las partes puedan invocar la excepción de incumplimiento contractual o pretender resolver el contrato con
fundamento en la cláusula resolutoria, sea expresa, sea tácita.
494. Fuerza obligatoria: ¿importa la transacción de la cosa juzgada?

Según el art. 1642, la transacción produce los efectos de la cosa juzgada sin necesidad de homologación judicial. No debe
pensarse, empero, que la transacción tiene una autoridad idéntica a la de la sentencia definitiva. Hay entre ellas un
mismo y fundamental efecto: ambas partes ponen fin al pleito e impiden la renovación de las acciones por las partes
interesadas o sus sucesores universales. Pero las diferencias son esenciales: a) las sentencias no pueden ser atacadas por
dolo o violencia, en tanto que las transacciones, sí; b) la transacción es atacable por acción de nulidad, en tanto que las
sentencias sólo lo son por los recursos que autorizan las leyes procesales. Tratándose de transacción extrajudicial, toda
asimilación resulta imposible; en tal caso, ella no es sino un simple contrato que regla los derechos y obligaciones de las
partes: no pone fin a un pleito, carece de autenticidad formal.

¿Tiene la transacción fuerza ejecutiva? Indudablemente sí, pues el art. 1642 establece que produce los efectos de la
cosa juzgada. Con todo, y más allá de que la norma dispone que no se necesita la homologación judicial, pensamos que
sólo la transacción judicial goza de fuerza ejecutiva; la extrajudicial carece de ella, a menos que la tenga el instrumento
en el cual ha sido documentada, pues no ha de olvidarse que es un simple contrato.

495. Limitaciones de los efectos de la transacción: entre quiénes se producen

Los efectos de la transacción, como de los contratos en general, se limitan a las partes y a sus sucesores universales; y
no los tiene con respecto a terceros, excepto en los casos previstos por la ley (arts. 1021 y 1024).

Este principio general reconoce algunas excepciones: a) la transacción entre acreedor y deudor extingue la fianza,
aunque el fiador estuviera ya condenado por una sentencia firme; es una consecuencia de la accesoriedad de la fianza;
b) la transacción hecha por uno de los codeudores solidarios aprovecha a los restantes, pero no puede serles opuesta
(art. 835, inc. d]); y, recíprocamente, la transacción concluida con uno de los coacreedores solidarios puede ser invocada
por los otros, mas no puede serles opuesta (art. 846, inc. d]). En otras palabras: los coacreedores o codeudores solidarios
no pueden ser perjudicados por una transacción hecha por su coacreedor o codeudor; pero pueden aprovecharse de ella
si así conviene a sus intereses.

E. — Nulidad

496. En qué casos procede

El art. 1647Código Civil y Comercial establece como principio que la transacción es nula en los casos previstos para
los actos jurídicos en general (Libro Primero, Título IV, Capítulo 9, arts. 382 y ss.).

Añade a ello, algunos casos particulares de nulidad:

a) Si alguna de las partes invoca títulos total o parcialmente inexistentes, o ineficaces (art. 1647, inc. a]). Se ha sostenido que el
fundamento de la norma reside en que si la parte hubiera sabido dicha circunstancia, no habría transado. Por nuestra
parte, pensamos que el fundamento es otro: la nulidad de la transacción no se funda en el supuesto error (de hecho o de
derecho) en que habría incurrido la parte, sino en la falta de causa. Ejemplo: creyéndome por un error, heredero de una
persona fallecida, llego a una transacción con uno de sus acreedores. El acto será nulo porque en realidad yo no debía
nada; la obligación que yo he contraído carece de causa.
b) Si, al celebrarla (a la transacción), una de las partes ignora que el derecho que transa tiene otro título mejor (art. 1647, inc.
b]). La norma, algo confusamente, parece referirse al siguiente supuesto: una de las partes tiene un mejor título que el
que ha invocado sobre el derecho controvertido, pero lo ignora. Podría invocarse como fundamento de la norma el error
de hecho esencial, como vicio de la voluntad (art. 265). Sin embargo, pensamos que es otra hipótesis de falta de causa,
pues la existencia de un mejor derecho, deja sin causa el derecho alegado por quien ha transado. De todos modos, para
resolver el problema, no podrá prescindirse de la buena o mala fe de la otra parte.

c) Si (la transacción) versa sobre un pleito ya resuelto por sentencia firme, siempre que la parte que la impugna lo haya
ignorado (art. 1647, inc. c]). La solución es lógica, porque no habría ya acciones litigiosas o dudosas. Bien entendido que
para que la nulidad funcione es preciso: a) que no exista ya recurso contra la sentencia, pues mientras los hubiere la
transacción es posible; son frecuentísimas las transacciones celebradas después de dictada la sentencia de primera
instancia y cuando ella se encuentra en apelación; b) que la parte interesada en la nulidad haya ignorado la sentencia
que había concluido el pleito; porque si la conocía, el contrato posterior será válido ya no como transacción (pues no
hay derechos litigiosos o dudosos) sino como renuncia de derechos, remisión parcial de deudas, novación, etcétera.

En cambio, los errores aritméticos en que hubieran incurrido las partes no obstan a la validez de la transacción, pero
las partes tienen derecho a obtener la rectificación correspondiente (art. 1648).

Finalmente, hay que señalar que es necesario diferenciar si la nulidad que afecta a la transacción es absoluta o relativa.
En efecto, si la obligación transada adolece de un vicio que causa su nulidad absoluta, la transacción es inválida. Si, en
cambio, es de nulidad relativa, y las partes conocen el vicio y tratan sobre la nulidad, la transacción es válida (art. 1645),
porque en definitiva es un supuesto de confirmación.
CAPÍTULO VI - PRESCRIPCIÓN LIBERATORIA Y CADUCIDAD

I. PRESCRIPCIÓN
§ 1. — GENERALIDADES

497. Idea general de la prescripción: sus dos clases

La ley protege los derechos individuales, pero no ampara la desidia, la negligencia, el abandono. Los derechos no
pueden mantener su vigencia indefinidamente en el tiempo, no obstante el desinterés del titular, porque ello conspira
contra el orden y la seguridad. Transcurridos ciertos plazos legales, mediando petición de parte interesada, la ley
declara prescriptos los derechos no ejercidos.

Hay dos clases de prescripción: a) la adquisitiva, llamada con mayor propiedad usucapión, consiste en la adquisición de
un derecho por haberlo poseído durante el término fijado por la ley. Así, la propiedad de un inmueble se adquiere por
su posesión durante diez años de buena fe y con justo título, o por su posesión durante veinte años si no hay justo título
o buena fe, es decir, para los poseedores de mala fe (arts. 1898 y 1899); b) la liberatoria, o prescripción propiamente dicha,
que consiste en la pérdida de un derecho por el abandono. Esta última es la que será objeto de nuestro estudio en este
libro. Sin embargo, es pertinente señalar que lo que se diga en este subcapítulo y en el siguiente dedicado a la
suspensión, interrupción y dispensa del plazo de la prescripción es aplicable también a la usucapión, en ausencia de
disposiciones específicas, pues así lo dispone el art. 2532.

498. Concepto y elementos

La prescripción es la extinción de un derecho o, para hablar con mayor precisión, la extinción de las acciones derivadas
de un derecho, por el abandono de su titular durante el término fijado por la ley.

La prescripción requiere, por lo tanto, estos dos elementos: a) la inacción del titular; b) el transcurso del tiempo.

499. Metodología del Código

El Código trata la prescripción en el Título I del Libro Sexto dedicado a las disposiciones comunes a los derechos personales
y reales. Ese Título está dividido, a su vez, en cuatro capítulos dedicados respectivamente a las disposiciones comunes a
la prescripción liberatoria y adquisitiva, a la prescripción liberatoria, a la prescripción adquisitiva (aunque existen
normas propias referidas a esta prescripción en el Libro Cuarto, arts. 1897 a 1905), y a la caducidad de los derechos.

En nuestros planes de estudio ha sido tradicional tratar la prescripción liberatoria en el curso de Obligaciones. Es un
método muy discutible, pues éste no es un hecho extintivo de la obligación en sí misma, sino de las acciones derivadas
de ella; y, por otra parte, no se aplica solamente a las obligaciones, sino también a otros derechos. Debió, pues, ser
tratado en la Parte General, como lo hacen los códigos alemán, italiano y suizo.

500. Naturaleza jurídica

Cabe preguntarse qué es lo que hiere la prescripción, si el derecho en sí mismo o sólo la acción que de él nace.
Tradicionalmente, y con fundamento en el art. 515, inc. 2º del Código Civil de VÉLEZ, se ha sostenido que prescripta
una obligación civil, perdura entre las partes un vínculo jurídico, para algunos, atenuado, llamado obligación natural.
De ello se seguía que la obligación civil simplemente había sido herida sólo en su acción, pero no quedaba herido el
derecho en sí mismo, pues permanecía como obligación natural. Esta obligación natural es exactamente la misma que su
predecesora en sus alcances, efectos, modalidades, vicios, etcétera.

Es cierto que la cuestión puede merecer una diferente lectura desde la sanción del Código Civil y Comercial, pues este
cuerpo legal no regula la obligación natural. Pero ya hemos dicho que, sin perjuicio del debate doctrinario que se ha
suscitado, la ausencia de regulación no importa su desaparición (véase nro. 192). E, incluso, más allá de lo expuesto que
lleva a reafirmar que la prescripción sólo hiere la acción pero no el derecho, debe destacarse que el art. 2538 establece
que el pago espontáneo de una obligación prescripta no es repetible. Y es claro que si lo que la prescripción afectara
fuera el derecho en sí mismo, ese pago sería sin causa y por lo tanto tendría que ser repetible (art. 1796).

Concluimos, pues, con que la prescripción no afecta radicalmente el derecho, sino sólo la acción que lo protege.

501. Vías procesales

La prescripción pues ser articulada por vía de acción o excepción (art. 2551). Ciertamente, las más de las veces, la
prescripción se opondrá como excepción ante la demanda promovida por el acreedor para el pago de la deuda. Sin
embargo, ningún obstáculo existe en que pueda ser invocada como acción declarativa de certeza. En efecto, muchas
veces el deudor puede necesitar dejar en claro que su deuda no es exigible o remover un obstáculo para el ejercicio de
un derecho. Múltiples ejemplos pueden darse. Uno de ellos es el del deudor, con deuda prescripta, que aparece en los
sistemas de información crediticia; es claro que en tal situación le resultará sumamente difícil obtener un crédito o
celebrar algún contrato bancario, por lo que debe reconocerse su derecho a accionar. Otro caso es el de la imposibilidad
de enajenar un inmueble por hallarse impagos los impuestos; si éstos están prescriptos, el propietario vendedor puede
iniciar demanda contra el Fisco para que se lo declare así, con lo cual queda en libertad de escriturar. De lo contrario, el
Fisco vendría a tener en sus manos el recurso para obligar a pagar una deuda prescripta, en contra de las disposiciones
de la ley.

502. Utilidad y fundamento

La prescripción liberatoria desempeña un papel de primer orden en el mantenimiento de la seguridad jurídica. El


abandono prolongado de los derechos crea la incertidumbre, la inestabilidad, la falta de certeza en las relaciones entre
los hombres. El transcurso del tiempo hace perder muchas veces la prueba de las excepciones que podría hacer valer el
deudor. La prescripción tiene, pues, una manifiesta utilidad: obliga a los titulares de los derechos a no ser negligentes
en su ejercicio y pone claridad y precisión en las relaciones jurídicas. En interés del orden público y de la paz social
conviene liquidar el pasado y evitar litigios sobre contratos o hechos cuyos títulos se han perdido y cuyo recuerdo se ha
borrado.

No debe creerse, por lo tanto, que la institución se inspira en el propósito de proteger al deudor contra su acreedor; su
fundamento es, como se ha indicado, de orden social. Insistimos, apunta a la seguridad y a la paz en las relaciones
jurídicas, procurándose poner un límite en el tiempo a la litigiosidad.

Este fundamento en el orden público explica, además, que los contratantes no puedan renunciar por anticipado a los
plazos de prescripción ni extenderlos más allá de lo que señala la ley (art. 2533); porque juega aquí más un interés
público que individual. Todo acortamiento o prolongación de plazos afecta el equilibrio del sistema y debe ser
repudiado. Y debe destacarse que la hipótesis de abreviación de los plazos resulta particularmente peligrosa en los
contratos de adhesión, en los que una de las partes impone todas las condiciones del contrato, que la otra debe aceptar o
rechazar en bloque; de ahí puede derivar una abreviación abusiva de prescripción. Sin embargo, debemos destacar que
no ocurre lo mismo en materia de caducidad.

Estos mismos fundamentos son los que se dieron para sostener la idea de que la prescripción es una materia atinente a
los códigos de fondo o, con otras palabras, una cuestión delegada por las provincias al gobierno federal, cuya
regulación es atribución del Congreso de la Nación. Esta postura, seguida con claridad por la Corte Suprema de Justicia
de la Nación (CSJN, 30/9/2003, "Filcrosa SA", ED 205-207), ha sido conmovida con el párrafo final del art. 2532 que
dispone que las legislaciones locales podrán regular esta última (se refiere a la prescripción liberatoria) en cuanto al plazo de
tributos. La cuestión ha generado una amplia discusión doctrina, incluso cuestionando su constitucionalidad. A nuestro
juicio, la norma debe ser interpretada en el sentido de que las provincias pueden fijar plazos de prescripción para la
percepción de los impuestos, pero tales plazos jamás pueden exceder los establecidos por el Código Civil y Comercial.
De esta manera, entendemos, damos validez a la norma, sin que avance sobre la Constitución Nacional. Por lo demás,
es importante destacar que el art. 2532 sólo deja a las legislaciones provinciales la regulación de los plazos en materia de
tributos; los demás plazos y el resto de las cuestiones atinentes a la prescripción, quedan exclusivamente gobernados
por el Código Civil y Comercial.

503. Caracteres

La prescripción tiene los siguientes caracteres:

a) Puede ser alegada como excepción, y como acción (art. 2551), pero siempre es una defensa de carácter sustancial,
pues se funda en las normas del Código Civil y Comercial.

b) No opera de pleno derecho, siendo menester que el interesado la invoque. Por ello es que no puede ser declarada de
oficio por el juez (art. 2552). Dos motivos esenciales explican esta solución: en primer lugar, el mero transcurso del plazo
no es prueba suficiente de que la prescripción se haya operado, pues pueden haber mediado causas de suspensión o
interrupción (que veremos más adelante) que el juez no tiene forma de conocer sino a través de los hechos invocados
por las partes y de la prueba por ellas producida; en segundo lugar, porque hacer valer la prescripción es muchas veces
un problema de conciencia cuya decisión debe quedar librada al propio interesado. De modo que el juez no puede
suplir a la parte en la invocación de la prescripción; empero si fue articulada, tiene la facultad de pronunciarse sobre su
aplicación e interpretación.

c) Si se opone como excepción, debe ser deducida dentro del plazo para contestar la demanda en los procesos de
conocimiento, y dentro del plazo para oponer excepciones en los procesos de ejecución (art. 2553, párr. 1º). Ejemplos de
procesos de ejecución son el juicio ejecutivo y la ejecución hipotecaria. La solución legal se funda en el hecho de que las
defensas del demandado en un pleito deben plantearse lealmente y desde el comienzo, para que ambas partes sepan a
qué atenerse. Aceptar que la excepción de prescripción pueda ser interpuesta tardíamente provocaría un inadmisible
dispendio de tiempo y dinero.

También están facultados para oponer la excepción los terceros interesados que comparecen al juicio; si se presentan
una vez vencidos los términos aplicables a las partes, deben oponer la prescripción en su primera presentación (art.
2553, párr. 2º). ¿Quiénes son estos terceros interesados? Son aquellos que no han sido demandados pero que pueden
responder por estar vinculados —de alguna manera— con los hechos alegados en el pleito. Es el caso del accidente de
tránsito; el autor del daño que es demandado por el damnificado, a su vez citará como tercero interesado a la compañía
aseguradora, quien eventualmente responderá con fundamento en el contrato de seguro que lo une con su asegurado.
d) Es irrenunciable la prescripción futura, lo que es natural, pues se trata de una institución de orden público; pero puede
renunciarse la prescripción ya cumplida (art. 2535, párr. 1º). Es que nada se opone a que una persona renuncie a oponer
la prescripción pasada o, más aún, pague una deuda prescripta. Está en sus atribuciones hacerlo, y para muchos será
incluso un deber de conciencia o un supuesto de obligación natural. Pero lo que no puede hacer es renunciar a oponer
la prescripción futura; es que si se permitiesen tales renuncias, vendrían a ser de estilo en los contratos, con lo que se
burlaría el fundamento de la institución. Desde luego, solamente la persona que goce de capacidad para disponer del
derecho está facultada a renunciar a la prescripción ganada. La norma añade (párr. 2º) que la prescripción ya cumplida,
renunciada por uno de los codeudores (en la prescripción liberatoria) o uno de los coposeedores (en la prescripción
adquisitiva) no surte efectos respecto de los demás. La solución es absolutamente razonable pues no es posible que una
persona pierda el derecho que tiene por la liberalidad hecha por otra. Por ello, y como el propio artículo lo establece, el
deudor renunciante, que cumple la obligación, no puede ejercer la acción de regreso contra los demás codeudores que
han quedado liberados por el cumplimiento del plazo de la prescripción.

e) Es de interpretación restrictiva; en la duda debe estarse por la subsistencia del derecho y por el plazo de prescripción
más dilatado.

504. Naturaleza jurídica de la renuncia a la prescripción

Nuestro Código habla de renuncia de la prescripción ya ganada, utilizando una terminología generalizada en la
legislación y la doctrina. Es, a nuestro juicio, una terminología imprecisa. No se trata de la renuncia a un derecho
adquirido, incorporado ya al patrimonio del deudor, porque la obligación no puede considerarse prescripta mientras la
prescripción no se haya alegado. Se trata más bien de una decisión de no hacer valer esa defensa. No hay propiamente
un derecho que se renuncia; hay una facultad que se extingue como consecuencia de actos que revelan la voluntad de
no ejercerla.

La cuestión no es meramente terminológica. Si se tratara de una verdadera renuncia, sería aplicable el art. 947, según
el cual la renuncia puede ser retractada mientras no haya sido aceptada. Pero no es así. Se acepta algo que se ofrece.
Aquí nadie ofrece nada. El deudor no hace otra cosa que conducirse como quien está dispuesto a pagar lo que debe. Y
desde el instante que realiza actos que ponen de manifiesto esa intención, se extingue su facultad de oponer la
prescripción. Tampoco el acreedor acepta nada. Se limita a comportarse como titular de un derecho y a ejercer ese
derecho.

505. Renuncia a la prescripción por representante

Para que el apoderado pueda renunciar a la prescripción ya ganada por su poderdante, se requieren facultades
expresas. En el Código Civil de VÉLEZ la cuestión era clara, pues expresamente se preveía que se necesitaban poderes
especiales para renunciar a prescripciones adquiridas (art. 1881, inc. 3º). La falta de mención expresa en el Código Civil
y Comercial no modifica esa solución pues el art. 375, inc. i), exige facultades expresas para renunciar derechos, lo que
resulta aplicable al caso.

Tampoco existe mención expresa respecto de la actuación de los representantes legales. Entendemos, a pesar del
silencio, que no pueden renunciar a la prescripción, ni aun con autorización judicial. Es que la renuncia a una
prescripción ganada, si fuera hecha por los padres de la persona menor de edad, importaría un acto de administración
que bien puede ser calificado de ruinoso en los términos del art. 694, lo que excede los límites de la administración (art.
690). Y si esto es así respecto de los padres, idéntica solución cabe para tutores y curadores, pues éstos no pueden tener
facultades más amplias que aquéllos.

506. Pago espontáneo y obligación natural

Es clásica la idea en nuestra doctrina de que la prescripción liberatoria constituye un medio de extinción de la acción
para reclamar un derecho, causada por la inacción de las partes interesadas durante el tiempo que haya fijado la ley,
pero que subsiste como obligación natural. Con otras palabras, no se extingue verdaderamente una obligación, pues
sobrevive como obligación natural; simplemente estamos frente a una obligación que no es exigible, debido a la
consideración que la ley hace del paso del tiempo.

Ahora bien, el hecho de que el Código Civil y Comercial no regule las obligaciones naturales ¿significa que ellas
hayan desaparecido? Hemos dicho más arriba (nro. 192) que, a nuestro juicio, ello no ha ocurrido, y esto se ve con
claridad en materia de prescripción.

El art. 728, sin mencionar a las obligaciones naturales, dispone que lo entregado en cumplimiento de deberes morales
o de conciencia es irrepetible. Pero la idea resulta tan insuficiente que en materia de prescripción se decidió añadir una
norma que establece que el pago espontáneo de una obligación prescripta no es repetible (art. 2538). Y la única razón que
puede fundar tal irrepetibilidad es la existencia de una obligación natural. Si sólo se tratara de un deber moral, no
habría en verdad una obligación, y el pago hecho carecería de causa, habría sido hecho indebidamente y, por tanto,
tendría que ser susceptible de repetición (art. 1796, inc. a]).

507. Quiénes pueden prescribir y contra quiénes

La prescripción opera a favor y en contra de todas las personas, excepto disposición legal en contrario (art. 2534, párr.
1º). Por lo tanto, a menos que exista un supuesto de excepción legal (tal sería el caso de las acciones civiles derivadas de
delitos de lesa humanidad, que son imprescriptibles, art. 2561), toda persona, jurídica o humana, de derecho público o
privado, está sujeta a la prescripción de sus derechos y puede oponerla.

Incluso, el derecho a oponer la prescripción no se limita al deudor; también pueden oponerla el acreedor del deudor y
cualquier otro tercero interesado, aun en el caso de que el deudor no la invoque o la renuncie (art. 2534, párr. 2º). Es que
la negligencia o liberalidad del deudor no puede perjudicar al tercero interesado (por ejemplo, el fiador del deudor) o a
su acreedor; a este último le interesa que el patrimonio de su deudor sea lo más solvente posible para poder cobrar su
crédito, a aquél (el fiador) le importa que el deudor oponga la prescripción para evitar un daño a sí mismo.

Debe hacerse notar, empero, que el curso de la prescripción queda suspendido en algunos casos excepcionales
previstos en el art. 2543.

508. Derechos y acciones que prescriben

Dispone el art. 2536: la prescripción puede ser invocada en todos los casos, con excepción de los supuestos previstos por la ley.

La regla es, entonces, que todas las acciones son prescriptibles. Sin embargo, muchas acciones son imprescriptibles e,
incluso, hay materias en que la imprescriptibilidad es la regla. Por ello conviene ordenar la exposición de este tema,
distinguiendo distintas materias en que la prescriptibilidad juega de modo diverso.
509. a) Acciones de estado de familia

Las acciones de estado de familia son imprescriptibles e irrenunciables (art. 712); ello es así porque el transcurso del
tiempo no ejerce influencia sobre el estado de las personas. Se es padre, madre, cónyuge, hijo, pariente, con
independencia de que transcurran los años y quizá la vida sin que se ejerzan los derechos de tales.

Podemos apuntar, como ejemplo, que en lo que atañe a las acciones de reclamación o de impugnación de filiación, el
hijo puede iniciarlas en todo tiempo (arts. 582, 588, 590 y 593), lo que importa su imprescriptibilidad. En cambio, debe
señalarse que más allá de la imprescriptibilidad legalmente consagrada, la ley puede establecer la extinción del derecho
(art. 712). Así, ciertos sujetos se encuentran limitados para reclamar en razón de los plazos de caducidad que se prevén
(por ejemplo, la acción de impugnación de la maternidad caduca para la madre, para el o la cónyuge y para todo tercero
que invoque un interés legítimo, al año de la inscripción del nacimiento o desde que se conoció la sustitución o
incertidumbre sobre la identidad del hijo; art. 588).

Asimismo, debemos destacar que si bien las acciones derivadas del estado son en principio imprescriptibles, en
cambio son prescriptibles las acciones fundadas en derechos patrimoniales que son consecuencia del estado de familia
(art. 712, in fine). Debe exceptuarse de esta regla la acción para reclamar alimentos futuros, que es imprescriptible.

510. b) Acciones patrimoniales personales

Éste es el campo de acción propio y típico de la prescripción liberatoria. Aquí rige soberano el principio de la
prescriptibilidad de las acciones enunciado en el art. 2536. Por excepción, no prescriben:

1) La acción de nulidad de los actos jurídicos que adolecen de nulidad absoluta. Es que si se aceptara la
prescriptibilidad de esta acción, se llegaría por esa vía a la confirmación tácita, lo que resulta inadmisible. Por ello, de
manera expresa se prevé que la nulidad absoluta no puede sanearse por la confirmación del acto ni por la prescripción
(art. 387).

2) La acción del ausente con presunción de fallecimiento —en caso de reaparición— para obtener (i) la restitución de
los bienes suyos que existan en el estado en que se encuentran, (ii) los bienes adquiridos con el valor de los que faltan,
(iii) el precio adeudados de los bienes enajenados, y (iv) los frutos no consumidos (art. 92).

3) La acción de división de bienes a favor del condómino respecto de las cosas en condominio (art. 1997).

4) La acción civil derivada de delitos de lesa humanidad (art. 2561).

5) La acción de petición de herencia y de partición, sin perjuicio de la usucapión que pueda operarse (arts. 2311 y
2368).

511. c) Acciones patrimoniales reales

A la inversa de lo que ocurre con los derechos personales, los reales no se extinguen, en principio, por el transcurso
del tiempo. El derecho de dominio no se pierde por más que el abandono de la cosa se prolongue indefinidamente, a
menos que alguien posea esa cosa durante el término fijado para la usucapión, en cuyo caso el derecho del primer
propietario se extingue, no a causa de su inacción, sino a causa de la posesión por el tercero. Así, por ejemplo, un
propietario que ha abandonado su casa durante cincuenta años conserva sus derechos si nadie la ha poseído durante los
plazos legales.
Asimismo, las acciones reales (subrogatoria, confesoria, negatoria y de deslinde) son imprescriptibles, sin perjuicio de
lo que se dispone en materia de usucapión (art. 2247).

En cambio, se extinguen por prescripción: a) las acciones derivadas de derechos reales de garantía, tales como la
hipoteca, la prenda, la anticresis, cuando prescribe el derecho personal de que son accesorias (art. 2186); b) los derechos
reales de usufructo (art. 2152, inc. c]), uso y habitación (arts. 2155 y 2159, y su remisión a las normas del usufructo),
superficie (art. 2124) y las servidumbres (art. 2182, inc. b]), todos los cuales se extinguen por el no uso.

512. Modificación de los plazos de prescripción por ley posterior

El art. 2537 ha disciplinado el conflicto que se suscita cuando los plazos de prescripción son modificados por una ley
posterior. Establece que los plazos de prescripción en curso al momento de entrada en vigencia de una nueva ley se rigen por la
ley anterior. Sin embargo, si por esa ley se requiere mayor tiempo que el que fijan las nuevas, quedan cumplidos una vez que
transcurra el tiempo designado por las nuevas leyes, contado desde el día de su vigencia, excepto que el plazo fijado por la ley
antigua finalice antes que el nuevo plazo contado a partir de la vigencia de la nueva ley, en cuyo caso se mantiene el de la ley
anterior.

La regla es que el plazo de prescripción se rige por la ley derogada que gobernaba la obligación contraída.

La excepción está dada por el caso de que el plazo derogado supere en el tiempo al período que comienza a correr
desde la sanción de la nueva ley. Veamos un ejemplo concreto, teniendo en cuenta que el Código Civil y Comercial
entró a regir el día 1º de agosto de 2015. El plazo ordinario de prescripción para las obligaciones contractuales era de
diez años en el Código Civil de VÉLEZ (art. 4023), el cual se redujo a cinco años en el Código Civil y Comercial (art.
2560). Supongamos, ahora, que la obligación se hubiera hecho exigible el día 1º de enero de 2011; en tal caso, debe
aplicarse el Código Civil y Comercial y la acción prescribirá el día 1º de agosto de 2020, pues de aplicarse el Código
de VÉLEZ, prescribiría el día 1º de enero de 2021, esto es más tarde. Y debe recordarse que el plazo de prescripción,
según la norma comentada, queda cumplido una vez que transcurra el tiempo designado por la nueva ley, contado desde el día de
su vigencia.

En cambio, si la obligación se hubiera hecho exigible el día 1º de enero de 2009, debe aplicarse el Código Civil
de VÉLEZ, pues resulta un supuesto en el que el plazo fijado por la ley antigua finaliza antes que el nuevo plazo contado a partir
de la vigencia de la nueva ley, por lo que se mantiene el plazo de la ley anterior. En efecto, según el Código de VÉLEZ, el plazo
de prescripción habría vencido a los diez años, el día 1º de enero de 2019; mientras que si se aplicara el plazo del Código
Civil y Comercial, vencería el 1º de agosto de 2020. Como se observa, el resto del lapso de prescripción del Código Civil
de VÉLEZ computado a partir del 1º de agosto de 2015 es más breve que el genérico de cinco años del art. 2560 del
Código Civil y Comercial.

§ 2. — SUSPENSIÓN, INTERRUPCIÓN Y DISPENSA DEL TÉRMINO DE LA PRESCRIPCIÓN


A. — SUSPENSIÓN

513. Concepto y efectos

La prescripción se suspende cuando en virtud de una causa legal el término deja de correr; pero cesada la causa de
suspensión, el término se reanuda, computándose el tiempo anterior. Con otras palabras, la suspensión de la prescripción
detiene el cómputo del tiempo por el lapso que dura pero aprovecha el período transcurrido hasta que ella comenzó (art. 2539). He
aquí, por ejemplo, una prescripción de cinco años; han corrido dos cuando acreedor y deudor contraen matrimonio;
tiempo más tarde los cónyuges se divorcian, y el plazo se reanuda contándose los dos años anteriores, de tal modo que
transcurridos otros tres, la prescripción queda operada.

Es importante destacar que las únicas causales de suspensión son aquellas dispuestas por la ley; por lo tanto, las
partes no pueden crear causales de suspensión.

514. Causas legales

La suspensión de la prescripción tiene lugar: a) entre cónyuges, durante el matrimonio (art. 2543 inc. a]); b) entre
convivientes, durante la unión convivencial (art. 2543, inc. b]); c) entre las personas incapaces y con capacidad
restringida y sus padres, tutores, curadores o apoyos, durante la responsabilidad parental, la tutela, la curatela o la
medida de apoyo (art. 2543, inc. c]); d) entre las personas jurídicas y sus administradores o integrantes de sus órganos
de fiscalización, mientras continúan en el ejercicio del cargo; e) a favor y en contra del heredero con responsabilidad
limitada, respecto de los reclamos que tienen por causa la defensa de derechos sobre bienes del acervo hereditario (art.
2543, inc. e]); f) cuando el deudor ha sido interpelado por el acreedor en forma fehaciente (art. 2541); y g) cuando se ha
formulado un pedido de mediación (art. 2452).

Nos ocuparemos de todos estos casos en los párrafos que siguen.

515. Suspensión entre cónyuges

El curso de la prescripción se suspende entre cónyuges, durante el matrimonio (art. 2543, inc. a]). El matrimonio existe desde
su celebración hasta que se produzca alguna de las causales de disolución previstas en el art. 435 (muerte de uno de los
cónyuges, sentencia firme de ausencia con presunción de fallecimiento y divorcio declarado judicialmente). ¿Qué
sucede si el matrimonio es nulo? Deberá determinarse si hay o no buena fe de los cónyuges. Para los cónyuges de buena
fe, sean los dos o uno de ellos, el matrimonio produce todos sus efectos hasta que quede firme la sentencia de nulidad
(arts. 428 y 429); por lo tanto, el curso de la prescripción se suspende. Para los cónyuges de mala fe, el matrimonio no
produce efecto alguno (arts. 429 y 430); por lo tanto, el curso de la prescripción no se suspende para ellos. ¿Y si están
separados de hecho? Como no hay divorcio, el plazo sigue suspendido.

Si bien la norma no lo aclara, la suspensión no alcanza a las acciones derivadas de las relaciones de familia. Por el
contrario, las acciones de nulidad del matrimonio, tienen plazos de caducidad y prescripción que corren durante el
matrimonio (art. 425). Algo similar ocurre con el reclamo de alimentos entre cónyuges no divorciados: como el alimento
está fundado en una razón de necesidad (art. 433, párr. final), se estima que si no se reclaman es porque no se los
necesita y por ello el curso de la prescripción comienza a correr desde el vencimiento de cada período. En cuanto a la
acción de divorcio, ella es imprescriptible.

La suspensión de las acciones patrimoniales está plenamente justificada, pues se desea evitar inadmisibles pleitos
entre cónyuges. Sin embargo, que el plazo de prescripción esté suspendido no significa que el cónyuge esté obligado a
no demandar al otro mientras dure el matrimonio. Con otras palabras, nada impide que se promuevan acciones
judiciales entre cónyuges ni existe norma alguna que las vede (BELLUSCIO, Augusto C., "Acciones judiciales entre
cónyuges", LL 2007-C-382).

El propósito de evitar toda contienda entre cónyuges indujo a VÉLEZ SARSFIELD a establecer la suspensión de la
prescripción aun en las relaciones con terceros, si de dicha relación se podía derivar un conflicto entre aquéllos. El art.
3970 de su Código Civil disponía que la prescripción es igualmente suspendida durante el matrimonio, cuando la acción de uno
de los cónyuges hubiere de recaer contra el otro, sea por un recurso de garantía, o sea porque la expusiere a pleitos o a satisfacer
daños e intereses. La norma que ampara a ambos cónyuges, apuntaba a suspender el plazo de la prescripción de la acción
que se tiene contra un tercero. Ejemplo: el marido enajena fraudulenta o simuladamente un inmueble de carácter
ganancial a un tercero; si la mujer inicia acción por fraude o simulación, puede comprometer la responsabilidad de su
marido y en definitiva la paz familiar. De ahí que la prescripción se suspenda. El Código Civil y Comercial, sin
embargo, no ha previsto una disposición similar, por lo que no existiendo otras causales de suspensión que las previstas
por la ley (véase nro. 513), la referida causal ha quedado suprimida. Sin perjuicio de lo expuesto, debe tenerse presente
que si se trata de una obligación solidaria o indivisible, la suspensión del curso de la prescripción afecta a todos los
interesados, como se verá más adelante (nro. 524).

516. Suspensión entre convivientes

El curso de la prescripción se suspende entre convivientes, durante la unión convivencial (art. 2543, inc. b]). La suspensión es
una consecuencia del reconocimiento legal de las llamadas uniones convivenciales (arts. 509 y ss.) que eran ignoradas
en el sistema del Código de VÉLEZ.

La norma no aclara desde cuando se suspende el curso de la prescripción, lo que abre un abanico de tres posibilidades
respecto del momento inicial que podría ser invocado: cuando empezó la convivencia, cuando se la registró, o a partir
de los dos años de comenzada la convivencia (arts. 509, 511 y 510, inc. e], respectivamente). Nos inclinamos por la
última opción por cuanto esa circunstancia revela una relación estable. La convivencia cesa por la muerte de uno de los
convivientes, por sentencia firme de ausencia con presunción de fallecimiento de uno de los convivientes, por
matrimonio o nueva unión convivencial de uno de los convivientes, por el matrimonio de los convivientes, por mutuo
acuerdo de ellos, por voluntad unilateral notificada fehacientemente al otro conviviente y por el cese de la convivencia
(art. 523).

517. Suspensión entre la persona incapaz o con capacidad restringida y su representante legal o su apoyo

El curso de la prescripción se suspende entre las personas incapaces o con capacidad restringida y sus padres, tutores, curadores o
apoyos, durante la responsabilidad parental, la tutela, la curatela o la medida de apoyo (art. 2543, inc. c]). En otras palabras, las
acciones recíprocas que ellos tengan no corren durante el término de la responsabilidad parental, la tutela, la curatela o
la medida de apoyo. Esta razonable disposición se propone, por una parte, no obligar a los representantes legales o a los
apoyos a demandar a sus representados o asistidos, colocándolos en una situación de violencia moral y que,
probablemente, redunde en perjuicio de la persona incapaz o con capacidad restringida; y, por la otra, no colocar a estos
últimos en el riesgo de que su representante o apoyo deje transcurrir deliberadamente los términos legales de la
prescripción de los derechos que tengan contra ellos.

Cuando la ley habla de curadores, se incluyen no sólo a los de las personas incapaces sino también al de los penados y
al de los ausentes.

518. Suspensión entre las personas jurídicas y sus administradores y fiscalizadores

El curso de la prescripción se suspende entre las personas jurídicas y sus administradores o integrantes de sus órganos de
fiscalización, mientras continúan en el ejercicio del cargo (art. 2543, inc. d]). La norma se refiere a la acción de
responsabilidad dirigida contra los administradores e integrantes de los órganos de fiscalización por los daños que sufra
la persona jurídica. La solución legal se funda en que son justamente los administradores y los integrantes de
los órganos de fiscalización quienes cuentan con los elementos necesarios para fundar la demanda. Por lo demás, sería
necesario designar representantes especiales de la persona jurídica para intervenir en el proceso. Por eso se torna
conveniente que se disponga la suspensión del curso de la prescripción, suspensión que comenzará en el momento en
que los administradores o los integrantes del órgano de fiscalización han sido designados, y terminará cuando cesen en
sus funciones.

519. Suspensión en favor del heredero beneficiario

El curso de la prescripción se suspende a favor y en contra del heredero con responsabilidad limitada, respecto de los reclamos que
tienen por causa la defensa de derechos sobre bienes del acervo hereditario (art. 2543, inc. e]). En lo posible, es prudente evitar
litigios entre los herederos y la sucesión en la cual tiene parte.

Como se puede advertir, se suspende el curso de la prescripción de los derechos del heredero con responsabilidad
limitada contra la sucesión, y tal suspensión cesa si el heredero realiza actos que lo obligan a responder con sus bienes
propios. El art. 2321 identifica tales actos: no hacer inventario de los bienes de la sucesión, ocultarlos fraudulentamente,
enajenarlos, o exagerar dolosamente el pasivo de la sucesión. Y también se suspende el curso de la prescripción de los
derechos de la sucesión contra el heredero, de modo que éste no puede invocar a su favor la prescripción que se hubiese
cumplido en perjuicio de la sucesión que administra. Esta última solución tiene en mira castigar la mala fe del heredero.

520. Suspensión por interpelación fehaciente al deudor

El curso de la prescripción se suspende, por una sola vez, por la interpelación fehaciente hecha por el titular del derecho contra el
deudor o poseedor. Esta suspensión sólo tiene efecto durante seis meses o el plazo menor que corresponda a la prescripción de la
acción (art. 2541).

Ocurre muchas veces que el deudor suele prolongar durante largo tiempo las conversaciones con el acreedor, con
promesas de pago o nuevas propuestas hasta lograr que se opere la prescripción. Ya sobre la fecha, al acreedor le
resulta difícil reunir todos los antecedentes necesarios para entablar el pleito, encargarle el asunto a un abogado y
presentar la demanda en término. El problema ha quedado contemplado con la norma que se comenta. Para impedir
que se opere la prescripción basta que el acreedor reclame el pago al deudor en forma fehaciente.

No basta que el reclamo se haga verbalmente y luego se pretenda probarlo por testigos, pues si ello fuera posible,
sería fácil urdir la prueba de que se hizo la intimación cuando en realidad ello no ocurrió. Por ello es que la norma exige
que se intime de forma fehaciente, esto es de una manera tal que permita precisar el contenido de la diligencia y la fecha
en que se hizo, lo que se logra por intermedio del acta notarial levantada por un escribano o bien por telegrama
colacionado o por carta documento. Es cierto que la norma dice textualmente "interpelación fehaciente" y no
"intimación fehaciente", pero interpelar significa constituir en mora a la contraparte, mora que como regla se produce
por el mero vencimiento del plazo (art. 886). Por lo dicho, lo que se requiere es la intimación o requerimiento fehaciente.

El art. 2541 hace referencia a que la intimación sea hecha por el titular del derecho. Esto no puede ser interpretado de
manera estricta, pues entendemos que también puede practicar la intimación un tercero en ejercicio de la acción
subrogatoria o como gestor de negocios ajenos.
521. Suspensión por pedido de mediación

El curso de la prescripción se suspende desde la expedición por medio fehaciente de la comunicación de la fecha de la audiencia de
mediación o desde su celebración, lo que ocurra primero. El plazo de prescripción se reanuda a partir de los veinte días contados
desde el momento en que el acta de cierre del procedimiento de mediación se encuentre a disposición de las partes (art. 2542).

Conviene señalar ante todo que la ley 26.589, aplicable en el ámbito de la justicia nacional y federal, estableció el
procedimiento de mediación como trámite previo y obligatorio a la promoción de toda acción judicial, salvo para
determinados procesos fijados taxativamente por el art. 5º de la propia ley.

Esta última ley prevé tres tipos de mediación: a) por acuerdo de partes, cuando las partes eligen al mediador por
convenio escrito; b) por sorteo, cuando el reclamante formalice el requerimiento ante la mesa de entradas del fuero ante
el cual correspondería promover la demanda y con los requisitos que establezca la autoridad judicial; y c) por propuesta
del requirente al requerido, a los efectos de que éste seleccione un mediador de un listado cuyo contenido y demás
recaudos deberán ser establecidos por vía reglamentaria (art. 16).

Ahora bien, de acuerdo con lo que dispone el Código Civil y Comercial, la mediación suspende el plazo de
prescripción desde la expedición por medio fehaciente de la comunicación de la fecha de la audiencia de mediación o
desde su celebración, lo que ocurra primero. La ley 26.589 prevé idéntica solución para los supuestos de mediación por
acuerdo de partes y de mediación a propuesta del requirente. En cambio, cuando se trata de una mediación por sorteo,
la ley dispone que la suspensión comienza en la fecha de adjudicación del mediador por la autoridad judicial. Esta
disposición especial, insistimos prevista en una ley federal aunque ignorada en el Código Civil y Comercial, debe
aplicarse en el ámbito nacional y federal.

¿Contra quiénes se suspende el curso de la prescripción? De acuerdo con lo que dispone la ley 26.589, en las
mediaciones por acuerdo de partes y por sorteo, la suspensión opera contra todas las partes; en la mediación propuesta
del requirente al requerido, la suspensión opera únicamente contra aquél a quien se dirige la notificación (art. 18).

El Código Civil y Comercial, al igual que el art. 18 de la ley 26.589, dispone que en todos los casos, el plazo de
prescripción se reanudará a partir de los veinte días contados desde el momento que el acta de cierre del procedimiento
de mediación prejudicial obligatoria se encuentre a disposición de las partes.

Se trata de una causal atípica de suspensión de la prescripción, que se funda en la imposibilidad fáctica de accionar si
no se inicia la mediación obligatoria, en aquellas jurisdicciones que la exigen. Las normativas locales deberán adecuarse
al respecto: v.gr., no podrán fijar que la mediación sea una causal de interrupción.

522. Supresión de la suspensión por querella de la víctima de un hecho ilícito

El Código Civil de VÉLEZ, luego de la reforma de la ley 17.711, disponía que si la víctima de un acto ilícito hubiere
deducido querella criminal contra los responsables del hecho, su ejercicio suspende el término de prescripción de la acción civil,
aunque en sede penal no hubiere pedido el resarcimiento de los daños. Cesa la suspensión por terminación del proceso penal o
desistimiento de la querella (art. 3982 bis).

La norma generó dudas en la jurisprudencia. Por un lado, existieron fallos que aceptaron que la mera denuncia penal
era causal de suspensión de la prescripción. Por el otro, tampoco resultó claro si la suspensión que causaba la querella
alcanzaba sólo a los querellados o a todas las personas que fueran investigadas aunque no hubieran sido imputadas
penalmente. Se podía advertir que existía un cierto contrasentido entre mantener el plazo reducido para reclamar el
resarcimiento de los daños (dos años) y suspender, sine die, el curso de la prescripción cuando se querella o se participa
en el proceso criminal. Estas cuestiones, más el hecho de que la acción penal no impide iniciar la acción civil, las que
pueden ser ejercidas independientemente (art. 1774), han llevado a su supresión en el Código Civil y Comercial. En los
Fundamentos del Anteproyecto del finalmente sancionado cuerpo de derecho común se dijo que la eliminación de esta
causal de suspensión se funda en la independencia de la persecución punitiva estatal de la pretensión privada
indemnizatoria, lo que sumado a la existencia de vías para ejercer esta última, revelan que no se justifica la paralización
del curso del plazo de prescripción.

523. Acumulación de las causales de suspensión

Como las causales de suspensión del curso de la prescripción obedecen a razones diferentes, causales que pueden
darse de manera simultánea pero también sucesiva, ninguna razón existe para impedir su acumulación. Así, por
ejemplo, si el acreedor interpela fehacientemente, se suspenderá por ello el curso de la prescripción por el plazo de seis
meses (art. 2541), y luego volverá a suspenderse cuando promueva el pedido de mediación y por el tiempo que se prevé
en el art. 2542.

524. Quién puede invocar la suspensión y contra quiénes

La suspensión de la prescripción no se extiende a favor ni en contra de los interesados, excepto que se trate de obligaciones
solidarias o indivisibles (art. 2540). Por lo tanto, cuando estamos ante una obligación simplemente mancomunada
divisible, la suspensión favorece o perjudica exclusivamente a las personas que se encuentran afectadas por la causal
respectiva, no extendiéndose a los demás interesados en la prescripción.

Pero si se trata de una obligación solidaria o simplemente mancomunada indivisible, la suspensión se extiende a
todos los interesados. La solución se justifica por las siguientes razones. Si se trata de una obligación indivisible, las
características propias de la indivisibilidad —esto es que la prestación no puede ser cumplida sino por entero (art.
813)— hacen que la suspensión de la prescripción beneficie y afecte a los demás coacreedores y codeudores.

Y si se trata de una obligación solidaria, debe tenerse en cuenta la evolución que ha tenido la suspensión del curso de
la prescripción. En el Código Civil de VÉLEZ, la suspensión del curso de la prescripción constituía un beneficio, que
debía ser interpretado con carácter restrictivo y que por ello solamente podía favorecer al propio beneficiario; respondía
exclusivamente a situaciones de hecho en que puede estar determinada persona (similar fenómeno ocurre en los casos
previstos en el art. 2543 del Código vigente). Pero desde la sanción de la ley 17.711 y con mayor énfasis en el Código
Civil y Comercial se han añadido otras causales de suspensión que exigen una conducta activa del acreedor (los
supuestos de suspensión por interpelación fehaciente o por pedido de mediación) para mantener vivo el derecho,
similares a los que se exigen (como se verá más adelante) para interrumpir el plazo de la prescripción. Y conviene
adelantar ahora que la interrupción de la prescripción no se extiende a favor ni en contra de los interesados en las
obligaciones simplemente mancomunadas divisibles, sí se extiende en los casos de obligaciones solidarias o
simplemente mancomunadas indivisibles (art. 2549).

Por último, con respecto a la hipótesis de obligaciones concurrentes, el art. 851, inc. e), indica que la suspensión no
propaga sus efectos con respecto a los otros codeudores. Tal solución -aunque discutible pues lo razonable pareciera ser
que los efectos se expandan a los obligados concurrentes en beneficio del acreedor- obedece a que los miembros del
polo pasivo responden por distintas causas.
B. — INTERRUPCIÓN

525. Concepto

Mientras la suspensión significa una paralización temporaria del curso de la prescripción que, concluido el motivo de
la suspensión, vuelve a reanudarse aprovechando el plazo que había transcurrido anteriormente, la interrupción de la
prescripción tiene efectos más radicales: borra totalmente el término anteriormente transcurrido y la prescripción
vuelve a correr por todo el término de ley, a partir de la cesación de la causa interruptiva. El efecto de la interrupción es,
por tanto, tener por no sucedido el lapso que la precede e iniciar un nuevo plazo (art. 2544).

1. — Causales

526. Enumeración

La prescripción se interrumpe: a) por reconocimiento del derecho del acreedor realizado por el deudor (art. 2545); b)
por petición judicial del acreedor (art. 2546); c) por solicitud de arbitraje (art. 2548); y, d) por ejercicio del derecho de
retención mientras ello ocurra (art. 2592, inc. e]).

527. Reconocimiento

El curso de la prescripción se interrumpe por el reconocimiento que el deudor o poseedor efectúa del derecho de aquél contra quien
prescribe (art. 2545). El reconocimiento es un acto unilateral, que no necesita de la aceptación del acreedor, lo que lo
distingue claramente de la renuncia.

El reconocimiento puede ser expreso o tácito (art. 733). Ejemplo de este último es el cumplimiento parcial de la
obligación o de sus intereses, o el pedido de una prórroga —vencido el plazo pactado— para efectuar el pago.

Para que sea válido el reconocimiento, debe ser hecho por persona capaz de disponer del derecho al que se refiere el
reconocimiento.

¿Es eficaz el reconocimiento hecho luego de vencido el plazo de la prescripción? Según una opinión muy
generalizada, el reconocimiento, como hecho interruptivo de la prescripción, no puede tener lugar sino antes del
vencimiento del plazo legal, pues no se concibe que pueda interrumpirse una prescripción ya cumplida; sin perjuicio, se
agrega, de que dicho reconocimiento podría eventualmente tener el significado de una renuncia a la prescripción ya
ganada, si las circunstancias del caso demuestran que se trata de renuncia.

Nos parece que esta opinión paga un tributo excesivo a la lógica formal. Estrictamente parecería un contrasentido
hablar de interrupción de una prescripción ya cumplida; pero hay que considerar que la prescripción no se opera de
pleno derecho por el solo vencimiento de los plazos. En verdad, el cumplimiento de éstos tiene solamente el efecto de
poner al deudor en condiciones de accionar o de oponerse a la demanda. Pero mientras no lo hace, no hay prescripción
definitivamente ganada. Y si el deudor, lejos de oponer oportunamente la prescripción, reconoce, por el contrario, la
deuda, es obvio que se confiesa deudor, con lo que basta para interrumpir el curso de la prescripción.
Es verdad que el reconocimiento envuelve siempre una renuncia a hacer valer la prescripción, de donde el interés de
esta cuestión resulta bastante relativo. Lo que no quiere significar que no lo haya: la renuncia puede retractarse antes de
la aceptación del beneficiario (art. 947), lo que no ocurre con el reconocimiento.

Desde luego, si existe una pluralidad de deudores, el reconocimiento de la deuda hecho por uno de ellos, no puede
perjudicar a los demás codeudores (incluso, solidarios) ya liberados (conf. art. 2535, párr. 2º).

528. Petición judicial

Dispone el art. 2546 que el curso de la prescripción se interrumpe por toda petición del titular del derecho ante autoridad
judicial que traduce la intención de no abandonarlo, contra el poseedor su representante en la posesión, o el deudor, aunque sea
defectuosa, realizada por persona incapaz, ante tribunal incompetente, o en el plazo de gracia previsto en el ordenamiento procesal.

La aplicación de este precepto plantea diversos problemas que estudiaremos a continuación:

a) Concepto de petición judicial.— El Código Civil de VÉLEZ disponía que la prescripción se interrumpía por demanda
(art. 3986). Pero, ¿qué se entiende por demanda? Ante todo, la doctrina y la jurisprudencia entendieron que debía tratarse
de una demanda judicial; con otras palabras, un reclamo privado —trátese de requerimientos, notificaciones, protestas,
etcétera— era insuficiente.

A su vez, se aceptó que el alcance de la palabra demanda no se agotaba únicamente en la acción formalmente
entablada, sino que abarcaba también a todo acto procesal, a toda petición judicial en los términos del vigente art. 2546,
que demuestre en forma auténtica que el acreedor no ha abandonado su crédito y que tiene el propósito de hacerlo
valer. La Corte Suprema ya había resuelto que por demanda debe entenderse toda presentación judicial que traduzca la
intención de mantener vivo el derecho de que se trate (sentencia del día 7/11/1989, "García c. Provincia de Formosa",
Fallos 312:2134). Basta, pues, para interrumpir la prescripción, entre otras, el pedido de verificación de créditos hecho en
el concurso o quiebra, el pedido de quiebra, el pedido de medidas cautelares, las medidas preparatorias de la demanda,
las medidas de prueba anticipada, la preparación de la vía ejecutiva, la acción de hábeas data. En cambio, y si bien
existen criterios contrapuestos respecto de la incidencia del beneficio de litigar sin gastos sobre el reclamo principal,
entendemos que ese incidente no interrumpe el plazo de prescripción pues no existe obstáculo para promover la
demanda, que se la puede iniciar sin más; e, incluso, el objeto del beneficio es liberarse de afrontar los gastos causídicos,
objeto que difiere del reclamo principal.

¿Las gestiones administrativas interrumpen la prescripción? La jurisprudencia se caracteriza en este punto por su falta
de firmeza. En el Proyecto que luego se tradujo en el vigente Código Civil y Comercial se había dispuesto (art. 2548) que
el curso de la prescripción se interrumpía por reclamo administrativo, cuando éste era exigido por la ley como requisito
previo para deducir la acción judicial; y se aclaraba que el efecto interruptivo se tenía por no sucedido si no se
interponía demanda judicial dentro de los plazos previstos en las leyes locales o, en su defecto, por seis meses contados
desde que se tenía expedita la vía judicial. Lamentablemente esta solución fue eliminada del texto del Código vigente.

A pesar de la supresión de la norma proyectada, entendemos que es necesario distinguir entre simples gestiones y un
reclamo administrativo, y, a su vez, diferenciar si es obligatorio presentar el reclamo para agotar la vía administrativa
de manera previa o no. Una simple gestión administrativa no configura un reclamo ni denota una petición judicial; por
lo tanto no interrumpe el curso de la prescripción. En cambio, el reclamo administrativo previo, cuando es exigido por
la ley como recaudo imprescindible para iniciar la demanda, presenta efectos interruptivos; ello es así, pues si bien tal
reclamo no es propiamente una petición judicial, existe una imposibilidad jurídica de promover la demanda si no se ha
agotado la vía administrativa previa. ¿Y si el reclamo administrativo no es exigido por la ley? Resulta claro que no
puede tener efectos interruptivos del curso de la prescripción, pero entendemos que importa un requerimiento
fehaciente en los términos del art. 2541 que provoca la suspensión del curso de la prescripción por el plazo de seis
meses o el menor que corresponda.

Debe agregarse que la prescripción de las acciones derivadas de las relaciones laborales se interrumpe por la
reclamación ante la autoridad administrativa del trabajo, mientras dura el trámite, pero en ningún caso por más de seis
meses (art. 257, ley 20.744). Sin perjuicio de ello, determinó la Cámara Nacional del Trabajo, en pleno (in re "Martínez,
Alberto c. YPF SA", 6/6/2006, LL Online, 35003504), como doctrina obligatoria, que la citación para el trámite
conciliatorio ante el SECLO, no surte los efectos de la interpelación prevista en el art. 3986, párr. 2º, del Código Civil
de VÉLEZ, norma que es análoga al vigente art. 2541.

b) Eficacia de la petición judicial viciada.— La petición judicial produce efecto interruptivo del curso de la prescripción
aunque sea hecha ante tribunal incompetente y aunque sea defectuosa —es decir, que tenga defectos formales o
procesales— y aunque sea hecha por persona incapaz (art. 2546). Es lógico que así sea, porque la interrupción no se
deriva de la eficacia legal del proceso, sino de la voluntad judicialmente manifestada de hacer valer los derechos.

¿Es válida la demanda interpuesta al solo efecto de interrumpir la prescripción? Se ha resuelto —mientras regía el
Código Civil de VÉLEZ, pero perfectamente aplicable al Código vigente— que la interposición de una demanda al sólo
efecto de interrumpir la prescripción es inadmisible, pues constituye una práctica sin fundamento normativo sustancial
o ritual, en tanto el art. 3986 del derogado Código, al otorgar efectos interruptivos a la demanda aun cuando fuera
defectuosa, no se refiere a una pretensión autónoma que ciña su objeto a provocar dicha interrupción, a sabiendas de su
defectuosidad (CNTrab., sala VIII, 31/3/2010, "Rubesa c. Met Life Seguros", DJ nro. 48/2010, p. 14). No compartimos
este criterio. A nuestro juicio, la demanda interpuesta al solo efecto de interrumpir la prescripción provoca efectos
interruptivos siempre que mencione la cosa demandada con exactitud y contenga una petición en términos claros y
concretos. Además, si bien se puede ampliar la demanda con posterioridad, no se puede modificar el derecho invocado
y reclamado. Tal es la práctica en el foro judicial.

c) Eficacia de la petición judicial no notificada.— La sola petición judicial, aunque no esté notificada, interrumpe el curso
de la prescripción porque basta con aquella actuación para indicar el propósito del acreedor de no abandonar sus
derechos.

d) Contra quién debe dirigirse la petición judicial.— La petición judicial debe dirigirse contra el deudor (art. 2546); la
entablada contra un tercero, sea o no por error, no interrumpe la prescripción.

e) Extinción del efecto interruptivo de la petición judicial.— La interrupción del curso de la prescripción, causada por la
petición judicial realizada, se tendrá por no sucedida si quien la hizo desiste del proceso o se decreta la caducidad de la
instancia o si deviene firme la resolución que pone fin a la cuestión con autoridad de cosa juzgada formal (art. 2547).

Desistida la petición judicial, entonces, desaparece la interrupción. Sin embargo, este principio no es absoluto. Si es
evidente que la acción se desiste por inconvenientes procesales insalvables y con el propósito de reiniciar de inmediato
y correctamente la acción, la interrupción subsiste. Así ocurre si el actor se allana a la excepción de incompetencia de
jurisdicción para reiniciar de inmediato la demanda ante juez competente o si se allana a una excepción de defecto legal
para promover de inmediato una nueva demanda o si desiste de un juicio ejecutivo para iniciar el ordinario.

La caducidad de la instancia también extingue la interrupción, que queda como no sucedida. Y, con mayor razón
desde luego, el rechazo de la demanda por sentencia definitiva la extingue también.

f) Demanda presentada al día siguiente del vencimiento del plazo de prescripción.— Conforme los ordenamientos procesales
que rigen en las diferentes jurisdicciones del país, los escritos pueden presentarse en el plazo de gracia que ellos
establecen, que corre durante las primeras horas del primer día hábil siguiente al del vencimiento del término (en la
mayoría de los casos, el plazo de gracia se extingue al vencer las dos primeras horas hábiles). ¿Esta disposición
convalida también la interrupción de la prescripción por una demanda presentada al día siguiente del vencimiento y
dentro del plazo de gracia?

La cuestión dio lugar a una jurisprudencia vacilante. Algunos tribunales se inclinaron por afirmar que interrumpe el
curso de la prescripción la demanda presentada dentro del referido plazo de gracia; otros, en cambio, consideraron que
se producía la interrupción sólo en el caso de que el día del vencimiento del término fuera inhábil para iniciar la
demanda, pues siendo así existió imposibilidad de hecho para ejercer la acción en tiempo propio; y, finalmente, otros
resolvieron que ni aun en el supuesto de que el día del vencimiento fuera inhábil para demandar, puede admitirse el
efecto interruptivo de una demanda interpuesta después de vencido el término, pues los plazos de prescripción son
plazos de la legislación de fondo, que no deben confundirse con los plazos procesales.

El art. 2546 resolvió definitivamente la cuestión: la presentación de la petición judicial en el plazo de gracia previsto en
el ordenamiento procesal aplicable, interrumpe el curso de la prescripción. Es la buena solución por dos motivos:
primero, porque los plazos se cuentan por día completo y los tribunales no funcionan hasta las doce de la noche; y,
segundo, porque en caso de duda habrá de estarse a la supervivencia del derecho y no a su pérdida.

529. Solicitud de arbitraje

El curso de la prescripción se interrumpe por la solicitud de arbitraje (art. 2548, 1ª parte). Aunque la ley habla sólo de
arbitraje, deben considerarse comprendidos en la disposición tanto cuando intervienen árbitros propiamente dichos
(arts. 736 y ss., Cód. Proc. Civ. y Com. de la Nación), como cuando lo hacen arbitradores o amigables componedores
(arts. 766 y ss., Cód. citado).

El Código Civil de VÉLEZ hacía referencia al compromiso hecho en escritura pública, a fin de que sea procedente el
juicio de árbitros (art. 3988). El Código Civil y Comercial se ha apartado de esta directiva y no exige forma alguna para
pedir el arbitraje, por lo que bien puede formularse por instrumento privado. Si el procedimiento arbitral ha sido
previsto por la ley, el pedido de arbitraje deberá ajustarse a las pautas legales. Y si fue convenido contractualmente,
habrá que diferenciar si fue pactado en el mismo contrato (la llamada cláusula compromisoria) o en un acto posterior.
En el primer caso, será necesario impulsar el procedimiento previsto para interrumpir el curso de la prescripción; en el
segundo, el mero acuerdo lo interrumpe.

Como regla, la solicitud de arbitraje debe hacerse antes de que haya vencido el plazo de prescripción, pues si es
tardío, el deudor podrá alegarla como excepción. Pero decimos como regla, porque si el arbitraje fuere acordado por las
partes con posterioridad al vencimiento del plazo prescriptivo, tal acuerdo impide al deudor pretender invocar la
prescripción ocurrida.

530. Derecho de retención

El art. 2592 establece que la facultad de retención: ...e) mientras subsiste, interrumpe el curso de la prescripción extintiva del
crédito al que accede. Es que si el acreedor ejerce el derecho de retención es porque mantiene viva su pretensión de exigir
la satisfacción de su derecho.
2. — Efectos

531. Desde cuándo comienza a correr nuevamente la prescripción

Hemos dicho ya que interrumpida la prescripción, queda borrado el tiempo transcurrido anteriormente y la
prescripción empieza a correr de nuevo (art. 2544). Pero cabe preguntarse en qué momento comienza a computarse el
nuevo plazo.

a) Si se trata de la interrupción producida por un reconocimiento, la prescripción empieza a correr inmediatamente


después de dicho acto.

b) Si se trata de una petición judicial, el curso de la nueva prescripción empieza a correr desde el momento en que se
dictó la sentencia que acoge la pretensión. Si la demanda ha sido rechazada por incompetencia de jurisdicción o por
defectos formales o por incapacidad del actor, la nueva prescripción empieza a correr desde la sentencia que rechaza la
demanda. Es importante destacar que los supuestos señalados no deben ser confundidos con el rechazo de la demanda
por motivos de fondo, pues la interrupción en este caso debe entenderse como no ocurrida.

c) Finalmente, si se trata de una solicitud de arbitraje, rige la misma solución que en el caso anterior en cuanto sea
aplicable (art. 2548, 2ª parte). Con otras palabras, la prescripción empieza a correr nuevamente a partir del laudo
arbitral firme. ¿Qué ocurre si se decreta la nulidad del laudo arbitral? El efecto interruptivo de la solicitud arbitral no
desaparece, comenzando a correr un nuevo plazo de prescripción a partir de la notificación de la sentencia nulificadora
del laudo.

532. Quién puede interrumpir y contra quiénes

La interrupción de la prescripción no se extiende a favor ni en contra de los interesados, excepto que se trate de obligaciones
solidarias o indivisibles (art. 2549). Por lo tanto, cuando estamos ante una obligación simplemente mancomunada
divisible, la interrupción favorece o perjudica exclusivamente a las personas que se encuentran en la causal respectiva,
no propagándose hacia los demás interesados en la prescripción. Ello no obsta a que pueda favorecer o perjudicar a los
sucesores universales de las partes y que pueda ser invocada por el acreedor de cualquiera de ellas en ejercicio de la
acción subrogatoria.

Pero si se trata de una obligación solidaria o simplemente mancomunada indivisible, la interrupción afecta a todos los
interesados. La solución se justifica por las siguientes razones. Si se trata de una obligación indivisible, las características
propias de la indivisibilidad —esto es que la prestación no puede ser cumplida sino por entero (art. 813)— hacen que la
interrupción de la prescripción beneficie y afecte a los demás coacreedores y codeudores.

Si se trata de una obligación solidaria, como puede ser reclamada por cualquiera de los acreedores solidarios contra
cualquiera de los deudores solidarios (art. 833), es claro que la interrupción afecta a todos ellos.

Y, finalmente, no se propagan los efectos de la interrupción en las obligaciones concurrentes (art. 851, inc. e]). Tal
razón obedece a que los deudores deben cumplir la prestación debida por diversas causas.
C. — DISPENSA

533. Dispensa de la prescripción corrida: imposibilidad de obrar

Dispone el art. 2550, párr. 1º, que el juez puede dispensar de la prescripción ya cumplida al titular de la acción, si dificultades
de hecho o maniobras dolosas le obstaculizan temporalmente el ejercicio de la acción, y el titular hace valer sus derechos dentro de los
seis meses siguientes a la cesación de los obstáculos.

Se trata de un supuesto, en la práctica muy importante, de dispensa de la prescripción cumplida. Veamos cuáles son
los problemas que esta institución suscita.

a) Naturaleza.— Ante todo, es preciso hacer notar que no estamos en presencia de una suspensión de la prescripción:
a) porque la suspensión se opera ipso jure por una causa legal, rígida, cuya existencia el juez se limita a comprobar; en
tanto que la dispensa la concede el juez en virtud de una imposibilidad cuya gravedad aprecia soberanamente; b)
porque la imposibilidad de obrar no detiene el curso de la prescripción, que, por hipótesis, está ya cumplida, sino que
prolonga la vida de la acción más allá del término de prescripción.

b) Casos en que procede la dispensa.— Según una doctrina muy generalizada, la imposibilidad de hecho debe consistir en
un obstáculo grave, de carácter general o colectivo, tal como una inundación, una guerra, una peste, etcétera; pero la
jurisprudencia, procediendo con laudable flexibilidad, ha decidido en numerosas oportunidades que también la
imposibilidad individual es causa de dispensa. Esta interpretación encuentra un sustento fundamental en dos casos
previstos por el propio art. 2550: el de los incapaces sin representante y el de la víctima de maniobras dolosas, siempre
que tales maniobras se probaran debidamente.

Es necesario hacer notar también que el texto habla de dificultades de hecho. ¿Esto quiere decir que los obstáculos de
derecho son inhábiles para conceder la dispensa de la prescripción? Ésta sería una conclusión falsa, fundada en una
aplicación abusiva del adagio quod dicet de uno, negat de altero. Si una imposibilidad de hecho basta para permitir la
dispensa de la prescripción, con cuánta mayor razón debe autorizarlo la imposibilidad jurídica, que es un obstáculo aún
más invencible. Ejemplo de una imposibilidad de derecho es el caso de reclamar el pago de una indemnización por la
muerte de una persona, que requiere primero la acreditación del vínculo familiar, pudiendo ocurrir que resulte
necesario primero emplazarse en el estado de hijo.

Se ha declarado que autorizan la dispensa de prescripción: las revoluciones, guerras, cuarentenas, inundaciones; la
clausura de los tribunales; la internación del actor en un hospicio con diagnóstico de alienación mental.

En cuanto a las maniobras dolosas, es razonable admitir que ellas pueden ser llevadas a cabo no sólo por el deudor,
sino también por un tercero. Lo que importa, en definitiva, es que se obstaculice al acreedor el ejercicio del derecho.

La carga de la prueba de los hechos que autorizan la dispensa y de la fecha en que cesó la imposibilidad, corren por
cuenta del acreedor. Debe tenerse en cuenta que la dispensa es de interpretación restrictiva porque, en principio, debe
respetarse la inalterabilidad de la prescripción cumplida.

c) Momento en que debe hacerse valer la acción.— La demanda debe iniciarse dentro del plazo de seis meses siguientes a
la cesación de los obstáculos, sean dificultades de hecho, sean maniobras dolosas (art. 2550, párr. 1º).

Si se trata de personas incapaces sin representante, el plazo es el mismo pero se lo computa desde la cesación de la
incapacidad o la aceptación del cargo por el representante (art. 2550, párr. 2º).

La norma añade un supuesto más: las sucesiones que permanecen vacantes (es decir, sin que existan herederos) sin
tener curador designado. En tal caso, procede la dispensa si el curador que se designe hace valer los derechos dentro de
los seis meses de haber aceptado el cargo (art. 2550, párr. 3º).
§ 3. — COMIENZO DEL CÓMPUTO Y PLAZOS DE PRESCRIPCIÓN
A. — INICIACIÓN

534. Desde cuándo comienza a correr el término: regla general

La prescripción comienza a correr desde el momento en que la prestación es exigible (art. 2554). Es evidente que antes
de ese momento no puede empezar a correr el término, desde que la prescripción se funda en la inacción del acreedor y
no hay inacción si ha mediado imposibilidad de accionar judicialmente.

Por ello, si estamos ante un derecho eventual, esto es, un derecho que no tiene existencia ni siquiera como condicional (y
por lo tanto no está incorporado al patrimonio de una persona ni genera acciones conservatorias) porque su existencia
depende de un hecho vinculado a alguno de sus elementos constitutivos, hecho que todavía no ha acaecido (por
ejemplo, los derechos a una herencia futura), pero que puede llegar a existir, la prescripción sólo empezará a correr
desde que el derecho eventual adquiere existencia real y pasa a formar parte del patrimonio de su titular.

Aunque el principio es en sí mismo claro, su aplicación práctica suele dar lugar a dificultades. A ello se debe que el
Código Civil y Comercial haya incluido algunas normas referidas a ciertos casos concretos y a que los tribunales hayan
debido decidir, desde antaño, numerosas situaciones en las que la solución distaba de ser pacífica. Nos referiremos a
ellas en los párrafos que siguen.

a) Acciones personales en general.— Las acciones personales no sujetas a plazo o condición, lleven o no intereses,
comienzan a prescribir —como antes hemos dicho— desde que la prestación es exigible. Quedan así comprendidas
todas las obligaciones, estén documentadas o no, tengan su causa en un contrato o en cualquier otro hecho del que
pueda nacer la acción.

b) Derechos sujetos a condición o plazo.— El principio es que la prescripción comienza sólo después del cumplimiento
del plazo o la condición, lo que es lógico, pues hasta entonces la prestación no es exigible (arts. 343 y 350).
Naturalmente, nos estamos refiriendo al plazo suspensivo y a la condición suspensiva, únicos que posponen el nacimiento
de la acción; por el contrario, el plazo resolutorio y la condición resolutoria pactadas no obstan a la exigibilidad
inmediata de la prestación, pero la obligación se extinguirá al vencer el plazo convenido o producirse la condición
prevista (arts. citados).

El Código se ha referido en especial al supuesto del crédito sujeto a plazo indeterminado (que incluye también al
denominado pago a mejor fortuna, pues el art. 889 dispone para este supuesto la aplicación de las normas de las
obligaciones a plazo indeterminado); esto es, aquel crédito cuyo plazo para ser satisfecho necesita que el juez —a
pedido de parte— lo fije, mediante el procedimiento más breve que la ley local prevea (art. 887, inc. b]). En este caso, el
crédito es exigible desde la determinación —judicial— del plazo (art. 2559, 1ª parte). Pero, ¿desde cuándo comienza a
correr el término de la prescripción para la fijación judicial del plazo? Su cómputo se inicia desde la celebración del acto
(art. 2559, 2ª parte). Y si prescribe la acción para la fijación judicial del plazo de cumplimiento, prescribe también la
acción de cumplimiento (art. 2559, 3ª parte).

c) Rendición de cuentas.— El plazo de prescripción para reclamar la rendición de cuentas empieza a correr el día en que
el obligado debe rendirlas o, en su defecto, cuando cesa en la función respectiva (art. 2555, 1ª parte). Esta norma se
aplica a todos los representantes, sean legales, sean voluntarios, sean orgánicos. El momento en que el representante
debe rendir cuentas puede surgir (i) de la ley (como ocurre con el tutor que debe realizarlas al término de cada año, si el
juez no dispone rendiciones más abreviadas, art. 130; o como sucede en los negocios de ejecución continuada, en los que
la rendición de cuentas debe practicarse al concluir cada uno de los períodos o al final de cada año calendario, art. 861,
inc. b]), (ii) del acto jurídico (por ejemplo, en el mandato representativo, cuando las partes pactaron rendiciones
periódicas), o (iii) del estatuto social (que no puede prever plazos más amplios que los dispuestos en la ley pertinente).
Además de estas rendiciones periódicas, en todos los casos el representante deberá practicar una rendición de cuentas
final, al terminar su gestión. De más está decir que si existen períodos rendidos, ellos no deben ser contemplados en la
rendición de cuentas final.

La acción para reclamar la rendición de cuentas no debe confundirse con la que se tiene para reclamar el resultado
líquido de esa rendición de cuentas: esta última empieza a prescribir desde el día en que hubo acuerdo entre las partes
(acuerdo que podrá ser expreso o resultar de manera táctica de conformidad con las pautas fijadas en el artículo 862)
sobre el resultado o en que éste fue fijado por decisión judicial pasada en autoridad de cosa juzgada (art. 2555, 2ª parte).

d) Prestaciones periódicas.— El plazo de prescripción para reclamar la contraprestación por servicios o suministros
periódicos, comienza a correr desde que cada retribución se torna exigible (art. 2556). Por lo tanto, el prestador del
servicio o el suministrante deberá exigir el pago de la contraprestación debida cuando cada una de ellas sea exigible, sin
importar el tiempo en que ejecutó el servicio o realizó el suministro. Más allá de la letra expresa de la ley, resulta
razonable extender esta solución a todo tipo de prestación periódica, tales como el pago de alquileres o del canon
del leasing, de la cuota alimentaria, de servicios públicos domiciliarios, de rentas vitalicias o de las expensas comunes en
la propiedad horizontal.

e) Prestaciones a intermediarios. — El plazo de prescripción para reclamar la retribución por servicios de corredores,
comisionistas y otros intermediarios se cuenta, si no existe plazo convenido para el pago, desde que concluye la
actividad (art. 2557). Con otras palabras, el plazo de prescripción de la acción del intermediario para exigir el pago de
los servicios prestados comienza a correr desde la fecha en que se convino tal pago; y, si nada se hubiera estipulado, el
cómputo del plazo se inicia desde que finalizó su actividad.

f) Honorarios.— El art. 2558 dispone que cuando se trate del cobro de honorarios devengados en procedimientos
judiciales, arbitrales o de mediación, el plazo de prescripción para reclamarlos corre desde que:

(i) Vence el plazo para su pago, fijado en resolución firme que los regula.

(ii) La resolución que regula los honorarios quede firme, si ella no ha determinado un plazo para su pago.

(iii) Quede firme la resolución que pone fin al proceso, si los honorarios no han sido regulados.

(iv) Cuando el acreedor toma conocimiento de que su servicio profesional ha concluido, y ello antes de la resolución
que pone fin al proceso (p. ej. notificación de revocación de poder).

Debe destacarse que la norma no se refiere a los honorarios extrajudiciales. Entendemos que en este caso el plazo de
prescripción comienza a correr desde que venza el plazo acordado por las partes para realizar el pago, y si nada se
hubiera acordado, el plazo empezará a correr desde que el profesional termine su tarea, y si no lo hubiera terminado,
desde que se aparta o fuera apartado por el cliente (conf. BENAVENTE, María I., Código Civil y Comercial de la Nación,
Dir.: Alberto J. BUERES, t. 6, p. 92, Ed. Hammurabi, 2017).

g) Acción de saneamiento en caso de evicción.— El plazo de prescripción de la acción de saneamiento no empieza a correr
desde el día en que tuvieron lugar los actos o reclamos que turbaron el derecho adquirido, sino desde el momento que
la evicción queda consumada por laudo firme o sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, pues recién en ese
momento la garantía de evicción es exigible (arg. art. 2554).
B. — PLAZOS

535. Idea general del sistema del Código

Como principio general, la ley establece que el plazo de prescripción es de cinco años, excepto que esté previsto uno
diferente en la legislación local (art. 2560). Pero a continuación determina una serie de casos particulares en los que tales
plazos se abrevian, a veces de modo notable. Es que muchas veces se siente urgencia de dar firmeza a ciertas situaciones
o relaciones jurídicas; es bueno que si el acreedor ha de ejercer sus derechos lo haga en un término breve de modo que
el deudor sepa a qué atenerse.

También establece el Código plazos mayores que el ordinario; ellos corresponden a supuestos de prescripción
adquisitiva, pero también a casos de prescripción liberatoria. Además, debe señalarse que existen casos de
imprescriptibilidad.

536. Importancia de un sistema simplificado de plazos

El sistema del Código de VÉLEZ se resentía de una extraordinaria diversidad de plazos, que perjudicaba la claridad
del régimen legal. Se trataba de un sistema tan complicado, que sólo podía ser conocido por los especialistas. Y quizás
ninguna materia como ésta debe ser puesta al alcance de los profanos. Es que los regímenes legales —y particularmente
cuando está en juego la pérdida de un derecho— deben ser, en lo posible, simples y claros, de tal modo que las personas
sujetas a la ley no puedan ser sorprendidas por una norma que las priva de sus derechos.

En esta línea de simplificación brilla el Código alemán, que admite sólo tres plazos: uno, el ordinario, de tres años,
otro de diez años para las pretensiones de transmisión de la propiedad inmueble y de constitución, transmisión o
cancelación de derechos sobre ella, y el último de treinta años para casos excepcionales vinculados a pretensiones (i) de
restitución por derechos de propiedad y otros derechos reales, (ii) sobre derechos familiares y hereditarios, (iii) que
tengan calificación de cosa juzgada, (iv) que dimanen de una transacción ejecutiva o de un título ejecutivo, y (v) que
hayan causado ejecutoria mediante declaración recaída en un procedimiento de insolvencia (arts. 195-197).

El Código Civil y Comercial ha procurado simplificar los plazos de prescripción. Sin embargo, dos cuestiones
introducidas conspiran contra esta premisa. Por un lado, la previsión de que es admisible que las legislaciones locales
determinen otros plazos diferentes (art. 2560); por el otro, la aparición de un plazo particular de tres años para el
reclamo de la indemnización de daños derivados de la responsabilidad civil (art. 2561, párr. 2º), que genera importantes
inconvenientes como se verá más adelante.

537. El supuesto de imprescriptibilidad

El Código Civil y Comercial prevé un supuesto de imprescriptibilidad de la acción. En efecto, dispone que las acciones
civiles derivadas de delitos de lesa humanidad son imprescriptibles (art. 2561, párr. final).

Se considera crimen de lesa humanidad a la persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en
motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género, u otras razones universalmente
reconocidas como inaceptables con arreglo al derecho internacional (conf. Estatuto de Roma de la Corte Penal
Internacional, art. 7.1, inc. h]). En la Argentina, debe recordarse el dictamen del Procurador general, que la Corte
Suprema hizo suyo en el fallo del día 11/9/2007, en los autos "Derecho, René" (Fallos 330:3074), en el que se dijo que el
requisito más relevante para que un hecho pueda ser estimado como un delito de lesa humanidad es que haya sido
llevado a cabo como parte de un ataque que sea a la vez sistémico o generalizado, requiriéndose que el hecho inhumano
sea cometido según un plan o política preconcebida, dirigidos a una multiplicidad de víctimas.

Es conveniente destacar que la imprescriptibilidad prevista en el mentado art. 2561 no está referida a la cuestión penal
propiamente dicha (que debe ser tratada en el ordenamiento pertinente) sino que versa acerca de las acciones civiles
derivadas de tales delitos, entre las que se destaca la de reparación de daños.

1. — Prescripción ordinaria

538. El art. 2560

Establece esta norma que el plazo de prescripción es de cinco años, excepto que esté previsto uno diferente en la legislación local.

Éste es, pues, el plazo ordinario, que se aplica a toda acción a la que la ley no atribuya uno diferente. Y siendo éste el
principio general, las normas relativas a plazos de prescripción más abreviados son de interpretación restrictiva.

El texto legal transcripto dispone que la legislación local puede fijar un plazo diferente. Pero ¿realmente la legislación
local puede establecer un plazo de prescripción diferente? Hemos dicho más arriba (nro. 502) que la prescripción es una
materia atinente a los códigos de fondo o, con otras palabras, una cuestión delegada por las provincias al gobierno
federal, cuya regulación resulta atribución del Congreso de la Nación, por lo que está vedada a la legislación local su
tratamiento. Esta postura ha sido consagrada, desde tiempo atrás, por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN,
30/9/2003, "Filcrosa SA", ED 205:207). Obedeciendo a tal motivo, se ha cuestionado con razón, la constitucionalidad de
la norma. No nos enfrentamos ante un supuesto limitado a los tributos (previsto en el art. 2532) en los que hemos
admitido la competencia de las legislaciones locales a determinar otros plazos de prescripción, siempre que sean
menores a los de la legislación de fondo, pues —en definitiva— es el estado local el que renuncia a un derecho que tiene
(véase nro. 502). Acá estamos ante la generalidad de los plazos de prescripción que gobiernan las relaciones entre
particulares, relaciones que son objeto de regulación por parte del Código Civil y Comercial, y que no pueden ser
modificadas localmente.

539. El plazo de prescripción ordinario en la legislación comparada

La legislación comparada ofrece un panorama absolutamente dispar en lo que se refiere al plazo de la prescripción
liberatoria. Algunos códigos lo fijan en veinte años (portugués, art. 309; uruguayo, art. 1216). Diez años es el fijado por
los Códigos italiano (art. 2946), venezolano (art. 1977), de las obligaciones suizo (art. 127), mexicano (art. 1159),
paraguayo (art. 659), ecuatoriano (art. 2415), peruano (art. 2001) y brasileño (art. 205); cinco años es el que prevén los
Códigos chileno (art. 2515), español (art. 1964), francés (art. 2224) y cubano (art. 114); y tres años por el Código alemán
(art. 195).

Se advierte así, en los códigos más modernos, una tendencia a reducir los plazos demasiado largos del derecho
antiguo. El dinamismo en el tráfico jurídico que caracteriza a la sociedad contemporánea exige no prolongar demasiado
la incertidumbre que se cierne sobre los derechos no ejercidos. Ponderando tales circunstancias, el Código Civil y
Comercial ha reducido a la mitad el plazo ordinario de diez años que preveían el Código Civil de VÉLEZ (art. 4023) y el
Código de Comercio (art. 846).
540. Algunos ejemplos

Conviene señalar algunos ejemplos que quedan incluidos en el plazo de prescripción ordinario, por cuanto —en
ciertos casos— tenían plazos especiales en el Código Civil de VÉLEZ o en el Código de Comercio.

Así, cabe mencionar el plazo de prescripción para el reclamo de deudas justificadas por cuentas de venta aceptadas,
liquidadas o que se presumen liquidadas, o para promover la acción de reducción hereditaria.

Otro caso es el del reclamo de los honorarios profesionales (de abogados, procuradores, escribanos, médicos,
dentistas, masajistas, parteras, enfermeros, psicólogos, veterinarios, intermediarios, arquitectos, ingenieros,
agrimensores, contadores, martilleros, etcétera). Lo mismo acaece con los peritos, administradores, interventores,
depositarios y veedores designados en los procesos judiciales o arbitrales, y con los árbitros y los mediadores. En
cambio, para los jueces integrantes del Poder Judicial, funcionarios y empleados judiciales, toda vez que sus
retribuciones son pagadas por el Estado y no por los particulares, resulta inaplicable el art. 2560.

El punto inicial del plazo de prescripción para reclamar honorarios por servicios prestados en procedimientos
judiciales, arbitrales o de mediación, está fijado en el art. 2558, que ha sido tratado en el nro. 534, y allí nos remitimos.
Sin perjuicio de lo que la indicada norma dispone, resulta necesario que el estado del proceso permita la regulación de
los honorarios; si ello no ocurre —como cuando no se hubiera establecido el monto del juicio o, en los procesos
sucesorios, el patrimonio del causante— no puede comenzar a correr el plazo de prescripción.

En los demás casos de reclamo de honorarios, el plazo de prescripción comienza a correr desde que sea exigible la
contraprestación, lo que normalmente coincide con la finalización de la propia prestación profesional. Es lo que se prevé
subsidiariamente para la retribución de los servicios del intermediario (art. 2557).

Finalmente, hay que tener presente que si el profesional se encuentra en una relación de dependencia con su
principal, que le paga su retribución por períodos fijos (por lo general, mensualmente), en verdad percibe un salario,
por lo que el plazo de prescripción resulta ser de dos años (art. 256, ley 20.744, véase nro. 558).

2. — Plazos mayores

541. Plazos referidos a derechos reales

El art. 2565 dispone que los derechos reales principales se pueden adquirir por prescripción en los términos de los arts. 1897y ss.

En tales normas se regulan dos tipos de prescripción adquisitiva (breve y larga), que a su vez distinguen según la cosa
que se pretende usucapir.

Para adquirir por prescripción derechos reales sobre un inmueble, y si se tiene justo título y buena fe, es necesario
poseer la cosa durante diez años. En cambio, en el mismo caso -esto es, que se tenga justo título y buena fe- la
prescripción adquisitiva de derechos reales sobre una cosa mueble, hurtada o perdida, requiere de la posesión de dos
años, plazo que se cuenta desde que se tenga la posesión efectiva de la cosa o, si se trata de muebles registrables, el
cómputo de la posesión útil comienza desde la registración del justo título, que puede tener carácter oneroso o gratuito.
Ambos supuestos conforman los casos de prescripción adquisitiva breve (art. 1898).

Si, en cambio, se trata de adquirir por prescripción derechos reales, y se carece de justo título o buena fe, se torna
menester poseer la cosa durante veinte años. Este plazo es aplicable a la prescripción adquisitiva respecto de cualquier
cosa, excepto que se trate de una cosa mueble registrable, no hurtada ni perdida; en este supuesto, y siempre que el
poseedor hubiera recibido la cosa de manos del titular registral o de su cesionario sucesivo, y que —además— los
elementos identificatorios que se prevean en el respectivo régimen especial sean coincidentes, el plazo es de diez años.
Tales resultan ser los supuestos de prescripción adquisitiva larga (art. 1899).

Conviene tratar estas cuestiones en profundidad en el curso referido a los derechos reales y allí nos remitimos.

542. El resarcimiento de daños por agresiones sexuales

El reclamo del resarcimiento de daños por agresiones sexuales infligidas a personas incapaces prescribe a los diez años (art. 2561,
párr. 1º, 1ª parte).

La norma plantea un supuesto de excepción respecto del plazo de prescripción del reclamo del resarcimiento común
de daños. En efecto, la aplicación de este mayor plazo exige que se reúnan dos requisitos. El primero, que se trate de
agresiones sexuales, lo que excluye otro tipo de agresiones. Parece claro, que se ha tenido particularmente en cuenta los
supuestos de violencia de género. El segundo requisito es que la persona dañada sea incapaz. Dentro de la incapacidad
entran todas las personas que no sean plenamente capaces. Con otras palabras, quedan incluidas las personas menores
de edad, los emancipados, las personas declaradas incapaces, las personas cuya capacidad se ha restringido y los
inhabilitados.

Las diferentes incapacidades gravitan sobre el comienzo del cómputo del plazo de prescripción, pues si bien en todos
los casos el plazo comienza a correr desde que ella cesa (art. 2561, párr. 1º, 2ª parte), la incapacidad de las personas
menores de edad y de los emancipados finaliza automáticamente cuando cumplen dieciocho años (art. 25); en cambio,
en los demás casos se requiere del dictado de la sentencia judicial que disponga el cese de la incapacidad o de la
restricción o de la inhabilitación (arts. 47 y 50).

3. — Plazo de tres años

543. Acción de reparación de daños derivados de la responsabilidad civil

El reclamo de la indemnización de daños derivados de la responsabilidad civil prescribe a los tres años (art. 2561, párr. 2º).

La norma genera confusión. En efecto, una primera lectura lleva a afirmar que la reparación de cualquier daño
derivado de la responsabilidad civil prescribe a los tres años. Esta afirmación, incluso, se ve robustecida por la idea que
gobierna el Código Civil y Comercial acerca de la unificación de los regímenes de la responsabilidad civil, sea
contractual, sea extracontractual.

Sin embargo, también debe considerarse que la referida interpretación lineal de la norma rompe la simplicidad que se
ha procurado alcanzar en el régimen legal, en atención a la eventual superposición con el plazo prescriptivo ordinario
de cinco años, que puede surgir ante un supuesto de incumplimiento contractual. Así, por ejemplo, la omisión por parte
del locatario de devolver la cosa al terminar el plazo contractual (art. 1210), tendría un plazo de prescripción de cinco
años; sin embargo, el lapso de prescripción para que el locador reclame por el daño sufrido a raíz de ese
incumplimiento (v.gr., por no poder disponer de la cosa) se vería reducido a tres años. Ejemplos similares se dan en
todos los contratos que se extingan por incumplimiento de una de las partes, incumplimiento éste que cause un daño a
la otra. Una solución así resulta claramente inconveniente.

Por otra parte, más allá de la loable pretensión de unificar la responsabilidad contractual y extracontractual, lo cierto
es que existen diferencias en el régimen vigente, tales como que en materia contractual se responde por las
consecuencias que las partes previeron o pudieron haber previsto al momento de su celebración (art. 1728),
consecuencias que el autor no necesita prever al tiempo del hecho ilícito, para de todas maneras responder por el daño
causado. Tal distinción obedece a que en el plano contractual el margen de la causalidad se torna más estrecho. No está
de más recordar que la norma citada dispone que cuando existe dolo del deudor (que existe cuando el daño es
intencional o se lo produce con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos, art. 1724) la responsabilidad se fija
tomando en cuenta las consecuencias previstas o que pudieron preverse también al momento del incumplimiento.

Por último, es necesario recordar que la prescripción liberatoria debe ser interpretada con criterio restrictivo (véase
nro. 503), por lo que en la duda habrá que estar al plazo más amplio.

Todos estos argumentos nos convencen de que el plazo de prescripción de tres años, previsto en el art. 2561,
solamente es aplicable a los supuestos de daños derivados de la responsabilidad civil extracontractual. En los casos de
responsabilidad contractual, aunque la conducta del responsable configure también un hecho ilícito, la acción del
damnificado prescribirá en el plazo ordinario de cinco años.

544. Comienzo del cómputo del plazo

El Código Civil y Comercial no aclara desde cuando comienza correr el plazo de prescripción. De todos modos, es
clásica la solución de que él empieza a correr a partir del momento en que se sufrió el daño que, en general, coincide
con el del hecho ilícito. Pero hay hipótesis en que esta regla general debe ceder.

Es el caso de los llamados daños tardíos, es decir, aquellos daños que se hacen visibles tiempo después del hecho que
los ha generado. Si bien, en principio, el plazo de prescripción comienza a correr desde la fecha del hecho,
excepcionalmente se admite que lo sea a partir del momento en que se conozca el daño, y siempre y cuando la demora
en conocer el daño no obedezca a un supuesto de negligencia del damnificado. Incluso, podría admitirse que el plazo
de prescripción se inicia luego de conocido el daño si se ignoraba la causa que lo habría provocado; en tal supuesto,
recién cuando se conoce la causa empieza a correr el plazo de prescripción.

Así debe contarse el plazo, por ejemplo, cuando el daño sufrido, que aparece tardíamente, ha sido provocado por un
componente de un producto elaborado. Es claro que el lapso transcurrido entre la fecha del hecho y el conocimiento de
que el daño sufrido era atribuible a ese hecho no se torna útil para accionar. Así se ha resuelto, si bien con carácter
excepcional, para los daños que demoran en manifestarse, o directamente no se producen sino tiempo después de
ocurrido el suceso dañoso, que el hito temporal a partir del cual comienza a correr el plazo de la prescripción
liberatoria, es el momento de la producción efectiva del daño. Es decir, que cuando el perjuicio ocurre con
posterioridad, entonces empieza el curso de la prescripción a partir del instante que suceden las consecuencias dañosas
(CSJN, "Carlos Wiater c. Ministerio de Economía", 1997, Fallos 320:2289, LL 1998-A-281).

También resulta menester distinguir entre daño futuro y daño sobreviniente. En el primer caso, estamos ante un daño
cierto que puede estimarse desde el momento mismo del acto ilícito, pero que no se ha verificado a la época de dictarse
sentencia (es el supuesto del accidente que obliga al damnificado a hacerse una cirugía estética tiempo más tarde). Es
claro que desde el momento en que sufrió el accidente sabía que debía someterse a esa cirugía aunque ella se lleve a
cabo después. Por el contrario, si como consecuencia de ese accidente, tiempo más tarde comienza a sufrir cefaleas, nos
enfrentamos ante un daño sobreviniente que no pudo valorarse al momento del accidente.
545. La Ley de Defensa del Consumidor

La Ley de Defensa del Consumidor disponía que las acciones judiciales —tales como las de cumplimiento e
integración del contrato—, las administrativas y las sanciones emergentes de la Ley de Defensa del Consumidor,
prescribían en el término de tres años (art. 50, ley 24.240, ref. por ley 26.361). Esta norma era de especial importancia
pues modificaba plazos establecidos por los propios códigos, tal como ocurría en materia de vicios redhibitorios.
Además, la norma aplicaba de manera concreta el principio favor consumidor, de orden constitucional, en tanto disponía
que cuando por otras leyes, generales o especiales, se fijaren plazos de prescripción distintos del establecido por el
propio art. 50 se estaría al más favorable al consumidor o usuario.

Esta disposición fue acotada sustancialmente por la ley 26.994, que sancionó el Código Civil y Comercial, pues su
texto vigente se limita a establecer que las sanciones emergentes de la propia ley de Defensa del Consumidor prescriben
en el término de tres años. Por lo tanto, el plazo de prescripción de las acciones judiciales y administrativas resulta ser el
que corresponde a las normas generales.

4. — Plazo de dos años

546. El art. 2562

Dispone el art. 2562 que prescriben a los dos años:

a. el pedido de declaración de nulidad relativa y de revisión de actos jurídicos;

b. el reclamo de derecho común de daños derivados de accidentes y enfermedades del trabajo;

c. el reclamo de todo lo que se devenga por años o plazos periódicos más cortos, excepto que se trate del reintegro de un capital en
cuotas;

d. el reclamo de los daños derivados del contrato de transporte de personas o cosas;

e. el pedido de revocación de la donación por ingratitud o del legado por indignidad;

f. el pedido de declaración de inoponibilidad nacido del fraude.

Como se advierte, se han unificado en el plazo de dos años la prescripción de diversas acciones, que no tienen entre
ellas puntos en común necesariamente. Por ello, las analizaremos por separado.

a) Acción de nulidad relativa y de revisión de actos jurídicos

547. Cuestión preliminar

El Código Civil y Comercial establece un plazo de prescripción de dos años para el pedido de declaración de nulidad
relativa (art. 2562, inc. a]). Éste es, entonces, el plazo de prescripción que gobierna las acciones de nulidad por vicios del
consentimiento (error, dolo y violencia), por vicios del acto jurídico (simulación, fraude y lesión) y por incapacidad del
celebrante del acto jurídico (se trate de una incapacidad por la menor edad del celebrante, de una incapacidad absoluta,
de una restricción de la capacidad, e, incluso, de una inhabilitación).

Los supuestos enunciados constituyen casos de nulidad relativa, puesto que —debe recordarse— la acción nacida de
una nulidad absoluta es imprescriptible (art. 387).
El mismo plazo de prescripción se prevé para el pedido de revisión de actos jurídicos (art. 2562, inc. a]). Es el caso de
la acción por reajuste equitativo de lo acordado, afectado por el vicio de lesión (art. 332), o de la acción de adecuación
del contrato por aplicación de la teoría de la imprevisión (art. 1091), o de los supuestos de integración del contrato con
motivo de la declaración de nulidad parcial por cláusula abusiva —siempre que fuese imprescindible tal integración—
en las hipótesis de contratos por adhesión y de consumo (arts. 989 y 1122, inc. c]).

548. Nulidad por error, dolo o violencia

Hemos dicho en el número anterior que la acción de nulidad por los vicios de error, dolo o violencia prescribe a los
dos años.

Es natural que tratándose de estos vicios, la ley fije un término breve de prescripción, pues conocido el dolo o el error,
o cesada la violencia, no se justifica que la víctima no ejerza su acción de inmediato. Como en definitiva depende de su
actitud la suerte del acto (puesto que ella puede confirmar el acto si —no obstante el vicio— le conviene, o bien puede
pedir la nulidad), es mejor que la situación se defina dentro de un plazo breve para no mantener la incertidumbre sobre
la suerte del negocio.

El plazo de prescripción empieza a correr desde que el error o el dolo fueron conocidos o pudieron serlo, y desde que
cesó la violencia (art. 2563, inc. a]). La carga de la prueba recae sobre la víctima. Esto implica que cabe presumir que el
plazo de prescripción comienza a computarse desde la fecha del acto, a menos que la víctima del engaño acredite que
sólo conoció el dolo o el error, o pudo conocerlos, posteriormente. Lo mismo ocurre en el supuesto de violencia: quien
sostenga que la violencia ha perdurado por algún tiempo posterior a la celebración del acto, debe probarlo.

549. Nulidad por simulación

Hemos dicho antes (nro. 547) que la acción de nulidad por simulación del acto prescribe a los dos años. Si bien el
Código Civil y Comercial no diferencia de manera expresa entre simulación absoluta (cuando el negocio celebrado es
absolutamente ficticio) y relativa (cuando el negocio celebrado encubre otro negocio) como lo hacía el Código Civil
de VÉLEZ, se entiende implícita esta clasificación en los arts. 333 y 334 (conf. TOBÍAS, José W., en Código Civil y Comercial
comentado, dir. Jorge H. ALTERINI, t. II, La Ley, 2015, p. 743). De todas maneras, cualquiera que sea el caso, el plazo de
prescripción es el mismo.

Lo que sí distingue el Código es el momento en que comienza a correr el plazo de prescripción, y tal distinción se hace
según quién ejerza la acción. Entre las partes, el plazo de prescripción no empieza a computarse desde la celebración del
acto sino desde que, requerida una de ellas, ésta se niega a dejar sin efecto el negocio simulado (art. 2563, inc. b]). En
cambio, si la acción de simulación es ejercida por un tercero, el plazo de prescripción empieza a correr desde que
conoció o pudo conocer el vicio del acto jurídico (art. 2563, inc. c]). En este último caso, como puede advertirse, no
importa cuándo el tercero conoció o pudo conocer la existencia del acto, sino que lo que importa es cuándo conoció o
pudo conocer que el acto era simulado.

550. Nulidad por lesión

También prescribe a los dos años la acción derivada del vicio de lesión (véase nro. 547). Se ha discutido mucho en
nuestra doctrina respecto de cuándo debe empezar a correr el plazo de prescripción de este vicio del consentimiento.
Buena prueba de ello han sido las XVII Jornadas Nacionales de Derecho Civil que si bien propusieron por unanimidad
fijar el plazo de prescripción en dos años (recomendación 9ª), produjeron cinco diferentes despachos para determinar la
fecha en que debía iniciar el computo: a) a partir de la celebración del acto; b) desde que la obligación resultó exigible; c)
desde la fecha de cumplimiento de la obligación; d) desde que la obligación resultó exigible o desde que desaparezca la
situación de inferioridad, lo que acontezca primero; y, finalmente, e) desde que la situación de inferioridad haya cesado
o haya sido advertida, aplicándose como plazo máximo el de diez años de celebrado el acto. El Código ha consagrado la
segunda de las opciones: en la lesión, el plazo de prescripción empieza a correr desde la fecha en que la obligación a
cargo del lesionado deba ser cumplida (art. 2563, inc. e]).

551. Declaración de inoponibilidad por fraude

También prescribe a los dos años la acción del acreedor para solicitar la declaración de inoponibilidad de los actos
celebrados por su deudor en fraude de sus derechos (véase nro. 547).

El plazo de prescripción empieza a correr desde el día en que el acreedor conoció o pudo conocer el vicio del acto (art.
2563, inc. f]), es decir, su efecto defraudatorio. En verdad, a falta de toda otra prueba, el plazo de prescripción se inicia
desde la fecha del acto, pero el accionante tiene el derecho de acreditar que tuvo un conocimiento posterior del acto, o
pudo conocer después su efecto defraudatorio, en cuyo caso la prescripción corre desde entonces.

No necesariamente se aplica esta regla cuando se trate de la hipótesis de fraude a la ley prevista en el art. 12, párr. 2º.
Debe tenerse en cuenta que se torna posible que la sanción que aplique el ordenamiento jurídico por eludir a la norma
imperativa a través de una norma de cobertura sea la nulidad (TANZI, Silvia y FOSSACECA, Carlos Alberto [h], "Fraude a
la ley: estudio de una novedosa figura receptada en el Código Civil y Comercial", LL Online, AR/DOC/4241/2015).

552. Nulidad de actos realizados por incapaces

También prescribe a los dos años la acción de nulidad de los actos celebrados por un incapaz (véase nro. 547), se trate
de una incapacidad por la menor edad del celebrante, de una incapacidad absoluta, de una restricción de la capacidad,
e, incluso, de una inhabilitación. Desde luego, lo que importa es que la persona carezca de capacidad para el acto
concreto, sea porque necesita la asistencia del apoyo (las hipótesis de restricción de la capacidad y de inhabilitación),
sea porque necesita ser representado por el curador (en el caso de los incapaces) o por sus padres o tutor (como sucede
con los menores de edad cuando no tienen edad ni madurez suficiente para ejercer por sí los actos que el ordenamiento
jurídico les permite).

El plazo de prescripción comienza a correr desde que cesa la incapacidad (art. 2563, inc. d]), lo que ocurrirá, según el
caso, cuando cumpla dieciocho años (art. 25) o cuando el juez decrete el cese de la incapacidad, de la restricción de la
capacidad o de la inhabilitación (arts. 47 y 50).

553. Revisión de los actos jurídicos

Finalmente prescribe a los dos años la acción de revisión de los actos jurídicos. Como hemos dicho antes (véase nro.
547), estamos ante los supuestos de acción por reajuste equitativo de lo acordado, afectado por el vicio de lesión (art.
332), o de acción de adecuación del contrato por aplicación de la teoría de la imprevisión (art. 1091), o de integración del
contrato con motivo de la declaración de nulidad parcial por cláusula abusiva —siempre que fuese imprescindible tal
integración— en los casos de contratos por adhesión y de consumo (arts. 989 y 1122, inc. c]).

El plazo de prescripción comienza a correr desde que se conoció o se pudo conocer la causa de revisión (art. 2563, inc.
g]), lo que ocurrirá cuando se produjo el hecho imprevisible o se pudo advertir la abusividad de la cláusula. Dudoso es,
en cambio, cuando nos enfrentamos a un supuesto de lesión. Resulta cierto que la norma antes referida afirma que el
plazo de prescripción se inicia desde que se conoció o se pudo conocer la causa de revisión, lo que conduce a exigir que
el supuesto de inferioridad —elemento imprescindible de la lesión— existiera al tiempo de la celebración del acto
jurídico. Tal interpretación importaría aseverar que el plazo referido comenzaría a correr desde ese momento. Pero
entendemos que esta es una solución disvaliosa, que desconoce lo que la propia norma regla de manera particular para
la lesión, estableciendo que el plazo de prescripción comenzará a correr desde la fecha en que el lesionado debía
cumplir su obligación (art. 2563, inc. e]). Existiendo una norma especial, debe aplicarse ésta, máxime si se considera que
el hecho lesivo es el mismo, sea que se promueva la nulidad del acto o su revisión.

b) Acción por daños derivados de accidentes y enfermedades de trabajo

554. La disposición

Si se tratare de acciones provenientes de responsabilidad por daños derivados de accidentes o enfermedades de


trabajo, el plazo de prescripción también es de dos años (art. 2562, inc. b]). El plazo se cuenta a partir del accidente o
desde la determinación de la incapacidad. Similar plazo de prescripción resulta contemplado por la ley de Contrato de
Trabajo (art. 258, ley 20.744).

c) Acción por deudas que se devengan por años o períodos más cortos

555. Cuestiones comprendidas. Excepción

Prescribe a los dos años el reclamo de todo lo que se devenga por años o plazo periódicos más cortos, excepto que se trate del
reintegro de un capital en cuotas (art. 2562, inc. c]). Quedan comprendidos en la norma, entre otros supuestos, las deudas
alimentarias, y el pago de intereses, de las expensas comunes en el derecho real de propiedad horizontal y de los
arrendamientos o alquileres inmobiliarios, urbanos o rurales.

La ley ha juzgado, muy razonablemente, que cuando se trata de obligaciones de vencimiento periódico, es mayor la
negligencia del que abandona el ejercicio de su derecho; no se trata ya de una sola obligación vencida, sino de una serie
de obligaciones con vencimiento sucesivo. La inercia del acreedor se torna en este caso más significativa. Y por ello, no
se aplica el plazo ordinario de cinco años, sino que se lo reduce a dos años.

En cambio, el reintegro de un capital en cuotas prescribe a los cinco años, conforme el plazo ordinario del art. 2560.
Entre el capital que se paga en cuotas y los intereses de ese capital hay una diferencia esencial: los intereses tienden a
renovarse en cada período previsto, en tanto que el capital se agota con los pagos parciales convenidos. Por otra parte,
no se ve por qué la forma de pago ha de influir tan sustancialmente en el plazo de prescripción, pues en uno u otro caso,
lo que está en juego es la devolución del capital.
556. Deudas alimentarias

El alimentado que no ejerce durante dos años el derecho a cobrar la cuota alimentaria fijada por sentencia o convenio,
se hace pasible del decaimiento de su acción para cobrar las cuotas vencidas (pero no de las futuras porque desde que
aún no son exigibles, no puede empezar a correr el plazo de prescripción). Quizás la reducción del plazo ordinario de
cinco años a dos años se justifica en este caso más que en ningún otro. Porque es evidente que cuando la persona
alimentada deja transcurrir tanto tiempo sin accionar por el cobro de su pensión, es porque no la necesita. Por ello,
durante la vigencia del Código Civil de VÉLEZ (que fijaba un plazo de prescripción de cinco años), los tribunales
avanzaron más allá de ese plazo prescriptivo y resolvieron —con un criterio por demás opinable— que la inactividad
procesal prolongada del alimentado que no urge los trámites del juicio o no reclama los alimentos ya fijados, provoca la
caducidad de las cuotas vencidas.

557. Alquileres

También prescribe a los dos años el reclamo por el pago de los alquileres o arrendamientos, sea la finca rural o
urbana.

Dentro de esta prescripción caen no sólo los arrendamientos o alquileres propiamente dichos, sino también aquellas
prestaciones que el locatario asume y que se pagan también periódicamente, como ocurriría si toma a su cargo el pago
de los impuestos a la finca o el pago de las expensas comunes de un departamento. En cambio, no están comprendidos
otros pagos no periódicos que eventualmente esté obligado a hacer el arrendatario, como podrían ser las sumas debidas
por deterioros causados en la finca, que prescriben —según nuestro criterio— a los cinco años (véase nro. 543 y,
especialmente, la interpretación restrictiva que allí hacemos del art. 2561, párr. 2º).

El plazo de dos años comienza a correr desde que el alquiler o arrendamiento es exigible (art. 2554).

558. Otras prestaciones periódicas

Los principales supuestos son los siguientes:

a) Los intereses correspondientes a un capital prescriben a los dos años, sean compensatorios o moratorios, estén o no
garantizados por hipoteca, correspondan ellos a un mutuo o un saldo de precio.

b) Prescriben igualmente en el plazo de dos años las multas periódicas.

c) Los impuestos y tasas sanitarias prescriben en el plazo de dos años, pero es necesario tener presente lo dicho más
arriba (nro. 502) respecto de la parte final del art. 2532. Por otra parte, cuando se persigue la repetición de sumas
pagadas a una provincia o a un municipio por impuestos que se tachan de inconstitucionales, es de aplicación el plazo
quinquenal de prescripción establecido por el art. 2560.

d) Las rentas vitalicias prescriben a los dos años de cada vencimiento.

e) Las prestaciones de los contratos de servicios o suministros periódicos que se rigen por lo que dispone el art. 2556,
prescriben a los dos años de que cada retribución se torna exigible.

f) Los reclamos por el pago de los servicios de hotelería prescriben a los dos años.
g) Los reclamos por el pago de los servicios educativos prescriben a los dos años. Quedan comprendidos en este
punto la retribución propiamente dicha de la enseñanza, pero también los costos de alimentación y alojamiento (si
hubieran sido convenidos) y los gastos por útiles de colegio.

h) Los sueldos y salarios. Cabe señalar en este caso que el mismo plazo está fijado expresamente en el art. 256 de la ley
20.744. Esta norma dispone que prescriben a los dos años las acciones relativas a créditos provenientes de las relaciones
individuales de trabajo y, en general, de disposiciones de convenios colectivos, laudos con eficacia de convenios colectivos y
disposiciones legales o reglamentarias del derecho del trabajo. Comprende, pues, las acciones por cobro de sueldos y salarios,
despido, preaviso, etcétera. Desde luego, la norma tiene carácter de orden público y, por lo tanto, el plazo no puede ser
modificado por acuerdo de las partes.

Debe tenerse en cuenta que las jubilaciones y pensiones, a pesar de ser prestaciones periódicas, no prescriben. Es que las
prestaciones jubilatorias son —como regla— imprescriptibles (art. 14, inc. 5º, ley 24.241).

559. Otros supuestos de prescripción bienal

La Ley de Navegación 20.094 dispone que prescriben a los dos años las acciones (i) emergentes de un abordaje entre
naves, contado desde la fecha del hecho (art. 370), (ii) derivadas de la asistencia o salvamento (art. 385), y (iii) derivadas
del hallazgo de efectos náufragos (art. 402).

d) Acción por daños derivados del contrato de transporte

560. La disposición

Las acciones en las que se reclaman los daños derivados del contrato de transporte de personas o cosas prescriben a
los dos años (art. 2562, inc. d]). La norma abarca a cualquier tipo de transporte terrestre que se realice dentro de las
fronteras de nuestro país. Si se tratara de un transporte internacional, el plazo de prescripción será el que fije la ley que
se aplica al fondo del litigio (art. 2671).

En cambio, si fuera un transporte multimodal, deberá aplicarse la ley especial (art. 1281). En el caso de transporte
naval de carga, el plazo de prescripción es de un año (art. 293, ley 20.094). La acción de indemnización por daños
causados a los pasajeros, equipajes o mercancías transportadas en el transporte aéreo prescribe también al año (art. 228,
Código Aeronáutico).

El plazo de prescripción comenzará a correr desde que la prestación es exigible (art. 2554); es decir, a partir (i) de la
fecha de la entrega de la cosa transportada, en los casos de pérdida parcial o avería o retardo; (ii) de la fecha en que
debió haberse verificado la entrega de la cosa, en los supuestos de pérdida total; y (iii) del día en que concluyó o debió
concluir el viaje, en los casos de transporte de personas.

El art. 293 de la Ley de Navegación indica como término inicial la terminación de la descarga o de la fecha en que
debieron ser descargadas cuando no hayan llegado a destino. Si las cosas no son embarcadas, el lapso de un año se
contará desde la fecha en que el buque zarpó o debió zarpar.

Por su parte el art. 228 del Código Aeronáutico determina los puntos de inicio del cómputo de la prescripción
liberatoria de un año. El más importante, la acción de indemnización por daños causados a los pasajeros, equipajes o
mercancías transportadas (inc. a]) empieza desde la llegada al punto de destino o desde el día en que la aeronave
debiese haber llegado o desde la detención del transporte o desde que la persona sea declarada ausente con presunción
de fallecimiento.

e) Acción de revocación de la donación por ingratitud o del legado por indignidad

561. La acción de revocación

La acción de revocación de un legado por indignidad o de una donación por causa de ingratitud del beneficiario,
prescribe en el plazo dos años (art. 2562, inc. e]).

Se explica el término breve de prescripción (aunque más amplio que el que preveía el Código Civil de VÉLEZ que era
de un año), pues una inacción prolongada de quien tiene derecho a reclamar la revocación indica la voluntad de
perdonar.

El término de la prescripción empieza a correr desde el día en que el acto que revela la ingratitud del donatario se
hizo o que llegó a conocimiento del donante, y desde el momento en que el legatario realizó el acto que encuadra como
causal de indignidad (art. 2281) o que los herederos del testador conocieron ese acto. Resulta convincente entender que
el accionante que pretende que el hecho llegó a su conocimiento tiempo después de haber acaecido, debe probarlo; a
falta de esta prueba, el plazo empieza a correr desde el suceso.

Es necesario destacar que en el caso de la acción de revocación de una donación por causa de ingratitud del donatario,
se superponen un plazo de prescripción con otro de caducidad, imposibles de compatibilizar. En efecto, el párrafo final
del art. 1573 establece que la acción (de revocación de la donación) se extingue si el donante, con conocimiento de causa... no
la promueve dentro del plazo de caducidad de un año de haber sabido del hecho tipificador de la ingratitud. Adviértase que este
plazo de caducidad y el de prescripción del art. 2562 comparten similar punto de inicio dado que comienzan a correr el
mismo día. Por ello, una de las dos normas es inaplicable y, entendemos, con fundamento en el principio de que, en
caso de duda, habrá que inclinarse por la mayor vigencia del derecho, que la norma inaplicable resulta ser el art. 1573.
Similar orden de ideas nos conduce a sostener de lege ferenda la eliminación de alguno de los dos lapsos en una futura
reforma del Código Civil y Comercial. El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 decidió
suprimir el inciso e) del art. 2562.

5. — Plazo de un año

562. Supuestos

Establece el art. 2564 que prescriben al año: a) el reclamo por vicios redhibitorios; b) las acciones posesorias; c) el reclamo contra
el constructor por responsabilidad por ruina total o parcial, sea por vicio de construcción, del suelo o de mala calidad de los
materiales, siempre que se trate de obras destinadas a larga duración. El plazo se cuenta desde que se produjo la ruina; d) los
reclamos procedentes de cualquier documento endosable o al portador, cuyo plazo comienza a correr desde el día del vencimiento de
la obligación; e) los reclamos a los otros obligados por repetición de lo pagado en concepto de alimentos; f) la acción autónoma de
revisión de la cosa juzgada.
563. El reclamo por vicios redhibitorios

Ante todo conviene recordar qué son los vicios redhibitorios. El Código Civil y Comercial considera tales a los defectos
que hacen a la cosa impropia para su destino por razones estructurales o funcionales, o disminuyen su utilidad a tal extremo que, de
haberlos conocido, el adquirente no la habría adquirido, o su contraprestación hubiese sido significativamente menor (art. 1051, inc.
b]).

El reclamo por vicios redhibitorios prescribe al año (art. 2564, inc. a]). En verdad, existen dos reclamos posibles: (i) el
derecho a declarar la resolución del contrato celebrado a título oneroso, por la existencia de un vicio redhibitorio; y (ii)
el derecho a reclamar la reparación del daño cuando el defecto sea subsanable (arts. 1056 y 1057). En ambos casos, el
plazo de prescripción es anual y empieza a correr desde que el defecto fue descubierto o se ha hecho aparente.

Pensamos, sin embargo, que si el contratante ha ocultado dolosamente el vicio, la acción por nulidad y daños (o
solamente por daños, si el dolo fuera incidental) prescribe recién a los dos años (arg. art. 2562, inc. a]). Sin perjuicio de
ello, el acreedor podrá recurrir al instituto de la dispensa (art. 2550).

Finalmente, no hay que olvidar que los vicios redhibitorios están afectados por un plazo de caducidad. En efecto, la
responsabilidad por defectos ocultos caduca (i) si la cosa es inmueble, cuando transcurren tres años desde que fue
recibida; y (ii) si la cosa es mueble, cuando transcurren seis meses desde que la cosa fue recibida o puesta en
funcionamiento (art. 1055). Por lo tanto, transcurridos estos plazos, ya nada se puede reclamar por vicios redhibitorios.

564. Acciones posesorias

Prescriben al año las acciones posesorias (art. 2564, inc. b]).

Las acciones posesorias tienen por finalidad mantener o recuperar el objeto sobre el que se tiene una relación de poder
(esto es, posesión o tenencia), según haya habido una turbación o un desapoderamiento. Hay turbación cuando de los
actos no resulta una exclusión absoluta del poseedor o del tenedor; hay desapoderamiento cuando los actos ocasionan
el efecto de excluir absolutamente al poseedor o al tenedor. Estas acciones se otorgan ante actos materiales, producidos
o de inminente producción, ejecutados con la intención de tomar la posesión, contra la voluntad del poseedor o tenedor
(art. 2238, párrs. 1º y 2º).

Las acciones que la norma prevé son, entonces, dos: la de mantenimiento de la tenencia o posesión que se ha visto
turbada, y la de despojo que procura recuperar la tenencia o posesión de la cosa (arts. 2242 y 2241, respectivamente). En
ambos supuestos la prescripción resulta anual.

El plazo de la prescripción empieza a correr desde el momento que ocurre la turbación o despojo. Aunque este es el
principio, el despojado puede probar que tuvo conocimiento de él en un momento posterior, por ejemplo por haber
dado en arrendamiento un inmueble, en cuyo caso el plazo empezará a correr desde entonces.

565. El reclamo contra el constructor

El reclamo contra el constructor por responsabilidad por ruina total o parcial, sea por vicio de construcción, del suelo
o de mala calidad de los materiales, siempre que se trate de obras destinadas a larga duración, prescribe al año (art.
2564, inc. c]).

La disposición no se aplica a todo contrato de obra sino sólo a aquellas obras destinadas por su naturaleza a larga
duración. Es que el constructor debe garantizar la inexistencia de daños que comprometan la solidez de la obra o la
hagan impropia para su destino (art. 1273). Esta norma añade que el constructor se libera si prueba la incidencia de una
causa ajena, pero, con criterio restrictivo, añade que no debe entenderse como causa ajena el vicio del suelo —aunque el
terreno pertenezca al comitente o a un tercero— ni el vicio de los materiales —aunque no hubieran sido provistos por el
contratista—.

El plazo de prescripción se cuenta desde que se produjo la ruina (art. 2564, inc. c], in fine). Pero debe recordarse que
también existe un plazo de caducidad: el daño debe ocurrir dentro de los diez años de aceptada la obra (art. 1275); por
lo tanto, transcurrido este último plazo, ya nada se puede reclamar por la ruina total o parcial de la obra.

Finalmente, entendemos que más allá de que la norma solo hace referencia a la responsabilidad del constructor, ella se
extiende a otros sujetos, de manera concurrente. Ellos son: (i) toda persona que vende una obra que ella ha construido o
ha hecho construir si hace de esa actividad su profesión habitual; (ii) toda persona que, aunque actuando en calidad de
mandatario del dueño de la obra, cumple una misión semejante a la de un contratista; y, (iii) según la causa del daño, el
subcontratista, el proyectista, el director de la obra y cualquier otro profesional ligado al comitente por un contrato de
obra de construcción referido a la obra dañada o a cualquiera de sus partes (art. 1274). Siguiendo esta línea de
pensamiento, el Anteproyecto de Reforma de Código Civil y Comercial de 2018 suprimió del texto del art. 2564, inc. c,
la expresión "contra el constructor", de modo tal que queda claro que el plazo de prescripción alcanza a todas las
personas mencionadas en el art. 1274.

566. Reclamos por documentos endosables o al portador

El Código Civil y Comercial dispone que los reclamos procedentes de cualquier documento endosable o al portador
prescriben al año (art. 2564, inc. d]). La norma añade que el plazo de prescripción empieza a correr desde el día del
vencimiento de la obligación.

Esta disposición rige a los títulos de crédito que carezcan de una regulación especial. Por ello, debe destacarse que los
títulos más importantes gozan de propias normas. Así, la acción cambiaria del portador contra los endosantes y contra
el librador de un pagaré o letra de cambio prescribe al año, a partir de la fecha del protesto formalizado en tiempo útil o
desde el día de vencimiento si el título contuviere la cláusula sin protesto (art. 96, dec. ley 5965/1963). En el mismo
plazo prescribe la acción cambiaria del portador contra el librador, endosante y avalista de un cheque. El plazo
comienza a correr desde la expiración de la fecha de presentación y, en el cheque de pago diferido, a partir de la fecha
del rechazo del girado. Idéntico plazo de prescripción existe para las acciones judiciales de los diversos obligados al
pago de un cheque entre sí (art. 61, ley 24.452).

567. Reclamos por repetición de lo pagado por alimentos

Prescribe al año los reclamos a los otros obligados por repetición de lo pagado en concepto de alimentos (art. 2564, inc. e]).

Cabe recordar que los parientes se deben alimentos, quedando obligados —en primer lugar— los ascendientes y los
descendientes, y en segundo lugar los hermanos bilaterales o unilaterales. Incluso, cuando se trata de ascendientes y
descendientes, resultan a cargo de la prestación preferentemente los de grado más próximo (art. 537). Entre los
parientes por afinidad se deben alimentos únicamente los que están vinculados en línea recta en primer grado (art. 538).
Por último, el deber alimentario puede tener origen contractual. En efecto, también se encuentra obligado a dar
alimentos el donatario; sin embargo, esta obligación se torna subsidiaria de los obligados por las relaciones de familia
(arts. 1559 y 1572).
Teniendo en cuenta el orden que acabamos de detallar, los obligados posteriores que han pagado los alimentos tienen
derecho a repetir lo pagado de quienes estaban obligados preferentemente. Y si estuvieran en el mismo grado de
obligación, resulta posible repetir la parte proporcional del pago hecho. El plazo de prescripción corre desde el
momento del pago efectuado.

568. Acción autónoma de revisión de la cosa juzgada

La acción autónoma de revisión de la cosa juzgada prescribe al año (art. 2564, inc. f]). Esta acción puede promoverse
por diferentes causas, tales como la existencia de vicios de la voluntad, de cosa juzgada írrita o de circunstancias
sobrevinientes que habilitan la revisión. Se torna posible invocarla para la revisión de un laudo arbitral, desde que este
último puede ser revisado ante la justicia competente cuando se invoquen causales de nulidad total o parcial (art. 1656,
párr. 3º).

Lo que se ha omitido regular es el momento a partir del cual comienza a correr el plazo de prescripción. Dos resultan
ser las posibilidades que se han pensado: (i) desde la fecha en que la sentencia o el laudo pasó en autoridad de cosa
juzgada; y (ii) desde que el titular de la acción conoció o pudo conocer la causa írrita de la cosa juzgada (arg. art. 2563,
inc. g]) (conf. SANTARELLI, Fulvio G., en Código Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. ALTERINI, t. XI, La Ley, 2015, p.
873)

II. CADUCIDAD

569. Concepto. Diferencia con la prescripción

La caducidad como concepto distinto de la prescripción es una idea moderna, desconocida en el derecho romano. Es
una noción que ha ido ganando precisión con el tiempo aunque todavía no resulta sencillo dar una noción clara de ella.
Como en la prescripción liberatoria, hay aquí también la pérdida de un derecho como consecuencia de la inacción del
titular durante el término fijado por la ley. ¿En qué consiste la diferencia? Algunos autores, como por ejemplo BAUDRY
LACANTINÉRIE y TISSIER, han negado que la haya; pero la doctrina moderna es casi unánime en admitir que se trata de
instituciones distintas.

Aunque sutil y en muchos casos difusa, la diferencia existe:

a) La prescripción extingue la acción, pero la obligación permanece como natural —según nuestro criterio— o, cuanto
menos, como un deber moral o de conciencia; la caducidad, en cambio, afecta el derecho mismo, lo extingue (art. 2566).
Esta caducidad del derecho puede referirse, según el caso, tanto a la imposibilidad de ejercer determinada acción
judicial, como a la imposibilidad de ejecutar determinada facultad extrajudicial.

b) La prescripción resulta siempre y exclusivamente del transcurso del tiempo; la caducidad, aunque generalmente se
opera también por el transcurso del tiempo, suele resultar de actos positivos del titular del derecho. Así, por ejemplo, la
acción por nulidad del matrimonio en caso de error, dolo o violencia, caduca si no hubiese cesado la cohabitación
dentro de los treinta días de conocido el error o cesado la violencia (art. 425, inc. c]); es decir, la caducidad requiere no
sólo el transcurso del tiempo, sino también un acto positivo del cónyuge (continuar cohabitando). El derecho a
arrepentirse de un contrato en el cual se ha dado seña penitencial, caduca cuando una de las partes realiza actos que
significan principio de ejecución. En este supuesto, no juega el transcurso del tiempo, sino solamente la conducta del
interesado.
c) El término de prescripción resulta siempre de la ley, en tanto que el de caducidad puede ser fijado también por
contrato o por disposición de última voluntad. Además, los plazos de prescripción son generalmente más amplios que
los de caducidad.

d) La prescripción puede ser renunciada y debe ser alegada por la parte interesada; en cambio, la caducidad
establecida en materia sustraída a la disponibilidad de las partes resulta irrenunciable (art. 2571) y debe —además— ser
aplicada de oficio cuando esté establecida por la ley (art. 2572), como cuando en el problema se ve involucrado un
interés de orden público. Cabe aclarar que si estamos ante una materia no sustraída a la disponibilidad de las partes,
éstas pueden modificar los plazos de caducidad e, incluso, pueden renunciar a ella; sin embargo, esta renuncia a la
caducidad de derechos disponibles no impide la aplicación de las normas relativas a la prescripción (art. 2571, in fine).
Por último, conviene insistir en que la declaración de oficio de la caducidad solo se dictará si se trata de materia
sustraída a la disponibilidad de las partes y tenga origen legal (art. 2572); si fuera materia disponible o tenga origen
convencional, debe ser alegada por las partes.

e) A diferencia de lo que ocurre con la prescripción, la caducidad no se suspende ni se interrumpe. Solamente se


suspende o se interrumpe si existe una disposición legal que así lo establezca (art. 2567). Ejemplo de suspensión se
encuentra en el art. 16 de la ley 24.240, por el cual, cuando la cosa adquirida por el consumidor deba ser reparada, no
correrá el plazo de caducidad mientras la cosa no esté en su poder. ¿Se puede dispensar el plazo de caducidad? Aunque
se trata de una cuestión dudosa, debe destacarse que el art. 2567 solamente dispone que, como regla, la caducidad no se
interrumpe ni se suspende. El silencio que se guarda respecto de la dispensa, permite inferir la posibilidad de invocarla.
Por ello, entendemos que, como la imposibilidad de obrar constituye un aspecto siempre a considerar, el acreedor
podría recurrir de manera analógica a la dispensa del art. 2550 en materia de caducidad, si acredita la circunstancia
apuntada.

f) La caducidad tiene por objeto consolidar ciertos derechos o situaciones legales que la ley mira con simpatía y que
está interesada en amparar; de ahí que los plazos de caducidad —como se dijo antes— sean generalmente breves. En
cambio, al fijar un plazo para la prescripción liberatoria el legislador guarda una situación neutral; no se propone
proteger al deudor en perjuicio del acreedor, sino simplemente poner en orden sus relaciones jurídicas.

g) El pago espontáneo de una obligación prescripta habilita al acreedor a retener lo percibido mientras que el deudor
no puede repetir lo pagado (art. 2538). El pago de una obligación caduca, por haberse extinguido el derecho, habilita la
repetición.

h) En cambio, entendemos que la caducidad, al igual que la prescripción, puede ser alegada como acción o como
excepción.

i) Asimismo, pueden convivir plazos de caducidad con los de prescripción. Así, en materia de vicios redhibitorios, a la
par de que existen plazos de caducidad de la garantía por defectos ocultos (tres años desde que se recibió el bien
inmueble; seis meses desde que se recibió la cosa mueble o se la hizo funcionar), existe el plazo de prescripción de un
año para el reclamo del vicio (arts. 1055 y 2564, inc. a], respectivamente).

570. Nulidad de la cláusula de caducidad

Es nula la cláusula que establece un plazo de caducidad que hace excesivamente difícil a una de las partes el cumplimiento del acto
requerido para el mantenimiento del derecho o que implica un fraude a las disposiciones legales relativas a la prescripción (art.
2568).

La idea del Código es clara: recordando que los plazos de caducidad provienen no sólo de la ley sino también de la
voluntad de las partes, resulta imprescindible en este último caso, y sin que tenga relevancia alguna que se trate de un
contrato paritario, por adhesión a cláusulas predispuestas o de consumo, (i) evitar situaciones concretas de abuso del
derecho, como sería la de fijar convencionalmente un plazo de cumplimiento excesivamente exiguo que —de hecho—
no permitiera realizar la prestación debida, y (ii) impedir que por vía contractual se eludan los plazos de prescripción,
cometiéndose un verdadero fraude del derecho.

La invalidez sólo alcanza a la cláusula abusiva, quedando incólume el resto del contrato. Es un supuesto de nulidad
parcial (conf. MÁRQUEZ, José Fernando y CALDERÓN, Maximiliano Rafael, "Prescripción y caducidad en el Código Civil
y Comercial", LL 2015-C-743).

571. Actos que impiden la caducidad

El cumplimiento del acto previsto por la ley o por el acto jurídico, impide la caducidad (art. 2569, inc. a]). La solución
es clara: no puede haber caducidad del derecho desde que se cumple el acto previsto. Un ejemplo radica en la venta de
cosas que se entregan en fardos o bajo cubierta; en este caso, el vendedor puede exigir que el comprador haga en el acto
de entrega el reconocimiento íntegro de la cantidad y de la adecuación de las cosas entregadas respecto de lo pactado en
el contrato, y si no lo hace, no caben reclamos después de recibida (art. 1155).

Además, también impide la caducidad, el reconocimiento del derecho realizado por la persona contra la cual se
pretende hacer valer la caducidad prevista en un acto jurídico o en una norma relativa a derechos disponibles (art. 2569,
inc. b]). Es lógico que el reconocimiento impida la caducidad; sin embargo, es necesario destacar que la norma se aplica
a los supuestos de derechos disponibles. Si, en cambio, se trata de un derecho indisponible, el reconocimiento carece de
valor, y, por tanto, queda sujeto a la caducidad que pudiera acaecer.

572. Algunos ejemplos

Los casos de caducidad están dispersos a lo largo del Código. Hemos de limitarnos a consignar sólo algunos de ellos:

a) Para que sea aplicable la responsabilidad por ruina en el contrato de obra, el daño debe producirse dentro del plazo
de caducidad de diez años de aceptada la obra (art. 1275).

b) La responsabilidad por defectos ocultos caduca cuando transcurren tres años desde que se recibió la cosa inmueble
(art. 1055, inc. a]).

c) La rendición de cuentas puede ser observada por errores de cálculo o de registración dentro del plazo de caducidad
de un año de recibida (art. 862, in fine).

d) La responsabilidad por defectos ocultos caduca cuando transcurren seis meses desde que se recibió la cosa mueble
o desde que se la puso en funcionamiento (art. 1055, inc. b]).

e) Si las partes no acuerdan sobre la designación de un perito arbitrador, cualquiera de ellas puede demandar
judicialmente su designación dentro del plazo de caducidad de treinta días de entrega de la cosa (art. 1157, párr. 3º).

f) Cuando se entrega una cosa mueble bajo cubierta y sin inspeccionar al tiempo de la tradición, el acreedor tiene un
plazo de caducidad de tres días desde la recepción para reclamar por defectos de cantidad, calidad o vicios aparentes
(art. 748).

g) Como regla, la acción de nulidad matrimonial no puede ser intentada después de la muerte de uno de los cónyuges
(art. 714).

Por último, debe advertirse que resulta posible encontrar supuestos de caducidad en leyes especiales: verbigracia,
el art. 124 de la ley 24.522 disciplina la caducidad de la acción revocatoria concursal.
CAPÍTULO VII - RESPONSABILIDAD CIVIL

I. Cuestiones generales

573. Antecedentes

A pesar de que el Código Civil de Vélez diferenciaba los regímenes de la responsabilidad civil, según su fuente fuese
contractual o extracontractual, existe desde mediados del siglo veinte una firme tendencia a su unificación. Un hito
ineludible en este camino fue el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil, reunido en la ciudad de Córdoba en el año
1961, que tuvo marcada influencia en la reforma que la ley 17.711 imprimió al Código velezano.

En ese Congreso, en lo que acá interesa, se recomendó que "la reparación ha de sancionarse según fórmula integral y
modificada, aplicable tanto a la responsabilidad contractual cualquiera sea la naturaleza de la prestación, como a la
extracontractual, sea que los hechos configuren o no delitos del derecho criminal".

Esta recomendación se fundó en diversas razones, tales como: (i) que no hay diferencia entre la responsabilidad civil
contractual y la extracontractual, en tanto la dualidad derivada de la violación de uno y otro tipo de normas sólo puede
resultar del distinto grado en que ésta se encuentra, pero no de la naturaleza misma de la ilicitud, que resulta idéntica;
(ii) que la unidad conceptual de la responsabilidad civil impide justificar las diferencias técnicas que existen entre uno y
otro tipo de responsabilidad; y (iii) que hay responsabilidad cuando se viola un deber jurídico que origina obligación de
resarcir, y ese deber jurídico puede estar consignado tanto en una norma legal, como en una contractual, que es —en
forma mediata— una norma legal.

La tendencia a la unificación también se advierte en los sucesivos proyectos de reforma del Código Civil que se
presentaron en los años 1987, 1993 (tanto el del Poder Ejecutivo como el llamado Proyecto Federal) y 1998, y se consagra
en el Código Civil y Comercial. Sin perjuicio de que, insistimos, existe una clara idea unificadora, veremos a lo largo de
este capítulo que tal unificación no es plena y que existen campos en los que necesariamente deben aplicarse criterios
diferenciadores.

Tal es el camino recorrido en nuestro país que ha desembocado en el moderno derecho de daños.

574. Las funciones de la responsabilidad

La función principal de la responsabilidad civil es la de reparar o resarcir el daño sufrido, y a ello hemos de dedicar la
mayor parte de nuestro estudio.

Lo que importa destacar en este momento es que el Código Civil y Comercial introduce una novedad relevante, que
ya había sido recomendada por las XXIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil, celebradas en Tucumán en el año 2011:
más allá de su función reparadora o resarcitoria, la responsabilidad civil tiene una función preventiva (art. 1708); esto
es, que debe procurar evitar la causación del daño y/o su agravamiento.

No está de más señalar que, a la par de esta función preventiva, se ha ido desarrollando el denominado principio de
precaución, el cual —debe resaltarse— no está contenido en aquella función preventiva, más allá de los puntos de
contacto que pueden existir. Es que mientras la prevención tiende a evitar un daño futuro, pero cierto y mensurable, por
lo que opera sobre la certidumbre, la precaución carece de certidumbre, por lo que procura evitar la creación de un
riesgo cuyos efectos son desconocidos. Es oportuno señalar que el principio de precaución ha sido receptado de manera
expresa en el artículo 4 de la Ley de Derecho Ambiental.
Finalmente, cabe recordar que antes de la sanción del Código Civil y Comercial existía una corriente jurisprudencial
—de ninguna manera pacífica— que asignaba a la responsabilidad civil otra función más: la de punir o sancionar al
autor del daño. Cierto es que existen en la legislación vigente ciertas normas que parecen apuntar a esa función
punitiva, como la referencia que se hace en el art. 1714 del Código vigente a las condenaciones pecuniarias civiles, o el
daño punitivo previsto en la Ley de Defensa del Consumidor (art. 52 bis, ley 24.240). Pero parece claro que tal función
sancionatoria ha sido descartada como regla general, no sólo porque no está prevista en el art. 1708 que venimos
comentando, y que fija cuáles son las funciones de la responsabilidad civil, sino porque han desaparecido las sanciones
pecuniarias disuasivas que se preveían en el Anteproyecto que dio origen al Código vigente.

575. La prelación normativa

En una disposición idéntica a la establecida por el art. 963 en materia de contratos, pero en este caso limitada a la
responsabilidad civil, el Código Civil y Comercial dispone que en los casos en que concurran sus disposiciones y las de
alguna ley especial, son aplicables, en el siguiente orden de prelación, (i) las normas indisponibles de este Código y de
la ley especial; (ii) la autonomía de la voluntad; (iii) las normas supletorias de la ley especial; y (iv) las normas
supletorias de este Código (art. 1709).

El artículo referido requiere algunas precisiones.

Ante todo, las normas indisponibles mencionadas, también llamadas imperativas, son aquellas cuyo contenido las
partes no pueden modificar. Y si lo hacen, las normas convenidas carecen de valor y deben ser sustituidas por las que
tienen carácter imperativo.

Por otra parte, y a pesar de que en el primer inciso se pone en un mismo nivel las normas del Código y de la ley
especial, es claro que deben prevalecer estas últimas sobre las primeras. Ello es así por dos razones. La primera, porque
por regla la ley especial prevalece sobre la general; la segunda, porque la propia norma, al referirse a las supletorias en
sus dos últimos incisos, hace prevalecer las de la ley especial sobre las del Código, y no existe razón alguna para
modificar el criterio cuando se trata de normas indisponibles.

Finalmente, la mención a la autonomía de la voluntad, sólo desplazada por las normas imperativas, pone de relieve
que la punición del daño puede ser convenida. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando las partes convienen el interés
moratorio o el interés punitorio (arts. 768, 769 y 790).

II. La función preventiva

576. Noción

Como hemos señalado antes (nro. 574), la responsabilidad civil no se agota en su función reparadora o resarcitoria del
daño sufrido, sino que persigue otro objetivo fundamental: el de procurar prevenir el daño y, si ya se hubiese
producido, morigerarlo. Incluso, si el daño se sigue produciendo, debe procurarse hacerlo cesar.

Los orígenes de esta función preventiva de la responsabilidad civil se encuentran en la preservación de los bienes
colectivos, materia propia del derecho ambiental, expandiéndose también a la protección de los derechos de los
consumidores. Pero el Código Civil y Comercial plantea un objetivo más amplio: la imposición en cabeza de toda
persona, humana o jurídica, del deber de evitar un daño (art. 1710, inc. a]), sea de origen contractual, sea de origen
extracontractual, siempre —desde luego— que esté en condiciones de impedirlo.
Esta obligación se ve particularmente eficaz cuando se trata de la protección de los derechos personalísimos, tales
como el derecho al honor, a la vida, a la dignidad humana y a la identidad.

577. El deber de prevención. El daño justificado e injustificado

El deber de prevención no se agota en esa función de evitar causar un daño sino que —como ya se ha dicho— abarca
también la hipótesis del daño causado, imponiéndole —tanto a quien causa el daño como a quien lo padece— el deber
de aminorarlo, de no agravarlo (art. 1710, inc. c]). Un claro ejemplo de esta última situación se da cuando la víctima de
un daño físico no cumple las instrucciones médicas que procuran su rehabilitación plena, lo que puede provocarle
incapacidades definitivas.

Por tal motivo, tanto quien está en situación de provocar un daño como quien lo puede sufrir, deben adoptar las
medidas razonables para evitar que se produzca ese daño, o para disminuir su magnitud. Desde luego, tales medidas
deben ser tomadas de buena fe, lealmente, y serán exigibles de acuerdo con las circunstancias que rodean la situación
(art. 1710, inc. b], 1ª parte), lo que implica que tomar esas medidas sea fáctica y jurídicamente posible.

Este deber de prevención se extiende a todo sujeto, aunque no sea quien cause el daño o quien lo sufra. La idea sigue
siendo la misma: evitar el daño o procurar aminorarlo, morigerarlo. Ahora bien, si esta circunstancia se produce, y la
misma víctima o un tercero toman medidas que evitan o disminuyen la magnitud de un daño, éstos están facultados a
reclamar de quien sería responsable de su producción, el reembolso del valor de los gastos en que incurrió, conforme a
las reglas del enriquecimiento sin causa (art. 1710, inc. b], 2ª parte).

El texto puede generar alguna inquietud en el caso de que el demandado adujera que los perjuicios jamás habrían
ocurrido y que, por tanto, los gastos fueron innecesarios. En tal caso, bien se ha dicho que el deber de prevención debe
valorarse en abstracto conforme al criterio de causalidad adecuada; esto obliga a considerar el caso en concreto y, a
partir de ello, establecer la existencia o no del riesgo, el deber de prevención que recaía sobre el demandado, y si las
medidas tomadas eran aptas para evitar o disminuir los daños, considerando lo que acontece según el curso natural de
las cosas (Cossari, Maximiliano N.G., Prevención y punición en la responsabilidad civil, p. 66, Ed. El Derecho, 2017).

Sin perjuicio de lo que se ha explicado, es conveniente destacar que el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y
Comercial de 2018 propone reemplazar la pauta del enriquecimiento sin causa y establecer una reparación de equidad,
entendiendo que el primer parámetro priva injustamente de indemnización en ciertos supuestos; tal como ocurre con el
sujeto que heroicamente ingresa a una vivienda -que se está incendiando a raíz de la caída de un rayo- a rescatar a un
niño, y sufre graves quemaduras.

En el deber de prevención del daño se excluye el daño justificado. En efecto, hay situaciones en que la acción o la
omisión que causa el daño puede estar justificada (por ejemplo, el causado en legítima defensa) y no es exigible en tal
caso evitar el daño, pues evitarlo sería tanto como sufrirlo. Sólo si la acción u omisión que provoca el daño es
injustificada, ella es antijurídica.

578. La acción preventiva

En los números anteriores hemos visto que existe una obligación de prevenir el daño o de aminorarlo si se hubiese
producido. Este deber se impone sin necesidad de requerimiento de ningún tipo, y recae sobre toda persona en cuanto
de ella dependa.
En virtud de ello, toda persona está obligada a tomar las medidas necesarias para contener los riesgos o evitar los
peligros, sin necesidad de contar con una autorización especial, sea administrativa, sea judicial. Así por ejemplo, quien
abre un pozo está obligado a cerrarlo o a tomar las medidas necesarias para evitar que alguien pueda caer en él.

Además de tal deber de prevención, el Código Civil y Comercial prevé la llamada acción preventiva, cuyo objeto es
lograr, por vía judicial, que el juez tome las medidas necesarias que neutralicen cualquier acción u omisión antijurídica
que haga previsible la producción de un daño, su continuación o su agravamiento (art. 1711, 1ª parte). Se entiende que
existen dos tipos de acciones preventivas miradas desde una perspectiva procesal. Una es de tipo cautelar y requiere de
la promoción de un proceso principal del cual es accesoria. Otra es una acción autónoma, que no necesita de un proceso
principal y que se agota en su dictado. Dentro de las primeras encontramos a las medidas cautelares y a la tutela
anticipada de pretensiones urgentes, y entre las segundas a la medida autosatisfactiva y a los denominados procesos
urgentes autónomos.

Es importante señalar que la referencia que hace la norma indicada a una acción u omisión antijurídica, no puede ser
asimilada sin más a la antijuridicidad prevista en el art. 1717, a la cual haremos mención más adelante (nro. 583). Por el
momento, nos limitaremos a señalar que la antijuridicidad de este último artículo abarca cualquier acción u omisión que
cause un daño no justificado, y que da pie a su resarcimiento. En cambio, el daño no pudo haberse producido si
estamos hablando de la función preventiva de la responsabilidad. Es que si ya se produjo el daño, sólo queda resarcirlo,
pero no podrá ser prevenido; sin perjuicio, de poder pretenderse la disminución del menoscabo ocasionado.

Por otra parte, cuando estamos ante la función resarcitoria de la responsabilidad civil, habrá que determinar cuál es el
factor de atribución del daño (ya veremos que existen factores subjetivos y objetivos). En cambio, cuando estamos ante
la función preventiva de la responsabilidad civil, expresamente se dispone que no es exigible la concurrencia de ningún
factor de atribución (art. 1711, in fine). Lo que importa es que pueda provocarse un daño futuro que no beneficia a
ningún interés legítimo. Es que, no habiéndose producido el daño todavía, no existe una acción u omisión injustificada
productora del daño.

La antijuridicidad se da, en el caso de la función preventiva, en el hecho de no tomar las medidas necesarias para
evitar el daño, que constituye en sí mismo una violación al deber genérico de prevención del daño que la propia norma
prevé. Toda conducta que previsiblemente pueda causar un daño no justificado debe entenderse antijurídica. Es que la
ley impone a toda persona un deber de previsión respecto de las consecuencias potencialmente dañosas que pueden
provocar sus acciones u omisiones, y ello más allá de que se cuente con una autorización administrativa.

Finalmente, si el daño ya se produjo, lo que debe procurarse es su aminoramiento. Pero, claro está, la antijuridicidad
ya no puede referirse al deber genérico de prevenir el daño; ahora la antijuridicidad se vincula con la acción u omisión
que ha causado un daño no justificado en el ejercicio regular de un derecho, en la legítima defensa o en la evitación de
un daño mayor (art. 1718).

Además de la antijuridicidad, el art. 1711 pone en claro otros requisitos necesarios para entablar la acción preventiva.
Ello son (i) la amenaza de un daño injusto o el perjuicio amenazante, lo que importa una premonición de daño, que aparece
con temor fundado; (ii) el perjuicio como una consecuencia previsible y no meramente remota, esto es que la actividad
antijurídica debe ser idónea para causar o continuar causando un determinado daño, con criterios de previsibilidad
objetiva; (iii) la posibilidad material de detener la conducta.

579. Cuestiones procesales

Están legitimados para iniciar la acción preventiva y, consiguientemente, hacer el reclamo tendiente a evitar el daño o
aminorar el ya producido, quienes acrediten un interés razonable en la prevención del daño (art. 1712). Entre los
legitimados están no sólo aquellas personas que tienen un interés razonable en la prevención del daño a sí mismos o a
sus bienes, sino que también lo están aquellas otras que procuran evitar un daño a un derecho de incidencia colectiva,
en tanto acrediten el interés afectado, y entre las que cabe incluir a las asociaciones de consumidores, al defensor del
pueblo y a los propios perjudicados.

Pueden ser demandados todos los que podrían ser encontrados responsables civilmente de ocurrir el daño, de
acuerdo con las normas legales. También pueden serlo quienes tienen a su cargo un deber de prevención específico
impuesto por el ordenamiento jurídico. Asimismo, pueden ser demandados quienes permiten o coadyuvan a la
producción del daño -aunque no hubiesen sido ellos los productores- mediante colaboración, permisividad, negligencia
o incumplimiento de su obligación de prevenir.

La sentencia que admite la acción preventiva debe disponer obligaciones de dar, hacer o no hacer, según corresponda,
que permitan evitar el daño, o aminorarlo si ya se ha producido (art. 1713, 1ª parte). Desde luego, para poder dar una
respuesta adecuada al daño que se presenta como inminente o que ya se hubiese producido pero se procura su
morigeración, la acción deberá tramitar por la vía más abreviada que la legislación procesal prevea.

Es importante resaltar dos cuestiones. La primera de ellas, que el juez puede tomar las medidas que quien promovió
la acción haya pedido, pero no está obligado a ello, sino que puede tomar otras diferentes, más idóneas, que persigan el
mismo objetivo de evitar el daño o aminorarlo. La segunda, que tales medidas pueden tener carácter definitivo o
provisorio, lo cual facilita el debate sobre si las acciones cuestionadas son o no causantes de un daño, o si efectivamente
permiten aminorar o no el daño ya causado. Las medidas de carácter definitivo sólo pueden ser tomadas luego de un
debate exhaustivo y con una amplia producción de prueba. En cambio, las medidas provisorias se ajustan a procesos
más abreviados (amparo, medidas autosatisfactivas, tutela inhibitoria), con limitada producción de prueba, que
permiten frenar los daños que pueden producirse, atendiendo sobre todo al peligro que la demora puede generar,
dejando la solución definitiva a las resultas del proceso principal.

Para la toma de estas decisiones, el juez debe poner en práctica aquellas medidas que provoquen la menor restricción
posible de los derechos en juego y que constituyan el medio más idóneo para asegurar la eficacia en la obtención de la
finalidad (art. 1713, in fine). La solución es lógica porque no es posible evitar todo daño; en efecto, existen riesgos que la
sociedad asume para mejorar su calidad de vida. Es el caso de los automotores que, sin lugar a dudas, son
potencialmente productores de daños, pero que no pueden ser suprimidos con el argumento de que es necesario evitar
tales probables daños.

580. La punición excesiva

Si las leyes permitieran la aplicación de condenas o sanciones pecuniarias de carácter administrativo, penal o civil,
impuestas por la autoridad administrativa o por el juez, según sea el caso, y tales sanciones provocan una punición
irrazonable o excesiva, el juez está facultado para computar el monto de la condena pecuniaria a los fines de fijar
prudencialmente su monto, e, incluso, está facultado para dejar sin efecto total o parcialmente la medida (arts. 1714 y
1715). Esa última facultad de dejar sin efecto la condena decretada se puede ejercer particularmente cuando quien violó
el deber de prevenir el daño, luego lo ha cumplido.

No habiéndose previsto en el Código Civil y Comercial la sanción pecuniaria disuasiva (sí contemplada en su
Anteproyecto), la sanción civil prevista en el art. 1714 parece quedar limitada a los daños punitivos de la Ley de
Defensa de Consumidor (art. 52 bis, ley 24.240), y a cualquier otra sanción que la ley pueda prever, como pueden ser los
casos de multas civiles o intereses punitorios.
III. Función resarcitoria

§ 1. — Cuestiones generales

581. El deber de reparar

La Constitución Nacional dispone que las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral
pública, ni perjudiquen a terceros, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados (art. 19, 1ª parte).

De ello se desprende que si la acción privada, en cambio, ofende al orden y a la moral pública o perjudica a terceros,
es decir, que les provoca un daño, en su persona o en sus bienes, debe ser juzgada por los magistrados. Por lo tanto, lo
que la norma constitucional consagra es el denominado deber de no dañar (alterum non laedere).

Este principio se ha visto robustecido con la reforma del año 1994, que dio jerarquía constitucional a diferentes
tratados internacionales referidos a derechos humanos. Todos ellos han puesto su mirada en la protección de la persona
humana, del derecho a la vida, a la integridad de su persona, a la libertad, a la dignidad y a la igualdad.

El Código Civil y Comercial ha recogido de manera expresa ese principio constitucional al establecer que la violación
del deber de no dañar a otra persona, o el incumplimiento de una obligación, da lugar a la reparación del daño causado,
conforme con las disposiciones del propio Código (art. 1716).

La norma menciona que el daño puede estar causado por la violación del deber de no dañar, propio de la llamada
responsabilidad extracontractual o aquiliana, provocada por el acto ilícito, o por el incumplimiento de una obligación,
que puede ser legal o contractual.

Lo expuesto permite inferir la existencia de una tendencia a unificar los ámbitos de la responsabilidad, como hemos
visto antes (nro. 573), pero habrá que reconocer que las diferencias existen, y a ellas aludiremos más adelante (nros. 661
y 662).

La función resarcitoria de la responsabilidad civil atiende, entonces, a la idea de reparar el daño causado. Desde
luego, que importará sobre todo el daño que pueda causarse a la persona, que tiene una jerarquía superior a los
derechos sobre los bienes (buena prueba de ello es que los derechos personalísimos son en principio irrenunciables,
mientras que los derechos sobre los bienes, lo son), pero también éstos están protegidos, y si se les causa un daño,
nacerá el derecho a reclamar el correspondiente resarcimiento.

La finalidad que persigue la función resarcitoria es la de la reparación plena; esto es, la de restituir la situación del
damnificado al estado anterior al hecho dañoso, sea por el pago en dinero o en especie (art. 1740). Pero es necesario
aclarar que el principio de la reparación plena no significa que el responsable deba reparar todo daño ocasionado con su
acto, sino sólo aquellos daños que prevé la ley y que tengan conexión jurídica causal adecuada con ese acto. Por otra
parte, esa restitución al estado anterior no siempre se logra, pues hay numerosos casos en los que ello resulta imposible,
tal como sucede con la muerte de un hijo o la amputación de un miembro del cuerpo. Por ello, el resarcimiento permite
mitigar la pérdida pero no borra lo destruido. Nos hemos de referir extensamente al principio de la reparación plena
más adelante (nro. 651).
§2. — Los presupuestos

582. Los presupuestos de la responsabilidad civil

Los presupuestos del deber de responder son los requisitos o condiciones que deben verificarse para que nazca la
acción resarcitoria.

Según la doctrina clásica, estos requisitos son cuatro: a) la antijuridicidad, esto es, la acción u omisión contraria al
ordenamiento jurídico o violatoria de las obligaciones contractuales asumidas; b) el daño; c) la relación de causalidad
entre la antijuridicidad y el daño; y d) el factor de atribución, también llamado criterio de imputación de la
responsabilidad. No está de más señalar que en la actualidad se cuestiona el carácter de presupuesto de la
antijuridicidad, tema al que hemos de referirnos más adelante.

A. — Antijuridicidad

583. Noción

La antijuridicidad es la contradicción o disconformidad entre la conducta y el derecho objetivo, debiendo entenderse a


éste en su plenitud o totalidad. Es un concepto único en todo el derecho y lo cruza de par en par, sin distinción de sus
ramas.

La antijuridicidad se produce ante el incumplimiento de aquellas reglas de conducta que comúnmente se encuentran
sistematizadas en un ordenamiento positivo. Pero también se produce ante el incumplimiento de las obligaciones
contractuales. Es que procede ilícitamente tanto quien comete un hecho ilícito como quien incumple deberes asumidos
por contrato.

La juridicidad, en cambio, y al menos en principio, obsta al nacimiento de responsabilidad civil. Si alguien mata a otro
en legítima defensa actúa de manera lícita, el daño que causa no puede reputarse "injustamente sufrido".

La antijuridicidad es, según una tradicional línea de pensamiento, el primer presupuesto del deber de responder, y
también el primero que se verifica en el orden "cronológico" por tratarse del análisis objetivo y primario acerca de la
licitud o ilicitud de una conducta.

Se la considera un requisito necesario y que abarca por completo a la responsabilidad civil, tanto en el campo
obligacional (contractual) como en el aquiliano (extracontractual), pues sirve para "modelar" el sistema, para precisar
los "contornos" del ilícito y "encuadrarlo", evitando la arbitrariedad del operador jurídico de turno.

Tradicionalmente, se ha distinguido entre una antijuridicidad formal, que requiere la violación expresa de un
precepto, y otra antijuridicidad material. La comprensión de esta última resulta ser más amplia: se pondera la
trasgresión considerando todo el ordenamiento jurídico como una unidad, incluyéndose los principios y sin limitarse a
los artículos. Esta última es propia de la responsabilidad extracontractual, que se nutre en el deber de no dañar (alterum
non laedere); en cambio, y aunque existen criterios diversos, prevalece la opinión de que la antijuridicidad contemplada
en el campo contractual es la formal (dictamen de mayoría, XXVI Jornadas Nacionales de Derecho Civil, La Plata, 2017,
Comisión n° 4).

Los límites demarcatorios entre lo lícito y lo ilícito son absolutamente relevantes para la determinación de la
responsabilidad, el texto normativo marca allí el "umbral" que divide lo jurídico de lo antijurídico y por su intermedio
se determina el "interés protegible".
584. Licitud e ilicitud de la acción u omisión

La determinación de un acto (u omisión) como lícito o ilícito se practica en función de los parámetros de justicia
preestablecidos por el legislador, es decir, en base a un juicio de valor efectuado por éste y cristalizado en una norma.

La operación que le sigue consiste en encuadrar el acto o la omisión según la ponderación ya efectuada en abstracto y
con carácter general por el legislador.

Dicho estudio tiene naturaleza objetiva y primaria, pues no se nutre de la indagación subjetiva referida a la
voluntariedad del sujeto. Por ello, con este alcance, cabe afirmar que los actos involuntarios pueden resultar
objetivamente ilícitos.

El menor de edad o quien sufre una grave alteración mental pueden causar daños y comprometer su responsabilidad
directa (art. 1750), lo que implica que pueden obrar de manera antijurídica, aunque no les sea imputable a título de dolo
o culpa por carecer de tal capacidad.

585. Crítica a la antijuridicidad como presupuesto de la responsabilidad

La antijuridicidad no parece suministrar un parámetro adecuado para la solución de innumerables conflictos de


intereses que se suscitan a partir de conductas no prohibidas o ajustadas al ejercicio de un derecho.

En verdad, la clave del sistema no parece pasar tanto por la antijuridicidad de la acción u omisión, como por la
determinación de la "injusticia del daño sufrido". Cuando no promedia algún supuesto de daño justificado, nace la
responsabilidad.

Desde luego, los jueces no pueden "crear" deberes jurídicos, o condenar a resarcir daños justificados o en supuestos no
previstos legalmente. Por el contrario, estarán obligados a identificar el deber jurídico infringido por el sujeto y las
normas de las que surjan las pautas ordenadoras de conducta, lo que permitirá determinar si se produjo un daño que
debe ser reparado.

En suma, la injusticia del daño es lo primordial y su reparación no requiere de la existencia previa de antijuridicidad
en la conducta del agente.

586. La antijuridicidad en el Código Civil y Comercial

Establece el art. 1717 que cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica si no está justificada.

La norma parece mantener la tradicional calificación de la antijuridicidad como presupuesto de la responsabilidad


civil. Sin embargo, puede advertirse que, de alguna manera, también se la vacía de contenido.

En efecto, obsérvese que no existe una antijuridicidad per se, pues recurre al ingrediente daño, al que se "ata" o
subsume. La misma idea, incluso, se reitera más adelante cuando se dispone que es responsable directo quien incumple una
obligación u ocasiona un daño injustificado por acción u omisión (art. 1749).

Por otra parte, lo que se resuelve a través de las "causas de justificación" tradicionalmente enmarcadas en la
antijuridicidad, debe leerse en clave de "daño justificado", tal como se desarrollará más adelante (nros. 627 y ss.).

En suma, si se acepta que lo que debe repararse es el daño "sufrido injustamente", la antijuridicidad se desvanece o
diluye, pues no es menester que se trate de un daño "inferido ilícitamente": como afirmaba Atilio A. Alterini, el
epicentro del sistema, al haberse desplazado al daño mismo, prescinde del requisito de la antijuridicidad.
B. — Daño

587. Concepto. Naturaleza del derecho o interés tutelado

En su acepción más amplia, el estudio del daño desborda ampliamente al derecho. Reconoce como sinónimos al
perjuicio, la enfermedad, el mal, la pérdida, etcétera, por lo que es abordado por múltiples disciplinas que lo
contemplan desde diversos ángulos: las ciencias naturales, la metafísica, la filosofía, la medicina, la economía, la política
y la sociología, entre otras.

No todo daño "fáctico" o "de hecho" tiene entidad suficiente para alcanzar juridicidad en materia de responsabilidad
civil, y en tal caso carecen de tutela jurídica. La determinación de los confines del daño a los fines de su evitabilidad o
resarcibilidad, es una decisión político-jurídica en la que se contemplan distintas variables. Pero es de fundamental
importancia, pues si no hay daño, nada más hay que investigar sobre los restantes presupuestos de la responsabilidad
civil.

El derecho practica, entonces, distintos recortes que enmarcan y restringen la juridicidad del fenómeno dañoso.

Desde esta óptica, hay daño cuando se lesiona un derecho o un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico, que tenga por
objeto la persona, el patrimonio, o un derecho de incidencia colectiva (art. 1737).

La norma pone en claro que el daño no es sólo la lesión o menoscabo de un derecho subjetivo. Por el contrario,
también son alcanzados intereses no reprobados por el ordenamiento jurídico, es decir, ciertos intereses "simples", de hecho o
"no ilegítimos" que resultan merecedores de tutela: la carencia de una expresa o específica contemplación legal no
puede dejar a la víctima sin reparación. De alguna manera, el art. 1737 presume que todos los intereses simples están
protegidos por la ley a menos que exista una reprobación legal expresa. Y por otro lado, la misma norma parece
plantear que el daño resarcible no puede ser identificado con el hecho dañoso, sino más bien con las consecuencias o
repercusiones desfavorables sufridas por el damnificado.

Ahora bien, admitido que no todos los daños resarcibles están expresamente reconocidos, puede ser arduo determinar
cuándo existe un interés no reprobado por el ordenamiento digno de tutela.

Es posible afirmar que debe tutelarse el interés que resulta "lícito y serio", y que ello es suficiente para fundamentar el
resarcimiento que exigen la equidad y la solidaridad social. Así por ejemplo, cabe reconocer derecho a reparación del
daño patrimonial que sufre el sujeto ante la muerte de quien le brindaba alimentos a pesar de no estar obligado
legalmente.

Sin embargo, no toda afectación a un "interés simple no ilegítimo" alcanza entidad suficiente para ser resarcido, así,
por ejemplo, no pueden resarcirse los daños que experimenta el comerciante por el homicidio de un buen cliente; o el
que padece el contrabandista ante la negativa de su cómplice a reconocerle su participación en las utilidades del
negocio ilícito. Tampoco son resarcibles los daños que resultan de meras molestias de espíritu propias de cualquier
infracción contractual o extracontractual.

Cabe señalar que el Código Civil de Vélez clasificaba el daño en patrimonial (arts. 519, 1068/9) y extrapatrimonial
(arts. 522 y 1078), y este último se consideraba "agotado" con el daño moral.

El Código Civil y Comercial, en cambio, modifica esa estructura ya que finca el objeto de la reparación en (i) la
persona, (ii) el patrimonio, y (iii) los derechos de incidencia colectiva (art. 1737). Además, el daño a la persona importa
ampliar los confines reparatorios del daño extrapatrimonial (que, dijimos, se agotaba en el daño moral). En efecto, el
daño a la persona se erige como un nuevo género continente de distintas "especies", tales como la afección a la
integridad espiritual —moral— y la frustración del proyecto de vida.
Asimismo, el Código Civil y Comercial incorpora expresamente la protección de los "derechos de incidencia colectiva"
(derechos estos que están también reconocidos en el art. 14), como lo son la protección del medio ambiente y la defensa
de la competencia, lo que es demostrativo de una notable interrelación entre el derecho público y privado.

Nos parece oportuno señalar, empero, que el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 propicia
un regreso a la doctrina clásica. En efecto, en los arts. 1737 y 1738 hace una distinción entre daño en sentido amplio y daño
resarcible. El primero, que es definido como la lesión a un interés individual o colectivo, patrimonial o moral, no reprobado por
el ordenamiento jurídico, es útil para las funciones preventiva y resarcitoria de la responsabilidad. El segundo, que indica
cuáles son los daños resarcibles, es útil para determinar la entidad cualitativa y cuantitativa del daño que jurídicamente
ocasiona resarcimiento. En los Fundamentos del Anteproyecto se explica que, de esa manera, se procura cerrar las
puertas a pretendidas terceras categorías en nuestro sistema, diferentes del daño patrimonial y del daño moral.

588. Requisitos legales

Para la procedencia de la indemnización debe existir un perjuicio directo o indirecto, actual o futuro, cierto y subsistente (art.
1739, 1ª parte). Como se advierte, la norma establece distintos requisitos que debe reunir el daño, a los que "ata" la
procedencia de la indemnización. Veamos:

a) Certeza: Un daño es cierto cuando su existencia resulta comprobable. Se le opone el daño "incierto" que es el
meramente hipotético o conjetural, que puede producirse o no, por lo que no es objeto de tutela.

El daño puede ser cierto aunque aún no haya tenido lugar. En efecto, el daño es actual cuando ya se ha producido,
pero es posible hablar de un daño futuro, esto es, aquel daño que todavía no se ha producido al momento en el que se
dicta la sentencia o celebra el acuerdo transaccional, pero su acaecimiento es objetivamente probable. Es el caso del
peatón embestido por un vehículo, quien tiene derecho a ser resarcido —entre otros rubros— de los gastos de atención
médica que afrontó con su patrimonio (p. ej., compra de medicamentos) y de los que desembolsará en el trascurso del
tiempo (v.gr., honorarios por atención psicoterapéutica).

b) Personalidad: El daño debe ser "personal" del reclamante y no ajeno, pues desde luego no se concibe que se
indemnice lo que corresponde a un tercero.

Pero que daño sea personal, no impide que él se pueda manifestar de manera directa o indirecta. En el primer caso, el
daño afecta derechamente, sin interferencias, a la propia persona del damnificado -persona humana o jurídica- o a sus
bienes (p. ej., el que sufre el dueño de un rodado ante su destrucción); en el segundo caso, el sujeto sufre perjuicios "de
rebote" por la lesión padecida por un tercero, y reclama a título propio (es el caso del hijo menor que padece una gran
discapacidad como consecuencia de una lesión sufrida; los padres reclaman en nombre de éste —a quien representan—
lo que le corresponda en concepto de reparación por incapacidad psicofísica y daño espiritual —daño directo—, y a
título propio lo que les corresponde a ellos mismos por daño espiritual, por el sufrimiento de ver sufrir, y por gastos de
atención médica —daño indirecto—).

Si del hecho se derivan daños a varias personas, cada damnificado tiene derecho a reclamar la reparación del daño
sufrido personalmente.

Cuando estamos ante un daño a un derecho de incidencia colectiva, debe considerarse que puede alcanzar a miles de
personas, incluso a seres aún inexistentes (piénsese en los daños causados por productos elaborados, el daño ecológico,
o las micro-lesiones propias del derecho del consumidor). Pero aún en estos casos, en el ámbito resarcitorio, es menester
que quien pretenda la reparación del daño sufrido colectivamente con otros, acredite el carácter personal del perjuicio.

c) Subsistencia: El daño debe subsistir para conferir derecho a su resarcimiento. No se puede reclamar si ya ha sido
reparado por el propio responsable pues la obligación misma se extinguió. El daño ya no existe. Por el contrario, si el
perjuicio es reparado por quien lo sufre, puede reclamar lo que invirtió; y, si lo hace un tercero, cuenta con la acción
subrogatoria en los derechos del perjudicado para reclamar el valor de lo indemnizado. ¿Qué ocurre si la cosa dañada
desaparece luego por circunstancias ajenas al dañador? Se trata de un supuesto dudoso; sin embargo, parece razonable
sostener que el dañador debe indemnizar el daño causado, pues más allá de la sobreviniente desaparición de la cosa,
aquel daño no ha sido reparado, por lo que permanece la afectación del derecho o interés de la víctima
(conf. Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones, n° 488.e, Ed. La Ley, 2018).

De lo dicho hasta acá se desprende que, más allá de algunas figuras dañosas expresamente contempladas, tales como
las que afectan la integridad corporal, la salud psicofísica, la afección espiritual legítima —daño moral—, o la
interferencia en el proyecto de vida (art. 1738), nuestra ley tiene una conceptualización abierta del daño, que exige solo
el cumplimiento de ciertos recaudos para permitir su reparación, y que obliga al trabajo mancomunado de la doctrina y
la jurisprudencia para contemplar adecuadamente sus múltiples y heterogéneas manifestaciones, tanto las previstas
específicamente como las que no lo están. La consagración legal de un listado completo de daños, en verdad, frustraría
el reconocimiento de otros perjuicios injustos. Es lo que la doctrina ha dado en llamar atipicidad del daño.

Esta labor encuentra como única barrera el rigor científico para evitar las duplicaciones indemnizatorias que,
enmascaradas bajo distintas denominaciones, contemplan exactamente el mismo perjuicio, enriqueciendo
indebidamente a unos en perjuicio de otros, alentando a su vez la triste industria del juicio.

589. Daño al patrimonio

El daño al patrimonio es el detrimento que se produce en los bienes y derechos que componen el patrimonio de la
persona (arts. 15 y 16). Lo integran, por ejemplo, la propiedad, el trabajo, la capacidad laboral, las objetivas
probabilidades de obtener un lucro, los derechos resultantes de los contratos, etcétera.

Puede manifestarse por distintas vías. El daño emergente es la pérdida o disminución de valores económicos ya
existentes, que produce el empobrecimiento del sujeto, como por ejemplo la destrucción de su rodado a raíz de un
siniestro de tránsito. El lucro cesante es la frustración de ventajas económicas altamente probables, que representan una
pérdida de enriquecimiento, como ocurre con el dinero que deja de ganar el taxímetro por no poder trabajar con el
rodado dañado.

Mientras el daño emergente es susceptible de una cuantificación exacta o muy aproximada (p. ej., se prueba a través
de facturas), el lucro cesante no, pues se trata de ganancias razonablemente frustradas.

El Código Civil y Comercial también admite la indemnización de la llamada pérdida de chance, en la medida en que su
contingencia sea razonable y guarde una adecuada relación de causalidad con el hecho generador (art. 1739, 2ª parte).

La chance es la oportunidad o posibilidad de conseguir algo, cierta expectativa que se tiene en torno a determinado
acontecimiento futuro. Para su análisis se ingresa en la "dimensión de lo futuro", de lo que aún no ha acontecido, se
transita desde lo seguro a lo hipotético. Ejemplos de chances perdidas son: (i) la de ayuda futura que se produce por la
muerte de un hijo menor de edad, que aún no está en condiciones de colaborar económicamente con sus padres (art.
1745, inc. c]); o (ii) la de obtener un buen resultado en un pleito cuando el abogado no apela la sentencia adversa.

A los fines resarcitorios, el análisis que se practica es complejo, debiéndose ponderar las mayores o menores
probabilidades o chances de éxito en función de parámetros objetivos de persona, tiempo y lugar. Lo que se resarce es
la chance misma, la "oportunidad" que se frustra, no el beneficio en sí que se esperaba lograr (esto se enmarca en el
lucro cesante).

Según Gamarra, se "pesa" a la chance para establecer la consistencia de la probabilidad, y se aplican dos reglas
generales o principios orientadores: 1) la probabilidad es mayor cuanto más próximo se encuentra el evento dañoso de
la situación terminal de ganancia esperada; 2) cuantos mayores son las contingencias, menor es el valor de la chance
perdida (Gamarra, Jorge, Tratado de Derecho Civil uruguayo, t. III, Fondo de Cultura universitaria, 2012, p. 272).

Debe tratarse de una expectativa legítima. Por ello, el art. 1739 habla de una contingencia razonable que guarde una
adecuada relación de causalidad con el hecho generador. Por el contrario, si lo que se pierde es una chance meramente
genérica, difusa o vaga, constituye un daño puramente hipotético o eventual, y por no tener la suficiente verosimilitud,
no cabe repararlo; es el caso del atleta que sufre daños que le impiden participar de una maratón en la que se premia al
ganador, pero que su récord lo ubica cómodamente en el pelotón del fondo.

590. Daño a la persona

Hasta la sanción del Código Civil y Comercial, se había considerado que el significado del daño moral resulta
omnicomprensivo pues conforma per se un "género" abarcador de todas las posibilidades no patrimoniales del sujeto
para realizar en plenitud su vida, salvaguardándose eficazmente la intangibilidad de la persona.

Ahora bien, más allá del cambio terminológico que impone el referido Código, al referirse al "daño a la persona",
entendemos que no se abandona el binomio "daño patrimonial-daño extrapatrimonial", aunque sí se amplían los
confines reparatorios de este último que es redimensionado bajo tal rótulo.

Las consecuencias de este cambio son importantes y más allá de la opinión que nos merezca, no puede asimilarse
"daño a la persona" con daño moral, este último representa sólo una especie de aquél género. Una interpretación
contraria resulta atentatoria de la previsión legal. El Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 -
hemos visto antes (nro. 588)- vuelve al clásico binomio daño patrimonial / daño moral, pero entendemos que ello no
implica una restricción a la concepción amplia de daño moral -bajo la expresión "daño a la persona"- que venimos
sosteniendo.

Nos parece importante señalar que el Código Civil y Comercial ha destacado la necesaria protección de la persona
humana, y en tal sentido dispone la reparación de las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la
víctima, de su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales y las que resulten de la interferencia en su
proyecto de vida (art. 1738). La norma resalta la protección de los derechos personalísimos (la vida, la libertad, la salud, la
integridad, el honor, la imagen, entre otros), que son inalienables, indisponibles e inenajenables, y que cuando son
vulnerados deben ser indemnizados. Similar orden de ideas se observa en los arts. 51 y siguientes del mentado plexo
legislativo.

591. Clases o especies de daños

Más allá de algunas clases o especies de daños que ya hemos visto en los números anteriores (al patrimonio y a la
persona, emergente y lucro cesante, actual y futuro, directo e indirecto), pueden mencionarse estas otras:

a) Evitable, resarcible y punible: El daño es evitable cuando aún no ha sucedido pero es de probable ocurrencia, por lo
que impone la adopción de medidas eficaces para impedir su acaecimiento. El daño es resarcible cuando es cierto y
debe ser indemnizado. Finalmente, el daño es punible cuando se castiga —con una finalidad disuasoria— la conducta
que lo generó; son los llamados daños punitivos, previstos por el art. 52 bis de la ley de Defensa del Consumidor (ley
24.240).

b) Común y propio: El daño es común si lo hubiera sufrido cualquier acreedor, mientras que es propio si únicamente lo
puede experimentar un acreedor determinado. Es el caso del préstamo de un libro que el deudor pierde; éste, como
regla, deberá su valor (lo que representa un daño común), pero si se hallaba autografiado y tenía un significado especial
para el acreedor, estamos ante un daño propio.

En principio sólo se indemnizan los daños comunes, a menos que el deudor conociera o debiera conocer el carácter
propio del daño que experimenta su acreedor (arts. 1725, 1726 y 1728). También responde como daño propio, el deudor
que actúa con dolo, por la agravación de su responsabilidad establecida en el art. 1728 in fine.

c) Moratorio y compensatorio: El daño moratorio es el que se deriva de la mora del deudor, por lo que supone la
posibilidad de cumplimiento tardío de la prestación que al acreedor aún le resulta útil, y se acumula a la prestación o a
la indemnización que la reemplaza. El daño compensatorio -que de ningún modo puede ser confundido con el interés
compensatorio al que nos hemos referido antes (nro. 229)- se configura ante un incumplimiento definitivo, por lo que el
pago de daños sufridos sustituye o reemplaza a la prestación, y así el interés del acreedor se satisface por equivalente.

d) Inmediato y mediato: El daño inmediato es el que registra la máxima proximidad causal lógica con el hecho
generador; el daño mediato es el que tiene lugar solamente de la conexión de tal daño con un acontecimiento distinto.
La distinción no se basa en un orden cronológico-temporal sino lógico (por ejemplo, la muerte derivada de un accidente
violento es una consecuencia inmediata aunque transcurra un cierto tiempo entre el suceso y el resultado). Esta
clasificación se identifica con el concepto de consecuencias inmediatas y mediatas reparables (art. 1727), por lo que se
desarrolla en el marco de la "relación de causalidad".

e) Individual y colectivo: Ambos son daños personales. El primero es el que afecta el patrimonio o la persona misma y
puede ser reclamado a título individual, se haya manifestado de manera directa o indirecta. El daño colectivo, en
cambio, recae sobre un derecho de incidencia colectiva y en general afecta a la comunidad (art. 14), por ejemplo al
medio ambiente sano o a la libre competencia en el mercado.

592. Carga de la prueba. Daños presumidos y notorios

Un daño fáctico o de hecho que no se demuestra, jurídicamente no existe. En el proceso se trata de "probar o
sucumbir".

En principio, la carga de la prueba acerca de su existencia, naturaleza y alcance corresponde a quien lo alega, es decir,
el pretendido acreedor. Por ello, el art. 1744 establece que el daño debe ser acreditado por quien lo invoca, excepto que la ley lo
impute o presuma, o que surja notorio de los propios hechos, solución que encuentra sustento en el principio normado por
el art. 377 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación. Sin perjuicio de la regla precedentemente informada y de
las excepciones establecidas, el propio Código faculta a los jueces a apartarse de dicha regla y distribuir la carga de la
prueba ponderando cuál de las partes se halla en mejor situación para aportarla (art. 1735). Es lo que se ha dado en
llamar las "cargas probatorias dinámicas".

Respecto a los medios probatorios admisibles, todos los contemplados por el Código Procesal (testimonial, pericial,
documental, informativa) son válidos, sin perjuicio del diferente criterio de apreciación judicial.

Demostrada la existencia del daño, aun cuando sea razonablemente difícil determinar su monto o éste no estuviere
justificado, el juez debe fijar en la sentencia su reparación. Así lo prevé de manera genérica el art. 165, párr. 3º del
Código Procesal mencionado, y de manera específica para ciertos daños el art. 1746 del Código Civil y Comercial (por
ejemplo, los gastos médicos y de transporte que resulten razonables en caso de lesiones).

En ciertos casos el daño es presumido por la ley iure et de iure, por lo que no requieren de acreditación, casos en los
que promedia una presunción de causalidad a nivel adecuación. Así, por ejemplo, en el supuesto de fallecimiento,
el art. 1745 presume los gastos para la asistencia y posterior funeral de la víctima, y lo necesario para alimentos del
cónyuge; o, en el de incapacidad permanente, física y psíquica, el art. 1746 presume los gastos médicos, farmacéuticos y
por transporte razonables en función de la índole de las lesiones o incapacidad. En otros casos la ley imputa el daño; así
ocurre en materia de seña penitencial, la cual no requiere que las partes deban acreditar el daño sufrido, sino que se
establece, lisa y llanamente, que quien se arrepiente perderá la seña entregada o deberá devolverla doblada, según
quien lo haga (art. 1059). Sobre este último tema nos remitimos a lo que se ha expresado en otro lugar (Borda,
Alejandro, Derecho Civil y Comercial. Contratos, nro. 231 y sigs., Ed. La Ley, 2ª edición).

Por último diremos que la "notoriedad" del daño se relaciona con cada tipo de daño, así por ejemplo, en materia de
daño moral puede llegar a surgir in re ipsa, como en el caso del sujeto que padece severos daños físicos minusvalidantes
(amputación de una pierna).

C. — Relación de causalidad

593. Concepto

La relación causal consiste en el enlace material o físico que existe entre un hecho-antecedente (acción u omisión) y un
hecho-consecuente (el resultado dañoso). Por ello, estará obligado a reparar los perjuicios quien los causó con su hecho,
o mediante la intervención de personas situadas bajo su ámbito de autoridad o control, o por cosas de las que es dueño
o guardián.

El Código Civil y Comercial no define a la relación causal, sino que establece pautas y límites para orientar su análisis,
las que surgen del núcleo de disposiciones contempladas en los arts. 1725 a 1736.

594. Diferencias entre condición, causa y ocasión

Por condición se entiende la situación o circunstancia indispensable para la existencia de otra, por lo que toda
condición constituye un antecedente del daño, pero no significa que revista entidad suficiente para generarlo por sí
misma.

Si un efecto es producto de múltiples condiciones que interactúan, entre ellas debe distinguirse a la "causa" del daño
de la que constituye mera condición u ocasión, para asignar a cada una el rol que cumple, su precisa relevancia jurídica.
El análisis de la causalidad jurídica es un "análisis jerarquizador".

Entre condición y causa existe una relación de género a especie: si bien la causa es siempre una condición
(antecedente) del daño, no toda condición alcanza jerarquía de causa.

La causa es una condición pero que asume especial entidad pues el derecho le confiere mayor relevancia, la reputa
"adecuada" para la producción de determinado resultado.

La ocasión es la oportunidad que se ofrece para ejecutar o conseguir algo, y si bien también es trascendente, tiene
menor entidad pues sólo favorece la actuación de la causa del daño, facilita o potencia la aptitud originadora de ésta. Es
el caso de quien —conduciendo un vehículo— pincha un neumático porque está en mal estado de conservación, se
detiene en la banquina de la autopista y resulta embestido por otro rodado. El vicio del neumático no es causa del
siniestro sino solamente una condición u ocasión si el vehículo se encuentra correctamente detenido y señalizado; la
causalidad la aporta únicamente el conductor del automotor embestidor. Como regla no se responde por el mero hecho
de haber facilitado la producción del daño.
595. El problema de la causalidad

El principio de que debe haber una relación de causa a efecto entre el hecho y el daño es clarísimo e indiscutible. Las
dificultades surgen a veces, en la práctica, para determinar hasta qué punto un hecho puede ser ocasionado por otro. El
encadenamiento de los hechos que acontecen en el universo llega a veces al infinito. El autor de un hecho no podría ser
responsable de todas, absolutamente todas, las derivaciones de aquél. Es necesario cortar en algún punto ese
encadenamiento causal, estableciendo la responsabilidad hasta ese límite y no más allá. Quizás más grave que esta
dificultad es la que resulta de que los daños suelen originarse a veces en causas múltiples: ¿a cuál de ellas imputar la
consecuencia dañosa?

El problema ha sido largamente debatido y ha dado lugar a que se sostengan distintas teorías:

a) Teoría de la condictio sine causa. Según esta teoría, un hecho puede considerarse causa de otro posterior cuando si
hubiese faltado el hecho precedente, el posterior no se hubiere producido. Cualquier antecedente que responda a estas
condiciones debe ser considerado causa del daño; si existen varios hechos antecedentes, no hay razón para preferir uno
y excluir a otro, cuando la falta de cualquiera de ellos hubiera imposibilitado la producción del daño. Por ello se la
llama también teoría de la equivalencia de las condiciones. Ha sido justamente criticada porque extiende la relación
causal hasta el infinito, incluyendo las llamadas precondiciones o causas de las causas. Así, por ejemplo, un
automovilista hiere levemente a un peatón; éste es llevado a una sala de primeros auxilios donde contrae una
enfermedad contagiosa y muere. ¿El automovilista será responsable de la muerte?

b) Teoría de la causa próxima. La propagación indefinida de la relación de causalidad, propia de la teoría que acabamos
de exponer, condujo de la mano a esta otra: sólo la causa más próxima es relevante y excluye de por sí a las más
remotas. Pero esta teoría se hace pasible de una seria crítica: no siempre la última condición es la verdadera causante
del daño. Ejemplo: una persona hiere a otra de una puñalada; un tercero se ofrece a llevar a la víctima hasta el hospital
sin reparar que su automóvil carece de nafta suficiente para llegar a destino, como consecuencia de lo cual aquélla
muere por hemorragia. Aunque sea indudable que llegando a tiempo hubiera podido pararse la hemorragia y salvar la
vida de la víctima, es obvio que la muerte de ésta no puede imputarse al conductor del automóvil (por más que hubiera
culpa en ofrecerse debiendo saber que no podría llegar a destino), sino al autor de las lesiones.

c) Teoría de la causa eficiente. Estas dificultades han pretendido salvarse sosteniéndose que debe considerarse causa a
aquella de mayor eficiencia en la producción del daño. Pero no se gana mucho con esta teoría, porque no hace sino
trasladar la dificultad: ¿en base a qué criterio se distinguirá entre las distintas causas y se decidirá que una es más
eficiente que la otra? Se distingue una corriente de orden cuantitativo y otra cualitativa.

d) Teoría de la causación adecuada. Predomina hoy la teoría de la causación adecuada. Todo el problema consiste en
determinar si la acción u omisión a la que se le atribuye el daño, era normalmente capaz de producirlo; vale decir, el
problema debe plantearse en abstracto, teniendo en consideración lo que ordinariamente sucede, en virtud de un juicio
de probabilidad que, si bien debe realizarse luego del hecho, debe preguntarse si un hombre medio puesto en el
momento de ese hecho pudo haber previsto que la acción u omisión del presunto responsable era o no capaz de causar
ese daño. Como puede advertirse se trata de fijar un criterio de imputación objetivo de la responsabilidad. Es el caso de
la persona levemente herida en un siniestro de tránsito que fallece al incendiarse el hospital al que había sido
trasladada; es claro que el responsable de las heridas no aporta la causalidad adecuada de este último efecto, pues
aunque sea una derivación de aquél acontecimiento no se encuentra habitualmente asociado a él. Esta teoría brinda,
como puede apreciarse, sólo una pauta general a la que debe ajustar su labor el juez, teniendo en cuenta las
circunstancias peculiares de cada caso. Y hay que reconocer que en ello reside uno de sus principales méritos. Porque en
definitiva, son los tribunales los que han de resolver las cuestiones derivadas del nexo causal guiándose más que en
teorías abstractas, por el criterio que en cada caso concreto pueda conducir a la solución justa.
596. La solución del Código Civil y Comercial

Para establecer la relación de causalidad entre un hecho y su consecuencia, el Código distingue entre consecuencias
inmediatas, mediatas y casuales.

a) Consecuencias inmediatas de un hecho son aquellas que acostumbran suceder según el curso natural y ordinario de
las cosas (art. 1727, 1ª parte); el autor del hecho es responsable de ellas. Este criterio de definición de las consecuencias
inmediatas, se aviene sin dificultad con el concepto de la causación adecuada.

b) Consecuencias mediatas son las que resultan de la conexión de un hecho con un acontecimiento distinto (art. 1727, 2ª
parte). Aquí la relación de causalidad es más remota; no se trata de una concatenación natural y ordinaria. De estas
consecuencias se responde solamente cuando el autor del hecho las hubiere previsto y cuando, empleando la debida
atención y conocimiento de la cosa, haya podido preverlas. Así, por ejemplo, si un estanciero vende a otro un lote de
vacunos enfermos de aftosa, y como consecuencia de ello se enferma el resto de la hacienda, es responsable no sólo de
los daños derivados de la muerte de los animales vendidos (consecuencias inmediatas), sino también de la propagación
de la enfermedad (consecuencias mediatas), pues este daño pudo razonablemente preverse.

c) Consecuencias casuales son las consecuencias mediatas que no pueden preverse (art. 1727, 3ª parte). Es decir, se trata
de consecuencias tan remotas, que no podían preverse ni aun usando toda la diligencia que el caso requería.

Como se puede advertir, la previsibilidad es lo que diferencia a las consecuencias mediatas de las casuales. Por ello, si
el autor tuvo en mira una determinada consecuencia y ella se produjo, ella revela que no es casual ni remota, pues éstas
se caracterizan porque no pueden preverse; se tratará, entonces, de una consecuencia mediata.

El Código Civil y Comercial dispone que son reparables las consecuencias dañosas que tienen nexo adecuado de causalidad
con el hecho productor del daño. Excepto disposición legal en contrario, se indemnizan las consecuencias inmediatas y las mediatas
previsibles (art. 1726).

Puede afirmarse, entonces, que el criterio de previsibilidad es el eje central de la causalidad jurídica pues en ella anida
su fundamento: permite discernir la causa a partir de lo anticipable o esperable, operatoria que en justicia permite
identificar al autor del daño y fijar el alcance de la reparación.

No se toma en cuenta el punto de vista del propio autor del hecho, lo que éste conocía o podía conocer (revelador de
culpabilidad), pues el estudio de probabilidad se practica en abstracto, con un criterio objetivo, prescindiendo de lo que
efectivamente ocurre en el caso concreto: el parámetro es el del "hombre promedio", o mejor aún, el "hombre razonable".

En síntesis, (i) las consecuencias inmediatas de los hechos libres son imputables al autor de ellos, pues estas
consecuencias importan una conexión de primer grado con el hecho antecedente, y ocurre con regularidad, es normal;
(ii) las consecuencias mediatas, en cambio, no tienen por qué ocurrir según el curso natural de los sucesos y por ello
solo son atribuibles en tanto y en cuanto tales consecuencias fueran previsibles; y, finalmente, (iii) si las consecuencias
mediatas son imprevisibles se juzgan casuales (Alterini, Atilio A., Responsabilidad civil, nros. 279, 282 y 283, Abeledo
Perrot, 1987).

597. Vías de manifestación causal

El daño puede ser causado por acción o por omisión (arts. 1717 y 1749). La conducta dañosa se desenvuelve por vía de
acción cuando se lleva a cabo por medio de un acto positivo (por ejemplo, golpear, embestir con un automóvil, difamar
o calumniar). Y se desenvuelve por vía de omisión cuando se produce por no hacer lo que impone el derecho, debiendo
distinguirse entre la "comisión por omisión" (p. ej., no amamantar al hijo y provocar su muerte) y la "omisión pura"
(v.gr., no auxiliar a otro sin riesgo para la propia persona).
Asimismo, debe señalarse que el resultado dañoso puede obedecer a una causa o a dos o más que interactúan.

Estos son los supuestos de "co-causación" que se distinguen por la diferente modalidad que las causas asumen en su
operatoria: (i) en la causalidad conjunta o común, dos o más personas aportan las causas relevantes (es el caso de dos
sujetos que golpean a otro); (ii) en la causalidad acumulativa, la acción dañosa de dos o más sujetos es independiente
entre sí, pero con una sola el resultado se habría producido igualmente (es el caso de dos fabricantes que vierten al río
aguas contaminadas en tal cantidad que cualquiera de los derrames es suficiente para destruir la pesca); (iii) en la
causalidad disyunta o alternativa, el daño se produce como efecto de una acción proveniente de dos o más personas sin
que sea posible individualizar quién de todos fue el efectivo autor (es el caso de autor anónimo de un grupo
determinado).

Diferente de la co-causación son las llamadas concausas, esto es, las causas extrañas que actúan independientemente
de la condición puesta por el agente, por lo que la relación de causalidad a su respecto no alcanza a configurarse total o
parcialmente. La causa material del menoscabo se desplaza hacia otro centro de imputación material concurrente,
causando una interferencia causal que se refleja en la procedencia o en el alcance de la reparación. Por ello, comprende
los tradicionales supuestos de fractura del nexo causal, que analizaremos más adelante (nros. 637 y ss.).

Finalmente, cabe distinguir las causas temporalmente, es decir, según actúen de manera preexistente, concomitante o
sobreviniente respecto al hecho que desencadena el resultado. Las causas "preexistentes" son anteriores al hecho del
agente, como el sujeto que padece una afección cardíaca y que, al ser asustado por una broma, muere. Las causas
"concomitantes" actúan produciendo el resultado dañoso al operar simultáneamente, como el caso en que una persona
sujeta con fuerza a otra para que alguien más la golpee. En las causas "sobrevinientes", el hecho que contribuye
concausalmente aparece con posterioridad al del agente, como la persona que resbala en el piso mojado de la casa de un
amigo, y camino a la farmacia para comprar un analgésico es herida de muerte por un delincuente.

598. Funciones de la relación de causalidad

La importancia de la relación de causalidad se evidencia a través de la utilidad que cumple, que se da en dos planos
diferentes: 1) en el de la autoría, que permite individualizar al responsable, a quién pagará (función inmediata); 2) en el
de la extensión del resarcimiento, que permite establecer qué consecuencias dañosas se deben reparar, cuánto se pagará
(función mediata).

Sobre la primera función, en la causalidad a nivel autoría se distingue una doble causalidad: la "material" respecto de
la conducta, y la "jurídica" respecto del daño en sí mismo. Por ejemplo, el chofer de un ómnibus que por una brusca
maniobra lesiona a pasajeros y peatones, es autor material de la conducta dañosa y autor jurídico del daño, mientras
que el principal (la empresa de transporte) sólo autor jurídico del daño (responsables directo e indirecto
respectivamente).

Acerca de la segunda función (extensión de la reparación), razones de justicia impiden que la obligación del
responsable se prolongue hasta el infinito, que sea absoluta, que alcance de manera indiscriminada a todos y cada uno
de los efectos perjudiciales de su actuar. En algún punto es necesario "cortar", lo que concretamente significa que más
allá de ese límite el propio perjudicado debe soportar los daños que sufre.

¿Con qué medida o alcance se debe responder? Se acude a parámetros objetivos establecidos por la ley y elaborados
desde una perspectiva de justicia, para impedir la elongación excesiva de los perjuicios imputables al responsable, y
evitar el consiguiente enriquecimiento del damnificado.
599. Autoría

Este análisis se orienta a la individualización del agente causante de daños. El análisis de autoría (como hemos
adelantado en el número anterior) revela una doble causalidad, material (concepto restringido) y jurídica (concepto
amplio).

La autoría material constituye el primer análisis. Su objeto es la conducta que provocó los daños: por su intermedio se
identifica al agente que aportó la causalidad física o material (imputatio facti).

La autoría jurídica constituye un segundo estadio, que requiere que antes se resuelva el problema de identificación
anterior. Decide quién o quiénes son considerados autores jurídicos del "daño" en sí mismo para responsabilizarlos
(imputatio iuris).

La categoría autoría jurídica es una construcción cuyo concepto se elabora sobre la base de la justicia y la equidad,
diferente a la autoría material que responde a las reglas de la causalidad física. La autoría material no conduce
necesariamente a la jurídica, pues esta última "contrae", "dilata" o "prescinde" de aquélla.

La contrae al operar un supuesto de daño justificado (legítima defensa, estado de necesidad, etc.) que excluye o limita
la responsabilidad. La dilata en los casos de responsabilidad refleja (principal por el obrar dependientes, padres por el
de los hijos), y en los casos de daños causados por la cosa de la que se es dueño o guardián, o producidos en el
desarrollo de actividades riesgosas. Y prescinde de la autoría material en los casos de causalidad en la omisión (pura),
como son los supuestos de responsabilidad colectiva y anónima (p. ej., actividad peligrosa de un grupo).

Por otra parte, es preciso no confundir la relación de causalidad con la imputabilidad del acto. La primera es una
cuestión de orden físico, material, más que jurídica; se trata de saber si un daño es consecuencia de un hecho anterior,
sin hacer un juicio de valor sobre la mayor o menor reprochabilidad en la ejecución del acto. La imputabilidad es un
concepto esencialmente jurídico: se trata de saber si la ley imputa a una persona la obligación de pagar ciertos daños
provocados por determinados actos. Así se explica que pueda haber causalidad sin imputabilidad, como ocurre en
nuestro derecho con los daños ocasionados por un menor de 10 años, más allá del deber de responder por razones de
equidad (art. 1750).

600. Particularidades de la causalidad omisiva

Es necesario distinguir entre la comisión por omisión y la omisión pura.

En la comisión por omisión, una persona, como consecuencia de un acto suyo (aquí la clave), crea un riesgo del que se
derivan daños que pueden evitarse ejecutando un acto que se omite; es el caso del médico que en una operación corta
una arteria y al no ligarla deja que el paciente muera, o de la madre que no amamanta al hijo y provoca su muerte.

En la omisión pura, el daño se produce por obra de circunstancias totalmente ajenas a quien, pudiendo intervenir para
evitarlo, se abstiene y no hace nada, como sucede cuando no se auxilia a otro sin riesgo para la propia persona. Aquí
hay una causalidad preexistente respecto de la cual el agente es ajeno.

Las omisiones que no encuadran en una de las categorías señaladas son intrascendentes para el derecho de la
responsabilidad civil, por ello la omisión considerada en sí misma no es relevante (a contrario de lo que sucede en el
derecho penal con los delitos en grado de tentativa y los de peligro).

Entonces, ¿cuándo existe concretamente el deber de actuar? Ante todo, cabe señalar que en la vida en sociedad el
derecho de abstenerse se encuentra lejos de ser absoluto. No se puede premiar el egoísmo, lo que no significa que deba
aceptarse una tesis amplia pues se corre el riesgo de esperar del sujeto una ilimitada —e inexigible— disponibilidad al
sacrificio.

En el ámbito de la causalidad omisiva, el alterum non laedere adquiere una particular configuración. La virtud de la
prudencia es la que fija límites para su demarcación pues una obligación genérica e indeterminada que obligue a todo
sujeto a prevenir o evitar la producción de un perjuicio a otro, sería francamente insostenible, una carga excesiva con
afectación de la libertad individual; pero, a su vez, la formulación opuesta que confiere relevancia jurídica a las
conductas omisivas según las concretas y específicas hipótesis tipificadas, implica una inmovilidad del sistema para
aprehender nuevas modalidades lesivas, y la imposibilidad de resolver con justicia la protección de intereses
merecedores de tutela.

El análisis de las consecuencias que produce la omisión de cierta conducta nos introduce inevitablemente en el terreno
de la causalidad, y de lo conjetural o hipotético: si el sujeto hubiera actuado, ¿habría evitado el daño?

En la omisión pura el omitente se abstiene de realizar una conducta que le exige el ordenamiento, pero respecto de un
proceso causal preexistente al que el agente resulta extraño o ajeno, al que permanece inerte o pasivo, no actúa,
debiendo hacerlo. Debido a dicha preexistencia de causalidad, el omitente no es quien "aporta" la causa material del
perjuicio, por lo que la causa adecuada (jurídica) únicamente puede ser "normativa", es decir, sólo la ley puede
determinar la imputación de esa causalidad.

601. Particularidades de la causalidad contractual

La problemática de la causalidad sólo se verifica en su plenitud en la dimensión aquiliana, no en la contractual donde


sus funciones o utilidades se ven menguadas: la identificación del sujeto que habrá de responder, es decir, la pesquisa
en torno a la autoría (material de la conducta y jurídica del daño) en principio no resulta necesaria ya que el causante es
el propio contratante incumplidor.

En efecto, los contratantes construyen la causalidad del contrato al "moldear" la relación obligacional conforme a sus
respectivos intereses: negocian y fijan un camino a seguir ("plan prestacional"), prevén contingencias, se anticipan,
acuerdan un régimen de consecuencias aplicable para el caso de eventual incumplimiento, etcétera. Campean aquí los
principios de autodeterminación y autorresponsabilidad dentro del amplio marco de libertad negocial (art. 958).

Se espera del deudor que cumpla con la prestación a su cargo, por lo que la previsibilidad de las contingencias
dañosas adquiere otra dimensión, que repercute en la extensión del resarcimiento (véase nro. 603).

Los parámetros contractuales son útiles para precisar (i) los contornos del objeto obligacional, que constituye el interés
del acreedor, extremo que permite discernir si el deudor compromete diligencia o más aun resultados (sobre esta
previsibilidad se apoya la clasificación que distingue a las obligaciones como de medios y de resultado); y, (ii) el alcance
de los daños indemnizables (extensión del resarcimiento).

602. Valoración de la conducta

El art. 1725 brinda coordenadas para la valoración de la conducta del sujeto que son válidas para ambas órbitas de la
responsabilidad. Veamos:

a) Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible al agente y
la valoración de la previsibilidad de las consecuencias (art. 1725, párr. 1º).
El deber legal de previsión pesa invariablemente sobre todo sujeto, se trate de génesis obligacional (contractual) o
aquiliana (extracontractual), pues siempre se debe actuar con cuidado para poder anticiparse a las probables
consecuencias dañosas.

Se consagra aquí un estándar de la previsibilidad exigible al agente que cuenta con conocimientos específicos, como
los profesionales universitarios, especialistas, técnicos, científicos, proveedores profesionales de bienes y servicios en el
ámbito de las relaciones de consumo, etcétera.

Es justo que, ante el mayor grado de previsibilidad que tiene el agente acerca de las consecuencias que se derivan
del curso normal y ordinario de las cosas (art. 1727), sea más rigurosa la valoración de su conducta desde el plano abstracto
y objetivo de la causalidad y concreto de la culpabilidad.

Se trata de un supuesto de responsabilidad agravada, y confiere sustento a la llamada obligación de medios


"reforzada". Y decimos que se trata de un supuesto de responsabilidad agravada pues la teoría de la causalidad
adecuada que recoge nuestro Código (nro. 595) se asienta en la previsibilidad del hombre medio y con un criterio
abstracto, que es un estándar menor o más laxo que el que establece el art. 1725, párr. 1°.

b) Cuando existe una confianza especial, se debe tener en cuenta la naturaleza del acto y las condiciones particulares de las
personas (art. 1725, párr. 2º).

Cuando existe una "confianza especial" se toman en cuenta —además de la naturaleza del acto— factores individuales
del agente como su desarrollo intelectual, su cualificación, grado de conocimiento, etcétera.

c) Para valorar la conducta no se toma en cuenta la condición especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no
ser en los contratos que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos, se estima el grado de responsabilidad, por la
condición especial del agente (art. 1725, párr. 3º).

Si bien es notoria la oscuridad de su redacción, no contradice el párrafo anterior sino que lo repite innecesariamente:
en resumen, la condición "especial" o "particular" y la "facultad intelectual" de la persona (párr. 3º) son parámetros que
sólo se aplican en los contratos que suponen una "confianza especial" (párr. 2º).

603. Extensión del resarcimiento

Hemos dicho antes (nro. 595) que deben indemnizarse las consecuencias inmediatas y las mediatas previsibles, a
menos que exista una disposición legal en contrario (art. 1726, 2ª parte). Ésta es en principio la medida de toda
reparación.

Sin embargo, corresponde distinguir entre la responsabilidad por incumplimiento obligacional y la responsabilidad
aquiliana. En la primera, se agrava la situación del deudor que incumple con dolo (art. 1728); en la segunda, no se
produce tal agravamiento.

El mentado art. 1728 determina otros parámetros para determinar las consecuencias resarcibles: En los contratos se
responde por las consecuencias que las partes previeron o pudieron haber previsto al momento de su celebración. Cuando existe dolo
del deudor, la responsabilidad se fija tomando en cuenta estas consecuencias también al momento del incumplimiento.

Aquí la norma se aparta del criterio de responsabilidad aquiliana -esto es, que deberán repararse las consecuencias
previsibles en abstracto para un hombre medio, en conocimiento de las circunstancias del caso- y lisa y llanamente se
obliga a responder por las consecuencias que las partes previeron o pudieron prever al momento de celebrar el contrato.
E, incluso, de manera acertada previó un tratamiento agravado para el incumplidor contractual doloso, pues debe
considerarse lo previsible tanto al tiempo de la celebración del contrato como al momento del incumplimiento. Es
pertinente recordar que el dolo no es el incumplimiento deliberado, sino que requiere producir un daño de manera
intencional o con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos (art. 1724, in fine).
604. Prueba

La carga de la prueba de la relación de causalidad corresponde a quien la alega, excepto que la ley la impute o la presuma. La carga
de la prueba de la causa ajena, o de la imposibilidad de incumplimiento, recae sobre quien la invoca (art. 1736).

Dicha solución es aplicable tanto en el terreno contractual como en el aquiliano, lo que resulta consistente con el
principio que rige en materia procesal (art. 377, Cód. Proc. Civ. y Com. de la Nación).

Ahora bien, conviene aportar algunas reflexiones sobre el referido art. 1736. La norma parece tener a la vista la
responsabilidad extracontractual. En ella, quien reclama debe probar la relación de causalidad entre el hecho del agente
y el daño sufrido y, además, que el resultado dañoso usualmente se deriva de ese hecho conforme el juicio de
probabilidad realizado. Pero en materia contractual, quien reclama deberá acreditar que las partes previeron o pudieron
prever la consecuencia perjudicial causada por el incumplimiento al momento de celebrar el contrato (art. 1728). En otro
orden de cosas, la norma impone al demandado que pruebe la causa ajena o la imposibilidad de cumplimiento. Ello
implica, por un lado, que si el demandado alega eximentes que rompan el nexo causal, debe él probarlas; pero, por otro
lado, si el demandado niega haber tenido participación en el hecho dañoso, la carga de la prueba recae en quien reclama
pues deberá acreditar la relación de causalidad (conf. Fiorenza, Alejandro Alberto, La función resarcitoria de la
responsabilidad civil, p. 105, Ed. El Derecho, 2018).

En cuanto a la señalada "presunción de causalidad", que constituye una novedad, por nuestra parte consideramos que
no existe tal presunción: si se trata de supuestos de responsabilidad subjetiva, la presunción no podría ser sino de
culpabilidad, y si se trata de casos de responsabilidad objetiva —riesgo— en realidad no se presume la causalidad sino
lisa y llanamente la responsabilidad.

Así por ejemplo, en materia de responsabilidad del principal, de los padres, del titular de establecimiento educativo,
se requiere la prueba causal que ha sido el dependiente, el hijo, un alumno, quien causó materialmente los daños (arts.
1753, 1754 y 1767); en caso de responsabilidad del dueño y guardián por el riesgo o vicio de la cosa, es menester la
demostración de la participación activa de la cosa y los daños consecuentes (art. 1757), y si se trata de riesgo de la
actividad, es necesario probar que el daño se produjo en el desarrollo de una actividad riesgosa o peligrosa (art. 1758);
y, finalmente, en los supuestos de responsabilidad colectiva y anónima, es menester la demostración de la identidad de
los sujetos que integran un determinado grupo, aunque no sea posible la del autor material de los perjuicios (arts.
1760 a 1762).

D. — Factor de atribución

605. Concepto

El factor de atribución, también llamado criterio de imputación, constituye el elemento axiológico o valorativo en
cuya virtud se le adjudican a determinada persona ciertas consecuencias dañosas. Permite contestar la pregunta ¿por
qué debe responder?: por haber causado daños con culpa, porque derivan de la creación de un riesgo, etcétera.

Imputar significa atribuir a alguien responsabilidad de un hecho reprobable. Jurídicamente corresponde distinguir
dos planos: (i) el causal, que permite identificar al autor del daño y delimitar las consecuencias reparables; y (ii) el de los
criterios de imputación, que permite justificar la razón por la que se debe responder.

El Código Civil y Comercial establece que la atribución de un daño al responsable puede basarse en factores objetivos o
subjetivos (art. 1721, 1ª parte). La culpa y el dolo integran los factores subjetivos de atribución (art. 1724, 1ª parte),
mientras que en los casos en que la culpa del agente sea irrelevante a los efectos de la atribución de la responsabilidad,
estaremos ante un supuesto de factor objetivo (art. 1722).

Como se puede advertir, el Código conceptualiza al factor de atribución objetivo de manera negativa, por oposición a
la culpa. El confronte o comparación con los criterios subjetivos resulta útil, pues aquí no se ingresa al campo volitivo
que es propio del discernimiento como operación del intelecto, no se incursiona en la esfera o radio dominada por la
voluntad del sujeto.

Se prescinde así de la pesada y fatigosa maquinaria de lo volitivo y se recurre al contundente sustento que
proporciona el basamento causal, únicamente en los supuestos en que resulta justo subrayar la materialidad de los hechos,
derivar de ella misma las consecuencias jurídicas para el agente que la aporta (y también —eventualmente— para quien
se proyecta responsabilidad). En numerosos supuestos esta "captación" resulta suficiente para que nazca el deber
indemnizatorio, y logra colocar en el centro de la escena a la víctima. Son ejemplos de estos supuestos, entre tantos
otros, la responsabilidad que recae sobre el empleador por las consecuencias derivadas de una accidente laboral por el
uso de maquinarias, o sobre el transportista por los daños sufridos por un pasajero teniendo en cuenta el riesgo que
implica el uso del automotor, o sobre los integrantes de la cadena de producción por los daños sufridos por el
consumidor, o sobre el propietario de un establecimiento educativo frente a los daños sufridos por un alumno.

En muchas ocasiones el Código determina la aplicabilidad de uno u otro criterio de manera expresa, tal como ocurre
con los arts. 1750, 1753, 1755, 1757, 1759, 1767, 1768, 1769 y 1771; en otras, lo hace de forma tácita (arts. 1710, 1718, inc.
b], párr. 2º e inc. c] in fine, 1719, párr. 2º, 1749, 1756, 1760, 1761, 1762, 1763 y 1770).

Sin embargo, debe destacarse que en ausencia de normativa, el factor de atribución es la culpa (art. 1721, in fine). Se trata de
una norma de clausura del sistema de imputación de la responsabilidad, que procura aventar cualquier duda que
pueda suscitarse ante el silencio legal.

En verdad, la culpa conserva importantes áreas de aplicación como, por ejemplo, en las obligaciones de medios y en
los supuestos dañosos que en los márgenes del alterum non laedere involucren la responsabilidad del sujeto por hecho
propio.

Pero, además, y aún dentro de un régimen objetivo, la culpa juega un papel relevante, pues por su intermedio se
alcanza el delicado equilibrio de los intereses en juego y resulta un imprescindible contrapeso. Téngase presente, por
ejemplo, que el propio damnificado o un tercero por quien no se debe responder pueden interferir culposamente en la
producción de los daños, fracturando de manera parcial o total el nexo de causalidad (arts. 1729 y 1731). También, en el
relevante campo de las ulteriores acciones de regreso, la culpa constituye el fundamento que determina quién afronta
en definitiva las consecuencias patrimoniales del pago de la indemnización.

1. — Factores subjetivos

606. Los factores subjetivos

Hemos señalado antes que la culpa y el dolo integran los factores subjetivos de atribución de la responsabilidad (art.
1724, 1ª parte). Corresponde, ahora, analizarlos.
607. La culpa. Concepto

La culpa consiste en la omisión de la diligencia debida según la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el
tiempo y el lugar (art. 1724, 1ª parte).

Para determinar con precisión su contenido exacto, corresponde perfilar los deberes de diligencia impuestos por la ley
cuya violación fundamenta la imputación.

Por diligencia se entiende el cuidado y actividad en ejecutar algo, el poner todos los medios para conseguir un fin. La
persona diligente es la cuidadosa, exacta y activa.

El que actúa con culpa omite la conducta debida —sea ésta positiva o negativa— en materia de previsión de un daño.
No actúa de manera tal que evite razonablemente la causación de daños.

Integran la culpa dos elementos negativos: (i) la ausencia de la diligencia debida; y (ii) la ausencia de malicia o
intensión dañosa (que es propia del dolo).

Desde luego, la imputación con basamento en la culpa requiere una aptitud o cualidad en el sujeto, cierta capacidad
de entender o de querer. Es lo que se conoce como uso de la razón o discernimiento.

Es menester que el sujeto actúe "voluntariamente", y los hechos se juzgan voluntarios si son ejecutados con
discernimiento, intención y libertad (art. 260). En cambio, se reputa involuntario el acto de quien al momento de
realizarlo está privado de la razón, o el acto ilícito de la persona menor de edad que no cumplió diez años, o el acto
lícito de quien no cumplió trece años (art. 261), entre otros.

Aunque el sujeto no quiera el daño, hay voluntad porque quiere el acto —o la omisión— que lo causó. El resultado del
acto es previsible y no lo prevé, lo que viola el genérico deber de diligencia. Al promediar voluntad del medio aunque
no del fin (resultado), para el derecho es suficiente a los efectos de imputar responsabilidad.

608. Las manifestaciones de la culpa

La culpa comprende la imprudencia, la negligencia y la impericia en el arte o profesión (art. 1724, 2ª parte). Ellas son, por
tanto, manifestaciones o expresiones de concreción de la culpa.

Cuando el sujeto actúa de manera negligente, no tiene el cuidado que habría evitado el resultado dañoso; por ejemplo,
el profesional contratado para un casamiento, que no puede registrar la ceremonia religiosa por no haber revisado
previamente el adecuado funcionamiento de su equipo de audio y video.

Cuando el sujeto actúa imprudentemente, obra de manera precipitada o apresurada, sin prever las consecuencias
posibles; por ejemplo, el futbolista que al disputar un balón, levanta su pierna a la altura de la cabeza del contrario.

Por último, la impericia en el arte o profesión significa que el sujeto no sabe o no hace lo que debería saber o hacer en
razón de su oficio o profesión. Esta vertiente es muy importante para fundamentar la llamada "culpa profesional". Es el
caso del médico que, sin contar con el resultado de los estudios necesarios, diagnostica una dolencia ignorando los
principios científicos aplicables.

609. La culpa contractual y extracontractual

En el marco de la unificación de la responsabilidad civil contractual y extracontractual, es posible afirmar que la culpa
consiste en una idea unívoca que se aplica con el mismo sentido en ambos campos de la responsabilidad civil. Siempre
hay una obligación preexistente: sea por vía del incumplimiento prestacional acordado (pacta sunt servanda) o a través
de la comisión de un hecho ilícito que violenta directamente el principio cardinal de no dañar (alterum non laedere).

Con todo, puede puntualizarse que el deudor contractual debe adoptar las diligencias del caso para cumplir, su
actuación tiene siempre que encaminarse a la consecución de la finalidad acordada (no significa necesariamente que se
comprometa a alcanzarla), y en caso que no practique dichos cuidados (hace de menos, de más o algo diferente de lo
convenido) y cause daños, su conducta merece reproche y debe resarcir.

En la esfera aquiliana también existe siempre un deber de conducta, se trata del deber genérico y difuso de actuar de
manera de no causar perjuicios a terceros, por lo que se lo incumple en caso de omisión de la debida diligencia (arts.
1710, inc. a], y 1716).

610. Clasificación y graduación de la culpa

Todas las culpas no son iguales: hay máximas desaprensiones, groseros incumplimientos que traducen una
desconsideración por el otro rayana con el dolo, y a la par, meras desatenciones, descuidos, también reveladoras de
omisión de la diligencia debida.

El derecho romano distinguía entre culpa grave (lata), leve (levis) y levísima (levissima).

La culpa grave es la omisión de los cuidados más elementales, principales o básicos, que como son los mínimos no se
espera que nadie incumpla. Estamos ante un supuesto en el que no se advierte lo que cualquiera hubiera advertido. Por
tales razones, los efectos del obrar gravemente culposo son los mismos que los de la actuación dolosa
(conf. Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones, n° 504.a.1, Ed. La Ley, 2018).

La culpa leve es la ausencia de una diligencia calificable como normal, regular o mediana. Ella debía analizarse de dos
maneras muy diferentes: (i) en "abstracto", comparando la conducta del deudor con la de un buen padre de familia,
figura arquetípica tomada como patrón de referencia o ejemplo; y (ii) en "concreto", comparando el obrar del deudor
con su propia conducta anterior, siendo culpable sólo en caso que no prestara en el cuidado de lo ajeno la misma
diligencia que con las propias. La comparación en abstracto constituye un sistema riguroso, mientras que la
comparación en concreto es benévolo, porque precisamente persigue el propósito de beneficiar a ciertos deudores.

La culpa levísima consiste en la omisión de la diligencia que hubiera tenido el muy buen padre de familia.

El Código Civil y Comercial no erige a esta tradicional clasificación como herramienta central de ponderación y
determinación de regímenes diferentes, pero ocasionalmente acude a estos valiosos parámetros como, por ejemplo,
cuando dispone que en los daños causados por una acusación calumniosa sólo se responde por dolo o culpa grave (art. 1771); o
cuando en el contrato de franquicia dispone que el franquiciante responde por los defectos de diseño del sistema, que causan
daños probados al franquiciado, no ocasionados por la negligencia grave o el dolo del franquiciado (art. 1521).

Fuera del código, y a mero título ejemplificativo, la Ley de Seguros 17.418 establece que el asegurador queda liberado si el
tomador o el beneficiario provoca el siniestro dolosamente o por culpa grave (art. 70), y que el asegurado no tiene derecho a ser
indemnizado cuando provoque dolosamente o por culpa grave el hecho del que nace su responsabilidad (art. 114).

Como se puede advertir, y más allá de que se sostiene generalmente que su utilidad es relativa en términos de
valoración de conducta, lo cierto es que ocasionalmente esta clasificación permite distinguir una culpa de otra y aplicar
soluciones diferentes.
611. Valoración de la conducta

Ninguna conducta es culposa en sí misma, es decir, sin que se la relacione con otra, con la que resultaba exigible en el
caso concreto, por lo que para su dilucidación es menester ingresar en el terreno de la causalidad. No puede decirse que
el médico sea culpable de la muerte de su paciente sin más, como tampoco el abogado lo es por el hecho que la
demanda que presentó sea rechazada.

En efecto, en el procedimiento que se sigue para determinar si promedia o no culpa del sujeto, se compara la conducta
obrada con el estándar exigible, que surge del propio concepto legal de culpa: la omisión de la diligencia debida (art. 1724).
El análisis de la culpa invariablemente debe pasar por el tamiz de la causalidad, y tal estándar puede provenir
directamente de la ley o de la obligación (p. ej., contrato).

El análisis de culpabilidad es subjetivo, se practica estrictamente en el plano concreto, lo que sucede en el caso
específico. Es que el citado art. 1724 establece que la omisión de la diligencia debida debe valorarse según las
circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar.

Sin embargo, el análisis subjetivo es insuficiente para determinar si la conducta es o no culposa. Es menester otro
estudio, ahora desde el plano abstracto, en el que se encuentra la naturaleza de la obligación, propia de la materia causal.

Este discernimiento requiere de dos pasos: 1) una variable concreta, en la que se investiga la conducta del sujeto en el
caso específico, lo que hizo y cómo lo hizo, en captación desprovista de valoración; y 2) una variable abstracta, en la que
se identifica la naturaleza del deber violado ("no dañar a otro") o de la obligación incumplida (p. ej., el contrato y sus
particularidades objetivas), encarnados en todo caso con un modelo de conducta impuesto, como -por ejemplo- el del
buen padre de familia, o del buen hombre de negocios, o del hombre común diligente. Del confronte de ambas variables
se arribará a la conclusión de si el sujeto hizo o no lo que se esperaba y debía.

En materia contractual, si la causalidad del caso impone al sujeto un actuar diligente, el deudor cumple desplegando
su obrar comprometido aunque no alcance el resultado perseguido, pues en las obligaciones de medios no se
compromete a tanto; por ello, cuando el sujeto incumple esa obligación, nace su responsabilidad. Es el caso del médico
que debe actuar su prestación, orientada sin duda a satisfacer un interés (objeto), pero no se obliga a lograr la sanación.
Lo contrario sucede con las obligaciones de resultado (art. 1723), en las que al acreedor no le interesará si su deudor
obró diligente o negligentemente; le alcanzará para responsabilizarlo el solo incumplimiento que le impide alcanzar el
resultado prometido.

En el terreno aquiliano, en donde la regla alterum non laedere exige de todos los individuos un comportamiento
diligente (art. 1710, inc. a]), si no hay reproche que formular, no nace el deber reparatorio.

Para concluir, no está de más reiterar lo dicho antes (nro. 602): Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible al agente y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias (art.
1725, párr. 1º). Por esta vía es posible por ejemplo distinguir la mayor responsabilidad que compromete el especialista
respecto del generalista; en el suministro de una medicina se le exige una mayor diligencia al médico que a un
enfermero, y a éste que a un lego; lo propio en materia de construcción, se es más riguroso con un arquitecto que con un
maestro mayor de obras, y con éste más que con un albañil.

612. Prueba de la culpa

Como principio, la carga de la prueba de la culpa recae sobre quien la alega, a menos que exista una norma legal en
contrario (art. 1734), y, como regla, la culpa no puede ser presumida, a menos que tal presunción haya sido prevista por
la ley. Es el caso de los delegados en el ejercicio de la responsabilidad pa-rental, quienes responden como los padres por
el daño causado por quienes están a su cargo; sin embargo, se pueden liberar si acreditan que les ha sido imposible
evitar el daño, siempre que tal imposibilidad no resulte de la mera circunstancia de haber sucedido el hecho fuera de su
presencia (art. 1756).

A su vez, y sin renegar del principio general de que la culpa debe ser probada por quien la alega, cierto es también
que el juez está facultado a modificar tal criterio e imponer la carga de esa prueba en cabeza de quien esté en mejores
condiciones para hacerlo, teniendo en cuenta las circunstancias del caso y previa comunicación a las partes (art. 1735).
Es lo que se ha dado en llamar la teoría de las "cargas probatorias dinámicas".

613. Dispensa de la responsabilidad por el obrar culposo

En materia convencional es posible acordar que el deudor se libere del deber indemnizatorio si no cumple por su
culpa, es decir, se lo dispensa anticipadamente de responsabilidad si ocasiona perjuicios por omisión de la diligencia
que debía prestar. Significa por tanto una suerte de perdón anticipado, solución que se enmarca en el amplio marco de
la autonomía de la voluntad (art. 958). De todos modos, como las cláusulas de dispensa de responsabilidad constituyen
-en definitiva- una renuncia a derechos futuros, son de interpretación estricta (art. 948).

Los derechos que se pueden disponer de esta manera son los patrimoniales (salvo disposición específica en contrario),
así por ejemplo se puede acordar la fijación de un tope al daño resarcible, o dejar afuera a cierto tipo de perjuicio.
Además, esta posibilidad de dispensa no se extiende al supuesto de culpa grave pues, como ya hemos dicho, sus efectos
son los mismos que cuando se obra dolosamente, los que no son dispensables (art. 1743).

Por ello son inválidas las cláusulas que eximen o limitan la obligación de indemnizar cuando afectan derechos indisponibles,
atentan contra la buena fe, las buenas costumbres o leyes imperativas, o son abusivas (art. 1743, 1ª parte). No está de más
señalar que son derechos indisponibles los que protegen la vida y la integridad psicofísica; así por ejemplo el médico no
puede obtener de su paciente una renuncia anticipada a reclamar reparación de daños que le vaya a causar por mala
praxis. Y, a su vez, en el campo de los contratos de consumo, toda cláusula que limite la responsabilidad por daños se
tiene por no convenida (art. 37, ley 24.240).

Pero, cabe aclarar que, en cualquier caso, el damnificado puede renunciar a la acción ya nacida a su favor (art. 944).

614. El dolo. Concepto

La palabra dolo tiene diversas acepciones en derecho: El dolo para el derecho penal es la voluntad deliberada de
cometer un delito a sabiendas de su ilicitud, o, con otras palabras, es la voluntad consciente que se tiene de perpetrar un
acto que la ley califica como delito. En el campo del derecho civil tiene diferentes significados: a) cuando constituye un
vicio de los actos jurídicos (remitimos sobre esta cuestión a Borda, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, nros. 110 y ss., La
Ley, 2ª edición), b) cuando constituye un factor subjetivo de la responsabilidad, el que se configura por la producción de
un daño de manera intencional o con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos (art. 1724), lo que puede acaecer
tanto en el campo contractual como aquiliano. Éste es el significado del que nos ocuparemos seguidamente.

Comencemos por la disposición legal: El dolo se configura por la producción de un daño de manera intencional o con
manifiesta indiferencia por los intereses ajenos (art. 1724).

No hay mayor necesidad de aclarar la primera parte de la norma transcripta: la acción u omisión que persiga la
producción de un daño es dolo. Pero la norma añade que también es doloso el comportamiento que evidencia o
trasunta manifiesta indiferencia por los intereses ajenos.
El legislador ha querido elevar a esta categoría el supuesto conocido como dolo "eventual", es decir, cuando el sujeto
se representa internamente el resultado necesariamente ligado al efecto perseguido e igualmente actúa; no busca o
persigue ese daño, pero lo conoce —lo prevé— y lo ocasiona. Por ejemplo, el conductor de un automóvil que al pasar un
semáforo en rojo se representa que puede cruzar un peatón, e igual continúa la marcha.

El sujeto se encuentra ante las siguientes opciones: (i) sigue adelante con su plan que lleva aparejado el riesgo o
peligro concreto e inminente de lesión de un bien jurídico; o (ii) se abstiene de actuar. Para esta decisión el sujeto se guía
por una escala de valores y una máxima de riesgo: si prefiere la posibilidad de lesión de un bien jurídico, anteponiendo
sus particulares intereses, se trata de dolo eventual, y encuadra por tanto en la previsión legal del art. 1724, in fine.

615. Especies de dolo

El dolo puede ser directo o indirecto.

El dolo es directo cuando el agente produce o comete daños de manera intencional. El fin que persigue puede ser
(i) cierto, es decir que con relación al daño concretamente querido, lleva a cabo su acción para lograrlo, como quien
golpea con un artero puñetazo en el rostro de una persona para lesionarlo, o quien no paga lo que
adeuda para perjudicar a su acreedor; o (ii) incierto, el cual requiere la existencia del anterior, pues tiene lugar respecto
de perjuicios no buscados pero necesarios para alcanzar la meta perseguida, como ocurre con quien arroja una bomba
para matar a una persona y sabe que puede dañar a otras.

El dolo indirecto es el eventual, el que se produce con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos. El sujeto no tiene la
voluntad concreta de dañar, pero se representa el resultado e igualmente continúa, como el caso ya expuesto de quien al
pasar un semáforo en rojo se representa que puede cruzar un peatón e igual continúa la marcha.

616. Dispensa de la responsabilidad por el obrar doloso

Son inválidas las cláusulas contractuales que liberan anticipadamente, en forma total o parcial, del daño sufrido por dolo del
deudor o de las personas por las cuales debe responder (art. 1743, in fine).

La solución es obvia, pues no se puede consagrar de manera anticipada la irresponsabilidad del deudor en caso de
que éste incumpla intencionalmente las obligaciones contraídas, y lo propio sucede si su conducta traduce una
manifiesta indiferencia por los intereses ajenos.

617. Diferencias entre la culpa y el dolo

Tanto la culpa como el dolo requieren una aptitud o capacidad de entender o de querer, es decir, el sujeto actúa
voluntariamente; empero en el dolo el agente quiere tanto el acto como el daño resultante. El reproche que merece es,
por tanto, mayor.

El propósito dañoso identifica al dolo, mientras que a la culpa le falta dicho móvil. Sin perjuicio de lo expuesto,
conviene poner de manifiesto que el Código Civil y Comercial ha ampliado el contenido del dolo, pues a la ya regulada
"intención de dañar", se le suma la "manifiesta indiferencia por los intereses ajenos", lo que significa incorporar al
derecho privado la categoría denominada "dolo eventual", desarrollada por el derecho penal.
Antes ésta no escapaba al amplio marco conceptual de la culpa, ahora se reputa comportamiento doloso el que
traduce un manifiesto desinterés o desconsideración, una máxima desatención por las consecuencias de los actos
propios.

Las diferencias más importantes entre el dolo y la culpa son las siguientes:

a) La extensión del resarcimiento: Cuando existe dolo del deudor, la responsabilidad se fija tomando en cuenta las
consecuencias que se prevean o puedan prevenirse no sólo al momento de celebrar el contrato, sino también al
momento del incumplimiento (art. 1728, in fine), rigor sistémico que no tiene lugar fuera del ámbito contractual-
negocial.

b) La atenuación de la responsabilidad por razones de equidad: El juez no puede reducir la indemnización si los
daños se originan en el dolo del agente (art. 1742, in fine).

c) La dispensa anticipada de la responsabilidad: Es inválida la cláusula contractual que libera al deudor de los daños
que causa dolosamente él o las personas por las cuales debe responder (art. 1743, in fine).

d) En las obligaciones solidarias las consecuencias del incumplimiento doloso son personales y no se propagan a los
restantes coacreedores y codeudores (art. 838).

618. Dilución de las diferencias entre dolo y culpa

La distinción conceptual entre dolo y culpa, y las diferencias expresamente marcadas en el número anterior, no se
traducen en la regulación de dos regímenes muy disímiles entre sí.

El Código Civil y Comercial hace foco en el daño injustamente sufrido por la víctima más que en la modalidad de
causación del agente responsable, lo que se advierte rápidamente pues no se le dedica una norma autónoma sino que se
lo regula junto con la culpa en el mismo art. 1724.

Incluso, puede señalarse que cuando el Código ser refiere a la prueba de los factores de atribución, dispone que, a
menos que exista disposición legal específica, la carga de tal prueba corresponde a quien los alega (art. 1734).

Como consecuencia de ello, el dolo nunca se presume, por lo que la carga de su demostración incumbe a quien lo
alega como fundamento de su pretensión.

La culpa tampoco se presume, a menos que tal presunción haya sido prevista por la ley (véase nro. 612). Por ello, en el
terreno contractual, si el deudor compromete diligencia (obligación de medios), pesa sobre el pretendido acreedor
(damnificado) la carga de demostrar la culpa del agente a quien le imputa responsabilidad; por ejemplo, en el caso de
una mala praxis médica, el paciente tiene que probar que la impericia del galeno le produjo daños resarcibles. Y en
materia de obligaciones que nacen directamente de la violación del alterum non laedere, la culpa tiene que ser probada
por el damnificado, quien pretende ser acreedor de un resarcimiento.

Con todo, no debe olvidarse que el juez puede distribuir la carga de la prueba de la culpa o de haber actuado con la diligencia
debida, ponderando cuál de las partes se halla en mejor situación para aportarla. Si así lo considera, durante el proceso debe
comunicar a las partes que aplicará este criterio, de modo de permitir a los litigantes ofrecer y producir los elementos de convicción
que hagan a su defensa (art. 1735).
2. — Factores objetivos

619. Noción. Límites de la responsabilidad

Hemos señalado antes que el factor es objetivo cuando la culpa del agente es irrelevante a los efectos de atribuir
responsabilidad (art. 1722, 1ª parte). Entre ellos se destaca el llamado "riesgo creado", al que le dedicaremos particular
atención, pero también corresponde referirnos a otros factores, como los son la equidad, la seguridad, la garantía y la
solidaridad.

Antes de ingresar en el análisis particular de estos factores objetivos de responsabilidad, es importante recordar que
no siempre existe tal responsabilidad por la mera presencia de un factor objetivo. En efecto, el responsable se libera
demostrando la causa ajena, excepto disposición en contrario (art. 1722, 2ª parte). Con otras palabras, si no existe una
disposición en contrario, el responsable se libera demostrando la interrupción del nexo causal provocada por la
incidencia del hecho del damnificado en la producción del daño, o por el hecho de un tercero por el que no deba
responder, en tanto reúna los caracteres del caso fortuito (arts. 1729 y 1731). Naturalmente, y a menos que exista una
disposición en contrario, el caso fortuito o fuerza mayor, que son sinónimos, también exime de responsabilidad (art.
1730). Pero debe quedar claro que el sindicado como responsable no puede liberarse acreditando solamente su falta de
culpa.

Asimismo conviene añadir que cuando de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes, surge que el
deudor debe obtener un resultado determinado, su responsabilidad es objetiva (art. 1723). A esta cuestión nos referiremos más
adelante (nro. 623).

620. Riesgo creado. Concepto

Riesgo significa contingencia o proximidad de un daño.

La vida en sociedad es aceptar que se comparten ciertos peligros. Es una exposición permanente —a veces
inconsciente— a numerosos riesgos; basta con salir a la calle para enfrentar esa latente posibilidad. Frecuentemente
resultan consecuencia inevitable del desarrollo de las grandes urbes. El peligro que conllevan es asumido como "costo",
potenciado por una sociedad que se caracteriza por un consumismo desmedido.

A lo largo del siglo veinte se produjo un enorme incremento en la posibilidad de sufrir daños, como, por ejemplo, los
que se verifican en materia de accidentes automovilísticos (Argentina prácticamente encabeza los rankings de
mortandad universal), los aeronáuticos, los nucleares, los daños masivos provenientes de productos alimenticios y
medicinales, sin olvidar los que se producen por la contaminación del agua, del suelo y del aire, entre muchos otros.

El derecho pone el acento en el peligro o riesgo de ciertas cosas o actividades lícitas que escapan del completo control
del sujeto, pero que el legislador no prohíbe por razones de interés general.

Por ello, el fundamento del deber de responder se asienta sobre una apreciación o consideración estrictamente
objetiva, se ponderan parámetros materiales y prácticos. El eje del problema no reside en la culpabilidad del autor (se
prescinde de ello) sino en la causalidad, o sea, la determinación del hecho materialmente causante del daño.

Aunque decir que "la mera causación del daño genera la obligación de indemnizarlo" es simplificar demasiado las
cosas, es cierto que, comparativamente con la culpa, el fundamento en el riesgo creado privilegia la situación de la
víctima pues no le impone buscar y probar culpa alguna para que nazca su crédito resarcitorio. Incluso, cabe señalar
que una observación desde la praxis —siempre tan importante— revela que frecuentemente la demostración de la culpa
del agente causante del daño es harto difícil y termina por frustrar la acción indemnizatoria, beneficiando al causante
del perjuicio.

La doctrina del riesgo creado, por tanto, tiene un hondo contenido "solidarista", ya que beneficia a numerosas
víctimas, por ejemplo al presumir la responsabilidad del dueño y del guardián de la cosa por cuyo riesgo o vicio se
causó el daño y que sólo puede ser destruida a través de la demostración del casus, dinámica que —en lo sustancial— se
repite en materia de daños ocasionados en actividades riesgosas o peligrosas, o por los dependientes que proyecta
inexcusable responsabilidad al principal, entre otros. Asimismo, la presunción de responsabilidad que existe sobre
quien causó el daño, se traduce en otro beneficio a favor de la víctima: una facilitación del resarcimiento que
corresponde.

621. La recepción legal

La denominada teoría del riesgo creado ingresa en nuestro sistema jurídico con la reforma de la ley 17.711 al Código
Civil de Vélez, al establecerse que si el daño se hubiese producido por el riesgo o vicio de la cosa, el dueño o guardián
sólo se eximirá total o parcialmente de la responsabilidad acreditando la culpa de la víctima o de un tercero por quien
no debe responder (art. 1113, párr. 2º, parte final). Como puede advertirse, la responsabilidad surgía de los daños
causados "por el riesgo o vicio de la cosa", por lo que la teoría fue incorporada al cuerpo normativo de una manera
amplia, no circunscripta a determinada área ni tampoco a casos específicos.

La misma línea sigue el Código Civil y Comercial, aunque le confiere al riesgo creado un marco fáctico aún más
extenso pues también comprende —ahora de manera expresa— a las actividades riesgosas o peligrosas.

En efecto, el Código no sólo dispone que toda persona responde por el daño causado por el riesgo o vicio de las cosas, sino que
también expresamente alcanza a las actividades que sean riesgosas o peligrosas por su naturaleza, por los medios empleados o por
las circunstancias de su realización (art. 1757).

Por lo tanto, resulta suficiente con que se introduzca en el medio social un factor o elemento generador de riesgo para
terceros para que deba responderse objetivamente, se beneficie o no el sujeto. La responsabilidad se sostiene por la
misma generación del riesgo, no por el eventual beneficio que se derive de ella. Incluso, es importante añadir que la
responsabilidad por el daño causado no se exonera por la existencia de una autorización administrativa ni por el
cumplimiento de medidas de prevención (art. 1757, párr. 2°).

Más aún, en ciertas ocasiones puntuales alcanza el hecho de haber introducido la cosa sin conservarse siquiera su
dominio o guarda, como con el fabricante de un producto que responde por los perjuicios causados por el mismo, aun
cuando ya no sea su dueño, pues lo es el consumidor jurídico o material (arts. 5º y 40, ley 22.240).

622. Dimensionamiento de la teoría del riesgo creado

Desde la sanción de la ley 17.711 en el año 1968 comenzó un período de profunda transformación en el derecho de la
responsabilidad civil.

La incorporación de la teoría del riesgo creado representó un verdadero hito, pues re-direccionó el sistema hacia un
fundamento dual o binario. La reforma le insufló al Código Civil una fuerte dosis de objetivismo que lejos de fracturar
la estructura concebida por Vélez Sarsfield en el siglo XIX (subjetiva), vino a completar al sistema, a adaptarlo al nuevo
mundo.
En definitiva, ambos criterios de imputación resultan fundamentos concurrentes o confluyentes, absolutamente
imprescindibles.

El Código Civil y Comercial ha ratificado y profundizado este camino. En el plano cualitativo la culpa y el riesgo
tienen similar jerarquía, y ambas son necesarias, pero —debe reconocerse— en la práctica del derecho vivo sin duda
resulta más importante el factor objetivo de atribución.

La culpa hace largas décadas dejó de ser epicentro del sistema, pasando a serlo de manera paulatina el "daño injusto".
La razón de ello es contundente: la función del derecho de la responsabilidad civil no es sancionatoria, sino preventiva
y reparatoria.

623. Especies de riesgos

La doctrina ha procurado precisar el factor que permite imputar el riesgo a una persona. Así se habla de:

a) Riesgo creado: es el que hemos visto de manera general en el número anterior y hace recaer el resarcimiento sobre el
sujeto que originó o suscitó la contingencia del perjuicio. Es el caso típico del conductor de un vehículo que debe
responder por el daño causado en razón de que el automóvil es una cosa riesgosa, cuyo uso incrementa las
posibilidades de daños, como ocurriría cuando atropella a un peatón.

b) Riesgo provecho: acá se trata de afinar el criterio de imputación objetivo a tenor del mayor auge del tráfico comercial
y las ventajas económicas que se obtienen con la comercialización de cosas peligrosas. Como consecuencia de ello, se
amplía el espectro de legitimados pasivos dado que se incluyen a aquéllos que obtienen beneficios pecuniarios con la
producción de la cosa riesgosa. La influencia de esta concepción se verifica en cierta manera en la redacción del artículo
40 de la ley 24.240, cuando responsabiliza a otros sujetos más allá de quien enajenó la cosa.

c) Riesgo empresarial: en este caso se generaliza el análisis teniendo en cuenta todos los elementos que componen a una
empresa, como por ejemplo, los recursos humanos y el uso de bienes de capital. Se lleva a cabo un juicio de valor más
amplío, que ha impulsado a considerar a las actividades riesgosas como una categoría independiente de las cosas
riesgosas o viciosas.

624. Equidad

La equidad constituye una herramienta correctiva de la dureza del sistema normativo. Específicamente en el área del
derecho de la responsabilidad civil sirve para poder discriminar lo común de lo extraordinario, lo típico de lo atípico, y
brinda una solución de justicia en "casos difíciles".

Es un criterio objetivo que tiene un marco de aplicación bien específico y determinado: fundamenta la imputación en
materia de daños "involuntarios" (art. 261), como sucede por ejemplo con el menor de diez años, o con quien sufre
alteraciones mentales permanentes o prolongadas (art. 1750).

Esta norma (párr. 1º) establece que el autor de un daño causado por un acto involuntario responde por razones de equidad. Se
aplica lo dispuesto en el art. 1742. A su vez, esta última determina que el juez, al fijar la indemnización, puede atenuarla si es
equitativo en función del patrimonio del deudor, la situación personal de la víctima y las circunstancias del hecho.

La solución es necesariamente objetiva para superar el escollo representado por la falta de voluntad en el obrar del
agente, a quien no se le puede reprochar conducta por carecer de capacidad de culpa.
Otro supuesto de aplicación de la equidad como factor de atribución es el establecido por el art. 1718, inc. c: quien
causa un daño para evitar otro mayor, siempre que el peligro no se hubiese originado en un hecho suyo, tiene derecho a
ser indemnizado en la medida en que el juez lo considere equitativo.

625. Seguridad

Ya hemos dicho que el art. 1723 establece que cuando de las circunstancias de la obligación, o de lo convenido por las partes,
surge que el deudor debe obtener un resultado determinado, su responsabilidad es objetiva.

En sentido semejante, según el art. 775, el obligado a realizar un hecho debe cumplirlo en tiempo y modo acordes con la
intención de las partes o con la índole de la obligación. Si lo hace de otra manera, la prestación se tiene por incumplida...

Estas normas, junto con lo dispuesto por el art. 774 representan la expresa normativización de la útil clasificación que
distingue a las obligaciones según sean de "medios" o de "resultado".

En efecto, cabe preguntarse ¿puede el deudor asumir una obligación de asegurar o garantizar a su acreedor que
alcanzará determinado resultado?, ¿quién tiene semejante "control" o "dominio de la causalidad" para afrontar un
compromiso semejante?

Ello sucede si así lo determina el sistema normativo por razones de política legislativa (conveniencia general),
imponiendo el alea (contingencia) sobre el deudor por las posibilidades que éste tiene en orden a la debida ejecución de
su "plan prestacional", solución justa en función de los intereses comprometidos.

Si una persona es asaltada en una plaza pública o en cualquier esquina, podría pensarse que promedia
incumplimiento por parte del Estado del deber de seguridad, pero en el ancho terreno aquiliano no se cuenta con el
señalado "dominio causal" en grado tal que autorice la imputación, lo que sí acontece en materia contractual con ciertos
deudores.

Hay supuestos en los que se exige que la conducta desplegada por el deudor se adecue a las rigurosas coordenadas
del art. 1723, única manera de alcanzar una satisfactoria tutela del crédito resarcitorio. Sólo para dar un ejemplo, el
escribano está precisado a realizar un "estudio de títulos" que permita celebrar el negocio económico jurídico; su
servicio profesional debe proveer seguridad jurídica.

En suma, cuando el deudor se encuentra obligado a alcanzar resultados o fines, los "asegura", por lo que se eleva el
rigor (estándar) de conducta esperable. Para ello se prescinde de consideraciones subjetivas, la diligencia no alcanza
para ser reputada pago, los parámetros son objetivos, encuadre que beneficia a la víctima.

Por último, será menester distinguir las obligaciones de resultado "ordinarias" de las "agravadas", pues en estas
últimas el sistema es aún más exigente ya que el caso fortuito interno a la actividad no exime.

626. Garantía

Para un sector de la doctrina, constituye un criterio objetivo de imputación que tiene virtualidad en relevantes
sectores específicos de ambas órbitas de responsabilidad.

La ley misma es la que directamente por razones de política legislativa y con base en el interés social, presume la
responsabilidad de un sujeto a los fines de proteger adecuadamente el crédito de quien sufre daños injustos.

Por esta vía se contemplan la importancia del tópico y los distintos intereses comprometidos, y como resultado la ley
toma partido por la víctima. Así, por ejemplo, resulta tan necesario como justo que los padres o el principal se
constituyan en "garantes" de los perjuicios que causen sus hijos o subordinados.
Si bien el razonamiento es acertado, la explicación no termina de ser convincente. Es que la ley no impone deberes
jurídicos a las personas sin razones justificadas, por lo que la garantía legal viene a ser un "cómodo expediente" al que
se echa mano para cimentar responsabilidades de un sujeto por los actos de otro, pero en el fondo necesita nutrirse de
un contenido que valide el afianzamiento que ella supone. No obstante, resulta un argumento "a mayor abundamiento",
pues refuerza las bases objetivas en la que se apoya la responsabilidad por hecho de terceros.

627. Solidaridad

El valor solidaridad se destaca como un fundamento axiológico que justifica la reparación de ciertos daños
en ámbitos específicos, casos en los que se manifiesta especialmente una finalidad "redistributiva" o de "socialización" de
perjuicios para alcanzar el bien común.

Más que un criterio de imputación de responsabilidad, la solidaridad constituye una herramienta o mecanismo que
utiliza el Estado orientado al cumplimiento de los señalados propósitos en numerosos supuestos de naturaleza muy
diversa, como se deduce del par de ejemplos a los que seguidamente haremos referencia de manera sintética.

En caso de incapacidad absoluta del trabajador, son fundamentos de "seguridad social" los que operan en materia
laboral, pues en tal caso sin que importe el origen de la minusvalía, el trabajador tiene derecho a una indemnización de
los daños sufridos (arts. 212, 254 y concs. de la Ley de Contrato de Trabajo).

En el caso de víctimas del terrorismo de Estado, distintas leyes confieren indemnizaciones y subsidios a su favor
(leyes 20.007, 23.466, 24.411, entre otras).

En suma, como se desprende del sintético detalle precedente, todas estas medidas legales no encarnan necesariamente
el cumplimiento de una obligación indemnizatoria en cabeza del Estado, y desde luego el remedio que representan no
impide a los damnificados la formulación del reclamo reparatorio judicial en caso de corresponder.

Fundamentos de tipo solidarios fueron los que se aplicaron para resolver un caso totalmente atípico, complejo y
revelador de un cuadro de necesidad desesperante, que se dio en la Ciudad de Paraná, Entre Ríos, en el año 2001 (época
de la peor crisis económica nacional) (caso "Ortega"): tres niños morían de hambre, sus jóvenes padres eran indigentes y
no podían alimentarlos. El defensor de menores presentó un amparo ante la justicia para que el juez rápidamente
ordenara al Estado provincial su incorporación a un "plan alimentario" que evitara el fatídico desenlace. El juez con
competencia en lo civil hizo lugar al pedido, pero además —y aquí lo relevante del caso— como medida cautelar de
cumplimiento inmediato ordenó a un supermercado de la zona que proveyera de alimentos a los niños por un valor
mensual determinado, habilitando al supermercado —tercero que no tenía absolutamente nada que ver con los
hechos— a descontarlo de sus impuestos (el fallo ha sido comentado por Alterini, Atilio A., "Suplemento de Derecho
Constitucional", La Ley, 2002, p. 7).

§3. — Las eximentes

628. Metodología. La cuestión probatoria

El Código Civil y Comercial contempla a las eximentes de la responsabilidad en dos tándems separados: por un lado,
las "causas de justificación" que enervan la antijuridicidad (ejercicio regular de un derecho, legítima defensa, estado de
necesidad, asunción de riesgos y consentimiento del damnificado; arts. 1718 a 1720); y, por el otro, los supuestos
integrantes del casus que alteran el nexo de causalidad (hecho del damnificado, del tercero extraño y caso fortuito o
fuerza mayor; arts. 1729 a 1733).

Metodológicamente, hubiera correspondido un tratamiento conjunto, pues en definitiva todos son eximentes, y así es
como procederemos en esta obra.

Asimismo, y de manera preliminar, conviene recordar que, a menos que exista una disposición legal en contrario, la
carga de la prueba de las circunstancias eximentes corresponde a quien las alega (art. 1734).

Por último, no está de más señalar que, si bien no son propiamente eximentes de responsabilidad, existen otras
circunstancias que impiden o, a veces, limitan esa responsabilidad. Así, por ejemplo, quienes no hayan cumplido diez
años de edad no responden por los actos ilícitos (art. 261, inc. b), más allá de la que les quepa a sus padres y tutores
(arts. 1754 y 1756) y de la posibilidad que tiene la víctima de reclamar la reparación del daño al propio menor fundado
en la equidad (art. 1750), o quienes han sido coercionados de manera grave, irresistible e injusta para realizar un acto
jurídico contra su voluntad y que causa un daño a otra persona, sin perjuicio de la responsabilidad que le cabe al autor
de la fuerza irresistible (arts. 276 y 277).

A. — El daño justificado

629. Generalidades

Hay supuestos en los que el sujeto produce daños que le son enteramente imputables desde el plano material-causal,
pero igualmente la obligación de resarcir no nace porque no son injustamente sufridos por el damnificado, o bien
operan razones de equidad que conducen a una reparación que puede ser parcial. Son los casos del sujeto que hiere a
otro al defenderse de una agresión ilegítima, o del policía que mata a un delincuente en ocasión de reprimir un delito, o
el de la persona que rompe la vidriera de una farmacia para poder socorrer de urgencia a quien se encuentra herido de
gravedad en la calle.

Se trata de conductas permitidas, lícitas, pues en definitiva traducen el ejercicio regular de derechos o el cumplimiento
de deberes, o bien son hechos no reprobados por el ordenamiento.

Así como no existe un "derecho a dañar", en ocasiones la causación de perjuicios no significa la violación de la
regla alterum non laedere. Es que hay conductas que aparejan daños, pero no hay fundamento alguno para
responsabilizar al sujeto que aporta la causalidad material.

En verdad, el autor del daño en estos casos, no obra de manera antijurídica sino conforme a derecho. Mientras en el
acto ilícito hay antijuridicidad en la conducta e injusticia en el daño, aquí la conducta es lícita y por tanto el daño
también lo es. Con otras palabras, existen determinadas circunstancias —denominadas "causas de justificación"— que
cuentan con virtualidad suficiente para redimir la ilicitud a un acto dañoso.

Por ello es que se le niega acción reparatoria al sujeto agresor que sufre perjuicios por parte de quien se limita a
defenderse, a los familiares del delincuente abatido por el policía, mientras que al dueño de la farmacia sólo se le
reconoce derecho a una reparación que puede ser parcial y, como se verá más adelante, fundada en razones de equidad.

630. La importancia del daño injusto

Del análisis del articulado en su conjunto del Código Civil y Comercial se desprende que el tándem "licitud-ilicitud" ha
perdido centralidad, ya no es el prisma a través del cual se mide la conducta (acción u omisión: causa) que aporta el
agente ni tampoco del perjuicio que sufre el damnificado. No hay allí una suerte de "filtro" para reputar injusto un
daño, el "umbral" no está en el carácter lícito o ilícito de la conducta del sindicado responsable. La noción de daño
injusto no puede ser derivada, de manera refleja, de la conducta injusta, pues no se trata excusar el antecedente que es
el hecho que ocasiona los perjuicios, sino en todo caso el consecuente que son los mismos daños.

La clave de nuestro sistema jurídico pasa por la determinación de la injusticia del daño sufrido, por lo que si
promedia una causa que lo justifique, no nacerá la responsabilidad, por eso hablamos de "daño justificado".

En el supuesto de afectarse un interés digno de tutela, la determinación de su protección no puede depender de una
previa calificación, para que sólo si la conducta resulta ilícita se deriven consecuencias jurídicas. En todo caso, si la
conducta es lícita o ilícita se presumirá que su consecuente, el daño, sigue la misma suerte.

Está claro que no existe un "derecho a dañar", todo daño como menoscabo de un bien ajeno y lesión a un interés no
reprobado en principio es injusto, y una excepción está dada por los casos de daño justificado.

Precisamente el legislador ha sido el que definió que el eje sistémico radicara en el daño injusto, y la determinación de
sus confines se canaliza a través de las previsiones legales que consagra como eximentes.

B. — Supuestos específicos de daño justificado

631. Enunciación

Los arts. 1718 a 1720 justifican a los "hechos" que causan daños en las siguientes circunstancias: (i) el ejercicio regular
de un derecho; (ii) la legítima defensa propia o de terceros; (iii) el estado de necesidad; (iv) la asunción de riesgos; y, (v)
el consentimiento informado del damnificado. Seguidamente veremos estos supuestos, a excepción de la asunción de
riesgos que, por razones metodológicas, la analizaremos junto con el hecho del damnificado más adelante (nro. 644).

1. — Ejercicio regular de un derecho

632. Noción

Dispone el Código Civil y Comercial que está justificado el hecho que causa un daño en ejercicio regular de un derecho (art.
1718, inc. a]).

Quien ejercita sus derechos dentro de los límites previstos por la ley, actúa en cumplimiento de la regla alterum non
laedere. Los perjuicios que pueda ocasionar no serán injustamente causados ni tampoco pueden considerarse
injustamente sufridos, por lo que no nace la obligación de repararlos.

Debe tenerse presente que es frecuente que los sujetos perjudiquen con su obrar: en los negocios alguien gana y otro
pierde, en el mercado quien aumenta su clientela lo hace a expensas de otro, etcétera.

Compete a los jueces determinar el marco dentro del cual el ejercicio de un derecho es "regular", lo que pone de
manifiesto su carácter relativo ante la existencia de límites que deben ser respetados (arts. 14 y 28, CN).

Quien excede los límites de su derecho, o sea, quien abusa de él, distorsiona el sentido o el espíritu de la norma,
incursiona en el campo de la ilicitud y a su vez —más importante aún— los daños ocasionados son injustamente
sufridos. Por ello, cuando el ejercicio del derecho es abusivo, esto es, cuando contraría los fines del ordenamiento
jurídico o excede los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres, el juez deberá ordenar lo
necesario para evitar sus efectos y procurar reponer al estado de hecho anterior e, incluso, fijar una indemnización (art.
10).
Es el caso del derecho de huelga, de raigambre constitucional (art. 14 bis), que si es ejercido "regularmente", no genera
responsabilidad por los daños que se ocasionen, pero tal responsabilidad existirá si la huelga es declarada ilegal, o si fue
realizada con el manifiesto propósito de dañar. Algo similar ocurre con los daños causados en competencias deportivas.
En efecto, un boxeador no es responsable por los daños causados por sus golpes reglamentarios; en cambio, lo es si los
golpes son antirreglamentarios, pues se causarían daños injustamente sufridos.

2. — Legítima defensa

633. Concepto

Establece el Código Civil y Comercial que está justificado el hecho que causa un daño en legítima defensa propia o de terceros,
por un medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión actual o inminente, ilícita y no provocada (art. 1718, inc. b], 1ª
parte).

La defensa es legítima si el sujeto la ejerce con medios racionales y causa daños a su agresor a los fines de detener un
ataque ilícito, actual o inminente, contra su misma persona o un tercero.

No se ampara por tanto a quien lanza o acepta un desafío a pelear, pues en este caso el sujeto se coloca
voluntariamente en dicha situación. Debe tratarse de un verdadero acto de protección ante un ataque injustificado.

634. Requisitos

Para que la defensa se considere legítima, es menester el cumplimiento de tres requisitos:

1) Que el medio empleado sea racionalmente proporcionado. Por tanto, deberá tenerse en cuenta el medio empleado y la
gravedad o peligrosidad del mal que procura evitarse, ponderándose las características psicofísicas y socioculturales de
los sujetos intervinientes (sexo, edad), lugar de ocurrencia, etcétera. Así, si un niño procura hurtar la billetera de un
adulto en el subte, no es un medio racionalmente proporcionado para repeler tal hecho que le dispare con un arma de
fuego. Con todo, pensamos que la racionalidad del medio empleado debe apreciarse con criterio amplio y que en la
duda cabe justificar el daño inferido (conf. Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones, n° 509.b, Ed. La
Ley, 2018).

2) Que se trate de una agresión actual o inminente. No es necesario que el ataque haya comenzado, pues acertadamente se
contempla el estadio inmediato previo (la "inminencia"). Pero el recaudo de la inminencia impide alegar legítima
defensa ante la amenaza de un daño futuro, para lo que será necesario recurrir a la autoridad pública.

3) Que la agresión sea ilícita. Quien teme sufrir daños pero en el marco del ejercicio de un deber legal o de la ejecución
de un derecho por parte de otro, no está autorizado a repeler la agresión.

635. El caso del tercero que sufre perjuicios

Consagra el Código Civil y Comercial que el tercero que no fue agresor ilegítimo y sufre daños como consecuencia de un hecho
realizado en legítima defensa tiene derecho a obtener una reparación plena (art. 1718, inc. b], 2ª parte).

Si una tercera persona resulta afectada, los perjuicios que sufre son injustos, y por tal razón se le reconoce derecho a
reparación.
Se trata del sujeto ajeno al hecho, no es agresor ni tampoco quien se defiende, pero sufre daños porque
ocasionalmente se encuentra en el lugar en que se producen los hechos, o porque bienes de su pertenencia allí se
encuentran.

Así por ejemplo, ante la agresión que sufre una persona en la vía pública con motivo de un intento de asalto, si quien
al defenderse empuja a una persona adulta que cae y se fractura la cadera, y/o le daña sus pertenencias (reloj, celular,
joyas), estará obligado al pago de una indemnización.

La reparación a la que tiene derecho el tercero es plena pues así lo dispone expresamente el nuevo código, solución
que resulta criticable. Es que no resulta igual que el reclamo se haga al agresor que al sujeto que se defiende. En el
primer caso, la reparación plena se impone con fundamento en dolo, pero en el segundo, lo más razonable es una
indemnización de equidad.

3. — Estado de necesidad

636. Concepto. Requisitos

Dispone el Código Civil y Comercial que está justificado el hecho que causa un daño para evitar un mal, actual o inminente,
de otro modo inevitable, que amenaza al agente o a un tercero, si el peligro no se origina en un hecho suyo; el hecho se halla
justificado únicamente si el mal que se evita es mayor que el que se causa. En este caso, el damnificado tiene derecho a ser
indemnizado en la medida en que el juez lo considere equitativo (art. 1718, inc. c]).

El estado de necesidad es la situación en que se halla una persona que, para apartar de sí o de otra un peligro
inminente que amenaza sus bienes personales o patrimoniales, causa legítimamente un mal menor a un tercero, que no
es autor del peligro. Es el caso de quien rompe la vidriera de una farmacia para poder socorrer de urgencia a quien se
encuentra herido de gravedad en la calle.

De la norma transcripta se desprenden los siguientes requisitos: (i) debe tratarse de un mal actual o inminente, por lo
que se aplican similares consideraciones a las efectuadas en el marco de la legítima defensa; (ii) el mal no debe
originarse en un hecho suyo; (iii) el mal no debe ser posible de evitar por otro medio, esto es que debe tratarse de la
única salida o camino para conseguir el propósito perseguido; (iv) la amenaza puede pesar sobre el propio agente que
causa el perjuicio, o sobre un tercero, si el peligro no se origina en un hecho suyo; y (v) el mal que se evita debe ser
mayor al que se causa, lo que supone un "balance de intereses".

637. La equidad como fundamento de solución

Como hemos visto, el damnificado tiene derecho a ser indemnizado en la medida en que el juez lo considere equitativo (art.
1718, inc. c], in fine).

¿Es justa la solución legal? Consideramos que sí, por las siguientes razones.

Ante la existencia de intereses que se encuentran en tensión, se comparan dos bienes, y si bien ambos merecen tutela,
como uno es mayor que el otro se protege el más importante, el que prevalece.

Ahora bien, socorrido el necesitado, salvado el bien mayor (o no), quedan los perjuicios que fueron causados con aquél
fin, los que se deben en justicia administrar, concretamente decidir qué bolsillo afectará finalmente.

Si bien desde la óptica de quien ha sufrido el daño sin merecerlo sería justo reconocerle derecho a una reparación
plena, no lo es responsabilizar con tamaño alcance al necesitado que causa daños por un hecho que no le resulta
imputable, y menos aún si los daños los produce otro sujeto que interviene solidariamente para socorrer a un
necesitado.

No está de más recordar que la conducta del sujeto que ocasiona perjuicios para salvar un bien mayor no merece
reproche, no puede considerarse culpable. Y particularmente delicada es la situación de quien provocó daños en favor
de otro (quien socorre), más que la del propio necesitado que, en definitiva, es quien se beneficia con el acto de aquél (el
socorrido).

Por lo demás, como no existen criterios fijos y seguros sobre la proporción en que los daños deben ser soportados, es
razonable que la norma legal delegue la determinación de la indemnización en la prudencia del juez.

4. — Consentimiento informado del damnificado

638. Noción

El Código Civil y Comercial establece que sin perjuicio de disposiciones especiales, el consentimiento libre e informado del
damnificado, en la medida que no constituya una cláusula abusiva, libera de la responsabilidad por los daños derivados de la lesión
de bienes disponibles (art. 1720). La propia redacción de la norma revela que tiene una función residual, es decir, que
primero deben aplicarse las reglas que se hubiesen establecido en la legislación especial sobre el consentimiento
informado.

El llamado principio de "autodeterminación" pone en un primer plano a la voluntad de cada individuo, y valida —en
principio— las decisiones que adopte conscientemente en lo referente a la disposición de sus propios derechos. En
materia patrimonial, esa consecuencia resulta asimismo del art. 14 de la Constitución Nacional, que consagra el derecho
de usar y disponer de su propiedad. En el derecho civil esos postulados se traducen, entre otras cosas, en el principio de
la autonomía de la voluntad y en la facultad de cada sujeto de disponer —con ciertos límites— de sus derechos
personalísimos. Por eso es lógico que la voluntad libre del damnificado constituya —en principio— una causa de
justificación del daño que pueda experimentar (Picasso, Sebastián, "La antijuridicidad", en Corte Suprema de Justicia de
la Nación. Máximos precedentes. Responsabilidad civil. Parte general, t. II, La Ley, 2013, ps. 250-251).

El consentimiento libre e informado del propio damnificado -y, añadimos, inequívoco- puede actuar como
justificación del daño que sufre, por lo que su efecto será la liberación de responsabilidad si los perjuicios surgen de la
lesión a intereses ligados a bienes disponibles. Desde luego, no debe tratarse de una cláusula abusiva. El consentimiento
dado siempre es revocable, sin perjuicio de la responsabilidad que pueda generar tal circunstancia.

Es el caso del paciente que autoriza a su médico a que le efectúe determinado tratamiento, o a que lo intervenga
quirúrgicamente (art. 19, inc. 3º, ley 17.132; arts. 5/6, ley 26.529), pues de lo contrario cometería el delito de lesiones.

C. — La causa ajena

639. Planteo

La causa ajena —casus— es el hecho o acontecimiento extraño al sindicado como responsable que altera —suprime o
desvía— el nexo causal, que lo exonera o atenúa su responsabilidad.

Abarca tres especies: (i) el hecho del damnificado; (ii) el hecho de un tercero por quien no se debe responder; y (iii) el
caso fortuito o fuerza mayor.
Esta categoría de eximentes comprende las tres especies referidas, unidas por el requisito clásico de la extraneidad: en
ninguna hay autoría ni por tanto relación causal entre el hecho del presunto agente y el daño.

Pero la causa ajena, según como impacte, puede producir una fractura total o parcial del nexo causal. En el primer
caso, al no promediar vínculo idóneo entre la conducta del supuesto autor y el daño, no se origina el deber de
responder; en el segundo, opera una concausa y la imputación se bifurca, desplazándose hacia otro centro en la medida
de su incidencia.

1. — El hecho del damnificado

640. Concepto

La responsabilidad puede ser excluida o limitada por la incidencia del hecho del damnificado en la producción del daño, excepto
que la ley o el contrato dispongan que debe tratarse de su culpa, de su dolo, o de cualquier otra circunstancia especial (art. 1729).

Estamos ante el supuesto de que la conducta del damnificado origina los daños que sufre, al ser autor material de sus
propios perjuicios. Por tal motivo, en principio, debe soportarlos, pues no existe posibilidad de responsabilizar a otro
sujeto. Es lo que sucede con quien cruza el paso a nivel ferroviario a pesar encontrarse la barrera baja y la chicharra
sonando; es claro que la empresa ferroviaria no ha aportado la causa adecuada de los perjuicios. No son daños
injustamente sufridos, son "auto-daños".

No obstante, es menester detenerse en las circunstancias fácticas en las que se originan los perjuicios, pues es posible
que promedien razones válidas para endosarlos a otros, justificándose una imputación. Ello puede suceder en tanto y
en cuanto el sujeto a quien se responsabiliza haya aportado "cierta" causalidad, basamento para practicar la señalada
traslación de daños. Siguiendo con el ejemplo dado, si el conductor decide cruzar las vías del tren porque esa barrera y
chicharra funcionan siempre mal, se produce una interrupción parcial por el hecho de la víctima.

641. Importancia de la causalidad

El hecho del damnificado opera como una causa extraña a la que aporta el sindicado autor, pues suprime o desvía el
curso de los sucesos y genera una relación causal propia.

Por lo tanto, la clave de la liberación de la responsabilidad radica en la materia causal. En principio debe asignarse al
simple hecho virtualidad suficiente para provocar la fractura —total o parcial— del nexo, pues afecta el presupuesto de
la causalidad del que subyace la autoría.

Es importante destacar que el Código Civil y Comercial (a diferencia del Código Civil de Vélez que requería la culpa
de la víctima para que se configurara la eximente; arts. 1111 y 1113), consagra como principio al mero "hecho" de la
víctima, lo que evidencia una ampliación o ensanchamiento de su virtualidad exoneratoria.

En función de la matriz causal, para que produzca efectos eximitorios debe tener lugar en el momento en que se
produce el evento dañoso. Por ejemplo, si una persona se lanza a cruzar una calle por la mitad de cuadra y se interpone
sorpresivamente en la marcha de un rodado que circula con luz verde a su favor y a velocidad reglamentaria,
embistiéndolo, no hay duda acerca de la incidencia causal que dimana de aquélla conducta, más allá que no se pueda
formular un juicio de reproche en su contra por ser menor de edad o incapacitado por una alteración mental grave.
642. Incidencia de la culpa o el dolo del damnificado o de otra circunstancia especial

Sin perjuicio de lo expuesto en el número anterior respecto de la incidencia del hecho del damnificado en la
producción del daño, el Código prevé, como excepción, que la ley o el contrato dispongan que debe tratarse de su culpa, de su
dolo, o de cualquier otra circunstancia especial (art. 1729, in fine).

Así, por ejemplo, al obrero que por una acción negligente o imprudente se corta un dedo mientras está operando una
máquina que pertenece a su empleador, se le confiere derecho a reclamar reparación, la que pierde sólo en caso de dolo
o fuerza mayor extraña al trabajo (art. 6º, inc. 3º "a", ley 24.557).

Inciden en esta decisión distintas variables socioeconómicas que se ponderan en la dimensión político-jurídica, pues
en definitiva se trata de administrar los riesgos de una manera justa y eficiente, colocándolo sobre las espaldas de uno u
otro según los intereses en juego.

643. Vicisitudes causales

Veamos tres diferentes circunstancias que operan en la mecánica causal, cada una de las cuales conduce a resultados
diferentes en materia de imputación.

La primera es si el hecho del damnificado resulta imputable al demandado. En este caso, este último es quien —por su
acción u omisión— provoca el hecho del damnificado. Por tanto, este hecho debe considerarse como una mera
consecuencia o derivación de aquella acción u omisión, por lo que resulta inepto para liberar al sindicado como
responsable.

Es el caso del daño sufrido por los pasajeros ferroviarios cuando son forzados a viajar de manera peligrosa (por
ejemplo, en condiciones de hacinamiento y con puertas parcialmente abiertas), pues la falta de adopción de medidas de
seguridad puede reputarse demostrativa de una causalidad que fundamenta la imputación de responsabilidad a la
empresa.

La segunda está dada por el origen de los daños, según que opere una sola causa o existan varias concausas.

Si los perjuicios que sufre la víctima reconocen como antecedente adecuado su propio hecho de manera exclusiva, el
efecto que produce será la total eximición del demandado. Pero puede darse un supuesto de exoneración parcial, si los
daños derivan de la acción relevante de dos causas que operan de manera concurrente, una aportada por la víctima y la
otra por el demandado. En este caso, corresponde distribuir la responsabilidad de conformidad con la "gravitación" o
incidencia causal de cada hecho en la producción de los perjuicios, sea cual fuere el criterio de imputación aplicable
(culpa, riesgo, etc.), lo que habrá de impactar en el quantum del resarcimiento. Así, por ejemplo, el peatón rezagado que
aparece sorpresivamente y resulta embestido antes de terminar de cruzar la avenida, cuando el semáforo acaba de
cambiar a verde para el tránsito vehicular.

Si hay culpa de la víctima y dolo del demandado, se entiende que aquélla resulta irrelevante ya que el dolo absorbe la
totalidad del daño. Es el caso del conductor que espera a que el peatón cruce la avenida —que lo hace sin contar con
semáforo a su favor— para poder atropellarlo.

La tercera es el hecho del damnificado que agrava los daños que le ocasiona otra persona. Así ocurre, por ejemplo, si
una persona es herida en una pierna por una patada en una competencia deportiva y no se asea adecuadamente,
produciéndose una infección que conduce a que finalmente le deban amputar el miembro.

La víctima está precisada a desplegar una conducta preventiva de mayores daños, la propia que se espera de un
hombre razonable. Caso contrario, su comportamiento incidirá en el quantum indemnizatorio pues no tendrá derecho a
la reparación de los nuevos daños que se deriven de esa conducta omisiva. Nos hemos referido más ampliamente a esta
cuestión al tratar el art. 1710, inc. c) (nro. 577).

644. Asunción de riesgos

La exposición voluntaria por parte de la víctima a una situación de peligro no justifica el hecho dañoso ni exime de responsabilidad
a menos que, por las circunstancias del caso, ella pueda calificarse como un hecho del damnificado que interrumpe total o
parcialmente el nexo causal (art. 1719, párr. 1º).

La norma regula la denominada "asunción de riesgos", la cual abarca los casos en los que el damnificado, de manera
plenamente consciente, se expone a situaciones de extremo peligro. En tales supuestos, de sufrir daños, carece de acción
para reclamar reparación si su conducta alcanza entidad (si califica) como "hecho del damnificado" pues interrumpe
total o parcialmente el nexo causal.

Sin embargo, debe advertirse que conocer un riesgo no importa su aceptación, ni mucho menos someterse a él
mansamente, sin posibilidad de formular reclamo alguno de las futuras consecuencias dañosas. Es necesario distinguir
entre los riesgos que son propios de la actividad, de aquellos otros extraordinarios y que no se producen normalmente
en ella: puede decirse que acepta los primeros, por lo que no nace responsabilidad y debe soportar los daños; en
cambio, respecto de los segundos, si se exceden los límites de lo que constituye la ley del juego, hay un autor
responsable.

La norma contempla específicamente los daños que se producen en situaciones de especial o extraordinario peligro,
en los que la eventualidad (probabilidad) dañosa se presenta notoria, evidencian una mayor previsibilidad de
consecuencias perjudiciales.

Si una persona muere por paro cardio-respiratorio al lanzarse de una avioneta en paracaídas, la empresa no
responderá en caso de haber comprobado su aptitud médica, si informó acabadamente los riesgos que apareja su
desarrollo y si las condiciones climáticas eran la adecuadas para la práctica de la disciplina, pero nacerá la obligación de
reparar si no chequeó la aptitud médica o si el salto tuvo lugar en una jornada de fuertes ráfagas que hacían
ingobernable el paracaídas (Ubiría, Fernando Alfredo, Reparación de daños derivados del transporte benévolo, Hammurabi,
2004, ps. 266-281).

645. Acto de abnegación y altruismo

Quien voluntariamente se expone a una situación de peligro para salvar la persona o los bienes de otro tiene derecho, en caso de
resultar dañado, a ser indemnizado por quien creó la situación de peligro, o por el beneficiado por el acto de abnegación. En
este último caso, la reparación procede únicamente en la medida del enriquecimiento por él obtenido (art. 1719, párr. 2º).

La norma no se relaciona con el deber jurídico de auxiliar que el Código Penal impone a quien pudiera hacerlo sin
riesgo personal (art. 108), sino que tiene en mira el acto voluntario y espontáneo de sacrificio, que se realiza con riesgo
grave para la vida del sujeto, debiéndose considerar —en principio— que los perjuicios que se puedan sufrir son
consecuencia de su propio hecho. Así, quien se arroja a un río para intentar rescatar a una persona que fue arrojada por
otra, podrá reclamar los daños que hubiese sufrido en el salvataje.

En cuanto a la reparación del perjuicio, el damnificado puede dirigir su acción tanto contra quien creó la situación de
peligro como contra el beneficiado por el acto de abnegación. En el primer caso, tiene derecho a una reparación plena;
en el segundo, en la medida del enriquecimiento del socorrido. Esta última solución merece algún reparo cuando los
daños del damnificado superan la medida del enriquecimiento del socorrido, pues en tal situación se conspira de
alguna manera contra el obrar solidario. Es por ello que el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de
2018 cambia la pauta y establece que la reparación de la que es acreedor el damnificado procede en la medida en que el
juez lo estime equitativo.

Finalmente, debe destacarse que la conducta del autor del acto debe ser razonable, es decir que el peligro que se
quiere evitar debe ser proporcionado con el fin perseguido. Así, si se pone en peligro la propia vida para salvar una
vida ajena, es un acto de altruismo pues resulta razonable y proporcionado, pero si se la arriesga para salvar una cosa o
un animal perteneciente a otro, la conducta dejar de ser razonable y se convierte llanamente en imprudente.

2. — El hecho de un tercero

646. Concepto

El hecho de un tercero, causante de un daño, puede provocar o no, según el caso, la responsabilidad de otra persona.
En efecto, el Código Civil y Comercial dispone que para eximir de responsabilidad, total o parcialmente, el hecho de un tercero
por quien no se debe responder, debe reunir los caracteres del caso fortuito (art. 1731).

Como se advierte, la ley distingue entre el tercero por el que se debe responder y el tercero por el que no se debe
responder.

Se responde por el hecho del tercero en los casos en que el sistema jurídico, por motivos de orden protectorio, impone
a una persona afrontar las consecuencias dañosas que otras producen, con fundamento en el riesgo, la seguridad u otro
criterio de imputación. En estos casos, garantizan la reparación de los perjuicios que se ocasionan, sin perjuicio a su vez
de la responsabilidad personal del causante material. Así, el principal responde por los daños causados por su
dependiente cuando actúa en ejercicio u ocasión de sus funciones (art. 1753), o los padres por los daños producidos por
sus hijos que se encuentren bajo su responsabilidad parental y habitan con ellos (art. 1754).

En cambio, si se trata de un tercero por quien no se debe responder, el único que debe hacerlo es el autor del daño. Es
por ejemplo lo que acontece si un amigo daña a otra persona. En lo que respecta al demandado a quien se pretende
responsable, opera una "causa ajena", pues el curso de los sucesos se ve desviado para generar una relación causal
propia, respecto de la cual ese pretendido responsable es ajeno.

En materia obligacional, la presencia de este hecho de un tercero obstaculiza o impide el pago por parte del deudor,
por lo que el incumplimiento material no es imputable; en el terreno aquiliano, provoca la fractura del nexo causal
respecto al sindicado responsable, por lo que la obligación directamente no nace, en todo caso su autoría es solamente
presunta.

La carga de su prueba pese sobre quien la invoca (art. 1736), por lo que será el demandado quien estará precisado a
demostrarlo si lo alega en defensa de la pretensión formulada en su contra.

Tal como los sostuvimos más arriba (nro. 643) al referirnos al hecho del damnificado, aquí también se entiende que el
hecho del tercero no debe ser imputable al demandado. Es que en tal caso, el hecho del tercero debe considerarse como
una mera consecuencia o derivación de la acción u omisión del demandado, por lo que resulta inepto para liberar al
sindicado como responsable.
647. Requisitos de procedencia

Para que produzca efectos exoneratorios, el hecho del tercero debe reunir los caracteres del caso fortuito (art. 1731, in
fine).

Para considerar fracturada la relación causal, aquí la ley es severa pues sólo libera al sindicado responsable si el hecho
del tercero resulta imprevisible, inevitable y ajeno al demandado.

Aquí el código practica una diferencia respecto al régimen asignado al hecho de la víctima, pues para esta última no
se impone que reúna los requisitos propios del caso fortuito (art. 1729).

Puede advertirse que el Código parte de la base de fomentar la prevención, por lo que pone la obligación en cabeza de
quien puede evitar los daños de la mejor manera o al menor costo. Si cualquier hecho del damnificado, sea o no
culposo, hace que este pierda su crédito indemnizatorio, es claro que elevará su nivel de prudencia.

El criterio del Código vigente es claro. Sin embargo, la solución no es aceptada pacíficamente. En efecto, al exigir la
norma que el hecho del tercero reúna los caracteres del caso fortuito, la eximente del art. 1731 pierde toda autonomía,
convirtiéndose en una mera aplicación del caso fortuito. Por ello, el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y
Comercial de 2018 omite la referencia al caso fortuito y establece que el hecho del tercero por quien no se debe
responder exime de responsabilidad cuando es causa exclusiva del daño.

3. — Caso fortuito o fuerza mayor

648. Concepto

El caso fortuito y la fuerza mayor son hechos que no han podido ser previstos, o que previstos, no han podido ser
evitados (art. 1730, párr. 1º, 1ª parte).

Cierto es que el caso fortuito ha sido tradicionalmente asociado con hechos de la naturaleza que salen de lo común
(terremotos, huracanes, erupción de volcanes, inundaciones, etc.), y que la fuerza mayor se relaciona con hechos del
hombre (guerra, huelga ilegal, acto de autoridad pública). Sin embargo, aunque sean distinguibles en el plano
conceptual teórico, ambas figuras producen similares efectos o consecuencias jurídicas. Por ello, el Código Civil y
Comercial las considera como sinónimos (art. 1730, párr. 2º).

649. La clave de la previsibilidad

Nadie está obligado a lo imposible, a anticiparse a lo que resulta casual, azaroso, a "lo que no se ve venir". Es claro que
no pueden exigirse virtudes adivinatorias.

Desde el plano de lo justo, como criterio de solución se aplican las reglas de la causalidad adecuada: el sujeto sólo
responderá de las consecuencias de sus actos en tanto sean las que acostumbran a suceder según el curso natural y ordinario
de las cosas (art. 1727, 1ª parte).

El análisis que se practica sobre la autoría del daño se apoya en parámetros de "previsibilidad", se exige del sujeto una
capacidad de anticipación propia de un hombre razonable, patrón objetivo en el que se aplica el método comparativo.
Por tal motivo, habrá que valorar la conducta del sujeto con la que es exigible en un estudio abstracto de los hechos.
650. Requisitos generales y especiales

Los requisitos para que el hecho pueda ser considerado fortuito y eximir de responsabilidad no son establecidos por
la ley. De manera general es menester que el hecho reúna tres condiciones: que sea imprevisible, inevitable y ajeno;
empero, estrictamente en el terreno obligacional (p. ej. contractual) también debe resultar sobreviniente y tener
actualidad. Los veremos seguidamente.

a) Imprevisibilidad. Un hecho es imprevisible cuando no puede ser anticipado por una persona medianamente
prudente, es decir, cuando acontece o tiene lugar sin que promedien señales que autoricen a considerar su ocurrencia
como factible o probable.

Dado su carácter extraño, raro, singular, atípico, resulta inesperado, sorpresivo en función del devenir de los
acontecimientos; de lo contrario, es posible tomar medidas preventivas para evitar el acaecimiento del perjuicio.

b) Inevitabilidad. El hecho es inevitable cuando no se lo puede superar, impedir o sortear. No se trata de una mera
dificultad, sino que debe resultar un obstáculo insalvable o invencible. En definitiva, el derecho sólo obliga al sujeto a
realizar conductas posibles y necesarias.

La inevitabilidad es el requisito clave del caso fortuito.

Lo que importa es que tal deudor, sin que le sea imputable y enclavado en la circunstancia que le sea propia, haya
sido impotente para evitar el hecho que obsta al cumplimiento de la obligación. La inevitabilidad es juzgada a la luz de
la naturaleza y alcance del objeto obligacional, marco del interés del acreedor tutelado.

La inevitabilidad del hecho dañoso debe ser: (i) total, porque si es parcial se debe cumplir la parte que resulta posible;
(ii) definitiva, porque si es temporaria se puede cumplir tardíamente, a menos que se trate de una obligación de plazo
esencial; (iii) absoluta, es decir que el obstáculo sea insalvable para cualquier persona que pueda encontrarse en
circunstancias similares; empero es pertinente señalar que puede hablarse de una inevitabilidad relativa del hecho
dañoso pues el art. 1732 exime al deudor de responsabilidad cuando la obligación se ha extinguido por imposibilidad
de cumplimiento objetiva y absoluta no imputable al obligado; y, (iv) física o moral, por caso, respectivamente, la
enfermedad que contrae el deudor de manera involuntaria y el cantante que no brinda el show porque ese mismo día
su esposa fue sorpresivamente internada en terapia intensiva.

Por el contrario, si el hecho sólo provoca una "dificultad" de cumplimiento, no resulta eximente. Así, por ejemplo, si
acontecimientos inevitables encarecen la prestación convenida por el deudor y se produce una distorsión del equilibrio
negocial. No es un supuesto de caso fortuito sino de aplicación de la teoría de la imprevisión (art. 1091).

c) Ajenidad. El agente presunto no debe haber colocado ningún antecedente idóneo para hacer posible el evento del
que surgen daños, pues de lo contrario participaría de su ocurrencia y por tanto le serían imputables. Con otras
palabras, el hecho debe resultar ajeno o extraño al sindicado responsable.

En materia de responsabilidad objetiva, se considera que el hecho debe ser extraño a la cosa o a la actividad, debe
producirse en el exterior de la esfera de acción por la que el deudor está obligado a responder (el acontecimiento debe
irrumpir desde afuera y no del interior). En caso de tratarse de una contingencia propia de la actividad que se
desarrolla, la causalidad jurídica se dilata o expande para alcanzar su responsabilidad. Así, la empresa ferroviaria
responde por los daños sufridos por un pasajero a raíz del incendio de un vagón del tren, producto del cortocircuito de
un fusible, pero no responde si el incendio obedece a la caída de un rayo.

d) Sobreviniente. Si el hecho existía en la etapa conformación del acuerdo, los sujetos ya lo conocían o bien, obrando
con diligencia, estaba a su alcance conocerlo. Por tanto, no puede ser reputado fortuito o casual, no es imprevisible.
Cuando esto sucede, la contingencia debe ser considerada como un elemento más, una variable que las partes han
tenido en cuenta y ponderado para arribar a determinado acuerdo negocial, pues quien asume riesgos cuenta con un
elemento de negociación que puede incidir en la fijación del precio.

Así por ejemplo, si a pesar de la inminencia de una guerra se decide igualmente celebrar un contrato cuya ejecución se
posterga en el tiempo, la efectiva ocurrencia del enfrentamiento armado no puede considerarse distorsiva de la
economía interna y justicia del acuerdo, por lo que el alza en el precio de los insumos utilizados no sustenta una causal
de resolución contractual, no exime al deudor por fuerza mayor.

e) Actualidad. Los efectos del caso fortuito deben verificarse exactamente en el momento en que se torna exigible el
cumplimiento de la prestación, ni antes ni después, pues de lo contrario no tienen entidad para eximir de
responsabilidad al deudor al no verse afectada su posibilidad de ejecución (pago). En el ejemplo recién referido, si ya ha
cesado el enfrentamiento armado que frustraba la entrega de la mercadería vendida en el lugar pactado, no hay razón
para que el deudor no la efectúe.

651. Prueba

En materia probatoria, su carga pesa sobre quien lo invoca para eximirse de la responsabilidad que se le atribuye (art.
1736).

Si se trata de un hecho notorio (p. ej. guerra, terremoto, etc.), igualmente es menester demostrar que dicha facticidad
es la que ha alterado el nexo de causalidad de la relación obligacional, es decir, la relación impeditiva del hecho notorio
con la ejecución prestacional, por ejemplo que la grave inundación afectó al campo y arruinó la cosecha vendida.

652. Efectos

El caso fortuito o fuerza mayor exime de responsabilidad, excepto disposición en contrario (art. 1730, párr. 1º, in fine).

La solución legal obedece a que se destruye el nexo de causalidad. Como los daños no resultan imputables a ningún
título (subjetivo u objetivo), deben ser soportados por quien los sufre.

El caso fortuito y la fuerza mayor inciden en la determinación de la autoría jurídica de los daños, son factores
relevantes que si intervienen en la producción de daños conducen a la exoneración del sujeto, a quien no se le puede
imputar perjuicios que no causó.

Si estamos ante un supuesto de responsabilidad extracontractual, el nexo causal se enlaza sin la afectación del sujeto
que no es su autor, por lo que no nace responsabilidad.

En el campo de la responsabilidad contractual, el caso fortuito provoca la extinción de la obligación por imposibilidad
de pago del deudor.

No está de más recordar que el deudor de una obligación queda eximido del cumplimiento, y no es responsable, si la obligación
se ha extinguido por imposibilidad de cumplimiento objetiva y absoluta no imputable al obligado. La existencia de esa imposibilidad
debe apreciarse teniendo en cuenta las exigencias de la buena fe y la prohibición del ejercicio abusivo de los derechos (art. 1732).

Ahora bien, y sin perjuicio de lo dicho antes, en algunos casos, aunque opere el caso fortuito, por existir una
disposición en contrario (art. 1730, párr. 1º, in fine), la responsabilidad igualmente nace, pues se les niega virtualidad
eximitoria.

Ello surge del párrafo citado del art. 1730 que establece "excepto disposición en contrario".
Dispone el art. 1733 que, aunque ocurra el caso fortuito o la imposibilidad de cumplimiento, el deudor es responsable en los
siguientes casos:

a. Si ha asumido el cumplimiento aunque ocurra un caso fortuito o una imposibilidad. Las partes pueden celebrar un "pacto
de garantía" en virtud del cual el deudor renuncia anticipadamente a la invocación del caso fortuito, asumiendo la
contingencia o riesgo de su acaecimiento (p. ej. el granizo que puede afectar la cosecha). Con todo, pensamos que esta
renuncia del deudor solamente puede ser dada en un supuesto de caso fortuito ordinario, pero no si el caso fortuito
fuera extraordinario. El primero está constituido por aquellos hechos que resultan poco acostumbrados y, por tanto, no
se sabe si ocurrirán ni, en su caso, cuándo ocurrirán. El caso fortuito extraordinario, en cambio, se refiere a hechos
absolutamente desacostumbrados y que racionalmente no pueden preverse, como ocurriría con un terremoto en la
ciudad de Buenos Aires.

b. Si de una disposición legal resulta que no se libera por caso fortuito o por imposibilidad de cumplimiento. Por ejemplo, según
la ley sobre accidentes nucleares, el explotador no se exime de los daños generados por una catástrofe natural de
carácter excepcional, solamente si se deben directamente a conflicto armado, hostilidades, guerra civil o insurrección
(ley 17.048,art. IV, ap. 3º "a" y "b").

c. Si está en mora, a no ser que ésta sea indiferente para la producción del caso fortuito o de la imposibilidad de cumplimiento. La
mora del deudor produce el fenómeno de la traslación de los riesgos; así, por ejemplo, si el locatario no restituye en
plazo la tenencia de la cosa mueble y ésta luego resulta destruida como consecuencia de un bombardeo que afecta el
lugar donde la tenía.

d. Si el caso fortuito o la imposibilidad de cumplimiento sobrevienen por su culpa. La culpa del deudor desplaza los efectos
del caso fortuito.

e. Si el caso fortuito y, en su caso, la imposibilidad de cumplimiento que de él resulta, constituyen una contingencia propia del
riesgo de la cosa o la actividad. El evento tampoco resulta extraño al sujeto, y por razones de política legislativa se decide
cargar sus consecuencias disvaliosas en el deudor (principio favor victimae); es el caso del colectivo cuya barra de
dirección se rompe y por ello embiste a un peatón (arts. 1757/8).

f. Si está obligado a restituir como consecuencia de un hecho ilícito. Por ejemplo, el ladrón no puede alegar caso fortuito
consistente en la pérdida o destrucción inculpable de la cosa que robó.

A los supuestos del art. 1733 cabe añadir el que prevé el art. 1936, párr. 2°. En efecto, el poseedor de mala fe vicioso no
puede invocar el caso fortuito pues responde de la destrucción total o parcial de la cosa, aunque se hubiera producido
igualmente de estar en poder de quien tiene derecho a su restitución.

§4. — La reparación indemnizatoria

653. La reparación plena

La reparación del daño debe ser plena (art. 1740, 1ª parte). También se dice que la reparación debe ser íntegra o integral.
Todas esas expresiones deben entenderse como sinónimos en su significado jurídico (conf. CSJN, voto del Dr.
Lorenzetti, 10/8/2017, "Ontiveros, Stella Maris c/Prevención ART S.A. y otros", Fallos 340:1038).

La norma no puede ser interpretada de manera literal porque es claro que en muchos casos el daño no puede ser
plenamente resarcido. Piénsese en el caso del pianista destacado que pierde una mano; cualquier indemnización que se
fije no podrá reparar plenamente el daño sufrido.
La plenitud de la reparación debe ser considerada jurídicamente y no en el plano material. Lo que se procura es que
sea lo más completa posible, que alcance la mayor adecuación entre el efectivo perjuicio sufrido y lo recibido a título
resarcitorio.

Por ello, el Código Civil y Comercial dispone que consiste en la restitución de la situación del damnificado al estado anterior
al hecho dañoso, sea por el pago en dinero o en especie (art. 1740, 2ª parte).

Es en especie, cuando tiene por objeto hacer volver las cosas al estado anterior al menoscabo; por ejemplo, reparar un
guardabarros destruido; es en dinero, cuando consiste en el pago de una suma monetaria suficiente (equivalente) para
restaurar los valores afectados.

El perjudicado tiene la facultad de optar por el reintegro específico, es decir por la restitución en especie, cuando resulta
posible. El reintegro específico, empero, está descartado cuando sea parcial o totalmente imposible, excesivamente oneroso o
abusivo, en cuyo caso se debe fijar en dinero (art. 1740, 3ª parte). La solución se aparta de la que preveía el Código Civil
de Vélez, luego de la reforma de la ley 17.771, que establecía como regla la reposición de las cosas a su estado anterior -
es decir, la reposición en especie-, a menos que fuera imposible, en cuyo caso la indemnización debía fijarse en dinero. Y
se añadía que el dam-nificado tenía el derecho a optar por la indemnización en especie (art. 1083). Nos parece una
solución superior. En efecto, aunque siempre el derecho debe ser ejercido de modo regular y que es inadmisible su
ejercicio abusivo (art. 10, CCyC; art. 1071, Cód. Civil según ley 17.711), parece claro que la víctima tiene un derecho
primario a ser repuesto en la situación original y que resulta inconveniente que se pueda amparar de alguna manera lo
que se ha dado en llamar el incumplimiento eficiente, que no es otra cosa que admitir una suerte de legitimación de
causar el daño, pagando.

Más allá de lo expuesto, lo cierto es que lo más común es que se indemnice el daño sufrido mediante la entrega de una
suma de dinero, modalidad reparatoria que ofrece notorias ventajas, y de allí que en la praxis es lo que el damnificado
acostumbra reclamar directamente, sea cual fuere el daño que padece.

Es que, considerando que el dinero es la "medida común de los valores", nadie mejor que la víctima para decidir su
destino una vez que la indemnización ingresa a su patrimonio. Añádase a ello que la indemnización dineraria evita la
contingencia que representa la producción de nuevos daños y la sucesión de conflictos por la utilización de elementos
de mala calidad en la realización de los arreglos efectuados por el deudor.

Cabe añadir que en el caso de daños derivados de la lesión del honor, la intimidad o la identidad personal, más allá de la
indemnización dineraria que corresponda, el juez puede, a pedido de parte, ordenar la publicación de la sentencia, o de sus
partes pertinentes, a costa del responsable (art. 1740, in fine). Es que la retractación del ofensor o la publicación de la
sentencia resultan instrumentos idóneos para paliar, al menos, los efectos disvaliosos sufridos por el ofendido.

Finalmente, no está de más decir que el principio de la reparación plena tiene algunas limitaciones legales, tales como
las que prevén los arts. 1742 y 1743. La primera, faculta al juez a disminuir el monto de la indemnización en función del
patrimonio del deudor, la situación personal de la víctima y las circunstancias del hecho, a menos que el responsable
haya obrado dolosamente. La segunda, da validez a las cláusulas de liberación anticipada de la responsabilidad,
siempre que el obrar del deudor no sea doloso.

654. Lo que debe indemnizarse

El Código Civil y Comercial dispone que la indemnización comprende la pérdida o disminución del patrimonio de la víctima,
el lucro cesante en el beneficio económico esperado de acuerdo a la probabilidad objetiva de su obtención y la pérdida de chances.
Incluye especialmente las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad personal, su
salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resultan de la interferencia en su proyecto de vida (art. 1738).
A la pérdida o disminución del patrimonio (daño emergente), al lucro cesante y a la pérdida de chances nos hemos
referido más arriba (nro. 589).

La norma dispone, en su parte final, que también deben indemnizarse las consecuencias patrimoniales de daños que
son extrapatrimoniales. La enumeración que se hace es meramente enunciativa. De todos modos, haremos una breve
mención a cada una.

Son derechos personalísimos, entre otros, el derecho a la vida, a la libertad, al honor, a la privacidad, a la no
discriminación, a la imagen. Estos derechos son inalienables, indisponibles e inenajenables. Pero si ellos son vulnerados,
la víctima está legitimada para reclamar su resarcimiento. Y ello se traduce en una compensación patrimonial.

La integridad personal es otro derecho personalísimo que se traduce en la indemnidad de todos los derechos que cuya
titularidad puede ostentar una persona. Esa integridad personal está compuesta por la salud física y psíquica, que el
propio Código también enuncia. La disminución de las aptitudes físicas o psíquicas de manera permanente, causa por
un obrar dañoso, debe ser reparada, al margen de que la persona tenga o no una actividad productiva, pues de lo que se
trata es de reconocer que la integridad física tiene en sí mismo un valor indemnizable (conf. CSJN, 12/4/2001, "Baeza c.
Provincia de Buenos Aires", Fallos 334:376).

El daño a las afecciones espirituales legítimas es el daño moral. Pero que quede claro que el daño moral no es sólo el
sufrimiento o el dolor, es más que ello. Adviértase que existen otras conmociones espirituales, como la preocupación
intensa o la aguda irritación vivencial, que pueden herir razonablemente el equilibrio espiritual. Por tanto, el daño
moral es la afectación de los derechos personalísimos, propios de la dignidad humana. Es la persona misma, en su
integridad, la que está en juego. Es a ella a quien hay que proteger y, en la medida de lo posible, compensar y satisfacer
ante la agresión injustificada.

Por último, el daño al proyecto de vida (cuya autoría intelectual pertenece al maestro peruano Carlos Fernández
Sessarego) se refiere a la afectación del ideal por alcanzar que tiene una persona, en la medida que cuente con las
capacidades y potencialidades que se lo permitan. Es el caso del promisorio jugador de fútbol, que se destaca entre sus
pares, y que sufre la pérdida de una pierna; es claro que esa situación es diferente de la que puede vivir un abogado
ante la misma mutilación.

655. Indemnización por fallecimiento

Dispone el art. 1745 que en caso de muerte, la indemnización debe consistir en:

a. Los gastos necesarios para asistencia y posterior funeral de la víctima. El derecho a repetirlos incumbe a quien los paga, aunque
sea en razón de una obligación legal. Nace, así, en cabeza de las empresas de medicina prepaga y obras sociales y empresas
de seguros, la posibilidad de reclamar al responsable el reintegro de lo gastado. No está de más señalar que en el
concepto "asistencia" se incluyen los gastos médicos y de enfermería, y el costo de los remedios, entre otros.

b. Lo necesario para alimentos del cónyuge, del conviviente, de los hijos menores de veintiún años de edad con derecho alimentario,
de los hijos incapaces o con capacidad restringida, aunque no hayan sido declarados tales judicialmente; esta indemnización procede
aun cuando otra persona deba prestar alimentos al damnificado indirecto; el juez, para fijar la reparación, debe tener en cuenta el
tiempo probable de vida de la víctima, sus condiciones personales y las de los reclamantes. El deber alimentario comprende lo
necesario para la subsistencia, habitación, vestuario y asistencia médica, teniendo en cuenta las condiciones y
necesidades del alimentado y las posibilidades económicas del alimentante (art. 541). Esta obligación que recae sobre el
responsable de la muerte prevalece sobre el deber alimentario que la ley pudo haber impuesto a otra persona.
Finalmente, en el monto del alimento fijado, el juez debe considerar el tiempo probable de vida de la víctima y sus
condiciones personales, a fin de procurar que la obligación alimentaria que se impone sea equivalente a la que habría
podido prestar la víctima.

c. La pérdida de chance de ayuda futura como consecuencia de la muerte de los hijos; este derecho también compete a quien tenga
la guarda del menor fallecido. La norma está pensada para amparar la vejez de los padres. A los efectos de valorar la
chance perdida, habrá que tener en cuenta el tiempo probable de vida de la víctima y las condiciones personales de esta
última y de quienes reclaman. En un caso, se otorgó a los padres de una criatura que falleció cuando sólo tenía 36 horas
de vida una indemnización por pérdida de chance, considerándose que existía una posibilidad de futura ayuda y
sostén, que era legítima y verosímil según el curso ordinario de las cosas particularmente en medios familiares de
condición humilde (CSJN, 17/3/1998, "Peón, Juan Domingo y otra c/Centro Médico del Sud. S.A.", Fallos, 321:487).

656. Indemnización por lesiones o incapacidad física o psíquica

Para establecer la indemnización que corresponde fijar por las lesiones o incapacidad física o psíquica que sufre una
persona humana, el Código Civil y Comercial introduce una fórmula de matemática financiera, que considera la
actividad del damnificado y el tiempo razonable durante el cual puede realizar actividades productivas o económicas
valorables.

En efecto, el art. 1746, primera parte, dispone que en caso de lesiones o incapacidad permanente, física o psíquica, total o
parcial, la indemnización debe ser evaluada mediante la determinación de un capital, de tal modo que sus rentas cubran la
disminución de la aptitud del damnificado para realizar actividades productivas o económicamente valorables, y que se agote al
término del plazo en que razonablemente pudo continuar realizando tales actividades.

La fórmula matemática procura evitar la existencia de indemnizaciones muy diferentes frente a situaciones similares,
lo que —lamentablemente— es común que suceda. Para la configuración de la fórmula será necesario considerar los
ingresos de la víctima (sueldos para quienes trabajan en relación de dependencia, declaraciones juradas de ganancias
para los autónomos), y el contenido patrimonial de labores que no se cobran (como la actividad del ama de casa) o de
actividades sociales que dejará de realizar por la propia lesión o incapacidad.

Asimismo, deberá considerar el tiempo durante el cual pudo hacer la actividad productiva, para lo cual podrá
considerarse la edad necesaria para obtener la jubilación o la edad promedio de vida. Esta última es más alta pero
también parece más razonable desde que la actividad de la persona humana suele extenderse más allá de la jubilación.
También deberá tenerse en cuenta el grado y tipo de incapacidad, recordando que los porcentajes de incapacidad física
y psíquica no se suman sino que deben armonizarse.

Por otra parte, el art. 1746, segunda parte, presume la realización de gastos médicos, farmacéuticos y por transporte que
resultan razonables en función de la índole de las lesiones o la incapacidad. En otras palabras, deben indemnizarse los gastos
que sean razonables con relación a la índole de la incapacidad o lesión, sin necesidad de aportar prueba directa de ellos.
Es que en estos casos, justamente por la situación que se está viviendo, muchas veces se extravían los comprobantes de
pago o, lisa y llanamente, no se los ha guardado. Pero no puede caber duda de que tales gastos han sido hechos pues
han sido necesarios para atender el daño sufrido. Claro está, se trata de una presunción iuris tantum que admite prueba
en contrario de la accionada.

Por último, en el supuesto de incapacidad permanente se debe indemnizar el daño aunque el damnificado continúe ejerciendo una
tarea remunerada. Esta indemnización procede aun cuando otra persona deba prestar alimentos al damnificado (art. 1746, parte
final). Es que el daño puede ser superior a la ganancia que pueda obtenerse de la tarea remunerada. Por lo demás, es
lógico que la indemnización proceda en el caso de que exista un obligado alimentario, pues el deber alimentario existe
ante la necesidad del alimentado, y tal necesidad no existiría de no habérsele causado el daño incapacitante.
Es atinente señalar, en consideración a lo expresado en el párrafo precedente, que la Corte Nacional ha resuelto que la
indemnización integral por lesiones o incapacidad física o psíquica derivadas de un accidente de trabajo debe reparar la
disminución permanente de la aptitud del damnificado para realizar actividades productivas o económicamente
valorables, daño específico que se debe indemnizar aunque el damnificado continúe ejerciendo una tarea remunerada,
pues la disminución indudablemente influye sobre las posibilidades que tendría la víctima para reinsertarse en el
mercado laboral en el caso de que tuviera que abandonar las tareas que venía desempeñando (CSJN, 10/8/2017,
"Ontiveros, Stella Maris c/Prevención ART S.A. y otros", Fallos, 340:1038).

657. Legitimación para reclamar la indemnización de las consecuencias no patrimoniales

Es necesario diferenciar entre damnificados directos e indirectos.

El damnificado directo, quien sufre en su persona el daño, está legitimado para reclamar la indemnización de las
consecuencias no patrimoniales (art. 1741, párr. 1º, 1ª parte). Cabe recordar que tales consecuencias no patrimoniales
indemnizables son las que se derivan de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad
personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resulten de la interferencia en su proyecto
de vida (art. 1738).

El damnificado indirecto (que abarca a ascendientes, descendientes, cónyuge y quienes convivían con la víctima
recibiendo trato familiar ostensible) está legitimado a título personal para reclamar la indemnización de las
consecuencias no patrimoniales si del hecho resulta la muerte de la víctima o ésta sufre gran discapacidad (art. 1741,
párr. 1º, 2ª parte).

La muerte de la víctima, y la lógica imposibilidad de que este accione, dispara la legitimación del damnificado
indirecto. En cuanto a la gran discapacidad —que debe ser total, permanente, irreversible y declarada judicialmente—,
ella genera dos damnificados que pueden accionar a título personal: la propia víctima, que lo hará por sí o por su
representante legal, y las personas mencionadas como damnificados indirectos que padecen daños personales
derivados de la atención, cuidado y convivencia con quien ha sufrido la gran discapacidad.

La acción que tiene el damnificado directo es transmisible a sus sucesores universales, siempre que aquél la hubiese
interpuesto (art. 1741, párr. 2º). Ello es así, pues resulta una potestad de la víctima iniciar o no la acción de reparación
del daño sufrido. Y si no la quiso iniciar, los herederos no pueden hacerlo. Entendemos, sin embargo, que la norma
debe ser interpretada teniendo en cuenta la situación del damnificado. Con esto queremos decir que no basta con que el
damnificado no hubiese iniciado la acción para que los sucesores universales estén impedidos de promoverla, sino que -
para que se produzca la consecuencia apuntada- tiene que haber una verdadera posibilidad en cabeza de la víctima
para iniciarla. Con otras palabras, si el damnificado no pudo iniciar el reclamo a raíz, por ejemplo, de haber perdido el
conocimiento desde que se produjo el daño hasta su muerte, ocurrida tiempo después, o que sin haber perdido su
lucidez ha estado internado luchando por su vida durante un tiempo determinado al cabo del cual murió, parece claro
que existió una clara imposibilidad de accionar que no obsta a que ese derecho pueda ser ejercido por sus sucesores
universales.

Finalmente, el monto de la indemnización debe fijarse ponderando las satisfacciones sustitutivas y compensatorias que pueden
procurar las sumas reconocidas (art. 1741, párr. 3º). Es claro que la indemnización no puede ser exactamente equivalente al
daño sufrido. Basta pensar en una persona que queda parapléjica: ninguna suma dineraria podrá reparar exactamente
ese daño, pero lo que deberá procurarse es brindarle satisfacciones sustitutivas y compensatorias que permitan al
menos mitigar la minusvalía.
658. Atenuación de la responsabilidad

El juez está facultado a fijar la indemnización. Incluso, puede atenuarla si es equitativo en función del patrimonio del deudor,
la situación personal de la víctima y las circunstancias del hecho (art. 1742, 1ª parte). Como se advierte, con un carácter
excepcional pues se está favoreciendo al causante del daño, se prevé la posibilidad de atenuar la indemnización que
correspondería fijar atendiendo a las situaciones personales de víctima y responsable, entre las que se destaca la
posición económica de ambos.

Esta facultad, sin embargo, no es aplicable en caso de dolo del responsable (art. 1742, in fine), esto es, cuando ha tenido la
intención de causar el daño o ha obrado con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos.

659. Rubros de la cuenta indemnizatoria

La indemnización está integrada por tres conceptos —capital, intereses y costas— que son necesarios para que la
reparación pueda considerarse plena (art. 1740).

El capital al que tiene derecho la víctima es la cantidad de dinero total que resulta de la sumatoria de los distintos
daños resarcibles que padece (también llamados conceptos, partidas o renglones indemnizatorios). Ellos son, por
ejemplo, daño emergente, lucro cesante, pérdida de la chance, daño espiritual, interferencia en el proyecto de vida,
incapacidad física y psíquica, daños por fallecimiento.

Los intereses son los aumentos paulatinos que experimentan las deudas que se afrontan o cancelan en dinero. Los
intereses se calculan sobre el monto del capital.

Los intereses pueden ser clasificados en compensatorios, moratorios y punitorios (arts. 767/769). Ya nos hemos
referidos a ellos antes (nros. 228 y ss.), y allí nos remitimos. Lo que importa destacar ahora es que el resarcimiento del
daño moratorio es acumulable al del daño compensatorio o al valor de la prestación y, en su caso, a la cláusula penal
compensatoria (art. 1747, 1ª parte).

Ahora bien, ¿cuándo comienza a correr el curso de los intereses? Será necesario diferenciar el régimen de las
obligaciones de fuente aquiliana de las que se originan en el incumplimiento obligacional (contractual):

En materia extracontractual, el art. 1748 dispone que el curso de los intereses comienza desde que se produce cada perjuicio,
solución acertada pues permite distinguir las partidas o conceptos si los daños se producen en diferentes momentos.
Así, por ejemplo, si fruto de graves lesiones físicas incapacitantes, un año después la víctima es sometida a una costosa
intervención quirúrgica, recién a partir de allí correrán los intereses correspondientes a dicho gasto.

En cambio, en materia de incumplimiento obligacional rige lo dispuesto por los arts. 886 y 887 que establecen el
principio de la mora automática, y se prevén como casos de excepción a las obligaciones que están sujetas a plazo tácito,
las que tienen plazo indeterminado propiamente dicho, y las que no tienen plazo. Nos hemos referido al principio de la
mora automática y sus excepciones antes (nro. 372 y sigs.) y allí nos remitimos.

Es importante señalar que el juez está facultado para morigerar la acumulación del resarcimiento del daño moratorio
cuando ella resultare abusiva (art. 1747).

Por último, las costas son los gastos que demanda el desarrollo del proceso, como ser tasa judicial, honorarios de los
profesionales intervinientes (abogados, peritos), etcétera.

En principio los afronta quien pierde el juicio, y ello no como una sanción sino simplemente como resarcimiento al
vencedor de los desembolsos que tuvo que efectuar para obtener el reconocimiento de su derecho en juicio. Adviértase
que si las debiera pagar quien ganó, se retacearía la integridad de su crédito indemnizatorio que no sería pleno.
660. Valuación del daño

Valorar un daño significa medirlo, cuantificarlo. Se trata del valor de los perjuicios sufridos, para restituir a la víctima
al estado anterior al hecho dañoso (en la medida de las posibilidades). En términos llanos, consiste en ponerle precio al
perjuicio.

La valuación de la indemnización de daños puede tener lugar por vía convencional, legal, judicial o arbitral:

En la valuación convencional, las mismas partes contratantes —teniendo en cuenta que se trata de un derecho
disponible, art. 962— acuerdan el quantum, con fundamento en el art. 958. El acuerdo puede realizarse antes de
acaecidos los perjuicios (por ej., la cláusula penal) o luego de ocurridos (v.gr., la transacción).

En la valuación legal, la propia ley establece el quantum o fija una suma máxima, como ocurre con el Código
Aeronáutico que prevé el pago de sumas indemnizatorias que reconocen un límite máximo (por ej., ante el extravío de
mercancías o equipaje, art. 145). En otros casos, fija parámetros a tener en cuenta como los del art. 1746 que ya hemos
visto antes (nro. 656).

En la valuación judicial, el juez la realiza para el caso concreto sometido a su examen y decisión, y se basa en el
resultado de las pruebas producidas.

En la valuación arbitral, el árbitro la practica el árbitro conforme las pautas señaladas precedentemente.

A los efectos de realizar una correcta valuación del daño será necesario discriminar diferentes variables que impactan
en la reparación del daño, tales como el sexo, la edad, el estado civil, los estudios realizados, la profesión y/o empleo, la
composición del núcleo familiar, etcétera, a lo que debe sumarse el dato clave consistente en el porcentaje de
incapacidad física y/o psíquica sufrida por el sujeto.

§5. — Responsabilidad contractual y extracontractual

661. La cuestión

Hemos señalado más arriba (nro. 573) que existe una firme tendencia a la unificación de la responsabilidad
contractual y extracontractual, y así se lee en los Fundamentos del Anteproyecto que dio origen al Código vigente.

Pero tal tendencia unificadora no significa homogeneidad. Lo que se reconoce es la unidad del fenómeno de la
ilicitud, lo que acarrea una pretensión de someter a la misma regulación tanto la responsabilidad contractual como la
extracontractual. Sin embargo, ello no implica desconocer las diferencias que el propio Código revela, y que son lógicas
por las causas diferentes del daño, una derivada del incumplimiento obligacional, la otra de la violación del deber de no
dañar. De hecho, los citados Fundamentos señalan que "la tesis que se adopta es la unidad del fenómeno de la ilicitud, lo cual
no implica la homogeneidad, ya que hay diferencias que subsisten". A lo largo de este capítulo hemos puntualizado algunas
de estas diferencias, como las que acaece en la relación de causalidad, cuya problemática es más compleja en el campo
de la responsabilidad extracontractual (nro. 601), o en la extensión del resarcimiento ante el supuesto de dolo (nro. 603),
o en el concepto de culpa (nro. 609), o en la valoración de la conducta (nro. 611), o en el régimen de intereses (nro. 659).
En otra parte de esta obra nos hemos referido a las diferentes posiciones que pueden existir respecto del plazo de
prescripción para reclamar la indemnización de daños derivados de la responsabilidad civil (nro. 543). Sin embargo, nos
parece útil hacer una exposición ordenada de las diferencias indicadas y de otras más que deben sumarse a ellas.
662. Las diferencias

Veamos las diferencias que existen entre la responsabilidad contractual y extracontractual:

a) El parámetro de la previsibilidad. Si bien ambos tipos de responsabilidad hacen hincapié en las consecuencias que eran
previsibles, en la responsabilidad extracontractual se tiene en cuenta la previsibilidad de un hombre prudente o
razonable, parámetro que se evalúa en abstracto; en cambio, en la responsabilidad contractual, se centra en lo que las
partes previeron o pudieron prever al momento de celebrar el contrato, existiendo entonces una apreciación en concreto
para ese caso. Se ha seleccionado, en este caso, un modelo subjetivo dado que en los contratos paritarios, a diferencia de
los contratos de consumo, las partes pergeñan un esquema de riesgos y beneficios. Más aun, ellas mismas pueden
determinar lo previsible, pudiendo fijar la extensión del resarcimiento para el supuesto de inejecución. Sólo en el caso
de que las partes nada hubieran pactado, responderán por las consecuencias previsibles.

No está de más señalar que el contrato, al permitir a las partes establecer los modos de cumplimiento de las
obligaciones, posibilita prever las contingencias que puedan acaecer, y acordar un régimen de consecuencias aplicable
para el caso de eventual incumplimiento, considerando incluso los daños que tal incumplimiento puede acarrear (art.
958). Así se determinará si la obligación es de medios o de resultado y se podrá convenir la extensión del resarcimiento
como ocurre con la cláusula penal. Significa, en otras palabras, que los autores del mentado acto jurídico están en
condiciones de crear a través de su autonomía su propio marco normativo, proceden a autorregularse. En cambio, en el
ámbito de la responsabilidad extracontractual, tales previsiones no pueden existir, en atención a que no se presenta una
circunstancia similar.

b) El momento de evaluación de la previsibilidad. En la responsabilidad extracontractual se tiene en cuenta si la


consecuencia era o no previsible al tiempo del acto ilícito, siempre que tengan un nexo adecuado de causalidad con el
hecho productor del daño (art. 1726), tratando de restituir a la víctima a la situación en que se encontraba antes de sufrir
el daño. En la responsabilidad contractual se tiene en cuenta si la consecuencia era o no previsible al tiempo de celebrar
el contrato y no de su incumplimiento (excepto en el supuesto de dolo, art. 1728, in fine). En este último caso (dolo),
cuando el incumplidor no cumple de manera intencional con el deliberado fin de causar un daño o, al menos, con una
manifiesta indiferencia por los intereses ajenos (conf. art. 1724, in fine), responderá tanto por las consecuencias previstas
o previsibles al tiempo de celebrar el contrato como por las mismas consecuencias al tiempo del incumplimiento.

c) El daño moral o extrapatrimonial. En líneas generales puede afirmarse que, sin importar si se trata de uno u otro tipo
de responsabilidad (contractual o extracontractual), procede reparar las consecuencias no patrimoniales en la medida en
que ellas sean probadas o, conforme las circunstancias del caso, puedan presumirse. Pese a ello, debe admitirse que en
los casos de incumplimiento de un contrato paritario debe existir un mayor rigor en el análisis de la prueba para
conceder tal reparación, pues debe examinarse con más detenimiento la índole del hecho generador y las circunstancias
del caso. Es que para que proceda la indemnización del daño moral en el campo contractual, las molestias o
incomodidades debe superar el riesgo propio del acto jurídico celebrado. Con otras palabras, no cualquier
incumplimiento contractual, por el solo incumplimiento, provoca un daño moral. Así, la no devolución de lo prestado
en un mutuo es insuficiente para determinar -por sí mismo- la existencia del daño moral. En cambio, en el campo de la
responsabilidad extracontractual, la lesión sufrida es fuente de daño moral, hablándose en este sentido de daño in re
ipsa.

d) El discernimiento. Más allá del principio de la capacidad progresiva que faculta a los menores que cuenten con edad
y grado de madurez suficiente para ejercer por sí los actos que le son permitidos por el ordenamiento jurídico (art. 26) -
como lo sería la celebración de contratos de escasa cuantía de la vida cotidiana, que se presumen realizados con la
conformidad de los padres (art. 684)-, el Código Civil y Comercial (art. 261) ha valorado edades diferentes a los efectos
de establecer si la persona humana tiene discernimiento para responsabilizarlo o no de los actos lícitos (13 años) e
ilícitos (10 años). Esto significa que entre los 10 y los 13 años, las personas menores de edad responden por sus actos
ilícitos, pero no por los actos lícitos justamente porque al carecer de discernimiento se juzga dicho acto como
involuntario. Se advierte, entonces, que se distingue según las mencionadas edades el momento a partir del cual se
responde en los campos contractual y extracontractual. Sin perjuicio de ello, debe tenerse en cuenta también que los
menores de diez años resultan pasibles de indemnizar por razones de equidad, tal como lo establece el art. 1750.

e) La competencia y la ley aplicable en el derecho internacional privado. En un supuesto de responsabilidad extracontractual,


en principio, la competencia es determinada por la propia ley (art. 2656) teniendo en cuenta el lugar del hecho o en
donde se proyectan las consecuencias dañosas directas o, en su caso, el domicilio del demandado. La parte actora,
usualmente el damnificado, goza de la potestad de seleccionar la jurisdicción que estime más conveniente.

El punto de selección del derecho aplicable consiste en el lugar donde se ha ocasionado el daño. Sin embargo, cabe
recurrir al ordenamiento jurídico del demandado si coincide con el domicilio del damnificado al momento de ocurrir la
producción del daño (art. 2657).

En materia contractual, la competencia y la ley aplicable son disponibles, es decir, las partes pueden convenirla
libremente, a menos que se estuvieran violando normas imperativas o de orden público (art. 2651).

En caso de no haberse ejercido la autonomía de la voluntad respecto a estos extremos, los puntos de conexión para
seleccionar el ordenamiento jurídico aplicable radican en lugar de cumplimiento o, de no poder determinarse éste, el
lugar del domicilio del deudor de la prestación más característica. Y si tampoco pudiera determinarse ese domicilio,
habrá que estar a la ley y usos del lugar de celebración del contrato (art. 2652).

f) La identificación del autor del daño. La identificación del autor del daño es más simple en el campo de la
responsabilidad contractual, pues -en principio- el causante del daño es el propio contratante incumplidor.

En el ámbito extracontractual, la autoría del daño, el criterio de imputabilidad, dependerá de las diferentes situaciones
que puedan presentarse. Así, (i) en un accidente de tránsito, por ejemplo, responde no solo el conductor del vehículo
sino también su dueño (art. 1758); (ii) cuando el hijo -que se encuentra bajo la responsabilidad parental de sus padres y
habita con ellos- causa un daño, ambos responden (art. 1754); (iii) principal y dependiente que cause un daño en
ejercicio o con ocasión de las funciones encomendadas responden (art. 1753). Estos supuestos son conocidos como casos
de responsabilidad indirecta o refleja.

Por el contrario, los sujetos que sean introducidos por el deudor para realizar el cumplimiento de la prestación
debida, no alteran su responsabilidad directa. Se trata de medios a los cuales recurre para poder cumplir (art. 732). Tales
razones explican que este supuesto no se encuentre comprendido por el art. 1753.

g) La valoración de la conducta y la culpa. Valorar la conducta es absolutamente necesario para determinar si el obrar ha
sido culposo o no. Tal proceso mental importa una comparación entre la conducta ejecutada y la que resultaba exigible
en el caso concreto. Para determinar si hay o no culpa del sujeto, debe compararse la conducta obrada con el estándar
exigible que consagra el derecho común: la omisión de la diligencia debida según las circunstancias de las personas, el tiempo y
el lugar (art. 1724). El análisis de la culpa debe pasar por el tamiz de la causalidad; ambas comparten -en cierta medida-
criterios similares de ponderación, y pueden provenir directamente de la ley o de la obligación.

El deudor contractual debe adoptar las diligencias del caso, debe poner todo su esfuerzo y capacidad para cumplir,
para alcanzar el fin perseguido aunque no lo alcance (a menos que se haya comprometido a una obligación de
resultado, pues en este supuesto ha garantizado alcanzar el fin), y en caso que no actúe de la manera indicada y cause
daños, deberá resarcirlos. Desde esta perspectiva, la responsabilidad se encuentra vinculada al incumplimiento concreto
del contrato y a la obligación asumida de manera específica por el deudor.

En la esfera extracontractual, por el contrario, existe un deber de conducta genérico y difuso de actuar, de manera tal
que no se cause perjuicios a terceros (el principio conocido como alterum non laedere). Por ello, cuando se omite la debida
diligencia, se incumple el mandato legal y debe repararse el daño causado (art. 1716). Pero puede ocurrir que aun
cuando el comportamiento fuera diligente, deba responderse por el daño causado (ej., el causado por el hecho de las
cosas y actividades riesgosas, art. 1757), por la presencia de criterios de imputación objetivos.

h) Responsabilidad plural. El art. 1751 soluciona el problema que se presenta cuando una pluralidad de personas
contribuye a la realización de un acto ilícito, ya sea en el papel de autor o partícipe: Si varias personas participan en la
producción del daño que tiene una causa única, se aplican las reglas de las obligaciones solidarias. Si la pluralidad deriva de causas
distintas, se aplican las reglas de las obligaciones concurrentes.

Esta norma no parece aplicable a los supuestos de responsabilidad contractual, pues el art. 828 dispone que la
solidaridad no se presume y debe surgir inequívocamente de la ley o del título constitutivo de la obligación. Por lo tanto, si no se
ha estipulado nada al respecto o no existe una particular norma legal, la obligación contractual y la responsabilidad
consiguiente que pueda generarse será simplemente mancomunada.

i) El daño moratorio. Dispone el art. 1747, 1ª parte: El resarcimiento del daño moratorio es acumulable al del daño
compensatorio o al valor de la prestación y, en su caso, a la cláusula penal compensatoria. Y el artículo siguiente establece que el
curso de los intereses comienza desde que se produce cada perjuicio. ¿Es esta norma aplicable a ambos supuestos de
responsabilidad?

Sin lugar a dudas lo es en materia aquiliana; ante cada hecho dañoso nace el deber de resarcirlo. Y estos daños pueden
darse a lo largo del tiempo, tal como la hipótesis de daño cierto futuro. Pensemos en un accidente de tránsito. Existen
daños que se habrán producido en el momento mismo de ocurrido el accidente y otros que podrán producirse después,
que son sobrevinientes como ocurre -por ejemplo- con los gastos y lucro cesante provocados por una cirugía reparadora
hecha tiempo más tarde.

En cambio, en materia de incumplimiento obligacional, lo que importa justamente es ese incumplimiento.


Recordemos que campea el principio de la mora automática (art. 886), salvo las excepciones que se prevén en el art. 887.
Es decir, el mero incumplimiento provoca el nacimiento de los intereses moratorios.

En ambos casos, el juez está facultado para morigerar la acumulación del resarcimiento del daño moratorio cuando
ella resultare abusiva (art. 1747).

j) Plazos de prescripción. Se asienta el principio general en el art. 2561, párr. 2°: El reclamo de la indemnización de daños
derivados de la responsabilidad civil prescribe a los tres años.

La interpretación literal conduce a sostener que la reparación de cualquier daño prescribe a los tres años. Sin embargo,
inmediatamente, se suscita un problema: la eventual superposición con el plazo prescriptivo genérico de cinco años,
que puede surgir ante un supuesto de incumplimiento contractual (art. 2560). Por ejemplo, la acción para reclamar al
locatario la devolución de la cosa al terminar el plazo contractual (art. 1210), prescribiría a los cinco años; pero el plazo
de prescripción para que el locador reclame por el daño sufrido a raíz de ese incumplimiento (vgr., no poder disponer
de la cosa) se vería reducido a tres años.

Cabe recordar que la prescripción liberatoria debe ser interpretada con criterio restrictivo, por lo que en la duda habrá
que estar al plazo más amplio. Tal orden de ideas nos conduce a sostener que el plazo de prescripción de tres años
solamente resulta aplicable a los supuestos de daños derivados de la responsabilidad civil extracontractual.

En los casos de responsabilidad contractual, aunque la conducta del responsable configure también un hecho ilícito, la
acción del damnificado prescribirá en el plazo ordinario de cinco años.

Este serio problema que plantea el Código Civil y Comercial ha sido advertido por el Anteproyecto de Reforma del
Código Civil y Comercial de 2018, el cual ha optado por mantener el plazo genérico de prescripción de cinco años (art.
2560) pero ha fijado un plazo de tres años tanto para la acción de cumplimiento contractual como para la de reclamo de
la indemnización de daños (art. 2561 ter, incs. a y b).
A modo de cierre de toda esta cuestión de las dos órbitas de la responsabilidad y su pretendida unificación, es
conveniente recordar a Alterini, cuando decía: "es menester tener en cuenta que ciertas diferencias entre las órbitas
contractual y extracontractual no pueden ser eliminadas en cuanto conciernen a ontologías diferentes. Así como la
moda unisex no convierte al hombre en mujer, ni a la mujer en hombre, la unificación de régimen en materia de
responsabilidad no diluye ni puede diluir la distinta estructura del contrato respecto del acto ilícito" (Alterini, Atilio
A., Ameal, Oscar, López Cabana, Roberto, Derecho de Obligaciones Civiles y Comerciales, Abeledo Perrot, 1996).
CAPÍTULO VIII - RESPONSABILIDAD DIRECTA E INDIRECTA

663. Preliminar

El Código Civil y Comercial desarrolla una teoría general de la responsabilidad civil desde el análisis de las dos
funciones que se le asigna a este sistema (art. 1708), que hemos analizado en el capítulo anterior. Sólo es necesario decir
ahora que el Código construye un sistema general de la responsabilidad civil, sobre el que se formularán necesarias
adaptaciones cuando analicemos los supuestos de responsabilidad indirecta y de responsabilidades especiales, que
desarrollaremos en este capítulo y en el siguiente.

Ante todo, debemos estudiar las normas relativas a la responsabilidad directa, que atienden principalmente a la
responsabilidad de quien conscientemente causa con su obrar un daño en forma directa.

En la responsabilidad indirecta, también llamada oblicua o refleja, la especificidad radica en que se responde por el
hecho ajeno, se debe resarcir un daño que causó otro sujeto, excepcional hipótesis que destruye una de las reglas
clásicas y lógicas de esta rama del Derecho: sólo se responde por los hechos propios. Para esta vía extraordinaria, hay
que reforzar el análisis del factor de atribución, entendido como presupuesto que indica el motivo o la razón para que el
sujeto pasivo de la obligación indemnizatoria sea diferente al autor del daño. Se debe encontrar una sólida explicación
que, además, sea axiológicamente sostenible, para atribuir ese débito a quien no causó el daño en forma directa.
Aunque el objetivo práctico sea el de encontrar solvencia económica y la consecuente necesidad de satisfacer a las
víctimas que sufren un daño injusto, esta loable finalidad no autoriza a soslayar el fundamento de la responsabilidad de
un sujeto que no es el autor de ese perjuicio, aun cuando pueda tener una particular vinculación con el victimario.

También hemos de ver que en la responsabilidad indirecta abarca los supuestos de daños causados por ciertas cosas y
actividades, y por animales.

En principio, la situación es diferente en las responsabilidades especiales que ahora se agrupan en una sección
específica del Código, donde no es indispensable que exista esa duplicidad de sujetos pasivos (directo/indirecto),
porque precisamente lo que ocurre es que estamos ante situaciones en las que aquellos presupuestos funcionan de
manera particularizada, por diferentes circunstancias que se analizarán en cada caso. No obstante, en algunas hipótesis
los límites son difusos o directamente concurren ambas categorías, como la impropiamente denominada
"responsabilidad de los establecimientos educativos" (art. 1767), ubicada dentro de la Sección 9ª como un supuesto
especial, fundamentalmente por el ámbito en el que se desarrolla y restantes especificidades como las derivadas de la
acotada eximente (caso fortuito), pero en la que también existe una responsabilidad refleja del titular del
establecimiento, por el daño causado o sufrido por un alumno. Las responsabilidades especiales serán tratadas en el
capítulo siguiente.

§ 1. — Responsabilidad directa

664. El sujeto responsable

Es responsable directo quien incumple una obligación u ocasiona un daño injustificado por acción u omisión (art. 1749).

La disposición recepta una regla clara: toda persona es responsable de los daños que causen sus propios actos o sus
omisiones. Como hemos dicho más arriba (nros. 586 y 596), la conducta dañosa se desenvuelve por vía de acción
cuando se lleva a cabo por medio de un acto positivo (por ejemplo, golpear, embestir con un automóvil, difamar o
calumniar), y se desenvuelve por vía de omisión cuando se produce por no hacer lo que impone el derecho. Por eso,
cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica si no está justificada (art. 1717); lo que sanciona es,
en definitiva, el daño injusto causado.

Para que una persona pueda ser imputada como autor del daño, se requiere que haya realizado de manera consciente
el hecho dañoso, que haya actuado con discernimiento, intención y libertad. Lo expuesto no obsta a que si se trata de un
supuesto de responsabilidad objetiva, solamente importe el incumplimiento de la obligación (art. 1723).

De más está decir que la responsabilidad directa en la producción del daño se verifica tanto en el campo contractual
como extracontractual.

665. Los daños causados por actos involuntarios

La idea primaria es que no hay responsabilidad cuando se causa un daño de manera involuntaria, esto es, cuando el
autor carece de discernimiento, intención o libertad.

Sin embargo, razones de equidad pueden modificar la solución dada. En efecto, el art. 1750, primer párrafo, establece
que el autor de un daño causado por un acto involuntario responde por razones de equidad. A tal efecto, y a los fines de fijar el
monto indemnizatorio, la propia norma remite a las pautas establecidas en el art. 1742, es decir, a la necesaria
contemplación del patrimonio del deudor, de la situación personal de la víctima y de las circunstancias del caso.

Tampoco hay responsabilidad del autor del daño, cuando realiza el acto a raíz de estar sufriendo una fuerza
irresistible (art. 1750, párr. 2º). Es que quien actúa bajo los efectos de una fuerza que no puede contrarrestar, ni física ni
legalmente, actúa como un simple instrumento de la voluntad ajena. Sin perjuicio de ello, la víctima del daño puede
accionar contra quien haya forzado de manera irresistible al autor del acto (art. 1750, in fine).

666. Pluralidad de responsables

Si varias personas participan en la producción del daño que tiene una causa única, se aplican las reglas de las obligaciones
solidarias. Si la pluralidad deriva de causas distintas, se aplican las reglas de las obligaciones concurrentes (art. 1751). A estas
obligaciones nos hemos referido con anterioridad (nros. 288 y ss.), y allí nos remitimos.

La mención que hace la norma al hecho de que varias personas participen en la producción del daño importa que
abarca no sólo al autor y a los posibles coautores sino, además, a todos aquellos que intervienen decisivamente en el
hecho dañoso, tales como los cómplices e instigadores. Quedan afuera de la norma los encubridores, a los que haremos
referencia en el parágrafo siguiente.

667. Encubrimiento

El delito de encubrimiento tiene lugar cuando, tras la comisión de un delito ejecutado por otro, en el que no ha
participado: (i) ayuda a alguien a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de ésta; (ii) oculta,
altera o hace desaparecer rastros, pruebas o instrumentos del delito, o ayuda al autor o partícipe a ocultarlos, alterarlos
o hacerlos desaparecer; (iii) adquiere, recibe u oculta dinero, cosas o efectos provenientes de un delito; (iv) no denuncia
la perpetración de un delito o no individualiza al autor o partícipe de un delito ya conocido, cuando estuviere obligado
a promover la persecución penal de un delito de esa índole; y, (v) asegura o ayuda al autor o partícipe a asegurar el
producto o provecho del delito (art. 277, Cód. Penal).
El encubridor responde en cuanto su cooperación ha causado daño (art. 1752).

§ 2. — Responsabilidad indirecta

A. — Responsabilidad por el hecho de tercero

1. — La responsabilidad del principal por el hecho del dependiente

668. Las nociones de principal y dependiente en el Código de Vélez

Entre las pocas normas que consagraban una responsabilidad indirecta en el Código Civil de Vélez, se encontraba
el art. 1113, que establecía que la obligación del que ha causado un daño se extiende a los daños que causaren los que están bajo su
dependencia (primer párrafo). Es cierto que "la ley es muy escueta" (Pizarro, Ramón D. y Vallespinos, Carlos
G, Instituciones de Derecho Privado. Obligaciones, t. 4, Hammurabi, 2008, p. 442), que no presentaba restricciones de
ninguna índole y que seguramente esa 'parquedad' fue la causa de notables esfuerzos doctrinarios y jurisprudenciales
para precisar los límites de esta paradigmática hipótesis de responsabilidad indirecta; pero indudablemente en la época
de la sanción del Código velezano, fue un gran desafío asignar responsabilidad a un sujeto que no era el autor del daño,
y ello provocó una ruptura en el paradigma reinante en los Códigos decimonónicos de la imputación basada
exclusivamente en una culpa personal.

Por ello, como lo anticipábamos, la dogmática jurídica debió no sólo elaborar los fundamentos y construir los
presupuestos para que proceda la reparación, sino cumplir con la primera de las tareas que era definir un concepto de
'principal' que estuviera más allá de la noción de 'empleador laboral'. Era prioritario aclarar que la dependencia era civil
y no necesariamente coincidente con la que regula el Derecho Laboral, que aquélla es más amplia y excede a esta
última. Entonces, empezaron a aparecer nociones como la del 'comitente', en el sentido de aquel que encarga a otro una
actividad en interés propio, en directa ligazón con la expresión 'dependencia funcional'. Podía sostenerse, aunque no lo
consignara la norma, que el término 'dependiente' aparecía distendido, que su significado moderno comprendía
relaciones de subordinación gratuita y hasta ocasional.

669. Fundamentos y presupuestos de la responsabilidad del principal en el Código de Vélez

Por los motivos expuestos con anterioridad, al comprometer la responsabilidad de quien no era autor del daño,
resultaba imprescindible desentrañar los fundamentos de la responsabilidad del principal. La idea clásica de que su
responsabilidad se funda en su culpa, ya sea in eligiendo (Pothier y el Código Civil de Francia) o in vigilando, no resiste el
análisis, y cedió no sólo por la ficción que representaba, sino principalmente porque se descartaba la eximición con base
en ese factor subjetivo y la responsabilidad era inexcusable ante la acreditación de los presupuestos, lo que demostraba
en forma palmaria que no era la culpa el fundamento de su responsabilidad.

Debía recurrirse a las teorías objetivas y allí los autores más destacados se encolumnaron en las dos grandes vertientes
de esta imputación: la 'noción de garantía' (Trigo Represas, Kemelmajer de Carlucci, Pizarro, Ghersi, Atilio Alterini) o el
'riesgo creado' (Zavala de González, Guillermo A. Borda), afirmándose en esta última expresión, que aquella primera
idea con ser exacta (se trata de brindarle la seguridad al tercero de que el daño que ha sufrido le será indemnizado), no
explicaba los motivos por los que el principal se transformaba en garante del perjuicio causado por el dependiente. Por
ello, consideramos que ese fundamento no es otro que el 'riesgo creado' por la delegación de funciones en un tercero:
quien introduce el riesgo debe asumir la reparación de los daños ocasionados.
Por último, ante la ausencia de previsión normativa, la doctrina también elaboró los presupuestos de la
responsabilidad, que sólo nos limitaremos a mencionarlos, porque nos anticipamos a señalar que el sistema vigente los
contempla: a) que exista una relación de dependencia entre el responsable y el autor del daño, y b) que el daño haya
sido cometido con motivo del trabajo, lo que presupone que sea el dependiente el que causó el perjuicio resarcible y que
exista una razonable relación entre las funciones y ese daño.

Las discusiones sobre la inexcusabilidad de la responsabilidad del principal, cuando concurren esos requisitos,
parecen superadas a partir de la posición mayoritaria de la doctrina (Llambías, Aguiar, Spota, Salvat, Guillermo A.
Borda), que justifica esa responsabilidad desde la irrelevancia que tiene —en ese caso— la prueba de la diligencia del
principal, y que no existe posibilidad de eximirse con la demostración de la falta de culpa.

670. Acciones que tenía la víctima

El Código Civil de Vélez, habilitaba dos acciones a la víctima del daño causado por el dependiente, una contra el
propio autor del hecho ilícito (conforme al principio sentado en el art. 1109) y otra contra el principal (conforme el
citado art. 1113); podía demandar a cualquiera de ellos o en conjunto dirigir la acción contra los dos, que era lo habitual.
Así se permitía que los damnificados puedan perseguir directamente a los que son civilmente responsables del daño,
sin estar obligados a llevar a juicio a los autores del hecho (art. 1122), contemplando una acción de regreso del principal
contra su dependiente (art. 1123), que tenía derecho a demandar a éste, por ser el autor del hecho, todo lo que le haya
tenido que pagar al tercero en concepto de daños y perjuicios. Aunque estas normas contenían algunas imprecisiones
terminológicas y sólo referían a los dependientes y domésticos, estaba claro que debían extenderse a todos los
supuestos de responsabilidad refleja por el hecho del otro, ya que el fundamento siempre era el mismo.

671. El sistema establecido por el Código Civil y Comercial

Como puede advertirse, excepcionando estas dos últimas disposiciones citadas, el único párrafo del art. 1113 que
intentaba regular la responsabilidad del principal, era insuficiente y consecuentemente demandaba construcciones
doctrinarias y jurisprudenciales para fijar sus verdaderos alcances. Las obras de los autores, en concordancia con las
sentencias judiciales, permitieron construir el marco regulatorio que ya enunciamos con brevedad, pero
fundamentalmente inspiró la reforma que quedó plasmada en el art. 1753 del Código Civil y Comercial.

El artículo citado comienza por la consagración expresa de la responsabilidad objetiva del principal, imputación que
—como lo anticipábamos— constituye el fundamento dominante en la doctrina nacional. Podrá discutirse si en este
factor de atribución subyace el riesgo creado o la noción de garantía, pero ya no podrá sostenerse esta responsabilidad
indirecta en un pilar subjetivo de culpabilidad, entre otros motivos, porque el principal no podrá eximirse con la prueba
de su conducta diligente. En este aspecto, ratifica nuestra postura que su responsabilidad es inexcusable, porque
también desaparece el argumento contrario basado en las fuentes del antiguo art. 1113 del Código Civil de Vélez.

672. El principal y el dependiente en el Código Civil y Comercial

El Código no define al principal, pero la idea de función está presente en el art. 1753, por lo que consideramos que
puede asimilarse a la figura del 'comitente' que mencionamos ut supra. Se impone el ejercicio de una autoridad con
motivo de una función que en su interés cumple el dependiente, que es el autor de los daños que deberá resarcir el
principal, porque es una tarea que le encomendó a su agente y existe una razonable relación entre las funciones y el
daño. La normativa de fondo sustancial citada, sin desconocer las particularidades de cada una de las órbitas
tradicionales (contractual/extracontractual), sobre las que subsisten diferencias (véanse nros. 661 y 662), se inscribe en
el modelo de unicidad de la responsabilidad, por lo que la responsabilidad indirecta del principal abarca también los
daños que causen las personas de las cuales se sirve para el cumplimiento de sus obligaciones, es decir, en un ámbito negocial y
no ya sólo como un producto de una responsabilidad extracontractual o aquiliana del dependiente.

Por ello, el primer presupuesto es la existencia de una relación de dependencia civil, sin necesidad de subordinación
laboral pero con cierta autoridad del principal y que puede tratarse de una relación circunstancial o gratuita, que
supone la posibilidad de organizar la tarea del dependiente o de darle instrucciones u órdenes, ampliando de este modo
la propia esfera de acción, y esta situación es la que justifica su responsabilidad oblicua. Consideramos que no es
imprescindible que el comitente obtenga una ganancia económica por esa actividad, tampoco que sea permanente.
Como lo advierte con agudeza la doctrina (Zavala de González, Matilde, Resarcimiento de daños, t. 4, Hammurabi, 2008,
p. 629), podrán verificarse situaciones especiales de subdependencia y de dependencia simultánea o alternativa, entre
otras hipótesis, que exigirán un agudo análisis para reflejar en el principal el daño causado por un agente.

El segundo requisito de esta responsabilidad es precisamente la existencia de un daño causado por el dependiente. No
existe autoría del principal —ni siquiera mediata—, sino de su agente, a quien le resulta imputable el hecho, que es la
causa fuente del perjuicio y es desde allí que se construye el nexo de causalidad adecuado. El dependiente no sólo
puede carecer de discernimiento —como lo expresa el Código—, sin que ello excuse la responsabilidad del principal,
sino que puede no estar identificado, es decir, un agente anónimo dentro de esa relación de dependencia.

El último de los presupuestos impone una relación razonable entre la función encomendada y el daño. Aun cuando el
antecedente legislativo (art. 1113, Código Civil de Vélez) no lo enunciaba, estaba claro que no todo hecho del
dependiente podía comprometer la responsabilidad del principal y que debía existir un vínculo entre las tareas
encomendadas y el hecho dañoso. Con esta certeza y acudiendo a la terminología utilizada en ese Código (art. 43), la
doctrina construyó aquella idea que imponía que el daño lo sea "en ejercicio o en ocasión de las funciones", cuya
consolidación impactó en los redactores del Código Civil y Comercial, al punto de incorporar la fórmula sin retoques.
Con todo, pensamos que limitar la responsabilidad del principal al supuesto estricto del daño ocasionado en ejercicio de
las funciones, dejaría sin reparación múltiples daños en los que esa responsabilidad parece imponerse, como el
supuesto del guarda del ómnibus que, a raíz de un incidente circunstancial con un pasajero, lo lesiona. Evidentemente,
esa violencia no integra el ejercicio de las funciones del guarda, pero su principal deberá indemnizar a la víctima. Como
contrapartida, la "ocasión del trabajo" como pauta exclusiva nos resultaba demasiado amplia, por lo que era necesario
limitarla a las hipótesis en que las funciones encomendadas al dependiente han sido para él, el fin o el medio 'necesario'
para su falta.

La recepción expresa de la fórmula que contiene las dos expresiones analizadas, permite utilizar todo el bagaje de
opiniones de autores y criterios jurisprudenciales existentes a la interpretación del art. 1753. En mérito a ello, la
responsabilidad del principal surge del ejercicio defectuoso, irregular o abusivo de la función que le encomendó a su
dependiente, pero también cuando ella sirvió de ocasión para que pueda causarse un daño. En la primera hipótesis
deberá advertirse una discordancia entre la tarea encomendada y la ejecutada por el agente, pero siempre en el marco
de las actividades que éste realiza en interés de aquél. En la 'ocasión' el perjuicio no se produce por la ejecución de la
función encomendada, ni siquiera por el mal ejercicio, sino que ésta le sirve de motivo suficiente para ejecutar otra
actividad dañosa. En este punto insistimos en la necesidad de evitar los excesos, por lo cual nos parece importante
calificar a esa ocasión como 'indispensable' para la ejecución de la actividad dañosa, es decir, la función debe aportar el
medio o fin necesarios para la acción u omisión dañosa, o debe haber facilitado extraordinariamente su ejecución.
673. Responsabilidad concurrente. El supuesto de la falta de discernimiento del dependiente

El art. 1753 cierra con una acertada definición vinculada a la pluralidad subjetiva pasiva que existe en esta hipótesis: la
responsabilidad del principal es concurrente con la del dependiente. En las responsabilidades indirectas no existe solidaridad
entre el autor del daño y el responsable reflejo porque la causa no es única (art. 827). Con la incorporación de una
sección específica regulatoria de las obligaciones concurrentes, el Código resuelve con precisión técnica no sólo el caso
de la pluralidad de responsables que analizamos, sino otras hipótesis de responsabilidades reflejas en las que también
se invoca la misma categoría de obligaciones (ver art. 1754). La situación del principal y el dependiente es el modelo
paradigmático de obligaciones concurrentes porque ambos responden pero por causas diversas, el primero como autor
del daño, el segundo por la generación de un riesgo derivado de la delegación de funciones. Esta subsunción en el
régimen de las obligaciones concurrentes tiene importantes efectos prácticos, como las diferencias que operan respecto
de la mora, la renuncia (arts. 851, inc. d], y 835, inc. b]) y los efectos de la suspensión e interrupción de la prescripción
(arts. 2540 y 2549), entre otros.

Las precisas disposiciones que regulan las diferentes hipótesis de responsabilidades indirectas u oblicuas, deben
integrarse con la norma específica que determina el sistema de las acciones (art. 1773), habilitando al legitimado activo
la posibilidad de dirigir su pretensión contra el responsable directo e indirecto, en forma separada o conjunta. Esta
disposición mejora la técnica legislativa de su antecedente (art. 1122, Cód. Civil de Vélez) y permite que la víctima
pueda demandar al dependiente, al principal o a ambos, que es lo que ocurre de ordinario. En la hipótesis que sea el
último quien sufrague la indemnización, conservará una acción de regreso contra su dependiente.

La responsabilidad concurrente existe incluso frente al daño causado por el dependiente que haya actuado sin
discernimiento (art. 1753, párr. 2º). Por lo tanto, aun en este caso, el tercero podrá accionar contra el principal y el
dependiente. Ahora bien, se trata de un supuesto de daño involuntario (art. 1750) en el que el autor (el dependiente)
responde por razones de equidad, pero el principal deberá resarcir el menoscabo sufrido por la víctima (Fiorenza,
Alejandro Alberto, La función resarcitoria de la responsabilidad civil, p. 211, Ed. El Derecho, 2018).

2. — La responsabilidad por los daños causados por menores de edad

674. La responsabilidad de los padres en el régimen del Código Civil de Vélez y sus modificaciones

La multiplicación de sucesos lesivos en los que intervienen menores como autores y sus heterogéneas
manifestaciones, determinan que la problemática del epígrafe adquiera un interés preponderante en la actualidad. No
obstante, la regulación de esta materia no es una novedad en nuestro país y pueden identificarse tres etapas legislativas,
cada una con normas que presentan diferencias sustanciales entre sí.

En la primera de ellas, congruente con el sistema legal de la patria potestad vigente a la fecha de sanción del Código
Civil de Vélez, la responsabilidad recaía como regla sobre el padre y sólo en los casos que se produjera su muerte,
ausencia o incapacidad, en la madre (art. 1114). Este sistema estuvo vigente durante más de un siglo, porque la reforma
llegó recién en el año 1985, con la sanción de la ley 23.264, que estableció el ejercicio conjunto de la patria potestad y la
consecuente responsabilidad solidaria de los padres por los daños causados por sus hijos menores que habiten con ellos, sin
perjuicio de la responsabilidad de los hijos si fueran mayores de diez años (art. 1114, Código Civil de Vélez, ref. por ley 23.264).
Esta norma también regulaba la hipótesis de padres no convivientes, fijando la responsabilidad en aquel que ejercía la
tenencia (con la excepción del evento dañoso producido mientras el hijo estuviera al cuidado del otro progenitor) y era
complementada por las dos disposiciones siguientes, que fijaban particulares hipótesis eximentes de responsabilidad.
En esta segunda etapa, con una duración de tres décadas, aparecían cuestiones controvertidas en esta particular
responsabilidad indirecta. El debate de fondo giraba sobre los fundamentos del débito resarcitorio y la consecuencia
jurídica en orden al factor de atribución y las eximentes válidas. Para encontrar respuestas a estos interrogantes, era
imprescindible formular un análisis integral de las tres normas sucesivas que regulaban esta responsabilidad refleja
(arts. 1114 a 1116, Cód. Civil de Vélez, ref. por ley 23.264), porque si los padres podían eximirse demostrando el ejercicio
de una vigilancia activa, probablemente nos encontráramos en presencia de una imputación basada en una culpabilidad
presumida que, no obstante, podía destruirse por esa prueba en contrario.

En este contexto normativo, la doctrina descubría el fundamento en una culpa in vigilando que se presumía iuris
tantum, con algunas variantes que referían a la culpa en la educación o que acumulaban ambos parámetros. Nosotros
pensamos que los padres tienen el deber de vigilar y educar a sus hijos, obligación que no sólo existe en las relaciones
paterno-filiales sino también respecto de terceros, frente a los cuales los padres son responsables de toda omisión en el
cabal desempeño de la patria potestad.

En base a ello, comenzó a desarrollarse una nueva tendencia, apoyada en parámetros objetivos por la autoridad
emergente de esa patria potestad que ejercían los padres y que los transformaba en garantes de los daños causados por
sus hijos menores. También se afirmaba que dicha garantía tenía un sustrato de riesgo y así se sostuvo que el padre
tiene siempre algo que ver con el obrar dañoso y antijurídico de su hijo, lo haya vigilado activamente o no, lo haya
educado o no. Los padres tienen un conjunto de deberes que emanan del ejercicio de la patria potestad y deben
responder objetivamente porque en el actuar del menor hay un riesgo de dañosidad, no pudiendo excusarse con la
prueba de la diligencia. Sin embargo, como lo aclaraba la doctrina, mientras estuviera vigente el art. 1116 del Código
Civil de Vélez (que disponía que los padres no eran responsables de los daños causados por los hechos de los hijos, si probaren
que les ha sido imposible impedirlos, aunque se añadía que esta imposibilidad no resultará de la mera circunstancia de haber
sucedido el hecho fuera de su presencia, si apareciese que ellos no habían tenido una vigilancia activa sobre sus hijos), la sola
existencia de esa autoridad paterna no explicaba la responsabilidad, porque la ley permitía que los progenitores se
eximieran probando que ejercieron una vigilancia activa y que les fue imposible evitar el daño (Zavala de González,
Matilde, Resarcimiento de daños, t. 4, p. 660, Hammurabi, 2008), produciéndose una fractura entre el Derecho vigente en
esos tiempos y el reclamo mayoritario de la doctrina de su modificación de lege ferenda.

Como en los otros supuestos de responsabilidad refleja, se construyeron los presupuestos de procedencia del
resarcimiento, comenzando por la minoridad del hijo que daña al momento del hecho, porque los padres no respondían
por los perjuicios causados por sus hijos mayores o emancipados. El análisis del sistema del Código Civil de Vélez,
permitía distinguir tres hipótesis según la edad del hijo, porque hasta sus diez años, por carecer de discernimiento, en
principio y más allá de alguna alternativa emanada de los hechos involuntarios (arts. 921 y 907), sólo respondían los
padres. Cumplidos los 10 años y hasta los 21 (luego reducidos a los 18, cuando se fijó en esta edad el ingreso a la
categoría de mayores), existía una responsabilidad concurrente de padres e hijos causantes del daño. Superada la
minoridad, los padres ya no respondían, ni tampoco lo hacen actualmente, por los hechos de sus descendientes.

Los otros requisitos eran la causación de un daño por el menor (la presunción de culpa de los padres no funcionaba
por los daños sufridos por el hijo, habilitando una indispensable distinción entre el menor dañino y el menor dañado),
el ejercicio de la patria potestad por parte del responsable (con distintas variantes según el vínculo existente entre los
padres) y la convivencia del hijo con sus padres. Las vicisitudes que presentaban estos presupuestos eran numerosas y
algunas de ellas serán consideradas en forma específica por su aplicación al nuevo sistema de fondo. A ellas se sumaban
dos eximentes desarrolladas en normas consecutivas, porque se permitían la exclusión de la responsabilidad de los
progenitores con la prueba de la transmisión de la guarda en un establecimiento de cualquier clase de manera
permanente o de la imposibilidad de impedir el daño mediante la vigilancia activa (arts. 1115 y 1116, respectivamente,
Cód. Civil de Vélez).
675. Responsabilidad solidaria de los padres

Con unas pocas variantes, el Código Civil y Comercial inicia el tratamiento estableciendo que los padres son
solidariamente responsables por los daños causados por los hijos menores que se encuentran bajo su responsabilidad parental (art.
1754). Esta última expresión aparece definida en el mismo cuerpo normativo como el conjunto de deberes y derechos que
corresponden a los progenitores sobre la persona y bienes del hijo... (art. 638) y sustituye la institución de la patria potestad.

Aunque la norma de la sección de la responsabilidad civil no lo enuncia de modo expreso, como sí lo hacía el Código
Civil de Vélez, la responsabilidad de los progenitores se limita a los daños causados por sus hijos menores y que no
estuviesen emancipados, porque el límite temporal de la vigencia de la responsabilidad parental es precisamente ese
(arts. 638 y 699, incs. c] y d]). Aquel art. 1754 también impone, como lo hacía su antecedente, que los hijos habiten con
sus padres, convivencia que aparece reforzada a tenor de la redacción de la disposición siguiente. Al final, destaca que
esa responsabilidad indirecta opera sin perjuicio de la responsabilidad personal y concurrente que pueda caber a los hijos,
advertencia que no sólo confirma el funcionamiento de un nuevo caso de pluralidad subjetiva pasiva con diversidad de
causas y por ello remite a la aplicación del régimen de las obligaciones concurrentes, sino que también impone un
específico análisis de las hipótesis de actos involuntarios por falta de discernimiento.

676. Presupuestos de la responsabilidad de los padres en el Código Civil y Comercial

Las normas expuestas permiten identificar presupuestos análogos a los existentes en el marco del Código Civil
de Vélez. Continúa siendo necesaria la causación por el hijo de un daño resarcible a un tercero y la minoridad del
mismo, aunque no lo indique expresamente el art. 1754. Esta exigencia surge de las normas que regulan la
responsabilidad parental, cuyo ejercicio por parte del responsable constituye otro de los presupuestos para la
reparación. Ello ratifica nuestra postura de que no existe responsabilidad de los padres por daños causados por hijos
mayores, ni siquiera ante la circunstancia que vivan o dependan económicamente de ellos.

También se mantiene la necesidad de la convivencia del hijo con el progenitor, por lo que es imprescindible que el
menor que causa el daño habite con sus padres. Respecto de este controvertido requisito, sobre el que resulta necesario
fijar sus alcances y limites, existen expresiones de destacados juristas, que parten de la etimología del término y
destacan que "convivir es compartir la vida", en el sentido que los padres participen de los hechos cotidianos de sus
hijos. Existía un cierto consenso en la doctrina y en los proyectos de reforma del Código (por ej., el art. 1584 del Proyecto
de Reforma del Código Civil del Poder Ejecutivo del año 1993), que la ausencia de esa convivencia no eximía cuando el
distanciamiento con el hijo le resultaba imputable al progenitor u obedecía a un motivo injustificado o irrazonable,
como el abandono o la tolerancia del vagabundaje. Con estas reservas, se aplican las clásicas distinciones respecto de
alejamientos que obedecen a causas legítimas vinculadas a los intereses del menor, como la residencia en otra ciudad
para desarrollar estudios universitarios o intercambios estudiantiles. Entendemos que no se despejaron las dudas que
existían en la dogmática, respecto de que la eximente de no convivencia por motivos justificados concurra con la
transferencia de responsabilidad a terceras personas (Salas) o sólo sea suficiente la existencia de algunas de las causas
legítimas enunciadas (Salvat, Colombo, Acuña Anzorena, Aguiar, Morello), exista o no un nuevo responsable. Nos
parece que esta es la posición que debe prevalecer en orden a la tradición jurídica nacional.
677. Responsabilidad objetiva y causales de eximición

Más allá de estas disquisiciones, el cambio sustancial se produjo con el art. 1755, que comienza con una definición
contundente, similar a la que se consignó respecto de la responsabilidad del principal, prescribiendo que la
responsabilidad de los padres es objetiva. La frase provoca el quiebre con una imputación subjetiva que tuvo una vigencia
de un siglo y medio en nuestro país e inscribe este modelo en la tendencia moderna de Derecho comparado en la
temática de la responsabilidad de los progenitores. También es adecuado el epígrafe, porque la opción por un factor de
atribución determina las eximentes válidas y la consecuente posibilidad de cesación de la responsabilidad paterna. En
este sentido, aquella decisión legislativa de fijar una imputación objetiva, limita las causales de liberación de
responsabilidad a la prueba de "la causa ajena" (art. 1722), género de las tradicionales categorías que se establecen en
los arts. 1729 y ss.

Sin embargo, el acierto de la opción se debilita cuando se avanza en la lectura de la norma comentada y se advierte
que la cesación de la responsabilidad opera cuando el hijo menor es puesto bajo la vigilancia de otra persona,
permanente o transitoriamente. En esta materia, el antecedente era el art. 1115 del Código Civil de Vélez que, como lo
indicábamos, habilitaba el cese de la responsabilidad cuando el hijo era colocado en un establecimiento y se encontraba
de manera "permanente" bajo la vigilancia y autoridad de otra persona. Es decir, se excusaba sólo ante un
desplazamiento legítimo de la guarda de modo permanente, descartando así que una transferencia transitoria operara
como eximente. Incluso, resultaba interesante y sutil la distinción entre permanencia y continuidad, porque podía
cumplirse con la primera exigencia sin resultar necesario que se descartara cualquier interrupción provisoria (a modo
de ejemplo, operaba la eximente del citado art. 1115 cuando el menor estaba pupilo en un establecimiento de lunes a
viernes, porque aun cuando no existiera una continuidad durante el fin de semana, se consideraba que era permanente).
En lo que existía consenso era en que la transferencia transitoria no excluía y el único caso que se aceptaba era cuando
se trataba de progenitores no convivientes y el menor estuviera al cuidado de otro al momento de producirse el daño,
situación frecuente en los juicios de divorcio, en los que se adjudicaba la tenencia del menor a uno de los ascendientes
pero se reconocía el derecho de visitas del otro.

Por ello, la posibilidad que tienen los padres de eximirse por la transferencia transitoria de la vigilancia en otra
persona puede considerarse un retroceso en la tutela de las víctimas de daños causados por menores. Reinserta en el
centro del análisis a la noción de 'vigilancia', que ya era cuestionada como fundamento único en el contexto de
atribución subjetiva del Código Civil de Vélez, proponiéndose su integración con la "educación". En el análisis
comparativo de los sistemas, no resultaría coherente que se habiliten eximentes en un modelo de imputación objetiva
que no eran admitidas en el antecedente basado en una culpa presumida. Tampoco aparece justificado que se admita el
cese de la responsabilidad con una mera transferencia transitoria, pero expresamente se vede esa defensa en el supuesto
del art. 643, que regula el procedimiento de "delegación del ejercicio" de la responsabilidad paterna en un pariente. Este
mecanismo está sujeto a ciertas condiciones y formalidades que indudablemente alejan las posibilidades de maniobras
fraudulentas orientadas a eximir de responsabilidad a los padres por los daños causados por sus hijos menores, riesgo
que sí existe al imponerse como único requisito para el cese de la misma una mera transferencia transitoria de la
vigilancia.

Como contrapartida, resulta adecuado que se excluya la liberación por la no convivencia del hijo menor con los
padres fundada en una causa que le es atribuible a ellos (art. 1755, párr. 2º). Como lo anticipábamos, deviene
indispensable que el intérprete defina con precisión los alcances de esa convivencia, aun cuando aceptamos que
constituye un término 'relativo', que exige cierta habitualidad aunque no permanencia. En tal sentido, esa vida
compartida no impondría vivir en forma constante en la misma casa, entre otras hipótesis que considera la doctrina.
El art. 1755 plasma un criterio emanado de la opinión de los autores nacionales, en el sentido que la responsabilidad se
mantiene cuando la ausencia de esa efectiva convivencia derive de una causa ilegítima, porque la infracción radical a
los deberes inherentes a la responsabilidad parental jamás podría justificar la exoneración de los progenitores.

El art. 1755 cierra con la enunciación de tres hipótesis en las que los padres no responden. La primera de ellas refiere
a los daños causados por sus hijos en tareas inherentes al ejercicio de su profesión y puede integrarse con la habilitación
contenida en el art. 30, que autoriza el desarrollo de una profesión por cuenta propia de los menores de edad con título
profesional, sin necesidad de previa autorización de sus progenitores. Por ello, como también tienen la administración y
disposición de los bienes que adquieren con el producto de esa actividad y pueden estar en juicio por cuestiones
vinculadas a ella, no resultaría razonable mantener la responsabilidad paterna en estos casos. Constituyen situaciones
similares a la expuesta las dos restantes hipótesis previstas en el párrafo final del art. 1753: (i) las que se producen con
las funciones subordinadas encomendadas por terceros, donde incluso puede aparecer un nuevo responsable indirecto (el
principal, a tenor del comentado art. 1753) que sustituye a los padres, y (ii) los daños derivados del incumplimiento de
obligaciones contractuales válidamente contraídas por sus hijos, referencia que impone un análisis de la capacidad negocial
de los menores en el seno del Código vigente (arts. 26, 27 y concs.), lo que revela que en este caso los padres sólo
responden en supuestos de responsabilidad extracontractual.

678. Acción regresiva contra la persona menor de edad

El padre que ha pagado el daño ¿tiene acción regresiva contra su hijo? Es necesario formular la siguiente distinción:

a) Si el hijo ha cumplido ya diez años, el padre tiene acción contra él. A pesar de que no existe texto legal que lo
establezca de modo expreso, debe recordarse que estamos ante una obligación concurrente, a la que se le aplica
subsidiariamente las reglas de las obligaciones solidarias (art. 852), y en estas se dispone que el deudor que efectúa el
pago puede repetirlo de los demás codeudores según la participación que cada uno tiene en la deuda (art. 840, párr. 1º).

b) Si el hijo no ha cumplido todavía diez años, no hay acción regresiva porque carece de discernimiento (art. 261, inc.
b]) y —en principio— no puede ser responsable de sus actos. Empero, estos menores deberán contribuir al pago de la
indemnización en la medida en que se hubieran enriquecido con el hecho ilícito, pues toda persona que sin una causa lícita
se enriquezca a expensas de otro, está obligada, en la medida de su beneficio, a resarcir el detrimento patrimonial del
empobrecido (art. 1794, párr. 1º). Asimismo, los hijos menores de diez años también responden por razones de equidad
(art. 1750), resultando aplicable el art. 1742, que habilita la facultad judicial de atenuación, en función del patrimonio del
deudor, la situación personal de la víctima y las circunstancias del hecho.

679. La responsabilidad de otras personas encargadas

La sección de la responsabilidad por el hecho de terceros culmina con una norma titulada "Otras personas
encargadas" (art. 1756), como un género que incluye a los tutores y curadores, pero también a la novedosa categoría de
los delegados en el ejercicio de la responsabilidad parental. A estos responsables reflejos, el Código les impone una
responsabilidad por el daño causado por quienes están a su cargo equivalente a la de los padres, pero sólo en principio,
porque les permite una liberación derivada de la imposibilidad de evitar el daño, en una terminología equivalente al
derogado art. 1116 del Código Civil de Vélez. Por ello, la responsabilidad de los sujetos enunciados en el art. 1756 no es
objetiva sino que existe una presunción de culpa iuris tantum (conf. Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las
Obligaciones, n° 520, Ed. La Ley, 2018) y como corolario pueden eximirse demostrando su conducta diligente y la
indicada imposibilidad. Como quedó expuesto, en el marco del fundamento de la responsabilidad de los padres, estos
no pueden liberarse con la prueba de esta eximente, por lo que la reforma sólo tiñó de un tinte objetivo la imputación de
responsabilidad de los progenitores, pero no la de los tutores, curadores o delegados.

680. La responsabilidad de los establecimientos que tienen a su cargo personas internadas

El último párrafo del art. 1756 contiene una confusa imputación de responsabilidad respecto de los establecimientos
que tienen a su cargo personas internadas. Si bien hay una clara opción por el régimen de atribución subjetivo, no es
técnicamente correcto la referencia a la negligencia, cuando debió mencionarse al género de la 'culpabilidad', como
categoría genérica que abarca esa especie, pero también a la imprudencia e impericia en el arte o profesión (art. 1724) y
al dolo. Tampoco se describen los daños por los que responden, ni se identifica con claridad al legitimado pasivo, que
indudablemente no puede ser el establecimiento sino sus titulares. A esta conclusión arribamos si integramos esta
norma con la del art. 1767, respecto de la cual, se observa una flagrante e injustificada diferencia en la consideración de
la responsabilidad y las consecuentes causales de liberación, por cuanto frente a una responsabilidad objetiva agravada
consagrada expresamente en esta última disposición para los responsables de los establecimientos educativos,
observamos una imputación subjetiva que ni siquiera consagra una presunción de culpa, para los establecimientos con
personas internadas, lo que obliga a la víctima a probarla.

B. — La responsabilidad derivada de la intervención de cosas y de ciertas actividades

1. — Daños causados por las cosas y por ciertas actividades

681. Planteo de la cuestión

En la sección 7ª que se desarrolla bajo este epígrafe, el Código Civil y Comercial agrupa la regulación de lo que se
consideraban hechos de las cosas animadas e inanimadas, a los que se adiciona la novedosa incorporación de diversos
supuestos de actividades riesgosas. Ese dispositivo también es aplicable por remisión, como ocurre por la referencia
expresa que se realiza al regular la responsabilidad derivada de daños causados por la circulación de vehículos (art.
1769) o por el transporte (art. 1286).

Por cualquiera de esas vías que se conduzca hacia la aplicación de los tres artículos que integran la sección citada, lo
cierto es que la misma se utilizará como fundamento normativo de la mayoría de los procesos resarcitorios de daños,
porque en su origen aparece —de ordinario— la intervención de cosas o el desarrollo de ciertas actividades. El siempre
presente art. 1113 del Código Civil de Vélez, ahora se segmenta en dos normas (arts. 1757 y 1758), que además
incorporan expresamente a las citadas actividades riesgosas, por lo que esas disposiciones legislativas serán
frecuentemente invocadas y aplicadas por los diversos operadores jurídicos.

Aun cuando no modificó la estructura de cosa animada e inanimada, el cambio que introdujo la reforma operada
por ley 17.711 en ese art. 1113 de Código Civil de Vélez fue trascendente, porque incorporó "la teoría del riesgo creado"
en nuestro sistema de responsabilidad, cuyo fundamento dominante, al igual que el de la mayoría de la codificación
inspirada en el sistema francés, era la culpa. Las profundas transformaciones sociales, culturales y económicas,
determinaban la necesidad de actualizar la legislación en esta materia. En ese marco, se establecía que si la cosa era
riesgosa o tenía vicios, el propietario o guardián sólo se podían eximir total o parcialmente de responsabilidad
demostrando que hubo culpa de la víctima o de un tercero por el cual no debían responder. Si la cosa no era peligrosa
ni tenía vicios, esos legitimados pasivos se podían eximir de responsabilidad demostrando que de su parte no hubo
culpa. Asimismo, se resolvía que si la cosa hubiese sido utilizada contra la voluntad del dueño o guardián, no existía
responsabilidad.

Las cosas por cuyo daño se respondía en el marco del citado art. 1113, eran todas aquellas que no sean animales,
porque éstos tenían un régimen jurídico propio. En esta clasificación, el originario art. 1133 del Código Civil
de Vélez hablaba de cosas inanimadas. Dentro de esta especie, cabía impugnar la distinción entre las cosas inertes y
activas, en primer lugar, porque no estaba en la ley, pero además porque no parecía razonable la identificación de las
últimas con las cosas riesgosas. Es cierto que el peligro se origina más frecuentemente con el movimiento, pero también
puede resultar de cosas inmóviles. Un árbol caído en una ruta o un automóvil estacionado en un lugar oscuro, son
ejemplos que refuerzan nuestra posición.

También correspondía desechar la distinción entre el daño hecho "con" la cosa y "por" la cosa, pues la separación entre
el hecho de las cosas y el hecho del hombre era contraria a los textos normativos, pero además era impropio hablar de
"hecho de la cosa", porque las que son inanimadas no obran ni producen hechos, es el hombre quien les da movimiento,
quien pone en ellas la fuerza. La intervención de la persona se manifiesta tanto cuando una caldera explota, cuando un
neumático estalla, como cuando un automóvil mal dirigido embiste a un peatón (Mazeaud); es ese individuo el que ha
puesto la caldera bajo presión, el que ha inflado el neumático, porque sin su intervención, más o menos lejana, una cosa
inanimada no puede causar daño. Pensamos que las dos impugnaciones que realizamos, se encuentran respaldadas por
el régimen fijado por el Código Civil y Comercial, que ya no incluye ninguna referencia específica a las cosas que no son
peligrosas, en las que el demandado podía eximirse de responsabilidad con la prueba de su conducta diligente. En
síntesis, el Código Civil y Comercial tiene disposiciones generales sobre atribución de responsabilidad (arts. 1721 y ss.)
y una sección específica en la que se establece la responsabilidad objetiva del dueño o guardián por el daño causado por
el riesgo o vicio de las cosas o por las actividades riesgosas o peligrosas, que analizaremos a continuación.

682. Hecho de las cosas y actividades riesgosas

En primer lugar, el art. 1757 del Código Civil y Comercial, ya no utiliza aquella distinción entre el daño "con" y "por"
las cosas, que se observaba dentro del segundo párrafo del art. 1113 del Código Civil de Vélez. La redacción actual
establece que toda persona responde por el daño causado por el riesgo o vicio de las cosas; sin embargo, en realidad, los que
responden son los sujetos mencionados en la norma inmediata posterior (art. 1758), es decir, el dueño y el guardián. Ese
"riesgo" -es decir, la eventualidad de que una cosa llegue a causar un daño- potencia la posibilidad que resulten
perjuicios, conceptualmente importa una probabilidad que torna anticipadamente previsible la ocurrencia de sucesos
lesivos, una previsibilidad abstracta y genérica que debe visibilizarse antes y por ello determina la imputación objetiva
de esos legitimados pasivos. Asimismo, pervive la noción de "vicio" -esto es, el defecto de fabricación o funcionamiento
que hace a la cosa impropia para su destino normal-; aun cuando la mayoría de la doctrina la consideraba inútil y
superflua, porque se la subsumía dentro del omnicomprensivo concepto de "riesgo", el codificador optó por respetar la
tradición jurídica manteniendo ambos términos: riesgo o vicio.

La primera gran novedad que trae el Código Civil y Comercial es la recepción expresa de la responsabilidad objetiva
por actividades que sean riesgosas o peligrosas por su naturaleza, por los medios empleados o por las circunstancias de su
realización (art. 1757, párr. 1º), haciéndose eco de la propuesta de parte de la doctrina y de la interpretación extensiva
del art. 1113 del Código derogado que debió realizar la jurisprudencia. En esta corriente, se sostenía que la ley
17.711 había operado un cambio profundo en el espíritu del Código Civil, pero que produjo una "modernización
parcial" (Pizarro, Ramón D. y Vallespinos, Carlos G., Instituciones de Derecho Privado. Obligaciones, t. 4, p. 596,
Hammurabi, 2008) precisamente porque se omitieron aspectos vinculados a las actividades riesgosas, que sí fueron
contemplados en los sucesivos proyectos de reforma.
En el Derecho comparado la referencia obligada es el Código italiano del año 1942, que plasmó una cláusula general
sobre actividades riesgosas por su naturaleza o por los medios empleados, estableciendo la responsabilidad con la
salvedad de la prueba de la adopción de medidas idóneas para evitar el daño (en la práctica, el art. 2050 del referido
Código fijaba una inversión de la carga de la prueba de la culpa). Asimismo, entre los modernos Códigos
latinoamericanos (Perú y Paraguay) se contemplan esas dos hipótesis de actividades riesgosas (por su naturaleza o los
medios), sin llegar al llamado "riesgo circunstancial" en el que se inscribe nuestro país con una consecuente
responsabilidad amplia, abarcativa de los más diversos supuestos.

Por ello, nuestro sistema acepta las actividades riesgosas o peligrosas "por su naturaleza", es decir conforme sus
características propias (por ejemplo, la explotación de la energía nuclear) y las que reciben esos calificativos "por los
medios empleados" (como sucede con una fábrica que usa máquinas cuyo funcionamiento provoca la contaminación
del aire y, consiguientemente, daña a la población), debiendo operar en ambas hipótesis una significativa probabilidad
de daño para terceros. Esta ponderación en abstracto, similar a la que debe realizarse en la intervención de cosas,
también se aplica al "riesgo circunstancial" de las actividades, es decir, aquel que se produce por las "circunstancias de
su realización" (Zavala de González, Matilde, Resarcimiento de daños, t. 4, p. 610, Hammurabi, 2008), entendidas como
aquellas particularidades extrínsecas derivadas de las personas, del tiempo o del lugar. Tal sería el caso de la empresa
que alquila cuatriciclos en la playa y no delimita las zonas de peligro. Como lo advierte la doctrina citada, no puede
partirse de la simplista concepción de que toda actividad que causa un daño sea riesgosa; no adquiere este carácter si no
lo tenía inicialmente, por lo que el análisis del riesgo es un prius, que no puede hacerse a posteriori ni transformarse por
la exclusiva eventualidad de la producción de un perjuicio.

El Código Civil y Comercial es contundente para fijar el factor objetivo ante el riesgo creado de las cosas o de esas
actividades y también para limitar las eximentes. Al optar por esa imputación, el responsable sólo se libera con la
prueba de la causa ajena (art. 1722), es decir, deberá demostrar el hecho del damnificado (art. 1729), el de un tercero que
reúna los caracteres propios del caso fortuito (art. 1731) o el caso fortuito o fuerza mayor ajeno al riesgo o vicio de la
cosa (arts. 1730, 1733 y concs.). Para no dejar ninguna duda, los redactores del Código indicaron cuáles no son
eximentes, citando —entre las excluidas— a la autorización administrativa para el uso de la cosa o la realización de la
actividad y al cumplimiento de las técnicas de prevención (art. 1757, in fine). Por la primera de ellas, se minimiza
definitivamente la importancia de la antijuridicidad en su versión clásica, como presupuesto de la responsabilidad civil,
en concordancia con lo establecido en los arts. 1717 y ss. Por la segunda, se trazan las fronteras de las dos tutelas que
reconoce el Código (art. 1708), fijando límites precisos entre ellas, por lo que la adopción de medidas preventivas no
libera de responsabilidad cuando el daño se produce de todos modos.

683. Eximentes

Como contrapartida, se ratifica la vigencia de la cuestionada eximente del "uso de la cosa contra la voluntad expresa o
presunta" del dueño o guardián (art. 1758, párr. 1º, in fine), opción que mantienen vivas a las discusiones respecto de la
necesidad de la prueba del desapoderamiento o de la simple transmisión voluntaria. Por nuestra parte, siempre
pensamos que la eximente permitía la subsunción de casos frecuentes: si el ladrón del coche embiste con él a un
transeúnte, lesionándolo, el más elemental sentido de justicia impone eximir de responsabilidad al propietario, que
también ha sido víctima de la conducta del delincuente. La solución es adecuada a la noción de riesgo creado, porque si
se lleva un automóvil a un taller o a un garaje, se lo coloca en situación de no poder ocasionar un daño a terceros, por
cuanto si se lo usa, el que crea el riesgo es el garajista o tallerista, que contrariando las instrucciones expresas o tácitas
del dueño, lo puso en circulación. Una solución diferente debe darse cuando el guardián recibe la autorización del
dueño; a modo de ejemplo, si el choque se produjo mientras el automóvil entregado al tallerista era sometido a pruebas
necesarias o era conducido a la casa del cliente, como le estaba ordenado.

684. Sujetos responsables

El art. 1758 regula la específica legitimación pasiva que se impone para los daños causados por la intervención de
cosas o el desarrollo de actividades riesgosas. En estos sujetos responsables no se observa una novedad respecto del
antecedente normativo (art. 1113, Cód. Civil de Vélez), por cuanto se ratifica que "dueño y guardián son responsables
concurrentes del daño causado por las cosas". Al no existir controversias conceptuales sobre la figura del dueño, no se
desarrolla una definición del mismo dentro del texto del art. 1758, por cuanto está claro que es el titular de un derecho
real de dominio.

Como contrapartida, los alcances del término "guardián" generaron históricos debates y posiciones encontradas. Para
una primera posición, enrolada en una noción "jurídica", refiere a la persona que tiene un poder legítimo e
independiente de dirección y contralor de la cosa (Colombo, Josserand, Mazeaud). Otros, en cambio, privilegian la idea
de guarda como "tenencia material" (Capitant). Finalmente, para otra corriente autoral, lo decisivo para configurar al
guardián es el "aprovechamiento económico" de la cosa (Spota, Salas, Demogue), la posibilidad de servirse de ella.
Asimismo, existen posturas que se califican de "eclécticas". Por nuestra parte pensamos que esta última pauta de
"aprovechamiento" es decisiva para la determinación de este sujeto, pero también creemos que no es posible prescindir
de la noción de "poder jurídico de dirección y contralor", porque brinda además un elemento de juicio importante al
juzgador.

En definitiva, está claro que caracterizar al guardián no es una tarea sencilla, una disquisición meramente teórica o de
gabinete, sino que hay que analizar el sistema jurídico, ya que no es posible un concepto abstracto que prescinda del
Derecho positivo. Por ello, nos parece acertada la postura que se plasma en el Código Civil y Comercial, por cuanto
considera guardián a quien ejerce por sí o por terceros, el uso, la dirección y el control de la cosa, o a quien obtiene un provecho de
ella (art. 1758, párr. 1º, 2ª parte). En definitiva, el Código adhiere a la tesis ecléctica que incluye nociones jurídicas y
económicas, en las que nos enrolamos ya durante la vigencia del sistema anterior.

Definiciones como las citadas esclarecen controversias y clausuran debates dogmáticos, con el consecuente beneficio
que aporta al operador jurídico. Porque así como puede ocurrir que el propietario sea al mismo tiempo el guardián,
también es posible que esas calidades aparezcan disociadas, por lo que resultaba importante conceptualizar al segundo
de los sujetos pasivamente legitimados. La responsabilidad de los mencionados es concurrente y la víctima puede
dirigir la acción contra cualquiera de estos legitimados por el total de los daños, con la alternativa de posteriores
acciones recursorias entre ellos, según la causa del daño.

Por último, el art. 1758 no se limita a la individualización de los sujetos responsables por la intervención de cosas, sino
que consagra una específica legitimación pasiva para los casos de actividad riesgosa o peligrosa, indicando que responde
quien la realiza, se sirve u obtiene un provecho de ella, por sí o por terceros, pero esta imputación será subsidiaria de lo
dispuesto por una eventual legislación especial. La idea del aprovechamiento económico continúa en una posición de
privilegio para atribuir responsabilidad también en el desarrollo de las actividades, incluso respecto de las ejecutadas
por terceros, sumándose la lógica imputación a quien las desarrolla o las realiza materialmente.
685. Algunos casos específicos. Accidentes en ascensores

El criterio jurisprudencial imperante durante la vigencia del Código Civil de Vélez fue la aplicación del art. 1113,
posición que compartimos porque se trata de un caso típico de daños ocasionados por una cosa. En ese contexto, se
resolvió la responsabilidad del dueño o guardián por los accidentes originados en el mal funcionamiento del ascensor,
por la caída de la cabina al vacío, por la falta de protección suficiente del ascensor (en los supuestos en que no tuviera
puertas o paredes) o defectos en los mecanismos de seguridad, entre otras hipótesis. Corolario de lo expuesto, es que
consideramos que los legitimados pasivos citados no se liberan de responsabilidad por colocar, como es costumbre, un
cartel en el que se indica que, habiendo escaleras a disposición del público, no se hacen responsables por los accidentes
que pudiera ocasionar el uso del ascensor.

El Código Civil y Comercial ratifica las posturas reseñadas. En primer término, porque los arts. 1757 y ss. resultarán
de aplicación a los daños vinculados a la utilización de ascensores, no sólo por el riesgo o vicio de estas cosas, sino
porque pueden encuadrarse en un supuesto de actividades riesgosas o peligrosas por los medios empleados o por las
circunstancias de realización. En este ámbito, podrán dirigirse las demandas contra el dueño del ascensor, pero también
contra quienes los dirijan, los controlen u obtengan un provecho de ellos, dentro del concepto amplio de guardián que
consagra el art. 1758.

Respecto de aquellos letreros colocados con una aspiración exonerativa por los eventuales legitimados pasivos,
algunos artículos de este cuerpo normativo ratifican su inaplicabilidad. En primer término, corresponde analizar si la
información que brindan sobre la peligrosidad del ascensor resulta suficiente y adecuada, fundamentalmente si se
produce en el marco de una relación de consumo (arts. 1092, 1100 y conc.). Aun así, la decisión de la víctima de utilizar
el ascensor no puede considerarse una hipótesis de asunción de riesgos que justifique el daño ni exima de
responsabilidad al dueño o guardián del ascensor, con excepción de la hipótesis en que exista un hecho del damnificado
que interrumpa total o parcialmente el nexo causal (art. 1719). En esta última posibilidad de concurrencia, podría
ubicarse la conducta de la víctima que no verifica si el ascensor se encuentra o no en el piso, fuerza la puerta y ante la
falla de los mecanismos de seguridad, se produce su caída. Consideramos que tampoco existe una hipótesis de
consentimiento del damnificado, y una cláusula que indique anticipadamente que los legitimados pasivos se eximen de
responsabilidad por los daños que se produzcan por la utilización del ascensor, puede calificarse de abusiva (art. 1720).

686. Supuestos de copropiedad o guarda compartida

El dueño y guardián son responsables concurrentes en el Código Civil y Comercial del daño causado por las cosas
(art. 1758, párr. 1º), la cuestión se torna compleja cuando exista pluralidad en alguna de esas calidades. Por ello, un tema
clásico de debate es la posibilidad de que la cosa que ha ocasionado el daño pertenezca a varios condóminos o que se
halle sujeta a la guarda simultánea de varias personas, como ocurriría si hubiera pluralidad de locatarios, comodatarios
o usufructuarios, entre otros. La pregunta es si la responsabilidad será solidaria, concurrente o en proporción al interés
de cada uno en la cosa.

En el sistema del Código Civil de Vélez la respuesta era clara por aplicación del art. 1121, que disponía que la
responsabilidad de aquéllos no era solidaria sino en proporción de la parte que cada uno tuviera, solución aplicable
también para el caso de la copropiedad de un edificio en ruinas (art. 1135, Código Civil de Vélez). Se presumía, salvo
prueba en contrario, que todos los condóminos tenían un interés igual en la cosa. La opción que adoptaba este Código
era aplicable al supuesto de daños causados por cosas inanimadas, no existía razón para aplicar una solución diferente.
La conclusión expuesta no era incompatible con el principio de solidaridad entre los coautores de un delito, porque de
lo que se trata es de fijar la responsabilidad cuando la propiedad o guarda es compartida.

En este tema el Código Civil y Comercial introdujo una importante modificación dentro de la sección referida a la
responsabilidad colectiva y anónima, integrada por tres supuestos regulados en normas sucesivas. El primero de ellos
refiere a la responsabilidad por los daños causados por una cosa suspendida que cae o resulta arrojada desde un
edificio. A diferencia de su precedente, se establece que los dueños u ocupantes de dicha parte responden
solidariamente (ya no es en proporción a la parte, como lo disponía el art. 1121 del Código Civil de Vélez). La norma
cierra su redacción con una específica causal de liberación, ya que sólo habilita la eximición de responsabilidad, más
allá de las específicas causales del régimen de atribución objetiva (arts. 1722, 1757 y concs.), con la prueba de la no
participación en la producción del daño resultante de la cosa que cae o es arrojada desde un edificio (art. 1760). En la
sección también se consagra la responsabilidad objetiva para la autoría anónima, derivada de la causación de un daño
que proviene de un miembro no identificado de un grupo determinado; sus integrantes sólo se liberan con la prueba de
no haber contribuido a su producción (art. 1761). Por último, también existe responsabilidad solidaria entre los
integrantes de un grupo que realizan una actividad peligrosa, quienes sólo se liberan demostrando que no integraban el
grupo (art. 1762), previsión que deberá analizarse comparativamente con la responsabilidad emergente de las
actividades riesgosas o peligrosas (arts. 1757 y ss.). Estos temas se desarrollan en otro lugar, al que remitimos (nro. 691 y
sigs.).

2. — Daños causados por animales

687. El sistema del Código Civil de Vélez

Durante siglos la responsabilidad por el hecho de las cosas tuvo como paradigma los daños causados por animales.
Con el transcurso del tiempo, su importancia fue decreciendo y el epicentro se trasladó a los daños causados por otras
cosas (que se califican de inanimadas), que adquirieron protagonismo por el progreso industrial y técnico. Por ello, se
justifica que el Código Civil de Vélez haya contenido una extensa y compleja regulación para la materia del epígrafe, lo
que generaba interminables debates y una profunda preocupación de los juristas, porque —además— es un capítulo de
la responsabilidad civil que cuenta con antecedentes históricos remotos, variedad de posiciones en el Derecho
Comparado y hasta con una terminología específica (la clasificación de animales y de los daños que éstos provocan
según la especie, la alternativa del abandono noxal, variedad de legitimados y eximentes, entre otras particularidades).

El sistema del Código Civil de Vélez contemplaba las dos categorías de animales domésticos y feroces (art. 1124), pero
a estos últimos los subclasificaba (art. 1129), según que reporten o no utilidad para la guarda o servicio del predio,
asignando —para esta última hipótesis— una vanguardista responsabilidad objetiva que no resultaba habitual en los
códigos decimonónicos. En este supuesto, se consideraba que existía responsabilidad aunque "el animal se hubiese
soltado sin culpa", es decir, exigía la prueba de la causa ajena, limitando el eximente de la prueba de la diligencia para
los casos de animales domésticos y los feroces que reportaran utilidad. Es decir, sólo en estos dos casos, el dueño o
guardián podía eximirse demostrando que el animal se soltó o extravió sin culpa, consagrando así una presunción de la
existencia de este factor de atribución subjetivo. Como puede observarse, los fundamentos de la responsabilidad
variaban.

El corpus normativo redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield, también se inscribió en la postura que no distinguía
entre los daños por los que se respondía, incluyendo a los habituales pero también a los extraños de la especie (art. 1126,
párr. 2º), es decir, secundum y contra natura. En esta opción, seguía el sistema español. También regulaba el "daño
causado por un animal a otro" (art. 1130), con un sorpresivo criterio que aludía al animal ofensor y al que provocó el
incidente, que era el parámetro dirimente de la responsabilidad y que generaba problemas en aquellas hipótesis en las
que no se podía determinar esa calidad. No concluían en esta controversia las dificultades, porque también existía una
variedad de legitimados pasivos (entre ellos, "el tercero que excitó al animal", art. 1125) y causales de eximición
genéricas (fuerza mayor, culpa de la víctima, hecho de un tercero) pero también específicas (cuando el animal
doméstico se suelta o extravía sin culpa). Por último, el codificador se apartó del modelo del derecho romano y de la
antigua legislación española, descartando que el propietario del animal pueda sustraerse de la obligación de reparar el
daño con el "abandono noxal" (art. 1131). Esta última era una disposición superflua, pues con el abandono del animal,
aunque sea en favor de la víctima, no se repara el daño sufrido, que puede ser muy superior al valor del animal, pero el
codificador consideró prudente establecerlo expresamente por el apartamiento del criterio plasmado en las fuentes del
derecho comparado citado.

688. La responsabilidad por daños causados por animales en el Código Civil y Comercial

El 1759 del Código Civil y Comercial simplifica la cuestión por remisión al art. 1757, que es el que regula —como lo
indicamos— el daño causado por el hecho de las cosas y actividades riesgosas. Agregamos que también resultará
aplicable la regla inmediata posterior respecto de los sujetos responsables (art. 1758), porque ambas resultan
inescindibles. En mérito a esta última, se ratifica nuestra posición de que la responsabilidad del dueño y guardián es
conjunta, como resultaba del art. 1124 del Código de Vélez Sarsfield, que en este punto se apartaba del criterio de los
juristas franceses plasmado en el Código Napoleón, del que se desprendía que la responsabilidad de esos sujetos era
disyuntiva o alternativa.

La norma del art. 1759 es contundente, porque aplica la imputación objetiva "cualquiera sea la especie" de animal,
contando con el antecedente del art. 1670 del Proyecto del año 1998 e inscribiéndose en la tendencia más moderna que
basa la responsabilidad en el "riesgo". Puede resultar interesante reflexionar si todas las especies de animales puedan
calificarse de cosas riesgosas, al extremo que tornen anticipadamente previsible la causación de daños, pero lo concreto
es que el Código así lo declara e impone una responsabilidad objetiva que le impide al obligado eximirse de
responsabilidad con la sola prueba de la conducta diligencia o no culpa.

No obstante, subsisten algunas cuestiones que corresponde analizar, por cuanto el Código Civil y Comercial, con la
remisión que realiza, ya no las contempla particularizándolas, como lo hacía su antecedente. En primer término,
señalamos que desaparece la específica previsión sobre acción de regreso del guardián contra el dueño (art. 1124, in fine,
Código Civil de Vélez). Al verificarse un supuesto de responsabilidad concurrente de ellos, consideramos aplicable
el art. 851, inc. h) del Código vigente, que establece que las acciones de contribución entre estos deudores se rigen por
las relaciones causales que originan la concurrencia. Por analogía con el art. 841 de este cuerpo normativo, deberá
estarse a lo pactado entre el dueño y el guardián del animal, como también a la causa de la responsabilidad y a las
demás circunstancias en las que se produjo el daño.

Asimismo, deberán revisarse las hipótesis de exclusión de responsabilidad, porque el Código Civil de Vélez —como
lo anticipamos— contenía específicas eximentes que no están previstas en el Código Civil y Comercial, que sólo habilita
las genéricas de la responsabilidad objetiva, cualquiera sea la especie de animal. Sin embargo, podemos reflexionar
sobre la operatoria de aquellas ante la vigencia del nuevo sistema: a) animal excitado por un tercero: para que libere de
responsabilidad al dueño o guardián del mismo, ese hecho debe reunir los caracteres del caso fortuito (conf. art. 1731),
es decir, constituir un acontecimiento que no ha podido ser previsto o que, habiendo sido previsto, no ha podido ser
evitado (conf. art. 1730); b) animal soltado o extraviado sin culpa de la persona encargada de guardarlo: ya no será
suficiente para eximir la responsabilidad de los legitimados pasivos citados, ante la contundente imputación objetiva
que establece el art. 1759 y en el marco de las acotadas eximentes que fija el art. 1757; c) animales sueltos en la ruta: la
evolución jurisprudencial resulta interesante, porque —en un comienzo— los tribunales establecieron que el único
responsable era el dueño del animal, propiedad que resulta de la marca grabada. Se sostenía que no podía endilgarse
responsabilidad alguna al Estado, pues éste no responde por este tipo de daños, en tanto no existe una responsabilidad
general de las consecuencias dañosas derivadas de hechos extraños a su intervención directa. Por otra parte, también se
negaba la posibilidad de una responsabilidad conjunta con el concesionario —en las rutas operadas bajo el sistema de
peaje— por dos razones: la primera, que la obligación del concesionario es la de facilitar la circulación, lo que se
relaciona con el mantenimiento del corredor vial, pero no con el hecho de que el propietario abra las tranqueras o
conserve en mal estado los alambrados; la segunda, que los concesionarios no pueden tener obligaciones mayores que
el Estado concedente, y ya se ha dicho que el Estado no es responsable de los daños mencionados.

Pero, a partir del año 2006, el más Alto Tribunal (autos "Pereyra de Bianchi" y "Ferreyra") cambia su criterio
sustancialmente y responsabiliza a los concesionarios viales por el daño causado por animales que invaden las rutas.
Afirma que entre los concesionarios y los usuarios hay una relación de consumo, relación que es diferente de la que
tiene el concesionario vial con el Estado. Añade que el mantenimiento de la ruta —obligación nuclear del
concesionario— incluye el deber de seguridad que, a su vez, contempla el paso de los animales, y concluye sosteniendo
que el peaje importa un verdadero contrato y no una contribución impositiva.

689. Las causales de eximición de responsabilidad

Ante la falta de eximentes específicas en el Código Civil y Comercial, se puede especular sobre el funcionamiento de
las causales genéricas de eximición de responsabilidad. En primer término, el hecho del damnificado (art. 1729) puede
funcionar para excluir o limitar la responsabilidad del dueño o guardián del animal, como ocurre en las hipótesis de
imprudencias irrazonables de las víctimas. Sin embargo, también es pertinente analizar la hipótesis de los actos de
arrojo, como el ejemplo en el que una persona quiere detener un caballo desbocado y resulta herida, o se interpone para
evitar que un perro muerda a un tercero, con el mismo resultado. Siempre pensamos que en estos casos el propietario
del animal no queda exento de responsabilidad porque debía protegerse la conducta social y moralmente valiosa. En
este sentido, quien se ha expuesto deliberadamente al peligro, ha querido evitar a terceros (quizá al propio dueño) un
daño mayor, y si le ha resultado un daño personal, es por la naturaleza peligrosa del animal. El propietario debe
responder, conclusión que se encuentra reforzada en el Código Civil y Comercial, que impone el débito indemnizatorio
a quien creó la situación de peligro o al beneficiado por el acto de abnegación, en este último caso, la reparación procede
únicamente en la medida del enriquecimiento por él obtenido (art. 1719, párr. 2º).

En el Código Civil y Comercial el hecho del tercero debe reunir los caracteres del caso fortuito (art. 1731), por lo que
aquella específica causal que mencionamos aparecía en el art. 1125 del Código Civil de Vélez, exonerando al propietario
y en simultáneo imponiendo la responsabilidad del tercero que excitaba al animal causante del daño, en la actualidad
debe integrarse con las notas de imprevisibilidad e inevitabilidad propias del caso fortuito, por lo que el campo de
aplicación de la eximente queda sustancialmente reducido. Naturalmente, el dueño no queda exento de responsabilidad
si quien excitó al animal fue un dependiente suyo, pues en ese caso juega la responsabilidad refleja.

Asimismo, el caso fortuito o la fuerza mayor (considerados sinónimos en el Código Civil y Comercial), no sólo
impone para el funcionamiento de la eximente que se trate de un "hecho que no ha podido ser previsto o que, habiendo
sido previsto, no ha podido ser evitado" (art. 1731), sino que se incorpora un listado de hipótesis que no eximen, no
obstante verificarse aquellas notas tradicionales (art. 1733), por lo que su operatoria también es limitada. Entre estas
causales, nos interesa destacar para esta materia, que el caso fortuito no exime cuando "constituye una contingencia
propia del riesgo de la cosa o la actividad" (art. 1733, inc. e]). En mérito a ello, dentro de un contexto de imputación
objetiva indiscriminada para todas las especies de animales, con causales de eximición limitadas, subsistirá la
responsabilidad de los legitimados pasivos no sólo por ruidos propios del tránsito que asusten a un animal, sino
también cuando éste se suelta o extravía sin culpa de la persona encargada de guardarlo. Para este último caso, que el
Código Civil de Vélez contemplaba expresamente, el Código Civil y Comercial descarta la posibilidad de exonerarse
con la prueba de los cuidados ordinarios o las precauciones necesarias para evitar que el animal se escape y cause un
daño. Para eximirse no será suficiente la acreditación de la conducta diligente, sino que será indispensable demostrar la
intervención de un tercero o el caso fortuito, en ambos casos, con las notas de imprevisibilidad e inevitabilidad. A ello
debe agregarse que no sea una contingencia propia del riesgo del animal, por lo que pensamos que en aquellas especies
o razas consideradas peligrosas, la imputación de responsabilidad será prácticamente inexcusable. La solución es
similar a la que ordenaba el art. 1729 del Código Civil de Vélez, que negaba la posibilidad de invocar la fuerza mayor
para excusar la responsabilidad del propietario del animal feroz, habilitando sólo la defensa de la culpa de la víctima,
por aplicación de los principios generales.

690. El daño causado por un animal a otro

Por último, resta analizar la responsabilidad por el daño causado por un animal a otro. Como lo adelantamos, el
Código de Vélez regulaba expresamente la situación, disponiendo que el daño será "indemnizado por el dueño del
animal ofensor si éste provocó al animal ofendido. Si el animal ofendido provocó al ofensor, el dueño de aquel no
tendrá derecho a indemnización alguna" (art. 1130). El criterio dirimente era controvertido e imponía la dificultosa
identificación del animal provocador. En la búsqueda casuística, pensamos que si el animal herido invadía el predio
donde habitaba el otro, podía considerárselo provocador, aunque el ataque haya provenido del ofensor, tal como
ocurriría si un perro guardián hiere a otro que penetra en la casa que habita. El Código Civil y Comercial no regula en
modo particular esta situación que puede verificarse con cierta frecuencia, por lo que consideramos que no existe
motivo para apartarse de las normas generales, ya que el Código no distingue si el daño causado por un animal se
produce por un suceso lesivo que afecta a la persona, a otro animal, o a una cosa inanimada. El factor de atribución es
siempre objetivo, por lo que acreditado el daño que sufrió un animal provocado por otro, el dueño o guardián de este
último, sólo podrá eximir su responsabilidad con la prueba de la causa ajena, con los alcances desarrollados en este
apartado.

§ 3. — Responsabilidad colectiva y anónima

1. — Cosa suspendida o arrojada

691. La disposición legal

Si de una parte de un edificio cae una cosa, o si ésta es arrojada, los dueños y ocupantes de dicha parte responden solidariamente
por el daño que cause. Sólo se libera quien demuestre que no participó en su producción (art. 1760). El texto legal debe ser leído
cuidadosamente.

Lo primero que debe señalarse es que la norma procura reparar el daño que ha sido ocasionado por un autor no
identificado, pero que integra un grupo de personas que se individualiza por su ubicación geográfica (dueños y
ocupantes de una parte de un edificio). Por tanto, si está identificado el autor o la unidad desde la que provino el hecho
que causó el daño, sólo el autor o, en su caso, el dueño u ocupante de la unidad, responderá. Lo segundo, que esta
responsabilidad cubre los daños ocasionados tanto por cosas caídas (sin la intervención del hecho del hombre), como
podría ocurrir con una maceta que se cae de un balcón, como arrojadas (por una persona).

692. Quiénes responden. El factor de atribución

Hemos visto que el art. 1760 dispone la responsabilidad solidaria de los dueños y ocupantes del edificio. Sin embargo,
es necesario hacer varias precisiones.

En primer lugar, se consagra una presunción de responsabilidad de dueños y ocupantes, con lo que se incluyen a
locatarios, sublocatarios, comodatarios, usufructuarios, meros poseedores, depositarios o tenederos precarios.

En segundo lugar, decimos que se consagra una presunción de responsabilidad, pues la propia norma libera a quien
pruebe que no participó en la producción del daño. Así, por ejemplo, el propietario que ha dado en locación el
inmueble, podrá probar con la presentación del contrato respectivo, la imposibilidad de haber sido él el causante del
daño. Con todo, debe señalarse que también se ha sostenido que como la primera parte de la norma establece la
responsabilidad solidaria entre dueños y ocupantes, la prueba de no participación en la producción del daño consiste en
demostrar que la cosa que causó el daño estaba instalada o fue arrojada de un lugar distinto que del edificio (Fiorenza,
Alejandro Alberto, La función resarcitoria de la responsabilidad civil, p. 246, Ed. El Derecho, 2018).

En tercer lugar, la responsabilidad no se extiende a todos los propietarios y ocupantes del edificio. La norma se refiere
a los dueños y ocupantes de la parte desde donde cae una cosa o desde donde fue arrojada. Parece claro que si el daño,
por ejemplo, se produce por la caída de una maceta a la calle, los ocupantes o dueños de los departamentos interiores
no pueden ser responsabilizados; o si se trata de la caída de una marquesina, sólo deberá responder el propietario que
la colocó.

En cuarto lugar, todos los dueños y ocupantes que no puedan probar su ausencia de responsabilidad, responderán
solidariamente, por lo que quien hubiese pagado sólo podrá repetir contra cada uno de los codeudores la parte que le
corresponde del total (arts. 840, 841, in fine, y 842), a menos que haya podido ser individualizado el autor, en cuyo caso
podrá repetir el cien por ciento de lo pagado contra este último.

Por último, el factor de atribución de esta responsabilidad es objetivo. Es que resulta irrelevante la culpa del autor del
daño; sólo se libera quien acredite que no participó en la producción del daño.

2. — Daño causado por una persona no identificada, integrante de un grupo

693. Aclaración preliminar

Los arts. 1761 y 1762 regulan el supuesto de causación de un daño que proviene de un miembro no identificado de un
grupo determinado. En otras palabras, se sabe que el daño ha sido causado por uno de los miembros del grupo, pero no
se sabe cuál de los miembros fue el que lo causó. Es importante destacar, ante todo, qué se entiende por grupo. No se
trata de cualquier tipo de unión o agrupación, sino de aquella que exhiba una pertenencia conformada por un lazo de
cohesión más o menos definido. Por ello, ese grupo reconoce la existencia de causas o motivos en su origen que
cohesionan a sus miembros, tales como la realización de una tarea común, o la pertenencia a una agrupación política o
religiosa. Sin embargo, lo expuesto no implica que la cohesión entre los miembros del grupo deba trascender en el
tiempo, pues puede tratarse de una unión accidental, circunstancial u ocasional.
Pero, además, la mera integración de un grupo determinado no acarrea inexorablemente la responsabilidad de todos
sus miembros por el daño que se hubiese causado. Las normas mencionadas exigen, para ser aplicables, que la persona
autora del daño no esté identificada, pues si lo estuviera, el reclamo solo podría ser dirigido contra ella. Con otras
palabras, el causante del daño no está identificado, pero sí se tiene acreditado que el daño fue causado por alguno de los
integrantes de ese grupo determinado. Quien debe probar que el daño fue causado por un integrante del grupo es el
damnificado.

Los mencionados arts. 1761 y 1762 regulan dos situaciones diferentes, según que la actividad que desarrolla el grupo
sea o no peligrosa, como veremos seguidamente.

694. Actividad no peligrosa

Un grupo determinado puede realizar actividades no peligrosas o riesgosas. Así ocurre por ejemplo, con las personas
que participan en una procesión religiosa o en un mitin político, o con los integrantes de un equipo de servicios
médicos. La actividad desplegada por tales grupos no es, en sí misma, peligrosa o riesgosa; sin embargo, pueden causar
daños, manteniéndose en el anonimato al autor.

En este caso, la regla es que si el daño proviene de un miembro no identificado de un grupo determinado responden
solidariamente todos sus integrantes (art. 1761). La solución se justifica plenamente en la necesaria protección de la víctima:
resulta inadmisible que no vea satisfecha su reparación por la mera circunstancia de la falta de identificación precisa del
causante del daño. De allí, la responsabilidad solidaria de todos los integrantes del grupo.

La única manera que tiene un integrante del grupo para liberarse de esta responsabilidad, es que demuestre que no ha
contribuido a su producción (art. 1761, in fine). Es necesario advertir que la norma no exime por el hecho de acreditar que
no fue el autor del daño, sino que plantea una exigencia mayor: es necesario probar que no ha contribuido, que no ha
colaborado con la producción del daño. Sería el caso del anestesista -integrante de un equipo médico que practica una
intervención quirúrgica- que prueba que la causa de la muerte del paciente resulta ajena a su propia actividad.

695. Actividad peligrosa

Un grupo determinado puede realizar actividades peligrosas o riesgosas. Como se ha dicho, hay riesgos (i) externos,
hacia terceros, como los daños que puede causar una patota, (ii) internos, hacia los propios miembros del grupo, como
los daños que pueden sufrir a raíz de una avalancha en un espectáculo público, (iii) concurrentes, como los daños que
puede sufrir un transeúnte por un tiroteo entre ladrones y fuerzas policiales, y (iv) recíprocos, como los daños que
pueden sufrir los integrantes de dos grupos enfrentados entre sí (Saux, Edgardo I., Un caso de responsabilidad colectiva.
Miembro no identificado un grupo agresor, RCyS 2010-II-67).

Cuando un grupo realiza una actividad peligrosa para terceros, todos sus integrantes responden solidariamente por el daño
causado por uno o más de sus miembros (art. 1762). La solución se justifica por las mismas razones: es inadmisible que la
víctima no vea satisfecha su reparación por la mera circunstancia de la falta de identificación precisa del causante del
daño. De allí, la responsabilidad solidaria de todos los integrantes del grupo. Es el caso, por ejemplo, de las "barras
bravas" de fútbol.

En este caso, no importa si el autor del daño está identificado o no. En ambos supuestos, los integrantes del grupo
responden por los daños causados. Y ello es así, pues lo que se está valorando es la actividad peligrosa o riesgosa que se
realiza.
La única manera que existe para liberarse de esta responsabilidad, es demostrar que no se integraba el grupo (art.
1762, in fine). La exigencia para liberarse es aún mayor que en el caso anterior: no basta con acreditar que no fue el autor
del daño, ni que ha contribuido con su producción. Es necesario probar que no integraba el grupo.
CAPÍTULO IX - RESPONSABILIDADES ESPECIALES

§ 1. — Responsabilidad por los daños causados en los accidentes de tránsito

696. Una problemática actual

Las estadísticas relacionadas con los accidentes de tránsito nos muestran la presencia de una nueva "endemia", que
constituye la tercera causa de muerte en personas jóvenes, tras el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Los
resultados de los relevamientos son alarmantes, porque por cada persona fallecida a consecuencia de un accidente vial,
tres quedan con alguna secuela incapacitante. Las cifras revelan que las vías de circulación constituyen el espacio en el
que menos se respeta la vida y la salud de las personas. Indudablemente este problema no existía al momento de la
sanción del Código Civil de Vélez y esta ausencia justifica que no se encontrara específicamente regulado en los códigos
decimonónicos. Indudablemente nuestro Codificador no era un profeta ni un futurólogo (Trigo Represas); la
responsabilidad que contempló tuvo directa relación con la realidad de su tiempo y los daños asociados a la circulación
vehicular no tenían la habitualidad ni la gravedad actual, fundamentalmente porque uno de los primeros automóviles a
combustión interna de gasolina fue el patentado en Alemania por Karl Benz, cuando corría el año 1885, es decir, tiempo
después a la sanción del Código Civil de Vélez. Pasaron los años y el automóvil en circulación se convirtió en la
referencia paradigmática de los daños causados por el riesgo o vicio de la cosa, en los términos del art. 1113, del referido
Código, reformado por la ley 17.711.

Por ello, esa pregunta que formulábamos con frecuencia respecto si el automotor era una cosa riesgosa, aparecía como
un cuestionamiento motivado en la ausencia de referencia en el Código Civil de Vélez, pero indudablemente imponía
una serie de aclaraciones preliminares, en especial, por esa fragmentación que contenía el segundo párrafo del art.
1113 con la sutil distinción entre daños causados "con" las cosas y otros que derivan del "riesgo o vicio" de ellas.
Algunos autores de prestigio exigían, para esa respuesta, el análisis de la cosa y "sus circunstancias" (Mosset Iturraspe,
Jorge, Accidentes de tránsito, Rubinzal-Culzoni, 2009). La Corte Nacional era contundente: "el automóvil en marcha es
una cosa peligrosa en razón de los riesgos que crea su andar" (CSJN, "O'Mill c. Provincia de Neuquén", 19/11/1991, LL
1992-D-228 y ED 147-359; del mismo Tribunal, "Arat c. Ippoloto", 25/6/1981, Fallos 303:877). Por ello, la Corte Federal
aplicó sistemáticamente el art. 1113 (2º párrafo, 2ª parte), con la imputación objetiva basada en el riesgo creado para los
daños causados en accidentes de tránsito (CSJN, "SMC c. Provincia de Buenos Aires", 15/12/1998).

697. Una norma imprescindible, que llena un vacío legal y consolida la doctrina y jurisprudencia construidas al
amparo del Código sustituido

El Código Civil y Comercial establece que los artículos referidos a la responsabilidad derivada de la intervención de cosas se
aplican a los daños causados por la circulación de vehículos (art. 1769). Por esta remisión, el encuadre normativo se forma con
los arts. 1757 (responsabilidad objetiva por el riesgo o vicio de la cosa o por actividades peligrosas), 1758 (sujetos
responsables: el dueño y guardián) y las eximentes de los arts. 1729 a 1731.

Aquella norma general debe integrarse con las específicas que regulan la materia, como las que instituyen el régimen
de propiedad automotor y permiten dirimir la legitimación pasiva concurrente que opera en el caso. En este sentido,
debemos recordar que la inscripción registral es constitutiva y determina que el dueño o propietario son aquellos
titulares inscriptos en el Registro Nacional de la Propiedad Automotor (dec.-ley 6582/1958, mod. por ley 22.977).
Respecto del guardián, como lo anticipábamos en el capítulo anterior, el art. 1758 contiene una definición que permite
incluir en esa noción polifacética al conductor, por tratarse de quien ejerce el uso, la dirección y el control de la cosa, por
lo que su responsabilidad será sustancialmente objetiva. Asimismo, aparecerán, a la par de las eximentes genéricas de
esa particular imputación, especificidades como la "denuncia de venta" (art. 27, ley 22.977) que llenarán esas causales y
determinarán la habilitación de la exoneración de responsabilidad emergente del hecho de un tercero por quien el
transmitente no debe responder y que el automotor fue usado en contra de su voluntad, con los alcances reseñados
antes (véanse nros. 683 y 684), a los que remitimos para un análisis más profundo de los sujetos responsables y las
eximentes en los accidentes de tránsito.

Asimismo, en el ámbito de esta particularizada responsabilidad por accidentes en la circulación, a las normas del
Código Civil y Comercial deberán sumarse las disposiciones de leyes especiales, como la normativa de tránsito y el
régimen del seguro. A modo de ejemplo y aunque aceptamos que el requisito de la antijuridicidad aparece debilitado
en el Código Civil y Comercial, las faltas o contravenciones nutren este presupuesto, como también la transgresión de
los principios propios de la normativa vial (principio de conducción dirigida, capacidad o aptitud psicofísica, entre
otros).

No está de más señalar que con la expresión "vehículos", el art. 1769 abarca automóviles, camiones, motos,
maquinarias agrícolas, bicicletas, monopatines (eléctricos o no), etcétera.

698. Presunciones legales y jurisprudenciales

Existen presunciones legales de responsabilidad contenidas en la Ley Nacional de Tránsito (24.449), que no sólo
realiza un aporte en orden a la definición del accidente (art. 64), sino que contiene una interesante presunción de
responsabilidad en el siniestro que pesa sobre quien carecía de prioridad de paso o cometió una infracción relacionada
con la causa del mismo. Veamos algunas:

a) Salida de un vehículo a la vía pública.— El vehículo que sale a la vía pública de un inmueble o de un lugar de
estacionamiento debe hacerlo a paso hombre. Y debe ceder el paso a los que transitan normalmente por la calle, por lo
que en caso de colisión, debe presumirse su culpa.

b) Conducción en carreteras.— Todo conductor que transite por una carretera debe ceñirse a la derecha cuando otro
conductor le pida paso mediante señales acústicas o luminosas y, en general, cuando el polvo, la niebla, la nieve o la
lluvia impidan una visibilidad normal. Está prohibido cambiar de dirección, disminuir bruscamente la velocidad o
detener el vehículo antes de asegurarse de que es posible hacerlo sin peligro para terceros y sin haber prevenido de tal
intención mediante señales adecuadas. La inobservancia de estas precauciones crea la presunción de responsabilidad en
caso de accidente (arts. 39 y ss., ley 24.449).

Los vehículos que transitan en una misma dirección deben guardar entre ellos una distancia prudencial, tanto mayor
cuanto mayor sea la velocidad.

c) Forma de adelantarse a otro vehículo.— Al adelantarse un vehículo a otro que marcha en la misma dirección, lo hará
por la izquierda de éste, con las debidas precauciones y toque de bocina o señal luminosa (art. 42, inc. c], ley 24.449).

d) Cruce de calles.— El conductor que llega a una bocacalle o encrucijada, debe en todos los casos reducir
sensiblemente la velocidad y tiene la obligación de ceder espontáneamente el paso a todo vehículo que se le presente
por la derecha; la violación de esta norma hace responsable al conductor (art. 41, ley 24.449).

La prioridad del que circula por la derecha sólo juega cuando ambos vehículos se han presentado en el cruce en forma
simultánea o casi simultánea. Tampoco juega en el caso de que el otro vehículo sea una ambulancia, un vehículo de la
policía o de bomberos, que siempre tienen prioridad (art. 41, inc. c], ley 24.449).
e) Detención de vehículos en la vía pública.— Está prohibido detener un vehículo por propia voluntad en medio de la
calzada, aun cuando sea para tomar o dejar pasajeros o cargas.

f) Otras presunciones.— Al igual que en el caso del peatón víctima de un accidente, se presume la culpa del conductor
que marcha a contramano; o que dio marcha atrás; o si carece de registro habilitante; o que embiste otro automóvil que
está estacionado; entre otros casos.

Las presunciones legales de culpa no tienen carácter absoluto, sino iuris tantum, de modo que pueden ser destruidas
por prueba en contrario que demuestre la culpa concurrente o exclusiva del damnificado.

Existen también presunciones hominis de culpabilidad, como la construida por la jurisprudencia sobre aquel
automovilista que conduce el vehículo embistiente.

699. Tesis de los riesgos recíprocos

Otro aspecto que nos interesa destacar es la consolidación de la vigencia de la tesis de los riesgos recíprocos por
accidentes de tránsito en los que participan dos vehículos. La discusión doctrinaria sobre si debía mantenerse la teoría
del riesgo en estas hipótesis o si cuando colisionaban dos automóviles esos riesgos se compensaban o neutralizaban, por
lo que resultaba procedente resolver la cuestión a la luz de la culpa de los conductores, entendemos que se encuentra
superada. Como lo sostuvo la Corte Nacional, la existencia de esos accidentes obedece a los riesgos de los vehículos, lo
que conduce lógicamente a un doble análisis del riesgo y no a una ausencia de responsabilidades (CSJN, 22/12/1987,
"Empresa Nacional de Telecomunicaciones c. Provincia de Buenos Aires", LL 1998-D-296). En sentido similar, la
doctrina sostiene que el criterio de la neutralización priva a la teoría del riesgo de su auténtico valor, por cuanto si la
culpa se ha individualizado, la cuestión debe resolverse sobre sus pautas; ningún auxilio ofrece las presunciones para
resolver el litigio. Sin embargo, la verdadera trascendencia de la concepción objetiva de la responsabilidad aparece
cuando el factor subjetivo no puede ser probado. Por ello, la teoría del riesgo recíproco determinará, en esta hipótesis, la
procedencia de las demandas contra cada dueño o guardián por el daño causado al otro, por cuanto la culpa, que
funciona como eximente, no pudo demostrarse.

Algunas dudas subsisten y emanan de la propia redacción del artículo que comentamos, en virtud de que la
atribución es objetiva para los daños causados "por la circulación de vehículos" (art. 1769, in fine). Nos preguntamos si
esta referencia incluye a los automóviles estacionados y si el riesgo puede verificarse en estas cosas inertes. Una
respuesta negativa subsumiría la cuestión del daño en el que interviene un vehículo antirreglamentaria y
peligrosamente estacionado, en el régimen de atribución basado en la culpa (art. 1721, in fine). No obstante,
impugnamos esa distinción (véase nro. 681) por cuanto pensamos que la asociación fatal entre el movimiento y el riesgo
no es adecuada, y que pueden existir cosas inertes que generan un anticipado peligro de daño y que, por ello, la
responsabilidad es objetiva. Un ejemplo es precisamente un automóvil antirreglamentariamente estacionado y cuya
peligrosa ubicación genera anticipadamente un riesgo que resulta causalmente relevante para la producción de un
siniestro. Insistimos, en este contexto fáctico, resulta aplicable la teoría del riesgo creado y no advertimos motivos que
justifiquen su apartamiento a partir de la distinción entre automóviles en circulación y detenidos en modo peligroso.

700. Presunciones en accidentes de que son víctimas los peatones

Los automovilistas crean un riesgo constante para los peatones, y es enteramente justo que si ellos gozan y
aprovechan económicamente de la máquina que conducen, respondan luego por los daños derivados de la cosa
peligrosa que ponen en circulación.
A las normas establecidas por el Código Civil y Comercial para fundamentar la responsabilidad por los daños
causados por la circulación de vehículos (que ya hemos analizado, nro. 697), deben añadirse una serie de presunciones,
algunas legales, otras pretorianas, que estudiaremos a continuación:

a) Cruce de calles.— El peatón tiene en las zonas urbanas prioridad de paso cuando cruza lícitamente la calzada por la
senda peatonal o en zona peligrosa señalizada como tal; debiendo el conductor detener el vehículo si pone en peligro al
peatón (art. 41, ley 24.449). En todo accidente producido en dicha zona se presume la culpa del conductor.

La prioridad de paso del peatón cesa si los vehículos tienen vía libre por indicación del agente de tránsito o de los
aparatos mecánicos de señales.

¿Qué ocurre si el peatón cruza la calle a mitad de cuadra, o, mejor dicho, fuera de la zona que le está reservada para el
cruce? Sin duda hay culpa de su parte, pues no se sujetó a la reglamentación que prescribe el cruce por las esquinas.
Pero la jurisprudencia se inclina a considerar que también media culpa concurrente del conductor del automóvil que lo
embistió, pues éste, a su vez, ha omitido su obligación de tener en todo momento el contralor de su vehículo.

b) Velocidad.— La ley 24.449,art. 51, fija diferentes velocidades máximas según el lugar (calles, avenidas, autopistas) y
el tipo de vehículo que se trate (automóviles, motocicletas, ómnibus, camiones).

Pero la observancia de los límites legales no exime de responsabilidad al conductor, pues la jurisprudencia ha resuelto
que en los accidentes de que son víctimas los peatones, la velocidad debe considerarse excesiva cuando no ha permitido
detener oportunamente el vehículo.

La velocidad (aunque siempre dentro de límites razonables) no es causa de imputación si se trata de una ambulancia
o bomba de incendio, siempre que haga las señales sonoras características y vaya a prestar servicio y no sea de vuelta de
él.

c) Otras presunciones.— Los tribunales han resuelto, entre otros supuestos, que se presume la culpa del conductor que
marcha a contramano, o que dio marcha atrás, pues se trata de una maniobra generalmente imprevisible, o si carece de
registro habilitante, pues ello constituye un fuerte indicio de que no tiene la destreza o la experiencia necesaria para
sortear las dificultades de un tránsito intenso.

Un caso singular se da cuando el peatón resulta lesionado como consecuencia de la colisión de dos vehículos, uno de
los cuales se ha desplazado hiriéndolo. En este caso, la demanda puede dirigirse contra ambos, que responden
solidariamente, pues la víctima no tiene por qué investigar la manera como se produjo el accidente para establecer
quién ha sido el verdadero culpable. El conductor que sostiene que la culpa exclusiva del hecho le corresponde al otro
debe probarlo.

701. Daños resarcibles. Seguro obligatorio

Más allá de los típicos daños que deben resarcirse previstos en el art. 1738 (daño emergente, lucro cesante, pérdida de
chance, daños a la persona y daño moral), se reconoce que debe repararse la privación de uso del vehículo y la pérdida de
su valor venal. La indemnización por la privación de uso procura cubrir los gastos realizados por el uso de medios de
transporte sustitutivos. Por su parte, la pérdida del valor venal refleja la diferencia entre el valor del vehículo reparado
y el que tiene uno idéntico, de igual modelo y estado de conservación, antes del siniestro, pues el choque puede dejar
consecuencias dañosas más allá del arreglo hecho.

La ley de Seguros n° 17.418 regula -entre otros- el seguro de responsabilidad civil, el cual procura proteger a las
víctimas de accidentes de tránsito, garantizándoles la reparación de los daños sufridos. Por su parte, la ley n°
24.449 dispuso que ese seguro es de contratación obligatoria (art. 68). Ahora bien, la vía procesal para lograr tal
reparación es el juicio que debe promoverse contra el responsable, y en el que la compañía aseguradora debe ser citada
en garantía (art. 118, ley 17.418). El problema que se viene planteando es respecto de la extensión de la responsabilidad
de la compañía aseguradora, cuando en el contrato de seguro fue fijada una suma de dinero en concepto de franquicia,
esto es, que hasta el monto pactado, solo responde el tomador del seguro. La Cámara Nacional en lo Civil viene
sosteniendo que esa franquicia es inoponible a la víctima (fallo plenario "Obarrio" -L.L. 2007-A-168-, al que se han
ajustado otros fallos posteriores del mismo tribunal) pero la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo dejó sin efecto
(L.L. 2008-B-402) y ha ratificado que la franquicia es oponible a la víctima (fallos "Villarreal" y "Nieto", L.L. 2008-B-273,
L.L. 2011-E-214).

§ 2. — Responsabilidad por accidentes en ocasión del transporte

702. El art. 184 de Código de Comercio y la necesidad de su aplicación extensiva a todo medio de transporte

Esta solitaria norma establecía una responsabilidad objetiva de la empresa de transporte ferrocarril por los daños
causados en caso de muerte o lesión de un pasajero, con fundamento en la obligación contractual del transportador de
llevarlo sano y salvo a su lugar de destino; por consiguiente, si el pasajero sufría algún daño, la empresa debía repararlo
a menos que pudiera probar que el daño ocurrió por fuerza mayor, culpa de un tercero por el que no debía responder o
de la propia víctima. Por analogía, se aplicaba a cualquier medio de transporte colectivo, sea ómnibus o subterráneos,
entre otros, aunque con la exclusión de aquellos regulados de modo específico, como la materia aeronáutica (arts. 139,
142 y concs., Cód. Aeronáutico).

Otra importante disposición que contenía aquella norma era la que prohibía todo pacto en contrario, lo que
consideramos justo, porque el transporte es generalmente un contrato de adhesión, que los pasajeros deben aceptar tal
como se les ofrece. Por ello, de ser válidas esas cláusulas que dispensan la responsabilidad al transportador, todos los
contratos de transporte la incluirían, dejando inerme al pasajero.

El pasajero que era víctima de un accidente tenía así dos acciones: una derivada del art. 184 del Código de Comercio;
y otra nacida del hecho ilícito (arts. 1109 y 1113, Cód. Civil de Vélez). La primera contenía dos plazos de prescripción, al
año o a los dos años, según se tratara de un transporte en el interior de la República o que conecte con otro país (art. 855,
Cód. Com.); la segunda a los dos años (art. 4037, Cód. Civil de Vélez). Cabe destacar que antes de la sanción de la ley
17.711, la acción contractual tenía una gran ventaja sobre la extracontractual, porque la víctima no debía probar la culpa
del dañador, en tanto que sí debía hacerlo quien intentaba esta última. A partir de esa reforma, la acción
extracontractual comenzó a gozar de igual privilegio con la consagración de un régimen objetivo de responsabilidad
(art. 1113, Cód. Civil de Vélez, según ley 17.711). Asimismo, todo este esquema quedó conmovido por la sanción de la
Ley de Defensa de los Consumidores 24.240 (con sus posteriores reformas, entre ellas, la ley 26.361), pero
fundamentalmente con la entrada en vigencia del Código Civil y Comercial, como analizaremos en el número siguiente.

703. La responsabilidad del transportista en el Código Civil y Comercial

El art. 1286 regula en sus dos únicos párrafos la responsabilidad del transportista por daños a las personas y a las
cosas. El camino que inicia esta norma, se completa con otras que, dentro del mismo capítulo 7 ("Transporte"),
contemplan hipótesis especiales como el transporte sucesivo o combinado (art. 1287), la extensión de la responsabilidad
en el transporte de personas (art. 1291), las cláusulas limitativas de responsabilidad en el caso indicado (art. 1292), la
responsabilidad por el equipaje (art. 1293) y las cosas de valor (art. 1294), entre otras temáticas que abordaremos en este
apartado.
El punto de partida es entonces aquel art. 1286, que en lo referido a los daños causados a las personas, utiliza una
redacción similar a la propuesta para la regulación de los accidentes de tránsito (art. 1769) o daños causados por
animales (art. 1759), por lo que resuelve la cuestión por remisión a lo dispuesto en el art. 1757 y siguientes, es decir,
ordena la aplicación de las disposiciones referidas a los daños causados por intervención de cosas. De este modo, se
consagra un régimen de responsabilidad objetiva que tiene sustento en el riesgo o vicio de la cosa o en el desarrollo de
una actividad peligrosa, evitando así la reiteración del articulado general referido al factor de atribución y las
eximentes. No obstante, deberán considerarse las particularidades que existen respecto del transporte y la vigencia del
régimen de defensa de los consumidores para la mayoría de estos contratos, que determina la aplicación no sólo de
disposiciones constitucionales (art. 42) y microsistémicas (ley 24.240 con sus modificaciones), sino del título específico
del contrato de consumo que contiene el Código Civil y Comercial.

Con similares alcances, el segundo párrafo de la norma analizada, regula el transporte de cosas, disponiendo que el
transportista se excusa probando la "causa ajena", es decir, algunos de los eximentes de la responsabilidad objetiva (arts.
1722, 1729 y ss.). Como una especificidad de esta modalidad, la última parte del art. 1286, aclara que el vicio propio de
la cosa transportada es considerado causa ajena. Asimismo, esas disposiciones relativas a la responsabilidad del
transportista por la pérdida o deterioro de las cosas transportadas, se aplican a la pérdida o deterioro del equipaje que
el pasajero lleva consigo (art. 1293), con la salvedad de que aquel no responde por la pérdida o daños sufridos por
objetos de valor extraordinario que el pasajero lleve consigo y no haya declarado antes del viaje o al comienzo de éste
(art. 1294). Nos parece una excepción justificada y amparada en el principio de buena fe (arts. 9º y 961), del que emanan
estos específicos deberes de información entre los contratantes. Diferente es la solución que adopta el Código para la
pérdida del equipaje de mano y de los demás efectos que hayan quedado bajo la custodia del pasajero, exonerando la
responsabilidad del transportista, salvo que se demuestre su culpa (art. 1294, párr. 2°), con lo que opera un discutible
desplazamiento de la responsabilidad objetiva a la subjetiva respecto de esos objetos. Es decir que, más allá de estas
particulares referencias, la regulación de la responsabilidad por daños a una persona transportada tiene similares
fundamentos, alcances y exclusiones que la responsabilidad por daños causados a las cosas transportadas, resultando
aplicable el factor objetivo con las eximentes derivadas de la interrupción causal por la prueba de la causa ajena (hecho
de la víctima, caso fortuito o fuerza mayor y el hecho de un tercero por el que no se debe responder).

704. Las personas que pueden reclamar

La regulación del Código Civil y Comercial no se limita al transporte ferroviario (como ocurría con el Código de
Comercio), sino que impone una interpretación extensiva a las otras modalidades de transporte, y, además, al no
discriminar, abarca todos los supuestos de daños en el transporte que no tengan una específica regulación en materia de
responsabilidad. Se reemplaza la expresión "viajero" que utilizaba el Código de Comercio por la de "personas
transportadas", es decir, pasajeros que serán los damnificados directos, habilitando, lógicamente y para los casos de sus
fallecimientos en ocasión del transporte, el reclamo de los damnificados indirectos (arts. 1741, 1745 y concs.), pero
siempre con el fundamento objetivo de los daños causado por el riesgo o vicio de las cosas o de las actividades.

Asimismo, estimamos incluidos entre los legitimados activos no sólo a los que abonaron el pasaje, sino también a
todos aquellos que sin haberlo adquirido, se proponen hacerlo. Tal es el caso de los pasajeros de un ómnibus a quienes
el guarda todavía no ha cobrado el boleto o de los de un tren, cuyas reglamentaciones permiten el cobro durante el
viaje, aunque sea pagando una multa. Ordinariamente, la presencia del pasajero en el vehículo hará presumir que viaja
regularmente, salvo que las circunstancias del caso indiquen lo contrario, como ocurriría si un sujeto viaja en vagones
no destinados a pasajeros.
Consideramos que también están incluidas en el primer párrafo del art. 1286, las personas que, aunque viajan
gratuitamente, lo hacen de acuerdo a un derecho que la empresa les reconoce; tal es el caso de niños menores de cierta
edad, el de los empleados y funcionarios públicos que tienen pase libre, o de los dependientes de las empresas que se
benefician con pasajes gratuitos, o de los empleados de policía o correos que viajan en desempeño de sus tareas.
Ninguno de estos casos configura supuestos de transporte benévolo. En cambio, es claro que los empleados de la
empresa que viajan en cumplimiento de sus funciones, no son pasajeros y no pueden invocar la norma que estamos
analizando.

En los términos de la disposición citada, puede sostenerse que el transportista es responsable por los daños sufridos
durante el transporte, pero también con ocasión del ascenso y descenso de pasajeros, porque aquéllos están obligados a
asegurar que tanto el acceso a los vehículos como el egreso de ellos se haga en condiciones suficientes de seguridad. Sin
embargo, la Corte Suprema ha resuelto que el deber de seguridad no alcanza para responsabilizar a la empresa por los
delitos en que puedan incurrir los viajeros. Tampoco hay responsabilidad de la empresa si el pasajero incurrió en culpa
grave al pretender subir a un colectivo en movimiento.

Se ha llegado a responsabilizar a la empresa de ferrocarril por los daños ocasionados a un pasajero por un proyectil
arrojado durante el trayecto y desde fuera del ámbito ferroviario. Es un caso de compleja solución. Por un lado, con
fundamento en el art. 1731 del Cód. Civ. y Com., no correspondería responsabilizar a la empresa por el hecho de un
tercero que ella no tiene posibilidad de impedir. Pero, por otro lado, también parece exigible que la empresa tome los
recaudos necesarios para impedir tales hechos que lamentablemente son frecuentes, como lo serían la instalación de
ventanas de material irrompible o con rejas.

Por último, el Código Civil y Comercial regula la responsabilidad en el transporte sucesivo o combinado ejecutado por varios
transportistas. Esta frecuente modalidad, que nos enfrenta con una hipótesis de responsabilidad colectiva, es resuelta por
el art. 1287 estableciendo, en principio, que cada uno de ellos responde por los daños producidos durante su propio
recorrido. No obstante, puede existir unidad de causa, es decir, cuando el transporte es asumido por varios
transportistas pero en un único contrato, entonces el Código se aparta de aquella regla y fija la responsabilidad
solidaria, solución aplicable también para la eventualidad en que no se pueda determinar donde ocurrió el daño (art.
1287, párr. 2º).

705. La extensión de la reparación

El art. 184 del Código de Comercio disponía que el transportador estaba obligado al pleno resarcimiento del daño. La
disposición tenía importancia porque en materia contractual la extensión del resarcimiento se limitaba, por regla, a los
daños directos o inmediatos, frente a lo que la norma citada exigía la aplicación del principio de la reparación integral,
que era propio de los hechos ilícitos, pero que se justificaba porque en el contrato de transporte está de por medio la
integridad física de los viajeros y la severidad de la ley buscaba resguardarla. Incluso, después de la reforma del art.
522 del Código Civil de Vélez, correspondía la indemnización del daño moral, problema que antes de la ley 17.711
había dado lugar a divergencias doctrinales y jurisprudenciales.

En la unicidad del sistema de la responsabilidad vigente, en reemplazo de la dualidad de esferas (contractual y


aquiliana) reconocidas en el Código Civil de Vélez, aquella específica previsión contenida en el art. 184 del Código de
Comercio pierde sentido ante la consagración expresa del principio general de la "reparación plena" en el Código Civil y
Comercial (art. 1740). No obstante, para el caso de daños en ocasión del transporte, se consideró necesario especificar
esta regla de la reparación integral en lo referente a la extensión del resarcimiento, indicando que además de la
responsabilidad por incumplimiento del contrato o retraso en su ejecución, el transportista responde por los siniestros que
afecten a la persona del pasajero y por la avería o pérdida de sus cosas (art. 1291). Más interesante aún, resulta la norma que
sigue a continuación, en cuanto prescribe un contundente rechazo de las cláusulas limitativas de responsabilidad del
transportista de personas por muerte o daños corporales, las que se tendrán "por no escritas" (art. 1292). Nos parece una
solución justa, pero que no incluye los daños sufridos en las cosas transportadas, a las que se les aplicarán las reglas
generales de cláusulas abusivas y dispensa anticipada de responsabilidad (art. 1743), más aún cuando se consignen en
el marco de una relación de consumo.

706. Accidentes acaecidos con ocasión del transporte benévolo

Desde lo conceptual, el transporte benévolo es aquel que se realiza por amistad, cortesía o buena voluntad, por lo que
es, por su propia naturaleza, esencialmente gratuito, aunque estas características no bastan para considerarlo benévolo.
Además, es preciso que sea desinteresado, por lo que se excluyen hipótesis de transportes como: a) el que la empresa
realiza gratuitamente por imponerlo así la concesión (por ej. la policía en medios de transportes públicos), b) el
transporte con pase libre con que la empresa suele beneficiar a sus empleados, porque ésta debe considerarse como una
de la contraprestaciones que forman parte del contrato de trabajo, c) el transporte de niños menores o boleto sin cargo
otorgado a familias que adquieren un determinado número de pasajes, porque se trata de incentivos que la empresa
ofrece para inducir a los viajeros a ocupar sus servicios, y d) todo otro transporte en el que exista interés del
transportador, como ocurre en el caso de la persona que lleva en su automóvil al médico para atender a un pariente.

La calificación de 'benévolo' se utiliza en orden al análisis de la eventual responsabilidad del transportador por los
daños sufridos por el pasajero con ocasión del accidente, pero para ello, resultaba prioritario encuadrarlo en algunas de
las esferas de responsabilidad que se encontraban vigentes en el sistema anterior. Para algunos autores existe un
contrato, pues hay un acuerdo de voluntades por el cual una persona se compromete a conducir a otra a cierto lugar,
están dados sus elementos y la circunstancia que sea gratuito deviene irrelevante, ante numerosos contratos que tienen
ese carácter. Esta tesis no resiste la crítica. Como dice Josserand, todo contrato implica la intención de ligarse, el animus
negoii contrahendi, la voluntad de hacer un negocio. A tenor de la definición de acto jurídico orientado a un fin
inmediato de producir efectos jurídicos, en el transporte benévolo no hay siquiera vestigios de ese propósito de contraer
derechos y obligaciones. Todo lo que hay es un acto altruista, un servicio que responde a un sentimiento de amistad o
solidaridad humana, nadie piensa en contratar sino en prestar una ayuda. Por ello, la opinión que prevaleció en nuestro
derecho es que la relación entre el transportador y el transportado no es contractual, sino que si se producen daños, se
dan en el contexto de una responsabilidad aquiliana.

Formulado este encuadre, la duda que se planteaba era si esa responsabilidad del transportador benévolo debía
apreciarse con el mismo rigor con el que se aprecia, por ejemplo, la del automovilista que embiste y lesiona a un peatón.
Si analizamos la legislación comparada, advertimos que pocos países regularon los daños en el transporte benévolo.
Entre ellos, el art. 141 del Código del Camino portugués consagra la irresponsabilidad del transportador benévolo. En
los Estados Unidos la legislación difiere según los distintos Estados, algunos exigen la comisión de una falta grave para
responsabilizar al transportador, en tanto que otros lo eximen por completo de responsabilidad. En Francia, con la ley
Badinter, se fijó un régimen protector de la víctima. En Alemania, donde no hay ley especial, la jurisprudencia ha
decidido que la responsabilidad es extracontractual.

En nuestro país, el transporte a título gratuito no está regido —como regla— por las normas del contrato de
transporte (art. 1282), por lo que el transporte benévolo, que es gratuito, se rige por las normas generales de la
responsabilidad civil.

Formulada esta aclaración, coincidimos con la doctrina universal que está de acuerdo en aceptar que la situación del
transportador benévolo merece un tratamiento peculiar y la necesidad de reconocer la situación de quien ha sido autor
de un servicio altruista. No creemos que sea necesario llegar a exonerarlo totalmente de responsabilidad, como lo
disponen algunas legislaciones, ni que tampoco deba justificarse la culpa o el dolo del transportador. La jurisprudencia
se muestra oscilante en oportunidad de juzgar con idéntico o diverso alcance a la responsabilidad del transportista,
según sea oneroso o benévolo. No obstante, también existen algunas alternativas subsidiarias para atenuar la
indemnización en este último caso, fundamentalmente porque las circunstancias del hecho lo ameritan, a tenor del art.
1742 del Código Civil y Comercial.

Diferente es la situación en el transporte clandestino, en cuyo traslado el viajero resulta lesionado o fallecido. En cada
caso habrá que analizar las circunstancias de la producción de los daños, aquellas que enuncia el art. 1742, pero como
principio consideramos procedente la defensa por el hecho del propio damnificado (art. 1729) y consecuentemente su
acción, por regla, debería rechazarse al encontrarse fundada en hechos que son inseparables del fraude que ha
cometido.

§ 3. — Responsabilidad de los profesionales liberales

707. Un tema controvertido y polémico

El abordaje de esta responsabilidad especial impone la necesidad de indagaciones conceptuales previas y la


descripción de las diferentes posturas que existen sobre la materia. La discusión empieza con los alcances de la
expresión "profesional liberal", como sujeto pasivo que habilita un régimen particularizado. La normativa de fondo
carece de una definición uniforme, sin embargo, por vía de la exclusión del art. 2º de la Ley de Defensa de los
Consumidores 24.240, se podría afirmar que a las tradicionales notas de intelectualidad y autonomía, pueden agregarse
las exigencias del título universitario y la matrícula. Para algunos autores (Lorenzetti, Ricardo Luis, Contratos. Parte
especial, t. II, ps. 35-36, Rubinzal-Culzoni, 2003), estos requisitos llevaban a una visión estricta y que en el derecho
comparado resulta suficiente para considerar que existe "profesionalidad" la imposición de una "habilitación previa"
para el ejercicio de una actividad cuyo ejercicio se encuentra "reglamentado".

Individualizado el sujeto pasivo, los debates se trasladan a los alcances de su eventual responsabilidad. La visión
tradicional se sostiene en una defensa irrestricta del profesional, pareciera que el mismo calificativo "liberal" excluye la
posibilidad de controles y en este criterio, se descarta que puedan ser sometidos a un proceso civil para juzgar sus
errores en el desarrollo de su práctica. La vigencia de esta postura explica que los repertorios jurisprudenciales de unas
décadas atrás, no contengan más que unas pocas sentencias de condena por mala praxis. La posibilidad de que un
médico o un abogado deban sentarse en el banquillo de los acusados generaba una sensación de rechazo y justificaba
también que esta responsabilidad especial no estuviera regulada en el Código Civil de Vélez. Eran casos infrecuentes. El
estado de cosas sufrió un cambio drástico y hoy son habituales las demandas contra los más diversos profesionales
liberales.

En este contexto, pueden advertirse dos sectores antagónicos: a) los que tratan con "severidad" a los profesionales
liberales, fundamentalmente por la importancia que tiene su título universitario, la ejemplaridad y la confianza especial
que emanaba como pauta en el art. 902 del Código Civil de Vélez (similar al art. 1725 del Código Civil y Comercial); y b)
los que le dispensan un trato "benévolo", apoyados en que los médicos y abogados no profesan una ciencia exacta y
tienen libertad en la elección de los medios, por lo que, muchas veces, a la causa de los fracasos hay que buscarlas en los
propios pacientes y clientes, respectivamente.

En esta última corriente podemos ubicar al Proyecto de Código Civil y Comercial del año 1998, que contenía una
disposición que era tan novedosa como cuestionable, ya que permitía la atenuación de la responsabilidad de los
profesionales por los daños causados por su mala praxis, en virtud de la modestia en la cuantía de la remuneración
percibida. Antes y tal vez ideológicamente ubicado en el otro sector, el Proyecto del año 1987 establecía expresamente,
respecto de esta temática, lo siguiente: "En caso de controversia queda a cargo del profesional la prueba de haber
obrado sin culpa", es decir, le imponía la carga probatoria de su propia diligencia como regla, sin perjuicio que también
contemplaba la posibilidad de establecer una imputación de tipo objetiva, basada en el riesgo o vicio de la cosa.

Es necesario añadir que si bien los servicios de los profesionales liberales han quedado fuera del ámbito de aplicación
de la Ley de Defensa del Consumidor (como se dijera al comienzo de este parágrafo), en cambio, la publicidad que se
haga del ofrecimiento de tales servicios, sí queda comprendida en la ley referida (art. 2, ley 24.240), por lo que las
precisiones formuladas en la publicidad obligan al profesional frente al cliente que contrata sus servicios (art. 8, ley
24.240).

708. La expresa regulación de la responsabilidad de los profesionales en el Código Civil y Comercial

El Código Civil y Comercial regula en el art. 1768 la responsabilidad de los profesionales liberales. Analizaremos a
continuación esta norma, que puede segmentarse en cuatro partes: 1) la vigencia de las normas de las obligaciones de
hacer, 2) la responsabilidad subjetiva como regla y la excepción emergente del compromiso de resultado concreto, 3) la
inaplicabilidad de las normas de responsabilidad por actividades riesgosas, y 4) la exclusión de la responsabilidad
objetiva cuando intervienen cosas (salvo el daño derivado de su vicio).

1) Las normas de las obligaciones de hacer. La primera frase del art. 1768 comienza con una expresión contundente pero
que exige algunas explicaciones: La actividad del profesional liberal está sujeta a las reglas de las obligaciones de hacer. En la
doctrina existía un cierto consenso respecto de que las obligaciones que asumen los profesionales como deudores son
esencialmente "obligaciones de hacer" y que el contrato que le sirve de fuentes es el de servicios, llamado durante el
Código Civil de Vélez "locación de servicios". Lorenzetti lo especifica aún más y lo tipifica como un "contrato de
locación de servicios profesionales", en el cual el experto tiene una obligación nuclear "de hacer" (Lorenzetti, Ricardo
Luis, Contratos. Parte especial, t. II, Rubinzal-Culzoni, 2003, p. 37), de realizar un servicio, además de una serie de
"deberes secundarios de conducta", como la confidencialidad, la seguridad, entre otros. Este contrato especial no se
encuentra previsto de manera expresa en el Código Civil y Comercial, pero sí existe una referencia genérica respecto de
que resultan aplicables a los servicios las normas de las obligaciones de hacer (art. 1278). Al regular la prestación del
servicio, como objeto de las obligaciones de hacer, el mismo Código enumera tres hipótesis que tendrán incidencia
sobre el régimen de la responsabilidad (art. 774), ya que aquel puede consistir en (a) la realización de cierta actividad, con
la diligencia apropiada, independientemente de su éxito, (b) en procurar al acreedor un cierto resultado concreto, con independencia
de su eficacia, o (c) la mayor imposición que deriva de la obligación de asegurar el resultado eficaz prometido. La norma
mencionada concluye estableciendo que si el resultado de la actividad del deudor consiste en una cosa, para su entrega se
aplican las reglas de las obligaciones de dar cosas ciertas para constituir derechos reales.

Indudablemente estamos ante un complejo entramado de alternativas que, analizadas a la luz de la obligación
asumida por el profesional liberal en concreto, determinarán diferentes argumentos de imputación, con cargas
probatorias que también serán distintas, fundamentalmente en orden a la acreditación de las eximentes. Estas normas
de la obligaciones de hacer, se deberán integrar con las que dictan las Provincias en los códigos de ética profesionales y
en las leyes arancelarias, siempre en el marco de las cláusulas convencionales que pacten las partes del contrato de
servicios profesionales, las que indudablemente deberán ser iluminadas por principios rectores como la buena fe (arts.
9º y 1061) y regulaciones específicas sobre el deber de información y pactos limitativos de responsabilidad, entre otros
aspectos centrales de este tipo de acuerdo negocial.

2) La regla de la responsabilidad subjetiva y la excepción emergente del compromiso de resultado concreto. El principio que
invoca el Código Civil y Comercial, coherente con la responsabilidad del profesional emergente de un hecho personal,
determina que los factores de atribución sean la culpa o el dolo (art. 1724, 1ª parte) y nos impone la necesidad de
referirnos a ellos, en el contexto de esta particular responsabilidad.

La culpa es definida por este Código en término casi idénticos a los utilizados en el destacado art. 512 del Código
Civil de Vélez. Sólo se pulieron algunas imperfecciones que denunciaba la doctrina, que no opacaban el brillo de esa
norma, como el detalle estilístico de la repetición de la palabra "obligaciones" o la utilización del plural en las
"diligencias" exigidas. Con estas salvedades, se obtuvo un concepto preciso de culpa, consistente en la omisión de la
diligencia debida según la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar. Como novedad, a
continuación se enuncian las tres especies de culpa, sobre las que también existe consenso en la doctrina: la
imprudencia, la negligencia y la impericia en el arte o profesión. Indudablemente, esta última manifestación será de
frecuente utilización en los casos de responsabilidad profesional, aunque tampoco se descartan las dos primeras.

Respecto a la definición del dolo, existe una valiosa incorporación, por cuanto es configurado por la producción del
daño, no sólo de manera intencional (hasta aquí, similar al enunciado del art. 1072 del Código Civil de Vélez), sino
también con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos (art. 1724, in fine).

En la valoración de la conducta del profesional, el Código Civil y Comercial les dio continuidad a los arts. 902 y 909
del Código Civil de Vélez, que eran recurrentemente utilizados en la argumentación de la responsabilidad de estos
particulares sujetos. En mérito a esta directiva, se establece que cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible al agente y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias (art.
1725). Indudablemente, en la mayoría de los casos en los que existe una relación con el profesional, ella se apoya en la
"confianza especial" que se deposita en el especialista, por lo cual también se considerarán la naturaleza del acto y las
condiciones particulares de las partes (art. 1725, párr. 2º). En este sentido, en el análisis del grado de responsabilidad del
profesional liberal se ponderarán criterios vinculados a su condición especial, como son los derivados de su facultad
intelectual y capacitación para el acto en el que se le atribuye culpabilidad.

Asimismo, resulta interesante bosquejar la estructura del Código Civil y Comercial para regular la prueba de los
factores de atribución y de las eximentes, un tema arduamente debatido en doctrina y controvertido en orden a las
soluciones que la jurisprudencia utilizó. El art. 1734 recepta el principio general que impone la prueba a cargo de quien
alega, salvo disposición en contrario. No obstante, la novedad llega con el artículo que sigue por cuanto, bajo el epígrafe
"facultades judiciales", habilita la aplicación de la doctrina de las "cargas probatorias dinámicas". En tal teoría, el Juez
puede distribuir la prueba de la culpa de la diligencia, ponderando cuál de las partes se halla en mejor situación para
aportarla (art. 1735). La norma establece la necesidad de comunicar esta decisión para la hipótesis que el magistrado
resuelva aplicar el criterio señalado, a los efectos de que las partes puedan ejercer su legítimo derecho de defensa en
juicio, ofreciendo y produciendo las pruebas que permitan formar la convicción de aquél, lo que obliga a readecuar
muchos de los códigos procesales vigentes que prevén que la prueba sea ofrecida con los escritos introductorios del
pleito.

Al señalar la excepción al factor de atribución subjetivo, el Código Civil y Comercial ratifica la utilización de la
tradicional clasificación de las obligaciones de medio y de resultado. Ya en el art. 1723 utiliza esta terminología y fija la
responsabilidad objetiva del deudor cuando, de las circunstancias de la obligación o de lo convenido por las partes,
surge que debe obtener "un resultado determinado". En lo específico de la responsabilidad de los profesionales reitera
este criterio y determina su imputación objetiva cuando existe un "compromiso de resultado concreto" (art. 1768).

No desconocemos que la clasificación es polémica, no sólo por los debates que se suscitaron sobre su origen (en
general, se acepta como primitivo antecedente la obra de Demogue, publicada en el año 1925), sino también sobre la
misma denominación, que recibió destacadas críticas, como la de los hermanos Mazeaud que la tildaron de ambigua y
propusieron sustituirla por la de "obligaciones determinadas" y "obligaciones de prudencia y diligencia". En el
nacimiento de aquella distinción, se buscó la finalidad didáctica de explicar la distribución de la carga de la prueba. En
la actualidad, la clasificación ha calado hondo, no sólo en el Derecho nacional, sino en la jurisprudencia europea que la
utiliza para los casos de mala praxis médica.

Entre nuestros autores, se le otorgó un nuevo lustre a la clasificación, condicionando los medios debidos a los que
resultan aptos para satisfacer el interés y destacando, en concordancia con la normativa del Código Civil y Comercial
citada, que si en las obligaciones de resultado se persigue un fin preciso y determinando, si no hay posibilidad de
eximirse demostrando la falta de culpa, indudablemente estaremos en presencia de una imputación objetiva de
responsabilidad y la única alternativa eximitoria de responsabilidad del profesional que se compromete a un resultado
será la prueba de la causa ajena (art. 1722, in fine). Por ello, se afirma que la importancia de tal distingo se proyecta muy
especialmente sobre el régimen probatorio (Trigo Represas, Félix A. y López Mesa, Marcelo M., Tratado de
responsabilidad civil, t. II, La Ley, 2004, p. 287).

En definitiva, podríamos afirmar que la prueba de la carga de la prueba de la culpa del profesional liberal pesa sobre
el requirente del servicio (paciente, cliente, etc.), pero este principio se relativiza no sólo por la imputación objetiva
emergente del compromiso de resultado concreto, sino también por la expresa consagración de facultades judiciales que
habilitan la distribución de esa carga y su imposición a la parte que se halla en mejor situación para aportarla
(usualmente, el profesional). Por ello, compartimos el criterio del Código Civil y Comercial de fijar una regla de
responsabilidad subjetiva, considerando que la obligación del profesional liberal es de medios, porque ni el abogado se
obliga a ganar un juicio, ni el médico a curar un paciente; empero, también es cierto que deben repensarse los alcances
de la expresión, porque no se trata de cualquier medio, sino que debe reunir ciertos requisitos, como la idoneidad, la
adecuación y la actualización, entre otros.

3) La actividad del profesional no está comprendida en la responsabilidad por actividades riesgosas. Con la finalidad de acotar
las hipótesis de responsabilidad objetiva a la indicada en la propia norma que analizamos (el compromiso de resultado
concreto del art. 1768), el Código Civil y Comercial descarta dos posibilidades por las que se podría llegar, vía remisión,
a esa misma imputación sobre la base de la teoría del riesgo. En aquellos procesos en los que se analice la
responsabilidad profesional por pura actividad, sin intervención de cosas, el Código ratifica la vigencia del factor de
atribución subjetivo, rechaza la posibilidad que pueda calificarse a la actividad riesgosa y con ello anula la posibilidad
de aplicar el art. 1757 en cualquiera de las tres hipótesis que se exponen en su primer párrafo. En orden al espíritu de la
norma, para supuestos de daños causados por equipos médicos, en los que la jurisprudencia tradicional sostiene la
responsabilidad del jefe del equipo (CNCiv., sala B, 6/8/2009, "Lescano, María Gabriela c. Aimondi, Néstor Omar", LL
Online: AR/JUR/36215/2009; CCiv. y Com., La Matanza, sala I, 2/12/2014, "Pacheco Gregorio y otros c. Clínica Los
Cedros SA y otros s/daños y perj. resp. profesional", LL Online: AR/JUR/69350/2014), consideramos que tampoco
resulta aplicable el art. 1762, que regula la actividad peligrosa de un grupo habilitando la exclusiva eximente de la
prueba de no integrarlo. Insistimos, con las salvedades reseñadas en el último párrafo del apartado anterior, el Código
consagra una regla clara: la responsabilidad de los profesionales liberales es subjetiva, por lo que las excepciones son de
interpretación restrictiva y limitadas a las que consagra el art. 1768.

4) Cuando la obligación se preste con cosas, la responsabilidad no está comprendida en la imputación objetiva derivada de la
intervención de cosas. Uno de los debates más interesantes que se presentaban respecto de la responsabilidad de los
profesionales liberales (fundamentalmente, los especialistas en salud) era la posibilidad de aplicar la responsabilidad
objetiva por riesgos cuando en el daño intervenía una cosa peligrosa y se consideraba que el perjuicio se originaba con
independencia del acto médico en sí mismo. El Código Civil y Comercial cierra este debate y establece que no se
aplican, en principio, las normas contenidas en la sección 7ª de este capítulo de la "responsabilidad civil" referidas a la
responsabilidad derivada de la intervención de cosas. En concreto, por regla se excluye la posibilidad de aplicar los arts.
1757 y 1758, pero existe una importante excepción y es cuando el daño causado en el ejercicio de la actividad
profesional sea derivado del "vicio" de la cosa. La norma que comentamos no menciona al "riesgo" sino al "vicio", lo que
puede resultar cuestionable en orden a la tradición jurídica nacional construida desde el art. 1113 del Código Civil
de Vélez en el texto plasmado por la reforma de la ley 17.711, hasta el actual art. 1757 del Código Civil y Comercial. En
este mismo cuerpo normativo encontramos una definición de vicio (aunque referida a los redhibitorios, puede aportar
un haz de luz en esta materia) como los "defectos que hacen a la cosa impropia para su destino por razones
estructurales o funcionales" (art. 1051, inc. b]). No obstante, la doctrina (especialmente en el ámbito del derecho de los
consumidores) ha desarrollado aquella noción, incluyendo otras clases de "defectos", como los emergentes de la
fabricación, diseño, conservación o información. Por ello, pensamos que será un campo fértil para el trabajo de la
doctrina, que deberá establecer supuestos en los que el daño causado por un profesional liberal encuentra su origen en
un vicio de la cosa, ya que el interés práctico es relevante y se traduce en la posibilidad de desplazar la culpa para
recibir a los factores objetivos de atribución.

709. Responsabilidad de los médicos

Sin perjuicio de lo explicado en los nros. 707 y 708, nos hemos referido a los delicados problemas que surgen de la
responsabilidad médica en otro lugar (Borda, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, nro. 871 y ss., La Ley, 2ª edición) y allí
nos remitimos.

710. Responsabilidad de los abogados

Además de lo señalado en los nros. 707 y 708, es pertinente añadir que el abogado que asume la dirección de un
pleito, no compromete una obligación de resultado, sino de medio: poner toda su ciencia y diligencia en la defensa de
su cliente. No garantiza el resultado del pleito. Y es lógico que así sea, porque todo litigio envuelve cuestiones
opinables, tanto de hecho como de derecho, de tal modo que, salvo casos de excepción, ningún letrado puede garantizar
el resultado. Por consiguiente, la responsabilidad del abogado no queda comprometida por la pérdida del pleito, a
menos que haya incurrido en alguna de las modalidades de la culpa, tal como no haber interpuesto los recursos legales
contra la resolución perjudicial a los intereses de su cliente, haber iniciado un proceso estando vencido el plazo de
prescripción, dejar perimir la instancia, no ofrecer o no producir la prueba en momento oportuno, incurrir en una grave
y palmaria ignorancia de la ley (como ocurrió en un caso en el que el patrocinante de la cónyuge de la víctima fatal de
un accidente de tránsito, omitió acreditar el vínculo matrimonial, lo que acarreó el rechazo del reclamo), etcétera.

En estos últimos casos, el profesional ha incumplido una obligación de resultado, pues basta acreditar que no se
interpuso el recurso correspondiente, que estaba vencido el plazo de prescripción, que dejó transcurrir el plazo de
caducidad, o que no ofreció o no produjo la prueba en los plazos legales, para que deba responder justamente por su
negligencia. Tratándose de trabajos extrajudiciales, también se ha considerado que la obligación del abogado es de
resultado cuando se trata de redactar un contrato o elaborar un estatuto societario a pedido del cliente.

Tampoco responde de un consejo que luego se demuestra erróneo (por resultar que el cliente pudo seguir otro camino
más ventajoso a sus intereses o porque se perdió el pleito que se aconsejó seguir), pues ya se ha dicho que el derecho no
es una ciencia matemática, sino que es una materia opinable. Pero habrá responsabilidad si el consejo revela una gruesa
ignorancia o ligereza inexcusable en la apreciación del problema jurídico.

Finalmente, se ha resuelto que no responde por la mala praxis incurrida en la tramitación del pleito el abogado que,
aunque fue designado apoderado, no tuvo intervención efectiva en el juicio, el cual fue conducido por otro profesional,
también apoderado en la misma escritura.
711. Responsabilidad de los escribanos

A los escribanos también se les aplican las ideas expresadas en los nros. 707 y 708. No está de más, sin embargo,
señalar que ellos tienen una responsabilidad administrativa, por incumplimiento de las obligaciones que las leyes fiscales
ponen a su cargo (art. 29, ley 12.990); una responsabilidad penal si asentaran una falsedad, violaran un secreto
profesional, etcétera, contribuyendo al engaño del cliente (art. 31, ley 12.990); una responsabilidad profesional, si no
guardaran las reglas de la ética notarial, en cuanto esas transgresiones afectan la institución del notariado, los servicios
que le son propios o el decoro del cuerpo (art. 32, ley 12.990); tienen, en fin, una responsabilidad civil por los daños
ocasionados a sus clientes o a terceros, por incumplimiento de sus obligaciones (art. 31, ley, 12.990). Sólo nos hemos de
referir brevemente a esta última.

La responsabilidad civil del escribano puede ser hecha efectiva no sólo por el cliente, sino por terceros que pueden
sufrir perjuicio como consecuencia de una actuación culposa o dolosa del escribano.

La responsabilidad del escribano titular de un registro puede extenderse a los actos de su adscripto. Como se ha
resuelto, aquél responde genérica y objetivamente por las incorrecciones o errores provocados por la culpa del
escribano adscripto sólo cuando sean susceptibles de su apreciación y cuidado, mas no cuando se trata de actos que no
puede verificar ni controlar, como lo es la prestación de la fe de conocimiento, en cualquiera de sus variantes, que es
una afirmación personal del adscripto.

712. Responsabilidad de los ingenieros, arquitectos y constructores

Finalmente, es pertinente indicar que en las relaciones entre el cliente y el ingeniero, arquitecto o constructor, la
responsabilidad de éstos deriva del contrato de obra celebrado entre las partes.

Los mentados profesionales también responden respecto de terceros que sufren un daño como consecuencia de la
culpa (en sus tres manifestaciones) o dolo de estos profesionales (daños a las propiedades linderas, lesiones causadas a
los transeúntes como consecuencia de derrumbamiento o caída de materiales, herramientas, etc.), y respecto de la
administración pública por la inobservancia de leyes y reglamentos. Nos hemos referido a estos temas en Borda,
Alejandro, Derecho Civil. Contratos, nros. 757 a 771 y 790, La Ley, 2ª edición, y allí nos remitimos.

713. Responsabilidad de los profesionales de ciencias económicas

La actividad de los profesionales de ciencias económicas es variada. Pueden prestar servicios contables, financieros,
de auditoría o trabajar como asesores o síndicos. Entre sus actividades, dependiendo de las diferentes profesiones,
pueden enumerarse -entre otras- la elaboración de presupuestos, la liquidación de impuestos, o la realización de
estados contables.

Quien se desempeña como asesor se limitará a aconsejar sobre diversos temas financieros, contables, tributarios, etc.
El auditor, por su parte, debe emitir una opinión o dictamen debidamente fundado sobre los estados contables de una
persona determinada. El contador generalmente se dedica al asesoramiento impositivo y a la liquidación de impuestos.
El síndico, finalmente, deberá ejercer un control interno de las sociedades en que intervenga, revisando y controlando
sus cuentas.
Entre las obligaciones que tienen, y por cuyo incumplimiento responden, se destacan los deberes de confidencialidad,
fidelidad y honestidad, de información y diligencia, de actualización y perfeccionamiento profesional y de reducción de
riesgos del cliente (conf. Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las Obligaciones, n° 528, Ed. La Ley, 2018).

§ 4. — Responsabilidad de las personas jurídicas

714. Las dificultades emergentes del art. 43, Código Civil de Vélez

El pensamiento del codificador fue expuesto claramente en esta norma: las personas jurídicas carecen de
responsabilidad civil o criminal por delitos o cuasidelitos. Así lo aplicó la jurisprudencia en los primeros años de
vigencia del Código. Pero los hechos fueron presionando sobre los tribunales. La solución del art. 43, aunque mala, era
tolerable en una época en que no había automóviles ni empresas de servicios públicos, pero actualmente ¿cómo admitir
que una compañía de ómnibus no responda por la culpa de su conductor? La doctrina y la jurisprudencia realizaron un
esfuerzo para reducir en lo posible el campo de aplicación del art. 43, y finalmente los tribunales concluyeron
prescindiendo de él.

Algunos autores opinaban que el art. 43 sólo debía aplicarse a los delitos, pero no a los cuasidelitos, que estarían regidos
por el art. 1113 y concordantes del Código Civil; vale decir, las personas jurídicas sólo carecían de responsabilidad en el
caso de los delitos. Esta opinión se funda en un "descubrimiento" hecho por el doctor Rodolfo Rivarola, quien advirtió
que el texto de Freitas, del cual había sido tomado el art. 43, dice sendo que, que no significa aunque (como lo
tradujo Vélez Sarsfield) sino cuando. Si se sustituye la palabra aunque por cuando, la esfera normativa de dicho artículo
quedaba circunscripta a los delitos. En lo que atañe a los cuasidelitos (que es la hipótesis de verdadera trascendencia
práctica en lo que se refiere a las personas jurídicas), conservaba todo su imperio el sistema general del art. 1113: las
personas jurídicas debían reputarse responsables.

Pero los tribunales declararon la responsabilidad de las personas jurídicas no sólo en el caso de cuasidelitos, sino
también en el de delitos. En la práctica, el art. 43 se convirtió en letra muerta. Para llegar a ese resultado se consideró
que los arts. 1113 y 1133 y concordantes establecían la responsabilidad del principal, del guardián y del propietario, sin
consignar ninguna distinción entre personas jurídicas y personas de existencia visible. En la colisión entre estas normas
que establecían la responsabilidad y el art. 43 que la excluía, los jueces optaron, con toda razón, por prescindir del
último, cuya solución en el momento actual resulta intolerable.

715. Simples sociedades, civiles o comerciales

En el caso de estas sociedades, Vélez insistió en la solución del art. 43. De acuerdo con el art. 1720, la sociedad no
respondía por los daños causados por los administradores en el ejercicio de sus funciones, a menos que de ellos
hubiesen obtenido algún provecho.

En nuestro derecho, estas entidades gozaban de personería jurídica, sin necesidad de autorización del Estado, como la
requerían las legisladas en el art. 33 del Código Civil. Y también con relación a ellas los tribunales concluyeron por
admitir su plena responsabilidad cuando se trata de daños causados por dependientes o cosas de las cuales se sirven o
son de su propiedad, es decir, en los casos regidos por los arts. 1113 y 1133.
716. La reforma de la ley 17.711

Si bien la jurisprudencia había concluido por prescindir de los arts. 43 y 1720, lo cierto es que tal solución importaba
un verdadero escándalo jurídico: una norma derogada por la jurisprudencia. Era indispensable, en homenaje al
prestigio de la ley, concluir con esa situación irregular, derogando estas normas anacrónicas. Fue lo que hizo la ley
17.711.

El art. 43 fue sustituido por el siguiente: Las personas jurídicas responden por los daños que causen quienes las dirijan o
administren, en ejercicio o con ocasión de sus funciones. Responden también por los daños que causen sus dependientes o las cosas,
en las condiciones establecidas en el título "De las obligaciones que nacen de los hechos ilícitos que no son delitos" . En otras
palabras: la responsabilidad de las personas jurídicas comenzó a regirse por los mismos principios que las de las
personas humanas.

Concordantemente, el art. 1720 fue sustituido por el siguiente: En el caso de los daños causados por los administradores son
aplicables a las sociedades las disposiciones del título "De las personas jurídicas", vale decir, era aplicable el citado artículo en
su versión reformada por la ley 17.711.

717. La responsabilidad de las personas jurídicas en el Código Civil y Comercial

El art. 1763, norma con la que se inicia la sección 9ª del capítulo de la "responsabilidad civil", conserva la primera
oración del art. 43 del Código Civil de Vélez, según ley 17.711, en una redacción prácticamente idéntica. En mérito a
ello, se ratifica la responsabilidad de las personas jurídicas por los daños que causen los sujetos que las dirigen o
administren, siempre que exista una relación funcional, es decir, que lo sean en ejercicio o con ocasión de las funciones.
Debe quedar claro que la persona jurídica responde por los daños que causen sus directores y administradores, pero
que su responsabilidad no se extiende a los daños que puedan causar otros órganos societarios como lo son la asamblea,
el síndico o la comisión revisora de cuentas.

Además, la responsabilidad por los daños causados por sus directores y administradores existirá en la medida de que
estos últimos los hayan causado cuando actuaban en ejercicio o en ocasión de las funciones. Se entiende que el director
o el administrador actúa en ejercicio de las funciones cuando desarrolla los actos que son de su competencia, conforme
los estatutos sociales y la ley. En cambio, la actuación con ocasión de las funciones, implica la realización de actos que,
en verdad, son ajenos a la función pero que solamente pueden ser ejecutados por la calidad (de director o
administrador) que se ostenta. Por lo tanto, si el director o el administrador ha actuado fuera de estas dos situaciones,
realizando actos que son extraños al objeto social, no ha obrado como órgano de la persona jurídica y, por tanto, la
responsabilidad será propia de él.

El art. 1763 permite lograr un régimen coherente con el art. 1753, que es la norma general sobre responsabilidad del
principal por los daños causados por los dependientes y utiliza la misma fórmula para imponer el vínculo que debe
existir con la función. A esta última es a la que debe remitirse para la regulación de los daños que causen los
dependientes de la persona jurídica, en razón de la supresión que se realizó en el Código Civil y Comercial, de la
segunda oración que contenía el citado art. 43. Asimismo, ante la eliminación de la referencia a los daños que causen las
cosas de la persona jurídica, resultará aplicable la sección 7ª del mismo capítulo (arts. 1757 y 1758), en cuanto se
verifiquen los presupuestos consignados en estas normas, esto es, el riesgo o vicio de la cosa.

También resulta necesario aclarar que el art. 1763 no resulta aplicable al daño que se causa como consecuencia de un
incumplimiento contractual, pues en este caso habrá que estar a las reglas específicas del propio código según se trate
de supuestos de responsabilidad objetiva o subjetiva (arts. 1723 y 1724).
El art. 1763, norma específica sobre responsabilidad de las personas jurídicas, deberá integrarse con otras generales
ubicadas en el Título II del Libro I del Código Civil y Comercial, en el que se regulan diferentes cuestiones. Entre ellas,
podemos citar la de la personalidad diferenciada de la persona jurídica respecto de sus miembros, la que conduce a
consagrar la irresponsabilidad de los miembros por las obligaciones de la persona jurídica, a menos que exista una
disposición especial que la prevea (art. 143). Sin embargo, por otro lado, la actuación destinada a la consecución de fines
ajenos a la persona jurídica, o que resulten violatorios de la ley, el orden público o la buena fe, o frustren derechos de
cualquier persona, determina la responsabilidad solidaria e ilimitada de los socios, asociados, miembros o controlantes,
a quienes se les imputen esos actos (art. 144). Asimismo, debe tenerse presente la expresa consagración de la
responsabilidad de los administradores por los daños causados por su culpa en el ejercicio o en ocasión de sus
funciones, por acción u omisión, no sólo frente a la persona jurídica y sus miembros, sino también frente a terceros (art.
160). Esta última norma dispone que la responsabilidad es ilimitada y solidaria, por lo que la persona jurídica podrá
reclamar al director o administrador la cuota de contribución correspondiente (arts. 840 y 841).

Finalmente, debe señalarse que si bien el art. 1763 se refiere a las personas jurídicas, no todas ellas quedan
comprendidas por la norma. En efecto, debe recordarse que las personas jurídicas pueden ser públicas o privadas (arts.
146 y 148). Ahora bien, entre las personas jurídicas públicas cabe mencionar al Estado Nacional, las Provincias, la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los municipios (art. 146, inc. a), cuya responsabilidad se rige -y más allá de lo que
diremos en el lugar pertinente (nro. 718 y sigs.)- por las normas y principios del derecho administrativo nacional o local
según corresponda (art. 1765).

§ 5. — Responsabilidad del Estado

718. Evolución de la jurisprudencia

De la completa irresponsabilidad del Estado, la jurisprudencia de la Corte Suprema Nacional ha pasado a admitir una
responsabilidad cada vez más completa. Las principales etapas de esta evolución son las siguientes:

a) Durante muchos años aplicó cerradamente el art. 43, declarando la irresponsabilidad del Estado sea por delitos o
cuasidelitos.

b) En el año 1933 hizo lugar a una demanda por reparación de los daños ocasionados por empleados de la Nación,
cuya negligencia al reparar una línea telegráfica había provocado el incendio de un campo (caso "Devoto c. Gobierno
Nacional"). El Tribunal mantenía, sin embargo, la tesis de que el Estado no era responsable cuando actuaba como poder
público.

c) Esta distinción entre actuación del Estado como persona jurídica y como poder público quedó eliminada en 1938, en
que acogió una demanda por daños y perjuicios contra la Provincia de Buenos Aires, originados en un informe erróneo
del Registro de la Propiedad.

d) Finalmente, la evolución de la jurisprudencia de la Corte quedó completada y consumada en 1941, cuando admitió
una demanda por indemnización por la muerte de una persona provocada por un agente de la policía, que se la
ocasionó excediendo los medios racionales y legítimos para su captura. En este caso no sólo se trataba de la actuación
del Estado por medio de uno de sus agentes como poder público, sino de un delito de derecho criminal y civil: contra la
disposición expresa del art. 43, hizo lugar a la demanda.

La reforma introducida, en su momento, al art. 43, consolidó esta audaz e inteligente jurisprudencia. En efecto, esta
norma, como lo hemos visto en el nro. 716, fijó la responsabilidad amplia de las personas jurídicas (y el Estado es la
primera y más importante persona jurídica) por los daños provocados por los hechos ilícitos de sus funcionarios y
dependientes, en ejercicio o con ocasión de sus funciones. Pero hay más todavía: el Estado debe responder no sólo por
las consecuencias de los hechos ilícitos de sus funcionarios y dependientes, sino también por los hechos lícitos de sus
funcionarios, cuando ellos ocasionen un daño injusto a un particular. Ejemplo típico de ello, es la expropiación. El Estado
tiene derecho a expropiar los bienes de propiedad particular por causa de utilidad pública. Pero si lo hace, tiene
obligación de indemnizar al expropiado por todos los daños que éste ha sufrido al verse privado de su propiedad.

Otro de las hipótesis discutibles de responsabilidad del Estado que se analizaba, era la que derivaba de una prisión
preventiva seguida de absolución. Suele ocurrir que en una causa penal, se dicte la prisión preventiva del encausado y que
luego, en la sentencia definitiva se lo absuelva. La pregunta que cabe formularse es la siguiente: ¿es responsable el
Estado por los daños patrimoniales y morales sufridos por quien en definitiva, fue víctima de un error judicial? La
cuestión inquieta a legisladores y juristas nacionales y extranjeros; pero nuestra Corte Suprema ha mantenido
firmemente la irresponsabilidad del Estado, fundada en que así lo impone una razón de seguridad social, de tal modo
que mientras se esté en presencia de una medida tomada dentro de un proceso judicial regular, los damnificados deben
soportar el daño, que es el costo inevitable de una adecuada administración de justicia. Parece razonable mantener
como principio la doctrina de nuestra Corte. Pero suele ocurrir que, por distintas razones, la prisión preventiva se
prolongue por largo tiempo, a veces años. En estos casos, negar el derecho a la reparación repugna a la idea de justicia.

719. La sustracción de la responsabilidad del Estado del sistema fijado por el Código Civil y Comercial

La discriminatoria exclusión se plasmó con la intervención del Poder Ejecutivo que modificó el sistema de
responsabilidad civil del Estado, sustrayendo esta materia de toda la teoría general consagrada Capítulo I del Título V,
declarando su inaplicabilidad a los casos de responsabilidad directa o subsidiaria del Estado (art. 1764). La norma se
completa con la que sigue a continuación, que difiere la regulación a las normas y principios del derecho administrativo
nacional o local, según corresponda (art. 1765). Idéntica remisión se formuló respecto de la responsabilidad de los
funcionarios y empleados públicos (art. 1766), que analizaremos en el apartado siguiente. El sistema se complementó
con la sanción de la ley 26.944 que regula muy deficientemente la responsabilidad del Estado Nacional y de los
funcionarios y empleados públicos.

Es una solución desafortunada. Por ello, adherimos al despacho unánime de la Comisión nro. 3 de las XXV Jornadas
Nacionales de Derecho Civil, realizadas en Bahía Blanca en el año 2015, que dispuso: 1) La responsabilidad del Estado
por daños tiene su fundamento en la Constitución Nacional, en los Tratados internacionales y en la jurisprudencia de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación. 2) La responsabilidad del Estado por daños surge de la existencia de un sistema
jurídico y político del estado de derecho, caracterizado por su indispensable sujeción a un régimen normado y al control
de los jueces. 3) La responsabilidad del Estado por daños debe estar reglada dentro del derecho común en su
significación constitucional, por ser una fuente de la obligación de resarcir (arts. 75, inc. 12 y 126, CN). 4) La
responsabilidad del Estado por daños se basa sustancialmente en las normas del derecho civil, que pertenecen a la
teoría general del derecho, sin perjuicio de que deben considerarse también las características propias de la actividad
estatal y los principios y normas del derecho público que la rigen.

En ese marco, el despacho unánime de lege ferenda, consignó que la responsabilidad del Estado por hechos ilícitos,
debe regirse por el art. 1764 del Anteproyecto de la Comisión de Reformas del Código Civil y Comercial del año 2012,
que dispone: "El Estado responde objetivamente, por los daños causados por el ejercicio irregular de sus funciones, sin
que sea necesario identificar a su autor. Para tales fines, se debe apreciar la naturaleza de la actividad, los medios de
que dispone el servicio, el lazo que une a la víctima con el servicio y el grado de previsibilidad del daño" (apart. 4º).
Corolario de ello, se concluyó que "la supresión de las normas que rigen la responsabilidad del Estado por daños en el
derecho común, es inconstitucional, en cuanto agravia la garantía de la igualdad, el derecho a la reparación, el derecho
de acceso a la justicia, y el derecho de propiedad (arts. 16, 17, 18 y 19, CN).

En esta línea crítica a las disposiciones vigentes, el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018
propicia restablecer el texto del art. 1764(según el Anteproyecto de 2012), transcripto precedentemente, derogar la ley
26.944 y prever la responsabilidad del Estado por la actividad lícita, cuando sacrifiquen intereses de los particulares con
desigual reparto de las cargas públicas (art, 1766).

§ 6. — Responsabilidad de los funcionarios públicos

720. Diferentes responsabilidades que pesan sobre un funcionario público

La responsabilidad de los funcionarios públicos es múltiple. Tienen, ante todo, una responsabilidad política, en cuya
virtud pueden ser sometidos a juicio político si no cumpliesen adecuadamente con la confianza pública depositada en
ellos, con el mandato popular que les fue conferido, si se apartasen del cumplimiento de la Constitución Nacional y las
leyes; una responsabilidad administrativa, que surge del incumplimiento de los deberes específicos de su función; una
responsabilidad penal, derivada de delitos tales como el cohecho, el prevaricato, el abuso de autoridad, la malversación
de caudales públicos, las negociaciones incompatibles con el ejercicio de la función pública, las exacciones ilegales, la
denegación y retardo de justicia, etcétera; y, finalmente, una responsabilidad civil, de la cual nos ocuparemos en los
párrafos que siguen.

721. La responsabilidad civil de los funcionarios públicos que consagraba el art. 1112 del Código Civil de Vélez

Esta norma establecía que los hechos y las omisiones de los funcionarios públicos, en el ejercicio de sus funciones, por no
cumplir sino de una manera irregular las obligaciones que les están impuestas, son comprendidas en las disposiciones de este
título, vale decir, originaban la obligación de indemnizar todo daño que por su culpa o negligencia se origine a otra
persona (art. 1109, Cód. Civil de Vélez).

Por funcionario público, en el sentido que tenía esta disposición legal y que le asigna actualmente la normativa de
fondo, debe entenderse toda persona que desempeña una función pública, cualquiera sea su jerarquía.

Debía tratarse del cumplimiento irregular de las obligaciones legales, idéntica fórmula descriptiva de la conducta que
utiliza el Código Civil y Comercial, como lo indicaremos más abajo. En ese marco, no se incluía la actuación que se
ajustaba a las disposiciones de leyes y reglamentos, aunque más tarde esas leyes fueran declaradas inconstitucionales.
Así, por ejemplo, el funcionario de la Dirección General de Impositiva que ha cobrado un impuesto, luego declarado
inconstitucional, no es responsable del daño que pueda haber ocasionado al contribuyente.

Ese incumplimiento irregular podía consistir en un hecho o una omisión. No era indispensable que existiera dolo, es
decir, incumplimiento deliberado. Resultaba suficiente la culpa para desencadenar responsabilidad, conforme los
principios generales que regulaban la responsabilidad aquiliana. Finalmente, el funcionario no podía excusar su
responsabilidad alegando ignorancia de sus obligaciones, desde que el error de derecho o la ignorancia de la ley en
ningún caso excusa la responsabilidad por actos ilícitos.
722. Dos aclaraciones que eran necesarias en el sistema del Código Civil de Vélez

En primer término, era necesario distinguir dos categorías de funcionarios: aquellos que sólo pueden ser removidos
de sus cargos por juicio político u otro procedimiento similar y los restantes funcionarios y empleados. En cuanto a los
primeros, no era posible intentar contra ellos la acción por daños, si previamente no han cesado en sus cargos, sea por
haber sido removidos conforme el procedimiento legal, sea por haber renunciado o terminado en sus funciones.

En segundo lugar, la circunstancia de que el empleado o funcionario hubiera obrado en cumplimiento de órdenes
superiores, no excusaba, en principio, su responsabilidad, pues cuando dichas órdenes hubieran sido dadas en
violación de la ley, no obligaban al subordinado. Pero este principio no recibía aplicación en el supuesto de empleados
dependientes, desprovistos de facultades para apreciar la legitimidad de las órdenes recibidas.

723. La controvertida responsabilidad de los jueces

En su carácter de funcionarios públicos, resultaban aplicables a los jueces las consideraciones vertidas. No obstante,
los perjuicios producidos a particulares por su actuación irregular o contraria a la ley, presenta algunos problemas que
es preciso considerar.

El primero y quizás más delicado, es la eventual responsabilidad que puede derivar de una aplicación errónea de la
ley. Ante todo, debemos decir que este problema no se presenta frente a una sentencia definitiva, es decir, frente a una
sentencia dictada por un tribunal de cuyo pronunciamiento no cabe ya recurso de apelación. Ningún litigante podría
aducir, más tarde, que el tribunal hizo una errónea aplicación de la ley, para reclamar de los jueces que firmaron la
sentencia una indemnización de los daños sufridos. Y ello por una razón muy simple: los jueces son los encargados de
aplicar e interpretar la ley. De tal modo que, declarado por sentencia definitiva que los alcances de la ley en el caso
concreto, no puede luego pretenderse que esa interpretación es errónea y que en realidad dispone algo distinto, más
aún cuando el litigante no utilizó los recursos legales o las instancias de revisión confirmaron esa sentencia. Sólo cabe
exceptuar el supuesto de que se demostrara que el tribunal ha obrado maliciosamente o que ha mediado cohecho, en
cuyo caso la acción de daños sería procedente.

Pero puede darse el caso del que el daño haya derivado de la sentencia de un juez inferior (en base a la cual, por
ejemplo, se ha decretado el embargo que ha resultado perjudicial), que luego ha sido revocada por el Tribunal Superior.
La revocación demuestra que el derecho ha sido mal aplicado, lo que parecería indicar la viabilidad de una acción de
daños. Empero, la improcedencia de tal acción, no mediando dolo del juez, es evidente. La solución de los litigios, la
valoración de la prueba, la interpretación de la ley, son todas materias opinables. No se podría hacer responsables a los
magistrados de una decisión razonablemente fundada (aunque el Superior en definitiva la haya considerado errónea y,
por ello, revocado) sin grave daño para la serenidad de las decisiones y la independencia de juicio de los magistrados.

En suma, la responsabilidad de los jueces debería reposar sobre las siguientes bases: a) Ellos son responsables si se
trata de actos irregulares hechos con dolo. b) Por el contrario, si se trata de simples errores subsanables por los recursos
que la ley establece, deben ser remediados por esa vía; cuando ésta no ha sido intentada, ello significa que el que se dice
damnificado ha consentido la resolución que lo agravia y no tiene de qué quejarse; y, si lo ha intentado
infructuosamente, porque el Superior ha confirmado la resolución o sentencia impugnada, ello quiere decir que no hay
en ella error del punto de vista legal.

Cabe agregar que según el art. 273 del Código Penal, será reprimido con inhabilitación absoluta de uno a cuatro años
el juez que se negare a juzgar so pretexto de oscuridad, insuficiencia o silencio de la ley, y el que retarde maliciosamente
la administración de justicia después de requerido por las partes y de vencido los términos legales. Obvio resulta decir
que, condenado el magistrado, podrá también ser responsable por la indemnización de los perjuicios sufridos por el
litigante.

724. El injustificado privilegio de remitir la responsabilidad del funcionario público al Derecho Administrativo

En la misma línea de criterio que el fijado para la responsabilidad del Estado, el Código Civil y Comercial establece
que los daños derivados del ejercicio irregular de las obligaciones impuestas a funcionarios y empleados públicos se
van a regir por las normas y principios del derecho público nacional o local, según corresponda (art. 1766). La postura
implica una arbitraria discriminación en el análisis comparativo del daño causado por un funcionario y el que puede
provocar cualquier otro ciudadano y un retroceso respecto del art. 1112 del Código Civil de Vélez que regulaba la
misma cuestión, sometiéndola al régimen de la normativa sustancial común. Coherente con ello, en las XXV Jornadas
Nacionales de Derecho Civil, ya citadas, se concluyó por unanimidad que "la responsabilidad civil de los funcionarios
públicos esta´ claramente perfilada en el art. 1112 del Código Civil" (Comisión 3, Bahía Blanca, 2015). En este encuentro
de juristas, la propuesta también unánime, de lege ferenda, es que la responsabilidad civil por hechos ilícitos del
funcionario o empleado público, se regule por el art. 1765 del Anteproyecto de la Comisión de Reformas del Código
Civil y Comercial del año 2012, que dispone: El funcionario o empleado público es responsable por los daños causados a los
particulares por acciones u omisiones que implican el ejercicio irregular de su cargo. La responsabilidad del funcionario o empleado
público y del Estado son concurrentes. También el Anteproyecto de Reforma del Código Civil y Comercial de 2018 propicia
restablecer el texto transcripto.

§ 7. — Responsabilidad deportiva

725. Importancia del tema

La notable afición del hombre moderno por el deporte ha hecho decir a un autor (Brebbia) que éste constituye uno de
los signos característicos de nuestro tiempo, al lado de la máquina y de la desintegración atómica. El paso de los años
aumentó la importancia de la cuestión, al extremo de que el deporte, como juego, como profesión, como espectáculo,
forma parte esencial de la vida contemporánea. Una de las características de esta actividad, son los riesgos que genera,
que son frecuentísimos y heterogéneos. Nos preguntamos: ¿hay responsabilidad como consecuencia de los daños
ocasionados por actos deportivos?; y si la hay, ¿cuál es su naturaleza? Son estos los temas que hemos de considerar en
los párrafos que siguen.

726. Distintos supuestos a considerar

El problema de la responsabilidad por accidentes deportivos debe considerarse en relación con cuatro hipótesis que es
preciso estudiar separadamente: a) en las relaciones entre los deportistas que participan en el juego; b) en las relaciones
entre los deportistas y los espectadores o terceros; c) en las relaciones entre las empresas organizadoras del espectáculo
y los deportistas; y, finalmente, d) en las relaciones entre las empresas y los espectadores.
727. a) Relaciones entre los deportistas participantes del juego

El primer problema a considerar es si los deportistas son responsables de los daños ocasionados a los otros
participantes del juego. Algunos autores opinan que estos daños deben juzgarse con el mismo criterio que cualquier
otro; vale decir, todo daño ocasionado por culpa o negligencia debe dar lugar a la indemnización y aún a la
condenación penal si existieren lesiones o muerte. Pero este punto de vista puede considerarse superado en nuestros
días. Hay un consenso general acerca de la legitimidad del deporte; y más aún, de que debe estimulárselo, porque no
obstante sus ocasionales riesgos, es saludable tanto desde el punto de vista físico como del moral. Hasta el mismo
deporte-espectáculo se juzga conveniente, puesto que aleja a las masas de otras aficiones menos saludables (como, por
ejemplo, las carreras de caballos). Esta valoración moral y legal del deporte, no es compatible con la incriminación de
responsabilidad civil o penal por el acto deportivo que se ajusta a las reglas del juego. Como argumentos coadyuvantes
para afirmar esa irresponsabilidad, cabe notar que los deportistas se exponen voluntariamente al riesgo y que esa
actividad está permitida, tutelada y estimulada por el Estado.

Esto significa que los normales principios de prudencia y diligencia, a los que se refiere la valoración de la culpa,
deben sufrir adecuadas atenuaciones con respecto al ejercicio de ciertos deportes peligrosos.

Es necesario, pues, afirmar el principio de que los deportistas no son responsables de los daños ocasionados a los
competidores mientras se hayan respetado las reglas del juego; en cambio, si ellas se han violado, el principio debe ser
la responsabilidad del autor del hecho, a menos que demuestre que su acto fue involuntario o inevitable, tal como
ocurriría si en un match de box se da un golpe prohibido sin culpa, sea por el ardor del combate o como consecuencia de
un movimiento defensivo del adversario. Esto último constituiría una simple infracción deportiva; empero, si el daño
ha sido causado deliberadamente, con dolo, hay responsabilidad civil.

Hemos señalado más arriba (nro. 573) que existe una firme tendencia a la unificación de la responsabilidad
contractual y extracontractual, y así se lee en los Fundamentos del Anteproyecto que dio origen al Código Civil y
Comercial. Pero tal tendencia unificadora no significa homogeneidad. Ya hemos visto las diferencias que subsisten
(nros. 661 y 662). Por lo tanto, no está de más preguntamos ¿cuál es la naturaleza de esta responsabilidad deportiva?

Si se trata de una competencia deportiva entre aficionados, no cabe duda que la responsabilidad es extracontractual,
porque quienes se ponen de acuerdo para jugar un partido no celebran un contrato, desde que ese acto carece de un fin
jurídico.

Distinta es la solución en el deporte profesional. En la concertación de un match de box, por ejemplo, subyacen redes
negociales y los daños derivados de la pelea, en principio, determinarán una responsabilidad contractual, en la que
deberán analizarse el funcionamiento de la asunción de riesgos por deportes riesgosos (art. 1719), la operatoria del
consentimiento del damnificado (art. 1720) y la invalidez de las cláusulas que eximen o limitan la responsabilidad (art.
1743), entre otras especificidades. En este controvertido tema, mientras los daños sean la consecuencia de los riesgos
normales del deporte, no hay por regla responsabilidad; pero si la conducta del boxeador ha sido antirreglamentaria,
dolosa o gravemente culpable, será responsable del daño que cause, no obstante cualquier pacto en contrario, a tenor de
la última norma citada y disposiciones concordantes.

Cuando el contrato se concierta entre los clubes a los cuales pertenecen los jugadores (caso de fútbol profesional), la
responsabilidad de los jugadores por sus hechos dañosos debe reputarse extracontractual, puesto que ellos no
contratan.
728. b) Relaciones entre los deportistas y los espectadores o terceros

Supongamos ahora que el daño haya sido sufrido por un espectador, como ocurriría si el automóvil que está
compitiendo sale de la pista y embiste al público. Pensamos que no hay responsabilidad del automovilista, en principio,
porque el hecho es una contingencia propia del deporte que practica, ello sin perjuicio de la del empresario que tiene a
su cargo la organización y la adopción de las medidas de seguridad.

También pueden surgir daños a bienes de terceros; por ejemplo, un automóvil sale de la carretera y embiste una
propiedad particular, ocasionándole daños. En tal supuesto, los riesgos propios del automovilismo no tienen por qué
pesar sobre un tercero ajeno a la competencia; el conductor debe reputarse culpable conforme a los principios comunes
de la responsabilidad civil y también considerarse la del organizador, entre otros legitimados pasivos cuya
responsabilidad emerge de los arts. 1757, 1758 y concordantes del Código Civil y Comercial.

729. c) Relaciones entre la empresa organizadora y los deportistas

La empresa organizadora del espectáculo, ¿responde por los daños ocasionados por un deportista a otro? En
principio, el problema sólo se plantea en los supuestos en que hay responsabilidad del jugador que ha cometido el daño
y se proyecta por vía refleja. No obstante, pensamos que la introducción de responsabilidad por actividades riesgosas
en el Código Civil y Comercial, en sus diferentes variantes (art. 1757), puede involucrar como legitimado pasivo a quien
la realiza, se sirve u obtiene un provecho de ella, por sí o por terceros (art. 1758), por lo que el organizador de la
competencia puede resultar responsable en forma autónoma al deportista, que puede ser considerado su dependiente o
no.

La Corte Suprema debió resolver el 28/4/1998 un doloroso caso (autos "Zacarías c/Provincia de Córdoba", L.L. 1998-
C-322) en donde un jugador del equipo de fútbol visitante sufrió severas lesiones debido al desprendimiento de un
vidrio mientras estaba en el vestuario del club local y como consecuencia del estallido de una bomba de estruendo que
fue colocada por simpatizantes del club local en una dependencia en desuso, cercana al vestuario. El tribunal resolvió
condenar al club local con fundamento en los arts. 1109 y 1113, primera parte, del Código Civil de Vélez, en tanto
consideró que existía una responsabilidad extracontractual, con arreglo a los principios generales, ya sea en función de
la propiedad o guarda de las cosas productoras del daño, o de su responsabilidad directa, o de la culpa en que
incurrieron sus empleados. Y añadió que existió una manifiesta negligencia en el cumplimiento de los controles de la
seguridad que les son impuestos a los organizadores de acontecimientos deportivos.

Queda todavía por considerar el caso de que el lesionado sea el jugador dependiente del club o empresa. ¿Responde
ésta? La solución depende, naturalmente del contrato; generalmente, la indemnización asume la forma de que los
sueldos sigan corriendo no obstante la inactividad forzada del herido, a lo que debe añadirse la indemnización que
corresponda en el ámbito laboral.

730. d) Relaciones entre la empresa y los espectadores

Las entidades o asociaciones que organizan un espectáculo deportivo son solidariamente responsables de los daños
que se generen en los estadios (art. 51, ley 24.192). Se entiende que la culpa de un tercero por quien no se debe
responder, no exime de responsabilidad a la entidad, no sólo porque ésta al organizar el espectáculo ha asumido el
deber de seguridad, sino porque estas eximentes clásicas redujeron sensiblemente su operatividad en el marco del
Código Civil y Comercial (arts. 1731, 1730, 1733 y concs.).
Distinta puede ser la solución si el daño se ha producido fuera de las instalaciones y de la posibilidad de contralor de
la entidad organizadora. Supongamos que en una carrera automovilística, el público se haya apostado a lo largo del
camino; la empresa no sería responsable por un accidente a consecuencia del cual uno de los automóviles se haya
desviado de la ruta, embistiendo a los espectadores. En estos casos, puede operar un hecho del damnificado (art. 1729)
causalmente relevante que exima de responsabilidad al organizador, especialmente porque esos riesgos de la
competencia son conocidos por el público.

Sin embargo, el día 6/3/2007 la Corte Suprema (autos "Mosca c/Provincia de Buenos Aires", L.L. 2007-B-261)
estableció la responsabilidad del club organizador y de la Asociación del Fútbol Argentino por las lesiones sufridas por
una persona fuera del estadio. El lastimado era chofer de una empresa periodística y había conducido a un grupo de
periodistas y fotógrafos hasta el referido estadio, en donde se llevó a cabo un encuentro de fútbol. El chofer no asistió al
espectáculo ni entró al estadio, sino que permaneció en las inmediaciones; de hecho se encontraba en la vía pública,
cuando fue alcanzado por un elemento contundente en el rostro a la altura del ojo izquierdo, el que habría provenido
desde dentro del estadio y como consecuencia de una fenomenal gresca entre simpatizantes, que dio lugar a la
promoción de acciones penales.

La responsabilidad del club se fundó i) en el deber de seguridad (receptado en las leyes 23.184 y 24.192), en tanto se
consideró que los daños ocurridos han sido "con ocasión" del evento, toda vez que si éste no se hubiera celebrado, los
daños no habrían tenido lugar, y ii) en considerar la existencia de una relación de consumo (art. 42, CN) que abarca no
sólo los contratos, sino a los actos unilaterales como la oferta a sujetos indeterminados, como sería el caso resuelto. La
responsabilidad de la AFA derivó del control que esa asociación ejerce sobre la organización, la prestación y los
beneficios de un espectáculo que produce riesgos para los asistentes, considerándose irrazonable que participe en los
beneficios y pretenda trasladar las pérdidas.

Es importante señalar que la reforma introducida por la ley 26.358 al art. 1º de la ley 23.184, ha ampliado todavía más
la responsabilidad, en cuanto la extiende a las inmediaciones de los estadios, antes, durante y después del evento, y a
los traslados de las parcialidades.

Se trata de una responsabilidad objetiva: la empresa no puede alegar su falta de culpa y respecto de las eximentes
queda limitada al hecho del damnificado (art. 1729), por cuanto el hecho del tercero debe reunir las notas del caso
fortuito (arts. 1731 y 1730) y ambos quedan descartadas como eximente cuando, entre otras hipótesis, derivan de una
contingencia propia del riesgo de la cosa o de la actividad (art. 1733, inc. e]), que es lo que ocurre en la mayoría de los
supuestos que estamos analizando.

Adviértase que la ley se limita a establecer una responsabilidad civil de la empresa, excluyendo, por tanto, la
regulación de la penal. Ello no obsta a que los dirigentes, miembros de comisiones directivas o subcomisiones, los
empleados o demás dependientes de las entidades deportivas o contratados por cualquier título por estas últimas,
puedan ser condenados penalmente si consintieren que se guarde en el estadio de concurrencia pública o en sus
dependencias armas de fuego o artefactos explosivos (arts. 4º y 11, ley 23.184).

§ 8. — Responsabilidad de los establecimientos educativos

731. Actualidad de la cuestión

La frecuencia y gravedad de sucesos lesivos que involucran a alumnos de institutos de enseñanza, como víctimas pero
también como agentes causantes de los daños, determinan que el análisis de esta responsabilidad especial, que también
es indirecta, adquiera especial importancia en los tiempos que corren.
La regulación que tenía el Código Civil de Vélez, inspirada en el modelo francés, con la consagración de una
presunción de culpa de los directores o maestros artesanos por los daños causados por el educando (alumno o
aprendiz) a otros alumnos o a terceros, era una norma adecuada a la época en que se dictó ese Código, en la que las
escuelas tenían muy pocos alumnos y existían maestros artesanos. Pero en nuestros tiempos, no sólo que casi no existen
maestros artesanos, sino que los colegios suelen ser multitudinarios y no parece justo hacer caer la responsabilidad
sobre los directores por los hechos de cada uno de sus discípulos. Mucho más justo parece hacerlas recaer sobre los
propietarios de dichos institutos, que se benefician con los aranceles escolares y que desde el punto de vista de la
víctima, son mucho más solventes. Ello explica que se generara una jurisprudencia correctora de la ley, que declaró
responsables no sólo a los directores (como lo decía el texto legal) sino también a los propietarios de los colegios y, más
aún, no sólo por los daños ocasionados por los alumnos a terceros, sino también por los sufridos por ellos, cualquiera
fuera el autor del hecho dañoso. Esta jurisprudencia se fundó en que los institutos de enseñanza, al recibir un alumno
en su seno, asumen un deber de seguridad que los obliga a responder por todos esos daños.

En definitiva, era necesario repensar aquella norma a la luz de una nueva época, en la que la legitimación pasiva
debía alcanzar a otros sujetos. Por lo demás, era inadmisible —en el ámbito de los hechos comprendidos— que
estuvieran excluidas de la norma hipótesis como la de los daños sufridos por un alumno, causados por quien no lo era o
por causas desconocidas.

732. El cambio paradigmático producido por la reforma de la ley 24.830 en el art. 1117 del Código Civil de Vélez

En el año 1997 se produce esta modificación legislativa que recibe aquella jurisprudencia evolutiva y coloca a nuestro
país en el camino de la tendencia moderna sobre responsabilidad objetiva por daños causados o sufridos por alumnos
en los establecimientos educativos. Ésta fue la primera modificación, ya que se fijó un ámbito de aplicación amplio,
abarcativo de todos los sucesos lesivos que puedan involucrar a educandos menores, sea como autores o víctimas, por
las más diversas causas. Los responsables que indica ese artículo del Código velezano ya no son los directores o
maestros artesanos (que pueden responder, pero por otros fundamentos) sino el propietario del establecimiento
educativo, y el factor de atribución se desplaza desde la culpa a una responsabilidad objetiva agravada (Pizarro, Ramón
Daniel, Responsabilidad civil por riesgo creado y de empresa, Parte especial, t. III, La Ley, 2006, p. 422), con la única eximente
del caso fortuito. En oportunidad de individualizar a este nuevo legitimado pasivo, los autores indicaban que eran los
titulares de una organización o empresa de aprendizaje bajo supervisión docente (Zavala de González,
Matilde, Resarcimiento de daños, t. 4, Hammurabi, 1990, p. 680).

El art. 1117 (según ley 24.830) del Código Civil de Vélez también imponía como requisitos la minoridad del alumno
dañador o dañado (al momento del hecho), sin distinguir entre menor o mayor de 10 años (como lo hacía el texto
original), por lo que todos los menores pasaron a estar comprendidos en sus disposiciones. La responsabilidad de los
propietarios de los institutos no se limitaba a los hechos ocurridos cuando los alumnos se encontraban en el colegio,
sino también cuando estuvieran bajo el control de la autoridad educativa, por ejemplo, cuando realizaban una
excursión o un recreo bajo la vigilancia de un maestro, preceptor, etcétera. La norma se completaba con alguna
exclusión, como la de los establecimientos educativos terciarios y universitarios, como también la imposición de un
sistema de seguro obligatorio de responsabilidad civil tendiente a dotar de eficacia al sistema y bajo las medidas que
disponga las autoridades jurisdiccionales.
733. La consolidación de la responsabilidad objetiva agravada y la corrección de algunos detalles en el art. 1767 del
Código Civil y Comercial

El Código Civil y Comercial ha tomado como base el art. 1117 del Código Civil, en su versión plasmada por la ley
24.830, pero ha pulido su redacción a partir de algunas observaciones que se habían formulado. En primer lugar, se
reemplazó la denominación "propietario del establecimiento educativo" por la de "titular". El motivo, tal vez, fue alguna
confusión que se creaba con el propietario del edificio en el que se desarrolla la actividad educativa y que no
necesariamente coincide con el titular de la institución, que es el legitimado pasivo que debe responder por los daños
que se producen en ese ámbito. Asimismo es procedente la sustitución de "las autoridades jurisdiccionales" por "la
autoridad en materia aseguradora", que es la que fija los requisitos del seguro de responsabilidad civil que debe
contratarse.

El Código Civil y Comercial también contiene dos aclaraciones que refuerzan la imputación objetiva del indicado
titular, al punto de transformar su responsabilidad en prácticamente inexcusable. Ante todo, se aclara que responderá
por el daño causado o sufrido por sus alumnos menores de edad cuando se hallen o deban hallarse bajo el control de la
autoridad educativa, sin importar si el hecho dañoso ocurrió dentro o fuera del establecimiento educativo. El argumento
de la aclaración es que la responsabilidad opera no sólo cuando el alumno se encuentre bajo el control, sino también y
con mayor razón, cuando se pruebe la ausencia de vigilancia prestada, sea por personal docente, sea por personal no
docente. La segunda aclaración despeja dudas sobre la imposibilidad de invocar otras eximentes de responsabilidad
típicas del factor objetivo, fuera del caso fortuito, porque la norma destaca que sólo esa causa ajena permite excluir la
imputación. El adverbio agregado descarta así la operatividad de las defensas basadas en el hecho del damnificado (art.
1729) y en el de un tercero (art. 1731) y a la luz de las exclusiones contenidas en el art. 1733, transforma a la
responsabilidad del titular del establecimiento educativo en la más gravosa del sistema, porque las posibilidades
prácticas de eludirla son verdaderamente excepcionales.

734. Colofón sobre la responsabilidad del titular del establecimiento educativo

A modo de síntesis, los ejes del nuevo sistema de responsabilidad que emanan del art. 1767, son los siguientes:

a) La legitimación pasiva es del titular del establecimiento educativo, figura que describimos antes y que no excluye la
aparición de otros sujetos responsables (directores, maestros, preceptores, etc.) pero con diferente fundamento de
imputación. Si bien resulta discutible, sobre todo teniendo en cuenta la limitación de la responsabilidad del Estado que
impone el art. 1765, entendemos que el art. 1767 es aplicable a todo establecimiento educativo, tanto privado, como
público. Es que resulta inadmisible que el mismo hecho dañoso traiga consecuencias reparatorias diferentes en uno y en
otro caso.

b) La responsabilidad es objetiva y en el factor de atribución convergen el riesgo de la actividad que se desarrolla y la


garantía de indemnidad, como deber que pesa sobre los indicados responsables.

c) El ámbito de aplicación es amplio y abarca toda especie de daño causado o sufrido por alumnos menores de edad.
Aquí se incluyen los patrimoniales y personales, incluso, aquellos derivados de la muerte del educando y que coloca
como damnificados directos a sus padres y demás sujetos habilitados por el sistema del Código Civil y Comercial (arts.
1741, 1745 y concs.). Bien se ha dicho que la norma abarca tres diferentes hipótesis. La primera, los daños causados por
alumnos menores a otro alumno, a un dependiente del establecimiento o a un tercero ajeno a la institución. La segunda,
los daños sufridos por alumnos menores, por el hecho de otro estudiante, de un dependiente del establecimiento, de un
tercero ajeno, del riesgo o vicio de las cosas empleadas durante la actividad educativa, del riesgo o vicio de las
instalaciones, o de actividades riesgosas desarrolladas como parte de actividades educativas o recreativas. La tercera,
los daños que el alumno menor se causa a sí mismo, provenga el daño de un hecho culposo o no (Galdós, Jorge M.
y Valicenti, Ezequiel, Daños causados y sufridos por alumnos menores de edad durante la actividad educativa, L.L. 2016-E-727).

d) La comisión del hecho lesivo debe verificarse mientras el alumno se hallaba o debía hallarse bajo el control de la
autoridad educativa, concepto dilatado en lo espacial y temporal, ya que no se limita a los daños provocados en
horarios escolares y dentro del establecimiento.

e) La única eximente que habilita el sistema es el caso fortuito, lo que constituye un agravamiento extremo de la
responsabilidad de los titulares, que no podrán eludirla en la mayoría de los casos. Por las propias notas que tiene esa
causal (arts. 1730 y 1733), no constituyen acontecimientos extraños, imprevisibles e inevitables, las siguientes hipótesis:
secuestros de alumnos o maltratos por terceros mientras los menores están bajo el control del establecimiento, peleas
entre aquéllos, daños causados en viajes de estudio o sufridos en el establecimiento por causas desconocidas o en el
marco de competencias deportivas escolares, aun fuera de la escuela y del horario escolar habitual.

f) La norma no se aplica a establecimientos de enseñanza superior o universitaria, incluso si asisten a ellos alumnos
menores de edad. Por lo tanto, se aplica a los establecimientos de educación inicial, primaria y secundaria. En cambio,
debemos señalar que la norma no resulta clara -y la doctrina confronta en este tema- respecto de si es o no aplicable a
otros establecimientos en los que se enseñe la práctica de deportes o de actividades intelectuales o artísticas.

g) Mantiene su vigencia la obligación que tienen estos sujetos de contratar un seguro de responsabilidad civil. Parece
claro que el seguro contratado debe dar una cobertura suficiente que permita reparar los daños que razonablemente
puedan producirse como consecuencia de la actividad educativa.

§ 9. — Responsabilidad por daños en las relaciones de consumo

735. Importancia de la cuestión

El fenómeno económico de la producción en masa de bienes y servicios, como los complejos sistemas modernos de
producción y consumo, hacen que no siempre sea posible un perfecto y completo control de calidad, entre otros
defectos y vicios de productos que ocasionan daños a los consumidores. Es decir, en esa "sociedad de consumo", en la
que la producción se encuentra tecnificada y masificada, se verifica una estandarización y despersonalización de las
condiciones de comercialización de bienes y servicios, los consumidores y usuarios se encuentran en una situación de
debilidad y vulnerabilidad, fundamentalmente ante la amenaza de nuevos daños particularizados (en general, son
masivos y de escasa cuantía individual).

En ese contexto, aparece el Derecho del consumidor como conjunto de principios y reglas, de orden público y fuente
constitucional, con carácter esencialmente protectorio de esa parte débil y vulnerable, que denominamos consumidor o
usuario. La cuestión ha adquirido proyecciones sociales trascendentes, que explican el rango constitucional de la
protección del consumidor (art. 42, CN).
736. El impacto de la sanción del Código Civil y Comercial en el microsistema del Derecho de los consumidores. El
método del "diálogo de fuentes"

Como lo anticipábamos, el Derecho de los consumidores se encuentra constitucionalizado y también regulado por
la ley 24.240 que, con algunas reformas, constituye el estatuto general de protección. A diferencia de otros países, esta
ley fue anterior al reconocimiento constitucional operado por la reforma del año 1994. La dificultad es que, entre ambas
fuentes (la legal y la supra legal), la regulación de la responsabilidad civil por daños a los consumidores sólo tiene una
norma específica (art. 40, ley 24.240) que no permite una regulación integral de la materia.

Por ello, es necesario analizar el impacto que provoca la existencia de una teoría general de la responsabilidad dentro
del Código Civil y Comercial y si sus normas pueden aplicarse al microsistema de los consumidores, siempre
respetando los principios propios de éste. En este análisis es importante recordar que el Código sólo incorporó y regula
aspectos vinculados a la protección contractual de los consumidores, pero no tiene un capítulo específico sobre los
daños que éstos pueden sufrir.

El punto de partida es el reconocimiento de esa pluralidad de fuentes que conviven y que es necesario que
"dialoguen" para la búsqueda de la mejor solución para un conflicto de consumo, metodología que no sólo se desprende
del art. 1094 del Código Civil y Comercial, sino de los Fundamentos de su Anteproyecto, en las que existe referencia
expresa a este procedimiento alternativo. Sin embargo, la "exportación" que puede realizarse desde las normas de la
teoría general de la responsabilidad civil al microsistema de los consumidores, como lo señala ese artículo citado, debe
respetar el principio de protección del consumidor y el del acceso al consumo sustentable (art. 1094). De esta forma, las normas
macrosistémicas aportarán la base conceptual de un microsistema "incompleto", desarrollando la regulación de los
presupuestos (entre ellos, los alcances de la causalidad adecuada), que se beneficiará por el reconocimiento de nuevas
funciones de la responsabilidad civil —como la preventiva—, nuevos daños y legitimados, pautas adicionales de
responsabilidad objetiva, la consagración de actividades riesgosas y la regulación de las eximentes.

737. Quiénes son responsables

Hoy se pretende la reparación lo más amplia posible de esos daños, el problema es construir una responsabilidad civil
especial, a partir de una pluralidad de normas ubicadas en diferentes fuentes, que permitan determinar, entre otros
aspectos, quién o quiénes deben reparar esos daños. Precisamente, en el marco del régimen fijado por la ley 24.240 (ref.
por ley 24.999), existe responsabilidad solidaria de toda la cadena de comercialización del producto, a saber:

1º) En primer término, el productor y el fabricante, sea que haga la venta directamente, sea que la haga por
intermediarios, caso este último que es el que tiene verdadera trascendencia social. La responsabilidad del productor y
del fabricante nace en el momento de poner en circulación el producto, de tal modo que si no lo hubiera puesto en
circulación y el producto hubiera sido sustraído y vendido por un tercero, no responde.

Cabe preguntarse si el productor o el fabricante son responsables cuando la dañosidad del producto se conoce
después de haberlo puesto en circulación, como puede ocurrir principalmente en el caso de productos farmacéuticos.
Puede suceder —y en realidad ha sucedido— que el progreso de la medicina demuestre que un producto que se
consideraba inocuo, se revele luego dañoso. Se discute si en ese caso responde o no el fabricante. Es lo que se ha dado
en llamar "el riesgo del desarrollo".

Se trata de una cuestión sumamente compleja.

Por un lado, parece poco razonable responsabilizar a quien ha elaborado un producto que según la ciencia y la técnica
imperantes en el momento de ponerlo en circulación era bueno y conveniente para la salud del consumidor. Se trata de
un daño que acaece tiempo más tarde y que, por tanto, resultaba imprevisible al momento de poner la cosa en
circulación. Por lo demás, se trataría de un riesgo atípico que no permite adoptar medidas preventivas. Incluso, se
puede añadir que un criterio que responsabilice en estos casos al productor conspira seriamente contra el avance de la
ciencia, pues desalentaría la investigación científica, y, por último, se encarecerían los costos de producción que
finalmente recaerían en los consumidores.

Sin embargo, por otro lado, resulta poco aceptable que las víctimas sean sacrificadas en aras del avance de la ciencia,
pues quedarían violados derechos esenciales, como el de la integridad de la persona humana, el resguardo de la calidad
de vida y el acceso al consumo sustentable. Añádase que parece razonable que el empresario que introduce un
producto en el Mercado (con el lucro que ello importa) responda por las consecuencias dañosas que ocasione. En
definitiva, quien crea un riesgo debe hacerse responsable por la actividad que desempeña, debiendo obrar con
precaución, lo cual no debe implicar un cese en el avance tecnológico, sino el aprovechamiento de los recursos que la
tecnología aporta de la manera más segura para los consumidores.

2º) También responde el importador; él pone en circulación el producto en el país, y por lo tanto debe responder por
los daños ocasionados por sus vicios o defectos. Por lo demás, no sería razonable obligar al dañado a acudir a tribunales
extranjeros (el del domicilio del fabricante) para obtener la reparación.

3º) Responde el que pone su marca en el producto. Quien lo hace asume una obligación de seguridad y el consumidor
confía en el prestigio de la marca para adquirirlo. Es razonable que responda.

4º) El proveedor o distribuidor está también obligado en forma concurrente con el fabricante (art. 40, ley 24.240, ref.
por ley 24.999). Por nuestra parte, juzgamos injusto colocar a ambos en un pie de igualdad. En verdad, el intermediario
no tiene culpa alguna por los defectos de la cosa, ni ha creado ningún riesgo. Creemos razonable la solución dada al
caso por la Directiva de la Comunidad Europea del 25 de julio de 1985, que dispone que si el productor del bien no
puede ser identificado, cualquier proveedor será considerado como productor o como importador, a menos que él
indique a la víctima, en un plazo razonable, la identidad de éstos.

5º) En cuanto al vendedor no fabricante, se discute si es siempre responsable o si lo es solamente en algunos casos
concretos en que media culpa de su parte. Las VII Jornadas Nacionales de Derecho Civil sostuvieron que: "El vendedor
no fabricante se libera si se reúnen los siguientes requisitos: el vicio es de fabricación, el vendedor no tenía ni debía
tener conocimiento del defecto en razón de su arte o profesión, le era imposible controlar la calidad del producto y no
asumió personalmente la garantía".

Sin embargo, la ley 24.240 adhirió al criterio de un sector mayoritario de la doctrina (Bustamante Alsina, Alterini -
López Cabana) que sostiene la existencia de un caso de responsabilidad objetiva, nacida de la obligación de seguridad,
por lo que se responsabiliza al vendedor por los daños ocasionados por el vicio o riesgo de la cosa o de la prestación del
servicio.

738. Acciones recursorias

Dispone el art. 40, párr. 2º, de la ley 24.240, que la responsabilidad entre el productor, fabricante, importador,
distribuidor, proveedor, vendedor de los productos de consumo y quien le ha puesto su marca es solidaria; sin
embargo, cada uno de ellos tendrá la acción de repetición que corresponda. Sólo se liberará total o parcialmente quien
demuestre que la causa del daño le ha sido ajena (art. 40, párr. 2º, ley 24.240). Por ello, en pureza técnica y a la luz del
Código Civil y Comercial, consideramos que no se trata de un supuesto de responsabilidad solidaria sino concurrente, a
la que le resulta aplicable el régimen de los arts. 850 a 852 y sus normas concordantes.
§ 10. — Responsabilidad por accidentes de trabajo

739. Doctrina del riesgo profesional

El tema de los accidentes del trabajo es propio del Derecho Laboral y extraño, por lo tanto, a nuestro estudio. Aquí
sólo nos interesa puntualizar cuál es la naturaleza y fundamento de la responsabilidad del empleador por estos
accidentes.

Antiguamente, este problema jurídico se resolvía sobre la base del derecho común; es decir, el obrero que pretendía
que el patrón lo indemnizara, debía probar la culpa de aquél o que el daño había sido hecho por un dependiente suyo o,
en fin, que lo había provocado una cosa de propiedad del patrón. La culpa del obrero, aunque fuera leve, excluía la
responsabilidad patronal. La solución era injusta, porque lo cierto es que la vecindad de la máquina, el
acostumbramiento con el peligro, originan un aflojamiento de las precauciones que normalmente suelen adoptarse. En
otras palabras, los accidentes son la consecuencia de una actividad peligrosa. Y es lógico, por lo tanto, que cargue con
ese riesgo, no el obrero, sino el patrón que lo ha creado con su industria y que se beneficia con esa actividad peligrosa.

Esta doctrina del riesgo profesional fue incorporada a nuestra legislación por la ley 9688 dictada en el año 1915. De
acuerdo con ella, los patrones, sean personas físicas o jurídicas, son responsables por los accidentes ocurridos por el
hecho y ocasión del trabajo (redacción introducida por la ley 12.631, pues la ley 9688 decía: con motivo y en ejercicio del
trabajo). En principio, es necesario que el accidente se produzca en el lugar del trabajo; pero ya la jurisprudencia, con un
criterio tuitivo del trabajador, había admitido la indemnización de los accidentes ocurridos in itinere, y la ley 15.448
admitió expresamente esa solución al disponer que el empleador será igualmente responsable del accidente cuando el hecho
generador ocurra al trabajador en el trayecto entre su lugar de trabajo y su domicilio o viceversa, siempre que el recorrido no haya
sido interrumpido en interés particular del trabajador o por cualquier razón extraña al trabajo (art. 2º).

La legislación vigente, sancionada en el año 1995 y llamada de riesgos del trabajo (ley 24.557), a la par de crear la figura
de las Administradoras de Riesgos de Trabajo (ART) e imponer un sistema de seguro obligatorio, ha ratificado esos
principios (art. 6º). Basta, pues, con que el accidente haya ocurrido en el lugar de trabajo o in itinere, para desencadenar
la responsabilidad del patrón. No es necesario probar su culpa, ni que el daño fue hecho por un empleado suyo o con
una cosa de la cual se servía o era de su propiedad. Es suficiente la prueba del daño ocurrido en dichas circunstancias.

En consecuencia, el patrón sólo deja de ser responsable:

a) Cuando el accidente hubiera sido causado dolosamente por la víctima (art. 6º, inc. 3.a], ley 24.557), como ocurriría si
el obrero, en un acto de sabotaje, pretende destruir una máquina que estalla y lo hiere.

b) Cuando se haya originado en una fuerza mayor extraña al trabajo (art. 6º, inc. 3.a], ley 24.557); si por el contrario, se
trata de una fuerza mayor inherente al trabajo, hay responsabilidad. En este requisito de la extraneidad, observamos
alguna identificación con la incorporación de igual recaudo en el Código Civil y Comercial (art. 1733, inc. e]). Así, por
ejemplo, el patrón está exento de responsabilidad si el daño se produce como consecuencia de un terremoto, una
inundación, etcétera. Pero si un rayo (que es un acontecimiento imprevisible) cae sobre el cable en el cual está
trabajando un obrero y transmite descarga eléctrica, matándolo, se trata de una fuerza mayor inherente al trabajo y, por
lo tanto, indemnizable.

740. El sistema indemnizatorio de la ley 24.557

La Ley de Riesgos de Trabajo introdujo un novedoso régimen que reemplazó el sistema de indemnizaciones por
muerte o incapacidad que debían pagarse en un solo acto, por otro de prestaciones periódicas, con el claro objetivo de
reducir los denominados costos laborales. La ley distingue las incapacidades laborales entre temporaria y permanente;
esta última, a su vez, puede ser parcial o total. Se incorpora, además, el concepto de gran invalidez, y por separado se
regulan las consecuencias de la muerte del damnificado.

Si se trata de una incapacidad laboral temporaria, el damnificado percibirá una prestación de pago periódico
equivalente al valor mensual del ingreso base multiplicado por el porcentaje de incapacidad, además de las
asignaciones familiares correspondientes, hasta la declaración del carácter definitivo de la incapacidad (art. 14, inc.
1º, ley 24.557).

Si se trata de una incapacidad permanente parcial, la ley distingue según el grado de incapacidad. Si ella es igual o
inferior al cincuenta por ciento, se dispone una indemnización de pago único; en cambio, si es superior a ese porcentaje
y hasta el sesenta y seis por ciento, se establece el pago de una renta periódica más una compensación adicional de pago
único (arts. 14, incs. 2.a] y 2.b], y 11, inc. 4.a], ley 24.557).

Si la incapacidad permanente fuere total, el damnificado percibirá las prestaciones que por retiro definitivo por
invalidez establezca el régimen previsional, una prestación mensual complementaria y una compensación dineraria
adicional de pago único (arts. 15, inc. 2º, y 11, inc. 4.b], ley 24.557).

Cuando se tratare de un supuesto de gran invalidez, la ART deberá pagar al damnificado, además, otra prestación de
pago mensual (art. 17, inc. 2º, ley 24.557).

En caso de muerte del damnificado, sus derechohabientes accederán a la pensión por fallecimiento prevista en el
régimen previsional al que el fallecido estuviera afiliado y a las prestaciones correspondientes al supuesto de
incapacidad permanente total (art. 18, inc. 1º, ley 24.557).

Sin embargo, es importante destacar que este sistema ha quedado severamente afectado a raíz de dos fallos dictados
por la Corte Suprema de Justicia de la Nación durante el año 2004, en los autos "Aquino" y "Milone". En el primero de
ellos se declaró la inconstitucionalidad del art. 39 de la ley 24.557 (norma que, luego, fue parcialmente derogada por
la ley 26.773), con fundamento en que el hecho de que los menoscabos a la integridad psíquica, física y moral del
trabajador deban ser indemnizados sólo en los términos de la mencionada ley, vuelve al citado art. 39 contrario a la
dignidad humana (valor que también aparece expresamente reconocido en los arts. 51, 52 y concs. del Código Civil y
Comercial), ya que ello entraña una suerte de pretensión de cosificar a la persona, por vía de considerarla sólo un factor
de la producción, un objeto del mercado de trabajo. En el segundo fallo se dispuso que cuando se tratare de una
incapacidad transitoria, si bien como regla resulta admisible que la reparación dineraria sea satisfecha mediante una
renta periódica, resulta reprochable constitucionalmente la circunstancia de que no se prevea excepción alguna a tal
regla, lo cual resulta discriminatorio e incompatible con el principio protectorio del trabajador y los requerimientos de
condiciones equitativas de labor.

A la luz de los mencionados fallos parece necesario admitir que el trabajador cuenta, ahora, con dos tipos de acciones,
excluyentes una de otra: el primer tipo de acciones integrado por las admitidas en la ley 24.557 que se reseñaran en este
número; y el segundo constituido por la acción civil ordinaria, que procura una indemnización integral.

El sistema de reparación de los accidentes de trabajo y enfermedades laborales, fijado por la ley 24.557, fue objeto de
posteriores modificaciones legislativas. En primer lugar, debe recordarse que el pago de las prestaciones se encuentra a
cargo de esas aseguradoras contratadas por el empleador, que deben abonarle al trabajador una indemnización en la
que se consideran cuestiones como la edad de la víctima, los haberes y la entidad de la incapacidad. En el año 2000, a la
indemnización así calculada se le añadió el pago de una suma fija que podía ser de $ 30.000, $ 40.000 o $ 50.000, de
acuerdo con el mayor o menor grado de la incapacidad sufrida por el trabajador. A fines de 2009, la indemnización
adicional de suma fija fue elevada a $ 80.000, $ 100.000 y $ 120.000, respectivamente; y para la indemnización variable se
fijó un piso mínimo que, por ejemplo, para los casos de incapacidad total o muerte ascendía a $ 180.000, es decir, que la
aseguradora jamás podía pagar menos de ese importe aunque el sueldo de la víctima hubiera sido muy bajo.

En octubre de 2012 este sistema especial de reparación de los accidentes y enfermedades laborales tuvo un nuevo
reajuste. Concretamente, la ley 26.773 dispuso que aquellos importes debían actualizarse a valores de octubre de 2012,
tomando en cuenta la variación del índice RIPTE (Remuneraciones Imponibles Promedio de los Trabajadores Estables),
publicado por la Secretaría de Seguridad Social del Ministerio de Trabajo, que es un índice de medición del incremento
de los salarios. La ley también estableció que, a partir de octubre de 2012, los importes en cuestión (piso mínimo e
indemnización fija adicional) se actualizarían por el índice RIPTE cada seis meses. El art. 17.5 de esa ley 26.773
estableció que las nuevas disposiciones de esta ley en materia de indemnizaciones regirían para el futuro, pues
solamente se aplicarían a los accidentes y enfermedades laborales cuya primera manifestación invalidante se produjera
a partir de la fecha en la que la nueva ley fue publicada en el Boletín Oficial (26 de octubre de 2012). Sin embargo, un
sector importante de la jurisprudencia resolvió aplicar las disposiciones de la ley 26.773 a casos de accidentes o
enfermedades que eran anteriores a la fecha mencionada.

Ante los recursos deducidos por las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART), la Corte Suprema de Justicia de la
Nación se pronunció en la causa "Espósito", estableciendo que el criterio de actualizar mediante el índice RIPTE la
indemnización legal correspondiente a un accidente que había ocurrido en marzo de 2009 no se compadece con el claro
texto de la ley 26.773, por lo que resolvió que el reajuste de las indemnizaciones legales dispuesto por esta norma no
puede aplicarse a la reparación de daños provocados por accidentes laborales ocurridos con anterioridad, sino sólo a las
contingencias futuras; más precisamente, a los accidentes que ocurrieran y a las enfermedades que se manifestaran con
posterioridad a su publicación (CSJN, "Espósito, Dardo Luis c. Provincia ART SA s/accidente - ley especial").

§ 11. — Responsabilidad por daños al ambiente

741. Nuevos riesgos que provocan un cambio paradigmático

El desarrollo de la ciencia y la tecnología y las nuevas modalidades de producción y consumo, entre otras, trajeron
beneficios a la humanidad, pero en paralelo, la expusieron a nuevos y heterogéneos peligros, al punto que algunos
autores comenzaron a hablar, desde la sociología, de la vigencia de una "sociedad de riesgos" (Beck, Ulrich, La sociedad
del riesgo, 1998; La sociedad del riesgo global, 2002). Este nuevo modelo y la creciente preocupación por la problemática
ambiental que se comenzó a desarrollar en la década del sesenta, del pasado siglo, provocaron verdaderos cambios
paradigmáticos a los que no pudo escapar la ciencia jurídica, que debió adaptarse a esta auténtica revolución y revisar
sus postulados. En primer término, superada la moda del pensamiento "verde", se produjo una explosión normativa, no
sólo de documentos internacionales, sino que los Estados reconocieron en sus constituciones el derecho a un ambiente
sano y sancionaron leyes para protegerlo.

En este escenario mundial, nuestro país incluyó dentro de los nuevos derechos reconocidos en la reforma
constitucional del año 1994, el que corresponde al ambiente sano, con el correlativo deber de preservación (art. 41, CN).
Los dos primeros párrafos de la norma constitucional disponen: Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano,
equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin
comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental generará prioritariamente la
obligación de recomponer, según lo establezca la ley.- Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización
racional de los recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la información
y educación ambientales. Es importante destacar -en lo que hace a nuestra materia- lo que esta cláusula constitucional
consagra: el daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley.

A este reconocimiento supra legal, debemos agregar a las leyes de presupuestos mínimos de protección ambiental,
dictadas al amparo de la previsión contenida en el mismo artículo, entre las que destacamos, la Ley General del
Ambiente 25.675, que contiene un capítulo específico sobre responsabilidad por daños ambientales. Por último,
pensamos que el marco normativo de esta materia deberá integrarse con el Código Civil y Comercial, que tiene valiosas
disposiciones aplicables (entre ellas, arts. 14, 240, 241, 1737).

En términos análogos a los indicados en el nro. 736, el intérprete jurídico deberá convivir con esta pluralidad de
fuentes e intentar relaciones normativas que permitan alcanzar soluciones justas para la problemática de los daños
ambientales, para la que será importante no sólo la función resarcitoria regulada en el Código, sino fundamentalmente
y a partir de las particularidades de esos daños (masividad, irreversibilidad), una adecuada aplicación de las tutelas
preventiva y precautoria. No está de más señalar que mediante la tutela preventiva se procura prevenir un daño
ambiental cierto, mientras que con la tutela precautoria se pretende un resguardo ante la creación de un riesgo con
efectos desconocidos y por tanto imprevisibles (CSJN, 23/2/2016, "Cruz, Felipa y otros c/Minera Alumbrera Limited y
otro", Fallos 339:142). Estas tutelas procuran, por un lado, disminuir las asimetrías estructurales en los diferentes
sectores sociales de la población en lo que hace a la calidad de vida; y, por otro lado, fomentar un desarrollo sustentable
que permita satisfacer las necesidades presentes pero sin comprometer las de las generaciones futuras.

742. La revisión de los presupuestos clásicos

En ese contexto de cambios paradigmáticos y en la búsqueda de un análisis de la función resarcitoria de los daños
ecológicos, que se integre no sólo por el mandato constitucional de su prioritaria recomposición, sino también por las
previsiones de la ley 25.675 y la teoría general de la responsabilidad civil contenida en el Código, advertimos que,
aunque los presupuestos de la responsabilidad por daño ambiental no escapan de las reglas generales, en el caso
presentan particularidades derivadas de la complejidad de siniestros contaminantes que no reconocen límites
temporales ni espaciales.

En tal sentido, la existencia de una autorización administrativa que anularía el requisito de antijuridicidad, no es
relevante para eximir de responsabilidad (arts. 1717, 1757 y concs.), porque la ilicitud se configura con la mera
afectación de ese bien expresamente reconocido por el art. 41 de la Constitución Nacional. Claramente no existe un
derecho a contaminar, ni a contaminar y pagar. Lo que sí existe es una prohibición de contaminar y la asunción por
quien contamina de todas las consecuencias dañosas.

No quedan dudas de que el factor de atribución de la responsabilidad ambiental, en la labor integrativa de normas que
indicamos, debe ser de tinte objetivo (arts. 28 y 29, Ley General del Ambiente, arts. 1757 y concs. del Cód. Civ. y Com.).
El daño será una consecuencia del riesgo de la cosa o de la actividad, por lo que la culpa deviene irrelevante (art. 1722).
Al analizar las normas específicas que citamos de la ley 25.675, advertimos que el art. 28 en forma expresa impone el
factor de atribución objetivo y aunque la técnica del artículo siguiente puede cuestionarse, fundamentalmente desde
que refiere a "la adopción de medidas destinadas a evitarlo" (al daño) y a la inapropiada referencia de la "concurrencia
de culpas", estamos convencidos que debe interpretarse como una responsabilidad objetiva "reforzada", que se inicia en
el adverbio utilizado en aquel art. 28 (objetivamente) y continúa con la imposición de ese plus de diligencia que
consagra el art. 29, junto con la mención de las dos eximentes tradicionales, a la que agregamos una nueva versión del
caso fortuito en la teoría general.
El daño ambiental es un perjuicio especial y ambivalente. Por sus características, no es un daño común. Partimos del
soporte conceptual normativo de la Ley General del Ambiente, que lo define como toda alteración relevante que modifique
negativamente el ambiente, sus recursos, el equilibrio de los ecosistemas, o los bienes o valores colectivos (art. 27). La relevancia se
vincula con la imposibilidad del ambiente de regenerar lo destruido o degradado, con un menoscabo significativo, con
una "alteración negativa adjetivada" (Cafferatta, Néstor A., "Teoría general de la responsabilidad civil ambiental",
en Derecho ambiental y daño, dir.: Ricardo Luis Lorenzetti, La Ley, 2009, p. 19). La definición expuesta de este especial
perjuicio adquiere ribetes de extrema complejidad cuando se la vincula con la naturaleza ambivalente de la expresión
daño ambiental, porque la misma designa no sólo al daño colectivo que opera ante una alteración relevante del
ambiente como consecuencia disvaliosa que compromete a un bien específico (art. 1737 y arts. 27 y sigs., ley 25.675),
sino también al que "de rebote" afecta esferas individuales como la vida, la salud y la propiedad de las personas y es lo
que se conoce como daño ambiental indirecto (arts. 1737, 1738 y 1741), que sin embargo mantiene un estrecho vínculo
con aquel perjuicio ecológico puro.

Conviene señalar que mientras el beneficiario de la indemnización del daño ambiental colectivo es el Fondo de
Compensación Ambiental (ley 25.675), el del daño individual es el damnificado particular. Además, debe recordarse
que el legitimado activo en el primer caso es el afectado, el Defensor del Pueblo, las asociaciones no gubernamentales de
defensa ambiental y el Estado (nacional, provincial o municipal), en el segundo caso solo lo es la persona directamente
damnificada por el hecho dañoso (art. 43, C.N., y art. 30, ley 25.675).

A partir de lo expuesto, uno de los temas más complejos es el de la relación de causalidad ambiental. En nuestro sistema
se ratificó la vigencia de la causalidad adecuada (art. 1726), pero por las características reseñadas y la incertidumbre
reinante, aquel vínculo es refractario a tesis que se apoyan en criterios de previsibilidad. En las dos funciones que tiene
este presupuesto (autoría y régimen de consecuencias) observamos dificultades para aplicar el molde clásico a la
relación de causalidad ambiental, porque estos daños son de ordinario manifestaciones que operan después del
transcurso de un largo período de tiempo, que puede reconocer varias causas, las que también pueden ubicarse a una
notable distancia de los efectos. En ese contexto, se descarta un vínculo lineal y se lo reemplaza por una causalidad
circular, porque idénticas causas pueden producir efectos diferentes y causas distintas pueden producir iguales
consecuencias, entre otras conclusiones que destierran a la previsibilidad como nota constitutiva de la relación de
causalidad ambiental e imponen una amplia convocatoria de otras ciencias que puedan acudir en auxilio de la prueba
de este complejo vínculo.

En síntesis, desde la visión polifuncional que se desprende de la pluralidad de fuentes que citamos, queda claro el
derecho de todo hombre a vivir en un ambiente no contaminado ni degradado y consiguientemente el de exigir no sólo
el resarcimiento de los daños sufridos sino también la facultad de ejercer acciones tendientes a evitar la producción o
continuación de tales efectos.

§ 12. — Responsabilidad por afectación de derechos personalísimos

A. — Intromisión en la vida privada

743. Protección a la vida privada

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22, CN) consagra el
derecho que toda persona tiene al resguardo de su vida privada, lo que se traduce en el otorgamiento de acciones
legales que procuren evitar toda injerencia arbitraria, no sólo en su vida, sino también en su familia, su domicilio, su
correspondencia, y toda agresión a su honra o a su reputación.
Con otras palabras, el Código Civil y Comercial dispone que el que arbitrariamente se entromete en la vida ajena y publica
retratos, difunde correspondencia, mortifica a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturba de cualquier modo su intimidad,
debe ser obligado a cesar en tales actividades, si antes no cesaron, y a pagar una indemnización que debe fijar el juez, de acuerdo con
las circunstancias (art. 1770, 1ª parte).

No importa que lo que se publique o difunda sea verdadero. Tampoco es necesario que se den precisamente los
supuestos -ejemplificativos- que la norma enuncia, pues ella se encarga de resaltar que lo que se castiga es la
perturbación de cualquier modo de la intimidad. De lo que se trata es, entonces, de resguardar la intimidad personal o
familiar, su imagen, su identidad y, en definitiva, su dignidad personal que no puede ser menoscabada (conf. art. 52).
Hay aspectos de la vida privada que deben ser protegidos, tales como cuestiones de salud, creencias religiosas e
ideológicas, preferencias sexuales, etc. Nadie tiene derecho -por regla- a invadir esa esfera íntima. Pero, desde luego, si
quien revela el hecho que vulnera su intimidad es el propio afectado, o si se trata de un acontecimiento ocurrido en un
lugar público o se trata de un hecho de interés público, desaparece la nota de la arbitrariedad que es la que desencadena
las consecuencias previs-tas en el art. 1770.

Por lo tanto, el Código prevé dos consecuencias ante el entrometimiento arbitrario en la vida ajena. Por un lado, el
cese de la actividad, que se entronca en el deber genérico de prevenir el daño previsto por el art. 1710; por el otro, el
pago de una indemnización que no parece estar limitada a la reparación del daño moral (o afecciones espirituales
legítimas en los términos del art. 1738), sino que se extiende a cualquier daño sufrido, de acuerdo con las circunstancias.

La norma añade que, a pedido del agraviado, puede ordenarse la publicación de la sentencia en un diario o periódico del lugar, si
esta medida es procedente para una adecuada reparación (art. 1770, parte final). Es que de esta manera se puede dar una
adecuada reparación, toda vez que la publicación en los diarios locales o nacionales, según el caso, pueden satisfacer a
la víctima teniendo en cuenta la popularidad que ostentase.

Hoy en día, uno de los medios más usados para este entrometimiento arbitrario es internet. La circunstancia de que en
determinadas páginas web se incluya información que pueda resultar dañosa, acarreará la responsabilidad del autor de
la nota y del dueño del sitio, en la medida de que se den o no determinadas pautas que veremos en el nro. 746.

Pero, además de ello, debe destacarse que se plantean otros interrogantes vinculados con la manera de llegar a esa
información; esto es, qué responsabilidad les cabe a los denominados buscadores. Compagnucci de Caso explica que
hay tres tesis. La primera, para la cual los buscadores no responden por daños derivados de información o imágenes
indebidamente publicadas, por cuanto no son generadores de los contenidos, sino meros intermediarios. Esta tesis
añade que para los buscadores es imposible controlar el contenido de millones de páginas web, que ello encarecería el
sistema, y que implicaría arrogarse la facultad de censurar la información (cuestión esta última que será tratada en el
nro. 744). La tesis opuesta pregona, en cambio, la responsabilidad objetiva de los buscadores por el riesgo o
peligrosidad de la actividad que desarrollan. Añadimos, por nuestra parte, que debe tenerse en cuenta que se trata de
una actividad claramente lucrativa. Finalmente, existe una tesis intermedia, la cual pregona que los buscadores no son
asimilables a los diarios y revistas, pues no controlan ni modifican los contenidos de la información, pero deben adoptar
ciertos deberes de cuidado, cuya infracción puede generar responsabilidad con base en algún factor subjetivo. Y es por
esa razón, que si son notificados de los daños producidos por un contenido determinado y no actúan con diligencia
para bloquear el acceso a esos contenidos, son responsables por culpa (Compagnucci de Caso, Rubén H., Derecho de las
Obligaciones, n° 346, Ed. La Ley, 2018).

La Corte Suprema de Justicia se enrola en esta última posición. En efecto, ha resuelto que los motores de búsqueda
son intermediarios y no productores de contenidos, que su responsabilidad no debe ser juzgada conforme las normas
de la responsabilidad objetiva, prescindiendo de la idea de culpa; por el contrario, su responsabilidad sólo puede
juzgarse por un factor de atribución subjetivo, cuando se trata de manifiestas y groseras ilicitudes, o supuestos que
importen violaciones graves a la intimidad, o cuando en los casos dudosos media una notificación judicial o
administrativa previa y la empresa no adopta las diligencias necesarias para impedir o hacer cesar el daño denunciado
(CSJN, 28/10/2014, "R., M.B. c/Google Inc. s/daños y perjuicios", E.D. 260-176).

B. — Publicaciones periodísticas

744. Cuestiones preliminares

Cuando se plantea el tema de la responsabilidad por las publicaciones periodísticas, entran a jugar diversos principios
constitucionales, lo cual pone en evidencia su dificultad.

En efecto, por una parte, aparece la libertad de prensa que no sólo constituye un pilar fundamental del sistema
democrático, sino que ampara el derecho a publicar las ideas sin censura previa (art. 14, CN). Por otra parte, no resulta
admisible que esa libertad de prensa sea ejercida irresponsablemente, sin medir los daños que se puedan causar,
máxime desde que el principio alterum non laedere ha ganado jerarquía constitucional (arts. 19 y 43, CN). En este análisis,
es necesario tener en cuenta las diferentes maneras de transmisión de la noticia, según sea una publicación en un medio
gráfico, a través de programas de televisión o radio que, a su vez, pueden ser transmitidos en vivo o haber sido
grabados con anterioridad, o por medio de internet.

745. La doctrina de la real malicia

La Corte Suprema ha tomado nota de la tensión referida en el número anterior, y a través de diversos fallos ha
procurado establecer las vías por las que deben ejercerse ambos derechos.

Para ello, ha incorporado a nuestro régimen jurídico el estándar de la real malicia y ha prescindido del llamado test de
la verdad, como adecuada protección de la libertad de expresión.

El principio de la real malicia, a diferencia del test de la veracidad, no opera en función de la verdad o falsedad
objetiva de las expresiones publicadas, pues entra en acción cuando ya está aceptado que se trata de manifestaciones
cuya verdad no ha podido ser acreditada, son erróneas o incluso falsas. Todo ello implica que la materia de discusión o
prueba es el conocimiento que el periodista o medio periodístico tuvo —o debió tener— de esa falsedad o posible
falsedad, lo que obliga al tribunal a limitarse a verificar la efectiva prueba del conocimiento de la falsedad de los hechos
expresados.

El Alto Tribunal ha señalado que la aplicación de la "real malicia" depende, entonces, de la comprobación de
circunstancias de hecho consistentes en la existencia de un elemento subjetivo de conocimiento o al menos de
despreocupación respecto de la falsedad de los hechos, presupuestos cuya prueba recae sobre quien se considera
agraviado. Si se comprueban tales circunstancias, la responsabilidad del medio periodístico es innegable.

746. Otras cuestiones que deben valorarse

a) La figuración pública del afectado. En el análisis de las cuestiones de hecho que rodean el caso, además, no es posible
tratar de la misma manera al hombre común que a quien tiene figuración pública.

La aseveración de hechos falsos que afectan a funcionarios públicos, figuras públicas, o particulares que hubieren
intervenido en cuestiones de interés público, sólo genera el deber de indemnizar en el especialísimo caso en que haya
sido llevada a cabo con real malicia. Ello no obsta a que los personajes públicos también gocen de protección respecto
de su intimidad, existiendo una parte de su vida excluida de la actividad pública y a la cual los terceros no deben tener
acceso, pero el umbral de protección es menor porque por su actividad quedan más expuestos al conocimiento público.

b) La fuente de la información que se da debe ser confiable y no puede ser distorsionada. El hecho de no citar la fuente
de la información acarrea, por sí, la responsabilidad del medio de prensa que publica una noticia que resulta errónea,
más allá de que deba considerarse que actuó con ligereza al no comprobar la veracidad de la información. Igual ligereza
se advierte —y genera la consiguiente responsabilidad— cuando el medio de prensa no agotó prudentemente las vías
que tenía a su alcance para verificar la exactitud de la noticia al tiempo en que fue emitida.

c) El tiempo verbal. Se ha establecido que la difusión de noticias que puedan afectar la reputación de las personas no
resulta jurídicamente objetable cuando se ha utilizado el modo potencial, absteniéndose de efectuar consideraciones de
tipo asertivo. Esto significa que el sentido completo del discurso debe ser conjetural y no asertivo, sin que sea suficiente
el uso del mencionado modo verbal, pues este exclusivo señalamiento desatiende la auténtica finalidad de dicha
doctrina, que estriba en otorgar protección a quien se ha referido a lo que puede ser o no ser, descartando toda
afirmación.

d) La retractación del medio periodístico. La retractación efectuada por el medio periodístico respecto de lo anteriormente
informado, no lo libera de su responsabilidad. Por ello, el ofendido tiene abierta la acción indemnizatoria en sede civil,
quedando —además— relevado de producir la prueba del hecho.

e) La información transmitida por internet: Hemos dicho antes (nro. 743) que el daño causado por publicaciones hechas
en sitios web responsabiliza al autor de la nota y al sitio en la que aparece, de modo análogo a lo que ocurre cuando se
publica una nota que causa un daño en un periódico. Pero el tema que se viene debatiendo es si existe o no
responsabilidad de los motores de búsqueda. Sobre esta cuestión nos hemos dedicado en el número indicado y allí
remitimos.

C. — Acusación calumniosa

747. Noción

La acusación calumniosa es la falsa imputación ante la autoridad competente de la comisión de un delito de acción
pública —sea porque se tiene plena conciencia de que el imputado no lo ha cometido, sea porque se ha actuado con una
extrema ligereza e imprudencia propia del obrar gravemente culposo— que ha desatado una investigación policial o el
inicio de una causa judicial. Como se ve, quien acusa o denuncia actúa con dolo o culpa grave.

Se advierte, entonces, que la acusación calumniosa requiere de una denuncia o acusación penal, la que —luego de
tramitar judicialmente— deberá concluir en una sentencia absolutoria, pues si existiere condena, es claro que el acusado
no era inocente.

Pero no basta la absolución o el sobreseimiento para que se afirme que la acusación fue calumniosa. Es necesario que
ella haya sido hecha con dolo o culpa grave. Si solamente hay culpa, no existe responsabilidad aunque se absuelva o
sobresea al imputado. Es que, por un lado, no es posible exigir al denunciante que tenga todas las pruebas que acrediten
la veracidad de la denuncia, pues justamente ella surgirá de la investigación que se haga; por otro lado, existe un interés
general por conocer y castigar los delitos cometidos.
748. Factor de atribución. Prueba. Daño reparable

Dispone el art. 1771, primer párrafo, que en los daños causados por una acusación calumniosa sólo se responde por dolo o
culpa grave. El dolo debe ser interpretado en los términos del art. 1724, esto es, como la intención de dañar o la
manifiesta indiferencia por los intereses ajenos.

La culpa grave, en el caso que estamos analizando, es el extremo descuido o la excesiva negligencia en la imputación
realizada, que cualquier persona pudo o podía prever. En otras palabras, quien ha acusado, no tenía razones
justificables para creer que ese acusado estaba implicado. Pero debe quedar claro que no es necesario que el
denunciante tenga acabadas pruebas del delito que se denuncia y de sus autores, pues, en verdad, esto último queda en
manos del Estado que debe impulsar la investigación.

Por ello, el denunciante o querellante responde por los daños derivados de la falsedad de la denuncia o de la querella si se prueba
que no tenía razones justificables para creer que el damnificado estaba implicado (art. 1771, párr. 2º). Quien debe cargar con esta
prueba es la víctima. Es cierto que será muy difícil obtener prueba directa de que quien acusó no tenía motivo para
sospechar que el damnificado estuviese implicado en el delito; por ello, habrá que recurrir a los hechos indiciarios que
permitan revelar que la acusación ha sido calumniosa.

El daño reparable es tanto el extrapatrimonial o moral, como el patrimonial que se haya sufrido. Así, por ejemplo, una
acusación calumniosa que deriva en la detención del imputado, puede generar una severa aflicción espiritual (daño
moral), pero también daño emergente (los gastos de defensa) y lucro cesante (las ganancias no obtenidas justamente por
la imposibilidad de trabajar a raíz de la detención).

§ 13. — La responsabilidad de los hoteleros y establecimientos análogos

749. Concepto de hotelero y viajero

Se entiende por hotelero a todo aquel cuyo negocio consista en dar alojamiento a viajeros. El viajero es estrictamente
quien se aloja en el hotel, por lo que no comprende a quien se encuentre accidentalmente en el lugar. Los daños que
pueda sufrir este último se regirán por las normas de derecho común.

750. Los establecimientos análogos

El art. 1375 extiende la aplicación del régimen de responsabilidad del hotelero a hospitales, sanatorios, casas de salud y
deporte, restaurantes, garajes, lugares y playas de estacionamiento y otros establecimientos similares que prestan sus servicios a
título oneroso.

751. Objetos por los cuales responde el hotelero

El hotelero responde por los daños o pérdidas sufridas en todos los efectos introducidos en los hoteles, inclusive los
vehículos de cualquier clase dejados en las dependencias del hotel (art. 1370, incs. a] y b]). Sin embargo está eximido de
responder por los bienes del pasajero dejados dentro del vehículo (art. 1371, párr. 2º), lo que constituye una solución
muy discutible, sobre todo si se dejan cosas de moderado valor (por ejemplo, valijas que contienen ropa y enseres
personales).
752. Cosas de gran valor

Establece el art. 1372 que si el viajero posee valores que exceden lo que normalmente puede llevar un pasajero, debe
declarar el valor al hotelero y proceder a guardarlos en las cajas de seguridad que éste indique. En estos casos, el
hotelero responde por el valor declarado de las cosas depositadas.

Cabe preguntarse respecto de la norma, ¿cuándo debe el pasajero declarar los valores? La idea de un valor superior a
lo normal, prevista en el art. 1372, debe ser considerada con relación al tipo de establecimiento de que se trate. Así, una
gran suma de dinero introducida por una estrella de cine en un hotel de máxima categoría, entraría en la regla del valor
normal; pero la misma suma introducida por un mochilero en un hostel, lo obligaría a declararla. En todo caso, el juez
deberá valorar cada caso concreto, siguiendo como pautas la condición del viajero y el tipo de establecimiento.

Entendemos que esta norma debe complementarse con el art. 4º de la ley 24.240 (de Defensa del Consumidor), en
tanto el hotelero, como proveedor, deberá informar al viajero-consumidor, de su obligación de declarar los bienes de
elevado valor, por cuanto en caso de no hacerlo, no podrá invocar la falta de declaración como eximente de
responsabilidad.

La omisión del pasajero de dar cumplimiento a la norma traerá aparejada como consecuencia la pérdida del derecho a
reclamar por el robo o hurto sufrido.

A su vez, si los valores declarados son excesivos en relación con el tipo de establecimiento, o si su cuidado causa
molestias excesivas, el hotelero tiene el derecho de negarse a recibirlos (art. 1373).

753. Comienzo de la responsabilidad

La responsabilidad del hotelero surge tan pronto como las cosas han sido introducidas en el hotel, sea por sus
empleados o por el propio viajero; y aun antes, si las cosas fueron entregadas al empleado del hotel para que las
introdujera. No cesa su responsabilidad por la circunstancia de que el viajero tenga la llave de su habitación (art. 1369).

754. Personas de cuyos hechos responde el hotelero

El hotelero responde ante todo de sus propios hechos y de los de sus dependientes, lo que no es sino una aplicación
del régimen general de la responsabilidad; empero responde también de los hechos de terceros, sea otro viajero o
cualquier persona extraña, pues en definitiva el factor de atribución es objetivo. La responsabilidad se extiende a los
daños sufridos por el viajero (en su persona o sus bienes), lo que abarca obviamente la desaparición de los objetos
introducidos.

755. Eximentes de responsabilidad

La regla general es que el hotelero, como todo depositario, es responsable de toda pérdida o daño sufrido por las
cosas del viajero, a menos que demuestre que se ha originado: a) en culpa del propio viajero; b) en un hecho de los
familiares o visitantes del propio viajero; c) en un acontecimiento de caso fortuito o fuerza mayor ajeno a la actividad
hotelera (art. 1371, párr. 1º); d) en la naturaleza misma de la cosa.

Las eximentes de responsabilidad operan dentro del marco que da el riesgo de actividad en el art. 1757.
756. Cláusulas de no responsabilidad

Son nulas todas las estipulaciones contractuales en virtud de las cuales el hotelero limite la responsabilidad que la ley
le atribuye (art. 1374); con tanta mayor razón son ineficaces los anuncios o avisos puestos en lugar visible con el mismo
propósito. La norma citada sólo admite la reducción de responsabilidad en los supuestos de los arts. 1372 y 1373; esto
es, el depósito de cosas de valor superior al normal y de cosas que el hotelero puede negarse a recibir.

Puesto que la ley considera que el depósito en hoteles tiene carácter necesario y que el viajero no está en condiciones
de discutir libremente sus cláusulas, es natural que se fulmine de nulidad a las que reduzcan la responsabilidad del
hotelero, nulidad que se ha visto reforzada por el art. 37 de la ley 24.240, pues no pueden caber dudas respecto de que
este contrato es de consumo.

En cambio, nada se opone a que el hotelero asuma responsabilidades mayores, como sería el tomar sobre sí la fuerza
mayor.

757. Prueba

La prueba de la pérdida y de la cantidad, calidad y valor de los objetos perdidos puede hacerse por cualquier medio,
sin limitación alguna, salvo que mediare declaración del valor al hotelero, donde la responsabilidad es por el valor
declarado.

§ 14. — Responsabilidad por explosiones atómicas

758. El desarrollo de la energía nuclear. Noción de daño nuclear

La energía nuclear, a la par de generar grandes posibilidades de desarrollo, es una fuente de enormes peligros. Tales
peligros se han puesto en evidencia no sólo en algunos conflictos bélicos sino también en el estallido de algunas plantas
nucleares, generando daños —provocados por la materia radiactiva— que perduran por largos años.

La Convención de Viena de 1963, sobre daños nucleares, entiende por daño nuclear, la pérdida de vidas humanas, las
lesiones corporales y los daños y perjuicios materiales que se produzcan como resultado directo o indirecto de las
propiedades radioactivas o de su combinación con las propiedades tóxicas, explosivas u otras propiedades peligrosas
de los combustibles nucleares o de los productos o desechos radiactivos que se encuentren en una instalación nuclear o
de las sustancias nucleares que procedan de ella, se originen en ella o se envíen a ella; o de otras radiaciones ionizantes
que emanen de cualquier otra fuente de radiaciones que se encuentren dentro de una instalación nuclear (art. I, letra k,
inc. i). Esta Convención fue aprobada por la ley 17.048. No está de más señalar que la normativa se circunscribe a los
daños causados por la utilización pacífica de la energía atómica.

759. Fundamento y extensión de la responsabilidad

La energía nuclear, como toda energía, debe ser considerada una cosa en los términos del art. 16 del Código Civil y
Comercial y, por tanto, es aplicable el art. 1757 que regula la responsabilidad por el hecho de las cosas y de las
actividades riesgosas.
La responsabilidad por daños nucleares es objetiva (art. IV, inc. 1, Convención de Viena de 1963) y recae sobre el
explotador de la instalación nuclear (art. II, inc. 1, Convención de Viena), que es la persona designada o reconocida por
el Estado de la instalación como explotador de dicha instalación (arts. I, inc. 1, letra c, y II, n° 5, Convención de Viena); y
más allá de que el explotador debe contratar un seguro que cubra su responsabilidad, el Estado de la instalación
garantizará el pago de las indemnizaciones correspondientes, ante la insolvencia del propio explotador o de su
aseguradora (art. VII, inc. 1, Convención de Viena). La responsabilidad del explotador se extiende a la energía en
transporte, hasta tanto el explotador de otra instalación nuclear la asuma (art. II, inc. 1, Convención de Viena).

La responsabilidad podrá exonerarse si el explotador prueba que el daño se produjo por negligencia grave o acción u
omisión dolosa de la propia víctima, o si el daño ha sido causado por un conflicto armado, hostilidades, guerra civil o
insurrección (art. IV, Convención de Viena), lo que configura un supuesto de fuerza mayor. Sin embargo, estas causales
de exoneración no son invocables si el hecho ocurre por el dolo o culpa grave del explotador.

En nuestro país, la actividad atómica está regulada por la ley 24.804, la cual fija los recaudos que toda persona física o
jurídica deberá cumplir para desarrollar una actividad nuclear. Se considera comprendido en el concepto de
responsabilidad de daño nuclear a cargo de un explotador de una instalación nuclear lo relativo a: i) los daños que se
produjeren sobre el personal del explotador así como sobre el personal de sus contratistas y subcontratistas con motivo
del accidente nuclear de una instalación nuclear que opere dicha sociedad; ii) los perjuicios que se causen con motivo
del accidente nuclear a los funcionarios del Organismo Internacional de Energía Atómica que se encontraren
desarrollando tareas referentes a la aplicación de salvaguardias previstas en acuerdos internacionales suscritos por la
República Argentina; y iii) los accidentes que se produjeren con sustancias nucleares fuera del sitio de la instalación o
fuera del transporte, cuando al momento de ocurrir el accidente nuclear tales sustancias hubieren sido objeto de robo,
pérdida, echazón o abandono (art. 9º).

La responsabilidad abarca las consecuencias inmediatas y mediatas (art. 1727) y deben repararse los daños
patrimoniales y extrapatrimoniales pues la propia Convención de Viena establece que son indemnizables los daños y
perjuicios que se originen, en tanto así lo disponga la legislación del tribunal competente (art. I, letra k, inc. ii) y nuestra
ley prevé la indemnización de las consecuencias no patrimoniales (art. 1741).
CAPÍTULO X - ACCIONES EN EL MARCO DE LA FUNCIÓN RESARCITORIA DE LA RESPONSABILIDAD
CIVIL Y CUESTIONES DE DERECHO INTERNACIONAL PRIVADO

§ 1. — Ejercicio de las acciones de responsabilidad

A) Legitimación activa

760. Quiénes pueden ejercer la acción de daños

La acción que tiene por objeto la indemnización de los daños sufridos como consecuencia de un hecho ilícito o del
incumplimiento contractual corresponde:

a) Ante todo, al damnificado mismo, es decir a la víctima (art. 1738 y sigs.). Si el daño fue ocasionado a las cosas o
bienes, puede reclamar la indemnización no sólo el titular del derecho real sobre la cosa o bien (art. 1772, inc. a), sino
también el tenedor y el poseedor de buena fe de la cosa o bien (art. 1772, inc. b). Cuando el inciso a) hace referencia al
titular de un derecho real, ello significa que tienen legitimación activa el propietario del bien o de la cosa, pero también
los demás titulares del derecho real afectado, como es el caso del usufructuario o del usuario o, incluso del acreedor
hipotecario, siempre, en todos los casos, que el daño irrogase perjuicio al derecho real que corresponda, tal como la
disminución del valor económico del inmueble hipotecado. También tiene legitimación activa -conforme el inciso b)- el
poseedor de buena fe de la cosa o bien, es decir, aquél que ejerce un poder de hecho sobre la cosa y se comporta como
titular de un derecho real, aunque no lo sea, al no corresponderle ningún poder jurídico (art. 1909). Y de acuerdo con el
inciso precedentemente citado también tiene legitimación para reclamar el tenedor, esto es, la persona que ejerce un
poder de hecho sobre una cosa y se comporta como delegado del poseedor (art. 1910). Es el caso del locatario, el
comodatario o el depositario.

b) A los sucesores universales de la víctima. En el campo contractual, claramente se establece la regla -que admite
ciertas excepciones- de que los efectos del contrato se extienden, activa y pasivamente, a los sucesores universales (art.
1024). La misma regla rige en el supuesto de hechos ilícitos en lo que se refiere a la reparación de las consecuencias
patrimoniales, pues desde la muerte del causante, los herederos tienen todos los derechos y acciones de aquél de
manera indivisa, con excepción de los que no son transmisibles por sucesión (art. 2280, párr. 1°). Justamente por ello, los
sucesores universales no están legitimados para reclamar las consecuencias no patrimoniales derivadas del hecho, a
menos que el causante la hubiese iniciado antes de morir o que del hecho resulte la muerte de la víctima (art. 1741,
párrs. 1°, 2ª parte, y 2°). Por lo tanto, cuando se trata de un supuesto de daño extrapatrimonial sólo tiene legitimación la
víctima, llamada damnificado directo (art. ¿¿¿¿, párr. ¿°). Un ejemplo se da en el supuesto de acusación calumniosa:
dada la naturaleza personalísima del derecho afectado, no se concibe que pueda reclamar una reparación otra persona
que no sea la propia víctima. Pero si la víctima había iniciado la acción antes de morir, las cosas cambian: queda ya de
manifiesto no sólo la existencia del daño, sino el propósito de la víctima de hacerlo valer en justicia; en esas condiciones,
se justifica que los herederos puedan continuar la acción.

c) A los acreedores de la víctima, en ejercicio de la acción subrogatoria (art. 739); salvo el caso del daño moral que no
puede dar lugar al ejercicio de la acción subrogatoria dado su carácter personalísimo (art. 741, inc. a).

d) A los cesionarios de la acción de daños (arg. art. 1614), en la medida que tal acción sea cesible.

e) A toda otra persona que, aun sin ser pariente, recibiera del muerto una pensión de alimentos fundada en un
derecho nacido de la ley o de un contrato, como podría ser el caso del beneficiario de la renta vitalicia ante la muerte del
deudor de ella, cuando la vida contemplada para la duración del contrato sea justamente la del deudor.
761. Damnificados indirectos

Hay personas que han sido indirectamente perjudicadas por el hecho dañoso. Veamos un ejemplo: muere una
persona, como consecuencia de lo cual la sociedad de la que formaba parte debe disolverse; esto trae aparejado el
despido y desocupación del personal obrero; a su vez, uno de los obreros pasaba una pensión de alimentos a su madre,
etcétera. Todas estas personas son perjudicadas indirectas; pero es evidente que no todas ellas pueden reclamar la
reparación de los daños al autor del hecho dañoso, pues las irradiaciones de un daño pueden ser infinitas.

Ante todo, conviene partir de lo que dispone el Código Civil y Comercial: hay daño cuando se lesiona un derecho o
un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico (art. 1737). No cualquier daño es resarcible; es necesario que se
afecte un derecho o un interés que no sea ilícito. Con todo, parece claro que nuestra legislación procura reparar todo
daño, siempre y cuando el interés protegido no sea contrario al ordenamiento jurídico. Pero cabe añadir algo más: en
nuestro sistema jurídico parece importar, más que el hecho dañoso, las consecuencias dañosas de ese hecho, que
repercuten sobre el damnificado, consecuencias dañosas que podrán ser de orden patrimonial o extrapatrimonial, que
ofrezcan una relación de causalidad adecuada con el hecho dañoso, y que es lo que deben indemnizarse.

Asimismo, no puede dejarse de contemplar que lo indemnizable no son todas las consecuencias, sino aquellas que son
inmediatas o mediatas previsibles, por lo que quedan fuera del marco de responsabilidad las consecuencias casuales
(arts. 1727 y 1728), es decir, aquellas consecuencias que no pueden ser razonablemente previstas por una persona
diligente. La conexión del hecho ilícito con el daño debe ser más o menos próxima; en otras palabras, debe haber entre
ambos una causación adecuada, causalidad esta que comprende las consecuencias inmediatas y las mediatas previsibles
(ya nos hemos referido a esta cuestión más arriba, nro. 593 y sigs.). Supongamos el supuesto de una persona que
habitualmente hace donaciones a una entidad de bien público o, sin obligación legal alguna, le pasa una suma dineraria
mensual a otra persona. Ante el supuesto de muerte del benefactor, ¿podrá la persona beneficiaria o la entidad de bien
público reclamar a quien causó la muerte la reparación del daño que sufrirán por no recibir más esas prestaciones? Nos
parece claro que no, pues si bien se trata de un interés no contrario al ordenamiento jurídico, se trataría de una
consecuencia claramente casual. Por lo demás, si el accionante no podía, en vida de la víctima, exigirle en justicia el
pago de los beneficios recibidos, no puede reconocérsele acción contra el autor de la muerte del benefactor para que le
pague una indemnización que viene a ser el sustitutivo de aquellos beneficios a los que no tenía derecho.

762. Personas que tienen acción en caso de muerte de la víctima

Es necesario diferenciar según que lo que se pretenda indemnizar sean las consecuencias patrimoniales o las
extrapatrimoniales.

Respecto de las cuestiones patrimoniales, ya hemos dicho (nro. 760) que tienen legitimación para accionar los
sucesores universales. A ellos, cabe añadir al conviviente. Ello es así por dos motivos. El primero, porque en caso de
muerte de la víctima se le reconoce al conviviente el derecho a reclamar lo necesario para alimentos (art. 1745, inc. b). El
segundo, porque nuestra jurisprudencia desde hace tiempo comenzó a reconocer esta legitimación, la que se vio
consolidada cuando se resolvió durante la vigencia del Código Civil de Vélez que se encuentran legitimados los
concubinarios para reclamar la indemnización del daño patrimonial ocasionado por la muerte de uno de ellos como
consecuencia de un hecho ilícito, en tanto no medie impedimento de ligamen (CNCiv., en pleno, 4/4/1995, "F., M.C.
c/El Puente"). El nuevo régimen instaurado por el Código Civil y Comercial está en la misma línea desde que establece
que uno de los requisitos para reconocerle efectos jurídicos a las uniones convivenciales es que no haya impedimento de
ligamen (art. 510, inc. d), aunque añade otro más: que la convivencia exista por un período no menor a dos años (art.
510, inc. e). Reunidos estos recaudos, entendemos que el o la conviviente tiene derecho a reclamar los daños sufridos
por la muerte de su pareja.

En el caso de que se trate de reparar las consecuencias no patrimoniales, causadas por la muerte de la víctima e,
incluso, frente a su gran discapacidad, los legitimados activos son los ascendientes, los descendientes, el cónyuge y quienes
convivían con la víctima recibiendo ostensible trato familiar (art. 1741, párr. 1°, 2ª parte).

Por lo tanto, pueden reclamar la reparación por los daños extrapatrimoniales los padres de la víctima y los demás
ascendientes, aunque la víctima fuese de corta edad, que en el momento de la muerte sólo originaba gastos, o aun no
hubiese nacido. También pueden reclamar la reparación los hijos, sea que la filiación tenga lugar -conforme lo establece
el art. 558- por naturaleza, por adopción o mediante una técnica de reproducción humana asistida, sin importar sin son
mayores o menores de edad.

En cuanto al derecho del cónyuge, es incuestionable cuando se mantienen unidos. Si se han divorciado, el derecho
desaparece pues también se ha extinguido el vínculo al disolverse el matrimonio (art. 435, inc. c). El problema más
arduo se plantea cuando los cónyuges están separados de hecho. Por un lado, el matrimonio no se ha disuelto, lo que
daría fundamento para legitimar el reclamo del cónyuge sobreviviente; sin embargo, pensamos que lo que resulta
dirimente es si había o no voluntad de unirse, cuestión que debe ser probada. Nos parece claro que si no había voluntad
de unirse, lo que permite a cualquiera de los cónyuges solicitar la separación judicial de bienes (art. 477, inc. c), existe
una ruptura del matrimonio que le quita legitimación para demandar.

Finalmente, la norma legitima a quienes convivían con la víctima recibiendo ostensible trato familiar. Esta expresión,
claro está, abarca a la persona que tenía una unión convivencial con la víctima. No está de más señalar que la unión
convivencial es la unión basada en relaciones afectivas de carácter singular, pública, notoria, estable y permanente de
dos personas que conviven y comparten un proyecto de vida común (art. 509). Pero, claramente, la expresión abarca
otros supuestos de personas que conviven y reciben un ostensible trato familiar, como podría ser un amigo, o una
hermana u otro pariente con el que conviven con ese trato familiar.

En cuanto a los hermanos, si no conviven con la víctima, no tienen legitimación para reclamar los daños
extrapatrimoniales. Es que no son herederos forzosos (ni ascendientes ni descendientes); y, por ello, sólo tendrían
legitimación para reclamar si acreditan haber convivido con la víctima y haber recibido de ella ostensible trato familiar.

763. Acciones que tienen los herederos con motivo de la muerte de una persona

De lo expuesto en los parágrafos anteriores resulta que los herederos (como todo otro perjudicado que pruebe los
daños sufridos) tienen derecho a reclamar la indemnización de los perjuicios que les ha producido la muerte de una
persona. Es una acción que les corresponde jure proprio, como damnificados personales, independiente de todo título
hereditario. Pero cabe preguntarse si también tienen otra acción jure hereditatis, es decir, nacida de su calidad de
herederos.

Desde luego, hay daños respecto de los cuales no cabe discusión: si entre el momento del hecho ilícito y el de la
muerte, la víctima ha realizado gastos (médicos, sanatorio, remedios, etc.) o ha dejado de ganar dinero por razón de
encontrarse imposibilitada para trabajar como consecuencia de las lesiones, es indudable que ese daño sufrido por la
víctima en su patrimonio puede ser reclamado por sus herederos en su carácter de tales. En lo que atañe al daño moral
sufrido en ese tiempo por la víctima (padecimientos, dolores, temor a la muerte), la acción no se transmite a los
herederos a menos que haya sido iniciada en vida por el causante (art. 1741, párr. 2°).

Pero la cuestión más delicada es la de si la muerte en sí misma hace nacer o no una acción jure hereditatis. Es necesario
decir que no se trata de una cuestión meramente académica, sino que tiene un evidente interés práctico: a) Si los
herederos tuvieran dos acciones, una jure hereditatis y otra jure proprio, podrían reclamar una doble indemnización: la
primera, por el perjuicio que el homicidio ha causado a la víctima; la segunda, por el perjuicio que los herederos han
sufrido personalmente; b) Quienes intentan la acción jure hereditatis no necesitan probar el daño, puesto que éste
consiste en la misma muerte; en tanto que los que invocan un daño personal, necesitan, en principio, probarlo.

Sentado así cuál es el interés de la cuestión, veamos si debe admitirse que la muerte, en sí misma, hace nacer una
acción jure hereditatis. La opinión afirmativa se funda en razones no despreciables. La vida es el supremo bien humano,
como que sin ella no puede gozarse de ningún otro. La pérdida de ese bien es, por lo tanto, indemnizable, y si lo es,
debe admitirse la transmisibilidad de la acción a los herederos. Se ha hecho notar, con razón, que no cabe formular
ninguna distinción fundada en la circunstancia de que la muerte haya sido o no instantánea, pues siempre el hecho
ilícito precede a la muerte y basta ese instante para que el derecho quede adquirido por la víctima.

Sin embargo, la cuestión debe ser analizada desde otra óptica. En efecto, lo que importa determinar es si la muerte
hace nacer una acción en favor de la víctima, que luego pueda transmitir a sus herederos. Y es acá donde se advierte
que no puede existir tal acción porque no puede nacer un derecho en favor de un muerto. Este deja de ser persona en el
mismo momento que se produce el daño. Por consiguiente, la muerte en sí misma no da lugar al nacimiento de una
acción en cabeza del muerto que luego se transmita a sus herederos; éstos sólo pueden accionar jure proprio, en razón
del perjuicio que a ellos personalmente les ha producido aquel infortunio.

Aunque negamos que el hecho de la muerte en sí misma pueda generar una acción jure hereditatis en favor de la
víctima, hemos dicho ya que tal acción existe con relación a todos los perjuicios que la víctima hubiera podido reclamar
en vida; además, los herederos cuentan con la acción nacida del perjuicio que personalmente les ha causado la muerte.

La distinción entre una y otra acción tiene importancia. Veamos:

a) La renuncia o transacción hecha por la víctima con el autor del hecho ilícito, tiene plenos efectos respecto de sus
herederos en relación a la acción jure hereditatis; en cambio, no afecta en lo más mínimo a la acción jure proprio.

b) La circunstancia de que en el juicio por daños seguido por la víctima haya recaído sentencia fijando el monto de los
daños, no afecta el derecho de los herederos de reclamar del autor del hecho la reparación de los perjuicios que
personalmente les ha producido la muerte, en tanto que aquella sentencia hace cosa juzgada respecto de la acción jure
hereditatis.

c) Quien demanda jure hereditatis debe comprobar su carácter de heredero, lo que no tiene razón de hacer quien
demanda jure proprio.

B) Legitimación pasiva

764. Contra quiénes puede intentarse la acción de daños

La acción de daños puede legítimamente interponerse contra el responsable directo y el responsable indirecto, de
manera conjunta o separada (art. 1773).

La acción de daños derivada de un incumplimiento contractual debe intentarse contra el cocontratante y contra sus
sucesores universales, a menos que las obligaciones nacidas del contrato fuesen inherentes a la persona del
cocontratante -tal como la realización de una pintura por parte de un renombrado artista- o que la transmisión fuera
incompatible con la naturaleza de la obligación o estuviese prohibida por una cláusula contractual o legal (art. 1024).

Por su parte, la acción de daños derivada de un hecho ilícito puede intentarse:


a) Contra el autor del hecho (art. 1749), a menos que carezca de discernimiento (art. 261), lo que genera un supuesto
de daño causado por acto involuntario. Sin embargo, el autor del hecho, aunque carezca de discernimiento, responderá
en los supuestos de responsabilidad objetiva o por razones de equidad (art. 1750).

b) Contra los cómplices del autor del daño. El Código Civil y Comercial distingue según que la participación de las
diferentes personas en la producción del daño tenga una única causa o causas distintas. En el primer caso responden
como obligados solidarios; y, en el segundo, como obligados concurrentes (art. 1751).

c) Contra el encubridor, en cuanto su cooperación ha causado daño (art. 1752). Por lo tanto, si el encubrimiento no
causase ningún perjuicio al accionante, no hay responsabilidad, precisamente porque no hay daño; pero si del
encubrimiento resultase algún perjuicio, el encubridor es responsable; así ocurrirá, por ejemplo, si el encubridor
guardara, escondiera o vendiera la cosa sustraída, dificultando la recuperación material por su dueño. En otras
palabras: el encubridor no responde por las consecuencias del acto ilícito originario, sino por las de su propio acto
ilícito, que es encubrir.

d) Contra el que lucró con los efectos de un delito, hasta la cuantía de lo que hubiera recibido (art. 32, Cód. Penal).

e) Contra las personas que responden por el hecho de otro, como son los casos del principal, de los padres, de los
delegados en el ejercicio de la responsabilidad parental, de los tutores y curadores, de los establecimientos que tienen a
su cargo personas internadas (arts. 1753 a 1756), y de los establecimientos educativos (art. 1767).

f) Contra el dueño y el guardián que responden por los daños ocasionados por el riesgo o vicio de las cosas y de los
animales que son de su propiedad o están bajo su guarda (art. 1757 a 1759).

g) Contra quien realiza una actividad riesgosa o peligrosa, o se sirve u obtiene provecho de ella, que responde por los
daños causados (arts. 1757 y 1758).

h) Contra los dueños y ocupantes de una parte de un edificio, desde la cual cae o es arrojada una cosa, quienes
responden por el daño que se cause, contra todos los integrantes de un grupo determinado que responden por el daño
causado por uno de sus miembros no identificado y contra todos los integrantes de un grupo que realiza una actividad
peligrosa para terceros que responden por el daño causado por uno o más de sus miembros (arts. 1760 a 1762).

i) Contra los sucesores universales de las personas enumeradas anteriormente, pero su responsabilidad queda
limitada al valor de los bienes hereditarios recibidos (art. 2317) a menos que deba responder con los bienes propios por
haber realizado u omitido realizar los actos previstos en el art. 2321 (por ej., no hacer el inventario de los bienes dentro
del plazo de tres meses desde que fue intimado judicialmente a hacerlo). Los sucesores singulares, en cambio, no son
responsables.

765. La víctima de un hecho ilícito, ¿tiene acción directa de reparación contra el asegurador del responsable?

La cuestión, muy controvertida en nuestra doctrina y jurisprudencia, fue finalmente resuelta por la ley 17.418 que
establece que al demandar por daños y perjuicios el damnificado puede citar en garantía al asegurador hasta que se
reciba la causa a prueba. En tal caso debe interponer la demanda ante el juez del lugar del hecho o del domicilio del
asegurador. La sentencia que se dicte hará cosa juzgada respecto del asegurador y será ejecutable contra él en la medida
del seguro (art. 118).

De esta manera ha quedado consagrada la acción directa, solución adecuada a la moderna concepción del seguro, que
contempla no sólo los intereses del asegurado sino también los del damnificado.
C) Extinción de la acción

766. Extinción de la acción

La acción de resarcimiento derivada de un hecho dañoso se extingue:

a) Por renuncia que de ella haga el damnificado (art. 944); pero hay que tener en cuenta que si existen varios
damnificados, las acciones son independientes, de tal modo que ni siquiera la renuncia del damnificado directo priva a
los demás de la acción que a ellos les corresponde.

b) Por transacción (art. 1641); se entiende que lo único que puede ser objeto de transacción es la acción civil derivada
del incumplimiento contractual o de un hecho ilícito, pero no la acción penal, y siempre que no se trate de los supuestos
prohibidos de transar (art. 1644), que son cuando se trate de derechos en los que esté comprometido el orden público o
sean derechos irrenunciables, o se trate de derechos no patrimoniales derivados de las relaciones de familia o el estado
de las personas o que estén expresamente admitidos por el propio Código.

c) Por prescripción. El art. 2561, párr. 2°, dispone que el reclamo de la indemnización de daños derivados de la
responsabilidad civil prescribe a los tres años. Si bien la norma no hace distinción alguna entre responsabilidad
contractual y extracontractual, pensamos que ese plazo solamente se aplica a este último supuesto, mientras que si se
trata de la responsabilidad contractual, el plazo de prescripción es el genérico de cinco años (art. 2560). Sobre el tema
nos hemos referido antes (nro. 543).

§ 2. — Las acciones civil y penal

767. El principio de la independencia: sus consecuencias y limitaciones

El artículo 1774 del Código Civil y Comercial consagra el principio de la independencia de las acciones penal y civil
emergentes de un mismo hecho ilícito. La disposición es lógica, pues una acción tiene por objeto lograr el castigo del
delincuente, en tanto que la otra se propone la reparación de los daños.

De este principio resultan las siguientes consecuencias: la acción civil no se juzgará renunciada por no haber el
ofendido intentado la acción criminal durante su vida, ni se entenderá que renunció a la acción criminal por haber
intentado la acción civil o por haber desistido de ella.

Pero esta independencia no es absoluta: a) la renuncia a la acción civil o los convenios sobre reparación de daños
importan renuncia a la acción criminal; es cierto que no existe una norma expresa en este sentido, pero parece
inadmisible que luego de renunciar a la acción civil o de llegar a un acuerdo económico pueda conservarse la potestad
de iniciar la acción penal. Lo expuesto no obsta a que si se trata de un delito de acción pública, el Ministerio Fiscal
pueda iniciar la acción respectiva; b) si la acción criminal hubiera precedido a la civil o fuere intentada pendiente ésta,
no habrá —como regla general- condenación en el juicio civil antes de dictada la sentencia en el juicio criminal (art.
1775); c) finalmente, la sentencia criminal tiene una importante influencia sobre la responsabilidad civil -efectos de cosa
juzgada- en cuanto a la existencia del hecho principal que constituye el delito y de la culpa del condenado (art. 1776).
768. Jurisdicción competente para entender en la acción de daños

El principio de la independencia de las acciones parecería imponer la separación de las jurisdicciones, con la
consecuencia de que sólo los tribunales civiles podrían entender en las acciones de reparación de daños. Pero si bien se
mira la cuestión, aquel principio no es incompatible con el reconocimiento de que los jueces del crimen tengan
atribuciones para entender también en la acción civil: que ambas acciones sean independientes no se opone a que un
mismo juez entienda en ellas. En nuestro país, la doctrina penalista pugnó insistentemente para que se reconociera a los
jueces penales jurisdicción sobre la cuestión civil, y tal esfuerzo se cristalizó finalmente en la disposición del artículo 29
del Código Penal (ref. por ley 25.188), según el cual la sentencia condenatoria podrá ordenar la indemnización del daño
material y moral causado a la víctima, a su familia o a un tercero, fijándose el monto prudencialmente por el juez en
defecto de plena prueba. Este criterio es recogido por el art. 1774, 2ª parte, desde que se reconoce que la acción civil
puede interponerse ante los jueces penales cuando el hecho dañoso configure al mismo tiempo un delito de derecho
criminal, conforme a las disposiciones de los códigos procesales o las leyes especiales.

Pero este sistema no carece de inconvenientes. Por lo pronto, el criterio con que el juez penal aprecia la culpa del autor
de un acto ilícito, es distinto del que tienen los jueces civiles. Además, el proceso penal no ofrece a las partes todas las
garantías y oportunidades que brinda el proceso civil, bien sea para producir una prueba cabal del daño o para
demostrar la inexistencia de los pretendidos daños alegados por la víctima. A su vez, la responsabilidad civil puede ser
más amplia que la penal desde que se extiende a otros sujetos que no son los autores del delito criminal. En suma, la
fijación del daño por los jueces penales sólo pareciera conveniente cuando se trata de indemnización del daño moral,
que no exige prueba y que siempre debe ser determinado prudencialmente por el juez.

Por ello es que quizás el art. 1774 solamente plantea la opción de iniciar la acción civil ante el juez penal que
interviene en la investigación del delito criminal, pero no obliga. En efecto, no existe ningún inconveniente en que la
pretensión indemnizatoria y la pretensión punitiva tramiten en juzgados diferentes con competencia en cada cuestión.

769. La acción civil pendiente del proceso penal

Si la acción penal precede a la acción civil, o es intentada durante su curso, el dictado de la sentencia definitiva debe
suspenderse en el proceso civil hasta la conclusión del proceso penal (art. 1775, 1ª parte). Por lo demás, esta regla se
explica porque, como ha de verse, la sentencia criminal tiene influencia sobre la civil; es, pues, conveniente que la
primera preceda a la segunda, para evitar discordancias y contradicciones en el juzgamiento de un mismo hecho, como
lo sería que la sentencia penal reconociera la existencia del hecho delictivo y la sentencia civil la negare, lo que
provocaría un verdadero escándalo jurídico. Claro está que si, cuando el juicio criminal se inicia, ya existía sentencia
definitiva en el proceso civil, esta sentencia queda firme por efecto de la autoridad de la cosa juzgada; sin que pueda
influir en ella el resultado ulterior del juicio penal.

Después de establecer la regla de que el proceso penal obliga a suspender la sentencia en el juicio civil, lo que se
denomina "principio de la prejudicialidad penal", y que significa también que el proceso civil se puede desarrollar
íntegramente pero no puede dictarse sentencia hasta tanto concluya el proceso penal, el art. 1775 establece tres
excepciones:

1º) Si median causas de extinción de la acción penal (inc. a). Entre ellas, pueden citarse la muerte del imputado, la
amnistía, la renuncia del agraviado respecto de los delitos de acción privada, la prescripción de la acción penal, la
aplicación de un criterio de oportunidad de conformidad con lo previsto en las leyes procesales correspondientes, o el
pago voluntario del mínimo de la multa correspondiente -cuando el delito estuviese reprimido con multa- más la
reparación del daño causado por el delito (arts. ¿¿ y ¿¿, Cód. Penal).

Entendemos que no se podrá dictar sentencia civil si ha ocurrido la conciliación o reparación integral del perjuicio, de
conformidad con lo previsto en las leyes procesales correspondientes, que indica el art. 59, inc. 6, del Código Penal, y el
beneficiario resulta ser quien interpuso la acción civil resarcitoria.

2°) Si la dilación del procedimiento penal provoca, en los hechos, una frustración efectiva del derecho a ser indemnizado (inc. b).
Es que una dilación excesiva acarrea una verdadera denegación de justicia y una violación del derecho de defensa en
juicio, con agravio a la Constitución Nacional (conf. CSJN, 11/7/2007, "Atanor S.A. c/Dirección General de
Fabricaciones Militares", L.L. t. 2007-E, p. 13). Esta dilación puede darse tanto porque el proceso penal se paraliza sine
die por ausencia del imputado o porque se suspende el juicio a prueba en los términos del art. 76 bis, ter y quater del
Código Penal.

3º) Si la acción civil por reparación del daño está fundada en un factor objetivo de responsabilidad (inc. c). Así se facilitará, por
ejemplo, el dictado de las sentencias en los casos en que el daño ha sido producido por el vicio o riesgo de la cosa o por
actividades que sean riesgosas o peligrosas por su naturaleza, por lo medios empleados o por las circunstancias de su
realización, y también por animales (arts. 1757, 1758 y 1759) y por el que responden el dueño y el guardián de la cosa y
quien realiza, se sirve u obtiene provecho de la actividad. La excepción se explica desde que el juez penal debe aplicar
un factor de atribución subjetivo, en tanto analiza el dolo o culpa del imputado, lo cual no obsta a que el responsable
por un factor objetivo sea condenado a pagar una indemnización en el marco del proceso civil.

770. Influencia de la sentencia criminal sobre la civil

Deben diferenciarse dos supuestos, según que el procesado haya sido condenado o absuelto. Veamos el primero.

La sentencia penal condenatoria produce efectos de cosa juzgada en el proceso civil respecto de la existencia del hecho principal que
constituya el delito y de la culpa del condenado (art. 1776).

De acuerdo con el precepto transcripto, la sentencia condenatoria hace cosa juzgada respecto de dos cuestiones
esenciales: a) la existencia del hecho principal que constituya el delito; lo que significa que si el juez penal ha
considerado probado -por ejemplo- el robo, el daño a la persona o su propiedad, este hecho no puede luego discutirse
en sede civil; y tampoco puede discutirse la calificación -dolosa o culposa- de la conducta del autor del delito hecha por
el juez penal; b) la culpa del condenado; por consiguiente, no podrá ya alegarse en lo civil la falta de culpa, pero ello no
obsta a que el juez civil valore la conducta de la víctima en función de la incidencia que ella tenga en la producción del
daño (lo que se llama concausa), tanto más si se considera que el juez penal solo juzga el comportamiento del
victimario.

En efecto, si bien el autor del acto ilícito no puede pretender que no fue culpable, en cambio nada se opone a que
alegue y pruebe la culpa concurrente de la víctima o la incidencia de su conducta, con lo que los daños no deberán ser
soportados exclusivamente por el autor del hecho ilícito, sino que también la víctima cargará con parte de ellos, según
la proporción que la sentencia fije.

La condena criminal del autor del hecho no sólo hace cosa juzgada respecto de él, sino también respecto de los
terceros que responden por él, en virtud de lo dispuesto en el art. 1753, es decir, el principal respecto de los hechos de
su dependiente. Es natural que así sea, porque la suya es una responsabilidad refleja, que depende de la del autor del
hecho; si éste es culpable, ellos responden.

Pasemos al segundo supuesto, que abarca más que la sola absolución del procesado.
En efecto, dispone el Código Civil y Comercial que si la sentencia penal decide que el hecho no existió o que el sindicado
como responsable no participó, estas circunstancias no pueden ser discutidas en el proceso civil. Y añade, si la sentencia penal
decide que un hecho no constituye delito penal o que no compromete la responsabilidad del agente, en el proceso civil puede
discutirse libremente ese mismo hecho en cuanto generador de responsabilidad civil (art. 1777).

Si la sentencia penal decide que el hecho no existió o que el sindicado como responsable no participó, debe dictarse la
absolución y, consiguientemente, la existencia o autoría de ellos no puede ser discutida en el juicio civil. Pero que quede
claro que lo que la norma establece es que no se podrá ya alegar en el juicio civil la existencia del hecho principal sobre el
que hubiera recaído la absolución. Por el contrario, nada se opone a que absuelto el condenado por falta de culpa, el
tribunal civil lo encuentre culpable. Aquí no se trata de la existencia o inexistencia de un hecho, sino de la culpa del
imputado en la producción de ese hecho. Es que una cosa es la culpa penal (que debe ser analizada con criterio
riguroso, inclinándose, en caso de duda, en el sentido de que no la hubo: in dubio pro reo), y otra la culpa civil o, mejor, la
responsabilidad civil, que en la medida que se cumplan los presupuestos de la responsabilidad resarcitoria, dará lugar a
la reparación de la víctima. Por lo demás, nunca debe olvidarse que los factores de atribución objetivos y la
indemnización por equidad de los actos involuntarios (art. 1750), propios de la acción civil resarcitoria, no proyectan su
influencia en la acción penal.

Por otra parte, cuando se decide que un hecho no constituye delito penal, o que existe una causa de justificación o
inimputabilidad, podrá plantearse en sede civil si ese hecho es o no generador de responsabilidad civil. Ello es así pues
la apreciación de la culpa es más amplia en sede civil que en sede penal, por lo que la absolución penal no obsta a que
en sede civil pueda volver a valorarse la reprochabilidad de la conducta del sindicado como responsable, o bien, deba
juzgarse en sede civil por tratarse de un supuesto de responsabilidad objetiva.

El sobreseimiento definitivo decretado en el proceso penal, ¿es equivalente a la absolución del acusado? Pensamos
que no es posible equiparar el sobreseimiento y la absolución, pues mientras la absolución se dicta después de un
proceso en el que las partes han tenido oportunidad de alegar y probar todo lo que hace a la defensa de sus derechos, el
sobreseimiento se decreta antes de que la causa llegue a juicio oral, lo que significa que el damnificado no ha tenido
oportunidad de ejercer su derecho de defensa. Por ello, el sobreseimiento definitivo carece totalmente de influencia
sobre la acción civil.

Ahora bien, si el sobreseimiento definitivo carece de todo efecto sobre la acción civil, con tanta mayor razón no la
tiene el sobreseimiento provisional.

771. Las excusas absolutorias

Las excusas absolutorias penales no afectan la acción civil, excepto disposición legal expresa en contrario (art. 1778).

Son los casos de hurto, defraudaciones o daños que se causen recíprocamente los cónyuges, ascendientes,
descendientes y afines en línea recta, o el consorte viudo respecto de las cosas pertenecientes a su difunto cónyuge, o los
hermanos y cuñados si viviesen juntos (art. 185, Cód. Penal). Otro caso es el del acusado de injurias o calumnias, quien
queda exento de pena si se retracta públicamente antes de contestar la querella o en el momento de hacerlo (art. 117,
Cód. Penal), pero ello no obsta a que queden vivas las consecuencias civiles del delito. En estos casos, la acción civil
procede y el juez podrá responsabilizar al autor por el daño causado.

772. Supuestos en que se impide reparar el daño

Existen dos supuestos en los que se impide reparar el daño causado (art. 1779).
El primero de ellos es cuando se prueba la verdad del hecho reputado calumnioso (inc. a). Es claro que quien es
víctima de una acusación calumniosa no puede tener legitimación para reclamar por los daños que habría sufrido, si se
acredita que el hecho que se le ha imputado es verdadero. A su vez, debe señalarse que la norma debe leerse junto con
el art. 1771, el cual dispone que el denunciante o querellante responde por los daños derivados de la falsedad de la
denuncia o de la querella si se prueba que no tenía razones justificables para creer que el damnificado estaba implicado.
Como consecuencia de ello, si se prueba que el denunciante o querellante tenía razones justificables para creer que el
imputado -damnificado por los daños sufridos- estaba implicado, no hay responsabilidad de aquel denunciante o
querellante, y nada debe reparar.

El segundo supuesto es cuando el presunto damnificado, tratándose de un delito contra la vida, ha sido coautor o
cómplice del hecho o no lo impidió pudiendo hacerlo (inc. b). En otras palabras, cuando el presunto damnificado ha
intervenido de alguna manera en el delito contra la vida de la víctima, no puede reclamar indemnización alguna. Una
razón de estricto orden moral justifica la solución. Con todo, pensamos que hubiese sido conveniente establecer una
norma más amplia, que también impidiera el reclamo indemnizatorio a toda persona que de alguna u otra forma
hubiese intervenido en otro tipo de delitos, como los de lesiones, abusos sexuales o atentados contra la integridad de las
personas.

773. Sentencia criminal posterior a la sentencia civil. Efectos

En principio, la sentencia penal posterior a la sentencia civil, no produce ningún efecto sobre ella (art. 1780) Por tanto,
se mantienen los efectos de la cosa juzgada de la sentencia civil.

Sin embargo, la norma incorpora una excepción: la revisión de la sentencia civil, la cual procede exclusivamente, y a
petición de parte interesada, en los siguientes supuestos:

a) Si la sentencia civil asigna alcances de cosa juzgada a cuestiones resueltas por la sentencia penal y ésta es revisada respecto de
esas cuestiones, excepto que derive de un cambio en la legislación (inc. a). En este caso, la sentencia civil debe ser adecuada
como consecuencia de las modificaciones que afectan a la sentencia penal en la cual se basó, resultado del recurso de
revisión interpuesto. Verbigracia, la aparición de nuevos hechos que demuestren la inexistencia del hecho principal en
sede penal importará un nuevo pronunciamiento sobre ello en sede civil. La excepción del cambio legislativo se explica
fácilmente obedeciendo a la circunstancia que un delito penal puede dejar de tener vigencia si pierde su tipicidad.

b) En el caso de la acción civil por reparación del daño, cuando está fundada en un factor objetivo de
responsabilidad, si quien fue juzgado responsable en la acción civil es absuelto en el juicio criminal por inexistencia del hecho que
funda la condena civil, o por no ser su autor (inc. b). Por ello, si se comprueba que el hecho no existió o que el imputado no
participó en el hecho, habrá que adecuar la sentencia civil dictada anteriormente a esas circunstancias, y nacerá el
derecho de quien fue condenado a resarcir el daño a repetir lo pagado con fundamento en el pago indebido (art. 1796,
inc. a). Por ejemplo, si se establece en la sentencia civil previa que el demandado es responsable por ser el dueño del
arma que ocasionó la lesión, y posteriormente se verifica en el ámbito penal que ella pertenece a un tercero, resulta
insoslayable revisar la primera sentencia -dado que su contenido no condice con el de la segunda- para evitar un
escándalo jurídico.

c) En otros casos previstos por la ley. Si bien hasta el momento no existen otros casos previstos por la ley, la norma deja
abierta la posibilidad que en el futuro se los establezca.
774. Influencia de la sentencia civil sobre la criminal

En principio, la sentencia dictada en el juicio civil no ejerce la menor influencia sobre la que recae en el proceso penal.
En efecto, entendemos que el único caso en el que la sentencia civil puede tener influencia en la penal es si se configura
un supuesto de cuestión prejudicial previa.

Ahora bien, recuérdese, como dijimos más arriba (nro. 769), que si, cuando el juicio criminal se inicia, ya existía
sentencia definitiva en el proceso civil, esta sentencia queda firme -en principio- por efecto de la autoridad de la cosa
juzgada; sin que pueda influir en ella el resultado ulterior del juicio penal. Por lo tanto, se puede promover el juicio
penal que no estará condicionado por la sentencia civil pero que, a su vez, no tendrá efectos sobre esta última.

Por otra parte, si la acción penal precede a la acción civil, o es intentada durante su curso, el dictado de la sentencia
definitiva debe suspenderse en el proceso civil hasta la conclusión del proceso penal (art. 1775, 1ª parte). Y si la
sentencia civil se hubiese dictado, pues se daba alguna de las excepciones previstas por el propio art. 1775, ella podría
ser revisada en los casos del art. 1780. Como se ve, la sentencia civil dictada no condiciona la futura sentencia penal.

Se explica la solución informada porque la acción penal tutela intereses públicos; la investigación del delito no puede
depender de la suerte de una acción privada, como es la intentada ante la justicia civil. De lo contrario podría ocurrir
que, sea por negligencia del damnificado o de sus letrados, sea por colusión de aquél con el autor del hecho, no se
produzcan en el juicio civil las pruebas necesarias para obtener la condenación del demandado; sería inadmisible que
esa sentencia pudiera tener efectos de cosa juzgada sobre la acción criminal, privando a la sociedad de la posibilidad de
perseguir al delincuente.

Claro está que aludimos solamente a la acción penal; pero la sentencia civil hace cosa juzgada en relación a la
reparación del damnificado, de tal modo, que rechazada la acción en lo civil, no podría reclamarse en lo penal la fijación
de una reparación ni siquiera en el caso de que haya condena criminal. Y, por cierto, tampoco podría reclamarse una
indemnización mayor sobre la base de nuevas pruebas que no se aportaron en lo civil.

§ 3. — Normas de Derecho Internacional Privado

775. Nociones previas

Hay situaciones de índole internacional que requieren la determinación de una jurisdicción para resolver una
pretensión o la selección de un derecho que resulte aplicable. Estamos en presencia de los llamados casos
multinacionales, como consecuencia de su vinculación con ordenamientos jurídicos de diversos países.

El derecho internacional privado, que procura resolver los referidos planteos, ha sido definido, con cierto espíritu
aristotélico tomista, como el sistema normativo destinado a realizar las soluciones justas de los casos jusprivativos
multinacionales en el ámbito de una jurisdicción estatal, de una pluralidad de jurisdicciones estatales o de una
jurisdicción internacional (Boggiano, Antonino, Curso de Derecho Internacional Privado. Derecho de las relaciones privadas
internacionales, p. 19, Lexis Nexis, 2004). De manera más abarcativa, pero no menos completa, se ha afirmado, que el
Derecho Internacional Privado es el conjunto de los casos jusprivativos con elementos extranjeros y de sus soluciones,
descritos casos y soluciones por normas inspiradas en los métodos indirectos, analíticos y sintetico-judicial, y basadas
las soluciones y sus descripciones en el respeto al elemento extranjero (Goldschmidt, Werner, Derecho Internacional
Privado, p. 3, Lexis Nexis Depalma, 2003).

Sus normas resultan indirectas: no dan la solución concreta del problema, sino que remiten a las reglas del derecho
material que resolverá las hipótesis planteadas. Muchas veces, irrumpe en escena el problema de la calificación, ¿qué
ordenamiento jurídico desempeñará el papel de definir los términos empleados por la norma indirecta? Verbigracia, si
se hace referencia a la responsabilidad civil, cabe plantearse si se encuentra comprendida por las funciones preventiva y
disuasoria, además de la resarcitoria. La aplicación armoniosa del art. 2595 permite resolver este tan delicado problema
del derecho internacional privado.

Sin perjuicio de remitir a las obras especializadas, conviene explicar brevemente la estructura de la norma indirecta.

Se distingue dentro de ella el tipo legal y la consecuencia jurídica. De ambas se predican características positivas,
condiciones sine qua non para su operatividad, y negativas, que impiden el desenvolvimiento del Derecho Internacional
Privado.

La diferencia entre sendas figuras consiste en que mientras el tipo hace mención del ámbito a disciplinar, la
consecuencia jurídica contiene su reglamentación.

El aspecto positivo del tipo legal radica en la causa y en los hechos subyacentes a los puntos de conexión.

La faz negativa del tipo legal se encuentra en el fraude a la ley, esto es, eludir un derecho aplicable a través de una
norma de cobertura. Con otras palabras, se intenta obtener soluciones jurídicas prohibidas en un ordenamiento jurídico
de un país con la aplicación de la legislación de otro que lo permite. Como no podía ser de otra manera, el art. 2598 se
encarga de su regulación: "Para la determinación del derecho aplicable en materias que involucran derechos no disponibles para
las partes no se tienen en cuenta los hechos o actos realizados con el solo fin de eludir la aplicación del derecho designado por las
normas de conflicto".

Enfocando la ponderación en la consecuencia jurídica, la característica positiva reside en la conexión y en los puntos
de conexión. La primera implica una determinación estable y nominativa, por ejemplo, aplicación del derecho del país
A o del país B. En cambio, el segundo denota un método abstracto, recurre a características generales que el caso
particular individualiza. Debe ser completado con el concepto de lo conectado, ¿qué sector del ordenamiento jurídico se
torna aplicable? El Código Civil y Comercial brinda la solución en su art. 2596, adoptando la teoría del uso
jurídico: Cuando un derecho extranjero resulta aplicable a una relación jurídica también es aplicable el derecho internacional
privado de ese país. Si el derecho extranjero aplicable reenvía al derecho argentino resultan aplicables las normas del derecho interno
argentino. Cuando, en una relación jurídica, las partes eligen el derecho de un determinado país, se entiende elegido el derecho
interno de ese Estado, excepto referencia expresa en contrario.

Por otro lado, el orden público resulta ser la característica negativa de la consecuencia jurídica. Es decir, el derecho no
se aplica si conculca principios fundamentales del derecho internacional privado vigente. El Código Civil y Comercial, a
través de su art. 2600, hace referencia a esta figura al impedir emplear soluciones incompatibles con los contenidos
indisponibles que inspiran al ordenamiento jurídico argentino.

776. Método del Código Civil y Comercial: normas jusprivativas internacionales de la responsabilidad civil

Por primera vez en la historia del derecho argentino se ha erigido un conjunto de normas que forman un
microsistema destinado a reglar los casos de derecho internacional privado. Se ha dedicado los preceptos que integran
el Título IV del Libro Sexto del Código Civil y Comercial (arts. 2594 a 2671).

Contiene dos artículos que versan sobre la materia que nos interesa, responsabilidad civil, que integran la Sección 13º,
del Título individualizado precedentemente: ellos reglan, de manera separada, la jurisdicción que entenderá en el
asunto (art. 2656) y el derecho aplicable (art. 2657).

Cabe señalar, sin embargo, que las citadas normas operan siempre que no exista un Instrumento Internacional sobre
la cuestión. Por ejemplo, el Tratado de Derecho Civil Internacional de Montevideo de 1940, aprobado por el Decreto Ley
7771/1956, disciplina los supuestos mencionados en sus artículos 43 y 56.
Dada la estructura adoptada en el Código Civil y Comercial, se torna aconsejable distinguir la jurisdicción y el
derecho aplicables, lo que analizaremos en los números siguientes.

777. Jurisdicción aplicable

Resulta pertinente diferenciar tres diferentes casos:

A.) Casos de responsabilidad extracontractual

El art. 2656 establece tres puntos de conexión que posibilitarán a los magistrados entender en el conflicto
multinacional de delitos y cuasidelitos:

a) Domicilio del demandado: tal es la regla clásica de los códigos procesales para el derecho interno (vg., art. 5, inc. 4°,
Código Procesal Civil y Comercial de la Nación). Igual tesitura se adopta en el art. 56 del Tratado de Derecho Civil
Internacional de Montevideo de 1940.

b) Lugar en que se ha cometido el hecho generador del daño: alternativa lógica ya que el juez tendrá mayor
inmediación con los elementos del ilícito.

c) Lugar donde se producen los efectos dañosos directos: ofrece la ventaja de apreciar en forma más eficaz las
consecuencias del perjuicio sufrido. Constituye la variante que permite desarrollar de modo más eficaz la función
preventiva del moderno derecho de daños, verbigracia, ante la presencia de la contaminación transfronteriza (que es
aquélla que se origina en un país, pero que proyecta sus consecuencias en el territorio de otro).

Aunque la norma no lo especifique, el actor tiene la facultad de elegir cualquiera de los puntos de conexión
mencionados.

Se han descartado como alternativas la prórroga de la jurisdicción ex post facto, es decir aquélla que admite el
demandado voluntariamente, y la posibilidad que el actor entable la pretensión resarcitoria ante su propio domicilio.

B.) Casos de responsabilidad en el ámbito de los contratos paritarios

El art. 2650 faculta al actor a interponer la pretensión ante los jueces del domicilio o residencia habitual del
demandado, del lugar de cumplimiento de cualquiera de las obligaciones contractuales o donde se ubica una agencia,
sucursal o representación del demandado, siempre que ésta haya participado en la negociación o celebración del
contrato.

Se le otorga cierta relevancia a la autonomía de la voluntad: resulta posible acordar en un convenio un foro en
particular, siempre que no se conculquen las características negativas del tipo y de la consecuencia jurídica de la norma
jusprivatista de derecho internacional (para un mayor desarrollo, remitimos a Borda, Alejandro, Derecho Civil y
Comercial. Contratos, nº 343, Ed. La Ley, 2ª edición).

C.) Casos de responsabilidad en el ámbito de los contratos de consumo

Delega el art. 2654 la facultad de opción al consumidor: le es permitido recurrir a los jueces del lugar de celebración
del contrato, del cumplimiento de la prestación del servicio, de la entrega de bienes, del cumplimiento de la obligación
de garantía, del domicilio del demandado o del lugar donde el consumidor realiza actos necesarios para la celebración
del contrato.

En el supuesto de poseer el demandado una sucursal, o una agencia, o cualquier forma de representación comercial,
podrá tramitar el proceso ante los magistrados del domicilio de la sucursal, agencia o representación comercial, siempre
que hubiera intervenido en la celebración del contrato o fuera mencionada a los efectos del cumplimiento de una
garantía contractual.
Por el contrario, sólo le es posible al otro contratante interponer la acción ante los jueces del domicilio del consumidor.
Se trata de esta manera de tutelar a la parte más débil del contrato.

No resulta prorrogable la jurisdicción al no ser lícitos los acuerdos de selección de foro en materia del consumidor
(para un mayor desarrollo, remitimos a Borda, Alejandro, Derecho Civil y Comercial. Contratos, nº 345, Ed. La Ley, 2ª
edición).

778. Derecho aplicable

Nuevamente nos vemos obligados a aclarar que los preceptos que a continuación analizaremos presentan un papel
subsidiario frente a la presencia de las disposiciones insertas en instrumentos internacionales. Por ejemplo, el art. 2 del
Protocolo de San Luis en Materia de Responsabilidad Civil Emergente de Accidentes de Tránsito impone como punto
de conexión general del derecho aplicable el territorio donde acaeció el siniestro.

Aplicando un método similar al adoptado en el número anterior, conviene distinguir:

A.) Casos de responsabilidad extracontractual

El art. 2657 ha fijado como punto de conexión para indicar el derecho aplicable:

a) El país donde se ha producido el daño: se ha centrado la atención en la lex loci actus. No debe ser confundido este
supuesto con el lugar "en donde se produjo el hecho lícito o ilícito de que proceden", como reza el art. 43 del Tratado de
Derecho Civil Internacional de Montevideo de 1940. Se ha erigido la consecuencia, daño, como elemento para
individualizar el ordenamiento jurídico a aplicar.

No se tiene en consideración las reglas de derecho del país donde se han desplegado las consecuencias indirectas del
perjuicio. Se destaca una clasificación distinta a la recogida por el art. 1727 del Código vigente. Por eso, el artículo que
venimos comentando (art. 2657) establece que no tiene incidencia el derecho del país donde se ha producido el hecho
generador del daño, ni se aplica el derecho del país o de los países en que se producen las consecuencias indirectas del
hecho en cuestión.

b) Lex communis: rige cuando el domicilio del sindicado como responsable y el de la víctima coinciden, al momento de
ocasionarse el hecho generador del daño (art. 2657, párr. 2°).

Aunque la norma no lo aclare, el actor gozará de la facultad de elegir cualquiera de los explicados puntos de
conexión.

Entendemos que el derecho aplicable resolverá los siguientes temas: condiciones y extensión de la responsabilidad,
causas de exoneración y toda delimitación de responsabilidad, existencia y naturaleza de los daños susceptibles de
reparación, modalidades y extensión de la reparación, responsabilidad del propietario del vehículo por los actos o
hechos de sus dependientes, subordinados, o cualquier otro usuario a título legítimo y prescripción y caducidad de la
acción resarcitoria (doctrina art. 6 del Protocolo de San Luis en Materia de Accidente).

Cabe añadir que la norma del art. 2657 se aplica siempre y cuando no exista otra disposición en contrario, tal como se
dispone en su primera parte.

B.) Casos de responsabilidad en el ámbito de los contratos paritarios

El art. 2652 impone como regla, de no haberse acordado una cláusula sobre un ordenamiento jurídico especifico, el
derecho y los usos del país de cumplimiento.

Se interpreta que este último concepto, en caso de no estar determinado, significa domicilio actual del deudor de la
prestación más característica del contrato. Por ejemplo, en el contrato de compraventa, el domicilio del vendedor
indicará el derecho a aplicar; en los seguros, el del asegurador.
Subsidiariamente, si no se puede determinar el lugar de cumplimiento, se señala que el derecho competente recae
sobre el del lugar de celebración.

El magistrado se encuentra facultado, merced al art. 2653, a disponer la aplicación del derecho del Estado con el cual
la relación jurídica presente los vínculos más estrechos. Es menester que sea solicitado por alguna de las partes
involucradas y debe ser concedido de manera excepcional (para un mayor desarrollo, remitimos a Borda,
Alejandro, Derecho Civil y Comercial. Contratos, nº 342, Ed. La Ley, 2ª edición).

C.) Casos de responsabilidad en el ámbito de los contratos de consumo

La elección principal del derecho aplicable que establece el art. 2655 se ha focalizado en el domicilio del consumidor.
El legislador ha entendido que de esta manera recibe mayor tutela.

Opera para las siguientes hipótesis: a) si la conclusión del contrato fue precedida de una oferta o de una publicidad o
actividad realizada en el Estado del domicilio del consumidor y éste ha cumplido en él los actos necesarios para la
conclusión del contrato; b) si el proveedor ha recibido el pedido en el Estado del domicilio del consumidor; c) si el
consumidor fue inducido por su proveedor a desplazarse a un Estado extranjero a los fines de efectuar en él su pedido;
d) si se trata de contratos de viaje, por un precio global, en tanto comprendan prestaciones combinadas de transporte y
alojamiento.

Caso contrario, el punto de conexión finca en el lugar de cumplimiento.

Por último y de manera subsidiaria, en el supuesto de que sea imposible aplicar las anteriores premisas, debe
recurrirse al ordenamiento jurídico del país de celebración del contrato (para un mayor desarrollo, remitimos a Borda,
Alejandro, Derecho Civil y Comercial. Contratos, nº 345, Ed. La Ley, 2ª edición).
CAPÍTULO XI - OTRAS FUENTES DE RESPONSABILIDAD

I. Gestión de negocios ajenos

§ 1. — Noción previa sobre los llamados cuasicontratos

779. Antecedentes históricos

En la Roma clásica ya se había observado que ciertas obligaciones legales tenían una estrecha analogía con otras de
fuente contractual. Por tal motivo a su respecto se decía que eran "como derivadas de contrato" (quasi ex contractu). Sin
embargo no se las llegó a reconocer como categoría hasta las Institutas de Justiniano, las cuáles admitían cuatro fuentes:
contratos, cuasicontratos, delitos y cuasidelitos. En los cuasicontratos aparecían la gestión de negocios, el empleo útil, el
pago de lo indebido.

Esta idea de cuasicontrato se encuentra desprestigiada en la actualidad, por cuanto en la esencia del contrato está el
acuerdo de voluntades; si no lo hay, el origen de la obligación es distinta, razón por la cual aparece lógica la
metodología adoptada por el Código Civil y Comercial en cuanto contempla la gestión de negocios como una fuente de
obligaciones diversa de las contractuales (arts. 1781 y ss.).

La diferencia de fuente no constituye un obstáculo para que existan, en cuanto a los efectos, ciertas similitudes. Así se
presenta el caso de la gestión de negocios y el mandato, que hemos estudiado en otro lugar (Borda, Alejandro, Derecho
Civil. Contratos, cap. XXVI, La Ley, 2ª edición).

Los llamados cuasicontratos son en verdad obligaciones nacidas de la ley o, bien, de un acto de voluntad unilateral.

§ 2. — Cuestiones generales de la gestión de negocios

780. Concepto

Hay gestión de negocios cuando una persona asume oficiosamente la gestión de un negocio ajeno por un motivo razonable, sin
intención de hacer una liberalidad y sin estar autorizada ni obligada, convencional o legalmente (art. 1781).

Frente a esta figura cabe cuestionarse en qué medida merece ser protegida por la ley. Para brindar una respuesta
adecuada es preciso tener en cuenta que constituye un peligro alentar una conducta que significa inmiscuirse en los
negocios o los bienes de terceros. Por otro lado cabe ponderar que en general esa intervención se encuentra inspirada
por un propósito noble que es impedir un daño al dueño del negocio o de los bienes.

Como consecuencia de lo expresado, la regulación legal de la institución comprende una doble preocupación:
necesidad de evitar una intromisión molesta o dañosa en los negocios ajenos, resguardando la esfera de intimidad y
libertad de toda persona; necesidad de no perjudicar a quien ha realizado una gestión útil para otra persona.

Dado que la gestión de negocios es una actuación unilateral del gestor, que la asume por iniciativa propia, éste se
encuentra en cierta inferioridad de derechos respecto a un mandatario, pero le confiere más derechos que los que
surgirían del simple enriquecimiento sin causa (arts. 1794 y 1795).

Tanto en la gestión de un negocio ajeno como en el caso del mandato, se actúa en beneficio de un interés de otra
persona, el del dueño de la cosa; en el primer caso este último no ha dado ninguna orden para ello y lo contrario ocurre
en el segundo supuesto, en donde existe un acto jurídico ya sea expreso o tácito.
La existencia o no de orden por parte del dueño resulta de suma importancia, por lo cual las consecuencias no son
idénticas, lo que hemos de ver más adelante. Empero, en cualquiera de los dos casos quien gestiona realiza actos o
gestiones por cuenta de un tercero y por ello está obligado a poner en su tarea la misma diligencia.

La similitud de ambos institutos, salvo en cuanto a la gestación, es muy grande, a punto tal que las normas del
mandato se aplican supletoriamente a la gestión de negocios (art. 1790). Además, si el dueño del negocio ratifica la
gestión, aunque el gestor crea hacer un negocio propio, se producen los efectos del mandato, entre partes y respecto de
terceros, desde el día en que aquélla comenzó. Todo esto nos lleva a tratar esta figura en dos lugares diferentes; una, en
esta obra, conforme con el método del Código, y otra, a continuación del contrato de mandato que hemos desarrollado
en la obra Derecho Civil. Contratos, citada en el número anterior (que por otra parte, resulta ser el lugar tradicional donde
ha sido analizada por la doctrina nacional).

781. Gestión de negocios y mandato tácito

En ciertos casos la distinción con el mandato es muy sutil; así ocurre si se quiere diferenciar la gestión de negocios del
mandato tácito. En efecto, si bien lo habitual es que la gestión de negocios se realice sin conocimiento previo del dueño,
éste no es un requisito indispensable que exija el art. 1781 pues es posible que aquél la conozca, sin que por ello se
convierta en un mandato tácito. Ello pese a que el mandato tácito consiste en dejar obrar a quien está realizando algo en
nombre del dueño.

En la teoría la distinción es clara, pues el mandato es un contrato que supone la entrega de instrucciones por parte del
mandante, más allá de que no se encuentren documentadas, atento la libertad formal que existe a su respecto.

En el caso de la gestión no hay una orden del dueño, sino que el gestor actúa por su propia iniciativa. Esta diferencia
teórica es simple, pero en la práctica puede resultar difícil establecer su distinción. En orden a cómo resolver la cuestión
caben diversas soluciones:

a) Para algunos autores, si el dueño del negocio está enterado de la realización de la gestión desde su comienzo, hay
mandato; si se entera luego de empezada, hay simple gestión de negocios (Salvat, Segovia, Colombo). El criterio parece
cuestionable porque la ratificación equivale al mandato (art. 1790, párr. 2º) y además tiene lugar con posterioridad a la
iniciación de la gestión.

b) Para otros hay mandato tácito cuando el gestor ha obrado en nombre de otro, en tanto que habrá gestión si se ha
obrado para otro pero sin invocar su nombre (Acuña Anzorena). Este criterio nada aporta por cuanto tanto el mandato
como la gestión de negocios, pueden cumplirse en nombre propio o del dueño del negocio, por lo cual no hay
posibilidad de diferenciación por esta vía.

c) Compartimos la opinión por la cual el criterio de la distinción está en el art. 1319, tercera parte (similar al art.
1874 del Código Civil de Vélez; Borda, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil. Contratos, t. II, nro. 1793, 10ª ed.
actualizada por Alejandro Borda, La Ley), según el cual habrá mandato tácito cuando el dueño del negocio, pudiendo
impedir lo que otro está haciendo por él, guarda silencio. Por el contrario, si lo sabe pero no puede impedirlo, hay
gestión. Resultan supuestos de gestión la situación en la cual se encuentran los incapaces que —estando mentalmente
dotados de comprensión— carecen de aptitud legal para obrar, ante la acción de un tercero; o de las personas que por
cualquier motivo se encuentran en una imposibilidad de hecho de oponerse, como ocurriría con quien no puede actuar
debido a que está sufriendo las amenazas o la violencia del gestor o de un tercero; o de quien se encuentra ausente y
aunque avisado de la gestión, tiene dificultades para adoptar por sí las medidas que convienen a la defensa de sus
intereses, sea porque carece de elementos de juicio suficientes y no puede dar instrucciones a su apoderado, sea porque
la distancia le impide elegir una persona apta y de confianza para encargarle el negocio.
782. Requisitos de la gestión de negocios

Para que exista gestión de negocios, deben concurrir los siguientes requisitos:

a) Inexistencia de mandato, representación legal u obligación contractual (art. 1781).

b) Actuación espontánea u oficiosa del gestor (art. 1781).

c) Actuación en negocio ajeno por un motivo razonable (art. 1781).

d) Inexistencia de voluntad de hacer una liberalidad (art. 1781), en razón de lo que dispone el art. 1785.

e) Que se trate de un acto o de una serie de actos, jurídicos o simplemente materiales, a diferencia del mandato que
sólo admite por objeto actos jurídicos. Ello es así pues ninguna limitación impone el Código al regular la gestión de
negocios.

f) Que no medie oposición del dueño del negocio. En el caso que, pese a la oposición del titular, el gestor realizara el
negocio, sólo cabe que invoque contra aquél la acción por enriquecimiento sin causa. Sin embargo, aunque exista la
mentada oposición el gestor podrá continuar actuando, aunque bajo su responsabilidad, cuando lo haga también por un
interés propio (art. 1783, inc. a]).

g) Que la gestión resulte útil, elemento éste que justifica la existencia de esta figura. La utilidad debe ser juzgada al
inicio de la gestión, aunque el beneficio no subsista al momento de concluirla (art. 1785).

h) Que se trate de un asunto lícito (art. 279).

i) Que no se trate de un acto personalísimo, ya que nadie puede sustituir legítimamente al interesado.

783. Naturaleza y fundamento

Como hemos mencionado más arriba, por mucho tiempo se consideró a la gestión de negocios como un cuasicontrato,
pero esta teoría ha sufrido el descrédito. Otro sector del pensamiento jurídico considera que las obligaciones del gestor
surgirían de su propio acto voluntario, en tanto que las del dueño son impuestas por la ley. Esta última teoría parece
describir con mayor realismo la fuente jurídica de las obligaciones; y sólo cabe añadir que la ley impone obligaciones al
dueño del negocio por motivos de equidad y para estimular el sano espíritu de solidaridad social que pone de
manifiesto aquella persona que se encarga espontáneamente y, como regla, sin retribución, de un negocio ajeno con el
deseo de evitar un daño al dueño.

En el esquema legislativo del Código Civil y Comercial, la gestión de negocios ajenos sin mandato se encuentra
gobernada por sus propias normas, constituyéndose en una fuente autónoma de obligaciones que proyecta efectos
propios. En los aspectos no regulados expresamente se aplican en forma supletoria las disposiciones del mandato (art.
1790, párr. 1º).

784. Capacidad

El gestor de negocios debe tener capacidad para contratar, pues de lo contrario no podría obligarse válidamente por
las consecuencias de su gestión. Ahora, si de todos modos la gestión es realizada por un incapaz y de ella le resultare al
dueño algún beneficio, éste responderá en la medida de tal ventaja recibida.

La gestión de negocios efectuada por un incapaz de obligarse no le genera obligaciones, sino en la medida de su
enriquecimiento.
En cuanto al dueño del negocio, no necesita capacidad para resultar obligado por las consecuencias de la gestión, pues
ésta no requiere su consentimiento sino que las obligaciones le son impuestas por ley. Será el gestor quien quede
obligado personalmente frente a terceros (art. 1784) y sólo se liberará de las obligaciones en tanto el dueño ratifique la
gestión o asuma las obligaciones, siempre que con tal proceder no afecte a terceros de buena fe (art. citado).

§ 3. — Obligaciones del gestor

785. Principio general

Las obligaciones del gestor se encuentran enumeradas en el art. 1782 y son las siguientes:

786. a) Aviso

El gestor debe avisar sin demora al dueño del negocio que asumió la gestión, y aguardar su respuesta, siempre que esperarla no
resulte perjudicial (art. 1782, inc. a]); además, debe continuar la gestión hasta que el dueño del negocio tenga la posibilidad de
asumirla por sí mismo, o en su caso, hasta concluirla (art. 1782, inc. c]). Desde ya nada impide que esta intervención del
dueño sea realizada a través de su representante legal, en caso de que lo tuviera, o de un mandatario.

La finalidad de esta obligación es permitir que el gestionado (es decir, el dueño del negocio) tome conocimiento de lo
actuado por el gestor y resuelva qué quiere hacer al respecto. Luego de ello el gestor debe esperar las instrucciones que
aquél le imparta; esto es así, a menos que la espera trajese un perjuicio a los intereses del dueño del negocio. El
gestionado podrá dar instrucciones o hacerse cargo de su negocio por sí o por medio de un representante.

No le es posible al gestor abandonar la gestión asumida, sino que debe conducirla hasta su fin, excepto que el dueño
se encuentre en condiciones de atenderla por sí mismo. Esta obligación cesa con la ratificación por el gestionado o bien
cuando le prohíba al gestor continuarla.

787. b) Actuación en favor de la voluntad del dueño

El gestor debe actuar conforme a la conveniencia y a la intención, real o presunta, del dueño del negocio (art. 1782, inc. b]). El
gestor debe actuar como lo haría el gestionado y según el interés de éste en el caso. No se trata de una valoración en
abstracto, sino "real" o "presunta"; esto último por cuanto el gestor puede, o bien, no conocer inicialmente al gestionado,
o bien, conociéndolo, no saber cuál es su pensamiento respecto al negocio en cuestión.

788. c) Información adecuada

El gestor debe brindar al dueño del negocio información adecuada respecto de la gestión (art. 1782, inc. d]). La previsión
resulta absolutamente lógica pues es a aquél a quien interesa principalmente la gestión por ser el titular del interés en
juego. La información debe ser completa a efectos de que el dueño disponga de los datos necesarios para adoptar las
decisiones que mejor estime.
789. d) Rendición de cuentas

El gestor debe rendir cuentas al dueño a la finalización de la gestión (art. 1782, inc. e]). Al igual que un mandatario, el
gestor debe rendir cuentas al gestionado por su desempeño y el resultado de la gestión, atendiendo a que este último
resulta ser el titular del negocio.

La cuenta consiste en una descripción de los antecedentes, hechos y resultados pecuniarios de un negocio, aunque se
trate en un acto singular. Su rendición consiste en ponerlas en conocimiento de la persona interesada (art. 858), que -en
el caso que estamos ponderando- es el gestionado. Finalmente, debemos señalar que nada impide que el dueño del
negocio libere al gestor de esta obligación.

790. e) Muerte del gestor

Los herederos deben hacer los actos urgentes (arts. 1790 y 1333).

§ 4. — Responsabilidad del gestor

791. Responsabilidad con relación al gestionado

Se ha elegido aplicar un factor de atribución subjetivo. En consecuencia, la responsabilidad del gestor debe
considerarse con relación a la culpa, al caso fortuito, a la delegación de la gestión, y al supuesto de pluralidad de
gestores.

792. a) Responsabilidad por culpa

El gestor responde por su culpa en el ejercicio de la gestión (art. 1786). Para su evaluación debe tenerse en cuenta la
diligencia que haya puesto en lo actuado, la que debe ser apreciada tomando como referencia concreta la actuación que
hubiese desplegado en los asuntos propios. Para ello han de considerarse como pautas, entre otras, si se trata de una
gestión urgente, si procura librar al dueño del negocio de un perjuicio, y si actúa por motivos de amistad o de afección.
Se advierte por la expresión, entre otras, que las circunstancias indicadas son meramente enunciativas, por lo cual no
cabe descartar otros parámetros que el juez pueda analizar al tiempo de resolver.

En consecuencia, el gestor será culpable cuando no haya obrado diligentemente, lo cual será juzgado considerando su
actuación en los asuntos propios. Por lo tanto, a tenor de lo que dispone el art. 1786, aunque la conducta no haya sido
conforme a la esperable de una persona prudente o razonable, pero condice con la conducta habitual del gestor, éste
queda eximido de responder por los perjuicios causados. Es una previsión cuestionable pues no parece justificado que
quien se inmiscuyó en un negocio ajeno sin hacerlo con un patrón de conducta esperable en esas circunstancias,
adoptado por cualquier persona, se vea liberado de responsabilidad, a pesar de la culpa incurrida. Tal vez lo razonable
sería que se viese exento si demostrase que los perjuicios habrían sido mayores si su gestión no hubiera tenido lugar o
aplicar directamente los conceptos que brinda el art. 1724.
En contrario se ha afirmado que en estos supuestos parece excesivo imponer al gestor, que ha obrado con un espíritu
noblemente altruista, una diligencia mayor que la que utiliza en sus propios negocios (Borda, Guillermo A., Tratado de
Derecho Civil. Contratos, t. II, nro. 1809, 10ª ed. actualizada por Alejandro Borda, La Ley).

Sin perjuicio de las pautas que fija el art. 1786, la culpa debe encuadrarse en lo previsto por el art. 1724 según el cual
consiste en "la omisión de la diligencia debida según la naturaleza de la obligación y las circunstancias de las personas, el tiempo, y
el lugar. Comprende la imprudencia, la negligencia y la impericia en el arte o profesión".

793. b) Caso fortuito

El Código Civil y Comercial establece la responsabilidad del gestor ante el gestionado aún en el supuesto de caso
fortuito, cuando se presentan los siguientes supuestos:

a) Si actúa contra su voluntad expresa (art. 1787, inc. a]). Esto aparece justificado desde que es evidente que el dueño
del negocio no deseó que la gestión se llevase adelante. Tampoco tendrá en tal caso derecho a remuneración o reintegro
de gastos.

b) Si emprende actividades arriesgadas, ajenas a las habituales del dueño del negocio (art. 1787, inc. b]). Es lógico pues
atendiendo al modo de actuar del gestionado, éste nunca habría encarado ese negocio y por tanto jamás habría ocurrido
el daño derivado de la gestión.

c) Si pospone el interés del dueño del negocio frente al suyo (art. 1787, inc. c]). En rigor de verdad se trata de una
situación que no responde al instituto de la gestión de negocios ajenos, pues es propio de ésta que se actúe en favor de
los intereses del dueño y no de los propios del gestor.

d) Si no tiene las aptitudes necesarias para el negocio, o su intervención impide la de otra persona más idónea (art.
1787, inc. d]). En este caso la culpa radica en la imprudencia de llevar a cargo actos para los cuáles el gestor no resultaba
ser la persona indicada, sea por desconocimiento del tema, sea porque —aun siendo hábil para ello— había otra
persona que resultaba más competente.

Es decir, frente a los supuestos indicados, la responsabilidad del gestor por el daño que sufra el gestionado, no queda
eximida ni siquiera por el caso fortuito. Solamente se exime de tal responsabilidad en la medida que la gestión haya
resultado útil al dueño, en cuyo caso, su prueba pesa sobre el gestor. Debe acreditar el beneficio que el gestionado haya
obtenido de la gestión.

El hecho de que el art. 1787 haga referencia al daño ocasionado al dueño por el caso fortuito y que, simultáneamente,
se mencione un beneficio, no necesariamente importa una contradicción. En efecto, puede haber un daño en un aspecto,
y a la vez, resultar un beneficio por otro lado; en este caso, el gestor tiene derecho a una suerte de compensación, la que
entendemos podrá determinar o no un saldo a favor de una u otra parte. No cabe perder de vista el carácter altruista de
la gestión de negocios que permite contraponer sendos aspectos.

Se aprecia que en los supuestos enumerados media una grave imprudencia del gestor, por lo cual es justo que la ley
extreme la severidad con él. Pese a ello, aun en tales casos debe permitírsele ser eximido de responsabilidad por caso
fortuito, si prueba que el perjuicio habría ocurrido de todos modos, aunque no se hubiese realizado la gestión, situación
que preveía de modo expreso el art. 2295 del Código Civil de Vélez y que si bien no resulta reproducida en el Código
Civil y Comercial, cabe aplicar similar solución, pues puede ser considerada un uso o práctica en los términos del art. 1º
del referido Código. Ocurre que en ese supuesto nada puede exigírsele al gestor desde que no ha mediado daño. En
verdad es una derivación de los principios generales en materia de responsabilidad por daño. Por otra parte, de no
aceptarse la postura señalada, nos enfrentaríamos a un sistema de responsabilidad objetiva, totalmente ajeno a la idea
de culpa recogida en el art. 1786.

794. c) Delegación de la gestión

El Código Civil de Vélez contemplaba la responsabilidad del gestor por los actos realizados por la persona a quien
hubiera encomendado la gestión (art. 2292), disposición que no contiene el Código Civil y Comercial. De todos modos,
no hay duda alguna de su responsabilidad, pues sin perjuicio de los principios generales en materia de responsabilidad,
al caso resulta aplicable lo contemplado por el art. 1327 para el contrato de mandato, por ser una norma supletoria de la
gestión de negocios (art. 1790).

795. d) Gestión conjunta

Si la gestión es hecha conjuntamente por varios gestores, la responsabilidad es solidaria (art. 1788, inc. a]), lo cual
marca una diferencia sustancial con el Código Civil de Vélez, para el cual era simplemente mancomunada (art. 2293).

796. Responsabilidad frente a terceros

El gestor queda personalmente obligado frente a terceros. Sólo se libera si el dueño del negocio ratifica su gestión, o asume sus
obligaciones; y siempre que ello no afecte a terceros de buena fe (art. 1784).

La prescripción legal es muy clara y responde a uno de los principios de la gestión de negocios ajenos: el gestor no
tiene representación del gestionado, por lo que no puede obligarlo.

Cuando se produce la ratificación, el dueño queda obligado frente a los terceros desde el día en que comenzó la
gestión (arts. 1789 y 1790).

El art. 1789 enumera tres supuestos a través de los cuales el gestor quedará liberado y la obligación pesará sobre el
gestionado. El primero consiste en la ratificación realizada por el dueño, quien acepta lo gestionado de tal modo. El
segundo se da cuando el gestionado asume las obligaciones que pesaban en cabeza del gestor. Si el gestor actuó en
nombre propio, entabla una relación jurídica con el tercero; por ello, a fin de que sea desvinculado, es necesario que el
gestionado asuma las respectivas obligaciones como propias (arts. 1785, inc. b], y 1789). Por último se contempla el caso
en que la gestión haya sido conducida "útilmente", utilidad que —cabe recordar— debe ser valorada al comienzo de la
gestión (art. 1785, párr. 1º). Nos referiremos a la utilidad en el número siguiente.

En cualquiera de los tres supuestos, las relaciones entre las partes quedan regidas por las reglas del mandato,
cualesquiera que sean las circunstancias en que se hubiera emprendido la gestión (art. 1790) y los efectos son
retroactivos al día en que ella se inició.

En ningún caso ello afecta el derecho de terceros de buena fe, por lo cual ante éstos el gestor no se verá liberado en
tanto tal exoneración los perjudique. En tal hipótesis, consecuentemente, los terceros de buena fe tendrán acción tanto
contra el dueño del negocio que ha ratificado la gestión o asumido la obligación, como contra el gestor.
§ 5. — Obligaciones del dueño del negocio

797. Enumeración

En principio, el dueño del negocio, en tanto ratifique la gestión o asuma las obligaciones del gestor, queda sometido a
las obligaciones propias de un mandante (arts. 1789 y 1790).

El Código requiere, en cuanto a la gestión, que sea "conducida útilmente", aunque la ventaja que debía resultar no se
haya producido o haya cesado (art. 1785). La utilidad alude a idoneidad en la forma de conducir el negocio. En tal caso
el gestionado se encuentra obligado:

a) A reembolsar al gestor el valor de los gastos necesarios y útiles, con los intereses legales desde el día en que fueron
hechos (art. 1785, inc. a]). Remitimos en cuanto a los intereses a lo explicado en el nro. 228 y ss.

b) A liberar al gestor de las obligaciones personales que haya contraído a causa de la gestión (art. 1785, inc. b]). Se
torna lógica la solución en la medida de la utilidad de la gestión. No se justifica que el gestor se encuentre vinculado por
un asunto ajeno si su proceder ha sido útil al dueño del negocio.

c) A reparar al gestor los daños que, por causas ajenas a su responsabilidad, haya sufrido en el ejercicio de la gestión
(art. 1785, inc. c]). Se ha estimado prudente, dado el fundamento de solidaridad, equidad o altruismo que impregna al
instituto en análisis, dejar incólume al gestor por su actuación. Lógicamente, se exceptúa del resarcimiento aquellos
daños que se originen por causas atribuibles a él. Se ha producido un cambio notable con respecto al art. 2300 del
Código Civil de Vélez que prohibía la indemnización de los perjuicios ocasionados al gestor.

d) A remunerarlo, si la gestión corresponde al ejercicio de su actividad profesional, o si es equitativo en las


circunstancias del caso (art. 1786, inc. d]). Se ha adoptado una postura contraria a la asentada en el Código Civil
de Vélez, cuyo art. 2300 negaba cualquier tipo de remuneración.

Los alcances de estas obligaciones son similares a los de las que debe cumplir un mandante (arts. 1789, 1790, 1328). Sin
embargo la equiparación de las obligaciones del dueño del negocio con las del mandante, no es total. El gestor, en
principio, no tiene derecho a percibir una retribución salvo que sea profesional y haya actuado como tal al realizar la
gestión, o que resulte equitativo en las circunstancias del caso (art. 1785, inc. d]).

También puede suceder que el dueño no se vea obligado a responder ante el gestor en cuanto su rol de titular del
negocio y en virtud de la ratificación o asunción de las obligaciones, sino atendiendo al principio enriquecimiento sin
causa (arts. 1794 y 1795); es decir, sólo en la medida del beneficio que le ha reportado la gestión, juzgado al momento de
su terminación.

En la hipótesis en que los dueños sean dos o más personas, y a diferencia de lo que establecía el art. 2299 del Código
Civil de Vélez, su responsabilidad es solidaria (art. 1788, inc. b]).

§ 6. — Comparación con otras instituciones

798. Con el mandato

Tanto en un supuesto como en otro, una persona toma a su cargo la gestión de negocios ajenos; en ambos el gestor o el
mandatario, según sea el caso, tiene la obligación de obrar con diligencia y la de rendir cuentas. El dueño del negocio
debe pagarle al gestor los gastos incurridos por la gestión, liberarlo de las obligaciones contraídas en su provecho y, si
no cumple, éste tiene en su favor el derecho de retención (art. 2587), al igual que un mandatario.
Sin embargo, hay diferencias esenciales que derivan de la diversa naturaleza jurídica de una y otra institución. Así el
mandato supone un contrato, un acuerdo de voluntades; la gestión es un acto unilateral que no requiere el
consentimiento del dueño. Por consiguiente: a) el gestor está obligado a continuar su gestión hasta su fin o hasta que los
interesados puedan proveer a ella (art. 1782, inc. c]), en tanto que el mandatario puede renunciar al mandato (art. 1329,
inc. d]); b) el gestor no tiene derecho a percibir retribución, salvo el supuesto de actuación propia de su profesión o si es
equitativo en las circunstancias del caso (art. 1785, inc. d]), en tanto que el mandatario sí lo tiene como regla pues se
presume la onerosidad del mandato (art. 1322); c) el gestor no tiene derecho a que se le indemnicen los perjuicios
sufridos, salvo aquellos que hayan tenido lugar con motivo de la gestión pero por causas ajenas a su responsabilidad
(art. 1785, inc. c]), en tanto que sí los puede reclamar el mandatario, a menos que le sean imputables a este último (art.
1328, inc. b]); d) para que la gestión obligue al dueño debe ser útilmente conducida, es decir con habilidad en el negocio
(art. 1785), en tanto que el mandatario queda cubierto siempre que haya obrado dentro de los límites del mandato, sea o
no útil la gestión (art. 1324, inc. a]); e) el mandato termina con la muerte del mandante (art. 1333), la gestión no finaliza
con la muerte del dueño del negocio (art. 1783); g) finalmente, el mandato sólo puede tener por objeto actos jurídicos, en
tanto que la gestión también puede referirse a actos materiales.

799. Con el enriquecimiento sin causa

Ambas instituciones tienen estrechos puntos de contacto por cuanto están inspiradas en la equidad. Pero mientras que
en el enriquecimiento sin causa, la acción del empobrecido tiene como límite el beneficio experimentado por la otra
parte, en la gestión el beneficio final no interesa, con tal que ella haya sido útilmente emprendida; es decir, el dueño
queda obligado más allá del enriquecimiento subsistente. El enriquecimiento sin causa presenta efectos más reducidos,
pero tiene alcance más amplio: de ahí que cuando el gestor no puede invocar en su provecho las reglas de la gestión,
siempre tiene a su alcance el recurso del enriquecimiento.

§ 7. — Conclusión de la gestión

800. Causales

El Código Civil y Comercial establece que la gestión concluye cuando el dueño le prohíbe al gestor continuar
actuando. El gestor, sin embargo, puede proseguirla, bajo su responsabilidad, en la medida en que lo haga por un
interés propio (art. 1783, inc. a]). También se extingue la gestión cuando el negocio concluye (art. 1783, inc. b]).

Además de estos dos supuestos, la gestión también concluye cuando el dueño del negocio asume por sí la actividad
que desarrollaba el gestor (art. 1782, inc. c]).

II. Empleo útil

801. Concepto

Ubicado entre la gestión de negocios y el enriquecimiento sin causa —aunque sin duda más vecino a éste— el empleo
útil existe cuando alguien, sin ser mandatario ni gestor de negocios, hiciese gastos en utilidad de otra persona (art.
1791). Para precisar el concepto, conviene deslindarlo cuidadosamente de las instituciones antes aludidas.
802. a) Distinción con la gestión de negocios

A diferencia de la gestión, no interesa la intención con que se haya realizado el gasto; aunque se lo hiciera creyendo
que se trata de un negocio u obligación propia, hay acción por empleo útil. El indicado instituto, por lo menos en
nuestro derecho positivo, se refiere solamente a gastos de dinero, y no a servicios prestados, a diferencia de la gestión
de negocios, que con frecuencia consiste precisamente en un servicio.

803. b) Distinción con el enriquecimiento sin causa

Mientras que el enriquecimiento sin causa supone un beneficio subsistente, la acción de empleo útil puede intentarse
aun cuando la utilidad llegase a cesar (art. 1791). Salvo, claro está, que la cesación de la utilidad ocurriere por culpa del
propio autor del gasto, en cuyo caso mal podría pretender su reintegro.

804. Gastos funerarios

La institución de que ahora nos ocupamos tiene su aplicación más frecuente e importante en materia de gastos
funerarios. Dispone el art. 1792 que entran en el concepto de empleo útil los gastos funerarios que tienen relación razonable
con las circunstancias de la persona y los usos del lugar.

Por consiguiente, es necesario considerar la fortuna del causante, su posición social, su actuación pública. Si se trata
de un menor de edad, habrá que tener en cuenta la fortuna y posición social de su familia.

Quien ha realizado los gastos funerarios, debe dirigir su acción de reintegro contra los herederos del difunto (art.
1793, inc. b]); es claro que ellos atenderán esta deuda en proporción a sus respectivas porciones hereditarias, haya
dejado o no bienes el causante.

805. Gastos en beneficio de la cosa de otro

Según el art. 1793, incs. a) y c), el acreedor tiene derecho a demandar el reembolso: i) a quien recibe la utilidad; y ii) al
tercero adquirente a título gratuito del bien que recibe la utilidad, pero sólo hasta el valor de ella al tiempo de la adquisición. Cabe
aclarar que al inc. b) del art. 1793 nos hemos referido en el número anterior.

Se trata de una mera aplicación del principio general del empleo útil. Sólo cabe agregar que el que realizó el gasto
perdería su acción si la utilidad cesó por su culpa.

El art. 1793, inc. c), establece que si la transmisión fue a título gratuito, podrá demandar el reembolso de los gastos del
que tiene el bien, pero sólo hasta su valor al tiempo de la adquisición, no influyendo al respecto las posteriores mejoras
naturales o artificiales que recibiese la cosa. Esto implica que si los bienes mejorados se encuentran en poder de un
tercero, a quien se hubiera transmitido su dominio por título oneroso, el dueño del dinero empleado no tendrá acción
contra el adquirente de esos bienes. La ley distingue así, con toda lógica, entre la adquisición por título gratuito y por
título oneroso.

En el último caso, no hay acción contra el subadquirente, porque se supone que si la cosa se benefició con el gasto, el
subadquirente habrá pagado ese mayor valor al comprarla (supuesto de seguridad jurídica dinámica). En la primera
hipótesis, en cambio, es equitativo que el que recibe una liberalidad, pague el empleo útil que lo beneficia (hipótesis de
seguridad jurídica estática); pero su responsabilidad no puede ir más allá del valor que la cosa tenía en el momento de la
transferencia del dominio.

Cabe preguntarse si el que realizó el gasto tiene acción también contra el que transmitió el dominio. Si la transmisión
fue a título oneroso, ninguna duda existe que sí la tiene; él era el dueño de la cosa en el momento de realizarse el gasto,
a él benefició el empleo útil y seguramente trasladó el mayor valor adquirido por la cosa al precio convenido. Más
dudosa es la solución cuando la transmisión ha sido a título gratuito. Pensamos, sin embargo, que no puede negarse al
que realizó el gasto el derecho a dirigir su acción contra quien era dueño en el momento de realizarse el gasto. La acción
derivada del empleo útil tiene carácter personal y no sería posible que el dueño de la cosa se eximiese de
responsabilidad enajenando o destruyendo la cosa. En otras palabras: el que ha empleado útilmente el dinero tiene un
derecho de opción entre dirigir su demanda contra el enajenante o el adquirente por título gratuito; y aun pensamos
que nada se opone a que demande a ambos conjuntamente (hipótesis de litisconsorcio pasivo facultativo).

III. Enriquecimiento sin causa

§ 1. — Disposiciones generales

806. Concepto. Los negocios abstractos

Los desplazamientos patrimoniales, el traspaso de bienes de una persona a otra, deben tener una justificación jurídica,
una razón de ser, una causa. Resulta contrario a la equidad que una persona pueda enriquecerse a costa del
empobrecimiento de otra, sin ningún motivo legítimo. Cuando ello ocurre, la ley confiere al empobrecido una acción de
resarcimiento de su detrimento patrimonial llamada de enriquecimiento sin causa (o in rem verso), en defensa de su
patrimonio que ha sufrido un desmedro injusto.

Pero una cosa es que el beneficio carezca de causa, lo que da lugar a esta acción de enriquecimiento sin causa, y otra,
bien diferente, que se trate de un supuesto de negocio abstracto. El negocio abstracto no carece de causa; lo que ocurre
simplemente es que esta última está presumida, simulada o relegada a un segundo plano, lo que impide su planteo
como defensa. Así, por ejemplo, en los actos abstractos —como es el caso del pagaré— no es posible discutir la causa (a
menos que la ley expresamente lo autorice, art. 283) cuando se pretende su cobro, lo que no obsta a su posterior planteo
una vez hecho el pago. Algo similar sucede en las garantías unilaterales, como veremos más adelante (nros. 845 y ss.).

807. Antecedentes históricos y legislación comparada

Tan repugnante resulta al sentimiento de justicia y a la lógica la posibilidad de que alguien pueda enriquecerse a costa
del perjuicio de otro, sin causa legítima, que no es extraño que la acción tenga una vieja tradición jurídica. En el derecho
romano, el principio aparece consagrado ya en un texto del jurisconsulto Pomponio: Jure naturae aequum est neminen cum
alterius detrimento et injuria fieri locupletiorem (por derecho natural es equitativo que nadie se haga más rico con
detrimento e injuria de otro). En aquel derecho se reconocieron diversas condictio y otras acciones, particularmente la in
rem verso, para obligar al enriquecido a restituir. El principio fue adoptado por las Partidas: Ninguno non deue enriqueszer
tortizeramente con el daño de otro (Partida 7, tít. 34, ley 17).

En el derecho moderno, el principio de que nadie puede enriquecerse sin causa a costa de otro es universal. Algunas
legislaciones lo han consagrado en forma expresa (Cód. de las Obligaciones suizo, arts. 62 y ss.; Cód. Civil italiano, arts.
2041 y ss.; alemán, arts. 812 y ss.; portugués, arts. 473 y ss.; mexicano, arts. 1882 y ss.; venezolano, art. 1184;
peruano, arts. 1954/1955; paraguayo, arts. 1817 y ss.; brasileño, arts. 884/886; japonés, arts. 703 y ss.); otras, sin
consagrarlo expresamente, han hecho numerosas aplicaciones de él, de tal modo que debe admitirse que tiene el
carácter de un principio general, aplicable también a los casos no previstos. Ésta es la técnica legislativa del Código
Civil francés.

808. La cuestión en el sistema jurídico argentino

Vélez Sarsfield, siguiendo la técnica, por cierto deficiente, del Código francés, no creyó necesario sentar el principio
general de que nadie puede enriquecerse a costa de otro; sin embargo, en su Código se hacen numerosas aplicaciones
particulares del principio. Estas aplicaciones obedecen a una teoría general sobre el punto, que el propio Vélez enunció
en la nota al art. 784, en la cual dice que "el principio de equidad, que siempre es principio en nuestro derecho civil, no
permite enriquecerse con lo ajeno".

Veamos las principales aplicaciones del enriquecimiento sin causa en el Código de Vélez: a) el que paga sin causa o
por una causa ilícita, es decir, el que paga lo que no debe, tiene derecho a demandar la restitución de lo pagado (arts.
784 y ss.); igual fundamentación tiene el principio de que no hay obligación sin causa (art. 499); b) el dueño del negocio
tiene obligación de pagar al gestor los gastos realizados hasta la concurrencia de las ventajas que obtuvo (arts. 2301 y
2302), pues de lo contrario mediaría un enriquecimiento sin causa; c) aunque el pago hecho a un incapaz es normalmente
nulo y sin efectos (arts. 739, 1041 y 1042), valdrá en tanto hubiere resultado beneficioso para el incapaz (arts. 734 y 1165);
d) en materia de empleo útil, el art. 2306 autorizaba a quien incurrió en gastos a demandarlos a aquel en cuya utilidad se
convirtieron; esta solución es particularmente importante en materia de gastos hechos en mejoras necesarias o útiles
(arts. 589, 2440 y 2441).

Sobre la base de estos preceptos (que dicho sea de paso, el concepto de muchos de ellos ha sido replicado por el
Código Civil y Comercial —véanse arts. 1796, 726, 1000, 1791—) la doctrina y la jurisprudencia elaboraron una teoría
general del enriquecimiento sin causa, concediendo la acción de restitución en todos los casos en que lo haya, teoría que
ha sido consagrada por el Código Civil y Comercial que regula esta figura en el Libro Tercero, Título V —referido a
otras fuentes de las obligaciones—, Capítulo 4 (arts. 1794 y ss.).

809. Naturaleza y fundamento de la acción

¿Cuál es la naturaleza y fundamento jurídico de la acción derivada del enriquecimiento sin causa? Numerosas son las
opiniones vertidas sobre esta cuestión; destacaremos sólo las que han tenido mayor eco:

a) Para algunos, el fundamento del enriquecimiento sin causa es el hecho ilícito en que incurriría el enriquecido, al
pretender quedarse con un bien a costa de otro y sin un motivo legítimo que justifique el traspaso. La idea no se
sostiene, porque para cometer un hecho ilícito es necesario tener discernimiento y, por consiguiente, no tienen
capacidad para cometerlo los menores, ni las que al momento de realizarlo estén privados de la razón (art. 261) ni las
personas que se encuentren absolutamente imposibilitadas de interaccionar con su entorno y expresar su voluntad (art.
32); en tanto que la acción por enriquecimiento sin causa es independiente de la voluntad y procede contra cualquier
incapaz. Por lo demás, en los hechos ilícitos la reparación es plena (art. 1740), en tanto que la reparación en el
enriquecimiento sin causa está rigurosamente limitada al enriquecimiento (o al empobrecimiento, si éste es menor).

b) Para otros habría una gestión de negocios impropia o anormal; pero no hay tal, porque lo característico de la gestión de
negocios es la intención de administrar los negocios de otro, intención que no existe en la mayor parte de los casos en el
enriquecimiento sin causa; sin contar con que el gestor puede repetir del dueño del negocio todos los gastos que la
gestión le hubiere ocasionado, con sus intereses (art. 1785, inc. a]), en tanto que la acción in rem verso está limitada al
monto del enriquecimiento.

c) A nuestro juicio, todas estas teorías pagan tributo a la tendencia, tan acentuada en los juristas, a asimilar las
instituciones atípicas a otras ya conocidas. Tal asimilación sólo tendría sentido si se tratara de aplicarles todo el régimen
legal de ésta; pero desde que tienen un régimen propio, toda pretendida identificación carece de sentido. El
enriquecimiento sin causa es el enriquecimiento sin causa y nada más que eso. Y para fundarlo basta y sobra con
recurrir a la equidad: resulta repugnante a la justicia conmutativa que alguien pueda enriquecerse a costa de otro, sin
motivo legítimo alguno; ello vulneraría el principio que exige dar a cada uno lo suyo.

En el Código Civil y Comercial constituye una fuente autónoma de las obligaciones, regulada a la par de otras (como
las ya vistas gestión de negocios y empleo útil) en el Capítulo 4, del Título V, del Libro Tercero.

810. Condiciones para que proceda la acción de restitución

Para que proceda la acción de restitución, es preciso que se encuentren reunidos los siguientes requisitos: a) un
enriquecimiento del demandado; b) un empobrecimiento del actor; c) una relación de causalidad entre el
enriquecimiento del primero y el empobrecimiento del segundo; d) la falta de una causa lícita que justifique ese
enriquecimiento; e) que el demandante carezca de otra acción. Sobre estos requisitos señalados existe unanimidad en la
doctrina y la jurisprudencia; en cambio hay vacilaciones doctrinarias en torno a otro, también exigido por la
jurisprudencia: que el demandante haya actuado de buena fe. Nos ocuparemos de todos ellos en los incisos que siguen.

a) Enriquecimiento del demandado.— Por enriquecimiento debe entenderse cualquier beneficio patrimonial que subsista
al tiempo de hacer el reclamo, y que se hubiese originado, sea en la incorporación a su patrimonio de un bien
determinado, sea en la adquisición de bienes nuevos (p. ej., la entrega de una suma de dinero), sea en la incorporación
de cosas ajenas a las propias (p. ej., si el dueño de un inmueble, construye, siembra o planta con materiales ajenos, los
adquiere pero debe su valor —art. 1962—), sea en el aumento del valor de bienes preexistentes (p. ej., la construcción de
una obra en un inmueble), sea en la extinción de una deuda o en el ahorro de un gasto (p. ej., el pago de una deuda a un
tercero, la realización de una mejora, el empleo útil, etc.). También cabe dentro de este concepto la prestación de un
servicio, puesto que éste produce un beneficio, tanto se mire el problema como un verdadero enriquecimiento o como el
ahorro del gasto que el demandado hubiera debido realizar contratando otros servicios análogos.

b) Empobrecimiento del demandante.— En lo que atañe a la institución que nos ocupa, empobrecimiento significa toda
disminución de patrimonio, sea por pérdida efectiva de bienes (pago indebido, pago por otro, gastos hechos en
mejoras), o por su depreciación, o por pérdida de trabajos o tiempo. Pero es necesario destacar que en el
empobrecimiento no puede haber un interés del empobrecido. En efecto, quien realiza inversiones o gastos en su propio
beneficio, es claro que se está empobreciendo pero nada puede reclamar desde que está satisfaciendo su propio interés.
Así ocurre, por ejemplo, en el contrato de locación, en el que el locatario no puede reclamar al locador el pago de las
mejoras útiles, ni las de mero lujo o suntuarias que él hizo (art. 1211, párr. 2º).

c) Relación de causalidad entre el enriquecimiento y el empobrecimiento.— Va de suyo que entre el enriquecimiento y el


empobrecimiento debe haber una relación de causalidad, vale decir, el uno debe ser el efecto del otro. Sin esa
correlatividad no tendría fundamento la acción de quien alega un desmedro de su patrimonio. Y, desde luego, no debe
existir ninguna otra causa lícita que justifique el enriquecimiento (como se verá seguidamente) pues si ello ocurriera, el
enriquecimiento y el consiguiente empobrecimiento serían causados.

d) Falta de causa lícita que justifique el enriquecimiento.— Si el enriquecimiento está legalmente justificado, nadie tiene la
obligación de devolver lo que obtuvo por un título legítimo. Cuando se habla de causa en nuestro caso, se alude al
título, al acto o hecho jurídico (contrato, gestión de negocios, hechos ilícitos, etc.) que justifique la adquisición de un
valor.

e) Falta de otra acción.— La acción por enriquecimiento sin causa sólo procede subsidiariamente, es decir, para el caso
de que el ordenamiento legal no haya previsto otra acción específica para fundar el reclamo del actor (art. 1795). Ello es
así pues cuando la ley ha disciplinado de cierta manera el modo de actuar en justicia para la protección de los derechos,
no resulta posible usar otra vía que altere la regulación legal. Es que, como se ha dicho, la procedencia de la acción
específica implica que la situación de empobrecimiento no se terminó de consolidar jurídicamente (Santarelli, Fulvio
G., Código Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. Alterini, t. VIII, La Ley, 2015, p. 482). El problema es particularmente
importante en lo que atañe a la prescripción, pues la acción in rem verso prescribe en el plazo ordinario de cinco años, en
tanto que otras muchas lo hacen en períodos más breves; si se pudiera utilizar la acción de enriquecimiento cuando ha
prescripto la específicamente regulada por la ley, se estaría burlando el sistema legal (sería un supuesto de fraude a la
ley).

Debe señalarse, con todo, que a lo largo del Código Civil y Comercial, se mencionan casos concretos en los que cabe
invocar el enriquecimiento sin causa (arts. 337, 340, 992, 1000, etc.).

f) Buena fe del empobrecido.— Más allá de ciertas vacilaciones doctrinarias, entendemos que es improcedente la acción
de enriquecimiento sin causa si el empobrecido ha obrado de manera culposa o dolosa. Por aplicación de esta idea, se
ha resuelto que quien tiene abandonado un inmueble, ignorando su ocupación ostensible por un tercero, carece de
acción para obtener la repetición del beneficio obtenido por los ocupantes con la explotación gratuita de aquél. No debe
perderse de vista que el principio de buena fe ha sido consagrado como principio que impregna todo el ordenamiento
jurídico (art. 9º).

En cambio, no es requisito de la acción in rem verso que el enriquecimiento o el empobrecimiento se hayan producido
por actos voluntarios. El art. 1794, párr. 1º, se limita a disponer que toda persona que sin una causa lícita se enriquezca a
expensas de otro, está obligada, en la medida de su beneficio, a resarcir el detrimento patrimonial del empobrecido. Como se ve, la
norma no hace distinción alguna según se trate de actos voluntarios o involuntarios. Por lo demás, ya hemos dicho (nro.
808) que la acción de enriquecimiento procede aun contra personas incapaces. En otras palabras: la falta de capacidad
del enriquecido no es obstáculo para que proceda contra él la acción; la falta de capacidad del empobrecido para
celebrar el acto del cual resultó el provecho para otro, no le impide el ejercicio de la acción.

811. Efectos, límites de la reparación

Producido el enriquecimiento sin causa, nace en favor del empobrecido una acción de reparación, quien deberá
probar los hechos que constituyen el enriquecimiento. Esa reparación tiene dos topes, que no puede pasar: a) en primer
lugar, no puede exceder del enriquecimiento; más allá sería injusta y carecería de fundamento; b) en segundo lugar, no
debe exceder del empobrecimiento, pues en lo que excediera, la pretensión carecería de un interés legítimo y el
empobrecido resultaría enriquecido sin causa. Si, pues, hay un enriquecimiento mayor que el empobrecimiento o
viceversa, el límite de la reparación estará dado siempre por la cantidad menor. Pero si el enriquecimiento consistiera
en la incorporación a su patrimonio de un bien determinado, el enriquecido debe restituirlo si subsiste en su poder al
tiempo de la demanda (art. 1794, párr. 2º). Desde luego, el empobrecido tendrá derecho a reclamar los intereses
devengados a partir de la mora del enriquecido.
812. Prescripción

La acción in rem verso carece de plazo especial; en consecuencia, prescribe en el plazo de cinco años, conforme a la
regla general del art. 2560.

§ 2. — Pago indebido

1. — Conceptos generales

813. Concepto y principios aplicables

Cuando se paga algo que no se debe, la ley concede a quien pagó el derecho de repetir lo pagado. Es una solución de
elemental equidad, fundada en el principio más general de que nadie puede enriquecerse sin causa a costa de otro.

El pago sin causa se rige por los principios generales relativos al enriquecimiento sin causa, sin perjuicio de existir en
el Código Civil y Comercial preceptos propios que lo disciplinan.

814. Diferentes casos

Los jurisconsultos romanos, aficionados a las sutilezas jurídicas, distinguieron tres hipótesis de pago indebido: el pago
por error, el pago sin causa y el pago hecho por una causa ilícita o contraria a las buenas costumbres.

Esta distinción ha pasado sin mayor análisis a algunas legislaciones modernas. Es, en verdad, enteramente inútil. En
el fondo, no es sino una clasificación de los distintos motivos por los cuales una persona puede pagar algo que no debe.
Pero en todas las hipótesis el problema es idéntico: el pago realizado sin una causa jurídica válida. Y, naturalmente, los
efectos son iguales en todos los casos.

815. Supuestos de pago indebido

El Código Civil y Comercial ha establecido los diferentes casos de pago indebido, dando —en general— los mismos
efectos. Veamos. El art. 1796 establece que el pago es repetible, si: a) la causa de deber no existe, o no subsiste, porque
no hay obligación válida; esa causa deja de existir; o es realizado en consideración a una causa futura, que no se va a
producir; b) paga quien no está obligado, o no lo está en los alcances en que paga, a menos que lo haga como tercero; c)
recibe el pago quien no es acreedor, a menos que se entregue como liberalidad; d) la causa del pago es ilícita o inmoral;
y, e) el pago es obtenido por medios ilícitos. Las analizaremos seguidamente.

816. Pago sin causa

La hipótesis pura de pago sin causa, es decir, de pago realizado sin ninguna motivación, es poco menos que imposible
de concebir. Sería, dice con razón Colmer de Santerre, un acto de locura. En la práctica, la falta de causa obedece
siempre a dos razones: o que el que pagó se creía deudor y no lo era (falta de causa por error) o que la causa era ilícita o
contraria a las buenas costumbres. Pero, además de la hipótesis pura de pago sin causa, el Código prevé la posibilidad
de que la causa de deber no subsista, porque no hay obligación válida, porque esa causa deja de existir, o porque es
realizado en consideración a una causa futura, que no se va a producir (art. 1796, inc. a]). Este último caso es el del pago
de una obligación sujeta a condición suspensiva aún pendiente.

817. Pago hecho por quien no está obligado

El pago es repetible si paga quien no está obligado, o no lo está en los alcances en que paga, a menos que lo haga
como tercero (art. 1796, inc. b]), en cuyo caso estaremos ante un supuesto de pago con subrogación. Los supuestos
previstos en la primera parte de la norma son dos: (i) el pagador no estaba obligado, por lo que es lógico que pueda
repetir lo pagado porque no hay causa alguna que justifique el pago hecho; (ii) el pagador paga más de lo que debía,
exceso de pago que carece de causa y por ello también resulta repetible. Sin embargo, la restitución no procede si el
acreedor, de buena fe, se priva de su título, o renuncia a las garantías; en este caso, quien realizó el pago tiene
subrogación legal en los derechos de aquél para dirigirse contra el deudor original (art. 1799, inc. b]). La ley se inclina
por proteger al acreedor de buena fe atendiendo a que se le dificulta la satisfacción de su interés al haberse privado del
título o de las garantías que afianzaban su crédito.

818. Pago hecho a quien no es acreedor

El pago es repetible si recibe el pago quien no es acreedor, a menos que se entregue como liberalidad (art. 1796, inc.
c]). Si bien la norma se refiere al acreedor, en verdad el pago es irrepetible cuando es hecho a quien tenga legitimación
para recibir el pago (accipiens). Ellos son (art. 883), como ya hemos estudiado en el nro. 345: a) el propio acreedor y su
cesionario o subrogante; b) el juez que dispuso el embargo del crédito; c) el tercero indicado para recibir el pago; d)
como regla, quien posee el título de crédito extendido al portador, o endosado en blanco; e) el acreedor aparente, si
quien realiza el pago actúa de buena fe y de las circunstancias resulta verosímil el derecho invocado. Además de estos
casos, y como la propia norma informa, el pago es irrepetible si fue hecho como liberalidad, gratuidad ésta que no
puede presumirse, sino que deberá ser acreditada por el que la invoca.

819. Pago por causa ilícita

Se reputa sin causa el pago hecho en virtud de una obligación cuya causa fuere ilícita o inmoral (arts. 1796, inc. d]).
Aquí el derecho de repetición se funda en la nulidad de tales obligaciones inmorales o ilícitas; el pago vendría a quedar
sin causa.

Sin embargo, si hubiera torpeza por ambas partes, no habrá lugar a la repetición, sino que el crédito tendrá el mismo
destino que las herencias vacantes (art. 1799, inc. c]), es decir, pasará a ser propiedad del Estado Argentino, de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires o de la provincia donde esté situado (art. 2648). Es una consecuencia del principio
de que nadie puede invocar su propia torpeza o inmoralidad para accionar en derecho. En cambio, si una sola de las
partes actuó torpemente, la otra tendrá derecho a la restitución (art. 1799, inc. c]), siempre que sea de buena fe.

820. Pago obtenido por medios ilícitos

También será repetible el pago obtenido por medios ilícitos (art. 1796, inc. e]). Ya no se trata aquí de un pago sin
causa, pues, en verdad, el pagador debía lo que pagó; sino que es necesario evitar que las personas se hagan justicia por
su propia mano. Así, el acreedor no puede, mediante violencia (y ello, más allá de la nulidad que afectaría al propio
acto jurídico), obligar a su deudor a que le pague; para ello tiene las vías legales. Si no las utiliza, si prefiere echar mano
de la violencia o del engaño, procede ilícitamente y debe devolver lo que se le pagó. Sin perjuicio, naturalmente, de su
derecho de accionar posteriormente contra el deudor para reclamar el cumplimiento de la obligación contraída.

821. Pago por error

Hemos enunciado en los números anteriores los supuestos en que procede la repetición del pago indebido. De ellos se
desprende con claridad que la repetición del pago no está sujeta a que haya sido hecho con error, y ello es destacado de
manera expresa por el Código (art. 1797). Pero, desde luego, si alguien por error se creyera deudor y entregase alguna
cosa o cantidad en pago, tiene derecho a repetirla del que la recibió.

La norma, con razón, no distingue entre error de hecho y de derecho, ni entre error excusable o no excusable. Es que
el único fundamento de la repetición del pago hecho es el principio de que nadie puede enriquecerse sin causa a costa
de otro. Es por ello que no importa que el error sea de hecho o de derecho, excusable o no. Lo que interesa es que se pagó lo
que no se debe. Si la ley alude a la irrelevancia del error, es porque se propone puntualizar que no se transforma en un
requisito necesario, y consecuentemente es repetible el pago realizado a designio por quien sabe que no es deudor; en
tal caso, en efecto, habría una liberalidad, un acto realizado con animus donandi. La palabra pago disimularía una
donación. Es lógico, pues, que tal cosa o cantidad no pueda repetirse del que la recibió, y por ello expresamente se
prohíbe la repetición de lo pagado cuando ello fue entregado como liberalidad (art. 1796, inc. c], in fine). Pero si no hay
tal animus donandi, si el pago se hizo porque el solvens se creía deudor, entonces la repetición procede.

Un ejemplo demuestra lo dicho precedentemente. Supongamos que una persona tiene dos acreedores: Juan y Pedro, a
cada uno de los cuales debe $ 20.000. Pero Juan tiene título ejecutivo, es un acreedor intolerante que amenaza con la
ejecución o con el pedido de quiebra; Pedro, en cambio, es más comprensivo y no urge el pago. Ante las exigencias de
Juan, el deudor reúne penosamente la cantidad debida y se la envía con un empleado; pero éste, por error, le paga a
Pedro en vez de a Juan. El pago ha sido hecho por error; pero si luego el deudor quisiera repetirlo de Pedro para
pagarle a Juan (que es el acreedor exigente y peligroso), no podría hacerlo porque el pago tiene causa.

Esto explica también por qué el pago de una obligación natural, categoría cuya existencia hemos admitido en el
Código Civil y Comercial (ver nro. 192), hecho por una persona en la creencia errónea de que le era exigible, no puede
ser repetido. Se ha pagado por error, pero se ha pagado una obligación que tiene causa. Basta con ello para hacerlo
irrepetible.

822. Hipótesis en las que procede la repetición del pago indebido

El art. 790 del Código Civil de Vélez enumeraba distintas hipótesis en que procedía la repetición del pago realizado. Si
bien no han sido reproducidas en el Código Civil y Comercial —que ha desechado el casuismo y ha optado, con razón y
como hemos visto, por establecer criterios generales—, son todos supuestos en lo que procede la repetición. Ellas son:
1º) si la obligación fuese condicional (modalidad suspensiva) y el deudor pagase antes del cumplimiento de la
condición; 2º) si la obligación fuese de dar cosa cierta y el deudor pagase al acreedor entregándole una cosa por otra; en
tal caso tendría derecho a repetir lo pagado, sin perjuicio de que subsista su obligación de cumplir lo prometido; 3º) si la
obligación fuese de género o si la obligación fuese alternativa y el deudor pagase en la suposición de estar sujeto a una
obligación de dar una cosa cierta o entregando al acreedor todas las cosas comprendidas en la alternativa; 4º) si la
obligación fuese alternativa correspondiendo al deudor la elección y él hiciese el pago en la suposición de competirle la
elección al acreedor; 5º) si la obligación fuese de hacer o no hacer y el deudor pagase prestando un hecho por otro, o
absteniéndose de un hecho por otro; 6º) si la obligación fuese divisible o simplemente mancomunada y el deudor la
pagase en su totalidad como si fuese solidaria.

Éstos no son los únicos ejemplos; pueden citarse otros de pago indebido, como el realizado a una persona que no es el
verdadero acreedor o a quien se cree tiene poderes suficientes del acreedor para recibir el pago, cuando no es así; o el
pago realizado por quien se cree deudor y no lo es.

En cambio, no hay lugar a repetición del pago en los siguientes casos: 1º) cuando la obligación fuere a plazo y el
deudor pagase antes de su vencimiento; 2º) cuando se hubiere pagado una deuda que ya estaba prescripta; 3º) cuando
se hubiera pagado una deuda cuyo título era nulo por falta de forma, o vicio en la forma; 4º) cuando se pagare una
deuda que no hubiese sido reconocida en juicio por falta de prueba; 5º) cuando se pagare una deuda cuyo pago no
tuviese derecho el acreedor a demandar en juicio, vale decir, una obligación natural; 6º) cuando con pleno conocimiento
se hubiere pagado la deuda de otro. En los cinco primeros casos la deuda existe, aunque todavía no fuera exigible o ya
hubiere dejado de serlo. En el último se trata o bien de una liberalidad o bien de un pago con subrogación: en ambos
casos lo pagado tiene una causa jurídica y deja de ser repetible.

2. — Efectos

823. Efectos entre las partes

El efecto fundamental del pago indebido es el derecho del solvens de repetir lo que pagó. El art. 1798 establece que la
repetición obliga a restituir lo recibido, conforme a las reglas de las obligaciones de dar para restituir. Sin embargo, la
remisión no aclara la situación pues lo único que allí se establece es que el deudor debe entregar la cosa al acreedor,
quien por su parte puede exigirla (art. 759, párr. 1º). Por nuestra parte, entendemos que deben aplicarse los preceptos
que gobiernan a las relaciones de poder del Libro Cuarto, Título II, Capítulo 3. Por ello, hay que distinguir dos
situaciones: que el que recibió el pago sea de buena o mala fe (arts. 1935 y 1936).

a) Buena fe.— El que recibió el pago de buena fe está obligado a restituir igual cantidad que la recibida o la cosa que se
le entregó y debe ser ejecutado como poseedor de buena fe. En consecuencia: no deberá intereses sobre las sumas de
dinero; no debe los frutos percibidos; no es responsable de la destrucción o deterioro de la cosa por caso fortuito, ni
tampoco de los causados por un hecho suyo, sino hasta la concurrencia del provecho subsistente (así debe únicamente
el provecho que hubiere obtenido, por ejemplo, por el producido de la venta de los restos o ruinas).

La buena fe consiste en la creencia razonable de ser acreedor del que pagó.

b) Mala fe.— El que recibió el pago sabiendo que no era acreedor del que pagó debe ser reputado como poseedor de
mala fe. En consecuencia, debe restituir la cosa pagada y además sus intereses y los frutos que hubiera percibido y los
que por su culpa dejó de percibir desde el momento en que se realizó el pago; es responsable por el deterioro o pérdida
de la cosa aunque se hubieran producido por caso fortuito o fuerza mayor, a no ser que el daño se hubiera producido
igualmente estando la cosa en poder de quien tiene derecho a la restitución.
824. Enriquecimiento de una persona incapaz o con capacidad restringida

La restitución a cargo de una persona incapaz o con capacidad restringida no puede exceder el provecho que haya
obtenido (art. 1799, inc. a]). Constituye una solución justa pues hace primar la tutela que gozan estas personan en el
Código Civil y Comercial y le permite a quien pago indebidamente obtener la restitución en la medida indicada.

825. Ejercicio de la acción

Para que proceda la acción de repetición es necesario probar: a) el pago; b) que nada se debía. Además, deberá
probarse la mala fe del que lo recibió, si pretende reclamarle intereses o frutos o la reparación por el deterioro o
destrucción ocasionados por caso fortuito. Ya hemos dicho que no es necesario acreditar el error. El error del que paga
sin causa se presume; es, por el contrario, el que recibió el pago y se opone a la devolución, quien debe tener a su cargo
la prueba de que el pago fue deliberado, es decir, que se pagó una obligación inexistente con animus donandi, o que se
pagó a designio la deuda de otro.

826. Efectos respecto de terceros adquirentes

Puede ocurrir que el que recibió una cosa en pago la haya enajenado a un tercero. Habrá que distinguir según que se
trate de una cosa mueble no registrable o de una cosa —mueble o inmueble— registrable. En el primer caso, si el
deudor hace, a título oneroso, tradición de ella a otra persona por transferencia o constitución de prenda, el acreedor no
tiene derecho contra esta última si es poseedora de buena fe, sino solamente cuando la cosa le fue robada o se ha
perdido. Es que, cabe recordar, el art. 1895 dispone que la posesión de buena fe del subadquirente de cosas muebles no
registrables que no sean hurtadas o perdidas, es suficiente para adquirir los derechos reales principales, a menos que se
pruebe que la adquisición fue gratuita. Empero, en todas las hipótesis lo tiene contra los poseedores de mala fe (art.
760). En cambio, si la cosa es inmueble o mueble registrable, el acreedor tiene acción real contra terceros que sobre ella
aparentemente adquirieron derechos reales, o que la tengan en su posesión por cualquier contrato hecho con el deudor
(art. 761).

§ 3. — Obligaciones putativas

827. Concepto y disposiciones aplicables

Se llaman obligaciones putativas aquellas contraídas en la creencia falsa de ser deudor de una persona. Así, por ejemplo,
creyéndome deudor de Pedro, le documento la deuda firmándole un pagaré.

Resulta razonable afirmar que lo dispuesto respecto del pago indebido (que el pago es repetible si paga quien no está
obligado, o no lo está en los alcances en que paga, art. 1796, inc. b]), es aplicable a las obligaciones putativas; y así, el
que por error se constituyó acreedor de otro que también por error se constituyó deudor, queda obligado a restituirle el
respectivo instrumento de crédito y a darle liberación por otro instrumento de la misma naturaleza.

Aquí no hay un pago sin causa, puesto que el pago todavía no se ha hecho efectivo; pero hay una obligación sin causa
y por lo tanto nula. Es obvio el derecho del que se constituyó deudor de reclamar el título de la deuda.
828. Liberación sin causa putativa. Principios aplicables

Así como puede pagarse sin causa, así también puede liberarse sin causa. Es el caso del acreedor no pagado, que
creyendo hecho el pago, libera al deudor.

Es obvio que, demostrado que la deuda no se ha pagado, el acreedor conserva todos sus derechos. Por consiguiente, si
la deuda estuviere vencida, podrá demandar el pago; si no estuviere vencida, podrá demandarlo al deudor para que le
otorgue un nuevo título de la deuda; y si el deudor se negase, servirá de nuevo título la sentencia que se pronuncie en
su favor.

IV. Abuso del derecho

829. Concepto

Si bien es necesario afirmar enérgicamente la existencia de los derechos subjetivos, también lo es que debemos
cuidarnos de los excesos en que se suele incurrir en el ejercicio de ellos. Porque si bien la ley los reconoce con un fin útil
y justo, suele ocurrir que las circunstancias los tornan injustos en algunas de sus consecuencias, no previstas por el
legislador. Y si es legítimo usar de los derechos que la ley concede, no lo es abusar de ellos.

La doctrina del abuso del derecho se ha abierto camino en el pensamiento contemporáneo, no sin vencer serias
resistencias. Los juristas liberales han mirado con indisimulada desconfianza esta institución. Para ellos, las libertades
humanas fincan en el respeto incondicional de los textos legales. Sólo la ley puede y debe marcar el límite de las
actividades del hombre; mientras las personas actúan dentro de aquellos límites, no hay por qué investigar su intención
o preocuparse por el perjuicio sufrido por terceros. De lo contrario, no habría derecho; todos estaríamos sometidos a la
arbitrariedad de los poderes públicos, la libertad y la seguridad quedarían perdidas, el espíritu de iniciativa ahogado.
Es necesario que los hombres tengan algo seguro como base para desenvolver sus actividades; que sepan, de una
manera clara y definida, que es lo que pueden y lo que no pueden hacer. Y la única forma de fijar de un modo cierto ese
campo de acción es la ley. Ésta es una defensa, algo así como una barrera, dentro de la cual el individuo puede
desenvolver sus actividades sin reatos y sin temores. Si de ello resulta un perjuicio para terceros, tanto peor para
ellos: dura lex, sed lex. Estos perjuicios ocasionales deben reputarse un sacrificio en aras del bien social que resulta de la
afirmación absoluta de los derechos individuales. Inclusive se ha sostenido, con la altísima autoridad de Planiol, que la
expresión abuso del derecho implica una logomaquia: de un derecho se puede usar, pero no abusar, pues el derecho cesa
donde el abuso comienza. Abuso e ilicitud deben considerarse sinónimos; en realidad, la expresión abuso del derecho
no hace sino cubrir la condenación de actos cometidos más allá de los límites de un derecho.

No obstante la fuerza lógica de estos argumentos, la teoría del abuso del derecho se ha abierto paso con pie firme.
Podrá discutirse el acierto lógico y gramatical de la expresión abuso del derecho (que a pesar de los defectos puestos de
relieve por Planiol, tiene fuerza expresiva y ha sido incorporada definitivamente al léxico jurídico) pero lo que no cabe
discutir ya, es que no se puede permitir el ejercicio de los derechos más allá de los límites de la buena fe, especialmente
desde que el principio de buena fe ha sido recogido en el Título Preliminar del Código Civil y Comercial (art. 9º). Los
derechos no pueden ser puestos al servicio de la malicia, de la voluntad de dañar al prójimo, de la mala fe; tiene un
espíritu, que es la razón por la cual la ley los ha concedido; es evidentemente ilegítimo obrar en contra de los fines que
inspiraron la ley. El derecho no puede amparar ese proceder inmoral.

No creemos justificados los temores de quienes piensan que esta facultad en manos de los jueces, pueda convertirse
en un instrumento de inseguridad jurídica y una manera de negar a los hombres los derechos que las leyes les
reconocen. Aquéllos, por su formación en el culto del derecho, son naturalmente respetuosos de la ley; su sistema de
designación y su carácter vitalicio, que los aleja de la política, los aparta también de la tentación demagógica que más de
una vez impulsa al legislador a dictar leyes lesivas de los derechos individuales para halagar a su clientela política.
Además, los jueces no pueden proceder arbitrariamente; están unidos por la disciplina del cuerpo y por la jerarquía de
su organización. Y cuando los tribunales superiores niegan licitud a la conducta de una persona que ha ejercido un
derecho reconocido por la ley, declarando que ha habido abuso, será porque su dignidad de magistrados y su sentido
moral les imponen necesariamente esa solución. Es muy elocuente la prudencia con que los jueces del mundo entero
han usado de este poder; es preciso dejar sentado que la experiencia práctica ha demostrado la inconsistencia de los
temores manifestados por los adversarios de esta teoría, que hoy se baten en franca retirada.

830. Cuándo debe reputarse que un derecho ha sido ejercido abusivamente

La aplicación de la teoría del abuso del derecho, supone el ejercicio de un derecho dentro de los límites fijados por la
ley que lo otorgó; porque si la ley hubiera fijado los límites y éstos se hubieran excedido, no habría abuso del derecho,
simplemente porque no hay tampoco derecho. Si, por ejemplo, la ley estableciera un límite del 10% a la tasa de interés
en el mutuo y un usurero pretendiera cobrar el 30%, los tribunales no lo protegerían, porque no tiene derecho; la
hipótesis del abuso del derecho se plantea si, como ocurre en nuestra legislación, no existe límite legal alguno a los
intereses: en este caso los jueces niegan su amparo a quienes pretenden cobrar intereses excesivos, porque consideran
que existe abuso del derecho.

Cabe preguntarse, por consiguiente, cuál es el criterio que ha de permitir a los jueces resolver que un derecho ha sido
ejercido abusivamente, y cómo debe fijarse el límite entre lo que es lícito y lo que es abusivo, puesto que constituye el
tema central del instituto.

a) De acuerdo con un primer criterio, habría abuso del derecho cuando ha sido ejercido sin interés alguno y con el solo
propósito de perjudicar a terceros. Éste fue el punto de partida desde el cual la teoría se abrió paso, tímidamente, en la
jurisprudencia francesa. Se resolvió así que era ilegítimo el acto realizado por un propietario que, para perjudicar al
vecino, perforó un pozo para cortar una corriente subterránea y la echó con bombas a un arroyo cercano, impidiendo
que pasara al terreno lindero. Se exige un comportamiento similar al del dolo, entendiéndose dolo como calificador de
la acción de quien daña a un tercero.

Bien pronto se vio claro que este criterio resultaba insuficiente. Los actos realizados sin interés alguno son muy
excepcionales; aun en los más repudiables, hay generalmente un interés que está guiando al autor, pero no por ello el
acto es más lícito. El usurero no practica su usura para perjudicar a la víctima, sino para beneficiarse él; y, sin embargo,
es indiscutible que existe abuso del derecho.

b) De acuerdo con un criterio más comprensivo y de técnica jurídica más depurada, habría abuso del derecho
cuando éste se ha ejercido en contra de los fines económicos y sociales que inspiraron la ley en la cual se le otorgó. Así, por
ejemplo, el derecho de huelga se ha reconocido con el propósito de dar a los trabajadores un medio de lucha por su
bienestar; será, por lo tanto, legítima la huelga que se declare con el objeto de conseguir un aumento de sueldos, un
mejoramiento de las condiciones de trabajo, etcétera, pero si se declara con fines políticos, para desorganizar la
producción o la economía del país, el derecho habrá sido ejercido abusivamente. Este enfoque, llamado finalista o
funcional, es sostenido por prestigiosos tratadistas y ha sido incorporado a la legislación positiva de varios países.

c) Finalmente, habría abuso del derecho cuando se ha ejercido en contra de la moral y la buena fe. Sin negar la
utilidad práctica del criterio finalista para orientar en muchos casos la decisión justa de la cuestión, creemos que el
punto de vista moral es el más decisivo y fecundo en la dilucidación de este problema. Porque si la teoría del abuso del
derecho se ha abierto camino, es por una razón de orden moral. Todos los argumentos de prestigiosos maestros del
derecho en contra de su admisión, se han estrellado contra ese sentimiento de lo justo que anida en el corazón humano
y que no podía admitir la justificación de lo arbitrario, inmoral, dañino, a nombre del derecho. Si, pues, la moral ha sido
el fundamento de esta institución, es evidente que ella debe dar la norma rectora que permita distinguir el uso del
abuso en el ejercicio de un derecho.

831. La cuestión en nuestro derecho

La recepción de la teoría del abuso del derecho, tenía en el Código Civil de Vélez un obstáculo en el art. 1071, que
decía: El ejercicio de un derecho propio, o el cumplimiento de una obligación legal, no puede constituir como ilícito ningún acto.

No obstante los términos categóricos en que esta norma estaba concebida y que implicaba un repudio de la teoría del
abuso del derecho, ésta se fue abriendo paso en la jurisprudencia, bien que con suma lentitud y timidez. A pesar de
dicho texto, no faltaba base legal para ello. Por lo pronto, el art. 953 establecía que los contratos no pueden tener un
objeto que sea contrario a las buenas costumbres. Había, además, en el Código Civil, diversas normas que indican
que Vélez no aceptaba siempre el carácter absoluto de los derechos y que intuyó que el ejercicio de ellos debía estar
limitado por razones de conveniencia social, y de moral: en este sentido tenían interés los arts. 1739, 1978, 2441, párr. 3º,
y las disposiciones sobre restricciones y límites al dominio. Incluso, Segovia, uno de los primeros comentaristas sostuvo
textualmente que "si el derecho se ejercita de una manera irregular ó agravante y se causa un daño en que interviene
alguna culpa ó negligencia, habría que responder del perjuicio, á lo menos en la parte imputable" (Segovia,
Lisandro, Código Civil de la República Argentina, t. I, La Facultad, 1933, p. 306).

Así fue que, por ejemplo, los tribunales resolvieron limitar los intereses que podían considerarse excesivos o
usurarios; y se declaró inmoral el pacto comisorio (o cláusula resolutoria) si se lo pretendía hacer valer luego de haber
pagado una parte sustancial del precio del inmueble.

La reforma constitucional de 1949 consagró de modo expreso el principio del abuso del derecho y los jueces
comenzaron a hacer una aplicación fecunda de él. La derogación de esa reforma constitucional no alteró mayormente
este rumbo. Por lo tanto, la Corte Suprema de la Nación declaró que la teoría del abuso del derecho tiene vigencia en
nuestro derecho positivo con prescindencia del precepto constitucional que lo consagraba (fallo del 18 de abril de 1956,
JA 1956-III-366). Y los tribunales siguieron aplicando el principio de que los derechos no pueden ejercerse
abusivamente. Así, por ejemplo, se ha declarado que incurre en abuso del derecho el acreedor que elige inútilmente la
vía más gravosa para el ejecutado; o, si se pretende reivindicar una franja de pocos centímetros sobre los cuales el
vecino había edificado.

Esta jurisprudencia tuvo plena consagración en la ley 17.711 que modificó la redacción del citado art. 1071. El Código
Civil y Comercial ha seguido y profundizado esta línea. En efecto, ha previsto el abuso del derecho en el art. 10, dentro
del Título Preliminar, reiterando en buena medida la reforma introducida por la ley 17.711. Así dispone que El ejercicio
regular de un derecho propio o el cumplimiento de una obligación legal no puede constituir como ilícito ningún acto. La ley no
ampara el ejercicio abusivo de los derechos. Se considera tal el que contraría los fines del ordenamiento jurídico o el que excede los
límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres. El juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del
ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva y, si correspondiere, procurar la reposición al estado de hecho anterior y fijar una
indemnización.

Varias son las cuestiones que debemos destacar.

Ante todo, la consagración de la teoría del abuso del derecho como una norma jurídica es de una importancia radical.
Antes de ello, el abuso del derecho sólo constituía una aspiración ética; a partir de ese momento, la conducta abusiva
importa un ilícito sui generis (conf. Fernández Sessarego, Carlos, Abuso del derecho, nro. 3, 2ª ed., Grijley, Lima). ¿Qué se
quiere decir con la expresión ilícito sui generis? Que lo que el abuso del derecho protege no son solamente aquellos
intereses humanos que la ley reconoce expresamente a través de derechos subjetivos perfectos, sino también aquellos
otros intereses no tutelados por norma jurídica específica. La teoría del abuso del derecho implica, por lo tanto, un
límite impuesto al ejercicio anormal o irregular del derecho subjetivo, en aras a tutelar intereses dignos de protección
jurídica, que son los de la comunidad.

Por otro lado, la ubicación metodológica dada en el Código Civil y Comercial es relevante. Establecer el abuso del
derecho en el Título Preliminar importa disponer que se trata de una norma cuyos efectos se expanden a todo el sistema
regulado. Con otras palabras, no se trata sólo de una figura aplicable a algunas cuestiones civiles o comerciales, sino
que se proyecta a todo el ordenamiento jurídico y debe teñir todas las decisiones, sea cual sea la materia que se discuta.

Es necesario insistir en que no siempre el ejercicio de un derecho está protegido por la ley: debe tratarse de un
ejercicio regular, es decir, justo, legítimo, normal. La idea queda explicitada claramente en el párr. 3º de la norma que
venimos analizando, en el que se sientan las pautas en base a las cuales debe apreciarse si un derecho ha sido ejercido
de un modo abusivo. Se considera que hay abuso cuando el ejercicio del derecho contraríe los fines del ordenamiento
jurídico, o exceda los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres.

Importa remarcar que, según el Código vigente, el ejercicio del derecho es abusivo cuando contraríe los fines del
ordenamiento jurídico. Existe acá una diferencia importante con el art. 1071 del Código Civil de Vélez, luego de la
reforma de la ley 17.711, que establecía que había abuso cuando el ejercicio del derecho contrariaba los fines que la ley
tuvo en mira al reconocerlo. Como se explica en los Fundamentos del Anteproyecto de 2012 (base sustancial del Código
Civil y Comercial) la norma pretende destacar que el concepto del abuso del derecho no puede quedar vinculado con
los fines que tuvo el legislador en su momento al reconocerlo, sino que debe tener en cuenta la evolución interpretativa
que el mismo derecho ha tenido.

En su resolución, el magistrado debe tener en cuenta si existe: 1) intención de dañar; 2) ausencia de interés; 3) si se ha
elegido entre varias maneras de ejercer el derecho, aquélla que es dañosa para otros; 4) si el perjuicio ocasionado es
anormal o excesivo; 5) si la conducta o manera de actuar es contraria a las buenas costumbres; 6) si se ha actuado de
manera no razonable, repugnante a la lealtad y a la confianza recíproca.

Pero esto no es todo. El Código, además, añade algo que la legislación anterior no contemplaba: El juez debe ordenar lo
necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva y, si correspondiere, procurar la reposición al
estado de hecho anterior y fijar una indemnización.

La disposición permite superar, a nuestro juicio, la discusión referida a si el abuso del derecho puede ser decretado de
oficio por el juez o si es necesario que lo sea a petición de parte. Si bien el tema resulta complejo, parece razonable
inclinarse por la primera opción. Es que la norma no alude a la petición de parte, por un lado, y por el otro, dispone
imperativamente que el juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación
jurídica abusiva. A su vez, desde que el abuso del derecho se regula en el título preliminar y que debe gobernar todas
las relaciones jurídicas, no parece posible pregonar que el juez —cerrando sus ojos— permita el ejercicio abusivo de los
derechos. Ello sería tanto como admitir el ejercicio del derecho de mala fe.

Por último, y como consecuencia de lo expuesto, podemos afirmar que el abuso del derecho es irrenunciable. Es que
estamos ante una verdadera norma de orden público, que no puede ser renunciada anticipadamente.
832. Derechos que pueden ejercerse discrecionalmente

Hay, empero, algunos derechos que pueden ejercerse arbitrariamente, sin que el sujeto deba rendir cuenta de su
conducta o de los móviles justos o injustos que lo han guiado. Se trata de un pequeño número de derechos (cada vez
menor) que escapan al concepto de abuso; como ejemplos, en los que hay acuerdo prácticamente general, podemos citar
el de disponer por testamento de la porción que no corresponde a los herederos forzosos, el de retractar el
consentimiento dado para la donación de órganos, el de revocar las directivas anticipadas, etcétera. Se los ha llamado
derechos incausados, abstractos, absolutos, soberanos, discrecionales.

¿Cómo se justifica que tales derechos, por excepcionales que sean, escapen al principio de que nadie puede ejercer
abusivamente de una facultad legal? Lo que ocurre es que en ocasiones y por motivos que varían según los casos, los
jueces sienten la necesidad de acordar a ciertos derechos algo así como un privilegio de inmunidad, que permite su
ejercicio con razón o sin ella. Pues puede ocurrir que haya un interés superior, socialmente hablando, en asegurar la
aplicación automática del derecho, sin entrar a juzgar los móviles que inspiran a los hombres.

Sin embargo, debemos insistir en que el número de derechos discrecionales es cada vez menor. Así, por ejemplo, dos
supuestos tradicionales, como el de pedir la división de un condominio o la partición de una herencia, hoy pueden ser
frenados o postergados si —en el primer caso— su realización es nociva para cualquiera de los condóminos o
perjudicial a los intereses de ellos o al aprovechamiento de la cosa (art. 2001), o —en el segundo— redunda en perjuicio
del valor de los bienes indivisos (art. 2365).

833. Sanción del ejercicio abusivo

El abuso del derecho debe ser tratado como el acto ilícito; en consecuencia, no se acordará la protección judicial a
quien pretenda abusar de su derecho; y si el abuso se hubiera ya producido, su autor es responsable por los daños
ocasionados y debe ser intimado a cesar en él.

Por lo demás, considerando que el juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos de la situación jurídica
abusiva (art. 10, párr. 3º), situación que está dada por el ejercicio de varios derechos entrelazados o vinculados por una
estrategia diseñada por el titular para desnaturalizar, obstaculizar o impedir el ejercicio de un derecho o una facultad de
la otra parte (conf. Tobías, José W., Código Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. Alterini, t. I, La Ley, 2015, p. 71), es
claro que estará habilitado a dictar las medidas cautelares necesarias a tales fines.

A su vez, y conforme lo dispone la citada norma, el juez está facultado a procurar la reposición al estado de hecho anterior
y fijar una indemnización. Con otras palabras, el Código faculta, por un lado, a decretar la invalidez del acto abusivo (lo
que retrotrae la situación al estado de hecho anterior), y, por el otro, a reparar las consecuencias del acto abusivo
dañoso, que en definitiva constituye un acto ilícito, ciertamente solapado, en tanto contraría el principio constitucional
de no dañar (alterum non laedere).

V. Obligaciones ex lege

834. Concepto y caracteres

De una manera muy general, pueden clasificarse las obligaciones en dos grandes categorías: aquellas que tienen su
origen en la voluntad de las partes (contratos y voluntad unilateral) y las que nacen de la ley. Dentro de estas últimas,
cabe distinguir las que surgen de hechos ilícitos (y, según nosotros lo pensamos, de hechos lícitos que ocasionan daños
a terceros) y las que nacen directa y meramente de la ley, sin ningún hecho o daño imputable al obligado; son éstas las
obligaciones llamadas ex lege.

Para precisar el contorno, por cierto muchas veces confuso, que separa las obligaciones ex lege de otras obligaciones
nacidas también de la ley, hay que tener presente: 1) que no media un acto ilícito del obligado; 2) que no hay daños
ocasionados al sujeto activo; 3) que la obligación se impone en virtud de motivos múltiples que nada tienen que ver con
la conducta del obligado.

835. Diversos casos

Dentro de nuestro régimen legal pueden citarse los siguientes casos de obligaciones ex lege: a) la obligación alimentaria,
en favor de parientes y del cónyuge; b) las obligaciones económicas derivadas de la llamada responsabilidad parental, la
tutela y curatela (administración de los bienes de las personas incapaces, rendición de cuentas); aludimos solamente a las
obligaciones económicas, porque las que no tienen ese carácter (p. ej., cuidado de la persona, educación, etc.) escapan al
ámbito de los derechos patrimoniales; c) al descubridor de un tesoro en un terreno parcial o totalmente ajeno le
corresponde la mitad (art. 1953); d) la persona que hallara una cosa perdida tiene derecho a una recompensa (art. 1956); e)
los impuestos. También cabe incluir entre estos casos algunos que hemos visto antes de manera particular, como la
gestión de negocios y el empleo útil.

De lo dicho en el número precedente se desprende que no caben, dentro del concepto de obligaciones ex lege, todas las
disposiciones relativas a la reglamentación de los contratos en particular. En verdad, estas obligaciones tienen su origen
en el contrato; la ley no hace sino regular algunos de sus efectos, del mismo modo que regula los efectos de los actos
ilícitos. Y en la mayor parte de los casos tales normas son interpretativas o supletorias de la voluntad inexpresada en los
contratos, de tal modo que las partes podrían sustituir los efectos dispuestos en la ley por otros acordados entre ellas, lo
que prueba aún mejor la naturaleza voluntaria de tales obligaciones, no obstante que ellas aparecen reconocidas en la
ley. Lo mismo es posible aseverar de las relaciones de consumo en las que, aunque existe una normativa que tutela al
consumidor, las obligaciones se originan —usualmente— no en la ley, sino en la celebración de un acto jurídico o en la
declaración de voluntad.

Tampoco deben incluirse dentro de esta categoría los derechos y obligaciones derivados de las relaciones de vecindad,
pues en realidad no son sino aspectos del dominio.

En cuanto a la transmisión de derechos mortis causa, opinamos que los derechos al patrimonio del causante, no
mediando testamento, se adquieren ex lege; en cambio, las obligaciones sólo pesan sobre el heredero por un acto
voluntario, que es la aceptación expresa o tácita de la herencia.

VI. Declaración unilateral de voluntad

§ 1. — Disposiciones generales

836. Cuestión preliminar

Durante la vigencia del Código Civil de Vélez se plantearon dos posturas frente a la denominada declaración
unilateral de voluntad y su carácter de fuente de responsabilidad. Por un lado, se sostuvo que existían diferentes
normas que avalaban esta idea, como por ejemplo el art. 1150 que impedía la retractación de la oferta hecha cuando se
hubiese renunciado a la facultad de retirarla. Por el otro, se rechazaba la idea sobre la base de que normalmente, en los
ejemplos que podían encontrarse, se necesitaba una manifestación de voluntad del acreedor y no sólo del deudor.

Ahora bien, más allá de la controversia que podía plantearse desde la óptica del derecho positivo, si se examina la
cuestión desde un ángulo filosófico y, por tanto, más profundo, es necesario admitir que la verdadera fuente de las
obligaciones contractuales es la voluntad del hombre. Al asegurarse la fuerza obligatoria de los contratos, no se hace
sino reconocer el poder creativo de la voluntad humana. No es lógico, pues, negarle iguales efectos a la voluntad
unilateral.

El Código Civil y Comercial se ha inclinado por la primera de las posturas y, en definitiva, ha tenido en cuenta el
criterio filosófico antes enunciado. Así, ha establecido como norma que general que la declaración unilateral de voluntad
causa una obligación jurídicamente exigible en los casos previstos por la ley o por los usos y costumbres (art. 1800). Como se
advierte, la declaración unilateral de voluntad constituye una fuente de las obligaciones, pero exige que el caso esté
previsto por la ley o los usos y costumbres; si faltara tal previsión legal o no existiere un uso o una costumbre
constitutiva, la declaración sería insuficiente para obligar.

Por lo demás, para la constitución, ejecución e interpretación de la declaración unilateral de voluntad deberá
recurrirse subsidiariamente a las normas relativas a los contratos (art. 1800, in fine). Esta aplicación subsidiaria de las
normas relativas a los contratos implica, entre otras cosas, que quien hace la declaración debe tener capacidad para ello,
que su intención de obligarse resulte inequívoca, que para ser válida debe ser hecha con discernimiento, intención y
libertad, que el objeto de la declaración debe ser susceptible de valoración económica, y, que tenga una causa final
determinante de la voluntad.

837. Reconocimiento y promesa de pago

El art. 1801 distingue entre reconocimiento y promesa de pago.

La promesa de pago de una obligación puede ser realizada de manera bilateral o unilateral. Es bilateral cuando
estamos ante un contrato; tal el caso de la compraventa, en la que el comprador promete pagar una suma de dinero (art.
1123). En cambio, la promesa es unilateral cuando ella no nace de un contrato sino de una declaración unilateral,
declaración que hace presumir la existencia de una fuente válida (art. 1801), esto es de una causa legítima. Se trata de
una presunción iuris tantum, desde que la propia norma admite la excepción de prueba en contrario.

Si bien la promesa unilateral no nace de un contrato, ello no obsta a que esté conectada con un negocio jurídico. Pero
lo que importa es que la obligación resulta de la promesa en sí misma, con prescindencia de ese negocio. Es el caso del
cheque, que puede haber sido librado como consecuencia de un contrato, pero que debe ser pagado sin entrar a valorar
ese contrato.

La promesa de pago debe ser diferenciada del reconocimiento unilateral de deuda. Para este reconocimiento, el
propio art. 1801 dispone la aplicación del art. 733. Esta última norma establece que el reconocimiento consiste en una
manifestación de voluntad, que puede ser expresa (exteriorizada por escrito, signos inequívocos o por le ejecución de
un hecho material) o tácita (cuando resulta de actos por los cuales se puede conocer la voluntad con certidumbre), y por
la cual el deudor admite estar obligado al cumplimiento de una prestación. Debe recordarse que el reconocimiento
abstracto constituye una promesa autónoma de deuda (art. 734, in fine), cuya validez y eficacia se independiza de la
obligación preexistente.
838. Cartas de crédito

La carta de crédito es el instrumento particular emitido (o confirmado) por un banco o entidad financiera, mediante el
cual autoriza a un beneficiario a presentarse para cobrar el crédito o a librar letras de acuerdo con ciertos términos,
estipulándose en legal forma que se hará honor a todas esas letras. La carta de crédito garantiza el pago o aceptación de
las letras si se cumplen las condiciones establecidas. Es un instrumento de garantía mediante el cual el beneficiario, que
es acreedor en otra relación jurídica que mantiene con un tercero, se asegura el cobro de su crédito si ese tercero (su
deudor) no cumple.

Estas obligaciones que asume el emisor o confirmante de las cartas de crédito emitidas por bancos u otras entidades
autorizadas son consideradas declaraciones unilaterales de voluntad (art. 1802), pues están separadas o desvinculadas
de la obligación principal al no presentar dependencia causal, constituyendo obligaciones autónomas. En efecto, salvo
supuestos excepcionales, el banco deberá cumplir la obligación asumida en la carta de crédito, sin posibilidad de alegar
defensas fundadas en la relación original.

La ubicación metodológica de esta norma confunde, pues hubiera sido más apropiado tratarla junto con las garantías
unilaterales, que se verán más adelante (nros. 845 y ss.).

§ 2. — Promesa pública de recompensa

839. Noción

Recompensar es dar una cosa o hacer un beneficio a una persona, como premio por un servicio, o como
reconocimiento por un mérito o una buena acción. Se trata, como se ve, de una prestación unilateral que debe realizarse
cuando se dan las circunstancias y parámetros tenidos en cuenta.

Ahora bien, si una persona, mediante anuncios públicos -avisos, publicaciones, carteles, redes sociales, etc.- promete
recompensar, queda obligado por esa promesa desde el momento en que ella llega a conocimiento del público (art.
1803). Por lo tanto, la promesa no es vinculante hasta tanto no llegue a conocimiento del público; empero, adviértase
que no requiere aceptación alguna, sino sólo que llegue a conocimiento del público.

La norma citada aclara dos cuestiones. La primera, el objeto de la recompensa: cumplir con una prestación pecuniaria
prometida u otorgar una distinción. La segunda, el presupuesto o circunstancias que se exigen para recibir la
recompensa: ejecutar determinado acto, cumplir determinados requisitos o encontrarse en cierta situación. Son ejemplos
de tales circunstancias, respectivamente, encontrar un animal, tener el mejor promedio universitario, atender un
llamado telefónico en determinado momento.

La promesa de recompensa no constituye una oferta al público, pues no está dirigida a celebrar un contrato. Se trata
simplemente de una obligación que se asume unilateralmente desde que se la hace pública, y que puede tener
contenido patrimonial o no. Una distinción honorífica, por ejemplo, carece de contenido patrimonial.

La promesa de recompensa hace hincapié en el sujeto pasivo (deudor) de la relación jurídica, quien establece el objeto
de la recompensa y las condiciones para determinar el beneficiario de ella. Empero, ello no significa que no exista un
sujeto activo (acreedor) que tendrá derecho a la recompensa. Ocurre, solamente, que ese acreedor recién quedará
individualizado cuando se cumplan los recaudos fijados en la promesa.
840. El plazo. Caducidad y revocación

La promesa pública de recompensa puede ser hecha dando un plazo para que se cumpla con el presupuesto que
permite recibirla. Ese plazo puede ser expreso o tácito. Es expreso cuando ha sido claramente determinado (v.gr.,
encontrar a mi perra bóxer antes del 1º de diciembre de 2017); es tácito cuando resulta de la naturaleza y circunstancias
de la obligación (por ejemplo, escribir una poesía dedicada a la Reina de la Vendimia que deberá ser entregada tres días
antes de que comience la Fiesta respectiva). Vencido el plazo otorgado sin que nadie haya dado cumplimiento con el
presupuesto exigido, se extingue la promesa de recompensa dada.

¿Qué sucede si la promesa fue formulada sin plazo, expreso ni tácito? En ese caso, la promesa caduca dentro del plazo de
seis meses del último acto de publicidad, si nadie comunica al promitente el acaecimiento del hecho o de la situación prevista (art.
1804). No está de más recordar que la caducidad extingue el derecho no ejercido (art. 2566). Establecer la fecha del
último acto de publicidad puede ser difícil en ciertos casos, como ocurre cuando se lo hace a través de folletos; en este
supuesto, parece razonable exigir al promitente que pruebe cuando los retiró de circulación (conf. Azar, Aldo, Código
Civil y Comercial de la Nación, dir.: Alberto J. Bueres, t. 3F, p. 873, Hammurabi, 2018).

Ahora bien, sin perjuicio de lo dicho precedentemente, cuando la promesa de recompensa carece de plazo, ella puede
ser retractada en todo tiempo por el promitente (art. 1805, 1ª parte). En cambio, si lo tuvo, sólo puede revocarse antes del
vencimiento, con justa causa (art. 1805, 2ª parte). En otras palabras, en este último caso, la regla es que la promesa no
puede revocarse, a menos que exista una justa causa; y existirá justa causa cuando los hechos perdieron relevancia, sea
porque se obtuvo el fin buscado por otros medios, o en otro lugar que haga perder sentido al mantenimiento de la
promesa, etcétera (conf. Santarelli, Fulvio G., Código Civil y Comercial comentado, dir.: Jorge H. Alterini, t. VIII, p. 502, La
Ley, 2015).

Tenga plazo la promesa de recompensa o carezca de él, la revocación surte efecto desde que es hecha pública por un
medio de publicidad idéntico o equivalente al utilizado para la promesa, y es inoponible a quien ha efectuado el hecho
o verificado la situación prevista antes del primer acto de publicidad de la revocación (art. 1805, 3ª y 4ª parte). La norma
obliga a que la publicidad que se use para comunicar la revocación sea similar en formato, tamaño y periodicidad a la
utilizada para hacer la promesa publica de recompensa. Se tutela de esta manera la fuerza jurídica de la declaración de
voluntad para engendrar obligaciones.

841. Atribución de la recompensa

Si una sola persona acredita el cumplimiento del hecho o los requisitos o la situación prevista en la promesa, es claro
que ella sola será la acreedora de la promesa. El problema se plantea cuando son varias las personas que demostrasen
tales extremos.

El art. 1806 establece que en tal caso la recompensa corresponde a quien primero lo ha comunicado al promitente en
forma fehaciente. Añade que si la notificación es simultánea, el promitente debe distribuir la recompensa en partes
iguales; y si la prestación es indivisible, la debe atribuir por sorteo (párrs. 1º y 2º). Solución lógica dado que ante la
imposibilidad de fraccionamiento, debe recurrirse a la suerte para determinar al acreedor adjudicado. No resulta
desconocido el empleo del azar: similar fenómeno se observa en la asignación de lotes en las hijuelas hereditarias de
igual monto (art. 2378, párr. 1º).

Es conveniente resaltar algunos aspectos de la norma. La comunicación que debe hacer quien aspira a la recompensa
debe ser realizada por medio fehaciente (telegrama, carta documento, acta notarial, etc.). Por otra parte, si la
comunicación es simultánea, la recompensa debe distribuirse por partes iguales; la simultaneidad debe considerarse de
manera absoluta, en día y hora (arg. art. 1622). Y si hay simultaneidad en la notificación y la prestación de la
recompensa es indivisible (por ej., un pasaje aéreo a Santiago de Chile), la atribución de ella debe ser hecha por sorteo.

¿Qué ocurre si varias personas contribuyen a un mismo resultado? La recompensa deberá ser dada de la manera en
que dichas personas han convenido y puesto en conocimiento del promitente por medio fehaciente. Ahora, si no se
notificara la existencia de un convenio unánime, el promitente debe entregar lo prometido por partes iguales a todos. Y
si la promesa fuera indivisible, deberá atribuir la recompensa por sorteo, sin perjuicio de las acciones que puedan
deducirse entre las propias personas que contribuyeron al resultado perseguido, acciones que deberán resolverse, no
por vía judicial, ni tampoco mediante el dictamen de árbitros, sino a través de amigables componedores (art. 1806,
párrs. 3º y 4º).

842. Gratuidad de la recompensa

Más allá de las dudas que pueden suscitarse sobre si la promesa de recompensa constituye un acto oneroso o gratuito,
nos inclinamos por esta última opción. Ciertamente puede ser que quien hace la promesa tenga en mira alguna ventaja
o interés, sirviendo la promesa como promoción o publicidad. Sin embargo, en la mayoría de los casos existe un fin
altruista, como el de premiar ciertos esfuerzos, investigaciones o hallazgos. Y estos fines tienden a favorecer más que
nada intereses sociales o comunitarios.

§ 3. — Concurso público

843. Noción

El concurso público es una variante de la promesa pública de recompensa, que limita a un cierto número de personas
o aspirantes a la recompensa y que delega en un jurado o tribunal su otorgamiento (aunque es una facultad que puede
reservarse el promitente), quienes deberán apreciar los méritos, trabajos o investigaciones de los concursantes. No
basta, entonces, alcanzar el resultado -propio de la promesa pública de recompensa-, sino que se exige una decisión del
jurado y, además, el cumplimiento por todos de las bases publicadas del concurso.

La promesa de recompensa al vencedor de un concurso, requiere para su validez que el anuncio respectivo contenga el plazo de
presentación de los interesados y de realización de los trabajos previstos (art. 1807, párr. 1º). Ahora bien, cabe preguntarnos si
es posible revocar la promesa de recompensa al vencedor del concurso durante el plazo otorgado para la realización de
los trabajos. Se trataría de una situación verdaderamente excepcional. Veamos. Ante todo, no existe una norma expresa
que permita o impida tal revocación. Por lo tanto, resulta razonable recurrir a las reglas previstas en la promesa pública
de recompensa, las que establecen que, cuando existe plazo, solo puede revocarse la promesa antes del vencimiento si
existe justa causa (art. 1805). En otras palabras, en la promesa de recompensa en un concurso público, solo puede
revocarse tal promesa si existe justa causa.

No está de más añadir que, como se dijo, muchas veces el concurso puede ser limitado a algunas personas
determinadas por ciertas calidades o que reúnan cierta calificación, por ejemplo en un área del saber, que deben ser
claramente anunciadas; pero nunca pueden efectuarse llamados que realicen diferencias arbitrarias por raza, sexo,
religión, ideología, nacionalidad, opinión política o gremial, posición económica o social, o basadas en otra
discriminación ilegal (art. 1808).

Lo normal es que exista un jurado o tribunal que discierna el premio. Si el dictamen es dado por ese jurado —siempre
que haya sido designado en los anuncios— obliga a los interesados (art. 1809, 1ª parte). Sin embargo, debe señalarse que
puede prescindirse de tal jurado. En efecto, a falta de designación, se entiende que la adjudicación queda reservada al
promitente (art. 1807, párr. 2º).

Finalmente, el promitente no puede exigir la cesión de los derechos pecuniarios sobre la obra premiada, si esa
transmisión no fue prevista en las bases del concurso (art. 1807, párr. 3º). El premio no constituye una retribución a la
obra realizada como contraprestación de su explotación por parte del promitente sino un estímulo que otorga
graciosamente el convocante.

844. Decisión del jurado

Ya hemos dicho que el dictamen del jurado obliga a los interesados. Pero, además, el Código le reconoce al jurado
otras dos atribuciones. La primera, la de decidir que todos o varios de los concursantes tienen el mismo mérito, en cuyo
caso, si el premio es divisible, debe ser distribuido en partes iguales entre los designados; y, si es indivisible, debe
adjudicarse por sorteo. La segunda, la de declarar desierto cualquiera de los premios llamados a concurso (art. 1809),
cuando los concursantes no alcancen los méritos exigidos.

Una cuestión más respecto de la decisión del jurado. Si bien el jurado goza de un razonable margen de
discrecionalidad para otorgar la recompensa, no puede incurrir en arbitrariedad. Si ello ocurriere, es posible recurrir
judicialmente, pero debe dejarse en claro que el órgano jurisdiccional solo puede anular el dictamen del jurado si
comprueba la arbitrariedad, pero no puede modificar órdenes de mérito, ni recalificar a los concursantes, ni sustituir los
criterios evaluatorios del jurado (conf. Azar, Aldo, Código Civil y Comercial de la Nación, dir.: Alberto J. Bueres, t. 3F, p.
889, Hammurabi, 2018).

§ 4. — Garantías unilaterales o a primer requerimiento

845. Noción y naturaleza jurídica

La garantía de cumplimiento unilateral (también llamada a primer requerimiento, o a primera demanda, o a simple
demanda, o incondicional, o sin excepciones, o a primera solicitud, o abstracta, o automática, entre otras
denominaciones) es un acto jurídico por el cual el emisor (llamado garante) garantiza el cumplimiento de las
obligaciones de otro (el ordenante) y se obliga a pagarlas, es decir, a pagar una suma de dinero o a cumplir otra
prestación determinada a un tercero (el beneficiario), independientemente de las excepciones o defensas que el
ordenante pudiera tener. Resulta indistinto que el garante mantenga el derecho de repetición contra el beneficiario, el
ordenante o ambos (art. 1810, párr. 1º).

Esta garantía personal (no real) ha sido definida, también, como un contrato innominado, concluido entre un
ordenante y un garante, y que consiste en la obligación que asume el garante de pagar a un tercero (el beneficiario), una
suma de dinero en cumplimiento de un crédito contractual que tiene el beneficiario contra el ordenante
(Mazeaud, Henri et Léon, Mazeaud, Jean y Chabas, Francois, Lecons de Droit Civil, t. III, vol 1, nro. 53-1, 6ª ed.,
Montchrestien, París). Sería una estipulación a favor de tercero pues el beneficiario puede aceptar o rechazar la garantía
ofrecida.

La definición antes transcripta califica a las garantías a primer requerimiento como un contrato. Sin embargo, no es
ésta la posición asumida en el Código Civil y Comercial. En efecto, el Código no recepta esta garantía como un contrato
sino como otra fuente de las obligaciones (Título V), y más precisamente como un instituto que surge como
consecuencia de una declaración unilateral de voluntad (Capítulo 5), junto con la promesa pública de recompensa y el
concurso público. Más aún, tanto el art. 1810 como los Fundamentos del Anteproyecto que dieron origen al Código
vigente señalan que las garantías unilaterales constituyen una declaración unilateral de voluntad. La idea se funda en
que la garantía vincula al garante con el beneficiario, con independencia de las relaciones que la generaron y con
prescindencia del contrato base que une al ordenante con el beneficiario.

Sin embargo, entendemos que estamos ante un contrato, que se conforma con la aceptación tácita del beneficiario
(cuando requiere el pago al garante). Por lo demás, no hay obstáculo alguno en que el beneficiario rechace la garantía
ofrecida, lo que implica rechazar la oferta; en cambio, si acepta la garantía, está aceptando la oferta, constituyéndose y
perfeccionando consiguientemente el contrato.

Se trata de un negocio de cobertura indemnizatoria, muy importante para la actividad comercial porque procura dar
una mayor seguridad y celeridad en el pago, y que es comparable a una cláusula penal accesoria, pues (i) se puede
reclamar al tercero (el garante) la suma allí fijada, o la prestación pactada u otra prestación, si el deudor incumple, (ii) se
invierte la carga de la prueba, en tanto al beneficiario le basta con requerir el pago y quedará a cargo del garante probar
—limitadamente, como se verá más adelante— que no debe hacerlo, y (iii) no se puede invocar que el beneficiario no ha
sufrido daños como eximente. La intervención del garante consiste en la asunción de la obligación de pagar una suma
dineraria o cumplir la prestación debida u otra prestación, mediante la emisión de una promesa escrita de pagar, a
simple requerimiento o previa presentación de algún tipo de documento. Si bien la garantía unilateral denota una
relación obligatoria subyacente, no es accesoria de ella; ello impide hablar de obligación principal y obligación
accesoria, pues la garantía en sí misma constituye una obligación principal (desde este punto de vista, podría
considerarse como garantía abstracta).

846. Recepción legislativa

La garantía de cumplimiento a primer requerimiento o a primera demanda ha tenido una tímida recepción legislativa
en el derecho comparado (un ejemplo es el art. 2321 del Código Civil francés luego de la reforma introducida por la
ordenanza 2006-346), pero sí ha sido recogida por la jurisprudencia, tal como ha ocurrido en España, Italia y Bélgica.
Añádanse los instrumentos internacionales que la han regulado, tales como las Reglas Uniformes para las Fianzas
Contractuales (URCB en sus siglas en Inglés), las Reglas Uniformes sobre la Garantía a Primera Demanda (URDG
también por sus siglas en inglés), ambas de la Cámara de Comercio Internacional y la Convención sobre Garantías
Independientes y Cartas de Crédito Contingentes de la UNCITRAL.

En nuestro derecho positivo tampoco estaba regulada e, incluso, se ha discutido la conveniencia o no de su


incorporación legislativa. Es que si bien por un lado la regulación legal permite unificar soluciones, por el otro lado,
disciplinarlas normativamente trae como consecuencia cierta cristalización en la evolución de la figura y una mayor
dificultad para acompañar los usos y costumbres que se desarrollen en el comercio internacional. Con todo, debe
reconocerse que un punto importante a favor de la primera de las posturas enunciadas es el de permitir superar las
dudas que la figura puede generar en cuanto a su validez. Es lo que ha venido a hacer el Código Civil y Comercial al
consagrarla de manera expresa.

847. Limitación a las excepciones. Carácter autónomo

En su origen, la característica fundamental de la garantía a primer requerimiento era su independencia y autonomía


del contrato principal para proceder a su ejecución, pues la obligación de pago asumida por el garante constituía una
obligación distinta, autónoma e independiente, de las que nacen del contrato base cuyo cumplimiento se garantiza. La
idea era que bastara con que el beneficiario le notifique al garante el incumplimiento del deudor (ordenante de la
garantía), presentando la reclamación (o statement, según la terminología anglosajona), para que el garante debiera
efectuar el pago, no estando obligado el beneficiario a demostrar el incumplimiento de la otra parte, con lo que se
invertía la carga de la prueba, ya que correspondía al ordenante probar la ejecución indebida de la garantía por el
beneficiario. Para el garante, la garantía a primera demanda se presenta como una aplicación del principio solve et repete,
en tanto debe pagar y luego reclamar o cuestionar el pago hecho. Opera desde su perspectiva como si fuera una
garantía abstracta.

Hoy en día, en el derecho comparado puede observarse que se mantiene esta tendencia a afirmar que la garantía a
primera demanda obliga al garante a pagar desde que el beneficiario se lo requiera, sin poder invocar —en principio—
ninguna excepción, pero se deja a salvo la posibilidad de plantear objeciones: a) referidas a la validez de la declaración
de garantía dada por él (hipótesis de fraude), b) que se deduzcan del documento mismo de garantía, c) que
correspondan directamente contra el beneficiario de la garantía, o d) fundadas en un abuso manifiesto del beneficiario.

El Código Civil y Comercial asume una postura aún más restrictiva, pues no prevé, de manera expresa al menos, la
posibilidad de oponer excepciones. Sólo se admite que el garante o el ordenante —en casos de fraude o abuso
manifiestos del beneficiario que surjan de prueba instrumental u otra de rápido y fácil examen— puedan requerir al
juez que fije una caución adecuada que el beneficiario debe satisfacer antes del cobro (art. 1810, párr. final). La idea es
clara: el garante no puede oponer excepciones derivadas de la relación contractual subyacente (pues —como se verá—
se trata de una garantía autónoma), ni puede invocar excepciones derivadas de la relación que lo liga con el ordenante
de la garantía (pues ésta es abstracta).

La imposibilidad que tiene el garante de oponer excepciones y la consiguiente obligación de pagar desde que el
beneficiario lo requiriere, importa reconocerle a la garantía a primera demanda, justamente, carácter autónomo.
Añádase que esta autonomía surge por sí misma en el Código Civil y Comercial, desde que se admite como fuente de
las obligaciones a la declaración unilateral de la voluntad, y entre ellas, justamente, a esta garantía a primer
requerimiento. El mismo orden de ideas conduce a afirmar el carácter ciertamente abstracto de este tipo de garantías.

Volvamos ahora a la hipótesis de fraude o abuso manifiestos del beneficiario. Una de las cuestiones importantes que
se plantean es la de si la nulidad o inexistencia de la obligación principal, obliga al garante a pagar de todos modos ante
el requerimiento del beneficiario, o no. Se contraponen dos posturas: por un lado, quienes afirman que debe pagarse,
pues no se admite que el garante oponga excepciones, lo que de alguna manera está justificado en la idea de impedir
que el garante se inmiscuya en el negocio ajeno; por otro lado, no podrá olvidarse que la garantía resguarda otra
obligación, y si ésta no ha existido o es nula, al haberse garantizado una nada, no parece lógico exigir el cumplimiento
del garante.

Nuestro Código se inclina por la primera postura. En efecto, el único derecho que le concede al garante (y también al
ordenante), como se ha visto, es el de requerir al juez que fije una caución adecuada que el beneficiario debe satisfacer
antes del cobro, en los casos de fraude o abuso manifiestos del propio beneficiario, los que deberán surgir de prueba
instrumental o de otra prueba de fácil y rápido examen (art. 1810, in fine). Como se ve, no se faculta a oponer una
excepción de fraude, que traería como consecuencia la negativa del garante a pagar; sólo se lo habilita a exigir al
beneficiario que dé, a su vez, una garantía.

Por las razones expuestas antes, tampoco puede intentarse frenar el pago del garante a través del planteo de medidas
cautelares, pues aun existiendo fraude o abuso manifiesto del beneficiario que surja de prueba terminante (llamada
comúnmente "prueba líquida"), lo cierto es que el derecho máximo que la ley le reconoce al ordenante y al garante es el
de requerir al juez que fije una caución adecuada que el beneficiario debe satisfacer antes del cobro.

Por otra parte, cabe poner de relieve que la prohibición que tiene el garante de oponer al beneficiario las excepciones
que contra él tenga el ordenante, no impide que pueda oponerle las que tenga personalmente. Por ejemplo, no existe
impedimento alguno a que el garante pueda invocar la compensación de créditos frente al beneficiario si tiene a su
favor un crédito contra este último.

Asimismo, parece razonable afirmar que el garante no está obligado a pagar si resulta claro que algún documento no
es auténtico o está falsificado, pues el pago sólo es debido si se presentan los documentos exigidos, y si alguno de ellos
es falso, no se estaría cumpliendo con el recaudo legal. Jamás pueden ser admitidas tales maniobras por el
ordenamiento jurídico.

Finalmente, el garante puede oponer al beneficiario el contenido de la propia garantía, tal como que ella ha caducado
o ha vencido su vigencia, o la falta de cumplimiento con el tipo de conducta o declaración que debe acreditar el
acreedor, o la falta de presentación de los documentos que deban presentarse para exigir el cobro de la garantía; y
también podrá oponer al beneficiario, como ya hemos explicado, la excepción de compensación como también la de
prescripción que personalmente tenga contra él.

848. Las acciones recursorias

La analizada autonomía de la garantía a primera demanda no obsta a que, una vez hecho el pago, éste pueda ser
cuestionado tanto por el ordenante como por el garante, a través de las acciones recursorias que correspondan. El
Código Civil y Comercial establece que el pago faculta a la promoción de las acciones recursorias correspondientes (art.
1810, párr. 2º). Estas acciones se encuentran en cabeza del garante contra el ordenante, y del ordenante o del garante
contra el beneficiario.

La primera de ellas procura repetir lo pagado y recuperar los costes del pago, aunque normalmente tal repetición no
existe pues el garante se ha asegurado el cobro antes, exigiendo —por ejemplo— que el ordenante deposite el dinero de
manera previa o haya constituido una prenda sobre bienes cotizables en bolsa.

La segunda, normalmente está en cabeza del ordenante y se funda en el hecho de que el beneficiario ha recibido el
pago indebidamente, pues, por ejemplo, el contrato estaba resuelto o era nulo o ya había cobrado del garante (quien
hizo el pago con causa, fundado en la obligación por él asumida). Por excepción, la acción también la tiene el garante,
cuando por su propia conducta, perdió la acción contra su deudor (como ocurre cuando hizo el pago sin exigir la
exhibición de la documentación que debía acreditar que el beneficiario había cumplido cabalmente con su obligación).

849. Las diferencias entre la garantía unilateral y otras figuras jurídicas

a) Con la fianza. Tanto la garantía a primera demanda como la fianza son garantías personales, pero existen entre ellas
importantes diferencias. La más notable está dada por el carácter accesorio de la fianza, que siempre —y no importa que
sea simple, solidaria o principal pagador— se encuentra subordinada al contrato principal, y que nunca puede ser más
onerosa que la obligación principal. La garantía a primera demanda es, en cambio, autónoma respecto del contrato
garantizado, ajena por lo tanto a los caracteres de subsidiariedad y accesoriedad en relación con la obligación
garantizada, propios del contrato de fianza, lo que obsta a que el deudor de una garantía a primera demanda pretenda
invocar la nulidad de la obligación principal para reclamar la nulidad de su propia obligación y oponer las defensas que
el ordenante (deudor principal) pudiera tener contra el beneficiario (acreedor común).

Además, la garantía unilateral (i) tiene una formalidad diferente; y, (ii) es un negocio jurídico abstracto, nacido de un
acto que no celebra el acreedor, sino el deudor y el garante; en tanto que el contrato de fianza es celebrado justamente
por el acreedor con el fiador. Pero si se dudara sobre si se trata de una fianza o de una garantía a primera demanda
deberá optarse por la primera figura, pues ésta última constituye una excepción a las normas reguladoras de la fianza y
rompe el equilibrio contractual otorgando una clara ventaja al acreedor (conf. Kemelmajer de Carlucci, Aída R., Las
garantías a primera demanda, Rev. de Derecho Privado y Comunitario, nro. 2, nro. IX, Rubinzal-Culzoni, p. 93).

b) Con el aval cambiario. El aval sólo garantiza obligaciones cambiarias, mientras que la garantía a primer requerimiento
se vincula con otro tipo de prestaciones. Y si bien ambas son garantías autónomas y abstractas, difieren en sus
funciones; así el avalista se obliga en los mismos términos que el avalado (art. 34, dec.-ley 5965/1963), de manera total o
parcial (art. 32, dec.-ley 5965/1963), lo que no ocurre en el garante a primer requerimiento, que puede obligarse a pagar
una suma de dinero —que es el supuesto ordinario— u otra prestación.

c) Con el crédito documentario. Mientras el crédito documentario tiene una mera función de pago contra la presentación
de documentos, la garantía a primer requerimiento presenta una función de verdadera garantía de pago ante el
incumplimiento de la obligación por parte del deudor (ordenante). Además, el crédito documentario se contrata en
operaciones cuya naturaleza permita la presentación de documentos que acrediten el cumplimiento de la prestación,
mientras que en la garantía unilateral no se exige esta presentación con carácter general.

850. Negocio abstracto

La garantía a primer requerimiento es un negocio abstracto. No es que carezca de causa sino que ésta es irrelevante
para la producción de sus efectos propios. Como se ha dicho, los interesados cortan el lazo causal que naturalmente liga
a la garantía con el contrato base, independizándola de los vicios, validez o invalidez de este último, para darle mayor
seguridad al beneficiario.

Un tema complejo es el de si la modificación del contrato base incide o no sobre la garantía. La idea predominante es
que las transformaciones sufridas por el contrato base, no alteran la garantía. Pero la cuestión no es simple. Veamos.
Según el art. 1810, lo que la garantía unilateral garantiza es (i) el cumplimiento de las obligaciones de otro y su pago, (ii)
el pago de una suma de dinero, y (iii) el cumplimiento de otra prestación determinada. En los dos últimos casos, no
parecen existir problemas; en efecto, el compromiso del garante es el de pagar una suma de dinero o cumplir con cierta
prestación, por lo que si el contrato base se modificara, la obligación del garante sigue siendo la misma: el pago de la
suma de dinero o el cumplimiento de la prestación prometida. Pero en el primer caso, la cuestión cambia. Adviértase
que a lo que el garante se compromete es al cumplimiento de la obligación de otro (que es el ordenante) y no resulta
posible, más allá del carácter abstracto del negocio, que se le cambie el objeto de su obligación, que incluso puede
acarrear un agravamiento.

851. Extinción

La garantía a primera demanda puede extinguirse por razones relativas a sus propias condiciones de otorgamiento, y
también por razones vinculadas al contrato celebrado entre ordenante y beneficiario, siempre y cuando el derecho
aplicable expresamente lo permita o cuando aquél haya cumplido con su obligación en la relación subyacente.

852. Aviso de pago

Nuestro Código no impone obligación alguna al garante de avisar al ordenante que ha pagado al beneficiario. La
cuestión no genera inconveniente si expresamente se establece tal obligación. Pero ¿qué ocurre si nada se ha estipulado
o si expresamente se dice que no existe tal obligación? Es un tema que genera dudas pues la falta de aviso puede traer
como consecuencia un doble pago (uno hecho por el garante y otro por el ordenante). A nuestro juicio, deben
considerarse los denominados deberes secundarios de conducta, todos ellos derivados del principio general de la buena
fe, entre los que cabe destacar, para este caso, a los deberes de colaboración, de información y de diligencia. Y con tal
fundamento, parece indudable que el garante debe dar aviso al ordenante del pago hecho e, incluso, de que se le ha
requerido el pago, a los efectos —justamente— de evitar el doble pago.

853. Limitación respecto de los sujetos que pueden obligarse

Existe un criterio claramente restrictivo sobre quién puede ser garante de estas garantías unilaterales, procurándose
evitar que pueda asumir tal carácter una persona física. La razón de ello es que lo que se garantiza son negocios de alto
riesgo financiero y de muy fuerte contenido económico y, que lógicamente sólo pueden ser contraídos por expertos, que
tengan cabal conocimiento de los riesgos que se asumen.

Este criterio restrictivo ha sido seguido por el Código Civil y Comercial, en tanto dispone que estas garantías pueden
ser emitidas por (i) las personas públicas, (ii) las personas jurídicas privadas en las que sus socios, fundadores o
integrantes no responden ilimitadamente, y (iii) en cualquier caso, las entidades financieras y compañías de seguros, y
los importadores y exportadores por operaciones de comercio exterior, sean o no parte directa en ellas (art. 1811).
Implícitamente, han quedado excluidas las personas físicas, excepto los importadores y exportadores por operaciones
de comercio exterior, excepción que se justifica por las características y envergadura económica de ese negocio.

Cabe aclarar que la norma hace referencia como sujeto que puede asumir el carácter de garante a las personas
públicas, sin ningún tipo de aclaración, lo que permite afirmar que están comprendidas tanto las personas públicas
estatales como las no estatales.

854. Forma y plazos

La garantía a primer requerimiento es una garantía formal, pues debe constar en instrumento público o privado. Esta
formalidad pierde cierta rigidez si el otorgante es una entidad financiera o una compañía de seguros, en cuyo caso se
puede asumir en cualquier clase de instrumento particular (art. 1812). En otras palabras, si el garante es una persona
pública, o si es una persona jurídica privada en la que sus socios o fundadores o integrantes no responden
ilimitadamente, o si es un importador o exportador por operaciones de comercio exterior, la garantía unilateral debe
constituirse por instrumento público o privado. Si en cambio el garante es una entidad financiera o una compañía de
seguros, la garantía se puede asumir en cualquier instrumento particular. No está de más recordar que el Código Civil y
Comercial aclara que los instrumentos particulares pueden estar firmados o no; se llaman instrumentos privados a los
que están firmados, y si no están firmados, se denominan instrumentos particulares no firmados, que comprenden
impresos, registros visuales o auditivos, y registros de la palabra o de la información (art. 287).

La forma receptada es una forma solemne relativa. En efecto, la norma se limita a establecer la forma con que debe
celebrarse la garantía unilateral, pero no dice que su incumplimiento acarree la invalidez, descartándose —por tanto—
la formalidad solemne absoluta. Por ello, es de aplicación el art. 969 que dispone que cuando la forma requerida para los
contratos, lo es sólo para que éstos produzcan sus efectos propios, sin sanción de nulidad, no quedan concluidos como tales mientras
no se ha otorgado el instrumento previsto, pero valen como contratos en los que las partes se obligaron a cumplir con la expresada
formalidad. Añádase que el art. 1018 establece que el otorgamiento pendiente de un instrumento previsto constituye una
obligación de hacer si el futuro contrato no requiere una forma bajo sanción de nulidad.
La garantía unilateral se redacta normalmente en un único ejemplar, el que queda en poder del beneficiario, pues es a
éste a quien le interesa para poder ejercer los derechos que nacen de tal declaración.

La garantía a primera demanda carece de plazos legales mínimos o máximos de duración, aunque es usual que se fije
un tiempo máximo para que el beneficiario haga el reclamo, vencido el cual la garantía caduca. Incluso, cuando no
existe un plazo determinado de extinción, cabe reconocerle al garante un derecho de receso, previo pedido al juez para
que fije el plazo de vencimiento (arg. arts. 871 y 887).

855. La cesión del crédito

Como regla, los derechos del beneficiario emergentes de la garantía no pueden ser cedidos sin el contrato o relación
que se garantiza, antes de que se produzca el incumplimiento o se cumpla el plazo que habilita el reclamo contra el
emisor de la garantía. Sin embargo se habilita el pacto en contrario (art. 1813, párr. 1º). Producido el incumplimiento o
cumplido el plazo que habilita el reclamo, la ley autoriza la cesión por separado (art. 1813, párr. 2º, 1ª parte).

Si bien la norma plantea dos supuestos diferentes, lo cierto es que ambos coinciden en una premisa: se ha convenido
que el crédito puede ser cedido. La diferencia está dada en que si se ha pactado la cesión simplemente, la cesión es
inviable hasta que se produzca el incumplimiento o se cumpla el plazo que habilita el reclamo contra el emisor de la
garantía; si se ha pactado la cesión y se ha permitido que ella se haga aun antes de los hechos enunciados, la cesión será
válida en todo momento. Debemos volver a insistir que en este último supuesto el cesionario podrá requerir el pago
siempre se cumpla alguna de las dos condiciones antedichas: ocurrencia de incumplimiento o vencimiento del plazo
que habilita al reclamo. El cesionario no puede encontrarse en mejor derecho que el beneficiario.

¿Qué ocurre si el solicitante de la garantía y el beneficiario de ella, nada han convenido respecto de si el crédito
garantido es cesible? Parece lógico afirmar que, ante tal silencio, si no hay conformidad del garante con la cesión del
crédito garantido, la garantía se extingue. Ello es así pues sería absurdo que el derecho que nace del crédito esté en
cabeza de un tercero cesionario, mientras que el derecho que nace de la garantía esté en la del beneficiario cedente. Tal
orden de ideas justifica adoptar una interpretación estricta y exigir que tal cuestión sea aclarada en el contrato de
emisión de la garantía.

Finalmente, debe señalarse que, hecha la cesión, el cesionario queda vinculado a las eventuales acciones de repetición que
puedan corresponder contra el beneficiario según la garantía (art. 1813, in fine). Resulta lógica la solución legal: el cesionario
ocupa el lugar del beneficiario. Piénsese en los supuestos que hemos desarrollado al analizar las acciones recursorias.

856. Irrevocabilidad

La garantía unilateral es irrevocable a menos que se disponga en el acto de su creación que es revocable (art. 1814).

La norma es clara en cuanto establece la regla de la irrevocabilidad, salvo reserva en contrario. La disposición se
justifica pues si fuera libremente revocable, el beneficiario tendría una absoluta inseguridad sobre su real posibilidad de
percibir lo prometido.

Por otra parte, si bien el texto legal prevé la revocabilidad de la garantía si ello se ha dispuesto en el acto de creación,
parece conveniente que se establezcan taxativamente las causales que la autorizan. De lo contrario, la figura perdería
todo interés para el eventual beneficiario pues estaría asumiendo un riesgo evidente de que finalmente no perciba el
beneficio. De lege ferenda aconsejamos modificar en este aspecto el precepto ponderado
VII. — Títulos valores

857. Noción y remisión

Los títulos valores (también llamados títulos de crédito o títulos circulatorios) son declaraciones unilaterales de
voluntad que se caracterizan por representar por sí solos el derecho que está escrito en ellos y legitimar a quien los
posee para ejercerlo, lo cual significa que quien tiene el título valor tiene el derecho y la legitimidad para usar y
disponer de él (Pisani, Osvaldo, Código Civil y Comercial, dir.: Lidia Garrido Cordobera, Alejandro Borda y Pascual
E. Alferillo, t. II, Astrea, 2015, p. 1154). O como se predica de ellos en esta definición ampliamente conocida y seguida
por la doctrina nacional: un documento necesario para ejercer el derecho literal y autónomo que en él se consigna
(Vivante, Césare, Tratado de Derecho Mercantil, t. III, versión en español de la 5ª ed. italiana, Reus, Madrid, 1936, p. 37).

Una de las especies de estos títulos valores son los títulos cambiarios, tales como la letra de cambio, el pagaré, el
cheque diferido y la factura de crédito. La importancia de estos títulos cambiarios y su autonomía conceptual y
pedagógica, nos convencen de la conveniencia de tratar esta materia en forma conjunta, por lo que remitimos a las
obras que se dedican a ellos específicamente.
CAPÍTULO XII - PRIVILEGIOS

§ 1. — Conceptos generales

858. Concepto

Si bien en principio todos los acreedores deben ser tratados en un pie de igualdad en lo que atañe a sus derechos
sobre los bienes del deudor (arts. 743 y 2581), la ley admite ciertas causas de preferencias, en virtud de las cuales
algunos deben ser pagados antes que otros. Esas preferencias se llaman privilegios.

Un importante sector doctrinario sostiene que esa denominación debe reservarse a las preferencias nacidas
exclusivamente de la ley, quedando excluidas otras preferencias cuyo nacimiento depende de la voluntad de las partes,
como ocurre con las nacidas de los derechos reales de garantía. Otros autores, por el contrario, piensan que el concepto
de privilegio abarca también a esas preferencias. Por nuestra parte, estamos persuadidos de que es preferible
comprender dentro del concepto de privilegio a todas las preferencias legales. En el fondo, se trata de una cuestión
puramente terminológica, sin interés sustancial. Pero lo cierto es que en nuestra legislación se denomina privilegio,
también, a las preferencias nacidas de los derechos reales de garantía (art. 2582, inc. e]) y que esa es la terminología
usada generalmente en la práctica jurídica.

El art. 2573 define al privilegio como la calidad que corresponde a un crédito de ser pagado con preferencia a otro.

Demás está decir que el problema de los privilegios presenta interés casi exclusivamente en el caso de que los bienes
del deudor no alcancen a cubrir todas sus deudas. En ese caso se pagan ante todo los acreedores privilegiados, según el
orden de sus preferencias y si queda algún saldo, se distribuye entre los restantes acreedores (llamados comunes o
quirografarios) a prorrata del monto de sus respectivos créditos.

859. Caracteres

Los privilegios tienen los siguientes caracteres:

a) Nacen exclusivamente de la ley (art. 2574); la voluntad de las partes no puede crearlos. Advirtamos que esto es
aplicable aun al privilegio nacido de los derechos reales de garantía. Lo que las partes hacen, cuando garantizan una
deuda con hipoteca o prenda, es constituir un derecho real al que la ley —no la voluntad de las partes— reconoce una
preferencia.

El Congreso de la Nación es la autoridad legislativa encargada de establecer el orden de preferencia en el cobro de los
créditos.

b) Son accesorios del crédito al cual se reconoce la preferencia. La vida del privilegio depende de la existencia de su
crédito. Al extinguirse éste, desaparece aquél. Por el contrario, puede ocurrir que cese el privilegio y el crédito
mantenga su validez y eficacia.

Además, puede tener repercusión en otras esferas. Verbigracia, el juez competente para conocer en el tema resultará el
magistrado abocado a resolver la pretensión del crédito principal.

c) Son indivisibles (art. 2576, 1ª parte): la preferencia existe hasta tanto el crédito haya sido pagado íntegramente y no
se extingue parcialmente por el pago parcial. Así, por ejemplo, si el privilegio se refiere a una cosa mueble o inmueble,
el pago de la mitad de la deuda no hace cesar el privilegio sobre la mitad de la cosa, sino que toda ella permanece
afectada hasta que la totalidad de la deuda haya sido pagada.
Su excepción debe estar expresamente prevista en la ley. Verbigracia, en el ámbito concursal, los créditos con
privilegio general sólo pueden afectar la mitad del producto líquido de los bienes, una vez satisfechos los créditos con
privilegio especial, los créditos derivados de los gastos de conservación de los bienes y los irrogados por el trámite del
concurso, y el capital emergente de sueldos, salarios y remuneraciones mencionados en el inc. 1º del art. 246 (art.
247, ley 24.522).

d) Son transmisibles (art. 2576, 2ª parte): si se transfiere el crédito principal, el privilegio resulta ser adquirido por los
sucesores.

e) Son excepcionales (art. 2577): no resulta posible aplicar extensivamente los preceptos legales; los privilegios
constituyen una excepción al principio de igualdad de los acreedores (art. 743).

Bajo este orden de ideas, el privilegio no comprende necesariamente a los intereses, a las costas ni a los accesorios del
crédito. Para incluir tales rubros la ley debe disponerlo expresamente (art. 2577). El art. 242 de la ley 24.522 acoge el
mismo orden de ideas.

f) Son renunciables (art. 2575): el acreedor puede renunciar a su privilegio. La norma añade que acreedor y deudor
pueden convenir la postergación de los derechos del acreedor respecto de otras deudas presentes o futuras, y que, en tal
caso, los créditos subordinados se rigen por las cláusulas convenidas, siempre que no afecten derechos de terceros. Sin
embargo, debe destacarse que el privilegio de los créditos laborales no puede ser renunciado ni postergado (art. 2575, in
fine).

Debe acotarse que como regla general tampoco tienen el ius persequendi.

860. Antecedentes históricos

La teoría de los privilegios tuvo su origen en Roma; allá se reconocieron ciertas preferencias generales en favor del
Fisco, los Municipios, los menores, la dote de la cónyuge; otras veces se tenía en cuenta la calidad del crédito (gastos
funerarios, reparación de navíos, construcción, etc.). Algunos de estos privilegios asumieron la forma de hipotecas
legales, es decir, creadas por la ley y no por la voluntad de las partes.

El número de preferencias aumentó en las legislaciones antiguas española y francesa, convirtiéndose en un sistema
complicado y confuso. Recién en el derecho moderno se ha desarrollado una teoría general de los privilegios; pero hay
que decir que no ha sido posible todavía llegar a soluciones simples, debido sin duda a la naturaleza de la materia
misma, que no se presta a simplificaciones, pues hay una verdadera madeja de intereses contrapuestos que es necesario
conciliar. Aun en nuestros días ésta sigue siendo una de las cuestiones más confusas y discutidas del derecho civil. Con
todo, debe señalarse que el Código Civil y Comercial ha logrado simplificarla significativamente.

861. Naturaleza jurídica

No se ha puesto de acuerdo la doctrina sobre su pertenencia:

a) Para algunos autores se tratan de derechos reales pues los privilegios se ejercen sobre las cosas en que recaen.

b) Para otra opinión son derechos personales: 1º) porque evidentemente no se trata de una desmembración del dominio,
ni confieren un derecho sobre la cosa en sí misma, puesto que no hay acción reipersecutoria; 2º) porque siendo los
privilegios de carácter accesorio, su naturaleza está determinada por la del crédito principal, que es de naturaleza
personal.
c) Por nuestra parte, pensamos, siguiendo a Julien Bonnecase (Précis de droit civil, t. II, nros. 880/893, París, 1939) y la
doctrina predominante, que los privilegios no constituyen un derecho subjetivo contra el deudor, que, como tal, pueda
ser calificado como real o personal; son, en verdad, una cualidad de ciertos derechos, en virtud de la cual éstos ostentan
un rango de preferencia. Prueba de ello es que el privilegio no añade nada al crédito en las relaciones entre acreedor y
deudor; no se dirige contra el deudor, ni recarga sus obligaciones; se dirige contra los otros acreedores que concurren
con sus créditos sobre el patrimonio del mismo deudor y que son excluidos por el acreedor privilegiado.

El art. 2573 ha recogido esta última postura al definirlo, no como un derecho, sino como la calidad que corresponde a
un crédito de ser pagado con preferencia a otro.

862. Fundamento

No obstante algunos esfuerzos aislados para encontrar una fundamentación unitaria de todos los privilegios, es hoy
opinión prácticamente unánime que no debe ni puede encontrarse una explicación única para todos ellos. En cada caso,
el legislador ha tenido en consideración razones peculiares. Algunas veces son motivos de equidad; otras, razones de
interés público (por ej., el privilegio reconocido al crédito por impuestos); otras, que el trabajo de uno de los acreedores
ha beneficiado a los restantes, permitiendo la conservación de la cosa o la liquidación de los bienes, etcétera.

863. Asiento del privilegio

El asiento del privilegio, a instancias de lo que dispone el art. 2573, lo constituye la cosa afectada, rechazándose así la
tesitura de que el asiento correspondía a la suma obtenida por la realización del bien.

La norma citada especifica que —en principio— la cosa debe estar en el patrimonio del deudor, salvo disposición
legal en contrario. Si se desplazase a otro, entraría a operar el fenómeno de la subrogación real.

864. Cómputo

Se consigna en el art. 2578 que si se concede un privilegio en relación con un determinado lapso, éste debe contarse en
forma retroactiva a partir del reclamo judicial, salvo disposición contraría.

Lamentablemente, la norma no aclara si en la expresión reclamo judicial se involucra o no el pedido de instancia de


mediación, lo que puede alterar sustancialmente el período protegido.

865. Subrogación real

El bien o suma de dinero que ingrese en un patrimonio en reemplazo de un objeto afectado por un privilegio
responderá de acuerdo a los mismos grados de preferencia. Es decir, el bien ingresado a causa del detraído se convierte
en el asiento del privilegio (art. 2584).

Es menester cumplir ciertos requisitos: a) Existencia de bienes individualizados en un patrimonio. b) Su pérdida o su


enajenación. c) Ingreso de nuevos que sean identificados por la misma causa que produjo la salida de los bienes
perdidos o enajenados. d) Lazo de filiación directo y seguro, entre el bien enajenado o desaparecido y aquel entrado en
intercambio.
866. Ubicación legislativa

Se siguió el método de Vélez Sarsfield quien abrevó en el jurista brasileño Freitas, al reglarlo en un libro distinto de los
derechos personales y reales en su Esboço. En efecto, el Código Civil y Comercial regula el régimen de los privilegios en
el Libro Sexto, Título II, arts. 2573 al 2586. Consta de dos capítulos, el primero se refiere a Disposiciones Generales y el
segundo a los Privilegios Especiales.

867. Clasificación de los privilegios

Los privilegios se clasifican en generales, que recaen sobre un conjunto o masa de bienes, y especiales, que recaen sobre
ciertos bienes particulares.

Esta clasificación entre privilegios generales y especiales tiene la mayor importancia:

a) En principio, los primeros sólo pueden hacerse valer en los procesos universales, verbigracia, concurso o quiebra
del deudor o proceso sucesorio (art. 2580). En cambio, los segundos caben que sean invocados en los procesos
individuales.

b) Decretada la quiebra del deudor, los acreedores con privilegio general tienen que esperar el resultado de la
liquidación de la masa (que a veces lleva un tiempo muy prolongado) para cobrar sus créditos. En cambio, los que
tienen privilegio especial pueden hacer ejecución especial, es decir, la ejecución del bien sobre el cual recae el privilegio y
cobrarse de inmediato con su producido, cualquiera sea la suerte o la demora del concurso general, previa reserva de
las sumas necesarias para atender a acreedores preferentes (arts. 126 y 209, ley 24.522).

868. Fuentes legales

Los privilegios están sistemáticamente tratados en el Código Civil y Comercial y en la Ley de Concursos y Quiebras.
Nos ocuparemos de aquellos dos ordenamientos legales, haciendo referencia también a algunos privilegios reconocidos
por leyes esenciales.

§ 2. — Los privilegios en el Código Civil y Comercial

869. Clasificación

Ya hemos dicho que los privilegios se clasifican en generales y especiales.

A. — Privilegios generales

870. Ámbito de aplicación

Dado que se encuentra involucrado un conjunto de bienes, es lógico que solamente pueda ser aplicado en los procesos
universales (art. 2580), como las hipótesis de la quiebra o de las sucesiones.

El art. 2580 resulta un gran avance pues se elimina el sistema complicado y confuso que había creado Vélez Sarsfield.
871. Quid de los procesos universales

Son "aquellos procesos que versan sobre la totalidad de un patrimonio, con miras a su liquidación y distribución" (Palacio, Lino
E., Derecho Procesal Civil, t. IX, AbeledoPerrot online, 2009, Abeledo Perrot 9215/00142).

El art. 2579 delega en la ley correspondiente a los concursos, la regulación de los privilegios generales.

La última parte "exista o no cesación de pagos" del referido artículo se explica pues en la actualidad rige el principio
de recuperación de la empresa ante las crisis económicas, no requiriéndose aquel presupuesto objetivo clásico de la
quiebra.

Otra innovación que introduce el Código Civil y Comercial consiste en que los privilegios del ámbito sucesorio se
encontrarán regulados por la Ley de Concursos porque deberá respetarse el rango de preferencia de cada crédito
establecido en la mencionada ley (arts. 2357 y 2358). El juez deberá declarar la legitimidad de su pago (legítimo abono en
terminología legal).

B. — Privilegios especiales

872. Metodología adoptada

Ha enumerado el art. 2582 los diversos privilegios especiales, reduciendo de forma considerable los regulados
por Vélez Sarsfield.

No debe entenderse como un sistema cerrado pues el inc. f) del citado artículo remite a otros sectores del
ordenamiento jurídico que pueden establecer tanto privilegios como órdenes de prelación, tales como el derecho
marítimo y aeronáutico.

873. Privilegios eliminados

Resultan suprimidos en el Código Civil y Comercial diferentes privilegios consagrados en el Código de Vélez a favor
del locador, posadero, acarreador, acreedor por sumas debidas por gastos de semilla y cosecha, vendedor de cosa
mueble, depositante, vendedor de cosa inmueble, prestamista de fondos para la adquisición de un inmueble, herederos
o copartícipes y donante.

El de conservación, el de los arquitectos y empresarios que han sido contratados por el propietario para edificar,
reconstruir o reparar edificios u otras obras, los laborales y los de los derechos reales de hipoteca y prenda subsisten,
pero dotados de reglas generales.

En este sentido, resulta muy laudatorio haber abandonado el sistema casuístico adoptado por Vélez Sarsfield.
1. — Privilegios de gastos de conservación, mejora y construcción (inc. a])

874. Noción

Gozan de privilegio especial los gastos hechos para la construcción, mejora o conservación de una cosa, sobre ésta. Se
ha copiado, así, la primera parte del art. 241, inc. a), de la ley 24.522; suprimiendo, de manera lógica, la parte que dice
"mientras exista en poder del concursado por cuya cuenta se hicieron los gastos".

Puede tratarse de cualquier obra, sea de construcción, reconstrucción o reparación, trátese del ejido urbano o rural.
Dentro del rubro conservación de la cosa, cabe incluir los gastos de primas de seguros.

El asiento lo constituye la cosa sobre la cual se hayan hecho tales erogaciones. No debe olvidarse que el privilegio
subsiste siempre que la cosa se mantenga en el patrimonio del deudor. Si ella es transferida a un tercero de buena fe, el
privilegio se extingue (art. 2573).

Se ha incluido en este rubro al crédito de expensas comunes en la propiedad horizontal, opción que la doctrina y
jurisprudencia había sugerido desde hacía tiempo y que había previsto el art. 17 de la derogada ley 13.512. Se estima
recomendable incluir también en tal elenco al crédito de expensas, gastos y erogaciones comunes de los conjuntos
inmobiliarios (art. 2081).

2. — Privilegios de créditos laborales (inc. b])

875. Nociones generales

Las remuneraciones debidas al trabajador por seis meses y los provenientes de indemnizaciones por accidentes de
trabajo, antigüedad o despido, falta de preaviso y fondo de desempleo, gozan de privilegio especial.

Por su parte, el asiento del privilegio se encuentra constituido por las mercaderías, materias primas y maquinarias
que, siendo de propiedad del deudor, se encuentren en el establecimiento donde presta sus servicios o que sirven para
su explotación.

Se indica expresamente que para la hipótesis de edificación, reconstrucción o reparación de inmuebles, el privilegio
del crédito de los operarios contratados por el propietario recae sobre el inmueble en el cual han prestado sus tareas.

876. ¿Subsisten los privilegios regulados en la Ley de Contrato de Trabajo?

La sanción del Código Civil y Comercial de la Nación no implicó la supresión directa de los arts. 261 a 274 de la ley
20.744. Dado el carácter del microsistema del Título en estudio, es menester interrogarse si no han sido derogados
tácitamente.

El intérprete deberá tratar de conciliar los textos. Por ejemplo, el art. 269 de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT) le
otorga un ius persequendi al trabajador que no ha sido replicado en el inc. b) del artículo en ponderación.

A fin de evitar cualquier tipo de incertidumbre, se torna conveniente unificar los criterios a emplearse por ambos
ordenamientos. Por ello, se recomienda de lege ferenda que sea el Código Civil y Comercial el encargado de definir su
alcance.
877. Privilegios en la Ley de Contrato de Trabajo (LCT)

Según el art. 268, ley 20.744 (t.o. dec. 390/1976), los créditos por remuneraciones debidos al trabajador por seis meses
y los provenientes de indemnizaciones por accidentes del trabajo, antigüedad o despido, falta de preaviso y fondo de
desempleo, gozan de privilegio especial sobre las mercaderías, materias primas y maquinarias que integren el
establecimiento donde haya prestado sus servicios. El mismo privilegio recae sobre el precio del fondo de comercio, el
dinero, títulos de créditos o depósitos en cuentas bancarias que sean el resultado directo de la explotación, salvo que
hubieren sido recibidos por orden y cuenta de terceros.

Las cosas introducidas en el establecimiento por terceros no están afectadas al privilegio, salvo que estuvieren
permanentemente destinadas a su funcionamiento. De igual modo, son ajenas al privilegio las mercaderías dadas en
consignación por terceros.

Este privilegio se extiende a los intereses del crédito hasta dos años del momento de la mora, pero no a los gastos y
costas judiciales (art. 267).

878. Derecho de persecución

De acuerdo a la LCT, si las maquinarias o muebles sobre los cuales se acuerda el privilegio hubieran sido sacados del
establecimiento y estuvieren en poder de terceros, el trabajador podrá perseguirlas durante un plazo no mayor de seis
meses, aunque el tercero sea de buena fe (art. 269). Éste resulta ser un aspecto que colisiona con el Código Civil y
Comercial pues éste hace cesar el privilegio cuando la cosa que constituye el asiento ha sido transferida del patrimonio
del deudor (art. 2573).

Nos encontramos antes posiciones totalmente contradictorias: mientras el ordenamiento laboral brinda el ius
persequendi a los créditos laborales que gocen de privilegio especial, el derecho común no otorga tal ventaja.

Dado la especialidad del derecho laboral, cabe admitir su vigencia. No obstante, cierto sector de la doctrina (Mariani
de Vidal, Marina, "Sobre los privilegios especiales en el Código Civil y Comercial", LL Online, AR/DOC/518/2015) se
ha inclinado por la solución contraria al observar un caso de derogación tácita.

Asentada nuestra postura, nos parece excesivo el derecho de persecución que permite el art. 269, LCT que viene a
pesar sobre un tercero de buena fe, aunque en la práctica muy pocas veces podrá hacerse efectivo por la dificultad de
ubicar estas maquinarias y muebles una vez que se han retirado del establecimiento y por la brevedad del plazo en el
cual caduca el derecho de persecución. Por ello, consideramos conveniente su eliminación en una futura reforma
legislativa.

879. Subrogación

El privilegio especial establecido en favor del trabajador se traslada de pleno derecho a los importes que sustituyen a
los bienes sobre los cuales recae (art. 272, LCT). Ello concuerda con el art. 2584 del Código Civil y Comercial.
3. — Privilegios por impuestos, tasas y contribuciones (inc. c])

880. Noción

Siempre el Fisco ha gozado de privilegio en el cobro de sus créditos. Hay un interés público en asegurar la percepción
impositiva indispensable para el pago de los gastos públicos. El Estado, ya sea la Nación, las Provincias o los
Municipios debe gozar de recursos para administrar, a fin de emplearlos para el bien común; concepto, siempre tan
difícil de definir.

En el sistema del Código Civil de Vélez, el privilegio que gozaba el Estado era general. El Código Civil y Comercial,
en cambio, lo ha ubicado como un privilegio especial que recae sobre el bien gravado con el impuesto, la tasa o la
contribución por mejoras.

Debe señalarse, finalmente, que no se encuentran comprendidos por la norma las multas, ni los intereses punitorios.
Los créditos del Fisco no provenientes de impuestos (en sentido lato) tampoco gozan de privilegio.

4. — Privilegio del retenedor (inc. d])

881. Noción

Vélez Sarsfield no había otorgado ninguna preferencia al derecho de retención; cedía ante los créditos generales y
especiales. La reforma del mentado cuerpo a través de la ley 17.711 modificó sensiblemente el panorama descripto.
Dando un giro copernicano, lo hizo prevalecer frente a los demás privilegios, siempre que se ejerciera antes de la
constitución de éstos.

El texto vigente dispone que lo adeudado al retenedor por razón de la cosa retenida goza de privilegio especial, y el
asiento del privilegio es la cosa retenida o las sumas depositadas o seguridades constituidas de acuerdo a la posibilidad
que le ofrece al deudor el art. 2589.

5. — Créditos sobre garantías reales (inc. e])

882. Cuestiones preliminares

Las garantías reales tienen una fuerte protección legal fundada en la necesidad de facilitar la obtención de créditos.

Versa sobre figuras que afianzan el cumplimiento de obligaciones: hipoteca, anticresis, prenda, warrant, debentures y
obligaciones negociables, estos dos últimos con garantía especial o flotante.

Este inciso reúne en uno solo diversas situaciones previstas en varios artículos de los anteriores códigos Civil y de
Comercio: por ejemplo, arts. 3889 (prenda civil) y 3936 (hipoteca) del primero, y 582 (prenda comercial) del segundo.

Ahora bien, parece conveniente explicar someramente estas garantías reales:

a) Anticresis.— Es el derecho real de garantía que recae sobre cosas registrables individualizadas, inmuebles o
muebles, cuya posesión se entrega al acreedor o a un tercero designado por las partes, a quien se autoriza a percibir los
frutos para imputarlos a una deuda (art. 2212).
b) Hipoteca.— De acuerdo al art. 2205 es el derecho real de garantía que recae sobre uno o más inmuebles
individualizados que continúan en poder del constituyente y que otorga al acreedor, ante el incumplimiento del
deudor, las facultades de persecución y preferencia para cobrar sobre su producido el crédito garantizado.

c) Prenda común.— Cabe definirlo, siguiendo la impronta del art. 2219 como el derecho real de garantía sobre cosas
muebles no registrables o créditos instrumentados, constituido por el dueño o por la totalidad de los propietarios, en
instrumento público o privado, que requiere la realización de la tradición al acreedor prendario o al tercero que haya
sido designado al efecto.

d) Prenda con registro.— A diferencia de la anterior, la cosa queda en poder del deudor. Se encuentra regulada en el
dec.-ley 15.348/1946, ratificado por la ley 12.962, y ordenado por el dec. 897/1995.

e) Warrant.— Resultan ser títulos creados en aras de hacer más accesible el otorgamiento del crédito al productor, ya
sea agropecuario o industrial, o quien intervenga en la manufacturación de productos mineros o forestales. A partir del
dec. 165/1995 se incluye a las operaciones de crédito mobiliario sobre las mercaderías de origen extranjero que hayan
sido libradas a plaza como consecuencia de un destino definitivo de importación para consumo. Resulta disciplinado
por la ley 9643.

f) Debentures.— Vocablo de origen inglés, fue introducido por la reforma comercial del año 1889. El Código de
Comercio de 1862 nada disponía al respecto. Posteriormente, resultó contemplado por la ley 8875. Se trató de armonizar
la deficiencia reglamentaria del cuerpo legislativo argentino de aquel entonces con la presencia de sociedades
extranjeras, las cuales contaban con debentures emitidos conforme a las leyes de sus domicilios y la realización de
importantes inversiones en el país. En la actualidad se encuentran previstos en la Ley General de Sociedades 19.550. La
práctica exhibe un escaso uso de esta figura.

Resulta ser un instrumento de crédito que evita recurrir al aumento del capital social. Cabe calificarlo como mutuo,
incorporado a títulos valores representativos (Halperin, Isaac y Otaegui, Julio C., Sociedades Anónimas, nro. 2, 2ª ed.,
Depalma, 1998, p. 912). Es posible adunarles garantías reales.

Se encuentra contemplado por el art. 2582, inc. e), al estar permitido que se encuentre afianzado el préstamo con
garantías reales (modalidad especial) o con el conjunto de bienes presentes y futuros de la sociedad que emite los
debentures (modalidad flotante).

g) Obligaciones negociables.— Dado la escasa utilización de los debentures, se recurrió a un sistema de financiación más
ágil. Se concibió la figura de las obligaciones negociables por medio de la sanción de la ley 23.576.

Son títulos valores nominativos no endosables, cuyos cupones pueden ser al portador o valores escriturales.

Se torna posible afianzar su pago mediante la constitución de garantías reales (modalidad especial) o con el conjunto
de bienes presentes y futuros de la sociedad que emite las obligaciones negociables (modalidad flotante).

883. Asiento

La norma presenta la particularidad de no especificar los bienes sobre los que se asienta el privilegio.

En un primer orden de ideas, cabe afirmar que el asiento se encuentra constituido por el objeto de la garantía real. En
la hipótesis de los debentures y obligaciones negociables flotantes, abarcará todo la masa involucrada.

Sin embargo, resulta posible encontrarse con ciertas disposiciones especiales. Así, el art. 2192 establece: Extensión en
cuanto al objeto. En la garantía quedan comprendidos todos los accesorios físicamente unidos a la cosa, las mejoras y las rentas
debidas. Sin embargo, no están comprendidos en la garantía: a) los bienes físicamente unidos a la cosa que están gravados con
prenda constituida antes que la hipoteca o son de propiedad de terceros, aunque su utilización por el deudor esté autorizada por un
vínculo contractual; b) los bienes que posteriormente se unen físicamente a la cosa, si al tiempo de esa unión están gravados con
prenda o son de propiedad de terceros, aun en las condiciones antes indicadas.
6. — Privilegios especiales ajenos al Código Civil y Comercial (inc. f])

884. Los privilegios comprendidos

Son aquellos que se encuentran disciplinados por una normativa particular. En consecuencia, el Código Civil y
Comercial remite a los respectivos ordenamientos para establecer la extensión de tales preferencias.

Ellos son:

1) Ley de Navegación

Hay que tener en cuenta el Capítulo IV del Libro Tercero de la ley 20.094. Se destacan en su articulado: a) las
disposiciones generales (arts. 471 a 475), b) los privilegios sobre el buque, el artefacto naval y el flete (arts. 476 a 489), c)
los privilegios sobre el buque y el artefacto naval en construcción (arts. 490 a 493), d) los privilegios sobre las cosas
cargadas (arts. 494 a 498), e) la hipoteca naval (arts. 499 a 514).

2) Código Aeronáutico

Se aplican en este ámbito los arts. 58 a 64 del Capítulo VII del Título IV. Por otro lado, la extensión de la hipoteca
aeronáutica se encuentra señalada en el art. 54 del citado cuerpo legal.

3) Código de Minería

Hacen referencia a las preferencias sus arts. 269 y ss. El aviador de una mina tiene preferencia a ser pagado con
antelación a todo otro acreedor. No está de más señalar que el avío es el contrato por el cual una persona se obliga a
suministrar lo necesario para la explotación de una mina.

4) Ley de Entidades Financieras (ley 21.526)

El tema de privilegios se encuentra regulado en los arts. 13, 35 bis, 49 y 53.

El art. 13 determina que los acreedores de las sucursales de entidades extranjeras establecidas en el país gozan de
privilegio sobre los bienes que éstas posean dentro del territorial nacional.

El art. 35 bis aclara que ciertos acreedores privilegiados (créditos afianzados con garantía real de hipoteca o prenda o
surgido de relaciones laborales) podrán ejercer sus derechos sobre los activos excluidos por el Banco Central para ser
transferidos a fin de reestructurar una entidad financiera. Los acreedores de la Entidad Financiera enajenante de los
activos excluidos no tendrán acción o derecho alguno contra los adquirentes de dichos activos, salvo que tuvieren
privilegios especiales que recaigan sobre bienes determinados.

Se aplican las reglas generales conocidas en el art. 44: ante la revocación de una entidad financiera deberá respetarse el
orden de prelación respectivo y distribuirse los fondos de que disponga la entidad a prorrata entre los acreedores de
igual rango, cuando fueren insuficientes.

El art. 49, inc. d), se ocupa de disciplinar el grado de prelación de pago de distintos créditos en el supuesto de ocurrir
una liquidación judicial bancaria.

Sobresale, por último, por su importancia el art. 53 que versa sobre el orden de preferencia en el cobro acerca de los
fondos asignados por el Banco Central de la República Argentina y los pagos efectuados en virtud de convenios de
créditos recíprocos o por cualquier otro concepto y sus intereses. La máxima autoridad monetaria goza de preferencia
absoluta para satisfacer su crédito, salvo las excepciones allí establecidas.

5) Ley de Seguros (ley 17.418)

En este sentido, el art. 118 en su parte pertinente dispone: El crédito del damnificado tiene privilegio sobre la suma
asegurada y sus accesorios, con preferencia sobre el asegurado y cualquier acreedor de éste, aun en caso de quiebra o de concurso
civil.
C. — Extensión de los privilegios

885. Cuestión preliminar

Como se ha dicho anteriormente, se encuentra a cargo de la propia ley indicar qué rubros se aspira a satisfacer a
través del privilegio. El tema se encuentra disciplinado por el art. 2583.

886. Principio general

El privilegio comprende exclusivamente al capital; para extenderse a otros rubros se requiere una disposición especial
que así lo consagre (art. 2583, párr. 1º). Obedece al mismo orden de ideas recogido en el art. 2577.

887. Intereses (art. 2583, incs. a] y b])

Gozan de privilegio especial los intereses devengados:

— por los créditos laborales previstos en el art. 2582, inc. b), por dos años contados a partir de la mora.

— por los créditos muñidos de las garantías reales (art. 2582, inc. e]), correspondientes a los dos años anteriores a la
ejecución y los que corran durante el juicio.

888. Costas (art. 2583, inc. c])

Los acreedores mencionados en el punto anterior gozan de preferencia en este rubro (acreedores laborales
contemplados en el art. 2582, inc. b]), y aquellos que gozan de garantías reales citadas en el art. 2582, inc. e).

889. Créditos sin privilegio en cuanto a los intereses y costas

El privilegio de los acreedores de gastos hechos por construcción, mejora o conservación de una cosa, y por expensas
comunes (art. 2582, inc. a]), de impuestos y tasas y contribuciones (art. 2582, inc. c]) y de gastos por la retención de la
cosa (art. 2582, inc. e]), recae solamente sobre el capital. Por lo tanto, no tienen privilegio por los intereses que pudieron
devengarse ni por las costas judiciales.

890. Privilegios establecidos por una normativa especial (art. 2583, inc. d])

Resultan reglados por sus propios ordenamientos jurídicos.


891. Supuesto especial de la prenda con registro

Amerita especial atención el art. 43, inc. 5º, del dec.-ley 15.348/1946 (t.o. por dec. 897/1995), dada la delegación que
practica el art. 2220.

Determina el art. 43, inc. 5º, que el privilegio se extiende al capital e intereses, sin fijar plazo temporal alguno con
respecto a estos últimos. En virtud de que la ley especial puede armonizarse con los preceptos del derecho común, debe
entenderse que debe aplicarse en forma conjunta con el art. 2583, inc. b): gozan de privilegio los intereses
correspondientes a los dos años anteriores a la ejecución y los que corran durante el juicio.

D. — Orden de los privilegios

892. Complejidad del problema

El problema del orden de los privilegios, es decir, de cuáles acreedores deben ser pagados en primer lugar, si
concurren dos o más con preferencia legal, es uno de los más complejos del derecho civil. La ciencia jurídica no ha dado
todavía con un sistema que pueda considerarse satisfactorio; ello se debe a que estas preferencias no tienen un
fundamento unitario, sino que obedecen a motivos de índole variada, que chocan entre sí. Quizás el mecanismo idóneo
radica en la publicidad de los privilegios.

893. Solución adoptada

El art. 2586 se ha encargado de resolver tan arduo problema. Asienta como principio que la preferencia está dada
por la prelación que resulta de los incisos del art. 2582.

Aunque la estructura empleada resulta defectuosa, por no expresar con claridad su significado, quiere decir que los
privilegios especiales tienen la prelación que resulta del orden de los incisos del art. 2582. Así lo expresa de manera
específica el art. 243 de la ley 24.522.

Sin perjuicio de ello, no resulta posible desconocer que las soluciones que brindan los incs. b) al f) del art.
2586 obedecen a la idea de la preeminencia del privilegio anterior sobre el posterior. Regla contraria a las normas de la
Ley de Navegación y del Código Aeronáutico, en donde ocurre lo opuesto.

Se podría aseverar que dada la cantidad de las excepciones instauradas, el principio complementario radicaría
en qui prior est tempore, potior est iure —quien es primero en el tiempo, es más fuerte en el derecho—.

Se torna necesario indagar las hipótesis especiales previstas:

894. Hipótesis del art. 2582, inc. f) (art. 2586, inc. a])

Los diversos órdenes de prelación de los privilegios establecidos en la Ley de Navegación, el Código Aeronáutico, la
Ley de Entidades Financieras, la Ley de Seguros y el Código de Minería, se encuentran sujetos a los mismos
ordenamientos que los crean.
895. Retenedor (art. 2586, inc. b])

El retenedor cobra antes que los demás acreedores que gocen de privilegio especial, si la retención fue ejercida antes
de que estos últimos nazcan. Recoge la tesitura del art. 3946, párr. 2º, del Código Civil de Vélez.

896. Garantías reales (art. 2586, incs. c] y e])

El privilegio de los créditos con garantía real goza de preeminencia sobre los créditos fiscales y de construcción,
mejora o conservación, incluidos las expensas comunes en la propiedad horizontal (los casos disciplinados en el art.
2582, incs. c] y a], respectivamente), si su nacimiento resulta anterior a ellos.

Igual solución se predica para el conflicto entre créditos con garantía real y créditos laborales (art. 2582, inc. b]);
aquellos prevalecen si éstos se devengaron posteriormente.

897. Supuesto especial de warrant

La ley 9643 que regula al instituto de warrant no ha sido alterada por el Código Civil y Comercial de la Nación (art.
5º, ley 26.994). En consecuencia, sus preceptos mantienen su vigencia.

Determina el art. 22 que el acreedor del warrant goza de un privilegio superior con respecto a cualquier otro crédito,
que no sean los derechos del depósito especial, las comisiones y gastos de venta y el impuesto establecido por el art. 25,
referido al valor de las mercaderías.

El citado artículo hace prevalecer el cobro de los derechos del depósito especial, comisiones y gastos de venta y el
impuesto al valor sobre las mercaderías sobre el crédito del acreedor del warrant. No condice de manera estricta con las
directivas establecidas en art. 2586, incs. c) y e) (véase número anterior).

El empleo de la derogación tácita debe reservarse como último recurso. No resulta contradictorio que a pesar de las
normas que contenga el Código Civil y Comercial en cuanto a privilegios, pueda aplicarse los preceptos propios de una
ley especial en este ámbito.

Nos inclinamos por la aplicación conjunta de ambos articulados. Las reglas del Código Civil y Comercial gobiernan el
orden de prelación del warrant, salvo para los supuestos especiales del derechos del depósito especial, comisiones y
gastos de venta y el impuesto al valor sobre las mercaderías (art. 22, ley 9643). Sin embargo, debemos señalar que se ha
propiciado la derogación tácita de este último artículo (Mariani de Vidal, Marina, "Sobre los privilegios especiales en el
Código Civil y Comercial", LL Online, AR/DOC/518/2015, nro. IV.a).

De todos modos, proponemos de lege ferenda la modificación del art. 22 de la ley 9643, para que coincida con el cuerpo
de derecho común.

898. Supuesto especial de prenda con registro

Se ha delegado de manera expresa a través del art. 2220 la regulación de este instituto en una reglamentación especial.
Tal tarea resulta cumplida actualmente por el dec.-ley 15.348/1946 (t.o. por dec. 897/1995), que no ha perdido su
vigencia con la sanción del Código Civil y Comercial (art. 5º, ley 26.994).

Amerita su ponderación separada dado que el referido decreto contiene preceptos propios sobre el tema:
a.) Prenda con registro y locación. Establece el art. 42, párr. 1º, que la prenda no perjudica el privilegio del acreedor
por alquileres de predios urbanos, por el término de dos meses; ni al de predios rurales por un año de arrendamiento.
Se torna requisito insoslayable que la locación se encontrase inscripta antes de la prenda en el Registro de Prenda, o que
los créditos consten en el contrato de prenda.

Este artículo ha quedado vacío de contenido en razón de haber eliminado el Código Civil y Comercial el privilegio del
locador. Tampoco la Ley de Concursos y Quiebras lo contempla. Debe considerar en sendos ámbitos que el crédito de
locador es quirografario.

b.) Orden de prelación de la prenda con registro. Reza el art. 43: En el caso de venta de los bienes afectados, sea por mutuo
convenio o ejecución judicial, su producto será liquidado en el orden y con las preferencias siguientes: 1) Pago de los gastos de
justicia y conservación de los bienes prendados, incluso sueldos y salarios, de acuerdo con el Código Civil. Inclúyese en los gastos de
conservación el precio de locación necesario para la producción y mantenimiento del objeto prendado durante la vigencia de la
prenda; 2) Pago de los impuestos fiscales que graven los bienes dados en prenda; 3) Pago del arrendamiento del predio, si el deudor
no fuese propietario del mismo, en los términos del art. 42. Si el arrendamiento se hubiese estipulado en especie, el locador tendrá
derecho a que le sea entregado en esa forma; 4) Pago del capital e intereses adeudados del préstamo garantizado; 5) Pago de los
salarios, sueldos y gastos de recolección, trilla y desgranado que se adeuden con anterioridad al contrato, siempre que el Código Civil
le reconozca privilegios. Los créditos del inc. 1º gozan de igual privilegio y serán prorrateados en caso de insuficiencia del producto
de la venta. Será nula cualquier estipulación incorporada al contrato prendario con la finalidad de establecer que la cosa prendada
pueda liquidarse en forma distinta a la establecida en este decreto, sin perjuicio de que, después de vencida la obligación prendaria,
las partes acuerdan la forma de liquidación que más le convenga, salvo lo dispuesto en el art. 39.

Los incs. 1º y 5º se encuentran comprendidos entre los gastos de conservación y mejora de la cosa (art. 2582, inc. a]).
No refieren si gozan de preeminencia solamente aquéllos originados antes de la constitución de la prenda con registro o
todos los que se devengan. Cabe aplicar de manera integral el art. 2586, inc. c): cobrarán primero los créditos de
conservación originados de manera previa a la creación del derecho real de garantía.

Se torna susceptible del mismo razonamiento el inc. 2º con referencia al art. 2586, inc. c): prevalecen los impuestos
fiscales generados antes de la constitución de la prenda.

El supuesto de preferencia entre locación y prenda del inc. 3º ha devenido inoperativo al carecer el primero de la
cualidad de privilegio.

Por último, nuevamente, es posible aplicar de manera integral el inc. 4º con el art. 2586, inc. c).

899. Créditos fiscales y de construcciones (art. 2586, inc. d])

Los créditos fiscales y los derivados de la construcción, mejora o conservación, incluyéndose los créditos por expensas
comunes en la propiedad horizontal, gozan de preferencia sobre los créditos laborales que surjan después.

900. Privilegios de un mismo rango que afecten idénticos bienes (art. 2586, inc. f])

Aquellos créditos que compartan el grado de prelación y recaigan sobre el mismo bien, se liquidan a prorrata.
E. — Reserva de gastos

901. Noción

La reserva de gastos se refiere a aquellas erogaciones que no se encuentran vinculadas con el propio crédito, sino en el
desenvolvimiento del juicio.

De acuerdo al art. 2585 comprende los importes correspondientes a la conservación, custodia, administración y
realización del bien, como a los gastos y honorarios generados por las diligencias y tramitaciones llevadas a cabo sobre
ese bien y en interés del acreedor.

No han sido unánimes las opiniones de los autores respecto a su naturaleza jurídica. Se aseveró que era un privilegio.
Otra tesitura postuló su encuadre como preferencia.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación se manifestó en el ámbito falencial: Estos créditos no constituyen privilegios
sino más bien una categoría ajena y extraconcursal; más aún, su régimen de satisfacción no sigue la secuencia y marcha del proceso
colectivo, atendiéndose los respectivos reclamos inmediatamente y, en caso de insuficiencia de fondos, está previsto el prorrateo y no
la preferencia de los débitos respecto de otros (CSJN, 6/4/1993, "Maquillan SA Cía. Financiera s/quiebra, incidente de
verificación de crédito promovido por Liporace L.", ED 154-578).

§ 3. — Los privilegios en la Ley de Concursos

902. Distintas clases de privilegios

La ley distingue entre los créditos nacidos en el propio concurso y los créditos que eran exigibles al deudor; y, entre
estos últimos, diferencia privilegios generales y especiales.

903. Créditos nacidos en el concurso

Los créditos causados en la conservación, administración y liquidación de los bienes del concursado y en el trámite
del concurso deben ser pagados con preferencia a los demás créditos que existan contra el deudor, salvo que éstos
tengan privilegio especial. El pago de estos créditos debe hacerse cuando resulten exigibles y sin necesidad de
verificación (art. 240, ley 24.522).

La norma comprende diferentes créditos tales como los honorarios tanto del abogado del deudor en su concurso
como del síndico, las costas judiciales generadas por la actuación de este último y los gastos producidos por la
continuación de la actividad de la empresa, entre otros.

904. Créditos con privilegio especial

Según el art. 241 de la ley 24.522, tienen privilegio especial sobre el producido de los bienes que en cada caso se indica.

1º) Los gastos hechos para la construcción, mejora o conservación de una cosa, sobre ésta, mientras exista en poder del
concursado por cuya cuenta se hicieron los gastos.
2º) Los créditos por remuneraciones debidas al trabajador por seis (6) meses y los provenientes por indemnizaciones
por accidentes de trabajo, antigüedad o despido, falta de preaviso y fondo de desempleo, sobre las mercaderías,
materias primas y maquinarias que, siendo de propiedad del concursado, se encuentren en el establecimiento donde
haya prestado sus servicios o que sirvan para su explotación.

3º) Los impuestos y tasas que se aplican particularmente a determinados bienes, sobre éstos. Si bien no se ha hecho
mención a la contribución de mejoras, la jurisprudencia mayoritaria la incluye dentro de este inciso.

4º) Los créditos garantizados con hipoteca, prenda, warrant y los correspondientes a debentures y obligaciones
negociables con garantía especial o flotante.

5º) Lo adecuado al retenedor por razón de la cosa retenida a la fecha de la sentencia de quiebra. El privilegio se
extiende a la garantía establecida en el art. 3943 del Código Civil de Vélez, que en la actualidad debe entenderse
referido al art. 2589 del Código Civil y Comercial).

6º) Los créditos indicados en el Título III del Capítulo IV de la Ley de Navegación (ley 20.094), en el Título IV del
Capítulo VII del Código Aeronáutico (ley 17.285), los del art. 53 de la ley 21.526, reformada por la ley 24.627 que alude
al privilegio que goza el Banco Central de la República Argentina, y los de los arts. 118 y 160 de la Ley de Seguros (ley
17.418), que se refieren respectivamente a los privilegios del damnificado sobre el asegurado y del asegurado frente al
reasegurador en caso de liquidación de la compañía aseguradora.

905. Créditos con privilegio general

Conforme con el texto vigente del art. 246, luego del agregado introducido por la ley 24.760, son créditos con
privilegio general:

1º) Los créditos por remuneraciones y subsidios familiares debidos al trabajador por seis (6) meses y los provenientes
por indemnizaciones de accidente de trabajo, por antigüedad o despido y por falta de preaviso, vacaciones y sueldo
anual complementario, los importes por fondo de desempleo y cualquier otro derivado de la relación laboral. Se
incluyen los intereses por el plazo de dos (2) años contados a partir de la mora, y las costas judiciales en su caso.

2º) El capital por prestaciones adeudadas en organismos de los sistemas nacional, provincial o municipal de seguridad
social, de subsidios familiares y fondos de desempleo.

3º) Si el concursado es persona física:

a) Los gastos funerarios según el uso;

b) Los gastos de enfermedad durante los últimos seis (6) meses de vida;

c) Los gastos de necesidad en alojamiento, alimentación y vestimenta del deudor y su familia durante los seis (6)
meses anteriores a la presentación en concurso o declaración de quiebra.

4º) El capital por impuestos y tasas adeudados al fisco nacional, provincial o municipal.

5º) El capital por facturas de crédito aceptadas por hasta veinte mil pesos por cada vendedor o locador. A los fines del
ejercicio de este derecho, sólo lo podrá ejercitar el librador de ellas incluso por reembolso a terceros, o cesionario de ese
derecho del librador.
906. Créditos comunes o quirografarios y créditos subordinados

La Ley de Quiebras (ley 24.522) prevé además otras dos categorías de acreedores: los comunes o quirografarios y los
subordinados.

Son créditos comunes o quirografarios aquellos a los que no se les reconocen privilegios (art. 248). Estos acreedores
deben esperar para satisfacer su crédito que se pague previamente a los acreedores privilegiados con privilegio especial.
También deben esperar a que se paguen los créditos causados en la conservación, administración y liquidación de los
bienes del concursado y en el trámite del concurso, y, finalmente, el capital emergente de sueldos, salarios y
remuneración mencionados en el inc. 1º del art. 246 de la ley 24.522 (art. 247, ley cit.).

Por otra parte, la ley establece un régimen particular para cuando concurren acreedores comunes con acreedores que
gozan de un privilegio general. En este caso, debe tenerse en cuenta que los créditos con privilegio general sólo pueden
afectar la mitad del producto líquido de los bienes. Ahora bien, en lo que exceda de esa proporción los acreedores con
privilegio general deben participar a prorrata con los quirografarios por la parte que no perciban como privilegiados
(art. 247, ley 24.522).

Con respecto a esto último, es necesario indicar que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha determinado que en
virtud de la Convención 173 y de la Recomendación 180 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los créditos
laborales (los créditos correspondientes a salarios por un período determinado, vacaciones, ausencias retribuidas e
indemnizaciones por finalización de servicios como las indemnizaciones por accidentes del trabajo y enfermedades
profesionales cuando corran directamente a cargo del empleador), no se encuentran sujetas a los límites y prorrateos de
los arts. 247 y 249 de la Ley de Concursos y Quiebras. Deben cobrar en forma preferente a los demás acreedores, con las
escasas excepciones que tales instrumentos internacionales contemplan (CSJN, 26/3/2014, "Pinturas y Revestimientos
aplicados SA s/ quiebra", La Ley Online, AR/JUR/4224/2014).

Finalmente, debe señalarse que en la actualidad existe un acreedor que es postergado, incluso, por el acreedor común:
el acreedor subordinado. Se trata de un sujeto que ha convenido con su deudor la postergación de sus derechos
respecto de otras deudas presentes o futuras que tenga este último. Por ello, la ley prevé que ese crédito se rija por las
condiciones de su subordinación (art. 250, ley 24.522).

907. El sistema falencial de privilegios en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia

El Máximo Tribunal, de manera novedosa, ha declarado la inconstitucionalidad de los arts. 239, párr. 1°, 241, 242,
parte general, 243 parte general e inc. 2° de la ley 24.522. Como consecuencia de la referida circunstancia, se ha
declarado verificado un crédito indemnizatorio de quien era al tiempo del hecho dañoso menor de edad, que
normalmente es quirografario, con el rango de privilegio especial de primer orden, preferente a cualquier otro (a
excepción de las garantías reales), en la quiebra del instituto donde fue operado y sufrió mala praxis. Ha primado para
la mayoría de la Corte las disposiciones de la Convención sobre los Derechos del Niño (CSJN, 26/3/2019, "Institutos
Médicos Antártida s/quiebra s/inc. de verificación (R.A.F. y L.R.H. de F.", La Ley Online, AR/JUR/1632/2019). La
extensión del privilegio comprende el capital reclamado y los intereses prefalenciales por dos años.

Esta solución debe ser considerada excepcional a tenor de las circunstancias del caso: como consecuencia de la
operación, el menor de edad sufrió lesiones cerebrales gravísimas, con una incapacidad total e irreversible, una parálisis
en los cuatro miembros que le impide movilizarse y un retraso en el crecimiento.
§ 4. — Extinción

908. Distintas causas

Los privilegios se extinguen, aunque el Código Civil y Comercial no haya dedicado precepto específico al respecto:

a) Por extinción del crédito principal, pues siendo el privilegio accesorio de un crédito, es evidente que con la extinción
de éste por pago, renuncia, confusión, novación, imposibilidad de pago prescripción, etcétera, queda también
extinguido el privilegio.

b) Por renuncia del privilegio, hecha por el titular (art. 2575). Esta renuncia no implica en modo alguno la del crédito;
puede ser expresa o tácita, pues la ley no establece ningún requisito formal. Expresamente, como hemos recordado más
arriba, se encuentra prohibida la renuncia del privilegio del crédito laboral.

c) Por la pérdida o destrucción de la cosa afectada. La pérdida debe ser completa, porque si algo quedara de la cosa,
sobre ella seguirá ejerciéndose el privilegio.

d) Por haber salido los bienes del patrimonio del obligado (art. 2573). El bien deja de desempeñar la función de garantía, de
indemnidad en el cumplimiento de las obligaciones pactadas. En consecuencia, quita substrato al privilegio. La
excepción debe estar expresamente determinada por ley. De acuerdo a nuestra opinión (véase nro. 854), el titular de un
crédito laboral goza del ius persequendi por un plazo de seis meses (art. 269, LCT).

§ 5. — Derecho de retención

909. Concepto

Resulta, en simples palabras, el derecho que tiene un acreedor para conservar en su poder una cosa que pertenece y
debía entregar a su deudor, hasta que éste le pague la deuda (Escriche, Joaquín, Diccionario razonado de legislación y
jurisprudencia, p. 1442, voz "retención", París-México, Librería de la Vda. de C. Bouret, 1912).

Fue descripto por Vélez Sarsfield en el art. 3939 del Código Civil que él redactó: El derecho de retención es la facultad que
corresponde al tenedor de una cosa ajena, para conservar la posesión de ella hasta el pago de lo que le es debido por razón de esa
misma cosa.

El Código Civil y Comercial no contiene una definición particular del instituto pero lo regula, como se verá en el
número siguiente.

Es un recurso eficaz para obligar al deudor al cumplimiento de sus obligaciones; se nutre, además, en indiscutibles
razones de equidad, pues quien no cumple con sus obligaciones (en este caso, el pago), no puede exigir a la otra parte
que cumpla con las suyas (la restitución de la cosa). El privilegio es un orden de preferencia o prelación que se tiene
respecto de los demás acreedores; el derecho de retención es sobre todo un recurso que se tiene contra el deudor. Sin
embargo, el derecho de retención genera un privilegio.

El derecho de retención puede ser ejercido sobre toda cosa que deba restituirse, y siempre que esté en el comercio y
sea embargable (art. 2588).
910. Ubicación legislativa

El Código Civil y Comercial ha continuado la senda trazada por Vélez Sarsfield. El régimen, que a continuación se
analizará, se halla en el Libro Sexto, Título III, arts. 2587 al 2593, inmediatamente después de los privilegios. No se
encuentra dividido por ningún capítulo.

911. Condiciones del ejercicio

Se torna menester, de acuerdo al art. 2587, la concurrencia de los siguientes requisitos:

a) Posesión o tenencia de la cosa en poder del retenedor.— Tales son las relaciones de poder que se refiere el citado artículo
bajo el vocablo detentación. El Proyecto de Código Civil de 1998 (art. 2526) había optado por designarlas de manera
expresa.

b) Adquisición por medios lícitos.— Se estima que resultaría disvaliosa brindar tal facultad a la persona que entró en
contacto con la cosa por maneras que no condicen con el ordenamiento jurídico; verbigracia, por vías de hecho. Opción
por la que se ha inclinado el Código Civil alemán (art. 273).

c) Existencia de un crédito exigible a favor del titular.— No es necesario que sea líquido. La norma indica la existencia de
una obligación cierta y exigible, a diferencia del Proyecto de Código Civil de 1998 que lo circunscribía a obligaciones
dinerarias (art. 2526).

d) Vínculo entre el crédito y la cosa.— Es decir, el crédito debe originarse por la cosa retenida. No es indispensable que
medie relación contractual entre el obligado y el acreedor. Por ejemplo, el copropietario que hace gastos de
conservación o reparación en la cosa común, puede retenerla hasta ser pagado por sus copropietarios.

e) No requiere autorización judicial ni manifestación del retenedor.— El ejercicio de la retención no precisa que exista una
autorización previa del juez, ni requiere que el retenedor manifieste su decisión de retener antes de comenzar a ejercer
su derecho (art. 2589). Simplemente está facultado a retener porque existe una deuda impaga de la que es acreedor.

912. Quid de los actos a título gratuito

El mentado art. 2587 establece de forma general que quien detenta la cosa a título gratuito por medio de un contrato
no podrá invocar el derecho de retención.

La excepción finca en las hipótesis de tenencia desinteresada, aquélla en la cual el sujeto de la relación de poder
menor no tiene un interés en ello, sino que le brinda utilidad a quien entrega la cosa. El depósito gratuito constituye su
ejemplo más cabal.

Concuerda con la regulación del comodato, que impide al comodatario retener la cosa recibida (art. 1538), lo que se
estudia en otra parte (Borda, Alejandro, Derecho Civil. Contratos, cap. XXXIX, La Ley, 2016).

913. Caracteres

Se encuentran disciplinados en el art. 2592:


a) Es indivisible (inc. a]); puede ser ejercido sobre toda la cosa hasta que la totalidad de la deuda haya sido pagada; y si
las cosas son varias, puede ejercerse sobre todas ellas, sin que el propietario pueda reclamar la entrega de algunas en
proporción a la parte de la deuda pagada;

b) Es accesorio de un crédito principal (inc. b]), sin el cual no se concibe su existencia. Sigue la suerte de aquél. Al
extinguirse el crédito, el derecho de retención pierde su razón de ser. Si se cede el crédito, se trasmite el derecho de
retención al cesionario. Pero no sucede lo mismo a la inversa: la desaparición del derecho de retención no conlleva
inexorablemente la extinción del crédito. Por lo demás, el derecho de retención no puede negociarse, cederse o
transmitirse independientemente del crédito al que accede.

c) Es una excepción procesal; sobre este concepto vamos a extendernos en el número siguiente.

914. Naturaleza jurídica

La naturaleza jurídica del derecho de retención es una de las vexatas quaestios del derecho civil. Las opiniones
sostenidas son múltiples e inconciliables. Nos ocuparemos de las más significativas.

a) Para algunos autores es un derecho real, porque puede ser opuesto inclusive a terceros. Sin embargo, cabe señalar
que no integra el elenco de ellos que enumera el art. 1887.

b) Para otros es un derecho personal porque es un accesorio de un derecho creditorio, sin contar con que no confiere
al titular un derecho de persecución.

c) Para otros es un derecho sui generis, que sin ser real, puede ser opuesto a terceros.

Nos parece que estas teorías tienen un punto de partida erróneo. Se empeñan en asimilar el derecho de retención a los
derechos reales o personales, sin advertir que no se trata de un derecho sustancial que pueda ser ubicado dentro de
dichas categorías, sino de una excepción procesal que permite al acreedor retener la cosa en tanto no haya sido pagado. Es
verdad que el titular de un derecho de retención no está obligado a esperar pasivamente que el otro reclame la
restitución para oponer su excepción; él puede también demandar el pago de la deuda; pero esta acción la tiene como
titular del crédito al cual accede el derecho de retención. Éste no le da otro derecho que resistirse a la entrega de la cosa
en tanto no se le pague.

A. — Casos en que es ejercible

915. Principio general

Establece el primer párrafo del art. 2587 que Todo acreedor de una obligación cierta y exigible puede conservar en su poder la
cosa que debe restituir al deudor, hasta el pago de lo que éste le adeude en razón de la cosa.

No es necesario, por consiguiente, que el derecho de retención sea reconocido por una disposición legal expresa con
relación a cada caso particular; basta que se dé el supuesto general de esta norma, para que sea ejercible. El Código Civil
de Vélez, más allá de que había previsto una norma análoga (art. 3940), había determinado de manera expresa, en
algunos preceptos relacionados a ciertos contratos, la posibilidad de invocar este instituto.
916. Supuestos particulares

Sin perjuicio del principio asentado en el punto anterior, conviene analizar ciertas situaciones particulares.

917. Relaciones de poder

El Código Civil y Comercial, en el Título II del Libro IV, no contiene normas similares a los arts. 2428 y 2440 surgidas
de la pluma de Vélez Sarsfield, que hagan mención específica al derecho de retención.

Desempeñará un papel de relevante importancia el art. 2587 en cuanto permite ejercer la mencionada facultad a quien
ha obtenido la detentación por medios que no sean lícitos.

En consecuencia, tanto el poseedor de buena fe como el de mala fe simple y el tenedor gozarán del ius retentionis por
las mejoras que puedan repetir. Se encuentra excluido el poseedor de mala fe viciosa, aquel que adquiera esta relación
de poder mediante hurto, estafa o abuso de confianza, si es mueble, o violencia, clandestinidad o abuso de confianza, si
es inmueble (art. 1921), de acuerdo a lo determinado en el art. 2587, segundo párrafo.

La regla general del art. 1938 indica que se podrá exigir al propietario el costo de las mejoras necesarias, excepto
aquéllas originadas por la culpa del poseedor de mala fe, y las útiles hasta el mayor valor adquirido por la cosa.

918. Tenencia

No obstante lo referido en el punto anterior, el citado art. 1938 resulta ser una disposición general que comprendería
no sólo la posesión sino también la tenencia. Hay que adicionar el art. 1940 que faculta al tenedor a reclamar del
poseedor el reintegro de los gastos de conservación que hubiese afrontado en la medida de que estuviesen a cargo de
este último.

Sin embargo, existen hipótesis particulares:

a) Comodato.— Se ha seguido la tesitura de Vélez Sarsfield quien en su art. 2278 se apartó de la solución recogida en las
Partidas (Ley 9, título II, Partida 5º). En la nota a su artículo expresaba que "sería en extremo duro que el comodante, después
de beneficiar al comodatario, se viese privado de su cosa por gastos más o menos ciertos o justos".

Se torna determinante la redacción del nuevo art. 1538, segundo párrafo: tampoco puede retenerla por lo que le deba el
comodante, aunque sea en razón de gastos extraordinarios de conservación, de lo que se concluye que el comodatario no puede
retener la cosa recibida en ningún caso.

b) Locación.— El art. 1226 permite al locatario, al ejercer el derecho de retención, percibir los frutos naturales que la
cosa produzca. Esta norma debe ser coordinada con el art. 2590, inc. c), que reitera la concesión de tal facultad, pero
cabe aclarar que el locatario no está obligado a retener.

Si las partes no establecen lo contrario, el locatario podrá invocar el ponderado instituto cuando sufrague las mejoras
necesarias, siempre que el contrato se resuelva sin su culpa, excepto que sea por destrucción de la cosa (art. 1202). Se
encuentran a su cargo las mejoras de mero mantenimiento (art. 1207).

Los valores de los frutos naturales se compensan con el crédito a favor del locatario en el momento de la percepción.

El mismo planteo se realizaba alrededor del art. 1580 del Código Civil velezano. Permitía al locatario esgrimir como
defensa contra la pretensión de cobro de alquileres las erogaciones a título de mejora o gastos que pudiera compensar.
919. Pago por subrogación

Constituye uno de los efectos accidentales del pago. Es cuando un tercero realiza la prestación que hubiese debido
cumplir el deudor; en consecuencia, reemplaza al acreedor en la relación jurídica obligacional. Verbigracia, el
propietario no deudor de una finca hipotecada que paga la deuda.

Su virtualidad típica consiste en que transfiere al solvens, aquél que paga, todos los derechos y acciones del sujeto
activo, incluyendo a los accesorios. El art. 918 hace expresa mención al derecho de retención, si lo hubiere, como
contenido de la transmisión.

920. Aplicaciones jurisprudenciales del principio general

Se ha reconocido el derecho de retención al constructor sobre el inmueble en que realizó las obras, al que realiza una
obra sobre la cosa de otro, aunque no haya sido encargada por el dueño, al escribano sobre los títulos de propiedad, al
arquitecto sobre los títulos de la finca que se le entregaron para hacer los planos, a los abogados y procuradores sobre el
crédito que hicieron efectivo con su gestión.

B. — Efectos

1. — Derechos

921. Atribuciones que puede invocar el retenedor

Ha sido labor del art. 2590 prever tales situaciones:

a) Acciones y defensas que surgen de su título y acciones posesorias (inc. a]).— El efecto esencial del derecho de retención es
el poder del acreedor de mantenerse en la posesión o tenencia de la cosa hasta tanto se le pague su crédito. Y si él fuera
desposeído contra su voluntad por el propietario o por un tercero, puede reclamar la restitución por las acciones
posesorias o los interdictos.

Sin embargo, el propietario o los terceros interesados pueden solicitar la entrega de la cosa si ofrecen garantía
suficiente del pago del crédito del retenedor (art. 2589, in fine); en tal caso, su pretensión de continuar reteniendo la cosa
sería abusiva.

Le es posible ejercer, también, los derechos que surgen de la relación jurídica obligacional que origina la retención;
verbigracia, el cobro de suma de dinero por reparación de rodado.

b) Percepción de canon por depósito (inc. b]).— Se configura una relación de depósito. Nacen facultades y obligaciones
entre las partes a instancias de esta nueva situación jurídica, entre las que se encuentra exigir una suma de dinero por la
tarea de cuidado de la cosa retenida. Para ello, el acreedor debe intimar previamente al deudor para que cumpla su
obligación y retire la cosa.

c) Imputación de frutos o retención anticresista (inc. c]).— Cabe la posibilidad de que el acreedor pueda imputar los frutos
naturales que produzca la cosa retenida para cancelar su crédito. Doctrina calificada ha indicado que condice con una
mejor técnica legislativa referirse a provechos (Leiva Fernández, Luis F. P. "El derecho de retención en el Proyecto de
Código. Avances y retrocesos", LL Online, AR/DOC/2481/2013, Punto XXIII). Previamente, deberá intimar a su
deudor en tal sentido.

Debe imputar los frutos primero a los intereses y el excedente al capital.


No se encuentra obligado el retenedor a hacerlo. Queda la decisión a su arbitrio. En este sentido, se admite pacto en
contrario.

922. Prescripción

El retenedor no puede adquirir por prescripción la cosa, pues la retención es un reconocimiento tácito de un mejor
derecho en cabeza de otra persona, a menos, claro está, que intervierta el carácter de su relación de poder.

A la inversa, el crédito en cuya virtud se ejerce la retención no prescribe nunca, pues el ejercicio de este derecho es una
manifestación enérgica de la voluntad de no abandonarlo (art. 2592, inc. e]).

923. Situación frente a los acreedores privilegiados

Para resolver el conflicto que puede plantearse entre un acreedor que ejerce el derecho de retención y otro que es
titular de un crédito privilegiado, será necesario recurrir a los arts. 2582, inc. d], y 2586, inc. b]).

El primero indica que el asiento del privilegio del retenedor recae sobre la cosa retenida o las sumas depositadas o
seguridades constituidas para liberarla.

El segundo resuelve el conflicto de prelación: prevalece el privilegio por la retención realizada si su ejercicio resulta
anterior al surgimiento de los demás privilegios especiales.

Atañen a la ley 24.522 disciplinar la cuestión del instituto en ponderación con los privilegios generales del ámbito
falencial.

924. Situación frente a los restantes acreedores

Frente a los restantes acreedores quirografarios, la situación es clara: el derecho de retención no impide que los otros
acreedores embarguen la cosa retenida y hagan la venta judicial de ella. No se perjudica al retenedor pues su privilegio
se traslada al precio (art. 2592, inc. d]).

925. Situación del dueño de la cosa retenida

Como determina el art. 2592, inc. c), el deudor no se encuentra privado de su poder de disposición al estilo de un
fallido. Le es permitido constituir derechos personales y reales sobre la cosa.

Sin embargo, para que el derecho real sea eficazmente constituido o transmitido en la mayoría de los casos, deberá ser
desinteresado el retenedor para que se cumpla el requisito de modo suficiente: es decir, para que se le pueda hacer
al accipiens la tradición, esto es la entrega efectiva de la cosa.
2. — Obligaciones

926. Deberes

Se encuentran contemplados en el art. 2591.

a) No usar la cosa retenida (inc. a]).— El retenedor no puede emplearla, es decir, realizar con ella actos de acuerdo a su
naturaleza o destino.

Resulta posible establecer lo contrario (permitir el uso de la cosa) mediante una estipulación expresa. Tal pacto puede
ser de distinta índole, total o parcial en cuanto al ejercicio. La norma menciona la posibilidad de pactar el uso de los
frutos, lo que se hace a mero título ejemplificativo.

b) Conservación (inc. b]).— Debe el retenedor mantener en buen estado la cosa de acuerdo a las condiciones del bien en
el momento en que entró en contacto con ella. Debe desplegar, por tanto, un cuidado diligente.

También debe afrontar las mejoras necesarias, gozando de la facultad de repetirlas contra el propietario de la cosa.

c) Restitución (inc. c]).— Como lógico corolario de la cancelación de la deuda, debe restituir la cosa. Es que, en tal caso,
pierde su razón de ser el derecho de retención.

d) Rendición de cuentas (inc. c]).— El retenedor debe rendir cuentas al deudor de cuanto hubiera percibido en concepto
de frutos.

Se torna necesario determinar si el resultado de la imputación de los frutos consiste en un saldo positivo o negativo a
favor del acreedor.

927. Consecuencias de su infracción

Si se transgrediera este elenco de deberes, el propietario podrá exigir su reintegro, poniendo fin al derecho de
retención (conf. art. 2593, inc. f]).

C. — Ámbito falencial

928. Concurso o quiebra del acreedor de la restitución

El art. 2592, inc. f), delega el ejercicio del derecho de retención a normas especiales cuando se presenta las situaciones
del acápite; en la actualidad, se encuentra vigente la ley 24.522.

En el supuesto de quiebra, el ejercicio del derecho de retención se suspende por imperio del art. 131 de la Ley de
Concursos y Quiebras. El retenedor debe entregar el bien en cuestión al síndico. Levantada la falencia, si aún no ha sido
liquidado, debe serle restituido al legitimado para invocar esta excepción procesal dilatoria; no corresponde que sea
devuelto al fallido.

A cambio de ello, la Ley de Concursos y Quiebras le reconoce al retenedor un privilegio (art. 241, inc. 5º, ley 24.522).
Se torna condición sine qua non que haya ejercido este derecho antes del dictado de la sentencia de quiebra.

Sin embargo, es posible que se produzca una colisión con otro crédito que goce de preferencia. La solución radica en
aplicar el art. 243, inc. 2º, de la ley 24.522. Esta norma ha seleccionado como criterio de prioridad la temporalidad del
ejercicio del derecho de retención. En consecuencia, prevalece éste, si el inicio de su ejercicio resulta anterior al
nacimiento del crédito con privilegio especial.

No ha sido dedicado en la hipótesis de concurso preventivo un precepto sobre el tema. Se ha sugerido la aplicación
del referido art. 131 de la ley 24.522, reconociendo, sin embargo, la existencia de una jurisprudencia negativa en este
punto. En cualquier caso, el juez podrá ordenar el otorgamiento de una garantía sustitutiva. Si posteriormente deviene
la quiebra, el acreedor tendrá el privilegio del citado art. 241, inc. 5º de la referida ley.

D. — Extinción

929. Enumeración ejemplificativa

Las causales que invoca el art. 2593 no deben ser interpretadas como taxativas. Falta por ejemplo la referencia a la
substitución por una garantía suficiente que permite el art. 2589.

930. Modalidades

Dado el carácter accidental del derecho de retención, resulta apropiado discriminar en causas propias y reflejas.

Las primeras, propias, atañen al instituto en análisis. Las segundas, reflejas, inciden sobre el derecho de retención por
afectar el crédito garantizado.

Todas ellas se encuentran previstas en el art. 2593. Se seguirá el orden de sus incisos.

a) Causales reflejas (inc. a]).— Son aquellas que producen la extinción del crédito principal. Verbigracia:

Pago.— Además del deudor, se torna posible que el solvens sea un tercero. Para ocasionar efecto cancelatorio, debe
cumplirse con los principios de identidad e integridad. El acreedor no se ve obligado a aceptar un pago parcial.

Novación.— Extingue la obligación principal con sus accesorios, por ser reemplazada por una nueva. Desaparecería el
derecho de retención, a menos que el segundo crédito pudiera también dar base a éste.

Prescripción liberatoria.— Ocasiona la extinción de la acción del cobro del crédito principal. El ejercicio del derecho de
retención constituye una causal de interrupción de ella, como lo indica el art. 2592, inc. e). En consecuencia, no
desarrolla sus consecuencias en dicho ámbito.

Demás hipótesis.— La transacción, remisión de la deuda, renuncia, e imposibilidad de pago, también, conllevan a la
misma virtualidad de concluir la retención por constituir modalidades de extinción del crédito principal.

Afianzamiento del pago de la obligación con garantía suficiente.— A través de la garantía suficiente dada, se tutela el
derecho del retenedor. La seguridad en el pago hace innecesario el derecho de retención.

b) Medios directos (incs. b] a f]).— Se extingue directamente el derecho de retención:

Pérdida de la cosa (inc. b]).— La desaparición del objeto de la retención priva al instituto de eficacia. La hipótesis de
destrucción se encuentra comprendida.

Para que cese el derecho de retención, la pérdida debe ser completa (la norma la califica de total). Si es parcial, se
podrá ejercer sobre el resto que se conservase.

Si se trata de un deterioro culpable por parte del retenedor, queda configurado el supuesto de abuso, del que nos
ocupamos más adelante.
Renuncia (inc. c]).— Significa, a nuestro criterio, el acto jurídico escrito por el cual el titular del derecho de retención
abdica de su facultad, sin renunciar a la satisfacción del crédito principal.

Si no se le diese este contenido, se confundiría con las hipótesis de los incs. a) o d) del art. 2593 (extinción del crédito,
o, entrega y abandono, respectivamente).

Entrega o abandono voluntario de la cosa (inc. d]).— Versa, a diferencia del inc. c), sobre actos materiales.

Debe ser voluntario, pues de otra manera, el retenedor podrá invocar a su favor las acciones posesorias y los
interdictos (art. 2590, inc. a]).

Si la cosa es restituida a su dueño, no renace el derecho de retención.

Si a instancias del abandono, la cosa se destruye, el retenedor será responsable de los perjuicios ocasionados.

El secuestro de la cosa por orden judicial para ser vendida no hace perder el derecho de retención, sino que los
derechos del retenedor sobre la cosa se trasladan al precio (art. 2592, inc. d]).

Confusión (inc. e]).— Coincidiendo la calidad de acreedor y deudor en la misma persona, pierde razón de ser el
derecho de retención. Necesariamente la cosa debe ser ajena.

Tal confusión no produce su típica consecuencia si una norma dispone lo contrario.

Incumplimiento de las obligaciones por parte del retenedor (inc. f]).— Si esté no lleva a cabo los deberes que se encuentran a
su cargo, puede ser sancionado con la pérdida de su derecho.

Se trata, principalmente, del uso prohibido de la cosa.

Abuso del derecho (inc. f]).— Cuando el retenedor adopta una actitud que contraríe los fines del ordenamiento jurídico o
que exceda los límites impuestos por la buena fe, la moral y buenas costumbres, el magistrado podrá decretar la
extinción de su derecho.

Se transforma en un caso particular de aplicación del art. 10 del Código Civil y Comercial.

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