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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE

HONDURAS

PSICOLOGÍA DE LOS PROCESOS SOCIALES

CATEDRÁTICA: SENIA MARILÚ OCHOA

ESTUDIANTE: KATERIN ESTER ALMENDAREZ

CUENTA: 20181000453

SECCIÓN: 1100 LUNES Y MIÉRCOLES

RESUMEN DEL CAPITULO SEXTO DE MARTIN BARO


CAPITULO SEXTO LAS ACTITUDES: SU CONCEPTO Y VALOR
INTRODUCCION
El 29 de junio de 1976, la Asamblea Legislativa de El Salvador
decretaba el "Primer proyecto de Transformación Agraria", según el
cual una de las zonas más productivas del país sería expropiada
para iniciar allí un tímido plan de redistribución de "la tierra. El
proyecto establecía que las propiedades en la zona no podían
superar las 35 hectáreas y concedía un poder decisivo al Instituto
Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA) para determinar las
formas de expropiación e indemnización. Sin embargo, el proyecto
no tenía nada de revolucionario, y el gobierno del Coronel Molina lo
llamó de "Transformación Agraria" (TA) consciente de que una
"Reforma Agraria" requería cambios más profundos que los
propuestos (Menjívar y Ruiz, 1976). Su objetivo explícito era
aumentar el número de propietarios privados y propiciar la
reactivación de la economía nacional mediante el desarrollo de un
mercado interno. En conjunto, el proyecto fue presentado como un
"seguro de vida" para el futuro del capitalismo y de los mismos
capitalistas en el país (Zamora, 1976). A pesar del carácter
reformista del proyecto y de los planteamientos más que moderados
del gobierno, la reacción de terratenientes y empresarios privados
salvadoreños fue inmediata y de gran violencia. Sorprendidos por la
medida, los propietarios trataron de convencer al gobierno sobre la
inconveniencia del proyecto entablando un debate público en
términos ideológicos. El conflicto puso de manifiesto los distintos
valores en que unos y otros se apoyaban para justificar su diversa
actitud ante la TA. Así, el debate sobre la TA puede analizarse como
un intento de parte de gobernantes y propietarios privados por hacer
cambiar de actitud a sus oponentes (Martín-Baró, 1977). Un análisis
de los documentos publicados durante el debate, permite distinguir
en él tras fases. En la primera, el gobierno expuso su actitud
favorable a la TA como un primer paso para resolver la injusticia
social existente en el país y como un esfuerzo por salvar el sistema
democrático: por su lado, la empresa privada ignoró
sistemáticamente el argumento de la injusticia social y basó su
actitud de rechazo a la TA en el supuesto de que la "estatización" de
las tierras llevaría a la ineficiencia en la producción y de que la TA
constituía una medida "comunista", opuesta precisamente al sistema
democrático. Unos y otros mantenían, por tanto, una actitud
radicalmente opuesta, al vincular el objeto de la actitud (la TA) con
un valor distinto: en un caso, con la necesidad de combatir la
injusticia social, en el otro con la necesidad de mantener la eficiencia
productiva. Esta distinta perspectiva sobre la TA hacía a unos
considerarla como la tabla de salvación para el sistema democrático,
y a los otros como un medio para su destrucción. En la segunda fase
del debate, el gobierno mantuvo su actitud, aunque empezó a
prestar más atención al valor de la productividad esgrimido por los
propietarios; por su parte, éstos reforzaron su actitud de oposición a
la TA insistiendo en el argumento de que era una medida comunista,
opuesta a la democracia y a la voluntad popular. Desde ese
momento podía preverse que el valor "democracia" y su relación con
la TA sería el pivote en que se basaría la resolución del debate. En
la última fase, ambos contendientes se esforzaron por mostrar que
su actitud era la que mejor correspondía a la defensa de la
democracia, pero mientras el gobierno volvió a enfatizar la
necesidad de eliminar la injusticia social, los empresarios y
terratenientes esgrimieron el derecho "natural" a la propiedad
privada. La Tabla 4 muestra los valores en que ambos contendientes
fundaron su actitud en las tres fases del debate, que culminó con la
victoria de los empresarios y la abrogación de la TA apenas tres
meses después de promulgado el Proyecto.
Sería ingenuo pensar que fue el debate público el que llevó a los
empresarios y terratenientes salvadoreños a "doblarle el brazo" al
gobierno e impedir la ejecución del proyecto de TA (A sus órdenes,
1976). , De hecho, ya a partir de la segunda fase del debate, junto a
las razones ideológicas. los empresarios aplicaron una amplia gama
de presiones al gobierno, desde el boicot económico hasta el
chantaje y la violencia. Los partidarios de la TA fueron insultados,
hostigados, apaleados o simplemente asesinados, y junto a una
costosa campaña de agresión verbal por los medios de
comunicación, empezaron a aparecer en el país los famosos
"escuadrones de la muerte" imponiendo la violencia y el terror. Ya
fuera por los argumentos ideológicos, ya fuera por las presiones
materiales, el hecho es que el gobierno tuvo que dar marcha atrás y
suprimir el proyecto de TA. Ahora bien, ¿cambió realmente la actitud
de quienes desde el gobierno habían propiciado la TA? La pregunta
es importante, ya que muchos psicólogos suelen argumentar que,
para que se produzcan cambios sociales significativos, deben
cambiar antes las actitudes de las personas. Es difícil responder a
esta pregunta. De hecho, los principales involucrados en el proyecto
de TA abandonaron el gobierno tan pronto como se detuvo su
ejecución. Posiblemente, tampoco lo hicieron por convicción, sino
como resultado de su derrota. Sin embargo, no faltaron quienes
permanecieron en el gobierno, empezando por el propio presidente,
Coronel Molina, y mostraron un notorio cambio de actitud práctica
respecto al valor e importancia de la TA, asumiendo el discurso
ideológico de los propietarios. Si realmente se produjo o no un
cambio de actitud en ellos, es imposible afirmarlo desde fuera -tan
imposible como verificar hasta qué punto la actitud original en favor
de la TA quedó adecuadamente reflejada en los pronunciamientos
públicos. En todo caso, y aunque no hubiera habido actitud ni por
consiguiente un verdadero cambio, el concepto de actitud habría
sido útil para analizar el conflicto y su resolución desde su vertiente
ideológica, sin por ello incurrir en una reduccionismo psicologista o
ignorar los límites del análisis psicosocial. Si, como parece ser el
caso, fueron las presiones políticas y económicas más que los
argumentos ideológicos los que produjeron el cambio en la actitud
del gobierno hacia la TA o, por lo menos, el cambio en su
comportamiento, este hecho resulta de importancia a la hora de
evaluar la consistencia de las actitudes, su enraizamiento social, así
como las posibilidades de su cambio. Precisamente el estudio
contemporáneo de las actitudes comenzó con una inquietud
despertada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los
esfuerzos de los aliados fueron inútiles para cambiar la actitud de los
alemanes hacia Hitler o, al menos, su comportamiento práctico en el
sentido de desertar o no seguir combatiendo con los nazis'. La
conclusión a que entonces se llegó fue que las personas son mucho
más reacias a cambiar sus actitudes fundamentales, sobre todo
aquellas de más honda significación social, de lo que se había
pensado o de lo que podrían llevar a concluir ciertos estudios de
laboratorio. Sobre la dificultad de cambiar las actitudes básicas de la
persona dan fe aquellos métodos que desde 1951 se conocen con el
nombre de "lavado cerebral", término con el que Edward Hunter
(1951, 1956) traducía el término chino "hsinao". Las técnicas del
"lavado cerebral" se hicieron famosas durante la Guerra de Corea,
cuando los chinos trataron de cambiar la mentalidad de los
prisioneros (ver Recuadro 20). A pesar de lo extremo de la situación
en que se aplicaron las técnicas y de los esfuerzos realizados, los
resultados obtenidos fueron más que magros: muy pocos prisioneros
se plegaron a los cambios inducidos y menos aún han mantenido la
nueva actitud (ver Lifton, 1963; Schein, Schneier y Barker, 1971). En
Guatemala recientemente se ha producido un hecho que ha vuelto a
poner sobre el tapete la cuestión del lavado cerebral. El 9 de junio de
1981, el P. Eduardo Pellecer, un joven jesuita guatemalteco, era
violentamente secuestrado en plena calle por fuerzas de la policía.
Su detención fue negada por los cuerpos de seguridad, hasta que al
fin compañeros, familiares y amigos lo dieron por muerto. Sin
embargo, el 30 de septiembre, en un verdadero golpe teatral, el
gobierno guatemalteco invitó a una "conferencia de prensa", donde
el P. Pellecer, como en los mejores tiempos de Corea, hizo su auto
confesión, incriminó a todos aquellos que anteriormente habían sido
sus hermanos y colaboradores, ypidió públicamente perdón por el
mal cometido con su apostolado sacerdotal en beneficio de los
pobres y oprimidos. Desde entonces, el P. Pellecer ha sido exhibido
por televisión y en cuidadosas representaciones ofíciales en diversos
países latinoamericanos, pero en ningún momento ha sido dejado en
libertad ni ha podido abandonar la "protección" de los cuerpos de
seguridad guatemaltecos. No cabe duda de que, en el caso de P.
Pellecer, no se trata de una "conversión", al menos en el sentido de
un cambio voluntario y profundo en las opciones de la persona; la
duda está sobre si el cambio aparente de su actitud se debe explicar
en virtud de alguna forma de lavado cerebral o basta para explicarlo
el control total que la policía sigue ejerciendo sobre su vida. Su
manera mecánica y compulsiva de hablar abona la tesis del lavado
cerebral; el que los cuerpos de seguridad guatemaltecos sigan
manteniendo aislado, oculto y bajo su control al P. Pellecer apoya la
tesis del temor y la amenaza. Pero, cualquiera sea la razón y quizás
los dos factores entren en juego el caso del P. Pellecer muestra lo
difícil que resulta producir un cambio profundo de actitudes. Estos
dos casos, el de un cambio de política y el de un cambio personal,
muestran la importancia que tienen las actitudes en los procesos
históricos o, al menos, el valor que puede tener el concepto de
actitud para analizar los hechos psicosociales más significativos en
la vida de una sociedad. Como ya indicábamos antes, es muy
común la opinión de que para que se puedan producir cambios
sociales significativos, primero tienen que darse cambios en la
actitud de las personas. Un ejemplo concreto de esta postura lo
constituye el librito de Fernando Durán, "Cambio de mentalidad,
requisito del desarrollo integral de América Latina" (1978). El autor,
un psicólogo vinculado al Centro para el Desarrollo Económico y
Social de la América Latina (DESAL), mantiene que es necesario
transformar el "carácter latinoamericano", ya que sus rasgos
actuales representan "un obstáculo al desarrollo integral" (pág. 13)
de las sociedades de América Latina. El trabajo de Durán hace agua
por varios lados, y no es el 'tenor de sus fallos un psicologismo que
no llega ni siquiera a weberiano. Con todo, no se puede ignorar lo
que de verdad hay en posturas como la de Durán. Si no fuera por
otra razón, los problemas de Cuba, donde a veinte años de la
revolución castrista todavía muchos miles de personas buscan el
horizonte consumista de los Estados Unidos, nos obligan a pensar
que, como afirmaba Wilhelm Reich (1933/1965), los regímenes
sociales no se estabilizan mientras no se asienten en el carácter de
la población.
EL CONCEPTO DE ACTITUD
El concepto de actitud está de tal manera arraigado en nuestra
cultura, que resulta un término de uso casi cotidiano. Esto no quiere
decir que siempre o en todas partes se emplee con la misma
significación, o que el sentido que le da el uso coloquial del término
equivalga a su sentido técnico. En general, el significado que se
suele asignar al término es el que ofrece el diccionario, "disposición
de ánimo". Afirmamos, por ejemplo, que nos encontramos en una
actitud positiva hacia los cambios sociales o que hemos adoptado
una actitud de severidad hacia uno de nuestros hijos, qué tenemos
una actitud agresiva hacia los negocios o que hemos tomado una
actitud crítica frente a lo que dicen los periódicos. Etimológicamente,
"actitud" es un término que surge en castellano a comienzos del
siglo XVII y que proviene del italiano "attitudine". Con este término
los críticos de arte italianos aludían a las posiciones que el artista
daba al cuerpo de su estatua o de su representación gráfica y con
las cuales pretendía evocar ciertas disposiciones anímicas de la
persona representada. ¡Actitud, por tanto, es una postura corporal en
la que se materializa y expresa la postura del espíritu. De hecho, los
psicofisiólogos mantienen que una actitud no puede ser separada de
la postura que constituye su materia. Desde un punto de vista motor,
actitud es una manera de mantener el cuerpo, ya que mientras una
posición se da, una postura es adoptada o mantenida. De ahí la
expresión de "adoptar una actitud". El sustrato postural de la actitud
radica en una actividad particular de la musculatura llamada tónica.
El tono (del griego "tonos", que significa tensión) es un estado de
contradicción ligera y permanente de los minúsculos estriados que
asegura el equilibrio del cuerpo en reposo y el mantenimiento de las
actitudes, y está controlado por centros cerebrales y del cerebelo.
Cuando una persona se encuentra con la tensión y la fuerza
adecuadas para la actividad, se dice que "está entonada". La actitud
es, pues, desde una perspectiva corporal, una estructura
preparatoria, una orientación determinada del cuerpo que prepara al
individuo para percibir y actuar de determinada manera. Por ello, la
actitud corporal expresa y canaliza la actitud psicosocial, a la que
sirve de sustento, pero sobre la cual también puede ejercer un
influjo. Es bien sabido que cuando, por exigencias de su trabajo o de
su rol social, una persona tiene que adoptar una actitud, así sea de
fachada, el mantenimiento de ese esquema postural termina por
influir su espíritu y la persona acaba sintiendo aquello que sólo
fingía. El carácter preparatorio de la actitud corporal constituye el
correlato del carácter preparatorio que define a la actitud psicosocial.
Según la definición clásica de Gordon W. Allport (1935, pág. 810),
"una actitud es un estado de disposición mental y nerviosa,
organizado mediante la experiencia, que ejerce un influjo directivo o
dinámico en la respuesta del individuo a toda clase de objetos y
situaciones". La idea central es que la actitud supone una
preparación de la persona para actuar de una u otra manera ante
cada objeto y, por tanto, la transitoriedad de cada comportamiento
queda anclada en la estabilidad de lo que son disposiciones de la
persona. De este modo, con el concepto de actitud se pretende
ofrecer una respuesta a la psicología como ciencia cuando busca un
principio unificador de la diversidad de conductas así como un
principio que vincule lo individual con lo social, lo personal con lo
grupal. La actitud como tal no es visible ni directamente observable.
Se trata de una estructura hipotética, un estado considerado como
propio de la persona, pero cuya existencia sólo se puede verificar a
través de sus manifestaciones. Es difícil, por consiguiente, afirmar si
alguien tiene realmente una actitud mientras no se observe su
proceder. Por otro lado, para definir el carácter y naturaleza de las
actitudes es necesario actuar sobre ellas, lo que significa que sólo
cuando se logra producir un cambio de actitud en alguien puede
deducirse en forma lógica lo que constituye la esencia de una
actitud. La diversidad de teorías y modelos que se han formulado
acerca de las actitudes proviene de los intentos prácticos que se han
hecho por lograr cambiar las actitudes de grupos o personas en
diferentes situaciones. Puede afirmarse que la conceptualización de
lo que son las actitudes depende de la forma concreta como se ha
conseguido o se ha creído conseguir el cambio de actitud de las
personas. Tomando como punto de orientación este esquema que
va del cambio de las actitudes a la definición de su naturaleza,
podemos distinguir tres enfoques predominantes en la psicología
social: el enfoque de la comunicación aprendizaje, el enfoque
funcional y el enfoque de la consistencia.
EL ENFOQUE DE LA COMUNICACIÓN APRENDIZAJE.
Si tenemos la paciencia para sentarnos ante la televisión y
contemplar alguno de los "enlatados" norteamericanos con que
diaria se nos obsequia, podremos ver a la hora de los anuncios
alguna bella artista de cine recomendándonos usar un determinado
jabón que a ella le ha ayudado a conservar "su cutis terso" o
emplear un determinado "champú" que le permite mantener su pelo
"limpio y sedoso". En tiempos electorales, no faltará algún conocido
deportista o profesional que nos recomiende votar por tal o cual
partido, por tal o cual candidato. El mecanismo es bien conocido: se
trata de aprovechar el prestigio que la persona tiene en algún área
determinada (la belleza, el fútbol, la medicina) para influir en nuestro
ánimo y convencernos de que compremos tal producto o votemos
por tal partido, es decir, para despertar en nosotros una actitud
positiva hacia ese producto comercial o ese partido político. La
importancia que tiene la fuente informativa para lograr influir en las
personas que reciben una información fue investigada
sistemáticamente por un grupo de psicólogos sociales como parte de
un programa más amplio desarrollado en la Universidad de Yale bajo
la dirección de Carl I. Hovland. Así, por ejemplo, Hovland y Weiss
(1951) probaron que una comunicación que proviene de una fuente
con mucha credibilidad para el auditorio es más persuasiva que la
misma comunicación transmitida por una fuente con poca
credibilidad. Los investigadores utilizaran cuatro informaciones, y
cada una de ellas la transmitieron a dos grupos, en un caso como
procedente de una fuente muy creíble, en el otro como procedente
de una fuente poco creíble. Las informaciones se referían a la
necesidad de vender los antihistamínicos sin receta médica, a la
responsabilidad de la industria del acero en la escasez de este
producto, al futuro del cine ante la aparición de la televisión y a la
conveniencia de construir submarinos atómicos. Los resultados
indicaron que la información transmitida por la fuente creíble produjo
un cambio de opinión en 16.4% más de personas que la transmitida
por la fuente poco creíble. Con todo, la diferencia del efecto entre
unos y otros desapareció cuatro semanas más tarde, disminuyendo
el influjo sobre unos y aumentando sobre otros, lo que fue llamado
"el efecto del durmiente" —el influjo a mediano y largo plazo.
Hovland consideraba que si una fuente creíble producía más cambio
de opinión que una no creíble era debido a su asociación con
refuerzos positivos, lo que incrementaba la probabilidad del
aprendizaje (ver Hovland, Janis y Kelley, 1953). De hecho, Hovland
estaba aplicando al campo de las actitudes la teoría sobre el
aprendizaje enunciada por Clark L. Hull: una actitud se cambiaba
mediante un proceso de aprendizaje utilizando los debidos
refuerzos. Hull (1943, 1952) consideraba que había diversas
variables que intervenían entre el estímulo y la respuesta. La más
importante de ellas es el potencial de reacción, que se puede definir
como la capacidad que posee un organismo en un momento
determinado para responder de un modo u otro a un estímulo. El
potencial de reacción es una función multiplicativa de una pulsión y
otros factores como la intensidad del estímulo o la magnitud del
incentivo. Según Hull, una pulsión es todo estímulo interno del
organismo que dinamiza su conducta. Habría dos tipos de pulsiones:
una pulsión general, que produce un incremento general de la
actividad, y estimulaciones específicas, que conducen a respuestas
particulares, innatas o aprendidas. La fuente básica de las pulsiones
son, según Hull, las necesidades primarias. Hovland aplicó los
conceptos de potencial de reacción o pulsión a las actitudes, que
definió como "aquellas respuestas implícitas" por las que el individuo
tiende a acercarse o a alejarse de "un determinado objeto, persona,
grupo o símbolo" (Hovland, Janis y Kelley, 1953, pág. 7). Las
actitudes poseen un "valor pulsional" que les permite poner en
marcha el comportamiento de las personas. Ahora bien, puesto que
el ser humano es un organismo racional, las actitudes están
íntimamente ligadas con las opiniones, que Hovland define como
"una amplia serie de anticipaciones y expectativas". Tanto las
opiniones como las actitudes son aprendidas: "las opiniones, como
otros hábitos, tenderán a conservarse a menos que el individuo
tenga nuevas experiencias de aprendizaje" (Hovland, Janis y Kelley,
1953, pág. 10). Un cambio de opinión producirá un cambio en la
actitud correspondiente: "asumimos que la aceptación depende de
los incentivos y que, para cambiar una opinión, es necesario crear
un incentivo más grande para realizar la nueva respuesta implícita
que para realizar la antigua" (pág. 11). Aunque el grupo de Yale
concebía la actitud desde la perspectiva del aprendizaje, era también
consciente del enraizamiento social de las actitudes y de que el
aprendizaje de las actitudes tiene lugar en el grupo al que se
pertenece. Las ideas de los individuos dependen en buena medida
de su grupo, que les transmite ciertas creencias, opiniones y puntos
de vista, así como les premia unas creencias mientras les castiga
otras. Hovland y sus colaboradores utilizaron la concepción de Kurt
Lewin sobre la pertenencia de los grupos y la integraron a su
esquema sobre las actitudes. De ahí su énfasis en los procesos de
comunicación social como ámbito peculiar para la formación y el
cambio de actitudes. A la luz del modelo de Hovland sobre las
actitudes, se han realizado numerosas investigaciones orientadas a
determinar las condiciones en que una comunicación puede ser más
convincente y lograr un influjo mayor en la, audiencia. En el
Recuadro 21, se muestran algunas conclusiones sacadas de estos
experimentos acerca de las características de quien transmite la
información y la forma como la transmite. En síntesis se puede
afirmar que para que una persona cambie su opinión y, por
consiguiente, su actitud acerca de un objeto es necesario que
atienda a la información que se le transmite, que comprenda el
argumento y sus conclusiones, y que, al experimentar o anticipar los
beneficios que van aparejados con el nuevo punto de vista, acepte
cambiar su opinión y su actitud. Para que me incline a comprar el
jabón enunciado, primero tendré que prestar atención a la figura de
Michelle Pfeiffer o Ali McGraw en televisión, lo que no parece difícil
supuesto el carácter de este medio de comunicación. Más difícil será
que me convenza de que estas artistas conservan su belleza o "la
tersura de su piel" utilizando el jabón de marras. Claro que todo es
posible, y bien pudiera suceder que, en mi próxima visita al
supermercado o a la droguería, al ver el jabón de esa marca me
decida a comprarlo sin una conciencia clara de por qué. El grupo de
Yale ha sido pionero en la investigación sobre las actitudes. Basta
ver los nombres de quienes, en uno u otro momento participaron en
él (Carl I. Hovland, William J. McGuire, Irving L. Janis, Jack W.
Brehm, Milton Rosenberg, Robert P. Abelson, Harold H. Kelley y
otros), para comprender su carácter seminal respecto a la psicología
social contemporánea. Pero por ello mismo ya en este trabajo se
encuentran algunos de los principales defectos que aquejan a la
corriente predominante en psicología social, principalmente su a
historicidad y ciertos presupuestos filosóficos. La falta de sentido
histórico en el modelo de la comunicaciónaprendizaje está ligada a
su orientación experimental. A pesar de que la inquietud que estaba
a la raíz del programa de investigación había brotado por los
acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, el grupo de Yale
consideró que el manejo "científico" del problema requería del
laboratorio y a sus coordenadas remitió su trabajo. No se trata de
negar el valor del laboratorio en psicología social ni de argumentar
que su distanciamiento frente a la "realidad" quite validez a sus
aportes. El problema es quizá más sutil: el laboratorio constituye
también una realidad, tiene una vida social con sus reglas y sus
exigencias y, por tanto, una ideología que canaliza unos intereses
sociales y no pocas veces los distorsiona y hasta oculta. El
paradigma del laboratorio presupone que el "control" de variables
permite captar los fenómenos en su pureza, como si los fenómenos
fueran realidades puras, abstractas de sus concomitantes históricos,
particularmente de los sentidos que expresan y de las fuerzas que
materializan. Por eso, los fenómenos estudiados en el laboratorio o
son intranscendentes o tienden a trivializarse, sin que las más de las
veces pueda concluirse de ellos que, cuando sus resultados se
apliquen a las áreas sensibles de la vida humana como era el caso
para los soldados alemanes luchando por su patria y su familia, van
a tener vigencia las. Condiciones hipotéticas verificadas. El
laboratorio asume de hecho que el aquí y ahora de los fenómenos
proporciona sus verdaderas dimensiones, olvidando que sólo en su
totalización, en sus ramificaciones totales, adquieren su pleno
carácter, lo que es particularmente verdad de los fenómenos
psíquicos y sociales. El inmediatismo no es una simple exigencia de
limitaciones presupuestarias, sino un requisito de la naturaleza
misma del laboratorio. Uno de los puntos débiles del modelo de la
comunicaciónaprendizaje consiste en su imprecisión conceptual
acerca de lo que es un refuerzo, imprecisión característica a todas
las teorías del aprendizaje. Por otro lado, concede una gran
importancia al aspecto cognoscitivo al considerar la opinión como el
punto clave para la determinación de una actitud; sin embargo, la
conexión entre opinión y actitud no es suficientemente clarificada y
no se ve de qué forma o por qué razón el cambio de opinión arrastra
casi en forma automática el cambio de actitud. Más aún, tampoco
está claro en el modelo de la comunicación-aprendizaje la conexión
entre comprensión de un argumento y convencimiento: yo puede
comprender las razones que se me exponen acera de la bondad de
un jabón, de un candidato político o de una medida legal y, sin
embargo, discrepar con respecto a esas razones o simplemente no
aceptarlas. Es frecuente incluso el caso en que una persona no
tenga argumentos en contra de un determinado punto de vista y
mucho menos pueda rebatir las razones que se le exponen y, sin
embargo, no se decida a aceptar esos argumentos o a hacer suya
esa opinión. En el fondo, el problema es que este modelo sobre las
actitudes parte de una concepción racionalista del ser humano y se
presupone que la lógica formal arrastra la lógica psicológica, lo que
no es necesariamente cierto. La psicología humana tiene su
psicológica (Rosenberg), entre otras razones porque además de
razón el hombre es afecto, y además de inteligencia tiene intereses,
personal y social.
EL ENFOQUE FUNCIONA
Si se tomara en serio el enfoque de la comunicación-aprendizaje
sobre el cambio de actitudes, antes de poner en marcha una
importante medida política o social habría que desarrollar una amplia
campaña de información que tendiera a cambiar las actitudes
opuestas a esa medida política o social. Así, por ejemplo, antes de
iniciar la Transformación Agraria, el entonces Coronel Molina
debería haber iniciado una campaña sistemática dirigida a los
terratenientes y capitalistas salvadoreños a fin de cambiar su actitud
de oposición a ese tipo de reformas. Lo curioso es que el principio
enunciado nos parece lógico y hasta evidente, pero el ejemplo nos
lleva a mover la cabeza dubitativamente y a pensar que una tal
campaña propagandística con la oligarquía no hubiera conseguido
muchos resultados. De hecho, los norteamericanos tienen ya alguna
experiencia en este terreno tras muchos años de intentar cambiar la
actitud prejuiciada de la población blanca hacia los negros. Uno tras
otro, los esfuerzas masivos de modificar esa actitud por medios
persuasivos ha constituido un rotundo fracaso, y sólo cuando se han
impuesto medidas coercitivas de integración legal las actitudes
raciales ha empezado a ceder poco a poco. Hay muchas razones
por las cuales se puede concluir que las personas no van a cambiar
sus opiniones y actitudes ante una campaña de persuasión. El
enfoque funcional expone una razón muy poderosa: las actitudes
son útiles y cumplen funciones importantes para las personas. La
utilidad de las actitudes reside sobre todo en que dan respuesta a
necesidades individuales o de grupo. En este sentido, las actitudes
serían la estructura psicológica que materializa los intereses sociales
ante los objetos de la realidad. Por tanto, mientras la persona siga
experimentando las mismas necesidades y sólo disponga para
canalizarlas de determinadas actitudes, esas actitudes se mostrarán
reacias a todo intento por cambiarlas. La actitud de los
norteamericanos blancos ante sus compatriotas negros sólo empezó
a cambiar cuando fueron desapareciendo las necesidades que la
fundamentaban (por ejemplo, la competencia por puestos escasos
de trabajó) o cuando el mantenimiento de la actitud racial producía
más daños que beneficios (por ejemplo, la persecución legal). En el
conflicto de la Transformación Agraria antes descrito, la actitud de
los terratenientes y propietarios se mantuvo inflexible ya que su
oposición se basaba en sus intereses económicos y en la necesidad
de mantener el control sobre el futuro del país, necesidad que
sentían amenazada por el proyecto de TA, por más argumentos que
se les diera sobre su conveniencia o sobre los beneficios que de él
recibirían. Quizá la primera formulación del modelo funcional de las
actitudes la realizaron Brewster Smith, Jerome S. Bruner y Robert
W. White (1956). Según estos tres psicólogos, para cambiar una
actitud hará falta cambiar algunas de las funciones que realiza para
la persona. Estas funciones son tres:
a) función evaluativa: mediante la actitud, la persona se orienta
acerca del significado de un objeto en la realidad;
b) función adaptativa: las actitudes sirven para facilitar y
mantener las relaciones sociales;
c) c) función expresiva: las actitudes protegen a la persona de
tensiones y conflictos internos.
No todas las actitudes sirven las tres funciones, pero según la
función predominante así será el carácter de la actitud. "En la
medida en que predomina la evaluación del objeto, la persona tiende
a actuar racionalmente... En la medida en que las actitudes de una
persona están enraizadas, primariamente en una adaptación social,
estará menos orientada hacia los hechos que hacia lo que piensan
los demás... En la medida en que las actitudes de una persona
sirvan para externar problemas internos y, por tanto, están
imbricadas en sus defensas contra tensiones oscuras y sin resolver,
se puede esperar que sean rígidas y poco dúctiles a razones y
hechos o a manipulaciones sociales simples" (Smith, Bruner y White,
1956, pág. 277). A partir de esta visión, Smith, Bruner y White
definen la actitud como "una predisposición a experimentar, sentirse
motivado y actuar de una manera predecible ante determinado tipo
de objetos" (1956, pág. 39). Esta definición resulta un tanto vaga y,
de hecho, Smith y sus colegas no distinguen entre actitud y opinión.
Daniel Katz (1960) ha desarrollado este mismo modelo funcional.
Como se muestra eh el Cuadro 12, para Katz las actitudes pueden
cumplir cuatro funciones: una función utilitaria de adaptación, una de
defensa del yo contra los peligros externos y contra los conflictos
internos, una función expresiva de los valores personales para
afirmar la propia identidad, y una función cognoscitiva respecto al
medio (ver, también, McGuire, 1969, págs. 157-160). Las actitudes
son definidas por Katz como un conjunto de creencias acerca de lo
que es un determinado objeto y de sentimientos positivos o
negativos sobre ese objeto.
No hay muchos estudios empíricos acerca del modelo funcional de
las actitudes quizá porque, como en casi todas las teorizaciones
influidas por el psicoanálisis, es difícil operatividad las hipótesis
planteadas. En un experimento de Katz, McClintock y Sarnoff (1957),
se trató de cambiar la actitud de prejuicio hacia los negros, que
según estos psicólogos cumplía una función de defensa del yo. Lo
primero que hicieron fue medir el carácter más o menos defensivo
de las personas (131 muchachas universitarias) así como sus
actitudes de prejuicio hacia los negros. Posteriormente, se les dio a
leer un folleto acerca de los mecanismos de la represión y
proyección (precisamente los mecanismos de defensa que se
materializan en la actitud de prejuicio hacia los negros). Al final de la
lectura del folleto y cinco semanas después los experimentadores
verificaron que había disminuido la actitud contra los negros, y
atribuyeron este cambio a la disminución en la necesidad de
protegerse de las personas al adquirir un mejor conocimiento de sí
mismas. Aunque el modelo funcional sobre las actitudes parece muy
coherente, su valor puede residir más en iluminar el carácter
instrumental de las actitudes que en ofrecer un esquema concreto
para estudiar las actitudes o para intentar modificar alguna actitud en
instancias concretas. En otras palabras, el modelo funcional parece
haber resultado más valioso sobre el papel que en su aplicación
práctica. De hecho, son muy pocos los estudios en que se ha
intentado aplicar este modelo y, por consiguiente, se carece de
suficiente validación o invalidación empírica. Una de las dificultades
para su aplicación consiste en que, antes de modificar una
determinada actitud, habría que examinar a qué función o funciones
sirve y un fracaso en el intento por cambiar la actitud podría con
razón atribuirse a un error en la definición de la función servida o
alegarse que una determinada actitud sirve diversas funciones al
mismo tiempo. Esto es particularmente complejo en el caso de la
función defensiva del yo entendida a la luz del psicoanálisis, donde
por principio entran en juego unos mecanismos inconscientes (la
represión y la proyección) y en sana lógica pueden entrar otros (por
ejemplo, el desplazamiento o la formación reactiva) que alterarían el
carácter funcional de la actitud. En síntesis, el modelo funcional de
las actitudes, a pesar de su plausibilidad, resulta poco operativo. El
supuesto de funcionalidad de las actitudes constituye el punto más
valioso y, al mismo tiempo, el más cuestionable de este modelo.
Asumir que las actitudes cumplen una función es partir del supuesto
de que las estructuras psicosociales tienen un sentido histórico que
no se acaba en su formalidad. Para entender las actitudes, hay que
remitirlas a lo que la persona que las mantiene es o hace y al medio
que enfrenta en su vida y, en ese sentido, hay que referir cada
actitud a una historia personal y/o social. Hasta donde llega nuestro
conocimiento, este aspecto del modelo funcional no ha sido
suficientemente apreciado por los psicólogos sociales. Ahora bien,
es el mismo supuesto de funcionalidad el que presenta el mayor
problema de este modelo. Tanto Smith y sus colegas como Katz
asumen que las actitudes son útiles para la persona, es decir, que la
funcionalidad consiste en responder las necesidades de quien
mantiene las actitudes. Este punto resulta muy cuestionable. En la
medida en que las personas son miembros de grupos sociales, no
siempre ni en todos los casos las actitudes que los grupos
transmiten y exigen a los individuos serán útiles para estos. La
adaptación del individuo a su grupo puede suponer su alienación
como persona autónoma. El caso es todavía más drástico cuando el
mismo grupo se encuentra en un estado de sometimiento social,
donde se le imponen opiniones y formas de comportamiento
contrarias a sus intereses reales. El individuo que incorpora las
actitudes correspondientes a esas opiniones y formas de
comportamiento no sólo se está enajenando respecto a sí mismo,
sino que se está alienando como miembro de su grupo social. Por
consiguiente, las actitudes pueden suponer la incorporación de una
contradicción en las estructuras psíquicas de la persona. La
funcionalidad de esas actitudes no lo es para esa persona o su
grupo, ya que no sirven a sus necesidades, sino para el grupo
dominante que las impone, para aquellos que socialmente se
benefician de ellas.
EL ENFOQUE DE LA CONSISTENCIA.
Periódicamente, al pasar de un año a otro, los periódicos nos
informan sobre las predicciones que los magos y adivinos más
famosos del mundo enterohacen sobre lo que ocurrirá en el año por
comenzar. Se nos dice así que habrá alguna guerra en algún lugar,
que morirá alguien importante, que tendrán lugar ciertas tragedias.
Por lo general, esas predicciones son de tal manera genérica, que
casi cualquier hecho ocurrido en cualquier parte del mundo las
puede "confirmar". Sin embargo, a veces entran en precisiones cuya
validez la historia se encarga de rebatir. Lo curioso es que el mentís
que los hechos dan a las predicciones no parece afectar lo más
mínimo a quienes año tras año (cuando no mes tras mes o día tras
día) vuelven a buscar y a confiar en las predicciones de sus adivinos
favoritos. El problema es de gran importancia para la psicología
social, pues significa que la evidencia no siempre sirve para refutar
las creencias ni los hechos son capaces de alterar las ilusiones. Por
el contrario, no es raro que cuantas más pruebas se presenten sobre
la falsedad de ciertas creencias, con más fuerza se aferren a ellas
las personas y con más fanatismo las defiendan y propaguen. En un
día de septiembre a comienzos de los años 50, aparecía en un
periódico de una gran ciudad norteamericana (Chicago) la noticia de
que, de acuerdo a las predicciones de una señora ("Marian Keech"),
la ciudad sería arrasada la noche del 20 de diciembre por una gran
inundación del lago junto al que se extiende. La señora Keech
afirmaba que éste era uno de una serie de mensajes que había
recibido de seres superiores procedentes del planeta "Clarion". La
señora Keech había informado sobre la trágica noticia a sus amigos
y conocidos, y alrededor de ella se había constituido un pequeño
grupo de creyentes. La víspera de la esperada inundación, los fieles
se reunieron en casa de la vidente, pues se les había dicho que,
poco antes del desastre, un platillo volador vendría a recogerlos. Sin
embargo, y a pesar de una espera prolongada, ningún platillo
volador vino a recoger a los fieles ni la anunciada inundación tuvo
lugar. Los hechos contradecían palmariamente el mensaje principal
de la señora Keech y mostraban la falsedad de las creencias
sustentadas. ¿Llevaría esto al grupo de creyentes a abandonar esas
creencias? Leon Festinger, un psicólogo social que por entonces
trabajaba en la Universidad de Minnesota, había leído la noticia y vió
en ella la oportunidad para verificar empíricamente, con un
"experimento natural", un modelo que estaba desarrollando sobre las
actitudes y el cambio de actitudes. Junto con otros dos colegas,
Henry W. Riecken y Stanley Schachter, Festinger predijo que, si se
daban determinadas condiciones, el no cumplimiento de la
predicción en lugar de desanimar a los creyentes aumentaría su
fervor proselitista. Las condiciones eran las siguientes:
1. Que la creencia fuera profunda e influyera en él
comportamiento del creyente;
2. Que el creyente se hubiera comprometido seriamente con las
consecuencias de su creencia;
3. Que la creencia pudiera ser contradicha claramente por los
hechos, es decir, que fuera concreta y precisa
4. Que los hechos impugnaran con claridad la creencia y el
individuo cayera en la cuenta de ellos;
5. Que el creyente contara con apoyo social. "No es probable
que un creyente aislado pueda soportar el tipo de evidencia
impugnadora que hemos especificado. Sin embargo, sí el
creyente es miembro de un grupo de personas convencidas
que se apoyan entre sí, esperaríamos que mantenga la
creencia y que los creyentes intenten ganar a su causa o
persuadir a otras personas de que la creencia es verdadera"
(Festinger, Riecken y Schachter, 1956. pág. 4).
Para seguir de cerca el proceso, Festinger y sus colaboradores se
infiltraron en el grupo de creyentes y pudieron verificar el impacto de
los hechos contrarios a la creencia en el grupo de creyentes. En un
primer momento, el desánimo y aun desengaño pareció apoderarse
del grupo.
Finalmente, pocas horas después del momento en que debían haber
ocurrido los hechos enunciados, la señora Keech se presentó de
nuevo al grupo afirmando ser portadora de un nuevo mensaje: por
mediación de la vidente, los hombres habían sido eximidos de la
tragedia y se les había salvado. El mensaje salvífico produjo un gran
alivio y gozo entre los creyentes, que a partir de ese momento se
dedicaron a convencer a propios y extraños sobre la veracidad de
las creencias transmitidas por la señora Keech. Los equilibrios
mentales de creyentes milenaristas o apocalípticos pueden parecer
un tanto ridículos cuando se analizan a distancia o en frío. Sin
embargo, un espectáculo similar nos ofrece día tras día personas
que, en nuestro medio, manejan los recursos de los medios de
comunicación masiva y pretenden conjugar los principios
democráticos con actitudes sociales y políticas represivas. Un
editorialista de un diario de San Salvador hacía verdaderos
malabarismos lógicos para defender en. 1982 la libertad de
pensamiento y de prensa mientras aprobaba la censura impuesta
por el estado de sitio a toda oposición y defendía la necesidad de
suprimir aquellas voces "que atentan contra los sagrados principios
de la democracia". Es también conocido el caso de quienes
defienden a capa y espada su derecho a reunirse y asociarse como
un principio fundamental del sistema democrático, pero sostienen
también la razonabilidad del mandato constitucional salvadoreño que
prohíbe la sindicalización de los campesinos. Es necesario un gran
malabarismo mental para mantener, como afirma con sorna el dicho
popular, que ante la ley todos somos iguales, "pero unos más
iguales que otros". Festinger mantiene con razón que es muy difícil
cambiar las convicciones de las personas, es decir, aquellas
creencias más importantes para su vida. Su modelo, conocido como
la disonancia cognoscitiva (Festinger, 1957), sostiene que las
actitudes de las personas se basan en sus creencias acerca de los
diversos objetos, y que entre esas creencias tiene que darse un
acuerdo o equilibrio (ver el Cuadro 13). El cambio de actitud no será
producido tanto por los refuerzos cuanto por la disonancia entre las
creencias que tenga una misma persona. La disonancia produce
malestar, lo que lleva a la persona a resolver esa contradicción entre
sus creencias. Si las personas realizan tantos equilibrios mentales
para lograr conjugar sus creencias es porque la disonancia resulta
intolerable; al producirse, entonces, una disonancia cognoscitiva se
estará propiciando el cambio de la actitud personal. En un conocido
experimento, Festinger y Carlsmith (1959) predijeron que, cuanto
menor fuera la justificación para realizar una acción, mayor
disonancia experimentarían las personas que la realizaran y, por
consiguiente, mayor sería su tendencia a cambiar la actitud
correspondiente. Festinger y Carlsmith hicieron que unos
estudiantes realizaran una tarea muy aburrida durante una hora y,
tras acabarla, les pidieron que introdujeran a otros estudiantes al
experimento y les «don que el experimento era agradable y divertido.
A unos estudiantes los experimentadores les ofrecieron una paga
muy baja por este encargo (1 dólar), y a otros les ofrecieron una
buena paga (20 dólares). Como loltaiila predicho los
experimentadores, los estudiantes que recibieron una paga menor
fueron los que más cambiaron su actitud hacia la tarea que habían
realizado. La explicación ofrecida fue que lo exiguo del pago no
ofrecía justificación suficiente para prestarse a engañar a otros sobre
el carácter de la tarea experimental (decirles que era divertido lo que
consideraban horriblemente aburrido) y, por tanto, la acción generó
más disonancia que en aquellos que tenían una justificación
extrínseca razonable (la paga elevada) para prestarse al engaño. La
teoría de la disonancia cognoscitiva es el modelo más popularizado
y más aplicado, de un conjunto de enfoques sobre las actitudes y su
cambio conocidos como las teorías de la "consistencia cognoscitiva"
(ver Abelson y otros, 1968; Brown, 1972, págs. 567-628). Como dice
Theodore M. Newcomb (1968, pág. XV), estos modelos aparecieron.
"con diversos nombres, como balance, congruencia, simetría,
disonancia, pero todos tenían en común la noción de que la persona
trata de lograr la mayor consistencia interna posible en su sistema
cognoscitivo y, por extensión, que los grupos tratan de lograr la
mayor consistencia interna posible en sus relaciones
interpersonales". Como otros varios enfoques en la psicología social
contemporánea (por ejemplo, la teoría de ja atribución), los modelos
sobre la consistencia se originan en el trabajo de Fritz Heider (1944,
1946, 1958; ver Jordan, 1968). El supuesto fundamental de Heider
es que las personas tienen la tendencia psicológica a organizar sus
conocimientos sobre las cosas u otras personas en una forma
armoniosa llamada estado balanceado. "El estado balanceado indica
una situación en la cual las unidades percibidas y los sentimientos
experimentados coexisten sin tensión; por tanto no hay presión hacia
el cambio ni en la organización cognoscitiva ni en el sentimiento"
(Heider, 1958, pág. 176). El estado de balance entre los
conocimientos es, por consiguiente, un estado estable, mientras que
un estado desbalanceado entre los conocimientos de una persona
es un estado inestable que empuja a la persona hacia el cambio. A
partir de esta concepción, varios psicólogos han ido formulando
distintos modelos, poniendo el énfasis en unos aspectos u otros.
Fuera del modelo de la disonancia cognoscitiva de Festinger, quizá
el modelo más valioso sea el formulado por Milton J. Rosenberg.
Según Rosenberg (1965, 1966, 1968), las actitudes son estructuras
radiales de conocimientos y afectos hacia un objeto o clase de
objetos, donde los diversos conocimientos se encuentran ligados por
vínculos instrumentales positivos o negativos. Las actitudes estables
se caracterizan por la consistencia interna, es decir, hay "una
relación de consistencia entre una orientación afectiva o evaluativa,
relativamente estable, hacia algún objeto y las creen cias personales
acerca de cómo se relaciona ese objeto a otros objetos de
significación afectiva" (Rosenberg, 1968a, pág. 74). El cambio de
actitud es una especie de proceso homeostático que restablece la
consistencia interna al producirse alguna inconsistencia importante
afectivo-cognoscitiva. Por consigttiente, el cambio de actitud puede
venir tanto por la modificación de los componentes cognoscitivos
como por la modificación de los componentes afectivos de la actitud.
Ahora bien, el cambio sólo tiene lugar cuando la inconsistencia
desborda un umbral de intolerancia personal respecto a la
inconsistencia, aspecto particularmente significativo cuando la
inconsistencia existente redunda en beneficio del individuo o, como
dice Rosenberg, la actitud inconsistente tiene una instrumentalizada
hedónica para la persona. El modelo de la consistencia cognoscitivo-
afectiva de Rosenberg fue utilizado para analizar el conflicto sobre la
Transformación Agraria que se mencionó al comienzo de este
capítulo (ver Martín-Baró, 1977). Desde esa perspectiva, la actitud
de los terratenientes y propietarios mostraba una mayor consistencia
interna que la actitud del gobierno hacia la TA, pero, sobre todo, el
margen de tolerancia para la inconsistencia en los propietarios era
muy grande supuesto el beneficio que les ha reportado
históricamente su actitud de intransigencias hacia cualquier tipo de
cambio social. Los modelos sobre la consistencia han caído en
desuso, no tanto por las abundantes críticas sobre su valor cuanto
por una cierta saturación de los psicólogos sociales con el modelo
de las actitudes o un simple vaivén de la moda que ha dejado el
estudio de las actitudes a un lado. Con todo, los mismos temas y
casi los mismos términos que alimentaron los modelos actitudinales
de la consistencia hoy se reencuentran en el estudio del análisis de
atribución, lo que es coherente si se tiene en cuenta su raíz común
en Heider. Hay algo de gran valor en el modelo de la disonancia
cognoscitiva dé Festinger y que aparece particularmente en sus
estudios sobre las acciones en contra de la propia actitud. El punto
central es que las ideas siguen a las acciones, la razón a la praxis.
El individuo cambia su actitud para justificar aquellas acciones ya
realizadas y para las que no cuenta con suficiente justificación. En
otras palabras, las actitudes surgen como producto ideológico de los
intereses generados por la praxis humana. En este sentido, es
importante subrayar que una de las dos cogniciones que Festinger
sitúa en el núcleo de su modelo siempre involucra a la propia
persona.. Ejemplos típicos de disonancia cognoscitiva son el creer
que fumar produce cáncer y ser uno un fumador, o el de considerar
que la libertad de expresión es un principio básico de la democracia
pero mantener que hay que impedir a la oposición que se exprese
públicamente. En todos los casos hay un involucramiento personal
del sujeto con respecto a. la creencia, un compromiso equivalente al
que el grupo de creyentes en la profecía de la señora Keech tenía
con respecto a la inminente destrucción de Chicago, y que les llevó
incluso a abandonar sus empleos para esperar el platillo volador que
les salvaría de la tragedia. Por eso Rosenberg cree que la
disonancia cognoscitiva no es cualquier inconsistencia entre dos
creencias, sino sólo aquel dilema cognoscitivo que se produce
cuando alguien ha realizado algún acto contra su creencia sin
suficiente razón (Rosenberg, 1968b, pág. 831). Rosenberg considera
que la disonancia cognosctiva es un dilema moral, el dilema del
desacuerdo entre lo que se dice y lo que se hace, el dilema de la
inautenticidad (Rosenberg, 1970). Si esto es así, la disonancia no es
más que un nombre aséptico para un concepto antiguo y una
realidad todavía más antigua: el sentimiento de culpa (ver Kelman y
Baron, 1968; Nel, Helmreich y Aronson, 1969). No se trata de que
cualquier inconsistencia intelectual suponga un conflicto ético; se
trata de que actuar contra las propias convicciones,
por .insignificantes que sean, supone una cierta deshonestidad,
tanto mayor cuanto menor sea la justificación para actuar de esa
manera (para una crítica frontal de la disonancia cognoscitiva, ver
Elms, 1972). Los modelos de la consistencia tienen el serio
problema de su supuesto fundamental: la tendencia al equilibrio.
Este principio homeostático presupone la necesidad humana de un
estado de balance (Heider) representado en este caso por una
coherencia entre los contenidos de las creencias o conocimientos
personales. En esto, no sólo se está sobrevalorando el carácter
gratificador y final del equilibrio, sino también el carácter racional del
ser humano. Ahora bien, la experiencia cotidiana nos muestra la
gran dosis de irracionalidad prevaleciente en la vida de los seres
humanos, irracionalidad bien captada por Freud y que, cuando
menos, nos lleva a la consecuencia de que las personas no nos
guiamos tanto por la lógica cuanto por la "psicológica", como el
mismo Rosenberg ha señalado (Abelson y Rosenberg, 1958). Daryl
3. Bem (1970, pág. 34) afirma que, en su opinión, la mayoría de las
personas vive la mayor parte de su vida con alguna inconsistencia.
Según Bem, esto se explica porque a menudo las creencias y
actitudes de los individuos se componen de lo que Abelson llamó
"moléculas de opinión", es decir, ideas invulnerables a argumentos o
razones en contra ya que están aisladas unas de otras. Más a fondo,
la psicológica echa raíces en los beneficios que de la inconsistencia
pueden recibir las personas, o los intereses sociales que la
incongruencia lógica o la inautenticidad moral pueden promover.

Una comparación entre los modelos sobre las


actitudes.
En el Cuadro 14 se presenta una comparación entre los tres
modelos analizados sobre las actitudes y el cambio de actitudes. El
modelo que se tiene en cuenta en el apartado de la consistencia es
el de Rosenberg ya que, aunque el modelo de la disonancia
cognoscitiva de Festiger es más 264 265 conocido, el modelo de
Rosenberg resulta más representativo del enfoque general de los
diversos autores. Los tres modelos conciben las actitudes como
disposiciones internas hacia los objetos, pero definen de manera
diferente su naturaleza: para el modelo del aprendizaje se trata de
una respuesta implícita, intermedia entre el estímulo y la respuesta
visible, para el modelo funcional se trata de una disposición
instrumental de la persona y, para el modelo de la consistencia, es
una estructura de carácter cognoscitivo y afectivo. El modelo del
aprendizaje se preocupa por la conexión entre la fuerza pulsional de
la actitud y la activación de una determinada respuesta, mientras
que el modelo funcional se fija más en la relación entre la actitud y la
necesidad a la que responde, y el modelo de la consistencia atiende
primordialmente a la relación entre los elementos propios de la
actitud misma. Las unidades básicas en el modelo del aprendizaje
son, por supuesto, el estímulo y la respuesta (E-R), en tanto que el
modelo funcional ocupa esquemas teleológicos, es decir, unidades
que apuntan a objetivos o fines. El modelo de la consistencia utiliza
en unos casos las cogniciones (Festinger), en otros casos las
creencias y afectos (Rosenberg); pero su énfasis se centra siempre
en las relaciones entre los elementos, ya sean creencias, afectos o
unos y otros. La naturaleza de las actitudes para el modelo del
aprendizaje así como las unidades básicas utilizadas hacen de él un
modelo orientado hacia el proceso, es decir, hacia el origen o
cambio de las actitudes, mientras que el modelo funcional enfoca el
objetivo o finalidad de la actitudes y el modelo de la consistencia
atiende sobre todo al contenido, es decir, a aquello que se cree y se
siente sobre el objeto de la actitud. Los tres modelos mantienen que
las actitudes se aprenden, pero mientras el modelo del aprendizaje
se fija en las condiciones y factores que intervienen en ese proceso,
el modelo funcional enfatiza el aspecto motivacional, es decir, las
necesidades y problemas que llevan a adquirir por aprendizaje una
determinada actitud. Para el modelo del aprendizaje el cambio de las
actitudes se produce mediante premios y castigos (refuerzos), cuyo
control depende en lo fundamental de fuentes externas al individuo.
El modelo funcional mantiene que el cambio de actitud se origina al
surgir nuevas necesidades o nuevos objetivos, y este cambio puede
ser desencadenado tanto por factores internos como por factores
externos, según sea la necesidad a la que la actitud responde
(adaptativa o defensiva, por ejemplo). Finalmente, el modelo de la
consistencia reconoce el papel que juegan los refuerzos en el
cambio de actitudes, pero enfatiza el mecanismo interno de la
inconsistencia: son los refuerzos externos los que inducen la
inconsistencia en las actitudes, pero es la falta de balance
estructural la que desencadena el cambio. Aunque aparentemente
se podrían integrar estos tres enfoques en un solo modelo, con toda
probabilidad se alterarían los presupuestos en que se basan. Quizá
la diferencia más grande entre ellos estrío en el carácter teleológico
que el modelo funcional atribuye a las actitudes, carácter
incompatible con los principios del aprendizaje en que se basan
tanto el modelo del aprendizaje como el modelo de la consistencia.
No hay que olvidar que varios de los autores de este enfoque
pertenecieron primero al grupo de Yale. Hull, en quien se inspira la
comprensión del aprendizaje aplicada al campo de las actitudes,
tuvo muy en cuenta el aspecto motivacional para explicar el carácter
adaptativo de la conducta; sin embargo, siempre trató de evitar lo
más posible cualquier supuesto teleológico en su perspectiva. El
modelo del aprendizaje se orienta a los procesos formales de la
adquisición y cambio de actitudes, el modelo funcional se fija en las
motivaciones y el modelo de la-consistencia en los contenidos de las
actitudes. Estos tres aspectos proceso, motivación y contenido
probablemente deban ser integrados para lograr una mejor
comprensión de las actitudes, si es que se quiere seguir utilizando
este instrumento de análisis psicosocial. Pero ninguno de los tres
modelos examinados permite realizar está síntesis sin alterar en
forma fundamental sus presupuestos.
LA CONCEPCIÓN TRIDIMENSIONAL DE LAS ACTITUDES.
El modelo más complejo y quizá el que ha gozado de más
popularidad postula tres elementos esenciales en las actitudes: los
conocimientos, los afectos y las tendencias conativas o a reaccionar
(ver Krech, Crutchfield y Ballachey, 1965). En lo concerniente a las
creencias y a los sentimientos, esta concepción es semejante a los
modelos bidimensionales. Su peculiaridad estriba en que esta
concepción incluye en la estructura de la actitud la predeterminación
de un tipo particular de conducta: la tendencia a reaccionar de una
manera formaría parte de la actitud, de tal modo que la activación de
la actitud arrastraría la tendencia a realizar determinado
comportamiento. En 1925, Emory S. Bogardus diseñó una escala
para medir lo que él llamó la "distancia social". Aunque Bogardus
definió la distancia social como los "grados de comprensión y
sentimientos que unas personas experimentan hacia otras", suponía
que esta escala explicaba buena parte de su interacción y mostraba
"el carácter de las relaciones sociales" (Bogardus, 1925/1967, pág.
71). En su escala, Bogardus presentaba una lista de 39 razas y
preguntaba a las personas que indicaran su disposición a aceptar a
miembros de esas razas a diversos grados de proximidad social: a la
intimidad del matrimonio, al propio club, como vecinos, como
compañeros de trabajo, como ciudadanos de su país, como
visitantes en su país, o simplemente los echarían de su país. Es
cuestionable si esta escala medía realmente el componente
comportamental de la actitud de las personas encuestadas; con
todo, la escala de Bogardus se dirige directamente al aspecto
conativo de la actitud, es decir, a la tendencia a actuar de una u otra
forma según "la comprensión y sentimiento" experimentado hacia el
objeto de la actitud, en este caso los miembros de diversos grupos
raciales. • Quienes mantienen la concepción tridimensional de las
actitudes sugieren que el carácter de la actitud puede variar según la
importancia relativa de los tres elementos. Daniel Katz y E. Stotland
(1959) afirman que algunas actitudes son primariamente
cognoscitivas, otras afectivas y otras tendenciales, punto de vista
muy coherente con el modelo funcional de estos psicólogos, ya que
las diversas funciones desempeñadas por las actitudes requerirían
unos y otros elementos. Una actitud cuya función consista en
organizar el mundo de la persona (por ejemplo, su actitud religiosa)
tendrá un fuerte componente cognoscitivo, mientras que una actitud
de tipo defensivo (la actitud racista, por ejemplo) estará dominada
por el componente afectivo, y una actitud expresiva (la actitud
machista, por ejemplo) tendrá un predominio del elemento
tendencial. Rosenberg y Hovland (1960, pág. 3) presentaron un
esquema sobre las actitudes que remiten a McDougall (1908) y en el
que asumen que las actitudes son predisposiciones a responder
ante determinados estímulos con tres tipos de respuestas: la
afectiva, la cognoscitiva y la comportamental (ver Figura 5). Una
interesante técnica para medir actitudes fue diseñada por Charles E.
Osgood, George J. Suci y Percy H. Tannenbaum (1957), quienes
propusieron un modelo de actitudes en la línea de la consistencia, al
que llamaron el modelo de la congruencia. Según Osgood y sus
colaboradores, las actitudes son parte de la estructura semántica del
individuo en cuanto que "todo concepto contiene un componente
actitudinal como parte de su significado total" (Osgood, Suci y
Tannenbaum, 1957, pág. 191). Por tanto, la actitud puede ser
medida mediante un "diferencial semántico" (ver Recuadro 25); pero,
puesto que las actitudes no serían sino una de las dimensiones del
sentido de los conceptos (la dimensión evaluativa), su conocimiento
no será suficiente para predecir el comportamiento de las personas.
En un reciente trabajo, Osgood, May y Miron (1975, págs. 237-239)
presentan las actitudes de jóvenes de veintidós países hacia los
siguientes objetos: delito, doctor, libertad, futuro, muchacha, vida,
suerte, matrimonio, música, paz, policía, castigo, riqueza y trabajo.
Osgood y sus colegas hallan que todos los grupos coinciden en
evaluar como buenos la libertad, el matrimonio y la música, y como
malos el delito y el castigo. Sin embargo, no todos coinciden en su
actitud hacia la vida, la suerte, la paz, la riqueza y el trabajo, que
algunos jóvenes evalúan negativamente.
El carácter de las actitudes. Cualquiera sea el número de elementos
esenciales de una actitud, resulta primordial definir su sentido en
cuanto totalidad; no tanto lo que son las partes o componentes de
una actitud, sino lo que es la actitud en cuanto tal, su carácter y su
significación como realidad psicológica y social. No hay un acuerdo
total al respecto, pero la opinión prevaleciente desde el comienzo es
que la actitud constituye una predisposición a actuar, es decir, un
estado de la persona que determina el tipo de comportamiento que
observará respecto a un objeto. El concepto de actitud constituye un
esfuerzo científico por encontrar en la persona la razón suficiente de
sus comportamientos y remitir a un mismo principio la diversidad de
sus actos en el tiempo y en el espacio. Los comportamientos de la
persona no son casuales; sino que encuentran su explicación
adecuada en las ideas, en los afectos o en la ideas y afectos que
cada cual tiene respecto a los objetos significativos de su vida. No
hay una conexión directa entre estímulos y respuestas, sino que el
valor estimulante de los objetos es mediado por las estructuras de
significación de las personas, por sus esquemas ideo-afectivos. Una
actitud será así aquella estructura cognoscitivo-emocional que
canalice la significación de los objetos y oriente al correspondiente
comportamiento de la persona hacia ellos. Como se ha subrayado
desde el comienzo, la actitud es una variable intermedia, una
estructura hipotética, no observable sino en sus consecuencias.
Cuando en la vida cotidiana un cambio importante de las
circunstancias no altera el comportamiento de una persona respecto
a un determinado objeto puede deducirse que esa persona mantiene
una actitud firme que le predispone a actuar de un modo consistente.
No cabe duda, por ejemplo, que los terratenientes salvadoreños
mantuvieron una actitud firme de intransigencia frente al proyecto de
Transformación Agraria; cuantos más argumentos les
proporcionaban sobre la conveniencia de la TA, más se afirmaban
en su actitud y más agresivo se volvía su comportamiento contra las
personas e instituciones involucradas en ese proyecto. Cada acción
fortalecía con nuevas ideas y afectos más profundos su actitud de
oposición, cuyo esquema les hacía captar en una óptica negativa
todo lo concerniente a la TA y les predisponía a luchar contra ella.
Claramente, los comportamientos de oposición que se podían
observar (opiniones, pronunciamientos, manifestaciones, amenazas
de boicot o de violencia) remitían y expresaban una estructura o
esquema que Y 280 281 disponía a los terratenientes y propietarios
a actuar de ese modo ante cualquier situación vinculada con la TA.
La actitudes suponen un vínculo entre el comportamiento visible y
los esquemas ideo-afectivos no visibles. No todo comportamiento
surge a partir de una actitud, pues no tenemos esquemas ideo
afectivos que nos predispongan a actuar de determinada manera
ante cualquier objeto. Sólo cuando el esquema adquiere precisión y
fuerza se puede hablar de actitud; y la precisión y fuerza consiste en
eso que algunos han llamado el "compromiso" de la persona con el
objeto, es decir, aquellas ideas concretas y aquel tipo de afecto
marcado que involucra a uno mismo con el objeto. De ahí la
insistencia de los psicólogos en el aspecto afectivo o evaluativo de
las actitudes: sólo cuando el objeto nos afecta, nos hace sentir en su
favor o en su contra, nos despierta sentimientos positivos o
negativos, puede hablarse propiamente de una actitud. Por ello ya
desde Thurstone (1928/1976) se consideró que las opiniones son
una expresión característica de las actitudes. La opinión constituye
un juicio evaluativo sobre un objeto; si alguien manifiesta con
claridad un conjunto de opiniones acerca del mismo objeto denota
que tiene una actitud al respecto. Puesto que sólo puede hablarse
de actitud cuando hay un compromiso o particular vinculación
afectiva entre la persona y el objeto, se debe concluir que lo
específico de la actitud lo constituye esa relación significativa entre
sujeto y objeto. Es el carácter de la relación lo que define una
actitud, y no la uniformidad en el comportamiento o la precisión total
del objeto. De hecho, la actitud tiene la virtud de unificar objetos
individuales y hasta diferentes con el sello de una significación
idéntica. Como dice H. C. J. Duijker (1967, pág. 95), las actitudes
constituyen "un principio unificador de nuestras relaciones con
nuestro mundo, con nuestro medio y con los otros" y, por
consiguiente, "se manifestarán en una diversidad de actos de
idéntica significación (...) basada en una identidad percibida o vivida
de los objetos". La actitud de los terratenientes salvadoreños hacia
el proyecto de Transformación Agraria unificaba en su objeto a
cualquier persona, opinión y medida concreta con la significación de
una "política contraria a la propiedad privada, contraria a la
democracia, contraria a nuestros justos intereses", significación
marcada por un violento rechazo emocional que les disponía a los
actos más diversos de oposición.
DE LA ACTITUD AL ACTO.
PREDICCIONES FALSAS.
En 1934, el sociólogo norteamericano Richard T. La Piere
(1934/1967) publicó un estudio que todavía hoy produce discusiones
y desacuerdos. Por aquel tiempo, se consideraba que existía en
Estados Unidos un estado de opinión pública contrario a los chinos
y, por consiguiente, que los norteamericanos tenían una actitud
negativa hacia ellos. En 1930 y por un período de dos años, La Piere
tuvo la oportunidad de acompañar en un prolongado viaje a lo largo
y ancho de los Estados Unidos a un joven estudiante chino y a su
esposa. Los viajeros visitaron 251 establecimientos y sólo en uno de
ellos se les negó servicio. A fin de influir lo menos posible en el
tratamiento dado a los visitantes chinos, La Piere veía a menudo de
no presentarse con ellos, de llegar más tarde, o de dejar que ellos
hicieran los arreglos. La curiosidad científica de La Piere se despertó
cuando, al pasar un par de meses más tarde por una pequeña
población conocida por su actitud prejuiciada a los orientales,
telefoneó al mismo hotel donde les habían recibido con gran
amabilidad y preguntó si podría reservar habitación para "un
importante caballero chino", la respuesta fue un "no" frontal. Así,
unos meses más tarde, LaPiere envió un cuestionario a los
propietarios de todos los establecimientos públicos donde había sido
atendida la pareja china con la siguiente pregunta: "¿Aceptará usted
como huéspedes en su establecimiento a miembros de la raza
china?" De las 128 respuestas obtenidas, un 92% de los propietarios
de restaurantes y un 91% de los propietarios de hoteles y moteles
respondieron negativamente, es decir, indicaron que no recibirían a
los chinos. En la medida en que el cuestionario reflejaba la actitud
real de esos propietarios, había una discrepancia drástica entre lo
que sus actitudes parecían predecir y el comportamiento real
observado. La conclusión era lógica: las actitudes, por lo menos en
cuanto medidas por cuestionarios verbales, no predicen
adecuadamente el comportamiento, ya que no captan más que "una
respuesta verbal a una situación simbólica" (LaPiere, 1934/1967,
pág. 26). Otros fueron aún más lejos y concluyeron que el concepto
de actitud era operativamente inútil.
ACTITUDES Y ACTOS.
UN CONCEPTO INNECESARIO.
La postura que parece seguirse de la crítica de Wicker y,
ciertamente, la postura adoptada por los psicólogos de orientación
conductista ortodoxa mantiene que un concepto como el de actitud
resulta inútil e introduce complicaciones indebidas en el análisis
científico del comportamiento. Robert P. Abelson (1972) comentaba
en un artículo titulado "¿Son necesarias las actitudes?", que el
planteamiento de rechazo a las actitudes por parte del conductismo
tiene un paralelo en su rechazo a los modelos tradicionales de la
personalidad. El principal portavoz de esta postura crítica es Walter
Mischel (1973), quien hace una devastadora crítica sobre la
conceptualización de la personalidad como un conjunto de rasgos
propios de la persona, entre los cuales se pueden incluir las
actitudes. La idea central de esta postura es que variables
intermedias como las actitudes son innecesarias para establecer una
predicción acertada sobre la conexión entre estímulos y respuestas.
El mismo hecho de no ser directamente observables las hace poco
someterles a la lente del análisis científico. Pero, más que nada, la
falta de consistencia en los resultados empíricos obtenidos al utilizar
este concepto (la correlación nula encontrada por LaPiere o ese
máximo de correlación de 0.30 señalado por Wicker) descarta el
valor y utilidad del concepto de actitud. No son los rasgos ni las
actitudes los elementos principales para predecir el comportamiento,
sino los estímulos y refuerzos observables, es decir, los factores
situacionales y los controles ambientales.

Lo general y lo concreto.
Hay una expresión castiza en los ambientes taurinos que afirma que
"es muy fácil ver los toros desde la barrera". Con ello se está
expresando el abismo que separa al dicho del hecho, al espectador
del actor, lo distinto que es ver a otros enfrentar una situación o
problema que tenerla que enfrentar uno personalmente. En esta
misma línea diferenciadora se ha tratado de resolver el problema de
la relación entre actitud y conducta. Una cosa es tener una actitud
general y otra cosa es traducir en comportamientos esa actitud en
una situación concreta, donde no sólo se enfrenta a un objeto en
abstracto, sino a un objeto concreto en una situación precisa. Donald
T. Campbell (1963/1971), por ejemplo, habla de un umbral de
dificultad para la ejecución de un determinado comportamiento que
en buena medida depende de la situación y las presiones que en ella
se ejercen sobre la persona. Según Campbell, el estudio de LaPiere
presentaba dos situaciones con un umbral de dificultad muy
diferente para los comportamientos. Una cosa es rechazar por
escrito a "los chinos" en general, y otra cosa muy distinta negar
personalmente la entrada o la recepción en el propio establecimiento
a una pareja de chinos educados y bien vestidos. El estudio de
LaPiere hubiera sido sorprendente si los que rechazaron cara a cara
a los chinos los hubiesen aceptado teóricamente en el cuestionario;
entonces sí hubiera sido significativa la discrepancia, ya que el
umbral de dificultad para negarse a algo en un cuestionario es
mucho más bajo que el de negarse a ello frente a la persona
interesada. La idea, por consiguiente, es que la manera concreta
como se manifieste la actitud depende también en parte de las
condiciones y presiones de cada situación.
DEFICIENCIAS METODOLÓGICAS.
La más común de las respuestas a la objeción sobre la relación
entre actitud y conducta consiste en afirmar que el problema se cifra
en las deficiencias metodológicas. El defecto puede deberse a que
no se mide bien la actitud o a que no se determina bien el objeto de
la actitud. En cualquier caso, la falta de correlación entre actitud y
conducta se debería a la inadecuación de los instrumentos de
medición. 286 287 Ya se ha insinuado el problema de que para
medir la actitud normalmente se utilicen cuestionarios que utilizan
respuestas verbales. Como indicaba LaPiere (1934/1967, pág. 31), '
el cuestionario sólo puede garantizar una reacción verbal a una
situación completamente simbólica". De ahí no habría que concluir,
como hace el mismo LaPiere (pág. 27), que "cualquier medida de las
actitudes mediante la técnica del cuestionario se basa en el
supuesto de que hay una relación mecánica entre la conducta
simbólica y no simbólica", pero quizá sí podría concluirse que la
correlación entre ambas conductas que se presupone al utilizar los
cuestionarios no sea lo suficientemente grande como para apoyar
una predicción fiable. Daryl J. Bem, para quien las actitudes son
simplemente "gustos y disgustos", "afinidades y aversiones hacia las
situaciones, objetos, personas, grupos o cualquier otro aspecto
identificable de nuestro medio, incluyendo ideas abstractas y
políticas sociales" (Bem, 1970, pág. 14), llega a afirmar con ironía
que, en la práctica, las actitudes son más bien "la descripción que un
individuo hace sobre sus propias afinidades y aversiones" (Bem,
1971, pág. 323), ya que, aunque ningún psicólogo las defina así, a la
hora de medirlas todos o casi todos se convierten operacionalmente
a esta definición. Como ya se indicó, la validez de los cuestionarios
se basa en el presupuesto de que tanto la conducta verbal como la
conducta manifiesta son mediadas por la misma estructura latente o
intermedia, es decir, por el esquema- actitudinal. Si el supuesto es
válido, conocidas las respuestas de un tipo lógicamente se pueden
predecir las respuestas de otro tipo, y los errores se deberían a que
se ha realizado una mala medida de la actitud. El mismo problema
de la mala medida puede darse por el otro polo de la actitud, es
decir, por la determinación del objeto. Según no pocos psicólogos, la
baja correlación entre actitudes y conducta se debe a que se precisa
mal el objeto de la actitud y, por consiguiente, a que se pretende
predecir el comportamiento que se observará hacia un objeto a partir
de la actitud hacia un objeto más amplio, genérico o simplemente
distinto. No es lo mismo medir una actitud hacia la "raza negra" en
general o hacia "la reforma agraria", que medir una actitud hacia una
persona negra en concreto o hacia el proyecto de Transformación
Agraria propuesto por el Coronel Molina. Es posible que, a pesar de
su aparente relación, en uno y otro caso se trate de actitudes
diferentes ya que sus respectivos objetos son más o menos amplios,
más o menos significativos.
La persona y su mundo. Las soluciones propuestas, tanto las
teóricas como las metodológicas, no cuestionan el principio de que
la relación entre actitud y conducta sea una relación simple, del tipo
A-B. De ahí la necesidad en algunos casos de postular diversas
actitudes (a las que corresponden diversas conductas), de postular
una diversidad de objetos (general y específico) o de convertir cada
conducta concreta en el objeto mismo de la actitud. Es claro, como
lo indica entre otros el modelo de Fishbein y Ajzen, que la ejecución
de una conducta no depende sólo de la actitud. Sin embargo,
conviene revisar si el problema de la relación entre la actitud y la
conducta está bien planteado y, por consiguiente, si se debe esperar
una alta correlación entre una actitud y una determinada conducta
como supone el esquema A-B. Al examinar el concepto de actitud,
veíamos que la naturaleza de las actitudes no se cifra tanto en sus
elementos cuanto en la relación de sentido, la relación
"comprometida" que se establece entre la persona y un determinado
objeto, basada en una evaluación personal sobre el objeto, en un
sentimiento de aceptación o rechazo sobre ló que es o la persona
cree que es un determinado objeto. Esta relación de sentido entre la
persona y el objeto es la que se materializa en una postura, que se
afinca en él esquema fisiológico y se articula en procesos
psicológicos. De ahí que la predisposición con que se ha definido
tradicionalmente la actitud no puede consistir tanto en la tendencia a
ejercer una y sólo una forma concreta de conducta manifiesta,
cuanto en la tendencia de la persona a mantener el sentido de su
relación con un objeto y a canalizar mediante la conducta la
evaluación de ese objeto. Si de lo que se trata es de mantener una
relación de sentido, entonces cabe admitir la posibilidad de
expresarlo a través de una diversidad de acciones, distintas en su
esquema, pero consistentes en su significación estructural. La
correlación no habría que medirla en lo que respecta a un tipo
concreto de conducta cuanto al significado que diversas conductas
pueden expresar en la relación de la persona hacia el objeto de la
actitud
LA REALIDAD DE LAS ACTITUDES.
En el concepto de actitud muchos psicólogos sociales creyeron
encontrar la adecuada integración de lo individual y lo grupal, de lo
personal y lo social (ver Thomas y Znaniecki, 1918); por su parte,
algunos sociólogos consideraron que esa síntesis se obtenía mejor
con el concepto de rol. En uno y otro caso lo que se buscaba es dar
razón suficiente de la acción de las personas, que es el acto de un
individuo pero que es de carácter social. Hay, por supuesto,
importantes diferencias entre ambos conceptos: la actitud explica la
acción desde el esquema del individuo mientras que el rol lo hace
desde el esquema del grupo; la predisposición que en la actitud se
atribuye a la evaluación personal sobre un objeto, el rol la sitúa en la
expectativa que tienen los miembros de un grupo sobre cómo debe
actuar una persona en una determinada situación; finalmente, lo que
la actitud vincula a las creencias personales, el rol lo liga a las no
más sociales. Es claro, por tanto, que mientras el concepto de
actitud mantiene el énfasis analítico en el individuo, el concepto de
rol pone el acento en lo dinámico del grupo social.
CONCLUSIÓN
El carácter ideológico del sistema de actitudes apunta de nuevo al
problema de la correlación entre los regímenes imperantes en cada
sociedad y las actitudes de las personas. También desde esta
perspectiva se puede afirmar que hay actitudes convenientes y
actitudes inconvenientes 294 295 para cada tipo de régimen político.
Esa es en parte la intuición que desencadenó el conocido estudio
sobre la "personalidad autoritaria" (Adorno y otros, 1950/1965): en
qué medida un sistema de creencias y una estructura de actitudes
personales (etnocéntricas) posibilitaban y hasta potenciaban la
instauración de un régimen fascista, como había ocurrido en la
Alemania de los años treinta. Una forma de verificar la importancia
que para los regímenes políticos tiene el sistema de creencias y
actitudes de las personas consiste en examinar el esfuerzo puesto
en controlar la difusión de información. Es bien conocida la lucha
propagandística que realizan a todo nivel las grandes potencias. En
El Salvador, se ha hecho ya rutinaria la queja sobre la "campaña de
desinformación" cuando las brutalidades cometidas por el régimen
logran filtrar los controles establecidos sobre los medios
informativos. Según Armand Mattetart (1976), "el 650 /o de todos los
mensajes que circulan en el mundo son producto de los Estados
Unidos". No está muy claro cómo puede llegarse a una
cuantificación de este tipo; pero sí está claro que Estados Unidos
dedica grandes esfuerzos a transmitir su ideología por todos los
medios posibles de comunicación. Por eso, afirma el mismo
Mattelart, "en el transcurso de los últimos quince años, el garrotazo
cultural se ha ejercido esencialmente a través de los canales de
televisión y radiodifusión, de las agencias de publicidad, de las
ediciones de paquines, revistas y textos escolares, de los trusts
cinematográficos y de las agencias de prensa internacional".

BIBLIOGRAFÍA
Capitulo sexto, acción e ideología- Ignacio Martin Baro

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