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Revista Argentina de Psicología N°32

Publicación de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires

Año XII N°32

Psicología institucional Psicoanalítica: Superación del "Obstáculo"


Organizacional.
Ricardo Malfé.

Tan incitante y tan riesgoso como fue, en su momento; para los psicoanalistas, -el ingreso al
ámbito complejo de las organizaciones, a fin de operar en ellas con desparejo rigor-, lo es
hoy el traspasar, en la práctica de una psicología institucional psicoanalítica, los límites de
ese objeto. Algunos antecedentes abonan ya la posibilidad de extender conceptos y
métodos que han sido producidos o puestos a prueba en ámbitos organizacionales a otro al
que podría pensarse que estaba inicialmente destinados. La misma ambigüedad de la
designación con que se conoce en la Argentina desde hace tres décadas este campo de
trabajo, “psicología institucional”, así permite interpretarlo, porque “institución” no coincide
de manera precisa con “organización” y deja un margen en el que cabe la referencia a lo
que en un contexto sociológico se denominarían órdenes y esferas institucionales, territorio
vecino también de otro —más nebuloso, sin embargo— al que apunta desde hace unos
años, en Francia especialmente, el llamado “análisis institucional”. Pero no fue necesario
adscribirse a esta última orientación para haber percibido y haber operado sobre lo que sus
cultores llaman “transversalidad". En un trabajo institucional que culminó hace diez años, y
del cual se publicó una síntesis en la Revista Argentina de Psicología, nuestra intervención
se caracterizó por la apertura de posibilidades de diferenciación ideológica que ya estaban
delineadas virtualmente en función de la pertenencia o la referencia implícitas de cada
miembro o sector del grupo a otros sistemas colectivos... En suma, al romperse la
fascinación... quedó abierto el camino para que aparecieran junto con los deseos
discrepantes las diferencias y las contradicciones entre los diferentes subgrupos socio-
económicos y profesionales (en relación con el grupo social más amplio).
Por esa misma época —para mencionar otro ejemplo— un grupo de docentes de la carrera
de Psicología, entonces incluida en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de
Buenos Aires), habíamos tenido que constituir un espacio de reflexión e investigación, frente
a la maraña de discursos, prácticas e inercias, institucionales en que estábamos envueltos.
A esa tarea aplicamos algunos de los recursos teóricos con los que trabajábamos en
“psicología institucional”, aunque el objeto desbordaba con mucho el ámbito de la
organización, pues implicaba, entre otras dimensiones que fueron analizadas, la historia
comparada de una profesión, el momento político nacional, la influencia de
acontecimientos externos como el mayo/68 parisino, etc.
Desde ya que en la práctica del psicólogo institucional, tal como se ha venido produciendo
en la Argentina hasta ahora, pueden darse también ciertas variantes que lo arrojan, no a la
“deriva” institucional, pero sí fuera del ámbito que durante algún tiempo concitó su
preocupación casi exclusiva, el de las organizaciones.
Es el caso de la progresiva implicación que, por vías ascendentes, descendentes o
laterales, tiende a comprometer al psicólogo institucional con las distintas organizaciones y
con los centros productores de discursos y modeladores de prácticas que, en conjunto,
integran un ámbito institucional dado [o, tomando una palabra, no el concepto -si lo
hubiere—, de Michel Foucault: un “dispositivo”] en el que comience a trabajar con cierta
eficacia. Es el caso, por ejemplo, en mi propia experiencia y en la de varios colegas, de
trabajos institucionales que comienzan por una organización determinada de un ámbito
como el educacional (que en realidad está compuesto por sectores diferenciados: escuelas
públicas o privadas, confesionales, de colectividades, etc.), o como el constituido en torno
dé una especialidad médica, o de otra profesión universitaria, o también de la esfera de la
administración pública, etc., y que a corto o mediano plazo se van extendiendo o generan
iniciativas similares en otras organizaciones del mismo ámbito, en forma muchas veces
coordinada.
Para explicarlo mejor, usaré el ejemplo de mi propia vinculación de varios años, como
psicólogo institucional, con el ‘‘dispositivo” pediátrico. El vínculo profesional se estableció a
raíz de un pedido de asistencia para un grupo docente con conflictos. Como resultado de
una intervención relativamente breve, esos conflictos quedaron formulados de una manera
que los hizo más llevaderos y el grupo pudo encarar entonces una etapa de planificación
de su tarea, que era la enseñanza universitaria de la pediatría.
Para esta nueva etapa, quisieron contar con el asesoramiento institucional del psicólogo en
forma ya permanente. Fue así que durante siete u ocho años colaboré en la dilucidación de
conflictos que estaban alojados no sólo en la red de relaciones que se creaba entre los
docentes sino también, como es lógico, en la relación con los alumnos y con el resto de la
estructura académica universitaria, en la relación con la práctica pediátrica y con su
enseñanza y, sobre todo, en los múltiples vínculos que ligaban a este grupo, en sus tareas
cotidianas, con la institución hospitalaria donde estaba instalada la cátedra. (Los docentes
estaban tironeados por una doble pertenencia institucional conflictiva, transparente en el
simple hecho de tener que desempeñarse como médicos en las mismas horas del día en
que debían hacerse cargo de los alumnos).
El trabajo psicológico debió recorrer también, entonces, las bifurcadas vías institucionales
por las que se desplazaban modelos prácticos; discursos e ideales. En el vínculo con las
instituciones universitarias, para ampliar el examen de la problemática
docente que se venía produciendo en el grupo originario —que siguió siendo el eje del
trabajo—, fue necesario asistir y participar en congresos, seminarios, etc., que tenían como
tema la reforma de la enseñanza de la pediatría y de la medicina en general, lo que sirvió
para conocer las constantes fantasmáticas que han plasmado en ese ámbito de modo
característico. Ellas se iban delineando en contrapunto entre discursos oficiales,
enunciaciones espontáneas y exabruptos.
También fue necesario participar en la coordinación de tareas con otros grupos docentes,
instalados en otros hospitales. En alguno de ellos hubo que llevar a cabo otro trabajo
grupal, enderezado al esclarecimiento de conflictos personales que obstaculizaban la tarea
docente y asistencial a esta altura.
Esta confluencia, contradictoria en la práctica, aunque no en teoría, hacia inevitable la
consideración simultánea de los dos sistemas o esferas institucionales. Y en ningún lugar
aparecía con tanta fuerza, o por lo menos con tanta claridad, dicha contradicción como en
la sede del grupo docente con el que comenzó el trabajo y que fue siempre —ya se ha
dicho— su eje. El hospital donde estaba, instalada la cátedra era muy prestigioso en el
ambiente médico y planteaba exigencias especiales a sus miembros, las que solían entrar
en conflicto con las de la función docente. Pero más que una cuestión de dedicación y
tiempo (que era la queja siempre reiterada), se trataba aquí de un conflicto entre marcos de
referencia institucionales a los que se deseaba, y a los que no se deseaba,
respectivamente, imaginarse adscriptos, de acuerdo con una distribución consensuada de
prestigios. (En los círculos médicos se repite un chiste fastidioso que clasifica a los colegas
en “docentes” y “decentes”.)
Para no entrar en un relato pormenorizado, que no se avendría con la intención de este
trabajo, me limitaré a decir que —por ésta y otras razones— se hizo necesario operar
extensamente sobre el vínculo cátedra-hospital.
Se pudo concertar a este fin un acuerdo para iniciar un trabajo institucional que abarcaba
prácticamente a todo el hospital. Este trabajo, en el que participó un equipo calificado y
numeroso de psicólogos, se prolongó varios años. Tuvo como resultado que se produjeran
transformaciones en aquello que -siguiendo a Freud— podemos denominar ‘‘estructura
libidinosa” allí vigente. Las consecuencias prácticas fueron múltiples, pero no interesa aquí
reseñarlas sino tan solo explicitar nuestro objetivo, en éste y en los demás aspectos del
trabajo con los pediatras: decidimos colaborar en lo que pudiéramos a consolidar un
modelo de asistencia pediátrica que permitiera conciliar cientificidad con pragmatismo y que
tuviera en cuenta las condiciones reales de la atención médica pública en el país,
procurando mejorarlas.
Para que algo así pueda intentarse, es necesario haber inventariado primero el repertorio de
aquellas constantes fantasmáticas alrededor de las cuales se juegan (en el espacio
imaginario instalado en torno de cualquier empeño colectivo, por mayor que sea la
pretensión de objetividad) los “conflictos y armonías" que resuenan en el ámbito analizado
aunque ellos estén (sobre-) determinados, en última instancia por lo que se dé en las
dimensiones que son decisivas para un campo histórico (socio- político-cultural). También
precisa haber ubicado las cadenas de lealtades y rivalidades concretas, las redes de
identificaciones, las ambivalencias, porque todo esto hace al sistema por el que se
transportan y reproducen —junto con el saber— las ideologías (en este caso, las que están
ligadas a posiciones frente a la práctica médica).
Para seguir con la descripción de las conexiones inter-institucionales que se fueron
estableciendo en toda dirección —complejizando lo que comenzó por ser, como se ha
dicho, un trabajo de psicología institucional psicoanalítica que tenía por clientes a los
integrantes de un grupo relativamente autárquico (como lo es una cátedra médica en la
Argentina)— hay que mencionar un vínculo que estableció esa cátedra con los aparatos
asistenciales públicos de dos provincias argentinas, a los que prestaba asesoramiento,
supervisión y apoyo científico y docente en el área pediátrica o, mejor dicho, de la "salud
materno-infantil", aunque en la práctica esa colaboración o tutela se extendió a otras áreas
médico-asistenciales.
Fue preciso prestar ayuda técnica en el vencimiento de resistencias al cambio, ligadas en
parte a intereses creados de la asistencia privada local y a la inercia burocrática y en parte
a complejos de actitudes que fueron materia de análisis. En este punto el “dispositivo”
pediátrico (o médico), entraba en confluencia, a veces, y en colisión, otras, con
"dispositivos” administrativos o estrictamente políticos; la psicología institucional había
dado lugar a tareas y estrategias propias de una psicología de la comunidad o de una
psicología política...
Un atravesamiento similar de los límites de una organización cliente puede producirse en
cualquier trabajo institucional que se deja llevar— sin oponer resistencias ligadas a
imágenes de un “rol” o de un “encuadre” fijos— por los movimientos de los discursos y las
prácticas para el esclarecimiento de cuyo sentido (desde la perspectiva en la que el
psicoanálisis se instala: la de la sexualidad) se es llamado, con fines prácticos o no.
En otra intervención (y así terminaré con los ejemplos), el sesgo transversal que descentró
lo que empezó por ser también un trabajo institucional pedido por un grupo de
profesionales, en este caso de las ciencias sociales, tuvo que ver con la incursión de la
tarea para la que ellos estaban empleados en zonas transitadas habitualmente por
discursos —y prácticas- políticos.
Se trataba de un grupo constituido, hace unos diez años, por asistentes sociales, psicólogos
y arquitectos, que estaban incorporados —aunque conservaban bastante autonomía— a un
organismo municipal, en una ciudad del interior, a fines de proyectar e instrumentar el
traslado de una “villa” a otro lugar, un barrio que estaba siendo construido. Se procuraba
alentar una experiencia participativa de ese vecindario en todas las fases del proyecto,
iniciativa que —en opinión de todos— se ligaba (en forma algo laxa) al propósito de las
autoridades municipales, que eran de facto, de contar con apoyo popular en unas próximas
elecciones.
En este contexto, es fácil calcular que el pedido de asistencia psicológica tenía que ver con
escrúpulos de conciencia de esos profesionales, agravados por la indefinición que
manifestaban en cuanto a sus roles laborales —no tanto en el caso de los arquitectos
cuanto en el de la mayoría de los psicólogos y asistentes sociales. Lo más ejemplar de este
trabajo institucional para quienes lo llevamos a cabo consistió en el traslado que fue
necesario operar en una etapa hacia el lugar, discursivo y geográfico, de los habitantes del
barrio. Allí fuimos testigos (en ocasión de una de las reuniones o asambleas de vecinos) del
carácter penosamente residual, imitativo y fragmentario que allí asumían los intentos de una
colectividad marginal por otorgar coherencia a su vida cotidiana. ¿Exageración de lo mismo
que en otro plano mostraba el grupo de profesionales? De todos modos, en un ámbito
atravesado en ese momento por ruidosas-pasiones y por desgarramientos colectivos, la
utilidad que el trabajo de psicología institucional tuvo para algunos de sus gestores se
redujo, según creo, a posibilitarles el abandono de coartadas o ilusiones, a permitirles a
unos irse, a otros reivindicar la modesta especificidad de un trabajo del que dependían
económicamente. En cuanto a ver más claro lo que determina —desde esa perspectiva de
la sexualidad en la que insisto en ver la marca del cuño psicoanalítico— esas puestas-en-
escena concretas en los escenarios colectivos, incluido el “teatro-dentro- de-otro” del trabajo
psicológico-institucional, no puedo asegurarlo, pero creo que fue poco lo que allí se logró,
tanto por impericia del operador cuanto por las especiales condiciones del campo.
Estas breves reseñas a las que quiero limitarme —la una, de un trabajo bastante exitoso,
la otra, de uno más o menos fallido- no tienen otro fin que el de ilustrar de qué manera el
psicólogo institucional puede verse precisado de atravesar los límites de la organización o
grupo que inicialmente lo contratad Tanto teórica como prácticamente puede justificarse
que lo haga. Al fin de cuentas, nada muy esencial cabría postular del lado del objeto
cuando se deja atrás al individuo para abocarse a lo que puede (o debe) concebirse como
intersecciones de prácticas, discursos y objetos instituidos en campos colectivos, más o
menos organizados. La sistematicidad de estas organizaciones es limitada. Constituye el
objeto de la práctica profesional, entre otros, del psicosociólogo o del “analista
organizacional”.
Lo que le otorga, sí, cierto privilegio, al ámbito organizacional, para el psicólogo
institucional también, es el hecho de que allí se precipita en formas estables (al punto de
armar un símil de ‘'estructura”) la libido colectiva, de modo que resulta estratégico como
lugar de escucha y operación para el psicoanalista. Pero puede ocurrir que nuestra
“competencia discursiva" nos indique la conveniencia de proceder de modo que el ámbito
de la interlocución (para que ésta sea eficaz) se desplace, se restrinja o se amplíe -según
los casos y según la intención-.
En relación con ese último punto, puede ocurrir que la intervención del psicólogo esté
planeada para incidir sobre el sustrato fantasmático de ciertos aspectos de un modelo que
atraviese toda la heterogénea trama discursivo-práctico-institucional de lo que se ha dado
en llamar un “dispositivo”, como en el caso primero reseñado. Tal cosa sólo parece viable,
sin embargo, si se está respaldado por alguna organización de la que prevalezca una
imagen prestigiosa y de relativa imparcialidad dentro del ámbito sobre el que se pretende
operar. No es conveniente, en cambio, que se trate de una organización que tenga (y
otorgue, por ende, al psicólogo) poder administrativo directo -poder jerárquico— sobre los
individuos, grupos u otras organizaciones con los que se haya de trabajar.
Otro modelo de intervención, más cercano del tradicional del psicólogo —que se atiene por
lo común a una práctica sedentaria en “consultorio”— puede bosquejarse en relación
también con un campo institucional que se define a partir del “dispositivo” y no de la
organización.
Se trata del trabajo psicoanalítico con grupos constituidos por individuos que comparten
algún oficio o profesión, una formación o una práctica, sin pertenecer necesariamente a la
misma organización.
Los conflictos ligados a cualquier trabajo o práctica pueden servir de elemento de unión
para que un grupo psicológico se constituya, cuando existe —a su vez— un andamiaje
institucional que permita orientar requerimientos de análisis en tal sentido.
Una situación semejante tiene la ventaja de que no es necesario intervenir sobre un drama
colectivo apremiante, como sucede —en cambio—, la mayor parte de las veces, en los
trabajos institucionales pedidos por los miembros de una organización.
En cambio, de lo que se trata en “contextos” como los antes delineados —además del
desciframiento de lo que allí mismo (“textos”) requiere atención, ligado a historias
individuales (cómo comienzan, por ejemplo, ciertas vocaciones, qué es lo que determina
repeticiones específicas, etc.)— es de desmontar los variados efectos, sobre el quehacer y
las ideologías de los miembros del grupo, de causas heterogéneas y muchas veces
remotas, en el interior de un “dispositivo”.
Hay que tener presente que lo que aquí se designa como “dispositivo” debe ser pensado
como un conjunto, en efecto, muy heterogéneo.
Lo integran:
Prácticas dispares, organizadas en torno de modelos que muchas veces se contraponen
en lugar de complementarse;
Discursos, que van desde los que, en carácter de textos fundamentales o de libros
sagrados, informan todo un ámbito hasta los que “en presencia” y cotidianamente son
enunciados por los portadores de ideología o de ciencia para justificar, para otorgar
coherencia o para criticar y proponer reformas de lo que allí se hace (aunque nos toca no
olvidar, que lo ya dicho y lo que va siendo dicho transportan más sentidos que los que se
pretendió darles);
Objetos instituidos, entre los que se incluyen las organizaciones, además de los bienes,
territorios, instalaciones, edificios, instrumental, archivos, códigos, emblemas,
monumentos, reliquias, que corresponden al ámbito estudiado.
En cada una de estas dimensiones, puede ser rastreado un proceso histórico relativamente
autónomo, caracterizado por sus propias continuidades y rupturas y el conjunto soportará,
como puede colegirse, multiplicadas contradicciones.
Por ejemplo, retomando el caso de la intervención antes reseñada sobre el “dispositivo”
pediátrico, allí había discordias y armonías entre las formas que presiden los modelos
diversos que se recomiendan para la práctica en cuestión (a los que se puede simplificar en
extremo como: el modelo “clínico tradicional”, el “cientificista”, que privilegia el uso de
recursos técnicos sofisticados para el diagnóstico, y el “psicologista”); otras formas, las que
están implicadas en modelos de organización, arcaicos unos (cátedra, sala de hospital)
otros más modernos y de distinta procedencia cultural (la residencia hospitalaria, los
organismos asesores), otras y otras más, las que propugnan y las que dejan traslucir los
discursos con-sagrados y los enunciados corrientemente, ya sea en lugares privilegiados
(clases, congresos, ateneos), ya en lugares cotidianos.
La enumeración de las dimensiones estructurantes puede culminar con una referencia a
órdenes cada vez más amplios: el de la profesión médica en general, los correspondientes
a la actitud que tiene —y ha tenido— nuestra cultura con respecto al niño, la enfermedad,
etc.
Todo esta complicación se incrementa en un campo institucional histórico concreto por el
hecho de que éste será siempre recorrido “transversalmente” (y a veces, como en la
Argentina no podemos ignorar, aplastado "verticalmente”) por los efectos de su participación
en la dimensión política —en un sentido estricto— de lo social.
Claro está que ninguna tarea profesional, ni siquiera la de un psicólogo, puede ser tan
intolerablemente vasta, o tan imprecisa, como la de ocuparse (aunque fuere verbalmente)
de todas estas cosas en forma sistemática.
Lo propio del psicólogo es prestar atención central a otra trama, solidaria de la recién
descripta, que co-(i)nstituye el ámbito en estudio desde la perspectiva de los que lo viven a
la manera característicamente humana. El psicoanálisis, ajeno a una mera fenomenología,
ha ubicado en ese lugar un objeto que debe ser interpretado o (re) construido: la fantasía.
Para Freud ese soporte íntimo de la experiencia tiene la forma de argumentos. En el adulto,
dichos argumentos reproducen con insistencia variantes de los modelos en que quedaron
plasmados, en la adolescencia de cada individuo, proyectos eróticos y ambiciosos cuyo
último sentido libidinal no puede —en razón de la represión— ser percibido. Estos
esquemas fantasmáticos hallan luego en el mundo exterior (natural y social), obstáculos y
vías de realización. Pero debe tenerse en cuenta que de ese mundo exterior han recibido
en el momento de su constitución el material ideológico y un requisito de coherencia. Son
formas de transacción o compromiso entre los sistemas psíquicos Inconsciente y
Preconsciente.
La incorporación de los individuos al “dispositivo” puede concebirse —en los casos, como
es este que estamos discutiendo, en los que se requiere vocación — «en términos de la
adecuación de sus mundos fantasmáticos con lo que la institución propone en calidad
también de esquemas argumentales (fundamentalmente míticos) co(i)nstítutivos de las
prácticas, sustentadores de modelos típicos de relación social y por lo tanto, de las
organizaciones características del ámbito, todo lo cual se apoya, con mayor o menor grado
de explicitación, transparencia, contradicción u ocultamiento, en los discursos allí
enunciados y en los allí instituidos.
El proceso por el que pasan los estudiantes de una disciplina durante sus años de
formación los lleva a ponerse en contacto con un muestrario de esas prácticas, esos
discursos, esas organizaciones, con el resultado de que escogen, por lo general, aquella
orientación cuyas formas instituidas hacen resonar proyectos otrora fantaseados y muchas
veces vueltos a reprimir a poco de haber sido articulados, pero siempre activos. Los
estudiantes de medicina, por ejemplo, van encontrando a lo largo de su carrera una serie
de módulos en los que encajar de acuerdo con la propia estructuración fantasmática y allí
termina de afianzarse (aunque a veces produzca la impresión de aparecer ‘‘por vez
primera”) una vocación.
Junto con el aprendizaje de los textos y las pericias, habrán estado expuestos para
entonces a liderazgos y prestigios dispares, a modelos de trabajo, formas
organizacionales, mitos y rituales.
Sobre la base de consideraciones de este tipo, la intervención brevemente narrada sobre el
“dispositivo” pediátrico tomó a la postre un sesgo, en el que puede tender a estabilizarse
(bajo la responsabilidad —desde hace unos años— de otros psicólogos), por el cual se
presta también atención y asistencia a problemas que podríamos llamar, en un sentido
amplio, “vocacionales”.
Volviendo al tipo de trabajo institucional que antes se bosquejó, vale decir, el que se puede
hacer con grupos integrados por individuos que proceden, aunque aisladamente, del
interior de un ámbito o dispositivo y que consultan con motivo de conflictos con lo que
hacen cabe observar que aquí también la “vocación”, cuando se trate —como es lo más
probable en casos tales— de personas que hayan elegido su oficio, profesión o práctica,
puede resultar un articulador privilegiado para la exploración de los cimientos fantasmáticos
de las instituciones (no necesariamente “organizaciones”) compartidas por ellos.
Claro que dicha exploración, tanto en este contexto reducido cuanto en el más vasto de una
intervención psicológico-institucional del tipo de la de "pediatría" no debe entenderse como
un intento de usurpar el espacio que corresponde a las tareas de construir una teoría o una
historia de las prácticas en cuestión. Puede vislumbrarse, en cambio, como un valioso
complemento de ellas.

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