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¿Cómo agradar a Dios y que nadie se disguste?

Fandangos, velorios
y prácticas disidentes en San Juan Guichicovi, Oaxaca
a fines del siglo XVIII
Alvaro Alcántara López
Centro INAH Veracruz
I
Me gusta pensar en historias que puedan ser confeccionadas para contarse de manera circular.
Quizá esta debilidad me viene de la conciencia que las historias circulares nunca vuelven al
mismo punto en que inician - aunque así lo pretendan. Con toda probabilidad, al menos alguna
o alguno de ustedes vio, a inicios de la década de 1990, aquella película excepcional de Milko
Manchevski, “Antes de la lluvia”, donde a los pocos minutos de haber comenzado se deja leer
en los subtítulos aquella frase impecable: “El tiempo no muere jamás. El círculo nunca se
completa.” Pues bien, me gustan esas historias que andan tras de sus pasos y dejan entrever
sus costuras., pero que nunca se completan.

En esta oportunidad me propongo compartir con ustedes una experiencia y muchas


preguntas. Nada hay aquí que quiera yo probar, ninguna hipótesis, mucho menos algún
modelo. Se trata en el caso más extremo de proponer una reflexión conjunta a partir de esta
experiencia de tropezarme con distintos registros de la memoria y trata de dotar a dichos
encuentros de algún sentido. Por un lado, el entendimiento (lectura y escucha) de los
documentos existentes en los archivos coloniales. Por otro lado, mis vivencias en el mundo del
son jarocho y, muy cercanamente, de mi experiencia como promotor cultural y funcionario de
gobierno. Complementariamente, la consideración y escucha de los registros sonoros y sus
posibilidades imaginativas para comprender al pasado desde su contemporaneidad. Y
finalmente, el peso de la novela familiar –la propia, por supuesto- en nuestras elecciones
historiográficas, porque como logramos entender en algún momento de la existencia, la
investigación histórica inexorablemente tiene que ver con el esclarecimiento (o ajuste de
cuentas) de la memoria personal en relación con la pesada carga de la historia de nuestras
familias.

II

No puedo fijar con precisión el año, pero pienso que hacia 1995 o 1996 habré tenido las
primeras noticias de parte de mi amigo Alfredo Delgado – por aquellos años Jefe de la Unidad
Regional de Culturas Populares de Acayucan – que en San Juan Guichicovi, Oaxaca existía

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una música de cuerdas que guardaba algunas semejanzas con el son jarocho que se recrea en
los fandangos de tarima del sur de Veracruz.

Las expresiones indígenas del son jarocho del sur de Veracruz, - aunque no tan
conocidas fuera de la región jarocha como sí lo son las mestizas y afromestizas-, las conocíamos
y ubicábamos en mayor o menor medida.1 Sin embargo, en lo personal fue sólo hasta 1997-
1998 cuando pude conocer y empezar a interesarme por expresiones de música indígena más
asociada a espacios/momentos rituales o a creencias y devociones con una fuerte herencia
“mesoamericana” cuya memoria se hunde en el tiempo nebuloso que apela al tiempo de “los
abuelos y las abuelas” y a aquel en que los animales hablaban la lengua de los seres humanos.

Me refiero en específico a la música ritual o religiosa de cuerdas de Pajapan, Veracruz,


que ahora se conoce bajo el genérico de “Arpisteros de Pajapan”. Una dotación instrumental
que emplea una arpa indígena (más pequeña que las grandes de los conjuntos comerciales de
música regional que alguna vez hemos visto), requintas, jaranas y bandolas y en la cual se tocan
un conjunto de sones para danzas como La Malinche o La Basura, minuetos, alabanzas, etc.
De manera que la referencia a aquella música de cuerdas de Guichicovi emparentada de algún
modo con el son jarocho de impronta más indígena no lograba hacer cuerpo en mi memoria
sonora. Si acaso podía suponer cierto ethos y emoción producto de los estereotipos que por
décadas nos enseñaron que era “lo indígena”.

Conocí San Juan Guichicovi sólo hasta 1999, en compañía de mi papá y mi tía Sonia
(Si bien Estación Mogoñé era parte de la ruta que seguía el tren en aquellos viajes que hacíamos
en familia desde el otrora Puerto México rumbo a Chahuites, el pueblo donde entonces vivía
mi abuela Joela -la mamá de mi madre- y aún hoy buena parte de mi familia más querida.)

No pocas veces me he sentido fuera de lugar en medio de un gremio de historiadores


para las cuales la biblioteca, los archivos, cubículos y el aula constituyen un único espacio
integrado (el único) donde se puede habitar en esta profesión –aunque es justo decir que
afortunadamente esa estrechez ha venido cambiando con las nuevas generaciones. Para

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De hecho, una parte fundamental de mi formación como jaranero a inicios de aquella
década había sido precisamente en una zona intermedia de influencia campesina afromestiza
y en una zona “serrana” netamente indígena: Minzapan, Tatahuicapan, Mecayapan,
Chacalapa, Chinameca, Cosoleacaque, Oteapan, Minatitlán, Comején, Acayucan, San Juan
Evangelista.
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quienes estudiamos el pasado previo a la aparición de la luz eléctrica -pero si es el periodo
colonial, más radical aún-, los universos de lo sonoro, de lo festivo, de las maneras y ritmos del
hablar parecen no existir. Se nos olvida con mucha frecuencia que las regiones, los espacios,
las localidades tienen también sus ritmos y sus sonidos. Ya no digamos aromas y sabores
porque sería entrar y no salir fácilmente de una tierra encantada. Por ello, la solución práctica
ha sido–a quienes andamos esos terrenos- identificarnos como “antropólogos” o “folkloristas”.

¿Qué ha hecho la gente además de trabajar, protestar, reproducirse, morir o


alimentarse? Bailar, hacer música y hacer la fiesta. ¿Y qué sabemos los historiadores de eso?
¿En qué lugar y momento se intersecta lo festivo con las presiones fiscales, con la creencia en
una vida después de la muerte, con la lucha por la tierra, con la defensa de la autonomía, con
los ciclos agrícolas, con las rutas mercantiles, con el mercado mundial? ¿Existen registros de
esos universos sonoros que recién he mencionado? ¿Dónde habitan estos testimonios?

De hecho, en la grabación realizada en la transición de fines de los años sesenta a los


setenta del siglo pasado que en 1972 aparecería como el vol. 11 de la serie Testimonio musical
de México titulado “Música del Istmo de Tehuantepec”, el entonces antropólogo Arturo
Warman dejó consignado lo siguiente al respecto de la pista núm. 4, “Son del Angelito”, que
el propio Warman grabó a “mixes de Río Pachiní”: “(…) En este caso se interpreta con un
conjunto de formado por una jarana de seis cuerdas, un requinto de cuatro cuerdas –ambos
instrumentos variantes de los utilizados en la música jarocha o veracruzana, y de donde acaso
se adoptaron- y la llamada marimbola.”. ¿Cómo llegaron esos instrumentos a esta zona del
Istmo mexicano? ¿Cuál su posible emparentamiento con los sones jarochos de la vecina región
del norte istmeño? ¿Y los repertorios? ¿Existían algunos sones o tonadas que se compartieran
al momento en que Warman realizó aquellos registros?

III

El 1 de agosto del 2008 mientras buscaba incesantemente completar mi investigación doctoral


(organizada a partir de un motín de los indios del pueblo de Acayucan ocurrido en octubre de
1787, tuve la buena ocurrencia de revisar el volumen completo donde se encontraba el
expediente de Acayucan que me interesaba. Fue entonces cuando di con el expediente titulado
“Movimiento de los indios de Guichicovi contra su cura”. Para aquel tiempo tenía yo más de
un motivo para interesarme por Guichicovi: el historiográfico, el sonero, el familiar. Sin

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dudarlo, solicité una copia y cuando me fue entregada encontró su lugar en mi archivero.
Aunque a lo largo de estos años en varios momentos lo miré -más con curiosidad que con
obsesión- aquel expediente “durmió el sueño de los justos” hasta que en medio de la pandemia
me puse por primera vez a trabajarlo en serio.

Nunca me he sentido cómodo con la producción exprés de textos, especialmente


cuando tuve que hacerlo. Me hice historiador para fabular historias, no para redactar peipers
chatos y a destajo que terminan -siempre terminan- por “probar” las hipótesis anunciadas en
sus rebuscados astrack (sic) para finalmente concluir la escritura aventurando explicaciones
grandilocuentes del mundo y de la vida.

A veces las historias se consolidan muy rápido, otras veces en cambio esas historias se
van construyendo en fragmentos y episódicamente a lo largo de varios años, hasta que un día
nomás te anuncian en un sueño, mientras regresas de un viaje o saboreas el hervor del café.
Estuve en Estación Mogoñé y en Guichicovi en 2019 y 2020. Tras esas dos fugaces visitas sentí
que era momento de trabajar aquel expediente. Y cuando el aislamiento social, el letargo y el
fastidio se impusieron como condición de la vida en pandemia, encontré en la paleografía el
amor extraviado.

Para el mundo de las y los historiadores novohispanos y colonialistas resulta ya un lugar


común, que la segunda mitad del siglo XVIII fue un momento de irrupción constante de
movimientos sociales disidentes: motines, asonadas, tumultos, rebeliones. Suficiente agua ha
corrido bajo los puentes al respecto y uno puede sumergirse en esas aguas con las lecciones
aprendidas de William Taylor, Rodolfo Pastor, Leticia Reina, Laura Machuca, Giovanni Levi,
E.P. Thompson, Arletle Farge, Ranajid Guga, Dolores Aramoni, Juan Pedro Viqueira, María
Alba Pastor o Antonio García de León, por abreviar la lista.

Uno de los principales retos al trabajar la documentación colonial, me parece, es no


comprar “la versión oficial” y luchar porque la versión del Estado, de la ley, del poder que ha
producido los “testimonios” no deforme en exceso tu percepción de los hechos. O como lo
he llamado en otro momento: se trata de escapar a la inmediatez que impone la
documentación (es decir, comprender que el episodio disidente -casi siempre explosivo,
fulgurante, excepcionalmente violento- se encuentra ligado a procesos y coyunturas de mayor
densidad temporal) y tener presente que, si corremos con suerte, la documentación nos

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permitirá reconocer que existen más de una versión, tanto en el bando de los “poderosos”
como de los subalternos.

Siguiendo el informe que envió el alcalde mayor de Tehuantepec al virrey Gálvez el


24 de abril de 1784 “con el motivo de haber preso [el padre cura] a Miguel Fabián, indio del
citado pueblo se conmovieron contra dicho padre y su vicario, amontonándose en las casas
del curato las indias y algunas jóvenes quienes los precisaron a salir del pueblo ensillándoles
las mismas indias.” Tras la intervención del alcalde mayor de Tehuantepec y arreglarse éste
con los principales y cabildo del pueblo, los indios de Guichicovi fueron a finales del mes de
enero en busca de su cura a Santa María Petapa (donde éste se había refugiado) para “rogarle”
que volviese.

De acuerdo a esta misma versión, las cosas parecen haber transcurrido en calma las
semanas siguientes hasta que el 11 de abril, día primero de pascua, “con el motivo de contener
el padre cura y el vicario a una mujer que bailaba en la iglesia, persuadiéndola ser indecente
semejante acción, volvieron a tumultuarse las mujeres prorrumpiendo en expresiones
desvergonzadas hacia los padres. Según esta misma fuente, tras solicitar el cura la presencia del
teniente de justicia, don Salvador Guerra para resguardo de su persona, no obstante estar al
tanto y presto para actuar “el teniente, considerando que el pueblo pesa de novecientos
casados, que sus naturales son una gente robustísima, poca civilizada y que la situación del
pueblo es una montaña áspera y que hacia el norte no hay población ninguna, temerosa de
algún lance funesto, no se ha atrevido a lo que el cura le pide ni a impartir el auxilio que en los
mismo términos quiere el padre cura de esta villa [de Tehuantepec].

Tras la consulta que hace el alcalde al virrey de cómo proceder, el fiscal de lo civil,
refrendado por el virrey Gálvez determinan aprobar la reflexión y solidez con que se ha
conducido el alcalde de Tehuantepec y le ordenan que” siguiendo la misma idea, pase al
pueblo de Guichicovi, sin prevención de armas ni aparato escandaloso y con la mayor
prudencia y suavidad imponga a los naturales de uno y otro sexo en el respeto y subordinación
que deben a su cura en todo lo espiritual y anexo que corresponda a su jurisdicción,
procurando tranquilizar sus ánimas y evitar todo lo que pueda ser causa de la alteración en lo
sucesivo, con prevención de que suspendan el auxilio pedido por el cura de Tehuantepec para
la práctica de las diligencias y dé cuenta de los resultados de esta providencia” y etcétera. Como

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puede leerse, no siempre ni todos los funcionarios pensaban que la solución era mano fuerte
y garrote ante el tumulto o amotinamiento de un pueblo.

Quienes están familiarizado con las expresiones disidentes del periodo colonial, este
“episodio” no parece tener nada de extraordinario. A no ser por el hecho que el “delito” que
se imputaba al indio Miguel Fabián era el de estar “haciendo un novenario de velas al señor
de Esquipulas”, encontrado música y todos los asistentes tomados de bebidas, aunque no
ebrios”, motivo por el cual el cura Pedro Rafael Ortiz “(…) personalmente les hizo saber la
providencia de Vuestra Santa Ilustrísima [el señor Obispo], deshaciendo el fandango,
previniendo al citado Miguel cesaran dichas velas porque de lo contrario procedería a lo que
hubiera lugar.” Pero Miguel Fabián reincidió y ya sabemos lo que pasó. Y unos meses después,
una mujer se puso a bailar en la iglesia y, también, ya sabemos lo que pasó. Lo llamativo pues
de este episodio incidente es la reacción de los naturales del pueblo de Guichicovi a la
prohibición expresa de su cura de hacerle sus fandangos de velas a sus figuras devocionales.

“Velas”, “velaciones”, “velorios” a los santos y vírgenes católicos cristianos -una


tradición vigente en distintos lugares del sotavento veracruzano, del Istmo oaxaqueño y
seguramente del sureste mexicano. Y a fines del periodo colonial, el detonante, su prohibición
de un tumulto o asonada de indios a su cura, al cual expulsaron del pueblo.

IV

En el año 2001, el fortalecimiento del movimiento social y cultural recreado en torno a los
fandangos de tarima y sones jarochos –movimiento iniciado a fines de los años setenta del siglo
pasado- llevó a la creación del Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento. En dicho
Programa participaba el entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
(CONACULTA), el Instituto Veracruzano de la Cultura (IVEC), el Instituto de Cultura de
Tabasco y el Instituto de cultura de Oaxaca. Es decir, la creación del Programa Sotavento, en
la estructura de la Dirección de Vinculación Regional (DVR-CONACULTA) perteneciente a
la Dirección General de Vinculación Cultural (DGVC-CONACULTA), significó el
reconocimiento oficial de la región del Sotavento, espacio histórico y cultural en el que
convergían municipios de Veracruz, Oaxaca y Tabasco. San Juan Guichicovi, pueblo Ayuuk,
era reconocido como parte de esta región sotaventina.

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La infraestructura generada a partir de la creación de este Programa hizo posible que,
en el año 2005, en el disco compacto Sones Indígenas del Sotavento aparecieran tres piezas
grabadas en el mpio. de San Juan Guichicovi; y, que dos años después, en 2007, apareciera el
disco compacto Jaraneros de Guichicovi, donde participaban tres agrupaciones del municipio:
1) Jaraneros de Pachiñé (5 piezas); Jaraneros de San Juan (4 piezas); Jaraneros de El Ocotal (4
piezas).

De hecho, la pervivencia de la música de cuerdas en Guichicovi tiene una fuerte


conexión con los Velorios de Angelitos, que hoy se siguen recreando en este municipio, un
compromiso que los músicos que hoy recrean y mantienen viva esta cultura musical asumen
como un compromiso de vida. Una particularidad de esta música antigua de cuerdas que se
sigue tocando en este municipio Ayuuk es la utilización de un instrumento conocido como
“marimbola” “marimbol” o “marimbolo”, que como han documentado suficientemente
investigadores como Francisco García Ranz u Octavio Rebolledo Kloques tiene su origen en
el continente africano se trata de un “lamelófono” afrocaribeño.

¿Qué conexiones podrían establecerse entre los registros sonoros hechos en la segunda
mitad del siglo XX y primeras dos décadas del XXI en este municipio y “la música” que se
tocaba en los fandangos de velas de los que nos habla el documento de fines del siglo XVIII?
¿Por qué es una práctica festiva /religiosa el detonante de la movilización popular y no el
hambre o la explotación laboral (aparentemente)? ¿En dónde reside la injusticia que reclaman
los naturales del pueblo de parte de su cura, en tanto representante del poder virreinal, tanto
terrenal como divino? ¿A qué suena la memoria del pasado? ¿De qué pasado hablamos
cuando nos referimos a prácticas sociales denunciadas a fines del periodo colonial pero
vigentes aún en nuestros días? ¿Qué repercusiones, enseñanzas nos deja a quienes practicamos
profesionalmente (o no) la historia?

Pienso que ha llegado el momento que la música nos susurre todo aquello que no
hemos terminado de entender, tras extenuantes jornadas en los fondos documentales del
pasado colonial y las bibliotecas. Escuchemos pues a los músicos de Guichicovi, depositarios
de otras formas de memoria. O vayamos a buscarlos a su pueblo, porque allí siguen, haciendo
lo que consideran vital.

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Paremos pues la oreja y quizá de esta experiencia de escucha surjan otras veredas para
volver a la lectura apasionada del documento colonial.

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