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TomSawyer,detective

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TomSawyer,detective

MarkTwain

EditorialGenteNueva

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Tomado de Tom y Huck en dos novelas, Editorial Gente Nueva,
Ciudad de La Habana, 1979.

Edición: Odalys Bacallao López


Cubierta: Raúl Martínez Hernández
Diseño y composición: Nydia Fernández Pérez
Corrección: Josefa Quintana Montiel

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2004


Primera edición, 1979
Segunda edición

ISBN 959-08-0612-0

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no.


58, Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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Por extraños que puedan parecer los incidentes que forman
esta narración, no los he inventado, sino que son hechos rea-
les tomados de un juicio criminal sueco, incluso la confesión
pública del acusado; únicamente he cambiado los persona-
jes, transportado las escenas a Norteamérica y añadido algu-
nos detalles, pero solo un par de ellos son importantes.
MARK TWAIN

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CAPÍTULO PRIMERO

Invitación a Tom y Huck

Fue en la primavera siguiente, después de haber


liberado entre Tom Sawyer y yo al esclavo Jim,
quien, por haber huido, estaba encadenado en
Arkansas, en la finca de Silas, el tío de Tom. El
hielo se derretía y se aproximaba ya el tiempo de
andar descalzo. Más tarde llegaría la época de las
canicas; luego, el boliche, la peonza, los aros y
cometas… Y, por último, iríamos a nadar. Se pone
uno triste mirando hacia adelante y viendo cuán-
to falta todavía para el verano. Sí; eso lo hace a
uno suspirar y ponerse pensativo, y andar por lu-
gares solitarios, en los montes o por el bosque. Se
contempla el gran Mississippi a distancia, donde
los troncos de los árboles se ven lejanos y borro-
sos, y todo parece tan distante, quieto y solemne,
que lleva a pensar en que aquellos a quienes se
ha amado han muerto, y casi se desea morir tam-
bién para terminar de una vez.
¿Saben lo que es eso? Pues una especie de fie-
bre primaveral. Cuando se padece, no se sabe bien
lo que se desea, pero duele el corazón de tanto

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anhelo. Querría uno marcharse, apartarse de las
cosas viejas y aburridas que se ven a diario y de
las cuales se está harto; contemplar algo nuevo.
Vagar lejos, por países extraños, donde todo es
misterioso y romántico. Pero si no se puede reali-
zar, se contenta uno con bastante menos: con ir
a cualquier parte uno se conformaría.
Quedamos en que Tom y yo padecíamos fiebre
de primavera. Con todo, no había que pensar en
que Tom se marchara, porque, como él mismo
decía, tía Polly no le permitía faltar a la escuela y
andar vagabundeando como en el verano. Así,
pues, un día en que estábamos bastante aburri-
dos hablando de esto y sentados en los escalones
de la puerta, salió la tía Polly llevando una carta
en la mano.
—Tom —dijo—, vas a tener que preparar tu equi-
paje y marcharte a Arkansas. Tu tía Sally te re-
clama.
Loco de alegría, pensé que Tom iba a saltar al
cuello de su tía y ahogarla a fuerza de abrazos y
besos. Pero, por increíble que parezca, continuó
sentado sin decir una palabra. Me dio rabia verlo
tan estúpido, cuando impensadamente surgía una
gran oportunidad. Y el caso es que podíamos per-
derla si continuaba callado y no se mostraba con-
tento y agradecido. Yo no sabía qué hacer. De

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pronto dijo, con tanta calma que me dieron ga-
nas de matarlo:
—Lo siento, tía Polly; pero creo que me tendrán
que excusar por el momento.
Tía Polly se quedó tan extrañada y furiosa ante
esa fría impertinencia, que no pudo decir una
palabra. Di a Tom con el codo y murmuré:
—¿Estás loco? ¿Crees que puedes desperdiciar
esta ocasión?
Sin perder la tranquilidad, me contestó en voz
baja:
—Tú no pretenderás que ella se dé cuenta del
deseo que tengo de ir. De adivinarlo, empezará a
dudar y a imaginar toda clase de enfermedades y
peligros y, probablemente, se volverá atrás. Déja-
me a mí que sé cómo manejarla.
En verdad que no había pensado en ello. Tom
Sawyer tenía siempre razón; era la cabeza mejor
equilibrada que he visto, constantemente en guar-
dia, preparado para cualquier eventualidad. Tía
Polly, recobrada de su primera impresión, comen-
zó a decir:
—¡Excusarte! ¡En mi vida he oído nada seme-
jante! ¿Y me lo dices a mí? Ve a preparar tus co-
sas y si vuelvo a oírte hablar de excusas, verás
cómo yo también te excuso a ti… con un palo.
Le dio un papirotazo con el dedal, y Tom fingió
que se quejaba cuando íbamos hacia la escalera.

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Al llegar a su cuarto me abrazó. Loco de alegría,
ante la perspectiva del viaje, me dijo:
—Antes de que me vaya se arrepentirá de ha-
berme dejado ir, pero ya no sabrá cómo volverse
atrás. Después de lo que ha dicho, su amor pro-
pio no se lo permitirá.
Tom preparó su equipaje en cinco minutos, de-
jando solamente aquello de lo cual se encargarían
Mary y su tía. Dejamos transcurrir otros tantos
para dar tiempo a que a esta se le pasara el enfa-
do, porque, según Tom, tardaba en estar suave y
amable diez minutos si la cosa era pequeña y vein-
te si llegaba a enojarse del todo. Pasado el tiempo
prudencial, bajamos muertos de curiosidad por
saber lo que decía la carta. Tía Polly estaba sen-
tada en una butaca, con ella sobre el regazo. Al
acercarnos nos dijo:
—El caso es que allí están muy preocupados, y
desean que Huck y tú les sirvan de distracción.
Tienen un vecino, un tal Brace Dunlap, que du-
rante tres meses ha insistido en su deseo de
casarse con Benny, y, al fin, le han dicho rotun-
damente que no. Se ha enfadado, como es natu-
ral, y eso les preocupa. Creen preferible estar a
bien con él, y para ello han intentado congraciar-
se tomando a su servicio al hermano, que, por lo
visto, no sirve para nada. Pretenden que sea algo
así como ayudante de la finca, aunque ni lo nece-
sitan ni apenas pueden pagarle.

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—¿Quiénes son los Dunlap?
—Unas gentes que viven a una milla de la finca
del tío Silas. Todos los labradores están separa-
dos, aproximadamente, por esa distancia. Brace
Dunlap es mucho más rico que los otros; es un
viudo de treinta y seis años de edad, sin hijos, y
muy orgulloso de su fortuna, porque posee tam-
bién una gran cantidad de esclavos. Es, además,
bastante impertinente y todo el mundo le teme.
Sin duda, creyó que podría elegir la muchacha
que quisiera, y ha debido de dolerle el no haber
podido conseguir a Benny. Pero la chica tiene la
mitad de años que él, y ya sabes lo dulce y ama-
ble que es. ¡Pobre tío Silas! Es triste que se vea
obligado a congraciarse con ese hombre en esa
forma, siendo pobre y teniendo que contratar, para
contentar a su hermano, a ese inútil de Júpiter
Dunlap.
—¡Vaya un nombre, Júpiter! ¿De dónde lo ha
sacado?
—Es un mote. Creo que hace ya tiempo olvida-
ron su verdadero nombre. Tiene veintisiete años,
y lo llaman así desde la primera vez que se lanzó
a nadar. El maestro vio una mancha del tamaño
de una moneda en su pierna derecha, justamen-
te encima de la rodilla, y otras cuatro pequeñas
alrededor. Como estaba completamente desnudo,
dijo que le recordaba a Júpiter y a sus satélites, y

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a los chicos les hizo tanta gracia, que empezaron
todos a llamarlo de ese modo. Es alto, muy hol-
gazán, astuto, rastrero y cobarde, pero tiene buen
carácter. Lleva el pelo largo, no usa barba ni tie-
ne un céntimo. Brace lo aloja gratis, le regala sus
trajes viejos y lo desprecia. Júpiter es gemelo.
—¿Y cómo es el otro gemelo?
—Según dicen, idéntico a él, pero nadie lo ha
visto desde hace siete años. Se dedicó a robar
cuando tenía diecinueve o veinte años y lo metie-
ron en la cárcel, pero se escapó de allí y se fue
hacia el norte. Antes se decía que robaba y des-
valijaba casas, pero de eso hace ya mucho tiem-
po. Corre la voz de que murió, porque no se ha
vuelto a saber de él.
—¿Cómo se llama?
—Jake.
Todos callaron, y tía Polly quedó pensativa. Pa-
sados unos momentos, dijo:
—Lo que más preocupa a tu tía Sally es lo mu-
cho que Júpiter enoja a tu tío.
Los dos quedamos sorprendidos.
—¿Que se enfada tío Silas? Debe de ser una bro-
ma, pues no lo creo capaz de ello.
—A veces, lo saca de sus casillas de forma tal que
parece como si fuera a pegarle.
—No salgo, tía Polly, de mi asombro. ¡Si tiene un
carácter tan bueno!

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—Pues de todos modos, ella está muy preocu-
pada, y asegura que tu tío Silas ha cambiado mu-
cho por culpa de todas estas peleas. Los vecinos
murmuran porque, como es predicador, no de-
biera reñir con nadie. Tu tía añade que no quiere
subir al púlpito, porque se siente avergonzado; la
gente se muestra fría con él, y ya no lo estima
como antes.
—Es extraño, tía Polly. Era bueno y amable,
siempre abstraído y ausente; un verdadero án-
gel. ¿Qué habrá podido sucederle?

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CAPÍTULO II

Jake Dunlap

Tuvimos mucha suerte, porque pudimos meternos


en un barco de ruedas que venía del norte, y se
dirigía a uno de esos afluentes de río que hay en
Luisiana, con lo que pudimos recorrer el alto y bajo
Mississippi hasta la misma finca de Arkansas, sin
cambiar de barco en San Luis, y haciendo poco
menos de mil millas de un tirón.
En el barco, medio vacío, solo navegaban unos
cuantos pasajeros viejos, que se sentaban aparte
y pasaban el tiempo dormitando. Tardamos cua-
tro días en poder salir del alto río por tocar cons-
tantemente el fondo.
Pero para nosotros no resultaba aburrido, sino
todo lo contrario. Desde el principio nos figura-
mos que en el camarote próximo al nuestro viaja-
ba algún enfermo, porque el camarero entraba
siempre llevando la comida. Interrogamos a este,
y nos contestó que el pasajero no parecía enfermo.
—¿Usted lo cree así? ¿Y si realmente lo estuviera?
—Es posible; pero, a mi parecer, solo pretende
ocultar algo...

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—¿Por qué dice usted eso?
—Porque si estuviera enfermo, se quitaría algu-
na vez la ropa, y esta la lleva siempre encima. Al
menos, no se separa de sus botas.
—¡Qué barbaridad! ¿Ni siquiera por las noches?
—Ni siquiera.
El misterio ejerció siempre una atracción sobre
mi amigo. Si alguien pusiera ante nosotros un
misterio y un pastel, no tendría necesidad de obli-
garnos a elegir, porque la cuestión se arreglaría
sola. Mi naturaleza me empujaría a coger el pas-
tel, y Tom se quedaría con el misterio. Cada uno
es diferente y vale más que así sea. Tom preguntó
al camarero cómo se llamaba el hombre.
—Se llama Phillips.
—¿Dónde subió a bordo?
—Creo que en Alejandría, en el límite de Iowa.
—¿Y qué cree usted que puede hacer?
—No tengo idea; nunca he pensado en ello.
Yo dije para mis adentros: “He aquí otro que
prefiere el pastel”.
—¿Ha notado usted en él algo extraño, lo mis-
mo en su modo de hablar que de obrar?
—No, nada. Únicamente parece tan miedoso, que
tiene día y noche cerrada la puerta y la ventana,
y cuando doy con los nudillos en la puerta, no
me deja entrar sin antes abrir una rendija para
ver quién es el que llama.

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—¡Demonio! La cosa es interesante… Me gusta-
ría verlo. Mire: la próxima vez que entre usted
allí, podría dejar la puerta entornada y…
—No, no. Está siempre junto a la puerta y no
me dejaría.
Tom, al cabo de unos minutos de reflexión, dijo:
—Vamos a ver. Usted me presta su delantal para
que yo le entre el desayuno por la mañana y, a
cambio de esto, le doy un cuarto de dólar.
El muchacho parecía dispuesto a aceptar, a con-
dición de que no se opusiera el mayordomo. Tom
lo tranquilizó diciéndole que lo arreglaría de for-
ma que pudiéramos entrar con las bandejas. Y
así fue en efecto. Aquella noche durmió mal, con
el ansia de penetrar en el camarote y descubrir el
misterio que envolvía a Phillips. Pasó las horas
haciendo cábalas inútiles, porque si está uno a
punto de conocer la verdad ¿para qué perder el
tiempo en suposiciones falsas y fatigarse en vano?
Por mi parte, no perdí el sueño: me tenía sin cui-
dado el asunto de Phillips.
Por la mañana, con los delantales puestos y el
desayuno en la mano, llamamos a la puerta. El
hombre abrió una rendija, nos dejó entrar y cerró
inmediatamente. Al ver su rostro, estuvimos a punto
de soltar las bandejas. Tom exclamó asombrado:
—¡Hombre! ¡Júpiter Dunlap! ¿De dónde sale
usted?

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Tan sobrecogido estaba, que no supimos si lo
que sentía era susto, contento o ambas cosas a la
vez. Por fin recobró el color y comenzamos a char-
lar mientras desayunaba. Entre otras cosas nos
dijo:
—Han de saber que yo no soy Júpiter Dunlap, ni
tampoco Phillips. Si me juran guardar el secreto,
les diré mi verdadera personalidad.
—Bueno, guardaremos el secreto —repuso Tom—;
pero si no es usted el que digo, no necesita decir-
nos quién es.
—¿Por qué?
—Porque si no es usted Júpiter Dunlap, será
entonces Jake, el otro gemelo.
—Pues sí. Soy Jake. Y ustedes, ¿cómo conocen
a los Dunlap?
Tom contó las aventuras que nos habían ocurri-
do en casa de tío Silas el verano anterior, y cuando
se convenció de que sabíamos todo lo referente a
él y a su familia, nos habló con toda confianza.
De sí mismo dijo que era un pillo, que lo había
sido siempre y lo sería hasta el final. Naturalmen-
te, la vida resultaba peligrosa y…
Lanzó un gruñido y estiró el cuello como aquel
que está escuchando. No dijimos nada, y él per-
maneció quieto: no se oían más que los crujidos
del casco de madera del barco y el ruido de las
máquinas.

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Lo tranquilizamos hablándole de su familia: de
cómo la esposa de Brace había muerto hacía tres
años y este quería casarse con Benny, pero ella
lo había rechazado, y que Júpiter trabajaba con
tío Silas, y ambos se peleaban todo el tiempo. Jake
se echó a reír.
—¡Vaya! Oír hablar de todas esas historias es
volver a los viejos tiempos, y esto le hace a uno
bien. Han pasado siete años sin oír nada de lo
que me están contando. ¿Qué dicen de mí?
—¿Quiénes?
—Pues los labradores y mi familia.
—Hablan poco de usted. Si acaso, lo mencio-
nan alguna vez.
—¿Por qué no me mencionan? —preguntó sor-
prendido.
—Porque creen que usted murió hace tiempo.
—¡No! ¿De veras? ¡Magnífico! —y excitado, se
puso en pie de un salto.
—Le juro que nadie cree allí que usted está vivo.
—¡Entonces estoy salvado! Volveré a casa; allí me
esconderán y podré salvar la vida. Guárdenme el
secreto y juren que nunca hablarán de mí. Sean
buenos con este pobre hombre perseguido que
no puede mostrar su rostro. Nunca les he hecho
daño ni jamás se lo haré; tan cierto es esto como
que Dios está en el cielo.

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Aunque se hubiera tratado de un perro, lo hubié-
ramos jurado. El pobre diablo no sabía cómo agra-
decérnoslo, y faltó poco para que nos abrazara.
Continuamos hablando, y al cabo de un rato sacó
un maletín de mano y nos rogó que nos volviéra-
mos de espalda. Lo obedecimos, y cuando dimos
la vuelta, era un ser completamente distinto al de
antes. Se había puesto unas gafas azules, y el bi-
gote y barba postizos parecían naturales. Creo que
ni su propia madre lo hubiera reconocido. Nos pre-
guntó si tenía alguna semejanza con su hermano
Júpiter.
—No —repuso Tom—; únicamente se le parece
en el pelo largo.
—Bueno, pues me lo cortaré antes de llegar allí.
Brace y él guardarán el secreto y podré vivir con
ellos como si fuera un forastero, sin que los veci-
nos sospechen. ¿Qué les parece?
Examinó Tom al hombre y repuso:
—Huck y yo, por supuesto, callaremos; pero la
cosa será un tanto arriesgada si usted mismo no
guarda su secreto. Quiero decir que, al hablar,
tal vez la gente note que su voz es igual a la de
Júpiter. Y, entonces, acaso se acuerden del her-
mano gemelo a quien creían muerto y que pudie-
ra haber estado escondido en alguna parte con
otro nombre.

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—La verdad es que eres muy listo. Tienes razón;
tendré que fingirme sordomudo cuando haya gen-
te. ¡Mira que si llego a casa sin tener en cuenta
ese pequeño detalle! Claro que no pensaba vol-
ver, sino refugiarme en cualquier sitio, huyendo
de esos tipos que me persiguen. Me hubiera colo-
cado este disfraz, otra ropa y…
Se interrumpió bruscamente y se plantó de un
salto en la puerta con el oído pegado a ella, escu-
chando, pálido y jadeante. Luego susurró:
—Pareció un tiro. ¡Caramba! ¡Qué vida!
Se dejó caer en la silla, desmadejado, y se enju-
gó el sudor que le corría por el rostro.

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CAPÍTULO III

Robo de diamantes

A partir de entonces, permanecíamos casi siempre


con él, y uno de nosotros dormía en la litera supe-
rior de su camarote. Nos dijo que había estado tan
solo, que le resultaba muy agradable tener compa-
ñía y alguien con quien poder hablar de sus difi-
cultades. Sentíamos gran curiosidad por conocer
su secreto; pero Tom opinaba que era preferible no
mostrarnos demasiado curiosos, porque de este
modo él mismo acabaría por abordar el asunto;
pero que si le hacíamos preguntas, la desconfian-
za lo llevaría a encerrarse en su concha. Un día
nos preguntó, con aire indiferente, por los pasaje-
ros del barco, pero no quedó satisfecho con nues-
tras respuestas y nos pidió más detalles. Al referir-
se Tom a uno de los más harapientos, Jake se
estremeció y dijo suspirando:
—¡Ay, Dios mío! Ese es uno de ellos. Estaba se-
guro de que se encontraban a bordo. Continúa.
Tom habló de otro pasajero rudo y desarrapa-
do, y el hombre se estremeció de nuevo.

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—¡Ese es el otro! ¡Ojalá sea la noche oscura y
tormentosa y pueda bajar a tierra! ¿Lo ven? Han
puesto espías en torno mío. Si van al bar para
tomar un trago, allí encontrarán de sobra quien
me vigile: el camarero, el limpiabotas u otro cual-
quiera. Y si saltara a tierra sin que nadie me vie-
ra, lo sabrían enseguida.
Comenzó a hablar, primero, de cosas sin impor-
tancia, y poco a poco, del asunto que le preocupaba.
—Fue un timo que hicimos en una joyería de San
Luis. Queríamos apoderarnos de un par de mag-
níficos diamantes, gruesos como avellanas, que
todo el mundo se paraba a contemplar. Como íba-
mos bien vestidos, pudimos realizarlo en pleno
día. Rogamos que nos enviaran los diamantes al
hotel, por si acaso nos decidíamos a comprarlos.
Teníamos preparados otros falsos, que cambia-
mos en el momento de examinar los buenos, y
aquellos fueron los que regresaron a la tienda
cuando alegamos que no eran lo suficientemente
claros para el precio de doce mil dólares.
—¡Doce mil dólares! —exclamó Tom—. ¿Cree us-
ted que, en realidad, valían todo ese dinero?
—Hasta el último centavo.
—¿Y se escaparon ustedes con ellos?
—Sin ninguna dificultad, y hasta creo que ni
los joyeros se hayan dado cuenta de que se los
robamos. Pero no era prudente permanecer en

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San Luis, y creímos preferible trasladarnos a otro
sitio. Cada uno proponía ir por un lado diferente,
de modo que lo echamos a suerte y ganó el alto
Mississippi. Envolvimos los diamantes en un pa-
pel, pusimos en él nuestros nombres y lo dimos a
guardar al conserje del hotel, advirtiéndole que no
los entregara a ninguno de nosotros sin que es-
tuvieran presentes los demás. Luego nos des-
parramamos por la ciudad, tirando cada uno por
su lado, aunque creo que todos estábamos de
acuerdo en una sola cosa.
—¿En qué? —preguntó Tom.
—En que cada uno de nosotros tenía el proyec-
to de robar a los otros.
—¡Cómo! ¿Que uno se lo llevara todo después
de haber sido ayudado por los demás?
—Naturalmente.
Tom, asqueado, dijo que eso era bajo y rastrero;
pero Jake objetó que era cosa corriente en la pro-
fesión, y que cuando uno se metía en negocios,
tenía que cuidar de sí mismo, porque nadie se
sacrificaría por él. Y continuó diciendo:
—El caso es que no era posible repartir dos dia-
mantes entre tres. Anduve vagando mucho rato
por las calles y al fin decidí apoderarme de ellos a
la primera ocasión; ponerme un disfraz y largar-
me con las joyas. Me procuré el bigote postizo,
unas gafas, y todo lo coloqué en este maletín que

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ven. Al pasar ante una tienda donde venden toda
clase de objetos, vi, a través del escaparate, a Bud
Dixon, uno de mis compañeros. Desde un rin-
cón me dediqué a observarlo y ¿qué creen que
compró?
—¿Un bigote? —dije yo.
—No.
—¿Unas gafas?
—Tampoco.
—Cállate, Huck; no haces más que molestar.
¿Qué es lo que compró, Jake?
—Jamás lo hubieran adivinado. Tan solo un des-
tornillador muy pequeño.
—¡Caramba! ¿Y para qué sería eso?
—Yo también me lo preguntaba, entre curioso y
asombrado. Cuando salió de allí, se dirigió a una
tienda de ropas usadas y entonces adquirió una ca-
misa de franela roja y un traje viejo; el mismo
que lleva ahora y que Tom me estaba describien-
do. Enseguida corrí hacia el muelle y escondí to-
das mis cosas en el barco para el cual teníamos
pasaje, y que se disponía a salir. Tuve suerte al
volver a la ciudad: sorprendí al otro compañero
comprando él también un traje viejo y harapien-
to. Subimos a bordo con nuestros diamantes, pero
nos sentíamos en vilo, porque para vigilarnos
mutuamente no podíamos acostarnos. Fue una
tontería el que nos metiéramos en aquel lío, porque

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estábamos enfadados desde hacía dos semanas y
solo nos poníamos de acuerdo en lo referente a
los negocios. Y lo peor de todo era que únicamente
contábamos con dos diamantes para los tres. Des-
pués de cenar anduvimos paseando por la cu-
bierta hasta cerca de la medianoche. Luego baja-
mos y, sentados en mi camarote, examinamos con
la puerta cerrada el papel, para ver si seguían
dentro los diamantes. Los pusimos en la litera
inferior, bien a la vista, y permanecimos senta-
dos, aunque a ratos nos costaba trabajo no dor-
mirnos. Al fin, Bud Dixon comenzó a roncar con
la barbilla apoyada en el pecho. Hal Clayton me
señaló los diamantes con un movimiento de cabe-
za. Comprendí y, cogiéndolos, nos estuvimos am-
bos muy quietos esperando. Bud no se movió.
Suave y lentamente, abrí la puerta dando vueltas
a la llave; hice lo mismo con el picaporte y sali-
mos de puntillas después de cerrar con cuidado.
No se oía el menor ruido, y el barco navegaba
velozmente a la luz de la luna. Sin decir palabra,
subimos directamente al puente superior y nos
colocamos en el borde. Ambos conocíamos nues-
tras respectivas intenciones. Al despertar, Bud
Dixon echaría en falta los diamantes y, sin temor
a nada ni a nadie, correría a buscarlos. Entonces
lo echaríamos al agua, muriendo acaso antes,
durante la lucha.

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”Como soy menos valiente que otros, la idea me
hacía temblar; pero sabía que no podría mostrar
mi miedo, y casi deseaba que el barco se detuvie-
ra en algún sitio para saltar a tierra sin correr
ese riesgo. Temía a Bud Dixon, y me daba cuenta
de que no existían probabilidades de que el barco
hiciera una escala. El tiempo corría y el tipo aquel
no llegaba nunca. Así, esperando, nos sorpren-
dió el amanecer. Dije a mi compañero que todo
aquello parecía sospechoso, en vista de lo cual
decidimos abrir el papel. Al desdoblarlo, encon-
tramos que solamente contenía dos terrones de
azúcar. He ahí la razón por la cual estuvo dur-
miendo toda la noche tan tranquilo. ¿Listo? Cier-
tamente, ya que había tenido, todo el tiempo, pre-
parado los dos papeles y los había cambiado
delante de nuestras narices.
”Nos sentíamos humillados; pero lo que conve-
nía entonces era establecer un plan, y así lo hici-
mos. Doblaríamos el papel de nuevo, tal como
estaba, y volveríamos con cuidado para acostar-
nos en las literas. No sabíamos qué hacer; sin
duda el maldito se burlaba de nosotros en medio
de sus ronquidos. Lo mejor sería no quitarle ojo,
y, una vez en tierra, lo emborracharíamos para
apoderarnos de los diamantes. Incluso, de no ser
demasiado arriesgado, podríamos matarlo. Si
conseguíamos apoderarnos del botín, habría que

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acabar con él para evitar que él acabara con
nosotros. Es cierto que siempre estaba dispuesto
a emborracharse; pero, ¿servía esto para algo?
Podía suceder que, tras un año de registros, no
encontráramos absolutamente nada.
”De pronto, una idea cruzó por mi mente tortu-
rándome el cerebro. Me había quitado las botas
para que descansaran los pies, y al coger una e
intentar ponérmela, mi mirada tropezó con el ta-
cón. Me quedé sin aliento, porque, ¿ustedes se
acuerdan del destornillador que tanto me sor-
prendió?
—Claro que nos acordamos —gritó Tom, muy
excitado.
—Bueno, pues cuando mis ojos tropezaron con
el tacón de la bota, me di cuenta de dónde había
escondido los diamantes. ¿Ven este? Pues debajo
tiene una chapa de hierro sujeta con unos torni-
llos, y para estos tornillos (los únicos que llevaba
encima) necesitaba el destornillador.
—¿No te parece estupendo, Huck? —comentó
Tom.
—Así, pues, me puse las botas, bajamos al ca-
marote y dejamos el papel que contenía el azúcar
encima de la litera. Luego nos sentamos, tenien-
do que soportar con paciencia los ronquidos de
Bud Dixon. Hal Clayton quedó pronto dormido,
pero yo pude mantenerme despierto. Oculté la

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mirada bajo el ala del sombrero y miré en torno
con disimulo, buscando algún trozo de cuero. Me
costó mucho tiempo, pero al fin pude hallarlo jun-
to a la pared, casi del mismo color de la alfombra.
Era una rodaja fina, y supuse que en el lugar que
antes ocupaba estarían ocultos los diamantes. Al
cabo de un rato encontré otra rodaja, y me admi-
ró la sangre fría y la habilidad del tipo aquel. En
previsión de nuestros actos, había preparado
aquella trampa perfecta. Una vez arrancadas las
rodajas de cuero, colocó en su lugar los diaman-
tes, atornillando de nuevo las tapas de los taco-
nes. Sin duda, sabía que si lográbamos robarle
las piedras, esperaríamos toda la noche para ti-
rarlo al agua, y la verdad es que fue muy listo.
—Sí que es verdad —exclamó Tom, admirado.

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CAPÍTULO IV

Los tres durmientes

Durante todo el día fingimos vigilarnos mutua-


mente; la representación de semejante comedia
nos resultaba ya aburrida. Hacia el anochecer
atracamos en una de esas ciudades pequeñas del
Missouri, cerca ya de Iowa. Cenamos en la taber-
na y alquilamos un cuarto con un catre y una
cama espaciosa. Escondí mi saco bajo una tabla
de pino, en la oscura antesala. Íbamos en fila; yo,
el último, y el dueño de la casa, a la cabeza, alum-
brando el camino con una vela de sebo. Bebimos
y comenzamos a jugarnos los cuartos de dólar.
En cuanto el whisky hizo efecto en la cabeza de
Bud, nosotros dejamos de beber, procurando que
él continuara hasta que cayera de la silla y se
quedara en el suelo roncando. Lo desnudamos y
lo registramos todo: bolsillos, calcetines y hasta
el interior de las botas. Miramos bien su equipa-
je, pero no pudimos encontrar rastro de los dia-
mantes. Al tropezar con el destornillador, Hal
quedó desconcertado. ¿Para qué diablo serviría

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aquello? Fingí ignorarlo, pero me lo guardé con
di-simulo. Mi compañero, descorazonado, dijo que
era preferible desistir de una vez. Yo le indiqué
que había un lugar donde no habíamos registra-
do: su estómago. A Hal le entusiasmó la idea; pero,
¿cómo nos las arreglaríamos para hacerlo? Pro-
puse que se quedara con él mientras yo iba en
busca de una farmacia, en la cual hallaría algo
para lograr que los diamantes salieran del lugar
donde, sin duda, los tenía ocultos. Se mostró con-
forme con el proyecto y se me quedó mirando fi-
jamente, a pesar de lo cual me puse las botas de
Bud en vez de las mías sin que se diera cuenta.
Me resultaban un poco grandes, pero esto era
preferible a que me estuvieran pequeñas. Agarré
mi saco y, saliendo por la puerta trasera, me lan-
cé a toda velocidad hacia el río.
”La verdad es que no resultaba desagradable ca-
minar sobre los preciosos diamantes. Al cabo de
un rato pensé: «Tengo detrás una milla y todo
permanece tranquilo». Y minutos después: «He
avanzado bastante, pero detrás queda un hom-
bre que comienza a preguntarse qué ocurre».
Después imaginé que paseaba por la habitación
inquieto y blasfemando. Luego se daría cuenta
de lo que suponía la verdad: mientras lo regis-
trábamos, yo me había echado las piedras al bol-
sillo sin que él se apercibiera de la maniobra.

30
Entonces comenzaría la persecución, para lo
cual buscaría huellas de pisadas recientes en la
tierra; pero esto lo llevaría a un despiste total, ya
que lo mismo pueden conducir río arriba que río
abajo.
”De pronto, vi a un hombre que venía montado
en una mula, y sin reflexionar, salté detrás de un
matorral. Fue un tontería, porque cuando llegó a
mi altura, se detuvo, esperando a que yo saliera,
y luego continuó su camino. Pensé que si ese
hombre se encontraba con Hal Clayton, segura-
mente me estropearía la partida.
”Hacia las tres de la mañana llegué a Alejandría,
y me alegré al ver que el barco estaba atracado
en el muelle. Me sentí a salvo, y… el resto de la
historia ya la conocen. Al amanecer subí a bordo,
tomé este camarote, me puse esta ropa y me dirigí
al cuchitril del piloto con objeto de vigilar, aun-
que realmente no era necesario. Para distraerme,
jugué con mis diamantes, en espera de que el
barco zarpara, cosa que no sucedió. La máquina
estaba en reparación, lo que ignoraba, porque no
tengo costumbre de navegar.
”Nos pusimos en marcha hacia el mediodía, y
mucho antes de esa hora ya estaba escondido
en dicho camarote, porque antes del desayuno
vi a un hombre cuyos andares semejaban los
de Hal Clayton, cosa que me dejó terriblemente

31
preocupado. Pensé que si se daba cuenta de que
estaba a bordo me cazaría como a un ratón en
el cepo.
”Después de vigilarme, esperaría a tocar tierra
para seguirme hasta un lugar conveniente. Una
vez que tuviera los diamantes en su poder, sé
perfectamente la suerte que me aguardaría… ¡Es
horrible, horrible! ¡Y pensar que el otro también
se encuentra a bordo! ¡Qué desgracia, mucha-
chos, qué desgracia! Pero me ayudarán a salvar-
me, ¿verdad? Sean buenos con un hombre per-
seguido y expuesto a que lo maten, y adoraré el
polvo que pisan…
Tom y yo procuramos consolarlo diciéndole que
idearíamos un plan de ayuda y que no debía te-
ner miedo. Poco a poco fue reanimándose, hasta
que acabó por destornillar las chapas de sus ta-
cones para extraer los famosos diamantes. Los
contempló admirado; cuando la luz se reflejaba
en ellos resultaban preciosos, brillantes y pare-
cía que esparcieran fuego en torno. Pensé que era
tonto; de haber estado yo en su lugar, hubiera ce-
dido los diamantes a aquellos tipos para que me
dejaran en paz. Pero él no opinaba así; dijo que
valían una fortuna que no estaba dispuesto a
perder.
Dos veces tuvimos que detenernos para reparar
la máquina, y una de estas paradas forzosas, que

32
duró bastante tiempo, se efectuó de noche; pero
nuestro hombre consideró que no estaba lo sufi-
cientemente oscuro para poder escapar. A la ter-
cera parada del barco, la ocasión se presentó más
propicia.
Atracamos junto a un buque situado a unas cua-
renta millas de la finca de tío Silas hacia la una de
la madrugada, con el cielo nublado y la amenaza
de una tormenta. Jake pensó que había llegado
su oportunidad. Cargaron madera en el barco y
durante la operación caía la lluvia incesantemen-
te y soplaba con furia el vendaval. Los marineros
se habían colocado en la cabeza un saco de tela
gruesa, y nosotros cogimos con disimulo uno para
Jake. Este, confundido entre ellos, bajó con su
cesta en la mano y, cuando a la luz del farol, lo
vimos alejarse y perderse en la oscuridad, respira-
mos tranquilos.
Nuestra alegría duró muy poco, pues debido sin
duda al soplo de alguien, los dos tipos saltaron
velozmente a tierra y desaparecieron igualmente
en las tinieblas. Hasta el amanecer tuvimos la
esperanza de que regresaran, pero nuestros de-
seos no llegaron a realizarse. Estábamos tristes y
deprimidos, y lo único que nos consolaba era la
idea de que Jake, con la delantera que llevaba,
hiciera perder su pista, cosa que le permitiría lle-
gar hasta la casa de su hermano y ocultarse allí.

33
Su intención era tomar el camino que va junto
al río. Antes de marcharse, nos suplicó que ave-
riguáramos si Brace y Júpiter estaban solos en
su casa, en cuyo caso podríamos salir al anoche-
cer. Él nos esperaría en un bosquecito de sicó-
moros, lugar solitario situado detrás de la plan-
tación de tabaco de tío Silas, a orillas del río.
Largo rato estuvimos hablando acerca de las
posibilidades que se ofrecían a Jake para salvar-
se. Tom opinaba que hubiera sido preferible que
aquellos tipos tomaran la dirección de la corrien-
te del río. De haber marchado en sentido contra-
rio, lo seguirían sin que él lo sospechara, y en-
tonces seguro lo matarían al anochecer para
quitarle las botas. Todas estas consideraciones
nos dejaron muy tristes y preocupados.

34
CAPÍTULO V

Tragedia en el bosque

La máquina no estuvo dispuesta hasta la tarde,


razón por la cual no pudimos llegar antes de que
anocheciera. Sin detenernos en parte alguna, fui-
mos derecho al bosque de sicómoros, dándonos
mucha prisa para poder explicar a Jake el motivo
de nuestro retraso y decirle, de paso, que nos es-
perara hasta que pudiéramos llegar a casa de
Brace para averiguar cómo andaban allí las co-
sas. Estaba muy oscuro cuando nos encamina-
mos al bosque, sudorosos y jadeantes por haber
corrido tanto. Cuando nos faltaban pocos metros
para llegar, vimos a dos hombres que corrían ha-
cia el bosquecito y oímos unos gritos terribles pi-
diendo socorro.
—Con seguridad han matado al pobre Jake —diji-
mos ambos a la vez.
Muy asustados, corrimos a escondernos en la
plantación de tabaco, temblando de forma tal, que
se nos escurría la ropa. Una vez allí, vimos pasar,
junto a nosotros, a dos hombres que se interna-
ron en el bosque. Momentos después salieron

35
cuatro, dos de los cuales comenzaron a perseguir
a toda velocidad a la pareja que iba delante.
Muertos de miedo, permanecimos echados, aten-
tos a cualquier ruido. Durante mucho tiempo solo
oímos el latido de nuestros corazones. No podía-
mos apartar la idea de que algo terrible había
sucedido entre los sicómoros y que sería como
un fantasma, ante cuya aparición sucumbiría-
mos de terror. La luna apareció como surgida de
la tierra, grande, redonda, poderosa y brillante; y
al mirársele entre los árboles parecía un rostro
asomado detrás de los barrotes de una cárcel.
Veíamos por todas partes manchas de luz blan-
quísima junto a oscuras sombras, y todo perma-
necía silencioso, en una quietud terrible, que no
turbaba la leve brisa de la noche misteriosa y fú-
nebre. De pronto, Tom susurró:
—¡Mira allí! ¿Qué es eso?
—No lo sé —repuse—; pero no me asustes de
ese modo, porque ya me estoy muriendo de pá-
nico…
—Te digo que mires; algo sale de entre los árboles.
—¡Cállate, Tom!
—Es terriblemente alto.
—¡Ay, mamita, mamita! ¡Vámonos…!
—Estate quieto, que viene hacia aquí.
Tan excitado estaba, que no podía hablar en
voz baja. Tuve que mirar sin poder remediarlo.

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Estábamos los dos de rodillas, con el mentón apo-
yado sobre un listón de valla, temblorosos y jadean-
tes. Venía por el camino, entre las sombras de
los árboles, y no lo pudimos ver bien hasta que
estuvo muy cerca de nosotros. La luz de la luna lo
iluminaba y, pensando en que era el fantasma de
Jake, nos hundimos, muertos de miedo, en el
escondite. Al desaparecer de nuestra vista, co-
menzamos a charlar de nuevo, y Tom dijo:
—Los fantasmas se forman con sombra y humo,
igual que la niebla. Pero este era distinto. Yo le
he visto perfectamente las gafas y el bigote.
—Sí, y el color del traje era como el que llevan
los campesinos en día de fiesta, con los pantalo-
nes verdes y negros.
—Y el chaleco de terciopelo de cuadros amari-
llos y colorados.
—También llevaba como refuerzos de cuero, y
uno de ellos iba colgando.
—¿Y el sombrero?
—¡Vaya un sombrero para un fantasma!
Entonces comenzaban a llevarse unos sombre-
ros negros, con el ala rígida, muy altos, ásperos y
con la copa parecida a un pan de azúcar.
—¿Viste si su pelo era el mismo, Huck?
—La verdad es que no me he fijado.
—Yo tampoco. Pero sí observé que llevaba puesto
su saco.

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—Yo también. ¿Habrá sacos para fantasmas,
Tom?
—¡Bah! No debieras ser tan ignorante, Huck.
Todo lo que tiene un fantasma, se vuelve tam-
bién fantasma. ¿Por qué no habría de volverse el
saco? Ya has visto sus ropas…
Permanecí callado en vista de que los argumen-
tos de Tom eran bastante razonables. Pasaron
charlando animadamente Bill y Withers, y este
último iba diciendo:
—¿Qué demonio será lo que lleva a cuestas?
—No lo sé; pero parecía muy pesado.
—Desde luego. A lo mejor es un esclavo que vie-
ne de robar maíz al viejo Silas.
—Eso mismo pensé yo, y por eso creía que no
valía la pena verle la cara.
—Es cierto.
Rieron los dos y se perdieron de vista. Lo impo-
pular que se había hecho tío Silas lo demostraba
el hecho de que, sospechando que fuera un escla-
vo quien le robaba el maíz, lo dejaban marchar sin
hacerle nada.
Oímos poco después unas voces que se acerca-
ban y que se iban haciendo cada vez más claras.
De cuando en cuando sonaba una alegre carca-
jada. Asomaron por el camino Lem Beebe y Jim
Lane, y este último dijo:
—¿Quién? ¿Júpiter Dunlap?

38
—Sí.
—No sé; pero pudiera ser. Lo vi hará cosa de
una hora caminando de prisa, poco antes de que
anocheciera. Iba con el pastor y dijo que creía
que no iría esta noche, pero que podíamos llevar
su perro.
—Debe de estar cansado.
—Sí; trabaja mucho.
—Naturalmente.
Desaparecieron riendo alegres. Tom opinó que
deberíamos saltar fuera del campo y seguirlos,
ya que íbamos por el mismo camino y sería desa-
gradable tropezarnos en plena soledad con el fan-
tasma. Así lo hicimos y llegamos sin novedad a la
casa.
Era el dos de septiembre y un sábado por la
noche. No se me olvidará fácilmente. ¿Por qué?
Pronto lo sabrán.

39
CAPÍTULO VI

Proyectos para proteger los diamantes

Fuimos siguiendo a Jim Lane y Lem Beebe hasta


la puerta trasera de la cabaña que ocupó el viejo
esclavo Jim cuando lo libramos de su cautiverio.
Los perros vinieron a saludarnos y vimos que
había luz en la casa. Esto nos quitó el miedo, y
nos disponíamos a subir cuando Tom dijo:
—Espera un poco. Vamos a sentarnos aquí un
momento. ¡Qué diablo!
—¿Qué te ocurre?
—La cosa es importante —repuso—. ¿Piensas
que vamos a ser los primeros en hablar con la
familia respecto al muerto que hay en el bos-
quecito, describiéndolo todo y cubriéndonos de
gloria por saber antes que los demás quiénes son
los asesinos que han despojado el cadáver de los
diamantes?
—Naturalmente. No serías tú Tom Sawyer si de-
jaras escapar semejante ocasión. Además, tú te
pintas solo para adornar los hechos.
—Bueno; pues no pienso hacer nada de eso.

40
Me sorprendió oírlo hablar así y le dije:
—Pero, ¿lo dices en serio, Tom?
—Completamente en serio. ¿Iba descalzo el fan-
tasma?
—No; pero, ¿qué importancia tiene eso?
—Espera y lo sabrás. ¿Llevaba las botas puestas?
—Sí; las vi perfectamente.
—Júramelo.
—Te lo juro.
—Está bien. Y ¿no te das cuenta de lo que eso
significa?
—No. ¿Qué significa?
—Pues, sencillamente, que esos bandidos no han
cogido los diamantes.
—¡Demonio! ¿Por qué crees eso?
—No lo creo; me consta. ¿No se convirtieron en
cosas de fantasmas los pantalones, las gafas, el
bigote, el maletín y todo lo que llevaba encima? Y
las botas también, porque continuaba con ellas
puestas cuando empezó a vagabundear por ahí.
Y si esto no es una prueba de que los bandidos
no le quitaron las botas, entonces quisiera saber
a qué llamas una prueba.
En realidad, nunca había visto una cabeza como
la de Tom Sawyer. Yo tenía ojos para ver las co-
sas; pero estas no significaban nada para mí. Tom
era diferente; cuando veía una, esta se ponía en
pie y le contaba todo lo que sabía. Repito que en

41
mi vida he visto una cabeza semejante. Así, pues,
le dije:
—Ya sabes, Tom, que no sirvo ni para limpiarte
los zapatos. Pero no importa: Dios todopoderoso
nos ha creado a todos; a unos los ha dejado cie-
gos, mientras que a los otros les ha dado los ojos
para que no se les escape nada. Me parece que yo
no figuro entre estos últimos; pero sin duda está
bien así, puesto que es Dios quien lo ha querido.
Continúa tu historia; ahora comprendo claramen-
te que esos bandidos no se fueron con los dia-
mantes. Pero, ¿tú sabes por qué?
—Pues porque los ahuyentaron los otros dos
hombres antes de que pudieran quitarle las bo-
tas al cadáver.
—Así es; ahora lo veo claro. Pero dime, Tom,
por qué razón no podemos contarlo.
—¿Es posible, Huck Finn, que no lo compren-
das? Piensa bien lo que puede suceder. Se hará
una investigación por la mañana y esos dos hom-
bres contarán que oyeron gritos y acudieron, pero
que no llegaron a tiempo para salvar al forastero.
Entonces el jurado hablará y al final lanzará un
veredicto en el que conste que el hombre fue
muerto de un tiro o de un golpe en la cabeza,
porque así lo permitió Dios. Y después del entierro
subastarán sus cosas con objeto de pagar los gas-
tos originados, y entonces llegará el momento
decisivo para nosotros.

42
—¿Qué dices, Tom?
—Digo que compraremos las botas por dos dó-
lares.
—¡Atiza! ¿Y con eso nos apoderaremos de los
diamantes?
—Naturalmente. Y algún día ofrecerán una gran
recompensa por ellos, algo así como mil dólares.
Ese dinero será nuestro. Ahora vamos a saludar
a la gente, y recuerda que nada sabes de asesi-
natos, diamantes ni ladrones. No lo olvides.
Suspiré con cierta pena al oír estas decisiones.
Yo hubiera vendido los diamantes lo menos, sí
señor, en doce mil dólares; pero no chisté porque
me pareció completamente inútil. Únicamente
dije:
—Escucha, Tom: ¿qué vamos a decir a tu tía
Sally para explicar lo que hemos tardado en lle-
gar del pueblo?
—Eso es cuenta tuya, y no dudo de que sepas
manejarte para quedar bien.
Así era Tom de puntilloso y delicado. Por nada
del mundo contaría una mentira.
Cruzamos el corral contemplando las cosas que
nos eran familiares y que veíamos de nuevo con
alegría, y cuando llegamos al pasadizo cubierto,
que hay entre la casa y la parte donde está la
cocina, pudimos darnos cuenta de que todo se-
guía colocado en el sitio de costumbre; hasta la

43
blusa de bayeta verde que usaba el tío Silas para
el trabajo, con su capucha y el remiendo blanco
que le habían cosido entre los hombros, el cual
parecía una bola de nieve tirada por un chico.
Al penetrar en la habitación vimos que tía Sally
andaba, como siempre, de un lado para otro. Los
niños se habían agrupado en un rincón, y el viejo,
acurrucado en otro, rezaba para implorar ayuda
en tiempo de necesidad. La tía corrió a nuestro en-
cuentro con lágrimas de alegría, y tirándonos de
las orejas, nos abrazó y besó con efusión. Luego
dijo:
—¿Por dónde han andado vagabundeando, ma-
las personas? Estaba tan inquieta, que no sabía
ya qué hacer. Su equipaje ha llegado hace tiem-
po, y he tenido que calentar la cena lo menos
cuatro veces para que estuviera sabrosa cuando
llegaran. Me he cansado tanto con la espera
que…, bueno, los desollaría vivos. Deben tener
hambre, pobrecitos. Siéntense y no pierdan más
el tiempo.
Resultaba agradable verse allí de nuevo ante la
sopa de maíz, las chuletas de cerdo y otras cosas
buenas. El viejo tío Silas recitó una bendición a
la antigua, y mientras los niños contestaban en
voz baja, yo pensaba en lo que tenía que decir
para explicar nuestra tardanza. Al empezar la co-
mida, y cuando ya teníamos los platos hasta el

44
borde, tía Sally me dirigió unas preguntas a las
cuales tuve que responder:
—Pues verá usted, señora…
—Pero, Huck, ¿desde cuándo me llamas seño-
ra? ¿He dejado alguna vez de azotarte o de besarte
desde el día que al entrar tú en esta habitación
te confundí con Tom? Al contrario, di gracias a
Dios que te enviara, a pesar de que contaste mil
mentiras y yo las creí como una tonta. Llámame
tía Sally, como has hecho siempre.
Así lo hice, y di comienzo a mis disculpas.
—Pues el caso es que Tom y yo pensamos que
podíamos venir a pie, mientras respirábamos el
aire del bosque. Entonces nos encontramos a Lem
Beebe y a Jim Lane, que nos pidieron que fuéra-
mos con ellos esta noche a recoger moras y que si
queríamos, lleváramos también al perro de Júpiter
Dunlap, porque así se lo había dicho este pocos
momentos antes.
—¿Dónde lo vieron? —preguntó el viejo.
Yo lo miré intentando averiguar por qué des-
confiaba de cosa tan sin importancia, y sus ojos
se quedaron clavados en los míos. Esto me sor-
prendió tanto que me quedé desconcertado; pero
me repuse al momento y dije:
—Lo vieron cuando estaba con usted, cavando
un campo, hacia el anochecer.
Contestó con una especie de gruñido, ya sin des-
confianza. Yo seguí hablando.

45
—Pues como iba diciendo…
—¡Basta! No sigas —interrumpió indignada tía
Sally, mirándome a los ojos con fijeza—. ¿Cómo
puedes, Huck, hablar de recoger moras en esta
región y en esta época?
Comprendí que había metido la pata y me callé.
La tía aguardó un rato y continuó sin dejar de
mirarme.
—¿Y a quién se le ocurrió la estúpida idea de ir
a recoger moras por la noche?
—Nos dijeron que tenían una linterna y…
—¡Por favor, cállate! Y dime: ¿para qué querían
un perro? No sería para cazar moras.
—Me parece que…
—Escucha, Tom: ¿qué clase de mentira estás pre-
parando para añadirla a todas estas sandeces?
Habla; pero te advierto, antes de que comiences,
que no he de creerte una palabra. Tú y Huck han
hecho algo que está mal; lo sé perfectamente por-
que los conozco a los dos. Ahora explícame, si
puedes, todo este lío del perro, de las moras, de
la linterna, y procura hablar como es debido, ¿me
oyes?
Tom, muy ofendido, repuso con dignidad:
—Siento que haya usted hablado a Huck de ese
modo, solo porque ha cometido un error que cual-
quiera puede cometer.
—¿Qué error ha cometido?

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—Ha dicho moras en vez de fresas.
—Si sigues irritándome de esa forma, te asegu-
ro, Tom…
—Pues aunque no quiera usted reconocerlo, tía
Sally, está completamente equivocada. Si hubie-
ra estudiado Historia Natural, sabría que en el
mundo entero, menos aquí en Arkansas, se co-
gen las fresas con un perro y una linterna.
La tía se enfadó más todavía y estuvo un gran
rato riñendo a Tom. Tan indignada estaba, que
soltaba las palabras tartamudeando como un torren-
te. Esto es lo que quería Tom. Dejó que se desaho-
gara, a sabiendas de que la cosa le molestaba tan-
to, que no volvería a decir una palabra ni permitiría
que otros la dijeran. Y así fue, en efecto. Cuando
juzgó que estaba decidida a guardar silencio, pro-
siguió con calma:
—Y, sin embargo, tía Sally…
—¡Cállate de una vez y no vuelvas a mencionar-
me el asunto!
Así quedamos a salvo y no tuvimos que preocu-
parnos más. En verdad que Tom había sido muy
hábil.

47
CAPÍTULO VII

Noche de vigilancia

Benny estaba tranquila y suspiraba de cuando


en cuando. Pronto comenzó a interesarse por to-
dos y preguntó por Mary, por Sid y por la tía Polly.
Tía Sally, más serena, se puso de buen humor y,
con su simpatía acostumbrada, procuró que la
cena transcurriera de un modo agradable y ale-
gre. El viejo apenas habló y se mostró inquieto y
abstraído. Daba tristeza oírlo suspirar y verlo tan
abatido y preocupado.
Al terminar la cena asomó por la puerta un es-
clavo, quien, con sombrero de paja en la mano,
saludó inclinándose y anunció que su amo Brace
estaba abajo esperando a su hermano para ce-
nar. Por tanto, rogaba a tío Silas que le dijera
dónde podía encontrarlo. Nunca había yo oído dar
a tío Silas una respuesta más seca y malhumorada:
—¿Soy yo acaso el guardián de su hermano?
Luego, arrepentido, añadió con suavidad:
—No le digas eso, Billy. Me cogiste por sorpresa
en un mal momento. En realidad, me encuentro

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mal en estos días y no sé lo que digo. Puedes
advertirle que no está aquí.
El esclavo se marchó y él quedó paseando de un
lado a otro de la habitación metiéndose, con ges-
to maquinal, los dedos entre el pelo. Tía Sally nos
dijo en voz baja que procuráramos no molestarlo.
Desde que comenzaron los enredos andaba siem-
pre cavilando, y la mayor parte de las veces no se
daba cuenta de lo que hacía. Con mayor frecuen-
cia que antes se levantaba estando dormido, y si
alguna vez lo sorprendíamos, no debíamos ha-
cerle caso, porque esto no resultaba perjudicial
para su salud, sino todo lo contrario. Benny era
la única con quien podía entenderse en esos días
penosos, ya que solo ella sabía la forma en que
debía tratarlo cuando sufría aquellas crisis.
Tío Silas continuó sus paseos con gesto fatiga-
do, murmurando entre dientes. Benny se acercó,
le estrechó una mano entre las suyas y, abrazada
a él, estuvo un rato paseando a su lado. Tía Sally
subió a acostar a los niños, y Tom y yo, muy aburri-
dos, salimos para dar una vuelta a la luz de la
luna. Nos encaminamos hacia un campo de san-
días y allí estuvimos charlando. Tom asegura-
ba que todos aquellos líos eran por culpa de Jú-
piter, que lo mejor era estar atentos para ver lo
que ocurría y, en caso necesario, ayudar a tío Silas
a despedirlo. Y así, hablando, fumando y comiendo

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sandías, transcurrieron dos horas. Cuando re-
gresamos, la casa estaba a oscuras, tranquila y
todo el mundo dormido.
Pero Tom, a quien no podía escapársele nada,
observó que la blusa de bayeta verde había desapa-
recido. En el momento de salir de casa la habíamos
visto colgada en el sitio de costumbre y, curiosos e
intrigados, subimos a acostarnos.
Oíamos a Benny andar de un lado a otro por su
cuarto, contiguo al nuestro, y pensamos que, preo-
cupada por los asuntos de su padre, no podía
conciliar el sueño. También nosotros estábamos
desvelados, tristes y deprimidos. Fumando sin
parar, hablamos del asesinato y del fantasma
hasta ponernos tan nerviosos, que nos hormi-
gueaba la piel.
Transcurrido un largo rato, y cuando ya no se
oían más que ruidos lejanos, Tom, haciéndome
una seña, me dijo en voz muy baja que mirara.
Así lo hice, y pude ver a un hombre moviéndose
por el corral, indeciso, como si no supiera lo que
debía hacer. Por fin se dirigió a la escalera y, a la
luz de la luna, vimos que llevaba una pala al hom-
bro y observamos también la mancha blanca en
la blusa.
—Está dormido —dijo Tom—. Ojalá pudiéramos
seguirlo para ver adónde va. Ahora se dirige al
campo de tabaco y ya no se le ve. ¡Lástima que no
pueda descansar!

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Aunque esperamos largo rato, tío Silas no vol-
vió, a no ser que diera la vuelta por el otro lado de
la casa. Cansados, acabamos por dormirnos; pero
nuestro sueño fue agitado por mil pesadillas. Des-
pertamos antes del amanecer por culpa de la es-
pantosa tormenta. Los truenos retumbaban de
un modo espeluznante, el viento sacudía los ár-
boles y la lluvia caía en grandes cortinas, trans-
formando los arroyos en torrentes.
—Escúchame, Huck, porque tengo que decirte
algo verdaderamente curioso. Hasta el momento
en que salimos tú y yo anoche, la familia nada
sabía del asesinato de Jake Dunlap. Pero los hom-
bres que persiguieron a Hal Clayton y Bud Dixon
lógicamente debieron extender rápidamente la
noticia, y todos los que se enteraron a su vez de-
bieron ir de casa en casa con el afán de ser los
primeros en contarlo, porque ¡qué diablo!, al fin y
al cabo, no tendrán en muchos años nada más
interesante de qué hablar. Todo esto, Huck, es
muy extraño y no acabo de comprenderlo.
Esperó nervioso a que cesara la lluvia para po-
der hablar con alguien y ver qué nos decía. En
este caso deberíamos mostrarnos muy sorprendi-
dos y asustados.
Era ya de día cuando cesó de llover. Salimos a
la carretera, y al tropezarnos con gente, des-
pués de saludar, referíamos nuestro viaje, cómo

51
habíamos encontrado a la familia, el tiempo que
pensábamos permanecer allí y otras cosas sin im-
portancia. Pero nadie habló una palabra del asun-
to, lo cual no dejó de sorprendernos. Tom dijo
que si íbamos hacia los sicómoros, encontraría-
mos allí el cadáver solitario. Creía que los hom-
bres que persiguieron a los ladrones se interna-
ron tanto en el bosque, que dieron ocasión a que
los bandidos les hicieran frente. Sin duda se ma-
taron los unos a los otros y nadie quedó para
contarlo.
Rápidamente, y casi sin darnos cuenta, nos en-
contramos en el bosque de sicómoros.
Sentía escalofríos y me negué a dar un paso más, a
pesar de que Tom me empujaba constantemente.
Este no podía permanecer quieto, pues necesita-
ba cerciorarse de si la víctima tenía aún las botas
puestas. Se dirigió al lugar y al momento volvió
nervioso y con los ojos brillantes.
—¡Huck! —gritó—. ¡El muerto ha desaparecido!
—¿De verdad?
—Sí; no queda de él ni rastro. El suelo está pi-
soteado; pero no se ve sangre. Sin duda lo ha
lavado la tempestad y todo está lleno de charcos
y de barro.
Llegué hasta donde estaba Tom y pude convencer-
me de que, en efecto, el cadáver había desaparecido.

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—¡Maldita sea! —chillé con desesperación—. Los
diamantes se han evaporado. ¿No crees, Tom, que
los ladrones han vuelto para llevárselos?
—Así parece. Pero, ¿dónde lo habrán escon-
dido?
—No lo sé ni me importa —contesté malhumo-
rado—. Han desaparecido las botas y eso es lo
único que tiene importancia. El muerto puede
quedarse en el bosque, que no seré yo quien se
moleste en buscarlo.
Tom, desconcertado, solo sentía curiosidad por
saber el paradero del cadáver y propuso que si
vigilábamos bien, no pasaría mucho tiempo sin
que los perros o cualquiera que atravesara por
allí lo descubriera.
Volvimos a casa para desayunar, muy aburri-
dos y desilusionados. En mi vida me había preo-
cupado tanto un difunto.

53
CAPÍTULO VIII

Conversación con el fantasma

El desayuno no fue demasiado alegre. Tía Sally,


envejecida y cansada, permitió a los niños toda
clase de ruidos y hasta que se pelearan y, lo que
no era en ella habitual, no pareció darse cuenta
de ello. Tom y yo estábamos silenciosos y pen-
sativos. Benny, con aire soñoliento y lágrimas
en los ojos, miraba furtivamente a su padre, el
cual, con la mirada clavada en el plato, no probó
bocado.
Poco después asomó la cabeza el esclavo para
decir que el amo Brace se mostraba cada vez más
inquieto, porque el amo Júpiter aún no había re-
gresado, y por tanto rogaba al amo Silas…
Al llegar aquí se detuvo mirando con fijeza a tío
Silas, como si el resto de la frase se le hubiera
congelado dentro. El tío se levantó tembloroso y
jadeante, y con los dedos apoyados en la mesa se
quedó mirando al negro. Dos veces se llevó la
mano al pecho, hasta que pudo decir:
—¡Ah, sí! ¿Y qué piensa? Dile…

54
Cayó en la silla extenuado y murmuró con voz
apenas perceptible:
—¡Vete! ¡Vete!
El esclavo, asustado, se retiró. No sé lo que pasó
por nuestras mentes en aquel momento; pero nos
pareció terrible ver al viejo anhelante, con los ojos
como si estuviera en la agonía. Benny se acercó
con suavidad y, apoyando la cabeza gris contra
su pecho, lo acarició e hizo señas para que nos
marcháramos.
Salimos en silencio, como si la muerte hubiera
estado allí presente.
Tom y yo nos dirigimos al bosque pensando en
lo diferente que era todo del año anterior, cuando
durante el verano reinaba la paz y la felicidad y
todo el mundo estimaba a tío Silas, que era tan
bueno, afectuoso y dulce. En cambio ahora…
Seguros estábamos de que si no había perdido la
razón, le faltaba muy poco para ello.
Era un día brillante y luminoso, y conforme nos
internábamos por las colinas, en dirección a los
prados, más hermosos parecían los árboles y las
flores, hasta el punto de que no se concebía que
pudieran suceder cosas malas en un mundo como
aquel. De pronto, me quedé sin aliento y, agarran-
do a Tom por un brazo, grité:
—¡Ahí está!
Asustados, saltamos y nos ocultamos detrás de
un matorral.

55
—Chisss… No hagas ruido.
Estaba sentado en un tronco, al borde mismo
del prado, con gesto pensativo. Traté de conven-
cer a Tom, pero se negó a marcharse y yo no me
atrevía a moverme solo. Me dijo que jamás se nos
presentaría una ocasión como aquella, y que él
estaba dispuesto a no desperdiciarla, aunque lue-
go tuviera que morirse.
A pesar de mi miedo, deseaba yo también verlo
todo hasta el final. Tom, en voz muy baja, mur-
muró:
—¡Pobre Jake! Como dijo, lleva consigo todas
sus cosas. Ahora puedes ver aquello de lo cual
no estábamos seguros: el pelo. No lo tiene ya tan
largo como antes: se lo ha cortado al rape, con-
forme nos anunció. Todo lo que hace, Huck, pa-
rece natural.
—Es verdad. En cualquier momento lo hubiéra-
mos reconocido.
Seguimos mirando, y Tom continuó:
—Realmente, es curioso. Y, sin embargo, este fan-
tasma no debiera andar por ahí a la luz del día.
—Es cierto, Tom. No se me había ocurrido.
—Claro; porque salen solamente por la noche y
nunca antes de dar las doce. Fíjate bien en lo que
te digo: aquí sucede algo extraño. Jake pensaba,
al llegar aquí, fingirse sordomudo para que los

56
vecinos no reconocieran su voz. ¿Crees tú que si
nos acercáramos lo haría?
—¡No digas eso, Tom! Si nos acercáramos, me
moriría de miedo.
—No tengas cuidado, que no nos acercaremos.
Míralo; se está rascando la cabeza. ¿No lo ves?
—Sí. ¿Y qué?
—Pues que no veo para qué necesita rascársela.
Su cabeza está hecha de humo o de niebla y no le
puede picar. Todo el mundo sabe que esas cosas
no pican.
—Entonces, si no le pica, ¿para qué se rasca?
¿No crees que será por costumbre?
—No, señor; no lo creo. No me gusta nada ese
fantasma. Me está pareciendo que es falso y casi
podría asegurarlo. ¡Huck!
—¿Qué pasa?
—Que no se transparenta, que no se ven los
matorrales a través de su cuerpo.
—¡Pues es verdad! Fíjate: es tan macizo como
una vaca. Empiezo a creer…
—Huck, ahora está mascando tabaco, y bien
sabe cualquiera que los fantasmas no hacen eso.
Escucha.
—Ya…
—Te digo que no es un fantasma, sino el propio
Jake Dunlap.
—¡Atiza!

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—¿Verdad, Huck, que no hemos encontrado nin-
gún cadáver entre los sicómoros?
—Claro que no.
—¿Ni rastro alguno?
—Absolutamente nada.
—Naturalmente, como que no había ningún
muerto.
—Pero recuerda, Tom, que oímos…
—Sí; oímos unos gritos; pero eso no prueba que
estuvieran matando a un hombre. Vimos a dos
que salían corriendo, y como este iba andando, lo
tomamos por un fantasma. Aunque no lo sea más
que tú y que yo. Se trata del mismísimo Jake
Dunlap, que se ha cortado el pelo, como dijo que
haría para hacerse pasar por forastero. ¡Fantas-
ma! Sí, sí; tan verdadero como una nuez.
Entonces me di cuenta de lo tontos que había-
mos sido creyendo tantas cosas a la ligera. Tom y
yo nos alegramos de que no lo hubieran matado;
pero no sabíamos qué hacer, en la duda de si
prefería o no que lo reconociéramos. Mi amigo
opinó que era preferible preguntárselo a él direc-
tamente. Echamos a andar y yo quedé un poco
detrás por si acaso se trataba de un fantasma
real. Al llegar junto a él, Tom le dijo:
—Huck y yo nos alegramos mucho de volver a
verlo; pero no debe usted tener miedo de que ha-
blemos. Y si cree preferible que no lo reconozcamos

58
cuando nos crucemos con usted, díganoslo y verá
cómo puede confiar en nosotros, porque antes nos
dejaríamos cortar las manos que ponerlo en un
aprieto.
Se mostró sorprendido y, al parecer, no dema-
siado contento, pero a medida que Tom hablaba,
su gesto se volvió un poco más amable y acabó
sonriendo. Movió varias veces la cabeza, hizo unos
cuantos signos con las manos y gritó, al modo
como lo hacen los sordomudos:
—¡Guuu…! ¡Guuu…! ¡Guuu…!
En ese momento, vimos que alguien salía de la
casa de Steve Nickerson, al otro lado del prado, y
Tom dijo:
—Lo hace usted muy bien y nunca he visto a
nadie imitar mejor a los sordomudos. Tiene ra-
zón; si ensaya con nosotros, esto lo ayudará a
acostumbrarse y le evitará cometer errores. Nos
apartaremos de usted y fingiremos no conocerlo;
pero si alguna vez podemos ayudarlo, háganoslo
saber.
Seguimos andando y, al poco rato, nos cruza-
mos con los Nickerson, que nos preguntaron si
aquel era el nuevo forastero. Quisieron saber tam-
bién de dónde venía, cuál era su nombre, a qué
partido pertenecía: si al conservador o al demó-
crata, y si su iglesia era la baptista o la metodista.
Tom respondió a todas las preguntas diciendo que

59
nada en limpio había podido sacar de aquellos
gritos y signos de sordomudo.
Nos inquietaba el pensar que Jake pudiera ol-
vidar el disimulo por falta de costumbre. Cuan-
do nos dimos cuenta de que se las arreglaba bien,
seguimos andando y pasamos por delante de la
escuela a la hora del recreo. Sentíamos no ha-
ber podido hablar con Jake acerca de la lucha
en el bosque de sicómoros, cuando tan cerca
estuvo de que lo mataran. Esta preocupación nos
tenía a los dos inquietos; pero Tom dijo que, si
estuviéramos nosotros en su situación, hubié-
ramos tenido cuidado de callar, para no correr
ningún riesgo.
Los chicos y chicas de la escuela se alegraron
mucho de vernos, y lo pasamos estupendamente
durante el recreo. Cuando iban hacia la escuela,
los hermanos Henderson se habían cruzado con
el sordomudo. Los colegiales estaban intrigados
y no sabían hablar de otra cosa. Todos deseaban
tropezarse con él, porque para ellos la sordomudez
constituía una novedad.
A Tom le parecía duro el tener que permanecer
callado, sin poder aspirar a héroe sabiendo tan-
tas cosas extraordinarias. Pensaba que muy po-
cos chicos hubieran sido capaces de guardar si-
lencio, y no cabe duda de que tenía razón.

60
CAPÍTULO IX

Descubrimiento de Júpiter Dunlap

El sordomudo se hizo muy popular durante los


dos o tres días siguientes. Se comunicaba a través
de señas con todos los vecinos, que se mostraban
ufanos y contentos de tener en su compañía a un
ser tan curioso. Lo invitaban a desayunar, comer y
cenar, hartándolo de golosinas, y no se cansaban
de mirarlo y de indagar sobre su vida y costum-
bres, tan poco usuales a su entender.
La gente no podía comprender sus gestos dudo-
sos; pero de cuando en cuando el hombre lanza-
ba un lastimero suspiro y todo el mundo quedaba
satisfecho. Se procuró una pizarra y los vecinos
escribían en ella preguntas que él respondía, aun-
que nadie más que Brace Dunlap podía leer sus
respuestas. Este aseguraba que, aunque no esta-
ban nada claras, la mayor parte de las veces lle-
gaba a descifrar su sentido. Dijo que el sordomudo
era de buena familia e, incluso, había sido rico;
pero confió en unos estafadores y estos lo habían
arruinado, por esa razón en la actualidad no po-
seía medios de vida.

61
Todos alababan la bondad de Brace Dunlap con
el forastero. Le había destinado una cabaña de
madera para que pudiera vivir solo y, asimismo,
ordenado a sus esclavos que lo cuidaran y le die-
ran todos los alimentos que quisiera. El sordo-
mudo vino algunas veces a nuestra casa. El tío
Silas andaba tan afligido, que para él significa-
ban un consuelo grande las aflicciones de los de-
más. Tanto el sordomudo, como Tom y yo, procu-
ramos disimular el que nos conociéramos con
anterioridad. La familia hablaba de sus preocu-
paciones como si él no estuviera presente; pero,
en realidad, carecía de importancia el que oyera
nuestras conversaciones. A veces parecía no in-
teresarse por nada; otras, en cambio, compren-
día perfectamente.
Pasados unos días, la gente comenzó a preocu-
parse por Júpiter Dunlap. Cuando alguien pre-
guntaba por él, nadie contestaba, y todos movían
la cabeza con un gesto de extrañeza ante el caso.
Corrió el rumor de que lo habían matado, y la
noticia causó sensación en el pueblo. No se ha-
blaba de otra cosa, y unos cuantos salieron a
hacer registros por el bosque. Tom y yo fuimos
con ellos, lo cual nos resultaba agradable y emo-
cionante. Mi amigo, de pura excitación, no podía
comer ni dormir. Decía que, en el caso de que
encontráramos nosotros el cadáver, todos nos

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celebrarían, y los comentarios nos harían más
famosos que si nos hubiéramos ahogado.
Los demás acabaron por aburrirse y abandonaron
el asunto; pero no así Tom, que era tenaz en todo
cuanto emprendía. El sábado por la noche apenas
durmió, y cerca ya del amanecer se le ocurrió
una idea. Me obligó a levantarme y, muy excitado,
me dijo:
—Vístete enseguida, Huck. ¡Ya tengo el sabueso!
Momentos después marchábamos en la oscuri-
dad camino del pueblo. El viejo Jeff Hooker tenía
un sabueso y Tom pretendía que nos lo prestara.
Le dije que habían transcurrido demasiados días
y el rastro se habría perdido con la lluvia.
—No importa, Huck —me respondió—. Si el ca-
dáver está escondido en el bosque, el perro dará
con él. En todo caso, estará enterrado en la su-
perficie, y el animal lo olerá. Ya verás como nos
hacemos célebres.
Tom ardía de impaciencia y estaba muy excita-
do. Todo lo había previsto: desde el hallazgo del
muerto hasta la captura del asesino. Apunté la
posibilidad de que no hubiera tal asesinato y que
el tipo estuviera escondido en cualquier sitio.
Desconcertado, repuso mi amigo:
—Jamás he visto, Huck Finn, a nadie como tú
para estropearlo todo. En cuanto no ves luz en
un asunto, crees que todos estamos a oscuras.

63
¿De qué sirven tus argumentos? De nada. Me
choca que seas así cuando sabes muy bien que
yo te trataría a ti de diferente manera. Se nos
presenta una oportunidad única para elevar nues-
tra reputación y vienes tú…
—Bueno; no hagas caso. Mi intención no es
mala; lo siento y retiro lo dicho. Haz lo que quie-
ras; a mí el muerto me tiene sin cuidado. Si lo
han matado, me alegro tanto como tú, y si no…
—Nunca he dicho que eso me alegre. Solamente…
—Pues entonces lo siento tanto como tú. Si pre-
fieres que haya un cadáver, yo también…
—No se trata de eso, Huck. Y en cuanto a…
Quedó en suspenso y continuó avanzando pen-
sativo. Al cabo de un rato exclamó nuevamente
excitado:
—Sería estupendo, Huck, que encontráramos el
cadáver cuando todos se hubieran cansado de
buscarlo. Más tarde daríamos con el asesino, y
esto no solo sería un gran honor para nosotros,
sino también para tío Silas, cuyo ánimo seguro
mejoraría con la noticia.
Llegamos a la herrería del viejo Jeff y, al darle
cuenta de nuestros proyectos, echó sobre ellos
un jarro de agua fría.
—Pueden llevar al perro —dijo—. Pero no en-
contrarán ningún cadáver, porque no existe tal
cosa. Como todos saben, se ha abandonado la

64
búsqueda y ahora les voy a decir por qué. ¿Por
qué razón una persona mata a otra? Vamos a ver,
Tom Sawyer, contesta a mi pregunta.
—Pues por…
—Responde pronto y no te hagas el tonto.
—A veces por venganza y otras…
—Aguarda, cada cosa a su tiempo. Dices que
por venganza y tienes razón. Ahora bien: ¿a quién
había hecho daño ese pobre diablo y quién podía
desear su muerte?
Tom estaba desconcertado, nunca le había pa-
sado por la imaginación la idea de que existieran
razones para matar a un ser humano. Además,
¿quién podía desear mal a un cordero como Jú-
piter Dunlap? El herrero prosiguió:
—En esta ocasión no se trata de venganza. ¿Ha-
brá sido por robarle? Sin duda es esto, Tom, y
creo que esta vez hemos dado en el clavo. Algu-
no quiso robarle los pantalones remendados y
por eso…
Tanta gracia le hizo a él mismo la frase, que soltó
una alegre carcajada. Tom, humillado, quería
marcharse; pero el viejo Jeff no lo soltaba. Exa-
minó todas las posibles causas de asesinato y, al
no encontrar motivos, se burlaba de todos los que
habían andado en busca del muerto.
—Si tuvieran sentido común —prosiguió— se
hubieran dado cuenta de que ese vago escapó

65
porque quería descansar después de haber traba-
jado un poco. Dentro de quince días aparecerá
por ahí, y habrá que ver las caras que pondrá la
gente. De todos modos, pueden llevarse el perro
para buscar sus restos…
Rió de nuevo, y Tom, que no podía volverse atrás,
le dijo:
—Está bien. Desátelo.
El herrero lo hizo, y marchamos a casa, con el
viejo riendo a carcajadas a nuestras espaldas. El
sabueso era un perro muy simpático y sociable, y
como nos conocía, nos hizo muchas fiestas. Iba
delante corriendo, satisfecho de sentirse libre;
pero Tom estaba tan preocupado que no le hizo el
menor caso. Se sentía pesaroso por haber em-
prendido la aventura; Jeff Hooker se lo contaría a
todo el mundo y la gente procuraría fastidiarnos.
Fuimos hacia la casa siguiendo la cuesta, silen-
ciosos y sombríos. Al pasar junto al campo de
tabaco, el perro lanzó un prolongado aullido y
comenzó a escarbar la tierra inclinando la cabeza
a un lado. Vimos un rectángulo; la lluvia había
hundido la tierra y se marcaba la forma de una
sepultura. Tom y yo nos miramos sin decir pala-
bras. El perro cavó unas cuantas pulgadas y al
fin cogió algo que sacó a la superficie. Vimos con
horror que era un brazo con su correspondiente
manga. Tom chilló:

66
—¡Vamos, Huck; que ya lo hemos encontrado!
Empecé a sentirme francamente mal. Fuimos
hacia la carretera y allí tropezamos con unos hom-
bres. Estos buscaron una azada en un establo
próximo y desenterraron el cadáver. Por todas
partes acudió gente en un estado terrible de exci-
tación. No podían distinguirse las facciones del
muerto; pero no era necesario. Alguien gritó:
—¡Pobre Júpiter! Son sus ropas: hasta el últi-
mo harapo.
Cundió la noticia por el pueblo y se avisó al juez
de paz. Tom y yo nos marchamos a casa. Mi ami-
go, nervioso y sin aliento, corrió hacia donde es-
taban sus tíos y Benny, gritando:
—Huck y yo hemos encontrado el cadáver de
Júpiter Dunlap, los dos solos, con un sabueso,
cuando todo el mundo lo había abandonado. Lo
mataron con un garrote o algo parecido y ahora
buscaremos al asesino. ¡Si no hubiera sido por
nosotros…!
Sorprendidas y pálidas por el susto, tía Sally y
Benny se pusieron en pie de un salto. Tío Silas
cayó al suelo murmurando:
—¡Dios mío! ¡Ya lo han encontrado! ¡Soy un
asesino!

67
CAPÍTULO X

Arresto del tío Silas

La horrible frase nos dejó helados y durante unos


minutos permanecimos inmóviles. Poco a poco
fuimos recobrando el sentido y ayudamos al viejo
a que se levantara y se sentara en su silla. Tía
Sally y Benny lo acariciaron y besaron tratando
de consolarlo, pero se hallaban tan abatidas y asus-
tadas, que apenas se daban cuenta de lo que suce-
día. Tom, espantado, pensaba que quizás, por su
culpa, el tío se viera envuelto en un enredo sin
salida posible. Más le hubiera valido dejar a un la-
do la ambición y la sed de popularidad y no ha-
ber buscado el cadáver. Repuesto un poco de su
impresión, dijo:
—No vuelva a hablar de esa forma, tío Silas.
Resulta peligroso y, además, no hay en ello la
menor sombra de verdad.
Tía Sally y Benny, agradeciendo sus palabras,
mostraron su conformidad; pero el viejo sacudió
la cabeza con gesto de desesperación y, corrién-
dole las lágrimas por las mejillas, dijo:
—Fui yo, ¡pobre Júpiter!; fui yo quien lo hizo.

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Comenzó la espantosa confesión diciendo que
la cosa sucedió al anochecer, el mismo día de
nuestra llegada. Júpiter lo sacó de sus casillas
hasta el punto de que, fuera de sí, agarró un palo
y lo golpeó en la cabeza con toda su fuerza. Cayó
sin sentido, y él, asustado, se puso de rodillas y
le pidió que no se muriera. Volvió en sí, pero al
ver que lo tenía cogido por la cabeza, se asustó
mortalmente y, después de levantarse, saltó la
valla y huyó a través del bosque. En un principio,
pensó que no le había hecho daño, pero luego se
dio cuenta de que el miedo le había prestado un
último arranque de energía, porque cayó a los po-
cos pasos, quedando tendido junto a un matorral.
Sin nadie que lo ayudara debió de morir el des-
dichado.
Tío Silas lloraba desconsoladamente diciendo que
era un asesino, que llevaba la marca de Caín,
que había deshonrado a la familia y que moriría
en la horca. Tom dijo entonces:
—No; no lo descubrirán. Usted no tuvo la cul-
pa, porque ese golpe solo no lo hubiera matado.
Hay alguien que es culpable.
—No. Fui yo solo y nadie más. Solamente yo
tenía motivos de rencor contra él.
Nos miró como si esperara que alguno de noso-
tros denunciara a algún enemigo de aquel pobre
diablo inofensivo. Cuando se dio cuenta de que

69
nada podíamos decirle, se entristeció aún más y
su rostro adquirió una dramática expresión. De
pronto, a Tom se le ocurrió una idea.
—Aguarden un momento. Sin duda alguien lo
enterró; pero, ¿quién pudo ser?
Calló inmediatamente y yo comprendí la razón
de su silencio. Oyéndolo, me había estremecido,
porque recordé haber visto a tío Silas armado de
una pala larga aquella noche. Por la misma Benny
sabíamos que ella también lo había observado
y estaba al corriente, por ello esta procuró cam-
biar de tema y dijo a su padre que tanto él como
los demás deberíamos callar para que nada se
supiera, porque, de suceder algo desagradable,
la familia moriría de pena. El tío Silas prometió
no hablar, y una vez tranquilo, procuramos con-
solarlo. Lo único que debía hacer era estarse quie-
to y, con el tiempo, todo caería en el olvido. Nadie
sospecharía de él, siendo tan bueno y amable.
Luego Tom, cariñosamente, le dijo:
—¡Vamos! Hay que reflexionar un poco. Lleva
usted aquí muchos años predicando sin cobrar
un centavo, haciendo el bien gratuitamente y todo
el mundo lo quiere y lo respeta. Es pacífico y solo
se ocupa de aquello que le importa. Por tanto,
¿quién puede sospechar de usted? Eso es tan
imposible como…

70
No pudo terminar la frase. La puerta se abrió
violentamente y el sheriff irrumpió gritando:
—¡Por orden de la autoridad del estado de Ar-
kansas, queda usted detenido como autor del
asesinato de Júpiter Dunlap!
La escena fue espantosa. Tía Sally y Benny se
arrojaron llorando sobre el presunto criminal y,
abrazadas a él, se negaban a soltarlo. Tía Sally
rogó al sheriff que se marchara, que ella se opo-
nía a que se lo llevaran. Los esclavos se agrupa-
ron en la puerta dando alaridos que partían el
corazón. Al fin lo condujeron a la pequeña cárcel
del pueblo, y todos lo acompañamos hasta allí
para despedirlo. Tom, con gesto solemne y muy
erguido, me dijo:
—Haremos algo grande, y aunque tengamos que
correr no pocos peligros, lo liberaremos, Huck;
de eso puedes estar seguro. Luego, cuando se
hable de nosotros, se nos alabará por todas partes.
En voz muy baja comunicó a tío Silas su pro-
yecto, y este contestó que su deber era someterse
a la ley y que permanecería en la cárcel hasta el
fin. Sus palabras dejaron a Tom muy abatido, pero
no tuvo más remedio que resignarse.
Como en cierto modo se sentía responsable y con
la obligación de obtener la libertad para el viejo,
dijo a tía Sally que no se apurara demasiado, por-
que él trabajaría día y noche hasta conseguir que

71
se declarara inocente a tío Silas. La pobre se lo
agradeció mucho y contestó que ya sabía ella que
su sobrino haría todo lo que estuviera en sus
manos. Nos rogó que ayudáramos a Benny a cui-
dar de la casa y de los niños. Regresamos a la
finca llorando después de haber dejado a tía Sally
con la mujer del carcelero, en cuya casa viviría
un mes, hasta que en octubre se celebrara el
juicio.

72
CAPÍTULO XI

Tom Sawyer descubre a los asesinos

Aquel mes fue duro para todos nosotros. La po-


bre Benny hizo cuanto pudo, y Tom y yo trata-
mos de llevar un poco de alegría a la casa, aun-
que muchas veces no lo conseguimos. Lo mismo
sucedía en la cárcel. Allá íbamos cada día para
ver a los viejos, que estaban muy tristes. Tío Silas
apenas dormía y, con la debilidad, la mente se le
turbaba hasta un punto que nos hizo temer por
su vida. Cuando intentábamos convencerlo para
que se animara, movía tristemente la cabeza y
nos respondía que si supiéramos lo que era llevar
sobre el corazón el peso de un homicidio, no ha-
blaríamos de esa manera. Todos le decíamos que
no había tal asesinato; pero él se negaba a escu-
char nuestras razones. Conforme se aproximaba
el momento del juicio, más se aferraba a la idea
de que en realidad había hecho lo posible por
matarlo. Era espantoso; las cosas cada vez empeo-
raban, y no había ya consuelo para tía Sally ni
para Benny. Al fin, prometió que cuando hubiera

73
gente delante no hablaría en esa forma, y esto
nos tranquilizó un poco.
Tom pasó todo el mes devanándose los sesos
para ver si podía hallar el modo de salvar al tío
Silas. Hablaba sin cesar, y muchas noches no me
dejó dormir trazando proyectos irrealizables. Yo
había perdido toda esperanza y me sentía muy
abatido. Mi amigo continuaba pensando y expri-
miéndose la mollera.
Hacia mediados de octubre se celebró el juicio,
al cual acudimos todos. El local se hallaba rebo-
sante de público. El pobre tío Silas parecía un
muerto: triste, delgadísimo y con los ojos hundi-
dos. Tomó asiento entre tía Sally y Benny, que
llevaban velos y se mostraban muy nerviosas e
inquietas. Tom se sentó junto al abogado, y este
y el juez le permitieron intervenir en todo. A ve-
ces asumía el papel del letrado, que era un pobre
tonto de pueblo a quien todos los asuntos le ve-
nían grandes.
Después de prestar juramento el jurado, el juez
pronunció un discurso terrible contra el tío, el
cual se echó a llorar, contagiando su desconsue-
lo a la familia. La descripción de los hechos, que
hizo el acusador, difería tanto del relato del viejo
que nos dejó estupefactos. Pretendió demostrar
cómo dos testigos habían visto a tío Silas matar
a Júpiter; que el crimen fue deliberado, porque

74
cuando lo golpeó con el palo profirió amenazas
de muerte, y que más tarde lo vieron ocultar el
cadáver entre los matorrales.
Pensé que el infeliz tío Silas había mentido al
decirnos que nadie presenció la matanza. Sin duda,
esta mentira tuvo por objeto no entristecer a su
mujer y a su hija. En su caso, cualquiera hubiera
hecho lo mismo —yo el primero— por ahorrar
sufrimientos innecesarios. El defensor, apurado,
dio un codazo a Tom pidiéndole ayuda. El públi-
co se agitó, y Tom hizo una seña, indicando que
estaba tranquilo, aunque yo sabía lo falso de su
fingida actitud. Terminada la acusación del fis-
cal, empezó el interrogatorio a testigos de cargo.
Acudieron algunos para demostrar que existía
una querella entre el acusado y el muerto; que,
en ocasiones, habían oído a aquel proferir ame-
nazas contra la víctima, hasta el punto de que
esta, temiendo por su vida, había asegurado
que un día u otro moriría a manos de su verdugo.
El defensor y Tom les dirigieron unas cuantas
preguntas, que de nada sirvieron, porque los tes-
tigos sostuvieron sus acusaciones.
Subió al estrado Lem Beebe; recordé que este y
Jim Lane pasaron aquella noche a nuestro lado
hablando de un perro que les iba a prestar Jú-
piter Dunlap. En tropel acudieron a mi memoria
infinidad de recuerdos: las moras y la lámpara;

75
Bill y Jack Withers, que pasaron también comen-
tando que un esclavo robaba maíz al tío Silas; el
fantasma, que igualmente se deslizó a nuestro
lado, asustándonos de un modo terrible. Este se
hallaba también entre la concurrencia, situado
en lugar preferente por su calidad de forastero y
de sordomudo. Sentado cómodamente en el es-
trado, podía cruzar las piernas, actitud no per-
mitida al resto del público, apiñado hasta el ex-
tremo de no poder respirar. Ensimismado en mis
recuerdos, pensé con tristeza en lo agradable que
era la vida entonces, y en las muchas desgracias
que acaecieron después.
Lem Beebe, tras prestar juramento, comenzó su
declaración:
—Aquel día, dos de septiembre, iba andando, ha-
cia el anochecer, en compañía de Jim Lane, y de
pronto oímos hablar en voz alta, en tono de dispu-
ta, al otro lado del seto de avellanos que corre a lo
largo de la valla: “Te he dicho ya muchas veces
que te voy a matar…” Al oír esto, reconocimos la
voz del acusado. Luego vimos un palo alzado que
bajó fuera del alcance de nuestras miradas, por
detrás del matorral, y pudimos percibir el gol-
pe de una caída y unos cuantos gemidos. Nos
dirigimos a un sitio desde el cual pudimos ver
mejor, y allí estaba el asesino con su palo, junto

76
a la víctima, a quien escondió en ese mismo lu-
gar. Agachados para que no nos viera, salimos
corriendo.
El público, impresionado por la declaración,
guardó silencio. Al terminar, la gente, sin aliento,
comentaba lo tremendo del caso.
Entonces sucedió algo que me sorprendió enorme-
mente. Mientras los testigos hablaban de querellas
y amenazas, Tom Sawyer, animado, estaba como
al acecho y se arrojaba sobre ellos para cogerlos
en mentiras y poder anular sus declaraciones.
Pero ahora ocurría algo distinto. Viendo que Lem
no aludía para nada a su conversación con
Júpiter, ni sacaba a colación el que le hubiera
pedido prestado el perro, se mantuvo alerta, sin
duda dispuesto a interrogarlo con saña. Pensé
que ambos nos levantaríamos para contar el diá-
logo que habíamos sorprendido entre Lem y Jim
Lane. Sin embargo, al mirar a Tom, quedé helado
viéndolo tan abstraído como si se hallara a mu-
chas millas de distancia. Parecía no oír una pala-
bra de lo que decía Lem Beebe, y cuando este dio
fin a su declaración, el abogado tuvo que empu-
jarlo para que saliera de su abstracción. Estre-
meciéndose ligeramente, dijo entonces:
—Pregúntele al testigo, si quiere, y déjeme a mí,
que tengo que pensar…

77
Estupefacto, no acerté a comprender el sentido
de sus extrañas palabras, miré a Benny y a su
madre y me parecieron presas de la angustia,
como si estuvieran enfermas. Procuraron, movien-
do sus velos, llamar la atención de Tom, pero nada
consiguieron.
El necio defensor, muy agitado, interrogó al tes-
tigo, sin resultado práctico.
Le tocó el turno a Jim Lane, quien declaró exacta-
mente lo mismo que su compañero. Tom, pensativo
y ausente, no escuchó una palabra. El abogado
se agitó de nuevo. El fiscal se mostraba satisfe-
cho; en cambio, el juez parecía indignado. Hay
que tener en cuenta que Tom hacía las veces de
abogado, porque la ley dispone en Arkansas que
el acusado puede elegir a quien quiera para que ayu-
de al defensor, y mi amigo había conseguido que
tío Silas lo eligiera a él. Y allí estaba, desentendi-
do de las declaraciones de los testigos de cargo,
cosa que al juez maldita la gracia que le hacía.
El abogado tonto, dirigiéndose a Lem y a Jim, les
preguntó:
—¿Por qué razón no fueron ustedes a contar lo
que vieron?
—Porque temíamos que nos metieran en el lío,
y porque, además, pensábamos ir de caza toda la
semana. Pero, en cuanto regresamos, supimos

78
que andaban buscando el cadáver, y entonces ha-
blamos con Brace Dunlap.
—¿En qué fecha sucedió eso?
—La noche del sábado nueve de septiembre.
Se oyó la voz del juez:
—Sheriff, arreste a esos dos testigos, sospecho-
sos de haber encubierto el asesinato.
El fiscal se puso en pie y, muy excitado, gritó:
—Honorable juez, protesto contra este…
—Siéntese —dijo el juez, colocando el mazo so-
bre la mesa—. Le ordeno que muestre un poco
más de respeto al tribunal.
Cumplió el sheriff las órdenes, y fue requerido
Bill Withers, el cual, después de prestar juramen-
to, dijo:
—El sábado, dos de septiembre, pasaba yo, ha-
cia el anochecer, junto al campo del acusado. Iba
acompañado de mi hermano, y de pronto vimos a
un hombre que llevaba un fardo sobre los hom-
bros. En un principio, y como no veíamos con
claridad, pensamos que sería un esclavo que ha-
bía robado maíz. Luego se nos ocurrió que lo que
parecía fardo pudiera ser un hombre, y por la
forma de ir colgado, creímos que se trataría de
un borracho. El modo de andar parecía el mismo
del pastor Silas, y nos imaginamos que, si había
encontrado a Sam Cooper en estado de embriaguez,

79
en aquel momento lo ponía a salvo de peligros,
pues siempre pretendía regenerarlo.
El público se estremeció, imaginando al tío Silas
cargado con el muerto mientras se encaminaba
hacia su campo, hasta el lugar donde el perro lo
encontró. No obstante, no se veía simpatía algu-
na en los rostros de los oyentes. Uno de ellos dijo
entre juramentos que era el acto más sanguina-
rio de que había oído hablar: arrastrar de ese
modo a un hombre y luego enterrarlo como a un
perro. ¡Y eso lo hacía nada menos que un predi-
cador!
Tom continuaba pensativo, sin enterarse de
nada. Nuestro abogado interrogó él solo al testi-
go y, aunque hizo lo que pudo, el resultado fue
casi nulo.
Subió Jack Withers al estrado y dijo, aproxima-
damente, lo mismo que Bill. Al presentarse Brace
Dunlap, abatido y lloroso, se produjo una gran
expectación entre el público. En medio de la agi-
tación general, se oían los lamentos de las muje-
res: “¡Pobre criatura!” Tras el juramento de rigor,
comenzó su declaración.
—Durante mucho tiempo, mi hermano me tuvo
preocupado, a pesar de que creía que no estaban
las cosas tan mal como él se figuraba, ya que
parecía imposible que alguien intentara perjudi-
car a un pobre diablo.

80
Al llegar a este punto, creí ver un poco de ani-
mación en el rostro de Tom, alegría que se desva-
neció rápidamente. Brace continuó hablando:
—Claro está que yo no podía imaginar que un
predicador le hiciera daño, y por eso mismo no
me preocupé gran cosa, lo que lamento infinita-
mente, pues de haber obrado de otro modo, mi
pobre hermano, tan inofensivo, no hubiera sido
asesinado.
Su voz quedó interrumpida por los sollozos, y
tuvo que esperar unos momentos. Se oían pala-
bras de compasión, entrecortadas por el llanto
de las mujeres.
Al desdichado tío Silas se le escapó un sollozo
que tuvo eco en toda la sala. Brace prosiguió:
—El sábado, dos de septiembre, no vino a cenar.
Inquieto por su tardanza, mandé a uno de mis
negros a casa del acusado; pero volvió diciendo
que no estaba allí, lo cual aumentó mi preocupa-
ción. Me acosté, pero como no podía dormir, me
levanté de nuevo y me dirigí a casa de Silas. An-
duve por los alrededores un buen rato con la es-
peranza de encontrar a mi pobre hermano, bien
ajeno a que, terminados sus sufrimientos, se ha-
bía marchado para siempre… Regresé a casa e
intenté dormir, pero me fue imposible conciliar el
sueño. Unos días después la gente se inquietaba
comentando las amenazas del acusado, y cundió

81
el rumor de que Júpiter había sido asesinado,
rumor al cual yo no presté atención. Se buscó el
cadáver, pero, al no hallarlo, se abandonaron las
indagaciones. Imaginé que él habría marchado a
cualquier sitio con intención de descansar, y que
regresaría cuando se sintiera mejor. Pero el sá-
bado nueve, ya entrada la noche, vinieron a mi
casa Lem Beebe y Jim Lane y me contaron lo del
asesinato. Entristecido, recordé algo que había
pasado inadvertido. Supe que el acusado era so-
námbulo; esto es, que andaba dormido, y sin dar-
se cuenta realizaba toda clase de actos, muchos
de ellos sin importancia. Pues aquel mismo sá-
bado, paseando cerca de su casa, en el extremo
de la plantación de tabaco, oí un ruido, como si
alguien estuviera cavando en tierra arenosa. Miré
a través de las parras que colgaban de la tapia y
vi a Silas que cavaba con una pala de mango lar-
go y echaba la tierra en un hoyo grande, que es-
taba casi lleno. Aunque se encontraba de espal-
das, lo reconocí a la luz de la luna, porque llevaba
su chaqueta verdosa con un gran parche blanco
entre los hombros. Estaba enterrando al hombre
que había asesinado…
Sollozante, Brace Dunlap se dejó caer en el asien-
to. El público le hacía coro, gritando que todo
aquello era espantoso. En medio del tumulto, tío

82
Silas se levantó de un salto, y con la cara pálida y
descompuesta, gritó:
—¡Es verdad! ¡Todo eso es verdad! ¡Lo asesiné a
sangre fría!
El auditorio quedó petrificado. La gente, pues-
ta en pie, estiraba el cuello para ver mejor, y el
juez golpeaba con el mazo, mientras el sheriff
vociferaba:
—¡Orden! ¡Orden en el tribunal! ¡He dicho que
orden!
Entretanto, el viejo permanecía parado, temblo-
roso y con los ojos enrojecidos por el llanto, sin
atender a su mujer y a su hija, que se inclinaban
sobre él rogándole que se callara. Apartaba sus
manos y decía que necesitaba purificar su alma
del crimen y librarse, de una vez, de aquel peso
que no podía soportar ni un minuto más. Tía Sally
y Benny lloraban sin consuelo, y tanto el tribunal
como el público estaban pendientes de sus pala-
bras, que salían a borbotones, como un torrente
de fuego.
—¡Soy culpable porque yo fui quien lo maté! Pero
jamás tuve intención de herirlo ni de hacerle daño,
a pesar de todas esas calumnias que se refieren a
mis amenazas. Ahora bien: en el momento en que
levanté el palo, mi corazón se enfrió y toda pie-
dad desapareció de él. Quise matarlo por todos

83
los agravios sufridos, por todos los insultos so-
portados de ese hombre y del canalla de su her-
mano, ahí presente; por todo lo que juntos ha-
bían maquinado para indisponerme con la gente
y deshonrar mi nombre, empujándome a come-
ter actos que pudieran destruirme, no solo a mí,
sino a toda mi familia, que, bien sabe Dios, no le
habíamos hecho ningún daño. Y todo era una
miserable venganza; ¿saben ustedes por qué?
Porque esta hija inocente y pura que está a mi
lado, se negó a casarse con el hombre rico, inso-
lente, ignorante y cobarde que se llama Brace
Dunlap, y que ahora solloza hipócritamente por
un hermano de quien jamás se ocupó para nada.
Tom, con el rostro animado, se agitaba inquieto.
El viejo continuó:
—Y en ese momento de que les he hablado, olvi-
dé a Dios y solo recordé la amargura de mi cora-
zón. Que el Señor me perdone, pero yo lo golpeé
con la intención de matarlo. Un instante después,
sentí un espantoso remordimiento y, acordándo-
me de mi desdichada familia, pensé que por ellos
debía ocultar mi crimen y, en efecto, escondí el
cadáver entre los matorrales, y luego lo llevé has-
ta la plantación de tabaco. Más tarde, aprovechan-
do la oscuridad de la noche, fui con la pala y lo
enterré donde…

84
Al llegar aquí, Tom, interrumpiendo al tío Silas,
gritó:
—¡Ya está claro! —y agitó la mano haciendo se-
ñas al viejo para que se sentara—. Es cierto que
se cometió un homicidio, pero usted no ha tenido
la menor intervención en él.
Siguió un silencio impresionante. El viejo cayó
de nuevo con pesadez en su asiento, sin que su
mujer e hija se dieran cuenta; tal era la sorpresa.
Como todos los presentes, miraban a Tom con la
boca abierta, desconcertados y confusos. Mi amigo
dijo con perfecta calma:
—Honorable juez, ¿puedo hablar ahora?
—Sí, habla —repuso este, contagiado del des-
concierto general.
Con objeto de aumentar el efecto que, sin duda,
iban a producir sus palabras, Tom permaneció
de pie y en silencio durante unos momentos. Lue-
go, tranquilo como de costumbre, comenzó su
exposición:
—Durante dos semanas, aproximadamente, he-
mos visto todos un aviso pegado en el muro de
esta casa, en el cual se ofrecían dos mil dólares al
que entregara dos hermosos diamantes robados
en San Luis. Tales diamantes valen doce mil dó-
lares; pero eso no importa para lo que voy a decir.
Ahora bien, con respecto a este crimen, contaré,

85
con todos sus detalles, cómo ocurrió y quién lo
cometió.
La gente se apoltronó en sus asientos, procu-
rando acomodarse para escuchar mejor.
—Este hombre, Brace Dunlap, que tanto ha la-
mentado la muerte de su hermano, de quien, como
todos saben, no se ocupó en lo más mínimo, pre-
tendió casarse con esa muchacha y, al negarse
ella, amenazó a su padre, diciéndole que se arre-
pentiría. Tío Silas, conociendo su poder, sabía el
grado de inferioridad en que se encontraba res-
pecto a semejante persona y, temeroso e inquie-
to, hizo cuanto pudo por congraciarse con él. In-
cluso admitió a su hermano Júpiter, que era un
inútil, en la finca, dándole un salario a costa de
las privaciones de su familia. Este, instigado por
su hermano, insultaba a tío Silas, molestándolo
e, incluso, haciendo lo posible para que Júpiter
recibiera daños que indispusieran a tío Silas con
la gente. Y, en efecto, todos se volvieron en su
contra, diciendo las peores cosas, y él fue entris-
teciéndose hasta el extremo de que muchas ve-
ces parecía no estar en su sano juicio. Aquel sá-
bado que tantos trastornos ha traído, Lem Beebe y
Jim Lane pasaron cerca del lugar donde tío Silas
y Júpiter se hallaban trabajando, y hasta ese mo-
mento lo que han referido es verdad; pero el resto
del relato es completamente falso. No oyeron a

86
tío Silas proferir amenazas de muerte contra
Júpiter, ni tampoco que lo golpeara, ni menos que
escondiera al muerto entre los matorrales. Mí-
renlos ustedes ahí sentados, pesarosos de haber
hablado demasiado. Y más pesarosos han de sen-
tirse cuando yo termine. Aquel mismo sábado por
la noche, Bill y Jack Withers vieron, en efecto, a
un hombre que iba arrastrando a otro. Eso es lo
único cierto de su declaración, porque lo demás
es falso. Primero, pensaron que era un esclavo
que había robado maíz a tío Silas. Fíjense cómo
eso los confunde, al darse cuenta de que alguien
los oyó. Y también porque más tarde supieron
quién arrastró a quién. Mejor todavía: saben la
razón que los impulsó a jurar que se trataba de
tío Silas, al cual, ambos, conocieron por el traje.
Ellos sabían perfectamente que esto era falso cuan-
do afirmaron su mentira bajo juramento. Un hom-
bre, en efecto, aprovechando el resplandor de la
luna, enterró a un muerto en la plantación de ta-
baco, pero este hombre no fue el tío Silas, el cual
durante este tiempo dormía en su lecho… Y ahora,
antes de continuar, quiero preguntar a ustedes
si se han fijado en esto: la gente, cuando tiene
una preocupación, suele, sin darse cuenta, ha-
cer algo con las manos. Unos se golpean las me-
jillas; otros, la nariz; los hay que se frotan la bar-
billa; algunos mueven una silla o se retuercen un

87
botón, y no falta quien se dibuja con el dedo, en
cualquier parte del rostro, una letra o cifra. Esto
es, precisamente, lo que yo hago: cuando estoy
inquieto o preocupado, trazo una V mayúscula
en la mejilla, siempre la misma letra, de un modo
mecánico.
Al oír lo que decía Tom, recordé que yo tengo la
costumbre de dibujar una O, y el resto del públi-
co debió pensar lo mismo porque cruzó miradas
de asentimiento.
—Prosigo, pues, mi relato. Aquel mismo sába-
do… No; creo que fue la noche anterior, atracó
un barco en el muelle de Flagler, a unas cuaren-
ta millas de aquí. Venía a bordo un ladrón que
llevaba los dos diamantes a los cuales se refiere
el aviso pegado en el muro de esta casa. Saltó a
tierra con su saco de mano y se perdió en la os-
curidad con la esperanza de llegar sin contratiem-
pos a este pueblo. Pero en el barco venían escon-
didos dos de sus cómplices, y él estaba seguro de
que lo matarían en cuanto pudieran para robarle
los diamantes, porque los tres habían preparado
el robo y él, apoderándose del botín, había huido.
Apenas transcurridos diez minutos, y habiéndo-
se dado cuenta de la fuga, ambos tipos saltaron
velozmente a tierra y fueron en su persecución.
Esta duró todo el sábado, y hacia el anochecer, el
fugitivo llegó al bosquecito de sicómoros, junto al
campo de tío Silas, y allí se ocultó buscando un

88
disfraz que llevaba en el saco, con el cual podría
encubrirse antes de que lo vieran en el pueblo.
Conviene recordar que todo esto sucedió momen-
tos después de que tío Silas golpeara a Júpiter en
la cabeza. Cuando los otros vieron al ladrón es-
conderse entre los sicómoros, cayeron sobre él y
lo mataron a garrotazos despiadadamente, a pe-
sar de lo mucho que gritaba. Al oír sus gritos, dos
hombres que iban por el camino corrieron en direc-
ción a los árboles, y los otros, al verlos, huyeron,
perseguidos por ellos. Tras una breve carrera, de-
sistieron de seguirlos y volvieron tranquilamente
al bosquecito… ¿Saben lo que hicieron entonces?
Pues, se los voy a contar. Encontraron el sitio
donde el ladrón había sacado el disfraz para po-
nérselo y uno de ellos se lo colocó encima.
Tom se detuvo un momento para aumentar la
sensación y luego, lentamente y en voz alta, pro-
siguió:
—El hombre que vistió el disfraz del muerto fue
Júpiter Dunlap.
Por todo el auditorio corrieron murmullos de asom-
bro; el viejo tío Silas quedó como petrificado.
—Sí, señores; fue Júpiter Dunlap que, como ven
ustedes, estaba vivo. Al cadáver le colocaron las
botas viejas y rotas de Júpiter y este se puso las del
muerto. Luego, Júpiter Dunlap quedó allí y el
otro hombre arrastró al cadáver hacia la parte

89
oscura. Poco después de medianoche, fue a casa
de tío Silas y cogió su vieja blusa de trabajo que
estaba colgada en el sito de costumbre, en el pa-
sadizo entre la casa y la cocina. Se la puso, agarró
la pala de mango largo y se fue a la plantación de
tabaco, donde enterró a la víctima…
Se detuvo un momento y vociferó:
—¿Y de quién creen ustedes que era el cadáver?
Pues nada más y nada menos que de Jake Dunlap,
el salteador cuyo paradero se desconocía…
Los murmullos llenaron de nuevo la sala.
—Y quien lo enterró fue su hermano Brace Dun-
lap. ¿Y quién creen ustedes que es ese idiota que
ha estado engañando todos estos días al pueblo
entero fingiéndose sordomudo? ¡Pues es Júpiter
Dunlap!
La sala, agitada, se convirtió en un volcán. Tom
se plantó de un salto junto a Júpiter y le arran-
có las gafas y el bigote postizo. Allí estaba el
muerto, vivito y coleando. Tía Sally y Benny be-
saban entre lágrimas al pobre tío Silas, que se
mostraba más confuso y atontado que nunca.
La gente gritaba:
—¡Tom Sawyer! ¡Tom Sawyer! ¡Que se callen to-
dos y que continúe él hablando!
Tales manifestaciones le hicieron sentirse más
dueño de sí mismo; más notable, un héroe, en

90
fin, como a sí mismo se calificaba. Restablecido el
silencio, continuó su relato:
—Poco me queda ya por decir. Brace Dunlap
creyó llegado su momento cuando tío Silas, enlo-
quecido, golpeó al charlatán de su hermano con
un palo. Júpiter escapó al bosque con intención
de esconderse para luego, valiéndose de la oscu-
ridad de la noche, abandonar el país. Brace hu-
biera hecho creer que tío Silas era el asesino, que
luego había escondido el cadáver y que, caído en
desgracia, su único recurso era abandonar el país
o ahorcarse, ¡quién sabe! Pero la casualidad hizo
que encontrara a su otro hermano muerto, a
quien, por lo desfigurado que estaba, no recono-
ció, y esto lo empujó a cambiar de idea: disfra-
zando a los dos podría enterrar a Jake vestido
con las ropas de Júpiter, y comprar a Jim Lane,
Bill Withers y otros, quienes, como ustedes pue-
den comprobar, han declarado en falso jurando
que decían la verdad.
”Y ahí los tienen ustedes muertos de miedo, por-
que yo anuncié que todos ellos acabarían mal.
Huck Finn y yo vinimos en el barco con los la-
drones, y el muerto nos contó la historia de los
diamantes, y dijo también que sus compañeros
lo matarían en cuanto se les presentara la oca-
sión, en vista de lo cual nosotros tratamos de

91
ayudarlo lo mejor que pudimos. Cuando nos di-
rigimos hacia el bosquecito, oímos los gritos y
pensamos que allí mismo lo habían asesinado;
pero, al volver al día siguiente muy temprano, no
encontramos huellas y pensamos que habíamos
sufrido una alucinación. Después tropezamos con
Júpiter, que andaba vestido con el mismo disfraz
que Jake nos dijo se pensaba poner, y entonces
creímos que se trataba de este, que fingía ser sor-
domudo, según también nos tenía anunciado.
”Huck y yo no cejamos en nuestro propósito de
dar con el cadáver, y lo encontramos cuando los
demás habían abandonado las pesquisas. Nos
sentíamos orgullosos de nuestra hazaña, pero tío
Silas echó un jarro de agua fría sobre nuestro
entusiasmo al confesar que él mismo lo había
matado. Entristecidos, nos creímos obligados a
salvarlo, cosa nada fácil porque no permitió que
se le librara en la forma que lo hicimos con el
negro Jim. Vista la inutilidad de nuestros esfuer-
zos, vine al juicio que hoy se celebra con la cabe-
za vacía, sin vislumbrar luz por ninguna parte.
Poco a poco, sin embargo, comencé a percibir algo
que me hizo reflexionar y, aunque no veía aún
claro, me mantuve alerta. Y mientras tío Silas acu-
mulaba confesiones y se declaraba asesino, miré
hacia el auditorio y comprendí de pronto que tenía

92
ante mis ojos a Júpiter Dunlap, porque lo vi re-
petir un gesto en el que me había fijado cuando
estuve aquí el último año.
Permaneció mi amigo callado por un momento,
sin duda para aumentar el efecto de su declara-
ción. Dio unos pasos sobre el estrado y luego dijo
con indiferencia:
—Bien, me parece que esto es todo…
Entre el público se produjo gran agitación y uno
le gritó:
—¿Qué gesto es ese? Continúa, demonio. ¿O es
que piensas dejarnos con tres palmos de nari-
ces? A ver, a ver, haz el gesto.
Tom esperaba la pregunta para aumentar la sen-
sación entre el auditorio.
—No tiene nada de particular —repuso—. Sin
duda, trastornado ante la idea de que tío Silas
iba a ser ahorcado por un crimen del cual era
inocente, su nerviosismo y preocupación fueron
en aumento. Lo observé con disimulo, y de re-
pente vi que con el dedo índice de la mano iz-
quierda dibujaba una cruz en la mejilla. Como
es natural, inmediatamente lo descubrí bajo su
disfraz.
El público prorrumpió en gritos de admiración,
y Tom Sawyer, orgulloso y sin saber qué hacer,
fue aplaudido y aclamado con delirio. Entonces,

93
el juez, parándose en el estrado, le habló al héroe
de la sala:
—Di, muchacho, si fuiste testigo de la tremen-
da tragedia y conspiración que acabas de des-
cribir.
—No, honorable juez, no he sido testigo.
—Y ¿cómo has relatado la historia con tanta
seguridad, si no la han presenciado tus ojos?
La respuesta de Tom fue concluyente.
—Nada más que de observar los hechos y enla-
zarlos unos con otros. Era una labor de detective
que cualquier otro hubiera podido realizar.
—No lo creo. La cosa es difícil y puedo asegurar
que eres un chico extraordinario.
Se repitieron las aclamaciones a Tom, que este
no hubiera cambiado ni por una mina de plata.
El juez prosiguió:
—Pero, ¿estás seguro de que toda esta extraña
historia es en realidad como tú la has contado?
—En absoluto, honorable juez. Ahí está Brace
Dunlap, quien no se atreverá a negar su inter-
vención, porque yo me comprometo a no permi-
tírselo. Ya ven ustedes cómo calla, igual que su
hermano y esos cuatro testigos a quienes pagó
por mentir. En cuanto a tío Silas, es preferible
no pedirle que jure, porque ni aun así le puedo
creer.

94
Nuevos murmullos y gritos corrieron por el au-
ditorio. El juez se echó a reír y Tom se sentía
completamente feliz. Acalladas las risas, se diri-
gió al letrado:
—Honorable juez, hay un ladrón en esta sala.
—¿Un ladrón?
—Sí, señor, y que lleva encima los diamantes
que valen doce mil dólares.
El revuelo fue indescriptible. Por todos los rin-
cones se oían voces.
—¿Quién es? ¿Quién es?¡Descúbrelo pronto!
—Pues es ese a quien todos daban por muerto.
¡Júpiter Dunlap!
De nuevo se produjo gran agitación y el barullo
era ensordecedor. Júpiter, que no salía de su
asombro, habló entre lágrimas y suspiros:
—Eso es injusto y, además, falso. No necesito
tanto para estar en mala situación. Soy culpable
de ciertas cosas, a las cuales Brace me empujó
con promesas de que un día sería rico. Lo siento
de veras, y desearía no haber escuchado sus con-
sejos. Pero yo no he robado los diamantes, y que
me caiga ahora mismo muerto si es mentira lo
que digo. El sheriff puede registrarme.
Volvió a intervenir Tom:
—Confieso, honorable juez, que no ha sido justo
el calificarlo de ladrón. En realidad, y sin saberlo,

95
robó los diamantes a su hermano Jake cuando
este yacía muerto en el bosque. Y recordarán us-
tedes que Jake, a su vez, los había hurtado a los
otros ladrones. Júpiter, ignorándolo, los ha lle-
vado encima durante un mes. Sí, señor, carga-
do de toda esa riqueza andaba por ahí como un
mendigo. En este momento los lleva sobre su
persona.
El juez ordenó al sheriff que registrara a Júpiter,
y, mientras duró el registro, Tom permaneció ca-
llado, aguardando el momento sensacional.
Como el sheriff no encontrara nada, el público
mostró su desilusión, mientras Júpiter protes-
taba:
—Vean si no es cierto lo que yo decía.
Y el juez, dirigiéndose a Tom, dijo:
—Por esta vez te has equivocado, muchacho.
El aludido se rascó la cabeza, y tras unos minu-
tos de silencio, repuso:
—Se me había olvidado. ¡Ya lo tengo! ¿Puede
alguien prestarme un destornillador pequeño? Ha-
bía uno en el saco de su hermano, pero no lo
recogió usted.
—Es verdad que no lo recogí. Lo tiré, porque no
lo necesitaba.
—Naturalmente. Usted ignoraba su aplicación.
Después del registro, Júpiter se colocó de nue-
vo las botas. El destornillador pasó de mano en

96
mano, y cuando llegó a las de Tom, este le dijo a
Júpiter:
—Ponga el pie sobre esa silla.
En medio de una gran expectación, comenzó
a destornillar la chapa del tacón y, a los pocos
segundos, salió de allí el grueso diamante. Lo
colocó en alto, y la piedra preciosa irradió to-
das sus luces y fulgores. La gente miraba asom-
brada, y Júpiter tenía un gesto tan dolorido que
daba compasión. Su pena aumentó cuando el
chico mostró el otro diamante. ¡Qué demonio!
¡Pensar que, si hubiera sabido qué empleo dar
al destornillador, a estas horas estaría ya en un
país lejano disfrutando de riquezas y de inde-
pendencia!
Tom había llegado al apogeo de la gloria. El juez,
con los diamantes en la mano y subido en el es-
trado, dijo, después de unas toses y con las gafas
puestas en la frente:
—Voy a guardar estas joyas y a avisar inmedia-
tamente a sus dueños. Cuando vengan a buscar-
las, será para mí un placer muy grande entregar-
te los dos mil dólares que has ganado. Con ellos
mereces también la gratitud de todos, porque has
contribuido a salvar de la ruina y del oprobio a
una familia inocente, y muy en particular a un hom-
bre bueno, honrado, a quien se le iba a condenar

97
a la triste muerte de los criminales. En cambio,
gracias a ti también, sufrirán el castigo que im-
pone la ley ese canalla odioso y sus miserables
cómplices.
Tom y yo coincidimos en la opinión de que si
en aquel momento una banda de música hubie-
ra comenzado a tocar, todo habría resultado per-
fecto.
El sheriff detuvo a Brace Dunlap junto a su
grupo, y al mes siguiente fueron juzgados y en-
cerrados en la cárcel. La gente llenó de nuevo la
iglesia, pobre y vieja, de tío Silas, mostrándose
amable y afectuosa con él y su familia. El pastor
predicó los sermones más tontos y embrollados
de que se tiene noticia, hasta el extremo de que
los feligreses, al salir de la iglesia entontecidos,
no sabían cómo regresar a sus casas. No obs-
tante, los que lo escuchaban estaban convencidos
de que oían pláticas clarísimas y edificantes, y,
llenos de entusiasmo, lloraban emocionados. Pero
a mí me daban mareos y, al vaciarme la cabeza,
iba perdiendo la escasa razón que todavía me
quedaba.
Poco a poco, a fuerza de cariño, tío Silas fue me-
jorando y su mente llegó a estar como en sus
buenos tiempos, sin que esto suponga ninguna
alabanza… La familia, feliz, nos mostró, tanto a

98
Tom como a mí, un inmenso agradecimiento, a
pesar de que, en realidad, yo no lo merecía.
Y cuando llegaron los dos mil dólares, Tom me
dio la mitad, sin decir nada a nadie, cosa que no
me sorprendió, porque conocía muy bien su for-
ma de ser.

99
100
ÍNDICE

CAPÍTULO PRIMERO
Invitación a Tom y Huck/ 7

CAPÍTULO II
Jake Dunlap/ 14

CAPÍTULO III
Robo de diamantes/ 21

CAPÍTULO IV
Los tres durmientes/ 29

CAPÍTULO V
Tragedia en el bosque/ 35

CAPÍTULO VI
Proyectos para proteger los diamantes/ 40

CAPÍTULO VII
Noche de vigilancia/ 48

CAPÍTULO VIII
Conversación con el fantasma/ 54

101
CAPÍTULO IX
Descubrimiento de Júpiter Dunlap/ 61
CAPÍTULO X
Arresto del tío Silas/ 68
CAPÍTULO XI
Tom Sawyer descubre a los asesinos/ 73

102
103
104

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