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Fiebre amarilla en Buenos Aires

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Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires (1871). Óleo sobre tela,
230 x 180 cm. Museo Nacional de Artes Visuales1

Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires (enfermedad transmitida por


el mosquito Aedes aegypti) tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871. 2
La suscitada en este último año fue un desastre que mató aproximadamente al
8 % de los porteños: en una urbe donde normalmente el número de fallecimientos
diarios no llegaba a 20, hubo días en los que murieron más de 500 personas, 3 y se
pudo contabilizar un total aproximado de 14 000 muertos por esa causa, la
mayoría inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa.45
En numerosas ocasiones la enfermedad había llegado a Buenos Aires en los
barcos que arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica.2 No obstante,
la epidemia de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del Paraguay,
portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple
Alianza;6 ya que previamente se había propagado en la ciudad de Corrientes.7 En
su peor momento, la población porteña se redujo a menos de la tercera parte,
debido al éxodo de quienes abandonaron la ciudad para intentar escapar del
flagelo.2
Algunas de las principales causas de la propagación de esta enfermedad,
transmitida por el mosquito Aedes aegypti, fueron:8
 la provisión insuficiente de agua potable;
 la contaminación de las napas de agua por los desechos humanos;
 el clima cálido y húmedo en el verano;
 el hacinamiento en que vivían, sin que se tomaran medidas sanitarias
para ellos, especialmente en la epidemia de 1871, los inmigrantes
europeos de bajo nivel higiénico que ingresaban en forma incesante a la
zona más sureña de la ciudad;
 los saladeros que contaminaban el Riachuelo —límite sur de la ciudad
—, el relleno de terrenos bajos con residuos y los riachos —
denominados «zanjones»— que recorrían la urbe infectados por lo que
la población arrojaba en ellos.
La plaga de 1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad
de mejorar las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de
distribución de agua potable y de construir cloacas y desagües. 9
Un testigo de esta catástrofe, de nombre Mardoqueo (Mordejai) Navarro, escribió
el 9 de abril, la siguiente descripción en su diario personal: 10
«[...] Los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin asistencia. Huye el que
puede. Heroísmo de la Comisión Popular[...]».

Índice

 1Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871


 2Epidemia de 1871
o 2.1Contexto
o 2.2Antecedentes inmediatos
o 2.3Los sucesos
 2.3.1Inicio de la epidemia
 2.3.2La Comisión Popular
 2.3.3Síntomas y tratamiento
 2.3.4La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos
 2.3.5Entierro de las víctimas
 2.3.6El pico de la epidemia
 2.3.7Últimos casos
o 2.4Cifras finales
o 2.5Consecuencias
 2.5.1Mejoras sanitarias en Buenos Aires
o 2.6Expresiones artísticas sobre la gran epidemia
 3Referencias
 4Notas
 5Bibliografía consultada

Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871[editar]


Mosquito Aedes aegypti.

Desde 1881, gracias a las investigaciones del cubano Carlos Juan Finlay, se


describe en detalle a la enfermedad como una zoonosis. Antes de esa fecha, los
médicos atribuían la causa de muchas epidemias a lo que llamaban miasmas,
emanaciones fétidas de aguas impuras que se suponía flotaban en el ambiente. 11
Los primeros casos de esta enfermedad —a la que se le solía llamar «vómito
negro» debido a las hemorragias que produce a nivel gastrointestinal—
aparecieron en la región del Río de la Plata a mediados de la década de 1850: en
1852 provocó una epidemia en Buenos Aires. Sin embargo, por una nota dirigida
al practicante Soler, se sabe que hubo brotes antes de ese año; 2 de hecho, la
primera mención de una posible infección de esta enfermedad data del año
1798.12
Según algunas fuentes, en el año 1857 una tercera parte de la población
de Montevideo sufrió el contagio del virus, transportado por barcos provenientes
de Brasil.1314 En 1858, esa epidemia se trasladó con menor intensidad a Buenos
Aires, sin dejar víctimas fatales.15
La prensa porteña solía manifestar su preocupación por el arribo de los buques
brasileños16 debido a los antecedentes citados y a que la fiebre era una
enfermedad costera con carácter endémico en los puertos cariocas, entre
ellos Río de Janeiro, por aquella época capital del Imperio del Brasil. La Historia
de la Universidad de Buenos Aires y su influencia en la Cultura Argentina (La
Facultad de Medicina y sus Escuelas), de Eliseo Cantón, exponía que la epidemia
era llevada por los navíos mercantes del Imperio al sur. Agregaba que en el mes
de febrero de 1870 —verano en el hemisferio sur— se había localizado un caso en
el Hotel Roma —ubicado en la calle Cangallo, en pleno centro de la ciudad—
traída por un pasajero enfermo del vapor Piutou; y habían llegado a morir por la
enfermedad unas 100 personas.2

Epidemia de 1871[editar]
Contexto[editar]
Plano de Buenos Aires en 1870.

En 1871 convivían en la ciudad de Buenos Aires el Gobierno Nacional, presidido


por Domingo Faustino Sarmiento, el de la Provincia de Buenos Aires, con
el gobernador Emilio Castro, y el municipal, presidido por Narciso Martínez de
Hoz: no existía aún el cargo de Intendente, creado 9 años después
al federalizarse la ciudad; estos tres gobiernos tenían enfrentamientos políticos y
jurisdiccionales.17
Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, salvo el caso
particular de unos pocos miles de habitantes que obtenían agua sin impurezas
gracias a que en 1856, ante una propuesta de Eduardo Madero, el Ferrocarril
Oeste decidió aumentar el calibre del caño que transportaba agua desde la
Recoleta, donde estaban los filtros que servían para quitar las impurezas del agua
que se utilizaba para el buen funcionamiento de las locomotoras a vapor, hasta la
Estación del Parque, para poder así satisfacer también la demanda de agua de los
vecinos.8 Para el resto de la población, la situación era muy precaria en lo sanitario
y existían muchos focos infecciosos, como por ejemplo los conventillos,
generalmente habitados por inmigrantes pobres venidos de Europa
o afroargentinos, que se hacinaban en su interior y carecían de las normas de
higiene más elementales. Otro foco infeccioso era el Riachuelo —límite sur de la
ciudad— convertido en sumidero de aguas servidas y de desperdicios arrojados
por los saladeros y mataderos situados en sus costas. Dado que se carecía de un
sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los pozos negros, que
contaminaban las napas más superficiales de agua y en consecuencia los pozos
de extracción de agua, a pesar de que en 1861 se había prohibido la proximidad
entre estos tipos de pozos, que constituían una de las dos principales fuentes del
vital elemento para la mayoría de la población. 8 La otra fuente era el Río de La
Plata, de donde el agua se extraía cerca de la ribera contaminada y se distribuía
por medio de carros aguateros, sin ningún saneamiento previo.8
“Nuestras grandes ciudades son cuevas sin luz y sin aire, antros húmedos y hediondos en donde
el sol que ha podido romper la espesa capa de nubes de carbón y vapores mefíticos, penetra solo
para acelerar las fermentaciones de los detritus que no podemos arrojar lejos”. -Eduardo Wilde,
Director del departamento de Higiene y Obras de Salubridad de la Nacion (1871)
Por añadidura, los residuos de todo tipo se utilizaban para nivelar terrenos y
calles.18 Éstas eran muy angostas, no existían avenidas —la primera fue
la Avenida de Mayo, inaugurada en el año 1894— y las plazas eran pocas, casi
desprovistas de vegetación.6
La ciudad crecía vertiginosamente debido principalmente a la gran inmigración
extranjera: para esa época vivían tantos argentinos como extranjeros, y estos
últimos sobrepasarían a los criollos pocos años más tarde. El primer censo
argentino de 1869 registró en la Ciudad de Buenos Aires 177 787 habitantes, de
los cuales 88 126 (49,6 %) eran extranjeros; de estos, 44 233 —la mitad de los
extranjeros— eran italianos y 14 609 españoles. Además de los conventillos
mencionados, sobre 19 000 viviendas urbanas, 2300 eran de madera o barro y
paja.6
Además de las epidemias de fiebre amarilla, en 1867 y 1868 se habían producido
varios brotes de cólera, que habían costado la vida a centenares de personas y
también estaban relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, entre cuyos
combatientes había causado varios miles de muertes. 19
Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había
apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1000 habitantes. 6
Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las
consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la
ciudad. Al respecto, en marzo de 1870 la prensa comentó con preocupación una
nota enviada por la Municipalidad al Ministerio de Hacienda de la Provincia de
Buenos Aires, en la que informaba de su carencia de recursos. El 2 de abril del
mismo año, el diario La Prensa comentaba en su editorial, bajo el
título Desorganización de la Municipalidad, lo siguiente:
«Los amagos de fiebre amarilla, las recientes inundaciones, alarmando justamente al pueblo, le han
impulsado a dirigir su voz a la Corporación pidiendo se tomen las medidas necesarias y urgentes para
remediar los funestos males de que está amenazado, y la Municipalidad fijando la vista en sus arcas,
tiene que cruzar los brazos y permanecer impasible y sorda hasta el clamor que hasta a ella llega...». 20

Antecedentes inmediatos[editar]
Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un
recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes de febrero —y
nuevamente en marzo— se logró evitar el desembarco de pasajeros infectados
que llegaron en dos vapores desde esa ciudad. No obstante, el presidente
Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques
procedentes de esa ciudad y en una oportunidad ordenó autorizar el desembarco
de los pasajeros de dos buques provenientes de Río de Janeiro y la prisión del
médico del puerto de Buenos Aires por haberlo impedido.21
A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del
Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema. La Guerra
de la Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y
los diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de
soldados paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil. La
población, debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la
epidemia y se llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo
registros del total de víctimas.22
Dos hechos facilitaron la entrada de la epidemia a la Argentina: por un lado, tras la
muerte de quince de sus hombres, el general Julio de Vedia evacuó centenares de
soldados desde Villa Occidental —situada frente a Asunción— a la ciudad de
Corrientes, y así la enfermedad llegó a territorio argentino. 2322 Por otro lado,
algunos diarios —como The Standard de Buenos Aires— consideraron que no se
trataba de fiebre amarilla, sino de afecciones gástricas, y que el número de
muertes diarios no era alarmante, lo que contribuyó a que no se tomara recaudo
alguno para prevenir su traslado a la capital argentina. 22
Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el centro de comunicación y
abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las brasileñas, de modo que no es
seguro que la enfermedad haya llegado desde el Paraguay. En esta ciudad de
11 000 habitantes, murieron de fiebre amarilla alrededor de 2000 personas entre
diciembre de 1870 y junio del año siguiente. 7nota 1 La mayor parte de la población
huyó, incluyendo el gobierno completo; hasta tal punto estaba abandonada la
ciudad que un ciudadano llamado Gregorio Zeballos entró por su cuenta al
despacho abandonado de la Casa de Gobierno y se hizo cargo en forma
provisoria de la gobernación sin que nadie se le opusiera. Otras poblaciones de la
provincia de Corrientes sufrieron el castigo de la enfermedad, como San Luis del
Palmar, Bella Vista y San Roque, que sumaron unas quinientas víctimas más.24
A lo largo de la Guerra de la Triple Alianza, sucesivos grupos de combatientes
arribaron a Buenos Aires. Estaban formados principalmente por oficiales, y
correctamente controlados desde el punto de vista sanitario. En cambio, durante el
año 1870 y a principios de 1871 llegaron directamente desde Asunción y Villa
Occidental grandes contingentes que no habían sido sometidos a ningún recaudo
sanitario ni cuarentena.25
Los sucesos[editar]
Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un
comerciante catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la
prensa algunas notas históricas. Este contacto con la prensa le permitió
interiorizarse de las discusiones acerca de si se trataba o no de una epidemia de
fiebre amarilla, de modo que reunió notas sobre el asunto para una posible
publicación en un periódico.26 La gravedad de la epidemia y la enorme cantidad de
información que reunió le impidieron su publicación en los diarios, pero se convirtió
en un retrato en vivo sobre el desarrollo del drama. Con frases breves y cortantes
dejó registro de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el
tiempo en un documento único, que sería publicado por el autor en el mismo año
de la epidemia.
Inicio de la epidemia[editar]
Casa donde se habría registrado uno de los primeros casos según la Revista Caras y Caretas, 1899.

Aunque las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la


epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de
Higiene Pública de San Telmo. Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas
del barrio de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos: los
inquilinatos de Bolívar 392 (entre Cochabamba y San Juan) y en Cochabamba 113
(entre Bolívar y Perú),27 fueron los primeros focos de iniciación y propagación. En
el primero citado, un pequeño inquilinato de ocho cuartos, el italiano Ángel
Bignollo de 68 de años de edad y su nuera Colomba de 18, contrajeron la
enfermedad siendo asistidos por los doctores Juan Antonio Argerich y Juan
Gallarini, quienes no pudieron evitar sus muertes. En el certificado de defunción,
Argerich expresó que el deceso del primero se debió a una gastroenteritis, y el de
la segunda a una inflamación de los pulmones: el diagnóstico fue erróneo a
sabiendas, para no alarmar a los vecinos del barrio, pero en la notificación que el
comisario de la Sección 14 elevó al jefe de la policía, Enrique Gorman, se
consignó que ambos eran casos de fiebre amarilla.2814
La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las
advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de
Oca sobre la presencia de un brote epidémico, y no dio a publicidad los casos. 6 En
esta fecha, Mardoqueo Navarro ya parecía desconfiar de los datos de la autoridad,
pues en su diario anotó, con cierta ironía:
«27 de enero: Según las listas oficiales de la Municipalidad, 4 de otras fiebres, ninguna de la amarilla».
(el texto subrayado figuraba así en el diario de Navarro)

Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos —principalmente
en el mencionado barrio de San Telmo— la Municipalidad continuó con los
preparativos relacionados con los festejos oficiales del carnaval, que en aquella
época era un acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad. 29 A
fines de febrero el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de
enfermos, aseguró que se estaba en presencia de un brote febril —el 22 de
febrero se habían registrado 10 casos— e hizo desalojar algunas manzanas. 30
Pero los festejos de carnaval entretenían demasiado a la población como para
escuchar su advertencia, los porteños se divertían en bailes y desfiles
de comparsas y algunos, como Manuel Bilbao, director de La República,
afirmaban rotundamente que no se trataba de casos de fiebre amarilla. 31
La epidemia prosperó en los conventillos humildes de los barrios del sur, muy poblados y poco
higiénicos.

El mes de febrero terminó con un registro de 300 casos en total, y el mes de


marzo comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6, todas a
consecuencia de la fiebre.
Recién el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades
prohibieron su festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios aristocráticos.
Se prohibieron los bailes y más de la tercera parte de los ciudadanos decidió
abandonar la ciudad.31
El 4 de marzo, el diario La Tribuna comentaba que en horas de la noche, las calles
eran tan sombrías que «verdaderamente parece que el terrible flagelo hubiese
arrasado con todos sus habitantes».32 Sin embargo, aún se estaba lejos de lo
peor.
El Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital
Italiano y la Casa de Niños Expósitos no dieron abasto con la cantidad de
pacientes. Se crearon entonces otros centros de emergencia, como el Lazareto de
San Roque —actual Hospital Ramos Mejía— y se alquilaron otros privados.
El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impidieron el ingreso
de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Los alquileres
aumentaron fuertemente en los alrededores de la ciudad. 33
La Comisión Popular[editar]
José Roque Pérez.

El municipio fue incapaz de sobrellevar la situación, por lo que en respuesta a una


campaña periodística iniciada por el periodista Evaristo Federico Carriego de la
Torre, miles de vecinos se congregaron, el 13 de marzo, en la Plaza de la Victoria
—actual Plaza de Mayo— para designar una «Comisión Popular de Salud
Pública». Al día siguiente, tal agrupación nombró como presidente al
abogado José Roque Pérez y como vicepresidente al periodista Héctor Varela;
además, la conformaron, entre otros, el vicepresidente de la Nación Adolfo
Alsina, Adolfo Argerich, el poeta Carlos Guido y Spano, el expresidente de la
Nación Bartolomé Mitre, el canónigo Domingo César, el sacerdote irlandés Patricio
Dillon y el nombrado Carriego.nota 2 Este último exhortaba:
«Cuando tantos huyen, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar del peligro socorriendo
a aquellos que no pueden proporcionarse una regular asistencia».

Entre otras funciones, la comisión tuvo como tarea la expulsión de aquellas


personas que vivían en lugares afectados por la plaga, y en algunos casos, se
quemaban sus pertenencias. La situación era aún más trágica cuando los
desalojados eran inmigrantes humildes o que aún no hablaban bien el español,
por lo que no entendían la razón de tales medidas. Los italianos, que eran mayoría
entre los extranjeros, fueron en parte injustamente acusados por el resto de la
población de haber traído la plaga desde Europa. Unos 5000 de ellos realizaron
pedidos al consulado de Italia para retornar a su país, pero había muy pocos
cupos; además, muchos de los que lograron embarcar, murieron en altamar. 34
En cuanto a la población negra, el vivir en condiciones miserables los transformó
en uno de los grupos poblacionales con mayor tasa de contagio. Según crónicas
de la época, el ejército cercó las zonas donde residían y no les permitió emigrar
hacia el Barrio Norte, donde la población blanca se estableció y escapó de la
calamidad. Murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes. 35
A mediados de mes los muertos eran más de 150 por día y llegaron a 200 el 20 de
marzo. Entre las víctimas, estuvieron Luis José de la Peña, educador y exministro
de Justo José de Urquiza, el exdiputado Juan Agustín García, el doctor Ventura
Bosch y el pintor Franklin Rawson; también murieron los doctores Francisco Javier
Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich. El 24 de marzo, falleció el presidente de la
Comisión Popular, José Roque Pérez, quien ya había escrito su testamento
cuando asumió el cargo ante la certidumbre de que moriría contagiado. 36
Mientras tanto, a mediados de marzo, el presidente Domingo Sarmiento y su
vicepresidente Adolfo Alsina abandonaron la ciudad en un tren especial,
acompañados por otros 70 individuos, gesto que fue muy criticado por los
periódicos.37 También la Corte Suprema en pleno, los cinco ministros del Poder
Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores abandonaron la
ciudad.21
Síntomas y tratamiento[editar]

Placa recordatoria de las víctimas por Fiebre amarilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Belén, barrio
de San Telmo.

El peor problema a enfrentar era la ignorancia: ni siquiera los médicos sabían qué
era lo que causaba la enfermedad. Como la epidemia era más fuerte en las zonas
más pobladas del sur de la ciudad, las autoridades supusieron que la principal
causa era el hacinamiento de la población pobre de los conventillos; de lo que
dedujeron que la solución era echar la gente a la calle. 38 Alarmados por la
suciedad que encontraron en las viviendas de la población infectada, culparon a
ésta y destruyeron las pertenencias de sus habitantes. Cuando se hizo evidente
que la cantidad de muertos era mayor en los barrios céntricos, pero la cantidad era
proporcionalmente mayor en los arrabales más cercanos al Riachuelo, culparon a
las «miasmas» o vapores pútridos de las orillas de este.39
También se culpó a los pozos ciegos, que nunca se evacuaban.39 Se llegó a
afirmar que algunas de las causas posibles eran la «falta de ozono» o la «falta de
tensión eléctrica» en el oxígeno del aire porteño. 40
Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el
vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a
algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que
regresaban a la ciudad —aunque fuese por unas horas— solían enfermar, pero no
contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la
ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos
sabían que este es el vector de la enfermedad, algo que no sería descubierto
hasta una década más tarde.41
De modo que, aparte de expulsar a los habitantes de los conventillos, tarea de la
que se encargaba la Comisión Popular, los médicos sólo podían actuar sobre los
síntomas.15 Estos se desarrollaban en dos períodos: en el primero el paciente
tenía repentinos dolores de cabeza con escalofríos y decaimiento general. Luego
seguía el calor y el sudor, la lengua se ponía blanca y había carencia de sueño. El
pulso se aceleraba y aparecían dolores en el estómago, los riñones, muslos,
extremidades o sobre los ojos. La sed se intensificaba y el paciente se debilitaba
enormemente, sus miembros se agitaban fuertemente. A veces existían vómitos
biliosos de color amarillo, o solo náuseas. En este punto la enfermedad a veces
podía ser vencida naturalmente y el paciente se hallaba mejor al día siguiente con
tan solo dolores de cabeza y debilidad en el cuerpo, y al poco tiempo se
recuperaba. Pero si los síntomas y signos se agravaban, se llegaba entonces al
segundo período de la enfermedad: la piel del paciente tomaba color amarillo, los
vómitos se volvían sanguinolentos y finalmente negros. Las deyecciones también
eran negras y el enfermo experimentaba opresión en el pecho y dolores en la boca
del estómago. La orina disminuía hasta suprimirse completamente. Se producían
hemorragias en las encías, lengua, nariz y ano. El paciente carecía de sed y a
veces tenía hipo, su pulso se debilitaba. Llegaba entonces el delirio, seguido de la
muerte.42
Durante el primer período, el médico provocaba adrede la transpiración con baños
de pies con harina de mostaza, ingestión de dos o tres tazas de infusión de saúco
o de borraja, y envolvía al paciente con mantas. Luego de algunas horas le
suministraba aceite de ricino o magnesia calcinada. También le provocaba vómitos
dándole a tomar agua tibia con tártaro emético. Pero si la persona ya tenía
vómitos debido a la enfermedad, entonces le administraban purgante. Para la sed,
solo agua fresca, a lo sumo con limón. Para los dolores de cabeza se aplicaban
paños en la frente con agua fría mezclada con vinagre. 42
Si la enfermedad ya había llegado al segundo período, el especialista le
administraba sulfato de quinina cada dos horas. Luego agua destilada de menta,
algunas gotas de éter sulfúrico y jarabe de quina. Dos veces por día se hacía un
enema con corteza de quina roja disuelta en agua y se aplicaban sinapismos
(medicamentos externos con polvo de mostaza). En riñones, muslos y piernas se
friccionaba el cuerpo con vinagre aromático. El enfermo era alimentado con caldos
de puchero, algo de vino y chupaba gajos de naranja. También se
usaba alcanfor, valeriana, calomelano y almizcle. Se le daba importancia a la
desinfección con el gas cloro, al que se consideraba un preventivo; a las personas
que habitaban los lugares en los que atacaba el flagelo se les aconsejaba lavarse
las manos con una solución de cloruro de cal en agua, o agua de Labarraque
(cloruro de sodio), y limpiar los cuartos con este líquido. Otras medidas
preventivas eran mantener aseadas las calles y la casa, ventilar las habitaciones,
preparar los recipientes para recibir las deyecciones de los enfermos con líquido
desinfectante, alejarse de los lugares húmedos y bajos, tomar alimentos en
cantidad conveniente y conservar «las buenas costumbres»; hacer ejercicio
corporal, no dejarse dominar por los pesares y tristezas, sustraerse a las
«emociones morales vehementes» y vencer el miedo que inspiraba la
enfermedad.42
La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos[editar]
Aunque las autoridades nacionales y provinciales huían de la ciudad y
aconsejaban oficialmente hacer lo mismo (fue la única ocasión en la historia de
Buenos Aires en que las autoridades aconsejaron el éxodo), 10 el clero secular y
regular permaneció en sus puestos, asistiendo en sus domicilios a enfermos y
moribundos. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, también conocidas
como Hermanitas de la Caridad, cerraron sus establecimientos de enseñanza para
poder dedicarse a trabajar en los hospitales. Mientras Navarro, judío sefardí,
destacó estos hechos en su diario, estas nobles acciones de la curia fueron algo
silenciadas por los cronistas de la época adscriptos al anticlericalismo.43 Una placa
del Monumento del actual Parque Florentino Ameghino que recuerda a las
víctimas enterradas allí, agrupa a 21 de ellas bajo el título de sacerdotes y
religiosas del bajo clero regular y a 2 bajo el de Hermanas de caridad. Debe
agregarse que la Orden de Hermanas de la Caridad, como refuerzo ante la
emergencia, envió desde Francia a otras religiosas de su congregación. De esta
orden fallecieron por la fiebre 7 religiosas.
Las parroquias recibían a los médicos y a los enfermos, y en ellas funcionaban las
Comisiones Populares Parroquiales. Por disposición municipal, el sacerdote
estaba obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del
certificado médico, todo ello sumado al cumplimiento de sus deberes evangélicos.
Señalaba Ruiz Moreno en La peste histórica de 1871 que «el sacerdote no tenía
descanso».
El cura Eduardo O'Gorman,nota 3 párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por
hallar solución a las necesidades de numerosos niños desamparados y huérfanos
y en abril fundó el Asilo de Huérfanos, del que se hizo cargo personalmente hasta
que —pasada la epidemia— la Sociedad de Beneficencia lo sustituyó. 44
Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman
que la mayor parte del clero huyó de la ciudad,30 pero las cifras parecen desmentir
esa afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el
propio arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre
y una hermana que se habían quedado en la ciudad con él. 45 Las cifras de
mortalidad por profesiones revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad
de vidas humanas perdió en la tragedia y dio un testimonio de la dedicación que
tuvo durante los aciagos días:46
«Pero he visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a
un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar
la última palabra de consuelo al moribundo».

Navarro da cuenta el día 27 de abril que ya habían muerto 49 sacerdotes. En


definitiva, de los 292 sacerdotes que había en la ciudad, el médico higienista
Guillermo Rawson calculó en 60 los muertos por la epidemia, frente a los 12
médicos, 2 practicantes, 4 miembros de la comisión popular y 22 integrantes del
Consejo de Higiene pública.43
Entre los médicos que fallecieron en labores para contrarrestar la enfermedad
estuvieron los doctores Manuel Gregorio Argerich, su hermano Adolfo
Argerich, Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca —decano de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Buenos Aires—, Caupolicán Molina,nota 4 Ventura
Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros
médicos que permanecieron en su puesto o incluso acudieron a la ciudad, y
sobrevivieron, fueron Pedro Mallo, José Juan Almeyra,nota 5 Juan Antonio
Argerich, Eleodoro Damianovich,nota 6 Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel
Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo.

Tomás Liberato Perón, primer docente de la cátedra de Medicina Legal de la UBA formó parte de los
equipos médicos que combatieron la enfermedad.

Tomás Liberato Perón, abuelo del que fue tres veces presidente constitucional de
la Argentina, Juan Domingo Perón, y que fue el primer docente que tuvo a su
cargo la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Derecho47 y miembro titular
de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales,48 formó parte
de los equipos médicos que combatieron la enfermedad. Dado que en ese
momento parte del agua para el consumo de la población se extraía del Riachuelo,
integró un equipo dedicado a prohibir que los saladeros ubicados sobre sus
riberas arrojaran sus efluentes en el curso de agua. 14
Entierro de las víctimas[editar]
Monumento erigido en 1873 a los caídos por la fiebre amarilla de 1871, en el centro del Parque
Ameghino, barrio de Parque Patricios, Buenos Aires. (Obra de Juan Ferrari).

La ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se


apilaban en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los
transportasen. Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que
cobraban tarifas excesivas. El mismo problema con los precios se dio con los
medicamentos, que en verdad poco servían para aliviar los síntomas. Como eran
cada vez más los muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de
fabricarse los ataúdes de madera para comenzar a envolverse los cadáveres en
trapos. Por otra parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se
inauguraron fosas colectivas.
Por otro lado, el número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron: existieron
casos donde los ladrones accionaban disfrazados de enfermeros para introducirse
en las casas de los enfermos. Fue incesante la actividad que desarrolló la
Comisaría N.º 14, a cargo del Comisario Lisandro Suárez: día y noche recorrían
las calles, cerrando con candados —cuyas llaves eran entregadas al Jefe de
Policía— las puertas de calle de las casas de San Telmo, abandonadas
precipitadamente por sus dueños.
El cementerio del Sur, situado donde actualmente se encuentra el parque
Ameghino en la Avenida Caseros al 2300, vio rápidamente colmada su capacidad.
El gobierno municipal adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los
Colegiales (donde hoy se encuentra el Parque Los Andes, entre las
actuales avenida Corrientes y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y
creó allí el nuevo Cementerio del Oeste. Quince años más tarde, este se
trasladaría a pocos metros de allí, al actual Cementerio de la Chacarita.49
El 4 de abril fallecieron 400 enfermos, y el administrador de dicho cementerio
informó a los miembros de la Comisión Popular que tenía 630 cadáveres sin
sepultar —además de otros que había encontrado por el camino— y que 12 de
sus sepultureros habían muerto. Fue entonces cuando Héctor Varela, Carlos
Guido Spano y Manuel Bilbao, entre otros, tomaron la decisión de oficiar de
enterradores; al hacerlo rescataron de la fosa com

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