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Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires (1871). Óleo sobre tela,
230 x 180 cm. Museo Nacional de Artes Visuales1
Índice
Epidemia de 1871[editar]
Contexto[editar]
Plano de Buenos Aires en 1870.
Antecedentes inmediatos[editar]
Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un
recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes de febrero —y
nuevamente en marzo— se logró evitar el desembarco de pasajeros infectados
que llegaron en dos vapores desde esa ciudad. No obstante, el presidente
Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques
procedentes de esa ciudad y en una oportunidad ordenó autorizar el desembarco
de los pasajeros de dos buques provenientes de Río de Janeiro y la prisión del
médico del puerto de Buenos Aires por haberlo impedido.21
A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del
Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema. La Guerra
de la Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y
los diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de
soldados paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil. La
población, debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la
epidemia y se llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo
registros del total de víctimas.22
Dos hechos facilitaron la entrada de la epidemia a la Argentina: por un lado, tras la
muerte de quince de sus hombres, el general Julio de Vedia evacuó centenares de
soldados desde Villa Occidental —situada frente a Asunción— a la ciudad de
Corrientes, y así la enfermedad llegó a territorio argentino. 2322 Por otro lado,
algunos diarios —como The Standard de Buenos Aires— consideraron que no se
trataba de fiebre amarilla, sino de afecciones gástricas, y que el número de
muertes diarios no era alarmante, lo que contribuyó a que no se tomara recaudo
alguno para prevenir su traslado a la capital argentina. 22
Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el centro de comunicación y
abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las brasileñas, de modo que no es
seguro que la enfermedad haya llegado desde el Paraguay. En esta ciudad de
11 000 habitantes, murieron de fiebre amarilla alrededor de 2000 personas entre
diciembre de 1870 y junio del año siguiente. 7nota 1 La mayor parte de la población
huyó, incluyendo el gobierno completo; hasta tal punto estaba abandonada la
ciudad que un ciudadano llamado Gregorio Zeballos entró por su cuenta al
despacho abandonado de la Casa de Gobierno y se hizo cargo en forma
provisoria de la gobernación sin que nadie se le opusiera. Otras poblaciones de la
provincia de Corrientes sufrieron el castigo de la enfermedad, como San Luis del
Palmar, Bella Vista y San Roque, que sumaron unas quinientas víctimas más.24
A lo largo de la Guerra de la Triple Alianza, sucesivos grupos de combatientes
arribaron a Buenos Aires. Estaban formados principalmente por oficiales, y
correctamente controlados desde el punto de vista sanitario. En cambio, durante el
año 1870 y a principios de 1871 llegaron directamente desde Asunción y Villa
Occidental grandes contingentes que no habían sido sometidos a ningún recaudo
sanitario ni cuarentena.25
Los sucesos[editar]
Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un
comerciante catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la
prensa algunas notas históricas. Este contacto con la prensa le permitió
interiorizarse de las discusiones acerca de si se trataba o no de una epidemia de
fiebre amarilla, de modo que reunió notas sobre el asunto para una posible
publicación en un periódico.26 La gravedad de la epidemia y la enorme cantidad de
información que reunió le impidieron su publicación en los diarios, pero se convirtió
en un retrato en vivo sobre el desarrollo del drama. Con frases breves y cortantes
dejó registro de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el
tiempo en un documento único, que sería publicado por el autor en el mismo año
de la epidemia.
Inicio de la epidemia[editar]
Casa donde se habría registrado uno de los primeros casos según la Revista Caras y Caretas, 1899.
Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos —principalmente
en el mencionado barrio de San Telmo— la Municipalidad continuó con los
preparativos relacionados con los festejos oficiales del carnaval, que en aquella
época era un acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad. 29 A
fines de febrero el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de
enfermos, aseguró que se estaba en presencia de un brote febril —el 22 de
febrero se habían registrado 10 casos— e hizo desalojar algunas manzanas. 30
Pero los festejos de carnaval entretenían demasiado a la población como para
escuchar su advertencia, los porteños se divertían en bailes y desfiles
de comparsas y algunos, como Manuel Bilbao, director de La República,
afirmaban rotundamente que no se trataba de casos de fiebre amarilla. 31
La epidemia prosperó en los conventillos humildes de los barrios del sur, muy poblados y poco
higiénicos.
Placa recordatoria de las víctimas por Fiebre amarilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Belén, barrio
de San Telmo.
El peor problema a enfrentar era la ignorancia: ni siquiera los médicos sabían qué
era lo que causaba la enfermedad. Como la epidemia era más fuerte en las zonas
más pobladas del sur de la ciudad, las autoridades supusieron que la principal
causa era el hacinamiento de la población pobre de los conventillos; de lo que
dedujeron que la solución era echar la gente a la calle. 38 Alarmados por la
suciedad que encontraron en las viviendas de la población infectada, culparon a
ésta y destruyeron las pertenencias de sus habitantes. Cuando se hizo evidente
que la cantidad de muertos era mayor en los barrios céntricos, pero la cantidad era
proporcionalmente mayor en los arrabales más cercanos al Riachuelo, culparon a
las «miasmas» o vapores pútridos de las orillas de este.39
También se culpó a los pozos ciegos, que nunca se evacuaban.39 Se llegó a
afirmar que algunas de las causas posibles eran la «falta de ozono» o la «falta de
tensión eléctrica» en el oxígeno del aire porteño. 40
Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el
vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a
algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que
regresaban a la ciudad —aunque fuese por unas horas— solían enfermar, pero no
contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la
ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos
sabían que este es el vector de la enfermedad, algo que no sería descubierto
hasta una década más tarde.41
De modo que, aparte de expulsar a los habitantes de los conventillos, tarea de la
que se encargaba la Comisión Popular, los médicos sólo podían actuar sobre los
síntomas.15 Estos se desarrollaban en dos períodos: en el primero el paciente
tenía repentinos dolores de cabeza con escalofríos y decaimiento general. Luego
seguía el calor y el sudor, la lengua se ponía blanca y había carencia de sueño. El
pulso se aceleraba y aparecían dolores en el estómago, los riñones, muslos,
extremidades o sobre los ojos. La sed se intensificaba y el paciente se debilitaba
enormemente, sus miembros se agitaban fuertemente. A veces existían vómitos
biliosos de color amarillo, o solo náuseas. En este punto la enfermedad a veces
podía ser vencida naturalmente y el paciente se hallaba mejor al día siguiente con
tan solo dolores de cabeza y debilidad en el cuerpo, y al poco tiempo se
recuperaba. Pero si los síntomas y signos se agravaban, se llegaba entonces al
segundo período de la enfermedad: la piel del paciente tomaba color amarillo, los
vómitos se volvían sanguinolentos y finalmente negros. Las deyecciones también
eran negras y el enfermo experimentaba opresión en el pecho y dolores en la boca
del estómago. La orina disminuía hasta suprimirse completamente. Se producían
hemorragias en las encías, lengua, nariz y ano. El paciente carecía de sed y a
veces tenía hipo, su pulso se debilitaba. Llegaba entonces el delirio, seguido de la
muerte.42
Durante el primer período, el médico provocaba adrede la transpiración con baños
de pies con harina de mostaza, ingestión de dos o tres tazas de infusión de saúco
o de borraja, y envolvía al paciente con mantas. Luego de algunas horas le
suministraba aceite de ricino o magnesia calcinada. También le provocaba vómitos
dándole a tomar agua tibia con tártaro emético. Pero si la persona ya tenía
vómitos debido a la enfermedad, entonces le administraban purgante. Para la sed,
solo agua fresca, a lo sumo con limón. Para los dolores de cabeza se aplicaban
paños en la frente con agua fría mezclada con vinagre. 42
Si la enfermedad ya había llegado al segundo período, el especialista le
administraba sulfato de quinina cada dos horas. Luego agua destilada de menta,
algunas gotas de éter sulfúrico y jarabe de quina. Dos veces por día se hacía un
enema con corteza de quina roja disuelta en agua y se aplicaban sinapismos
(medicamentos externos con polvo de mostaza). En riñones, muslos y piernas se
friccionaba el cuerpo con vinagre aromático. El enfermo era alimentado con caldos
de puchero, algo de vino y chupaba gajos de naranja. También se
usaba alcanfor, valeriana, calomelano y almizcle. Se le daba importancia a la
desinfección con el gas cloro, al que se consideraba un preventivo; a las personas
que habitaban los lugares en los que atacaba el flagelo se les aconsejaba lavarse
las manos con una solución de cloruro de cal en agua, o agua de Labarraque
(cloruro de sodio), y limpiar los cuartos con este líquido. Otras medidas
preventivas eran mantener aseadas las calles y la casa, ventilar las habitaciones,
preparar los recipientes para recibir las deyecciones de los enfermos con líquido
desinfectante, alejarse de los lugares húmedos y bajos, tomar alimentos en
cantidad conveniente y conservar «las buenas costumbres»; hacer ejercicio
corporal, no dejarse dominar por los pesares y tristezas, sustraerse a las
«emociones morales vehementes» y vencer el miedo que inspiraba la
enfermedad.42
La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos[editar]
Aunque las autoridades nacionales y provinciales huían de la ciudad y
aconsejaban oficialmente hacer lo mismo (fue la única ocasión en la historia de
Buenos Aires en que las autoridades aconsejaron el éxodo), 10 el clero secular y
regular permaneció en sus puestos, asistiendo en sus domicilios a enfermos y
moribundos. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, también conocidas
como Hermanitas de la Caridad, cerraron sus establecimientos de enseñanza para
poder dedicarse a trabajar en los hospitales. Mientras Navarro, judío sefardí,
destacó estos hechos en su diario, estas nobles acciones de la curia fueron algo
silenciadas por los cronistas de la época adscriptos al anticlericalismo.43 Una placa
del Monumento del actual Parque Florentino Ameghino que recuerda a las
víctimas enterradas allí, agrupa a 21 de ellas bajo el título de sacerdotes y
religiosas del bajo clero regular y a 2 bajo el de Hermanas de caridad. Debe
agregarse que la Orden de Hermanas de la Caridad, como refuerzo ante la
emergencia, envió desde Francia a otras religiosas de su congregación. De esta
orden fallecieron por la fiebre 7 religiosas.
Las parroquias recibían a los médicos y a los enfermos, y en ellas funcionaban las
Comisiones Populares Parroquiales. Por disposición municipal, el sacerdote
estaba obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del
certificado médico, todo ello sumado al cumplimiento de sus deberes evangélicos.
Señalaba Ruiz Moreno en La peste histórica de 1871 que «el sacerdote no tenía
descanso».
El cura Eduardo O'Gorman,nota 3 párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por
hallar solución a las necesidades de numerosos niños desamparados y huérfanos
y en abril fundó el Asilo de Huérfanos, del que se hizo cargo personalmente hasta
que —pasada la epidemia— la Sociedad de Beneficencia lo sustituyó. 44
Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman
que la mayor parte del clero huyó de la ciudad,30 pero las cifras parecen desmentir
esa afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el
propio arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre
y una hermana que se habían quedado en la ciudad con él. 45 Las cifras de
mortalidad por profesiones revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad
de vidas humanas perdió en la tragedia y dio un testimonio de la dedicación que
tuvo durante los aciagos días:46
«Pero he visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a
un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar
la última palabra de consuelo al moribundo».
Tomás Liberato Perón, primer docente de la cátedra de Medicina Legal de la UBA formó parte de los
equipos médicos que combatieron la enfermedad.
Tomás Liberato Perón, abuelo del que fue tres veces presidente constitucional de
la Argentina, Juan Domingo Perón, y que fue el primer docente que tuvo a su
cargo la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Derecho47 y miembro titular
de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales,48 formó parte
de los equipos médicos que combatieron la enfermedad. Dado que en ese
momento parte del agua para el consumo de la población se extraía del Riachuelo,
integró un equipo dedicado a prohibir que los saladeros ubicados sobre sus
riberas arrojaran sus efluentes en el curso de agua. 14
Entierro de las víctimas[editar]
Monumento erigido en 1873 a los caídos por la fiebre amarilla de 1871, en el centro del Parque
Ameghino, barrio de Parque Patricios, Buenos Aires. (Obra de Juan Ferrari).