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Fiebre amarilla en Buenos Aires

Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires (1871). Óleo
sobre tela, 230 x 180 cm. Museo Nacional de Artes Visuales1
Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires (enfermedad transmitida por el
mosquito Aedes aegypti) tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871.2 La
suscitada en este último año fue un desastre que mató aproximadamente al 8% de los
porteños: en una urbe donde normalmente el número de fallecimientos diarios no
llegaba a 20, hubo días en los que murieron más de 500 personas,3 y se pudo
contabilizar un total aproximado de 14 000 muertos por esa causa, la mayoría
inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa.45

En numerosas ocasiones la enfermedad había llegado a Buenos Aires en los barcos que
arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica.2 No obstante, la epidemia
de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del Paraguay, portada por los
soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza;6 ya que
previamente se había propagado en la ciudad de Corrientes.7 En su peor momento, la
población porteña se redujo a menos de la tercera parte, debido al éxodo de quienes
abandonaron la ciudad para intentar escapar del flagelo.2

Algunas de las principales causas de la propagación de esta enfermedad, transmitida


por el mosquito Aedes aegypti, fueron:8

la provisión insuficiente de agua potable;


la contaminación de las napas de agua por los desechos humanos;
el clima cálido y húmedo en el verano;
el hacinamiento en que vivían, sin que se tomaran medidas sanitarias para ellos,
especialmente en la epidemia de 1871, los inmigrantes europeos de bajo nivel
higiénico que ingresaban en forma incesante a la zona más sureña de la ciudad;
los saladeros que contaminaban el Riachuelo -límite sur de la ciudad-, el relleno
de terrenos bajos con residuos y los riachos -denominados «zanjones»- que recorrían
la urbe infectados por lo que la población arrojaba en ellos.
La plaga de 1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad de
mejorar las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de
distribución de agua potable y de construir cloacas y desagües.9

Un testigo de esta catástrofe, de nombre Mardoqueo (Mordejai) Navarro, escribió el


9 de abril, la siguiente descripción en su diario personal:10
«... Los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin
asistencia. Huye el que puede. Heroísmo de la Comisión Popular...».

Índice
1 Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871
2 Epidemia de 1871
2.1 Contexto
2.2 Antecedentes inmediatos
2.3 Los sucesos
2.3.1 Inicio de la epidemia
2.3.2 La Comisión Popular
2.3.3 Síntomas y tratamiento
2.3.4 La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos
2.3.5 Entierro de las víctimas
2.3.6 El pico de la epidemia
2.3.7 Últimos casos
2.4 Cifras finales
2.5 Consecuencias
2.5.1 Mejoras sanitarias en Buenos Aires
2.6 Expresiones artísticas sobre la gran epidemia
3 Referencias
4 Notas
5 Bibliografía consultada
Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871

Mosquito Aedes aegypti.


Desde 1881, gracias a las investigaciones del cubano Carlos Juan Finlay, se
describe en detalle a la enfermedad como una zoonosis. Antes de esa fecha, los
médicos atribuían la causa de muchas epidemias a lo que llamaban miasmas,
emanaciones fétidas de aguas impuras que se suponía flotaban en el ambiente.11

Los primeros casos de esta enfermedad -a la que se le solía llamar «vómito negro»
debido a las hemorragias que produce a nivel gastrointestinal- aparecieron en la
región del Río de la Plata a mediados de la década de 1850: en 1852 provocó una
epidemia en Buenos Aires. Sin embargo, por una nota dirigida al practicante Soler,
se sabe que hubo brotes antes de ese año;2 de hecho, la primera mención de una
posible infección de esta enfermedad data del año 1798.12

Según algunas fuentes, en el año 1857 una tercera parte de la población de


Montevideo sufrió el contagio del virus, transportado por barcos provenientes de
Brasil.1314 En 1858, esa epidemia se trasladó con menor intensidad a Buenos Aires,
sin dejar víctimas fatales.15

La prensa porteña solía manifestar su preocupación por el arribo de los buques


brasileños16 debido a los antecedentes citados y a que la fiebre era una enfermedad
costera con carácter endémico en los puertos cariocas, entre ellos Río de Janeiro,
por aquella época capital del Imperio del Brasil. La Historia de la Universidad de
Buenos Aires y su influencia en la Cultura Argentina (La Facultad de Medicina y sus
Escuelas), de Eliseo Cantón, exponía que la epidemia era llevada por los navíos
mercantes del Imperio al sur. Agregaba que en el mes de febrero de 1870 -verano en
el hemisferio sur- se había localizado un caso en el Hotel Roma -ubicado en la
calle Cangallo, en pleno centro de la ciudad- traída por un pasajero enfermo del
vapor Piutou; y habían llegado a morir por la enfermedad unas 100 personas.2

Epidemia de 1871
Contexto

Plano de Buenos Aires en 1870.


En 1871 convivían en la ciudad de Buenos Aires el Gobierno Nacional, presidido por
Domingo Faustino Sarmiento, el de la Provincia de Buenos Aires, con el gobernador
Emilio Castro, y el municipal, presidido por Narciso Martínez de Hoz: no existía
aún el cargo de Intendente, creado 9 años después al federalizarse la ciudad; estos
tres gobiernos tenían enfrentamientos políticos y jurisdiccionales.17

Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, salvo el caso
particular de unos pocos miles de habitantes que obtenían agua sin impurezas
gracias a que en 1856, ante una propuesta de Eduardo Madero, el Ferrocarril Oeste
decidió aumentar el calibre del caño que transportaba agua desde la Recoleta, donde
estaban los filtros que servían para quitar las impurezas del agua que se utilizaba
para el buen funcionamiento de las locomotoras a vapor, hasta la Estación del
Parque, para poder así satisfacer también la demanda de agua de los vecinos.8 Para
el resto de la población, la situación era muy precaria en lo sanitario y existían
muchos focos infecciosos, como por ejemplo los conventillos, generalmente habitados
por inmigrantes pobres venidos de Europa o afroargentinos, que se hacinaban en su
interior y carecían de las normas de higiene más elementales. Otro foco infeccioso
era el Riachuelo —límite sur de la ciudad— convertido en sumidero de aguas servidas
y de desperdicios arrojados por los saladeros y mataderos situados en sus costas.
Dado que se carecía de un sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los
pozos negros, que contaminaban las napas más superficiales de agua y en
consecuencia los pozos de extracción de agua, a pesar de que en 1861 se había
prohibido la proximidad entre estos tipos de pozos, que constituían una de las dos
principales fuentes del vital elemento para la mayoría de la población.8 La otra
fuente era el Río de La Plata, de donde el agua se extraía cerca de la ribera
contaminada y se distribuía por medio de carros aguateros, sin ningún saneamiento
previo.8

“Nuestras grandes ciudades son cuevas sin luz y sin aire, antros húmedos y
hediondos en donde el sol que ha podido romper la espesa capa de nubes de carbón y
vapores mefíticos, penetra solo para acelerar las fermentaciones de los detritus
que no podemos arrojar lejos”. -Eduardo Wilde, Director del departamento de Higiene
y Obras de Salubridad de la Nacion (1871)

Por añadidura, los residuos de todo tipo se utilizaban para nivelar terrenos y
calles.18 Éstas eran muy angostas, no existían avenidas —la primera fue la Avenida
de Mayo, inaugurada en el año 1894— y las plazas eran pocas, casi desprovistas de
vegetación.6

La ciudad crecía vertiginosamente debido principalmente a la gran inmigración


extranjera: para esa época vivían tantos argentinos como extranjeros, y estos
últimos sobrepasarían a los criollos pocos años más tarde. El primer censo
argentino de 1869 registró en la Ciudad de Buenos Aires 177 787 habitantes, de los
cuales 88 126 (49,6 %) eran extranjeros; de estos, 44 233 -la mitad de los
extranjeros- eran italianos y 14 609 españoles. Además de los conventillos
mencionados, sobre 19 000 viviendas urbanas, 2 300 eran de madera o barro y paja.6

Además de las epidemias de fiebre amarilla, en 1867 y 1868 se habían producido


varios brotes de cólera, que habían costado la vida a centenares de personas y
también estaban relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, entre cuyos
combatientes había causado varios miles de muertes.19

Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había
apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1000 habitantes.6

Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las


consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la
ciudad. Al respecto, en marzo de 1870 la prensa comentó con preocupación una nota
enviada por la Municipalidad al Ministerio de Hacienda de la Provincia de Buenos
Aires, en la que informaba de su carencia de recursos. El 2 de abril del mismo año,
el diario La Prensa comentaba en su editorial, bajo el título Desorganización de la
Municipalidad, lo siguiente:
«Los amagos de fiebre amarilla, las recientes inundaciones, alarmando justamente al
pueblo, le han impulsado a dirigir su voz a la Corporación pidiendo se tomen las
medidas necesarias y urgentes para remediar los funestos males de que está
amenazado, y la Municipalidad fijando la vista en sus arcas, tiene que cruzar los
brazos y permanecer impasible y sorda hasta el clamor que hasta a ella llega...».20
Antecedentes inmediatos
Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un
recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes de febrero —y
nuevamente en marzo— se logró evitar el desembarco de pasajeros infectados que
llegaron en dos vapores desde esa ciudad. No obstante, el presidente Sarmiento vetó
el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques procedentes de esa ciudad
y en una oportunidad ordenó autorizar el desembarco de los pasajeros de dos buques
provenientes de Río de Janeiro y la prisión del médico del puerto de Buenos Aires
por haberlo impedido.21

A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del
Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema. La Guerra de la
Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y los
diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de soldados
paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil. La población,
debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la epidemia y se
llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo registros del total
de víctimas.22

Dos hechos facilitaron la entrada de la epidemia a la Argentina: por un lado, tras


la muerte de quince de sus hombres, el general Julio de Vedia evacuó centenares de
soldados desde Villa Occidental —situada frente a Asunción— a la ciudad de
Corrientes, y así la enfermedad llegó a territorio argentino.2322 Por otro lado,
algunos diarios —como The Standard de Buenos Aires— consideraron que no se trataba
de fiebre amarilla sino de afecciones gástricas, y que el número de muertes diarios
no era alarmante, lo que contribuyó a que no se tomara recaudo alguno para prevenir
su traslado a la capital argentina.22

Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el centro de comunicación y


abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las brasileñas, de modo que no es
seguro que la enfermedad haya llegado desde el Paraguay. En esta ciudad de 11 000
habitantes, murieron de fiebre amarilla alrededor de 2 000 personas entre diciembre
de 1870 y junio del año siguiente.7nota 1 La mayor parte de la población huyó,
incluyendo el gobierno completo; hasta tal punto estaba abandonada la ciudad que un
ciudadano llamado Gregorio Zeballos entró por su cuenta al despacho abandonado de
la Casa de Gobierno y se hizo cargo en forma provisoria de la gobernación sin que
nadie se le opusiera. Otras poblaciones de la provincia de Corrientes sufrieron el
castigo de la enfermedad, como San Luis del Palmar, Bella Vista y San Roque, que
sumaron unas quinientas víctimas más.24

A lo largo de la Guerra de la Triple Alianza, sucesivos grupos de combatientes


arribaron a Buenos Aires. Estaban formados principalmente por oficiales, y
correctamente controlados desde el punto de vista sanitario. En cambio, durante el
año 1870 y a principios de 1871 llegaron directamente desde Asunción y Villa
Occidental grandes contingentes que no habían sido sometidos a ningún recaudo
sanitario ni cuarentena.25

Los sucesos
Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un comerciante
catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la prensa algunas
notas históricas. Este contacto con la prensa le permitió interiorizarse de las
discusiones acerca de si se trataba o no de una epidemia de fiebre amarilla, de
modo que reunió notas sobre el asunto para una posible publicación en un
periódico.26 La gravedad de la epidemia y la enorme cantidad de información que
reunió le impidieron su publicación en los diarios, pero se convirtió en un retrato
en vivo sobre el desarrollo del drama. Con frases breves y cortantes dejó registro
de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el tiempo en un
documento único, que sería publicado por el autor en el mismo año de la epidemia.

Inicio de la epidemia

Casa donde se habría registrado uno de los primeros casos según la Revista Caras y
Caretas, 1899.
Aunque las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la
epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de
Higiene Pública de San Telmo. Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio
de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos: los inquilinatos de
Bolívar 392 (entre Cochabamba y San Juan) y en Cochabamba 113 (entre Bolívar y
Perú),27 fueron los primeros focos de iniciación y propagación. En el primero
citado, un pequeño inquilinato de ocho cuartos, el italiano Ángel Bignollo de 68 de
años de edad y su nuera Colomba de 18, contrajeron la enfermedad siendo asistidos
por los doctores Juan Antonio Argerich y Juan Gallarini, quienes no pudieron evitar
sus muertes. En el certificado de defunción, Argerich expresó que el deceso del
primero se debió a una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los
pulmones: el diagnóstico fue erróneo a sabiendas, para no alarmar a los vecinos del
barrio, pero en la notificación que el comisario de la Sección 14 elevó al jefe de
la policía, Enrique Gorman, se consignó que ambos eran casos de fiebre amarilla.28
14

La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las
advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca
sobre la presencia de un brote epidémico, y no dio a publicidad los casos.6 En esta
fecha, Mardoqueo Navarro ya parecía desconfiar de los datos de la autoridad, pues
en su diario anotó, con cierta ironía:
«27 de enero: Según las listas oficiales de la Municipalidad, 4 de otras fiebres,
ninguna de la amarilla».
(el texto subrayado figuraba así en el diario de Navarro)
Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos -principalmente en
el mencionado barrio de San Telmo- la Municipalidad continuó con los preparativos
relacionados con los festejos oficiales del carnaval, que en aquella época era un
acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad.29 A fines de febrero
el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de enfermos, aseguró que se
estaba en presencia de un brote febril —el 22 de febrero se habían registrado 10
casos— e hizo desalojar algunas manzanas.30 Pero los festejos de carnaval
entretenían demasiado a la población como para escuchar su advertencia, los
porteños se divertían en bailes y desfiles de comparsas y algunos, como Manuel
Bilbao, director de La República, afirmaban rotundamente que no se trataba de casos
de fiebre amarilla.31

La epidemia prosperó en los conventillos humildes de los barrios del sur, muy
poblados y poco higiénicos.
El mes de febrero terminó con un registro de 300 casos en total, y el mes de marzo
comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6, todas a
consecuencia de la fiebre.

Recién el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades


prohibieron su festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios
aristocráticos. Se prohibieron los bailes y más de la tercera parte de los
ciudadanos decidió abandonar la ciudad.31

El 4 de marzo, el diario La Tribuna comentaba que en horas de la noche, las calles


eran tan sombrías que «verdaderamente parece que el terrible flagelo hubiese
arrasado con todos sus habitantes».32 Sin embargo, aún se estaba lejos de lo peor.

El Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital


Italiano y la Casa de Niños Expósitos no dieron abasto con la cantidad de
pacientes. Se crearon entonces otros centros de emergencia, como el Lazareto de San
Roque -actual Hospital Ramos Mejía- y se alquilaron otros privados.

El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impidieron el


ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Los alquileres
aumentaron fuertemente en los alrededores de la ciudad.33

La Comisión Popular

José Roque Pérez.


El municipio fue incapaz de sobrellevar la situación, por lo que en respuesta a una
campaña periodística iniciada por el periodista Evaristo Federico Carriego de la
Torre, miles de vecinos se congregaron, el 13 de marzo, en la Plaza de la Victoria
-actual Plaza de Mayo- para designar una «Comisión Popular de Salud Pública». Al
día siguiente, tal agrupación nombró como presidente al abogado José Roque Pérez y
como vicepresidente al periodista Héctor Varela; además, la conformaron, entre
otros, el vicepresidente de la Nación Adolfo Alsina, Adolfo Argerich, el poeta
Carlos Guido y Spano, el expresidente de la Nación Bartolomé Mitre, el canónigo
Domingo César, el sacerdote irlandés Patricio Dillon y el nombrado Carriego.nota 2
Este último exhortaba:
«Cuando tantos huyen, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar del
peligro socorriendo a aquellos que no pueden proporcionarse una regular
asistencia».
Entre otras funciones, la comisión tuvo como tarea la expulsión de aquellas
personas que vivían en lugares afectados por la plaga, y en algunos casos, se
quemaban sus pertenencias. La situación era aún más trágica cuando los desalojados
eran inmigrantes humildes o que aún no hablaban bien el español, por lo que no
entendían la razón de tales medidas. Los italianos, que eran mayoría entre los
extranjeros, fueron en parte injustamente acusados por el resto de la población de
haber traído la plaga desde Europa. Unos 5000 de ellos realizaron pedidos al
consulado de Italia para retornar a su país, pero había muy pocos cupos; además,
muchos de los que lograron embarcar, murieron en altamar.34

En cuanto a la población negra, el vivir en condiciones miserables los transformó


en uno de los grupos poblacionales con mayor tasa de contagio. Según crónicas de la
época, el ejército cercó las zonas donde residían y no les permitió emigrar hacia
el Barrio Norte, donde la población blanca se estableció y escapó de la calamidad.
Murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes.35

A mediados de mes los muertos eran más de 150 por día y llegaron a 200 el 20 de
marzo. Entre las víctimas, estuvieron Luis José de la Peña, educador y exministro
de Justo José de Urquiza, el exdiputado Juan Agustín García, el doctor Ventura
Bosch y el pintor Franklin Rawson; también murieron los doctores Francisco Javier
Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich. El 24 de marzo, falleció el presidente de la
Comisión Popular, José Roque Pérez, quien ya había escrito su testamento cuando
asumió el cargo ante la certidumbre de que moriría contagiado.36

Mientras tanto, a mediados de marzo, el presidente Domingo Sarmiento y su


vicepresidente Adolfo Alsina abandonaron la ciudad en un tren especial, acompañados
por otros 70 individuos, gesto que fue muy criticado por los periódicos.37 También
la Corte Suprema en pleno, los cinco ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la
mayor parte de los diputados y senadores abandonaron la ciudad.21

Síntomas y tratamiento

Placa recordatoria de las víctimas por Fiebre amarilla en la Iglesia de Nuestra


Señora de Belén, barrio de San Telmo.
El peor problema a enfrentar era la ignorancia: ni siquiera los médicos sabían qué
era lo que causaba la enfermedad. Como la epidemia era más fuerte en las zonas más
pobladas del sur de la ciudad, las autoridades supusieron que la principal causa
era el hacinamiento de la población pobre de los conventillos; de lo que dedujeron
que la solución era echar la gente a la calle.38 Alarmados por la suciedad que
encontraron en las viviendas de la población infectada, culparon a ésta y
destruyeron las pertenencias de sus habitantes. Cuando se hizo evidente que la
cantidad de muertos era mayor en los barrios céntricos pero la cantidad era
proporcionalmente mayor en los arrabales más cercanos al Riachuelo, culparon a las
«miasmas» o vapores pútridos de las orillas de este.39

También se culpó a los pozos ciegos, que nunca se evacuaban.39 Se llegó a afirmar
que algunas de las causas posibles eran la «falta de ozono» o la «falta de tensión
eléctrica» en el oxígeno del aire porteño.40

Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el
vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a
algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que
regresaban a la ciudad —aunque fuese por unas horas— solían enfermar, pero no
contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la
ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos sabían
que este es el vector de la enfermedad, algo que no sería descubierto hasta una
década más tarde.41

De modo que, aparte de expulsar a los habitantes de los conventillos, tarea de la


que se encargaba la Comisión Popular, los médicos sólo podían actuar sobre los
síntomas.15 Estos se desarrollaban en dos períodos: en el primero el paciente tenía
repentinos dolores de cabeza con escalofríos y decaimiento general. Luego seguía el
calor y el sudor, la lengua se ponía blanca y había carencia de sueño. El pulso se
aceleraba y aparecían dolores en el estómago, los riñones, muslos, extremidades o
sobre los ojos. La sed se intensificaba y el paciente se debilitaba enormemente,
sus miembros se agitaban fuertemente. A veces existían vómitos biliosos de color
amarillo, o solo náuseas. En este punto la enfermedad a veces podía ser vencida
naturalmente y el paciente se hallaba mejor al día siguiente con tan solo dolores
de cabeza y debilidad en el cuerpo, y al poco tiempo se recuperaba. Pero si los
síntomas y signos se agravaban, se llegaba entonces al segundo período de la
enfermedad: la piel del paciente tomaba color amarillo, los vómitos se volvían
sanguinolentos y finalmente negros. Las deyecciones también eran negras y el
enfermo experimentaba opresión en el pecho y dolores en la boca del estómago. La
orina disminuía hasta suprimirse completamente. Se producían hemorragias en las
encías, lengua, nariz y ano. El paciente carecía de sed y a veces tenía hipo, su
pulso se debilitaba. Llegaba entonces el delirio, seguido de la muerte.42

Durante el primer período, el médico provocaba adrede la transpiración con baños de


pies con harina de mostaza, ingestión de dos o tres tazas de infusión de saúco o de
borraja, y envolvía al paciente con mantas. Luego de algunas horas le suministraba
aceite de ricino o magnesia calcinada. También le provocaba vómitos dándole a tomar
agua tibia con tártaro emético. Pero si la persona ya tenía vómitos debido a la
enfermedad, entonces le administraban purgante. Para la sed, solo agua fresca, a lo
sumo con limón. Para los dolores de cabeza se aplicaban paños en la frente con agua
fría mezclada con vinagre.42

Si la enfermedad ya había llegado al segundo período, el especialista le


administraba sulfato de quinina cada dos horas. Luego agua destilada de menta,
algunas gotas de éter sulfúrico y jarabe de quina. Dos veces por día se hacía una
enema con corteza de quina roja disuelta en agua y se aplicaban sinapismos
(medicamentos externos con polvo de mostaza). En riñones, muslos y piernas se
friccionaba el cuerpo con vinagre aromático. El enfermo era alimentado con caldos
de puchero, algo de vino y chupaba gajos de naranja. También se usaba alcanfor,
valeriana, calomelano y almizcle. Se le daba importancia a la desinfección con el
gas cloro, al que se consideraba un preventivo; a las personas que habitaban los
lugares en los que atacaba el flagelo se les aconsejaba lavarse las manos con una
solución de cloruro de cal en agua, o agua de Labarraque (cloruro de sodio), y
limpiar los cuartos con este líquido. Otras medidas preventivas eran mantener
aseadas las calles y la casa, ventilar las habitaciones, preparar los recipientes
para recibir las deyecciones de los enfermos con líquido desinfectante, alejarse de
los lugares húmedos y bajos, tomar alimentos en cantidad conveniente y conservar
«las buenas costumbres»; hacer ejercicio corporal, no dejarse dominar por los
pesares y tristezas, sustraerse a las «emociones morales vehementes» y vencer el
miedo que inspiraba la enfermedad.42

La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos


Aunque las autoridades nacionales y provinciales huían de la ciudad y aconsejaban
oficialmente hacer lo mismo (fue la única ocasión en la historia de Buenos Aires en
que las autoridades aconsejaron el éxodo),10 el clero secular y regular permaneció
en sus puestos, asistiendo en sus domicilios a enfermos y moribundos. Las Hijas de
la Caridad de San Vicente de Paúl, también conocidas como Hermanitas de la Caridad,
cerraron sus establecimientos de enseñanza para poder dedicarse a trabajar en los
hospitales. Mientras Navarro, judío sefardí, destacó estos hechos en su diario,
estas nobles acciones de la curia fueron algo silenciadas por los cronistas de la
época adscriptos al anticlericalismo.43 Una placa del Monumento del actual Parque
Florentino Ameghino que recuerda a las víctimas enterradas allí, agrupa a 21 de
ellas bajo el título de sacerdotes y religiosas del bajo clero regular y a dos bajo
el de Hermanas de caridad. Debe agregarse que la Orden de Hermanas de la Caridad,
como refuerzo ante la emergencia envió desde Francia a otras religiosas de su
congregación. De esta orden fallecieron por la fiebre 7 religiosas.

Las parroquias recibían a los médicos y a los enfermos, y en ellas funcionaban las
Comisiones Populares Parroquiales. Por disposición municipal, el sacerdote estaba
obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del
certificado médico, todo ello sumado al cumplimento de sus deberes evangélicos.
Señalaba Ruiz Moreno en La peste histórica de 1871 que «el sacerdote no tenía
descanso».

El cura Eduardo O'Gorman,nota 3 párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por


hallar solución a las necesidades de numerosos niños desamparados y huérfanos y en
abril fundó el Asilo de Huérfanos, del que se hizo cargo personalmente hasta que —
pasada la epidemia— la Sociedad de Beneficencia lo sustituyó.44

Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman que
la mayor parte del clero huyó de la ciudad30 pero las cifras parecen desmentir esa
afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el propio
arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre y una
hermana que se habían quedado en la ciudad con él.45 Las cifras de mortalidad por
profesiones revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad de vidas
humanas perdió en la tragedia y dio un testimonio de la dedicación que tuvo durante
los aciagos días:46
«Pero he visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella
pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas
calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al
moribundo».
Navarro da cuenta el día 27 de abril que ya habían muerto 49 sacerdotes. En
definitiva, de los 292 sacerdotes que había en la ciudad el médico higienista
Guillermo Rawson calculó en 60 los muertos por la epidemia, frente a los 12
médicos, 2 practicantes, 4 miembros de la comisión popular y 22 integrantes del
Consejo de Higiene pública.43

Entre los médicos que fallecieron en labores para contrarrestar la enfermedad


estuvieron los doctores Manuel Gregorio Argerich, su hermano Adolfo Argerich,
Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca -decano de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Buenos Aires-, Caupolicán Molina,nota 4 Ventura Bosch, Sinforoso
Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros médicos que permanecieron en
su puesto o incluso acudieron a la ciudad, y sobrevivieron, fueron Pedro Mallo,
José Juan Almeyra,nota 5 Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich,nota 6
Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo.

Tomás Liberato Perón, primer docente de la cátedra de Medicina Legal de la UBA


formó parte de los equipos médicos que combatieron la enfermedad.
Tomás Liberato Perón, abuelo del quien fue tres veces presidente constitucional de
la Argentina, Juan Domingo Perón, y que fue el primer docente que tuvo a su cargo
la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Derecho47 y miembro titular de la
Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales,48 formó parte de los
equipos médicos que combatieron la enfermedad. Dado que en ese momento parte del
agua para el consumo de la población se extraía del Riachuelo, integró un equipo
dedicado a prohibir que los saladeros ubicados sobre sus riberas arrojaran sus
efluentes en el curso de agua.14

Entierro de las víctimas

Monumento erigido en 1873 a los caídos por la fiebre amarilla de 1871, en el centro
del Parque Ameghino, barrio de Parque Patricios, Buenos Aires. (Obra de Juan
Ferrari).
La ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban
en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportasen.
Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas
excesivas. El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, que en
verdad poco servían para aliviar los síntomas. Como eran cada vez más los muertos,
y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de
madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra parte, los
carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron fosas
colectivas.

Por otro lado, el número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron: existieron


casos donde los ladrones accionaban disfrazados de enfermeros para introducirse en
las casas de los enfermos. Fue incesante la actividad que desarrolló la Comisaría
N.º 14, a cargo del Comisario Lisandro Suárez: día y noche recorrían las calles,
cerrando con candados —cuyas llaves eran entregadas al Jefe de Policía— las puertas
de calle de las casas de San Telmo, abandonadas precipitadamente por sus dueños.

El cementerio del Sur, situado donde actualmente se encuentra el parque Ameghino en


la Avenida Caseros al 2300, vio rápidamente colmada su capacidad. El gobierno
municipal adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales
(donde hoy se encuentra el Parque Los Andes, entre las actuales avenida Corrientes
y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y creó allí el nuevo Cementerio del
Oeste. Quince años más tarde, este se trasladaría a pocos metros de allí, al actual
Cementerio de la Chacarita.49

El 4 de abril fallecieron 400 enfermos, y el administrador de dicho cementerio


informó a los miembros de la Comisión Popular que tenía 630 cadáveres sin sepultar
—además de otros que había encontrado por el camino— y que 12 de sus sepultureros
habían muerto. Fue entonces cuando Héctor Varela, Carlos Guido Spano y Manuel
Bilbao, entre otros, tomaron la decisión de oficiar de enterradores; al hacerlo
rescataron de la fosa común a algunas personas que aún manifestaban signos de vida,
entre ellas una francesa lujosamente vestida.50

No fue el único caso: en su diario, Navarro afirmaba que hubo enterramientos de


gente viva. Esto se condice con relatos de diversos periódicos: por ejemplo, "La
Prensa" del 18 de abril comentaba de un tal Pittaluga, que fue dado por muerto y
"revivió" en camino al cementerio, y de otro caso, ocurrido el 15 de abril, en que
un enfermero se pescó una borrachera y al ir a su casa se desvaneció y quedó sobre
una calle, hasta que fue levantado por un recolector de cadáveres que lo arrojó a
una fosa. El supuesto muerto tuvo la suerte de despertarse a tiempo, justo cuando
comenzaban a rociarlo con cal.50

En el Cementerio de la Chacarita llegaron a enterrarse 564 personas en un solo día,


y en la memoria colectiva quedó el recuerdo macabro de las inhumaciones nocturnas
de cadáveres.49

El Ferrocarril Oeste de Buenos Aires extendió una línea a lo largo de la calle


Corrientes (hoy avenida) hasta el mencionado nuevo cementerio de la Chacarita, con
el objetivo de inaugurar lo que se dio en llamar el tren de la muerte: realizaba
dos viajes cada noche, sólo para transportar cadáveres de personas atacadas por la
epidemia. El trayecto se iniciaba en la estación Bermejo, situada en la esquina
sudoeste de la calle homónima (hoy Jean Jaurés) con Corrientes. Tenía luego dos
paradas, una en la esquina sudoeste de Corrientes y Medrano; y otra en Corrientes y
Scalabrini Ortiz (entonces llamada Camino Ministro Inglés) ángulo sudeste. La
"parada fúnebre" final era en el apeadero de Corrientes y Dorrego, en la esquina de
la "quinta de Alsina", junto al cementerio, donde los cadáveres eran dejados
amontonados en galpones utilizados como depósitos.nota 751

El pico de la epidemia
El 7 de abril —era Viernes Santo— murieron 380 personas por la fiebre (y apenas 8
por otras causas). El Sábado de Gloria fallecieron 430 de fiebre. Del 9 al 11 de
abril se registraron más de 500 defunciones diarias, siendo el día 10 el del pico
máximo de la epidemia, con 563 muertes; debe considerarse que el promedio diario
normal de muertes antes de la tragedia era de veinte individuos. Comenzaron a
producirse además casos fulminantes, gente que moría uno o dos días después de
contraer la enfermedad.3

En la Memoria presentada a la Municipalidad en la Comisión de Salubridad de la


Parroquia del Socorro 1871-1872, se describe en detalle la situación de los
conventillos en cuanto a la mugre y su estado de abandono y desidia:

«(...) la comisión multiplicó las visitas domiciliarias, y fijó toda su atención en


los Conventillos, y casas de inquilinato. En los últimos días del mes de Marzo,
hizo sacar de una de éstas, situada en la calle de Artes 433, montones inmensos de
basura, perros muertos, estiércol en descomposición, y una crecidísima cantidad de
huevos podridos. Es casi imposible decir exactamente lo que costó a la Comisión
cambiar el aspecto detestable de esta casa. El desalojo de los Conventillos vino
enseguida. En estos establecimientos era especialmente en donde la fiebre se
desarrollaba con más vigor. Como hubiera sido inhumano y cruel arrojar a sus
habitantes a la calle, la Comisión les decía que por el tren del Ferro-Carril del
Oeste se les facilitaría pasaje gratis para que salieran a la campaña en donde
hallarían casa. Si esto no les cuadraba, habían ya viviendas improvisadas bajo los
Sauces de la Ribera. Sin embargo, los asilados en los conventillos no entendían
absolutamente nada, y seguían obstinados en aquellos mortíferos alojamientos.
«La inquebrantable resistencia, la ignorancia, la decisión que mostraban para no
abandonar aquellos lugares en que la muerte iba a encontrar un gran elemento a su
insaciable voracidad, fueron otros tantos escollos contra los cuales fue a chocar
la buena voluntad de que la Comisión hacía alarde. Por último, y después de mucha
perseverancia, algunos fueron desalojados. Con otros fue necesario solicitar la
acción de la autoridad para dejar cumplido el mandato.(...)
«(...) debemos tratar de evitar que en lo sucesivo, se repita el caso que un
cadáver quede cuatro días insepulto, ó que presenciemos las horribles escenas que
han visto los que realmente hemos penetrado en medio de esos repugnantes cuadros de
miseria, dolor y degradación moral; la mayor parte de esta gente muere por falta de
recursos, otros no quieren curarse, por ser vulgar entre ellos la idea, que el
Gobierno paga médicos para matarlos. En estos parages es donde se manifiesta lo
terrible que serán en el porvenir, las masas ignorantes que viven en nuestro país;
en los conventillos se encuentran cadáveres comidos por los ratones, otros
alumbrados en el suelo, muchachos saltando por encima de enfermos espirando; la
mayor parte hacinados en un mismo cuarto, también nos ocultan los cadáveres para
tener tiempo de sustraer sus camas, hay quienes abandonan sus deudos en el último
trance de su vida, sin querer prestarse a encajonarlos, y más de una vez, al
penetrar en los corralones, he visto a los Inspectores Seguí, Viovide, Salvadores y
Lopez, haciendo de peones cargando con los cadáveres, de actos tan meritorios, como
testigo ocular y miembro de esta Comisión, me permito enumerarlos, haciendo una
mención especial del Sr. Seguí que es el Inspector que de mí depende, por la
cooperación que me ha prestado noche y día, para atender un servicio tan urgente,
como penoso (...)»52
Manuel Bilbao, dice en su "Tradiciones y Recuerdos". Librería del Colegio, Buenos
Aires, 1934."53:
Se encontraban en el patio de la Universidad, que era donde funcionaba la Comisión
Popular, en la tarde del memorable 10 de abril, Héctor F. Varela, Manuel Bilbao,
José C. Paz, Carlos Guido y Spano, el Dr. Almonte y varios miembros de esta
benemérita institución, cuando a las ocho de la noche se supo el número de casos
que se habían producido: ¡1546! Llegó entonces el señor Munilla, administrador del
nuevo cementerio de la Chacarita, manifestando que tenía seiscientos cadáveres sin
sepultar, fuera de los que habían encontrado en el camino, y que, además, habían
muerto doce sepultureros. Se propuso que los miembros de la Comisión allí presentes
(patio de la Universidad) se trasladasen a la Chacarita; la contestación de
aquellos abnegados hombres fue ponerse sus sombreros y salir en dirección al
Cementerio. Allí llegaron en el silencio de la noche y hasta hicieron de
sepultureros. Aquel cuadro sin testigos, alumbrado por las antorchas, hacía más
patética aquella escena de desolación y de muerte. En esas circunstancias se
presentó don Enrique O'Gorman, jefe de policía, con un piquete de vigilantes, con
los que empezó a sepultar aquella ciudad de muertos.
El 15 de abril, como consecuencia de la pretensión de la Comisión Popular de
incendiar los conventillos -en uno de ellos se llegaron a contabilizar 72 muertos-,
el Municipio decidió emitir una ordenanza que disponía el desalojo de las casas de
inquilinato.

Las autoridades que aún no habían abandonado la ciudad ofrecieron pasajes gratis a
los más humildes y habilitaron vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia
en zonas alejadas. La Comisión Popular también aconsejaba abandonar la urbe «lo más
pronto posible». En la mencionada fecha del pico de muertes (10 de abril), los
gobiernos Nacional y Provincial decretaron feriado hasta fin de mes, una medida que
—en realidad— oficializaba lo que de hecho ya estaba sucediendo.

Todos los diarios cerraron, con dos excepciones: La Prensa redujo a dos páginas su
edición, que normalmente era de cuatro; y el diario La Nación continuó normalmente,
pese a la gran cantidad de enfermos de su personal y pese a que el propio director
también había caído en la desgracia.46

Últimos casos
Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la
segunda mitad de abril, hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un
nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los
autoevacuados, lo que condujo a su vez a una nueva huida. El mes terminó en
definitiva con un saldo de más de 7 500 muertos por el flagelo, y menos de 500 por
otras enfermedades.

Los decesos disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su


actividad normal; el día 20 la comisión dio por finalizada su misión. El 2 de
junio, por primera vez, ya no se registró ningún caso.

Años después, el afamado historiador Paul Groussac, que fue testigo de la


catástrofe, afirmaba que
«Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en
su agonía, sin plegaria en su féretro».
El médico higienista Guillermo Rawson testimoniaba haber visto
«...al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo;
he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano...».
Fuera de la ciudad, hubo casos de fiebre amarilla en prácticamente todas las
localidades cercanas, en todos los casos introducida por enfermos venidos de la
capital. En el pueblo de Morón, por ejemplo, se registraron 40 casos mortales entre
el 15 de marzo y el 9 de mayo.54

En otras provincias —aparte de Corrientes— los daños fueron mucho menores. En Santa
Fe, el gobierno se ufanaba de haber logrado evitar el ingreso de la enfermedad,55
mientras en Córdoba hubo un número indeterminado de víctimas en los barrios más
pobres de la capital.56

Cifras finales
Fallecidos por la fiebre amarilla, comparación de cifras
Revista
Quirúrgica Mardoqueo
Navarro
Enero 6 6
Febrero 318 298
Marzo 4992 4895
Abril 7564 7535
Mayo 845 842
Junio 38 38
Total 13 763 13 614
El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas fatales por la fiebre
que se consideró exagerada y provocó indignación a los porteños: 26 000 muertos.57
El doctor Guillermo Rawson afirmó que fallecieron 106 personas por cada 1000
habitantes, cifra también considerada muy alta. Es difícil establecer con exactitud
la cantidad correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los
13 500 y 14 500.

En efecto, la cifra considerada oficial es la que dio la Revista Médico Quirúrgica


de la Asociación Médica Bonaerense, una entidad que concentraba a muchos
profesionales que habían colaborado en el combate de la epidemia. La Asociación
contabilizó 13 763 muertos, que es a su vez una cifra mayor —aunque muy cercana— a
la registrada por Mardoqueo Navarro. Las cifras de este último —más bajas que las
aportadas por otros autores— fueron publicadas gracias a la imprenta del
desaparecido diario República, acompañadas con un cuadro con las estadísticas de
mortalidad, por mes y por nacionalidad.3 El 10 de abril de 1894, las cifras fueron
nuevamente publicadas en los Anales del Departamento Nacional de Higiene (n.º 15
del año IV del mes de abril de 1894). Sin embargo, no fue hasta cincuenta años
después que un estudioso puso su atención en las notas de Navarro: el doctor Carlos
Fonso Gandolfo, profesor de enfermedades infecciosas en la Facultad de Medicina de
la Universidad de Buenos Aires, dictó en 1940 una conferencia basada esencialmente
en dichas notas. Con el nombre de La epidemia de fiebre amarilla de 1871, la
conferencia apareció en el tomo III de las Publicaciones de la Cátedra de Historia
de la medicina, tomo III del año 1940.58

La cifra de Navarro fue tomada por cierta por el historiador Miguel Ángel Scenna.59
El doctor José Pena a principios de la década de 1890 investigó la cantidad de
cadáveres de personas fallecidas por la fiebre registrados en los cementerios,
obteniendo:

Cementerio del Sur 11 044


Cementerio de la Chacarita 3 423
Total 14 467
Sin embargo acotó que "Es posible que mi estimación contenga también errores,
explicables quizá porque muchos fallecidos por enfermedades comunes fueron anotados
a continuación de los febricientes sin establecer el verdadero diagnóstico; pero
aun así se ve que la mortalidad absoluta producida por la epidemia osciló alrededor
de los 14 000".5

A continuación, el cuadro de las cifras de Navarro por nacionalidad y mes, y el


detalle de cuantos murieron por otras enfermedades:

Estadística de Mardoqueo Navarro


Enero Febrero Marzo Abril Mayo Junio Sub totales Totales
generales
Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades Fiebre amarilla Otras enfer-
medades
Argentinos 2 610 90 456 1312 424 1762 258 238 297 3 263
3397 2308 5705
Italianos 4 79 167 86 2280 173 3365 108 364 58 21 64
6201 568 6769
Españoles - 36 25 34 552 42 935 24 88 34 8 21
1608 191 1799
Franceses - 28 5 13 407 29 879 24 91 21 2 17
1384 132 1516
Ingleses - 5 2 6 112 7 95 8 11 5 - 3
220 34 254
Alemanes - 3 1 4 87 3 132 6 12 4 1 1
233 21 254
Varios - 27 8 29 145 46 367 43 48 39 3 32
571 216 787
Totales 6 788 298 628 4895 724 7535 471 842 458 38 401
13 614 3470 17 084
Estos números adquieren su verdadera dimensión al ser confrontados con los datos de
mortalidad de los años anteriores y posteriores a la tragedia: el año 1871 terminó
con un total de 20 748 muertos en la ciudad, contra los 5886 del año anterior, y
los 5982 del año 1869.

La mayor parte de las víctimas vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat (el
centro de Buenos Aires) y en los barrios situados en proximidades del Riachuelo,
bajos y húmedos, aptos para la proliferación de mosquitos.42 Del total de muertos,
10 217 —un 75 % del total— fueron inmigrantes, especialmente italianos.4

Consecuencias
Tras la muerte del presidente de la Comisión Popular había asumido el cargo su
vicepresidente, Héctor Varela, de intolerante conducción. La comisión había entrado
en conflictos con las comisiones de Higiene, la Municipal, la Médica y todas las
autoridades. Como si fuese poco, sus integrantes se habían peleado entre sí; el
propio Varela lo hizo con quien había sido hasta entonces su amigo, el militar y
escritor Lucio V. Mansilla.

Muchos historiadores han considerado a esta epidemia como una de las principales
causas de la notable disminución de las personas de piel negra en Buenos Aires,6061
pues hizo estragos entre ellos, que en su mayor parte vivían en condiciones
miserables en la zona sur de la ciudad, cerca de las zonas bajas de los arroyos y
el Riachuelo.62 No obstante, estudios demográficos detallados ponen en duda que la
epidemia haya tenido efectos demográfica terminales sobre ese sector de la
población.4

El final de la epidemia dio lugar al inicio de numerosos juicios, relacionados con


testamentos sospechosos de haber sido fraguados por delincuentes que buscaban hacer
fortuna a costa de los verdaderos herederos; de acuerdo al testimonio de Navarro,
el día 1 de junio —cuando aún había 51 enfermos y se registraron cuatro nuevos
casos— el número de fallecidos sin herederos era de 117. Además, algunas casas
abandonadas habían sido saqueadas por ladrones. Una vez más, el día 22 de junio, el
cronista sintetizó lacónicamente la canallesca situación:
«La epidemia: olvidada. El campo de los muertos de ayer es el escenario de los
cuervos de hoy: Testamentos y concursos, edictos y remates son en el asunto. ¡¡¡AY
DE TI JERUSALEM!!!».nota 8
El 21 de junio de 1871 se fundó la primera Orden de Caballería Argentina, a la que
se denominó "Cruz de Hierro de Caballeros de la Orden de los Mártires", que le fue
concedida a quienes habían auxiliado a los damnificados por la enfermedad.63

Mejoras sanitarias en Buenos Aires


A partir de la epidemia, las autoridades y la población de la ciudad tomaron
conciencia de la urgencia de establecer una solución integral al problema de la
obtención y distribución de agua potable. En años anteriores, el ingeniero John
Coghlan había iniciado estudios sobre el desagüe de aguas pluviales y cloacales por
separado, en redes subterráneas. En 1869 el ingeniero inglés John F. La Trobe
Bateman había presentado un proyecto de red de aguas corrientes, cloacas y
desagües. El mismo Bateman dirigió —a partir de 1874— la construcción de la red de
aguas corrientes, que hacia 1880 proveyó de agua a la cuarta parte de la ciudad. En
1873 se inició la construcción de obras cloacales. En 1875 se centralizó la
recolección de residuos al crear vaciaderos específicos para depositarlos, ya que
hasta entonces usualmente la gente los arrojaba en las zanjas y riachos. Todas
estas medidas ayudaron a revertir el estado insalubre de la ciudad, que había sido
uno de los motivos de la expansión de la enfermedad, principalmente en los
inquilinatos. Al respecto, la mencionada "Memoria presentada a la Municipalidad"
por la "Comisión de Salubridad", realizó un enojoso pedido a las autoridades para
que los recursos fuesen destinados a mejorar la salud de la población:
(...) Desde el principio de este terrible azote, esta Comisión se colocó a la
altura que las circunstancias requerían...pero desgraciadamente en nuestro país se
echa mano a recursos á última hora, pésimamente organizados: en la actual epidemia,
nada hay preparado, los sucesivos avisos de cólera, tifus, fiebre amarilla, etc.,
de poco o nada nos ha servido, el estado insalubre de la ciudad es el mismo o peor
que antes, por la aglomeración de habitantes en un municipio completamente
descuidado; pero si las inmundicias, las aguas corrompidas, las basuras, las
letrinas, los sumideros, las fábricas inmundas en el corazón de la ciudad, el
hacinamiento en las habitaciones, el asqueroso Riachuelo, los inmundos
conventillos, son excelentes causas para que todos los habitantes no gocemos de
perfecta salud, inútil es tanta dedicación, para nada sirven las comisiones; pero
si por el contrario los hombres científicos creen encontrar las causas del
espantoso desarrollo del mal que nos aqueja, ¿Por qué no son removidos con tiempo?
Se contestará que no hay recursos, razón que no es admisible en pueblos que
empiezan a encorbarse bajo el peso de enormes contribuciones pretendiéndose hacer
pesar aun empréstitos extranjeros, a más de otras numerosas cargas, para no tener
en recompensa en los momentos supremos porque pasamos, ni dinero para saciar el
hambre, ni camas, ni ropas para los apestados indigentes, pero que pagan sus
respectivas contribuciones (...)52
A partir de la segunda mitad del año 1871 se iniciaron masivamente obras de
saneamiento en toda la ciudad. Las zonas ubicadas inmediatamente al norte del
centro, habitadas por ciudadanos de recursos medios y altos que no habían sufrido
tanto la epidemia con las del sur, fueron las que más avanzaron en este sentido. La
Comisión de Salubridad de la Parroquia del Socorro, por ejemplo, logró grandes
avances por medio de la intimación a los comerciantes y propietarios más conocidos
por su falta de higiene; se pavimentaron veinte cuadras y se realizaron cien
cuadras de veredas. Otras comisiones obtuvieron logros más modestos, y el rápido
crecimiento de la ciudad anularía parcialmente estos logros en años posteriores.42

En cuanto a los saladeros de carne, localizados todos sobre la margen derecha del
Riachuelo, se convirtieron en el chivo expiatorio de las muertes por el vómito
negro: una ley sancionada el 6 de septiembre de 1871 prohibió sus actividades en la
ciudad, prohibición que se extendió a las graserías.64

Al año siguiente el médico Eduardo Wilde fue comisionado a Montevideo para firmar
un convenio sanitario con el Uruguay, Brasil y Paraguay destinado a prevenir la
difusión de enfermedades por vía marítima o fluvial.30
En 1884, temiendo la aparición de un nuevo brote, los doctores José María Ramos
Mejía, director de la asistencia pública, y José Penna, director de la Casa de
Aislamiento (actual Hospital Muñiz), se decidieron por cremar el cuerpo de un tal
Pedro Doime, que había sido afectado de fiebre amarilla. Esta se convirtió en la
primera cremación realizada en Buenos Aires.65

Con posterioridad a la gran epidemia de 1871 se registraron en Buenos Aires casos


aislados de fiebre amarilla, hasta principios del siglo XX. En el resto del país
también hubo registros de infecciones que no revistieron mayor gravedad. No se
registró caso alguno en territorio argentino entre 1966 y 2008, fecha en que fueron
detectados diez casos en la Provincia de Misiones; por lo que los médicos
infectólogos suelen considerar a la enfermedad como erradicada pero susceptible de
volver a ingresar, especialmente en el norte del país.66

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