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Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires (1871). Óleo
sobre tela, 230 x 180 cm. Museo Nacional de Artes Visuales1
Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires (enfermedad transmitida por el
mosquito Aedes aegypti) tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871.2 La
suscitada en este último año fue un desastre que mató aproximadamente al 8% de los
porteños: en una urbe donde normalmente el número de fallecimientos diarios no
llegaba a 20, hubo días en los que murieron más de 500 personas,3 y se pudo
contabilizar un total aproximado de 14 000 muertos por esa causa, la mayoría
inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa.45
En numerosas ocasiones la enfermedad había llegado a Buenos Aires en los barcos que
arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica.2 No obstante, la epidemia
de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del Paraguay, portada por los
soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza;6 ya que
previamente se había propagado en la ciudad de Corrientes.7 En su peor momento, la
población porteña se redujo a menos de la tercera parte, debido al éxodo de quienes
abandonaron la ciudad para intentar escapar del flagelo.2
Índice
1 Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871
2 Epidemia de 1871
2.1 Contexto
2.2 Antecedentes inmediatos
2.3 Los sucesos
2.3.1 Inicio de la epidemia
2.3.2 La Comisión Popular
2.3.3 Síntomas y tratamiento
2.3.4 La actuación de la Iglesia Católica y de los médicos
2.3.5 Entierro de las víctimas
2.3.6 El pico de la epidemia
2.3.7 Últimos casos
2.4 Cifras finales
2.5 Consecuencias
2.5.1 Mejoras sanitarias en Buenos Aires
2.6 Expresiones artísticas sobre la gran epidemia
3 Referencias
4 Notas
5 Bibliografía consultada
Brotes de fiebre amarilla anteriores a 1871
Los primeros casos de esta enfermedad -a la que se le solía llamar «vómito negro»
debido a las hemorragias que produce a nivel gastrointestinal- aparecieron en la
región del Río de la Plata a mediados de la década de 1850: en 1852 provocó una
epidemia en Buenos Aires. Sin embargo, por una nota dirigida al practicante Soler,
se sabe que hubo brotes antes de ese año;2 de hecho, la primera mención de una
posible infección de esta enfermedad data del año 1798.12
Epidemia de 1871
Contexto
Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, salvo el caso
particular de unos pocos miles de habitantes que obtenían agua sin impurezas
gracias a que en 1856, ante una propuesta de Eduardo Madero, el Ferrocarril Oeste
decidió aumentar el calibre del caño que transportaba agua desde la Recoleta, donde
estaban los filtros que servían para quitar las impurezas del agua que se utilizaba
para el buen funcionamiento de las locomotoras a vapor, hasta la Estación del
Parque, para poder así satisfacer también la demanda de agua de los vecinos.8 Para
el resto de la población, la situación era muy precaria en lo sanitario y existían
muchos focos infecciosos, como por ejemplo los conventillos, generalmente habitados
por inmigrantes pobres venidos de Europa o afroargentinos, que se hacinaban en su
interior y carecían de las normas de higiene más elementales. Otro foco infeccioso
era el Riachuelo —límite sur de la ciudad— convertido en sumidero de aguas servidas
y de desperdicios arrojados por los saladeros y mataderos situados en sus costas.
Dado que se carecía de un sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los
pozos negros, que contaminaban las napas más superficiales de agua y en
consecuencia los pozos de extracción de agua, a pesar de que en 1861 se había
prohibido la proximidad entre estos tipos de pozos, que constituían una de las dos
principales fuentes del vital elemento para la mayoría de la población.8 La otra
fuente era el Río de La Plata, de donde el agua se extraía cerca de la ribera
contaminada y se distribuía por medio de carros aguateros, sin ningún saneamiento
previo.8
“Nuestras grandes ciudades son cuevas sin luz y sin aire, antros húmedos y
hediondos en donde el sol que ha podido romper la espesa capa de nubes de carbón y
vapores mefíticos, penetra solo para acelerar las fermentaciones de los detritus
que no podemos arrojar lejos”. -Eduardo Wilde, Director del departamento de Higiene
y Obras de Salubridad de la Nacion (1871)
Por añadidura, los residuos de todo tipo se utilizaban para nivelar terrenos y
calles.18 Éstas eran muy angostas, no existían avenidas —la primera fue la Avenida
de Mayo, inaugurada en el año 1894— y las plazas eran pocas, casi desprovistas de
vegetación.6
Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había
apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1000 habitantes.6
A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del
Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema. La Guerra de la
Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y los
diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de soldados
paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil. La población,
debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la epidemia y se
llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo registros del total
de víctimas.22
Los sucesos
Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un comerciante
catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la prensa algunas
notas históricas. Este contacto con la prensa le permitió interiorizarse de las
discusiones acerca de si se trataba o no de una epidemia de fiebre amarilla, de
modo que reunió notas sobre el asunto para una posible publicación en un
periódico.26 La gravedad de la epidemia y la enorme cantidad de información que
reunió le impidieron su publicación en los diarios, pero se convirtió en un retrato
en vivo sobre el desarrollo del drama. Con frases breves y cortantes dejó registro
de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el tiempo en un
documento único, que sería publicado por el autor en el mismo año de la epidemia.
Inicio de la epidemia
Casa donde se habría registrado uno de los primeros casos según la Revista Caras y
Caretas, 1899.
Aunque las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la
epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de
Higiene Pública de San Telmo. Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio
de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos: los inquilinatos de
Bolívar 392 (entre Cochabamba y San Juan) y en Cochabamba 113 (entre Bolívar y
Perú),27 fueron los primeros focos de iniciación y propagación. En el primero
citado, un pequeño inquilinato de ocho cuartos, el italiano Ángel Bignollo de 68 de
años de edad y su nuera Colomba de 18, contrajeron la enfermedad siendo asistidos
por los doctores Juan Antonio Argerich y Juan Gallarini, quienes no pudieron evitar
sus muertes. En el certificado de defunción, Argerich expresó que el deceso del
primero se debió a una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los
pulmones: el diagnóstico fue erróneo a sabiendas, para no alarmar a los vecinos del
barrio, pero en la notificación que el comisario de la Sección 14 elevó al jefe de
la policía, Enrique Gorman, se consignó que ambos eran casos de fiebre amarilla.28
14
La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las
advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca
sobre la presencia de un brote epidémico, y no dio a publicidad los casos.6 En esta
fecha, Mardoqueo Navarro ya parecía desconfiar de los datos de la autoridad, pues
en su diario anotó, con cierta ironía:
«27 de enero: Según las listas oficiales de la Municipalidad, 4 de otras fiebres,
ninguna de la amarilla».
(el texto subrayado figuraba así en el diario de Navarro)
Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos -principalmente en
el mencionado barrio de San Telmo- la Municipalidad continuó con los preparativos
relacionados con los festejos oficiales del carnaval, que en aquella época era un
acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad.29 A fines de febrero
el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de enfermos, aseguró que se
estaba en presencia de un brote febril —el 22 de febrero se habían registrado 10
casos— e hizo desalojar algunas manzanas.30 Pero los festejos de carnaval
entretenían demasiado a la población como para escuchar su advertencia, los
porteños se divertían en bailes y desfiles de comparsas y algunos, como Manuel
Bilbao, director de La República, afirmaban rotundamente que no se trataba de casos
de fiebre amarilla.31
La epidemia prosperó en los conventillos humildes de los barrios del sur, muy
poblados y poco higiénicos.
El mes de febrero terminó con un registro de 300 casos en total, y el mes de marzo
comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6, todas a
consecuencia de la fiebre.
La Comisión Popular
A mediados de mes los muertos eran más de 150 por día y llegaron a 200 el 20 de
marzo. Entre las víctimas, estuvieron Luis José de la Peña, educador y exministro
de Justo José de Urquiza, el exdiputado Juan Agustín García, el doctor Ventura
Bosch y el pintor Franklin Rawson; también murieron los doctores Francisco Javier
Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich. El 24 de marzo, falleció el presidente de la
Comisión Popular, José Roque Pérez, quien ya había escrito su testamento cuando
asumió el cargo ante la certidumbre de que moriría contagiado.36
Síntomas y tratamiento
También se culpó a los pozos ciegos, que nunca se evacuaban.39 Se llegó a afirmar
que algunas de las causas posibles eran la «falta de ozono» o la «falta de tensión
eléctrica» en el oxígeno del aire porteño.40
Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el
vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a
algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que
regresaban a la ciudad —aunque fuese por unas horas— solían enfermar, pero no
contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la
ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos sabían
que este es el vector de la enfermedad, algo que no sería descubierto hasta una
década más tarde.41
Las parroquias recibían a los médicos y a los enfermos, y en ellas funcionaban las
Comisiones Populares Parroquiales. Por disposición municipal, el sacerdote estaba
obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del
certificado médico, todo ello sumado al cumplimento de sus deberes evangélicos.
Señalaba Ruiz Moreno en La peste histórica de 1871 que «el sacerdote no tenía
descanso».
Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman que
la mayor parte del clero huyó de la ciudad30 pero las cifras parecen desmentir esa
afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el propio
arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre y una
hermana que se habían quedado en la ciudad con él.45 Las cifras de mortalidad por
profesiones revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad de vidas
humanas perdió en la tragedia y dio un testimonio de la dedicación que tuvo durante
los aciagos días:46
«Pero he visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella
pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas
calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al
moribundo».
Navarro da cuenta el día 27 de abril que ya habían muerto 49 sacerdotes. En
definitiva, de los 292 sacerdotes que había en la ciudad el médico higienista
Guillermo Rawson calculó en 60 los muertos por la epidemia, frente a los 12
médicos, 2 practicantes, 4 miembros de la comisión popular y 22 integrantes del
Consejo de Higiene pública.43
Monumento erigido en 1873 a los caídos por la fiebre amarilla de 1871, en el centro
del Parque Ameghino, barrio de Parque Patricios, Buenos Aires. (Obra de Juan
Ferrari).
La ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban
en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportasen.
Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas
excesivas. El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, que en
verdad poco servían para aliviar los síntomas. Como eran cada vez más los muertos,
y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de
madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra parte, los
carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron fosas
colectivas.
El pico de la epidemia
El 7 de abril —era Viernes Santo— murieron 380 personas por la fiebre (y apenas 8
por otras causas). El Sábado de Gloria fallecieron 430 de fiebre. Del 9 al 11 de
abril se registraron más de 500 defunciones diarias, siendo el día 10 el del pico
máximo de la epidemia, con 563 muertes; debe considerarse que el promedio diario
normal de muertes antes de la tragedia era de veinte individuos. Comenzaron a
producirse además casos fulminantes, gente que moría uno o dos días después de
contraer la enfermedad.3
Las autoridades que aún no habían abandonado la ciudad ofrecieron pasajes gratis a
los más humildes y habilitaron vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia
en zonas alejadas. La Comisión Popular también aconsejaba abandonar la urbe «lo más
pronto posible». En la mencionada fecha del pico de muertes (10 de abril), los
gobiernos Nacional y Provincial decretaron feriado hasta fin de mes, una medida que
—en realidad— oficializaba lo que de hecho ya estaba sucediendo.
Todos los diarios cerraron, con dos excepciones: La Prensa redujo a dos páginas su
edición, que normalmente era de cuatro; y el diario La Nación continuó normalmente,
pese a la gran cantidad de enfermos de su personal y pese a que el propio director
también había caído en la desgracia.46
Últimos casos
Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la
segunda mitad de abril, hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un
nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los
autoevacuados, lo que condujo a su vez a una nueva huida. El mes terminó en
definitiva con un saldo de más de 7 500 muertos por el flagelo, y menos de 500 por
otras enfermedades.
En otras provincias —aparte de Corrientes— los daños fueron mucho menores. En Santa
Fe, el gobierno se ufanaba de haber logrado evitar el ingreso de la enfermedad,55
mientras en Córdoba hubo un número indeterminado de víctimas en los barrios más
pobres de la capital.56
Cifras finales
Fallecidos por la fiebre amarilla, comparación de cifras
Revista
Quirúrgica Mardoqueo
Navarro
Enero 6 6
Febrero 318 298
Marzo 4992 4895
Abril 7564 7535
Mayo 845 842
Junio 38 38
Total 13 763 13 614
El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas fatales por la fiebre
que se consideró exagerada y provocó indignación a los porteños: 26 000 muertos.57
El doctor Guillermo Rawson afirmó que fallecieron 106 personas por cada 1000
habitantes, cifra también considerada muy alta. Es difícil establecer con exactitud
la cantidad correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los
13 500 y 14 500.
La cifra de Navarro fue tomada por cierta por el historiador Miguel Ángel Scenna.59
El doctor José Pena a principios de la década de 1890 investigó la cantidad de
cadáveres de personas fallecidas por la fiebre registrados en los cementerios,
obteniendo:
La mayor parte de las víctimas vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat (el
centro de Buenos Aires) y en los barrios situados en proximidades del Riachuelo,
bajos y húmedos, aptos para la proliferación de mosquitos.42 Del total de muertos,
10 217 —un 75 % del total— fueron inmigrantes, especialmente italianos.4
Consecuencias
Tras la muerte del presidente de la Comisión Popular había asumido el cargo su
vicepresidente, Héctor Varela, de intolerante conducción. La comisión había entrado
en conflictos con las comisiones de Higiene, la Municipal, la Médica y todas las
autoridades. Como si fuese poco, sus integrantes se habían peleado entre sí; el
propio Varela lo hizo con quien había sido hasta entonces su amigo, el militar y
escritor Lucio V. Mansilla.
Muchos historiadores han considerado a esta epidemia como una de las principales
causas de la notable disminución de las personas de piel negra en Buenos Aires,6061
pues hizo estragos entre ellos, que en su mayor parte vivían en condiciones
miserables en la zona sur de la ciudad, cerca de las zonas bajas de los arroyos y
el Riachuelo.62 No obstante, estudios demográficos detallados ponen en duda que la
epidemia haya tenido efectos demográfica terminales sobre ese sector de la
población.4
En cuanto a los saladeros de carne, localizados todos sobre la margen derecha del
Riachuelo, se convirtieron en el chivo expiatorio de las muertes por el vómito
negro: una ley sancionada el 6 de septiembre de 1871 prohibió sus actividades en la
ciudad, prohibición que se extendió a las graserías.64
Al año siguiente el médico Eduardo Wilde fue comisionado a Montevideo para firmar
un convenio sanitario con el Uruguay, Brasil y Paraguay destinado a prevenir la
difusión de enfermedades por vía marítima o fluvial.30
En 1884, temiendo la aparición de un nuevo brote, los doctores José María Ramos
Mejía, director de la asistencia pública, y José Penna, director de la Casa de
Aislamiento (actual Hospital Muñiz), se decidieron por cremar el cuerpo de un tal
Pedro Doime, que había sido afectado de fiebre amarilla. Esta se convirtió en la
primera cremación realizada en Buenos Aires.65