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Catherine Spencer - Vendimia de Amor
Catherine Spencer - Vendimia de Amor
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Vendimia de amor
Catherine Spencer
Vendimia de amor (2009)
Título original: The Italian millionaire's Christmas miracle (2007)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Bianca 1965
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Domenico Silvaggio d'Avalos y Arlene Russell
AARRGGU
UMMEEN
NTTO
O::
¡Pronto iban a recoger el fruto de su pasión!
Domenico Silvaggio d'Avalos sabe que la hermosa canadiense que le ha suplicado que
le enseñe el arte de la viticultura no es una mujer muy experimentada.
Sin embargo, en el entorno de uno de los más lujosos hoteles de París, Arlene Russell
demuestra que posee valor... y una pasión tan intensa como la suya. Decidida a no ser
el último caso de caridad de Domenico, Arlene regresa a su descuidado viñedo.
Domenico la sigue y le ofrece salvar de la bancarrota la herencia recibida. Cuando ella
no acepta que la compre, toma la decisión de convertirla en su esposa...
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0011
POR LO general, Domenico no se relacionaba con turistas, ya que éstos no solían
interesarse en la industria vinícola salvo en lo concerniente a sus hábitos de bebida.
Pero aquella mañana, dio la casualidad de que cruzaba el patio en dirección a su oficina
situada en la parte de atrás del edificio principal al tiempo que el último grupo de visitantes del
viñedo se dirigía a la parte delantera abierta al público. Todos fueron a la sala de degustación.
Menos una. Ella permaneció fuera, hablando animadamente con su tío Bruno, quien, casi con
sesenta años, había olvidado más sobre la viticultura que lo que Domenico pensaba que
aprendería alguna vez.
Aunque era lo bastante profesional como para no descartar ninguna pregunta, Bruno no
solía tener mucha paciencia con los necios. Que pareciera tan enfrascado en la conversación
resultaba tan poco habitual como para impulsado a detenerse y a observar.
Alta, esbelta y más bien sencilla, la mujer daba la impresión de tener veintitantos años. Y a
juzgar por el ligero tono sonrojado de su piel blanca, acababa de llegar a Cerdeña y aún no se
había aclimatado al sol. Pensó que, si no quería pasar el resto de sus vacaciones sufriendo una
insolación, debería ponerse un sombrero. Recogerse el pelo en una coleta que le dejaba la
nuca al aire era buscarse problemas.
Su tío debió de pensar lo mismo, porque la guió a un banco situado a la sombra de una
adelfa cercana. Cada vez con más curiosidad, Domenico permaneció a una distancia que le
permitía escuchar.
Al vedo, Bruno lo llamó con un gesto de la mano. ‐Éste es el hombre con quien puede
hablar ‐le in‐formó a la mujer. ‐Mi sobrino habla bien el inglés y hará que usted entienda. Y lo
que es más importante, lo que él desconoce sobre las uvas y el proceso de convertidas en vino
no merece la pena saberse.
‐Y mi tío jamás exagera ‐comentó Domenico, sonriéndole a la mujer. ‐Permita que me
presente, signorina.
Ella alzó la vista y, durante un momento, su habitual cortesía lo abandonó y de pronto se
encontró sin habla, mirándola como un palurdo.
No era hermosa, al menos no en el sentido convencional. Llevaba una ropa sencilla: una
falda vaquera hasta las rodillas, una blusa blanca de algodón de manga corta y unas sandalias
planas. Su cabello, aunque lustroso y brillante, era de un marrón inclasificable; sus caderas,
estrechas como las de un niño y sus pechos, pequeños. En nada parecida a la molestamente
persistente Ortensia Costanza, con ese atractivo vibrante y llamativo y esas curvas generosas.
Si Ortensia representaba la evidente sexualidad femenina en su manifestación más carnal,
esa delicada criatura caía en el otro extremo del espectro y a punto estuvo de huir de él.
Decidió que era la clase de mujer que fácilmente se podía pasar por alto... hasta que se
miraba en esos ojos, grandes y hermosos y uno se encontraba ahogándose en las
profundidades grises.
‐Me llamo Domenico Silvaggio d'Avalos. ¿En qué puedo ayudarte?
Ella se levantó del banco con agilidad y gracia y le ofreció la mano. Pequeña y de huesos
finos, desapareció entre la suya.
‐Arlene Russell ‐respondió con voz bien modulada. ‐Y si puedes dedicarme media hora, me
encanta‐ría hacerte un montón de preguntas.
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‐¿Te interesa la industria del vino?
‐Es algo más que interés ‐se permitió una sonrisa fugaz. ‐Verás, hace poco tomé posesión
de un viñedo, aunque en un estado un poco penoso, y necesito consejo sobre cómo
recuperado.
‐Desde luego ‐él también sonrió‐, no se trata de un tema que pueda abarcarse con unas
pocas palabras.
‐Estoy de acuerdo. Pero estoy decidida a hacer lo necesario para que sea un éxito, y como
he de empezar en alguna parte, ¿qué mejor lugar que aquí, donde incluso una novata como yo
puede reconocer el buen hacer cuando lo ve?
‐Pasa una hora con la joven ‐musitó su tío en sardo, el idioma que más se hablaba en la isla.
‐Está sedienta de información, como una esponja, a diferencia de esos otros que sólo quieren
probar vino gratis.
‐No dispongo de tiempo.
‐¡Claro que sí! Invítala a comer.
Ella miraba a los dos hombres. Aunque no entendía lo que decían, captó la irritación que
Domenico mostraba en ese momento en su expresión.
Con rostro decepcionado, musitó:
‐Por favor, acepta mis disculpas. Me temo que estoy siendo muy desconsiderada y pidiendo
demasiado de ti ‐se volvió hacia el tío de él y le dedicó una sonrisa. ‐Gracias por tomarse el
tiempo para hablar conmigo, signor. Ha sido usted muy amable.
Un inesperado aguijonazo de simpatía atravesó la irritación de Domenico y la insinuación
de ella hizo que se recriminara haber sido grosero.
‐En realidad ‐se oyó decir antes de poder cambiar de parecer‐, puedo dedicarte
aproximadamente una hora antes de mis citas de la tarde. En ese tiempo no prometo poder
abarcar todas tus preocupaciones, pero al menos podré indicarte alguien que sí lo hará.
No la engañó su tardía galantería. Recogió la cámara y el cuaderno de notas que tenía en el
banco y respondió:
‐No pasa nada. Has dejado claro que tienes mejores cosas que hacer.
‐Tengo que comer ‐indicó, estudiando su silueta demasiado esbelta‐, y por lo que parece, tú
también. Sugiero que aprovechemos la oportunidad para matar dos pájaros de un tiro.
Aunque su orgullo luchó por tirarle a la cara la invitación, el pragmatismo se impuso.
‐Entonces, te vuelvo a dar las gracias ‐respondió con rigidez.
Domenico la tomó por el codo y la condujo al jeep aparcado junto a las enormes puertas
dobles de atrás.
‐¿Adónde vamos? ‐preguntó ella, ocultando su nerviosismo.
‐A mi casa, que está a unos cinco kilómetros de aquí siguiendo el camino de la costa.
‐¡Ahora sí siento que estoy invadiendo tu espacio!
Di por hecho que comeríamos en la cafetería del viñedo.
‐Eso es para los turistas.
‐Es lo que soy yo.
Domenico puso en marcha el vehículo.
‐No, signorina. Hoy eres mi invitada.
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Arlene llegó a la conclusión de que era un maestro del comedimiento.
Los folletos le habían explicado que la Vigna Silvaggio d’Avalos, una empresa familiar que se
remontaba a tres generaciones, era uno de los mejores viñedos de Cerdeña y que estaba en un
emplazamiento magnífico en la costa, en el extremo norte de la isla, justo al oeste de Santa
Teresa Gallura.
El elaborado escudo de armas que adornaba las puertas de hierro forjado de la entrada de
la propiedad, en realidad no la había sorprendido. Al igual que el edificio cuya hermosa
fachada albergaba una bodega, sala de degustación, tienda y cafetería de vanguardia, era lo
que había esperado de una empresa de la que se decía que producía «vinos
internacionalmente reconocidos de calidad impecable».
Pero cuando atravesó un segundo par de puertas de hierro forjado y siguió un camino
sinuoso y largo hasta una casa de estuco claro situada encima de la playa, le costó no
comportarse como la turista palurda por quien sin duda la tomaba y quedarse boquiabierta. Lo
que él había llamado con indiferencia su casa, le pareció una construcción más bien palaciega.
Oculta a las otras del complejo residencial por un acre o más de jardines a rebosar de una
vegetación exuberante y en flor, se elevaba del paisaje en una serie de ángulos y curvas
elegantes diseñados para aprovechar al máximo la vista. A un lado tenía la imponente Costa
Esmeralda y al otro acres y acres de viñedos en las laderas de las colinas.
La escoltó por el vestíbulo principal hasta una ancha terraza cubierta bajo la cual el mar
brillaba verde y le indicó una serie de mullidos sillones.
‐Toma asiento y discúlpame un momento mientras me ocupo del almuerzo.
‐Por favor, no te tomes demasiadas molestias ‐protestó ella, consciente de que ya había
sido bastante pesada por un día.
Él sonrió y alzó un teléfono inalámbrico de su base en una mesa lateral.
‐No es ninguna molestia. Pediré que nos traigan algo desde la casa principal.
Mentalmente se dijo que era una tonta. ¿Es que había imaginado que desaparecería en la
cocina, se pondría un delantal y prepararía algo delicioso con sus propias manos? ¿Y tenía que
ser tan descaradamente atractivo como para no permitirle pensar con coherencia? Podría
haber sobrellevado que fuera alto y moreno, pero esos ojos asombrosamente azules le
añadían atractivo a esa cara bendecida ya con más belleza masculina de la que merecía
cualquier hombre.
Tras una breve conversación, dejó el teléfono en la base y se ocupó en el bar.
‐Ya está. ¿Qué te apetece beber?
‐Algo fresco, por favor ‐se abanicó ante un calor que no era culpa exclusiva del clima.
Él echó hielo en dos copas largas, las llenó a medias con vino blanco que sacó de una
pequeña nevera y las remató con un chorro de sifón.
‐Un Vermentino hecho con nuestras propias cepas ‐comentó, sentándose junto a ella y
entrechocando el borde de la copa. ‐Refrescante y no muy fuerte. Muy bien, signorina, ¿cómo
entraste en posesión de este viñedo del que hablas?
‐Lo heredé.
‐¿Cuándo?
‐Hace diez días.
‐¿Y está aquí, en la isla?
‐No. Está en Canadá... soy canadiense.
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‐Comprendo.
Pero era evidente que no lo entendía. Seguro que se preguntaba qué hacía en Cerdeña
cuando sus intereses se hallaban en la otra punta del mundo.
‐La cuestión es ‐se apresuró a explicar ella‐ que ya tenía pagadas mis vacaciones aquí, y
como la herencia me llegó de forma inesperada, decidí que lo mejor era no precipitarse hasta
haber hablado con algunos expertos, de los cuales resulta que hay muchos en Cerdeña. Nunca
he sido impulsiva y éste no me parecía el momento oportuno para empezar a serlo.
‐Entonces, ¿careces de experiencia en la viticultura?
‐Sí. Soy secretaria jurídica y vivo en Toronto. Y para serte franca, aún me da vueltas la
cabeza al pensar que soy propietaria de una casa y de varios acres de viñedos en la Columbia
Británica... es la provincia más occidental de Canadá, por si no lo sabes.
‐Estoy familiarizado con la Columbia Británica ‐le informó con sequedad, como si incluso un
bebé en pañales tuviera un exhaustivo conocimiento geográfico del segundo país más grande
del mundo. ‐¿Has visto el lugar con tus propios ojos o tu información sobre su estado es de
segunda mano?
‐Pasé un par de días allí la semana pasada.
‐¿Y qué más descubriste?
‐Nada, salvo que está muy abandonado... ah, y que un director‐supervisor ya anciano y dos
perros forman parte de mi legado. Puso los ojos en blanco.
‐¿Puedo preguntarte que piensas hacer con ellos?
‐Bueno, no vaya expulsarlos, si es lo que me estás sugiriendo.
‐No te sugiero nada por el estilo. Sólo intento establecer la magnitud de, a falta de una
mejor palabra, tu proyecto. Por ejemplo, ¿exactamente cuántos acres de tierra posees?
‐Siete.
‐¿Y qué tipo de vid crece allí?
‐No lo sé ‐Y antes de que él pudiera perder la paciencia, añadió‐: Comprendo que esto
puede resultarte difícil de entender, dado que has crecido en el entorno del negocio de la
viticultura y que probablemente empezaste a asimilar el vino desde la cuna, pero yo soy una
completa neófita y aunque estoy dispuesta a aprender, he de empezar en algún punto, razón
por la que ahora mismo me encuentro contigo.
Él escuchó con expresión impasible.
‐Y estás segura de que tienes el vigor necesario para realizar tus ambiciones, ¿verdad? ‐
preguntó.
‐Sin ninguna duda.
La observó con inquietante intensidad.
‐Entonces, si lo que me has dicho es correcto, he de advertirte de que aunque fueras una
experta, estarías acometiendo un proyecto de enormes proporciones, cuyo éxito bajo ningún
concepto está garantizado. Y como tú misma has reconocido, distas mucho de ser una experta.
‐Bueno, no esperaba que fuera fácil ‐logró manifestar, a pesar de que se hallaba
hipnotizada por esos ojos azules. ‐Pero hablaba en serio. Tener éxito en esta empresa es muy
importante para mí por todo tipo de motivos, entre los cuales destaca que el bienestar de
otras personas depende de ello. Estoy decidida a seguir adelante, sin importar las dificultades
que eso acarree.
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‐Muy bien ‐él apoyó un codo en el reposabrazos del sillón para acomodar la mandíbula en
la palma de la mano‐. En ese caso, saca el bolígrafo y empecemos por lo que debes saber para
empezar.
En la media hora que tardó en llegar el almuerzo, una langosta del Mediterráneo servida
fría con salsa de vino, aguacate y rodajas de tomate, con pan recién salido del horno, seguida
de una bandeja de fruta y queso, ella escribió con celeridad, parando de vez en cuando para
hacerle una pregunta al tiempo que se esforzaba en el tema que la ocupaba.
Pero a pesar de dichos esfuerzos, su mente no paraba de desviarse. Las preguntas que le
hada no eran las que más deseaba formularle.
Saber si tendría que arrancar todas las vides plantadas y empezar de cero, qué variedades
debería cultivar, cuánto le costaría y cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera esperar
recuperar las pérdidas y obtener beneficios, no parecía tan fascinante como que le contara de
quién había heredado esos extraordinarios ojos, dónde había aprendido a hablar tan bien el
inglés, los años que tenía o si había alguna mujer especial en su vida.
‐Bien, ¿he logrado desanimarte? ‐inquirió él cuando se sentaron a comer.
‐Has hecho que cobrara conciencia de los escollos que de otra manera no habría sido capaz
de reconocer ‐le informó, eligiendo con cuidado las palabras‐, pero no, no me has desanimado.
En todo caso, estoy más decidida que nunca a devolverle la vida a mi viñedo.
‐Cuéntame más acerca de ese tío abuelo tuyo ‐pidió él. ‐Por ejemplo, ¿por qué permitió
que sus viñedos cayeran en semejante abandono?
‐Supongo que porque era demasiado viejo para ocuparse de ellos adecuadamente. Murió
con ochenta y cuatro años.
‐¿Supones? ¿Es que no manteníais un contacto estrecho?
‐No. Ni siquiera conocía su existencia hasta que su abogado se puso en contacto conmigo
para comunicarme lo de la propiedad.
‐¿No tenía otros parientes? ¿Alguno mejor preparado para rescatar de la ruina su
propiedad?
‐No lo sé.
‐¿Por qué no?
Lo miró frustrada.
‐Porque era de la familia de mi padre.
‐¿No te importaban tu padre y su familia?
‐Apenas lo conocí ‐respondió. ‐Murió cuando yo tenía siete años.
Él enarcó una ceja.
‐Yo recuerdo a muchos parientes y acontecimientos de cuando tenía esa edad.
‐Probablemente porque, a diferencia de la mía, tu familia se mantuvo unida.
‐¿Tus padres estaban divorciados?
‐Oh, sí, y la guerra entre ellos jamás cesó ‐recordaba muy bien los comentarios cáusticos de
su madre a sus titubeantes peticiones de ir a visitar a su padre o de hablar con él por teléfono‐.
Yo tenía cuatro años por entonces y mi madre se cercioró de que viviera demasiado lejos de él
como para verlo a menudo.
Domenico movió la cabeza con gesto de desaprobación.
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‐No puedo imaginarme algo así. Cuando un hombre y una mujer han creado un hijo juntos,
su bienestar debe anteponerse a cualquier felicidad de los padres.
‐En teoría, es una filosofía bonita, pero sospecho que no muy fácil de llevar a la práctica, si
la pareja en cuestión encuentra que sus deseos y necesidades se hallan irreconciliablemente
opuestos.
‐Razón de más para elegir con inteligencia desde el principio, ¿no te parece?
Ella se rió.
‐¡Es obvio que no estás casado!
‐No ‐la miró fijamente otra vez. ‐¿Y tú?
‐No. Pero soy lo bastante realista como para saber que si alguna vez me caso, una alianza
no proporciona garantía de que el matrimonio va a ser duradero.
‐Yo no llamaría a eso ser realista ‐la contradijo él‐, sino más bien derrotista.
‐Eso te convierte en un idealista que carece de contacto con el resto del mundo.
‐En absoluto ‐repuso Domenico‐. Mis padres llevan felizmente casados treinta y nueve
años, igual que lo estuvieron mis abuelos durante casi medio siglo. Y tengo cuatro hermanas,
todas con un matrimonio feliz.
‐Pero tú sigues soltero.
‐No porque tenga algo contra el matrimonio. La salud de mi padre no es buena y tomé el
timón de la empresa antes de lo que había planeado, lo que me ha mantenido ocupado y me
deja poco tiempo para un romance serio. Pero reconoceré a la mujer idónea cuando aparezca
y me comprometeré con ella por el resto de mi vida, sin importar las dificultades que podamos
encontrar... que serán pocas, te lo aseguro. Me encargaré de eso antes de ponerle un anillo en
el dedo.
‐Tienes una lista de requisitos que debe cumplir para declararla competente para ser tu
esposa, ¿verdad? ‐Por supuesto ‐convino él como si fuera lo más natural del mundo. ‐La
felicidad, como la compatibilidad sexual y la atracción física, irán en segundo lugar a la
idoneidad.
‐Haces que suene como si creyeras en los matrimonios pactados.
‐No descreo de ellos.
‐Entonces, siento pena por la mujer que se convierta en tu esposa.
Fue el turno de él de reír.
‐Siente pena por ti, signorina ‐declaró, dejando la servilleta sobre la mesa. ‐Eres tú quien
está dispuesta a vender su alma por una causa perdida.
‐Todo lo contrario. Estoy haciendo exactamente lo que afirmas que harías tú cuando tomes
una esposa. Me ciño a mi decisión, sin importar las dificultades a las que me enfrento. La única
diferencia es que yo voy a tomar un viñedo en vez de un marido.
La observó en silencio largo rato, hasta que al final dijo:
‐Bien, como te niegas a permitir que te disuada, supongo que he de hacer todo lo que
pueda para ayudarte. ‐Creo que ya lo has hecho ‐indicó el cuaderno de notas‐. Me has dado
unos consejos y pautas muy valiosos.
‐La teoría está muy bien, pero bajo ningún concepto reemplaza a la experiencia. Por lo
tanto, tengo una propuesta que quizá te resulte interesante. Primero, iré tan lejos como para
decir que no puedes permitirte el lujo de rechazada. Te tomaré como aprendiz a corto plazo
durante tu estancia aquí... digamos de ocho de la mañana a dos del mediodía. Significará que
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pasarás gran parte del día trabajando en vez de disfrutar de las actividades turísticas
habituales, pero si tienes tanto tesón como afirmas poseer...
‐¡Oh, sí! ‐exclamó, entusiasmada por la oferta y la posibilidad de pasar más tiempo con él.
‐Entonces, esto es lo que sugiero que hagamos. Procedió a perfilar un curso de instrucción
orientado a proporcionarle unos conocimientos básicos.
Desde luego, a ella no se le escapó la extraordinaria generosidad que mostraba hacia una
perfecta desconocida, y también notó la pasión con la que hablaba, la de un verdadero
profesional de la industria del vino. Se preguntó si como amante sería igual de apasionado.
‐¿Hemos terminado por ahora o querrías saber algo más? ‐preguntó al concluir.
Ella volvió a la realidad.
‐No, gracias ‐agitada, guardó el cuaderno de notas en el bolso y se levantó de la mesa. Un
vistazo a su reloj le indicó que casi eran las cuatro de la tarde. ‐¡Santo cielo, mira la hora! No
tenía ni idea de que se hubiera hecho tan tarde, mis disculpas. Me temo que he abusado de tu
generosidad.
‐En absoluto ‐repuso Domenico, poniéndose también de pie.
Ella era alta, pero él sobrepasaba con facilidad el metro ochenta. Fibroso y duro, estrecho
en todas las partes correctas y ancho y poderoso donde así debía serlo. Un cuerpo de ensueño.
Al escoltarla de vuelta al jeep, le preguntó: ‐¿Tienes otros planes para el resto del día?
‐Nada específico. Llegamos ayer y aún nos estamos orientando, pero debería regresar al
hotel. ‐¿No has venido sola a Cerdeña?
‐No.
‐Entonces, soy yo quien debe disculparse por monopolizar tanto tu tiempo ‐cerró la puerta
de su lado y luego fue a sentarse al volante. ‐Mañana comienza la vendimia, lo que significa
que estaremos todo el día en los campos. Ponte un calzado más fuerte y elige ropa que te
proteja del sol. Tienes una piel muy blanca. ¿Blanca? A su lado se sentía incolora.
Insignificante. Pero que se hubiera fijado en eso la habría hecho feliz si no hubiera concluido
con:
‐En especial, asegúrate de llevar un sombrero. Nadie de los que trabajamos en los viñedos
necesita la distracción de que te desmayes por una insolación.
La súbita y obvia impaciencia por deshacerse de ella había aplastado cualquier fantasía
romántica con más eficacia que si le hubiera arrojado un cubo de agua helada al rostro.
‐Entendido. Ni siquiera sabrás que estoy allí.
‐Puedes tener la seguridad de que lo sabré ‐replicó él con sinceridad. ‐Te estaré vigilando
atentamente. Aprenderás tanto como pueda enseñarte en el breve tiempo del que
dispondremos, pero no será a expensas de mi cosecha.
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ULLO
O 0022
‐Eso es todo. ¿Qué piensas? ‐mirando a Gail, su mejor amiga y compañera de viaje, a quien
había encontrado en una tumbona junto a la piscina del hotel, intentó evaluar la reacción que
tendría a sus bruscos cambios de planes.
‐Que él tiene razón ‐se aplicó otra capa de protección solar. ‐Es una oportunidad única y no
puedes permitirte el lujo de rechazarla.
‐Pero interfiere en nuestras vacaciones.
‐No en las mías ‐repuso Gail de buen humor. ‐Vinimos a Cerdeña a relajamos y yo estoy más
que contenta de pasar la mitad del día holgazaneando aquí o en la playa. Por si no lo has
notado, los dos lugares están atestados de hombres magníficos, algo que sin duda no podrá
decirse del viticultor, como se llame.
‐Domenico Silvaggio d'Avalos ‐supo que un solo vistazo a su cara aristocrática y a su cuerpo
tonificado, bastaría para que Gail cambiara de parecer acerca de quién había tenido más
suerte.
‐¡Qué cantidad de sílabas! Bueno, no importa. Lo que cuenta es que al irnos de aquí sepas
mucho más sobre cómo llevar un viñedo.
‐SÍ, desde luego ~contestó aunque algo en su tono debió de sonar raro, porque Gail se
quitó las gafas y la miró con suspicacia.
‐¡Mmmm! ¿Qué es lo que no me estás contando?
‐Nada ‐insistió Arlene, reacia a confesar que en el espacio de tres horas casi se había
engañado para creer que podría haber conocido al hombre perfecto. Gail se habría partido de
risa ante semejante idea, y con razón. No existía el amor a primera vista, y era una necedad
que una mujer próxima a los treinta años pudiera pensar algo así. ‐Lo encuentro un poco...
perturbador, eso es todo.
‐Perturbador, ¿cómo?
Trató de encogerse de hombros con gesto de indiferencia.
‐No sé. Quizá «intimidador» sea una palabra mejor.
De algún modo, parece saber mucho de la vida y proyecta una gran seguridad sobre sí
mismo y todo lo que lo rodea. En realidad, no sé por qué se toma tantas molestias con una
ignorante como yo, y supongo que me da miedo decepcionado.
‐¿Y qué si lo haces? ¿Por qué te preocupa lo que pueda pensar?
¿Por qué? Porque jamás se había sentido tan viva como durante el tiempo pasado con él.
‐Al final, su estado de ánimo cambió ‐respondió. ‐Pude verlo en su expresión y percibirlo en
su voz, como si de repente hubiera lamentado su invitación. Pareció casi enfadado conmigo,
aunque no me imagino la causa.
Gail volvió a ponerse las gafas y giró la cara hacia el sol.
‐Arlene, hazte un favor y deja de analizar a ese hombre. Puede que sea malhumorado y
sombrío, pero en lo que a ti concierne, representa el medio para alcanzar tu objetivo, y eso es
lo único que cuenta. Cuando nos vayamos de aquí, ya no tendrás que volver a vedo jamás.
Decidió que tenía razón, y deseó poder encontrar cierto consuelo en ese pensamiento.
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Esa noche, durante la cena en la casa principal, Domenico comprobó que la reacción de sus
cuñados a lo que había hecho era tal como había esperado. Falsos enfados y un montón de
comentarios humorísticos.
Sin embargo, sus hermanas gorjearon como gorriones ebrios, clamando por recibir más
información personal.
‐¿Cómo se llama?
‐¿Es bonita?
‐¿Está soltera?
‐¿Cuántos años tiene?
‐¡No te quedes ahí con cara de póquer, Domenico! Cuéntanos qué la hace tan especial.
‐Lo que la hace especial ‐declaró Bruno‐ es que podría ser Ella. Creedme. La he visto. Es
preciosa y adorable.
Los chillidos de placer que consiguió ese comentario bastaron para hacer que Domenico
deseara huir a las colinas. La principal misión que su madre y sus hermanas tenían en la vida
era verlo casado, y lo último que necesitaban era que Bruno las animara.
‐No seas ridículo, tío Bruno ‐le espetó. ‐Es una mujer corriente en la posición extraordinaria
de encontrarse con un viñedo que no tiene ni idea de cómo llevar. Le habría hecho la misma
oferta de haber sido un hombre.
Pero no lo era, y no había nadie más consciente que él de ese hecho. Durante el prolongado
almuerzo que habían compartido, lo había sorprendido la penetrante inteligencia que
resplandecía en esos hermosos ojos grises. Pero hacía falta algo más que cerebro para triunfar
en el mundo de la viticultura, y dados sus huesos pequeños y frágiles, se preguntó cómo
superaría las duras exigencias físicas de trabajar un viñedo.
En más de una ocasión se había dicho que no era problema suyo.
Pero admiró su determinación, y la pasión con la que le gustaba debatir, como en el tema
del matrimonio, lo suficiente como para haberse sentido tentado a invitarla a cenar sólo por el
placer de llegar a conocerla mejor.
Hasta que soltó que no había ido sola a la isla, lo que hizo que se sintiera como un idiota
por no haberlo imaginado por su propia cuenta.
La había visto casi encogerse ante el tono que luego había empleado al explicarle lo que
esperaba de ella cuando apareciera a la mañana siguiente. De no ser porque se encontraba en
una situación tan apurada, probablemente le habría tirado la oferta a la cara. Sabía que, de
estar en su lugar, él lo hubiera hecho.
Consciente de que su familia seguía mirándolo, dijo: ‐A riesgo de estropearos la velada y
apagar toda esperanza de casarme antes de acabar con la próxima vendimia, me siento
obligado a señalar que esta mujer ya está prometida. No sólo eso, sino que se quedará aquí
únicamente dos semanas, momento en el que nuestra relación, tal como está ahora, llegará a
su fin.
‐Pero en dos semanas pueden pasar muchas cosas
‐señaló Renata, la hermana menor, al tiempo que miraba fijamente a su marido. ‐Nuestra
luna de miel duró eso, pero fue el único tiempo que necesitamos para que me quedara
embarazada.
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‐Afortunada que eres ‐respondió Domenico entre la carcajada general. ‐Sin embargo, mis
ambiciones con esa mujer siguen derroteros diferentes, así que os rogaría que no tramarais
nada en mi nombre.
Eso dio pie a tal hilaridad, que de haber sabido en qué hotel se alojaba Arlene Russell, la
habría llamado para decirle que había surgido algo y que el acuerdo quedaba cancelado.
Domenico Silvaggio d'Avalos ya dirigía la acción cuando a la mañana siguiente Arlene se
presentó en la parte de atrás de la bodega, según lo acordado. Apartándose de un grupo de
unos treinta hombres y mujeres distribuidos en las partes posteriores de dos camiones, la
observó con ojo crítico y luego le dedicó un breve gesto de aprobación.
‐Te apañarás ‐comentó.
‐¡Qué alivio!
O no captó el sarcasmo o decidió soslayarlo. ‐Bueno, pongámonos en marcha. Esas
personas que ves en los camiones son vendimiadores adicionales contratados para ayudar con
la recogida. Mantente fuera de su camino. Deben realizar un trabajo. Si tienes alguna
pregunta, házmela a mí o a mi tío.
De haber tenido la oportunidad, habría hecho el saludó militar y habría gritado «¡Sí,
señor!», pero él la condujo al jeep y siguió a los dos camiones colina arriba hasta los viñedos,
sin dejar de hablar por el teléfono móvil en todo momento. Cuando llegaron, su tío ya les
estaba repartiendo a los recolectores las zonas que les habían sido asignadas bajo el mando de
uno de los empleados fijos de la bodega, pero se detuvo el tiempo suficiente para saludarla
con una gran sonrisa.
‐Observa y aprende, y te irás a casa siendo una experta ‐gritó en tono alegre.
Arlene no se lo creyó ni por un momento.
‐Aunque algunos viticultores realizan recogidas mecánicas con el fin de acabar con rapidez,
nosotros seleccionamos a mano nuestras uvas ‐comenzó Domenico sin perder el tiempo en
iniciar la clase.
‐Eso veo. ¿Por qué?
‐Porque las recolectoras mecánicas obtienen las uvas sacudiéndolas de la vid, y a menudo
las dañan en el proceso. Eso puede dar como resultado oxidación y actividad microbiana, que,
a su vez, causa enfermedad. No sólo eso, sino que es prácticamente imposible impedir que se
introduzcan otros materiales, en especial hojas.
Ocultando la consternación que le causaba no saber desde el principio de qué le estaba
hablando, ella preguntó:
‐Pero ¿la recogida manual no es un proceso más intensivo y, por lo tanto, caro?
Recibió una mirada altiva.
‐La Vigna Silvaggio d’Avalos se enorgullece de la superioridad de sus vinos. El precio no es
un factor determinante.
‐Oh, comprendo ‐repuso con voz apagada.
Por desgracia, la situación empeoró con el paso de la mañana. Aunque reconocía la suerte
que había tenido al poder participar en una operación como ésa, de primera clase, lo que más
la agobió con el transcurso de las horas fue que le dolía la espalda y que el sol bastaba para
asar viva a una persona.
Bajo la tutela de Domenico, recogió racimos de uvas utilizando unas tijeras especiales.
Aprendió a reconocer la fruta verde o enferma y a rechazarla. Como las vides golpeadas se
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estropeaban con facilidad, las manejó con cuidado, depositando los racimos elegidos en
muchas cestas pequeñas distribuidas a intervalos a lo largo de cada hilera de plantas.
Ninguno de los trabajadores inmigrantes tenía mucho que decir. Se ocupaban en su tarea
con terca persistencia y rara vez le dedicaban alguna mirada. Y en cuanto tuvo la seguridad de
que no le estropearía la preciada cosecha, Domenico también la abandonó, y Bruno se hallaba
demasiado lejos para ofrecerle alguna palabra de ánimo.
Sin embargo, en el transcurso de la mañana, cuatro mujeres encontraron la ocasión para
detenerse a su lado por separado, saludándola con afabilidad al tiempo que la sometían a una
inspección minuciosa y divertida. Aunque no se hubieran presentado como hermanas de él,
tendría que haber sido ciega para no ver el parecido que mostraban con su mentor.
‐No dejes que mi hermano te exprima ‐aconsejó Lara, la primera en visitarla. Su inglés era
casi tan perfecto como el de Domenico‐. Es un esclavista, en especial durante la vendimia.
Díselo cuando hayas tenido suficiente.
‐¡Nunca!
El sol se hallaba en lo alto cuando una furgoneta se detuvo en una polvorienta zona rocosa
a cierta distancia de los campos de cultivo. En el acto, las hermanas fueron hacia el vehículo y
comenzaron a descargar su contenido sobre una mesa larga colocada bajo una marquesina de
lona sustentada por una estructura de acero.
Mientras todos los trabajadores dejaban sus herramientas, Domenico se acercó a Arlene.
‐Hora de un descanso y de comer algo ‐declaró con su ya habitual manera altiva.
Por ese entonces, el dolor de cabeza que sentía Arlene era tan intenso, que detrás de sus
ojos estallaban estrellas y no supo si podría arrastrarse hasta donde las mujeres distribuían
cestas de pan y bandejas llenas de quesos, carne cortada en finas lonchas y aceitunas. La
penetrante agonía debió de reflejarse en su cara, porque justo cuando temía desmayarse, él le
tomó la mano y la irguió.
‐¿Sigues queriendo dirigir un viñedo? ‐inquirió con suavidad.
‐Puedes apostarlo ‐logró responder ella al tiempo que se soltaba y lograba llegar hasta la
marquesina para derrumbarse a la sombra.
Siguiéndola, la observó con mirada crítica. ‐¿Cuánta agua has bebido desde que llegamos?
‐No la suficiente, supongo. Traje una botella, pero la acabé hace horas.
‐¿No notaste las neveras portátiles que hayal final de cada hilera de vides? ¿No se te
ocurrió preguntar para qué eran?
‐No ‐tragó saliva; el olor del pan caliente, de las aceitunas y del queso fuerte de pronto hizo
que el estómago le crujiera de forma desagradable.
El soltó un juramento impaciente, fue a la mesa y regresó un momento más tarde para
entregarle una botella de agua fría.
‐A mí no se me ocurrió que habría que decirte que debías mantenerte hidratada. Di por
hecho que tenías suficiente sentido común como para alcanzar tú sola esa conclusión.
Dio la casualidad de que otra de sus hermanas, ésa con un embarazo avanzado, lo escuchó.
‐¡Domenico, por favor! ¿Es que no ves que la pobre ya ha tenido suficiente por un día? ‐lo
reprendió; le llevó rápidamente a Arlene un plato con comida. ‐Toma, come algo.
Arlene hizo una mueca, tan enferma por el retumbar de su cabeza que le dio miedo abrir la
boca para contestar, por si vomitaba en vez de hablar.
Con un murmullo de simpatía, la hermana de Domenico se agachó con cuidado.
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‐Estás mal, cara. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
‐He estado sufriendo un fuerte dolor de cabeza aquí susurró, llevándose una mano a la sien
al tiempo que se odiaba por su debilidad tanto como lo odiaba a él por presenciarla.
‐Más que un dolor de cabeza ‐su hermana alzó la cabeza para mirarlo‐. Es una migraña,
Domenico. Necesita que la cuiden.
‐Puedo verlo, Renata ‐le espetó él.
‐Entonces, llévala a casa y deja que mamá se ocupe de ella.
‐¡No! ‐horrorizada por la idea, Arlene logró contener otra oleada de náuseas el tiempo
suficiente para articular la objeción.
Renata sacó hielo de una de las neveras y lo envolvió en una servilleta de tela que cubría
una de las cestas de pan.
‐¿Has alquilado un coche, cara? ‐preguntó mientras lo apoyaba con gentileza en la base del
cráneo de Arlene. ‐Sí, pero no lo tengo aquí. Mi acompañante me trajo esta mañana.
‐Da lo mismo, porque no te encuentras en condiciones de conducir ‐una vez más, él la
ayudó a incorporarse, en esa ocasión con más delicadeza que antes‐. ¡Avanti!
‐¿Adónde?
‐Te llevo de vuelta a tu hotel antes de que te desmayes. No creo que a tu acompañante le
guste tenerte tumbada... al menos no en tu estado actual.
De no haberse sentido tan mal, le habría soltado una réplica por ese último comentario.
Pero dejó que la subiera al jeep, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento; y cerró los ojos.
Después de preguntarle con sequedad en qué hotel se alojaba, Domenico al menos tuvo la
delicadeza de conducir con cuidado.
Cuando llegaron, no le hizo caso a la prohibición del hotel de no aparcar delante de la
puerta y rodeó el vehículo para ayudarla a bajar.
‐¿Cuál es el número de tu habitación?
Ciega por el dolor por ese entonces, se apoyó contra su brazo.
‐Cuatrocientos veintidós.
‐¿Llevas encima la tarjeta para abrir la puerta?
‐Sí ‐hurgó sin éxito en su bolso.
Musitando algo con crispación, él encontró la tarjeta, la alzó en brazos, pasó junto al
portero y cruzó el vestíbulo hacia el ascensor en el momento en que éste se abría y salía de él
Gail.
‐Santo cielo, Arlene, ¿qué ha pasado? ¡Parece como si te hubiera alcanzado la cólera de
Dios!
‐Apártate, per favore ‐ordenó Domenico cuando continuó bloqueando la entrada al
ascensor. ‐Deseo llevarla a su habitación.
‐¡Un momento! ‐replicó Gail, en absoluto intimidada por su estilo autocrático‐. No vas a
llevarla a ninguna parte sin mí.
‐¿De verdad? ¿Y quién eres tú?
‐La compañera de habitación de Arlene.
‐Tú eres su acompañante.
‐¿Tú eres su mentor? ‐le espetó, imitando su tono incrédulo. ‐¿El que se supone que va a
enseñarle todo lo que hay que saber sobre el cultivo de las uvas?
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‐Sí.
‐¡Pues felicidades! Haces un trabajo estupendo trayéndola borracha al mediodía.
‐¡No hago nada semejante! ‐exclamó. ‐¿Qué clase de hombre crees que soy?
‐¡No querrías saberlo!
‐Gail ‐protestó Arlene débilmente‐, no pasa nada. He tenido una migraña, eso es todo, y
sólo necesito echarme hasta que se me pase.
Apaciguada, Gail retrocedió al interior del ascensor. ‐Yo... mmm... lo siento si he sido
demasiado enérgica. Te ayudaré a llevarla arriba.
‐Cierra las persianas ‐dijo él cuando estuvieron en la habitación. ‐Tengo entendido que la
oscuridad ayuda.
Mientras Gail obedecía, depositó a Arlene en la cama más apartada de la ventana, luego se
sentó en el borde del colchón y posó una mano fresca en su frente. ‐Cierra los ojos, cara ‐
murmuró.
Incluso sumida en un estado de profundo malestar, Arlene no pasó por alto el cambio de
actitud de él. Fuera lo que fuere lo que hubiera dado pie a su hostilidad desde el día anterior,
desapareció de su voz profunda y tranquilizadora.
‐Nunca la había visto así ‐oyó que Gail susurraba desde el otro lado de la cama. ‐¿No
deberíamos llamar a un médico?
‐¿No suele sufrir migrañas?
‐No que yo sepa, y si alguien debería saberlo, soy yo. Somos amigas íntimas desde la
universidad.
Él se levantó.
‐Quédate con ella y mantén el hielo en su nuca.
‐¿La traes aquí para marcharte? ‐siseó Gail con pánico‐. ¿Y si...?
‐Volveré ‐dijo él.
El sonido de sus pisadas se alejó.
En cuanto oyó que la puerta se cerraba, Arlene s esforzó por incorporarse.
‐¿Gail...? Creo que voy a vomitar.
‐¡Cielos! ‐le pasó un brazo por los hombros y la ayudó a ponerse de pie. ‐De acuerdo,
cariño, vamos, yo te acompañaré hasta el cuarto de baño.
Llegaron con apenas unos segundos de más. Sintiéndose espantosamente mal mientras
duraba, vomitar pareció mitigar un poco la ferocidad del dolor.
Después de enjuagarse la boca y echarse agua fría en la cara, volvió a tumbarse en la cama
y logró esbozar una débil sonrisa.
En ese momento llamaron a la puerta. Gail fue a echar un vistazo por la mirilla. ‐Quédate
ahí y pon aspecto interesante y pálido ‐dijo a Arlene‐. Tu sir Galahad ha vuelto, y no está solo.
‐¿Cómo se encuentra? ‐inquirió Domenico en cuanto entró en la habitación.
‐Más o menos igual ‐le informó Gail‐. Pero vomitó en tu ausencia.
«Oh, Dios», gimió Arlene para sus adentros. «¿Es que no he sufrido suficientes ultrajes por
un día para que compartas esa información con él?».
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‐Entonces, he hecho bien en solicitar ayuda profesional. El doctor Zaccardo ‐añadió cuando
un hombre de mediana edad con prematuro pelo gris se acercó al lado de la cama.
‐Es lo que usted sospechaba ‐tras un breve examen y unas cuantas preguntas pertinentes,
el doctor se apartó y asintió. ‐Dejaré este medicamento ‐continuó, sacando un pequeño frasco
de su maletín. ‐Cerciórese; por favor, de que tome dos pastillas de inmediato y, si es necesario,
otras dos a las seis de la tarde. Aunque la migraña debería desaparecer en cuestión de horas, si
para la noche no muestra mejoría, llámenme, aunque no espero que eso llegue a suceder.
Mañana será otra vez ella misma. Arrivederci, signor, signorina.
Mientras Gail iba a buscar un vaso de agua y le daba las dos píldoras prescritas, Domenico
se acercó a la mesa y escribió algo en el bloc de hojas del hotel.
‐Si te preocupa algo, puedes contactar conmigo en cualquiera de estos números, y éste es
el del doctor Zaccardo ‐le explicó a su amiga. ‐No obstante, por favor, llámame por la noche
para decirme cómo se encuentra.
‐Estoy segura de que se pondrá bien.
‐No obstante, quiero que me lo confirmes. Te quedarás con ella, ¿no?
‐Por supuesto.
‐Hasta luego, entonces.
Cuando Arlene volvió a ser consciente de su entorno, la habitación se hallaba totalmente a
oscuras salvo por el suave resplandor de la lámpara que había junto al sillón que se encontraba
al lado de la ventana. Gail estaba leyendo.
Con cautela, parpadeó y giró la cabeza sobre la almohada. Suspiró. No sintió ni vio fuegos
de artificio ante sus ojos. De hecho, sólo experimentó una deliciosa lasitud.
Vio un precioso ramo de rosas rosadas en la mesita de centro.
‐¡Has despertado! ‐exclamó Gail con suavidad al tiempo que dejaba el libro‐. ¿Cómo te
sientes, cariño?
‐Mejor. Mucho mejor. ¿Qué hora es?
‐Las ocho pasadas. Has dormido más de seis horas.
¿Necesitas más píldoras?
Se sentó con cuidado.
‐Creo que no. Pero me encantaría beber un poco de agua.
‐Claro –Gail le ahuecó las almohadas y luego le llenó un vaso de la jarra que había en la
mesita de noche.
Arlene bebió despacio.
‐¿Y bien? ‐su amiga la observó con ansiedad.
‐Hasta ahora, todo bien ‐indicó las rosas. ‐Son preciosas, pero no deberías haberte gastado
el dinero en eso. No me voy a morir.
‐¡No son mías! Él las mandó. Llegaron hace un par de horas. Compruébalo por ti misma ‐le
entregó una tarjeta en la que sólo estaba escrito el nombre Domenico‐. No es muy locuaz,
¿verdad?
‐Al parecer, no ‐sin embargo, sintió un placer dulce y ridículo.
‐Aunque se le da bien dar órdenes. Supongo que será mejor que lo llame y le diga que estás
bien ‐recogió el bloc, marcó uno de los números que él había dejado y se puso a hablar casi de
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inmediato‐. Hola, soy Gail Weaver... Sí, sé la hora que es... Lo hice en cuanto despertó... Ahora
mismo... ¡Bueno, lo haré, si dejas de interrumpirme y me permites acabar una frase...! No, dice
que no las necesita... Porque es una mujer adulta, lo que significa que es ella, y no tú, quien
decide qué se lleva a la boca... No lo sé. Se lo preguntaré ‐apartó el auricular de su oreja. ‐¿Te
apetece hablar con su señoría, Arlene? ‐preguntó con voz lo bastante alta como para que la
oyera medio hotel.
Ésta asintió con una sonrisa. Le habría gustado saber la última vez que alguien le había
hablado así a Domenico.
‐Hola ‐dijo, alzando el inalámbrico que había en la mesita de noche.
Tengo entendido que te has recuperado. Me alivia saberlo.
La profunda voz de barítono vibró por todo su cuerpo.
‐Gracias, tanto por tu preocupación como por las llores. Fueron una visión agradable al
despertar.
‐Me alegro de que te gusten.
Reinó una pausa que ella consideró el fin de la conversación.
‐Bueno, te daré las buenas noches, entonces...
Él la cortó antes de que pudiera acabar.
‐Arlene, me culpo por lo sucedido hoy. Esperar que trabajaras tanto como los demás, que
están acostumbrados a nuestro clima, ha sido imperdonable, y por eso me disculpo.
‐No es necesario. Ya has oído a mi amiga Gail. Soy una mujer adulta. Podía, y debería, haber
hablado antes. De hecho, te causé muchas molestias en un momento en que te encuentras
muy ocupado con la recolección. No se repetirá.
‐¿Estás diciendo que has cambiado de idea y que no regresarás al viñedo?
‐Claro que no. Estaré allí mañana a primera hora... al menos iré si tú no has cambiado de
idea.
‐En absoluto ‐musitó Domenico‐. Hasta mañana, entonces.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0033
A PESAR de las objeciones que planteó, Arlene pasó los siguientes días en el despacho de
Domenico. Con sus gruesas paredes blancas, con el suelo de piedra, con los nichos para las
ventanas y los techos altos y con vigas vistas, servía tanto de sala de reuniones como de centro
de negocios. En un extremo estaba la zona de comunicaciones e informática, pero ella pasó
casi todo el tiempo en el otro, sentada junto a él en unos cómodos sillones ante la hermosa
mesa de conferencias.
‐Me estás protegiendo ‐lo acusó ella. ‐Piensas que no tengo lo que hace falta para realizar
el trabajo.
‐Todo lo contrario, intento proporcionarte la base de información más amplia que puedo en
el breve tiempo del que dispondremos, para que cuando tomes posesión de tu propiedad, te
hagas una mejor idea del cuáles deberían ser tus prioridades. Sugiero que dejes que sea yo
quien decida el mejor modo de realizar eso.
Le proporcionó catálogos, nombres de empresas serias a las que debería llamar cuando
tuviera que comprar semillas y equipo. Le recomendó vídeos que le resultarían útiles y cursos
en línea que podía tomar, además de ofrecerle consejo sobre la clase de trabajadores que
debería contratar.
Justo cuando empezaba a creer que nunca terminaría por asimilar la montaña de datos que
le arrojaba, él establecía un descanso y se servían unos cafés de un termo que siempre había
listo en el mostrador que separaba las dos mitades de la sala. Luego volvían a trabajar hasta
aproximadamente la una, cuando la furgoneta que llevaba el almuerzo a los trabajadores del
campo, se detenía allí y el conductor les dejaba una bandeja cubierta. La suya era una comida
mucho más elaborada que la de los vendimiadores y se servía en una fina vajilla colorida, con
servilletas de tela y cubiertos de plata grabados.
Al quinto día, la trasladó otra vez a los campos y le enseñó a utilizar un refractómetro, para
medir el contenido de azúcar de las uvas.
‐Un buen caldo se considera a un nivel de azúcar de 22BRIX.
‐¿Brix?
‐Es la escala empleada por los viticultores para medir el grado de sacarosa en la fruta. La
precisión es crucial en la determinación del contenido de azúcar, de ahí que sea importante
que tengas un aparato de máxima calidad. Podrías perder una cosecha entera si recoges muy
pronto o dejas las uvas demasiado tiempo en la parra. A medida que sube el contenido de
azúcar, lo mismo sucede con el pH. La recogida debe estar sincronizada para maximizar el
contenido de azúcar al tiempo que se minimiza su acidez.
Para alguien que observara esas sesiones, habría parecido que entre ambos sólo había
cuestiones de negocios. Y ciertamente, en lo que a la viticultura se refería, así era. Pero bajo la
superficie se había puesto en marcha algo menos tangible. Sin una palabra o gesto directos,
entre ellos crecía una tensión invisible que no tenía nada que ver con los racimos de uva y todo
con la percepción tácita de un hombre y una mujer separados del resto del mundo por una
gruesa puerta que aislaba toda visión, sonido y relación con otros seres humanos.
Y cuando entre ellos se producían roces fortuitos, bastaban para lanzarle por el cuerpo
diminutos aguijonazos sensuales.
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La verdad era que la tenía cautivada. Tanto por la autoridad con la que impartía sus
conocimientos como por la paciencia con que le explicaba la complicada ciencia de la
viticultura. Por su inteligencia y por su integridad.
Y también la impresionaba el respeto que generaba entre sus empleados, en absoluto
limitado a los que trabajaban a su lado. No tardó en darse cuenta de que sus empresas se
extendían mucho más allá de las costas de Cerdeña. Como había mencionado su tío de pasada,
en su campo era una celebridad internacional.
Pero lo que más la conmovía era la evidente devoción que sentía por su familia numerosa,
ya que al haber sido una niña no deseada, Arlene había anhelado esos hermanos que
desempeñaban un papel tan importante en la vida de Domenico.
Pero a pesar de la intuición que le revelaba que se sentía igual de atraído por ella, en
cuanto se alejaba de él, la invadía la incertidumbre. Posiblemente era su imaginación lo que la
extraviaba, avivada por la intimidad que compartían al estar tantas horas solos. Lo que ella
tomaba por miradas cargadas de un erotismo subyacente no era más que el modo que tenía
Domenico de prestarle una atención profesional. Por lo que sabía, el modo en que le sonreía,
como si compartieran algo especial y personal, podía ser el modo en que les sonreía a todas las
mujeres.
‐¡Hay algo! ‐le aseguró Gail cuando le confió sus dudas a su amiga. ‐Yo te lo podría haber
dicho la noche en que llamó para ver cómo te sentías después de la migraña. Escuche vuestra
conversación.
Riendo, Arlene comentó:
‐¡Te recuerdo jadeante de furia cuando colgó! Y bebiendo agua fría de la botella.
‐¿Qué otra cosa esperabas? Ese hombre estaba tan encendido por ti, ¡que el auricular me
podría haber estallado en la oreja!
‐¡Eso es ridículo! Si nos habíamos conocido el día anterior.
‐Al parecer, es todo el tiempo que hizo falta. Reconócelo, pequeña. Justo cuando estabas a
punto de olvidarte de los hombres, al fin conoces a uno que hace que t u corazón lata un poco
más deprisa.
‐Eso no significa que él sienta lo mismo por mí.
‐¿Cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado?
La sola idea le causó un sudor frío. ‐No me atrevería.
‐¿Por qué no? Sabes que no está casado, ¿así que por qué no te dejas llevar por la corriente
y ves adónde le lleva? ¿Qué tienes que perder?
‐Para empezar, su respeto. Aparte de que bien podría estar saliendo con alguna mujer.
‐Bien podría estar esperando una señal de ánimo de tu parte.
‐¿Qué sentido tendría eso cuando ambos sabemos que me voy a marchar en nueve días?
‐El sentido es que podrías estar cerrándole la puerta a algo más bien glorioso llamado amor
a primera vista. ‐No creo en eso ‐persistió, sin dejar de pensar que a la única que engañaba era
a sí misma.
Gail suspiró con evidente exasperación.
‐Hay cientos de personas en el mundo que creen y que lo demuestran viviendo felices.
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Pero había parejas que confundían la atracción sexual y el apasionamiento con el amor
verdadero, y terminaban lamentándolo. Arlene bien lo sabía, ya que había sido el producto de
un error semejante... la hija única de unos padres que se odiaban cuando ella llegó al mundo.
«Me sacrifiqué y me quedé con él por ti», le había recordado su madre a menudo. «Si no
me hubiera quedado embarazada, lo habría abandonado a los seis meses de casarme y me
habría ahorrado cinco años de desdichas».
‐Pero si estás convencida de que en tu caso no es posible ‐continuó Gail‐, entonces deja el
amor fuera de la ecuación y vive el momento. Mientras tengas cuidado, un romance durante
las vacaciones nunca le ha hecho daño a nadie.
‐Tampoco creo en eso ‐repuso Arlene‐. Es demasiado arriesgado.
Gail puso los ojos en blanco.
‐¿Eso lo dice la mujer que lo dejó todo para ocuparse de un viñedo destartalado, un par de
perros y un viejo gruñón? ¡Dame un respiro!
Justo cuando el viernes se preparaba para marcharse, Domenico le preguntó qué planes
tenía para el fin de semana.
‐Porque si te interesa ‐le explicó‐, te llevaré a visitar otros viñedos de la isla. Nunca está de
más conseguir el punto de vista de otras personas. Cuanto más veas y con cuanta más gente
hables, más preparada estarás cuando empieces a trabajar en tus propios campos.
Como sabía que Gail había quedado con un guía turístico local, Arlene aceptó la invitación y
se esforzó en contener el rubor de placer que la invadió.
‐¡Gracias! Me encantaría.
‐Entonces, te recogeré a eso de las diez y le dedicaremos todo el día.
De vuelta en el hotel, se sintió perdida acerca de lo que debería ponerse.
‐Primero pide hora esta tarde para el spa del hotel y que te dejen nueva ‐dijo Gail‐: uñas,
limpieza de cutis, pelo, todo. Dios sabe que te lo has ganado. Preséntate arrebatadora y deja
que él vea lo que se está perdiendo.
Aunque eso nunca había sido su fuerte, se dijo que quizá la ayudara, ya que en el espejo
notó que el sol le bahía dado un tono miel a su piel y le había creado mechas doradas en el
cabello castaño claro.
Cuatro horas más tarde, salió del spa tan acicalada y resplandeciente que ni su propia
madre la habría reconocido.
«Es una pena que seas tan corriente, Arlene», solía decir. «Pero teniendo en cuenta que es
tu base natural, no hay mucho que puedas hacer al respecto».
Hasta ese día, habría estado de acuerdo. Pero ya no.
Tener las uñas pintadas de un suave tono coral, la piel como seda ambarina y el cabello
diestramente peinado y resaltado, marcaba un mundo de diferencia.
Embriagada por su transformación, pasó por la boutique del hotel y encontró el vestido
perfecto para su nuevo aspecto. De falda plena, corpiño ceñido y sostenido por unos tirantes
finos como espaguetis, era de un algodón suave del mismo turquesa profundo que el mar.
‐¡Perfecta! ‐convino Gail al inspeccionar el resultado final. ‐Lo dejarás boquiabierto.
Nerviosa, se preguntó si sabría qué hacer después si tenía éxito.
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Él fue puntual, aunque no se presentó con el jeep, como había esperado ella, sino con un
descapotable aerodinámico de color plata. Llevaba unos pantalones gris perla, una camisa azul
y mocasines negros de piel.
‐Estás preciosa, Arlene ‐dijo, bajando del coche para inspeccionarla de forma pausada‐,
pero tu cabello... ‐tocó un mechón y movió la cabeza. ‐No es apropiado.
Lo miró fijamente, demasiado decepcionada para sentirse ofendida.
‐¿No te gusta?
‐Está fantástico, pero no quiero ser el responsable de estropeártelo.
Desapareció en el interior del hotel. Al girar, vio que entraba en la boutique y unos minutos
más tarde salía con un largo foulard blanco de seda.
‐Para el viento ‐explicó, pasándoselo por la cabeza; y cruzando los extremos bajo su mentón
antes de echárselos por detrás de los hombros. ‐Ya sólo te faltan las gafas de sol para dar el
papel... una celebridad internacional que quiere recorrer la isla de incógnito, con el chófer al
volante.
Sabía que bromeaba, ya que nadie en su sano juicio tomaría a Domenico Silvaggio d'Avalos
por un chófer, del mismo modo que a ella le sería imposible pasar por una celebridad.
La condujo al coche y a los pocos minutos dejaban la ciudad atrás y avanzaban hacia el
oeste a lo largo de la costa en dirección a Sassari, donde realizaron la primera parada.
‐Este viñedo también cultiva la uva Vermentino, como nosotros ‐dijo, deteniéndose ante un
edificio almenado con un enorme patio delantero. ‐El dueño, Santo Perrottas, y yo fuimos
juntos al colegio en Roma y hemos sido buenos amigos desde niños.
Resultó evidente por la cálida bienvenida que recibieron. Aunque no llegaba a la altura de
Domenico, Santo también era un hombre atractivo y encantador. Al enterarse del motivo de la
visita, insistió en que Arlene degustara su vino en un jardín privado.
‐He oído hablar de los vinos de la Columbia Británica ‐comentó mientras bebían el
aromático y claro Vermentino‐. Tengo entendido que han ganado medallas de oro en
certámenes internacionales.
‐No por las uvas que crecen en mi propiedad ‐comentó ella con pesar. ‐He heredado un
viñedo que estuvo abandonado cierto tiempo.
‐Entonces, estás en buenas manos con Domenico.
Es un verdadero experto en el arte de cultivar vides. Y tú, amigo mío ‐añadió, dirigiéndose a
Domenico‐, qué afortunado eres al haber encontrado semejante belleza. ¿Por qué no pudo
haber aparecido ante mi puerta en vez de ante la tuya?
‐¿Por qué crees? Porque es tan inteligente como hermosa. Y porque tú estás casado.
Arlene sintió que se ruborizaba. No estaba acostumbrada a esa lluvia de halagos. Aunque
tampoco creía que hablaran en serio. Sólo se mostraban corteses y amables porque era lo que
se esperaba de los hombres que se movían en los estratos elevados de la sociedad.
Desde Sassari, Domenico fue hacia el sur, deteniéndose de camino en tres viñedos más,
donde recibieron una bienvenida cálida y les insistieron en que se quedaran a comer, a cenar,
a pasar la noche. Pero él rechazó cada invitación, algo que Arlene agradeció. Aunque apreciaba
la hospitalidad, Domenico era un maestro excelente, y gran parte de lo que oía y veía, ya lo
había aprendido en la Vigna Silvaggio d' Avalos. El verdadero placer del día radicaba en ver la
isla a través de los ojos de él.
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Al mediodía, fue isla adentro hasta un pueblo situado en una cima boscosa que daba al
Mediterráneo. Dejaron el coche a las afueras y pasearon por las calles sinuosas y tan estrechas
que el sol apenas lograba penetrar entre las casas. En una plaza diminuta a la sombra de las
palmeras, comieron en la terraza de un restaurante y a la hora reemprendieron la marcha.
Llegaron a Oristano pasadas las cuatro, y después de un recorrido rápido de la ciudad,
volvieron a poner rumbo al norte, siguiendo setenta y cinco kilómetros de maravillosa línea
costera y llegando a Alghero, en la Coral Riviera, justo cuando anochecía. Aun así, la belleza de
la ciudad era evidente.
‐Es la joya del noroeste de Cerdeña, sino de toda la isla ‐le informó Domenico después de
aparcar y ponerse a pasear por las calles adoquinadas de la ciudadela medieval. A esa hora, las
cafeterías y los restaurantes empezaban a cobrar vida. ‐Si dispusieras de más tiempo aquí, te
traería de vuelta para que disfrutaras de la playa y vieras más de las cosas que tiene que
ofrecer la ciudad. Pero en este caso, sólo cenaremos y disfrutaremos de lo que queda de hoy.
«Si dispusieras de más tiempo aquí...». Durante el día había llegado a ser un comentario
frecuente. Playas de cuarzo rosa, calas escondidas, colinas boscosas, olivares silenciosos,
ruinas arqueológicas y caminos poco recorridos que conducían al interior agreste... todo habría
sido suyo para descubrir si tan sólo dispusiera de más tiempo.
Se llevaría esos recuerdos a su nuevo hogar en la Columbia Británica, junto con el
conocimiento de que los había compartido con él. ¿Se imaginaba Domenico la impresión
indeleble que le había dejado, que sin importar cuántos años pasaran, jamás lo olvidaría?
Notó que los letreros de la calle estaban en italiano y lo que creyó que podría ser
castellano, pero resultó ser catalán.
‐Vas bien encaminada ‐indicó él después de que los llevaran a una mesa con un mantel
blanco impoluto y copas de vino de tallo alto y fino como los de una flor. ‐Alghero es más
española que cualquier otro lugar de Cerdeña. De hecho, se la apoda «Barcelonetta». No es de
sorprender, si se tiene en cuenta que estuvo bajo el dominio de Aragón durante casi
trescientos años, desde mediados del siglo XIV.
‐La primera vez que te vi, pensé que tenías un aire español, salvo por los ojos azules ‐
reconoció.
‐Muchos españoles, e italianos, para el caso, tienen los ojos azules. La familia de mi padre
vino del norte de España a comienzos de 1880. Tengo entendido que yo me parezco a mi
tatarabuelo.
‐Debió de ser un hombre muy atractivo.
‐Grazie. ¿Y de quién sacas tú las facciones, mi preciosa Arlene?
‐Oh, no es necesario que digas eso ‐protestó, ruborizándose. ‐Sé que no soy bonita.
Domenico alargó el brazo y le tomó las manos. ‐¿Por qué haces eso, cara? ‐preguntó con
gentileza‐. ¿Por qué te apartas de la verdad e intentas ocultar tu serena belleza al resto del
mundo? ¿Te avergüenza?
‐Nada parecido ‐la intensidad de su mirada la dejó sin aliento‐. No me estoy mostrando
recatada ni busco cumplidos. Sólo sé que la mía no es la clase de cara que provocaría que mil
barcos se hicieran a la mar ‐realmente se sentía así.
‐¿Y quién te ha convencido de eso? ¿Un hombre? ¿Un canalla que te rompió el corazón y te
quitó la confianza en ti misma para creer lo que resulta tan obvio para el resto del mundo?
‐Fue mi madre ‐respondió sin rodeos.
‐¿Por qué una madre le hablaría así a su hija?
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‐Supongo que porque salgo a mi padre.
‐Entonces, créeme cuando te digo que tu padre también debe de ser un hombre muy
atractivo, como sin duda tú sabes.
‐En realidad, no, ya que apenas lo conocí.
‐Ah. Ahora recuerdo. Tus padres se divorciaron cuando eras muy pequeña y él murió poco
después. Pero... ¿no tienes fotos de él?
Ella se rió con aspereza.
‐Mi madre jamás habría permitido alguna en la casa.
‐Bien podrías haber sido huérfana ‐comentó él al final.
Así era como se sentía a veces, pero Domenico era el primero en plasmarlo en palabras.
‐Espero que sepas lo afortunado que eres al formar parte de una familia tan unida.
Él fue a responder, pero pareció pensárselo mejor y cambió de tema.
‐¿Te queda sitio en el estómago para el postre? ‐inquirió.
‐¡Cielos, no! ‐exclamó con un suspiro. ‐Estoy literalmente llena.
‐Entonces, terminaremos con algo que aún debes experimentar ‐declaró Domenico,
llamando a la camarera con un gesto de la mano. ‐Hasta ahora, sólo conoces el Vermentino
normal, un vino joven y ligeramente amargo que se sirve muy frío. Ahora debes probar a su
primo, el liquorosa, más añejo, dulce y no tan frío.
‐Creo que ya he tenido suficiente por un día ‐dos copas de vino era prácticamente su límite,
y durante la comida ya habían consumido una botella entera. Como bebiera más, terminaría
bajo la mesa o lanzándose sobre él.
‐Relájate, Arlene ‐pidió con gentileza. ‐No es mi intención emborracharte, sólo extender el
placer de esta velada todo lo que sea posible.
‐Habría asegurado que ya tendrías más que suficiente de mí.
‐Estás equivocada.
Dos sencillas palabras, eso fue todo. Sin embargo, la embriagaron más de 10 que jamás
podría llegar a lograr el alcohol. La sangre se le desbocó en las venas. Aferrándose a su
menguante cordura, comenzó:
‐Lo sabes todo sobre mí...
‐Todo no ‐murmuró él. ‐Sospecho que lo mejor todavía está por llegar.
‐La cuestión es que yo ‐Arlene casi jadeó‐ no sé prácticamente nada sobre ti, de modo que
ha llegado tu turno de hablar.
‐¿Qué te gustaría saber?
‐Tus secretos más profundos y oscuros ‐bromeó, ocultando la agitación interior en que se
hallaba sumida.
La miró largamente a los ojos. Luego se levantó y extendió una mano imperiosa.
‐¿Por qué hablar cuando los actos son más claros que las palabras? ‐indicó con voz
súbitamente ronca.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0044
LA LLEVÓ hasta donde habían dejado el descapotable, condujo más allá del puerto
deportivo en el que los mástiles de los yates de los millonarios se alzaban hacia las estrellas y
siguió un camino entre un pinar hasta llegar a una franja de costa desierta.
‐En este momento ‐dijo él al final, rompiendo el silencio y guiándola a la playa‐, lo que más
deseo es tenerte entre los brazos y besarte en este lugar tranquilo, con sólo el mar y el cielo de
testigos.
‐¿Por qué? ‐le preguntó ella.
‐Porque ahora me resultas más deseable que ninguna otra mujer que haya conocido.
Bajó las manos por sus brazos desnudos, entrelazó los dedos con los de ella y la acercó a él.
La envolvió el calor de su cuerpo, protegiéndola del fresco aire marino. El latido de su corazón
la tranquilizó. Se hallaba a salvo con Domenico. Él no dejaría que nada le hiciera daño.
Se encontraba tan cerca que la marcaba con la prueba de su erección. Su mirada la
quemaba y su aliento la tentaba. Luego, con dolorosa lentitud, bajó al fin la boca para besarla.
En cuanto sus labios la encontraron, estuvo perdida en una realidad que superaba a la
fantasía. Zarandeada en una tormenta de emoción que la dejó temblando.
Atrapada en un deseo turbulento que anhelaba más... de todo lo que él estuviera dispuesto
a darle.
La boca se le ablandó bajo la suya, ansiosa por aceptarlo hasta lo más hondo. Las lenguas se
dedicaron al ritual del preludio a una mayor intimidad. Se aferró a él y cerró los dedos sobre su
pelo. Gimió débilmente, un sonido inarticulado que le rogaba que la tomara toda.
Pero lo que hizo fue retirar la boca y retroceder. ‐Se hace tarde. Debo llevarte a casa.
El brusco cambio la dejó atónita. No podía hablar en serio. No cuando unos segundos atrás
su cuerpo había transmitido una emoción completamente diferente. ‐No ‐susurró, aferrándose
a él. ‐No tengo miedo.
‐Confío en ti, Domenico. No tienes que parar...
‐Sí, Arlene ‐la interrumpió con voz dura. ‐Oh, sí que tengo que hacerlo.
La desesperación se acumuló en su garganta, más fría que el hielo. Lo había decepcionado.
Había sido demasiado torpe, demasiado ansiosa, demasiado... ¡todo! Humillada, giró en
redondo para que no viera las Él la siguió y le abrió la puerta. En silencio, volvió a colocarle el
foulard en torno a la cara y el cabello y luego se sentó ante el volante. Puso el vehículo en
marcha y los faros hendieron la oscuridad.
El trayecto desde Alghero hasta la pequeña ciudad en la que ella se alojaba fue, al mismo
tiempo, misericordiosamente largo y cruelmente corto. El deportivo se detuvo ante su hotel.
Abrió la puerta y sacó los pies al pavimento.
‐Muchas gracias por un día precioso ‐dijo ella por encima del hombro. ‐Gracias, también,
por toda tu amable ayuda. Te estoy muy agradecida. Adiós.
El silencio de él se había prolongado desde la playa, pero en ese momento volvió a hablar.
‐Mañana...
Tres sílabas que bastaron para paralizada. Aunque no se volvió. No se atrevía a mirado. Casi
tampoco a respirar, y mucho menos a tener esperanza.
‐¿Qué pasa mañana?
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‐Tómate el día libre. Pásalo con tu amiga. Apenas la has visto desde que llegasteis.
Otra oleada de desilusión rompió sobre ella. «¡Y tú ya me has visto demasiado y no quieres
pasar otro minuto en mi compañía! ¿Por qué no lo dices abiertamente?».
La voz de él le acarició la nuca, acallando su réplica antes de que pudiera expresarla.
‐Yo te recogeré después... a las ocho... para ir a cenar... algo distinto a esta noche.
Mucho después de que el coche hubiera desaparecido, permanecía inmóvil y tuvo que
obligarse a respirar. No sabía qué había querido decir con ese comentario críptico sobre «algo
distinto», ni le importaba. Lo único que contaba era que, después de todo, lo que había entre
ellos no se había acabado.
Al llegar a su villa, Domenico se sirvió una grappa y salió a la terraza del salón,
maldiciéndose por ser un imbécil. En cuanto su boca tocó la de ella, había reconocido que
besarla había sido un error y que lo más decente sería no volver a verla jamás.
Durante el trayecto de vuelta no había parado de repetírselo una y otra vez porque, tal
como había aprendido de adolescente, los hombres inteligentes evitaban involucrarse con las
mujeres que no entendían las reglas del juego. Y que ella no tenía ni idea de cuáles eran se
hizo evidente en cuanto sus labios se unieron.
La pasión que había despertado en ella con ese único beso lo había dejado aturdido. Podría
haberla tomado allí, en esa playa pública, y Arlene no lo habría rechazado.
«Confío en ti... no tienes que parar». Su voz había sonado ronca y urgente por la necesidad.
Sexualmente la deseaba de todos los modos en que un hombre podía desear a una mujer.
Incluso pensar en lo bien que encajaba en sus brazos bastaba para excitado. Pero esa palabra,
«confianza», había despertado en él la voz de la conciencia, que a partir de ese instante no
permitió que la acallaran.
No sabía cómo era posible que una mujer próxima a los treinta años mantuviera semejante
disposición a creer en la bondad de los demás, cuando lo único que había conocido desde niña
era el rechazo.
Y ahí radicaba la cuestión. Porque él no podía ser quien volviera a rechazarla. Sin embargo,
y a pesar de lo mutuamente placentero que pudiera parecer en el momento, jamás harían el
amor, porque el tierno corazón de Arlene terminaría lastimado.
No era una aventura casual. Para ella, la intimidad significaría amor y matrimonio... y él no
estaba en el mercado para ninguna de esas dos cosas. Mejor evitar, futuros daños y terminar
las cosas con Arlene de inmediato.
Pero al verla alejarse de él después de despedirse con gran compostura, con un andar rígido
y de una dignidad duramente ganada, todas sus buenas intenciones se habían ido al garete.
Y sin pensar en las complicaciones en las que iba a meterse, había soltado una invitación
que nunca había visto llegar. Que sólo le prometía problemas que no necesitaba.
Cenar a solas con ella quedaba descartado. Las velas y el vino representaban una
combinación peligrosa que no podía tomar en cuenta.
‐¿La vas a traer a cenar?
‐¿Aquí?
‐¿Con nosotros?
Ésos fueron los chillidos de entusiasmo que recibió su anuncio al día siguiente.
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‐No os inventéis algo que no existe ‐les advirtió con voz sombría a su madre y a sus
hermanas. ‐No hay nada entre nosotros. Ella sólo va a empezar un negocio, nada más, y cuanto
más hable con personas cuyas vidas giran en torno a unos viñedos, mucho mejor.
‐Lo entendemos ‐dijeron casi al unísono y sin poder ocultar el júbilo que revelaba que
mentían. ‐Sólo te comportas como un buen amigo. Entre vosotros no hay nada más.
Al ir a recogerla, pensó que bien podría haberse ahorrado tantas palabras, porque sabía
que nadie le había creído.
Pues dependía de él demostrarles que se equivocaban. Mantendría un talante ligero.
Hospitalario pero impersonal. Agradable pero sin ser demasiado familiar. En otras palabras, la
trataría exactamente igual que a cualquier otro colega de trabajo.
Llegó unos minutos temprano y esperaba en el vestíbulo del hotel cuando ella salió del
ascensor. Si el día anterior había ofrecido una imagen bonita con su vestido verde mar, esa
noche representaba un estudio de elegancia clásica. En vez de dejar que el cabello fluyera libre
alrededor de su rostro, se lo había asegurado a la nuca con un lazo de terciopelo negro. Lucía
una falda recta que le llegaba a los tobillos, unas sandalias abiertas, una blusa blanca de
encaje, sencilla y de manga larga, y unos pendientes de perlas en las orejas.
‐Olvidé devolverte esto ‐dijo ella, entregándole el foulard.
ֹÉl se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Un gran error. El ligero aroma de su perfume le
recordó a las violetas silvestres que crecían en la isla en primavera, pero la suavidad de su piel
tocó una fibra más íntima y socavó la resolución de mantener las distancias.
‐Era para ti, Arlene, pero no lo necesitarás esta noche. Subiré la capota del coche.
Tembló ligeramente bajo su contacto mientras la guiaba al exterior.
‐¿Adónde me vas a llevar esta vez? ‐preguntó cuando dejaron atrás el hotel y pusieron
rumbo al oeste.
‐A cenar con mi familia.
‐¿Tu familia? ‐repitió atónita.
‐Exacto. Ya has conocido a mi tío y a mis hermanas. Esta noche, conocerás a los demás.
‐Comprendo ‐lo miró pensativa. ‐¿Por qué?
No había previsto esa pregunta y tuvo que pensar una respuesta que no la indujera a error
ni la ofendiera.
‐Porque... porque ser bienvenida en el hogar de alguien es el mejor modo de llegar a sentir
un país extranjero. Los hoteles están bien, pero no ofrecen un cuadro real de la cultura.
Bajo la luz de una farola, vio que estaba ceñudo. ‐Pienso que lo que de verdad estás
diciendo es que sientes pena por mí, y he de decirte que no necesito tu compasión, Domenico.
Había olvidado lo perceptiva que era.
‐De todos los sentimientos que despiertas en mí, ten la seguridad que en ninguno figura la
compasión. Si ésa es la impresión que te he dado, es que he elegido mal las palabras, así que
deja que lo exprese de esta manera: Me gustaría que pasaras una velada con mi familia porque
creo que la disfrutarás, y sé con certeza que ellos están ansiosos por conocerte.
‐¿Por qué?
‐¿Eres consciente de las veces que preguntas eso?
‐Lo siento si te irrita.
‐Yo no he dicho que lo hiciera.
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‐Entonces, responde a mi pregunta.
La tensión vibró entre ellos.
‐Porque me gustas ‐dijo, en ese momento la irritación de la que lo había acusado unos
instantes antes era real. No estaba acostumbrado a que lo manejaran con esa facilidad. ‐Me
gustas mucho. Admiro tu inteligencia y tu determinación. Es verdad que nos conocemos desde
hace unos días, pero compartimos intereses comunes y te considero una amiga. Es la pura y
simple verdad. No hay ningún motivo ulterior. Los sardos somos un pueblo hospitalario.
¿Tanto te cuesta entenderlo?
‐No ‐respondió en voz baja y apagada. ‐Supongo que me muestro hipersensible, y me
disculpo por ello. Tiendo a reaccionar de esta manera cuando me siento insegura de mí misma,
y no me cuesta reconocer que me intimida la idea de ser exhibida ante tus parientes..
La furia de él desapareció con la misma velocidad con la que había surgido.
‐No tienes nada de qué preocuparte. No te costará ningún trabajo ganarte sus corazones ‐
«tal como te ganarás el mío si te lo permito», tuvo ganas de agregar.
La misma casa principal, donde vivían los padres de Domenico, aunque todos tenían casas
en la propiedad, ya la intimidó. Cuando un criado abrió la puerta y vio al grupo allí reunido
como un comité de bienvenida, se le encogió el corazón. Su único consuelo fue pensar que se
había vestido de forma apropiada. Todas las mujeres llevaban faldas hasta los pies o
pantalones de noche y tops de telas relucientes, y los hombres traje y corbata.
El gran recibidor donde la esperaban abarcaba un vasto espacio con un techo alto y
abovedado con vigas enormes, muy al estilo del que había llegado a reconocer como típico de
Cerdeña. El suelo era de pizarra gris, las paredes blancas, la mesa larga y angosta centrada bajo
una araña de hierro forjado... todo era de una sencillez tan severa, que podría haber sido un
monasterio. Sin embargo, lo que de otro modo habría parecido lúgubre e imponente, quedaba
suavizado por un enorme y colorido arreglo floral en el centro de la mesa, luces tenues
proyectadas por candelabros de pared y vivos óleos en las paredes.
Sus preocupaciones no tardaron en mitigarse.
Desde los padres de aspecto aristócrata hasta el niño más pequeño, casi todos hablaban al
menos algo de inglés, y aunque no hubiera sido así, no se podría haber confundido la calidez
de sus sonrisas y el modo en que la incorporaron a su grupo.
Domenico la presentó de inmediato y Federico Silvaggio d'Avalos, su alto y atractivo padre,
dio un paso al frente y le besó la mano con galantería.
‐Es un honor darte la bienvenida a nuestra casa, signorina.
Su madre, Carmela, próxima a los sesenta años y aún con una belleza deslumbrante, le dio
un beso en cada mejilla, exclamó lo fría que tenía la cara y en el acto la condujo a un salón
grande y elegante tapizado con suaves sedas y adornado con maderas talladas.
‐Estamos tan contentos de que Domenico te haya traído para conocemos, querida. Ven a
sentarte conmigo junto al fuego y conoce a mi numerosa y ruidosa familia.
Siguió un torrente de presentaciones. La hermana embarazada que había sido tan simpática
el día en que Arlene sufrió la migraña se unió a ella en el sofá.
‐Hola otra vez, Arlene. Soy Renata, y éste es mi marido, Vittorio. No se espera que puedas
recordar el nombre de todos ‐añadió riendo. ‐Somos tantos, que incluso nosotros a veces
olvidamos quiénes somos.
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‐Eso es cierto ‐corroboró otra hermana. ‐Las cuatro chicas nos hemos casado y les hemos
dado nietos a nuestros padres ‐hizo una pausa. ‐Aunque tú no lo estás, ¿verdad, Arlene?
‐No.
Sonrió feliz.
‐Qué coincidencia. Tampoco Domenico.
Aparte de la mirada asesina que le lanzó él, en el salón reinaba una atmósfera relajada y
jovial.
Los pequeños se arracimaron en torno a ella con abierta curiosidad. Y cuando uno de ellos,
un crío de unos dieciocho meses, tropezó y se cayó, la abuela lo subió a su regazo y lo consoló,
sin importarle que le babeara sobre la blusa de seda.
Un perro viejo de raza indefinida dormitaba junto al fuego, pero nadie lo echó. Ningún
padre indignado les ordenó a sus hijos que se callaran o que se fueran a jugar a otro cuarto.
Cuando el nivel de ruido se elevaba demasiado, los adultos sencillamente alzaban las voces.
El comedor era un festín para los ojos, con ventanales que daban a una terraza y una mesa
que con facilidad podría acomodar a unos treinta comensales. La cena siguió un ritmo
pausado.
‐Tiene una casa preciosa ‐le confió Arlene a la madre de Domenico durante un momento de
quietud en la conversación.
‐Gracias, cara. La verdad es que resulta demasiado grande sólo para dos personas, pero mis
hijos se niegan a dejar que nos mudemos a un lugar más pequeño. Afirman que éste es el
único sitio en el que podríamos caber todos a la vez en torno a una mesa ‐miró a Renata y a
Gemma, la segunda hermana más joven de Domenico, quien también se encontraba
embarazada. ‐Y como los bebés no dejan de venir, supongo que es verdad. ¿Tienes hermanos,
Arlene?
‐No, soy hija única.
Única, y sola... al menos hasta esa noche. Pero la familia de Domenico la había incorporado
de tal manera en su red familiar de afecto que, por una vez, no se hallaba fuera mirando hacia
dentro. Por una vez sentía que tenía un sitio, aunque sólo fuera durante unas pocas horas.
Tantas cosas la habían conmovido a medida que transcurría la cena... Quizá cosas
insignificantes para la mayoría de la gente, pero para ella detallaban todo lo que se había
perdido de niña. Por ejemplo, el marido de Lara, Edmondo, que dejaba que su comida se
enfriara mientras instaba con paciencia a su hijo Sebastiano, de seis años, a probar los trozos
de cordero que le habían servido.
«... no he dicho que tuviera que gustarte, Arlene, sino que tenías que comértelo, así que te
quedarás ahí sentada hasta que lo hagas... ».
O el padre de Domenico alargando el brazo por la mesa para tomar la mano de su esposa,
prueba de que el matrimonio no tenía que representar el fin del amor entre un hombre y una
mujer.
Y tal vez lo más conmovedor de todo era el amor con el que Domenico trataba a sus
sobrinos, una visión tan insoportablemente hermosa, tan llena de afecto, que hacía que
tuviera ganas de llorar.
Fue durante el café cuando surgió el tema de una feria del vino en París.
‐Es el próximo fin de semana, ¿no? ‐preguntó Renata a nadie en particular.
Su tío Bruno asintió.
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‐Así es. Tres días, a partir del viernes.
Siguió una charla vivaz que abarcó conferenciantes, viticultores, fabricantes, proveedores y
todo lo que estuviera remotamente relacionado con el negocio de convertir la vid en vino.
‐Este año tú presentas vinos, ¿verdad, Domenico? ‐preguntó Ignazio, uno de sus cuñados.
Él asintió, con cuidado de no despertar a una sobrina pequeña que se había quedado
dormida en sus brazos.
‐Pero sólo un día, el viernes.
Michele, la segunda hermana mayor y la más tranquila, alzó la vista de la tarea de limpiar
miel de la barbilla de su hija de siete años.
‐Deberías llevarte contigo a Arlene. Para ella será una valiosa experiencia.
‐Me temo que eso queda descartado ‐se apresuró a aseverar ella, ya que no deseaba
esperar que Domenico eliminara la idea. Si la velada, por lo demás maravillosa, había tenido
un defecto, había sido que él había permanecido claramente distante de ella, como si quisiera
dejar claro, tanto para ellos dos como para la familia entera, que no eran pareja. Aunque no
había dejado de mirarla con esos ojos agudos y penetrantes. ‐El sábado me voy a casa.
‐Además, la inscripción ya está cerrada ‐dijo él.
‐No para ti ‐arguyó Lara‐. Eso es imposible. Podrías presentarte con veinte invitados en el
último minuto y los aceptarían ‐se volvió hacia Arlene‐. Es la clase de fuerza y presencia que
tiene nuestro hermano en los círculos vinícolas.
Por fortuna, la conversación giró hacia los placeres de París en octubre, y poco después la
velada llegó a su fin. Primero los padres recogieron a sus respectivos hijos para acomodarlos
en los coches para el corto trayecto hasta casa, luego fue el turno de Arlene de despedirse.
‐Ven a vemos antes de irte ‐le pidió la madre de Domenico con amabilidad antes de volver a
besarle las mejillas.
‐Desde luego ‐añadió su marido. ‐No esperes hasta que te enviemos una invitación. Nuestra
puerta siempre está abierta.
‐Gracias ‐dijo ella con un nudo en la garganta, porque sabía que no iba a volver.
Igual que hiciera toda la noche, Domenico la estudiaba, como si hubiera metido la pata en
la despedida.
¿Acaso había decidido que no era lo bastante buena como para relacionarse con su familia?
¿Que le faltaba sofisticación? ¿O su objetivo había sido en todo momento mostrarle que no
encajaba en su vida, que nunca lo haría?
Sólo había una manera de averiguarlo.
‐De acuerdo, Domenico ‐dijo en cuanto se pusieron en marcha. ‐Ya no tienes que seguir
fingiendo. Sólo estamos tú y yo, así que suéltalo. ¿Qué motivo tenías esta noche para llevarme
a cenar con tu familia?
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0055
¿HAS OLVIDADO que ya hemos tratado ese tema, Arlene? ‐preguntó él, ocultando su
sorpresa.
‐Repítemelo. No estoy segura de recordarlo bien.
‐Pensé que sería una experiencia agradable para todos los involucrados.
‐¿Incluido tú?
‐Por supuesto.
‐Entonces, ¿explícame, por favor, por qué pasaste toda la velada evitándome? ¿Cambiaste
de parecer y llegaste a la conclusión de que habías cometido un error al invitarme?
‐No.
‐No te creo. Creo que temías que te avergonzara... o, peor aún, esperabas que me
avergonzara a mí misma.
Él respiró hondo y pisó el freno. La miró atónito...
‐¿Cómo diablos habrías podido hacer eso?
‐Oh, no sé ‐se encogió ligeramente de hombros. ‐Poniéndome la servilleta al cuello, o quizá
no sabiendo qué tenedor emplear. O bebiendo demasiado vino para acabar bajo la mesa
atontada antes de que se hubiera servido el plato principal.
Conmocionado, la sujetó por los hombros y la sacudió, más por la frustración que por la
furia. No obstante, los hermosos ojos grises se volvieron cristalinos por las lágrimas no
derramadas y se quedó boquiabierta por la sorpresa.
A pesar de que lo intentó, Domenico no pudo encontrar las palabras que justificaran su
comportamiento. Abandonó la idea de tratar de excusar lo inexcusable y por una vez se
entregó al instinto que llevaba días atormentándolo. La tomó en brazos y le aplastó la boca
contra la suya.
Al principio, ella se resistió y se mantuvo muy rígida. Desesperado por suavizar el golpe que
le había asestado, la convenció tomándole la nuca con una mano y acariciándole el cuello con
la otra.
Una lágrima escapó a su control. Y cayó por la curva encendida de su mejilla. Domenico la
atrapó con la lengua y, al final, las palabras adecuadas, las únicas que importaban, salieron de
él:
‐Jamás podría estar avergonzado de ti ‐le susurró sobre la boca. ‐Eres lo mejor que me ha
pasado nunca. Si me mantuve alejado de ti, fue porque temía estar demasiado cerca.
‐¿Por qué? ‐una vez más formuló con un murmullo su pregunta favorita.
Él respondió ahondando el beso. El apetito que tanto se había esforzado en contener se
adueñó de sus venas y desterró a la oscuridad todo pensamiento coherente.
Ella se fundió en su abrazo. Se apoyó en él y dejó que la cabeza le cayera en absoluta
rendición.
Domenico conocía la extensión de costa como la palma de la mano. Sabía que a unos
metros de distancia un sendero agreste conducía a un refugio formado por un pinar. Con un
brazo alrededor de los hombros de ella, puso el vehículo en marcha con la izquierda y lo llevó
bajo el dosel de ramas antes de apagar el motor y las luces.
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Con la luna y las estrellas ocultas por el follaje, la noche se cerró en torno al vehículo y lo
sumió en una fresca intimidad. Pero dentro ardía un fuego de lava líquida, tan primitivo como
imparable.
Apoyó las manos en ella y estudió su forma a través de la blusa de seda. Encontró los
botones. Los soltó. Apartó la enagua de seda que llevaba debajo y descubrió la perfección aún
más sedosa de sus pechos.
Se pusieron duros bajo las manos de él y la oyó soltar un leve jadeo de placer. Eso lo acercó
más a la locura. Bajó la cabeza y capturó un pezón en la boca al tiempo que le acariciaba el
cuerpo hasta los finos tobillos.
La falda ceñida resistió la intrusión, pero el deseo desbocado que lo dominaba no iba a
tolerar que lo frenaran. El sonido de una costura al romperse causó poca impresión
comparado con el tronar de su corazón.
Tenía las piernas desnudas y suaves como la crema.
Liberadas del confinamiento de la falda, se separaron y convirtieron la invasión en una
invitación. Domenico contuvo el aliento ante la delicada humedad a la que le brindaba acceso.
Con una erección enorme ya, se sintió palpitar contra la tela de los pantalones.
Tambaleándose tan cerca del borde de la destrucción, no pensó en la dignidad ni en la
decencia.
El súbito ulular de un búho lo salvó de sí mismo. Recuperada la cordura y consternado por
su propia falta de control, le alisó la ropa y, lleno de disgusto consigo mismo, se apartó de ella
con el pecho como una montaña rusa.
En todo el tiempo transcurrido desde que perdiera la virginidad a los catorce años con una
mujer que le doblaba la edad, nunca había caído al nivel de un Casanova de asiento de coche.
Arlene se merecía algo mejor que verse sometida a la clase de tanteo impaciente que la había
dejado con una falda rota y un grado de frustración sexual sin duda similar al suyo propio.
Merecía un poco de respeto... y una sentida disculpa.
‐Lo siento ‐dijo, y añadió‐: No por encontrarte irresistible, sino por demostrarlo de manera
tan torpe, y por todos los demás errores que he cometido en lo que a nosotros respecta.
‐¿Qué clase de errores? ‐susurró ella en la oscuridad.
‐Dejar que mi orgullo dictara mis actos. Aquel primer día, cuando dijiste que habías
quedado, saqué la conclusión de que ibas a verte con un hombre ‐se rió sin humor. ‐Los celos
me devoraron.
‐Jamás lo habría adivinado.
‐No ‐confirmó. ‐Se me da bien ocultar mis pensamientos y sentimientos. Pero la verdad es
que quise castigarte, y lo hice. Al día siguiente, puse en peligro tu salud al dejar que trabajaras
hasta quedar en un estado de casi extenuación. Tu migraña fue por mi culpa.
Ella le acarició la cara con ternura.
‐Ni siquiera tú puedes concederte ese mérito, Domenico. Debería haber tenido el sentido
común de dejarlo antes de que las cosas empeoraran. Elegí no hacerlo y sufrí las
consecuencias. Tú has sido de gran ayuda y maravilloso.
Le tomó los dedos y se los besó.
‐Soy un hombre orgulloso y obstinado, Arlene. Voy en pos de lo que quiero con una
determinación rayana en lo obsesivo. No te engañes pensando otra cosa.
Bajó la mano por su torso. ‐¿Me deseas?
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‐Sí ‐dijo él con una mezcla de risa y gemido.
‐Entonces, tómame.
Muy tentado a hacerla, dejó pasar unos momentos de silencio antes de contestar.
‐Aquí no. Ahora no.
‐Entonces, ¿cuándo?
Sopesó sus opciones. Podía llevarla de vuelta a su casa. Estarían completamente solos. Era
una regla tácita en su familia el respeto de la intimidad de los otros miembros y que nunca se
aparecía sin invitación. Pero siempre podían verla en el coche y no se hallaba preparado para
las especulaciones que algo así provocaría.
Podía llevarla a un hotel. Pero eso apestaba a aventura de una sola noche y hacía años que
había decidido que nunca recurriría a esa medida.
Lo que le dejaba probablemente el mejor y más inteligente curso de acción... no hacer
absolutamente nada, y así ahorrarse ambos el dolor de tener que cortar lazos cuando llegara el
momento en que ella abandonara la isla.
‐Podrías ir conmigo a París ‐se oyó sugerir.
‐No puedo permitírmelo.
‐Yo sí.
La sintió retraerse como si un viento helado se hubiera infiltrado en el coche.
‐No aceptaré tu dinero.
‐No tendrás que hacerlo. Viajaré en un jet privado.
No me costará nada incluir un invitado, tampoco en la suite del hotel.
‐Aun así, ¿qué pasa con Gail? No puedo abandonarla.
Captó la añoranza en su voz. Seducido por ella, añadió:
‐Se reunirá contigo en París el domingo al mediodía y desde allí volaréis juntas de regreso a
casa. ‐Nuestros billetes son para el sábado y no incluyen escala en París. Hemos venido vía
Roma.
‐Los billetes se pueden cambiar, cara ‐arrancó el coche y retrocedió de vuelta al camino. ‐
De hecho, se puede conseguir casi todo si se anhela con todas las fuerzas.
‐Eso no lo sé ‐respondió ella al final. ‐Pero sí sé que te deseo.
Cuando él se enteró de que jamás había estado en París, cambió los planes y sugirió que se
marcharan de Cerdeña el miércoles, para poder tener tiempo de mostrarle la ciudad antes de
que comenzara la convención. La idea de cuatro días y noches enteros con él la llenó de una
embriagadora expectación, y decidió no prestarle atención a esa voz interior, sensata y
cautelosa, que le decía que se estaba metiendo en la historia hasta el cuello.
No volvió a verlo hasta la mañana de la partida. ‐Después de París, me vaya Chile por un par
de se‐manas, lo que significa que estaré ocupado los próximos dos días asegurándome de
dejar todo en perfecto funcionamiento antes de irme ‐le explicó cuando la llevó de regreso al
hotel el sábado por la noche.
‐Lo entiendo ‐aceptó ella, soslayando el recordatorio no muy sutil de que pasado el fin de
semana, cada uno seguiría su camino‐. De hecho, yo también he de ocuparme de un par de
cosas.
Con la mano en su espalda, la acompañó hasta el ascensor, de tal modo que protegió el
desgarrón de su falda de la mirada curiosa del recepcionista.
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‐Entonces, arreglado. Mañana te haré llegar la información del nuevo vuelo de tu amiga y te
recogeré aquí a las ocho de la mañana del miércoles. Llegaremos a París a tiempo de comer.
‐Suena maravilloso.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, le dio un beso fugaz en los labios.
‐Hasta el miércoles, entonces.
La euforia la llevó en una nube durante los siguientes tres días. El martes, re equipó su
guardarropa con prendas más acordes con jets privados y octubre en París que con las playas
de Cerdeña. Pero aunque pasó por alto las boutiques más caras, eso no cambiaba el hecho de
que en dos días se había gastado más en ropa que en los últimos dos años.
‐Piensa en ello como en una inversión de futuro ‐indicó Gail cuando su amiga se quejó del
balance de su tarjeta de crédito. ‐Después de todo, podrías establecer algunos contactos muy
valiosos en la convención y es importante que proyectes una imagen profesional adecuada.
Yeso antes de sucumbir a la tentación de un vaporoso vestido de un ligero tono malva y a
un vestido de noche maravilloso que centelleaba con lentejuelas para el posible banquete de
cierre de la convención.
Mientras contemplaba el contenido de su maleta el martes por la noche, se dijo que se
estaba arriesgando a una bancarrota financiera y emocional... ¿por qué? Por una aventura sin
ataduras con un hombre que ni siquiera se había molestado en levantar el teléfono para
llamarla desde el sábado. Un hombre tan peligrosamente atractivo que casi tenía garantizado
un corazón roto cuando acabara todo. ¿Para qué iba a servirle toda esa ropa elegante
entonces?
‐Soy una don nadie tratando de estar a la altura de alguien muy importante ‐gimió.
‐Eres una idiota ‐le espetó Gail‐. El Señor Maravilloso se viste por los pies, igual que los
demás.
Pero Domenico no era como los demás, y esa verdad se manifestó el miércoles por la
mañana en cuanto la escoltó a bordo del estilizado jet. La espaciosa cabina, con el pasillo
ancho, la sala amplia, la moqueta mullida y los asientos de piel hablaban de lujo y confort.
Había estado demasiado tensa para desayunar en el aeropuerto, pero las escasas dos horas
que requirió el vuelo desde el aeropuerto de Olbia hasta Le Bourget, en París, permitieron que
una azafata tuviera tiempo de servirles un desayuno ligero de champán frío, zumo de naranja,
unos deliciosos bollos templados, fruta fresca y un maravilloso café negro italiano.
‐¡Por París! ‐exclamó Domenico alzando su copa cuando la línea costera de Cerdeña se alejó
debajo de ellos.
Ella asintió, aún un poco incrédula de estar viviendo todo eso, de estar bebiendo champán
en un jet con el hombre más sexy desde que Sean Connery interpretara el papel de James
Bond.
Sexy, sí, pero también observador.
‐Estás muy pensativa, Arlene. ¿Sucede algo?
En una palabra: ¡Sí! Una noche sin dormir había intensificado sus dudas sobre el mundo en
el que la corriente Arlene se estaba moviendo.
‐Supongo que me siento abrumada. Nunca antes un hombre al que acabara de conocer me
había llevado a una de las grandes capitales de Europa.
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‐Si albergas dudas acerca de venir conmigo, ten la certeza de que no te presionaré para
hacer nada para lo que no estés preparada. Tú establecerás el ritmo del tiempo que pasemos
juntos, cara, no yo.
‐No se parece al acuerdo que establecimos el sábado. No pienso pagar tu generosidad... ‐se
calló, incapaz de poner en palabras lo que ambos sabían que quería decir.
Él no tuvo esos reparos.
‐¿Acostándote conmigo? ¡Arlene, por favor! El hecho de encontrarte deseable no significa
que me debas favores sexuales. En los próximos días, conocerás a algunos de los principales
viticultores del mundo. Me consideraré bien recompensado si aprovechas al máximo la
oportunidad ‐se encogió de hombros y sonrió. ‐¿Y si da la casualidad de que también hacemos
el amor? Bueno, lo consideraré una bonificación.
‐Me preguntaba si quizá habías cambiado de idea acerca de eso ‐comentó ella, esquivando
su mirada. ‐No hemos hablado desde el sábado y cuando me recogiste esta mañana, te
mostraste muy... serio.
‐¿Te refieres a que no te besé?
‐Ni siquiera en la mejilla ‐Arlene se ruborizó.
‐¿Es eso lo que te ha creado un conflicto interior? ‐él se rió e inclinándose sobre la mesa, le
tomó el mentón y le acercó la boca a la suya. ‐Sabes muy bien ‐murmuró cuando al fin se
retiró. ‐Y si piensas que he mantenido las distancias porque he cambiado de parecer, no
podrías estar más equivocada.
Eso la animó y le resultó más fácil concentrarse en el presente, dejando que el futuro
cuidara de sí mismo. Si esos pocos y mágicos días iban a marcar el gran final de su experiencia
con ese hombre increíble, no debería dejar que las inseguridades los empañaran.
Cuando el jet comenzó el descenso sobre París, Domenico le fue señalando hitos famosos
sobre los que ella sólo había leído o visto en la televisión o el cine. Con la cara pegada a la
ventanilla, disfrutó de su primer vistazo de la Torre Eiffel, del Arco del Triunfo, de los puentes
que moteaban el Sena, del Sagrado Corazón, de Nótre Dame. Los nombres y las imágenes se
iban desplegando debajo de ella dorados con la luz otoñal y el ambiente romántico que había
definido a la ciudad durante siglos.
Al salir del aeropuerto, un Mercedes con chófer los esperaba para llevarlos al hotel. Esperó
que fuera lo suficientemente modesto como para que su diezmada tarjeta de crédito pudiera
cubrirlo, pues no pensaba dejar que Domenico lo pagara. Ya era suficiente que él se hubiera
encargado del transporte y que hubiera empleado la influencia que tenía para inscribirla en la
convención.
Se dio cuenta de lo baldías que habían sido sus esperanzas en cuanto el coche se detuvo y
se encontró de pie ante el legendario Hotel Ritz de París. Hasta ella sabía que figuraba entre
los más caros y lujosos del mundo. Consternada, agarró el brazo de Domenico y se detuvo.
‐¿La convención se celebra aquí?
‐Yo jamás me hospedo en el hotel de la convención, cara ‐repuso con calma, instándola a
continuar al hermoso interior del edificio del siglo XVIII‐. Demasiado atestado y ruidoso y casi
inexistente intimidad.
‐¡Pero yo no puedo permitirme este sitio!
‐Yo sí.
‐¡Ésa no es la cuestión!
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‐Entonces, ¿cuál es?
‐Que tengo mi orgullo. He aceptado todo lo que has sugerido, pero me niego a dejar que tú
pagues mi alojamiento.
Él miró a la gente que se movía por el adornado vestíbulo.
‐No vamos a discutir el tema aquí, Arlene. Puede esperar hasta que estemos solos.
Pero eso no sucedió hasta que se halló en una suite de habitaciones que daban a los
Jardines Vendóme, y esa extraordinaria magnificencia bastó para dejarla sin habla. Mobiliario
elegante y antiguo, valiosos objetos de arte, cuadros, alfombras persas, enormes arreglos
florales... a pesar de intentarlo, le fue imposible asimilarlo todo. Sencillamente, nunca en la
vida había visto algo tan exquisito, y menos formado parte de ello.
Aturdida, se volvió hacia Domenico. ‐¿Qué hago en este sitio?
‐Esto ‐repuso y la besó por segunda vez aquel día; un beso prolongado y dolorosamente
hermoso.
Ella se afanó en conservar la cabeza, en mantenerse firme en sus principios. Podía dejar
atrás la parafernalia de los ricos y famosos y no arrepentirse en ningún momento. Pero no
podía alejarse de él.
Y no era que no lo intentara. Liberando la boca, susurró:
‐Éste no es mi sitio, Domenico.
‐Entonces, vete.
La acercó y la atrapó en su aura magnética.
‐¡No lo entiendes...!
‐¿Qué no entiendo, Arlene? ‐murmuró con suavidad.
‐Tengo miedo. Estoy fuera de mi elemento. No sé adónde conduce esto.
‐Pues tendremos miedo juntos, porque yo tampoco lo sé.
Ella suspiró, con la mirada clavada en la de él.
‐No creo que conozcas el significado del miedo. Tú eres invencible.
Él movió la cabeza.
‐Sólo soy un hombre, tesoro ‐musitó, acariciándole el rostro. ‐Tener más dinero que
algunos no me hace mejor o peor que ellos. No define quién soy. Vete, si debes hacerla, pero
hazlo porque no deseas estar conmigo, no por mi riqueza o porque tengas miedo de que
intente comprarte. Tengo una reserva permanente de esta suite, y como creo que te dije el
sábado pasado, el precio es el mismo sin importar los huéspedes que la ocupen. Y si eso
importa de verdad, hay dos dormitorios. Yo dormiré en el mío hasta, o a menos, que tú me
invites a compartir el tuyo.
¿Cómo marcharse, después de eso? ¿Cómo dudar de su integridad o de su decencia como
ser humano?
Percibiendo que la había conquistado, la condujo de la mano hasta los altos ventanales que
daban a los jardines.
‐No perdamos más el tiempo discutiendo sobre trivialidades, no cuando el sol brilla y París
espera para conocerte ‐tocó el fino jersey de ella, más apropiado para el clima de Cerdeña‐.
Ponte algo más abrigado y te presentaré una de mis ciudades preferidas.
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Comenzaron con un recorrido en un bateau‐mouche, una de las largas barcas turísticas que
surcaban las aguas del Sena. Sentada junto a Domenico en la cubierta acristalada, respiró la
historia de los deslumbrantes monumentos.
Los nombres de las personas que habían inmortalizado la antigua ciudad se marcaron en su
cerebro. María Antonieta… Víctor Ruga... Charles Dickens... Toulouse‐Lautrec. La lista era
fascinante e interminable.
El viento había hecho que la mañana fuera fresca al desembarcar en la orilla izquierda.
Domenico la condujo a una diminuta cafetería junto a la ribera del río, y agradeció haberse
puesto unos pantalones negros ceñidos y un jersey de cuello vuelto de color púrpura. Con una
capa a los hombros, casi sentía como si perteneciera a ese París elegante y chico
‐Dime qué te apetecería comer.
‐Decide tú ‐repuso ella, tan entusiasmada que se preguntó cómo había podido albergar
alguna duda acerca de estar con él‐. Soy feliz poniéndome en tus manos.
Después de estudiar en la pizarra los platos del día, eligió un estofado de ostras,
acompañado con una baguette recién hecha y mantequilla sin sal.
Ese almuerzo sencillo en la pequeña cafetería marcó un cambio en su relación. Rieron y
charlaron con tanta relajación como si se conocieran desde hacía meses y no sólo días.
La tensión sexual no desapareció, desde luego. Arlene sabía que, para ella, siempre estaría
presente. Era como respirar. Pero por primera vez desde que se conocían, se relajó lo
suficiente como para dejar de preocuparse sobre lo que podía estar pensando de ella y,
simplemente, se divirtió en su compañía.
Él percibió ese cambio.
‐Quiero verte sonreír más a menudo, oírte reír como lo has estado haciendo durante la
última hora, como si no existiera sitio alguno donde prefirieras estar más que aquí, conmigo.
‐No lo hay ‐admitió. ‐Aunque nos conocemos desde hace poco, te has vuelto muy...
importante para mí.
«¿Importante?». Qué palabra tan inadecuada. ¡Se había vuelto crucial para su propia
existencia! Llenaba todos los rincones vacíos de su corazón. Estaba cautivada por él, casi lo
había estado desde que lo vio por primera vez.
‐El tiempo no importa ‐murmuró Domenico, devorándola con la mirada. ‐Lo que cuenta es
no conformarse con lo seguro y corriente, sino tener el valor suficiente para reconocer y
aferrar lo notable siempre que aparece en nuestro camino, a pesar de los riesgos que pueda
acarrear ‐ladeó la cabeza. ‐Vuelves a sonreír. ¿Por qué?
‐Porque has tocado una fibra sensible con ese último comentario ‐respondió ella. ‐Hasta
hace poco, siempre había buscado lo seguro y corriente.
‐¿Y eso? ‐la vio titubear y le apretó la mano. ‐Cuéntamelo, Arlene. Lo entenderé.
‐De acuerdo. Ya sabes que mis padres se divorciaron y que yo nunca llegué a pasar tiempo
con mi padre.
‐Sí, y por lo que me has contado, tu madre jamás llegó a llenar el vacío que dejó en tu vida
la muerte de tu padre.
‐No es que no pudiera, Domenico, es que no quería.
El único motivo por el que luchó con mi padre por mi custodia fue porque sabía que él me
quería. Ella volvió a casarse cuando yo tenía once años y decidió que ya no deseaba el estorbo
de una hija. Pasé los siguientes siete años tratando de demostrar que merecía su amor, pero al
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final tuve que conformarme con su tolerancia. El día que me gradué con honores en el
instituto, me informó de que, teniendo ya dieciocho años, debería irme a vivir sola y me echó
de casa. Mi ilusión había sido estudiar Derecho, pero no podía mantenerme y pagar la facultad
de abogacía al mismo tiempo, así que me contenté con convertirme en secretaria jurídica.
Calló entonces. Añadir el resto... que en febrero había cumplido los treinta años, que su
reloj biológico la ensordecía con su tictac y que anhelaba un bebé, pero que hasta conocerlo a
él se había resignado a permanecer soltera porque no había conocido a un hombre al que
pudiera amar con todo su corazón... eran cosas que mejor se guardaba para sí misma.
‐Esa mujer ‐aseveró él en la pausa reinante‐, es una pobre excusa de madre.
Arlene se encogió de hombros.
‐Me reconcilié con mi madre hace años. No puedo cambiarla. Lo único sobre lo que tengo
control es mi propio destino.
‐Es lo único que podemos hacer todos ‐observó Domenico.
‐Sí, pero he necesitado heredar el viñedo de mi tío abuelo para comprenderlo. Los desafíos
que plantea mi nueva vida, y los riesgos, me han sacado de mi zona de confort y han hecho
que comprendiera que me estaba ahogando en lo seguro, aburrido y apenas tolerable. Quiero
vivir, no simplemente existir.
‐Y así debe ser ‐le tomó los dedos. ‐Gracias por confiar en mí lo suficiente como para
compartir lo que sé que son recuerdos dolorosos. Me proporcionan una comprensión mayor
sobre lo que te ha convertido en la mujer que eres hoy.
Ella se rió con incertidumbre.
‐¡Y yo que pensaba que los hombres preferían a las mujeres con cierto misterio!
‐Un poco, quizá, pero tú has avivado mi apetito. Anhelo conocer más de ti, Arlene.
‐Bueno, pero ahora no, si no te molesta ‐repuso con ligereza‐. No con París esperando ser
explorada.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0066
PODÍA ver en su cara y en el modo en que caminaba, como si le doliera todo, que había sido
un día muy largo y agotador.
Era una mujer con fuerza y vigor, y sabía que los iba a necesitar. Por todo lo que ella le
había contado y por lo que él había recopilado de los contactos que tenía en la zona, no había
heredado el paraíso bucólico que Arlene imaginaba, sino un desastre que podía arruinarla. La
«ayuda» que ella afirmaba que le había prestado no era nada comparado con lo que iba a
necesitar cuando finalmente se enfrentara a las dificultades que la esperaban.
De eso no podía protegerla, pero sí podía encargarse de que los pocos días que iban a
permanecer en París fueran tan idílicos como su considerable poder y dinero pudieran hacer.
Necesitaría unos recuerdos perfectos que la apoyaran una vez que se viera inmersa en el
arduo e implacable mundo de la viticultura.
‐No pude conseguir una reserva para cenar antes de las nueve ‐le informó, mintiéndole. Sin
importar la hora, siempre había una mesa para él en Clarice's, el elegante y pequeño
restaurante al que iba a menudo, tanto por su cocina excepcional como por su cómoda
proximidad al hotel‐. Disponemos de casi tres horas antes de tener que salir, y te sugiero que
emplees parte de ese tiempo en descansar.
‐Creo que lo haré ‐ flexionó una rodilla e hizo una mueca de dolor. ‐De hecho, creo que me
daré un buen baño caliente.
‐Excelente idea ‐se concentró en apartar los pensamientos de la imagen de ese cuerpo
esbelto y hermoso en toda su desnudez.
Esperó hasta que ella se encerró en el dormitorio que iba a ocupar antes de encargarse de
las llamadas que aguardaban ser contestadas, como indicaba la luz parpadeante de su
teléfono. Diez en total, nueve de las cuales devolvió y una ignoró. Que Ortensia Costanza se
hallara también en París para la convención no lo sorprendía, pero no tenía intención de dejar
que interfiriera en el tiempo que él pensaba pasar allí.
Fue a su cuarto de baño, se desnudó y se metió en la ducha, eliminando el rastro de
cansancio que siempre provocaban los viajes. Se secó, se afeitó, se peinó y se puso el albornoz
del hotel.
Como no era un completo bárbaro, sabía que la botella de Krug que había pedido que le
subieran no permanecería en una temperatura óptima de forma indefinida. Convencido de
que ella seguiría relajándose en la bañera, recogió el espumoso y las dos copas y entró en su
dormitorio.
‐¿Estás visible, Arlene? ‐dijo al tiempo que llamaba a la puerta del cuarto de baño.
Ella soltó una exclamación de sorpresa.
‐¡Claro que no estoy visible! Estoy en la bañera.
‐Oculta bajo una capa de burbujas, seguro.
‐Bueno... sí.
‐Es suficiente ‐sin aguardar su permiso, abrió la puerta y fue hacia la bañera de mármol,
donde sólo era visible la cabeza de Arlene por encima de una capa de espuma nevada. Había
apagado las luces y dejado el cuarto sumido en las sombras titilantes de unas velas con aroma
a lavanda.
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El vapor remolineaba en torno a su rostro y hacía que unas gotas de humedad cayeran de
su frente. ‐¿Qué crees que estás haciendo?
‐Es costumbre disfrutar de un poco de champán cuando te das un baño de placer en el Ritz
de París ‐se inventó, llenando las copas y ofreciéndole una.
Un esbelto brazo emergió de las burbujas. Él carraspeó y retrocedió hasta la cómoda, una
distancia segura. ‐Salute... o, como dicen en Francia, a la vótre!
Sin dejar de mirarlo, bebió un sorbo vacilante.
‐¿Es así como tratas a todas las mujeres a las que traes aquí? ¿Las sorprendes en desventaja
y las ablandas con alcohol?
‐Las únicas mujeres a las que he traído aquí son mis hermanas. Y a pesar de que las quiero,
servirles champán en la bañera no entra en mis obligaciones fraternales. Ya tienen maridos
que se ocupan de esas cosas. Sin embargo, tú sólo me tienes a mí.
‐¿Es así como me ves, como una obligación?
‐Sabes muy bien que no. No he guardado en secreto el hecho de lo atractiva que te
encuentro y lo mucho que te deseo. Ni siquiera tú, Arlene, puedes confundir eso con una
obligación.
Ella decidió cambiar de tema y por fortuna la tenue luz impidió que viera la erección que
era incapaz de contener.
‐El sitio al que vamos a ir a cenar ‐Arlene pasó el dedo por el borde de la copa‐, ¿es muy
elegante?
‐No es de etiqueta, si te refieres a eso, pero sí, yo diría que es moderadamente elegante.
¿Representa un problema para ti?
Sus hombros cubiertos por burbujas se elevaron cuando los encogió levemente.
‐En realidad, no. Lo que pasa es que no quiero avergonzarte.
Ya habían tenido esa conversación, y Domenico había creído que había dejado las cosas
bastante claras al respecto. Sin embargo, mirándola en ese momento, vio un abismo de
incertidumbre en sus ojos.
‐Hazte un favor, Arlene, y olvida todo lo que te enseñó tu madre ‐comentó, indignado con
la deliberada destrucción que había obrado esa mujer sobre la seguridad de su hija.
Ella contuvo una carcajada.
‐Es un consejo poco habitual. Estoy segura de que ni tus hermanas ni tú lo seguís.
‐Mis hermanas y yo tenemos la bendición de una madre que alberga lo mejor para nosotros
en su corazón. Al parecer, no se puede decir lo mismo de la tuya, y me aventuraría a indicar
que la razón es que está celosa de ti.
‐¡En absoluto! Mi madre es la representación de todo lo que es chico Yo represento una
gran decepción para ella.
‐¿En qué sentido? Frunció la delicada nariz. ‐Soy sencilla y corriente.
‐Eso es cuestión de opinión ‐aseveró Domenico con rotundidad‐. Lo que tiene más interés,
al menos para mí, es qué la hace tan insensible. ¿Te imaginas a ti misma diciéndole a una hija
tuya que es corriente, aunque lo consideraras cierto?
‐¡Jamás! ‐exclamó ella con intensidad, provocando pequeñas olas espumosas sobre la parte
superior de sus pechos. ‐Si tuviera una hija... todos los días le diría lo hermosa que era, ¡y sería
verdad, porque ante mis ojos lo sería!
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Se dio cuenta de que había tocado un punto delicado y lo sorprendió la vehemencia de ella.
Arlene se hundió hasta que la espuma le cubrió la barbilla, como si tratara de ocultar un
secreto vergonzoso.
‐Sí, me gustaría tener un bebé.
‐¿Qué te detiene?
‐Para empezar, que no hay marido. Me sorprende que tengas que preguntarlo, dado tu
punto de vista sobre el matrimonio y las familias.
‐¿Me estás diciendo que nunca has conocido a un hombre con el que consideraras la
posibilidad de casarte?
‐Haces demasiadas preguntas, Domenico, y el agua se está enfriando.
Aparte de que caminaba por terreno peligroso. El matrimonio y los hijos eran temas que
evitaba hablar con las mujeres para impedir que sacaran conclusiones injustificadas acerca de
sus intenciones.
Miró su reloj de pulsera y comentó con suavidad. ‐Ya es hora de que termines de arreglarte.
Sólo disponemos de cuarenta y cinco minutos antes de que debamos irnos.
En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Arlene suspiró de alivio.
No era virgen. Temerosa de estar perdiéndose algo espectacular, había sucumbido a las
súplicas de un hombre con el que había salido con veintidós años. Lo habían «hecho» en su
cama y su apartamento. Él había dicho todas las cosas adecuadas y se había mostrado muy
orgulloso de la ejecución. Y la había dejado deseando haberse quedado en casa leyendo un
buen libro. Lo mejor que podía comentar sobre la experiencia era que se había acabado con
rapidez. Aún desconocía lo que era un orgasmo.
Entonces había decidido que el sexo estaba muy sobrestimado, y nadie que hubiera
conocido desde entonces la había persuadido de cambiar de parecer. Hasta que conoció a
Domenico, y con él...
Se llevó las manos a las mejillas encendidas. Había obtenido un gran placer en dejar que la
tocara íntimamente. Un temblor se había extendido desde la boca de su estómago hasta su
útero, dejándola temblando y al borde del descubrimiento. Y todo en el asiento delantero de
un coche.
¡Hasta ahí había llegado su dignidad! Pero no sentía ni un ápice de vergüenza ni un
momento de arrepentimiento, aparte del hecho de que había terminado demasiado pronto.
«Te deseo», había susurrado.
Y cuando en ese instante lo tenía para ella sola, ¿cómo respondía? Con una exhibición
patética de renuencia que lindaba con el engaño.
‐Empieza a ser sincera con él y contigo misma ‐murmuró delante de su imagen agitada ante
el espejo. ‐Si de verdad lo deseas, deja de titubear y haz el primer movimiento antes de que te
quedes sin tiempo.
Por ello, y aunque Domenico pudiera considerada novata en el arte del amor y en contra de
lo sucedido la primera vez años atrás, la elección de la ropa para esa noche la dictó la elegancia
con que pudiera quitársela... ella misma o él. Porque, de un modo u otro, por la mañana
despertaría siendo su amante, y si dicho reinado debía ser corto, se aseguraría de que fuera
muy, muy dulce. Para ambos.
Al final se decantó por el vaporoso vestido de seda de tono malva. Largo pero de estilo
sencillo, elegante pero sin ostentación, aparte de que se ceñía a las zonas adecuadas. El chal
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de Gail de color púrpura, las sandalias y bolso plateados y un par de pendientes largos de
cristal aportaron los últimos retoques.
Que había elegido bien se hizo evidente en cuanto se reunió con Domenico en el salón.
‐Esta noche seré la envidia de todo hombre que me vea contigo ‐comentó mientras
examinaba el vestido de clásicas líneas imperio.
La velada empezaba bien.
Clarice's cumplió con todos los conceptos idealizados que Arlene pudo tener jamás acerca
de cómo debía ser un restaurante parisino íntimo y elegante. Óleos enmarcados iluminados
por luces discretas sobre paredes tapizadas en damasco de color burdeos, encima de unos
frisos de caoba. Sillas con apoyabrazos situadas en tomo a mesas redondas con gruesos
manteles de algodón cuyos bajos llegaban hasta el suelo alfombrado. La luz de las velas titilaba
con delicadeza en contenedores de plata y centelleaba contra el cristal.
Los camareros eran discretos y se fundían en las sombras cuando no se los necesitaba, para
aparecer al segundo cuando sucedía lo contrario.
Cenaron a placer sopa de alcachofas con tomillo silvestre y tarrina de langosta. Pechuga de
pato cuidadosamente servida sobre endibias belgas salteadas en mantequilla y rociadas con
almendras picadas y tostadas. Albaricoques de Turquía y creme frafche espolvoreada con
azúcar de vainilla. Y con cada delicioso bocado, con cada sorbo de exquisito vino añejo, era
consciente de la mirada que le recordaba el momento límite que ella misma había establecido.
Era casi medianoche cuando regresaron al Ritz. Durante su ausencia, alguien había
cambiado los arreglos florales y dejado unas copas y una botella de coñac en una bandeja de
plata.
‐¿Una copa antes de dormir? ‐inquirió Domenico. Estuvo tentada de aceptar, pero beber
para olvidar no era su estilo y no solucionaría nada.
‐No, gracias. He tenido suficiente por esta noche.
‐¿Has disfrutado de la velada?
Ahí estaba, la cuña perfecta para acercarse a él, tomarle la mano y decir algo parecido a
que había sido maravillosa pero que aún no se había acabado.
‐Mucho ‐contestó, y se cubrió la boca con el dorso de la mano fingiendo un bostezo.
Él sonrió. ‐Estás exhausta.
‐Sí, ha sido un día largo ‐«interminable», pensó, costándole creer que esa mañana había
despertado en Cerdeña.
Él sirvió un par de dedos de coñac en una copa. ‐Deberías irte a la cama.
‐Sí ‐pero aún titubeaba, tratando de hacer acopio de valor.
Sujetando la copa entre ambas manos, se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla.
‐Entonces, te daré las buenas noches. Duerme bien. Tragó saliva y las lágrimas estuvieron a
punto de traicionarla. .
‐Gracias ‐balbuceó y huyó de la escena.
«¡Idiota!», casi pudo oír que Gail le decía. «Deja de menospreciarte y aprovecha el
momento. No es demasiado tarde».
Pero se había estropeado el maquillaje con las lágrimas. Concluyó que lo mejor era
consultarlo con la almohada y ver qué aportaba el día siguiente.
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Contenta de haber alcanzado una decisión, se lavó la cara, se cepilló los dientes y se puso el
camisón rosado antes de colgar el vestido en el enorme armario. Notó que quien había
cambiado las flores en el salón, también le había apartado el edredón de la cama y depositado
una chocolatina y una rosa roja sobre la almohada.
El alimento y las flores de los amantes. Dubitativa de pronto, miró hacia la puerta que la
separaba de él. Insegura, giró el pomo, abrió y se asomó...
Nada. Una pequeña lámpara proyectaba suficiente luz como para ver que el salón se
hallaba vacío y la puerta de su dormitorio cerrada. El coñac que se había servido estaba intacto
en la copa.
El alivio luchó con la desilusión. Una vez más, se le había ahorrado tener que tomar una
decisión. O eso creía. Pero Domenico era un imán invisible que la atraía hacia él. Sus pies
descalzos se deslizaron por la alfombra persa. Cuando la tocó, la puerta se abrió.
La luna que surcaba el cielo encima de los tejados de París proyectaba un resplandor
azulado sobre la cama grande... y él, cubierto a medias por la sábana y ajeno a su presencia.
Se acercó con sigilo, lista para huir si se movía. Salvo por el subir y bajar regular de su
pecho, se hallaba quieto. El pelo negro le caía sobre la frente. La piel de los hombros y de los
brazos revelaba unos músculos tonificados hasta una fibrosa perfección.
Lo tocó. No pudo contenerse. Su mano cobró vida propia y fue a apoyarse con ligereza
sobre el torso. Estaba cálido, vital.
Y despierto.
‐Ciao ‐sus ojos oscuros eran estanques luminosos en su cara.
Soltó un jadeo. La suerte estaba echada. No había escapatoria.
‐No quería despertarte ‐gimió, e intentó recuperar la mano.
Pero él se la capturó y la mantuvo firme donde la tenía. ‐No dormía, Arlene. Ni mucho
menos ‐para demostrárselo, le deslizó la mano por su estómago hasta la protuberancia gruesa
y ardiente que reposaba sobre su vientre. ‐Pensaba en ti y me preguntaba cuánto tendría que
esperar hasta poseerte.
Estuvo a punto de desmayarse por el susto. En el espacio de un segundo, había pasado de
tener una mano sobre el torso inocuo a sostenerle el pene, que palpitaba contra la palma,
sedoso y decidido. Ansioso y urgente.
¿Qué quería Domenico que hiciera a continuación?
‐¿Arlene? ‐la voz sonó en la penumbra, era tanto una caricia como una pregunta.
‐No sé qué hacer ‐musitó casi sin voz. ‐Anhelo complacerte, pero desconozco cómo.
‐Me complaces mucho simplemente con tu presencia aquí. En cuanto a lo que pase a
continuación, ¿por qué no empezamos con esto?
Le soltó la mano y la atrajo a su lado en la cama. La tocó levemente, trazando un sendero
desde el interior del brazo hasta el hombro. Le acarició un lado del cuello hasta la oreja y con
la yema del dedo se puso a trazar círculos en tomo a ésta.
Ella cerró los ojos, atrapada en una red tan placenteramente hipnótica, que tenía todas las
células de su cuerpo relajadas. Los labios de él realizaron un recorrido pausado de su rostro.
Cuando se detuvo en la boca, Arlene temblaba. Y cuando la lengua le recorrió los labios, lo
aceptó con la desesperación de una mujer hambrienta.
Pensó que si eso fuera todo lo que le diera, bastaría.
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Pero Domenico no quedaba satisfecho tan fácilmente. Entonces subió la lengua hasta su
oreja.
El efecto fue devastador e instantáneo. Arrancada de una aceptación pasiva, gimió y se
aferró a él, clavándole las uñas en los fuertes hombros. Las entrañas le dieron un vuelco. Un
espasmo agudo y eléctrico le atenazó ese sitio entre las piernas.
A ciegas, giró la cara y buscó su boca en un anhelo por repetir la oscura penetración de esa
lengua depredadora. Suplicando probarlo, ser poseída por él.
Le pasó un brazo por la cintura y la acercó más. Sus piernas se entrelazaron con las de ella y
se enredaron con los pliegues del camisón.
Tiró de él.
‐Tiene que desaparecer, tesoro ‐Y lo hizo. La tela sedosa se deslizó lejos del cuerpo de ella y
la dejó desnuda ante él. Reinó un momento de quieto silencio que al final rompió Domenico al
respirar. ‐Te toca la luz de la luna ‐murmuró con voz ronca‐ y eres hermosa.
Al siguiente instante, la boca de él estuvo sobre su pecho, caliente y húmeda, y la mano le
acarició las caderas. Deslizó el dedo entre los muslos para acariciar los enclaustrado s pliegues
de su feminidad. Con delicadeza le indujo otro espasmo, ése de una intensidad tan exquisita
que ella se arqueó con un grito ahogado.
Le murmuró algo ininteligible en italiano, pero extrañamente eso la tranquilizó, y volvió a
acariciarla. Un rugido surcó su cuerpo, creciendo en intensidad hasta que, de pronto, su
cerebro entró en cortocircuito en un despliegue deslumbrante de chispas.
‐¡Domenico! ‐sollozó, instándolo más allá de la cautela con unas manos que sólo conocían
la desesperación.
Abrió las piernas y lo situó encima de ella con una fuerza sobrehumana. Lo guió hasta
donde su núcleo palpitaba y ansiaba la posesión completa.
Durante un instante glorioso, su pene palpitó contra ella, una seda acerada contra un satén
flexible y fundido. Luego, con una maldición, se apartó para ponerse la protección de un
preservativo. Después se volvió para mirarla otra vez. Se situó encima de ella y respondió a la
necesidad febril de Arlene con la suya propia, ensartándose hasta el fondo. Embistiéndola en
un ritual que al mismo tiempo era más primitivo y más refinado que cualquier cosa que ella
hubiera pensado en conocer alguna vez.
Domenico le coronó los glúteos con las manos, le alzó las caderas y entró hasta el máximo.
Instintivamente, ella le rodeó la cintura con las piernas, atrapándolo. Queriendo todo.
La sangre atronó en sus venas. La visión se le nubló.
Fue vagamente consciente de que la respiración de él se había vuelto más entrecortada,
que el pecho le subía y bajaba como si realizara una tarea titánica, más allá del control de un
hombre mortal.
‐Quédate conmigo ‐musitó con voz ronca mientras el ritmo de embestida se tornaba
frenético. Y para cerciorarse de que así fuera, introdujo la mano entre sus cuerpos y volvió a
tocarla, sólo una vez.
Fue suficiente. Llegó a la cumbre una segunda vez, una explosión larga y exquisita que los
destruyó a ambos. Domenico hundió la cara en su cuello, tensó el cuerpo, tembló, y con un
gemido poderoso que reverberó en todos los rincones del alma de Arlene, experimentó el
orgasmo.
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Pasaron muchos minutos hasta que él habló o se movió. A ella no le importó. Podría haber
permanecido toda la noche soportando el peso de su cuerpo. Su calor, los latidos de su
corazón, su respiración... era lo único que necesitaba para ser completamente feliz.
Pero él no. Cuando al fin se movió y encendió la lámpara de noche, la miró con ojos
penetrantes que hicieron que se cubriera con la sábana.
‐¿Qué? ‐preguntó temerosa. ‐¿He de volver a mi habitación?
Él le acarició la cara con ternura.
‐¿Por qué ibas a hacer eso, cara mía, cuando queda tanta noche por delante y en mi cama
sobra el sitio?
‐Temo haberte decepcionado.
‐¿Decepcionarme? ‐repitió él como si fuera una palabra altisonante.
‐Bueno, probablemente has adivinado que no soy muy buena en esto.
‐Quizá no lo seas ‐le apartó la sábana y la sometió a un intenso escrutinio‐. Quizá necesitas
más práctica. Ven aquí, cariño.
‐¡Apaga la luz! ‐suplicó Arlene.
‐No. La próxima vez que tengas el orgasmo quiero mirarte.
Y la tomó otra vez, en esa ocasión poniendo la boca donde antes sólo la había tocado con el
dedo, llevándola a cimas de éxtasis nuevas. La tensión creció en ella hasta que se fragmentó en
millones de piezas y pensó que no sería capaz de volver a encontrarse.
Y cuando la penetró, cerró los ojos, pero él no se lo permitió.
‐Mírame, Arlene ‐ordenó‐. Comprueba por ti misma lo mucho que me satisfaces.
Y la embistió con más rapidez y urgencia. El sudor brilló en su piel. Sus ojos se tornaron azul
medianoche. Gruñó, un sonido primigenio. Un hombre enfrascado en una batalla que no podía
ganar.
El orgasmo fue aterrador, hermoso más allá de toda descripción. Mirándolo, sintió que se
ahogaba en la pasión. Había hecho más que cautivarla. Le había robado el corazón para
siempre. Se había enamorado loca y perdidamente de Domenico.
Y la comprensión fue como una saeta que la atravesara.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0077
DESDE el comienzo de su relación con él, había estado social y económicamente fuera de su
ambiente. Engañarse para creer lo contrario, sólo porque habían disfrutado de un sexo
maravilloso, únicamente invitaría a tener un corazón roto.
Por otro lado, ¿qué tenía de maravilloso el limbo emocional que había ocupado durante
tanto tiempo?
Dar marcha atrás y dejar que el temor negara el esplendor de la pasión que había
compartido con Domenico sería un crimen. Al menos en un sentido, él la había elevado de lo
corriente a lo sublime con su tacto persuasivo.
‐¿Arlene? ¿En qué piensas?
Saliendo de su introspección, alzó la vista y vio que la observaba. No quedaba rastro de la
tempestad que lo había consumido.
‐En que te debo mucho más de lo que algún día podré pagarte ‐respondió. ‐Hasta esta
noche, desconocía que hacer el amor podía ser algo tan increíble.
‐No, me dejé llevar demasiado por mi propio placer como para pensar demasiado en el
tuyo.
Le acarició la mejilla.
‐No digas eso, Domenico. Ninguna mujer podría pedir mejor amante... no es que yo tenga
mucha experiencia en ese aspecto, como probablemente habrás advertido, pero sé reconocer
lo que es maravilloso cuando lo veo.
Giró la cabeza y besó la palma de su mano. Aún dentro de ella, se puso de costado y la
acunó contra su poderoso cuerpo.
‐Ojalá tuviéramos más tiempo para averiguar más cosas el uno del otro. En ese caso
podríamos descubrir...
‐Sshhh ‐le cubrió los labios con las yemas de los dedos, sabiendo muy bien que las
promesas hechas al calor del momento posterior a haber hecho el amor, tendían a deshacerse
a la luz más fría del día. ‐Yo también lo deseo, pero las cosas son como son. No quiero mirar
hacia la próxima semana o el próximo mes. Quiero saborear cada segundo del tiempo del que
disponemos ahora, para que cuando termine, sólo recuerde lo maravilloso que fue entre
nosotros.
‐Haré que sea perfecto ‐musitó él con voz ronca, acariciándole la espalda.
En la calidez de su abrazo y en la calma que transmitía la caricia de su mano, se quedó
dormida con esa promesa.
No volvió a moverse hasta que la luz entraba en la habitación. Abrió los ojos y lo vio tendido
en la mitad de la cama, dejándola sola en su mitad.
Sentía la boca hinchada, le dolían algunos sitios que no se solían mencionar en las
conversaciones sociales y la fragancia del sexo se pegaba a su piel. No es que le importara;
eran los atesorados recuerdos de una noche inolvidable.
No pudo resistirse a tomarse unos minutos para grabarse en la memoria el aspecto que
tenía dormido, con la mandíbula oscurecida por la barba de una noche y el pelo cayendo
desordenado sobre la frente.
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Si las cosas hubieran sido distintas y ella hubiese sido la mujer que hubiera estado a la
altura de la que podía ser su esposa ideal, podría haber tenido al hijo de Domenico. Un niño
que se parecería a él, con el mismo pelo negro, las pestañas espesas y la piel cetrina.
De pronto él abrió los ojos y la sorprendió mirándolo.
‐Ciao otra vez ‐sonrió con gesto somnoliento‐.
Buenos días, cara mía.
‐¡Cielos! ‐ruborizándose, intentó marcharse. ‐No quería que me vieras así.
‐¿Y cómo es así?
Intentó poner cierto orden en su cabello revuelto.
Empresa inútil, ya que éste desafió cualquier intento de que lo alisara.
‐Con el caos de la mañana ‐musitó.
Pasó un brazo por encima de sus caderas y le acarició toda la extensión de la espalda.
‐En ti, me gusta mucho ‐le mordisqueó el lóbulo de la oreja. ‐Tengo dos buenas noticias que
darte. Primera, te voy a llevar a desayunar. Segunda, disponemos de una hora antes de
marchamos ‐la giró para dejada de cara a él y la besó‐. ¿Cómo sugieres que pasemos ese
tiempo?
Era evidente lo que él tenía en mente. Estaba poderosamente excitado. Tan grande y duro,
que le era imposible dejar de mirarlo.
Con los pulgares trazó unos círculos deliciosos en torno a sus pezones.
‐Puedes tocarme, cara ‐murmuró‐. No muerdo. Nunca había sido tan atrevida con un
hombre. Jamás había tenido la oportunidad y no sabía muy bien cómo hacerla. Pero al percibir
su vacilación, le tomó la mano y la cerró en torno a él.
‐Es culpa tuya que me encuentre en este estado ‐continuó con el mismo tono hipnótico. ‐Es
justo que hagas algo al respecto, ¿no te parece?
Instintivamente, apretó más. Era suave como la seda.
Sólo pensaba en devolverle un poco del placer que con tanta generosidad le había
proporcionado.
Abarcando sus dos pechos con una mano, Domenico los apretó con gentileza, deslizó una
pierna entre las suyas y encontró su núcleo líquido.
‐Sí ‐jadeó mientras Arlene empezaba a temblar. ‐Así, cariño. Muéstrame cuánto te gusta
que estemos juntos.
«Gustar» era decir poco. Con cada palabra, cada mirada, cada sugerencia y contacto
eróticos, la atraía más bajo su hechizo. La dejaba tan atolondrada por el placer que sólo le
importaba ese momento. Desterró de su mente las ramificaciones de entregarse tanto a ese
hombre, de lo que eso significaba... un futuro tan desolador de contemplar sin él, el dolor de
haber encontrado al fin el amor para que no fuera correspondido... y se dijo que ya las
analizaría en otra ocasión. Por el momento, lo único que importaba era vivir al máximo cada
excitante segundo del presente y urdir un tapiz de recuerdos tan vívidos que el tiempo jamás
pudiera marchitarlos.
Descubrió que el acto sexual por la mañana era diferente que el nocturno. Resultaba
pausado, una unión fluida de dos cuerpos que ya se conocían. La tensión crecía despacio,
dulcemente, una lluvia deslumbrante de placer que se deslizaba hacia el linde de la razón y se
aferraba allí de forma precaria hasta no poder aguantar más y estallar en un millón de arco iris.
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Después, la llevó a la ducha. Se enjabonaron mutuamente y se envolvieron en enormes
toallas de baño. Ella se sentó en el reborde de la bañera y se secó el pelo, sin dejar de mirar
fascinada cómo Domenico se afeitaba, relajado en su compañía.
Perdiéndose otra vez en el adictivo mundo de la fantasía, pensó que el matrimonio con él
sería así... compartir de forma relajada las pequeñas intimidades y siempre, próximo a la
superficie, el conocimiento de las intimidades más profundas que los esperaban.
Al terminar, él le echó unas gotas de agua en la cara y luego se las secó.
‐Es hora de ponemos en marcha, cara ‐comentó‐.
Vístete con algo cómodo. Tenemos que recorrer cierta distancia antes de desayunar.
«Carpe diem, Arlene», se dijo. «Deja de desear la luna. ¡Aprovecha el día y disfruta de cada
momento!».
Pensó que la llevaría a una cafetería cercana al hotel. En realidad, la llevó en globo
aerostático a un chateau en el campo. El chófer los dejó en un campo abierto al sur de la
ciudad, y antes de que pudiera recobrar el aliento, y menos aún decidir si se hallaba preparada
para la experiencia, se encontró en un habitáculo de bambú mientras se elevaban del suelo.
‐¿Su primer viaje? ‐le preguntó el piloto, Simon, riendo por la fuerza con que se sujetaba al
borde que llegaba hasta la cintura mientras soltaba los cabos y activaba los quemadores
dentro del globo de nailon para ganar altitud y capturar el viento imperante.
Pero su aprensión se desvaneció a medida que flotaban serenamente sobre el paisaje
iluminado por el sol. Domenico permanecía a su lado, con el brazo alrededor de su cintura, y
eso era lo único que necesitaba para sentirse segura.
Durante una hora sobrevolaron pueblos somnolientos, tranquilos caminos comarcales y
sinuosos y perezosos ríos. Hasta que al final dejaron atrás una zona boscosa y debajo de ellos
apareció el chateau, su fachada de piedra quedaba perfectamente reflejada en la superficie del
lago que tenía delante. Construido con líneas clásicas, con un tejado abuhardillado, chimeneas
altas y largos y elegantes ventanales, se erguía en el extremo de una larga avenida bordeada
por viejos nogales entre acres de tierra de suave ondulación.
‐Agárrate bien ‐le advirtió Domenico, pegándola con firmeza contra su costado‐. Incluso con
un piloto tan experto como el nuestro, a veces los aterrizajes pueden ser un poco bruscos.
Simon posó la nave con tanta destreza y precisión, que el habitáculo apenas se agitó sobre
la hierba hasta que el equipo de tierra con el que había estado en contacto por radio pudo
detenerlo definitivamente y mantenerlo quieto.
Bajó y se sorprendió cuando un miembro del equipo sacó una cesta que contenía una
botella de champán y copas altas.
‐Es costumbre brindar al final de un viaje ‐explicó Domenico, aceptando las dos copas y
pasándole una.
Pero Arlene apenas necesitaba champán. Ya la complacía poder empaparse con la
perfección de la escena que tenía delante. Atemporal y digno, el chateau se elevaba contra un
cielo de un celeste frío del invierno inminente. El sol brillaba en sus muchas ventanas y
proyectaba sombras bien definidas sobre los jardines. La quietud de la tierra sólo se veía rota
esporádicamente por el trinar de algún pájaro.
Dejando el champán sin tocar, se alejó de los hombres, enfrascada en sus propios
pensamientos. El entorno apacible le hablaba de formas que Toronto jamás lo había hecho y le
hizo ver con claridad una de las razones por las que había aceptado con tanta celeridad su
herencia. Había vivido en la ciudad casi toda su vida, pero había hecho falta un tío abuelo al
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que nunca había conocido para enseñarle que en el fondo de su corazón era una mujer de
campo.
Domenico se acercó por detrás y la abrazó por la cintura.
‐¿Qué te parece? ‐preguntó, apoyando el mentón en su cabeza.
‐Que es el lugar más hermoso que he visto jamás.
Me inspirará cuando tenga que abordar la restauración de mi casa en el lago ‐giró la cabeza
y le dio un beso en la mejilla. ‐Gracias por traerme aquí, Domenico, y por todos los
maravillosos recuerdos que me has proporcionado.
‐Entremos ‐la tomó por el codo. ‐Debes de estar hambrienta y sé que yo lo estoy.
Caminaron por un camino de grava que iba hasta la entrada principal del chateau, donde
una especie de mayordomo los esperaba para saludarlos. Alto, delgado y con el cabello
plateado, era tan elegante como el mismo castillo.
Los condujo al interior, a una sala delicadamente decorada que daba al lago. Unas cortinas
de seda de color crema decoraban las ventanas, los suelos resplandecían con una pátina de
siglos de lustrarlos y el mobiliario antiguo podría haber salido de un museo. Pero más que todo
eso, fue la mesa para dos, preparada junto a un fuego que crepitaba en una enorme chimenea
de piedra, lo que hizo que pensara que Domenico la había llevado a un hotel muy exclusivo
sólo accesible para los muy ricos.
‐¿Qué es este lugar? ‐susurró en cuanto el mayordomo los dejó a solas.
‐Una casa de campo ‐repuso Domenico.
‐¿De quién?
‐Mía ‐se quedó boquiabierta y él se rió‐. ¿Por qué la sorpresa, cara?
‐Para empezar, porque vives en Cerdeña.
‐Sí, la mayor parte del tiempo. Pero cuando deseo soledad, a veces vengo aquí.
‐¿Quién cuida del lugar el resto del tiempo?
‐Emile, a quien acabas de conocer, y su esposa, Christianne. También sus tres hijos.
Supervisan la propiedad por mí, con ayuda contratada del pueblo cuando es necesario.
‐¿Cómo diste con esta mansión?
‐Llegó a mis oídos que estaba en el mercado ‐se encogió de hombros. ‐Me gustó, de modo
que la compré.
Así de sencillo.
En ese momento, el mayordomo entró con un elaborado carrito de servir y puso fin a la
conversación. Cuando la reanudaron ante un delicioso clafoutis hecho con diminutas cerezas
negras, hablaron sobre otras cosas, en particular de lo que les esperaría al día siguiente,
cuando comenzara la convención.
‐Será agotadora y muy intensa. Por desgracia, no podré estar contigo todo el tiempo
porque tengo reuniones programadas desde hace semanas, pero te presentaré a gente que
conozco y quedaremos para comer juntos.
‐No te preocupes por mí ‐le dijo‐. Me arreglaré sola y, desde luego, no espero que me lleves
de la mano todo el tiempo.
‐¿Ni aunque yo lo desee? ‐le sonrió.
Cuando terminaron, le mostró el resto de la casa: el salón con sus centelleantes
candelabros de cristal, las espaciosas y elegantes salas para recibir; las habitaciones de arriba,
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con sus bañeras vistas con patas, sus camas con dosel y sus armarios tallados; el comedor, con
las paredes cubiertas de espejos y la larga y lustrosa mesa.
Finalmente, tras una visita a la cocina para darles las gracias a Emile y a Christianne por la
hospitalidad mostrada, dieron un paseo y Arlene pudo comprobar cómo harían falta tres
hombres adultos para mantener la propiedad con ese aspecto impecable. Nada perturbaba la
superficie del estanque. El patio adoquinado no mostraba ni una hoja en el suelo y el rosal
estaba prolijamente podado para el invierno.
Llegaron a París pasadas las dos y dedicaron un par de horas a visitar el museo del Louvre,
luego recorrieron las calles antiguas y pintorescas de Montmartre antes de regresar al Ritz a
eso de las seis.
Después de un día tan largo y maravilloso, decidieron no salir a cenar fuera. Domenico pidió
que les subieran la comida a la suite.
‐No hace falta que te vistas ‐le dijo cuando ella fue a cambiarse‐. Es algo informal. De
hecho, si quieres, ponte cómoda y usa el albornoz.
‐Lo haré si lo haces tú ‐indicó con picardía. Él se rió.
‐¡Pensé que jamás me lo pedirías!
Para Arlene, algo informal significaba una hamburguesa o una pizza. Pero cuando regresó al
salón después de bañarse, encontró una mesa preparada con un mantel de algodón, flores,
velas y la cubertería de plata y la vajilla de porcelana del hotel. Sobre una mesa de servir había
platos ocultos debajo de unos cubreplatos de plata y vino enfriándose en una cubitera.
Cenaron una cremosa sopa de champiñones, faisán con peras escalfadas y fresas bañadas
en chocolate.
Para Arlene, lo único más delicioso que la comida era ver a Domenico en albornoz, con el
pelo aún mojado por la ducha y la mandíbula recién afeitada.
‐¿Ha sido un buen día? ‐le preguntó después de que se hubieran llevado la cena y la tuviera
acurrucada contra él en el sofá.
‐¡Maravilloso! Pero ha hecho que me diera cuenta de que aunque tú sabes mucho sobre mí,
yo sigo sabiendo prácticamente nada sobre ti.
‐No hay mucho misterio ahí, Arlene. Nací en la casa donde cenaste con mi familia, me metí
en los problemas en que la mayoría de los niños logra meterse, al final crecí, fui a estudiar a los
Estados Unidos, saqué un máster en viticultura y enología en la Universidad del Estado de
California, luego volví a casa y me ocupé del negocio familiar porque mi padre enfermó del
corazón, lo que lo obligó a una jubilación anticipada. Eso lo cubre casi todo.
‐No lo creo ‐repuso ella, pensando en todos los momentos pasados con él. ‐Eres mucho
más complejo de lo que quieres aparentar. Lo que pasa es que no deseas hablar de ello.
‐Bueno, ¿por qué debería hacerlo cuando podría estar haciéndote el amor? ‐le susurró al
oído.
Y con esa pasmosa facilidad, Arlene olvidó todo menos el sublime placer que con tanta
naturalidad Domenico despertaba en ella. No necesitaba saber nada más.
O eso creyó en ese momento.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0088
AL PRINCIPIO, todo fue bastante bien. Combinó una de sus blusas de seda de finas rayas
negras y blancas con un traje rojo arándano. Se recogió el pelo en un moño, se puso unos
pendientes de perlas y unos zapatos negros con un discreto tacón de cinco centímetros de
alto.
El chófer ya los esperaba con la puerta abierta y el motor en marcha cuando Domenico y
ella salieron del hotel.
Se sentó con las rodillas juntas y el bolso y un bloc de notas nuevo apoyados contra el
pecho: Con el momento casi encima, no se sentía tan segura de sí misma.
El gentío que había cuando llegaron al recinto ferial no hizo nada por potenciar su moral.
Aunque Domenico le había informado de que el inglés sería la lengua común para todos los
acontecimientos organizados, el murmullo de idiomas extranjeros que la asaltó bastó para
hacer que tuviera ganas de huir a las colinas. Ese mundo cosmopolita no era para ella.
Con absoluta seguridad, Domenico la guió de nuevo por el codo a través de la
muchedumbre, que se abrió para él como si fuera Moisés ante el Mar Rojo. ‐Espera aquí ‐
ordenó, dejándola junto a una mesa a rebosar de folletos. ‐Enseguida vuelvo ‐añadió y
desapareció.
De hecho, se ausentó durante casi quince minutos, durante los cuales ella fingió interés en
el primer folleto que pudo agarrar... que estaba escrito en húngaro. ‐Lo siento ‐musitó cuando
al fin regresó. ‐El problema con estas convenciones es que resulta imposible no encontrarte
con gente que conoces.
A ella no le sucedía lo mismo, ya que la única cara familiar era la de Domenico.
‐Aquí tienes tu conjunto de registro ‐continuó, entregándole una carpeta grabada que
contenía el programa, bolígrafos, rotuladores, papel, mini‐grapadora, calculadora... lo tenía
todo. ‐Después del desayuno, marcaré las sesiones que encontrarás más provechosas. Verás
que hay un plano que muestra dónde se celebra cada una. Cuando terminemos, asistiremos
juntos a la conferencia principal, luego estarás sola hasta el almuerzo. Volveremos a reunimos
aquí al mediodía, pero por si te retrasas o no puedes encontrarme, toma el número de mi
teléfono móvil ‐le entregó su tarjeta.
Todo fue caótico, pero, de algún modo, sobrevivió a la mañana, logrando adquirir no sólo
mucha información útil, sino que se vio arrastrada por el entusiasmo generado por los mismos
asistentes a la convención. Al oírlos hablar, la industria del vino parecía la ocupación más
estimulante y satisfactoria del mundo, y al llegar el mediodía, también ella lo creía.
Al terminar las sesiones, encontró a Domenico esperándola en el punto de reunión. Por
desgracia, no estaba solo. La mujer que lo acompañaba no se aferraba a su cuello como si
fuera una segunda corbata, pero dejaba bien claro que era lo que le gustaría.
‐Has sobrevivido ‐le dijo y sonrió nada más verla‐. ¿Cómo ha ido todo?
‐Increíble. Realmente estoy entusiasmada.
‐Me gusta oír eso ‐la tomó del brazo y le dio un apretón discretamente íntimo mientras la
presentaba. ‐Arlene, te presento a Ortensia Costanza, una de mis vecinas en Cerdeña. Su
familia y ella tienen una bodega en la costa oeste de la isla.
‐Una vecina y una amiga ‐corrigió la mujer. ‐De hecho, una amiga muy querida. ¿Vamos a
almorzar, Domenico? Raffaello nos está reservando una mesa.
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Mientras hablaba, estudiaba el traje de color arándano de Arlene como si lo reconociera de
haberlo entregado a la boutique de segunda mano de Alghero donde ella lo había comprado.
Lo cual era imposible, ya que era diez centímetros más baja con una talla de pecho que
duplicaba la suya.
‐Por supuesto.
Con habilidad, guió a Arlene por el enorme comedor y con una breve palabra de
presentación a las otras siete personas ya sentadas, ocupó la silla situada junto a ella. La
extravagante Ortensia lo notó y no le gustó nada. Sentándose en la única silla vacía que
quedaba, dijo:
‐No recuerdo haberte visto por aquí con anterioridad, signorina.
‐No. Soy nueva en el negocio.
‐Ciertamente ‐la mujer se permitió esbozar una leve sonrisa maliciosa. ‐Y Domenico te ha
tomado bajo su protección, ¿verdad?
‐Sí.
‐¿Y cuál es, exactamente, tu campo de interés?
«El mismo que el tuyo», tuvo ganas de contestar Arlene. «La diferencia es que esta noche
hará el amor conmigo».
‐No tengo uno específico ‐manifestó. ‐Estoy empezando desde cero, literalmente.
Su admisión despertó el interés de los otros comensales, pero la conversación se generalizó
a medida que transcurría la comida.
‐¿Figuras esta tarde, Domenico? ‐inquirió una mujer, y cuando él asintió, le sonrió a Arlene
y agregó con amabilidad‐: No debes perdértelo, querida. Domenico solo justifica el precio de
admisión a la convención. Aprenderás más en dos horas con él que en un día entero con otro.
‐No escuches a Madeline ‐se rió él. ‐Le pago para que diga cosas así. Te irá mejor si te ciñes
al plan original.
‐Desde luego ‐intervino la exuberante Ortensia‐. Cuanto más básico, mejor para alguien
como tú. La presentación de Domenico será demasiado avanzada.
Era posible, pero Arlene no tenía intención de perdérsela. Miró el programa y tomó nota
mental de la hora y el lugar en que subiría al estrado.
El resto de la tarde transcurrió rápidamente y cuando ocupó su sitio en la sala en la que él
hablaría, había acumulado suficiente información sobre los pros y los contras de llevar un
viñedo como para poder escribir un libro para principiantes.
La sala estaba llena y fue a sentarse a la parte de atrás, sintiéndose cómodamente
protegida. Domenico no notó su presencia cuando llegó. En cuanto cruzó la puerta, un
murmullo de expectación vibró en el aire. En un salón lleno de empresarios seguros y de éxito,
muchos de ellos multimillonario s, él se erguía un poco más alto que todos. Imposible pasarlo
por alto, olvidarlo.
Sin embargo, Ortensia Costanza había tenido razón en una cosa. Casi toda su disertación se
hallaba muy por encima del conocimiento que poseía, pero no le importó. Le era suficiente
observarlo, escuchar la rica cadencia de su voz. Soñar con aquella misma noche, cuando sólo
estarían los dos y todo lo que dijera resonaría en ella.
Pero descubrió que primero había que pasar la velada.
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‐Estamos invitados a una pequeña fiesta privada ‐le comunicó, aflojándose la corbata y
estirando las largas piernas en la parte de atrás del coche, de regreso al Ritz‐. Sé que estás
exhausta, cara, y si prefieres que vaya yo solo...
‐No ‐respondió con celeridad. ‐Quiero estar contigo.
Él le pasó el brazo por los hombros y la acercó.
‐Y yo contigo... y con nadie más. Pero en estos acontecimientos hay obligaciones que no se
pueden soslayar.
‐Lo entiendo, Domenico, de verdad.
‐Aún no son ni las seis de la tarde y no tenemos que salir hasta las ocho. Dispondrás de
tiempo para relajarte y dormir un poco.
No pensaba desperdiciar ese preciado tiempo durmiendo. Ya recuperaría el sueño la
semana siguiente. Por el momento, un baño caliente bastaría para reanimarla.
Pero los pies la estaban matando, y una vez en la habitación, después de descalzarse y
desnudarse, cambió de parecer. La cama tenía una pinta extraordinariamente acogedora, y
tumbarse durante media hora no le pareció tan mala idea, después de todo.
No esperaba quedarse dormida, pero lo siguiente que supo fue que Domenico le susurraba
al oído: ‐Despierta, cariño.
La única iluminación procedía de la luz del salón que se filtraba por la puerta entreabierta.
‐¿Es hora de prepararse? ‐preguntó con voz cargada de sueño.
Sintió la mano fresca sobre el nacimiento del pecho, pero la boca sobre la suya fue exigente
y ardiente.
‐No he dicho eso ‐musitó, penetrándola.
Fue una invasión hermosa, lenta y sensual que le recorrió la sangre como miel templada.
No había nada parecido al amor como aperitivo para neutralizar el desagradable efecto de
encontrar a Ortensia Costanza entre los invitados a la cena privada en el club donde se
celebraba. Llegando del brazo de Domenico, Arlene flotaba en una nube de euforia. Su vestido
de noche de terciopelo negro era el apropiado para la ocasión, una declaración de sofisticación
que no requería adorno alguno aparte de los pendientes de cristal de Gail.
Gran parte de la conversación giró en torno a los negocios. Pero se trataba de un grupo en
su mayor parte educado y cortés que no olvidó a la recién llegada entre ellos.
Animada por su interés, les habló de cómo había tomado posesión del viñedo. Aparte de
Ortensia, quien exhibió aburrimiento con el tema, la llenaron de preguntas y consejos.
‐Esa zona de la Columbia Británica se está ganando el respeto mundial por la calidad de la
uva que produce ‐comentó un estadounidense en la cincuentena.
Su esposa asintió.
‐Jimmy tiene razón. Todo el mundo en el negocio está hablando de esa zona. Eres una
mujer afortunada. ‐Afortunada y encantadora ‐convino su marido. ‐Ha sido un placer
conocerte, Arlene. ¿Dónde has encontrado a esta joven, Domenico?
‐No lo hice. Ella me encontró a mí ‐le dedicó una sonrisa resplandeciente.
Ella sintió que se derretía.
Ortensia, quien hasta entonces había permanecido en silencio, habló de repente, con una
voz tan agria como su expresión.
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‐Siempre has tenido el talento de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado
cuando una pobre criatura te necesita, Domenico.
Ante esas palabras, reinó un silencio incómodo antes de que él respondiera:
‐Y tú, mi querida Ortensia ‐comenzó con voz de acerada reprobación‐, nunca llegaste a
aprender a guardarte para ti las opiniones que nadie te ha pedido.
Entonces, olvidándose de ella, se volvió hacia los anfitriones y con una sonrisa de disculpa,
murmuró unas palabras de agradecimiento por la velada. Imitándolo, los demás desterraron la
tensión que aún flotaba en el aire con unas despedidas antes de dirigirse a los coches que los
esperaban para llevarlos a sus respectivos hoteles.
‐Eso ha sido desagradable y te ofrezco mis disculpas ‐le dijo al tiempo que le acomodaba la
capa contra la fresca noche de octubre mientras caminaban los pocos metros que los
separaban de su coche. ‐Ortensia es una mujer malcriada y caprichosa, acostumbrada a ser el
centro de atención. Por favor, no te lo tomes como algo personal. Se habría mostrado igual de
impertinente con cualquier otra mujer.
Arlene pensó que se equivocaba. Ortensia era más que una mujer caprichosa y malcriada...
estaba carcomida por los celos porque quería a Domenico para sí misma. Y eso hacía que su
ataque fuera muy personal.
Mientras Arlene dormía tras un día francamente agotador, Domenico iba de un lado a otro
del salón. Siempre había disfrutado de esa convención, porque representaba la oportunidad de
ver a amigos a los que llevaba tiempo sin ver; sin embargo, esa noche había sido diferente, ya
que había estado obsesionado con los pensamientos de que se agotaba su tiempo con Arlene y
no quería desperdiciar esas preciosas horas.
Había creído tener todas las respuestas en lo concerniente a ella; había pensado que
cuando su tiempo juntos se acabara, podría alejarse sin mirar atrás. Por enésima vez, se había
dicho que el hecho de que se hallara en esa situación debido a la herencia de un familiar
desconocido, no la convertía en su responsabilidad. Ya le había dado el beneficio de su
experiencia y sus consejos, el resto dependía de ella.
¿O él era el ingenuo al haber creído que podría jugar con fuego sin quemarse? Cuando se
conocieron, ni se le había pasado por la cabeza una relación permanente con ella. Había tenido
la certeza de que la atracción entre ambos era algo pasajero. Placentero, desde luego, pero en
absoluto destinado a durar.
Y había sentido una seguridad añadida, ya que siempre había sido un experto en acabar con
delicadeza con esas relaciones.
Entonces, ¿cuándo había empezado a cambiar todo? ¿Con aquel aguijonazo de celos al
creer que había ido a Cerdeña con otro hombre? ¿O había hecho falta Ortensia Costanza para
que se diera cuenta de que se había metido hasta el cuello y no había esperanza de escapar?
No tenía la respuesta. Sólo tenía la certeza de que, después de todo, no era inmune a las
debilidades que había presenciado en sus amigos. La masa confusa de emoción que Arlene
despertaba en él lo dejaba susceptible como al que más, y en absoluto capaz de separar su
vida privada en prolijos compartimentos.
Noche y día la tenía presente en la mente. Se preocupaba por ella, sentía temor por ella. Le
esperaban como mínimo cuatro años de trabajo muy duro antes de albergar la esperanza de
poder empezar a ver un beneficio de su viñedo. Con el conocimiento limitado que poseía, sin
duda unido a los recursos limitados que tendría, los escollos de la empresa resultaban
enormes y podrían arruinarla tanto económica como mentalmente.
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Después de los rechazos a que la había sometido el monstruo de su madre, lo invadía el
intenso deseo de asegurarse de que nadie volviera a herirla jamás.
Quería protegerla. Ser parte de su vida, un hombre fuerte sobre el que pudiera apoyarse
cuando lo necesitara. Y en su opinión, todo eso sólo significaba una cosa: se había enamorado
de ella.
¡Lo que representaba un inconveniente irracional, poco práctico y condenado!
‐¿Domenico? ‐su voz suave por el sueño le susurró desde el otro extremo del salón. ‐¿Qué
sucede?
Se giró y la encontró de pie en el umbral del dormitorio.
‐Nada. Me cuesta dormir, eso es todo ‐se había puesto la camisa que él había llevado a la
cena. Era como una carpa sobre su silueta esbelta, pero estaba adorable.
‐Vuelve a la cama, Arlene ‐añadió con brusquedad. Tenía cosas que aclarar en su mente y
no lo ayudaría que siguiera con el ataque a sus emociones.
‐No sin ti ‐se acercó y apoyó las manos en las solapas del albornoz. ‐Te echo de menos.
‐Arlene... ¡por favor! ‐en una agonía de indecisión, de una necesidad que lo anonadaba, le
aferró las muñecas y la apartó. ‐¡Vete!
Ella movió la cabeza.
‐No hasta que me cuentes qué es lo que de verdad te molesta.
‐Ortensia ‐soltó lo primero que se le pasó por la mente. ‐Estoy furioso con ella. Esta noche
nos ruborizó a todos... una vergüenza para Cerdeña con el comportamiento maleducado que
mostró contigo.
No era una mentira completa. Había tenido ganas de estrangularla por convertir a Arlene
en el blanco de su resentimiento frustrado. Hacía tiempo que le había comunicado
diplomáticamente que era imposible que tuviera éxito con él. ¡Un error! Concluyó que debería
habérselo expuesto sin rodeos. Tal vez, de ese modo, se podría haber evitado la escena de esa
noche.
‐No me importa Ortensia ‐musitó Arlene, soltándole el cinturón del albornoz y dándole un
beso húmedo en el torso. ‐Me importas tú. Vuelve a la cama, Domenico, y deja que te
demuestre cuánto.
En contra del sentido común, dejó que lo condujera al dormitorio. Le quitó el albornoz.
Desnudo y con una erección dolorosa, ella se puso de rodillas y lo tomó con la boca.
Estuvo a punto de tener el orgasmo allí mismo. Tan cerca se encontró de perder el control,
que la levantó con una maldición súbita.
‐¡Oh! ‐jadeó ella. ‐Quiero complacerte, pero nunca antes lo había hecho y...
‐¡Para! ‐soltó con aspereza. ‐¡Por el amor del cielo, Arlene, deja de disculparte por no ser
perfecta!
Impulsado más allá de la cordura por el deseo desbocado en su interior, le arrancó la
camisa, la empujó sobre la cama y la penetró. Con furia. La embistió una, dos, tres veces. Con
la cuarta ella alcanzó la cumbre, ciñéndolo con tanta fuerza y dulzura que él ya no fue capaz de
contenerse. Sin pensar en la protección ni en las posibles consecuencias de semejante desliz,
cedió a las fuerzas que lo estaban desgarrando y se vertió en ella en un torrente poderoso.
Supo que estaba perdido.
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No llegaron al programa del sábado. Durmieron hasta tarde y pidieron el desayuno en la
habitación, que tomaron en la cama. Aún insaciables el uno por el otro, hicieron el amor en la
profunda bañera de mármol con los cuerpos enjabonados.
Al final se vistieron y fueron a realizar un último recorrido turístico de París, ya que al día
siguiente no habría tiempo, porque ella había quedado con Gail a primera hora de la mañana
para luego tomar el avión de las once y media a Toronto.
Cuando por la tarde paseaban por el Barrio Latino, después de haber estado en la Torre
Eiffel, en la Rue de Fauborg Saint Honoré y en la Avenida Montaigne, después de haber comido
unos sándwiches cerca del Sagrado Corazón, miraron muchas obras de arte expuestas en la
calle, y en el momento en que Arlene se detuvo a admirar un óleo diminuto sin enmarcar que
mostraba la ciudad en el crepúsculo, Domenico se puso a negociar un precio con el pintor. Un
rato más tarde, vio un hermoso libro sobre la historia de París, lleno de fotografías de los sitios
que habían visitado juntos, y también se lo obsequió.
‐Ya has hecho tanto por mí... ‐protestó ella. ‐Por favor, no sientas que también tienes que
comprarme regalos.
‐Nadie debería irse de París sin al menos un par de souvenirs ‐expuso él.
Como iban a concederle un premio, tenían que asistir al banquete de la noche, que se iba a
celebrar en el Hotel George V, y en cierto sentido, a Arlene le alegró que no fueran a estar
solos. Sería muy fácil que la tristeza hiciera acto de presencia y les estropeara la última noche
juntos.
Le satisfizo haber sucumbido a la tentación del vestido con lentejuelas, aunque nunca más
dispusiera de ocasión de ponérselo. Ver la cara de Domenico cuando se reunió con él en el
salón justificó cada euro gastado. ‐¡Estás maravillosa! ‐exclamó con voz queda.
‐Y tú también ‐le alisó la solapa del esmoquin‐.
Soy la mujer más afortunada del mundo por poder pasar esta noche contigo.
Durante unas horas disfrutó de toda la atención de él y fue todo suyo... hasta que tuvo que
ir al tocador de señoras e interrumpió una conversación que mantenían media docena de
mujeres que habían estado en la cena de la noche anterior, entre ellas Ortensia Costanza.
‐... rota y atontada ‐oyó la burla de ésta.
‐Desde luego, ella está madura para ser arrancada ‐convino otra.
Entonces, seis pares de ojos la miraron sorprendidos cuando la puerta se cerró a su
espalda.
‐¿Interrumpo? ‐preguntó titubeante. Una pregunta estúpida, ya que era evidente que sí 1.0
hacía. Pero cinco se afanaron en negarlo mientras fingían arreglar sus peinados impecables y
retocarse los labios perfectos.
‐¡No, no, claro que no! Sólo hablábamos de...
‐De la cosecha de este año.
Pero no era verdad. Arlene había captado «ella está madura para ser arrancada», y dada la
agitación que las dominó cuando la vieron de pronto, ¿de qué otra persona podían hablar que
no fuera ella? Pero ¿qué tenía que todas pudieran querer?
‐¿En serio? ‐comentó con firmeza en la voz.
‐¡Sí! Pero es muy agradable volver a verte, Arlene.
‐Desde luego. ¡Qué vestido tan bonito!
‐¡Absolutamente! El color fue creado para ti.
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‐¿Disfrutas de la velada? ‐preguntó la mayor de las seis con voz preocupada‐. Domenico
cuida bien de ti, ¿verdad?
Arlene sonrió.
‐Está siendo maravilloso.
Ortensia avanzó, esa noche diez centímetros más alta por los tacones. De sus orejas
colgaban unos diamantes del tamaño de terrones de azúcar. Uno más grande adornaba su
dedo anular derecho. Su generoso pecho se elevaba provocativo por encima del borde del
vestido rojo de satén sin tirantes.
‐Y no tienes idea de por qué, ¿verdad, pequeña y pobre niña?
‐¡Ortensia, por favor! ‐suplicó una de las mujeres. La aludida sólo movió la cabeza.
‐Merece saberlo.
«No dignifiques su pregunta pidiendo que se explique», se ordenó Arlene a sí misma, y al
instante dijo: ‐¿A qué te refieres exactamente, Ortensia? ¿Sugieres que sólo finge disfrutar de
mi compañía?
‐Oh, la disfruta ‐respondió‐. La disfruta mucho... por un par de motivos. Primero, saber que
ha salvado a otra pobre alma hace que se sienta bien.
‐¡Cállate de inmediato, Ortensia! ‐interrumpió la mujer mayor de ojos castaños. ‐Has ido
demasiado lejos, y me niego a quedarme quieta mirando cómo destruyes a otra mujer
indefensa cuyo único pecado es que se ha interpuesto entre tú y el hombre que has intentado
atrapar durante más años que los que me interesa contar.
‐Entonces, siéntete libre de irte, pero yo tengo la intención de encauzar a esta pobre
criatura. Tú ‐prosiguió, posando la mirada hostil en Arlene‐ asumes que te llena de atenciones
porque te encuentra fascinante e irresistible. Pero la verdad es que para él no existes, no como
persona o coma mujer.
‐No sé de qué estás hablando ‐repuso Arlene, sin desear saberla.
Ortensia suspiró con un mohín.
‐Dios, ¿estás ciega? ¿No ves que sólo eres otro cachorrito perdido que ha cobijado, igual
que los niños llenos de pulgas de los barrios bajos de París a los que deja corretear por su
chateau cada verano, y los huérfanos que patrocina en Bolivia, África y Rumanía?
‐No te creo ‐dijo aturdida.
Ortensia bufó y extendió las manos hacia su público paralizado.
‐¡Explicádselo! ¡Decidle que no es la primera y que no será la última! Informadle de que en
algunos círculos se lo conoce como el Signor Humanitarian porque le encanta mostrarse
generoso con los desechos del mundo, sin importar dónde los encuentre.
En silencio, Arlene se volvió hacia ellas y vio que no eran capaces de mirarla a los ojos.
‐Es cierto, se involucra en muchos actos valiosos... de caridad ‐reconoció finalmente una. ‐
Le gusta ayudar donde puede, pero, Arlene, eso no quiere decir que tú seas otro de sus
proyectos. Es evidente para todas nosotras que su interés por ti es mucho más personal.
‐Dio, ¿de verdad? ¿Es posible que haya malinterpretado las señales? ‐Ortensia se llevó una
mano al pecho con gesto dramático y volvió a mirar a Arlene‐. ¿De verdad estoy equivocada,
cara? ¿Será posible que el intocable Domenico Silvaggio d'Avalos haya abandonado su
costumbre habitual de abrir simplemente la cartera para hacer al fin lo mismo con su corazón?
Decidida a no dejar que viera lo afectada que estaba, intercambió miradas con esa mujer.
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‐No pretendo ser su portavoz. ¿Por qué no se lo preguntas tú misma, ya que tanto te
interesa?
Los ojos de Ortensia revelaron triunfo.
‐No me hace falta, Arlene ‐se burló. ‐Sé reconocer a una inútil cuando la veo, así como
conozco a Domenico. Es el primero en ir al rescate en una crisis, y si da la casualidad de que
involucra a una mujer lo bastante joven como para que todos los dientes sean suyos, bueno,
pues mejor. Después de todo, es un sardo de sangre caliente. La única diferencia entre tú y las
docenas de mujeres que hubo antes que tú, es que busca una recompensa superior a un
simple revolcón.
‐¿Te refieres a que va tras mi inmensa fortuna? ¡Pues le espera una gran decepción! ‐habló
con ligereza, desesperada por ocultar su consternación, pero Ortensia no se dejó engañar.
‐¡Idiota! ‐soltó con manifiesto desprecio. ‐Tu riqueza no es más que calderilla para él. Lo
que quiere es tu tierra. Seducirte resultó el modo más fácil de obtenerla, y si aún no lo has
descubierto, no sólo eres ingenua, eres decididamente retrasada.
‐¡De acuerdo, ya es suficiente! ‐cerrando su bolso de noche, la mujer de los ojos castaños
aferró a Ortensia por la muñeca y se la llevó a la salida. ‐Esto se va a acabar ahora mismo.
Las cuatro que quedaron miraron a Arlene con simpatía.
‐No le hagas caso ‐musitó una, dirigiéndose hacia la puerta. ‐Ortensia es una bala perdida
en el mejor de los casos.
Quizá, pero había dado en la diana... y la única culpable era ella, que le había confiado todo
sobre sí misma a Domenico, hasta el último detalle de su herencia.
«Está madura para ser arrancada... ».
Al menos no le había dicho que lo amaba. Y jamás lo haría.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 0099
PREPARADA para hacer lo que fuera necesario con el fin de pasar el resto de esa velada
interminable y agónica, plantó una sonrisa brillante en su cara, regresó a la mesa donde él la
esperaba y representó la charada de una mujer que se divertía mucho.
No obstante, pagó un precio terrible. Cada sonrisa, cada comentario divertido, encontraba
su origen en el sabor amargo de la desilusión.
«No hay nada notable en echar una mano cuando se necesita», había dicho él apenas dos
días atrás. «Después de todo, ¿para qué está el dinero si no se le puede dar un buen uso? La
riqueza material de un hombre no imposibilita su derecho a la decencia y la compasión».
Aunque no le había mentido exactamente, de todos modos la había engañado al no explicar
qué había querido decir con todo eso, pero lo que más le dolía era saber que ella era la
arquitecta de su propia desdicha. Debería haberle dicho «no» hacía tiempo. Pero había
ignorado las señales en el camino y entrado a ciegas en el paraíso de una necia.
Se había metido en su cama, a pesar de que él jamás había dicho una palabra para hacerle
creer que se trataba de algo más que una distracción temporal; una aventura aderezada con
un sexo inolvidable. Después de todo, como bien había dicho Ortensia con sucinto veneno, era
un hombre normal de sangre caliente. Era amable, generosa... y en el caso de ella, le había
donado su cuerpo tanto como los amplios conocimientos que poseía en otros campos. Y no
había pedido nada a cambio, y menos que se enamorara de él. Eso lo había hecho ella sola.
Pero jamás sabría que estaba rota por dentro. Si no podía tener su amor, no pensaba
conformarse con su compasión.
Cuando la velada concluyó, le dolía la cara de la sonrisa perpetua que había exhibido. Lo
único que deseaba era que el dolor terminara; dejar París atrás y olvidarse de que alguna vez
había existido un sardo alto y moreno que le había roto el corazón. Pero primero quedaba por
pasar esa noche, y Domenico había dejado bien claro que, para él, no se había terminado.
‐Esta noche has estado magnífica, cara ‐murmuró, quitándole la capa nada más entrar en la
suite para llenarle los hombros de besos. ‐Apenas pude contener mi impaciencia por estar
contigo.
‐Y yo contigo ‐musitó, inyectando el grado justo de pesar en la voz‐, pero estoy tan agotada
que lo único que deseo es dormir.
‐Y lo harás ‐le bajó con suavidad la cremallera del vestido. ‐En mis brazos, donde debes
estar.
‐¡Domenico...! ‐objetó con un suspiro, pero la protesta quedó ahogada por el murmullo de
la tela deslizándose por su cuerpo hasta que sólo las manos de él le tocaron la piel.
La seductora bruma de la pasión se cerró en torno a ella, quitándole toda voluntad de
resistir. Alzó el rostro para el beso y le rodeó el cuello con los brazos. ‐¿Sigues demasiado
cansada?
Cuando ella movió la cabeza, incapaz de rechazado, la llevó a la cama y se quitó la ropa.
Alineando su cuerpo con el de Arlene, la penetró hasta el fondo. Y con cada embestida lenta y
profunda, sin saberlo le robó un poco más del alma.
Justo cuando Arlene pensó que gritaría por la exquisita agonía que le infligía, él emitió un
sonido bajo y gutural y, con un rápido movimiento, se puso bocarriba y la situó a horcajadas.
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Aferrándole el trasero, la sujetó contra su pelvis en un intento por detener la marea que
amenazaba con arrastrarlos a los dos a un punto de no retorno. ‐Quédate quieta, mi amor, y
haz que este momento dure ‐suplicó él con la frente perlada de sudor.
Ella deseó que pudiera ser así, pero un demonio en su interior la había tomado prisionera,
convirtiéndola en la víctima de una necesidad tan implacable que no se conformaría con nada
que no fuera una rendición total e inmediata. La tensión se enroscó en su interior, se tornó
insoportable, hasta que se fragmentó en mil prismas centelleantes. En polvo de estrella. En
éxtasis.
Domenico se tensó debajo de ella. Musitó su nombre una vez, y sonó como algo parecido a
un ruego. Su visión se nubló por las lágrimas y al bajar la vista a él, pensó que nunca había visto
una belleza tan torturada en un hombre.
Deseó atreverse a decir lo impensable; deseó poder decirle que lo amaba. Pero no eran las
palabras que Domenico quería oír. Lo único que podía ofrecerle era la liberación de la prisión
que se había auto‐impuesto. Lo que hizo echándose hacia atrás y moviendo las caderas en una
embestida imperativa que lo envió directamente al olvido.
‐Mira lo que me haces ‐jadeó cuando al fin se recobró un poco. ‐Me destruyes y me
provocas un orgasmo cuando si pudiera, querría aguantar para siempre enterrado hasta el
fondo en tu receptivo cuerpo.
«Para siempre» no formaba parte del plan, y al poco tiempo la oscuridad dio paso al gris de
un amanecer nuevo. Arlene no había pegado ojo. Había dedicado las horas a organizar la
despedida. No habría lágrimas ni lamentos. Sin importar el precio, mantendría la serenidad el
tiempo suficiente para realizar una partida digna.
Levantándose con sigilo de la cama, fue a su dormitorio, recogiendo de paso su ropa del
salón. La metió en la maleta, sacó lo que se pondría para viajar y se encerró en el cuarto de
baño. A la hora, se había bañado, vestido y mostraba un aspecto asombrosamente ecuánime,
teniendo en cuenta lo destrozada que estaba por dentro.
Él ya la esperaba cuando salió del dormitorio por última vez. Afeitado y con el pelo oscuro
bien peinado, se lo veía solemne como un director de pompas fúnebres con sus pantalones y
jersey de cuello vuelto negros.
‐Tenemos tiempo para desayunar antes de ir al aeropuerto ‐indicó.
Pero ella había previsto que eso podía ser lo que Domenico tuviera en mente y había
preparado una respuesta.
‐No es necesario ‐comentó alegre. ‐Para empezar, he quedado en desayunar con Gail.
‐En ese caso, pediré mi coche y los tres...
‐No, Domenico ‐lo cortó, aferrándose a su determinación con la desesperación de una
mujer que se ahogara‐. Ni coche ni desayuno para tres. No me gustan las despedidas largas, así
que hagámoslo breve, dulce y definitivo, aquí y ahora mismo.
‐Pero, cara, ¿cuál es la prisa? Esperaba que tuviéramos tiempo de hablar de...
‐Hemos dicho todo lo que había que decir. Lo único que me queda es repetirte lo muy
agradecida que te estoy por todo lo que has hecho por mí.
Desconcertado, incluso herido, Domenico dijo:
‐Al menos deja que te acompañe hasta el vestíbulo.
¿Y prolongar la agonía?
‐No.
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La tomó de la mano y la acercó. ‐¿De verdad ésta es la despedida?
‐Sí.
Le enmarcó el rostro entre las manos y los hermosos ojos azules la atravesaron.
‐No tiene por qué serlo.
‐Sí, Domenico ‐porque estar cerca de él, que la tocara, intensificaba la agonía. ‐Nuestros
caminos se cruzaron fugazmente, y aunque fue maravilloso mientras duró, fue...
No supo encontrar las palabras. No quería ofenderlo.
Había sido maravilloso. Le había llegado al alma.
‐¿Qué fue, Arlene? ‐inquirió con tono acerado e invierno en la mirada.
‐Sólo... una aventura de otoño ‐se encogió de hombros‐. Ya se acabó. Tú tienes tu vida y yo
la mía, y los dos sabemos que son mundos separados, así que no finjamos otra cosa.
‐Tienes razón ‐concedió él al final con mirada inescrutable‐. Las relaciones a larga distancia
nunca me han atraído. Mejor establecer una ruptura limpia ahora. Ninguno de los dos sería
feliz con un esporádico fin de semana juntos.
‐Exacto. Lo que hemos compartido ha sido increíble. Perfecto. Dejemos que siga así ‐con los
ojos húmedos y la boca trémula se estiró y le dio un beso en la mejilla. ‐Gracias de nuevo. Por
todo.
Él la abrazó. Le besó la frente y Arlene supo que tenía que escapar o rompería la promesa
que se había hecho de no derrumbarse en el último instante.
Entonces Domenico habló, su voz parecía una sombra de su tono habitual.
‐No te vayas, Arlene.
No miró atrás. No podía.
‐He de irme.
Tras unos segundos, lo oyó suspirar.
‐Entonces, vete, si debes hacerlo ‐aceptó‐, pero que sea deprisa.
Un bendito embotamiento la ayudó a sobrellevar las siguientes horas. Después de mirada a
la cara, Gail se ocupó de facturar el equipaje, de encontrar la puerta de embarque y de
sentarla en su asiento junto a la ventanilla. Hasta que no se hallaron cruzando el Atlántico y les
hubieron retirado todo el almuerzo menos las copas de champán, no habló.
‐De acuerdo, ¿qué pasa? Estamos sentadas en unos asientos de lujo, cortesía de tu hombre,
pero no hubo rastro de él en el aeropuerto y tú pareces ir hacia tu propio funeral.
‐No vino al aeropuerto y no es mío.
‐¿Os peleasteis? ¿Un conflicto de horarios?
‐Nada de eso. Nuestro tiempo juntos terminó y hemos seguido nuestros respectivos
caminos.
‐Temporalmente.
‐Permanentemente.
‐¡No seas ridícula! ‐bufó Gail‐. Un hombre no se toma todas estas molestias por una mujer
que no le importa.
‐En este caso, él sí. Ha hecho lo mismo por todos los que en algún momento creyó que
necesitaban algo de ayuda.
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‐Yo no considero que hacernos volar a las dos en Clase Ejecutiva de París a Toronto sea
«algo de ayuda», y menos cuando ni me reconocería aunque cayera encima de mí en la calle.
‐Eres mi amiga.
‐Exacto. Todo esto es porque siente algo por ti ‐Gail carraspeó‐. No es que sea asunto mío,
pero te acostaste con él, ¿verdad?
‐Sí, pero no significó nada ‐repuso Arlene, pensando en el futuro vacío que le esperaba.
Gail se atragantó con el champán.
‐¿Fue un fiasco entre las sábanas? ¡No me lo creo!
‐Fue perfecto. Es perfecto. Con todo el mundo. Todo el tiempo. No me eligió porque fuera
especial.
‐¿No dijo nada acerca de volver a verte?
‐Lo mencionó.
‐¡Ajá!
‐Estaba siendo cortés. Caballeroso.
‐¿O sea que no mostró ninguna expresión real de pesar? ¿Ninguna resistencia a dejarte ir?
«... vete, si debes hacerlo, pero que sea deprisa».
‐Un poco, quizá.
‐¿Y cuando cruzaste de verdad la puerta?
Sintió de nuevo el suave contacto de su boca en la frente, oyó el suspiro que no había sido
capaz de contener.
‐Creo que a los dos nos resultó... difícil.
‐¿Y el corazón roto, Arlene? ¿O te da tanto miedo la palabra «amor» que no puedes
encontrarle espacio en tu imagen de lo que realmente es esta relación?
Pero los hombres como él no se enamoraban de las mujeres como ella.
‐No puede ser amor ‐repuso con voz cansada.
‐Eso no lo sé ‐replicó Gail‐. En mi experiencia, si camina como un pato y grazna como un
pato, es un pato.
Así que no te muestres tan presta a darle la espalda a lo que podría ser lo mejor que jamás
te ha sucedido.
Pero Arlene conocía la diferencia entre el amor y la compasión y la caridad. Y ninguna de las
dos era aceptable como sustituto.
‐Tal vez, pero ya no puedo pensar más en ello ‐se reclinó en el asiento y colocó una
almohada tras su cabeza‐. Apenas he dormido durante las dos últimas noches, y ahora mismo
nada tiene mucho sentido.
El interior de la Columbia Británica la recibió con una racha de aire ártico y nieve que caía
desde un cielo plomizo. Había llamado con antelación para comunicarle a Cal Sweeney, el
guarda, su llegada. Pero su casa, la primera en la que vivía desde que era adulta, y que además
en ese momento era suya, no resultó más acogedora que el clima. Sombría y desatendida,
suplicaba un toque femenino. Sin embargo, Cal, a quien apenas había visto brevemente la
primera vez que había ido allí, tenía poca fe en las mujeres en general y en ella en particular,
algo que le había dejado bien claro nada más abrirle la puerta de entrada.
‐Supongo que durará por estas tierras tanto como una flor de invernadero en invierno ‐
declaró con tono agrio, observando las botas de ante y la capa de lana que ella llevaba.
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‐Bueno, como ahora es la jefa y además ya está aquí, supongo que tendré que dejarla
entrar, aunque que me aspen si sé lo que podrá hacer en estas tierras. Imagino que el viejo
Frank perdió algunos tomillos al irse si le dejó este lugar a una chica del este.
‐A mí también me agrada volver a verlo, señor Sweeney ‐repuso con dulzura, pasando
delante de él para observar su casa.
Como la de los padres de Domenico, el vestíbulo de entrada era grande y alto, con una
escalera a un lado. Incluso tenía una imponente mesa de madera tallada centrada justo debajo
de una araña de hierro forjado. Pero ahí terminaba el parecido. Esa mesa estaba atestada de
periódicos amarillentos y la mitad de las bombillas de la araña estaban fundidas. Supuso que
debería sentirse agradecida. No necesitaba más recordatorios de Domenico. Ya llenaba cada
pensamiento consciente que tenía.
En el sótano, una caldera traqueteaba y gemía, soltando ráfagas de aire caliente por los
conductos de ventilación al tiempo que perturbaba las motas de polvo a lo largo de los
rodapiés, lo cual no debería haberla sorprendido. La primera vez que había visto la casa se
había dado cuenta de que necesitaba obras. Pero aquel día había lucido el sol y ella había
estado llena de esperanza y entusiasmo. A la luz lóbrega de ese día, tan similar a su estado de
ánimo, parecía infinitamente peor de lo que recordaba.
Como si percibieran su tristeza, los lebreles se levantaron y pegaron sus hocicos fríos y
húmedos contra su pierna. Se inclinó y les acarició las sedosas cabezas.
‐¿Me puede repetir el nombre de los perros? ¿Sable...?
‐Sam y Sadie. Y se lo digo ya, olvídese de cualquier idea que pueda tener de deshacerse de
ellos. Si se van, yo me voy con ellos... y, señorita, sin mí aquí para guiada en la dirección
adecuada, será como estar a contracorriente sin remos.
‐No tengo ninguna intención de deshacerme de ellos ‐le informó‐. Sin embargo, y dada su
actitud, puede que sí decida que me arreglaré muy bien sin usted.
Los ojos desvaídos que casi desaparecían en la red de arrugas que conformaban su cara, la
inspeccionaron con más detenimiento, luego soltó una súbita carcajada. ‐Tiene una buena
boca, ¿eh, señorita? Quizá salga a Frank, después de todo.
Un cumplido ambiguo como mínimo, pero sintió que había pasado una especie de prueba.
‐Gracias... supongo.
Él asintió y con la cabeza indicó el lugar donde el taxista había dejado sus maletas.
‐Le echaré una mano con el equipaje. ¿Lo quiere en la habitación grande que da al lago?
‐Creo que no. Primero me gustaría echar otro vistazo ‐miró la apagada pintura verde que
adornaba las paredes. Si no recordaba mal, el mismo tono aparecía en toda la casa, y no veía el
sentido de trasladarse al dormitorio principal hasta no haberlo arreglado a su gusto‐. Por
ahora, déjelas en la habitación que hay en lo alto de la escalera... a menos que sea ahí donde
duerme usted.
Él soltó otro de esos graznidos que pasaban por risas. ‐¡Desde luego que no! Los perros y yo
vivimos en la habitación de la antigua criada, al otro lado de la cocina. Tiene este extremo para
usted sola.
Entró sus maletas y subió las escaleras, dejándola redescubrir la planta baja. Tanto el gran
salón como el comedor tenían chimeneas que probablemente llevaban años sin ser usadas, a
juzgar por las telarañas que adornaban los morilla s de latón. Pero los azulejos que los
rodeaban estaban pintados a mano y eran preciosos, como pudo ver al quitarles el polvo que
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los opacaba. Y los suelos de abeto, aunque en un estado similar de penoso, serían magníficos
cuando los puliera, igual que los altos ventanales.
En un tiempo había sido una casa hermosa, y podía volver a serlo, con trabajo y pintura.
‐Justo lo que necesito para dejar de pensar en él ‐les murmuró a los perros, que la habían
seguido en su recorrido.
Si trabajaba en el exterior cuando el tiempo lo permitiera y se encargara del interior de la
casa cuando no, quizá terminara lo bastante extenuada como para caer rendida en la cama y
dormir en vez de permanecer despierta y añorar a un hombre que, a pesar de la aparente
renuencia a dejarla marchar, lo había hecho.
Una cocina grande de campo, un cuarto pequeño que podría servir de despacho y un baño
completaban la planta baja, descontando las habitaciones de Cal Sweeney, que casi
conformaban un ala independiente. Arriba había cuatro dormitorios y dos cuartos de baño.
Una casa enorme para una mujer enferma de amor, dos perros y un viejo malhumorado, pero
incluso ese día, la vista desde los ventanales era asombrosa.
Las ramas desnudas de los nudosos árboles frutales del jardín de rosas se alzaban negras
contra el cielo. Si por la noche continuaba el tiempo frío, por la mañana los matorrales y los
lechos de flores enmarañados y descuidados estarían sepultados bajo un manto de nieve. Una
fina capa de hielo cubría la superficie del lago y al oeste, en la otra orilla, una pequeña
cordillera proyectaba sombras sobre el paisaje. En un día despejado, parecería una postal
navideña. Tal vez en ese lugar sereno, que no albergaba recuerdo alguno de Domenico, algún
día pudiera volver a encontrar paz, esperanza y felicidad.
‐Tengo hecho estofado ‐anunció Cal acercándose cuando esa noche ella inspeccionaba el
contenido de la nevera. ‐Hay suficiente para usted, si no le importa comer en la cocina.
Reconociendo la invitación como una especie de aproximación, aceptó y se sentó a la mesa,
mirándolo servir carne y verduras en unos platos, llenar dos cuencos para los perros y luego
cortar unas rebanadas de pan.
‐Lo compré en la panadería del pueblo ‐señaló la hogaza. ‐También hay un mercado
decente. No necesita conducir cincuenta kilómetros hasta la siguiente salida de la autopista, a
menos que sea demasiado elegante como para comprar aquí.
‐No soy demasiado elegante, Cal‐le respondió. ‐Soy una persona trabajadora y corriente,
como usted.
‐Lo que sí ha hecho es aceptar un trabajo difícil viniendo aquí. Esta propiedad lleva años
muriéndose. No recuerdo la última vez que tuvimos una cosecha decente.
‐Lo sé. Y cuento con usted para que me ayude a devolverle la vida.
‐Tiene mucho dinero escondido en las maletas, ¿verdad?
‐No. Pero tengo un apartamento que he puesto a la venta y bonos de ahorro que puedo
usar mientras tanto... incluso un fondo de pensiones al que puedo acceder en un apuro.
Él agitó su tenedor en dirección a ella.
‐¿Y qué sabe sobre cultivar uvas?
‐Casi nada ‐reconoció, y logró acallar los recuerdos del hombre que le había enseñado todo
lo que sabía sobre el oficio. ‐¿Cuánto sabe usted?
‐Suficiente.
‐Entonces, me enseñará.
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‐Supongo que no tiene mucha elección ‐gruñó el anciano con una nota de nuevo respeto en
la voz.
‐Empezaremos mañana.
‐Con este tiempo se puede hacer poco.
‐A menos que despertemos con medio metro de nieve, podremos recorrer los campos y
hablar sobre lo que se debe hacer cuando llegue la primavera.
‐No si piensa llevar esas botas ‐dijo él. ‐Aquí son prácticamente inútiles.
‐De acuerdo, empezaremos con un viaje al pueblo. Será mi guía y me enseñará dónde y qué
comprar.
Cal dejó el tenedor con ruido y la miró con los ojos casi desorbitados.
‐¿Es una broma? Yo no voy a comprar las cosas de las mujeres.
‐¿Y qué me dice de un coche, entonces? En Toronto no me molesté en tener uno, pero veo
que aquí lo voy a necesitar.
‐Eso puedo hacerlo ‐incluso le sonrió. ‐Tal vez lo consiga, señorita, conmigo cerca para
mantenerla en el buen camino.
Y así comenzó su improbable amistad.
Al principio dio la impresión de que con eso bastaría, porque se negó a concederse tiempo
para sopesar las opciones.
Se equipó para el invierno y decidió que comprar una furgoneta era más lógico que un
coche.
Finalmente llegaron los muebles y otras pertenencias que había fletado desde Toronto. Lo
guardó todo en el garaje hasta que limpiara la casa. Por el momento, sólo usaba un dormitorio,
un cuarto de baño y la cocina. Las otras habitaciones se hallaban en punto muerto.
Recorrió cada centímetro de tierra y se consoló con el hecho de que era suya, a pesar del
estado generalizado de abandono en el que se encontraba. Comenzó el agotador cometido de
limpiar la propiedad entera, con la esperanza de que cuando llegara la primavera, al menos
una parte ya estaría lista para ser sembrada.
Después de observar desde cierta distancia durante unos días, Cal terminó por unirse a ella.
‐No pensé que persistiría ‐declaró.
Y al final de la segunda semana, estaba tan rígida y dolorida por el duro ritmo que se había
impuesto, que apenas podía andar.
‐No me voy a rendir ‐le dijo, masajeándose la espalda contraída. ‐No sé cómo lo haré, pero
voy a tener éxito con este viñedo o moriré en el intento.
‐Y yo no voy abandonarla a usted ‐afirmó él con un gruñido. ‐Estamos juntos en esto.
Cuando la nieve regresó a principios de diciembre y puso fin al trabajo en el exterior, se
centró en la casa. Sacó años de morralla y limpió todo hasta que las manos le quedaron en
carne viva.
En el desván encontró una vieja máquina de coser, compró un rollo de grueso brocado de
color borgoña y confeccionó cortinas para las ventanas. Parte de los muebles antiguos que
había heredado apenas servía para leña, pero a otras piezas les devolvió la vida, quitándoles
años de roña con disolvente antes de aplicarles un barniz satinado y cera con fragancia a
lavanda.
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Todo eso costaba dinero, mucho más que el que había previsto. Estaba gastando sus
ahorros a un ritmo alarmante, luchando por lograr que el presupuesto cuadrara hasta que se
vendiera su apartamento.
Las vides marchitas, la casa, los perros, Cal... su vida giraba en torno a eso. Debía sacarlo
adelante y tener éxito.
Rezaba para olvidar a Domenico, pero sus plegarias no eran contestadas. En respuesta a
una carta de agradecimiento a sus padres, recibió unas notas de ánimo, no sólo de ellos, sino
también de sus hermanas.
Pero no había tenido ninguna noticia de él. Sin duda ya había pasado a otro caso de
caridad. Pero estaba por todas partes. En la tierra, en las hileras desnudas de parras, en la
noche serena iluminada por la luna. Oía su voz mientras pintaba la vieja casona, limpiaba los
suelos y las ventanas, en las nubes empujadas por el viento.
«Las relaciones a larga distancia nunca me han atraído», había dicho él aquel último día en
París. «Mejor establecer una ruptura limpia ahora. Ninguno de los dos sería feliz con un
esporádico fin de semana juntos».
En su momento se había convencido de que él tenía razón, pero en ese instante sabía que
se había equivocado. Cualquier cosa era mejor que nada... un fin de semana, un día, una hora.
Si la llamara...
Sam y Sadie la observaban tristes cuando lloraba y la empujaban con ansiedad con sus
suaves hocicos y Cal la reprendía por machacarse hasta convertirse en una sombra en su
intento de restaurar la casa.
‐Roma no se construyó en una hora. Este lugar lleva años desmoronándose y no va a
devolverle su esplendor de la noche a la mañana, como esas vides marchitas tampoco darán
frutos el próximo verano.
Le había entregado a Domenico todo lo que era, todo lo que tenía; su cuerpo, su corazón,
su alma. Pero cuando el tiempo que estuvieron juntos terminó, ella se había ido y él la había
dejado hacerla. En ese momento, a los únicos que les importaba si vivía o moría era a los
perros y a Cal.
Tenían que bastar. ¡Tenían que bastar!
Pero el dinero escaseaba. La única oferta que había recibido por su apartamento había
fracasado porque al comprador no le habían aprobado la hipoteca, y cuando concluyó la
segunda semana de diciembre, supo que la única esperanza de mantener junta a su pequeña
familia la dejaba con una única opción.
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 1100
A ASEGURARNOS el futuro ‐le había informado al día siguiente a Cal cuando éste le había
preguntado adónde iba «toda vestida como una señorita de ciudad»‐. Saque el vino casero.
Esta noche lo celebraremos.
Dos horas más tarde, salía de la ciudad hacia una extensión de camino en la que se veía
poco tráfico. Aparcó en el arcén, apagó el motor, apoyó la cabeza en el volante y se puso a
llorar.
Ralph McKinley, el director del banco, le había negado la solicitud de un préstamo. No
había heredado, tal como en un principio había supuesto, los siete acres de viñedos. Había
heredado lo que quedaba de los noventa años de un contrato de noventa años sobre tierra
aborigen propiedad de la First Nations Band local. Y lo que eso significaba en términos de
dinero contante y sonante era que sólo tenía la casa y las construcciones anexas como aval, las
cuales, según McKinley, no eran suficiente.
Según él, lo mejor que podía esperar era que un inversor privado aportara los recursos
financieros que necesitaba.
‐Una posibilidad remota, en el mejor de los casos ‐le había expuesto con franqueza‐, y que
por lo general se produce con una tasa de interés muy elevado, pero son ofertas que surgen de
vez en cuando si una empresa anda buscando un refugio fiscal.
Se preguntó cómo había llegado a esa situación.
Tres meses atrás su vida había estado en perfecto, aunque aburrido, orden. En ese
momento se hallaba en caída libre. Sus ahorros prácticamente habían desaparecido, el dinero
que esperaba obtener de la venta de su apartamento aún no se había materializado, estaba
angustiada, estresada, con el corazón roto y completamente extenuada. Y por si todo eso no
bastara, la Navidad se hallaba a la vuelta de la esquina y prometía ser la más lúgubre que
hubiera vivido jamás... lo cual, dada su desdichada infancia, ya era decir.
‐Se la ve un poco agitada ‐anunció Cal cuando al fin regresó a casa. ‐El futuro no pinta tan
bien como había pensado, ¿verdad?
Demasiado abatida para proyectar optimismo sobre la situación, confesó:
‐Intenté pedir un préstamo en el banco, pero me lo denegaron, y si mi apartamento no se
vende pronto, Cal, no sé cómo podré mantener este lugar en marcha. ‐¿Qué es eso de
«mantener» usted sola? Estamos juntos en esto, Arlene, y yo tengo unos dólares guardados
que puede usar.
Casi nunca la llamaba «Arlene». Que lo hiciera en ese momento y con un afecto tan áspero,
la empujó a otro torrente de lágrimas.
‐No puedo aceptar su dinero ‐gimió.
‐No veo por qué no. A mí no me sirve para nada ‐prácticamente la empujó al salón, donde
ardía un fuego en la chimenea. ‐En cuanto al apartamento que tiene en el este, tarde o
temprano alguien lo comprará, así que deje de lloriquear. Está angustiando a nuestros perros.
‐¡Oh, Cal! ‐se pasó las manos por la cara y logró esbozar una sonrisa trémula‐. ¿Cómo podré
pagarle alguna vez por pasar todo esto conmigo?
‐Yo le diré cómo. Vaya a la clínica de la ciudad y dígale a ese cachorro que se hace llamar
doctor que le haga un chequeo. Usted no es de las que lloran. Hace falta algo más que un revés
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para hacerla llorar. No me sorprendería que anduviera con la batería baja por el modo en que
ha estado dejándose la piel en la casa.
‐Puede que tenga razón ‐reconoció. ‐Últimamente me he sentido un poco baja. Pediré cita
para la semana que viene.
‐Bien ‐enganchó los pulgares en el cinturón y miró alrededor del salón. ‐Cambiando de
tema, ¿dónde quiere el árbol de Navidad?
‐No pensaba ponerlo ‐el súbito cambio de tema la arrancó de su autocompasión.
‐Pues es una condenada pena. Durante su ausencia esta mañana, he ido a comprar uno. Así
que decida dónde lo quiere, o lo haré yo.
‐Supongo... que en el rincón, entre las ventanas.
‐Me alegro, porque pensaba ponerlo ahí de todos modos. Me pondré con él en cuanto nos
prepare algo pina comer. Estoy tan hambriento, que mi estómago empieza a pensar que me
han cortado el gaznate.
Al oír eso, Arlene incluso logró reírse.
‐Deje que primero me cambie de ropa ‐dijo, yendo hacia la escalera‐, luego prepararé una
sopa y unos sándwiches. Pero, acerca del árbol, Cal, sabe que no tenemos ningún adorno ni
luces.
‐Eso no importa mientras huela bien. Además, lo que cuenta es la idea. Las familias ponen
árboles de Navidad, es así de sencillo.
Pidió hora en la clínica para el lunes siguiente por la tarde. Consciente de que en tres días
sería Navidad y de que no había hecho nada especial, decidió recurrir a sus menguantes
ahorros e ir de compras.
Estaba a punto de salir de casa a las once cuando llamó Ralph McKinley para pedirle que
pasara por el banco. Ceñuda, dijo:
‐Hoy dispongo de algo de tiempo, si le viene bien, pero espero que no sean más malas
noticias. No me he quedado en números rojos, ¿verdad?
‐No, no ‐aseveró McKinley en tono festivo. ‐Nada parecido. ¿A qué hora le va bien?
‐Puedo estar allí en media hora.
‐Perfecto. La veré entonces. Ah, señorita Russell, creo que se va a poner muy contenta con
la noticia.
Al entrar en el aparcamiento del banco, se preguntó si el tío abuelo Frank habría dejado
una caja de seguridad llena de billetes de cien dólares que había olvidado mencionarle.
‐Hace un poco de fresco, ¿verdad? ‐comentó Ralph McKinley en tono jovial, recibiéndola en
la puerta y escoltándola a su despacho. ‐¿Quiere que le pida a mi secretaria que traiga café
para que entre en calor, señorita Russell?
‐No, gracias ‐repuso. Últimamente había descartado el café y no sabía si le sentaría bien
con lo nerviosa que se sentía.
‐Entonces, iré directamente al grano. Quizá recuerde que la última vez que estuvo aquí,
mencioné que de vez en cuando ciertos individuos ricos eligen respaldar empresas que no
entran en los cauces oficiales de instituciones crediticias, como la nuestra.
‐Sí ‐confirmó, conteniéndose de pedirle que se dejara de tantos rodeos. ‐¿Me está diciendo
que alguien ha expresado interés por mi situación?
‐De hecho, sí ‐McKinley empujó una única hoja por la superficie de su escritorio‐. Todo está
ahí detallado, pero esencialmente se reduce a que un grupo privado se ha ofrecido a financiar
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la rehabilitación de su viñedo mucho más allá de lo que el banco podría llegar a ofrecerle,
aunque estuviera en posición de prestarle el dinero que necesita.
‐También me informó de que esa clase de oferta va acompañada de un interés mucho
mayor que el que cobra el banco.
‐Da la casualidad de que en este caso no es así. El acuerdo requiere que usted haga el
trabajo y el inversor proporcione los fondos, convirtiéndose a todos los efectos en socio
capitalista.
‐Que se quedará con mi propiedad si incumplo el pago.
‐No. Los términos del acuerdo sólo estipulan dos condiciones... un reparto equitativo de
futuros beneficios y opción preferencial para comprarle su parte del negocio a precio de
mercado, en el caso de que usted decidiera vender.
‐¿Por qué alguien lo querría si la tierra no forma parte del paquete?
‐Porque su contrato es válido otros noventa años.
Con el respaldo y la dirección adecuados, en una décima parte de ese tiempo se puede
ganar una fortuna. Desde un punto de vista estrictamente pragmático, el pago de un cincuenta
por ciento de beneficios a largo plazo se queda corto con lo que podría exigir normalmente un
inversor por un préstamo normal, dejando margen incluso para un interés más alto que el
habitual.
‐Suena demasiado bueno para ser verdad. ¿Quién es ese ángel de misericordia?
‐Nadie que le pueda sonar. Es una compañía con el número WMS830090. Pero puedo
asegurarle que la oferta es absolutamente legítima y honrada. Tómese unos momentos para
echarle un vistazo al contrato, señorita Russell. Es muy claro y creo que la tranquilizará. Luego,
si está satisfecha con lo que ve y lo acepta, seré testigo de su firma y con carácter inmediato se
le hará la transferencia del dinero a su cuenta.
‐¿Y si tengo alguna pregunta?
‐Estoy autorizado a respondérselas. Ahora, si me disculpa, necesito hablar con uno de mis
cajeros.
A solas, respiró hondo y trató de controlar el temblor de sus manos. Si se trataba de una
oferta auténtica, también era un regalo de Dios. Estaban en Navidad, la época de los milagros,
y quizá debería dar las gracias porque le hubiera sucedido uno a ella en vez de mostrarse como
un sabueso suspicaz.
«Pero esta vez no te precipites», le recomendó su sentido común. «Lee dos veces cada
palabra... lo que pone en las líneas y también entre líneas». Aunque se tratara de un contrato
sencillo, no firmaría nada hasta que un abogado lo hubiera escudriñado a fondo.
‐Llamaré a Greg Lawson ‐se ofreció McKinley cuando ella le informó de su decisión. ‐Tiene
el bufete enfrente. Si está libre, podría ir a verlo ahora mismo.
De hecho, el abogado se marchaba para comer y aceptó pasar por el banco al salir.
Apareció a los pocos minutos.
‐No tengo ningún problema en aconsejarle que lo acepte, Arlene ‐repuso después de leer
detenidamente el documento. ‐Mi única pregunta es quién firma en nombre de la empresa.
‐Yo ‐indicó Ralph McKinley‐. Tengo un poder notarial para representar al cliente.
El abogado se encogió de hombros.
‐¡Entonces, tome una pluma y feliz Navidad, Arlene!
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Cuando regresaba a casa pasadas las cuatro de la tarde con un diagnóstico de buena salud y
la furgoneta llena de compras, se sentía como en las nubes.
‐Se hizo un chequeo hace menos de seis meses, así que no veo la necesidad de otro en este
momento ‐le había dicho el doctor después de auscultarle el corazón, los pulmones y tomarle
la tensión‐. Enviaré muestras de sangre al laboratorio, para asegurarnos, pero por lo que
puedo ver, no tiene nada que una Navidad reposada y relajada no pueda solucionar.
Desde allí, había ido al centro comercial de otro pueblo más grande situado a varios
kilómetros autopista abajo. Esa noche, habría regalos para Cal y los perros, bajo un árbol
decorado con adornos brillantes y luces de colores.
Cuando él volvía de apilar más leña en el porche trasero, tenía lista la cena favorita de Cal:
costillas asadas, puré de patatas, zanahorias en salsa y una botella de buen vino tinto. Comida
sencilla y honesta, como él, servida en el comedor en vez de en la cocina, con velas en la mesa
y servilletas de papel de motivos festivos.
‐Bastante elegante ‐declaró, mirando su plato. ‐Hemos conseguido dinero, ¿verdad?
‐De hecho, sí ‐repuso ella, contándole toda la reunión del banco.
‐Si quiere saber mi opinión, hay algo escurridizo en este trato ‐gruñó. ‐La gente no da algo
sin esperar nada a cambio... ¡y menos la gente rica! Para empezar, es así como han hecho sus
fortunas. Recuerde mis palabras, señorita, hay trampa en alguna parte. Lo que pasa es que aún
no se ha topado con ella.
‐Si la hay, se le ha escapado a un director de banco y a un abogado. Tanto Ralph McKinley
como Greg Lawson han dado su aprobación.
‐McKinley es un tipo listo ‐admitió Cal a regañadientes. ‐Pocas cosas se le escapan. Y el
joven Lawson tampoco está tan mal, teniendo en cuenta que es abogado.
‐¡Exacto! Y no es como si hubiera renunciado a mi herencia.
‐Le ha dado a un desconocido una opción preferencial para comprar este lugar si decide
vender ‐indicó en tono lúgubre.
‐Si eso es lo que le preocupa, no tengo ninguna intención de vender ‐miró las paredes
recién pintadas de una suave tonalidad crema, las molduras brillantes, el suelo lustroso. La
leña crepitaba en el fuego mientras en el exterior caía la nieve que chocaba contra los cristales
de las ventanas como polillas ciegas. El árbol de Navidad proyectaba sombras apagadas en el
salón. ‐Adoro este lugar, Cal. Se ha convertido en mi hogar... y usted es mi familia.
Él carraspeó y con aspavientos se sirvió puré. ‐¡Vaya familia! ‐gruñó. ‐Una señorita como
usted debería tener un marido e hijos, no estar con una pareja de perros y un viejo gruñón
como yo.
‐¿Ni siquiera si les tengo cariño a los perros y a los viejos gruñones?
Él soltó una de sus ya características risas. ‐Cuidado con lo que dice si no quiere que le lave
la boca con jabón.
Sonriendo, Arlene se sentó en silencio durante un rato, más serena de lo que había estado
en semanas. No se engañaba. Sabía que el camino que tenía delante sería duro, que el dinero
solo no bastaba para devolverle la vida a su viñedo; que requería dedicación, compromiso y
paciencia.
También sabía que la añoranza constante de Domenico la hostigaría por la noche o por el
día, y cuando así fuera, el dolor la dejaría sin aliento. Razón por la que agradecía los momentos
como ése, cuando la alegría reinaba, aunque fuera algo efímero.
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‐Nunca antes hemos hablado de esto, Cal ‐comentó cuando se hallaban sentados ante la
chimenea del salón, después de que hubieran recogido la mesa y con los perros durmiendo a
sus pies‐, pero ¿cómo cayó este lugar en tanto abandono?
‐El alcohol ‐soltó él sin rodeos. ‐A Frank siempre le gustó beber, pero empezó en serio hará
unos siete años, cuando perdimos casi toda la cosecha durante dos años seguidos. Al final
bebió hasta matarse. A mí me encanta todo lo que tenga algo que ver con el cultivo de la vid e
intenté que todo siguiera en marcha, pero no es un trabajo para un solo hombre y ya no soy
joven. Si quiere que esto funcione, Arlene, cuando llegue la primavera va a tener que contratar
mano de obra adicional.
‐Contaré con usted para que se ocupe de eso. Por lo que a mí respecta, usted está al mando
del viñedo y lo que dice va a misa.
Él se puso de pie.
‐Supongo que podré vivir con eso ‐afirmó. ‐¿Le importa que la deje sola?
‐En absoluto. Ha sido un día largo. Voy a alzar las piernas, disfrutar del fuego y del árbol de
Navidad y quizá vea algo de televisión.
‐Entonces, echaré un par de leños más a la chimenea y sacaré a los perros antes de irme a
la cama.
Cuando se fue, subió a darse una ducha y a ponerse un largo camisón blanco bordado con
pimpollos y nomeolvides y la bata rosa de felpa con las zapatillas a juego. Sabía que parecía
una abuela, pero estaba cómoda y no esperaba compañía.
Recogió el contrato que había dejado en la mesa del recibidor y regresó al salón; acababa
de ocupar su sillón favorito cuando sonó el timbre.
Pensando que Cal debía de haberse olvidado las llaves, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta.
Allí estaba con los perros, pero no se encontraban solos.
‐Sorprendí a este sujeto husmeando por el lugar ‐indicó‐. Conduciendo el mismo coche que
vi ayer merodeando por la zona como un zorro que da vueltas alrededor de un gallinero.
Afirma que lo conoce. ¿Es cierto?
‐Sí, lo conozco ‐musitó ella. Y con una percepción devastadora supo también quién era su
benefactor anónimo.
‐Arlene ‐dijo Domenico con ese maravilloso timbre de voz. ‐Es magnífico verte otra vez.
¿Puedo pasar?
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ULLO
O 1111
POR LA expresión del rostro de Arlene, era tan bienvenido como la peste bubónica, y por el
modo en que lo había dejado en París, tampoco debería haber esperado otra cosa. Pero
durante semanas lo había obsesionado y estaba harto de hallarse en el bando perdedor de una
batalla que no tenía esperanzas de ganar. Le gustara o no, la llevaba en la sangre y había
llegado el momento de conquistarla o de exorcizarla de su mente y de su corazón de una vez
por todas.
‐¿Puedo pasar? ‐volvió a preguntar, mirándola a los ojos.
Ella asintió y retrocedió bastante, como si temiera que pudiera tocarla y contaminarla. Notó
que había perdido peso, aunque la bata holgada que llevaba le camuflaba el cuerpo, tenía la
cara chupada y la mandíbula más definida. Parecía extenuada y experimentó el impulso
abrumador de tomarla en brazos y no soltarla nunca más.
¿Por qué no se había cuidado mejor? ¿Y por qué él había esperado tanto para ir en su
rescate?
Quitándose la nieve de los zapatos con movimientos enérgicos de los pies, entró.
El anciano cerró la puerta con fuerza.
‐¿Quiere que me quede, señorita? ‐preguntó, dedicándole a Domenico una mirada aviesa.
‐No es necesario. Nuestro visitante no se quedará mucho tiempo.
‐Si cambia de idea, estaré en la cocina.
‐Gracias, Cal ‐esperó hasta que desapareció para centrar su atención en Domenico‐. ¿Para
qué has venido?
‐Porque no podía permanecer alejado.
‐Claro que no. ¿Qué satisfacción hay en concederle favores a alguien si no estás presente
para regodearte en su gratitud? La única sorpresa es que aguardaras tanto en presentarte.
Se había inclinado para acariciar a los perros y se irguió de golpe.
‐¿Qué?
‐Oh, por favor ‐comentó ella con desdén, dirigiéndose hacia un cuarto situado a la derecha
de la puerta de entrada. ‐Sé que eres mi inversor anónimo, Domenico. La pena es que no lo
imaginara antes. Y no es que tu amiga Ortensia no me lo advirtiera.
La siguió a un acogedor salón iluminado sólo por las luces de un fragante árbol de Navidad y
las llamas que danzaban en una chimenea.
‐¿Qué pinta Ortensia Costanza en todo esto?
‐Ella me informó de que codiciabas mi tierra. No le creí ‐esbozó una amarga sonrisa. ‐¡Tonta
que fui! Debí recordar que fuiste tú quien me dijo que no dejas que nada se interponga en tu
camino cuando deseas algo.
‐¿Se te ocurrió pensar alguna vez que podría quererte a ti?
‐Me tuviste, Domenico. En París.
Un destello de furia transformó su ecuanimidad. ‐Desdéñame, si eso quieres hacer, Arlene,
pero no intentes rebajar lo que vivimos en París. No lo permitiré.
‐Y yo no permitiré que me manipules. No soy un juguete que puedes tomar cuando a ti te
plazca.
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Fue a una mesita próxima a un sillón que se hallaba junto al fuego, recogió lo que él de
inmediato reconoció como el contrato que había redactado, y se lo tiró. Capturándolo con una
mano, dijo:
‐Jamás te he tratado como a tal. En lo que a ti concierne, siempre he obrado de buena fe.
‐Has intentado comprarme, y no estoy en venta.
‐He intentado ayudarte porque me importas.
‐No quiero importarte y no necesito tu ayuda. De modo que si has venido desde Cerdeña
para sacarme del agujero en el que crees que me encuentro, has perdido el tiempo.
‐Ya estaba en Norteamérica y de camino a casa decidí pasar a verte.
Lo miró con incredulidad.
‐¿En qué parte de Norteamérica?
‐En Fresno, California.
‐¿California? ‐se rió, aunque sus ojos reflejaron desolación‐. ¡Diría que has tomado el giro
equivocado en alguna parte del sur de la frontera!
Él se desabrochó el abrigo.
‐Ésa es una de las ventajas de tener mi propio jet, Arlene ‐explicó‐. Dentro de unos
márgenes lógicos, elijo en qué dirección vuela y dónde aterriza. En este caso, elegí aquí,
porque por todo lo que he oído...
‐¿Qué has oído? ‐lo cortó ella. ‐¿Quién ha estado hablando de mí a mis espaldas? Si ha sido
Ralph McKinley, del banco...
‐No ha sido él. Dio, Arlene, tengo contactos comerciales por todo el mundo, incluido este
pequeño rincón. Un par de llamadas telefónicas bastaron para confirmarme lo que había
sospechado desde el principio. Has heredado problemas serios con esta propiedad y necesitas
una elevada inyección de dinero para superarlos.
‐¿Y tú viniste presto a salvar el día? ‐le espetó con sarcasmo.
‐Alguien tenía que hacerlo ‐indicó con paciencia‐, y no vi a nadie más ofreciéndose
voluntario para el trabajo. No pensaba quedarme con los brazos cruzados sin hacer nada. Yo
no funciono así, Arlene.
‐Sé exactamente cómo funcionas ‐los ojos le brillaron de pronto por las lágrimas. ‐Usas tu
dinero para comprar lo que te apetece, ya sean cosas o personas. Compraste un chateau en
Francia porque, citando tus palabras, te gustó la idea. Luego compraste a una familia para que
te lo llevara. No vives allí, de modo que para que el personal haga algo más que dar vueltas en
un sitio tan grande como un hotel, patrocinas a niños desamparados para que pasen los
veranos allí.
‐No sólo los veranos ‐la interrumpió con sequedad. ‐También van en Navidad y en Pascua, y
se divierten de lo lindo. Al menos, si vas a realizar un inventario de lo que percibes como fallos,
ten la cortesía de conocer todos los hechos antes de condenarme.
‐La cuestión es que eres un coleccionista, Domenico ‐prosiguió con disgusto‐, y lo que más
te gusta es coleccionar a personas necesitadas porque hace que te sientas bien. Y si la obra del
mes es que inviertas en un pedazo de tierra, bueno, ya que estás, ¿por qué no adquirir esos
derechos también? Total, si te apetece... ‐respiró hondo. ‐¡Pero te veré en el infierno antes
que permitir que te la quedes!
Asombrado por su exabrupto, movió la cabeza.
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‐¿Te estás escuchando? Sugerir que voy tras tu tierra es ridículo. ¿Dime qué posible uso
tendría para unos raquíticos siete acres cuando tengo cientos a mi disposición por todo el
mundo, y cada uno de ellos haciendo lo que los tuyos no hacen... producir vides de calidad?
‐¡Exacto! ‐le espetó, con lágrimas cayendo por sus mejillas. ‐No te sirven para nada. No te
mueve la necesidad. Disfrutas dirigiendo las vidas de la gente. ¡Pues no vas a dirigir la mía, así
que ya puedes marcharte de aquí con tu dinero!
Su angustia lo conmovió más de lo que quería admitir. Tuvo que contenerse para no
abrazarla. Pero también lo conmocionaba su falta de confianza en los motivos que lo
impulsaban a actuar.
‐Si es así como me ves, entonces no hay nada más que decir.
‐¡Al fin coincidimos en algo!
‐Excepto en esto ‐sacó su copia del contrato del bolsillo interior del abrigo y, junto con la de
ella, rompió los documentos y los echó al fuego. ‐¡Ya está! Ya nada te atrapa. Ningún socio
capitalista que intente controlar tu destino. Ninguna cláusula de compra preferencial en caso
de que decidieras vender. Tu preciada tierra está a salvo, igual que tú. A partir de este
momento, estoy fuera de tu vida.
‐¡Bien! ‐vaciló. ‐Cuando te vayas, llévate tu dinero contigo.
‐Me temo que ya no puedo hacer eso. Se ha depositado en tu cuenta y ni siquiera yo, un
manipulador cosmopolita, puedo acceder a ella.
‐Pues yo no lo quiero.
‐Entonces, dáselo a alguien que lo quiera, quémalo o haz lo que te salga de las narices con
él ‐miró a los perros que dormían junto al fuego y al anciano guarda que al oír las voces alzadas
había vuelto al salón. ‐Pero si de mí dependieran otros, me tragaría el orgullo y pensaría en lo
que es mejor para ellos antes de desperdiciar la oportunidad de lograr que su vida fuera mejor.
Durante un rato, Arlene fue incapaz de contestar, luego, con voz apagada, murmuró:
‐¿Por qué has tenido que volver a mi vida? ¿Por qué no has podido dejarme en paz?
‐Se llama cuidar de las personas que amas, Arlene, sin importar que ellas te amen o no ‐
explicó con ardiente aspereza. ‐Y si eso ofende tu sensibilidad, ¡demándame!
La fuerza con la que cerró la puerta de la entrada al marcharse sobresaltó a los perros.
‐Está satisfecha consigo misma, ¿no? ‐inquirió Cal con calma.
Arlene alzó la cabeza y lo miró.
‐No me diga que está de su lado ‐gimió.
‐No puedo afirmar que vea que haya hecho algo tan malo... salvo quitarle una buena carga
de encima. Ha tensado demasiado la paciencia de ese hombre, señorita. Me sorprende que no
la dejara antes. Supongo que el amor lo ha vuelto bobo.
‐Sólo ha dicho eso para justificar sus actos. En realidad no me ama.
‐Sólo puedo decirle que entonces ha ofrecido una imitación excelente. Yo en su lugar me
habría largado de aquí nada más ponerse usted digna y empezar a acusado de ser el diablo
encarnado, empeñado en hacer que su vida sea una constante desdicha ‐fue a echar otro leño
al fuego. ‐Lo que no termino de entender es por qué dejó que se marchara cuando es evidente
que está loca por él. Aunque no me considero capaz de entender los razonamientos de una
mujer.
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Desconcertada por sus palabras, sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se secó los ojos,
luego fue hacia la ventana y contempló la nieve caer. Los caminos estarían traicioneros, en
particular en el campo.
‐No está acostumbrado a un clima como éste ‐musitó‐. Espero que conduzca con cuidado.
La carcomió la ansiedad, desterrando la indignación. Le había dicho cosas imperdonables
con la única intención de herirlo, y él se había marchado indignado.
Tan sólo dos días antes, un desconocido que conducía por la zona había tomado una curva
a demasiada velocidad y terminado herido en una cuneta antes de que apareciera alguien y lo
encontrara.
Si Domenico tuviera un accidente, sería culpa suya. ¿Cómo podría vivir con eso, entonces,
sabiendo que había actuado impulsada por una desilusión irracional, que, a pesar de todo lo
que él había estado dispuesto a ceder, a ella había seguido pareciéndole insuficiente?
Si le pasara algo, se moriría.
¿Por qué lo había echado cuando lo que más anhelaba era correr a sus brazos y suplicarle
que olvidara todo lo dicho aquel último día en París? Aquel día había insinuado que no quería
que su relación se rompiera, y aunque había aceptado el rechazo de ella con elegancia, en ese
momento Arlene entendía que nunca la había desterrado de su cabeza.
Si sólo quisiera ser su benefactor, podría haberlo arreglado desde cualquier parte del
mundo. No tenía que ir a Canadá desde California de regreso a Cerdeña. No tenía que arriesgar
la vida conduciendo por caminos desconocidos cubiertos de nieve.
Una ráfaga de aire frío remolineó en tomo a sus tobillos. Los perros se movieron, se
estiraron y menearon los rabos. Cal debía de haber abierto la puerta para dejarles dar un
último paseo antes de irse a la cama.
‐Si de verdad me amara ‐dijo ella‐, ¿por qué simplemente no lo dice, Cal, en vez de tratar de
comprarme?
‐Porque tienes razón ‐respondió una voz profunda y familiar. ‐Soy muy bueno dirigiendo las
vidas de otros... y horrible dirigiendo la mía.
Arlene se giró en redondo. Domenico llenaba el umbral del salón. Copos de nieve brillaban
en su pelo negro y moteaban sus anchos hombros.
‐¡Has vuelto! ‐susurró.
‐Menos mal ‐indicó Cal. ‐Me ahorra el trabajo de tener que salir a buscarlo ‐los observó
ceñudo. ‐Supongo que será mejor que saque a pasear a los perros, ya que cinco son multitud.
El resto depende de ustedes dos.
Desesperada por llenar el silencio reinante, Arlene comentó:
‐Menos mal que has vuelto, ya que no es una buena noche para estar conduciendo. Tengo
cuatro dormitorios, así que sobra espacio para que te quedes y...
‐No he vuelto por el clima, Arlene.
‐Entonces, ¿por qué lo has hecho? ‐no supo cómo se atrevió a formular la pregunta.
‐Por la misma razón que te di la última vez que lo preguntaste. Porque no puedo
mantenerme lejos, y el cielo sabe que lo he intentado. Cuando hubo que reconocer lo que
necesitaba para darle un verdadero sentido a mi vida, mi famosa objetividad me abandonó.
Se acercó y le alzó la barbilla con el pulgar.
‐En los últimos dos meses, he viajado por tres continentes y a más de cinco países, y tú me
has seguido a cada uno. Ahora estoy aquí porque finalmente he aceptado que tú estás
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conmigo, sin importar lo mucho o lo lejos que corra. No puedo vivir sin ti, Arlene. De modo que
a menos que me digas a la cara que ya no quieres volver a verme jamás, esta vez me quedaré...
¡y no en el cuarto de invitados!
Se ahogó en sus ojos azules y sintió que se descongelaba.
‐¿Y bien? ‐murmuró Domenico‐. ¿Cuál es tu respuesta, cara mía? ¿Estoy perdiendo mi
tiempo y el tuyo o me quieres, al menos un poquito?
‐Sabes que sí ‐suspiró ella.
‐¿Lo suficiente como para emprender una vida conmigo?
‐¿Cómo? Tu hogar está en Cerdeña.
‐El tuyo también podría estar allí ‐le acarició el cuello.
‐No puedo irme de aquí ‐protestó. ‐Cuando acepté mi herencia, establecí un compromiso,
con Cal y con los perros. Puede que te suene raro, pero...
‐Suena como la mujer que conozco ‐replicó él. ‐La que cumple sus promesas y la que me
enseñó que compartir todo menos el corazón te empobrece.
‐¿Qué quieres decir? ‐musitó, temerosa de leer lo que no había.
‐Que no te pido que rompas tu palabra ni que abandones este lugar. Entiendo cuánto
significa para ti.
‐No sólo para mí. Es el único hogar que conoce Cal.
Le encanta vivir aquí. Entiende la tierra y sabe más sobre cosechar uvas de lo que yo podré
aprender jamás. No es culpa suya que esto se encuentre tan abandonado. Únicamente quiere
que el viñedo vuelva a la vida que tenía antes de que mi tío abuelo dejara que se estropeara,
pero es demasiado mayor para emprender solo la tarea.
‐Le encontraremos la ayuda que necesite. Se puede lograr, tesoro. Podemos pasar parte del
año aquí, si es lo que quieres. Tu país es hermoso y comprendo cuánto tiran las raíces. Pero
hablaba en serio cuando dije que las relaciones a larga distancia para mí no funcionan. Te
necesito a mi lado, Arlene, dondequiera que tengamos el hogar.
‐¿En calidad de qué? ‐preguntó, aferrándose a un hilo ante el precipicio de la razón.
‐¡Como mi esposa, por supuesto!
‐¿Por qué?
‐¡Dios! ¡Otra vez esa pregunta! ¿Por qué crees tú?
‐Si lo supiera, no la formularía.
‐Te amo. Ya te lo dije.
‐En realidad, no. Me arrojaste las palabras, pero sonaron más como una maldición que
como una bendición.
‐Entonces, deja que te las diga ahora otra vez. ¡Te amo! Sé que no es una fórmula mágica,
que hay problemas que solucionar. Y si pudiera, haría que todos se desvanecieran...
Ella lo silenció apoyando la mano en su boca.
‐¡No, Domenico! Así es como nos descarriamos la primera vez. No soy una niña. No tienes
que protegerme de la realidad... La vida viene con problemas. Es así. Pero una pareja aprende
a solucionarlos juntos.
Él sonrió.
‐Eso plantea unas posibilidades interesantes ‐acercó la boca a la de ella.
Arlene se retiró, sabiendo que si la besaba, aceptaría cualquier cosa.
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‐Haces que suene muy sencillo, cuando no lo es.
‐Sí lo es ‐aseveró él. ‐La lección que he aprendido es que es difícil encontrar a la persona
idónea a la que amar. El resto desde luego que es sencillo ‐volvió a acercarla‐. ¿He de
suplicártelo? ¿No basta con que te ofrezca todo lo que soy? ¿Que lo que más desee en el
mundo sea hacerte feliz? ¿No entiendes lo que me destroza que me mantengas a distancia,
que no me permitas mostrarte de todas las maneras posibles cuánto te adoro?
‐¡No! ‐suplicó Arlene, y las lágrimas arrastraron los últimos vestigios de resistencia. ‐¡Por
favor, no hables así! Haces que me sienta tan avergonzada...
‐¿De qué? ¿De tu integridad moral? ¿De tu lealtad a los que dependen de ti? Arlene, eso
forma parte de los motivos por los que me enamoré de ti. Eres la mujer que he estado
buscando toda la vida. Completa mi vida. Di que te casarás conmigo.
‐Sí ‐susurró, sin un ápice de hielo en su corazón. ‐¡Oh, sí, por favor!
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CCAAPPIITTU
ULLO
O 1122
EL DOLOR de recordar aquellas noches en París había sido tan agudo que las había borrado
de su mente. Se había dicho que lo que había tenido con Domenico estaba acabado. Que nada
podría revivirlo.
¡Con qué rapidez le enseñó lo equivocada que había estado! En la calidez en penumbra del
dormitorio, él selló la reconciliación y volvieron a sintonizar con sus respectivos cuerpos,
avivando un fuego que en realidad jamás había llegado a apagarse.
No escapó a su atención ni un solo centímetro de ella. ‐He echado de menos tu piel
satinada, tu fragancia ‐murmuró Domenico, sujetándole las manos encima de la cabeza para
tomar primero uno y luego el otro pezón en la boca.
La recorrió una miríada de sensaciones, salvajes y ardientes, que encendieron cada una de
sus células y la dejaron palpitante y en fuego líquido.
‐Por favor, Domenico ‐gimió. ‐No me hagas esperar... hace tanto tiempo... ¡por favor!
Estaba grande, duro y preparado. Pero no permitió que su voracidad lo dominara.
‐He echado de menos tu sabor ‐susurró. ‐El recuerdo me ha obsesionado todas las noches y
siempre me levantaba hambriento de ti ‐bajó las palmas de las manos por sus costados y
hundió la cara entre sus muslos. Le lamió el núcleo húmedo y ansioso.
Fue más tortura y éxtasis del que pudo soportar. Careciendo de la autodisciplina de él,
estalló en un millón de chispas deslumbrantes que la dejaron suplicándole que llenara el
terrible vacío en el que había vivido durante tanto tiempo.
La penetró con una urgencia que contradecía el formidable control que poseía. La embistió
de tal manera que llegó hasta su misma alma.
‐He soñado con el modo en que suspiras, como ahora, con lo que me dejas saber que te
complazco ‐jadeó en su oído. ‐Y he anhelado sentir cómo te cierras en torno a mí y me vacías
de fuerzas... ‐calló y respiró hondo. ‐Como estás a punto de hacer ahora... Arlene, mía
innamorata...
Se tensó, tembló y se vertió dentro de ella. Atrapada en su ritmo frenético, Arlene volvió a
tener un orgasmo, cerrándose en el proceso en torno a Domenico con tanta fuerza que hizo
que éste gimiera lleno de placer.
Debió bastar para satisfacerlos, pero no fue así. Insaciable, inagotable, excitante, la pasión
los arrastró en las apacibles horas de la noche hasta que con el amanecer aún demasiado lejos
del horizonte, ella se quedó dormida en sus brazos, realmente en paz por primera vez en
meses.
Cal tenía la chimenea encendida en el salón y la mesa preparada para tres cuando los dos
bajaron a la mañana siguiente.
‐Supongo que no necesito preguntar si anoche logró descansar ‐comentó en tono burlón,
depositando una bandeja con beicon churruscado y huevos frescos de granja. ‐A los dos se los
ve extenuados.
Arlene se ruborizó, pero Domenico soltó una carcajada.
‐Me gusta la gente que no se anda con rodeos. En ausencia de su padre biológico, ¿debería
pedir su bendición, Cal? Arlene ha aceptado ser mi esposa.
‐Supuse que algo así iba a pasar. Nunca la había visto tan contenta y acalorada.
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Arlene sonrió, pero a pesar de la aparente satisfacción que lo embargaba por el modo en
que habían salido las cosas, algo no terminaba de encajar con su viejo amigo.
‐Bueno, ¿cuándo va a ser la boda? ‐quiso saber Cal, concentrándose en los huevos.
‐Aún no hemos fijado una fecha ‐dijo ella‐, pero estamos pensando a principios de año.
‐Supongo que entonces se marchará de aquí. No hay motivo para que permanezca en un
basurero como éste.
‐¡No es un basurero! ‐exclamó Arlene‐. Sólo está... un poco dejado.
Domenico, captando el verdadero problema, intervino: ‐Mi hogar está en Cerdeña, Cal, y,
sí, parte del tiempo viviremos allí, pero éste es el hogar de Arlene y casarse conmigo no
significa que deba abandonarlo. ‐Hemos hablado de ello y esperamos que usted se haga cargo
de las cosas durante nuestra ausencia ‐añadió ella.
‐Comprendemos que necesitará ayuda para devolver la tierra a su antiguo estado, y a quién
contrate será decisión suya ‐prosiguió Domenico‐, pero posee suficiente experiencia como
para saber que se enfrenta a una tarea enorme si quiere sembrar en primavera.
‐Y como no puede estar en dos sitios a la vez, creemos que sería una buena idea que
contratara a alguien que se ocupara de las tareas de la casa ‐Arlene lo miró. ‐¿Una pareja, tal
vez? Una mujer que se encargue de la cocina y de la limpieza y un hombre del jardín en el
verano y que quite la nieve y corte leña en el invierno. Algo así.
‐Tengo mis costumbres. No sé si quiero extraños a la vista todo el tiempo ‐Cal se rascó el
mentón con gesto pensativo. ‐Aunque podría pedírselo a mi hermana. Aún vive en la Península
de Niágara, donde crecimos, pero ha enviudado y se ha sentido muy sola estos últimos años,
ya que jamás tuvo hijos y la única familia que le queda soy yo.
‐¿Cree que se vendría aquí?
‐No veo por qué no. Nada la retiene allí. Y sería una pena abandonar la casa después del
trabajo que usted le dedicó para dejada bonita.
‐Nosotros cubriremos el coste del traslado, desde luego ‐indicó Domenico‐, y le pagaremos
un salario decente, igual que a usted.
Cal se movió incómodo en la silla.
‐No tiene nada que ver con el dinero. No es por eso por lo que me he quedado todo este
tiempo.
‐Eso lo sé ‐afirmó Domenico‐. Pero un hombre merece reconocimiento por su lealtad y
Arlene le con‐fiará que cuide de sus intereses mientras esté ausente.
‐Pero usted es más que un empleado para mí, Cal ‐se apresuró a añadir ella. ‐Es mi familia y
eso me lleva a otra cosa que quería pedirle. ¿Recorrerá conmigo el pasillo de la iglesia el día de
mi boda?
El anciano la observó un momento.
‐No quiere que lo haga, señorita. Yo no soy refinado como usted. Nunca lo he sido y nunca
lo seré. ‐Es usted o nadie... y voy a necesitar un brazo fuerte en el que apoyarme.
Sacó un pañuelo rojo de cuadros de los vaqueros y se limpió la nariz.
‐Lo siguiente que va a pedir es que los perros sean sus damas de honor.
‐No se me había ocurrido ‐se rió ella. ‐Pero ahora que lo menciona... Bueno, ¿qué dice, Cal?
¿Puedo contar con usted para que esté allí conmigo?
‐¿La he abandonado alguna vez?
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‐Ni una. Sin usted, jamás habría llegado tan lejos.
‐¿Voy a tener que ponerme un traje de pingüino?
‐Si yo me lo pongo, usted también ‐Domenico sonrió.
‐¿Y dónde se va a celebrar el gran acontecimiento?
Arlene iba a decir que todavía no lo habían decidido, pero Domenico se le adelantó.
‐Aquí. Una novia siempre debería casarse en su propia casa.
‐Entonces, será una boda bastante pequeña ‐comentó Cal. ‐No conoce a nadie de por aquí,
salvo a mí.
‐Bueno, todavía no hemos hecho la lista de invitados, pero mi familia asistirá, desde luego,
y la última vez que contamos, eran veintitrés, aunque para comienzos de año casi con toda
seguridad serán veinticuatro.
Se hallaban paseando a los perros junto al lago. El aire estaba limpio y olía a leña; una
escena navideña, con el agua helada, el cielo azul y sin nubes y los árboles cubiertos de nieve.
‐Los echaré de menos ‐comentó Arlene viendo cómo Sam y Sadie corrían por la orilla. ‐Han
representado un gran consuelo para mí.
‐¿Te gustaría llevártelos a Cerdeña?
‐No, son los perros de Cal. Su lugar está aquí con él.
‐Vendrás a verlos a menudo ‐Domenico se detuvo cerca de un saliente rocoso. ‐Mientras
tanto, tengo algo para ti. Considéralo una promesa de futuro. Quítate los guantes, amor mío.
Sacó del bolsillo un estuche de terciopelo y lo abrió, revelando un diamante engarzado en
platino. El fuego de sus muchas facetas la deslumbró. Era magnífico en su clásica sencillez.
‐¿Dónde lo conseguiste? ‐jadeó Arlene.
‐En Vancouver. Llamé con antelación a un joyero que conozco y volé allí esta mañana para
elegir el anillo idóneo de compromiso. Seleccioné un brillante redondo ‐continuó,
deslizándoselo en el dedo‐, porque sabía que quedaría perfecto en tu mano. ¿Qué te parece?
Estaba sin palabras. No sabía cómo describir al hombre que se había tomado tantas
molestias para comprárselo.
‐Es lo más hermoso que he visto jamás y me da un motivo para cuidar mejor mis uñas a
partir de ahora. Me abrumas, Domenico ‐pensó en los guantes de piel que le había comprado e
hizo una mueca. ‐Yo no tengo nada que darte que se aproxime.
‐¿Eres feliz?
Le bajó la cabeza y le dio un beso en la boca. ‐¡Absolutamente!
‐Es todo el regalo que necesito.
Un grito procedente de la casa irrumpió en el momento y, al alzar la vista, vieron a Cal
gesticulando desde la puerta de atrás.
‐Algo sobre una llamada ‐dijo Domenico, agudizando el oído. ‐Debe de ser importante si
llama de esa manera. Adelántate a ver de qué se trata, cara, y yo llevaré a los perros.
Arlene regresó a toda velocidad.
‐¿Qué pasa? ‐preguntó casi sin aliento al llegar a la casa.
‐Acaba de llamar el médico al que fue a ver el otro día ‐expuso Cal con seriedad. ‐Afirma
que es importante que lo llame antes de que cierre la clínica, ya que hoyes el último día que
tendrá abierto hasta después de Navidad.
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Un conato de miedo atravesó su felicidad y se extendió como veneno por su cuerpo. Había
sido demasiado feliz, había dado demasiado por hecho. Y ése era su castigo.
‐¡Oh, Cal!
Él le puso un trozo de papel en la mano.
‐Aquí tiene el número. Será mejor que llame y averigüe qué está pasando.
Se quitó la cazadora y se encerró en el pequeño despacho del pasillo. Se dejó caer en el
sillón y la mano le temblaba tanto que tuvo que apretar los números dos veces antes de poder
establecer la conexión, luego esperó treinta segundos interminables hasta que la enfermera de
recepción le pasó la llamada.
Al fin el médico se puso al aparato.
‐Nos han mandado los resultados de su análisis de sangre, Arlene.
‐Comprendo ‐repuso con voz aguda. ‐¿Ocurre algo?
‐Eso depende.
Se le encogió el corazón. Justo cuando el paraíso se hallaba al alcance de su mano, el
destino intervenía para arrebatárselo otra vez.
‐No sé qué significa eso.
‐Entre otros análisis, el laboratorio llevó a cabo una prueba de embarazo. Sus resultados
muestran, en términos coloquiales, la hormona del embarazo.
Soltó el teléfono y el auricular golpeó el escritorio con estruendo y se deslizó a su regazo.
Volvió a recogerlo.
‐¿Sigue ahí? ‐oyó preguntar al médico.
‐Sí ‐respiró hondo para calmarse. ‐Doctor, ¿me está diciendo que estoy embarazada?
‐Según lo que leo ahora mismo aquí, sin lugar a dudas. ¿No lo sospechaba?
‐No. Ni por un momento.
‐¿Cuándo tuvo su última menstruación?
Trató de recordar. Habían sucedido tantas cosas en los dos últimos meses...
‐No estoy segura, aunque ahora que lo pienso, creo que debió de ser a principios de
noviembre.
‐Hace unas ocho semanas, entonces. Eso parece coincidir. ¿Y no ha mostrado ningún
síntoma? ¿Náuseas o algo parecido?
‐En realidad, no. Como le mencioné cuando fui a verlo, últimamente me he sentido más
cansada de lo habitual, pero lo achaqué al exceso de trabajo.
‐Entonces, le sugiero que delegue durante los próximos meses y empiece a tomárselo con
tranquilidad. Aunque muestra un buen nivel de hormonas, es mejor no correr riesgos
innecesarios, en especial durante el primer trimestre.
‐¡Es asombroso!
‐No hay nada de qué preocuparse. La veré la semana próxima. Mientras tanto, feliz
Navidad. ‐Le deseo lo mismo.
Cortó y permaneció sentada, tratando de asimilar la noticia.
Esperaba un bebé. El bebé de Domenico. Y sabía exactamente cuándo había sido
concebido. La única vez que no habían usado protección había sido aquel viernes en París,
cuando se lo llevó de vuelta a la cama en plena noche.
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Apoyó las manos en su vientre. Su bebé crecía allí. Aún trémula, se apartó del escritorio y
fue a la puerta.
Al abrirla, encontró a Cal y a Domenico en el vestíbulo, esperándola. A los dos se los veía
preocupados.
Domenico avanzó con celeridad, le aferró el brazo y la condujo al salón, seguidos de Cal.
‐Cuéntanos ‐la rodeó con los brazos. ‐Iremos a ver a los mejores especialistas... lo que
necesites, es tuyo.
‐Bueno ‐comentó con juguetona malicia‐, en realidad, no hay mucho que alguien pueda
hacer para cambiar las cosas. Pero tengo un regalo de Navidad para ti, Domenico, que, más o
menos, eclipsa a tu diamante. Aunque no estará listo hasta dentro de unos meses ‐calló y les
sonrió a ambos. ‐Estoy embarazada.
‐¡Vaya! ‐estalló Cal antes de caer en un sillón. Los ojos de Domenico se pusieron vidriosos. ‐
¿Embarazada?
‐Sí. Eso significa que voy a tener tu bebé. En algún momento de agosto, creo. La próxima
semana podré proporcionarte una fecha más precisa ‐entonces, a rebosar de felicidad, se puso
a reír. ‐¡Vamos a tener un bebé! ¡Y usted, Cal, va a ser abuelo!
Al siguiente instante, sollozaba en los brazos de Domenico y él le susurraba al oído,
diciéndole que la amaba más que a nada en el mundo.
Los perros se contagiaron del entusiasmo y comenzaron a ladrar. Y Cal se puso a llorar.
Hicieron falta unos diez minutos para que todos se calmaran, aunque Arlene pensó que las
cosas jamás volverían a ser las mismas. A partir de ese momento, todo mejoraría.
Domenico sacó una botella de champán que había comprado en Vancouver y sirvió una
copa para Cal y otra para sí mismo. El anciano fue a buscar una copa de mosto para Arlene. Las
luces del árbol de Navidad brillaban en el crepúsculo. Las llamas ardían amarillas y anaranjadas
en la chimenea. En el exterior, la nieve volvió a caer.
Domenico acercó a Arlene y la rodeó con un brazo. ‐Por el futuro ‐alzó la copa. ‐Por un año
nuevo, una boda y, por encima de todo, por la mujer que me ha dado una vida nueva con un
nuevo sentido. Por ti, Arlene, mi amor. Te doy las gracias desde el fondo de mi corazón por
confiar en mí para que pueda ser el marido que te mereces. Te amo y te prometo, con Cal de
testigo, que te amaré el resto de mi vida.
Con el corazón henchido, Arlene alzó el rostro para recibir el beso de él. Al fin se hallaba en
casa, con el único hombre del mundo al que había amado en su vida.
FIN
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