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Historias Reales de Papá Ridículo

(para leer a mis hijos por la noche)

Todas las penas pueden soportarse si se meten en una


historia o se cuenta una historia acerca de ellas.
Isak Dinesen

Comedia es igual a tragedia más tiempo.


Lenny Bruce (o Woody Allen…)

<Breve preliminar para los extraños:

Con “extraños”, no se piense mal, me refiero a algún curioso de estas páginas que no sea de mi familia o
amigos directos. Sin duda, los extraños serán mejores jueces de lo que sigue a continuación aunque sólo sea porque
ni familia ni amigos directos creo que lo lean nunca con gran interés. Soy un escribidor con pocos apoyos, y el
peor manager de mí mismo, pero me lo paso bien rellenando folios, incluso en la era del WhatsApp. Me gusta la
literatura confesional, desde Agustín -el relato de cuyas desventuras antes de la conversión me parece lo único
bueno que hizo en este mundo- hasta Paco Umbral pasando por mi favorito, el ínclito Thomas de Quincey.
Confesiones, sí, pero sin pasarse, o sea, no a lo bestia como Casanova, el Marqués de Chateaubriand o Pío Baroja;
y verdaderas, no como las de Thomas Bernhard, el propio Paco Umbral y todos esos que hablan hoy de Auto-
ficción. Los memorialistas y los diaristas, estilo Samuel Pepys, Thomas Mann o Andrés Trapiello se me hacen
pesadísimos, es imposible que haya tanto que contar de la vida de uno, sobre todo si trabaja amarrado a un
escritorio, por muchos amigos ilustres que se haya tenido; apuesto a que un simple soldado raso que hubiese sido
enviado en misión a Kosovo en la guerra de los Balcanes, por ejemplo, tendría muchas más cosas interesantes y
estremecedoras que referir, pero no estaría tan pagado de sí mismo como aquellos para ponerse a hacerlo.
Estos apuntes son para mis hijos Roque, Sabina y Telmo (no doy ningún valor al orden de aparición), que
en este momento tienen 11, 11 y 9 años. Les da que algo que hablar si se los leo antes de dormir, pero tampoco se
matan por ello, afortunadamente. Son tan poca cosa -mis anécdotas, no mis niños- que sería absurdo inventarme
nada de ellas. La intención es meramente que les diviertan y entiendan que todos somos bastante estúpidos, ya que
los padres de hoy no aspiramos a que nuestros hijos nos sacralicen. Animo a cualquiera a que haga lo mismo, antes
de que sean los gobiernos o las empresas las que nos cuenten nuestra vida, gustos y debilidades, precisamente
gracias a la era del WhatsApp. Descubrirá, ese cualquiera, que un alma, como decía Agustín, posee profundas y
ramificadas galerías, y que hay muchas puertas cerradas en la memoria que casi hasta da gustito abrir…>

1- Pues, cuando era pequeño, yo también iba a algún Parque de Atracciones. Como en mi colegio
no había niñas, casi estoy por decir que las “atracciones” eran las pocas chicas que se veían por el parque
que fuese, pero me parece recordar que aún no estaba en la edad de fijarme en esas cosas. La vez que
más recuerdo fue una en la que nos montamos en un coche grande que tenía que seguir un camino. El
coche imitaba uno antiguo, todo de hierro y de techo alto, en cuyos asientos cabían bastantes personas.
Aunque yo debía ser todavía muy “cani”, o sea, muy canijo en edad y tamaño, conseguí subirme al puesto
del conductor. Allí había un volante también de hierro, sin pintar ni nada, como el resto del vehículo. No
sé por qué pero el hecho de ser todo el trasto tan serio y como tan pesado y armatoste (aunque tenía
amplias ventanas para mirar y sacar el brazo) me hizo creer que era un coche de verdad, y que a mí me
había tocado de piloto. La madre, qué responsabilidad, y qué emoción. Se puso el coche en marcha y
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teníamos por delante un sendero de tierra apisonada repleto de curvas que había que recorrer. Yo, más
concentrado que Shin Chan viendo un episodio de Ultrahéroe, agarré el volante dispuesto a afrontar el
gran reto, no sé si con la lengua fuera como cuando nos ponemos a dibujar. Porque parecía mentira: uno
siempre sueña con que le dejen conducir como los mayores, y esa era mi oportunidad. Además, el coche
iba lentito, tomándoselo con calma, y no había mucha tripulación de la que encargarme. De modo que lo
hice: fui trazando todas las curvas como un poseso, sudando a mares por dentro (se puede sudar por
dentro, como se puede llorar o tragar saliva por dentro), y sorprendido de que me estuviese saliendo tan
bien. El trasto no tenía pedales, así que tenía que describir cada curva sin salirme y a la misma velocidad,
que ya digo que era tranquila, pero firme. Y, jopé, aunque en tensión, lo hice de miedo. Me sentía el
capitán de un barco velero, el hombre del día, el que había puesto a todos a salvo, dos veces más alto y
diez años más mayor (resulta que sólo los niños y los que tienen trabajos aburridos quieren hacerse
mayores, estos para jubilarse). Hasta que el recorrido se acabó y tuvimos que apearnos. Entonces
descubrí, como quien se cae de un guindo, que las ruedas de metal del coche iban engranadas a unos
raíles muy finos y que todo el rato el chisme había ido guiado por el circuito y yo no había conducido
nada, pese a toda la pasión que le puse. Como no había cables por arriba, y los raíles estaban semi-
enterrados por abajo, no me había dado cuenta de nada. Había sido como cuando en los dibujos
animados el muñeco -por ejemplo el Coyote- sigue caminando por el aire hasta que se percata de que no
tiene nada debajo, pero al revés. Resulta que en la primera clase de conducción de mi vida había estado
atado al suelo en todo momento, mientras que yo pensaba que iba libre, como conduciendo sobre una
nube. Menos mal que viajando en el coche nadie se dio cuenta, o hubiese quedado como un tonto. Sólo
pensarían, “hay que ver este niño cómo lo vive”, creyendo que era un juego, no que me lo creía de
verdad. Pero ahora pienso yo… ¿y lo bien que lo hice, que no me dio, yo qué sé, por olvidarme del
camino y atropellar a un Bugs Bunny que pasase por ahí?
Tonto sí, pero cívico o lo que sea también…

2- Con doce o trece años a una profesora de inglés se le ocurrió la peregrina idea de sacarnos a
todos por turnos a la pizarra, para escenificar un diálogo en eso, en inglés, claro. Ahora al inglés hay
quien lo llama “el idioma del imperio”, porque es la lengua que hay que hablar para ser importante y
ganar dinero, y por eso os la enseñan, igual que a mí, en clase. Pero es una lengua noble, como todas, con
sus truquitos y sus grandes poetas y cantantes. El caso es que se trataba de salir ahí, delante de todos los
compañeros, por parejas, saberse todo de memoria y pronunciarlo bien. Puesto que todos íbamos a decir
las mismas cosas, había que hacerlo diferente cada vez, de modo que las parejas debían llevar preparado
un montaje distinto del diálogo. Lo que había que decir era sencillo, del estilo de preguntar la hora,
dónde vives, cómo te llamas y todo eso que ya os sabéis. Yo hice pareja con Juanvi, que era mi mejor
amigo, pero que tenía ideas extravagantes. Tan extravagantes que a Juanvi se le ocurrió esta vez que por
qué no hacíamos el diálogo fingiendo una pelea. A mí me daba un corte tremendo, pero, por muchas
vueltas que le dimos, no se nos ocurría nada mejor. Los demás iban a hacer como que tomaban el te,
igual que los ingleses a las cinco de la tarde, o como que se encontraban dos coches en un semáforo y
hablaban cortésmente, cosas así. Lo de la pelea, sin duda, había que reconocer que era mucho más
impactante. No obstante, a Juanvi le costó mucho convencerme, tres recreos más o menos. Tuvimos que
ensayarlo, claro, en secreto. De la misma manera que en las películas de acción, se trataba de zurrarse de
mentira, sin tocarse nada en absoluto, que no es nada fácil, y por eso en las pelis se contratan a
especialistas y a expertos en artes marciales. Por fin llegó el día y a otras parejas les tocó antes que a
nosotros, mientras que yo me moría de vergüenza y temblaba por lo que iba a suceder. Acertaba de
pleno, porque cuando Juanvi y yo salimos a la pizarra nadie se esperaba lo que teníamos planeado. No
sólo es que tuviésemos que hacer como que nos dábamos puñetazos, patadas, etc., es que además
debíamos soltar el diálogo enfadados y entre gritos de dolor. Yo estaba ruborizado hasta las pestañas, si
es que mi moreno natural fuese dado al rubor, pero actúe conforme a lo pactado sin dejarme un solo
golpe. Qué papelón. Los compañeros no se lo podían ni creer, pero terminaron encantados. Hubo

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aplausos. La profesora, en cambio (en esos tiempos los profesores no tenían ningún humor), estaba
indignada, como si hubiésemos convertido su clase en un ring de boxeo o en una calle húmeda y oscura.
No recuerdo qué nota nos puso, pero debió ser redonda y hueca. A mí me pareció el resultado natural
del bochorno, pero en cierto modo estaba orgulloso de mi Juanvi, que, sin ser un mal chico en absoluto,
tenía ideas originales y se atrevía con todo.
Y ahora pienso yo… ¿y es que no es precisamente muy inglés preguntarse cosas educadas incluso
en mitad de una pelea?

3- Un poco más mayor estuve apuntado en los Boy Scouts, que son una asociación de chicos que
se visten de soldados de otra época y pasan los fines de semana en el campo haciendo el cabra. Sin
embargo, este grupo al que me había juntado yo eran muy estrictos, y en vez de hacer el cabra sin más se
tomaban todo muy en serio. Había que ser un soldado de verdad, o al menos un bosquejo de soldado.
Todos te observaban a ver si hacías las cosas bien, y de ello dependía que te pusieran insignias y
concedieran honores, lo de pasarlo bien de excursión parece que importaba menos. Hubo un fin de
semana en concreto en que yo me sentía especialmente observado, como si fuera un bicho raro. Me
tenían a prueba, no bastaba con estar dispuesto a hacerse amigos y prender fogatas de campamento. Así
que, sin quererlo, me hice “bullying” a mí mismo. De repente, parecía que me había mirado un tuerto y
todo me salía mal, como si fuese gafe durante unas horas. Metía la bota en los charcos, me resbalaba
escalando piedras, se me caían por sorpresa las cosas, un desastre. Alguno de los que llevaban más
tiempo en el grupo me hacía algún comentario severo, los demás simplemente se reían. Yo no soy torpe,
generalmente, o no más que el resto de la gente. Pero ese día tenía “la negra”, como se dice. Cuanto peor
me salía todo, más hacía la vergüenza que me moviese mal y volviese a ser patoso. Fue una cadena de
despropósitos, o dicho más difícil todavía, un slapstick, como llaman en inglés a las películas de caídas,
tortazos y equivocaciones, estilo dibujo animado antiguo o Mr. Bean. Incluso si alguien trataba de
echarme una mano, como lo hacían con gesto sumamente reprobador, resultaba todavía más humillante.
Yo no podía salir de mi asombro, parecía que mi cuerpo tomaba decisiones propias al margen de mi
voluntad. Al regresar a casa volví a ser el mismo, no gran cosa, pero tampoco el pato Donald o Goofy.
Pero ahora pienso yo que podían haber sido más majos, y que precisamente fueron ellos, todos
ellos, con su conducta estirada y fría, los que me hacían meter la pata sin parar, o, como más o menos
decía un filósofo francés tirando a bizco, que “el tropiezo son los otros”…

4- Hace muuuuucho, mucho tiempo, como 35 años, hubo unos días en que en España creíamos
que se nos caía encima el cielo, como en la famosa aldea gala. Los telediarios, que son como loros pero
con feos colores metálicos, hablaban durante horas de una especie de nave o estación espacial que
orbitaba la Tierra y que podía caer justo en el lomo de la recién estrenada democracia. Se llamaba
"Skylab", la nave, no la democracia (la democracia se llamaba Suárez, pero yo entonces no estaba
enterado), y daba más miedo que un nublao, porque estaba justo encima de nuestras cabezas y de un
momento a otro se podía precipitar sobre la tierra y rompérnoslas. Yo andaba de vacaciones en casa de
un amigo de cuyo nombre no puedo acordarme, o sea, que o no era muy amigo o sólo estaba yo ahí
por ese rato. Sus padres tenían una casa en un bajo bastante diáfana, con muchas cristaleras, como de
playa de pijos o de película, y que daba a un amplio terraplén de hierba no muy en cuesta donde se podía
jugar a algo, a lo que fuere. La madre de mi amigo, la muy metijona y pijipi -mezcla de pija y jipi muy de
entonces-, se empeñó en hacerme comer de merienda un bocadillo de jamón u otro fiambre rico, pero
untándome el pan en tomate natural, que me daba mucho asco. Así que ahí estaba yo, en territorio ajeno,
bastante cortado, más sólo que la luna, intentando no saborear ese bocadillo tan perfectamente
malogrado, entrando y saliendo de la casa mientras que los adultos miraban la televisión y bromeaban
sobre los pedazos de chapa del Skylab cayendo justo encima de nosotros, sobre el techo de esa misma

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vivienda, como si no hubiese país de sobra para estrellarse, y mi muerte inminente por aplastamiento de
detritus cósmico me sabía a tomate guarreado sobre una rebanada de pan, y casi era peor para mí la
merienda estropeada que mi triste final, con que me salí al césped a jugar un escondite o algo, lo que
fuere, el mucho o poco tiempo que me quedara de vida....
Ahora ya me gusta el tomate untado, que conste, pero no me pidáis todavía hoy que le pegue un
bocado a un tomate crudo no vaya a ser que me espachurre el Skylab en una finca pijipi de verano...

5- Pero no creáis que sólo fui ridículo de niño. El otro día, sin ir más lejos, tuve que dormir en casa
de mi amigo Javi. Y dormí fatal. Os cuento por qué. Antes había estado en casa de mamá con vosotros,
pero ella y yo discutimos por una tontería (igual que vosotros discutís por tonterías también, ahora no
disimulemos), y salí de allí escopetado y revestido de falsa indignación, que es como cuando vosotros
decís eso de “¡esto es injusto!”, o “¡pues ya no lo quiero!”, pero en adulto tonto. Así que llegué a la calle,
hinchado como un pavo real, convencido de haberle dado una lección a mamá, cuando me di cuenta de
que no llevaba las llaves de mi casa. Pensando, pensando, dándole a la pelota, como se dice, me di cuenta
de que me las había dejado en el instituto. Resulta que las mesas del profesor de mi instituto tienen dos
cajones, y el de arriba es el que guarda el pase para que los alumnos tengan licencia para ir al cuarto de
baño. Como son unos troleros, siempre dicen que tienen que ir al baño urgentemente, que “no pueden
aguantarse”, ellos, o que “tienen que hacer cosas de chicas”, ellas. Ambos, chicos y chicas, los muy
tramposos, moviendo las patitas como queriendo bailar claque y haciendo con el resto del cuerpo
movimientos frenéticos de estar a punto de explotar y volar el edifico hasta los cimientos. De modo que
tengo que darles el pase, porque otros profesores no lo hacen, y para eso tengo que abrir ese cajón con
llave. Como no tengo costumbre, allí me las dejé, las malditas llaves, colgando como del árbol del
ahorcado. De modo que estaba en la calle Tarragona, sin llaves, y puesto que soy ridículo, no podía
volver a subir con mamá a pedirle una copia, aunque siempre podía coger el coche, que estaba a tiro de
piedra, para pernoctar en casa de mi padre. ¡Arggggggg, no, las llaves del coche tampoco las tenía,
estaban en mi casa, y justamente no podía entrar en mi casa! Justo castigo por orgulloso, y por
despistado, todo junto. Revolviéndome interiormente, vi que únicamente me quedaba una solución. Si el
coche estaba a tiro de piedra, la casa de Javi estaba a dos, y además tenía una llamada perdida suya. Eso
significaba que quería tomarse una cerveza conmigo, o algo. Y que él estaba en su casa, ya que a veces se
marcha a tocar la batería o a darse un paseo en bicicleta, el tío ocioso. Me recibió con cierto cachondeo,
como hace siempre, pero charlamos y oímos música de su tocadiscos, que es como su mascota particular.
Javi me hizo cena rica -un poco escasa- y me tocó dormir en el sofá, que es más o menos de mi tamaño.
Pero lo más gracioso es que, claro, yo tenía que ducharme, y como Javi es calvete, no tenía peine
ni champú. Bueno, tenía champú, pero no era suyo, y venía indicado para cabellos grasientos. Yo no los
tengo grasientos, bastante es ya que los tenga grisientos. No obstante, me duché con ese, sin poder
peinarme después. ¡Los amigos deberían tener equipamiento para las visitas inesperadas, incluido un
poco más de cantidad de cena! En el sofá se estaba cómodo, pero daba calor. Tuve pesadillas, con Javi
haciendo de malo y falso, no sé por qué, y encima dormí poco. Al día siguiente, el autobús hacia el
instituto me pillaba al lado del portal de Javi, y eso era una ventaja, pero yo iba vestido con la misma ropa
arrugada que el día anterior, y eso era un canteo. Recuperé las llaves enseguida, pero ahora pienso yo…
¿No es realmente difícil, a la vez que absurdamente entretenido, ser ridículo en el mundo real, que da
para un episodio completo de Doraemon, pero sin la ayuda de un gato cósmico? Ains…

6- Hay una cosa que hacía en mis tiempos de estudiante de la carrera que era bastante ridícula, pero
no consigo arrepentirme de ella. Me he acordado hoy, que está lloviendo. Yo nunca llevaba paraguas,
igual que ahora. Llevarlos se me termina resolviendo en perderlos, así que no me merece la pena ni
intentarlo. Hay personas que son despistadas, no tiene remedio, y yo he llegado a portar la bolsa de

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basura que la abuela me encargó echar en el contenedor desde la puerta de casa hasta la mismísima
entrada de la facultad. U otro día, en que intenté denodadamente meter el billete de metro en la cerradura
del portal, no recuerdo si ese mismo día a la vuelta (¡lo que ya sería el colmo!). No penséis que es que voy
muy concentrado en importantes asuntos que me rompen la cabeza hasta que averiguo cómo
solucionarlos. Al revés: es que voy yo muy preocupado por cosas más bien pequeñas que no tengo ni
idea de cómo afrontar, no digamos ya solucionar... De ahí el despiste continuo y mayúsculo.
Pero no importa, en cualquier caso es verdad que raras veces llevo paraguas, y también que nunca
he tenido un abrigo decente, con capucha y todo. Cuando llovía en tiempos de la carrera, me exponía a
mojarme en un largo tramo a la intemperie que llevaba desde el edificio de la facultad hasta la boca de
metro, una calle recta como un huso (no sé lo que es un huso) que solía ser muy agradable caminar
conversando. Así que cogía a alguien que pasase con un paraguas, a ser posible una chica, y le pedía,
dando un poco de pena, que me "llevase" hasta el metro. O sea, que me dejase guarecerme bajo su techo
portátil, en una especie de intimidad no muy recomendable con un desconocido. Pero, bueno, si vas a la
universidad están como permitidas esas cosas, por tontas y maleducadas que parezcan. Además, de esa
manera teníamos los dos conversación durante un ratito corto. No obstante, me marqué una regla
inviolable para aquellos asaltos: al llegar a la boca de metro, había que dar calurosamente las gracias y
dejar a la pobre víctima en paz, no vaya a parecer que todo era una excusa para conocer a alguien. Que si
ocurre, ocurre, pero no me parecía correcto buscarlo aposta –de hecho, nunca sucedió, que recuerde.
Todavía hoy sigo sin llevar paraguas, pero ahora, ¡ay!, soy mucho más soso (que rima, pero solo
rima, con "acoso"...), y además ya tengo un abrigo de rayas con capucha que me regaló la abuela.

7- En el autobús del colegio iba mi amigo Sergio porque también vivía en Moratalaz, como yo,
pero entonces aún no era mi amigo, aunque debería haberlo sido, porque era monísimo, la mar de cuqui,
como un chupa-chups con rizos dorados. También iba su hermano Enrique, dos o tres años mayor, que
siempre se sentaba delante como remarcando su condición de chico maduro, y de hecho se pasaba el
trayecto hablando y haciendo chistes, en vez de armarla gorda en los asientos traseros. Hablaba con un
tal Asdrúbal, también mayor, que tenía un hermano, a su vez, que se llamaba Aníbal, seguramente porque
sus padres eran aficionados a la historia y habían decidido hacer un homenaje a los famosos cartagineses
que tuvieron el valor de enfrentarse al imperio romano y casi le vencen, hace mucho tiempo ya pero en
realidad no tanto. Los dos nombres, en cualquier caso, me parecían a mi impresionantes, tremendos,
como de capitanes generales del autobús, y eso que no tenía ni idea de cartagineses, como tampoco, en
realidad, de almerienses o murcianos, por decir gente más moderna. Enrique no hablaba conmigo, por
ser pequeño, pero yo le tenía visto que llevaba un muñeco de la pantera rosa chulísimo, porque debía
tener un alambre dentro y lo podías mover para que se quedase con una postura fija. Supongo que este
Enrique lo utilizaba para hacer bromas de mayor, y luego lo metía en una caja cilíndrica a dormir. Yo
deseaba ese muñecajo intensamente, más, creo, de lo que Telmo desea sus cromos y sus capsulas y lo que
se le ponga por delante, pero no se lo pedía prestado porque me daba corte. Así que cuando llegaba a
casa lo hacía con ansiedad de pantera rosa moldeable, pero cuando les suplicaba a los abuelos que me
comprasen una igual eso de la pantera rosa les parecía chino, que son unos señores que aún viven más
lejos que los cartagineses, los almerienses y los murcianos juntos. Al final, lo conseguí, no recuerdo
cómo, pero muy distinto del objeto de mis devociones, una pantera rosa más grande, más desgarbada,
más descolorida y que se movía peor. Aquello no era la pieza de ingeniería infantil que tenía Enrique, era
un sucedáneo, o sea, una mala imitación, un timo y como su versión barata. Pero ya no podía decirle a
quien me lo hubiera regalado que quería otra, que esa cosa gansa y triste era un error…
De todos modos, ahora pienso yo… ¿para qué quiere uno un muñeco, para qué quiere Telmo sus
figuritas, y sus capsulas, y demás, si no hablan, si con cinco minutos de juego ya has descubierto todo lo
que pueden hacer, si son objetos inanimados que sólo sirven para tenerlos y guardarlos, hasta que te
olvidas de ellos como te olvidas de qué ropa llevaste el día anterior? Supongo que tienen algo de fetiches,
o sea, que es como si a ti se te pegase algo de su gracia, o si sólo por llevarlos en el bolsillo fueses una

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persona más afortunada, o porque piensas que están bien hechos y te gustaría que todo en tu vida
estuviera igual de bien hecho, o algo parecido. Tanto es así, que muchas personas mayores -más mayores
que Enrique, Asdrúbal y Aníbal entonces-, siguen obsesionadas con coleccionar cosas cuyo valor está en
haberlas coleccionado y rodearse de ellas, tontamente, porque creen que poseer esas cosas les hace de
alguna manera especiales. Yo no digo que no, pero es un engorro guardarlas, estar pendiente de ellas y
cuidarlas constantemente, lo cual quita mucho tiempo de hacer otras cosas que igual son menos
perfectas, pero que también molan más porque las has hecho tú con tus propia manitas aunque no
puedas guardarlas después en ningún sitio, como los castillos o los pozos en la arena de la playa.

8- A algunos niños les gustan los superhéroes, a otros no. A los que no les gustan, suelen preferir
los futbolistas, que también son superhéroes a su manera, porque ganan o pierden y van uniformados.
Las niñas suelen ser más listas, porque no les gustan ni los unos ni los otros. Eso de admirar locamente a
alguien más poderoso que tú a quien querrías parecerte no les pasa a las chicas por la razón que sea, ellas
sólo quieren ser lo que son pero a ser posible mejor, mientras que los chicos sueñan con ser otra cosa,
alguien invencible, invulnerable y temible. A mí desde muy pequeño me atraían los superhéroes, incluso
los dioses griegos, que se les parecen, mientras que los futbolistas no me decían nada. Yo solía dibujar
nuevos personajes calcados de los más famosos del cómic que en el momento preciso en que se
arrancaban la camisa y dejaban ver la enseña de su traje superheroico. Curiosamente, lo que pasase
después no me importaba demasiado, lo que importaba verdaderamente era la revelación, la
transformación misma: el tipo de las gafas dejaba de ser una persona común para pasar a ser un dios,
griego o no. Los psicólogos que se ganan la vida hurgando en estos secretillos, y las feministas de ayer y
de hoy, tendrían mucho que decir sobre todo esto. No quiero ni pensarlo. Pero sí hubo un verano en que
fuimos a Huelva y yo y mis amigos nos pasamos los días jugando a que éramos “Los secuestradores”. No
secuestrábamos a nadie, ni a un saltamontes, pero eso nos permitía llevar un antifaz muy cutre y
colocarnos una toalla a la espalda como si fuera una capa. Era ponerte la toalla y ya eras otra persona, ya
daba comienzo la aventura y gozabas de prerrogativas especiales, o sea, que podías hacer lo que te diera
la gana siempre que fuera arriesgado y felino. Trotar por el camping ya no era trotar por el camping, era
deslizarse por un terreno sombrío y peligroso. Te escondías detrás de un árbol y nadie, ni tú mismo, sabía
lo que estabas tramando. Teníamos las piernas repletas de picaduras de mosquitos, el mismo aire estaba
lleno de nubes de mosquitos, dábamos lastima y a veces hasta era difícil mantener los ojos abiertos, pero
espantábamos los mosquitos con la capa y les dábamos su merecido como a enemigos del género
humano…
Había una niña que también jugaba con nosotros a eso, pero la diversión le duraba menos. Se daba
perfecta cuenta de que el juego no tenía argumento, de que todo era una expectativa de argumento que
jamás se realizaba. Por lo menos el futbol tiene un argumento chupado: hay que meter la bola en la
portería de enfrente sorteando al equipo contrario. Los escritores masculinos deben ser esas personas a
las que de niños les gustaba ponerse en la actitud de lo que no eran, pero luego les faltaba el argumento.
Como cuando crecen resulta que cada vez menos se parecen a superhéroes de ninguna clase, conservan
un rescoldo de esa actitud y tratan de inventarse por fin el argumento. Piensan: ojalá pudiera demostrar al
mundo cualidades excepcionales, pero como no puedo, como cada vez puedo menos, vamos a hacer que
las tengan mis personajes. En cuanto a lo que pueda impulsar a las escritoras femeninas, que raras veces
se vistieron una toalla a la chepa, eso que lo digan ellas, que yo no me atrevo aquí a formular teorías. Y en
cuanto a los niños que idolatraban a los futbolistas, supongo que a ellos les resultaría más fácil cuando
llegaron a mayores eso de formar parte de un equipo, de ir todos igual y de obedecer al entrenador, como
unos buenos chicos o unos buenos empleados, pero no sé, habría que preguntarle también a ellos…

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9- Sin embargo, el episodio más patético de recordar para mi tuvo lugar cuando ya tenía más de
veinte años, para que veáis que no hay edad segura, que uno hace el canelo hasta el fin de sus días. Había
conseguido yo quedar con una chica de la facultad que me gustaba, pero de un modo muy accidentado.
Primero yo me había “declarado”, como se dice, en una estación del autobús en Banco de España, pero
lo había hecho, según me dijo ella después, hablando muy rápido y de manera muy confusa, con lo que
ella, la pobre, no entendió nada, y se fue a su casa sin responderme y desconcertada. Yo interpreté, claro,
que se había marchado asustada por la propuesta, y que le había resultado más cómodo hacerse la sueca
que responder que mejor va a ser que no. Así que me retire a mi casa en el siguiente búho –así se llaman
los autobuses nocturnos que salían de allí- con el ánimo por los suelos, hecho trizas, pero dispuesto a
poner buena cara la siguiente vez que nos viésemos. Esa ocasión se dio la semana siguiente, en que un
grupo de amigos y amigas fuimos a la mansión de uno de ellos en San Rafael. La mansión estaba
custodiada por dos perrazos enormes que daban miedo, llenos de mataduras y heridas de guerra, y que
dormían acostados en la nieve, como los de los cuentos de supervivencia de Jack London. Allí estuve yo
más relajado, puesto que ya había asumido el rechazo, haciendo tan sólo por divertirme, de perdidos al
río. Fui el único que se duchó en aquella casa, con el agua helada, y salí colorado como un estado de
Norteamérica para regocijo de todos y orgullo mío, pero no como prueba de hombría frente a ella, en
serio, porque, total, yo pensaba que no le gustaba nada. Pero, ¡sorpresa!, sin yo esperarlo, esa misma
noche, al calor de la chimenea, el hielo tornose fuego, porque me cogió en un aparte y me dijo que sí, que
estaba interesada en salir conmigo, lo que pasaba es que no se había enterado de nada hasta que sus
amigas le habían dicho que yo andaba triste como quien va arrastrando un cargamento de redondas y
abultadas calabazas. Pues qué bien. Pero todo era muy raro, después del lío. Quedamos un viernes a solas
y yo no sabía cómo empezar la relación en sí. Estaba como Roque cuando ve un beso romántico de esos
en una serie de televisión y se pone rojo o prefiere taparse los ojos con las manos: no sabía cuándo dar el
dichoso beso, si pedir permiso primero o qué, ni si sacar o no el tema de a qué habíamos venido adonde
habíamos venido. Claro, la oportunidad normal habría sido en la estación de Banco de España, de noche
bien entrada, ella muy atenta a mis palabras balbucientes, bajo las estrellas y bla, bla, bla, pero ese viernes
postizo de una semana después de repente no me pegaba nada. Así que estuvimos charlando como
bobos y paseando por la calle Bravo Murillo cogidos de la cintura hasta las 11 de la mañana, mucho
después del amanecer, porque ella tampoco iba a hacer ni decir nada si no daba yo el primer paso antes,
conforme a las reglas no escritas del rollete que imperaban entonces. Por fin, cuando ella, que vivía en el
quinto pino, iba a coger el autobús para irse, me decidí y le plante un pico, el pico, no tanto porque lo
estuviera deseando después de mirarla y remirarla por los cuatro bonitos costados toda la noche, sino
porque si llega a irse de vacío y extrañada me tiro por el puente más cercano (y en Madrid hay pocos y
encima la mayoría tienen un montón de candados cerrados que simbolizan el amor pretendidamente
inmortal de las parejas que fueron más decididas que nosotros, o que se lo montaron mejor desde el
primer momento...
No contaré lo que ocurrió después. Tampoco me acuerdo bien, como no recuerdo en qué sitios
estuvimos aquella noche de vagabundear ni de qué hablamos. Lo que sí tengo que deciros es que ser
tímido está bien, no todo va a ser esa gente hipersegura que sale en la tele y que van por la vida
haciéndonos creer que quieren comerse el mundo, porque en caso contrario se sienten fracasados. Los
tímidos molan, porque tienen sentimientos más delicados, no les gusta avasallar, y seguro que albergan
un mayor respeto y consideración por los demás que los chulitos, como diría Sabina. Pero a menudo
tienen un secreto algo feo, que creen muy bien escondido, y que es el de que envidian ferozmente a los
que no son tímidos, a los echaos p´alante. La envidia es muy mala, pequeños cachorros, es la más
corrosiva de las pasiones, no dejéis que tome posesión de vosotros demasiado intensamente ni
demasiado tiempo, que afila los dientes como colmillos de perrazo de novela de Jack London...
En fin, tampoco fue tan patética esa noche, una vez contada.

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10- Durante un verano trabajé de portero. Cada vez hay menos porteros, pero es que yo estaba en
un edificio de oficinas, al lado de la sede de la Bolsa de Madrid. A los señores que trabajan en las oficinas
parece que les gusta tener portero, uno que salude al entrar y al salir y que friegue el suelo, para que
cuando lleguen sus clientes de impresión de seriedad a sus negocios. Es como esos soldados que hacen
guardia a la puerta de un organismo oficial para que parezca que lo protegen, pero que luego en las
películas son los primeros en morir o en quedar KO. Ya veréis como cuando inventen los robots
humanoides, o sea, los androides, no los ponen nunca a la puerta de ningún sitio, porque lo que les
encanta de verdad a los jefes es que sea un ser humano de carne y hueso, una persona real con legañas
mañaneras, el que salude y friegue el suelo. Así se demuestra quien manda, frente a quien pringa y friega.
Los androides los reservaran para traer un refresco a los clientes en una bandeja, porque quedarán muy
chulos, parecerá que se está visitando una empresa moderna, conectada y próspera.
Yo era un portero malísimo, que leía todo el rato para matar el tiempo, y aunque saludaba y
fregaba, apenas daba conversación a los que pasaban. Excepto a una señora de la limpieza que iba de una
oficina a otra, y a la que no podía ni quería evitar, porque la mujer se sentía sola y me hablaba con
cualquier pretexto. Era todo un carácter, la señora. Una vez quiso que la ayudara a cambiar uno de esos
tubos luminosos que está en el techo de las oficinas, esos fluorescentes que dicen que parpadean no sé
cuántas veces por segundo y con el tiempo te hacen polvo la vista. Lo cierto es que no recuerdo si yo
tenía que ayudarla a ella o ella tenía que ayudarme a mí, el caso es que había que sustituir el dichoso tubo,
que yacía muerto allá en lo alto. Trajimos una escalera portátil y yo traté de subirme a ella, pero no me
sentía nada seguro mirando hacia arriba mientras que no veía bien donde tenía los pies. Daba un cierto
vértigo, y encima tenías el cuerpo al descubierto por delante y por detrás. Pues nada: tuvo que subirse la
señora, que era bastante más mayor que yo, pero dotada, como os cuento, de un par de ovarios. Se
empoderó -como se dice ahora- de la escalera, escaló por ella y jubiló el tubo mientras que yo la sujetaba,
a ella y a la dichosa escalera. Me sentí más intelectual de lo que me haya sentido nunca en mi vida. Si
quieres demostrar al mundo que lo tuyo son los libros y la pura teoría, no acudas a un congreso de algo
raro y abstracto, intenta mejor rivalizar con una trabajadora auténtica por hacer algo más bien fácil pero
que implique algún riesgo físico…
Más tarde me despidieron de ese trabajo antes de terminar el contrato, pero no fue por lo del
fluorescente. Lo mismo ahora han puesto un robot en mi lugar, pero no lo creo. El chico que vino a
sustituirme lo hacía mucho mejor que yo, porque daba mucha mejor conversación. Así es la vida…

11- Os cuento también las dos anécdotas ridículas mediante las cuales más me caricaturiza Mamá.
Ella, creo, me tiene situado entre la una y la otra, y de ahí no sale, no creáis que me conoce mucho más,
en serio lo digo. La primera tuvo lugar en un teatro, después de la función de un amigo suyo que cantaba
cosas líricas de esas que en la facultad llamábamos “las olimpiadas de la voz”. Yo fui con Mamá a verle,
como un perrillo faldero, y era un tipo realmente imponente. En la opera donde mamá le conoció le
llamaban Superman, porque era alto, fuerte, guapo a rabiar y hasta lucía un caracolillo de pelo
enteramente natural en la frente. Si a le eso sumáis la presunta voz de trueno -nada que ver con un pedo-,
el chico reunía todas las cualidades para que todo el mundillo de las cantantes e incluso sus profesoras
estuvieran locas por él. En persona deslumbraba, hay que reconocerlo, aunque siempre andaba
quejándose de algo. A mí me dijo una vez, en confidencia, que cuando cumplió 20 años se sintió
decepcionado de no haber crecido más, porque podría haber sido jugador de baloncesto en vez de tenor.
Esto me lo soltó desde la altura de su metro noventaipico y ahuecando la voz, para que veáis el “tenor”
de la situación. La cosa es que ese día había cantado en público, bien o mal, eso a nadie le importaba
realmente, y Mamá me llevó a saludarle y elogiar su trabajo a su propio camerino. Superman se había
quitado la camisa, sea para cambiarse o sea para mostrar que no llevaba traje de superhéroe debajo, y allí
estaba enseñando su torso musculoso mientras se quejaba de que algo, como de costumbre, no había
salido del todo bien, pero con voz hueca, varonil y seductora. Por lo visto, y según recuerda Mamá, yo
me arranqué y dije algo así como: “¡aquí presumimos todos o no presume nadie!”, y me quité la camisa

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también. Debéis tener en cuenta que yo por entonces estaba flaco e iba con cierta regularidad al
gimnasio. Aun así, era como la mísera mitad en todo de aquel maromo, como si al Superman este le
hubiese cortado un mago con un serrucho y hubiesen salido por los lados dos hobbits como yo. Pero,
bueno, a mamá le hizo gracia, que era mi objetivo, y yo conseguí sacudirme un poco la sensación de
haber nacido birria física y moral. El mensaje era algo así como que donde no había cuerpo, había coraje,
o descaro, o autoparodia, o Groucho Marx, o algo semejante. Lo mejor es que el pedazo de hombre me
parece que quedó cortado, y no supo cómo reaccionar. Continuo, creo, lamentándose de algo, haciendo
como que no pasaba nada -y no pasaba nada, realmente, puesto que yo seguía escuchándole, pero
despechugao-, murmurando sobre algo o alguien, porque el mundo de los artistas es así, que aunque hace
un momento hayan sido protagonistas y les tiren flores ellos tienen que estar descontentos, por aquello
que dijo un escritor francés muy sagaz, de que el que rechaza un elogio es porque está buscando dos…
Y ahora pienso que esta historia os la suelto ahora -ya lo habré hecho antes- para quedar yo un
poco bien, y que sea otro el que quede mal, que no todo va a ser reírse del pobre e inútil de Papá…

12- La otra anécdota que cuenta mucho Mamá de mi es tristemente cierta, y aunque Mamá la
cuenta como cosa de los dos, en realidad vuelve a ir sobre mí, sin narcisismo lo digo, todo lo contrario.
Se trata de nuestra boda, una boda por todo lo bajo. Dos de vosotros ya habíais nacido, y estabais
presentes; Telmo cotilleaba desde el limbo, como dicen en las películas americanas. Como ninguno os
acordáis, en todo caso, debéis saber que lo hicimos a toda prisa, porque pronto íbamos a ser cinco y
teníamos una casa nueva. Buscamos (o lo buscó solo Mamá, que era la que hacía todo, ahora no caigo)
por orden alfabético en qué lugar de la provincia de Madrid podía uno casarse lo más rápido posible,
como si nos persiguiesen armados Montescos y Capuletos, y nos dieron hora y licencia en Algete, por la
simple razón de que empezaba por la “a”. Ya habíamos estado todos en Algete, un páramo perdido del
norte de Madrid en el que viven Patricia y Maseda con Javi y Anita, que alguna vez nos habían invitado a
su piscina municipal. Tal vez fue por eso que Mamá lo relacionó y dijo que la concejala que venía a
casarnos tenía el pelo mojado, como de acabar de venir de la piscina. En las bodas por lo civil, o sea, no
religiosas, apenas se hace ceremonia, la autoridad de turno dice cuatro palabras y la cosa queda sellada.
Lo cual no quita para que no se pueda invitar amigos y celebrar una fiesta, puesto que no se casa uno
todos los días –que tampoco estaría mal, porque dan días libres en el trabajo. Sin embargo, no lo hicimos,
no invitamos a nadie, no montamos fiesta, y eso que los Maseda pillaban muy a mano. Fue un poco por
orgullo progre, al menos por mi parte, por sentir que no dábamos valor a un acto que no era más que
una pura formalidad, un papel vacío. Los “progres” son un tipo de personas, entre los que Mamá y yo
nos contamos, que se obligan a sí mismos a formar un círculo social aparte, más inteligente y exclusivo,
como si vosotros decidís que el futbol es cosa de gente anticuada y simple y que sólo os vais a relacionar
con personas que jueguen al ajedrez. En general eso no tiene por qué estar mal, aunque tenga ese
inconfundible aroma narcisista al que me refería antes -Narcisos son los que se gustan mucho a sí
mismos-, pero en lo que se refiere a cosas importantes como una boda es un gran error. Si la gente hace
tanto revuelo de su boda, por algo será, igual que cuando armamos tanto lío por un sencillo cumpleaños.
De modo que sólo acudieron al casamiento las víctimas, Roque, Sabina y los abuelos. Pero no
todos los abuelos, ya que la abuela Pilar estaba enterrando a su hermano, y no pudo venir. Precisamente
la abuela Pilar hubiera servido para dar conversación a todos a la hora del banquete, pero no sólo no
pudo estar, sino que además tampoco hubiese estado de humor (no obstante, que no cambiáramos la
fecha delata hasta qué punto era una boda chorra). El abuelo Paco no sabía de qué hablar con mis padres
-la verdad, yo tampoco…-, así que se levantaba para ir con vosotros a jugar al parquecillo más cercano.
Un poco deslucido todo, incluso los anillos, que eran dos arandelas de lata de refresco. Si alguna vez me
caso de nuevo, será con fuegos artificiales, para empezar. El cura será de mentira, pero recitará todo lo
que esté en el guión. Luego habrá baile, y se proporcionará a todos los invitados una guitarra eléctrica de
goma, para que finjan tocar. Tiene que haber una segunda oportunidad para todos, everybody needs a second
chance, como decía Bruce Springsteen, y hasta al mismísimo Hitler, que no era nada “progre”, se le

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debería dar la ocasión de nacer de nuevo y ser admitido en una escuela vienesa como aprendiz de pintor
(eso sí, con una cadena amarrada a la pierna que llevase hasta la comisaría más cercana, por si acaso…)

13- Siempre he sido de esos que admiran la épica. Ocurre mucho entre los lectores y entre los
cinéfilos, que a menudo son gente que se inflama con las supuestas hazañas que han realizado otros
desde la comodidad de sofá, o tirados en la cama cambiando de postura cada cinco minutos. Autores y
cineastas ha habido que tras toda una vida de filosofar, escribir o rodar películas todo lo más que han
llegado a transmitir es eso, que ojalá hubieran vivido una vida física, más o menos aventurera pero sobre
todo de cara a la realidad, en vez de protegidos tras el burladero de las tapas de un libro o de las luces de
un cinestudio. Mamá ha sido, hasta hoy, mucho más aventurera que yo, y desde luego mucho más directa
con el mundo, sin tener tampoco necesidad de ir contándolo por escrito por ahí. De hecho, lo más épico
que en este momento recuerdo haber hecho es algo tan poco arriesgado como aprender a montar en bici.
A vosotros os ha resultado muy fácil, pero yo tuve que partirme el morro varias veces hasta conseguirlo.
Debía tener 9 o 10 años y estábamos en Galicia. Esa tarde llovía como el mismísimo demoño (sic), el
cielo parecía pesar gris y gordo justo encima de nuestras cabezas y el suelo de tierra estaba terriblemente
embarrado. Un amigo que me había echado allí mismo tenía una bicicleta de adulto, altísima, delgada y de
ruedas grandes. Me subía en ella y me colgaban las piernas. Pero era el aparato más fascinante salido de la
mano del hombre, algo que ya se podía haber inventado en la prehistoria justo después de la rueda, y el
género humano pobre y campesino se hubiese ahorrado muchísimas caminatas a pie. ¿Os imagináis a los
griegos antiguos, a Pericles mismamente, llegar al ágora montado en bicicleta, aparcar, agarrarse el manto
y prepararse para el discurso? Las estatuas de mármol de los dioses adornarían Atenas cabalgando en sus
bicicletas, y algunas llevarían cesta, para portar la sagrada ambrosía. Todo un espectáculo democrático…
Pero me voy de varas. El chaval aquel, con toda su buena voluntad, me prestó esa bici suya para
gigantes, y yo tenía que inclinarla sólo para poder subirme. Cuando aprendí a pedalear lo suficientemente
fuerte como para arrancar, la cosa iba bien durante unos minutos, pero después para parar me caía
irremediablemente. Un tramo de unos cincuenta metros, con casas bajas a los lados, me vio morder el
polvo cien veces por lo menos. Como en los rodeos de los estados paletos de EEUU, la montura parecía
más fuerte y rebelde que yo, no había manera de domarla. No obstante, me obstinaba y volvía a subirme,
para caerme otra vez más estrepitosamente, bajo el aguacero, lleno de arañazos, con el ceño fruncido,
hecho un campeón de la prueba de los cien metros-hostión. Llego un punto en que hasta los padres del
chaval le llamaron la atención porque le estaba estropeando la bici al pobre, realmente. Quizá me la
seguía prestando porque no se podía creer tanta cabezonería, ya que a él también le gustaría la épica… Lo
curioso es que aquella tarde memorable no terminé de hacerme con la bici, pero desde luego le perdí el
miedo. La siguiente vez que agarré una era ya como un pony, pequeña y mansa. Frecuentemente, de
niños somos mucho más valientes que de mayores, pero supongo que habrá todo tipo de personas. En
los años subsiguientes, monté en bici sin parar en cuanto aparecía un rayo de sol, a veces hasta hartarme.
Pero sí recuerdo que cada julio, cuando el portero de nuestra casa, Juan, se hacía de rogar para sacarnos
la bici del cuartito que tenía en el portal, eso era la felicidad plena con olor a goma de neumático...

14- Dijo el poeta que todas las cartas de amor son ridículas, pero que más ridículo es el hombre
que nunca ha escrito cartas de amor. Hubo una vez, con catorce años o así, en que un amigo y yo
escribimos una carta de amor anónima y encima tatuamos el mensaje principal en las fachadas de medio
barrio. La idea creo que fue mía, pero el otro, un tal Jaime, se apuntó enseguida, bajo el pretexto de que
sólo quería ayudarme, pero en realidad porque también andaba medio enamoriscado de la misma, y
quería ver cómo funcionaba la cosa parar, si acaso, llevarse el mérito. La chica era una morena con cara
de pájaro y piernas arqueadas bastante deslenguada y extrovertida, el tipo de chica a la que no le gustan
especialmente los corresponsales románticos y babeantes, sino los tíos fuertes, buenorros y mayores. Y

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así era. Pero de todos modos le escribimos esa carta que firmamos con un “Simplemente Yo…”, aunque
éramos dos, y la metimos en su buzón. Ella vivía en mi barrio, pero la conocía de los scouts. En esa
edad, lo que hacen chicos y chicas para relacionarse más allá de simplemente hablar es perseguirse,
pegarse e insultarse, todo partiéndose de risa (se hacía entonces y lo siguen haciendo ahora mis alumnos,
sin saber que responden a una pauta eterna: ya podéis ir preparándoos…) De esta manera, muestras
interés por el otro, y de paso te tocas un poco, “en plan” -como diría un adolescente- chimpancé
cachondo. Bueno, pues esta chica se prestaba perfectamente a ello con todos a la vez, la muy coqueta.
Esa misma tarde en que nos colamos en su portal para cursarle la carta de amor absoluto llevábamos tiza
para escribir su nombre bien grande en las paredes del barrio: “Amo a Begoña etc., etc.” (aquí los
apellidos completos, para que no cupiese ninguna duda). No fuimos los primeros grafiteros del mundo,
pero sí, seguramente, los de Moratalaz. Lo raro es que lo hicimos a plena luz del día, en calles bien
visibles, y nadie nos dijo nada. Se ve que como éramos los primeros grafiteros de Moratalaz, a nadie se le
ocurrió que estuviéramos mancillando el mobiliario público. Además, en esos tiempos a los chavales se
les dejaba ir a su aire en paz, siempre que no te metieran un balonazo o te atropellaran con la bici…
No recuerdo con detalle cómo se lo tomó ella cuando descubrió el pastel, sólo que no se enfadó
demasiado, y que le pareció una especie de homenaje. Eso sí: no tuvo que pensar ni dos minutos para
deducir quienes fueron los autores. Eso estaba bien, al fin y al cabo no lo habíamos hecho para
permanecer incógnitos. Había que sembrar para luego cosechar. Pero no cosechamos nada, ni el otro ni
yo. ¿Y qué hubiésemos cosechado, después de todo? Pues algo así como un besito casto, ir de la manita y
hacer saber al mundo que se “está saliendo” con el otro, nada más. Quiero decir que el amor en aquella
época no podía ser más platónico. “Platónico” quiere decir que lo único que pretendías cuando te
gustaba alguien es que te correspondiese, y luego hacer casi lo mismo que harías con un amigo pero
mirándote intensamente a los ojos… O eso me parece a mí, que aquello no me salió precisamente bien.

15- Ya sabéis que un niño tiene que hacerse amigos en el colegio o entre los hijos de los amigos de
sus padres, y más le vale llevarse bien con estos últimos ya que son los que más va a ver. Los míos, mis
padres, tenían una pareja de amigos del trabajo a los que llamaban “los pablos”, porque era él a quién
conocieron primero, y porque aún la parte masculina del matrimonio era quien llevaba la voz cantante.
“Los pablos” estos eran pegajosos hasta decir basta, siempre estaban diciéndose en público lo mucho
que se querían y no paraban de acariciarse y decirse cosas moñas. Toda su casa olía a dulzor almibarado y
perfume atufante de ella, y no os digo más que a su hijo David le llamaban “Davitos”. Jugaban todos al
tenis, tanto la madre como el hijo tenían pecas y pestañas rizaditas, molaban cantidad hicieran lo que
hicieran y eso era la cima del pijismo del quiero-y-no-puedo pero en todo caso bastante mejor que mi
familia, seca y triste las más de las veces. Mi hermano Dani y yo jugábamos con “Davitos” en su
habitación y lo pasábamos bien, pero no sé por qué, si por algún tipo de rabia interna y embozada que
andaba por ahí retorciéndose, antes de irnos de su casa nos metíamos un muñeco suyo en el bolsillo.
Eso, desde luego, era robar, pero Davitos nunca se daba nunca cuenta ni reclamaba nada, puesto que el
muy mimado tenía de todo y no apreciaba nada demasiado. En realidad, el padre de Davitos, el Pablo de
“los pablos”, un señor la mar de guapo, no ganaba más dinero que nuestro padre, pero gastaba con más
generosidad, o por lo menos gastaba en cosas inútiles que sólo servían para adornar la vida familiar.
A mí, en general, me fascinaba ese espectáculo de hijo único americanizado como los de las series
o películas de teenagers que se matan por ser populares, pero la verdad es que no le tenía demasiada
envidia, o si se la tenía era tan tenue que se calmaba chorizándole un juguete. Más tarde este Davitos
tuvo un hermano pequeño, lo cual ya fue el colmo del remime, pero no sintió demasiada pelusa. Le
tenían igual de enchufado que siempre, para que no sufriese el chaval. Yo empecé a perder interés en
jugar con él y al final pasaba de Davitos y de mi hermano para tirarme en su cama a leerme sus tebeos,
tebeos muy malos de la época pero siempre mejores que el consabido juego del escondite. Fue así como
empecé a ganarme mi reputación de soso y friki, altamente merecida desde entonces hasta hoy. Pero,
bueno, ahora pienso yo que que me quiten lo leído, y, sobre todo, que intenten quitarme ahora todos los

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muñecajos o juguetes de acción que le guindé al Davitos mientras él les recordaba a sus padres lo mucho
que les quería y de paso les pedía que le comprasen la última novedad de pijorris que salía por televisión.
A eso los mayores podrían llamarlo “venganza de clase”, pero lo cierto es que aquella familia era de la
misma clase social que nosotros, aunque no lo pareciera, y además eso de la diferencia de clases sociales
es una cosa que se ha complicado mucho últimamente y que no os voy a explicar ahora porque no venía
en los tebeos de Davitos ni en los míos, aunque algo de eso estaba bien patente en algunos de ellos.

16- Debo haber tenido bastante suerte en la vida hasta el momento presente, porque lo más grave
que recuerdo, los ratos en que más he llorado o lo he pasado peor, fueron cuando era pequeñísimo,
recién llegado al colegio. Como nací en diciembre, entré en el cole con 5 años, y se me debía ver
enanísimo, mono a mi manera y sumamente frágil. Me hicieron una prueba de inteligencia para poder
cerfiticar que no era del todo un negado, pero fue tan sencilla -me parece que era salir con un lápiz de un
laberinto fotocopiado- que hasta un perrete de la calle podría haberla solucionado, siempre que tuviera
manos para poder pintar. Pero luego vino el terror, en la forma de la gentuza que poblaba el autobús del
colegio. Contra el frío, mi madre me ponía un gorro de lana con una borla bien grande que era el
cachondeo absoluto de los mayores que iban en el autobús. Supongo que parecía un gnomo, yo, con el
gorro puesto, pero ellos, en vez de hacerme una foto con el móvil o algo así, como no había móviles ni
Instagram ni redes sociales con las cuales reírse de los demás, me agarraban el gorro y se lo pasaban entre
ellos. Yo me sentía entonces como si fuese un pingajo diminuto en medio de los Harlem Globber
Trotters, que eran unos jugadores de baloncesto de entonces que hacían acrobacias de exhibición con la
bola. Me daba un sofoco horrible que me quitarán el gorro, no entiendo muy bien por qué, y allí estaba
saltando ridículamente entre ellos a ver si lo atrapaba, el gorro por los aires y yo llorando a moco tendido
y deseando de todo corazón que fuesen borrados de la faz de la tierra, hasta que los muy canallas se
compadecían un poco de mí y me lo devolvían. Menudo estreno en el colegio. Menos mal que cosas
como esas no me volvieron a pasar en los años siguientes. No obstante, a esos chicos no habría que
denunciarles por bullying, no, como se hace ahora: habría que hacerles comer un gorro de lana a cada
uno, con una borla bien grande de postre. Así aprenderían a burlarse de los gnomos del bosque…

17- Los niños de mis tiempos teníamos todos que pasar por una serie de enfermedades típicas que
eran inevitables, tan inevitables como el que después te salieran pelos en las piernas o que te cambiara la
voz. Yo tuve sarampión, varicela (granos picantes por todo el cuerpo), paperas (se me puso la cara como
un globo doble) y alguna más que no recuerdo, pero además tuve dos problemas específicamente míos
que no eran graves pero requirieron atención y tratamiento. El primero fue una costra verde que me salió
en un oído. No molestaba, nada pero el médico dijo que si no acabábamos con ella podía extenderse por
todo el cuerpo. Yo podría haber parecido entonces, no sé, el hombre-musgo, o el niño-musgo, musgo-
boy. La invasión de los verdecuerpos. De manera que todas las mañanas antes de ir al cole mi madre
tenía que frotarme con un líquido transparente para reducir el pegote vegetal, y así devolverme al s. XX
tras mi paso por la lepra medieval. Funciono, claro, pero ahora pienso yo si no se metió por dentro del
cráneo y me afectó irreversiblemente al cerebro… (es broma… espero…)
El otro problema fue la fimosis. La “fimosis” es una especie de estrechamiento de la piel en la
punta de la cola que hace que no puedas bajarte el pellejillo como el resto de los niños del mundo, cosa
que a esa edad no sirve absolutamente para nada, pero cuando eres mayor sí. El remedio para eso suele
ser que tu madre pruebe a bajarte el pellejo cuando estás bañándote, a ver si lo da un poco de sí, como si
lo estuviera entrenando para algo. Pero yo no me dejaba, me daba mucha vergüenza. Así que la fimosis
fue a peor, y con doce o trece años tuve que operarme. Como preparación para la operación, un urólogo
-que es el médico correspondiente a nuestras partes bajas, asombrosa profesión- tiene que verte la cola y
ver si funciona correctamente, lo cual es casi más corte que el que me lo hubiera hecho mi madre en casa

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cada vez que me bañaba (eso lo calculé pero que muy mal). Luego viene la operación en sí, que siempre
tiene un aire como de cosa muy seria, para la cual hay que armarse de valor. Después de todo, iban a
cortarme una parte de mí, de la que debía despedirme para siempre. Iba yo al quirófano muy entero,
hasta que descubrí -eso no me lo había contado aposta- que para anestesiar mi pobre cola había que
pincharla como diez o doce veces. Lo sé porque las estuve contando. Cada pinchazo creía que era el
último, pero no. Pasado por eso, ya el rebanamiento me daba un poco igual. Me pasé dos semanas con
una venda en la mismísima, esperando que se cayeran los puntos, y lo más gracioso de todo: meando en
“v”, o sea, que no me salía recto, sino en dos caños en ángulo agudo ninguno de los cuales apuntaba al
centro del retrete. Tenía que sentarme para hacer pis, o lo ponía todo perdido. De modo que que os sirva
de lección: si alguna vez os juntáis con alguien desfasado que se empeña en no sentarse cuando va hacer
pis -o que simplemente no se acuerda, como me ocurre a mí a veces- hacedle la fimosis…
(En otros países y culturas esto que me hicieron a mí, que se llama circuncisión, te lo hacen de
serie, te guste o no, y aunque no tengas fimosis. Dicen que es más higiénico, pero no lo hacen por eso.
Yo me sospecho que no es buena idea, que algo más te quitan que debía estar por ahí, así que Telmo y
Roque tienen suerte de haber nacido en España y no ser judíos o musulmanes, por lo menos en esto.)

18- Hoy he ido a que me cortasen el pelo. Es un problema, porque hay que educar al peluquero
para que me lo haga como a mí me gusta, y hoy había uno nuevo. Parecía rumano (es verdad, no tengo ni
idea de cómo es un rumano…), y calladito, lo que me ha permitido relajarme. Me he acordado, entonces,
de cuando llevaba la peluca como un gato que acaba de salir de una lavadora, a los 17 o 18 años. Era una
seña de identidad, era una melena heráldica, pero era sobre todo que con el pelo corto estoy todavía más
feo porque tengo la cabeza apepinada. Hay gente a la que le gusta su cabeza apepinada, como si llevarán
la proa del Titanic a la espalda y a Leo y Kate haciendo el avión contra el viento. A mí, en cambio, me
recuerda al Alíen de Giger, una película que no vais a ver en algunos años (la de Titanic sí, si os apetece).
Esta tarde me ha dejado el molondro un poco apepinado, el presunto rumano, por cierto, pero no voy a
llorar por eso. Sin embargo, en mi adolescencia me hubiese frustrado muchísimo, para que luego digan
que sólo las chicas se preocupan por su aspecto. Un metrosexual de la guarrería pilosa, ese era yo, en los
días de gloria. Los abuelos se quejaban mucho de semejante desorden, y no es que fueran intolerantes, es
que daba cierto asco, la verdad, que supongo que es lo que yo iba buscando, así que un día se pusieron
farrucos y me echaron a la calle, bajo la amenaza de que no volviera a casa hasta que civilizase esa maleza.
Para farruco yo, y me fui dispuesto a quedar con algún amigo para hablar de la inaceptable opresión y
tiranía de los padres para con sus vástagos vagos y repetidores de curso. No había derecho, no había
justicia en el mundo, y por no haber no había ni cepillo capaz de domar esa cabellera de indio salvaje…
A uno se le va a la fuerza por la boca hablando. Tanto despotriqué contra mis padres que se me
pasó el enfado y fui a raparme. Por no hacer sufrir a la familia, eh, ojo. Antes me hice una foto de cabina
de fotomatón, que es algo que sólo encontraréis en los países de Europa del Este (el rumano de mi calle
seguro que se ha hecho alguna) y en los museos, para dejar constancia de mi innegable parecido con
Maradona –Maradona sí sabéis quién es, o, si no todos, Sabina que se espabile. Los años posteriores, los
abuelos volvieron a echarme de casa por otros motivos, o era yo el que se iba con un macuto dispuesto a
no volver nunca. ¡Lo que hubiese molado no volver nunca, llamando a casa cada semana, claro,
trabajando en las serrerías y pernoctando en las cunetas, para luego contarlo en un libro tipo On the road,
de Kerouac, que a mí me aburrió solemnemente! (ese libro lo podréis leer tiempo después de ver Alíen,
pero ya os aviso de eso: que es un rollazo místico, que en realidad se sufre mogollón viviendo en la
carretera, pero que la gente va y se lo compra, oyes). Luego mi determinación duraba lo que un
cucurucho de helado un día de verano, de forma que volvía a casa a cenar pero con la cabeza muy alta.
Espero que vosotros hagáis lo mismo, pequeños rebeldes, volver, o por lo menos llamar cada semana.
Aún así ya os adelanto que a mí lo del pelo me da igual, lo de los piercings lo llevo bien, y hasta lo de los
tatoos me cae simpático, pero con la debida moderación que un padre debe siempre exigir a sus hijos…

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19- Cuando yo hacía Primaria no se llamaba Primaria, y cogía algunos cursos de lo que ahora es
Secundaria. Al principio se me dio bien, pero los últimos años empecé a fallar. Fallaba más por los
deberes que por la atención en clase, la verdad es que si no hubiese habido trabajos que llevarse a casa
me hubiera ido siempre bien. Incluso gané algún premio de dibujo, probablemente enchufado por mi tía,
que trabajaba en la secretaria del cole. Porque yo enterarme me enteraba de todo en clase, incluso me
parecían claras y obvias las cosas de ciencias, como si siempre hubieran estado allí, una vez que me las
explicaban. La historia no, la historia era una asignatura idiota que no tenía sentido y que había que
aprender de memoria. Había ya en esa dificultad mía un germen de que los asuntos naturales bien, pero
aquellos que dependen de política e instituciones mal. No iba para jefe de nada, yo, los jefes son los que
entienden de nombres, caras y marcas. Pero los deberes se me atragantaban, no era capaz de sacar el
cuaderno en casa para hacer varias tediosas veces lo que ya sabía hacer de clase. Como resultado, al día
siguiente no llevaba las tareas hechas, y rogaba porque el profe sacara a la pizarra a otro. Es lo que dice el
malo que no es malo de una película, Blade Runner: esclavo es el que aprende a vivir con miedo. De modo
que visto así yo era más esclavo de los deberes que si los hiciera todos los días, valga la paradoja…
Y encima cuando más mayor me hacía menos me interesaban las clases y más hablaba con los
compañeros, que es el pecado capital del estudiante. Ahora que soy profesor, comprendo que al que
charla en clase hay que quitárselo de en medio como sea o coserle la boca con un hechizo tipo Howarths.
A mi simplemente me echaban. Vagabundeaba por los alrededores del colegio sintiéndome más culpable
que Judas, puesto que la víctima de mi traición era yo mismo. Hablaba incluso en los juegos físicos, era
una máquina de hablar. Jugaba al futbol y lo radiaba a la vez, a mis compañeros les parecía un paliza de
campeonato. Ser de esa manera te termina condenando a juntarte con los chicos de tu clase a los que
también les gusta hablar, en vez de jugar a cosas de esfuerzo, que son precisamente los más raros, y de
raros está el mundo lleno. Dios debe amar sobre todo a la gente normal, porque los ha fabricado a
montones, pero luego debe tener también una extraña predilección por los raros, que son como las
pepitas de chocolate en el bizcocho o las alcaparras en la ensalada. Rarezas tenemos todos, claro, pero los
raros es que viven como agarrados a ellas. Es como si tuvieras un lunar en el brazo que no dejases de
mirar nunca porque te pareciera que es igual que una luna, como su propio nombre podría indicar. Los
normales, en cambio, son hijos del sol; tienen lunares, pero ni se han fijado en ellos, o si se han fijado, le
restan importancia: al fin y al cabo, todo el mundo tiene lunares, será cosa de familia, etc., etc.
Raro o normal, hay que estudiar. Quien no quiera estudiar, porque piense que ya la vida te enseña
todo lo que necesitas saber, que basta con echar a volar a ver qué pasa, que hubiese nacido pájaro. Los
pájaros aprenden sobre la marcha, viven al día, comen lo que pueden y desaparecen calladamente; los
humanos, en cambio, tienen que asumir su herencia, y para eso hay que empezar estudiando lo que han
hecho tus antepasados antes. Esa es toda la justificación de la escuela y el que no lo entienda es tonto…

20- Puesto que ahora soy profesor, mis alumnos piensan que tengo que saberlo todo. Creo que no
entienden muy bien qué es saber algo, y lo interpretan como si el profe se hubiese aprendido una
enciclopedia de memoria. No puede ser, si lo pensáis, porque entonces… ¿qué enciclopedia ha leído los
que han elaborado esa enciclopedia? Vale, puede que haya consultado algún, o muchos, libros anteriores,
pero tiene que haber un momento mágico en que un tipo escribió un libro basado en sí mismo o en la
realidad del que ha salido la cadena de enciclopedias que se han escrito después. Quiero decir que mis
alumnos se equivocan, que no hay un rollo de cosas ya sabidas que los profesores se limitan a transmitir.
Bueno, sí lo hay, pero no ha caído del cielo, no está ahí como las nubes, las montañas y los árboles. Ese
rollo lo han ido confeccionando con bastante trajín persona tras persona, tatarabuelo tras tatarabuelo,
quemándose las pestañas, cometiendo mil errores, repitiendo a veces lo que otros les han obligado a
decir, y modificándolo muchas veces sobre la marcha cuando les ha venido bien o el rollo anterior se

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había quedado caducado. Los estudiantes deberían saber eso, antes de ponerse a saber ninguna otra cosa:
que los rollos son rollos, y a menudo rollazos, que los han hecho ciertos individuos y que les son muy
útiles a otros, y que por eso hay que mirarlos con lupa, para tratar de entrever la intención del autor y
también los datos del destinatario de lo que se afirma, como si se tratase de una carta. Si los profesores lo
contasen así, los chavales que miran la pizarra igual se aburrirían menos. Porque comprenderían que los
rollos, y hasta los rollazos, son algo real, que funciona en la realidad de un modo mucho más profundo
de lo que ellos imaginan, y a la vez que son rollos revisables, abiertos a ser reescritos como un recuerdo
que no nos gusta. Pero para eso hay que sabérselos primero, o en caso contrario seguirán funcionando
aunque nadie los controle, como una ametralladora loca que siguiera disparando sin tirador que la guie.
No obstante, no deja de ser divertido jugar a saberse la enciclopedia a ver quién acierta más.
Nunca fue hecha para eso, en realidad, pero hay gente que vive de aprendérsela mejor que los demás,
para fastidiar con su sabiduría. Yo mismo a veces juego con mis alumnos a saberme sus exámenes. Les
pido que me pongan a prueba, a ver si podría sacar un cinco por lo menos sin estudiar todo lo que ellos
han estudiado en los últimos días. Lo hago en Historia, y en Literatura, en las demás asignaturas no me
atrevo. Y sólo, lo juro, cuando les veo empollar como descosidos, desesperados por meterse todo eso en
la cabeza en tiempo record. Entonces voy yo de chulo para intentar demostrar que eso que tienen en el
libro que han comprado se puede conocer si haber leído ese libro en concreto, sino habiendo leído otros,
y así de paso lo repasan un poco. Todos los libros son un poco peñazo, pero los que se usan en las clases
todavía más, sobre todo los de humanidades. Hay que pillarle el truco a los libros, y el truco está en saber
volver a esos tipos que escribieron la primera vez sobre sí mismos o sobre lo que habían averiguado, y a
los que los demás comentan y copian. En ciencias ocurre igual, pero los profesores de ciencias dan poco
valor a la historia del señor que descubrió cierta fórmula la primera vez. Lo cual no quita para que no sea
algo presumido y ridículo por mi parte ponerme a retar a mis alumnos en plan concurso de la tele. “En
verdad”, como dirían ellos, no creo que terminen de pillar por ello el “rollo” que os acabo de explicar…

21- Todos los niños deberían tener un tío Pepe. O quizá ya lo tengan, pero con otro nombre:
Thomas, Mohamed, Li Wei, no sé. Mi tío Pepe no era realmente tío carnal mío, sino tío de mi padre,
pero el ser tío tiene eso: que vale cualquiera que ponga interés en ti y no te haya engendrado. Lo más
característico del tío Pepe es que tenía un chalé en el campo, lejos de Madrid. Nadie más entre mi familia
y amigos tenía semejante cosa, así que el tío Pepe parecía un potentado, o sea, alguien con grandes
propiedades. Claro, vosotros eso lo tenéis chupado, porque el abuelo Paco tiene casa en el campo, y
mucho más grande que la del tío Pepe. Pero nosotros sólo íbamos de vez en cuando, y su terrenito a la
derecha de la casa nos parecía enorme. El tío Pepe, además, contaba unas trolas emocionantísimas.
Recuerdo una vez en que nos relataba muy vivamente cuando estuvo en África y un elefante enfurecido
perseguía su jeep, a toda velocidad y bajo una gran nube de polvo. Los demás adultos le reían la gracia,
que consistía en tomar el pelo a mi hermano y a mí, pero como lo hacía con pasión de grandísimo
embustero, nadie de confianza se atrevía a desengañarnos. Ya digo que su chalé molaba mucho, y hubo
un día en que descubrí que el tío Pepe me permitía trabajar en él. Por todo el terrenito más bien seco
florecían unas plantitas muy abiertas y pegadas al suelo, como estrellas de mar verdes pero en tierra, que
había que quitar para que saliese hierba u otras plantas mejor recibidas por su dueño. El tío Pepe me dio
una azada para que probase a desmocharlas. Hincaba el hierro en la parte superior de la anémona esa y
luego de un tirón salía entera, con un turbión de arena. Me daba un gusto tremendo arrancar las pobres
plantitas de un empellón, como si me estuviese sacando problemas de la cabeza a golpe de azada.
Disfruté como un enano, acabando con ellas, según avanzaba el atardecer, y tanto me gustaba que no me
podía creer que me estuvieran dejando hacerlo. Era tan placentero, a la vez que tan duro, ahí, sudando
bajo el sol declinante, que tenía que estar prohibido para los niños. De modo que insistí mucho para que
me trajeran otro día a seguir desmochando, hasta terminar con todas. Era como matar zombis, pero
entonces no había zombis. Ya que los adultos se privaban de ese gustazo, qué les importaba pasármelo a

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mí. Pues nada: me decían, muertos de risa, que sí, que sí, que otro día me traían y continuaría la tarea
agrícola, pero era tan trola y tomadura de pelo al pobre chaval como lo del jeep y el elefante salvaje.
Ahora pienso yo que los mayores muchas veces no comprenden, o no quieren comprender, que
los niños a menudo sienten lo que sienten con fuerza y piden las cosas en serio. Mayores que sólo se
miran a sí mismos, y no entienden que sus hijos no son solo para vestirles y darles de comer a la espera
de que crezcan y se hagan dignos de su madura atención. Pero, bueno, por lo menos el tío Pepe, en su
chalé de rico sin ser rico en absoluto, nos entretenía y nos dedicaba un rato de su tiempo…

22- En cuanto logré sacarme el examen para profesor, me mandaron a Alcalá de Henares, que está
a cuarenta kilómetros de Madrid. Yo siempre he padecido cierto retraso mental y de personalidad, voy
como más lento que los demás para crecer y asimilar las cosas, algo que se ha ido recrudeciendo con los
años, en vez de remitir, así que pienso que aprobé ese examen diez años tarde, pero, bueno, lo aprobé,
que es de lo que se trataba. Como nada me ataba a Madrid más que los amigos y la familia, decidí irme a
vivir al mismo Alcalá, pero sin saber dónde ni cómo. El primer día que me presente en el instituto en
cuestión, conocí a una chica muy bajita que también iba a trabajar su primer año allí, y que era de
Granada. En Granada son todos listos y rápidos como ardillas, me ha dado siempre la impresión, pero
dicen unas palabrotas tremendas, como puñetazos que ya no les duelen. Esta chica buscaba piso, igual
que yo, pero con mucha más angustia, porque estaba lejos de su tierra. Acordamos, nada más
conocernos, que patearíamos la ciudad juntos, a la caza de una madriguera barata, porque a ella le
gustaban los cómics y otras frikadas semejantes, lo cual nos unía, y ella me gustaba a mi poco como
mujer, lo cual aseguraba por su parte cierta tranquilidad en el hogar. Llamadme machista, llamadme
precavido, pero vivir entre cuatro paredes con una compañera de piso que te gusta puede ser el Cielo o
puede ser el Infierno, con más probabilidades de Infierno si ella entiende que un compañero de piso es
como un hermano postizo, y actúa en consecuencia. En caso contrario, si también le gustas a ella,
entonces todo es raro, como si primero te hubieras comprado el sidecar de la moto y luego encontrado
quién se montase contigo, o lo hubiera comprado ella y la moto fuese suya, eso me da igual. Quiero decir
que sería como el emparejamiento al revés: antes construir el nido que decidir llenarlo juntos...
La tarde en que decidimos quedarnos con un piso en particular, no muy atractivo, llovía a mares.
Todo resultaba muy romántico de película facilona: ella y yo corriendo empapados por unas vías del tren
para llegar a tiempo a la cita con el casero. La casa estaba muy nueva, pero no daban ganas de hacer nada
con ella. Era poco acogedora, parecía una caja de madera. Pero ella, mi reciente amiga, me agarró del
brazo y me arrastró a una cafetería donde me lloró -literalmente, y eso que era una tía dura e
independiente- para convencerme de que ya no le quedaba más dinero para ir y volver de Granada, de
modo que teníamos que conformarnos con esta, la que nos sirvió de paraguas. Vaya palo. Sobre todo
porque ella se pasaba las tardes en el Conservatorio, y al que le tocaba pulular durante horas por unas
habitaciones vacías que no le gustaban era yo. Nos llevábamos bien, al no vernos, pero me pareció que
ella en cierto momento tuvo más interés en mí que yo en ella, lo que condujo a alguna que otra discusión
menor y a un cierto distanciamiento al marchar juntos al instituto por las mañanas. La tía, que ya digo que
era muy retaco, sin embargo daba unas zancadas gigantes para llegar a tiempo, era imparable, debía tener
el corazón bombeando con la exactitud y vigor de un reloj de cuarzo. Yo iba detrás, tranquilamente,
buscándole motes para mi fuero interno. “Mutante Ninja” era el más habitual. Pero qué mujer, qué
energía, qué poder. Después de aquel curso la vi alguna que otra vez, y seguía siendo tan friki como
siempre, o más. Le pirraba imaginarse siendo un hada bella y delicada en flotaba en un bosque de fantasía
y que habitaba en un hongo multicolor. Sí, sí, mucho hongo y mucha dimensión alternativa, pero el piso
chungo ese que estaba lejos del centro y por el que me lloró aquella tarde me lo comí enteramente yo...

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23- Oiréis muchas veces en vuestra vida que la violencia sólo engendra violencia, que es una frase
muy bonita pero un tanto imprecisa y bienintencionada. Hay muchos tipos de violencia, pero sin ningún
tipo de violencia en absoluto dejaría de funcionar la sociedad en poquísimo tiempo. Las personas no son
santas, no tiene por qué serlo, y si los conductores no llevasen su coche bajo la amenaza de reprimenda
policial, multa gorda o pena de cárcel, mucha más gente moriría atropellada o estrellada contra otro
coche. Cuando alguien es capaz de mandar sin ejercer la violencia directa se dice que tiene “autoridad”,
pero hasta la autoridad también se apoya en el respeto, que consiste en tener cierto miedo positivo a
alguien. Puede ser miedo a disgustarle, a que te aparte de su lado o a que se olvide de ti, pero eso ya es
violencia, porque uno ya no se siente del todo libre cuando se halla en su presencia. Aparte de esto, yo
apenas he tenido ocasiones de violencia directa en mi vida. Mis padres no me pegaban, en el barrio
conseguía esquivar los líos, y en el colegio lo más que recibía es una colleja, pero por parte de un cura
atrabiliario (rara palabra, pero guay) y mala persona, que por aquel entonces aun se creía que mandaban
algo sobre los niños. Pero si hubo una vez que casi me dan la del pulpo. Fue en un pub de Malasaña, un
barrio de copas de Madrid, al que acudí con mi amigo Dani. Ya habíamos ido otras veces, y no había
pasado nada. Esa noche, sin embargo, el local estaba lleno de rockers, que son unos tipos tan originales
que para copiar los años cincuenta americanos llevan un segundo pene -o un primero, en algunos casos-
en el pelo que llaman “tupé”. Encima son machistas, se creen que tienen que demostrar algo como
hombres a las chicas que llevan con ellos para protegerlas como si fueran bebés, o algo así. De hecho,
fueron ellos los que se inventaron llamar a sus novias “baby”, en sus canciones, para que quede claro…
Así que allí estábamos Dani y yo, tranquilamente (siempre que alguien quiere culpar a otro dice
“tranquilamente”), sin molestar a nadie (esto también se dice en estos casos, para que quede claro que el
otro se metió contigo porque es un bestia y un sádico), tomando unas cervezas (u otra bebida espirituosa
que no recuerdo), cuando quisimos marcharnos ya, porque era tarde. Dani encabezaba la partida, y vi
perfectamente como uno de esos rockers le propinaba un codazo en la espalda, no diré que sin ningún
motivo. El motivo debía ser que esos imbéciles se aburrían, teniendo su virilidad dormida, sin poder
enseñársela a nadie. Había que provocar a los tontos más cercanos, tanto para agitar la noche como para
poner a prueba a los nuevos miembros de la banda, que estarían sin estrenar en esto de la peleas. Dani se
quejó, claro, con no muy educadas palabras, y acto seguido comenzaron a golpearnos como si les
hubiésemos dado la excusa correcta para hacerlo. No fue muy doloroso, la verdad, porque en cuanto
vieron que no reaccionábamos lo dejaron para otro día y se fueron. Como también se dice, dos no se
pelean si uno no quiere –tampoco es verdad, pero bueno... Eran estúpidos, pero no tanto como para
machacar a dos pobres chicos no muy grandes que estaban en inferioridad numérica y que no les
devolvían el “regalo”. Y menos mal que actuamos así, me parece, porque bastaba que hubiésemos tirado
a uno al suelo para que todos los energúmenos dijesen, como un solo gorila cabreado, “¡Tíos, han
derribao al Willy!” –“derribao” les supera, poned otra palabra-, y ya si que nos matan sin asomo de
piedad. O eso decidimos después, como justificación para nuestra poca predisposición a esa clase de
intercambio de caricias masculinas. Lo malo es que no sabíamos si se habían ido a sus casas a arreglarse
el tupé o estaban fuera esperándonos, para un segundo plato y postre, de modo que nos pasamos otro
buen rato en el pub por si acaso. Todavía tengo la nariz un poco torcida de aquello, pero apenas se nota.

24- El otro día me acordé, sin venir a cuento, de que de niño mi mayor sueño (yo nunca he sido
mucho de tener sueños, como los americanos de las películas, vivo al día y así me va…) era tener un Ala
Delta. No en ese momento, claro, sino cuando fuera mayor. Era una cosa como elemental… ¿quién no
querría volar en Ala Delta? ¿Cómo es que todos los adultos no se compraban una y se hacían el cursillo
correspondiente? Sin embargo, luego se me olvidó por completo, como si nunca lo hubiera pensado. Eso
debe ser lo que les pasa al resto de los adultos, cuando se hacen mayores, que los problemas del mundo,
aunque sean sólo los de su mundo, les abruman y en consecuencia se les borra lo del Ala Delta. Cuando
se es niño, no se sabe todavía que los problemas que te esperan son también, y al mismo tiempo, los

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problemas del mundo entero, en mayor o menor medida. Nunca te pasa algo sólo a ti, resulta que le ha
ocurrido también a muchos más, y las causas de la tribulación suelen ser colectivas. Hay gente que se
dedica a eso: a estudiar qué factores sociales hacen que suceda algo que llega a cada persona particular,
como Hombres del Tiempo que te explican porque ha llovido tres días seguidos y mil personas han
cogido un resfriado. Al crecer, parece que puedes elegir entre ser de aquellos que se compran un
paraguas para ellos solos o de aquellos que intentan que la mayor parte posible de la población tenga
paraguas, pero hasta esta elección en parte te la dan hecha según donde nazcas y el ambiente en el que
vivas. O sea, que también se puede estudiar el porqué unos son de una manera y otros de otra. Los
bichos humanos, en el fondo, somos bastante parecidos, lo que cambia es lo que nos rodea, de igual
manera que una margarita es muy parecida a otra margarita, pero lo que modifica su aspecto es que una
germine en una cuneta y otra en un invernadero. Como todos, desde muy pequeños, preferimos que nos
cuiden en un invernadero, la rivalidad por salir del campo para ingresar en el invernadero es cada siglo e
incluso cada año más dura y cruel. El invernadero, a su vez, va mejorando sus prestaciones, aunque a
cambio se va haciendo más feo y más falso, y la idea parece ser que el campo que queda fuera sea
también cada vez peor, perdiendo gradualmente su belleza natural, hasta que quedarse viviendo en él
resulte una desgracia completa. En esta pelea estamos embarcadas las margaritas desde que alzamos
nuestros pétalos al Sol, y por eso a los adultos se nos olvidan todos los helados que nos pensábamos
comer cuando fuésemos mayores, todos los animales que queríamos tener y cuidar (como si el
invernadero fuéramos a ser nosotros), ¡y hasta el Ala Delta con el que íbamos a flipar por los aires,
sorteando las corrientes del viento y a gran distancia por encima de todos los campos de margaritas del
suelo, esa miríada de soles diminutos apretujados reflejando el enorme Sol de arriba que supuestamente
iba a iluminar a todos por igual!
Pero, en fin, no descarto repescar lo del Ala Delta ahora que me he acordado… ¿Cuánto costará?

25- Otra anécdota que también le gusta contar a Mamá de mi fue cuando de repente decidí
hacerme pasar por policía. Íbamos ella, mi amigo Mauro y yo por la Puerta del Sol cuando nos topamos
con un altercado callejero. Una señora protestaba llorando porque decía que un tipo le había robado, y
allí estaba en mitad de la calle, discutiendo con él, que se declaraba inocente como un bebe. Ya os habré
contado que yo entonces era segurata, es decir, guardia privado de seguridad, penalidad que sólo duró un
año, pero a la que saco mucho partido, y además había hecho un curso de una semana de tiro con pistola
-con las mejores notas, por cierto-, así que me dio por intervenir. En realidad, me metí en ese fregao
porque iba acompañado de Mauro, que era un tío grande y calvorota que casi daba miedo. De hecho, el
Mauro, en cuanto oyó lo de “qué ocurre aquí, que soy policía”, también se sumó a la broma. Él era
mucho más creíble que yo como policía, desde luego, parecíamos los Asterix y Obelix del brazo tonto de
la Ley. Pero a Mamá no le gustó la gracia, pese a que Mauro y yo de verdad pretendíamos resolver el
problema meramente hablando. Menos mal que al final llegó un policía de verdad (“aquí no hay nada que
mirar, circulen”), y los tres nos escaqueamos sigilosamente, por si comenzaban a rifarse boletos de visita
a la comisaría más cercana. De modo que lo siento por Sabina, pero sí, es verdad, su padre también ha
sido en muchas ocasiones un chulito, como lo siguen siendo muchos otros chicos. Algo en nosotros nos
impulsa a ello, llámalo “X” (o “Y”, que es el cromosoma diferencial). Os aviso de que no va a
desaparecer de un día para otro, aunque la presencia de Donald Trump en la presidencia de los Estados
Unidos nos vaya disuadiendo a los machitos de Occidente de parecernos lo más mínimo a semejante
imbécil. Pero, bueno, hay chicos que no son así, que no lo han sido nunca, podéis creerme, porque los
conozco. Ojalá fueran ellos los que se hiciesen policías de verdad, o políticos, o responsables de algo
gordo, a la par que las mujeres, que raras veces conocen esas pasiones exhibicionistas, vaya usted a saber
por qué. No obstante, creo que hubiésemos apaciguado un poco los ánimos entre aquellos litigantes,
aunque sólo fuera por habernos entrometido y tomado interés en el asunto, que la señora parecía sentirse
muy sola con su ultraje en medio de una de las plazas más populosas y concurridas del centro de Madrid.

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26- Ya habéis conseguido tener gatos, como conseguís tener todo, porque sois unos mimadillos.
Vale, vale, no tengo nada en contra, ya me gustaría ser un mimadillo a mí. En cierto modo lo soy, porque
tengo un montón de días de vacaciones, los jefes no me exprimen y puedo leer libros como si la escuela
no hubiese ya terminado, como si pudiera seguir aprendiendo lo que me diera la gana indefinidamente.
Pero no tuve perro hasta los quince años (¡hoy mismo he soñado con él, y le he pegado una buena
sobada al pobre como si siguiese entre nosotros!), y antes de eso me engañaron con una especie de
tritones semi-humanos. Me explico. Teníamos la pandilla del colegio un tebeo colectivo desgastado y
sucio en el que se anunciaba la venta de unas criaturillas acuáticas que tenían forma humana y que vivían
en una pecera con su casita de coral y todo. Decía el anuncio que eran muy traviesas, que se pasaban el
día jugando unas con otras, y hasta venía una ilustración de una de ellas, que parecía el asistente personal
de Acuamán. Con escamas, cuernecitos y pies palmípedos, estaba dibujado sonriendo con cara de pícaro.
También decía el anuncio que lo que te mandaban a casa eran unos huevecillos que sólo había que dejar
al fondo de la pecera con comida para que eclosionasen y creciesen. Una maravilla, ni siquiera nos
preguntamos cómo es que esos especímenes tan graciosos no aparecían en los libros de zoología,
hablando de libros, ni los dábamos en clase, ni nadaban en torno a Jacques Costeau en sus programas del
mar, que entonces veíamos ávidamente en televisión. En vez de preguntarnos nada, que es cosa de los
pelmazos de los filósofos o de los odiados exámenes, nos pasamos unas semanas ahorrando para
comprárnoslos, moneda a moneda, tal vez sisa a sisa (que no os digo lo que es para que no lo hagáis).
Rellenamos el cupón diligentemente y llenos de esperanza, con mala letra y peores señas personales.
Supongo que habíamos planeado tenerlo por turnos, y colocarlos en casa para admirarlos día y noche,
como pequeños diablillos submarinos –ya os habréis fijado en que las miniaturas son más bonitas que lo
grande porque ganan en detalles, de ahí que haya tanto chiflado que coleccione sellos y no cartelones…
Naturalmente, era un timo como una casa. No tuvimos mucho tiempo para sentirnos
decepcionados porque ya estábamos a otra cosa, y además entendimos que se habría perdido en el
correo, o que habíamos reseñado mal nuestros datos. Hubiera sido demasiado milagro que una pasada
como esa llegase a nuestro poder, éramos niños bastante humildes en nuestras pretensiones. Así que
apreciad debidamente lo de los gatitos, que son como tritones saltimbanquis de tierra. Y no habéis tenido
que ahorrar, ni sisar, y están vivos y mean y cagan, y duermen con vosotros, y duran muchos años y son
parte de la familia, no como los dichosos videojuegos, que sólo existen flotando en la electricidad…

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27- Por lo que veo en vosotros, las cositas marrazunas y cosquilleantes del sexo siguen provocando
risas nerviosas entre los niños. Claro, entre que está mal visto referirse a ellas, y que además explican
porque vamos tapados de bajos hasta en las piscinas, el asunto no deja de tener su interés morboso.
Cuando yo era pequeño aún era peor, porque todavía estaba más prohibido que ahora y porque el
misterio era mayor. Bastaba con que a una pobre profesora de biología le tocase dar el sistema
reproductor para que ese día su clase se convirtiese en la rechifla del siglo. Decía “pene” y todos los
niños teníamos que escondernos debajo de la mesa para partirnos de risa hasta llorar, como si hubiese
sonado la sirena de un ataque aéreo. Y luego nos acordábamos del momento durante días: una profesora
muy seria de bata blanca había dicho “pene” en clase, tratando de disimular su propio embarazo
(embarazo de vergüencilla, quiero decir, no del otro, que también tiene que ver con el pene, pero no solo,
no vaya a ser que me acuséis dentro de unos años de falocéntrico). Bien está eso siendo un enano, pero
es que en Bachillerato también nos hacían mucha gracia las referencias o dobles sentidos que trataban de
pitos, vulvas y otras cosas de esconder. En Física, por ejemplo, recuerdo que nos habíamos tenido que
comprar un libro de texto muy serio y grueso de tapa verde macilento que ni tenía ilustraciones ni nada y
que firmaba un tal Jesús Morcillo. Ya os imaginaréis lo que ocurría cuando la profesora, día tras día, nos
ordenaba usar el libro con las siguientes palabras: “saquen ustedes, por favor, el morcillo”. Milagro fue, lo
juro, que alguno no se bajase los pantalones en público por hacer la gamberrada definitiva, la gamberrada
total –los alumnos de entonces, por cierto, no eran menos disruptivos, como dicen, que los de ahora, o
no, al menos, en mi instituto. Pero ya se notaba que mis compañeros se iban haciendo más mayores y
responsables, porque a las pocas semanas de oír la frase fatídica ya no se reían tanto, sino que extraían
disciplinadamente su libro de la mochila y se ponían a buscar la página correspondiente. Sólo unos
cuantos, más tontos, seguíamos intentando sacarle partido al apellido del escritor de Física, que la verdad
es que era un poco como los de Mortadelo y Filemón de entonces. Pero ahora recapacito yo que hay
mucha gente un poco brutita a la que sigue provocando un rubor interior y una carcajadita sofocada eso
del sexo propio y el de los demás, y por eso se ven enteras las tertulias de los programas del “corazón” o
se leen las revistas de kiosco donde se explica “científicamente” cómo conseguir un mayor gustito del
pene de otro, de la vulva de otra, o al revés o todos juntos a la vez. No se nos pasará la tontería, no, a
menos que en unos años se inventen unos trajes transparentes con los que ir por la calle calentitos en
pelota viva, a la manera de los africanos de las tribus que van con todo al aire se gusten a sí mismos o no,
o como los griegos antiguos, que se desnudaban en los gimnasios para demostrar que estaban cachas y
para dejar en evidencia también a los que no lo estaban. Pero, claro, ni los negros del África ni los griegos
antiguos recibían clases de Física, y mucho menos del ilustre doctor en la materia Don Jesús Morcillo…

28- También en Bachillerato mi amigo Peláez, que era un tío relativamente elegante para la edad
que tenía, decidió un día llevarme con su pandilla del barrio. Él vivía en Ciudad de los Ángeles, que no es
una zona rica precisamente, y allí me presento a sus amigas, entre las cuales se encontraba una que era
una preciosidad. Afortunadamente, no me acuerdo de su nombre, y afortunadamente también, yo no
sabía componer canciones, o en esas que le hubiese dedicado una para oprobio de la industria musical.
Nunca me dio a mi por escribir poemas, tampoco, nadie lo hacía a mi alrededor, y lo que sentía era
demasiado fuerte como para degradarlo a palabras, con lo fácil que es decir “me gustas” o alguna fórmula
igual de elocuente y cortita. No obstante, el capullín de Peláez, obrando de buena fe creo yo, me sugirió
que por qué no íbamos un domingo al Rastro y le compraba a aquella chica (morena y con los ojos algo
saltones, como Mamá) un ramo de flores. Esa misma tarde podíamos quedar con ellas y entregárselo,
como prueba de que yo estaba dispuesto a exponerme a que me rompiesen el corazón –venga, venga,
rómpemelo, anda, rómpemelo… Dárselo en su flipante cara no fue difícil, porque Peláez llevo otro para
su amiga íntima, de manera que pareciese que todo era un homenaje colectivo, una ofrenda de dos chicos
a dos chicas en la que no había segundas intenciones, aunque todos sabíamos que las había y de sobra.

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Lo difícil fue llevar el ramo en el Metro, que iba yo como el tío de la canción de Javier Krahe (que no
habéis oído, adaptando a un francés llamado Georges Brassens), “como un gilipo…. llas, madre”. Creo
que hasta alguien me hizo algún comentario jocosillo en el Metro, el idiota. No salió bien, tampoco esta
vez. Porque aquella noche fue encantadora, pero al domingo siguiente me enteré de que yo le gustaba a la
amiga, que era más bien gruesa y despectiva, y además esa misma noche Marieta -por ponerle el nombre
de la canción- se lio con uno que era más alto que yo y que jamás le había regalado flores. Gustarle a la
amiga fue un error que yo desde luego ni esperé ni busqué, porque Marieta no iba a interponerse en el
camino de la gordita ni aunque lo hubiera querido. (La gordita no estaba mal por ser gordita, no me
interpretéis mal, pero no tenía ni de lejos la mirada de nimbo violeta de Marieta, la bella, la traidora….)
De modo que imaginaos la escena: en una discoteca horrible de barrio, Marieta enrollándose con el
tío alérgico a las flores, su amiga siguiendo mis reacciones con gesto feroz tras las volutas del cigarro que
se fumaba, y Peláez convencido de que yo no iba a volver a poner los pies en sus calles, como así ocurrió.
Y yo allí, menguado, inexperto, marchito cual flor y llorando por dentro como un gilipo…llas, madre.

29- Hoy ser un machito está muy desacreditado, ya que implica más cosas que no sólo significan
ser valiente, o que te gusten las chicas más que la pizza barbacoa. Pero hubo un tiempo en que los chicos
salíamos a la calle a jugar a juegos bestias y las chicas no se juntaban con nosotros para eso. La calle tenía
ciertos peligros, aunque tuvieses a tus padres a tiro de telefonillo. En una ocasión en concreto nos atacó
un doberman furioso, y todos nos subimos como un meteoro a las rejas de una tienda que estaba
cerrada. Podíamos habernos pasado toda la tarde ahí colgados, porque el maldito perro no paraba de
ladrarnos, pero entonces apareció el matón del barrio, un chaval mayor que conocíamos poco y que tenía
fama de problemático. Ni corto ni perezoso, agarró un palo y se puso a amenazar con él al perro,
pegándole grandes voces, como San Jorge con el dragón o como la mangosta Riki-tiki-tavi (vi unos
dibujos de eso en la tele que me impresionaron) con las serpientes. ¿Os podéis creer que tras un cuarto
de hora de amagar de un lado y del otro el doberman terminó por marcharse, por si acaso le caía un
garrotazo en el lomo? El matón del barrio, como un verdadero héroe, tiro entonces el palo y se largo
también tan ufano y sin esperar ni las gracias. Estuvimos admirándole durante meses. Lo malo de esta
dobermana vida que apenas habéis estrenado es que gente como aquel chico tiene cosas que los demás
no tenemos, pero a lo mejor por culpa de ellas termina por un motivo u otro encerrada en la cárcel…

30- Siempre me he presumido un poco ante mi mismo de que yo no soy de esos o esas que hacen
la pelota a alguien que no les gusta para sacar algo. De ahí la fama de borde que me he granjeado entre
unos pocos, aunque lo cierto es que sólo Mamá lo dice, pero también mi amigo Sergio, por ejemplo, lo
piensa. Pero no es del todo así. Hago bastante la rosca a la gente para que se sienta bien consigo misma
quiero decir que pronuncio las frases justas para que no se sientan disminuidos por un fallo o para que
valoren sus aciertos. Contesto a todos los correos o guasaps y soy bastante agradecido por favores
pequeños cuando, tengo que decirlo aquí por decirlo en alguna parte, no suelo recibir el mismo trato a
cambio. Este curso tengo un alumno muy majo (ese que fuimos a visitar a su bar y os lo presenté) que es
el pelota más grande del mundo, pero creo que es por un motivo cultural. Me explico. El chaval, que va
siempre vestido elegantemente y tiene facilidad de trato social, en cuanto entro me dice lo guapo que voy
ese día y lo mucho que se aprende en mi clase. Casi me pone una alfombra roja, el tío, y hace unas
semanas, en una pista de hielo, hasta me ofreció drogas gratis, el muy granuja –no las quise. Pues bien: lo
que le pasa a este chico no es que no tenga orgullo, ni vergüenza, es que proviene de Bangladesh. Y me
parece que en Bangladesh no deben entender el “dar coba” como nosotros. Para ellos, supongo que será
una muestra de buena educación, además de una vía estupenda para conseguir beneficios de los demás.
Con lo que este chico, Rabbi, no se siente rebajado por ensalzar a los demás, y encima la va bastante bien
en todo. Fue así como se lo explique a la clase entera, que le tacha de “repugnantito”, y el no lo negó.

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No obstante, yo sí fui al menos completa e indubitablemente repugnantito, arrastrado y
sinvergüenza una vez. Con treinta años, como no sabía qué hacer con mi vida laboral, y además me creía
que sabía cosas, que era un intelectual, me apunte a las becas que ofrecía cada año el periódico El País
para estudiar allí nueve meses de prácticas de periodismo. El periodismo no me pega nada, la verdad,
pero es que aquello sonaba a paraíso profesional: talleres de radio, composición de un periódico interno,
cercanía a los periodistas más leídos de España, la pera… Hice los exámenes correspondientes, y fueron
calamitosos. Recuerdo que en uno había que redactar sobre no sé qué cosa de Rusia, y yo me lié
horriblemente tratando de establecer una semejanza literaria entre la notica y la sinfonía 1812 de
Tchaichovsky. Creo que no pasé de un párrafo bien largo, y espero que en El País incineren sus
documentos ridículos. Al percatarme, entonces, de que con tal malas aptitudes no iba a entrar jamás,
intenté recurrir al enchufe. Mi amigo Dani, del que os he hablado en otro lugar, había recibido la beca de
marras el año anterior, y eso sí que fue un enchufe del tamaño cepillo de dientes eléctrico de un
tiranosaurio, porque tampoco había estudiado periodismo y era mucho más desastre que yo. Quede con
él para comer en la calle Miguel Yuste, al laico de la sede del rotativo, y no sé si caí tan bajo como para
invitar yo –lo digo porque él estaba forrado de nacimiento. Tampoco sé cómo encontré las palabras para
pedirle que hablara a mi favor, o que hiciera algo con mí, algo que creo que no me va nada, pero lo hice.
Naturalmente, no salió nada de aquello, pero para que veáis que, quién más quién menos, lo del gran José
Luís López Vázquez en Atraco a las tres: “¡un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo!…”

31- Soy un perjuro. Eso significa que he mentido delante de un tribunal, aunque en realidad no
recuerdo que me tomasen juramento antes de la trola. Fue el poco tiempo que trabajé en El Corte Inglés,
de sabueso cazaladrones, en el establecimiento de Castellana (en realidad, calle Raimundo Fernández
Villaverde), donde me contrataron como chico para todo, pero en principio tenía la sagrada tarea de ir
vestido de persona normal y perseguir a los posibles amigos de lo ajeno -o sea, ladrones de poca monta.
Eran jornadas larguísimas, en las que no estaba claro lo que había que hacer. Llevaba un walkie-talkie,
como en una película de guerra, escondido en una bolsa, y cuando lo oía sonar me llevaba la bolsa al
oído. Allí, los que controlaban las cámaras de todo el local desde un cuarto oscuro nos avisaban de los
posibles sospechosos. Entonces les buscábamos, les fichábamos visualmente y les seguíamos hasta que
trincaban algo. En ese momento, comunicábamos con los guardias jurados del cortijo y ellos llamaban a
la policía para meter un poco de miedo en el cuerpo al ladrón, o ladrona. Todo el montaje, la verdad, era
una gran farsa, porque los que robaban eran siempre los mismos, y esos no tenían miedo ni vergüenza,
además de que se cuenta que ya El corte inglés se encarga de anticiparse a los posibles hurtos de cada mes
subiendo el precio de los artículos. Pero, bueno, allí estuve yo mirando libros y cds y subiendo y bajando
escaleras mecánicas como un tonto durante horas. Hasta que un día, como mis superiores guardias
jurados se daban cuenta de quien esto os escribe no cazaba a nadie, me pidieron que al menos fingiera en
un juicio rápido como si hubiera pillado a alguien. El asunto era así de sencillo: yo aparecía en los
juzgados de Plaza de Castilla a las 9 de la mañana, declaraba que había visto a una señora guardarse una
prenda sin pagarla, me volvía al trabajo y a ella no le pasaba nada especial porque era adicta y reincidente.
De hecho, no puso ninguna pega a mi testimonio, como si le gustará ser la protagonista de la situación...
Pues lo dicho: me sublevo contra mí mismo ahora, pero lo cierto es que sólo he estado en un
tribunal dos veces. Una para apoyar a un pobre tipo que conocí en una asociación de lucha contra el
SIDA, que había cometido un atraco con intimidación y al cual cayeron ocho años (¡ocho años!) de cárcel
en menos de cuarto de hora, y la segunda, como os acabo de contar, para hacer caer una pequeña culpa y
acusar de una pequeña infracción -que a robo no llega- a una señora que no conocía de nada. Ole.

32- Y es que, si uno se pone a repasar, hay escenas de la vida de cada cual en las que lo único que
te separa de un saco de mierda es el saco, perdonad por la expresión. O eso o es que yo soy muy estricto

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conmigo mismo y no me paso ni una. A eso de El corte inglés llegué porque antes había hecho un curso de
dos semanas de guardia jurado, esa gente que va con uniforme y una porra aunque en realidad carecen de
autoridad alguna y lo mismo podrían pertenecer a los Village People. A la porra la llaman “defensa”, para
que parezca que no es un arma, y de todos modos tienen prohibido utilizarla. El curso estuvo bien,
porque aprendimos a utilizar un extintor en un mueble en llamas, recibimos un curso de tiro de pistola
(con dianas en forma humana como en las películas de polis: yo salí con buena nota), nos hicimos amigos
y salimos alguna noche, y, sobre todo eso, me enamoré de la profesora del curso, que debía tener mi
edad. Debía tener mi edad porque yo era de los más mayores de entre los chicos que querían sacarse un
dinero haciendo de geyperman, y desde luego ninguno tenía una licenciatura. Bueno, pues toda una
semana embelesado mirando a esa profesora decir cosas la mar de tontas, no por ella, si no porque es
muy tonto lo que se puede enseñar a un guardia jurado. Pórtate bien y no seas bruto, eso es todo.
Recuerdo que hasta hablé de mi arrobamiento -toma palabro- con mi profesor y amigo, Quintín, que
opino en plan erudito. Dijo, un poco sin darle importancia, que los antiguos solían decir que la
oportunidad tiene dos pelos, y cuando pasa a tu lado hay que agarrarla fuerte y no dejarla escapar. Y
también recuerdo que la única manera que se me ocurrió para que se fijase en mí en esas clases fue un
poco sobrada. Estaba ella haciendo el típico juego psicológico para perder el tiempo, de la clase de los
que os harán en las tutorías del instituto, que consistía en preguntar a cada uno con qué palabra creía que
se definiría mejor. Como era la jefa, todos decían cosas modestas, del estilo “trabajador” o así, hasta que
llegó a mí, que dije “¡radiante!”, así, con exclamaciones y todo. Primera cagadita del alumno enamorado.
La segunda cagadita ya no fue pequeña, fue de elefante con diarrea. Resulta que los antiguos tenían
razón, como en todo (salvo en el sistema esclavista y machista), y tuvo lugar la oportunidad deseada, casi
en la forma y figura de milagrito de Venus y su ceñidor afrodisiaco –o sea, Cinturón del Amor. La
semana de clases de nada ya había terminado, y Sergio me había invitado a pasar el finde en Guadarrama,
donde sus padres tienen una casa que ahora creo que van a vender. De noche nos fuimos a tomar algo
por el pueblo, aire puro y birras baratas. Nos metimos en un garito oscuro que no estaba mal, con
barriles que hacían de asientos. Puesto que Sergio es mi confidente de toda la vida, me puse a contarle lo
de la bella y seductora profesora de cómo usar la porra sin ofender que ya nunca volvería a ver. En ese
momento alzo la vista y allí estaba, dos barriles más allá hablando con un chico. Eso no podía ser suerte,
tenía que ser el Destino, o, por lo menos, Afrodita burlándose de un capullín como yo. Había que coger
los dos pelos de la oportunidad, la oportunidad es como Filemón, el de Mortadelo. De modo que le digo
a Sergio que me espere un momento, que voy a abordar a la chica de la que le estaba hablando. Ahora
viene el excremento de elefante. Se alegra de verme, y hablamos de la coincidencia, qué cosas pasan. Pero
la veo muy interesada con su amigo, que me cuenta que es de matemáticas. Entonces reacciono como un
imbécil, y trato de tirar del hilo de las matemáticas para que mi amada vea que no soy sólo un aspirante a
segurata de treinta años. Eso no podía ir muy lejos, ya que lo que yo pueda saber de matemáticas es pura
charlatanería y un bar de Guadarrama un sábado por la noche no es el mejor lugar para contrastarlo. De
manera que me despedí amablemente y me volví con Sergio nada convencido de los dos pelos, la
oportunidad, Filemón y el dichoso Destino. Aquello fue como tirar a gol desde tu propia portería. Sólo la
volví a ver una vez, de pasada, camino del maldito extintor o del condenado curso de tiro con armas…

33- De lo siguiente se acordará mejor Mamá. Se trata de una pobre chica que conocimos al filo del
cambio de milenio, momento en que fundamos juntos algo así como un curso de filosofía por correo.
Pero por correo del de antes, miles de millones de papeles escritos viajando de una parte del mundo a
otra sin ayuda de las lechuzas de Hogwarts. Las llevaban hombres y mujeres que trabajaban en eso, en
carritos, en mochilas, en camiones, por avión, por barco, a patita y contra viento y marea. Ese trabajo, el
de sistema circulatorio de la humanidad, sigue existiendo, pero ahora sus empleados tienen delante un
ordenador en la oficina y un móvil cuando se desplazan. Los niños de los años ochenta ya habíamos
visto cómo se enviaba un mensaje por holograma, en la primera de Star Wars, pero eso no tiene tanto
arte como escribir una de las viejas cartas, para eso basta con no ir demasiado guarro al grabarte y decir
“vale” al final de cada frase, que es lo que no pueden evitar hacer los que no están acostumbrado a hablar

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en público. Yo mismo, más allá de los ochenta, envíe cientos de cartas a los amigos de la facultad,
papelotes donde hacíamos dibujitos, grafías raras, escribíamos en los márgenes, simulábamos el sello y
poníamos chorradas en el destinatario y en el remite. De verdad, de verdad os digo, y no con nostalgia
(puesto que ahora escribo mucho más), que el correo electrónico, aunque instantáneo, no nos permite
tomarnos ninguna de esas libertades que los señores carteros o carteras asumían como gajes del oficio.
Gracias al curso aquel de filosofía, mi afición a la correspondencia se desbordó. En cuanto
teníamos escritos los textos y maquetados con tijera y pegamento, como hace Sabina ahora, había que
hacer un montón de fotocopias a color y meterlas plegadas en sobres. Las personas que seguían el curso
luego nos respondían, a menudo a mano, y era ilusionante leerles y divertido también porque podíamos
juzgarles con alguna malicia. Entre esas personas, había una tal Loreto que era más joven que nosotros y
que estaba haciendo la carrera de filosofía. A Mamá le parecía muy guapa, pero a mí me recordaba un
poco a Frankenstein, no el jovencito, no, el mayor. De hecho, una tarde quedé con ella para dar un paseo
por el parque del Retiro y me aburrí cantidad. No fue culpa suya, es que se había formado en este tipo de
filosofía que entiende que todo lo que se ha escrito es santo, bonito y justo y que uno o una debe
arrodillarse ante el libro, bajar la cabeza y abrir los brazos antes de saborear mentalmente cada una de las
palabras que se derraman goteando sobre tu mente, iluminándola como esos globos cuadrados japoneses
que ascienden en la oscuridad de la noche. Yo no lo veo así, me parece que esa luz no se adquiere si no la
mezclas con la tuya, como la metáfora de la fusión de la llama de dos cirios de los místicos. Y para eso
hay que echarle un poco de carácter, del estilo “tú quieres convencerme de esto pero no te va a resultar
tan fácil…” Loreto era de la primera manera, y lo siguió siendo años después, en los que en vez de
cargarse de luz, como una célula fotoeléctrica, se le fue oscureciendo la olla. Llamaba a Mamá a menudo
para recriminarla que hablase de ella a sus espaldas, o nos hacía comentarios entre halagadores y
dementes en las redes sociales. Todo esto cuando ya habíais nacido, lo cual daba un poco de miedo por si
una tarde aparecía a hacer sacrificios humanos en la puerta de nuestra casa. Es broma. Pero que conste:
los libros son sólo libros, los sabios son tipos cansados, y Frankenstein también puede ser una chica…

34- Hablando de filosofía y tal, a mí la gente que está interesada en estas cosas me tiene como un
exagerado respeto, no vaya a ser que digan algo inapropiado y les meta una paliza intelectual. Es absurdo,
os lo juro, no hay nada que me reviente más que el que la cultura sea el modo en que unas personas se
pongan por encima de otras, es lo más odioso que he encontrado a mi alrededor (además del
reggaetón…), y me paso media vida luchando conmigo mismo para evitarlo. Y puede que la cultura no
sea más que eso, la verdad, pero entonces yo me apeo. Es completamente repugnante la idea de que una
señora o señor que hayan leído un tocho sesudo con la pipa en la mano pueda tener ninguna pega que
poner a quien se gana la vida siendo mucho más útil reponiendo productos en un supermercado, por
ejemplo. Sin embargo, ocurre mucho, y cuando un, así llamado, intelectual o filósofo se va haciendo más
mayor, más se le va notando que lo único que realmente le ha importado de lo que hacía era poder tachar
de ignorantes, animales y borricos a los demás. Lo he visto mucho. Y es muy triste, si es que de verdad el
que empezó estudiando filosofía, literatura, o teología, como los curas, lo hizo con la intención de
mejorar su vida y la de los demás. No cabe, creo, mayor traición a uno mismo: convertir el supuesto
instrumento de autoperfeccionamiento, la cultura, en instrumento de competición y distinción social.
Porque para eso directamente entrenas para tenista o te metes a operador de Bolsa. Así que a todo listillo
de mier le conviene que le den la paliza a él de vez en cuando, en el doble sentido de “paliza”, para
mantenerse en la debida humildad. Con humildad todo lo ves mejor, en vez de mirarte sólo a ti mismo.
Supongo que a mí me habrán dado muchas, pero recuerdo especialmente una. Estaba yo en la
facultad muy orgulloso de los autores que estábamos conociendo, como si sólo haberlos leído fuese
como codearme con ellos, cuando en una tertulia solté la barbaridad de que toda la cultura elevada y el
pensamiento que merecía la pena era europeo, que Europa era la cuna de la sublimidad, el Messi de la
crítica y la ciencia, etc. Un chico hispanoamericano que pasaba por ahí y solía deambular solitario se paró
a escuchar y, sin forzar mucho el tono ni pretender humillarme, se puso a enumerar la cantidad de cosas

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y autores que me perdía desde mi punto de vista. Fue amable, y la mitad de lo que citaba me sonaba de
algo, pero muy vagamente. Finalmente, los demás se fueron y nos quedamos hablando él y yo. A lo
mejor era Roberto Bolaño, porque se parecía bastante. Pero no caerá esa breva; no nos volvimos a ver.

35- No es de extrañar que Mamá y yo no nos entendiéramos en tantas cosas. El primer contacto
que tuve con el canto lírico fue una catástrofe. En mi colegio, el Ramiro de Maeztu, como era muy
grande y mimado por los políticos, tenía un enorme salón de actos. Allí nos ponían películas cuando
éramos muy pequeños, recién entrados en EGB, y era mejor que un cine del centro de Madrid. Una vez
se equivocaron y nos pusieron una película porno sobre la Revolución Francesa. Tardaron como cuarto
de hora en darse cuenta y cambiarla por otra, y mientras, los niños de 6 años del franquismo vimos como
las cabezas en las picas de la revolución echaban un vistazo en los dormitorios –en las “alcobas” es lo
correcto- de los francesitos que vivían en pisos altos y andaban engolfados en guarrerías. No lo olvidaré
nunca. ¡Eso era la Revolco-lución Francesa! Debieron rodar cabezas en el Ramiro por aquel error,
también, como en París, pero sin la ventaja de cotillear desde la pica. Pensad la que se armaría en La
Paloma por algo así ahora y retroceded al año siguiente de morir el Tío Pacheco, y encima en el colegio
modelo de ¡¡¡ESPAÑA!!! Bah, nosotros pasamos un buen rato con los ojos abiertos como platos, y sin
caer en ningún momento en que eso debía ser un error. Educación sexual explícita la primera semana de
escolarización de nuestras vidas. Pero no era eso lo que quería contaros. Lo que quería contaros es que
un poco más adelante, pero ese mismo año, o sea, de novato total, volvieron a meternos como
borreguillos en el Salón de Actos. Esta vez se trataba de fragmentitos de ópera, para incrustar en los
chavales de 6 años -¡pero yo tenía cinco!- el amor por el bel canto, por si cuando sean mayores tienen que
hacer negocios o algo así en el palco de un teatro. Salió un hombre más bien entrado en carnes, es decir,
gordito, vestido de época y con bigotito a cantar el Fígaro. El barbero de Sevilla, ahora lo sé, es una
maravilla, porque además es divertido y pegadizo. Pero esa mañana, así por sorpresa, fue demasiado
divertido. Mi amigo Michel, que estaba sentado a mi lado, y yo, no podíamos creerlo, y no parábamos de
reír. No queríamos reírnos, porque éramos buenos chicos y los profesores nos miraban como os miraría
Rosina si os sacarais un moco. Pero no podíamos evitarlo, de verdad, y cuando más intentábamos
sofocar la risa, más nos reíamos, se nos iba la mano de la boca y llorábamos y nos retorcíamos. Todo el
teatro entero nos oía reírnos, así que un profesor con cara de cura nos sacó de allí de la oreja. Todavía se
hacían cosas así, o lo juro: te tiraban de la oreja e incluso en Bachillerato te metían en clase a capones…
Ese Michel, por cierto, era un chico genial. Tenía un talento innato para ser un payaso, en el noble
sentido de clown. Era incapaz de hacer nada en serio, y una vez que se lo presente a mi madre como mi
mejor amigo, porque estaba orgulloso de él, el tío correspondió al saludo de mi madre con un “haw, pica,
pica”, a lo indio. Tiempo después le cambiaron de clase, y esa noche lloré del modo más sentimental
hasta que me dormí. Era mi mejor amigo, no había derecho. Le volví a ver en Bachillerato, y seguía
siendo simpático, pero en vez de payaso ahora iba por la vida con mueca de tío duro, a ver si pescaba
alguna chica guapa. Igual es que de repente se le había metido en la cabeza la Revolución Francesa…

36- Tenía 5 años cuando entré en el colegio, y mis futuros compañeros 6. Eso no me amilanó lo
más mínimo, al contrario, porque yo partía con una especie de confianza en mí mismo de serie que la
verdad es que no sé qué base tenía, pero que se podría definir como algo semejante a saberse de parte de
los buenos. A lo mejor, se me ocurre ahora, en realidad era más bien malo, porque quizá extrajera esa
convicción tan conveniente y calentita de saberme querido por la parentela y más juicioso y maduro que
mi hermano, pero no lo creo, él era demasiado pequeño todavía para comparaciones inicuas, que no
inocuas. Me encantaba ser el más pequeño de clase, aún antes de tener clase alguna. Imaginaba el colegio
como una casita diminuta, con tejadillo de dos aguas, es decir, como un interior más que como un
exterior tan enorme como en realidad era el Ramiro de Maeztu. Fue toda una sorpresa cuando luego me
lo encontré en vivo y en directo: se ampliaba como una pequeña ciudad. Me hicieron una especie de

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prueba de inteligencia facilísima, con un ratón que tenía que salir de un laberinto (esas maldades que los
científicos hacen de verdad a los ratones, queriendo demostrar quién sabe qué tontadas), y entre que
estaba enchufadísimo, y que ya digo que iba con seguridad infinita, la superé como no podía ser de otro
modo. Llevaba yo por entonces atado a la espalda una suerte de 1 globo, 2 globos, 3 globos de fe en mí
mismo, de crédito más o menos imaginario que yo me daba gratis en la certeza que tenía la habilidad de
llevarme a los adultos de calle, y que más adelante se me escapó, pero muy, muy lentamente, por fortuna.
El primer palo vino poco después, cuando ya había empezado el curso. Era un día de otoño
todavía franquista, pero los niños con Franco eran felices tan sólo con que tuvieran de qué comer. Toda
la marabunta infantil subíamos las escaleras hacia las aulas desde el recreo, con un poco de frío, y no
recuerdo por qué todos antes habíamos cogido piedras -las piedras son uno de esos ingredientes de
felicidad infantil franquista, como si no existieran los metales, las joyas o la Tabla Periódica, que son
cosas de extranjeros pijos- para llevarlas arriba. ¿Qué se puede hacer en tu clase con un montón de
piedras, a sabiendas de que si lanzas una sola y te cazan el profesor como poco te va a soltar la colleja del
siglo? Supongo que eso ya lo pensaríamos después, como Indiana Jones cuanto entra en acción. Yo cogí
más cantos que nadie, o esa era mi impresión. La bedela, que se llamaba Manoli y que sólo nos conocía
desde hace una semana, se había guipao del percal, seguramente porque muchos no pudieron esperar
para regar a sus compañeros con esa nieve dura que hacía pupita y la distribuían generosamente por el
cielo cubierto de los pasillos. Así que Manoli, que era rubia e iba de uniforme, registraba los bolsillos, y a
mí me encontró allí una cantera, la cantera de Pedro Picapiedra, la del Señor Rajuela para ser exactos. Se
lo advertí, le dije “joe, pues no llevo nada yo ahí…”, mientras sondeaba los bolsillos. Y ahí mi decepción,
porque Manoli no pillaba las ironías, y yo no sabía que se llamaban ironías. Sacó todo y enfadada replicó
que cómo que nada, que llevaba más que nadie. Lo dicho, primer revés en mi fe de que los mayores
entendían a simple vista que podían contarme entre los suyos. Empezaba la guerra, o sea la vida…

37- No lo pasaba yo muy bien cuando íbamos todos a la finca de los abuelos en verano. Pero
estabais vosotros, y eso era suficiente. Como Mamá y yo éramos como agua y aceite, o sea, imposibles de
mezclar, por las noches me quedaba en el porche leyendo como un poseso y tomando un güisqui si es
que había en la casa, en un botellero de madera que hay junto a la nevera-arcón, esa que pesa al suelo y se
abre por arriba. Allí, hasta las dos o dos y media de la madrugada, enfrente del bosque negro como un
cubalibre, y mientras se fraguaba mi ruina matrimonial, hice grandes descubrimientos literarios, podéis
creerlo. Leer en esas condiciones cómo Christmas comete su crimen pasional bajo la luna o el viejo
estúpido de El agente secreto recibe su merecido es toda una experiencia que no sé si recomendaros o no.
Cantaban los grillos, y a veces pasaba un gato salvaje. Pero hubo una noche en concreto en que planeé
una tontería que es como vuestros retos, pero sin testigos. Se trataba -¡pssssssst!: no se lo digáis- de
bañarme en la piscina de los abuelos en pelota picada a las tres de la madrugada. ¿Para qué? Para nada,
por el reto, y a falta de plan mejor. De modo que me acerqué resueltamente, pisando la hierba crujiente.
No creía que nadie desvelado pudiera verme desde una ventana, porque yo era una sombra entre las
sombras. Y si sonaba el chapuzón (había que echarse de golpe, qué menos), pues siempre se podría
pensar que había sido un chacal, un jabalí o algún bicho de esos que da la profundidad del campo oscuro.
¡Un frío, oyes…! Nadé dos o tres metros, por pundonor, pero como es una palabra que ya no usa
nadie, me salí enseguida y agarré la toalla como un cangurito su bolsa. Pienso ahora que las aventuras
están de más cuando ya tienes más de cuarenta años, pero lo cierto es que esta era lo menos que se podía
pedir por tal. ¿Qué me pensaba, que iba a terminar aullando en comunión con la naturaleza? Ainsss…

38- Ya os he contado que mi padre hacía largos viajes, en tiempo y en distancia. En una ocasión,
sólo en esa, el trabajo en Montevideo se prolongó cuatro interminables meses. Mi hermano y yo nos
sentíamos ya medio huérfanos, y le echábamos de menos de verdad, como si en casa faltara algo grande,

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voluminoso, como la Torre Eiffel en el centro de París. Además, lo de los cuatro meses no lo sabíamos
de antemano, sino que cada vez duraba más, y mi padre llamaba desde un walkie-talkie para mover el
plazo dos semanas más. También mi madre comenzaba a estar desesperada, y parecíamos una familia de
la guerra, todos pendientes de la llamada más bien infrecuente en la que se jugaba nuestro destino.
Cuando al fin supimos la fecha de llegada, fuimos al aeropuerto a buscarle, algo que no solíamos hacer en
desapariciones más cortas. Y fue peliculero a más no poder. Caminábamos por el pasillo del aeropuerto
los dos niños y su madre, desdichadas víctimas de la necesaria inmigración del cabeza de familia para
hacer dinero, y le vimos en la distancia, cargado de maletas, Barbanegra y, por supuesto, fumando. Nos
acercábamos despacito unos al otro, pero no tenía sentido, todos disimulando nuestras emociones, hasta
que al fin corrimos y nos fundimos en un abrazo múltiple. Mi padre olía a colonia de hombre y a tabaco,
era el hombre, el ser de la voz profunda, las gafas de sol y las hondas preocupaciones, aunque tenga mala
prensa decir nada de eso hoy –no obstante, lo mismo pensaba mi madre entonces, y por eso le amaba.
Besos y llantos. Un gran momento de estallido sentimental, teniendo en cuenta lo cardos que éramos
todos en mi familia, lo mal que se nos daba exteriorizar nada, y es que eran tiempos de ajo y agua…

39- Pa´ habernos matao. El otro día un comentario de Telmo me recordó una vez que estuve a punto
de morir ahogado en una piscina del modo más tonto posible (“pánico a una muerte ridícula”, dice el
temita de Def Con Dos). La piscina estaba en un recinto privado muy grande de un club muy exclusivo
llamado Tajamar o algo así. ¡No era una piscina, era un archipiélago de piscinas con césped entre ellas!
Yo, con la edad de Telmo o parecida, me había sumergido, preocupado por si podría abrir los ojos bajo
el agua. Mi hermano sabía hacerlo, pero algún instinto autodefensivo de los míos se negaba a obedecer
mis órdenes mentales. Creo que ya lo había conseguido, y el panorama submarino del alicatado del fondo
me pareció asombroso. Tan liso, tan blanco, y sobre todo tan hondo, con una ligera curvatura a ambos
lados producida por la luz. Eso es algo que no ocurre con el cielo, que es inmensamente más profundo
que una piscina pija: como no tenemos referencia final, el límite de la atmósfera no se ve, sino tan sólo
nubes y ahora aviones, pues no tenemos muy claro cuánto de alto es. Si no hubiera campo de estrellas
por la noche, nadie hubiera sospechado jamás que ese azul no era ilimitado, sin nada detrás, o una cúpula
hermética, como creen los terraplanistas, esos que hoy ven nuestro planeta si fuera una lata de conservas
o un tuper gigante o un tarro bien cerrado y precintado para el consumo futuro de la Divinidad…
Estaba yo sumergido mirando el fondo, digo, pero cuando ascendí un poco para emerger me
tropecé con algo que me impidió salir a la superficie. Nervios, desconcierto, nuevo intento, otro tropiezo.
¿Qué pasaba, iba a morir ahí mismo o tendría tiempo para desarrollar agallas? Se me acababa el oxígeno,
no cabe mucho aire en pulmones infantiles. Finalmente, una señora se dio cuenta de que la colchoneta en
la que estaba trepado su hijo me estaba haciendo de techo y le quitó de ahí rápidamente. Qué trago,
nunca mejor dicho. Tomé aire como quien bebe de un botijo, a fauces abiertas, y salí temblando a
contárselo a mi madre. El socorrista, a todo esto, a verlas venir, ligando con alguna. Pa´ habernos matao…

40- El horror más horroroso y el dolor más doloroso para un niño español de los años setenta era
lo que conocíamos como “El Practicante”…. El Practicante era mucho más espantoso que un
Dementor, un Demogorgon o Darth Vader –Donald Trump, Diablo, Dinero: caramba con el potencial
terrorífico de la letra “D”…-, dónde va a parar, también con “d”. Al menos, esos monstruos aparentan lo
que son, mientras que el Practicante entraba en tu casa con aspecto de buena persona, todos los
tentáculos replegados bajo la chaqueta. Pero casi era mejor que llegara cuanto antes, porque le tenías
miedo desde hace dos días. Tus padres te lo anunciaban y llorabas de protesta contra la injusticia de
existir. Menos mal que los niños se duermen de todas/todas, que si no no podrías pegar ojo la noche
anterior. El Demogorgon, quiero decir el Practicante, llevaba un maletín forrado de piel de niño curtida
en el Infierno que contenía lancetas capaces de atravesar la piel de un rinoceronte. Tú ibas a rastras hasta
su satánica presencia y el hombre, si es que era un hombre, te bajaba los pantalones para contemplar el

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culo más inocente y redondito que haya llenado unos pantalones jamás. Pero no tenía piedad, porque
venía a por él, como el rejoneador a por el pobre toro. El muy sádico, antes, preparaba la zona del
tormento con un algodón y alcohol desinfectante, que era el aroma del inminente sufrimiento. Pinchazo,
una fulguración paralizante y cegadora de dolor, e inmediato alivio. Alivio porque no sólo había pasado
lo horrible, sino que además no tenías que temerlo más, porque nunca en mi caso ese demonio trajeado y
su alcohol como azufre del Submundo vino dos veces seguidas. Por último, antes de irse, te decía que
habías sido un valiente y te daba un caramelo o una piruleta. Tú la cogías, pero a sabiendas de que no
habías sido valiente en absoluto, y que le podían dar al Practicante mucho por su diana favorita…
Sin embargo, la última vez que padecí la ominosa visita me prometí no llorar y lo conseguí (tan
sólo para acabar descubriendo con el tiempo que hay cosas peores, pero la táctica es la misma, creo).

41- Siendo ya mayorcito, de veintipocos, me quedaba en casa de mis padres cuando ellos se iban a
la madriguera de El Puerto de Santa María. Ignoro totalmente de qué me alimentaría, porque nadie me
había enseñado a cocinar nada, pese a que tenía un hermano cocinero, pero como nunca engordaba daba
igual. Basura alimenticia ven a mí. De modo que supongo que debía estar preparando algo básico, tipo
puré de patata, cuando una mañana salí de casa en busca de algo y me dejé las llaves dentro. La cosa
funciona así: cierras la puerta de un alegre tirón y lo que suena es un capón en tu cabeza que reza: “más
tonto y no naces”. A continuación, y a la velocidad del pensamiento, rastreas la situación con el cerebro
reptiliano, que es el que se encarga de velar por tu pellejo, y te das cuenta de que te has dejado un cazo
con agua al fuego. Acababa de ponerlo, pero en un rato el agua se evaporaría y sólo quedaría el cazo de
metal calentándose al fuego. Aunque no soy herrero, me imaginé que se pondría muy negro, con vetas
rojo vivo, y que terminaría por hacerse cachitos de lava ardiente por la cocina y el suelo. O sea, el Día del
Juicio Final. Y yo, el Anticristo. Me vi viviendo en la mini-casa de El Puerto de Santa María el resto de mi
vida y con la familia mirándome mal todo el santo día. Así que llamé a casa de un vecino, puesto que por
entonces y por suerte no existía todavía la tecnología para los mal llamados “móviles” (con todo lo que
hacen y nos hacen es como llamar a un coche “maletero”…) “Ah… -pensaba el vecino-, esta juventud
siempre imprudente y tontolaba…”, pero naturalmente comprendía la emergencia. Sólo los bomberos
podían salvarme. Esperé comiéndome las uñas (ya os digo que era la hora de comer) hasta que vinieron
cuatro tíos robustos como cuatro armarios que bien los hubiera querido Kennedy de escolta en Dallas.
Casco, prendas ignífugas, botas de reglamento, cinturón de Batman, todo para nada. Les bastó sacar una
radiografía del bolsillo, sí, un cachito de radiografía del médico, pasarla por la rendija de la puerta y abrir.
Me sentí como si hubiera llamado al Séptimo de Caballería, o a la Sexta Flota, o la Quinta del
Chupete, para bajar un gato de un árbol. Fueron amables, y no me lo reprocharon, sobre todo porque me
barrunto que a ellos también les agradó la idea de ventilar el asunto en dos movimientos de brazo. Pero
no olvidéis este valioso consejo, que seguramente sea el mejor que tenga para vosotros después del de
que nunca acariciéis a un perro en llamas, ni juguéis al póker con un tipo con nombre de ciudad ni os
caséis con alguien que no tenga hermanos: debéis llevar siempre encima un trocito de radiografía en
algún lugar distinto de donde guardáis las llaves. O eso, o en caso de reincidencia los bomberos cobran…

42- En otro lugar de Mancha os he hablado de lo bien que se duerme de niño, todos menos
Roque, claro. Pero incluso para Roque hay un método infalible que no le vamos a aplicar pero que yo
conozco de primera mano porque serví de Conejillo de Indias cuando era un bebé. Mis padres se fueron
de farra (fawcett-mayors, que entonces gustaba mucho) y me dejaron con mi tía, todo eso que en el
futuro conoceréis -y que espero que me podías hacer a mí- de “llámanos para lo que sea, volveremos
pronto”, “que va, que va, venid cuando queráis, si yo le cuido encantada, venga a pasarlo bien que os lo
merecéis”, etc., etc. Mi tía no tenía hijos propios, así que era sincera. Esa noche en particular todo fue
como la seda, porque yo no paraba de dormir. En cuando brotaba un poquito de la inconsciencia larvaria

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ella mojaba el chupete, me lo enchufaba y yo volvía a los brazos de Morfeo, Mr. Sandman, o como
queráis. No fallaba nunca, sobre todo porque ¡estaba mojando el chupete en ginebra! ¡ginebra, sí, alcohol
duro, ese que ha llevado a la Reina de Inglaterra -Dios la salve- hasta sus 94 tacos actuales! Mi tía veía una
botella con un líquido transparente y no dudaba de que era agua corriente del grifo, aunque el agua sea en
realidad la substancia más rara del mundo. Al llegar, mis padres se dieron cuenta con cachondeo del
error, a mi tía casi le da un sofoco y yo tan contento con el pedalín precoz y narcótico que debía llevar…
Lo pienso ahora y hay un detalle que no encaja en esta historia, tal como me la han contado. A un
bebé no debería gustarle la ginebra, que sabe a rayos y no es en absoluto dulce –a Isabel, en cambio…
Pongamos entonces que fue anís. Además, era mucho más normal a la sazón (o sea, en aquellos tiempos)
tener anís sin etiqueta en las casas. Gracias al Cielo, no recuerdo cómo me levanté al día siguiente…

43- Hay que tener siempre cuidado con los repetidores, que son bestiajos, excepto con uno, que fui
yo mismo y que más que bestiajo era poco más que mosquito muerto. Estaban los repetidores que ya
eran bestiajos de antes, y por eso habían repetido curso, y luego estaban a los que la repetición de curso
les había hechos bestiajos, para compensar de algún modo el marrón de un año perdido entre niños de
menor edad. Ya en Bachillerato, que entonces duraba más -y yo todavía lo hice durar más, lástima que no
fuera un puente o una noche de fiesta-, los bestiajos hacían su agosto, pero que yo sepa nunca llegaba la
sangre al río. Recuerdo dos, de imborrable memoria personal. El primero era un tío (eso era un tío y los
demás éramos la aldea de los pitufos) igual al de la película El lago azul pero mucho más bajito, como si le
hubieran prensado para beneficio suyo. Vosotros no habéis visto El lago azul, ni creo que la vayáis a ver,
baste con decir era como la película pornográfica suavísima de pareja de náufragos guapos con la que
todos los niños soñábamos. Este repetidor era como el protagonista masculino, pelo rizado, músculos
marcados y quijada de adulto, sólo que, ya digo, en reducido y barriobajero, con lo que ganaba en
definición y chulería. El muy gallito tenía su hora cumbre en Educación Física, donde se quitaba la
camisa, sonreía de medio lado hacia el plinto, echaba a correr como perseguido por la policía -no he
podido evitarlo-, la cadenita del cuello se le volvía loca como un péndulo en el mar y por fin pegaba el
salto mortal más arriesgado y espectacular jamás visto en la historia del famoso instituto. Al llegar al suelo
no miraba atrás: los machos de verdad la lían parda sin volverse siquiera a mirar el desaguisado que han
dejado. A las chicas de clase, pocas, se les caían las bragas –vale, es una forma de hablar, pero se les caían.
Luego, el Lagiazul este en clase era un mueble que no servía más que para intentar dormirse, pero es que
la continua subida de testosterona le tenía exhausto y el cerebro revuelto en imágenes de mujer…
El otro era más majo, o por lo menos más sociable, y hasta recuerdo su nombre, Dionisio.
Dionisio se paseaba por la clase rezumando clase y categoría chulesca, mejor vestido que nadie,
mascando chicle y caracoleando comentarios pseudoirónicos. Como también estaba esculpido en bronce,
más valía pelearse con él únicamente en broma, y eso es lo que hacíamos. Se amagaba un poco y se
reconocía la derrota enseguida, sin problemas. Pero a mí la jugada me salió un poco mal, porque el
Dionisio, de buenas, ya digo, me agarro de las solapas y me empotró contra un armario, con tan mala
suerte que me hice daño en el cuello. No pasó nada, qué fuerza, Dionisio, tío, ja, ja. Al día siguiente, me
dolía el flanco derecho del cuello y era incapaz de mantener la cabeza recta sobre los hombros. Toda una
semana, os lo juro, me la pasé con la cabeza torcida hacia la izquierda, lo que en clase se podía disimular,
reclinándola sobre una mano, pero que al levantarme cantaba la Traviata. ¡Toda una semana de mi vida!
Eso me ocurre en una High School de Estados Unidos y tengo que salir del país. No obstante, le deseo
lo mejor al Dioni, un gran tipo, seguramente me lo encuentre en Las Vistillas uno de estos años bailando
un chotis y con la alegría del reencuentro me rompa una clavícula. Qué fuerza, Dionisio, ja, ja…

44- Sufro un sentimiento de vergüenza muy acusado, pero no por el tipo de cosas que os he
contado hasta ahora, que también, supongo, sino en el sentido de vergüenza “moral”. Es decir, que si

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alguien me acusa de algo que he hecho mal y tiene razón, me siento fatal. Y por si acaso no me lo dice
nadie, ya me lo digo yo antes o después e igualmente me siento fatal. No se me escapa ni una: cuando
voy a acostarme leo un poco para pensar en otras cosas, pero no funciona, allí están mis culpabilidades
del día esperándome para cobrarse su cuarto y mitad de remordimientos. Ya era así cuando era muy
pequeño. Uno de los peores ratos de mi vida fue cuando engañaron a mis padres, uséase, los abuelos,
para ir a un importante edificio de Madrid a venderles una enciclopedia ilustrada. El pretexto había sido
que unos días antes había hecho yo en el colegio un dibujo que por lo visto mostraba mi gran potencial
para algo, para comprar enciclopedias estúpidas mayormente. Nunca comprenderé porque mis padres se
dejaron atraer a esa mierda con aquellos mierdosos, señores tan trajeados y bien hablados que apenas se
notaba que estaban mendigando, o lo que es peor, extorsionando a los padres incautos que acudieron allí,
todos demasiado educados para salir corriendo. Pero yo sí me di cuenta, y eso me atormentó toda la
tarde y unos días más. Sentía aquella presión como una violencia intolerable hacia mis padres, que eran
míos de mi propiedad, qué caramba. Y sentía también su sensación de apuro y de tragar saliva, en una
exasperación de la empatía que sin duda esos vendedores del demonio no habían experimentado jamás.
Años después me deshice de los dichosos libros, que nadie nunca había consultado en nuestra casa.

45- Esa misma vergüenza sentí unos años después, cuando el tipo más paliza del barrio se empeñó
en subir a mi casa a grabarse videojuegos. Ningún niño subía a mi casa jamás, porque a mis padres no les
gustaba y no querían, y yo, en vez de protestar por esa irregularidad (todos iban a casa de todos, pero yo
tenía que evitar ir a la de nadie por no poder devolvérselo después; nada que ver con vuestra vida ahora),
me identificaba con tal absurda Ley y hacía lo posible por no contravenirla. Los videojuegos eran muy
rudimentarios, y se grababan en cintas de videocassette. Unos minutos de ruido raro y estaban listos.
Parece mentira pero después funcionaban más o menos bien. Pues ese tío pesao, al que apenas conocía,
me dio la lata del siglo para que le grabase unos cuantos juegos, y los quería ya, en ese momento. Yo me
debatía entre no molestar a mis padres y la impotencia para plantarme ante ese chico y decirle que no,
mecagüen, que otro día sería. Así que subió, pese a todo, y encima los juegos no se grababan. El pobre
imbécil no entendía que cada minuto que pasaba yo quería que me tragara la tierra, y ahí seguía
esperando con una pachorra increíble a que le sirviesen en bandeja sus videojuegos de gilipuertas…
Finalmente, le hice entrega de una cinta en la que parecían haberse copiado cinco o seis juegos de
los que sólo funcionaría medio, o eso espero. El animal de bellota se largó con viento fresco, acabando
con uno de los peores ratos de mi vida. Lo peor, lo más tonto, es que seguramente a mis padres tampoco
les importase tanto su insistente e impertinente presencia como me lo parecía a mí. Cogido en una pinza
de desconsiderados, sufrí como un gorrino sólo porque, siento la inmodestia, yo era más decente que
ellos y los demás muy a menudo creen que están solos en el mundo. De verdad, de verdad os digo que…

46- Bueno, en realidad, tan, tan decente no, ya os lo habréis imaginado. Después de escribir lo de
antes, me ha venido a la chola un mini-episodio sin consecuencias, creo, pero de mirar al otro lado
mientras lo leéis. Cosas como estas se hacen todos los días, y todas las noches, y en trillones de planetas
de trillones de galaxias, de acuerdo, pero el sujeto o sujeta que las hace, tenga dos brazos o cinco, debería
llevarlas colgadas como un sambenito en el alma (o de las dos almas, que en el sistema Vega son muy
sentidos y además sideralmente capaces de conmoverse por un blues con un alma y bailar un twist con la
otra…) Yo tenía novia cuando me apunté una noche a la fiesta de un amigo de la facultad, en tiempos de
estudiante caradura y gorrón de mis padres –ya lo haréis, ya… Ese muchacho tenía una casa de cinco
pisos y sótano, con un ascensor que llevaba desde la planta de la fiesta a todos los demás. La cercanía de
los ricos es muy peligrosa, porque algo dentro de uno está deseando agradarles mucho como si tuvieran
algo más que dinero. No fue el caso aquella noche, en la que a quién quería agradar era a vuestra madre
materna. Ya en una fiesta anterior había querido agradarla, pero me lo impidió una amiga suya muy

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habladora que no estaba nada mal, pero que me distraía describiéndome lo que podía hacer con no sé
qué frutas tropicales introducidas en no sé cuáles orificios de su cuerpo. Ah, no, eso fue después de lo
que voy a contar. Lo digo porque en esta iba solo, y en la anterior con la novia, o no me hubiesen
ilustrado con la posibilidad de ingerir frutas sin usar la boca. Es igual. Adónde iba es a que estaba con la
novia, en el edificio del rico, y fui tan canalla de aprovechar un viaje en ascensor hacia el último piso para
intentar ligar con vuestra madre que lo es. Me preguntó, con malicia, que donde me había dejado a la
novia, y respondí como un rayo que no la llamase novia, sino estorbo. Para matarme o enviarme a
Siberia. Ya era malo pasar de la chica, que no me había hecho nada malo excepto ser como era, como
para encima referirme a ella de ese modo. Tampoco fui más lejos, porque estábamos acompañados…
Lo más estúpido, sin embargo, no fue eso. Lo fue que al día siguiente le escribí a Mamá, la vuestra,
una tonta explicación de por qué pese al interés mostrado el día anterior no iba a continuar el cortejo (¿?
¿qué cortejo?) porque era sumamente leal al estorbo digo a la novia. Vuestra madre lo fliparía, aunque sin
dolor ni molestia alguna. Así son las primeras torpes maniobras de los aprendices a moralistas, que tienen
más truco que un circo chino y javanés juntos. Si uno desea realmente hacer una cosa, pues la hace y
luego ya la justificará o no, nada de ir por la vida con coderas y rodilleras y luego no lanzarse a la pista.

47- Estas semanas de verano no hacen más que hablar en la tele y otros medios del “simpa” que ha
hecho Carlangas, el anterior rey de España. “Simpa”, o sea, sinpa…gar, marcharse corriendo de un lugar
o servicio sin siquiera haber visto la cuenta y como alma que lleva al diablo. El “simpa” (un meme
reciente de El Rey León llamando “Simpa” a su hijo en vez de Simba…) se puso de moda hace más de
treinta años, y basta que exista la palabra para que se multipliquen los hechos que la ejemplifican -ciertas
palabras vienen preñadas de heptillizos como poco. Yo sólo hice uno, aunque en mi barrio era frecuente,
sobre todo con los taxis. Estaba chupado, a las cuatro de la madrugada, indicar al pobre conductor que te
dejase junto al parque, que a esas horas estaba oscuro como boca del lobo y con individuos semivivos
trapicheando con drogas. Salías escopetado del taxi y adiós muy buenas. El taxista, que encantado en ese
instante se hubiera un bocadillo con tus criadillas, no tenía las menores ganas de correr detrás de ti, que
eras mucho más joven, por tal zona caliente y terra incognita. Los que lo simpagaban solían preparar la
jugada, haciendo hablar al taxista hasta el último momento del “simpa”. El hombre decía que no sabía
qué era eso, hasta que volaban del asiento trasero con un “sin pagaaaaarrrrrrr”. Así es como llegaban a
saberlo, por el camino duro. Los chavales que practicaban el simpa/taxi casi se sentían mejor por haberse
ahorrado la vuelta a casa con unas copas encima que peor por engañar a un azacaneado -tomad palabro-
miembro de la clase trabajadora. Y como ellos, toda la clase política y los grandes poderes económicos…
En cambio, lo que hicimos mis amigos y yo con 17 años fue pirarnos de un restaurante caro del
barrio de Moncloa. Era, más bien, entre restaurante y bar, con tapas ostentosas de pulpo y virguerías así.
Pedimos de todo, como si no hubiera un mañana -ahora se dice mucho eso-, pero sin disfrutarlo, porque
no sabías si tus cómplices en el crimen iban a tirar de repente la cerveza por los aires y salir por la puerta
antes que tú. Yo corría mucho, así que estaba seguro pasara lo que pasara de no ser el último. El último,
claro, tenía más posibilidades de ser cogido, ser zarandeado y tener que dar explicaciones a sus padres
desde comisaria. Una pijería todo, estilo Historias del Kronen, una película tonta que ahora cumple 25 tacos.
Nos reímos mucho y todo eso, pero nunca más volvimos a hacerlo. No había necesidad, y dejarse llevar
por la palabra de moda es de poca personalidad y tal y cual. Eso sí, os juro de verdad que no he vuelto a
pisar ningún bar de Moncloa, ni para pedir un humilde vaso de agua, porque no estoy del todo seguro de
cuál fue el estafado ni de si la decadencia física me camuflará lo suficiente como para que un camarero
duro de roer y con un palillo en la boca me reconozca treinta años después… Quita, quita…

48- ¡Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos! Yo, algunos veranos a vuestra edad, era
llamado y también elegido para el estreñimiento. Puesto que no ha vuelto a ocurrir, pero nunca-nunca,

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supongo que se debía al agua de los campings que frecuentábamos en agosto. Pero se pasaba mal, era
todo un suspense, el thriller del intestino lleno. Me pasaba el día incomodísimo, sin bajarme de la bicicleta,
describiendo orbitas en torno a las letrinas del camping, a ver si llegaba la señal. No eran palacios de la
higiene, los cuartos de baño comunes de los campings, y menos en España. Construcciones de
hormigón, raramente lavadas, a veces con agujeros inmundos en el suelo y nada de retrete donde
sentarse. Te arriesgabas a que saliera una anaconda por la fosa y dejará tu pito a la altura del betún. Tonos
grises, marrones y algún verdecito, era toda la gama de colores del excusado para aquellos que habían
decidido pasar sus vacaciones en contacto con la naturaleza. Y yo, flaco, cetrino, Mowgli, dando vueltas
en la bici esperando que el topillo ofreciera signos de querer asomar al exterior. ¿Es que no existían los
laxantes, os preguntaréis? No os lo preguntaréis, porque no los habéis usado y no sabéis lo que es…
En la naturaleza dominguera de un camping no existen los laxantes, por lo menos en aquel
entonces, eso había que traérselo de casa. Ya sé que no es tema de gusto, este de los apretones
infructuosos, de modo que sólo os contaré que cuando por fin conseguía aliviarme tras varios días de
apatrullar el camping con un huésped no invitado dentro de mi ser -la película Alien ya existía, pero yo no
la había visto-, el sol volvía a iluminar mi corazón como si la vida fuera insoportablemente hermosa y
fuera a durar para siempre. Ya podía, por ejemplo, hablar con los amigos de la tenia, un bicho
larguirucho que parasita el estómago y que era un tema de conversación recurrente que nos flipaba…

49- En el Ramiro de Maeztu había clases por la mañana y por la tarde, y en medio un vacío enorme
de tiempo que habría que llenar como fuera. Yo al principio no me quedaba ese rato, e iba hasta casa en
autobús escolar y luego volvía. Pero, además de que eso era un suplicio espantoso para un niño,
envidiaba a todos los compañeros que quedaban a comer, aunque en realidad comer como tal no llevaba
más que veinte minutos de las tres horas que separaban lo matutino en sí de lo vespertino para sí. La
comida, encima, era inmunda, y habitualmente nos las arreglábamos para no comerla, metiéndola en un
envase de yogur y poniéndolo del revés. Cuando la mujer a la que había que entregar la bandeja para su
inspección levantaba el yogur con sorpresa ya estábamos en el patio, vuelta al calor, a los deportes
senegaleses y a pasar lo justo de hambre. Qué tiempos de ardua disciplina, y pensar que fueron anteayer.
Por mucho menos que eso a un niño actual le ponen un psicólogo de cabecera con bata que le observe
dormir durante la noche. Pero lo conseguí, por fin me apuntaron entre los que se quedaban a malcomer y
muchojugar tres horas en espera de las clases de la tarde, a las que acudías como al matadero, y no
precisamente el de al lado de casa. Pues qué chasco: resulta que quedarse en el recinto escolar todas esas
horas también terminaba por convertirse en un rollazo colosal. Llegábamos a las cuatro al aula y casi le
decíamos, sin amor alguno, aquello de Drácula: “he cruzado océanos de tiempo para encontrarte…”
No es que no hiciésemos nada, hacíamos de todo. Toda clase de juegos sin pelota o con pelota,
entrenamientos físicos sin orden ni concierto, contarnos películas enteras, especular acerca del
ultramundo y fantasear con las chicas, o niñas, que correteaban a esa misma hora por otros institutos,
deseosas de conocernos (esto último nos podía llevar horas, incluyendo imaginar las tiernas guarradillas
que íbamos a hacer con ellas, nada violentas, por supuesto). Pero seguía sobrando mucho tiempo para
vagabundear, platicando vagamente… Una tarde entre tantas de ese ciclo sin fin que un día terminó los
chavales de un nivel inferior comenzaron a meterse con nosotros. Nosotros éramos dos, Juanvi, de quién
os he hablado en otro sitio, y un servidor. Aquello era insólito e inadmisible, dado que una regla de oro
que operaba muy claramente en ese bloque de espacio/tiempo escolar era que los pequeños temen a los
grandes, tengan el tamaño que tengan. Y allí estaban, esos cretinos, creyendo que podían vacilarnos
porque eran muchos más. Les teníamos vistos de cara, pero no sabíamos ponerles nombre. Sólo
recuerdo a uno, apellidado García Ramos, porque era el hermano pequeño de uno muy majo de mi clase,
porque décadas después trabajo con mi amigo Sergio en cosas de guiñar un ojo para abrir el otro en una
cámara y porque esa tarde se llevó un pisotón de órdago. Claro, como no cejaban de molestarnos, hubo
un momento en que me dio el pronto y le planché el pie al más cercano, que resultó ser este, que iba de
pelirrojillo que se comía el mundo. Recuerdo todavía su cara de estupefacción cuando lo que se comió

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fue el pisotón, uno bien fuerte. Eso por si ese día había comido mal, como todos. Se le puso expresión
de “esto no puede pasarme a mí, con lo que molo”. Pero funcionó de maravilla, ya que a partir de ese
instante rezongaron, rompieron filas y se borraron… Fue una sobremesa algo más entretenida, eso sí.

50- Esto podría ser tediosamente interminable, creedme. Tengo apuntada aquella vez que me perdí
en un bosque medio beodo tras la boda de Matías, también esa en que fui a operarme el testículo
izquierdo y no había llevado el repuesto de madera que necesitaba para dar el pego el resto de mi vida, o
cuando quise tener unas palabras violentas con el hermano de una novia que la trataba muy mal, pero mi
cólera justiciera se fue desvaneciendo poco a poco mientras le buscaba por todos los VIPs de Madrid…
Pero si os escribiese todo eso, entonces se me ocurrirían otras ridiculeces semejantes y no acabaríamos
nunca. Cada, ¡oh!, humana criatura es un pozo de necedades sin fondo, y quizá la tarea de la vida consista
en intentar que la cuota de gilipollez que te haya tocado perjudique lo menos posible a los demás. Para
conseguir eso resulta muy sano contarle tus torpezas y excesos a alguien que te sirva de retrete moral. Así
tiras de la cadena, te vas perdonando a ti mismo y prometes no hacerlo más, hasta la siguiente. Ese ha
sido el negocio de los curas durante siglos, y ahora lo es de los psicólogos. Cuando yo era muy, muy
pequeño, más que en todos los episodios que os he relatado hasta aquí, tenía un muñeco de trapo con las
mejillas sonrosadas que cumplía perfectamente esa función. Antes de dormir, le confesaba todas mis
penas con gran sinceridad -bien mirado, es una táctica astuta: no puede haber “sincericidio” posible con
un muñeco, como tampoco con Dios, puesto que no opinan-, y después le decía entre lágrimas cuanto le
quería por escucharme y comprenderme sin ningún reproche. Mi madre se deshizo del pobre muñeco de
un día para otro, “por mi bien”, preocupada de que estuviese desarrollando alguna dependencia
enfermiza. Le lloré durante una semana con auténtica congoja, como si hubiese perdido a mi otro yo, a
mi mejor yo. Fue la primera tragedia de mi vida, pero tragedia ridícula y con minúsculas, también, si la
comparamos con los muchos otros niños del mundo que nacen sin tener nada que comer.
Y ahora pienso yo que desde entonces, sin embargo, es como si me hubieran faltado confidentes
válidos, al menos desde los treinta años en adelante. O es que me he vuelto algo hipocritilla, yendo de
fuerte por la vida para disimular quién sabe qué miedos y debilidades. Aquí os he contado unos cuantos
de ellos, y de ellas, pero no, ni mucho menos, todos, ni todas… Ya habrá ocasión, o eso espero, pero
mientras, lo dejamos en el 50, que es la edad a que me dirijo, aunque aparente 48. ¡Muchos besos!

Baños de Montemayor, 15 Agosto de 2019

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