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Lenguaje, dialogismo y cultura popular

Alfonso Cárdenas Páez*

Los diagnósticos dependen mucho de la posición política


que uno tenga y también de la región del mundo en la que
uno viva. Boaventura Santos De Souza.

Introducción

La relación entre el lenguaje y la cultura parece ser de larga data y arraiga en ese minuto
atrevido y falaz, cuando el hombre inventó el conocimiento (Nietzsche, 1998); es decir, la
relación hunde sus raíces en los comienzos de la humanización. Pero dado que no se trata
de historiar los orígenes de esta relación, cabe suponer que la misma se hizo visible cuando
las vivencias y experiencias comenzaron a ser racionalizadas por el hombre. De ahí que el
lenguaje constituya, junto con el mundo, el ser, el conocimiento y el hombre, uno de los
pocos temas objeto de reflexión filosófica. Más cercana a nuestros días es la propuesta de
Humboldt y del idealismo alemán en relación con el concepto de visión de mundo y la
manera como el lenguaje la configura y, en la práctica, define la comprensión humana, a tal
punto que, a comienzos del Siglo XX, el lenguaje se convierte en un fenómeno que concita
la atención de los estudiosos y se convierte en uno de los grandes objetos de conocimiento
que, a la par que vertebra la Modernidad, constituye una de las bisagras que rompe con las
maneras de pensar de Occidente, a través de ese movimiento plural y diverso que hoy
conocemos como giro lingüístico.

La Modernidad1, época ordenada alrededor del progreso, además del individualismo propio
de los sistemas básicos que la constituyeron (capitalismo, iluminismo e ilustración), se
dispuso alrededor de la forma como noción que vertebró las concepciones de ciencia, sujeto

*
Profesor de planta e investigador del Departamento de Lenguas de la Universidad Pedagógica Nacional.
Coordinador del énfasis en Lenguaje y Educación del Doctorado Interinstitucional en Educación. Correo
electrónico: alcardepa@gmail.com
1
El hecho es que, en su devenir moderno, Occidente se fue equipando, desde los griegos a la época actual,
con un dispositivo cultural que a grandes pasos avanzó de la esencia a la sustancia, de la sustancia a la
existencia y de ésta a la forma, sin desconocer la manera como estas categorías, en el momento actual, se
desordenan y conforman el denso retablo de la fragmentación.
2

e historia. En esa legislación de la forma, como categoría constituyente de la Modernidad,


desempeñó papel definitivo el lenguaje que, a través de los rumbos del signo, abrazó una
amplia gama de posibilidades y permitió a la humanidad construir grandes sistemas
conceptuales con el fin de explicar la realidad y, por supuesto, intentar imponerlos como si
fuesen la única manera de ver, a tal punto que se podría aceptar que la Modernidad no es
otra cosa que el intento de imponer una mirada como norma universal, según la versión de
Estanislao Zuleta.

Sin embargo, a pesar de la hegemonía de la razón, ninguna de estas nociones permaneció


inamovible en el tiempo. En efecto, todas variaron a lo largo de la historia; así, en palabras,
de Octavio Paz (1986), la Modernidad se convirtió paradójicamente en la tradición de la
ruptura y en la ruptura de la tradición; a este cambio, respondió el signo que, por un lado,
tomó distancia de la señal y, por otra, se hizo permeable a las influencias de la variedad,
plasticidad, ambivalencia y acentuación valorativa, tal como lo señaló Bajtín (1992). El
signo, al desprenderse de su carácter de señal, creó una brecha con la representación y sus
formas, atenazadas en la oposición mimesis y diégesis (nociones unidas a la concepción
fuerte de sujeto), y dio paso a la methexis, a la distancia y a la participación de un sujeto
cuyo discurso, además de las posiciones que asume, se inscribe en el horizonte de la
palabra ajena, horizonte dentro del cual se sitúan las comprensiones de los fenómenos
sociales.

Reconstruir esta historia es imposible; por eso, vamos a centrar la atención en algunos
asuntos de orden cultural, epistemológico y disciplinar, en lo que ellos tienen que ver con la
educación y la cultura mediadas por el lenguaje, para lo cual atenderemos en buena parte a
la propuesta de Santos de Souza acerca de los ‘diagnósticos’.

1. Lenguaje, conocimiento y mundo

Una de las influencias más notables del lenguaje en la cultura muestra su esplendor a través
del posestructuralismo; a pesar de sus matices, de la diversidad de sus representantes, de su
achacada falta de rigor metodológico y sus variaciones estilísticas, este movimiento parte
del relativismo que impone la concepción saussureana de la lengua para poner en jaque las
certezas de la razón y de la ciencia (Geertz, 2003: 17 y Grandi, 1995:116ss).

¿Qué fue lo que hizo Ferdinand de Saussure? Si analizamos de soslayo el tránsito de cuatro
siglos de modernidad en la ciencia, parece haber un período en que, a través de la física, las
matemáticas, la biología y la química, impera un espíritu de tranquilidad que despierta la
certeza en las demostraciones y síntesis generalizadoras de tales ciencias. Sin embargo,
cuando Saussure proclama la lingüística como ciencia social de la lengua sobre los recortes
del lenguaje y del habla, rompe con la tradición universalista al situar la lengua en el
contexto de una sociedad, una cultura y una historia. ¿Qué significa esto? Que ya no se
puede hablar de un objeto universal y, por supuesto, la impronta que queda relativiza la
sociedad, la historia y la cultura y marca con su huella la ciencia permeándola de tal manera
que ya no puede persistir en sus pretensiones dialécticas universalistas, generalizantes. De
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hecho, es esto lo que ha pasado con las teorías del caos, las catástrofes, la biología
molecular, la ingeniería genética, etc.

Pero, al proclamar la arbitrariedad del signo y acatar la tendencia moderna de saber del
mundo mediante la forma (Lukàcs, 1974), también desgarra la representación y se ubica,
así nos cueste reconocerlo debido a ciertos indicios positivistas, a distancia de la razón y su
papel objetivante para favorecer la construcción del mundo. Por tanto, el lenguaje deja de
ser simple instrumento que se usa y se deja y se convierte en un poderoso mecanismo
constituyente (Benveniste, 1974), en un mecanismo constructivo (Goodman, 1990 y
Bruner, 1989) que va de la mano de la cultura y que constituye al hombre en sujeto de saber
y de poder.

Es como si Saussure nos dijera que lo arbitrario no es racional, como si esta categoría
rompiera con lo adecuado, con la representación, es decir, con la pretensión conceptual de
tener una intensión adecuada a su objeto, de representarlo en su esencia, en su adecuación
y, por supuesto, con el don más preciado del saber racional: la verdad en su definición
aristotélica como correspondencia entre el pensamiento y la cosa, o como coherencia
discursiva.

Entonces, nos enfrentamos a varias situaciones que, sin duda, contribuyen a que las
relaciones entre el lenguaje y la cultura estén marcadas por una crisis en donde afloran pros
y contras: impotencia de la razón, crisis de los metarrelatos, fin de la historia, colapso de
la verdad, crítica de la representación, construcción de la realidad, constitución del sujeto,
multimodalidad, diversidad cultural, etc. Así, muchos de los conceptos relacionados con la
antropología cultural como los relativos a la identidad, la etnografía, la diferencia, la
diversidad, etc., se matizan con el color de lo local y por la importancia que se concede a
los contextos en que ellos se asumen.

Sin lugar a duda, en cada asunto intervienen concepciones de lenguaje, en versiones de


filósofos, psicólogos, sociólogos, antropólogos y, por supuesto, de lingüistas. Unos y otros
se han ocupado de aspectos tales como la materialidad del signo, la estructura, el sistema,
las formas, las palabras, las oraciones, los signos, los códigos, los enunciados, el
significado, el sentido, los textos, los discursos, los géneros, la representación, el
conocimiento, la lógica, la analogía, la gramática, la retórica, el estilo, la poética, la
literatura y, por supuesto, de sus relaciones con el conocimiento, la conciencia, la conducta,
la visión de mundo, la cultura, la sociedad, la historia, la ideología, los imaginarios, los
valores y la manera como usamos el lenguaje para argumentar, interpretar, proponer, crear,
sentir, pensar e imaginar. La mayoría de estos temas han atraído la mirada de pensadores y
analistas ansiosos de hacerse, así sea en parte, a la naturaleza del lenguaje.

Bien cabe, entonces, asumir dicha influencia desde la perspectiva del giro lingüístico.
Dentro de la denominación giro lingüístico caen diferentes autores y corrientes que
coinciden en señalar que el lenguaje, más que un medio transparente, es un sistema con
identidad propia cuyo papel consiste en imponer límites que establecen, en cierta medida,
tanto el pensamiento como la realidad. Por lo tanto, lo fructífero de este horizonte que se
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abre no es el mundo incierto de los contenidos psicológicos sino la investigación del


lenguaje como forma de acción humana. Este cambio, en la reflexión filosófica del Siglo
XX, sin embargo, no es homogéneo ni absolutamente contemporáneo; bajo la
denominación de giro lingüístico cabe incorporar corrientes tan disímiles como la filosofía
analítica, la visión pragmática, la hermenéutica y la pragmática trascendental.

Quizás la más significativa de su propuesta sea la ruptura con la representación, grosso


modo, una ruptura con la lógica y los principios que, a partir de allí, han caracterizado las
formas de conocer modernas. El principio que subyace es cierto isomorfismo entre el
lenguaje, los conceptos y la realidad de manera que los signos expresan la realidad y lo que
se piensa de ella. Nada de reflejo, de modelos ideales, de ostensión. A distancia de esta
pretensión, el significado, según Wittgenstein (1988), debe buscarse en los usos que los
hablantes hacen del lenguaje en la vida cotidiana, de manera que las búsquedas deben
atinarle a la comprensión de las prácticas que las personas realizan cuando ponen en escena
los juegos de lenguaje de la comunidad a la que pertenecen. El lenguaje resulta ser,
entonces, un juego de reglas que se integra, junto con otras prácticas, en una forma de vida.
Dicho juego obedece a pactos de los usuarios del lenguaje, los cuales confieren sentido a
las palabras y deciden la posición y función que han de ocupar en los discursos que
proferimos en diversas situaciones. Las palabras ya no poseen una naturaleza específica y
común pues su sentido depende del empleo que los hablantes hagan de ellas.

Así, pues el giro lingüístico no es unitario; uno es el giro analítico que reemplaza la
conciencia y sus categorías psicológicas por el lenguaje y sus componentes lógicos como
objeto de estudio de la filosofía y, por lo tanto, se centra en el análisis formal de las
estructuras semánticas, para lo cual desatiende las connotaciones psicológicas, pragmáticas
u ontológicas. Debido a esto, su postura es conocida como antimentalista. Esta corriente
afirma que los problemas filosóficos tradicionales se deben al uso incorrecto del lenguaje y
pueden resolverse a través del examen lógico del lenguaje; esta postura se distancia de la
metafísica en cuanto propone entidades que van más allá de la experiencia común o de la
verificación de las ciencias; por igual, pretende convertir la filosofía en una ciencia estricta
a partir del análisis de las proposiciones y de la defensa tanto de la concepción referencial
del significado como de la teoría de la verdad que le corresponde. Bajo esta mirada, caen
varias corrientes: filosofía analítica, filosofía del análisis lógico del lenguaje, positivismo
lógico, neopositivismo o atomismo lógico.

Una segunda mirada corresponde al giro pragmático que abandona la perspectiva


referencial del significado y la idea de un lenguaje lógico neutro y se preocupa más por los
actos lingüísticos y los factores sociales que intervienen en el uso común de los hablantes
que por las formulaciones científicas y los aspectos formales. Con esta actitud, se revive la
atención por la relación entre lenguaje y comunidad, las prácticas y decisiones humanas, las
maneras de convivencia, las convenciones y las reglas sociales, las funciones que se
cumplen cuando se emite un enunciado lingüístico. Esta orientación relega la prioridad
lógica en favor de un enfoque histórico, antropológico y social de los hechos de lenguaje. A
esta tendencia se le otorgan varios nombres: filosofía del lenguaje ordinario, pragmatismo
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lingüístico o filosofía posanalítica y cuenta entre sus representantes a Wittgenstein, Austin,


Grice y Searle.

Otra corriente es el giro hermenéutico que coincide con la anterior en criticar la concepción
representativa del lenguaje y en reconocer su papel constitutivo en relación con el mundo,
pero desde supuestos diferentes. Las limitaciones que el lenguaje impone a la razón no
obedecen a la estructura lógica o a la realización pragmática; se deben, más bien, a que
existen numerosos lenguajes históricos; a que el hombre se abre al mundo mediante la
constitución del sentido cuando aprende una lengua (que está ya constituida y que no
requiere alguna teorización); a que es desde el horizonte de sentido desde donde se pone
límite a la razón y, desde ahí, podemos acceder y comprender el mundo de la vida. El
lenguaje, entonces, es responsable del modo como se nos aparecen los seres pues cuando
los nombramos establecemos lo que una entidad es; queda así definida la esencia y la
verdad del ser de los entes. Dada la preeminencia del sentido sobre la referencia, con lo
cual se descarta la relación ostensiva a favor de una relación indirecta donde los conceptos
sirven de nexo entre los nombres y las cosas y el predominio de una concepción holista del
lenguaje, se concibe que éste es una totalidad simbólica articulada donde se teje una red de
sentido donde cada parte adquiere su significado por referencia al todo. Algunos
antecedentes los hallamos en Humboldt y se encargan de difundirlo, entre otros, Heidegger,
Gadamer, Ricoeur, Derrida y Vattimo.

Una cuarta mirada corresponde al giro pragmático-trascendental que se da con Apel (1991)
y Habermas (1987a, b) quienes deliberan en clave kantiana sobre la mediación simbólica
del conocimiento, la filosofía hermenéutica y la pragmática del lenguaje en la línea de
Peirce, Wittgenstein (1988), Austin (1988) y Searle (1980). La pretensión de la pragmática
trascendental o universal es la reconstrucción racional de las condiciones que hacen posible
llegar a acuerdos intersubjetivos en la comunicación en el lenguaje ordinario; con ese fin,
se sostienen varias tesis: a) el lenguaje es la clave de la actividad racional y éste no se
puede comprender al margen del entendimiento; b) el entendimiento depende de ciertas
pretensiones de validez que se plantean al argumentar como expresión tácita de dicha
racionalidad (comprensión, verdad, veracidad y corrección); c) la argumentación es
irrevocable en el sentido de que no puede ser negada discursivamente sin cometer una
petición de principio, sin caer al mismo tiempo en una autocontradicción performativa. Así,
las reglas universales que rigen el lenguaje se convierten en el a priori de todo
conocimiento y comunicación posibles; su olvido implica caer en la irracionalidad o en el
silencio.

A partir de estos desarrollos, el lenguaje ya no puede ser un objeto que se pueda asumir a la
simple usanza de la filología como facultad humana cuya historicidad hay que mantener
desde el origen; tampoco es la lengua, a pesar de la impronta saussureana que reivindica el
signo como representación del conocimiento racional (Kristeva, 1974) y el significado con
el concepto con sus marcas lógicas de intensión y extensión que corresponden con cierta
exactitud a lo que algunos semiólogos llaman adecuación y generalización,
respectivamente.
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Por eso, una manera distinta de abordarlo es desde una visión translingüística.

2. Dialogismo y cultura popular

“Lo bello no tiene más que un tipo, lo feo tiene mil.”


Víctor Hugo (Prefacio a Cromwell)

El epígrafe, tomado de uno de los representantes más notables del romanticismo francés,
nos pone en la perspectiva de que la cultura popular se ordena alrededor de la diversidad y,
por supuesto, nos acerca a la perspectiva de Arendt (1993: 200) cuando propone que la
pluralidad, al ser tanto condición de la acción como del discurso, asume el doble carácter de
igualdad y diferencia. Una mirada parecida es la exhibe Bajtín, quien, a distancia de lo que
ocurre en Europa, donde la concepción de lengua se desarrolla con ajuste a la razón lógica,
sitúa el problema de la lengua en el territorio de la razón práctica para abrir paso al
dialogismo desde una mirada metalingüística o, si se prefiere, translingüística (Kristeva,
Bubnova y Todorov). En tal virtud, este enfoque fronterizo del lenguaje, en lugar de
ocuparse de las relaciones entre los elementos del código o de los elementos del código y el
texto o entre enunciados, toma como objeto las relaciones entre los actos de palabra, los
textos, los géneros discursivos, el diálogo interno y externo entre textos, los discursos entre
interlocutores, en el proceso histórico de formación y transformación, según se lee en “El
problema del texto”. La translingüística trabaja la lengua como palabra encarnada en la
cultura o, mejor, entre culturas y relativa a sujetos puestos en condición intersubjetiva.

En este espacio fronterizo, el diálogo pone en escena dos dispositivos básicos 2: anacrítico y
sincrítico, al lado de factores como la acentuación, la extraposición y el sobrentendido. Si
bien, la orientación de la palabra hacia la realidad es, en esencia, lógica y se apoya en la
identidad de la diferencia, no es posible perder de vista que cuando se llena de puntos de
vista, cuando quien habla se extrapone y se ubica dentro del amplio marco del
sobrentendido cultural, cuando recibe la entonación y los acentos de quien habla, la palabra
se vuelve dialógica, se carga de valoraciones que son plena prueba de que el uso discursivo
del lenguaje no es neutral; siempre nos ubica en el marco de la alteridad, asumimos o nos
distanciamos de los puntos de vista de los demás, acentuamos alguna perspectiva,
yuxtaponemos posiciones, etc., en un permanente flujo de valoración social en torno a
quienes lo hablan y aquello de lo que se habla.

De este modo, la verdad y el saber y los productos del pensamiento humano no están en la
cabeza de un solo hombre, sino que obedecen a la permanente discusión y búsqueda
mediante la comunicación dialógica. Este transcurrir discursivo de las ideas en la vida se da
en el amplio contexto de la heteroglosia social, donde se busca la verdad a través de la
2
Estos son dos dispositivos socráticos mediante los cuales se prueban ideas y personas; el primero trata de
provocar la palabra del otro, invitándolo a expresar la opinión de manera extensa; el segundo desarrolla un
punto de vista plural sobre un objeto específico, al punto de evidenciar contradicciones e inconsistencias.
Además, desde la perspectiva de Bajtín, hay que considerar el diálogo pragmático y el diálogo con el gran
tiempo. A propósito de este, configura una zona de simultaneidad donde confluyen todos los sentidos
históricos que, para el caso del sujeto, se refieren a su configuración de cuerpo, alma y espíritu.
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confrontación de las ideas, donde estas se ponen a prueba y, en igual medida, se prueban
los hombres, sobre el terreno común de la discusión de la historicidad de las ideas y de su
simultaneidad. Esta densidad supone que la polifonía es incompatible con el planteamiento
de una voz siempre idéntica, de una sola idea, de un punto de vista único, de la impostación
de la verdad encontrada y ya realizada sobre el mundo.

El concierto de voces propio del uso social del lenguaje está siempre en diálogo, en
discusión, en polémica, dentro de una ‘formación ideológica’ cuyo asiento es la cultura.
Allí no existe el pensamiento aislado como tampoco la posibilidad de reducirlo a un
sistema. Así, como esto ocurre en la ideología formadora, en el universo de hombres y
mujeres, jóvenes y viejos, cada uno ejerce diferentes papeles (adopta puntos de vista, asume
perspectivas diversas, participa, adopta posturas críticas, toma distancias, se apodera de la
voz de otros, asume variedad de discursos, etc.) con propósitos diferentes en un marco
cultural, refractario a los niveles de representación, entrando en polémica, impidiendo que
siempre el pensamiento sea el mismo. De ahí que la comprensión, más que un fenómeno de
interpretación sea una condición de existencia del lenguaje mismo, pues siempre abarca
muchos sentidos, se orienta en determinadas direcciones, confronta posiciones, apela a la
palabra de otros, parodia, rechaza o proscribe lo que otros han dicho.

Esto depende de la naturaleza dialógica del signo, el cual es ambivalente, ambiguo,


condensación de muchas voces; es una unidad donde comparecen el yo y el otro, los
sujetos que dialogan comprendidos en sus contextos diversos; el signo es una metáfora de
la identidad y de la otredad, o, para decirlo en otros términos una junta donde comparecen
lo lógico y lo analógico, el concepto y la imagen, donde juegan, por igual, el signo y el
símbolo, la transparencia y la opacidad. Por lo tanto, la discursividad social deviene un
juego donde se juega la diversidad que, por más que queramos, no podemos identificarla
con un grupo o con una cultura, menos con un sujeto. Entonces, se pone en evidencia que,
cuando se habla de sentido, no existe un reflejo de la realidad; que la representación no
apela necesariamente a la verdad, sino a una refracción de esta, dado que ella surge en el
contexto de la interacción social.

En el supuesto de que, frente a la palabra objetivadora, abstracta, persiste la palabra


refractaria, tanto el hombre como el lenguaje están siempre en situación o en posición
arquitectónica: frente a sí mismo, frente al otro y frente al mundo. Por tanto, el
conocimiento de la realidad no es neutral. El contexto carga de sentido el conocimiento del
mundo; la carga de sentido la constituyen, además de los elementos típicos de la
‘representación’, las actitudes, los puntos de vista, los acentos, los valores y entre todos
integran la cultura donde confluyen nociones, imaginarios y simbolismos; debaten las ideas
y las teorías; divergen las conciencias y entran en conflicto las ideologías, todo eso volcado
a los procesos de subjetivación de cada uno de los agentes sociales.

El contexto de base de estas miradas es la cultura popular; esta manifestación fronteriza de


lo que el pueblo en calidad de organización fundacional ha sedimentado a lo largo de la
historia, contraría la cultura oficial y las formas de cultivo excluyentes propias de las clases
altas, dominantes en complicidad con los desequilibrios que produce el poder y sus
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procedimientos, mediante los cuales, se imponen, por ejemplo, formas de pensar y actuar,
criterios de pulcritud, higiene, aseo, decoro, uso del lenguaje, es decir, una serie de
‘virtudes’ que desconocen la manera de vivir y sentir del pueblo: la risa, el humor, lo
grotesco3, la grosería, la burla, la plaza pública, etc.

Al no ser canónica, la cultura popular tiene diversidad de fuentes, usa el mismo rasero
sobre todo y no se atiene a los patrones educados mediante los cuales se pretende
ennoblecer la obra humana. La cultura popular es el amplio sobrentendido sobre el cual
germina todo lo que más tarde llega a identificar culturalmente a un pueblo; un buen
ejemplo se refiere a la evolución de la lengua en boca de sus hablantes; la lengua vulgar se
impone como lengua de uso y, en ese constante fluir, se llena de nociones, imágenes,
imaginarios, simbolismos, creencias, mitos, ritos, magia, indicios, arrastrando una profunda
y radical historia milenaria que recoge buena parte de las vivencias y experiencias de un
pueblo que, a la larga, son el cimiento sobre el cual se instalan los arrestos de la lengua
culta. Según esto, hay necesidad de explorarla y comprenderla, en sus dimensiones y rasgos
originales donde coinciden lo natural, lo corporal y lo simbólico, en su naturaleza híbrida y
por fuera de las exclusiones que propicia la ‘radical subjetivación’ del pensamiento
objetivante.

Factores como la risa, la plaza pública, el folklore, lo grotesco como manifestación de lo


feo, el humor popular, vienen a ser, desde este punto de vista, asuntos de interés histórico,
cultural, ético y estético; dicha expectativa exige tomar distancia de los criterios que se les
aplican (tono serio, religioso y feudal) cuando son mirados desde la teoría burguesa, razón
por la cual Bajtín (1898:10) defiende su estudio ya que “…la profunda originalidad de la
antigua cultura cómica popular no nos ha sido revelada”.

La diversidad de la cultura popular se apoya en el diálogo interminable que se difunde en


las fiestas públicas carnavalescas, ritos y cultos cómicos, donde bufones y bobos, enanos y
gigantes, monstruos y payasos, parodian lo culto en un lenguaje cómico popular, lleno de
refranes y groserías donde brota la comicidad en la medida en que todo hace parte
constitutiva y multiforme de la heteroglosia que bulle en ella.

Dicho esto, cabe preguntar: ¿Es posible una educación que no sea indiferente al carácter
universal, a la carnavalización, la diversidad de las visiones de mundo, el carácter festivo y
cómico de la cultura popular? ¿Le interesa a la educación el cuerpo que, en la fiesta utópica
(vida/muerte), se liga a la totalidad viviente e indivisible de lo cósmico, lo social y lo
corporal desde un punto de vista arquitectónico? ¿Cabe una educación crítica que atienda al
dialogismo como conflicto de ideas, basado en la diferencia con el otro, en la polifonía de
voces, conciencias e ideologías y en el plurilingüismo social de lenguas y géneros
discursivos? ¿Es necesaria una educación que atienda a una ética arquitectónica que vea al
sujeto en proceso y en situación frente a sí mismo, al otro y el mundo?

3
“En el realismo grotesco (es decir en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular) el principio
material y corporal aparece bajo la forma de fiesta utópica. Lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados
indisolublemente en una totalidad viviente e indivisible. Es un conjunto alegre y bienhechor.”64
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3. Lenguaje, educación y ciencias humanas

Uno de los supuestos de base, alrededor del cual giran estas ideas, es la crítica de la
representación y sus márgenes A tenor de esta, el lenguaje es uno de los constituyentes
fundamentales de la cultura. Si la cultura es la ‘morada del hombre’ que se nutre de
experiencia y de sentido, una vez ubicados en el terreno de las ciencias humanas, es
necesario reconocer que éstas configuran un diálogo con su objeto, diálogo entre dos
sujetos posicionados en una determinada visión de mundo y con puntos de vista diferentes.
Este diálogo, al cual se enfrenta el investigador de las ciencias humanas, acontece en forma
de texto, de donde se infiere que no hay objeto de estudio de las ciencias humanas. Estas, al
igual que las ciencias naturales, se pronuncian sobre algo. En ambos casos, hay sujetos que
se pronuncian sobre objetos. Pero, en ninguno de los dos casos, los objetos son dados; más
bien, son construidos con base en una articulación de redes de representación (verdad,
validez, pertinencia, corrección, probabilidad, posibilidad, legitimidad) mediante las cuales
les atribuimos sentido y los consideramos representaciones de algo, desde determinadas
posiciones ideológicas, con respecto a cierta valoración y como respuesta a ciertos intereses
en los cuales hemos puesto nuestro particular acento.

Tres temas parecen surgir, entonces, en el horizonte de nuestras consideraciones: la


condición pragmática de esta época, el problema de las disciplinas y la interculturalidad.

En cuanto a la primera, nos valemos de Foucault para hacer una primera aproximación.
Este penador, al referirse al ‘orden del discurso’ (Foucault, l970) puntualiza que la
arqueología, más que apuntar a los comienzos de la existencia del discurso, “Designa el
tema general de una descripción que interroga lo ya dicho al nivel de su existencia: de la
función enunciativa que se ejerce en él, de la formación discursiva a que pertenece, del
sistema general de archivo de que depende. La arqueología describe los discursos como
prácticas especificadas en el elemento del archivo” (Foucault, 1970: 223).

Este planteamiento hace una constatación: detrás del sujeto que habla hay muchas voces
que lo preceden y de las cuales su voz es una forma de continuar aquellas, repitiéndolas,
interrumpiéndolas, encadenándolas, desplazándolas, ocultándolas dentro de un proceso
imposible de contener por cuanto siempre están buscando voceros que digan la palabra
ajena.

Este principio diría que el hombre es hablado por el lenguaje, enunciado que encierra una
manera de abordar la polifonía, la presencia en la palabra de cada cual, de voces y discursos
ajenos que se imponen e inducen a que cualquier persona tenga que seguir hablando.
Asimismo, este principio apunta a ese otro que desarrollará en La arqueología del saber,
bajo la denominación de ‘formación discursiva’ (Foucault, 1970: 50, 62, 72).

Así, pues la hipótesis de trabajo sobre la que razona Foucault establece que: “…en toda
sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida
por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y
peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”.
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Es ahí donde se manifiesta la ‘voluntad de saber’ que, por ejemplo, excluye el lenguaje y el
habla, objetos de la triada sobre la cual razona Saussure. Tal apreciación da pie para señalar
que la educación es un mecanismo de control y de exclusión, un aparato ideológico que
orienta la formación por los caminos que traza el poder.

Por ejemplo, la producción discursiva de la lingüística nos pone en el marco de una


‘formación discursiva’ que indica que, de modo distinto a la usanza filológica, no se puede
hablar de lenguaje y que, en aras de construir el objeto que es la lengua, no se puede hablar
del sujeto y tampoco de las acciones de su hablar. Así, el discurso de la lingüística no es
solo un instrumento de traducción y reducción de los hechos del lenguaje; se abstiene de
tratarlos y se convierte en un medio de lucha por un objeto cuyo poder sobre la
transparencia y la verdad se quiere conquistar gracias al valor de verdad, de testimonio, de
poder simbólico de la forma.

De ahí surge la voluntad de saber que, en general, caracteriza a la lingüística, que construye
a partir de la despragmatización, lo que paradójicamente se considera un acto humano. Esta
tentativa sustrae la lengua del poder y de la acción del sujeto para responder al criterio
científico de la generalización que, entre otras cosas, ya había sido puesto en duda por el
recorte epistemológico e histórico impuesto sobre el lenguaje.

Pasando al segundo asunto, surge el poder de la disciplina como una especie de ‘policía
discursiva’ a la que obedeciendo deja decir la verdad que siempre impera en todos los
discursos. Los límites que la disciplina le fija al discurso juegan con la identidad de este
que parece reactualizarse permanentemente en sus reglas; dichos límites tanto
epistemológicos (la construcción de la lengua como objeto) como metodológicos (la
construcción de la lengua como dato) le confieren a la lingüística una función restrictiva y
coactiva que solo admite a aquellos que se sujetan a sus límites, que acatan sus reglas, que
obedecen sus rituales, que producen dentro de sus márgenes.

Estos límites son los que, en efecto, promueven el surgimiento de las interdisciplinas. La
interdisciplinariedad presenta dos actitudes, según la opinión de Gerard Fourez (1994: 98-
99): a) construir una nueva representación del problema que será mucho más adecuada
independientemente de todo criterio particular, para lo cual se asocian, por ejemplo, la
biología, la sociología, la psicología, etc., con el fin de obtener una ciencia de la salud
interdisciplinar más adecuada, objetiva y universal porque examinará muchos más aspectos
del problema; se supone que esa "superciencia” no tendrá los sesgos de cada una de las
aproximaciones particulares; a pesar de todo, semejante aproximación interdisciplinar no
crea una "superciencia” más objetiva que las demás, ¬no hace más que producir una nueva
aproximación particular; b) no proponerse crear un nuevo discurso que estaría más allá de
las disciplinas singulares, sino pensarse como una práctica "específica" para acercarse a los
problemas de la existencia cotidiana. El objetivo no será crear una nueva disciplina
científica, ni un discurso universal sino recobrar un problema concreto.

A partir de aquí, se podría considerar tres maneras de desbordar las disciplinas: a) las que
obedecen a la aplicación de métodos de una disciplina en otra, como ocurre con los
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métodos de la semiótica que, transferidos a la literatura, conducen a nuevos análisis


poéticos y estilísticos; b) las que generan un nuevo enfoque epistemológico con base en la
aplicación de sus principios en otro campo, como es el caso de los métodos de la lingüística
que propiciaron la aparición de ciertas corrientes de la semiótica y de los estudios
discursivos; c) las que generan la concepción de nuevas disciplinas, como ha sucedido con
los métodos de la psicología cognitiva que, transferidos al campo de la lingüística, han
engendrado la psicolingüística cognitiva, o los de la sociología que han permitido el análisis
ideológico y el surgimiento de la sociocrítica, o aún el de los estudios culturales.

Una de las tendencias surge de la mano del estructuralismo; así, Lévi-Strauss (1987: 94)
afirma que la relación interdisciplinaria entre la lingüística y la antropología arraiga en que
la “condición de este acercamiento, del que puede esperarse un mejor conocimiento del
hombre, consiste en no olvidar nunca que, tanto en el estudio sociológico como en el
estudio lingüístico, nos hallamos en pleno simbolismo”, para lo cual se pueden adoptar los
métodos de la lingüística.

Esta tendencia moderna a hacer referencia a los objetos de conocimiento en términos de


ciencias o de disciplinas, ya sea que concentren la atención en objetos positivos que
requieren ser abordados demostrativamente en términos de su existencia, o que se
preocupen por establecer teóricamente sus objetos, ya sea a través de métodos inductivos o
hipotético-deductivos, contiene en ciernes una tendencia autorreflexiva mediante la cual los
objetos son producto de las preocupaciones teóricas de las disciplinas mismas.

La apuesta de ruptura epistemológica consiste en establecer que las representaciones de una


práctica ideológica se convierten en conceptos de una práctica científica, en el entendido de
que los conceptos son instrumentos con los que opera esta última (Braunstein, 1979: 45).
Tal ruptura epistemológica, la aparición o refundición de una nueva ciencia y de un nuevo
objeto científico, se produce cuando se abandonan nociones ideológicas y un nuevo sistema
conceptual irrumpe en el discurso científico o se constituye una nueva práctica científica.
Sería, también, un corte epistemológico que provoca la transformación de una práctica
ideológica –presupuesto- en una práctica científica.

Sin entrar a discutir que la ruptura epistemológica produce nuevas verdades, podemos sí
preguntar cómo influyen estas verdades en la transformación de las subjetividades
humanas. Una de las preguntas indagaría acerca de cómo influye el paso de una práctica
ideológica a la práctica científica en la constitución del sujeto. ¿Cuáles pueden ser los
fundamentos en que se apoya la propuesta? Como se sabe, el fundamento de la
epistemología radica en la relación entre un sujeto cognoscente y un objeto conocido,
relación de la cual surge el conocimiento. Este principio enmarca el discurso moderno de la
ciencia compuesto por la unidad y la continuidad y la creencia de que existen sujetos y
objetos empíricos reales.

A partir de ahí, se da la pretensión de articular los discursos de ciencias diferentes y de


engendrar nuevas disciplinas, con base en la existencia de fronteras entre ellas que,
supuestamente, copian la continuidad del mundo. Se piensa que existen fronteras entre las
12

ciencias y que esas fronteras son identificables, pero es posible que se pase por alto que las
fronteras las impone el hombre.

Otro asunto que parece alimentar dicha pretensión es la concepción del lenguaje como
problema en la medida en que la ciencia es un discurso o, mejor, una formación social
discursiva que se apoya en el signo. Desde esta perspectiva, al discurso de la ciencia
siempre lo ha perseguido el problema del significado y, por supuesto, de su transparencia,
de su univocidad, de su denotación, de su referencialidad. Si el mundo existe afuera y es
objetivo, el lenguaje mediante el cual se designa, describe o explica debe ser transparente,
objetivo, unívoco. De superarse este problema mediante la creación de lenguajes unívocos,
‘bien hechos’, el objetivo estaría logrado.

En tercer lugar, el discurso de la unidad y la continuidad es tan viejo como la misma


ciencia, pero tal exigencia plantea más bien falsos problemas; por un lado, responde a una
pretensión ideológica y tecnológica y no a un problema del conocimiento; por otro lado, se
debe a la ilusión de que el objeto real empírico puede ser fragmentado por diversas ciencias
y que los objetos de conocimiento están articulados con el objeto real.

En cuarto lugar, dicho discurso parte de ciertos supuestos que, más allá de dividir la ciencia
en natural y social, suponía la existencia de un universo esférico y cerrado del saber donde
se distinguía lo conocido de lo desconocido, los límites legítimos de los que estaban en
litigio pero que no ponía en duda la continuidad unificada de ese territorio de la ciencia,
donde era posible recurrir a reducciones sucesivas; bástenos recordar a de Saussure y
Chomsky, quienes apelan a la sociología y a la psicología para instalar la unicidad del
objeto de la lingüística. Por último, porque es preferible no incurrir en soluciones
verbalistas y especulativas.

Sobre esta base y de la mano del autor, podemos seguir la visión crítica de la
interdisciplinariedad. Para Braunstein, la interdisciplinariedad no puede darse en ninguno
de los casos; primero, porque no hay unidad en la naturaleza y porque es una ‘ilusión’
soportarla en la existencia del objeto real empírico, sobre cuya fragmentación científica
podrían articularse diversas ciencias y porque no puede darse la continuidad entre el objeto
empírico y el objeto científico. Segundo, porque es extraña y va en dirección contraria a la
historia de la ciencia que muestra la tendencia a la discontinuidad, la producción de objetos
específicos de conocimiento, la diferencia de métodos y de jurisdicciones científicas.

Sin embargo, la cuestión va más allá, pues si el objeto real es “síntesis de múltiples
determinaciones”, nos encontramos frente a la paradoja de que nada de lo que le ocurra a
ese objeto real puede ser explicado por una sola ciencia (ninguna ciencia puede arrogarse el
derecho a monologar de manera completa sobre su objeto) ya que de las transformaciones
que allí se operen deben dar cuenta distintas disciplinas. Además, el proceso de la
acumulación del saber lleva a la desmultiplicación de los objetos y de los métodos; la
historia de la ciencia nos dice que los objetos de conocimiento son escasos, lo cual también
ocurre con los métodos.
13

Así pues, sujetos y objetos no son entes reales empíricos sino sujetos-forma que ocupan un
lugar y desempeñan una función que se configura a través del campo simbólico, del
lenguaje. Y objetos que son construidos, propuestos y definidos por el hombre gracias a ese
mismo lenguaje.

En síntesis, la interdisciplinariedad se enmarca en la epistemología de la continuidad que


establece que entre el objeto empírico real y objeto teórico no hay ruptura, sino continuidad
y representación; esta representación es transparente y, por tanto, verdadera; la ciencia
como discurso moderno está basada en la unidad y la continuidad entre el mundo y la
ciencia; esta continuidad lleva a la unificación de los campos del saber y de los objetos
reales y los teóricos. Por eso, la articulación interdisciplinaria no es posible porque no hay
límites ni tabiques que lo permitan.

En consideración de lo anterior, la pretensión de desarticular el sujeto de la civilización


científica contemporánea que se cree dueño de una conciencia que le permite relacionarse
con el mundo (intencionalidad), está en consonancia con el reconocimiento de que ni el
sujeto ni el objeto son cosas empíricas que interactúan, menos esencias o ideas
trascendentales a las que, por encima de las imágenes sensoriales, haya que recurrir para
comprenderlos (Braunstein y otros, 1979: 257).

Para comprender, inicialmente, el tema del sujeto en la ciencia es imprescindible asumirlo


como sujeto discursivo, tanto en el sentido de que solo discursivamente se hace
comprensible, como de que solo mediante el discurso se manifiesta, se constituye. La
práctica discursiva lo diferencia de los demás objetos. Siendo que la práctica discursiva lo
constituye, su propensión es la apertura al sentido en tanto que este es siempre sentido para
un sujeto, pareja que crea uno de los escollos donde tropieza el arsenal teórico y
metodológico de la lingüística como disciplina.

Dado que el sujeto es una función inserta en una arquitectónica de sistema, que da cuerpo a
y pone en funcionamiento estructuras, una manera de atacar su estatismo es superar las
dicotomías, así como la pura interacción, para pensar que la estructura presupone a los
sujetos, pero, a la par, no existe por fuera de ellos, según el modelo de la banda Moebius.
Tal consideración induce a pensar que el sujeto como acontecimiento situado y
condicionado por los demás sistemas, es algo abordable a través del discurso.

A tenor de lo dicho, el sujeto de la ciencia es algo producido también por los científicos en
el momento de instaurar la ruptura epistemológica y permitirles a otros científicos repetir
los efectos de su obra o dialogar con ella en su investigación cotidiana. La obra también
será una producción mediante la cual se trata de dar respuesta conceptual a un problema, de
superar los obstáculos epistemológicos que, al acumularse en el seno de una ideología,
propician las condiciones para que ella se produzca, se abra un nuevo horizonte teórico. En
algún sentido, la ciencia es una transformación de la ideología que es llevada del plano
imaginario al plano simbólico del lenguaje. La conclusión a la que se llega es que la ciencia
no tiene sujeto. El lugar del sujeto es ocupado por el desplazamiento de una problemática
14

ideológica a una problemática científica. Esto sería lo que se ha dado en llamar ‘ruptura
epistemológica’.

Algo semejante ocurre con el objeto científico, el cual más que empírico, es algo teórico
que resulta de la transformación de una materia prima ideológica cuyo trasfondo imaginario
se deja de lado para extraer y tematizar alguno de sus aspectos. Con ese objeto producido,
los científicos tratan de dar solución provisional a la incapacidad para comprender un
fenómeno o la insuficiencia de alguna solución anterior del modo de producción de ese
fenómeno. A partir de tal formulación, se desencadena el método el cual tratará de
mostrarlo en sus efectos. Si cada disciplina construye su objeto, solo mediante la
profundización en su campo, en la redefinición de sus conceptos y de sus métodos, así
como de los conceptos que importa con el fin de transformar, desplazar o generar nuevos
problemas puede hablarse de objeto.

En resumen, los objetos científicos son pocos, son construidos por los científicos y se deben
a rupturas epistemológicas que transforman un problema, desplazándolo del campo
ideológico al científico, de lo imaginario a lo simbólico.

Dentro de este territorio despragmatizado, se abre paso el tercero de los asuntos pues allí se
originan las preocupaciones por el sentido (diversidad del significado) y su despliegue en la
cultura; de hecho, no es un territorio de continuidades y avances sino un campo
problemático lleno de síntomas en donde, más que controlar los contenidos se trata de
abordar la construcción del sentido. Hablar de campo (Bourdieu, 2002) encarna considerar
un ámbito de fuerzas en tensión que permita comprender las mediaciones que intervienen
en la producción de bienes simbólicos y donde la proporción configura una zona dialógica
constitutiva de la praxis misma del individuo productor de sentido.

Esta zona dialógica que obedece al discurso se nutre de rupturas donde aparecen asuntos
disímiles como el cuestionamiento de la representación y el problema del sentido, la
irrupción de temas como la diferencia, la interculturalidad y la globalización de los medios,
la pragmatización del lenguaje (producción y recepción), la contingencia de la recepción, la
vuelta del sujeto, la discusión sobre las ideologías, la transversalidad de los valores, la
reorientación de los medios hacia públicos más definidos, la importancia del texto y su
puesta en cuestión como textualidad.

En consecuencia, este campo propicio para los estudios culturales (Grandi, 1995:19) da
lugar al debate en que participan la crítica literaria, la lingüística, la semiótica, las teorías
del discurso y, por supuesto, el interés en los medios y la atención que motiva el ‘lenguaje’
en la antropología (Malinowski, Levi-Strauss), en la etnometodología y en la etnografía del
habla.

Dando por descontadas otras visiones, los estudios culturales conforman una antidisciplina
o disciplina sin teoría que pone en evidencia las huellas del lenguaje en esta dirección del
conocimiento donde coaparecen la nueva visión del texto como textualidad, las ideologías
como construcciones, el contexto como fenómeno local, el estudio de las mediaciones, el
15

interés en la recepción, el rompimiento con el mensaje de los medios y las tesis sobre el
sentido como pluralidad de posibilidades (Grandi, 1995:98).

Lo cierto es que vivimos en un universo diverso, múltiple, complejo y desigual donde las
formas de control social son desafiadas y se avanza en un mayor proceso de
individualización (Giddens, 1995) cuya manifestación es la abundancia expresiva de varios
registros sociales y culturales y la diversidad de racionalidades y narrativas que aparecen en
el horizonte comprensivo del sentido, producido desde múltiples experiencias sociales e
identidades construidas gracias a la interacción y a las historias personales, desde donde se
incita al sujeto a ser en sí mismo en el horizonte de lo otro/Otro.

Tal apreciación lleva a pensar, por un lado, que el lenguaje es transversal y, por otro, que
los diversos acercamientos de época que sobre él se han formulado, configuran estrategias
de aproximación a tantos otros campos que como el de la cultura ponen al hombre en
situación, en contexto y lo someten a los condicionamientos de la sedimentación de la
experiencia humana que sirve de fermento a múltiples sugerencias significativas.

¿Cómo queda representada ahí la cultura? Uno de los temas que más se debate hoy día es el
referente a la identidad cultural y, en particular, lo que toca con las culturas regionales.
Siempre que se habla de identidad parece que nos enfrentamos a un desiderátum que
pareciera imponerse por sobre cualquier consideración que no sea aquella que la pretensión
de considerarnos únicos, exclusivos, totalmente limitados, con fronteras definidas, etc.

Sin embargo, la realidad nos dice que no hay límites precisos, vivimos siempre en situación
fronteriza; que en cuestión de cultura hay cruces, hibridaciones e influencias interculturales,
etc. Lo que de manera singular llamamos cultura no es otra cosa que una red donde
confluyen imaginarios, industrias, valores, ideologías, saberes, prácticas, etc. Para decirlo
con García Canclini (1989: 19), nuestras culturas son híbridas, mestizas y cualquier modelo
o patrón desde el cual queramos abordarlas siempre se quedará corto en su comprensión.

El mundo de la cultura es un mundo de sentidos que todos aprehendemos en la niñez dentro


del proceso de socialización y a través de los agentes correspondientes: padres, maestros,
amigos, instituciones, etc. Todos, de alguna manera, ocupan una determinada posición
dentro de la intercultura, ocupan ciertos espacios, tienen su propia historia, comparten un
clima, unas costumbres, unos modos de producir, varios saberes y prácticas, etc. Con base
en estos factores, el niño se socializa o se endoculturiza gracias a los contextos de vivencia,
donde va creando imaginarios, simbolismos, valores, ideologías, etc., es decir, todos los
componentes que le dan sentido a la cultura como ‘morada del hombre’. No podría ser de
otra manera si como interesados en como juega la educación en la relación lenguaje-
cultura, no atendemos a la formulación que nos hiciera Geertz (2003) cuando acierta en
reconocerle a la cultura un carácter semiótico (Eco, 1977) ; así, admite que el hombre es un
animal inserto en tramas de significación tejidas por el mismo; por eso, plantea que
“Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación
que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la
cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una
16

ciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,


interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie”.

Hacia esa complejidad cartográfica (Foucault, 1974; Martín Barbero, 2002; García
Canclini, 2004) debe apuntar la mirada educativa para atenazar esa realidad múltiple,
escurridiza, transversal cuya pluralidad nos lleva a decir que entramos en la cultura cuando
apalabramos el mundo, cuando lo tejemos en la red de la experiencia humana, de los
saberes, de las prácticas y del sentido. Dicho apalabramiento supone la presencia de un
sujeto que retorna (Ibáñez, 1974), dispuesto a sufrir metamorfosis continuas; este sujeto
diverso, caracterizado por su caducidad, su finitud y sus posiciones, no es definible como
una entidad (Cárdenas, 2007/08); antes bien, es una manifestación arquitectónica del
acontecimiento del ser (Bajtín, 1997) que se vertebra en la frontera movediza entre el
mundo de la vida y la cultura.

Si el conocimiento es una construcción de la experiencia humana permeada por el discurrir


del sentido, parece obvio concluir que la educación debe ser permeable al sentido, a la
diversidad de la vida, la cultura y la historia; a la pluralidad de la ciencia, el arte y la vida; a
las condiciones de lo cognitivo, lo ético y lo estético. Así como la vida, la educación debe
mirarse como un acto ético complejo de un sujeto que no puede escapar a “cometer actos
responsables”. La cultura ha de ser, entonces, el trasfondo diverso y sedimentado de las
formas como el ser humano da sentido a la vida y configura formas de subjetivación, en
contextos de intersubjetivación e interobjetivación.

Conclusiones

Más allá del tiempo, de la representación, de la verdad, del signo y de la lengua persiste el
universo denso, amplio y complejo de la cultura, el cual no hay que perder de vista. Esto
supone que el estudioso del lenguaje (o lenguajes) debe prestar atención a las imágenes, a
los símbolos, a los indicios y a las señales; pero, por igual, al cuerpo si es que quiere
responder al giro semiótico donde cuentan la acción y la pasión, la explicación y la
narración. Tampoco ha de olvidar las consecuencias de la diversidad semiótica de los
medios, las formas de pensamiento y razonamiento, como su influencia en la mediación
que diversificación de las prácticas humanas.

En sus nexos con la cultura, el lenguaje media en el conocimiento multiplicando las formas
de la representación, reconstruyendo y controlando la actividad superior, dándole la
flexibilidad y dinamismo operacional al sistema que, a la vez, ancla en el contexto y cobra
independencia de él; también regula y equilibra (Martín Serrano, 1978) el comportamiento
humano situándolo en el terreno de la acción y convirtiéndolo en praxis intersubjetiva que
se pliega sobre el sujeto y, a la par, apunta hacia el otro y hacia el mundo; de igual manera,
tales nexos impiden que pasemos por alto que lo que sabemos del mundo y la cultura en la
cual vivimos es de algún modo una traducción o una versión cargada de efectos
significativos múltiples, recursivamente codificada, mediada de forma multimodal,
diseminada a través de discursos, enfocada desde puntos de vista infinitos que sintetiza y
sincretiza la diversidad de la experiencia humana.
17

Se introduce así la variedad semiótica y discursiva y se configura la intercultura como un


campo de paradojas, pleno de indicios, sincretismos y sincronías que generan lógicas de
adivinación o descubrimiento que, al hacerse efectivas en la práctica humana, abren
posibilidades de desarrollo y transforman lo que sabemos del mundo, sometiéndolo todo a
la transducción. En este caso, la paradoja despliega su poder sobre formas reales,
imaginarias y simbólicas e incorpora los problemas que afronta el sujeto cuando actúa
según valores en el intento de ordenar los saberes que se construyen sobre la base de
múltiples implicaciones que hacen de la vida un proceso permanente de transformación.

La transducción desarrolla, entonces, las posibilidades que le brindan la ambigüedad, la


circularidad, la mediación y la recursividad del lenguaje; este sistema mediador complejo,
organizativamente autocodificado, es informativamente abierto en cuanto produce, recibe y
transforma información de continuo. Esta relación supone que la verdad está atravesada por
sí misma, es propuesta por alguien y construida a partir de determinadas formas y desde
determinadas posiciones; de ser así, la cultura se multiplica y transforma gracias a nuestras
visiones y a nuestras prácticas lo que, sin duda, afecta a la educación.

En consecuencia, la maneras de conocer y actuar son eminentemente culturales en cuanto


tienen que ver con el lenguaje y su papel en el flujo de energía que mueve la realidad y que
cada cual percibe en interacción cultural con otros. Dentro de esos flujos, se construyen,
producen y reproducen mundos reales, imaginarios y simbólicos que, al ser formados, se
informan, transforman y deforman, estableciendo entre ellos la diversidad sin exclusiones,
donde lo que reina es el sentido y su profunda condición dialógica y refractaria, valorativa,
ideológica.

Esta unidad abierta y problemática, cuya totalidad obedece al acontecer organizativo de los
sistemas, es la base de la diversidad de lenguaje y cultura, la cual provee herramientas para
enfrentar la complejidad y provocar la construcción de discursos transdisciplinarios y
transversales, capaces de informar acerca de la naturaleza humana como una construcción
permanente cuyo sentido desborda siempre los límites de la transparencia del significado.
Si esto es así, todos los textos en que nos debatimos están condicionados por la cultura de
los grupos donde surgen y será papel de los discursos construir la identidad diversa y plural
de los sujetos enunciadores, configurar la diversidad de contenidos y saberes en su
trasfondo ideológico, conflictuar las posiciones de todos a través del diálogo, generar
diversas interpretaciones y mantenerlas abiertas mediante la argumentación.

Este universo cultural nos exige multiplicar la mirada y no perder de vista los diversos
modos de sentir, percibir, imaginar, pensar, actuar si es que queremos posicionarnos del
contexto donde nos ha tocado convivir. Ante todo, porque el lenguaje y la cultura son dos
formas del sometimiento humano, en lo cual coinciden Bajtín y Barthes. Para el primero, la
cultura es un profundo sobreentendido que condensa la experiencia humana; para el
segundo, el lenguaje es una legislación en cuyo código, la lengua, se confunden el
servilismo y el poder, de modo que solo se puede hablar de libertad por fuera del lenguaje.
18

Por eso, a quienes enseñan el lenguaje les queda como alternativa seguir el horizonte
trazado en la Lección inaugural de Barthes, porque:

…cuanto más libre sea esta enseñanza, más aún resulta necesario preguntarse en qué
condiciones y según qué operaciones puede el discurso desprenderse de todo querer-
asir. Este interrogante constituye para mí el proyecto profundo de la enseñanza que
hoy se inaugura (1978: 115) (énfasis mío).

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