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El nacionalismo vacunatorio no inmuniza

Mar 11, 2021

DARON ACEMOGLU

BOSTON – Pese al ritmo que van cobrando las campañas de vacunación en las naciones avanzadas, el fin
de la pandemia de COVID-19 todavía no está a la vista. Y por esta situación, Estados Unidos y otros países
ricos no pueden culpar a nadie sino a sí mismos.

Ya era evidente al menos desde el inicio del verano boreal de 2020 que incluso con acceso a vacunas
eficaces, la COVID-19 no terminará hasta que todos los países alcancen la inmunidad de rebaño, es decir,
cuando el porcentaje de personas que todavía puedan contagiarse sea tan pequeño que la enfermedad ya no
pueda difundirse. No basta que un solo país haya llegado a ese punto; mientras el virus siga circulando en
otras partes del mundo, se seguirán produciendo mutaciones aleatorias; algunas serán perjudiciales para el
virus, pero otras aumentarán su transmisibilidad o letalidad.

Esto también se sabía. De diciembre a esta parte se han identificado tres variantes muy contagiosas del virus
SARS-CoV-2. La cepa británica B.1.1.7 tiene una tasa de transmisión considerablemente superior (y es
posible que también sea más letal) y se está difundiendo rápidamente por Estados Unidos y Europa. Es
posible que la variante sudafricana B.1.351 sea todavía más contagiosa. Y la cepa brasileña P.1 puede ser
la más peligrosa de todas.

La aparición de nuevas variantes implica que incluso cuando el Reino Unido alcance la inmunidad de
rebaño (un objetivo que parece cercano con el ritmo de vacunación actual), los británicos todavía no estarán
a salvo. A menos que el RU se aislara por completo del mundo exterior (lo cual es básicamente imposible),
quienes viajen al extranjero traerán consigo al regresar nuevas variantes, algunas de las cuales tal vez
puedan eludir la protección conferida por las vacunas actuales.

Particularmente preocupante es la cepa P.1. Apareció en Manaos, donde a octubre del año pasado el
porcentaje de personas que se habían infectado era casi 80%, por encima del 60 o 70% que según la ciencia
debería conferir inmunidad de rebaño contra la COVID-19. Una inmunidad que es relativa, ya que cuantas
más infecciones haya, mayor será la posibilidad de que el virus desarrolle mutaciones; y de hecho, al
aparecer la cepa P.1 se abatió sobre Manaos una nueva ola de contagios, lo que implica que la inmunidad
contra el virus inicial no sirvió de protección contra la variante nueva.

Es verdad que una vez identificadas nuevas cepas existe la posibilidad de reprogramar las vacunas para que
no pierdan eficacia (es una de las ventajas de la tecnología de ARNm en la que se basan las vacunas de
Moderna y Pfizer-BioNTech). Pero esta flexibilidad es poco consuelo cuando una variante ya entró a un
país y obligó a imponer otra cuarentena a la vida económica y social, tras lo cual toda la población tiene
que hacer fila otra vez para recibir refuerzos.

Este panorama de epidemias recurrentes se podría evitar si el resto del mundo se vacunara en poco tiempo,
de modo de detener la difusión del virus y así limitar sus oportunidades de adquirir nuevas mutaciones.
Pero por el momento la vacunación universal parece imposible, porque no se están poniendo dosis
suficientes a disposición de los países en desarrollo. E incluso proveyendo los dos mil millones de dosis
previstos por el programa COVAX de la Organización Mundial de la Salud, sería extremadamente difícil
extender la vacunación a lugares remotos de África, Asia y Medio Oriente, por la falta de infraestructuras
sanitarias básicas y redes de transporte.
La nueva vacuna monodosis de Johnson & Johnson, que no necesita la logística de cadena de frío de las
vacunas basadas en ARNm, podría ayudarnos a librar esta batalla, pero lamentablemente, el nacionalismo
vacunatorio sigue poniendo obstáculos. Y el despliegue de las vacunas china y rusa tal vez permita producir
dosis suficientes para todo el mundo. Pero lo que falta es cooperación internacional.

Para poner fin a la pandemia es crucial coordinar la distribución mundial de las vacunas. Por ejemplo, es
evidente que las vacunas más eficaces se deberían administrar allí donde la difusión del virus es más rápida.
Otra complicación es que por el momento no hay datos confiables suficientes sobre las vacunas chinas. No
se puede descartar la posibilidad de que sean menos eficaces que otras y todavía permitan al virus
transmitirse y mutar con mayor facilidad en las poblaciones donde se hayan usado.

Pese a lo precario de la situación, los gobiernos e intereses empresariales de los países avanzados siguen
empecinados en proponer ideas malas, en vez de tratar de proveer más vacunas a los países en desarrollo.
La peor de esas ideas, que ahora está en estudio en Estados Unidos y en la Unión Europea, es el pasaporte
de vacunación para viajeros internacionales.

Ahora bien, dar a las personas vacunadas un documento que les permita acceder a espacios públicos
cerrados sería razonable, ya que alentaría a la gente a vacunarse. Pero con su énfasis excluyente en la
apertura de los viajes internacionales, en momentos en que por falta de vacunación universal el virus sigue
transmitiéndose y mutando, la propuesta de extender un pasaporte de vacunación es una idea pésima. Su
implementación no protegerá contra nuevas variantes como la P.1, ya que bastará un solo turista o viajero
de negocios rico, con pasaporte de vacunación y portador de una variante nueva, para iniciar una epidemia
en un país que creía haber alcanzado la inmunidad de rebaño.

Estos problemas se multiplicarán hasta que empecemos a tratar la pandemia como lo que es: una crisis
global. Sin cooperación internacional, la única alternativa para un país que logre vacunar a la mayoría de
su población será abandonar los principios más básicos de la globalización. Esto implica, como mínimo,
exigir a todos los viajeros internacionales (naturales del país o extranjeros, se hayan vacunado o no contra
las variantes conocidas) una cuarentena de dos semanas en un sitio vigilado.

Incluso esta medida básica daría un golpe enorme a la globalización. Pero mientras los países avanzados
sólo se preocupen por vacunar a sus poblaciones y no reconozcan la necesidad de cooperación global, les
aguardará un futuro de restricciones a los viajes internacionales.

Daron Acemoglu, Professor of Economics at MIT, is co-author (with James A. Robinson) of Why Nations
Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty and The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate
of Liberty.

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