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Alain de Benoist

Contra el liberalismo

'LA SOCIEDAD NO ES UN MERCADO5

Ediciones
Ins litas
A lain de Benoist

CO N TRA EL LIBERALISM O

Traducción y edición de
Jesús Sebastián Lorente

Ediciones
Insólitas

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Primera edición: junio de 2020

© Difusión de revistas y libros, S. L. U., 2020


©Alain de Benoist, 2020
© Éditions du Rocher, por la edición francesa, 2020

Traducciones de Jesús Sebastián Lorente y Esther Herrera Alzu


Con la colaboración de Elinactual.com

ISBN: 978-84-948825-9-3

Depósito Legal: M-32840-2019

Grupo Editorial Insólitas


Ramiro II, 6
28003 Madrid
editorial@edicionesinsolitas.com
www.edicionesinsolitas.com

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INDICE

ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
I. ¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?
II. COMUNITARIOS VERSUS LIBERALES
III. LIBERALISMO E IDENTIDAD
IV. LA FIGURA DEL BURGUÉS
V. CRÍTICA DE HAYEK
VI. DEMOCRACIA REPRESENTATIVA Y DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
VII. LIBERALISMO Y DEMOCRACIA
VIII. LA TERCERA EDAD DEL CAPITALISMO
IX. CONSERVAR ;EL QUÉ? LOS EQUÍVOCOS DEL CONSERVADURISMO
X. ¡TODOS PRECARIOS! EL TRABATO EN LA HORA DE LOS «HOMBRES QUE
SOBRAN»

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INTRODUCCIÓN

Cuando se afirma que el liberalismo es la ideología dominante


de nuestro tiempo, siempre encontramos buenos espíritus in­
dignados alegando, por ejemplo, el aumento del gasto público o
el nivel de las retenciones obligatorias en nuestros países. Pero
esto es ver el problema a través de unos pequeños anteojos.
Una sociedad liberal no es exactamente lo mismo que una eco­
nomía liberal. Es, sin embargo, una sociedad donde domina la
primacía del individuo, la ideología del progreso, la ideología de
los derechos humanos, la obsesión por el crecimiento, el lugar
desproporcionado que tiene el valor mercantil, la sujeción del
imaginario simbólico a la axiomática del interés, etc. Principal
heredero de la filosofía de la Ilustración, que afirma la supre­
macía de la razón, estableciéndola como un principio universal
al que todos los hombres tienen acceso naturalmente, el libera­
lismo ha adquirido un alcance mundial desde que «la globaliza-
ción ha instituido al capital como el auténtico sujeto histórico
de la modernidad capitalista, y al valor como norma universal
de regulación de las prácticas sociales»!11. Está en el origen de la
mundialización, que no es más que la transformación del pla­
neta en un inmenso mercado. Inspira lo que hoy se llama el
«pensamiento único». Y, por supuesto, como cualquier ideología
dominante, es también la ideología de la clase dominante.
El problema, cuando hablamos de liberalismo, es que entra­
mos en la trampa de las palabras. Si por «liberal» entendemos
un espíritu abierto, tolerante, partidario del libre examen y de
la libertad de juicio, o bien incluso hostil a la burocracia y al
asistencialismo, como al estatalismo centralizador e invasor,
el autor de estas líneas no tendría, evidentemente, ninguna
dificultad para adoptar, por su cuenta, este término. Pero el his­
toriador de las ideas sabe muy bien que tales acepciones son
triviales. El liberalismo es una doctrina filosófica, económica y
política, y como tal, evidentemente, debe ser estudiado y juz­
gado.
La vieja división derecha-izquierda es, al respecto, de poca
utilidad. Como recuerda Jean-Claude Michéa, los liberales «cons­
tituyeron, durante toda la primera mitad del siglo XIX, el ala
mercantil de la izquierda original».^ Solo más tarde el libe­

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ralismo se encontrará desplazado hacia la derecha -al mismo
tiempo, por otra parte, que la ideología del progreso-, al menos
en la Europa continental, puesto que, en los Estados Unidos, los
«liberales» siguen siendo vistos como «izquierdistas». Mientras
que, en Europa, los «liberales» -que pueden ser «de derechas» o
«nacional-liberales»- se definen, ante todo, como partidarios de
la economía de mercado y del librecambio, en los Estados Uni­
dos el «liberalismo» tiene, en efecto, un sentido exclusivamente
político y se refiere únicamente a la doctrina de la libertad
individual, del gobierno limitado y del contrato social. Los «libe­
rales» pueden, entonces, ser considerados como los adversarios
de izquierda de los conservadores, lo que no es el caso, general­
mente, en los países europeos.
Es, por otra parte, evidente que existe, en el seno del libe­
ralismo, un gran número de autores y de corrientes diferen­
tes: liberalismo «clásico» y liberalismo «moderno», liberalismo
continental europeo y liberalismo anglosajón, liberalismo
«evolucionista» y liberalismo «racionalista», etc. Igual que se
ha podido distinguir, incluso oponer, entre liberalismo político
y liberalismo económico, algunos han identificado dos grandes
y principales corrientes, una que iría de Burke a Hayek, y
otra de Locke a los libertarianos americanos^. Otros prefieren
distinguir entre aquellos que ven en el liberalismo el estable­
cimiento de principios universales y aquellos que ven en él un
medio de coexistencia pacífica, o bien entre aquellos que son
hostiles a la regulación estatal en nombre de la eficiencia eco­
nómica y aquellos que le son hostiles en nombre de la libertad.
Otros, además, especialmente sensibles a ciertas evoluciones
actuales, oponen el «neoliberalismo» al liberalismo clásico141.
No entraremos aquí en este abundante debate, que es cierta­
mente apasionante, pero que no es el objeto de este librobf
Los textos aquí reunidos tampoco tienen por objeto discutir
los buenos fundamentos de tal o cual argumentario económico
liberal, ni siquiera evaluar los méritos del librecambio o del
proteccionismo (aunque se comparen, confrontándolos, ambos
sistemas), ni el interés de la «fíat tax>M, ni la necesidad de
disminuir el alcance del gasto público. Tampoco es un cues-
tionamiento de autores de primer plano, como Tocqueville o
Raymond Aron -respecto a los que la etiqueta de «liberal» no es

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suficiente para definirlos. Es, más bien, un trabajo de filosofía
política que se esfuerza en ir a lo esencial, al corazón de la ideo­
logía liberal, a partir de un análisis crítico de sus fundamentos,
es decir, de una antropología esencialmente fundada sobre el in­
dividualismo y el economicismo. Como el teólogo John Milbank,
nosotros pensamos, en efecto, que el liberalismo es, en primer
lugar, un «error antropológico». Esta es la razón por la que
hablamos de liberalismo (y no de «ultraliberalismo», fórmula
equívoca que podría hacer pensar que el liberalismo sería acep­
table en tanto no cayera en ciertas exageraciones) para designar
esta ideología y para hablar también de su correlato natural: el
capitalismo.
La cultura del narcisismo, la desregulación económica, la reli­
gión de los derechos humanos, el colapso de lo comunitario, la
teoría de género, la apología de los híbridos de cualquier natura­
leza, la emergencia del arte contemporáneo, la telerrealidad, el
utilitarismo, la lógica del mercado, la primacía de lo justo sobre
el bien (y del derecho sobre el deber), la libre elección subjetiva
erigida en regla general (el libre albedrío), el gusto por la basura,
el reinado de lo desechable y de lo efímero programado, todo
esto forma parte de un sistema contemporáneo en el que, bajo
la influencia del liberalismo, el individuo se ha convertido en el
centro de todo y ha sido erigido en criterio de evaluación uni­
versal. Comprender la lógica liberal es comprender lo que liga a
todos estos elementos entre sí y los hace derivar de una matriz
común.
El liberalismo, por sí solo, no resume la modernidad, pero
es su representante más ilustre («la forma más coherente del
proyecto moderno, dice Michéa, pero no su forma exclusiva»).
Con frecuencia, la modernidad ha sido descrita como la época
en la que el modo de vida heterónoma cede el lugar al modo
de vida autónoma, es decir, como el momento en que se pasa
de una sociedad donde los comportamientos estaban normali­
zados por un elenco de creencias y tradiciones a otra sociedad
donde el hombre se concibe como potencia libre para crearse
exclusivamente a partir de sí mismo. Esta concepción contiene
una parte evidente de verdad, pero encuentra también rápida­
mente sus límites, porque la modernidad no ha terminado con
ciertas dependencias y obligaciones más que para sustituirlas

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por nuevas formas de alienación: explotación del trabajo, su­
jeción a la ley del valor, transformación del sujeto en objeto,
soledad en la multitud, absurdidad del trabajo forzoso, colapso
de la vida interior, inautenticidad de la existencia, condicio­
namiento publicitario, tiranía de la moda, desaparición de la
intimidad, judicialización generalizada, falsedades mediáticas,
control y vigilancia social, reino de lo políticamente correcto,
etc.
La modernidad se comprende mejor cuando vemos el mo­
mento en que la sociedad ya no se sitúa en primer lugar, sino
que es el individuo el considerado como precedente de todo
hecho social, el cual no sería sino un simple agregado de vo­
luntades individuales. Considerado como un ser fundamental­
mente independiente de sus semejantes, el hombre es redefinido
paralelamente como un agente que busca permanentemente
maximizar su mejor interés, adoptando así el comportamiento
del comerciante negociador en el mercado (homo ceconomicus).
Este giro sin precedentes es precisamente el hecho generador del
liberalismo. «La historia europea moderna, en su eje fundamen­
tal, puede resumirse en esta fórmula: la concretización del indi­
viduo abstracto», observa Marcel Gauched^. En este sentido no
es exagerado hablar de revolución individualista, una revolución
que debe apreciarse, evidentemente, en el largo plazo, porque no
solamente afecta a la sociedad, sino que también transforma las
personalidades, las costumbres y las mentalidades.
El individualismo legitima los comportamientos egoístas^,
pero sería un grave error concebir esto como un simple sinó­
nimo de egoísmo, o de reducirlo al egocentrismo, al narcisismo
de los egos. Hay un individualismo anarquista, e incluso un
individualismo aristocrático, pero el sentido pleno del término
individualismo del que aquí hablamos está, en primer lugar,
vinculado al ascenso de las clases y los valores burgueses. El in­
dividuo, además, no es la persona, y el individualismo no se co­
rresponde con un mayor reconocimiento de aquella.
Marcel Gauchet ha mostrado claramente la diferencia entre
la individuación biopsíquica y la individualización social. Las
sociedades antiguas, donde la legitimidad se basaba en creen­
cias, costumbres compartidas y tradiciones ancestrales, eran
sociedades sin individualización social, lo que no impedía

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que las personalidades individuales se afirmaran de forma
eminente. «Las sociedades sin individualismo implican una
fuerte individuación, escribe Gauchet, mientras que el indivi­
dualismo, tal y como lo conocemos, hace muy problemática la
individuación».
En tanto que componente estructural de la modernidad, la
individualización social es indisociable del surgimiento del dis­
curso de los derechos, en la medida en que, para el liberalismo,
el hombre se define, ante todo, como un portador de derechos,
partiendo de que el derecho no reconoce más que a indivi­
duos iguales. El liberalismo se funda sobre la convicción de
que existen derechos individuales fundamentales e inalienables
que son, a la vez, anteriores y superiores a cualquier institu­
ción humana, y que el primero de estos derechos es el derecho
a perseguir libremente su mejor interés. Estos derechos son,
evidentemente, puramente formales (el derecho al trabajo no
concede automáticamente un empleo), pero éste no es el punto
importante, sino el siguiente: el derecho fundamental es, sobre
todo, el derecho a tener derechos. La sociedad de individuos es,
a la vez, una sociedad cuyos individuos constituyen, en última
instancia, el único y último componente (el átomo social indi­
viso) y una sociedad cuya legitimidad se basa exclusivamente en
el derecho: «La sociedad producida por los individuos es la so­
ciedad encargada de producir a los individuos que la componen,
dándoles los medios para conducirse en tanto que individuos».
Decir que el hombre posee derechos en tanto que hombre im­
plica, en efecto, que ser hombre se define por detentar derechos:
una sociedad de individuos es una sociedad donde el individuo
portador de derechos es la única fuente de legitimidad, porque
solo es considerado como auténticamente humano el individuo
separado titular de derechos. Es la razón por la cual, en tal
sociedad, los modos de afirmación comunitaria, incluso cuando
no tienen nada de convulsivos, son percibidos enseguida como
patológicos. Es también la razón por la que los restos de estruc­
turas colectivas no contractuales, como la familia, están en per­
manente deslegitimación^l.
Para los liberales, la soberanía de los individuos reposa, en
primer lugar, sobre la propiedad que tienen de sí mismos: es en
la medida en que se poseen a sí mismo de donde deriva que

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tienen derecho a no ser «poseídos» por ningún otro, es decir,
a no ser, por principio, dependientes de nadie. Es el principio
mismo de la teoría del individualismo posesivo que define al ser
humano como propietario de sí mismo. En un libro ya clásico,
Crawford Brough Macphersonü^l muestra claramente que el de­
recho de propiedad en la doctrina liberal no es más que la expre­
sión secundaria de esta propiedad de sí mismo, la cual plantea
que el hombre no posee la cualidad de hombre más que si es
independiente de la voluntad de los demás y no se encuentra,
en modo alguno, endeudado con sociedad ni persona alguna,
respecto a su personalidad, sus facultades y sus elecciones. Esta
teoría sostiene la idea de que el hombre es, ante todo, lo que elige
libremente ser, que es completamente dueño de sus elecciones
y que se construye a sí mismo, no a partir de algo o de alguien,
sino a partir de la nada.
Las consecuencias son considerables. Dado que las únicas ac­
ciones sociales legítimas son las que se fundan sobre la voluntad
de los individuos, todo contrato se basa en un cálculo implí­
cito o explícito del interés respectivo de los contratantes. Los
derechos individuales pueden, por esta razón, oponerse a cual­
quier obligación social y a cualquier imperativo político. «Un
individuo que se define puramente por los derechos que ostenta
originariamente, por el solo hecho de su existencia, constata
nuevamente Marcel Gauchet, es un individuo que no debe nada
a la sociedad. Tiene su libertad frente a ella. Tiene, por supuesto,
capacidad para influir sobre sus decisiones y, si lo desea, puede
participar en la vida colectiva y jugar su papel en ella. Pero nada
puede obligarle a ello». En nombre de las prerrogativas indi­
viduales, el derecho puede en rechazo de todo poder y de todo
límite. «Es así, escribe Pierre Manent, que en nombre del prin­
cipio de los derechos humanos se quiere prohibir a las naciones
hacer las leyes que juzguen eventualmente útiles y necesarias
para preservar o fomentar la vida y la educación comunes que
proporcionan a cada una de ellas su peculiar fisonomía y su
razón de se r» .^
Siendo el individuo propietario de sí mismo, cada cual debe
ser completamente libre de elegir sus preferencias, siempre y
cuando no obstaculice esa posibilidad para que los demás hagan
lo mismo. La concepción liberal del derecho individual se re­

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sume en esta fórmula: en tanto que yo no pretendo impedir a los
otros que hagan lo mismo, yo tengo el derecho de hacer conmigo
todo lo que me plazca (drogarme, vender mis órganos, alquilar
mi útero, trabajar el domingo, desheredar a mis hijos, etc.). No
tengo, por principio, ninguna regla colectiva que respetar, y nin­
gún poder público puede ordenarme que sacrifique mi vida por
cualquier causa. El derecho de propiedad de sí mismo no tiene,
pues, ninguna consideración del carácter loable o degradante
del uso que pretendemos hacer de nosotros mismos. Del mismo
modo, con todo el rigor liberal, no hay forma de limitar la
financiación de las campañas electorales por parte de empresas
privadas o grupos de presión industriales, ni de oponerse al trá­
fico de drogas ni, como señala irónicamente Michael J. Sandel,
de poner objeciones al canibalismo consentido entre adu lto s^
...L a noción de sociedad política desparece así ante la de «socie­
dad civil», lo que es perfectamente lógico, puesto que la sociedad
civil no es más que una adición de intereses privados, y no una
comunidad política a la cual los ciudadanos deban lealtad para
hacer el bien común. El resultado es el constata Pierre Manent:
el reino indiviso de los derechos individuales pone automática­
mente en peligro de desaparición la idea del bien común.
Al mismo tiempo, se ilumina la concepción liberal de la
libertad. El liberalismo, por supuesto, no es sinónimo de liber­
tad, igual que el igualitarismo no es sinónimo de igualdad, el
comunismo sinónimo de bien común o el humanismo de la hu­
manidad. El liberalismo no es la ideología de la libertad, sino la
ideología que pone la libertad al servicio del individuo. La única
libertad que proclama el liberalismo es la libertad individual,
concebida como la liberación frente a todo lo que exceda del
individuo.
En octubre de 1841, en una carta dirigida a John Sterling, el
joven John Stuart Mili ya definía el liberalismo como la doctrina
«que está a favor de permitir a cada hombre ser su propio guía
y soberano» y «actuar exactamente de la manera que considere
mejor para él».!!1! «Un hombre no puede ser legítimamente obli­
gado a actuar, o a abstenerse de actuar, con el pretexto de que
sería bueno para él, de que le haría más feliz o de que, desde el
punto de vista de los demás, actuar de esta manera sería sabio
o incluso justo... Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente,

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el individuo es soberano, diría incluso más tarde, en uno de los
pasajes más conocidos de su libro Sobre la libertad (1859). Esta
visión es común a todas las tendencias liberales. «Un grupo no
puede ser liberado, escribe L. Susan Brown. No puede, como
grupo, ejercer su libertad, solo los individuos pueden ser li­
b res».^ «Los liberales niegan la idea de que el orden social sea
constitutivo de la libertad individual»^, añade Jeremy Wald-
xon. Desde el punto de vista liberal, «ni el bien de la colectividad,
ni el de la patria, ni de ningún otro valor, podrían justificar la
restricción de la libertad».^
Los liberales, sin embargo, enfatizan con insistencia que la
contrapartida de la libertad es la responsabilidad, pero está claro
que, en materia ética, no pueden, sin contravenir sus principios,
desarrollar la menor concepción del bien. Léon Walras, en sus
Elementos de economía pura (1874), ya decía que, desde el punto
de vista de la economía liberal, «no hay necesidad de tener en
cuenta la moralidad o inmoralidad de la necesidad a la que
responde la utilidad de la cosa y que ella permite satisfacer».
El elogio del egoísmo alcanza cotas casi caricaturescas en Ayn
Rand, ídolo de los libertarios, que llega incluso a afirmar que «el
altruismo es incompatible con la libertad».^
El principio de igual libertad se funda también sobre la pri­
macía del individuo, en la medida en que ya no se le considera
como un ser político y social, sino como un átomo que no está,
por naturaleza, intrínsecamente ligado a ningún otro. «Solo
los seres concebidos como independientes pueden considerarse
como semejantes, puesto que tal es el alma de la igualdad... La
independencia individual reconocida a los individuos significa
que no hay más legitimidad que la que deriva de los derechos
que ellos detenta por razón de su igual y primigenia libertad».^
El vínculo social, ahora, depende totalmente del sistema con­
tractual. El liberalismo afirma, de hecho, que todo puede ser
negociado-salvo la libertad individual, que por naturaleza no es
negociable (siendo entonces la paradoja que solo puede garan­
tizarse la libertad individual a condición de que todos estén de
acuerdo en considerarla como un valor esencial, lo que rara­
mente es el caso).
Pero el principio de indiferencia no solo se ejerce en el
dominio moral. La primacía del individuo abstracto opera tam-

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bien en el sentido de una neutralización generalizada, de la
expansión de lo neutro implementada por la ideología de lo
«mismo» a costa de las diferencias. Borra las singularidades
colectivas entre los pueblos y las culturas, igual que relativiza
las diferencias de sexo, porque los individuos de derecho están
desprovistos de caracteres sexuados: «El orden de las priorida­
des se invierte. Se supone tácitamente que somos, en primer
lugar, individuos abstractamente idénticos y, a continuación,
accesoriamente, seres de sexo femenino o masculino».!1^ Como
bien escribe Laurent Fourquet, «ir siempre más lejos en la neu­
tralización del hombre: lo que significa arrancar del conjunto de
hombres concretos sus particularidades no racionales, para que
los hombres se asemejen, cada vez más, a ese hombre único e
ideal que, en la doxa humanista, es el único llamado a poder go­
bernar racionalmente un mundo racional».^
Del mismo modo que el proteccionismo no es la autarquía, la
autonomía no debe confundirse con la independencia. La pri­
mera responsabiliza, la segunda separa. Los liberales se enor­
gullecen de emancipar al hombre y hacerle así más autónomo.
No ven que la autonomía no reside en el hecho de separarse de
sus semejantes, sino en la capacidad de pensar y de actuar por
sí mismo sin, no obstante, suprimir toda relación con los otros
(es, en este sentido, por ejemplo, que oponiéndose al «escla-
vismo del asalariado», los primeros socialistas combatían por
la autonomía del proletariado). El liberalismo pretende aspirar
a la autonomía, pero, de hecho, es la independencia de los in­
dividuos, entre ellos, lo que convierte en un ideal. La iniciativa
individual no es fecunda sino cuando está encuadrada por re­
glas colectivas, pues la interacción de los egoísmos estimula la
rivalidad mimética y el deseo de eliminar a los competidores,
al mismo tiempo que aumenta las desigualdades, en mucha
mayor medida de lo que favorece la autonomía de los agentes.
Así como la libre competencia conduce inevitablemente a la
formación de oligopolios y monopolios, la libertad abstracta
entraña el aumento de las desigualdades e incrementa las in­
fluencias de clase. «El mercado no puede emancipar a los seres
humanos más que siguiendo sus propias leyes», por retomar la
bella fórmula de Guy Debord, según la cual «la economía trans­
forma el mundo, pero solo en el mundo de la economía». En la

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sociedad liberal, el hombre no se emancipa, ni se hace más au­
tónomo, sino que se transforma en mónada, se atomiza.
«Para los griegos, explica Pierre Manent, la naturaleza es lo
que nos liga, nos conecta, nos reúne... Para nosotros, los moder­
nos, es lo contrario: la naturaleza es lo que nos separa, porque
somos individuos naturalmente separados». De ahí la paradoja
del lema moderno de la «convivencia multicultural» sobre la
«exclusiva base de un principio que es estrictamente separador
y disociativo»: «Deseamos rehacer el vínculo social y rechaza­
mos la única idea que podría dar sentido y contenido a este
vínculo: esa naturaleza humana asociativa en la cual encontra­
mos los bienes y los fines».!211
La libertad liberal no es, evidentemente, la única forma posi­
ble de concebir la libertad. Sabemos ya, desde Benjamin Cons-
tant, todo lo que opone la libertad de los Antiguos, entendida
como la facultad de poder participar en la vida pública, a la
libertad de los Modernos, definida como el derecho a liberarse
de ella. Otra manera de comprender la libertad es la republicana
o neorrepublicana, designando aquí estos términos la tradición
política que va de Tito Livio y Maquiavelo hasta James Ha-
rrington, hasta llegar a autores como Quentin Skinner y John
Pocock!221. Si, para los liberales, la libertad se define como lo que
escapa a toda interferencia susceptible de obstaculizar las elec­
ciones individuales, para los republicanos la libertad se define
como «no-dominación» y no se limita nunca, por principio, a la
esfera individual: no puedo ser libre si la comunidad política a la
que pertenezco no lo es. Esta concepción, que concibe a la socie­
dad como un campo de fuerzas cuyo itinerario nunca se da por
adelantado, implica evidentemente la primacía de lo político, lo
único capaz de imponer y garantizar la libertad de un pueblo o
de un país. La libertad republicana va a la fuente de la socie­
dad en tanto que tal, mientras que la libertad liberal la ignora
totalmente.
Es precisamente en esta corriente neorrepublicana que se ins­
cribe el sociólogo Michel Freitag, a quien debemos una crítica de
fondo de la libertad liberal, cuyo principal mérito es el de religar
directamente la noción de libertad con la del imaginario simbó­
lico1211. Freitag, precisa Daniel Dagenais, «aclara, para empezar, y
contra toda la tradición filosófica estrechamente moderna, todo

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lo que la libertad debe a las condiciones primordiales, por arrai­
gada que esté en la autonomía de la vida. Además, si la libertad
se hace posible por la apertura que permite el acceso a lo simbó­
lico, si por tanto constituye un atributo humano por excelencia,
Freitag no deja de insistir en el arraigo histórico sustancial de lo
simbólico en las formas concretas de sociedad».!^]
La libertad no viene, en efecto, del imperio de las ideas puras.
No es una abstracción, sino que, por el contrario, siempre está
concretamente situada. Interrogarse sobre la libertad es, en pri­
mer lugar, preguntarse, a la vez, por sus límites (una libertad
incondicionada está totalmente vacía de sentido) y por sus con­
diciones de posibilidad —y reconocer, a continuación, que se
crea y se mantiene, ante todo, por la acción histórica y política,
y que en este sentido no es tanto un asunto de justicia, en el
sentido jurídico del término, como un asunto de opción política
y de voluntad. «El sujeto, escribe Freitag, no puede emanciparse
al mismo tiempo de todos sus anclajes particulares sin despo­
jarse de su íntima humanidad y de todo lo que en ella, y a través
de ella, es accesible y apropiable de manera concreta».^ Esto
significa que, como en Hannah Are(N. d. T.), la libertad no debe
fundarse sobre el individuo, sino sobre la relación social por la
cual se construye el mundo: toda libertad es la manifestación de
una forma de ser concreta que la supera ampliamente.
Sin embargo, para el liberalismo, el hombre, lejos de estar
constituido como tal por sus vínculos con los demás, debe ser
pensado como un individuo desvinculado de toda pertenencia
constitutiva, es decir, fuera de todo contexto cultural o sociohis-
tórico. El liberalismo no opone tanto la libertad a la prohibición
o a la dominación como a la determinación que haría que el
individuo no fuera completamente libre en sus elecciones. La
libertad liberal rechaza, de entrada, toda determinación, espe­
cialmente aquellas que derivan del anclaje histórico o de la
pertenencia cultural, no elegidas voluntariamente. Reposa, en
este sentido, sobre lo que Jacques Dewitte ha llamado la «nega­
ción de lo que ya existe».!^ John Rawls, por ejemplo, explica que
la elección de la forma de implementar la justicia debe hacer
bajo un «velo de ignorancia» haciendo abstracción de todos los
factores contingentes de la identidad individual (pertenencia
etnocultural, situación social, sexo, etc.). De ahí resulta que lo

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que es presentado como programa de emancipación frente a
todo lo que podría obligarnos a ser cualquier cosa, desemboca,
en realidad, en la explosión de las subjetividades y en el choque
de egos. Alasdair Maclntyre recuerda que, «desde un punto de
vista individualista [...] yo soy lo que elijo ser».^d Esta es la
razón por la cual es difícil también tener en cuenta, en el len­
guaje del individualismo moral, los sentimientos de obligación
que podamos sentir, cuando no los hemos elegido, hacia nues­
tra familia, nuestra comunidad, nuestro país, nuestro pueblo,
etc. Desde un punto de vista liberal, estos sentimientos ligados
a una pertenencia que se sitúa por encima de nosotros mismos,
son ilusorios, no tienen razón de ser porque carecen de sentido.
«Uno de los problemas filosóficos a los que se enfrenta nece­
sariamente un Estado liberal, escribe Jean-Claude Michéa, pro­
viene del hecho de que excluye, por definición, cualquier noción
de devoción a su comunidad de pertenencia y, a fortiori, cual­
quier idea de sacrificio (a imagen, por ejemplo, del resistente).
Cuando la «patria está en peligro», el Estado liberal no puede
entonces contar con ninguno de sus ciudadanos para asegurar
su defensa poniendo en peligro su vida».^l Michéa señala tam­
bién que el lema liberal «ni patria, ni frontera», complemento
natural del «dejar hacer, dejar pasar», parece haber aparecido
por primera vez en 1777, en un libro del fisiócrata Guillaume-
Francois Le Trosnem^l. Por lo tanto, el liberalismo no tiene
fundamentalmente nada que objetar al mundialismo, en tanto
que éste está en consonancia con su universalismo intrínseco (el
individuo-universalismo) y que contribuye, por definición, a la
limitación de las soberanías políticas nacionales.
Ernest Renán decía que una nación es un alma, un principio
espiritual. Para el muy liberal Bertrand Lemennicier, miembro
de la sociedad Mont-Pelerin y vicepresidente de Asociación por
la libertad económica y el progreso social, la nación no es, por
el contrario, nada más que un «fetiche político inencontrable»,
un «concepto sin contrapartida en la realidad», una «represen­
tación de algo que no existe». Francia, escribe, «es simplemente
un agregado de seres humanos [...] ¿Cuál puede ser el compor­
tamiento propio de un grupo si no es el comportamiento de
los miembros que componen ese grupo? ¿Cómo una sociedad
puede tener valores o preferencias independientemente de las

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de sus miembros que la constituyen? No tiene nada de esto
[...] No debemos confundir el sentimiento de pertenencia. No
se pertenece a una nación, a un territorio o a un Estado, que
son inexistentes, sin alienar su libre arbitrio y su condición
de ser humano en tanto que ser humano» [sic]. No se plan­
tea, desde ese momento, que sea necesario, en ciertas circuns­
tancias, morir por defender la patria: «No podemos sacrificar
nuestras vidas a una abstracción que no tiene existencia en
sí misma».!^l El autor, como puede verse, no se pregunta, ni
por un instante, si los derechos inalienables que atribuye a los
individuos no son, ellos mismos, abstracciones que no tienen
existencia en sí mismos. Pero las cosas, al menos, se dicen cla­
ramente.
También es significativa la posición de la mayoría de los
liberales sobre la cuestión de la inmigración. El liberalismo
aborda esta cuestión en una óptica puramente económica: la
inmigración se resume en un aumento del volumen de mano
de obra y de la masa potencial de consumidores gracias a los
individuos que vienen de otros lugares, lo que, en cualquier
caso, es positivo. Se justifica, además, por el imperativo de la
libre circulación de las personas, los capitales y las mercancías,
y permite también ejercer una presión a la baja sobre los sala­
rios de los autóctonos. Un millón de extraeuropeos se instalan
en Europa, pues solo es un millón de individuos que vienen
a sumarse a otros millones de individuos. El país de acogida,
considerado como un simple agregado de individuos, alberga
a un cierto número de agentes económicos suplementarios. Se
razona así como si los hombres fueran intercambiables —lo
que efectivamente son si solo se tiene en cuenta la dimensión
económica y contable de las cosas— olvidando de paso, como
lo recuerda con razón el historiador Gilíes Richard, que «el in­
menso crecimiento de las desigualdades a escala planetaria en
razón del neoliberalismo triunfante es lo que provoca las olea­
das migratorias ».i2il
Para un liberal como Joseph Carens, la inmigración no debe
ser regulada, porque esto violaría el principio liberal según el
cual no se puede aceptar la utilización de los aspectos contin­
gentes de la identidad de los individuos, comenzando por su
origen o su pertenencia sociocultural, para legitimar el «trato

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desigual». El estatuto de ciudadano, estando generalmente de­
terminado por elementos contingentes, debe ser considerado
como arbitrario!^. John Ramis considera también que cada
cual debe ser libre para instalarse allí donde desee. Esta es tam­
bién la posición de los libertarianos (Murray Rothbard, David
Friedman, Tibor R. Machan), para quienes cualquier regulación
de la inmigración atentaría contra la soberanía de los indivi­
duos!11!.
Milton Friedman, por su parte, consideraba que la mejor
manera de acabar con la inmigración sería desmantelar comple­
tamente el Estado-providencia, lo que tendría por efecto acabar
con las prestaciones sociales. Friedman olvida, sin embargo, que
en este caso las primeras víctimas serían precisamente las capas
sociales más pobres de la población autóctona. No veía, además,
que para la mayoría de los inmigrantes el elemento más atrac­
tivo no son tanto las prestaciones sociales como la diferencia
salarial entre el país de origen y el país de acogida114!. En cuanto
al economista liberal Gary Becker, éste encontró una solución
perfectamente acorde con su utilitarismo, proponiendo, simple­
mente, hacer pagar a los inmigrantes una tasa de entrada en una
cantidad por determinar, lo que conllevaría la ventaja de que
entrasen solo los más ricos, medida de control de precios que
hace pensar irresistiblemente en el «derecho a contaminar» que
algunos economistas proponen hacer pagar a las empresas mul­
tinacionales más ricas111!.
Los comunitaristas, por el contrario, reconocen que el Estado
tiene el derecho, y a veces el deber, de reglamentar, de restrin­
gir o de prohibir la inmigración por la razón de que, pasado
un cierto umbral, socava los hábitos culturales, los modos de
vida, en resumen, las costumbres de la población de acogida,
con riesgo sobre su identidad y la amenaza de desestabilizar su
cohesión social, reposando esta última, en gran parte, sobre la
confianza que los socios se depositan mutuamente, la cual es
ampliamente dependiente de la posibilidad de reconocerse en
sus vecinos y de identificarse con ellos!11!.
El liberalismo, como hemos visto, rechaza la idea de que hay
cosas o valores que pueden considerarse intrínsecamente bue­
nos, incluso cuando muchos individuos las acepten. El Estado
liberal se abstiene, por principio, de todo juicio concerniente a la

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forma en que la gente elige vivir. No tiene que decidir entre las
concepciones concurrentes en materia de moral, no debe contri­
buir a dar un sentido a la existencia, no tiene que fomentar cier­
tas actitudes y desincentivar otras —salvo si unas u otras vie­
nen a contradecir los derechos de los demás. El gobierno, señala
Robert Nozick, debe ser «escrupulosamente neutral frente a sus
ciudadanos».!1^ Originariamente, el liberalismo esperaba poder
pacificar la sociedad y poner término a las guerras de religión,
atribuyendo al Estado una posición de neutralidad axiológica
fundada sobre los mecanismos impersonales del derecho y del
mercado. La idea subyacente era que las pasiones y los valores
no pueden, atizando los conflictos, más que dividir a la sociedad,
mientras que el «dulce comercio», alimentado por el egoísmo
racional y por la sola persecución de intereses privados, era in­
trínsecamente pacificador. Sin embargo, podemos pensar que,
en esa época, el liberalismo todavía estaba preocupado en no
deteriorar de forma irremediable el tejido social. No podía darse
cuenta de que la desafección de los poderes públicos en materia
de normas y costumbres había conducido a una desvinculación
social todavía más formidable, porque ninguna sociedad puede
mantenerse sobre la única base del contrato jurídico y del inter­
cambio mercantil.
Esta neutralidad era, por supuesto, ampliamente ficticia y
artificial, y en gran medida artificial, y no pueden asimilarla
a un puro relativismo: incluso si la consideran legítima como
opinión, ningún liberal puede estimar una proposición liberal
y una proposición antiliberal son del mismo valor. Al libera­
lismo, además, le resulta difícil considerar todos los valores
como iguales, puesto que hace de la libertad individual un
valor supremo. Cuanto es atacado, no duda en defenderse —y,
con el pretexto de exportar sus principios a todo el mundo, no
renuncia a las guerras preventivas. Vemos aquí los límites de su
«pluralismo». Contrariamente a las apariencias, la neutralidad
no favorece el pluralismo, sino la destrucción de las referencias
y el desvanecimiento del sentido que otorga la vida colectiva.
Para Aristóteles, la justicia consiste en atribuir a cada cual lo
que se merece (lo que implica determinar quién merece qué);
para el liberalismo, ello consiste en asegurar que todos disfru­
tan de iguales derechos. Son las dos concepciones diferentes

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de la justicia, la primera ordenada al bien, mientras que la
segunda es indiferente respecto a los fines. Toda la cuestión
consiste, entonces, en saber si los derechos de los que habla
el liberalismo pueden ser justificados solamente por la «jus­
ticia», es decir, sin presuponer la menor concepción del bien.
Aquí, lo que frecuentemente no se ve, es que el Estado liberal,
en razón precisamente de la neutralidad axiológica que reivin­
dica, no puede, de ninguna manera, limitarse a sí mismo. «No
puede completarse realmente más que como derecho a tener
derechos, extensible hasta el infinito [...] La cuestión de saber
cómo acordar libertades rivales en un mundo de individuos
supuestamente egoístas se convierte (desde entonces) en algo
insoluble filosóficamente. Esta es la razón por la que, bajo la
gestión liberal de las sociedades, la guerra de todos contra
todos está destinada a extenderse indefinidam ente».^
La neutralidad política frente a las diferentes concepciones
del bien está también en el corazón de la lógica del mercado, que
no comporta, evidentemente, ningún juicio sobre las preferen­
cias que satisface, tal y como está en el fundamento jurídico del
liberalismo doctrinal. Sin embargo, la «neutralidad» del mer­
cado no es más que aparente, porque existen muchas circuns­
tancias en las que el intercambio mercantil modifica incluso
hasta la naturaleza del propio bien intercambiado (pensamos,
por ejemplo, en la venta de los «derechos para contaminar», o en
la simple transformación de un bien particular en objeto de con­
sumo). Además, tiene consecuencias gravísimas tanto desde un
punto de vista político y sociológico como antropológico, puesto
que pretendiendo hacer abstracción de todas las convicciones
éticas, filosóficas y religiosas de los miembros de la sociedad, y
haciendo de la igualdad de las libertades individuales el único
fundamento legítimo de la justicia, rompe con la idea tradicio­
nal según la cual el bien público común pasa, ante todo, por una
toma en consideración de las concepciones del bien en el debate
político. ¿Cómo extrañarse, desde ese momento, de la incapaci­
dad de las sociedades liberales para legislar, de forma coherente,
sobre las «cuestiones sociales» (bioética, procreación asistida,
matrimonio homosexual, inmigración, etc.) que implican inevi­
tablemente un juicio en términos de moralidad sustancial?

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Es a la luz de lo anterior que podemos entender la naturaleza
exacta del capitalismo que, lejos de ser un mero sistema eco­
nómico, vinculado a la propiedad privada de los ingresos y de
los capitales, es un «hecho social total» (Marcel Mauss) del que
deriva la forma fetichista que toman las relaciones sociales en
las sociedades liberales. La sociedad de los individuos es natu­
ralmente una sociedad de mercado, porque la ilimitación del
deseo y la inflación de los derechos responden a la ilimitación
que es el principio mismo de la reproducción del capital. El
«hombre económico» se dirige a maximizar su interés como la
Forma-Capital se dirige a maximizar el beneficio: ambos buscan
aumentar la única categoría del «tener». No favorecen la felici­
dad y el bienestar, sino que, por el contrario, las hacen más pro­
blemáticas, puesto que implican la insatisfacción permanente
y el desencadenamiento de la rivalidad mimética. «Un sistema
fundado sobre la rivalidad mimética y cuya única obligación
decía Marx, es la de producir por producir y acumular por
acumular», señala Jean-Claude Michéa, solo puede favorecer la
guerra de todos contra todos y conducir así a la disolución de
todos los fundamentos colectivos de la felicidad individual y del
bien común».i^l «El capitalismo no es simplemente un modo
de producción, escribe por su parte Alfredo Gómez-Muller, sino
también y, sobre todo, un régimen de confinamiento del ser hu­
mano en el recinto cerrado de una racionalidad puramente ins­
trumental y calculadora orientada hacia la finalidad absoluta de
la posesión acumulativa».!^ El capital es, en primer lugar, una
relación social, que conforma un imaginario específico e implica
formas de vivir, pero también de concebir el mundo. Esto es lo
que no ven aquellos que piensan que es un sistema filosófica­
mente neutro y que, por tanto, no es posible reformar, modificar
o conciliar con los valores que se le oponen radicalmente.
El rasgo fundamental del capitalismo no es, por tanto, la
explotación abusiva del trabajo vivo. Su característica funda­
mental, desde que se considera como fundador de un orden
social que no es, de hecho, sino un desorden establecido, es
su orientación hacia una acumulación sin fin, en el doble sen­
tido de la expresión: proceso que no se detiene nunca y que
no tiene otra finalidad que la valorización del capital, sistema
donde todo excedente se utiliza para reproducirse y aumentarse

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a sí mismo —lo que Marx denominaba «el capital como valor
que se valoriza en el circuito de su existencia». La actividad de
apropiación privativa y acumulativa de lo real, humano y no hu­
mano, así planteada en la raíz del comportamiento del hombre,
supone una representación general del mundo como un objeto
susceptible de ser, de un extremo a otro, apropiable, calculable,
explotable. La lógica de expansión del capital no difiere en nada,
en el fondo, del proceso de arrasamiento técnico del mundo que
Heidegger llamaba el Gestell o la Machenschaft. Percibido como
un objeto desprovisto de sentido intrínseco, el mundo es inter­
pretado como fundamentalmente explotable; está destinado a
hacerse rentable y fuente de beneficios, es decir, en «valor» en su
sentido económico. Es esta ilimitación, tanto en la teoría como
en la práctica, lo que hace del capitalismo un sistema basado en
la desmesura (hybris), en la negación de todo límite, solamente
preocupado por producir siempre más valor para aumentar y
valorizar cada vez más el capital.
Pero el hecho de que la filosofía liberal de la acción implique
la primacía de la economía no solo induce a una obsesión por
el crecimiento y la expansión sin fin del mercado. También
alimenta una concepción orientada y vectorial de la historia
de un tipo bastante comparable al de los grandes sistemas
historicistas del siglo XIX engendrados por la ideología del pro­
greso. «La economía política, observa David Djaíz, se basa en el
postulado de un proceso de producción indefinida, que lleva, en
su equipaje, el crecimiento, el progreso técnico y el perfecciona­
miento de la humanidad. Favorece las representaciones lineales
y teleológicas de la historia».^ Contribuye, además, al etno-
centrismo occidental, que tiende a socavar, por todas partes, los
fundamentos de las sociedades tradicionales, puesto que lo que
hoy caracteriza más a Occidente «es el capitalismo en tanto que
imposibilidad de permanecer dentro de una frontera, como paso
más allá de toda frontera; es el capitalismo como sistema de
producción para el que nada es imposible, excepto no ser, en sí
mismo, más su propia finalidad».^
Utilizando la imagen de la «cinta de Moebius», Jean-Claude
Michéa ha demostrado perfectamente en sus obras la profunda
unidad del liberalismo económico y político, cultural y «socie-
tal». Lo ve como un escenario de doble entrada, en este caso de

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«las dos versiones paralelas y (lo que es más importante) com­
plementarias de una misma lógica histórica e intelectual».^ El
liberalismo económico, fundado sobre la economía de mercado
y la competencia generalizada, es, en efecto, estructuralmente
idéntico al liberalismo político, que se basa en el Estado de de­
recho y el reino del individuo, así como al liberalismo societal
(liberal-libertario), fundado sobre el relativismo de los valores
y la liberación de las costumbres. Lo que permite, de paso,
comprender cómo la «contracultura» posmoderna de los años
posteriores a 1970 ha podido alimentar el nuevo discurso de le­
gitimación del capitalismo a partir de su temática de la «lucha-
contra-todas-las-discriminaciones» dirigida a emancipar todas
las identidades no reconocidas en la época del compromiso for-
dista, y subsidiariamente, porque la izquierda, alineándose con
el sistema de mercado, se ha separado definitivamente del pue­
blo.
De ello se deduce que el liberalismo económico y el libe­
ralismo «liberal-libertario» están necesariamente condenados
a reunirse. «Una economía de derecha, dice Michéa, no puede
funcionar duraderamente más que con una «cultura de iz­
quierda». «Simplificando mucho, escribía Michéa en su libro
Impasse Adam Smith, se podría decir que el hombre moderno
llamado de «derechas» tiene la tendencia a defender la Premisa
(la economía de competencia absoluta), pero mal admitiendo
todavía la Consecuencia (la delincuencia, el libertinaje, el trans­
humanismo, etc.), mientras que el hombre llamado «moderno»,
oficialmente de izquierdas, tiene la tendencia a pensar la opción
contraria».
Michéa ha demostrado ser un buen profeta, puesto que fue
en el momento en que la crisis financiera acabó por imponer
las políticas de austeridad a las sociedades en vía de pauperi­
zación, cuando la economía parecía fuera de control, cuando el
empleo industrial se hundía en los países occidentales, cuando
el endeudamiento de los Estados duplicaba la cifra desde 2008,
cuando crecían las desigualdades en cuanto a ingresos, cuando
la parte de los salarios en el PIB de los países occidentales caía al
57%, cuando las rentas del capital continuaban, por el contra­
rio, aumentando, cuando la tutela disciplinaria de los mercados
financieros acentuaba cada vez más la desposesión de las sobe­

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ranías democráticas, cuando la deuda de Francia, por ejemplo,
pasaba a representar más del 100% del PIB, cuando se contaban
millones de desempleados y más de pobres, cuando el 85% de
los contratos de trabajo eran de duración determinada, cuando
las jubilaciones y los «planes sociales» se sucedían en cascada,
cuando las clases populares se veían duramente afectadas por
la crisis mientras que las clases medias se veían amenazadas
de desclasamiento, todo lo anterior mientras los gobiernos oc­
cidentales optaban por abandonar toda política social en bene­
ficio de la «societal» dando la prioridad a los «debates de socie­
dad», cuyos enfrentamientos por el «matrimonio para todos»
fueron los ejemplos más sorprendentes.
El alineamiento de la izquierda con la lógica del mercado y con
la mística del crecimiento la ha conducido a creer que el adve­
nimiento de una sociedad más justa exigía que los socios fuesen
despojados de sus pertenencias tradicionales, que obstaculizan
la expansión de ese mercado, que sus raíces sean erradicadas,
que las fronteras sean abolidas y el pasado relegado al olvido.
Esta convicción estaba ya en el corazón de la ideología del
progreso, de la que nunca se ha desprendido la izquierda, pero
ha encontrado un nuevo impulso en las exigencias de «eficacia»
inherentes a la ilimitación capitalista. La prioridad se da, enton­
ces, a la denuncia de las desigualdades «ontológicas» ligadas al
sexismo, al racismo, al fanatismo religioso, etc., en detrimento
de todas las desigualdades concretas que son producto de las
políticas sociales de inspiración liberal. La igualdad se equipara,
ahora, con la crítica de los «estereotipos» y a la «superación
de los tabúes», mientras que la explotación económica pasa en
silencio. Las miserias sociales no son ya interpretadas en tér­
minos de clase, sino de sociología victimista, de frustraciones
individuales o de categorías identitarias asociadas a la crítica
de la exclusión. El «excluido» identitario, el marginado cultural
o sexual han sustituido al trabajador y al obrero, mientras que
la gente (la «people») sustituye al pueblo. La justicia se reduce a
la lucha-contra-todas-las-discriminaciones y a su extensión en
todos los frentes.
De hecho, el «progresismo» se ha adherido tan fácilmente al
sistema de mercado que el capitalismo ha endosado, al mismo
tiempo, un programa culturalmente libertario. La derecha libe­

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ral, por su parte, ha procedido a la recuperación mercantil del
pensamiento crítico capitalizándolo sobre la descomposición de
las formas sociales tradicionales. Así se ha realizado la gran os­
mosis ideológica de la derecha financiera que ha traicionado a
la nación, y de la izquierda «permisiva» que ha traicionado al
pueblo. Los dos aspectos del liberalismo se reúnen lógicamente
y, a fin de cuentas, el liberalismo triunfa en todas las líneas del
frente.
En la derecha, la defensa del liberalismo ha sido, sobre todo,
obra de los medios llamados «nacional-liberales» o «liberal-con­
servadores», que creyeron (y siguen creyendo) poder reclamarse
del liberalismo económico, incluso del liberalismo político, sin
conceder más de lo que desearían al extremo individualismo
que inspira al liberalismo filosófico. Esta posición, desgraciada­
mente, es insostenible. ¿Cómo pretender regular la inmigración
adhiriéndose al orden económico liberal que reposa sobre un
ideal de movilidad, de flexibilidad, de apertura de las fronteras
y de nomadismo generalizado? ¿Cómo confiar en la «eficacia
del mercado» sin admitir que esta eficacia impone no tener
por existentes las fronteras que separan y que distinguen a
las diferentes culturas de la humanidad? ¿Cómo defender la
identidad de los pueblos o de las naciones considerando que
estas colectividades no son más que simples agregados de in­
dividuos separados? ¿Cómo deplorar las quiebras en serie de
las pequeñas empresas celebrando la libertad de competencia
y la lógica del librecambio que las provoca? ¿Cómo apelar a la
«moral» y, al mismo tiempo, reclamarse de una doctrina que
legitima los comportamientos individuales (de maximización
de los intereses particulares) que toda moral auténtica siempre
ha condenado? ¿Cómo restaurar los «valores tradicionales» sin
cuestionar el capitalismo que se esfuerza en suprimirlos por
todas partes?
Los «liberal-conservadores» se obstinan en no ver que «es
precisamente el desarrollo continuo de la economía de mercado
lo que erosiona, cada día más, la base antropológica de estos
valores tradicionales, igual que destruye simultáneamente las
condiciones ecológicas de la vida humana».144! No quieren com­
prender que el perpetuo movimiento de la hybris capitalista no
puede más que entrañar cambios y alteraciones que le hacen in­

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compatible con cualquier forma auténtica de conservadurismo.
Defienden, con frecuencia, la idea de que los conservadores de­
berían defender el mercado porque éste reposa sobre un «orden
espontáneo similar al de la tradición». Pero el mercado es todo
salvo espontáneo. Se podría incluso decir, en términos hayekia-
nos, que «resulta de un puro constructivismo al que el Estado no
ha sido ajeno».^ Como bien dice Laurent Fourquet, «quien se
compromete en la lucha contra la desregulación generalizada de
la familia no puede llevar a cabo acciones significativas si no va
pareja con la lucha contra la regulación generalizada del mundo
por el contrato mercantil. El militante que lucha por la familia,
pero aboga con entusiasmo por el ultraliberalismo en cuanto se
habla de economía, no solo es incoherente: es in ú til» .^
En realidad, el liberalismo solo puede oponerse al conserva­
durismo, al que percibe como el heredero de un orden antiguo
la que el ascenso del capitalismo ha puesto fin. El conservadu­
rismo defiende la permanencia de un cierto número de cons­
tantes antropológicas que el individualismo liberal deconstruye
automáticamente desde el momento en que no considera ya al
hombre como un ser social y político por naturaleza. Roger Scru-
ton, que se reclama, al mismo tiempo, conservador y liberal, lo
reconoce implícitamente cuando afirma que «es importante que
en cada sociedad los bienes escapen a la lógica mercantil porque
son consideran sagrados», pero él sabe muy bien que es imposi­
ble adoptar tal posición a partir de una premisa liberal: «Vemos
surgir aquí una cierta paradoja. La libertad individual exige que
el individuo sea libre de circular y de intercambiar bienes; pero
el individuo no existe independientemente de un cuerpo social,
y las libertades económicas, exaltadas como una nueva forma
de religión, amenazan, cada vez más, los vínculos sociales y, en
consecuencia, la propia existencia del individuo».!^
El problema también se plantea para los creyentes. El cristia­
nismo, ciertamente, también tiene su parte de responsabilidad
en la emergencia histórica de la ideología liberal, puesto que
«inventó» teleológicamente al individuo e inició el proceso de
desencantamiento del mundo. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia
tuvo el mérito de seguir siendo fiel a la definición aristotélica del
hombre, retomada por Tomás de Aquino, como un ser natural­
mente político y social. También tiene a su favor el haber con­

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denado el egoísmo, la búsqueda del beneficio a cualquier precio
(incluso si, en esta materia, la Iglesia no siempre ha dado buen
ejemplo).
Tomás de Aquino no se limita a condenar los modos de la ac­
tividad económica necesarios para el desarrollo del capitalismo
moderno (comenzando por el sistema de crédito), sino que se
sitúa también en una perspectiva netamente holista, heredera
de la Antigüedad. Desde hace dos siglos, la doctrina social de
la Iglesia no ha dejado simultáneamente de estigmatizar los
perjuicios y los defectos de la competencia salvaje, del librecam­
bio, de criticar el principio de no-intervención del Estado, de
rechazar la idea de propiedad privada absoluta y de reafirmar la
primacía del bien común («la libertad de los intercambios no es
equitativa sino a condición de que esté sometida a las exigencias
de la justicia social»). La Iglesia también ha condenado la creen­
cia según la cual lo que está en el orden de lo «espontáneo» (en el
sentido de Hayek) valdría más que lo que está socialmente orga­
nizado y decidido. Juan Pablo II decía que «existe el riesgo de ver
expandirse una ideología radical de tipo capitalista que rechaza
incluso la toma en consideración de las necesidades humanas
como tales, admitiendo a priori que cualquier tentativa para
afrontarlas directamente está condenada al fracaso, y que, por
principio, hay que esperar que la solución venga del libre desa­
rrollo de las fuerzas del mercado». Por ello, añadía, «no podemos
aceptar la afirmación según la cual la derrota del socialismo
real, como se le conoce, haga sitio únicamente al modelo capita­
lista de organización económica». Sabemos, no obstante, cómo
el Papa Francisco ha empujado en esta dirección, especialmente
en la encíclica Laudato
Sin embargo, no han faltado los intentos para reconciliar li­
beralismo y cristianismo, pero nunca han llegado a su objetivo
por la sencilla razón de que todo liberalismo doctrinal reenvía a
una filosofía, explícita o implícita, que es incompatible con los
imperativos inherentes a cualquier ética auténtica (un compor­
tamiento egoísta eficaz debe ser juzgado en tanto que egoísta,
no en tanto que eficaz, es decir, de manera consecuencialista).
Este argumento retorna regularmente bajo la pluma de filósofos
o de teólogos cristianos como Alasdair Maclntyre, John Milbank
y William T. Cavanaugh, o de ensayistas próximos a la Radical

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Orthodoxy, como Rod Treher, que critican fuertemente el orden
liberal y denuncian la moderna pérdida de sentido comunitario,
argumentando que las comunidades son el lugar de las solidari­
dades reales*^.
Pero volvamos a la política francesa. Como ha observado
Régis Debray, las últimas elecciones presidenciales hicieron re­
aparecer la división de clases que algunos creían había des­
parecido. Por un lado, la gente con ingreso muy altos, las
élites pertenecientes a la «casta», los cuadros directivos y la
gran burguesía, los «emprendedores» y los «bobos» (burgueses-
bohemios); por el otro, la gente con ingresos bajos o modestos,
los desempleados, los obreros y los agricultores, las capas in­
feriores de las clases medias, todos aquellos que no viven allí
donde se crean los empleos o se acumula la riqueza. Por un
lado, los habitantes de las grandes metrópolis; por el otro, la
«Francia periférica» (Christophe Guilluy) de las ciudades me­
dias, las zonas periurbanas desindustrializadas y los municipios
rurales. Por un lado, los partidarios de una Francia «abierta al
mundo» {pipen space) y adaptada a las exigencias del mercado
planetario, con la mano en la cartera cuando cantan el himno
nacional; por el otro, un pueblo deseoso de perpetuar su pa­
trimonio inmaterial, de conservar su propia sociabilidad y de
continuar siendo soberano sobre las condiciones de su propia
reproducción social. Los ganadores y los perdedores de la mun-
dialización. El «partido de los del mañana» y el «partido de los
de siempre».
Pero, sobre todo, la elección de Emmanuel Macron he entra­
ñado una completa recomposición del paisaje y de la relación
de fuerzas políticas. Esforzándose por reunir en un «bloque cen­
tral» a los liberales de todo tipo, sobre las ruinas de los grandes
partidos institucionales afectos a la vieja división derecha-iz­
quierda, Macron —del que Marcel Gauchet dice que el «el primer
liberal auténtico, en el sentido filosófico del término, que surge
en la escena política francesa desde hace mucho tiempo»— ha
confirmado el surgimiento de una nueva división que se va a im­
poner duraderamente en los próximos años, porque implica, en
definitiva, una redefinición ideológica a la que todos los partidos
se enfrentan hoy. Esta gran división del futuro inmediato, tanto
en Francia como en toda Europa, es la división entre liberales

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y antiliberales, que es también una división entre el universa­
lismo político y el apego a las especificidades socioculturales de
cada pueblo.
El reto es doble. Se trata de saber, en primer lugar, si la
izquierda podrá revertir su alineamiento con la sociedad de
mercado para volver a la inspiración original del socialismo. El
futuro de la izquierda reside, en efecto, en su capacidad para
revertir ese alineamiento y reapropiarse de los principios que
están en el origen de la crítica socialista al capitalismo, que no
veía en las pertenencias tradicionales un residuo arcaico, sino
un potente instrumento de solidaridad y de protección («los
vínculos que protegen»), y que sabía también que no podía
alcanzarse nunca lo universal sino por la mediación de los arrai­
gos particulares (lo que Hegel llamaba lo «universal concreto»
por oposición al universalismo abstracto). En segundo lugar, se
trata de saber, en la derecha, si los conservadores serán capaces
de reagruparse para federar a las clases populares, y a una parte
al menos de las clases medias, en un nuevo «bloque hegemó-
nico», repudiando sin ambigüedad la doctrina liberal de la que
se reclama la clase dirigente, y comprendiendo, de una vez por
todas, que el «nacional-liberalismo» y el «liberal-conservadu­
rismo» no son más que construcciones oximorónicas (contradic-
tio in terminis)1^1.
Resumiendo. El hombre es un «animal social», cuya existencia
es consustancial a la de la sociedad. El derecho no es, en prin­
cipio, una cuestión de título, sino de medida, es decir, que no
se define más que como una relación de equidad entre personas
que viven en sociedad: no hay, pues, ningún titular de derechos
fuera de la vida social, y en ésta no hay más que tributarios de
esos derechos. La vida económica representa, no una «esfera»,
sino una dimensión de la vida social que toda sociedad tradi­
cional siempre ha situado en el nivel más bajo de su escala de
valores. La política es el lugar de la soberanía y de la legitimidad.
La sociedad no es la adición de átomos individuales que la com­
ponen, sino un cuerpo colectivo donde el «bien común» prima,
sin suprimirlos, sobre los intereses de las partes. La ética implica
que no se busque, siempre y, en primer lugar, el interés personal,
sino que se contribuya a las solidaridades orgánicas que refuer­
zan el vínculo social. La pertenencia ciudadana, incluso, obliga

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a las personas a actuar a favor del bien común. La libertad no se
define como la posibilidad de escapar a la autoridad política o de
sustraerse a la vida pública, sino como la posibilidad de partici­
par en ella.
Ciertamente, el Estado no tiene por vocación sustituir a los
empresarios o a los agentes económicos en general. El agente
económico debe ser libre en su actividad... siempre y cuando sea
puramente económica. El problema es que los hechos sociales
tienen, a la vez, una dimensión económica, pero también polí­
tica y cultural. El Estado debe intervenir en economía cada vez
que una actividad económica adquiera una dimensión política,
porque, en lo que concierne a esta dimensión, es la autoridad
política la que debe afirmarse. No es cuestión, pues, de que
el Estado acepte la «ley del mercado», cuando ésta no solo no
contribuye al bien común de la comunidad de ciudadanos sobre
la que despliega su autoridad, sino que pone en peligro su sis­
tema de valores, su coherencia social, sus hábitos culturales, la
integridad de su patrimonio, o incluso su independencia y su
capacidad de acción. Tal Estado no tiene nada que ver con el Es­
tado-providencia actual, Estado esencialmente «terapéutico»,
maternal e «irresponsabilizante», sino con un «Estado mínimo»
exclusivamente encargado de gestionar las externalidades que
escapan a las capacidades de los agentes privados.
Por otra parte, también es importante no hacer del «Estado»
un sinónimo de la política o de la vida pública, como hacen la
mayoría de los liberales (pero también de los estatalistas), opo­
niendo, sin matices, lo «público» a lo «privado». En un momento
en que el Estado-providencia se agota bajo los efectos de sus
hinchadas burbujas y no puede ofrecer ya a los ciudadanos las
garantías de solidaridad y de capacidad de decisión que antes
constituían lo esencial de sus prerrogativas, persistir en esta al­
ternativa sería erróneo. La idea de confiar a la «sociedad civil»
las tareas de las que se quiere descargar al Estado es, desde este
punto de vista, también equívoca. La aplicación, bien entendida,
del principio de subsidiariedad no consiste para nada en atri­
buir a lo privado lo que se retira del Estado, lo cual llevaría a
pasar de un exceso (el asistencialismo generalizado) al otro (la
exclusión a todos los niveles), sino principalmente a organizar
de una manera diferente los respectivos roles de lo público y de

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lo privado, recreando espacios públicos abiertos a la democracia
participativa y a las iniciativas de los ciudadanos. El repliegue
sobre lo privado solo puede favorecer el individualismo y, por
tanto, la indiferencia hacia los demás, por no decir la guerra
civil larvada, es la consecuencia inevitable. Es necesario, enton­
ces, fomentar una renovación de la ciudadanía sobre el eje de
la participación y de la acción colectiva a partir de la base. En
esta óptica, como escribe con razón Chantal Delsol, «la tarea de
interés general deja de ser asunto exclusivo del Estado que, sin
embargo, sigue siendo el garante de su eficaz y completa reali­
zación. Pero no por ello se convierte en un asunto privado. Se
convierte, más exactamente, en un asunto político en el sentido
de que es una cosa de todos (res publica). No hay duda de que la
ciudadanía está cambiando profundamente».1^1
El recurso mágico a las virtudes del «mercado» es alimentado
por muchos equívocos. Históricamente hablando, el sistema ca­
pitalista se ha mostrado incontestablemente más eficaz que los
sistemas económicos de los países del «socialismo real». Pero
¿qué quiere decir «eficaz»? La eficacia no es un fin en sí mismo.
No describe más que los medios puestos en obra para alcanzar
un fin determinado, sin que nada nos diga del valor de ese fin.
Aquí, parece que la finalidad sea la producción de un número
cada vez mayor de mercancías, condición indispensable de la ex­
pansión del capital. Pero, ¿cuál es el precio que hay que pagar en
otros ámbitos por una ganancia suplementaria de crecimiento o
de productividad? Con frecuencia, observamos que cuando más
se enriquecen materialmente las sociedades, más se empobre­
cen espiritualmente. ¿Hay una relación de causa y efecto? ¿Po­
dría ser que el incesante desarrollo del mercado incita al hombre
a no razonar más que en términos de costes y beneficios, que
solo pueden expresarse en el orden de la pura materialidad?
El reino del liberalismo induce una obsesión economicista que
impide a la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos a
preguntarse sobre la finalidad de sus empresas y el significado
mismo de su presencia en el mundo. «Una sociedad de mer­
cado, escribe Michael Sandel, es un modo de vida tal que los
valores mercantiles impregnan hasta el menor aspecto de los
asuntos humanos; es un lugar donde las relaciones sociales son
rediseñadas a imagen del mercado».!^ Cuanto más se expanden

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los valores mercantiles, más tienden a eliminar los valores no
mercantiles, siendo el ideal lograr una sociedad donde rigurosa­
mente todo pueda ser comprado o vendido.
Una vez superado cierto nivel de bienestar, la cantidad de feli­
cidad y de infelicidad en el seno de una sociedad, no depende ya
nada de su riqueza. No somos más felices hoy de lo que lo eran
en la época en que nuestras sociedades eran menos opulentas.
Sin duda, incluso lo somos menos, puesto que esta opulen­
cia ha sido pagada al precio de la desagregación social y de la
desestructuración de un imaginario simbólico que nos ayudaba
a vivir. La buena sociedad no es fundamentalmente la que nos
proporciona más medios de existencia; es la que nos propor­
ciona más razones para vivir, es decir, para dar sentido a la vida.
La actividad económica, eficaz o no, solo nos proporciona los
medios.
Durante décadas, el capitalismo liberal fue ampliamente
aceptado por la población por tres razones principales: favoreció
el crecimiento, elevó el nivel medio de vida y permitió aumen­
tar el consumo más allá de las simples necesidades materiales.
Estos tres modos de legitimación han desparecido. El creci­
miento se estanca o progresa a duras penas en los países más
desarrollados, y nadie sabe cómo hacer que «vuelva». Las clases
medias están en vía de desclasamiento, por no decir en vía de
desaparición. El poder adquisitivo retrocede y las desigualdades
económicas (de ingresos y patrimonios) se agravan, mientras
que los Estados ya no tienen los medios para hacer frente a
los mercados financieros y corregir los efectos. Esta pérdida de
legitimidad se traduce en una disociación del capitalismo y de
la democracia, que durante mucho tiempo habían estado aso­
ciados. Incapaz de cumplir durante más tiempo sus promesas, el
capitalismo se encuentra en una situación crítica sin preceden­
tes en las crisis coyunturales que le afectaban en el pasado.
En la perspectiva liberal, en la que los mercados se encuen­
tran en equilibrio, siempre que nada venga a obstaculizar su
buen funcionamiento espontáneo, las crisis no pueden ser más
que incidentes en su itinerario que se limitan a ralentizar la
expansión planetaria del mercado. La misma noción de crisis
sistémica es ajena al análisis liberal. El sistema capitalista, sin
embargo, está en crisis desde hace tiempo. Para enmascararla,

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recurre en primer lugar al crédito, a fin de mantener la diná­
mica de sobreproducción y de sobreconsumo que le había per­
mitido regular las contradicciones del capitalismo industrial en
la época fordista, pero que no era más que una forma de aplazar
los vencimientos. La economía real ya no sustenta el sistema, el
cual, al mismo tiempo, ha devenido cada vez más especulativo y
financiero, no solo bajo el efecto de una «deriva», como muchos
creen todavía, sino simplemente para sobrevivir: la financiari-
zación no es más que un dispositivo de huida hacia adelante
para escapar a la bajada de las tasas de beneficio y a la deva­
luación del valor. Pero esta forma de actuar tiene sus límites. Al
endeudamiento del sector privado se suma hoy una deuda sobe­
rana, estatal, que aumenta de forma exponencial desde hace dos
décadas, y que hoy sabemos perfectamente que, a pesar de las
políticas de austeridad, nunca podrá ser pagada.
A falta de algo mejor, el sistema todavía intenta ganar un
poco de tiempo haciendo funcionar a pleno rendimiento la má­
quina de hacer billetes, es decir, fabricando siempre más capital
ficticio. Anteriormente pensados para velar por la simple ges­
tión del sistema monetario, los bancos centrales, a los que los
Estados han cedidos sus políticas económicas, han optado por
una oferta monetaria ilimitada. Estas inyecciones masivas de
liquidez, fomentando las inversiones especulativas más que las
productivas, aseguran artificialmente (y momentáneamente) el
funcionamiento de los bancos, pero no logran volver a arrancar
la economía. Y como el progreso capitalista destruye todo lo que
podría regularlo o limitarlo, un nuevo crack mundial, mucho
más terrible que el de 2008, se perfila en el horizonte.
Marcel Gauchet, por su parte, piensa que, si el capitalismo
liberal ha sido tan bien acogido en los países occidentales, ello
no ha sido en razón de su eficacia, y menos todavía porque haya
sido percibido como «natural», sino porque se encontraban en
profunda consonancia con las mentalidades formadas en la pri­
macía del individuo^. El capitalismo es, en efecto, como el ló­
gico correlato de la sociedad de los individuos. Pero la paradoja
es, al mismo tiempo, que el liberalismo no puede funcionar más
que a través de lo que subsiste del espíritu no liberal en el seno
de la sociedad.

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Jean-Philippe Vincent, desde este punto de vista, no está
equivocado al escribir que «la mano invisible de Adam Smith
no puede hacer nada sin la segunda mano invisible y conserva­
dora de la confianza».!^ Pero, ¿cómo podrían confiar los indi­
viduos entre ellos, cuando están llamados a ser autosuficientes
y colocados en una situación de competencia total con todos
los demás que les rodean? La eficiencia de los mercados no es
suficiente para producir sus propias condiciones de existencia,
comenzando por la cohesión social y la confianza —en la misma
medida que su capacidad de autocorrección es ampliamente ilu­
soria.
«El Estado liberal, observa Jean-Claude Michéa, se ve obligado
filosóficamente a impulsar una revolución cultural permanente
cuyo objetivo es erradicar todos los obstáculos históricos y filo­
sóficos a la acumulación del capital y, en primer lugar, a lo
que hoy en día constituye su condición de posibilidad absoluta:
la movilidad integral de los individuos, cuya forma última es
obviamente la invitación, significativa de todas las amenazas
humanas, a circular sin fin por todos los lugares del mercado
mundial».!^1Aquí es donde reside el poder destructivo del libe­
ralismo. Debe eliminar todos los obstáculos que se oponen a la
expansión del mercado, pero también destruir metódicamente
cualquier sistema filosófico o religioso que condene el egoísmo
y la codicia. La idea de que es suficiente dejar a los individuos
perseguir su mejor interés para lograr la eficiencia económica
y la armonía social, que equivale a una total reinversión de las
normas que presiden la presencia humana en el mundo, de­
riva de un modo de deconstrucción que no puede conducir más
que a la destrucción generalizada de todo lo que no tenga valor
mercantil o pueda ser sacrificado al mismo. Es también lo que
señala el filósofo Jean Vioulac, que escribe: «El advenimiento de
la sociedad de consumo impuso la disolución [...] de todo lo que
pudiera ser susceptible de frenar la adquisición de mercancías
y, por tanto, la abolición de cualquier moral que reprimiera la
satisfacción inmediata del deseo. El liberalismo, en tanto que se
define por la exigencia de la desregulación y de la desinstitu-
cionalización de todas las actividades humanas, es el proyecto
político de desmantelamiento total del orden de la ley, y por ello,
una de los más potentes motores del n ihilism o».^

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El reinado del capitalismo se traduce finalmente en una clau­
sura de sentido que no tiene prácticamente ningún precedente
en la historia^. Esta clausura de sentido, que es también una
clausura de lo posible, conduce al nihilismo: «El nihilismo es el
producto histórico de un régimen social y económico que tiende
a difuminar la capacidad humana de recrear un sentido de su
existencia y de sus valores, y donde la actividad social tiende a
reducirse a la perpetua reproducción de medios y fines someti­
dos al absoluto objetivo de tener y de poder sobre lo humano y
lo no-humano. Desde el siglo XIX, este modelo de sociedad se
ha caracterizado por ser capitalista [...] El capitalismo es en sí
mismo un régimen de devastación de lo humano y de la natu­
raleza no humana, régimen que es incompatible con la cultura
[...] El nihilismo es la representación general del mundo que sub­
yace al capitalism o».^
El liberalismo ha podido jugar un papel útil en ciertos
momentos de la historia, oponiéndose a dogmas demasiado
pesados, pero sus principios no eran menos erróneos. Fundán­
dose sobre el individualismo, el liberalismo adopta, en con­
junto, una posición antipolítica, por la simple razón de que no
existe la política en los individuos aislados. Solo hay política
en referencia a los pueblos y a las comunidades. El ascenso del
individualismo ha acompañado la desaparición de los «grandes
relatos» portadores de proyectos colectivos. Pero ello también
ha entrañado una corrupción de la democracia. Si la democracia
es, en el fondo, un régimen político, es porque supone que el in­
dividuo, saliendo fuera de la esfera privada e aprehendiéndose a
sí mismo como ciudadano, se identifica con una causa colectiva,
se identifica con un interés general que no se reduce a la simple
adición de intereses particulares (de ahí la distinción que hacía
Rousseau entre la voluntad general y la «voluntad de todos»,
que nunca podrá ser la suma de las voluntades individuales). El
lenguaje de los derechos se ha convertido hoy en una estrategia
discursiva que permite a los individuos y a los grupos de indivi­
duos exigir, sobre la base de sus sentimientos subjetivos o de sus
deseos, lanzarse a una cascada permanente de reivindicaciones
sin preguntarse por su posible encaje en el seno de un mundo
común. El vínculo social, desde entonces, no puede resultar ya
del acuerdo de los individuos y de la confrontación de sus in­

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tereses y de sus derechos. En la medida en que el liberalismo
pretende poner a las instituciones al servicio del individuo, se
opone inevitablemente al bien común. El mundo liberal es el
mundo de lo no-común.
De la misma forma que podemos oponernos al despotismo
sin adherirnos a la ideología de los derechos humanos, la alter­
nativa al liberalismo no reside, evidentemente, ni en el retorno
a las instituciones y a las corporaciones del Antiguo Régimen,
hoy desaparecidas, ni en el recurso al totalitarismo, que con­
siste, como bien demostró Louis Dumont, en intentar recrear
artificialmente una sociedad de tipo holista a partir de premisas
individualistas. Mejor buscar la recreación de lo común a par­
tir de la base, es decir, a partir del vínculo social. La sociedad
no liberal es aquella que maximiza lo que los individuos deben
hacer y poner en común. Volver a dar prioridad a lo común, al
estar-en-relación, es también, y al mismo tiempo, trabajar por el
renacimiento de la figura del ciudadano, fundada sobre la parti­
cipación activa, y poner remedio a la desimbolización de la vida
social.
No es por casualidad si, en el pasado, «la reivindicación de lo
común haya surgido por primera vez de las luchas sociales y
culturales contra el orden capitalista» (Pierre Dardot y Christian
Laval). A lo largo de la historia europea, las grandes revueltas
populares han tomado la forma de «comunas» dirigidas al
autogobierno local, comenzando por la gran Comuna de 1871,
de inspiración socialista y mutualista, federalista, patriótica y
proudhoniana. A la inversa, a mitad de siglo, fue con la supre­
sión de los bienes comunales, tierras y pastos utilizados colecti­
vamente conforme el derecho consuetudinario, y con el estable­
cimiento de las «enclosures»1^1 que privatizaron los campos y los
prados, que la lógica del mercado triunfó en Inglaterra. Fueron
así expoliados y despojados los hombres que disfrutaban de lo
común, sin tener nada en posesión, mientras que se generali­
zaba un amplio movimiento de desposesión del valor de uso por
el valor de cambio inaugurado desde el fin de la Edad Media.
Desde este punto de vista, se podría decir que actual globaliza-
ción representa, en cierto modo, la «enclosure» de la totalidad del
mundo.

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Lo común es asunto del vínculo social (y no de «conexión»).
Es el principio mismo de toda vida en sociedad, pero no es una
cosa, una sustancia o una cualidad, ni siquiera un fin al que se
aspira o se busca. No es un sinónimo de universal ni de público
(por oposición a lo privado). El bien común no se debe a una de­
finición moral, sino a una definición política. En los orígenes, lo
común es el disfrute colectivo del munus [en latín, algo así como
«intercambio recíproco»]. El munus pertenece al vocabulario de
la reciprocidad y el don (munificencia, municipalidad, mutuali­
dad, comunión, etc.), próximo al «poner en común» (koinónein)
aristotélico que, anunciando ya la distinción de la propiedad
y el uso, supone una relación de reciprocidad entre aquellos
que tienen los mismos valores y el mismo modo de existencia.
Lo común (koinón) designa lo que pertenece a la comunidad
Ckoinónia), pero no a ninguno de sus miembros en particular. Lo
común no puede ser partido o dividido: no tiene que ser apro­
piado para cumplir con su propósito social. Incluso es inapro­
piable por naturaleza, por la excelente razón de que solo se
puede disfrutar en común —lo que se define como aquello que
todos pueden disfrutar sin tener que compartirlo. Además, es
indisociable de la actividad práctica necesaria para instituirlo, lo
que significa que está pensado, en primer lugar, como el resul­
tado de una coactividad arraigada en la praxis (el uso común de
lo común), y que es por ello que puede convertirse, también, en
una fuerza social, al mismo tiempo que un principio político de
transformación de la sociedad.
En esta perspectiva, el bien común no tiene otro sentido que
el de un bien que ha sido instituido en común. En la expresión
«bien común», el segundo término, cuenta además tanto como
el primero, porque lo común ya es un bien en sí mismo. Restau­
rar lo común y el bien común es el programa que se ofrece hoy a
todos los antiliberales.

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I. ¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?

No se puede comprender nada del liberalismo sino ex­


poniendo -y oponiendo entre ellas- sus formas principales
(económica, política, cultural, filosófica), del mismo modo que
no puede comprenderse nada del capitalismo viendo en él sola­
mente un sistema económico y no un «hecho social total» (Mar-
cel Mauss). La profunda unidad del liberalismo reside en su
antropología -una antropología cuyos fundamentos son, indi-
sociablemente, el individualismo y el economicismo.
Sin remontarnos demasiado lejos, recordemos que el indivi­
dualismo es el heredero del nominalismo, que plantea, en prin­
cipio, que no existe ningún ser más allá del ser singular (esto
es también propio de la escolástica española que deriva de la
teoría subjetiva del valor). El individualismo es la filosofía que
considera al individuo como la única realidad y lo toma como
principio de toda evaluación. El liberalismo concibe al individuo
y a su libertad supuestamente «natural» como las únicas ins­
tancias normativas de la vida en sociedad, lo que viene a decir
que hace del individuo la sola y única fuente de los valores y de
las finalidades que él elige.
Este individuo es considerado en sí mismo, con abstracción
hecha e todo contexto social o cultural. Esta es la razón por
la que el individualismo liberal no reconoce ningún estatuto
de existencia autónoma a las comunidades, a los pueblos, a las
culturas o a las naciones. El individuo es considerado como el
primero en llegar, ya sea suponiendo que es anterior a lo social
en una representación mítica de la «prehistoria» (anterior al
estado de naturaleza), ya sea atribuyéndole un simple primado
normativo (el individuo es lo que más vale). Tanto en uno como
en el otro caso, el hombre puede aprehenderse como individuo
autónomo sin tener que pensar en su relación con otros hom­
bres en el seno de una socialidad primaria o secundaria. La
sociedad es también aprehendida por medio del individualismo
metodológico, es decir, como simple agregado de átomos indivi­
duales.
Paralelamente, el hombre es concebido como un ser produc­
tor y consumidor, egoísta y calculador, que mira siempre y úni­
camente hacia la maximización racional de su utilidad, es decir,

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a su mejor interés material y a su beneficio particular. Esta
tesis, a la vez descriptiva y normativa, hace del hombre un ser
de cálculo y de interés, un «homo ceconomicus». Y como estamos
en una perspectiva individualista, también en concebido como
preexistente a la sociedad. De ahí la teoría del contrato social: el
hombre no «entra en sociedad» sino porque él encontró algún
interés en ello. El hombre no es un ser naturalmente político y
social, su sociabilidad no es más que resultado de su elección.
Se comporta como un ser social, no porque ello esté en su natu­
raleza, sino porque está abocado a encontrar su ventaja, lo que
significa que no tiene ninguna relación ética consigo mismo. La
vida social no es, desde ese momento, sino asunto de las decisio­
nes individuales y de elecciones interesadas.
La libertad de la que se reclama el liberalismo es una abstrac­
ción, ligada a un «derecho» inherente a la persona humana -
estamos aquí bajo el horizonte de la teoría de los derechos sub­
jetivos, de la que Michel Villey ha demostrado que se opone en
todos los puntos al derecho natural de los Antiguos-, que con­
cibe que el individuo está apoderado para hacer (y exigir poder
hacer) lo que quiera con su tiempo, su cuerpo o su dinero. El
hombre está además legitimado para no efectuar más que las
elecciones que se deriven de su interés, sin estar jamás condicio­
nado por modelos basados en su herencia o en sus pertenencias.
La libertad liberal supone también que los individuos puedan
hacer abstracción de sus orígenes, de su entorno, del contexto
social en el que viven o de la cultura en la que ejercen sus elec­
ciones, es decir, de todo lo que hace que sea como es y no otro
distinto. Ello supone, como escribe John Rawls, que el individuo
sea siempre anterior a sus fines. Tanto más libre cuando se des­
vincule de sus pertenencias, lo que implica que esté censado a
construir sus preferencias como él se construye a sí mismo: a
partir de nada. La libertad de los liberales es, ante todo, libertad
para poseer. No reside en el ser, sino en el tener. El hombre es
propietario de sí mismo, la fetichización de la propiedad privada
individual no representa sino una extensión. El advenimiento
del mercado, precisamente, consagró el establecimiento de una
sociedad donde cada cual tiene el libre derecho para actuar inde­
pendientemente de su comunidad de origen.

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Solo hace falta que la libertad individual no sea una carga one­
rosa para los demás, es decir, que no sea ejercida en detrimento
de los otros. La libertad liberal «consiste en poder hacer todo
lo que no perjudique a los otros» (artículo 4 de la Declaración
de derechos de agosto de 1789). Todo deseo es también con­
siderado como legítimo en tanto no sea antagonista del deseo
de otro. Con esta única condición, todo lo que es posible está
permitido. Entendida de esta forma, la libertad liberal se define,
de forma puramente negativa, como el derecho de secesión,
rechazo de toda injerencia externa («libertad de» y no «libertad
para»). Además, y sobre todo, no debería implicar ninguna obli­
gación de actuar por su propio bien, ni siquiera de actuar en
aras del bien. Es el abandono radical de la idea de «telos», o de la
búsqueda de la excelencia. Como bien ha dicho Pierre Manent, el
liberalismo es, en primer lugar, la renuncia a pensar la vida hu­
mana según su «bien» o según su «fin».
El reconocimiento del derecho inalienable del individuo a su
libertad de elección implica automáticamente la misma acep­
tación social y jurídica de todas las maneras de vivir concebi­
bles. Como ha escrito Charles Robin, «en tal contexto, cualquier
referencia a cualquier noción de «moral común» o de «valores
compartidos» no puede aparecer sino como fundamentalmente
autoritaria y liberticida, en la medida en que ella remite, más allá
del individuo, a un sentido y una legitimidad filosóficos».
Desde el punto de vista moral, es una revolución. Desde sus
primeras formulaciones, el liberalismo hace reposar la prospe­
ridad de todos sobre el egoísmo de cada uno, recomendando
a los individuos, no respetar el sentido de las proporciones,
sino abandonarse a la pleonexia1^1, la ilimitada sed por tener.
El egoísmo se convierte así en la mejor forma de servir a los
demás: «Buscando su interés personal, decía Adam Smith, el
hombre trabaja de una forma bastante más eficaz por el inte­
rés de la sociedad que si realmente solo tuviera por objetivo
trabajar». Este es el punto de vista desarrollado por Bernard de
Mandeville en su célebre «Fábula de las abejas» (1705): vicios
privados, virtudes públicas. (Remarquemos, sin embargo, que
esta idea mandevilleana, según la cual los vicios privados son
causas de bienestar público, viene a decir que la acción pública
de los individuos es equivalente a su acción privada, deriva en

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la negación de la distinción entre lo público y lo privado que el
liberalismo pretende siempre plantear). Lo que se denomina la
«axiomática del interés» no es otra cosa que la traducción en tér­
minos filosóficos de esta disposición natural del ser humano al
egoísmo. Es también el fundamento de la «metafísica de la sub­
jetividad» (Heidegger). Sistema doblemente negador del bien
común, puesto que encuentra rechazable la noción de «bien»
tanto como la de «común», para no hablar del vínculo existente
entre estas dos palabras.
El liberalismo es, por otra parte, una doctrina económica, que
tiende a hacer del modelo de mercado autorregulador el pa­
radigma de todos los hechos sociales. Los liberales desarrollan
la idea según la cual, desde el punto de vista económico, el
mercado es, a la vez, el lugar real donde se intercambian las mer­
cancías y la entidad virtual donde se forman de manera óptima
las condiciones del intercambio, es decir, el ajuste de la oferta y
de la demanda y el nivel de los precios. Representando la forma
«natural» del intercambio, el mercado sería entonces autorre­
gulador y autorregulado. La utilidad global no sería más que la
simple agregación de las utilidades individuales, postulando al
mismo tiempo la armonización natural y espontánea de los in­
tereses bajo el efecto de una «mano invisible», que no es sino una
reformulación profana de la noción de «providencia».
En cuanto al funcionamiento óptimo del mercado, implica
que nada obstaculiza la libre circulación de bienes y servicios, de
personas y mercancías, es decir, que las fronteras serían tenidas
por inexistentes. De ahí el cosmopolitismo inherente al capi­
talismo liberal, que es también el principio del librecambismo.
«Un comerciante, escribía Adam Smith en un pasaje bien cono­
cido, no es necesariamente ciudadano de ningún país concreto.
Es, mayoritariamente, indiferente en qué lugar tiene su comer­
cio, y no tiene el menor disgusto para decidir llevar su capital de
un país a otro, y con él toda la industria que ese capital ponía en
funcionamiento». Laissezfaire, laissezpasserl (Dejad hacer, dejad
pasar). Es por esto que la patronal es siempre la más ardiente
defensora de una inmigración que permite ejercer una presión a
la baja sobre los salarios.
El resultado es que, con el advenimiento del mercado, como
escribía Karl Polanyi, «la sociedad es gestionada en tanto que

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auxiliar del mercado. En lugar de que la economía sea incrus­
tada o encastrada (embedded) en las relaciones sociales, son las
relaciones sociales las que son encastradas en las relaciones eco­
nómicas». El intercambio mercantil, que no es sino una moda­
lidad (por otra parte, poco valorada) de la actividad humana, se
convierte en el fundamento y en la regla general de la sociedad
civil. El «homo ceconomicus» está al servicio de la economía, y no
a la inversa, la cantidad se superpone sobre la calidad («somos lo
que tenemos»).
Cari Schmitt negó que pudiera haber una política liberal, pues
el liberalismo se caracteriza, en su opinión, además de por la
afirmación de la primacía de lo económico sobre lo político (y
de lo privado sobre lo público), por una invencible tendencia
a «neutralizar» los problemas políticos mediante su despoliti­
zación. El liberalismo político se funda, en efecto, sobre los
derechos de los individuos. Los gobiernos deben garantizar esos
derechos, pero no tendrían que fundamentarlos, puesto que son
anteriores a toda existencia social. Por la misma razón, no son
inmediatamente seguidos de deberes, porque los deberes impli­
can precisamente que hay un indicio de vida social: no puede
haber deberes hacia los otros si no existen los otros. La sociedad
no existe sino para satisfacer los deseos individuales transfor­
mados en «necesidades» y en «derechos» que sustraerían cual­
quier sentido a la noción de «bien común».
El Estado, desde esta óptica, debe ponerse al servicio del
individuo y de su «libertad de elección», comenzando por su de­
recho de actuar libremente según el cálculo de sus intereses par­
ticulares. El único rol que la mayoría de los liberales consienten
en atribuirle, además del respeto de las leyes y de los derechos
individuales, es el garantizar las condiciones necesarias para la
libertad de los intercambios, es decir, el libre juego de la raciona­
lidad económica que opera sobre el mercado.
Gendarme, gestor o árbitro de intereses privados, el Estado
liberal no puede, por tanto, tener finalidad propia. Debiendo
abstenerse de toda intervención en los asuntos económicos y
comerciales, debe también prohibirse dar a los ciudadanos cual­
quier modelo de «vida buena» (Aristóteles), porque ello impli­
caría favorecer las concepciones de algunos en detrimento de
las de otros. La sociedad debe estar regida por principios que

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no supongan la superioridad de ninguna concepción particular
del bien común, estando cada individuo concebido como libre
de vivir según su definición privada de la «felicidad». (En el
contexto histórico de emergencia del liberalismo, este principio
fue considerado como un medio de poner fin a las guerras de
religión).
Lo que se denomina liberalismo político no es, entonces, sino
una forma de aplicar a la vida política los principios dedu­
cidos de una doctrina económica e individualista que tiende,
en efecto, a limitar lo más posible la parte de la política, a
destituirla de sus prerrogativas, oponiendo la soberanía de los
mercados a la concepción estrictamente política de la sobera­
nía. El ideal de «neutralidad axiológica» implica, por sí mismo,
la destitución de la política, en la medida en que ésta consiste
siempre en elegir entre los posibles para alcanzar los objetivos
modelados según ciertos valores -al mismo tiempo que favorece
el aumento de la expertocracia, por la cual no hay más que una
sola solución posible a los problemas, la cual estaría reducida a
las cuestiones «técnicas». El resultado es calcar el gobierno de
los hombres sobre la administración de las cosas (o de reempla­
zar el primero por la segunda). En último análisis, las relaciones
entre los hombres serían semejantes a las relaciones entre las
cosas. Es el tema de la «reificación» (Verdinglichung) de las rela­
ciones sociales tan bien estudiada por el joven Lukács.
«El advenimiento del individuo hace obsoleta a la ciudada­
nía», dice con razón Hervé Juvin. Él desvincula, en efecto, al
hombre de lo que le ligaba con sus semejantes. Exclusivamente
reglado por los anónimos e impersonales mecanismos del mer­
cado y del derecho, el vínculo social se reduce al contrato jurí­
dico y al intercambio mercantil. En una perspectiva antiholista
(el todo no es otra cosa que la suma de sus partes), donde la
sociedad no es sino una adición de individuos -«la sociedad no
existe», decía Margaret Thatcher-, no debería haber ni valores ni
horizontes de significados compartidos.
Si queremos conservar la expresión de «política liberal», ha­
bremos de decir que ella consiste en situar la reproducción de
la sociedad y la reproducción del capital mediante la puesta en
marcha de las condiciones sociopolíticas de prolongación inde­

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finida de la acumulación del capital. Es la definición misma de la
«mercantilización del mundo».
Es esta dimensión económica de las sociedades liberales de
querer «siempre más», «cada vez más», en la medida en que
toda cantidad es siempre susceptible de incrementarse con una
unidad suplementaria. El «siempre más» es entonces planteado
como un nuevo régimen de verdad: más deviene en sinónimo de
mejor, y siempre más en siempre mejor (esta es también una de
las bases de la ideología del progreso). El crecimiento económico
es percibido como, a la vez, natural y siempre deseable, lo que
significa que toda forma de producción merece ser fomentada,
por perjudicial o inútil que pueda ser. La humanidad vive así
«a crédito» sobre una naturaleza que no deja de empobrecerse
y degradarse. Estimulado por la aspiración individual a la sa­
tisfacción de no importa qué deseo, el «siempre más» conduce,
a fin de cuentas, a una frustración generalizada, contribuyendo
también a la «pauperización psicológica» de una sociedad com­
puesta de narcisistas inmaduros -esta sociedad vacía deviene
«líquida» (Zygmunt Bauman) a base de liquidarlo todo.
Marx hablaba con razón del «rol eminentemente revoluciona­
rio» jugado en el curso de la historia por la burguesía. Había
visto también que el capitalismo, lejos de ser un sistema econó­
mico «conservador» y «patriarcal» -como se obstina en descri­
birlo una izquierda arcaica que se equivoca totalmente sobre su
naturaleza- constituye, en realidad, una fuerza revolucionaria
permanente, hasta el punto de que «jamás en la historia de la
humanidad un sistema económico y social no había transfor­
mado hasta tal extremo, ni tan rápido, la faz entera del mundo
y la sustancia misma del alma humana» (Jean-Claude Michéa).
Para la lógica del capital, todo lo que sea obstáculo a la extensión
indefinida del intercambio mercantil es un cerrojo que hay que
hacer saltar, un límite que suprimir, ya se trate de la decisión
política, de la frontera territorial, del juicio moral incitando a la
mesura o de la tradición cultural escéptica frente a la novedad.
«Desde el punto de vista antropológico, escribía Pasolini, la re­
volución capitalista exige a los hombres que se desprendan de
sus vínculos con el pasado». De ahí la inconsecuencia trágica de
esos conservadores o «nacional-liberales» que quieren, a la vez,

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defender el sistema de mercado y los «valores tradicionales» que
ese sistema no deja de laminar constantemente.
Jean-Claude Michéa, seguido por Charles Robin, ha demos­
trado perfectamente que el liberalismo económico «de derecha»
y el liberalismo societal «de izquierda» están destinados a con­
juntarse, porque los dos proceden de los mismos postulados
fundadores. «El liberalismo económico integral (oficialmente
defendido por la derecha) lleva en sí mismo la revolución
permanente de las costumbres (oficialmente defendida por la
izquierda), igual que esta última exige, a su vez, la libera­
ción total del mercado» (Jean-Claude Michéa). Inversamente, la
transgresión sistemática de todas las normas sociales, morales o
culturales, deviene en sinónimo de «emancipación». Los eslóga-
nes de «Mayo del 68», como «disfrutar sin trabas» y «prohibido
prohibir», son eslóganes típicamente liberales. La izquierda, ac­
tualmente, encaja todavía mejor en el liberalismo societal en
cuanto que ella está totalmente convertida al liberalismo econó­
mico mundializado.
No estoy en condiciones de saber si el liberalismo es una
«estructura de pecado». Es suficiente saber que conduce tanto
a lo que Engels llamaba la «atomización del mundo» como a la
mutilación de la existencia humana por los dispositivos de la
prostitución mercantil y las maquinarias del beneficio, para ver
un sistema al que debemos oponernos.

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II. COMUNITARIOS VERSUS LIBERALES

La ideología liberal, generalmente, ha interpretado el de­


clive del hecho comunitario en estrecha relación con el surgi­
miento de la modernidad: cuanto más se imponía el mundo
moderno como tal, más estaban los vínculos comunitarios
destinados a deshacerse en beneficio de formas de asociación
más voluntarias y contractuales, de formas de comporta­
miento más individualistas y racionales. En esta óptica, la
comunidad aparece como un fenómeno residual, que las bu­
rocracias institucionales y los mercados globales llamaban a
erradicar o a disolver. Cualquier énfasis sobre el valor de la no­
ción misma de comunidad puede entonces interpretarse, bien
como «supervivencia» conservadora, testigo de una época pa­
sada, bien como reveladora de una nostalgia romántica y
utópica (sueño de una «vida simple», de una «edad de oro»),
o bien, por el contrario, como una llamada a una forma u
otra de «colectivismo». Un tema conectado es que, a cambio
del abandono de las antiguas comunidades, los ciudadanos se
beneficiaron de una libertad y de un bienestar creciente, des­
tinados a extenderse hasta el infinito, y donde la organización
de la sociedad bajo una forma racional y atomizada representa
precisamente la condición. Toda esta temática, como vere­
mos, se ordena en torno a las nociones de progreso, de razón y
de individuo.
Numerosos son también los autores que han estudiado el
vínculo social en referencia a la noción de comunidad, siendo
esta última frecuentemente opuesta a la de sociedad. La con-
ceptualización de los términos de Gemeinschaft, «comunidad»
y de Gesellschaft, «sociedad» es central para la joven sociología
alemana de principios del siglo XX, desde la obra fundadora
de Ferdinand Tónnies, publicada en 1887.^1 Sabemos que Tón-
nies sitúa estas dos nociones en relación con dos tipos distinti­
vos de voluntad, la Wesenswille o «voluntad esencial», natural
y espontánea, y la Kürwille o «voluntad arbitraria», racional
y reflexiva. Matizando este enfoque, Martin Buber introduce
en 1900 una nueva distinción entre la antigua «comunidad
de sangre» (Blutverwa(N. d. T.)schaft) y la nueva «comunidad
de elección» (Wahlverwandschaft), mientras que Max Weber

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utiliza la noción de «comunitarización» (o «comunalización»)
para describir el proceso de orientación mutua que se produce
bajo el efecto de los sentimientos comunitarios entre miem­
bros de una «politie» determ inada^. La misma dicotomía se
encuentra en parte en Durkheim con la oposición conceptual
entre solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. Se prolonga
en los trabajos de Georg Simmel, Helmuth Plessner^l, Talcott
Parsons, y también de Louis Dumont con la pareja holismo-in-
dividualismo. Esta oposición está generalmente situada en un
enfoque más diacrónico que sincrónico. El declive de la comu­
nidad es también un tema importante en los intelectuales con­
servadores o reaccionarios que contribuyeron a la fundación de
la sociología del siglo X IX .!^
En poco tiempo, los tres pilares del enfoque crítico y pu­
ramente diacrónico de la noción de comunidad, sin embargo,
parecieron desmoronarse. La ideología del progreso es la más
atacada, en la medida en que las promesas que llevaba implí­
citas simplemente se estaban dejando de percibir. La conmo­
ción producida por los totalitarismos del siglo XX, la noción
de límite puesto en boga por la difusión del ecologismo, la
extensión aparentemente irresistible del desempleo en pleno
período de crecimiento, el malestar que resulta del hecho de
que el nivel de vida prometido no ha alcanzado la cota que se
esperaba por la mayoría y que los excedentes de la riqueza ma­
terial no ofrecían por sí mismos ningún sentido a la presencia
en el mundo, todos estos fenómenos hacen que el futuro ins­
pire entonces más inquietudes que esperanzas.^
A esta crisis de la ideología del progreso se añade otra,
afectando a la razón pura y al individuo abstracto. No solo la
corriente posmodernista cuestiona en general la omnipotencia
de la razón, sino que un adversario de esta corriente como Jür-
gen Habermas rechaza la idea misma de la razón trascendental
tal y como la concebía la Ilustración, y tratando de hacer de
ella una «cosa en el mundo», la ideología de la razón debía en­
tonces ser redefinida en relación con la finitud humana, lo que
implicaba reconocer la naturaleza histórica del sujeto el reco­
nocimiento de la naturaleza histórica del conocimiento.!^! (Es
de este esfuerzo para «salvar» la razón del que nace su teoría de
la razón comunicacional). Derrida, por su parte, muestra que

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la razón está incrustada en las formas de vida y la inconmen­
surabilidad de los juegos del lenguaje. Hans Georg Gadamer no
es menos crítico hacia el racionalismo de la Ilustración y de lo
que él llama el «prejuicio contra los prejuicios». Basándose a la
vez en la dicotomía sujeto-objeto y en la idea de que la reflexión
sobre uno mismo puede trascender el contexto sociohistórico,
rompe al mismo tiempo con la clásica oposición entre razón
y prejuicio (o razón y tradición) y afirma que la voluntad de
poner fin a los «prejuicios» refleja por sí misma un prejuicio
fundamental en el cual reside toda la esencia de la Ilustración.
Mostrando que la razón no podría ser emprendida como aque­
lla por la cual el hombre se libera de su contexto sociohistórico,
define los prejuicios «legítimos» como aquellos prejuzgamien­
tos destinados a facilitar la comprensión hermenéutica como
forma principal de la presencia humana en inundo.!^!
Paralelamente, toda una serie de doctrinas y filosofías
contemporáneas ponen el acento sobre la contextualidad del
conocimiento y de la normatividad, bien en una óptica explíci­
tamente antiuniversalista, bien en nombre de un enfoque plu­
ralista, que deriva a veces hacia el relativismo. Esta insistencia
en el «contexto» ya estaba presente en las críticas dirigidas
por Hegel (Fenomenología del espíritu) a la filosofía moral de
Kant, como en las objeciones opuestas por Dilthey a la filosofía
hegeliana de la historia. La encontramos entre los antropólogos
como Malinowski o Evans-Pritchard, así como en la fenome­
nología con la noción husserliana de Lebenswelt, en la filosofía
analítica de Searle con la noción de background, o en el rol que
atribuye Wittgenstein a los «juegos del lenguaje». Un principio
similar está presente en la filosofía de las ciencias con las no­
ciones de «paradigma» (Kuhn), de «episteme» (Foucault) o de
«universo simbólico» (Berger y Luckmann), así como en la so-
ciolingüística con el de «comunidad de lenguaje».
La disolución de las antiguas comunidades había sido
acelerada por el nacimiento del Estado-nación, fenómeno
eminentemente societario -la sociedad como pérdida o de­
sintegración de la intimidad comunitaria- que podíamos, no
sin razón, poner en relación con el surgimiento del individuo
como valor. Significativamente, la crisis del modelo estado-
nacional hace hoy renacer la idea de comunidad. Pero esta

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última adopta nuevas formas y significados. Las comunida­
des no asocian solamente a las personas sobre la base de un
origen común o de unas características heredadas por algunos
de sus miembros. En un mundo en el que se multiplican las
tribus, los flujos y reflujos, ellas constituyen ahora grupos y
tipos bien diversificados. La definición de estas nuevas comu­
nidades podría inspirarse en lo que Otto Bauer, el jefe de filas
del austromarxismo, rechazaba de la concepción metafísica y
reaccionaria de la nación en tanto que «concepción individua-
lista-atomista de la sociedad», aplicando lo mismo que a la
nación: «comunidad histórica de destino» y «producto jamás
acabado de un proceso constantemente en curso».!^!
La problemática comunitaria, en fin, vuelve con renovada
actualidad en el marco de la pregunta sobre el pluralismo y el
multiculturalismo de las sociedades contemporáneas, y en la
perspectiva de un retorno a las pequeñas unidades de vida colec­
tiva que se desarrollan al margen de los grandes aparatos insti­
tucionales, burocráticos o estatales que no parecen jugar hoy el
papel tradicional de estructuras de integración. Bajo este último
aspecto, la comunidad se presenta como el marco natural de una
democracia de proximidad -democracia orgánica, democracia
directa, democracia de base- fundada sobre una participación
más activa y sobre la recreación de nuevos espacios públicos a
todos los niveles, al mismo tiempo que como una forma de resol­
ver el gran desafío de este siglo: «cómo conseguir su integración
y afirmar su identidad sin negar la diversidad y la especificidad
de los diversos componentes».^
Imponiéndose como una de las posibles formas para superar
la modernidad, la comunidad pierde al mismo tiempo el es­
tatuto «arcaico» durante mucho tiempo le había atribuido la
sociología. Aparece menos como un «estadio» de la historia,
que los tiempos modernos habrían abolido, que como una
forma permanente de asociación humana que, según las épo­
cas, gana o pierde más o menos en importancia. Max Weber
había visto ya en la «comunidad» y la «sociedad» los tipos
ideales que coexisten en proporción variable en el interior de
toda «politie». Más recientemente, Jean-Luc Nancy ha avanzado
la hipótesis según la cual la misma distinción entre estas dos
nociones sería un efecto de la modernidad. La Gesellschaft no

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habría, por tanto, sucedido a la Gemeinschaft -la cual no exis­
tiría desde entonces más que como un «resto»- más que un
estado social anterior a esta distinción, correspondiendo a esa
«universitas» que Michael Oakeshott contraponía precisamente
a la «societas».^ «La sociedad, escribe Jean-Luc Nancy, no se
construye sobre las ruinas de una comunidad. Ella se cons­
truye a partir de la desaparición o de la conservación de lo
que -tribus o imperios- no guardaría mayor relación con lo
que nosotros llamamos «comunidad» que con lo que nosotros
llamamos «sociedad». Si bien la comunidad, lejos de ser lo que
la sociedad habría roto o perdido, es a lo que llegamos a partir
de la sociedad. Nada entonces se ha perdido por el camino, y
por esta razón nada está perdido».!11! Y más adelante: «La co­
munidad nos ha donado el ser y el cómo ser, aunque sea por de­
bajo de nuestros proyectos, voluntades y empresas. En el fondo,
nos resulta imposible perderla. La sociedad puede ser también
lo menos comunitaria que sea posible, pero no puede impedir
que en el desierto social existe, ínfima, incluso inaccesible, la
comunidad».
Es en este contexto, descrito aquí a grandes rasgos, que
se sitúa la aparición y el desarrollo en Norteamérica, desde
principios de los años 80, de un movimiento -de hecho una
corriente de pensamiento filosófico, moral y político, acom­
pañado de algunas cristalizaciones concretas- que provocó, a
este lado del Atlántico, numerosos debates, y que posterior­
mente tuvo, precisamente en Europa, la presencia de sus prin­
cipales competidores, la corriente liberal (John Rawls, Ronald
Dworkin) y la corriente libertaria (Robert Nozick, Rothbard
Murray), que parecían haber hecho, de repente, un descubri­
miento: el «movimiento» comunitarista.i^l

La teoría liberal
Este movimiento intelectual, lejos de constituir un conjunto
unificado, se presenta sobre todo como una constelación donde
los tres principales representantes, los filósofos Alasdair Ma-
clntyre!11!, Michael Sandel!^ y Charles Taylor^l representan
por sí mismos polos sensiblemente diferentes. En torno a ellos
(o al lado de ellos) podemos situar una pléyade de autores
aislados, pero cuyos trabajos inciden por diferentes motivos

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en la problemática comunitarista, tales como Robert M. Unger,
John Finnis, Mary Ann Glendon o Amitai Etzioni. En un ter­
cer círculo, finalmente podría situarse a autores como Ro­
bert N. Bellah y su colaboradores™, o incluso a Christopher
L asch ™ , que, sin reclamarse directamente del comunitarismo,
se aproxima al menos sobre ciertos puntos y preocupaciones
del mismo (crítica del «narcisismo» en Christopher Lasch, de la
«tiranía del mercado» en Bellah). El caso de Michael Walzer, que
a veces se asocia con los comunitaristas, nos parece que debe
ser tratado aparte. Por último, se podrían añadir los numero­
sos libros y artículos que se han consagrado a esta corriente de
pensam iento.™
«La pregunta central de la filosofía política: ¿cuáles son los
principios de asociación política que es justo establecer?, es
una cuestión moral», escribe Charles Larm ore.™ El objetivo del
movimiento comunitarista es precisamente el de enunciar una
nueva teoría que combine estrechamente la filosofía moral y la
filosofía política. Aunque ella tenga evidentemente un mayor
alcance, esta teoría ha sido, en ocasiones, elaborada, por una
parte en referencia a la situación particular de los Estados Uni­
dos, marcados por una auténtica inflación de la «política de los
derechos», por la desagregación de las estructuras sociales, la
crisis del Estado-providencia y la emergencia de la problemática
multiculturalista, y de otra parte en reacción a la teoría polí­
tica liberal™, reformulada en el curso de la década precedente
por autores como Ronald Dworkin, Bruce Ackerman y, especial­
mente, John Raw ls.™
Esta teoría liberal se plantea, como sabemos, como una teoría
de los derechos (subjetivos), fundada sobre una antropología de
tipo individualista. «El liberalismo es un individualismo, recor­
daba Serge-Christophe Kolm. La libertad que reclama es la de los
individuos [...] No solo el individuo es su referencia explicativa,
sino que, además, lo que él explica se hace a partir de los hechos
individuales (preferencias, por ejemplo). El individuo es, enton­
ces, para el liberalismo, la entidad legitimada tanto por la moral
como por la ciencia».™ Este individualismo surge al mismo
tiempo como un universalismo (individual-universalismo) en
virtud de un postulado de igualdad basado en una definición
abstracta de sus agentes. Desde la perspectiva del «individua­

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lismo posesivo» (Macpherson), cada individuo es considerado
como un agente moral autónomo, «dueño absoluto de sus capa­
cidades»^, que utiliza para satisfacer los deseos expresados o
revelados por sus decisiones. La hipótesis libera es, pues, la de
un individuo separado, existente como un todo completo por sí
mismo, que busca maximizar las ventajas que derivan de sus
elecciones (y decisiones) libres, voluntarias y racionales, sin que
las mismas deban resultar de influencias, experiencias, contin­
gencias o de las mismas normas del contexto social y cultural en
el que vive. El hombre se define, así, como un consumidor de uti­
lidades y necesidades ilimitadas.
Existentes como totalidades completas por sí mismos, los
individuos obtienen de su «naturaleza» los derechos que la
teoría liberal declara como imprescriptibles e inalienables. Se
trata de derechos «prepolíticos», para la salvaguardia y la ga­
rantía de aquellos individuos que decidieron un día salir del
«estado de naturaleza» para «entrar» en una sociedad que se
define como el resultado de un contrato. Estos derechos son,
por tanto, y al mismo tiempo, anteriores e independientes del
hecho social. De ello resulta que los intereses y los fines de
los individuos son, en cualquier caso, determinados por la sola
naturaleza individual. Desde esta perspectiva, ninguna perte­
nencia o afiliación podría ser, evidentemente, constitutiva del
individuo, so pena de atentar contra su libertad: solo pueden
existir asociaciones voluntarias, contractuales, resultantes de
la voluntad de los agentes para perseguir siempre el mejor in­
terés. El carácter inalienable de los derechos puede sostenerse
de diferentes maneras, según se haga referencia a Kant (Roger
Pilón), Locke (Friedrich A. Hayek), Hobbes (Charles King, James
M. Buchanan), e incluso a Santo Tomás (Ayn Rand, Douglas
B. Rasmussen). Los libertarios incluso hablan de «prioridad
ontológica» de los derechos sobre las preferencias, indicando
que los derechos no podrían ser enajenados ni siquiera si sus
titulares lo consintieran con el pretexto que, de ello, resul­
taría un aumento de su bienestar, de su felicidad o de su
satisfacción. En todo caso, estos derechos son planteados como
«activos» (trumps), donde su puesta en funcionamiento im­
porta más que cualquier otra consideración. Así pues, parece
que no hay simetría entre los derechos liberales y los deberes,

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porque los derechos se derivan de una naturaleza humana que
no necesita de los demás para existir: el hombre tiene derechos
desde el estado de naturaleza, y no adquiere deberes hasta el es­
tado social. Los derechos, en otros términos, son «completos»
por sí mismos, mientras que los deberes son, por definición,
incompletos. De ello se deduce que la obligación moral es por
sí misma puramente contractual -se sitúa siempre en la estela
del interés personal del contratante-y que la sociedad siem­
pre tiene más deberes hacia los individuos (comenzando por el
deber de garantizar sus derechos) que de los que estos tienen
hacia ella.
Esta importancia dada a los derechos subjetivos explica el
carácter «imperativo» y deontológico (en el sentido kantiano
del término) de la moral liberal: la teoría liberal sitúa lo justo
(right) por delante del bien (good) y hace derivar de lo justo un
cierto número de obligaciones categóricas que vinculan incon­
dicionalmente a todos los agentes, cualesquiera que sean sus
compromisos, sus afiliaciones o sus rasgos particulares. Para los
Antiguos, por el contrario, comenzando por Aristóteles, la moral
es «atractiva» y teleológica: no consiste en exigencias categó­
ricas, sino en el ejercicio de la virtud. Ella forma parte de un
cumplimiento de autorrealización al que los hombres se sienten
atraídos por el mismo hecho de su «telos» (fin, objetivo, propó­
sito). El bien (la «vida buena») es entonces prioritaria, y la ac­
ción justa se define como aquella que está conforme a ese bien.
Este debate sobre la prioridad de lo justo y del bien (right vs.
good) es, en la actualidad, central en el debate filosófico, político
y moral que se desarrolla en los Estados U n id o s.^ Por referen­
cia a la célebre obra de Henry Sidgwick, The Methods of Ethics,
que fue uno de los primeros en entablar este debate^, Charles
Larmore precisa que «el valor ético puede ser definido, bien por
lo que se impone al agente, sean cuales sean sus aspiraciones o
deseos, bien por lo que el agente querría efectivamente si estu­
viera suficientemente informado de lo que él desea. En el primer
caso, la noción de lo justo es fundamental, en el segundo, es
la noción del bien. Bien entendido, toda teoría hace igualmente
uso de la otra noción, pero siempre se explica relativamente por
la noción que ella tiene por principal. Si lo justo es fundamental,
el bien sería lo que desea o desearía el agente en la medida en

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que sus actos y sus deseos sean conformes con las exigencias de
la obligación. El bien es entonces el objeto de deseo justo. Si el
bien es fundamental, lo justo será lo que debemos hacer para ob­
tener lo que queremos efectivamente si estamos correctamente
inform ados».^
Cuestionada en el pasado por Hegel y Schopenhauer, la prio­
ridad de lo justo sobre el bien fue especialmente afirmada por
John Stuart Mili y por Kant, a partir de las raíces heredados de
ciertas ramas de la teología cristiana del fin de la Edad Media,
en particular del nominalismo de Guillermo de Ockham. Si la
justicia se funda sobre una concepción singular del bien, ella
vendría, según Stuart Mili, a imponer algunas preferencias a
ciertos ciudadanos, impidiendo con ello la búsqueda de la utili­
dad, y según Kant, a someter a los individuos a la servidumbre
de la irracionalidad, porque ninguna concepción del bien puede
hacerse si no es objeto de un consenso basado en la razón. Para
Kant, la única cosa que es incondicionalmente buena es la buena
voluntad, es decir, la disposición que nos hace actuar de acuerdo
con el principio moral, independientemente de toda idea de
cumplimiento de la autorrealización
La teoría liberal moderna ha retomado esta idea de una prio­
ridad de lo justo sobre el bien. John Rawls, al mismo tiempo que
intenta separar el proyecto kantiano de su último proyecto idea­
lista, basado en la concepción trascendental del sujeto -de ahí su
recurso a la ficción metódica de la «posición original»-, define la
justicia como «la primera virtud de las instituciones sociales»: lo
justo se constituye por sí mismo, bajo el efecto de la voluntad de
justicia, y no por conformidad a cualquier idea del bien, el bien
no es más que «la satisfacción del deseo racional» manifestado
por la personal moral. «El concepto de justicia, escribe Rawls, es
independiente del concepto del bien y anterior a él, en el sentido
de que sus principios limitan las concepciones autorizadas del
bien».M! Encontramos la misma idea en Robert Nozick, Bruce
Ackerman y Ronald Dworkin. El vínculo entre la primacía de lo
justo y la concepción liberal de los derechos parece entonces evi­
dente. Los derechos derivan de la «naturaleza» de los agentes, no
de sus méritos o de sus virtudes, que no son más que los atribu­
tos contingentes de su personalidad, no pueden traer causa más

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que de una noción abstracta de la justicia, no de una concepción
preliminar del bien o de la vida buena
Por referencia a estos derechos, lo justo es debe prevalecer
sobre el bien en un doble sentido: en importancia (los derechos
individuales no pueden jamás ser sacrificados al bien común) y
desde un estricto punto de vista conceptual (los principios de
justicia que especifican estos derechos no pueden estar funda­
dos sobre una concepción particular del bien). Rawls escribe así
que «cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justi­
cia que, ni siquiera en nombre del bienestar del conjunto de la
sociedad, puede ser transgredida».!^! Robert Nozick afirma, por
su parte, que «no existe ninguna entidad social en la que el bien
sea tan importante justifique un sacrificio en tanto que tal. Solo
hay individuos, diferentes individuos, que llevan vidas indivi­
duales».!^! La dignidad individual es un absoluto que no puede
ser sacrificada por las presuntas ventajas sociales ni siquiera en
nombre de cualquier interés general o bien común. La crítica
de la noción de bien común se enlaza aquí con la antropología
individualista: la sociedad no es más que una adición de indi­
viduos, es decir, de átomos sociales separados. «Lo que justifica
los derechos, constata Michael Sandel, no es que ellos permitan
maximizar el bienestar general o promover el bien, sino que
ellos constituyen un marco equitativo en el interior del cual los
individuos y los grupos pueden elegir sus propios valores y sus
propios fines, siempre y cuando esta elección sea compatible
con la igual libertad de los demás».!^!
El primado de lo justo sobre el bien inspira, en fin, la teoría
según la cual el Estado debe permanecer neutral hacia los fines,
teoría que encontramos, bajo formas diferentes, en la mayoría
de autores liberales. Bruce Douglass, por ejemplo, define la so­
ciedad liberal como aquella que «no prejuzga lo que los ciudada­
nos deben ser, deben hacer o deben creer».!^ Ronald Dworkin
afirma que una tal sociedad no adopta «ninguna visión positiva
particular sobre la finalidad de la existencia».!^ Robert Nozick
toma posición, por su parte, por un gobierno «escrupulosa­
mente neutral entre los ciudadanos». Charles Larmore estima,
por otro lado, que ese postulado de neutralidad «es sin duda el
que mejor describe la concepción moral minimalista del libera­
lismo».!^!

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La justificación de esta necesaria «neutralidad» adopta, en ge­
neral, dos formas diferentes. Sea la que afirma que nadie mejor
que el individuo sabe dónde reside su mejor interés, sea la que
insiste sobre el pluralismo social para llegar a la conclusión
de que los societarios no podrían jamás entenderse sobre una
concepción particular del bien. El primer argumento deriva de
la visión kantiana de la autonomía fundadora de la dignidad
humana, es decir, de la igual capacidad de cada cual para de­
terminar libremente sus fines: toda concepción particular de la
vida buena, es decir, todo modo de vida concreta que implique
una estructura específica de actividades, de significaciones y de
fines, debe ser considerado como puramente contingente, por­
que si ella fuera constitutiva de uno mismo (self), el individuo
no podría tomar libremente sus elecciones y decisiones eleván­
dose por encima de las circunstancias empíricas. Encontramos
aquí la concepción del individuo como átomo separado, en la
que el «yo» es siempre anterior a sus fines. Esta anterioridad
de uno mismo sobre sus fines significa que «yo» no podré ser
nunca definido por mis compromisos o mis pertenencias, sino
que, contrariamente, yo siempre mantendré frente a ellos la
suficiente distancia como para determinar libremente mis elec­
ciones y decisiones, lo cual solo es posible si yo soy un ser sepa­
rado. Esta visión encuentra su expresión en la idea de un Estado
concebido como «marco neutral».^ «Desde el punto de vista de
la ética fundada sobre los derechos, escribe Michael Sandel, es
precisamente porque somos esencialmente individuos (selves)
independiente y separados por lo que necesitamos un marco
neutral, una marco de derechos que rehúsa escoger entre los
fines y los objetivos concurrentes. Si el individuo (self) es ante­
rior a sus fines, entonces lo justo debe ser anterior al b ie n » .^
El segundo argumento, que apela a la noción de pluralismo,
afirma que ningún acuerdo racional puede establecerse para
permitir decidir entre las concepciones concurrentes del bien.
De ello se deduce que, en una sociedad pluralista, un Estado que
se identifique o que privilegie una concepción de la vida buena
en lugar de cualquier otra, discriminaría a los ciudadanos que se
adhiriesen a esta concepción, y por consiguiente no sería capaz
de tratar a todos los societarios por igual. Como es imposible de­
cir objetiva y racionalmente cuál es la «mejor» concepción de la

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vida buena, ninguna «politie» o ciudadanía liberal puede fun­
darse sobre una idea particular del bien común.^1 Inversa­
mente, ningún acuerdo sobre la naturaleza del bien se requiere
cuando hace ya tiempo que los miembros de la sociedad acorda­
ron sobre la prioridad de cada cual a operar libremente sobre sus
elecciones de una manera compatible con las elecciones de los
demás. El papel del Estado no es, entonces, hacer virtuosos a los
ciudadanos, ni promover fines particulares, ni siquiera propo­
ner una concepción sustancial de la vida buena, sino solamente
garantizar las libertades políticas y civiles fundamentales (co­
rrespondiendo al primer principio de Rawls, al que los liberta­
rios añaden el derecho de propiedad), de forma que cada uno
puede perseguir libremente los fines que él se ha fijado por refe­
rencia a la concepción del bien que le es propia, lo cual solo es
posible con la condición de que adopten los principios que no
presuponen ninguna concepción particular de bien.^1 El Es­
tado debe respetar la diversidad de las doctrinas «globales» y de
los sistemas de valores, siempre y cuando demuestran ser com­
patibles con los principios de la ju sticia ^ , y dedicarse a aplicar
las reglas morales derivadas de la razón común sin tomar par­
tido entre las concepciones concurrentes del bien. Sus valores
deben permanecer puramente procedimentales, a fin de permi­
tir la coexistencia concurrencial de las diferentes concepciones,
al tiempo que debe evitar que el uso que los unos hagan de su
libertad interfiera en la igual capacidad que deben tener los
otros para hacer lo mismo. Este fin procesal, añaden los liberta­
rios, no se corresponde, de ninguna manera, con un fin determi­
nado, sino que constituye solamente el marco en el cual pueden
efectuarse las elecciones y decisiones individuales.^ «En otras
palabras, observa Sandel, lo que hace que una sociedad sea justa
desde la óptica liberal, no es el telos, ni el objetivo o el fin hacia
los cuales ella podría tender, sino más bien el rechazo de elegir
de antemano entre los fines y los objetivos rivales».iM La conse­
cuencia de esta teoría de la «neutralidad» del Estado, ligada a la
idea del gobierno limitado y a la distinción entre esfera pública
y esfera privada, es una visión puramente instrumental de la po­
lítica: la política no es portadora de ninguna dimensión ética
que le sea propia, en el sentido que nadie puede, en su propio

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nombre, exigir ni promover ninguna concepción del bien co­
mún.

La crítica comunitarista
Frente a esta teoría, el punto de partida de la crítica comuni­
taria es, ante todo, de orden sociológico y empírico. Observando
las sociedades contemporáneas, los comunitaristas constatan la
disolución del vínculo social, la erradicación de las identidades
colectivas, el aumento de los egoísmos y la generalización del
no-sentido que de ello resulta. Estos fenómenos, según ellos,
son otros tantos efectos de una filosofía política que provoca
la atomización social en cuanto legitima la búsqueda por cada
individuo de su mejor interés, haciendo así considerar al otro
como un rival potencial; que defiende una concepción ahistó-
rica y desencarnada del sujeto, sin ver que los compromisos,
las pertenencias y las afiliaciones de los agentes son también
constitutivos de su personalidad (self); que provoca, reclamán­
dose de un universalismo abstracto, el olvido de las tradiciones
y la erosión de los modos de vida diferenciados; que no ve en
la sociedad, como dice Rawls, más que una «empresa coopera­
tiva fundada sobre la ventaja mutua» y que niega la existencia
del bien comúnü^l; que generaliza el escepticismo moral bajo
la cobertura o excusa de la «neutralidad» y que, de forma más
general, permanece, en función de sus propios principios, nece­
sariamente insensible a los nociones de pertenencia, afiliación,
bien común y valores compartidos.
Siguiendo a Alien E. Buchanan y Stephen Holmes, podemos
confeccionar una lista bastante precisa de los reproches que
los comunitaristas dirigen al liberalismo, reproches a veces li­
mitados a la sola filosofía política liberal, otras veces exten­
didos sobre una concepción más general («individualista») del
hombre y la sociedad.!^! Estos reproches son los siguientes. El
liberalismo descuida y hace desaparecer las comunidades, que
son un elemento fundamental e irremplazable de la existencia
humana. Devalúa la vida política considerando la asociación
política como un simple bien instrumental, sin ver que la parti­
cipación de los ciudadanos en la comunidad política es un bien
intrínseco constitutivo de la vida buena. Es incapaz, cuando no
se niega simplemente, de tener en cuenta de manera satisfac­

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toria un cierto número de obligaciones y de compromisos, in­
cluidos los que no resultan de una elección voluntaria o de un
compromiso contractual, como las obligaciones familiares, la
necesidad de servir al país o de poner el bien común por delante
del interés personal. Propaga una concepción errónea del «yo»
en cuanto se niega a admitir que ese «yo» está «encastrado»
o «incrustado» (embedded) en un contexto sociohistórico y, al
menos en parte, constituido por los valores y los compromisos
que no son ni objetos de una elección (o decisión), ni revocables
a voluntad. Suscita una inflación de la política de los derechos,
que tiene muy poco que ver con el Derecho mismo (reclamar
sus derechos, es ahora solamente buscar la maximización de
su interés en detrimento de los demás), produciendo un nuevo
tipo de societario, el «individualista dependiente» (Fred Siegel),
igual que un nuevo tipo de sistema institucional, la «república
procesal» (Michael Sandel). Exalta falsamente la justicia como
la «primera virtud de las instituciones sociales», en lugar de
ver en ella un paliativo o «virtud remedial» (o de recuperación),
puesto que ella se impone, sobre todo, cuando las virtudes co­
munitarias han fallado.!^! Desconoce, en fin, por el hecho de
su formalismo jurídico, el papel central que juega la lengua, la
cultura, las costumbres, las prácticas y los valores compartidos,
como fundamentos de una verdadera «política de reconoci­
miento» (politics of recognition) de las identidades y de los dere­
chos colectivos.
Para los comunitarios, el hombre se define entonces, ante
todo, como un «animal político y social» (Aristóteles). A partir
de ahí, la igualdad se define, no como lo que permanece en el in­
dividuo una vez que ha desaparecido todo lo que le adhería a un
contexto sociohistórico determinado, sino como lo que puede
eventualmente resultar de la libre expresión de las identidades
situadas y constituidas en este contexto. Los derechos no son
atributos universales y abstractos, producidos por una «natu­
raleza» dista del estado social y que formaría, por ella misma,
un dominio autónomo, sino la expresión de valores propios a
las colectividades o grupos diferenciados (el derecho de un indi­
viduo a hablar su lengua autóctona es indisociable del derecho
a la existencia del grupo que la practica), al mismo tiempo que
el reflejo de una teoría más general de la acción moral o de la

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virtud. La justicia coincide entonces con la adopción de un tipo
de existencia (la vida buena) ordenada a las nociones de soli­
daridad, reciprocidad y bien común. En cuanto a la «neutrali­
dad» predicada del Estado liberal, ella es considerada bien como
desastrosa en sus consecuencias, o bien, más generalmente,
como ilusoria, porque reenvía implícitamente a una concepción
singular del bien que no se reconoce como tal.
En cuanto al método intelectual, el punto de vista comuni-
tarista se presenta próximo, a veces, de la hermenéutica, en la
medida en que los comunitaristas insisten sobre la forma en que
los hechos sociales son siempre «construidos» al término de un
proceso de interpretación; otras veces de algunos autores de la
Escuela de Frankfurt (principalmente de Adorno), o del prag­
matismo de Richard Rorty, en razón de su «constructivismo so­
cial» y de la importancia que concede a la noción de solidaridad.
Siguiendo a Hegel (Charles Taylor), los comunitaristas recusan
el primado de lo justo sobre el bien y la representación de los
individuos como agentes morales totalmente autónomos
Refiriéndose a Aristóteles (Alasdair Maclntyre), ellos afirman
que no podemos organizar una sociedad política determinada
sin referencia a los fines y objetivos comunes, y que no pode­
mos concebirnos a nosotros mismos sin antes y primeramente
aprehendernos como ciudadanos.
No examinaremos aquí los diferentes aspectos de esta crítica
en cuanto se refiere a la cuestión de los derechos y al problema
de la «anarquía moral» (Maclntyre), a la «política del reconoci­
miento» y la cuestión de la identidad (Taylor), o incluso al de­
bate sobre la «neutralidad» del Estado y la prioridad de lo justo.
Insistiremos, por el contrario, sobre un aspecto importante de
esta crítica, que todavía no ha sido estudiado: la teoría del
«yo» (self) tal y como se encuentra formulada principalmente en
la obra de Michael J. Sandel.
La teoría comunitarista se sitúa claramente en una perspec­
tiva «holista», por retomar un término introducido en Francia
por Louis Dumont-autor que los libertarios americanos presen­
tan como un «antimoderno».ü^Ll La crítica de la filosofía libe­
ral del sujeto que hacen los comunitaristas nos lleva entonces,
ante todo, sobre el individualismo. El liberalismo, como hemos
visto, define al individuo como lo que queda del sujeto una vez

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que se han eliminado todas sus determinaciones personales,
culturales, sociales e históricas, es decir, que se ha extraído de su
comunidad.ü^l También postula la autosuficiencia de los indi­
viduos por relación a la sociedad y sostiene que esos individuos
persiguen su mejor interés tomando sus elecciones y decisiones
libres y racionales sin que el contexto sociohistórico en el que
las toman pese sobre su capacidad para ejercer sus «poderes mo­
rales», es decir, para elegir una concepción particular de la vida
buena. Para mantener esta concepción del sujeto, los liberales
están obligados a considerar como contingente o insignificante
todo lo que está en el orden de la pertenencia, del rol social,
del contexto cultural, de las prácticas y de las significaciones
compartidas: cuando «entra» en sociedad, el individuo no com­
promete jamás la totalidad de su ser, sino solamente la parte del
mismo que expresa su voluntad racional. Para los comunitaris-
tas, por el contrario, una idea presocial del «yo» es simplemente
impensable: el individuo encuentra siempre una sociedad exis­
tente -y es ella la que ordena sus referencias, constituye su
manera de estar en el mundo y el modelo de sus objetivos.!^
Sandel insiste en la razón por la que los liberales exageran la ca­
pacidad del sujeto para tomar distancia frente a los roles que le
son propios. Charles Taylor señala asimismo que el «yo» nunca
se confronta con la sociedad como cualquier cosa que estuviera
en el exterior de la misma, y que la capacidad del sujeto para
tomar sus decisiones no podría desarrollarse más que dentro de
un contexto sociocultural determinado.
Desde el punto de vista liberal, esta «descontextualización»
del sujeto es el fundamento de su libertad. Como los indivi­
duos tienen diferentes deseos, todo principio derivados de los
mismos solo podrá ser contingente. Así, la ley moral exige un
fundamento categórico, y no contingente. Incluso un deseo tan
universal como la felicidad no puede servir de fundamento,
porque la idea que los individuos se hacen de la misma puede
ser extremadamente variable. Esta es la razón por la que Kant
hace reposar su sistema sobre la idea de la libertad en las rela­
ciones entre las personas. Lo justo, dirá, no tiene nada que ver
con el fin que por naturaleza le dan los hombres o con los me­
dios que permiten alcanzarlo. Su fundamento, entonces, debe
ser buscado, antes de todo fin empírico, en la lógica del sujeto

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capaz de una voluntad autónoma: este es el ser racional por sí
mismo que es el fundamento de la acción moral, y este ser no
lo es en tanto que persona particular, sino un ser en tanto que
participante de la pura razón práctica, es decir, en tanto que
sujeto trascendental. «Pero, pregunta Sandel, ¿qué es lo que me
garantiza que yo sea un tal sujeto, capaz de apelar a la pura
razón práctica? Bueno, estrictamente hablando, nada me lo ga­
rantiza: el sujeto trascendental no es más que una posibilidad,
Pero es una posibilidad que yo tengo que postular si tiendo a
considerarme como un agente moral libre. Si yo no soy más
que un ser totalmente empírico, y no podré, en efecto, ser libre,
porque el ejercicio de mi voluntad estará siempre condicionado
por mi deseo de cualquier objeto. Todas mis opciones serán de­
cisiones heterónomas, sometidas a la persecución de un fin de­
terminado. Mi voluntad no podrá ser nunca una primera causa,
sino solamente la consecuencia de cualquier causa anterior, el
instrumento de cualquier otro impulso o inclinación [...] La idea
de un sujeto anterior e independiente de la experiencia, como
exige la moral kantiana, aparece entonces no solamente como
posible sino como indispensable, es un presupuesto necesario
para la posibilidad de la libertad [...] Es solamente si mi identi­
dad no está nunca vinculada a los objetivos e intereses que yo
pueda tener en todo momento, que podré pensar por mí mismo
como un agente capaz de tomar sus decisiones de manera libre e
independiente».!1^!
El problema, para los comunitarios, es que esta libertad «mo­
derna» -libertad «negativa», como dijo Isaiah Berlin11^ !-, en la
medida en que se presenta como independiente de cualquier de­
terminación, tiene toda las probabilidades de ser, no solamente
formal!11^!, sino vacía de sentido. «Una libertad completa, es­
cribe Taylor, sería un espacio vacío en el que nada tendría valor,
en el que nada vale nada».!111! Toda voluntad de subordinar
la totalidad de los presupuestos de nuestra situación social a
nuestro poder de autodeterminación racional se circunscribe, al
hecho de que la exigencia de libre determinación de uno mismo
es indeterminada: ella «no puede dar ningún contenido a nues­
tros actos fuera de la situación que asignamos a los objetivos, y
que, por tanto, da forma a nuestra racionalidad y una inspira­
ción a nuestra creatividad». «Imaginar una persona incapaz de

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adhesiones constitutivas, concluye Sandel [...] no implica con­
cebir un agente idealmente libre y racional, sino imaginar una
persona totalmente desprovista de carácter y de profundidad
moral».!111!
La concepción liberal del «yo» supone igualmente que el uni­
verso está vacío de sentido. «Ligada a la idea de un individuo
(self) separado, escribe andel, se encuentra la visión del universo
moral que este individuo debe habitar. Contrariamente a las
concepciones griega clásica y cristiana medieval, el universo de
la moral deontológica es un lugar privado de toda significación
intrínseca, es un mundo «desencantado» por retomar el tér­
mino de Max Weber, es decir, un mundo sin orden moral obje­
tivo. Es, en efecto, solo en un universo vacío de todo telos, tal
como se lo representaban la ciencia y la filosofía del siglo XVII,
que es posibles concebir un sujeto independiente y anterior a
sus objetivos y fines [...] Cuando ni la naturaleza ni el cosmos
permiten la aprehensión de un orden dotado de sentido, son los
sujetos humanos los que deben construirse, por sí mismos, un
mundo de significados».!111!
La «posición original» de Rawls presupone, también, esta ima­
gen «descargada»!11^! de vínculos y compromisos, de un «yo»
despojado de todos sus atributos y dotado de una especie de es­
tatuto supraempírico. Reposa, por otro lado, sobre la idea de una
distancia permanente entre los valores que yo tengo y la per­
sona que soy realmente. En la concepción liberal del «yo» ex­
plica Sandel, decir que poseo tal o cual característica significa,
por un lado, evidentemente que esta característica es la mía y no
la de otro, pero también que existe, sin embargo, una cierta dis­
tancia entre ella y yo: ella es mía, pero ella no soy yo. De ello re­
sulta que, si yo pierdo esta característica, yo no dejo de ser el
mismo. El comportamiento «racional», desde esta perspectiva,
será entonces precisamente el que me llevará a razonar sin tener
en cuenta todas las características que son mías sin, por tanto,
ser yo mismo. Esto es lo que viene a decir John Rawls cuando
afirma que el «yo» es anterior a los fines él se da: la relación entre
el yo y sus fines está determinada solamente por la elección que
el individuo hace de sus fines. «Ningún rol, ningún compro­
miso, puede definirme como para hacer imposible compren­
derme a mí mismo sin él. Ningún proyecto puede ser tan esen­

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cial para mí como para cuestionar la persona que soy realmente.
Para el yo «descargado» (desescombrado), lo que cuenta por en­
cima de todo, lo que es más esencial para las personas, no son los
fines que nosotros elegimos, sino nuestra capacidad de elegir y
decidir».!11^! El sujeto ve entonces rechazada toda posibilidad de
estar ligado a una comunidad por compromisos que serían ante­
riores a sus elecciones: «Él no puede pertenecer a ninguna co­
munidad donde su «yo» mismo estaría en juego, porque tal una
comunidad -llamémosla constitutiva, y no simplemente coope­
rativa- comprometería también tanto la identidad como los in­
tereses de sus miembros».!11^ Pero, afirma Sandel, una tal con­
cepción contradice la percepción que teníamos de nosotros mis­
mos. Si el «yo» preexiste a sus fines, nosotros deberíamos, me­
diante la introspección, poder aprehender independientemente
los mismos. Por tanto, nosotros jamás aprehendemos como abs­
tracción pura. No hacemos ni podemos hacer más que en rela­
ción a las motivaciones y a los proyectos que nosotros sabemos
son constitutivos de nosotros mismos. Y es, por el contrario,
cuando el individuo está «descargado» (desescombrado), que
«no permanece en él nada con lo que pueda reflexionar sobre sí
mismo». La concepción liberal el sujeto hace finalmente que
todo verdadero conocimiento o comprensión de sí mismo sea
imposible. Ella prohíbe cualquier auténtica relación de ser a ser.
Si mis límites están predeterminados, mi «yo» no puede, en
efecto, comprender ni aprender nada a propósito de mí mismo
sino atendiendo a los fines que están fijados por sus elecciones y
decisiones. El «Yo mismo» es así situado fuera del alcance de la
experiencia, y deviene en un límite extraño a sí mismo.
A esta concepción instrumental del «yo», Michael Sandel
opone una concepción constitutiva en la que el «yo», lejos de
ser anterior a los fines que él se da, está por el contrario cons­
tituido por los fines que no son más que parte del objeto de sus
elecciones. La distancia entre las características que yo poseo y
la persona que yo soy es, de golpe, abolida: soy todo lo que me
constituye y no puedo hacer uso de mi razón sino sobre la base
de lo que soy. El «yo», en otras palabras, es siempre tomado en
un contexto del que no puede hacerse abstracción. Él está si­
tuado y encarnado. Por tanto, la comunidad no es simplemente
un medio para que el individuo realice sus fines, o incluso

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un simple marco de los esfuerzos que él despliega para buscar
sus mejores ventajas. Es el fundamento de las elecciones que
efectúa, en la misma medida en que contribuye también a for­
mar su identidad: las instituciones, los hechos sociales, las igle­
sias, la familia, los sistemas políticos y educativos, constituyen
a la persona desde la infancia. Desde esta perspectiva, escribe
Sandel, los individuos deben ser menos considerados «como
sujetos separados que tiene ciertas cosas en común, que como
miembros de una comunidad determinada que tienen rasgos
p articulare s».!111!
De ello resulta que el modo de vida sociohistórico es insepara­
ble de la identidad, tanto como la pertenencia a una comunidad
es inseparable del conocimiento de uno mismo, y que es impo­
sible apreciar en su justa medida el valor de un modo de vida
si no admitimos que la influencia que ejerce es constitutiva de
la identidad de los agentes. Esto significa, no solo que es a par­
tir de un modo de vida determinado que los individuos pueden
formular sus elecciones y decisiones (incluyendo las elecciones
opuestas a ese modo de vida), sino también que es ese modo
de vida el que constituye valores o no-valores que los indivi­
duos consideran o no como válidos. Por ejemplo, dice Sandel, si
yo pertenezco a una comunidad judía ortodoxa, entonces mis
elecciones en materia alimentaria estarán predeterminadas por
las reglas de por lo que mis opciones en cuanto a los alimentos
a estar predeterminado por las reglas del kashruú11^. «Además,
precisa Charles Larmore, ciertos modos de vida (costumbres
compartidas, vínculos geográficos y lingüísticos, ortodoxias re­
ligiosas) forman la noción misma de valor sobre lo que nosotros
nos basamos para hacer nuestras elecciones. Estos modos de
vida se convierten en nuestros estilos de vida, no porque noso­
tros los hayamos elegido, sino sobre todo porque ellos constitu­
yen las tradiciones a las que pertenecemos».!11^!
Si nuestros roles, nuestras afiliaciones y nuestros compromi­
sos son constitutivos de las personas que somos, añade Michael
Sandel, «si estamos en parte definidos por las comunidades
de los que formamos parte, entonces nosotros debemos estar
igualmente implicados en los objetivos y los fines que caracteri­
zan a esas comunidades».!1^ Idea también presente en Alasdair
Maclntyre, que propone una concepción narrativa de la perso­

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nalidad, donde el «yo» está «incrustado» o «encastrado» en una
historia de vida ordenada hacia un «telos» particular, e indiso-
ciable de una pertenencia específica. Esta concepción narrativa,
abierta, implica que el bien de los agentes siempre tiene alguna
relación con el bien de las comunidades donde comparten la his­
toria. «Nosotros nos aprehendemos siempre como portadores
de una identidad social específica, escribe Maclntyre. Yo soy el
hijo o la hija de otro, el tío o el primo de otro; yo soy ciudadano
de tal o cual villa; yo ejerzo tal o cual empleo o profesión; yo
pertenezco a tal clan, tal tribu, o tal nación. De ello se desprende
que lo que es bueno para mí también debe ser bueno para los que
comparten mi rol».ü^b «La historia de mi vida, continúa San-
del, está encastrada en la historia de las comunidades de las que
extraigo mi identidad -ya se trate de la familia o de la ciudad,
de la tribu o la nación, de la parte a la que yo me adhiero o de
la causa que yo defiendo. Desde el punto de vista comunitario,
estas historias, estos relatos, fundan una diferencia moral, y no
solamente una diferencia psicológica».!^
Sandel distingue con claridad el comunitarismo «constitu­
tivo» del comunitarismo «instrumental» o «sentimental». El
comunitarismo instrumental se limita a señalar la importancia
del altruismo en las relaciones sociales. El comunitarismo sen­
timental añade la idea de que son las prácticas altruistas las que
mejor permiten maximizar la utilidad de los medios. Pero estas
dos actitudes no son incompatibles con la teoría liberal. El co­
munitarismo «constitutivo», por el contrario, no posee ningún
carácter opcional, sino que reposa sobre la idea de que es simple
y totalmente imposible conceptualizar al individuo fuera de su
comunidad o de los valores y las prácticas que se expresan en
la misma, porque son estos valores y estas prácticas las que, en
principio, le constituyen en tanto persona. La idea fundamental
es entonces que el «yo» es más descubierto que elegido porque,
por definición, no se puede elegir lo que ya está predeterminado.
Por otro lado, la comprensión del «yo» equivale a descubrir pro­
gresivamente en qué consiste nuestra identidad y nuestra natu­
raleza. La cuestión esencial no es: ¿Qué debo ser yo, qué tipo de
vida debo llevar?, sino más bien: ¿Quién soy yo?.h^Ll
Sandel dice también que los individuos no son tanto ellos
mismos por deseo o necesitad que por ocupar un lugar en

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las comunidades que son, ellas mismas, unos «sistemas de
deseos» (y de necesidades) jerárquicamente ordenados. «Las di­
versas comunidades, escribe, pueden ser consideradas por tanto
como «sistemas de deseos», en el sentido de que ellas definen
«un orden o una estructura de valores compartidos parcial­
mente constitutivos de una identidad o de una forma de vida
común».!1^ !
Los comunitaristas afirman también que todo ser humano
está insertado en una red de circunstancias naturales que cons­
tituyen su individualidad y determinan, al menos en parte, su
concepción de la vida buena. Esta concepción, añaden, vale para
el individuo, no en tanto que ella resulte de una «libre elección»,
sino porque ella traduce las adhesiones y los compromisos que
son constitutivos de su ser. Tales alianzas, precisa Sandel, «ex­
ceden los valores con los que yo puedo mantener una cierta dis­
tancia. Ellas van más allá de las obligaciones que yo contraigo
voluntariamente y de los «deberes naturales» que yo tengo con
los otros seres humanos. Ellas son también exigencias mismas
de justicia que yo no he solicitado ni autorizado, no por el
hecho de los compromisos que he contraído o por las exigencias
de la razón, sino en virtud de esos vínculos y adhesiones más
o menos duraderos que, tomados en conjunto, constituyen en
parte la persona que yo soy».ü^ Desde esta perspectiva, nadie
toma decisiones a partir de una libertad absoluta, sino que todos
ejercen su libertad sobre la base de lo que les liga a los otros.h^l
Encontramos, evidentemente, en esta crítica, la clásica dis­
tinción entre la Sittlichkeit hegeliana y la Moralitat kantiana.
La Sittlichkeit se refiere a las obligaciones morales que tenemos
hacia la comunidad a la que pertenecemos, obligaciones que se
fundan en las costumbres, los usos y las normas en vigor en esta
comunidad; la Moralitat, son las obligaciones categóricas que
son míos, no como miembro de una comunidad determinada,
sino como individuo detentador de una voluntad racional En el
primer caso, no hay evidentemente oposición entre el ser y el
deber-ser, mientras que esta oposición surge inmediatamente
en el segundo, ya que la obligación categórica me impone rea­
lizar una acción moral que no se funda sobre ninguna contin­
gencia empírica. Hegel afirma la primacía de la Sittlichkeit, que
hace remontar a la antigua ética griega: la libertad y la felicidad

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florecen porque las normas y los fines que se expresan en la vida
pública permiten a los miembros de la ciudad atender a su telos.
De ahí que la definición de la comunidad como «sustancia ética»
y fuente de la vida espiritual, a la que Hegel añade la idea de que
estas normas y estos propósitos que operan en la vida pública,
también expresan la estructura ontológica de las cosas.h^d
Una auténtica comunidad no es pues una simple reunión o
adición de individuos. Sus miembros lo son en tanto que tienen
fines comunes, ligados a los valores o a las experiencias com­
partidas, y no solamente a los intereses privados más o menos
congruentes. Estos fines son fines propios de la misma comuni­
dad, y no objetivos particulares que se encontrarían presentes
en la mayor parte de sus miembros. En una simple asociación,
los individuos consideran sus intereses como independientes
y potencialmente divergentes los unos de los otros. Las rela­
ciones existentes entre estos intereses no constituyen pues un
bien en sí mismo, sino solo un medio para obtener los bienes
particulares buscados por cada uno de ellos. La comunidad, por
el contrario, constituye un bien intrínseco para todos los que
forman parte de la misma, afirmación que los comunitaristas
presentan, bien como una generalización psicológica descrip­
tiva (los seres humanos tienen necesidad de pertenecer a una
comunidad), o bien como una generalización normativa (la co­
munidad es un bien objetivo para los seres humanos).!1^ ! Como
escribe Roberto Unger, «hay dos formas distintas de concebir los
valores compartidos. En un caso, el hecho de que esos valores
son compartidos como resultado de la coincidencia de las pre­
ferencias individuales que, combinadas entre ellas, conservan
todos los rasgos característicos de la subjetividad individual. En
el otro, los valores compartidos son los valores del grupo, que
no son ni individuales ni subjetivos. Si partimos de las premi­
sas del pensamiento liberal, los valores compartidos no resultan
más que de la asociación provisional de fines que expresarían
solamente las preferencias subjetivas de aquellos que los com­
parten».11^
«La pertenencia o afiliación, observa por su parte Michael
Walzer, está en proporción de lo que los miembros de una comu­
nidad política se deban los unos a los otros, y de una persona a
otra. Y la primera cosa que ellos se deben consiste en garantizar

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su seguridad y su bienestar comunes. Esta constatación puede
también invertirse: el hecho de garantizar cualquier cosa que
sea común es importante porque ello nos permite medir el valor
de la pertenencia. Si nosotros no tuviéramos nada que aportar
a los otros, si nosotros no hiciéramos ninguna diferencia entre
miembros y no-miembros, nosotros tendríamos ninguna razón
para constituir y mantener las comunidades políticas».!111! No
hay entonces ninguna duda de que, para los comunitaristas, si el
hombre moderno de hoy en día no deja de buscarse a sí mismo,
es precisamente porque su identidad no está constituida por
nada.
*

En la opinión casi unánime de todos los que lo hemos


estudiado, el «movimiento» comunitarista es difícilmente cla­
sificare desde el punto de vista político. En algunos de sus as­
pectos, como la importancia que concede a las normas «premo­
dernas» y sus tradiciones, parece próximo a un cierto conser­
vadurismo republicano. Por otro lado, sin embargo, comparte
buen número de aspiraciones políticas del socialismo clásico, y
el hecho de que ponga los factores sociales por delante de las
determinaciones individuales explica, en ocasiones, la aproxi­
mación de los trabajos de sus representantes a los escritos del
joven Marx.!111! «En tanto que proyecto de reconstrucción so­
cial, estima Paul Piccone, el comunitarismo no está vinculado
ni a la izquierda ni a la derecha. En los años treinta, constituyó
un proyecto de izquierda en el que el New Deal fue el punto
culminante, mientras que en los años ochenta la derecha se
apoderó del mismo para traducirlo en los sucesivos éxitos elec­
torales que acompañaron a la «revolución» reaganiana. Hoy en
día, los dos grandes partidos apelan al mismo y a los valores
que encarna para dotar de un fundamento a sus programas
respectivos».!111! Michael Walzer ha observado, incluso, que «la
crítica comunitarista del liberalismo puede reforzar las viejas
desigualdades propias de los modelos de vida tradicionales o,
por el contrario, corregir las nuevas desigualdades producidas
por el mercado liberal y la burocracia estatal».!111!
La misma ambivalencia se encuentra al nivel de los autores.
Alasdair Maclntyre es un «conservador» de inspiración aristo-
télico-tomista, Roberto M. Unger un «anarquista» influenciado

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por Nietzsche, Charles Taylor ha pertenecido, durante mucho
tiempo, a la izquierda radical, mientras que Amitai Etzioni,
antiguo consejero de Jimmy Cárter y de Bill Clinton, se de­
clara «neoprogresista». En 1988, Michael Sandel exhortaba al
candidato demócrata Michael Dukakis a hacer de la idea de
comunidad uno de los principales temas de su campaña pre­
sidencial Unos años más tarde, la esposa del expresidente
Clinton y candidata demócrata, Hillary, se pronunciaba por
una «política de sentidos o significados» (politcs o f meaning),
tema lanzado por Michael Lerner, director de la revista judía
progresista Tikkun, que no estaba desprovista de rasgos co-
munitaristas.i11^ Sobre el plano sociológico, hay que tener en
cuenta la gran resonancia que los puntos de vista comunita-
rista han alcanzado en algunos medios feministas o en ciertos
defensores de los derechos de las minorías, y así también den­
tro del movimiento ecologista, como terreno privilegiado de
resistencia frente a las prácticas de las burocracias institucio­
nales y a la extensión de los mercados globales
Y, sin embargo, algunos puntos de convergencia aparecen
en los comunitaristas. Casi todos los comunitaristas cuestio­
nan la idea de «ciudadanía económica», que transforma las
sociedades en «espectadores que votan» y en consumidores
siempre deseosos de mejorar su posición sobre el mercado,
dando a los industriales la posibilidad de buscar un máximo
beneficio fuera de toda regulación y control democráticos. Casi
todos critican igualmente el centralismo, la burocracia esta­
tal y proponen diversas formas de democracia participativa.
El fondo de su mensaje es que, si no podemos devolver la
vida a las comunidades orgánicas ordenadas sobre la idea del
bien común y de los valores compartidos, la sociedad no ten­
drá otra alternativa que el autoritarismo o la desintegración.
Si algunos proponen revitalizar las tradiciones, mientras que
otros señalan ante todo la importancia de los bienes públicos
y de los equipamientos colectivos, muchos otros se reclaman
de un «republicanismo cívico» que se remonta a la Antigüedad
y que conoció su apogeo en las repúblicas italianas del fin de
la Edad Media, antes de jugar igualmente un papel importante
en las revoluciones francesa y americana. En los Estados Uni­
dos esta tradición toma prestados tanto a Maquiavelo y Han-

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nah Are(N. d. T.) como a Thomas JefFerson, Patrick Henry y
John Dewey.hni La idea de una necesaria reactivación de la
ciudadanía constituye el núcleo de este movimiento, junto a
una redefinición de la vida democrática centrada en la idea
de participación!111!, de reconocimiento y del bien común. «La
noción central del humanismo cívico, escribe Charles Taylor,
es que los hombres encuentren su bien en la vida pública de
una república de ciudadanos». El pensamiento comunitario pa­
rece entonces provocar un cuestionamiento del Estado-nación
y una renovación de la idea federalista.!111!
Chantal Mouffe afirma, por su parte, que la crítica de la
razón liberal «para todos aquellos que rehúsan creer que
las sociedades liberales democráticas capitalistas «realmente
existentes» representan el fin de la historia, constituye la
condición sine qua non de cualquier progreso de la democra­
cia».!1^ !

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III. LIBERALISMO E IDENTIDAD

A partir del siglo XVII, y especialmente del siglo XVIII; el con­


cepto de libertad se confunde con la idea de la independencia
del sujeto, ahora libre de asignarse a sí mismo sus propios fines.
Se espera que cada individuo determine libremente su bien por
el solo efecto de su voluntad y su razón. Este surgimiento del
individuo se opera bajo un doble horizonte: la devaluación de las
pertenencias comunitarias por encima del sujeto y el ascenso de
la ideología de lo Mismo.
La modernidad naciente no dejó de combatir a las comu­
nidades orgánicas, descalificadas regularmente como estructu­
ras que, estando sujetas al peso de la tradición y el pasado,
impedirían la emancipación humana. En este contexto, el ideal
de «autonomía», apresuradamente convertido en ideal de inde­
pendencia, implica el rechazo de cualquier raíz, pero también
de todo vínculo social heredado. «A partir de la Ilustración, es­
cribió Zygmunt Bauman, se consideró una verdad de sentido
común que la emancipación del hombre, la verdadera libera­
ción del potencial humano, exigía la ruptura de los vínculos de
las comunidades y que los individuos fueran liberados de las
circunstancias de su nacimiento».!1^ La modernidad está así
construida sobre la devaluación radical del pasado en nombre
de una visión optimista del futuro que se supone representa
una ruptura radical con lo que le había precedido (ideología
del progreso). El modelo que prevalece es el de un hombre que
debe liberarse de sus afiliaciones, no sólo porque éstas limitan
peligrosamente su «libertad», sino también y sobre todo porque
ellas están planteadas como no constitutivas de su yo.
Pero este mismo individuo, sacado así de su contexto de per­
tenencia, también se plantea como fundamentalmente similar a
cualquier otro, lo que es una de las condiciones para su plena in­
tegración en un mercado en proceso de formación. Suponiendo
que el progreso causa la desaparición de las comunidades, en­
tonces la emancipación humana pasa, no por el reconocimiento
de las identidades singulares, sino por la asimilación de todos
en un modelo dominante. El Estado-nación, por último, asume
cada vez más el monopolio de la producción de vínculos socia­
les. Según lo escrito por Patrick Savidan, en la visión moderna

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del mundo, «el otro se establece principalmente como lo mismo.
Esto significa que el otro es una persona como yo, un sujeto,
y que debemos, como tales, disponer de los mismos derechos.
Somos, en otras palabras, iguales, es decir, que el ser humano,
como ser humano, aparece como mi semejante. En esta perspec­
tiva, se opera una especie de reducción de la diferencia y una
promoción de la sem ejanza».!^
La dinámica liberal moderna arranca al hombre de sus víncu­
los naturales o comunitarios, sin tener en cuenta su inserción en
una humanidad particular. Vehicula una nueva antropología,
en la que el hombre debe, para ganar su libertad, desprenderse
de las costumbres ancestrales y los vínculos orgánicos, siendo
vista esta separación de la «naturaleza» como característica de
lo que es verdaderamente humano. El ideal ya no es, como
en el pensamiento clásico, conformarse en el orden natural;
se encuentra, por el contrario, en la capacidad de liberarse
de él.h^l La perspectiva liberal moderna se basa en una con­
cepción atomista de la sociedad como la suma de individuos
fundamentalmente libres y racionales, de los que se prevé que
actúen como seres desvinculados, libres de toda determinación
a priori, y susceptibles de elegir libremente las finalidades y
los valores para guiar sus acciones. «Cualesquiera que sean sus
divergencias, escribe Justine Lacroix, todas las teorías liberales
comparten un postulado universalista, en el sentido de que tien­
den a pasar por alto todo elemento empírico para elevarse a las
condiciones trascendentales de la posibilidad de una sociedad
justa, válidas para cualquier comunidad razonable»
«Una concepción liberal, confirma Alain Renaut, sitúa la hu­
manidad del hombre, no en los fines elegidos, sino en su capa­
cidad para elegirlos».!^ Esto significa que el hombre tiene sus
finalidades sin ser nunca poseído o determinado por ellos, que
el yo es siempre irreducible a lo que él elige ser, que el sujeto
es siempre independiente de las decisiones que toma, que siem­
pre permanece a distancia de su propia situación particular, en
conclusión, que es un ser que elige sus propósitos en lugar de
descubrirlos. La modernidad liberal plantea de este modo la an­
terioridad del yo, tanto en relación con sus finalidades como en
relación con cualquier pertenencia o filiación heredada. Esto es
lo que le lleva a apoyar también la prioridad de lo justo sobre

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el bien: «Mientras que la moralidad de lo justo corresponde con
los límites del yo y se centra en lo que nos distingue, señala Mi-
chael Sandel, la moralidad del bien corresponde a la unidad de
las personas y se centra en lo que nos une. En una ética deon-
tológica, donde lo justo es anterior al bien, esto quiere decir que
lo que nos separa es -en un sentido importante- anterior a lo
que nos une, y que esta anterioridad es a la vez epistemológica y
moral».!1^ !
En este nuevo panorama ideológico, la identidad corresponde
a la individualidad liberal y burguesa. Mientras tanto, la mo­
dernidad separa identidad singular e identidad colectiva, para
colocar a ésta última en un espacio de indistinción. «Es el reco­
nocimiento de una indistinción de derechos, constata Bernard
Lamizet, lo que hizo posible en la historia el reconocimiento de
esta diferencia fundamental entre la identidad singular, basada
además en el linaje y el origen, e identidad colectiva indistinta,
basada por otra parte en la pertenencia y en las formas de repre­
sentación de la sociabilidad [...] En este sentido, la universalidad
del derecho es un cuestionamiento radical del problema de la
identidad».11^ ! La filiación es replegada entonces a la esfera pri­
vada: «Desde el momento en que el modelo institucional se basa
en el reconocimiento de la indistinción, la filiación deja de tener
un sentido en la estructuración de las identidades políticas que
estructuran el espacio público».!1^!
Atacando desde el principio a las tradiciones y creencias, que
ella seculariza en el mejor de los casos, la modernidad arranca
a la cuestión de la identidad de cualquier «naturalidad», para
situarla ahora en el campo social e institucional de las prácticas
políticas y económicas que estructuran ahora de una manera
diferente el espacio público. Ella separa fundamentalmente el
orden biológico de la existencia y el orden institucional. El espa­
cio público moderno se constituye como un espacio de indistin­
ción, es decir, como un espacio donde las distinciones natura­
les de pertenencia y filiación son tenidas como insignificantes.
En el espacio público, nosotros no existimos como personas,
sino como ciudadanos con capacidades políticas intercambia­
bles. Este espacio público se rige por la ley. Cumplir con la ley,
es asumir la parte social indistinta de nuestra identidad. (No
obstante, hay que señalar que esta indistinción es aún relativa,

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ya que se limita a las fronteras dentro de las cuales se ejerce la
ciudadanía. Al distinguir una forma de gobierno de otra, la vida
política también distingue entre los espacios de pertenencia y
de sociabilidad.)
Desde que el espacio público es un espacio gobernado por la
indistinción, la identidad solo puede ser de carácter simbólico.
«Si nos situamos en el campo de la historia, de la política y de los
hechos sociales, constata todavía Bernard Lamizet, la identidad
no podría ser más que simbólica, ya que las individualidades se
confunden en la falta de distinción [...] Mientras que en el es­
pacio privado solo ponemos en representación las formas y las
prácticas que constituyen nuestra filiación, hacemos aparecer
en el espacio público las formas y representaciones de nuestras
relaciones de pertenencia y de nuestra sociabilidad que, de ese
modo, adquieren una consistencia simbólica y un significado
[...] Desde que forma parte de una dimensión simbólica, la iden­
tidad, en el espacio público, se funda como mediación: no funda
la singularidad del sujeto, sino su consistencia dialéctica de su­
jeto de pertenencia y de sociabilidad».!^
Para Hegel, la esencia humana reside en la autoconciencia. El
resultado, como Karl Marx observó en 1844, es que toda aliena­
ción de la conciencia humana no es más que alienación de la
autoconciencia. Esta es otra manera de decir que la alienación
atañe primeramente a la identidad: quien no tiene identidad
no podría ser consciente de sí mismo. Sin embargo, las grandes
ideologías modernas rara vez dieron importancia a este pro­
blema de la identidad.
Marx, por ejemplo, ignora en gran medida la dimensión es­
trictamente normativa de las luchas sociales, ya que permanece
ligado a una antropología de tipo utilitarista que le hace concebir
a las clases sociales principalmente como portadoras de un inte­
rés colectivo. En él, como lo constata Axel Honneth, «los sujetos
de una sociedad no están fundamentalmente concebidos como
actores morales, como titulares de una serie de reivindicaciones
normativas a las que corresponden ámbitos en los que se les in­
fligen perjuicios, sino como actores con un propósito racional a
los que se debería asignar ciertos intereses».!1^!
El mismo Freud siempre se mostró hostil a cualquier aprehen­
sión integral del psiquismo individual. Su teoría se construye

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alrededor del concepto de síntoma, noción construida en el in­
consciente, y por ello ajena al yo. El yo freudiano no tiene iden­
tidad personal específica. Freud no se interesa por la identidad,
sino por las identificaciones, que él interpreta bajo el ángulo de
la transferencia o de la proyección. La identificación, para él, es
ante todo un intento de lograr los deseos que no podemos admi­
tir, sobre todo en la época de la infancia y la adolescencia.!111!
La modernidad no se caracteriza, pues, solamente por la rele­
gación de las relaciones orgánicas y de los valores jerárquicos,
con la consiguiente sustitución del honor por la dignidad. No
se limita tampoco a desacreditar la pertenencia a comunidades
tradicionales, que interpreta como vestigios arcaicos o tensio­
nes irracionales, ni a relegar las diferencias en la esfera privada,
donde ellas no pueden crecer ya que el lugar del reconocimiento
es la esfera pública. También se construye en la exclusión del
tercero y en la reducción de la diversidad. Supresión de las
castas y los Estados con la Revolución, homogeneización de las
reglas del lenguaje y del derecho, erradicación progresiva de
modos de vida específicos relacionados con el hábitat, con la
profesión, con el medio social o la creencia, indistinción cre­
ciente de los roles sociales femeninos-masculinos: toda la his­
toria de la modernidad puede ser leída como la historia de un
despliegue continuo de la ideología de lo Mismo. En todas las
áreas, incluso (recientemente) dentro mismo del espacio de la
filiación, hay un aumento de la indistinción, un proceso que
culminará con la globalización. La modernidad ha eliminado
todos los estilos de vida diferenciados. Los antiguos vínculos
orgánicos se han disuelto. Se ha atenuado la diferencia de gé­
nero. Los roles dentro de la familia han sido ellos mismos al­
terados. Todo lo que queda son desigualdades cuantitativas -el
poder adquisitivo- acerca de la posibilidad de acceder al modo
dominante de vida. El resultado es el que ha descrito Marcel
Gauchet: «La pertenencia colectiva [...] tiende a ser impensable
para los individuos, en su voluntad de ser individuos, mientras
que dependen de ello más que nunca».!11^! ¿Quién soy? ¿Quiénes
somos? Estos son los temas fundamentales acerca de los cuales
la modernidad, constantemente, ha oscurecido u obstaculizado
la respuesta.

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Pero, por supuesto, este aumento de la indistinción también
ha entrañado reacciones. La diferenciación de los sujetos y de
los objetos estructura inevitablemente la percepción del espa­
cio, la sociedad indistinta suscita un malestar, porque se percibe
como caótica y sin sentido. Éste es el por qué, de cómo la globa-
lización, al mismo tiempo que homogeneiza las culturas, tam­
bién causa fragmentaciones sin precedentes, el ascenso de la
ideología de lo Mismo ha hecho aparecer un cuestionamiento de
la identidad que seguidamente ha estimulado constantemente.
Durante los últimos dos siglos, éste ha tomado diferentes for­
mas. Ya hemos hablado de la revolución «expresivista,» que dio
nacimiento a una búsqueda de «autenticidad». También se debe
evocar igualmente la forma en cómo las afiliaciones sociales y
nacionales modernas fueron capaces de responder a este cues­
tionamiento.
La valorización del trabajo, apoyada inicialmente por la bur­
guesía como reacción contra una nobleza estigmatizada como
adherida a los valores de la gratuidad, y por lo tanto como «im­
productiva», proporciona un primer sustituto de la identidad. El
logro individual dentro de una división industrialmente organi­
zada del trabajo será, sin duda, el objeto de un deseo de reconoci­
miento, basado en particular en la posesión de un empleo y en el
orgullo del «trabajo bien hecho».h^ Pero la nueva división social
también va a transformar la clase social en sustituto de identi­
dad colectiva. En el siglo XIX, la lucha de clases juega un papel
identitario que ha sido demasiado subestimado. La pertenencia
de clase sirve como un estatus (siendo el status la identidad del
sujeto tal como resulta de una institución), y las clases se dotan
de una cultura específica. La lucha de clases permite cristalizar
nuevas identidades, en la medida en que la clase no se define
solamente por una actividad socio-económica, sino también por
una referencia antropológica a las bases naturales de la sociedad.
«La existencia de las clases, dice Bernard Lamizet, constata el
carácter conflictivo y dialéctico de las diferencias entre las mem-
bresías dentro del espacio público».!^
Injertada o no en la lucha de clases, la vida política también
permite adquirir a los individuos, como ciudadanos esta vez,
una identidad de recambio. Las identidades políticas, al menos
inicialmente, también darán lugar a culturas específicas, man­

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tenidas dentro de ciertas familias sociológicas. La institución
del sufragio universal responderá ella misma a una demanda
identitaria: «Poder votar no es otra cosa que poder dar un con­
tenido a la identidad política de la que se es portador».!1^! En
cuanto a las luchas y conflictos políticos, ellos tienen una di­
mensión claramente identitaria, «ya que ponen la identidad de
los actores sociales a prueba en el espacio público».!^
Las identidades de clase, así como las identidades políticas e
ideológicas, sin embargo, sólo son identidades sectoriales, que
compiten entre sí. A su lado, y por encima de ellas, van a consti­
tuirse identidades colectivas más inclusivas: las identidades na­
cionales. Constatando que el desarrollo del capitalismo ha dado
lugar a una masificación que ha provocado una «crisis de la
identidad colectiva», Jean-Pierre Chevénement no hace mucho
creía que «el ser social necesita encarnarse tal como la persona
necesita de un cuerpo».iL5Zl En el siglo XIX, esta necesidad de
«encarnación» hará nacer el movimiento de las nacionalidades
y de todas las formas modernas de nacionalismo, basadas en la
idea de que «la unidad política y la unidad nacional deben ser
congruentes» (Ernest Gellner).
El nacionalismo aparece por ello como uno de los frutos típi­
cos de la modernidad. Pero el nacionalismo no es solamente un
fenómeno político. Se nutre de un imaginario donde se mezclan
historia, cultura, religión, leyendas populares, etc. Todos estos
factores son revisados, idealizados y transfigurados para lograr
una narración coherente y legitim adora.!^ Según lo escrito por
Chantal Delsol, «cada pueblo se identifica en la historia con va­
lores o modelos característicos. Si estos valores o estos modelos
se desmoronan, la misma identidad se ve amenazada».11^ ! Los
valores y los modelos jugarán pues un papel de proveedores de
identidad, junto a los «grandes relatos» que hemos visto desa­
rrollarse en los días de las «sociedades disciplinarias» (Michel
Foucault): Relato del Estado-nación, relato de la emancipación
del pueblo trabajador, relato de la religión del progreso, etc.
La distinción clásica entre «naciones cívicas» y «naciones ét­
nicas» -o, retomando los términos de Friedrich Meinecke, entre
naciones «políticas» y naciones «culturales»- aparece relativa­
mente ficticia en este sentido, no sólo porque la mayoría de las
sociedades nacionales combinan los dos principios en propor­

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ciones variables, sino también porque el Estado se ocupa princi­
palmente de la sociedad y porque todas las sociedades humanas
son sociedades de cultura.!1^ Cualesquiera que hayan podido
ser aún además sus caracteres políticos propios, ninguna na­
cionalidad jamás ha escatimado en utilizar mitos nacionales.
Bajo la monarquía, los franceses sucesivamente han querido (o
creído) ser los herederos de los troyanos, de los francos y de los
galos. Después de la Revolución, cuando se definió la nación en
términos puramente políticos, ignorando cualquier aspecto pre­
político, anterior al contrato cívico, las creencias fundacionales
de la identidad nacional conservaron todo su poder. En la era de
la secularización, han constituido una compensación al debili­
tamiento de las creencias puramente religiosas, a veces dando
a luz verdaderas religiones seculares.!1^1! El «nacionismo» con­
temporáneo vanamente confía basarse en el ideal político del
Estado y la ciudadanía, sería un error creer que los valores
políticos abstractos son suficientes para formar una identidad
común y, lo más importante, que son suficientes para exigir
a sus miembros los sacrificios que puedan tener que hacer en
ocasiones. Tales exigencias sólo se pueden hacer si los vínculos
de la ciudadanía se perciben como un verdadero «patrimonio
inmediatamente común», basado en una identificación con una
misma comunidad histórica, fundada ella misma en ciertos va-
lores.h^l Los mitos, leyendas, epopeyas, narraciones fundado­
ras, siempre juegan el mismo papel: todas son como mediacio­
nes simbólicas que basan la sociabilidad en la transmisión de un
«conocimiento» común o de una creencia compartida.
Este «conocimiento común», por supuesto, incluye gran parte
de fantasía. Muy a menudo, trasplanta a realidades históricas
indiscutibles interpretaciones gratificantes, proyecciones idea­
lizantes perfectamente arbitrarias.!1^ ! La fantasía más fuerte es
la fantasía del origen, que es también una fantasía de pureza:
en un principio, todo era claro y simple, aún no agobiados
por la pesada complejidad de la historia realmente acontecida.
Fantasía de la edad de oro. La misma hermenéutica transforma
de manera similar eventos o héroes considerados fundadores.
Arminius y Vercingétorix, Carlos Martel, Clovis o Juana de Arco,
por nombrar algunos, no tuvieron nunca en la realidad, obvia­
mente, el papel central o la importancia crucial que la imagina­

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ción moderna les ha asignado. Las batallas de Poitiers, Bouvines
o Valmy tampoco fueron grandes batallas que habrían cam­
biado el curso de la historia, algo que no ha impedido que se las
haya considerado como «fundadoras».
En estas condiciones, las críticas de la identidad nacional tie­
nen la buena intención de querer «restablecer la verdad histó­
rica». Su error es no ver que, si la identidad nacional muy a me­
nudo nace de la imaginación, este imaginario es indispensable
para la vida del grupo. También es un error creer que se apagará
el sentimiento identitario mostrando la parte de fantasía que
comporta. La «fantasía» en cuestión se tendría que comparar
con el mito. El mito es activo, no tanto porque sólo sea un mito,
sino más bien porque lo es. La creencia bien puede ser falsa en
cuanto a su propósito, pero no se convierte en menos «real» por
lo que evoca en el individuo o grupo, o por lo que ella le ofrece.
Este es el error de un Marcel Detienne cuando se burla de la
afirmación de lo indígena en un libro que, al modo de Fernand
Braudel, se dedica a presentar a los antiguos griegos como
protodiscípulos de Barres No tiene problemas para demos­
trar cómo los griegos, a través de mitos complejos e historias
escabrosas, se inventan una ascendencia imaginaria. Pero se
equivoca cuando piensa que ha demostrado algo. Si bien es
cierto que nadie puede ser considerado como indígena, siem­
pre y cuando retrocedamos lo suficiente en el tiempo, el hecho
es que la convicción de ser o no ser aborigen puede estructurar
la conciencia y normalizar los comportamientos. Como señala
Leszek Kolakowski, «si los griegos, los italianos, los hindúes, los
coptos o los chinos de la actualidad sinceramente sienten que
pertenecen al mismo grupo étnico que sus antepasados más le­
janos, no les podemos convencer de lo contrario» ü^l
Durkheim fue uno de los primeros en hablar de «conciencia
colectiva». Fourier, se refería a la «puesta en común de las pa­
siones». Con fecha más reciente, el papel de la imaginación en la
auto-representación dentro de los grupos fue investigado tanto
por Gilbert Durand (mitopoética u antropología estructural)
como por algunos psicoanalistas de la escuela inglesa, discípu­
los de Mélanie Klein.ü^l El imaginario colectivo es una realidad:
el grupo se estructura mediante representaciones e imágenes
comunes. Todos los pueblos, todas las naciones, por tanto, dis­

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ponen de una serie de creencias acerca de sus orígenes o su
historia. Que estas creencias se refieran a una realidad objetiva,
a una realidad idealizada o a un «mito», no tiene importancia.
Basta que ellas evoquen o representen un exordium temporis, un
momento fundacional. La Iglesia Católica siempre se ha legiti­
mado a sí misma como un cuerpo místico, y es esta legitimidad
la que le ha permitido atravesar los siglos, independientemente
de la calidad moral de sus representantes y de la evolución de
sus dogmas.
En los siglos XIX y XX, la dialéctica de la pertenencia na­
cional y de la pertenencia de clase ha sido particularmente
compleja. Durante la guerra de 1914-18, la primera, como sa­
bemos, se impuso a expensas de la segunda. Los derechistas
han visto generalmente esto como prueba de que la nación po­
seía una realidad más profunda, más sustancial que la clase,
una conclusión que solo se impone a medias, como veremos
a continuación. No se puede ignorar también que la identidad
nacional ha sido, con el derecho a voto, el Estado del bienestar
y el sistema fordista, uno de los procesos con los que la Forma-
Capital, a saber, los dueños de la economía-mundo capitalista,
ha tratado de domesticar a las «clases peligrosas». Exaltar la so­
lidaridad nacional fue una manera de frenar la lucha de clases
(o «trascenderla», tal como quisieron hacer los fascismos, ima­
ginándose falsamente que era posible poner a la burguesía al
servicio de la nación). Es cierto que, en esa época, el capitalismo
todavía tenía una dimensión nacional, y que el liberalismo, en
principio hostil al Estado, no fue el último en contribuir a la
edificación de un espíritu nacional. En el origen, recordémoslo,
la nación no era una categoría tomada de los conservado­
res; también era rechazada por el socialismo intemacionalista.
«Sólo los liberales veían en la nación una expresión apropiada
de la suma de las voluntades individuales», escribió Immanuel
Wallerstein.ü^d Es sólo en un segundo tiempo que los conser­
vadores primero, y luego los socialistas se unirán a esta nueva
forma política.

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IV. LA FIGURA DEL BURGUES

Escarnecido, denunciado, ridiculizado durante siglos, ya nadie


parece hoy cuestionar al burgués. Pocos son quienes le de­
fienden, escasos quienes le atacan abiertamente. Tanto en la
derecha como en la izquierda parece ahora considerarse que re­
sulta como anticuado o convencional interrogarse críticamente
sobre la burguesía. «Ha desaparecido el modelo del burgués vi­
lipendiado, mientras que, hace apenas diez años, la simple pa­
labra «burgués» resultaba claramente peyorativa -constata la
socióloga Beatriz Le Wita. Se ha convertido en una palabra
tranquilizadora». Sin embargo, lejos de ser una clase en vías de
desaparición, como opina imprudentemente Adelina Daumard,
la burguesía parece hoy corresponder a una mentalidad que lo
ha invadido todo. Si ha perdido su visibilidad, es simplemente
porque ya no se la puede casi localizar. «El burgués ha literal­
mente desaparecido -se ha podido decir recientemente-, ha de­
jado de existir, se ha convertido en el Hombre personificado, y
el término casi ya sólo lo emplean algunos dinosaurios a los que
acabará matando su propia ridiculez.» La palabra, dicho de otro
modo, habría perdido su contenido... por tenerlo en demasía.
Y, sin embargo, observa Jacques Ellul: «Formular esta inocente
pregunta: «¿quién es burgués?» provoca tan grandes excesos en
los más razonables, que no puedo creerla inerme y carente de
peligro». Intentemos pues plantear tal pregunta sobre nuevas
premisas: describiendo, en primer lugar, y a grandes rasgos, la
historia de la constitución y el auge de la clase burguesa.
*

En Francia, el auge de la burguesía lo debe todo a la dinastía


capeta, que se alía con ella para liquidar el orden feudal. Las
grandes invasiones concluyen en el siglo XI. Durante los dos si­
glos siguientes se afirma el movimiento comunal: las comunas,
que son asociaciones de «burgueses» de las ciudades, perciben
el sistema feudal como una amenaza contra sus intereses ma­
teriales. Más o menos por doquier, los burgueses, que no son ni
nobles ni siervos, pero son hombres libres, piden situarse bajo
la autoridad del Rey para dejar de estar sometidos a sus señores.
Rebelándose contra la aristocracia, «reconocen» al Rey y «desco­
nocen» al señor; es decir, le piden al Rey que les otorgue «cartas

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de burguesía» a fin de liberarse de sus antiguas obligaciones. La
monarquía capeta, rival de los feudales, apoya este movimiento
y crea los «burgueses del Rey». Desde el siglo XII sostiene que se
podrán recurrir ante sus tribunales las sentencias pronunciadas
por los señores.
También priva a la nobleza del derecho de recaudar impues­
tos. Establece paralelamente una jurisdicción más homogénea,
basada en un derecho racional, derivado del derecho romano, en
detrimento del derecho consuetudinario. En otras partes de Eu­
ropa, donde la «revolución mercantil» es más intensa, los mer­
caderes no vacilan en alzarse contra las autoridades locales que
limitan sus prerrogativas (así ocurre en Colonia en 1074 o en
Brujas en 1127).
Si la burguesía apuesta por el Estado en vías de formación, es
evidentemente porque se presenta como el mejor instrumento
para favorecer su ascenso. Además, al estar más alejado, el
nuevo Estado constituye una autoridad más abstracta, más
impersonal. Gracias a él, los burgueses consolidan sus intere­
ses, obteniendo franquicias comerciales y profesionales que les
permiten librarse, en cierta medida, de las imposiciones reli­
giosas o políticas. El Estado, por su parte, espera ante todo que
la burguesía le proporcione medios financieros. Pero, al ase­
gurar la promoción de la misma, también intenta destruir los
vínculos feudales que obstaculizan su poder. Este movimiento
se acelera singularmente en la época de la Guerra los Cien Años
(1346-1452). Para participar en la guerra, los señores tienen,
en efecto, que vender un mayor número de sus bienes, así como
sus derechos sobre las personas. La burguesía se beneficia de
ello. Al lado de la economía señorial se crea de tal modo un
nuevo sector económico, liberado de las imposiciones feudales,
el cual va a evolucionar hacia el capitalismo. Apoyándose en la
burguesía, el monarca capeto crea, a la vez, el reino y el mer­
cado, emprendiendo así un proceso de unificación de Francia
que concluirá, en cuanto a lo esencial, a finales del siglo XVI.
El sistema feudal se desmorona definitivamente a comienzos
del siglo XVI. En la misma época, el advenimiento de la arti­
llería priva a los castillos de su utilidad militar. Mientras que
la antigua aristocracia terrateniente empieza a empobrecerse,
se acentúa la osmosis entre la burguesía y la dinastía capeta.

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La monarquía recluta a sus consejeros en la clase burguesa, al
tiempo que establece la venalidad de los cargos: mediante el
pago de un derecho, el cargo se hace hereditario. Mientras la no­
bleza quedaba diezmada en la guerra, o languidecía desocupada
en la Corte o en sus tierras, las burguesías dinerarias -escribe
Lucius- se hicieron dueñas del Estado».
Paralelamente, el Estado intenta por todos los medios aumen­
tar al máximo sus ingresos financieros y fiscales. Desde el siglo
XIII emprende unas primeras actividades «capitalistas» basadas
en la racionalización y la intervención a ultranza. Descendiente
de varias generaciones de mercaderes, Colbert dirá: «Todo el
mundo, me parece, estará de acuerdo en reconocer que la gran­
deza y la fuerza de un Estado se miden únicamente por la canti­
dad de dinero que posee». Para conseguirlo, el Estado desarrolla
el comercio a gran escala y extiende el mercado a un espacio
«desfeudalizado», que la uniformización de las normas jurídicas
ya ha hecho homogéneo. Como los intercambios intracomuni-
tarios no mercantiles, basados en lazos de mutua dependencia
personal, resultan fiscalmente inaprensibles, el Estado se dedica
a reducirlos.
El mercado moderno, en efecto, no se deriva en absoluto de
una expansión «natural» de los mercados locales, sino de los
«incentivos sumamente artificiales» (Polanyi) elaborados por el
poder público. «La historia económica -escribe Karl Polanyi-
revela que los mercados nacionales no surgieron en absoluto
porque la esfera económica se emancipara progresiva y es­
pontáneamente del control gubernamental. Por el contrario, el
mercado fue la consecuencia de una intervención consciente y
a menudo violenta del Estado, el cual le impuso a la sociedad,
con fines no económicos, la organización mercantil.» Pero la for­
mación del mercado, posibilitada por el desmantelamiento del
sistema feudal, también implica que se generalice el sistema
del valor de cambio, en cuyo seno el individuo se ve cada vez
más obligado a buscar tan sólo su interés privado. Al dedicarse
a instaurar la «libertad industrial», la monarquía arremete, así
pues, contra las solidaridades orgánicas, tradicionales. Su poder
se ejerce ahora sobre súbditos, y ya no sobre grupos autóno­
mos. De tal modo, desvincula al individuo de sus allegados,
poniendo en marcha un proceso que la Revolución se limitará a

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radicalizar. El Estado-nación se construye al mismo ritmo que el
mercado, mientras que la burguesía prosigue su irresistible as­
censo. «Individualismo y estatismo -dirá Durkheim- marchan
de consuno».
Numerosos autores han resaltado esta estrecha relación entre
individualismo, Estado-nación y advenimiento del mercado. «El
mercado es, ante todo, un modo de representación y estructura­
ción del espacio social -destaca Pierre Rosanvallon- [...]. Desde
este punto de vista, el Estado-nación y el mercado remiten una
misma forma de socialización de los individuos en el espacio.
Ambos sólo son pensables en el marco de una sociedad ato­
mizada, en la cual al individuo se le considera autónomo.» En
esta perspectiva se ha de situar la acción del Estado capeto para
disolver, con la ayuda de la burguesía, las relaciones sociales
heredadas del feudalismo. El Estado «no hará otra cosa que des­
truir metódicamente todas las formas de socialización interme­
dias propias del mundo feudal y que constituían comunidades
naturales [...] relativamente autosuficientes: clanes familiares,
comunidades campesinas (que juegan entre los campesinos el
papel que el linaje desempeña entre los nobles), corporaciones,
gremios, hermandades, etc.». Idéntica observación en Pilles Li-
povetsky: «Es la acción conjugada del Estado moderno y del
mercado lo que posibilitó la gran quiebra que nos separa para
siempre de las sociedades tradicionales, la aparición de un tipo
de sociedad en la cual el hombre individual se toma por fin úl­
timo y sólo existe para sí mismo». Así es como cabe plantear la
equivalencia de estos tres términos: burguesía, capitalismo, mo­
dernidad. Interrogarse sobre el surgimiento de la clase burguesa
equivale a sacar a la luz las raíces de la modernidad.
En el siglo XVI, los grandes descubrimientos liberan a Europa
de la dependencia de Oriente respecto a los metales preciosos,
y le dan al Atlántico una importancia decisiva. Parecen, sobre
todo, abrir la posibilidad de una dilatación infinita de la riqueza
apropiable, de una expansión ilimitada. Se desterritorializa la
actividad económica, y las grandes compañías comerciales ad­
quieren, con toda legalidad, auténticos poderes de piratería (el
intercambio de mercancías con los indígenas se reduce a un co­
mercio impuesto). La pasión del oro se combina con el espíritu
empresarial. Empieza el auge del gran capitalismo. Se abren más

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o menos por doquier bolsas mercantiles. La de Amberes, fun­
dada en 15 31; lleva en su frontón: «A los mercaderes de todas las
naciones».
Pero es en realidad desde el siglo XVI cuando el dinero
empieza a desempeñar un papel esencial. Erasmo («Pecunice
obediunt omnia»)ü^sl se afligirá, al igual que Hans Sachs («Gelt
is auff erden der irdisch gott»).ü^l La sociedad feudal estaba
completamente estructurada por la noción del bien común:
los gremios y corporaciones tenían que contraer el solemne
compromiso de someterse a sus exigencias. Se reconocía el de­
recho de propiedad no como un derecho en sí o como un de­
recho absoluto, sino por razones prácticas y contingentes (las
riquezas podían ser mejor gestionadas por particulares que por
colectividades) y siempre dentro de ciertos límites. El cálculo
económico, dicho de otro modo, sólo constituye un mal menor.
Por lo demás, se aspira poco a la exactitud: «Constituye una
idea específicamente moderna la de que las cuentas tienen que
ser necesariamente exactas» (Sombart). El dinero, por último,
no existe sino para ser gastado: «usus pecunice est in emissione
ipsius» [el uso del dinero consiste en gastarlo] (Tomás de
Aquino).iL^l «Se considera -escribe Pierre Lucius- que consti­
tuye una vergonzosa pasión perseguir la ganancia por la ga­
nancia, el lucrum in infinitum, la especulación y el manejo del
dinero. La Edad Media era severa para comprar y revender con
beneficio algo cuyo valor de uso no se hubiera aumentado con
el trabajo. Le parecía que entonces el beneficio no quedaba jus­
tificado mediante ningún servicio prestado por el vendedor al
comprador. En virtud de este mismo principio es por lo que la
Iglesia condena el préstamo con interés.» Ahora bien, conforme
se va afirmando la burguesía, se asiste al respecto a un auténtico
vuelco de valores La evaluación contable se hace fundamental.
La codicia de la ganancia se considera en lo sucesivo una virtud.
En su tratado de Economía política, dedicado a Luis XIII, An-
toine de Montchrétien proclama que el enriquecimiento consti­
tuye un fin en sí mismo: «La dicha de los hombres consiste, por
encima de todo, en la riqueza».
La actividad económica cambia entonces de naturaleza. Era
empírica, y pasa a ser racional. Tenía que satisfacer los fines
humanos, y es el hombre quien tiene ahora que plegarse a sus

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dictados. Era fundamentalmente una economía de la demanda
y del uso, y se transforma en economía de la oferta y del inter­
cambio. Además, cuanto más se extiende el mercado, tanto más
se hace sentir la necesidad de las intermediaciones económicas,
y más se incrementa el papel del mercader, es decir, el de ese
elemento de la clase económica que se interesa ante todo por
el aspecto cuantitativo de la producción. «El comercio -subraya
Werner Sombart- ha acostumbrado al hombre a orientar su es­
píritu hacia la cantidad, a concentrar su atención e interés en
el aspecto cuantitativo de las cosas [...]. El mercader renuncia
muy pronto a la evaluación puramente cualitativa, y ello por la
simple razón de que ningún vínculo orgánico le une a los objetos
o a los bienes que vende o compra [...]. El mercader [...] sólo ve en
los objetos de su comercio objetos de intercambio, lo cual consti­
tuye otra razón de su evaluación puramente cuantitativa de las
cosas».
La Reforma implica un viraje de capital importancia. Mien­
tras que Lutero combate vigorosamente al capitalismo naciente,
Calvino se dedica, por el contrario, a hacerlo compatible con la
moral cristiana: los puritanos de Inglaterra y Holanda, y luego
de América, verán en la abundancia de beneficios una señal de
la elección divina. Pero la Iglesia católica, pese a negarse a con­
ceder al dinero un valor en sí, también contribuyó al auge del
capitalismo burgués. Por un lado, desarrolla una cierta idea del
valor-trabajo (el hombre está en la tierra para trabajar, y para
trabajar cada vez más): al denunciar la «inactividad» (otium),
respalda la no inactividad, es decir, el neg-otium, el «negocio».
Toda su moral, por otra parte, se sustenta en la idea de una
racionalización de los comportamientos: es pecado en el orden
de las actividades humanas todo lo que se opone a las exi­
gencias de la razón. Es por ello por lo que Tomás de Aquino
condena, al mismo tiempo que la «ociosidad» (otiositas), todo lo
que corresponde al ámbito del «exceso» y de la pasión. «Si que­
remos hacernos una muy exacta idea del papel que ha podido
desempeñar la religión católica en la formación y el desarrollo
del espíritu capitalista -escribe Sombart-, es preciso destacar
que la idea fundamental de racionalización ya era por sí misma
susceptible de favorecer la mentalidad capitalista, la cual, como
sabemos, es totalmente racional y finalista. La idea del lucro y

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del racionalismo económico no significa, en el fondo, más que la
aplicación a la vida económica de las reglas que la religión pro­
ponía para la vida en general. A fin de que el capitalismo pudiera
expandirse, el hombre natural, el hombre impulsivo, tenía que
desaparecer, y la vida, en lo que tiene de espontáneo y original,
tenía ceder el sitio a un mecanismo psíquico específicamente ra­
cional: en suma, para desarrollarse, el capitalismo tenía que dar
un vuelco, efectuar una transmutación de todos los valores. Es
de este vuelco, de esta transmutación de los valores, de donde
ha surgido este ser artificial e ingenioso que se denomina homo
ceconomicus.
Es en este nuevo clima en el que se desmorona la repre­
sentación medieval del mundo. Sucediendo al nominalismo, el
cartesianismo induce una relación con lo sensible radicalmente
transformada. Se divorcian el espíritu y la materia, al igual que
lo divino y lo mundano, el cosmos y la vida. El fondo de lo real se
hace discontinuo. El mundo, ya «desencantado», se transforma
en un objeto del que es posible apoderarse mediante la activi­
dad racional, en un objeto al que se puede «arrasar». El mundo
se convierte en una cosa repleta de cosas. Cosas que son todas
evaluables y calculables. Cosas que tienen un precio, es decir, un
valor de cambio, en función de la oferta y de la demanda que la
escasez determina.
Antaño, la personalidad se constituía sobre un fondo de perte­
nencia: aspirando a la excelencia, el individuo trataba de ilustrar
y a la vez continuar lo que le había precedido. Su forma de conce­
bir el mundo implicaba, pues, una cierta valorización del origen.
A partir de ahora, lo novum adquiere valor por sí mismo. El espí­
ritu empresarial, al desarrollarse, implica una orientación hacia
el futuro (diseño de un plan), al mismo tiempo que un cierto
grado de libertad respecto a las imposiciones que en el presente
se derivan del pasado. Además, la propia actividad económica
se plantea como algo ilimitado: cualquier economía capitalista
tiene la obligación de trabajar más allá de las necesidades para
suscitar constantemente otras nuevas. Se tiene, pues, que cam­
biar el mundo creando en él constantes novedades. Lo óptimo se
reduce entonces a lo máximo, lo mejor se confunde con lo más.
Obsesión del trabajo, del cambio, de la incesante «movida». Se
tiene que transformar el mundo mediante el hacer, ya sea finan­

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ciero, industrial o técnico. Desde esa época, escribe Jacques Ellul,
«lo que caracteriza a la burguesía, mucho más que la propiedad
privada, es el ingente trajín, el inacabable barullo que le impone
a la sociedad. Es la puesta al trabajo de todo un mundo. Es la
sucesión de las revoluciones para lograr imponer o elaborar un
régimen político ideal. Es el trastorno de las estructuras econó­
micas y, en un plazo prodigiosamente breve, el establecimiento
de nuevas estructuras; es la conquista de la tierra entera».
En los siglos XVII y XVIII, el burgués inventa la idea de que
estamos en la tierra para ser «felices», una idea que pronto
parecerá lo más natural del mundo. El auge de las industrias
y las técnicas permite pensar que la felicidad está al alcance
de la mano; que basta, para conseguirla, suprimir los últimos
obstáculos heredados del pasado. La humanidad se encuentra
de tal modo lanzada a una irresistible marcha hacia delante. La
felicidad, por su parte, es concebida ante todo como un bienes­
tar material (comodidad y seguridad), dependiente de las con­
diciones externas sobre las que, precisamente, es posible actuar.
Uno será más feliz cuando la sociedad sea «mejor». La ideología
de la felicidad se une, de tal modo, a la ideología del progreso,
que constituye su aval.
El progreso consiste, ante todo, en el constante desarrollo
económico y en todo lo que se supone que éste trae consigo.
El desarrollo ya no constituye una maduración tendente a la
plenitud, ni al cumplimiento de una norma o de una finalidad.
El desarrollo es una indefinida adición de cantidades finitas. El
desarrollo aspira a «alcanzar un estado que no es definido por
nada, salvo por la capacidad de alcanzar nuevos estados» (Cor-
nelius Castoriadis). La burguesía, con otras palabras, reintegra
lo infinito en el mundo: lo mejor de ayer sólo es un «menos» al
lado de lo que vendrá. Pero, por ello mismo, al situar lo infinito
en el mundo material, la burguesía, pese a su referencia formal
a la religión, crea las condiciones de una clausura espiritual. Es
lo que ha observado muy atinadamente Nicolás Berdiaev: «El
burgués, en el sentido metafísico de la palabra, es un hombre
que sólo cree en el mundo de las cosas visibles y palpables, que
sólo aspira a ocupar en este mundo una situación segura y esta­
ble [...]. Lo único que toma en serio es la fuerza económica [...].
El burgués vive en lo finito, teme las prolongaciones hacia lo

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infinito. El único infinito que reconoce es el del desarrollo eco­
nómico». Y Berdiaev concluye: «Es el burgués quien crea el reino
de las cosas, las cuales le gobiernan y dominan». En un mundo
transformado en objeto, el hombre está llamado a convertirse él
mismo en una cosa.
Durante mucho tiempo, la burguesía sacó ventaja de su
alianza con la monarquía. Pero en el curso de la historia, esta
alianza no dejó de presentar tensiones. Muy pronto, a la clase
burguesa ya no le bastó disponer de los favores del Estado.
Intentó hacerse con su control, como con la insurrección de
Etienne Marcel (1358) y bajo Luis XI; luego, bajo Francisco I y
Luis XIV. No obstante, en aquella época la burguesía no disponía
aún de todos los medios necesarios para sus ambiciones. Sólo es
en el siglo XVIII cuando adquiere la fuerza necesaria para con­
fiscar la soberanía a su favor. A partir de 1750, la clase burguesa,
rica, poderosa, imbuida de las ideas de la Ilustración, ya no tiene
necesidad de un rey que ahora obstaculiza sus proyectos. La mo­
narquía, por su parte, ha caído en el absolutismo. La burguesía,
que ya había tomado el poder en Inglaterra en 1688, se empara
de él en Francia en 1789. La Revolución lo va a trastocar todo.
En su reivindicación de una completa libertad de acción, la
burguesía se basa en la convicción de que la búsqueda perma­
nente de la máxima ganancia es tan legítima que se impone a
cualquier otra ansia. Intenta, pues, destruir todo lo que le parece
susceptible de limitar la actividad económica: poder político,
tradiciones, gremios, etc. son para ella otros tantos cerrojos que
hay que hacer saltar. «Con el advenimiento de los tiempos mo­
dernos -escribirá Péguy- cayeron una gran cantidad, o incluso la
mayoría, de poderes de fuerza. Pero su caída no sirvió en lo más
mínimo a los poderes del espíritu. Su supresión sólo benefició a
este otro poder de fuerza que es el dinero».
Todos los protagonistas esenciales de la Revolución, como se
sabe, son burgueses. Pero la burguesía no hace la Revolución
en su propio nombre. Se reclama también de los «derechos del
hombre». Es decir: disimula sus intereses bajo la máscara de
lo «universal», al tiempo que da a entender (y ella misma, sin
duda, lo cree sinceramente) que las cualidades particulares que
son las suyas constituyen las virtudes humanas en general, las
mismas que permiten revestir a cualquier individuo abstracto

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de una dignidad fundamental. Así se desprende la idea de que la
propiedad es un «derecho natural», derivado del hecho de que el
hombre es totalmente propietario de sí mismo, y que el compor­
tamiento normal de cualquier ser humano consiste en buscar
en cualquier ocasión su mejor provecho, pues en el mejor de los
casos el interés público sólo es un efecto de composición deri­
vado del ajuste de las estrategias individuales y de la suma de las
utilidades maximizadas por los agentes. Con esta redefinición
del derecho triunfa la idea de que el objetivo esencial de la vida
es la búsqueda de lo que es bueno para cada individuo tomado
por separado. El resultado, en los hechos, será el que constata
Mounier: «Al reducir el hombre a una individualidad abstracta,
sin vocación, sin responsabilidad, sin resistencia, el individua­
lismo burgués es el precursor del reino del dinero; es decir, como
lo dicen tan bien las palabras, de la sociedad anónima de las
fuerzas impersonales».
Así como quiso liberarse de la monarquía cuando ya no le
resultó necesaria, así también la burguesía intentará liberarse
del pueblo una vez derrocado el absolutismo. Para conseguirlo,
la Revolución inventa la noción política de «nación», entidad
abstracta que permite confiscar al pueblo una soberanía que, sin
embargo, se le había solemnemente otorgado. En teoría, el pue­
blo es «soberano». De hecho, la soberanía sólo pertenece a la na­
ción, que supuestamente representa al pueblo, pero que sólo se
expresa a partir de su estatuto jurídico constitucional. Y como la
Constitución reserva el derecho de voto a los electores «activos»,
es decir, adinerados, mientras que sólo la asamblea dispone del
poder de legislar en nombre de la nación, quienes en realidad
deciden sólo son los representantes de la burguesía, con lo cual
el sufragio censitario permite reducir el electorado a su más ín­
fima expresión.
Sin embargo, aún necesitará la burguesía algunos años para
consolidar su poder. Pero franqueará rápidamente las etapas.
Bajo la Restauración y la monarquía de Julio, las familias aris­
tocráticas son apartadas, en favor de la burguesía, de los car­
gos que ocupaban tradicionalmente (diplomacia, magistratura,
administración territorial). Luis XVIII acepta una Constitución
calcada del modelo inglés. La prosperidad burguesa crece bajo
Carlos X y, sobre todo, Luis Felipe, mientras que se inicia una

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política de conquistas coloniales. Guizot proclama en 1821 que
el futuro pertenece al «comerciante», al tiempo que proclama
sin tapujos: «Los pueblos sólo se gobiernan bien cuando tie­
nen hambre». Después de la Revolución de 1848 y el Segundo
Imperio, se abre una fase de expansión sin precedentes para el
capitalismo liberal, cuya contrapartida es la constitución de un
proletariado cada vez más numeroso. En 1875, la fundación de
la III República consagra la culminación de los esfuerzos de la
burguesía de dinero. El año 1900 será el de la Exposición Uni­
versal, la Noria, el Moulin Rouge y el presidente Loubet. Pese a la
oposición de los «ultras» y del movimiento obrero, la Belle Épo-
que es indudablemente la del burgués triunfante.
El burgués del siglo XIX se define al mismo tiempo por su esta­
tus, su rango, su fortuna y sus relaciones. Tanto sus costumbres
como sus elecciones matrimoniales atestiguan su reverencia
por la apariencia, las convenciones y el orden establecido. Es la
época de este «cristianismo burgués» contra el que arremeterán
Bloy, Péguy y Bernanos, y que le lleva a Proudhon a acusar a la
Iglesia de haberse «situado como criada al servicio de la burgue­
sía más repugnantemente conservadora». Es también la época
en que el «progreso» triunfa en forma de ideología cientista: el
burgués cree en la ciencia al igual que cree en el ferrocarril,
el ómnibus y el alumbrado de gas. Pero es sobre todo la época
del burgués grotesco, del que se mofan los románticos, los ar­
tistas, la bohemia... La tradición del burgués ridículo, cornudo,
engañado y avejentado se remonta, es cierto, hasta Moliere,
o incluso hasta los cuentos populares de la Edad Media. Pero
ahora se desarrollará como nunca. Flaubert, quien profesa que
la única forma de ser un buen burgués es dejar de serlo, lanza
su célebre imprecación: «Llamo «burgués» a todo lo que piensa
bajamente».
En un pasaje de rara violencia, Huysmans escribe: «Más mal­
vada, más vil que la nobleza desposeída y que el clero caído,
la burguesía tomó de ellos su ostentación frívola, su jactancia
caduca, que degradaba por su falta de mundología, robándoles
unos defectos que convertía en hipócritas vicios. Autoritaria y
capciosa, baja y cobarde, ametrallaba sin piedad a su eterna
y necesaria víctima, el populacho, ¡al que ella misma le había
quitado el bozal, al que ella misma había encargado que rom­

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piera la crisma a las viejas castas! [...] Concluido su trabajo, se
había adoptado la higiénica medida de esquilmar a la plebe;
tranquilizado, el burgués se pavoneaba, jovial, merced al poder
de su dinero y al contagio de su estupidez. El resultado de su ad­
venimiento había sido que quedara aplastada toda inteligencia,
negada toda probidad, muerto todo arte [...]. Era el gran penal
de América transportado a nuestro continente; ¡era, en fin, la in­
gente, profunda, inconmensurable grosería del financiero y del
nuevo rico, resplandecientes como un abyecto sol en la idólatra
ciudad que eyaculaba, caída de bruces, impuros cánticos ante el
impío tabernáculo de los bancos!».
Acusado de todos los defectos, el burgués parece entonces
ser Proteo. Se le reprocha su culto del dinero, su gusto por la
seguridad, su espíritu reaccionario, su conformismo intelec­
tual, su falta de gusto. Se le tilda de filisteo, egoísta, mediocre.
Se le representa como explotador del pueblo, como nuevo rico
carente de distinción, como saciado notable, como satisfecho
cretino. Estas críticas a menudo contradictorias dan lugar, sin
duda, a fáciles caricaturas, peo se aclaran cuando se toman en
consideración los muy distintos medios de donde proceden, y
sobre todo los tipos ideales a los que se contrapone el modelo
burgués. La burguesía es despreciada por la derecha antiliberal,
a menudo por razones estéticas y en nombre de valores «aristo­
cráticos» (el universo del burgués es feo y pretencioso, sus valo­
res son mediocres), mientras que la izquierda se indigna contra
ella en nombre de valores morales y «populares» (representa a
los «privilegiados»). Esta doble crítica resulta obviamente re­
veladora. Muestra que el burgués es percibido a la vez como el
«explotador» y el antihéroe, la elite y la falsa elite, el sucesor de
la aristocracia y al mismo tiempo su caricatura.
Alzado contra la burguesía, el movimiento obrero se divide
sobre la estrategia a adoptar. El socialismo naciente está divi­
dido entre oportunistas y revolucionarios, entre «revisionistas»
y «colectivistas». Su ala reformista decidirá finalmente jugar el
juego de la democracia parlamentaria. El sindicalismo revolu­
cionario, por el contrario, afirmará que no se puede combatir
a la burguesía situándose en su terreno. Abogará por la acción
directa y denunciará a los «representantes» que le impiden a la
clase obrera afirmar por sí misma sus reivindicaciones.

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La actitud de Marx es notablemente ambigua. Por un lado,
condena a la burguesía con frases que se han hecho célebres: «La
burguesía [...], en todos los sitios en que ha conquistado el po­
der, ha destruido las relaciones feudales, patriarcales e idílicas.
Ha roto despiadadamente todos los lazos, complejos y diversos,
que unían al hombre feudal a sus superiores naturales, de forma
que, entre el hombre y el hombre, pasó a establecerse como
único vínculo el frío interés, las duras exigencias del pago al
contado. La burguesía ha ahogado en las heladas aguas del
cálculo egoísta los sagrados estremecimientos del éxtasis reli­
gioso, del entusiasmo caballeresco, de la sentimentalidad inge­
nua. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cam­
bio; ha sustituido las numerosas libertades, tan duramente con­
quistadas, por la única y despiadada libertad de comercio [...].
La burguesía ha despojado de su aureola todas las actividades
que, hasta entonces, pasaban por venerables y eran considera­
das con sano respeto. Ha transformado al médico, al jurista, al
sacerdote, al poeta, al sabio en asalariados a su sueldo. La bur­
guesía ha desgarrado un velo de sentimentalidad que recubría
las situaciones familiares, reduciéndolas a convertirse en meras
relaciones de dinero». Pero, al mismo tiempo, Marx también se
congratula de constatar que la burguesía ha «sometido el campo
a la ciudad» y ha aniquilado las relaciones de reciprocidad que
caracterizaban a la sociedad feudal. Destaca Marx el carácter
«eminentemente revolucionario» de la burguesía, y el papel que
ha desempeñado en el desarrollo de las fuerzas productivas: «La
burguesía no puede existir sin revolucionar constantemente los
instrumentos de producción, lo cual es tanto como decir las con­
diciones productivas, es decir, todas las relaciones sociales [...].
Se disuelven todas las relaciones sociales, tradicionales y petrifi­
cadas, con su cortejo de concepciones e ideas antiguas y venera­
bles; las relaciones que las sustituyen envejecen antes de ha­
berse podido osificar. Todo lo que tenía solidez y permanencia
parte como humo, se profana todo lo que era sagrado, y se
fuerza, en fin, a los hombres a considerar con ojos desengañados
sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. Empu­
jada por la necesidad de mercados siempre nuevos, la burguesía
invade la tierra entera. Tiene necesidad de implantarse por do­
quier, explotar por doquier, establecer relaciones por doquier.

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Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía im­
prime un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de
todos los países. Para desesperación de los reaccionarios, priva a
la industria de su base nacional. Se han destruido las viejas in­
dustrias nacionales, y se siguen destruyendo cada día [...]. Bajo
pena de muerte, fuerza a todas las naciones a adoptar el modo
burgués de producción; las fuerza a introducir en ellas lo que la
burguesía denomina civilización, es decir, las fuerza a hacerse
burguesas. En una palabra, moldea un mundo a su imagen».
En realidad, Marx no explicita verdaderamente qué entiende
por «clase burguesa», limitándose a decir que es la clase po­
seedora del capital. Se queda prácticamente mudo sobre sus
orígenes históricos y sociológicos. Ello es así porque no ve que
el burgués es ante todo el hombre económico. Ahora bien, en
la medida en que el propio Marx atribuye una importancia de­
terminante a la economía, sólo le resulta posible criticar a la
burguesía desde un horizonte que no deja nunca de ser el suyo.
Su economicismo, con otras palabras, le impide efectuar una
crítica radical de los valores burgueses. Bien se ve, por lo demás,
lo mucho que le fascinan estos valores. A fin de cuentas, ¿no ha
sido la burguesía la primera que quiso cambiar el mundo, en
lugar de limitarse a comprenderlo? Aunque Marx llama a acabar
con la explotación de la que la burguesía se ha hecho respon­
sable, se queda sumamente rezagado en cuanto a impugnar los
valores burgueses: la sociedad sin clases, desde muchos aspec­
tos, es la burguesía para todo el mundo.
No menos equívocos serán los fascismos. Teóricamente hosti­
les al liberalismo, no queriendo en principio ser «ni de derechas
ni de izquierdas», se limitarán las más de las veces a radicalizar
a una clientela «nacional» conservadora, partidaria en amplia
medida de los valores burgueses. Además, también contribuirá
a su aburguesamiento el que una amplia parte de su electorado
haya estado constituida por unas clases medias asustadas por la
crisis y amenazadas por la modernización. Oponiendo sin vaci­
lar el «capitalismo industrial y productor» al «capitalismo espe­
culativo y financiero», se limitarán a denunciar a los «grandes»,
a los representantes de las «dinastías burguesas», sin interro­
garse más hondamente sobre la lógica del capital. Profesarán el
orden moral, al que siempre ha estado profundamente apegada

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esta «pequeña burguesía» descrita por Péguy como «la más des­
graciada clase de todas las clases sociales».1^1 Por todo ello no es
de extrañar que en el «Manifiesto de la Joven Derecha» publicado
en 1926 por Drieu la Rochelle, dicho movimiento proclame con
orgullo que «sus jefes son burgueses y que los burgueses tie­
nen que saber compaginar la autoridad con la responsabilidad».
Además de la ideología del trabajo, además del productivismo,
de la doctrina de «la lucha por la vida», a veces transpuesta
en racismo, o al menos en darwinismo social, además de todo
ello los fascismos-movimientos, y más aún los fascismos-regí­
menes, efectúan amplias concesiones al nacionalismo. Es decir,
como escribe Emmanuel Mounier, «combaten, dentro de sus
fronteras, un individualismo al que sostienen ferozmente en el
plano de la nación». Ahora bien, la burguesía nunca se ha pri­
vado de defender la nación, la patria, el orden establecido, cada
vez que, al efectuarlo, pensaba preservar sus intereses.
En definitiva, es sin duda en los «no conformistas de los años
treinta» en donde se halla, en el siglo XX, la crítica más radical de
la burguesía y de los valores burgueses. Y también, por supuesto,
antes de ellos, en Charles Péguy, quien juzgaba que el mundo mo­
derno sufre ante todo el «sabotaje burgués y capitalista»: «Todo
el mal ha venido de la burguesía. Toda la aberración, todo el cri­
men. Es la burguesía capitalista la que ha infectado al pueblo.
Y lo ha infectado precisamente de espíritu burgués y capitalista
[...]. Sería difícil insistir más de la cuenta: es la burguesía la que
empezó a sabotear, y todo el sabotaje surgió con la burguesía. Es
porque la burguesía se puso a tratar como un valor bursátil el
trabajo del hombre, por lo que el propio trabajador también se
puso a tratar como un valor bursátil su propio trabajo».
*

A la burguesía siempre se la ha considerado a la vez como una


clase y como la representante de una mentalidad específica, de
un tipo humano orientado hacia un cierto número de valores.
Así, para Max Scheler, el burgués se define en primer lugar como
un «tipo biopsíquico» al que su deficiente vitalidad le empuja
al resentimiento y al egoísmo calculador. El burgués -señala-
nunca se plantea la cuestión de saber si las cosas tienen valor en
sí mismas, sino que se limita a preguntar: «¿Es bueno para mí?».
Eduard Spranger distingue igualmente seis tipos ideales de per-

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sonalidad, entre los cuales el burgués corresponde al «hombre
económico»: el que sólo tiene en cuenta la utilidad de las cosas.
Por su parte, Andró Gide declara: «Me dan igual las clases so­
ciales, puede haber burgueses tanto entre los nobles como entre
los obreros y los pobres. Reconozco al burgués no por su vestido
y por su nivel social, sino por el nivel de sus pensamientos. El
burgués odia lo gratuito, lo desinteresado. Odia todo cuanto no
puede alzarse a comprender».
Planteando que los factores psíquicos o espirituales moldean
la vida económica tanto como son moldeados por ella, Sombart
recuerda que las organizaciones sociales son obras humanas y
que, por tanto, el productor antecede al producto, razón por la
cual afirma que el espíritu capitalista preexistía en cierto modo
al capitalismo; es decir, que el capitalismo naciente fue fruto, en
primer lugar, de temperamentos predispuestos a determinados
comportamientos: temperamentos más introvertidos, más con­
centrados, más llevados al ahorro que al gasto, más contraídos
que expansivos. Este tipo cumplido del burgués ya figura en
Leone Battista Alberti, autor de un célebre tratado del siglo XV
en el que elogia «el santo espíritu de orden» («santa cosa la mas-
serizia»), caracterizado por el espíritu ahorrativo y la raciona­
lización del comportamiento económico. No sólo -declara- no
hay que gastar más de lo que se posee, sino que más vale gastar
menos de lo que se posee, o sea, ahorrar, pues uno se hace rico no
sólo ganando mucho, sino también gastando poco.
Son éstos los mismos preceptos que a partir del siglo XVII
figurarán en los grandes tratados de «moralidad» burguesa,
entre los que cabe destacar el escrito por Daniel Defoe hacia
1725, y en donde el autor de Robinson Crusoe, abogando por
la autonomía de la actividad económica, hace la apología de la
moral puritana al tiempo que condena las costumbres aristocrá­
ticas en estos términos: «Cuando veo que un joven comerciante
posee caballos, se dedica a la caza, doma perros, y cuando le
oigo hablar la jerga de los deportistas, tiemblo por su futuro»
Las mismas ideas (crítica de la frivolidad, del gasto inútil)
también figuran en Locke, al igual que en Benjamín Franklin.
Es en el mundo anglosajón, estimulado por el calvinismo y el
puritanismo, donde van a desarrollarse con mayor pujanza las
virtudes del burgués chapado a la antigua: aplicación, ahorro,

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frugalidad, templanza, espíritu de orden y de cálculo. Virtudes
que pretenden ante todo eliminar la fantasía, lo aleatorio, la pa­
sión, la gratuidad, establecer por doquier leyes y reglamentacio­
nes, sopesar el valor de las cosas, evaluar el interés práctico de
cada actividad cotidiana.
A lo que más decisivamente se oponen las antiguas virtudes
burguesas es al modo de vida señorial, hecho de dones, de pro­
digalidad, de gasto sin tasa, de rapiña y de generosidad, de gra­
tuidad en todos los sentidos del término. Sombart ha descrito
en términos contundentes esta oposición de temperamentos:
«Estos dos tipos fundamentales -el hombre que gasta y el que
atesora, el temperamento señorial y el temperamento burgués-
se oponen rotundamente entre sí en todas las circunstancias,
en todas las situaciones de la vida. Cada uno de ellos aprecia
el mundo y la vida de una forma que nada tiene que ver con
la del otro [...]. Aquél puede bastarse a sí mismo, éste tiene un
temperamento gregario. Aquél encarna una personalidad; éste,
una simple unidad. Aquél es estético y esteta; éste, moralista
[...]. Los unos cantan y resuenan, los otros no tienen ninguna
resonancia; los unos resplandecen de colores, los otros son to­
talmente incoloros [...]. Los unos son artistas (por sus predis­
posiciones, pero no necesariamente por su profesión); los otros,
funcionarios. Los unos están hechos de seda; los otros, de lana».
La fábula de La Fontaine La cigarra y la hormiga constituye,
en modo gracioso, todo un vuelco de valores. «Lo que para el
aristócrata significaba decadencia, se convierte en el ideal del
burgués» (Evola). Se desvalorizan en especial todas las cualida­
des relacionadas con el honor (la «cuestión de honor»). «Evita
tomar demasiado a la tremenda las ofensas -escribe Benja­
mín Franklin-: nunca son lo que a primera vista parecen ser».
Al juicio ético basado en el honor -noción que implica una
identidad personal inseparable de las funciones sociales que la
constituyen- se opone progresivamente un razonamiento moral
basado en la dignidad; dignidad que implica una identidad abs­
tracta independiente de las referidas funciones. El cuidado de sí
defendido por los filósofos, el «amor de sí mismo» celebrado por
Rousseau, el amor propio aristocrático, orientado hacia la con­
secución de la gloria, es sustituido por el cálculo de los meros
intereses individuales. Ya no hay ni gloria, ni honor, ni heroísmo

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que alcanzar. Se tiene que ser práctico, ecónomo, mesurado. Lo
que le importa al burgués es la consideración -que implica el
respeto de las convenciones. Unas convenciones y una consi­
deración que al burgués le importan infinitamente más que el
renombre -el cual, a veces, se alcanza pisoteando aquéllas. La
previsión y la cordura son sustituidas por la prudencia; el amor
y la caridad, por el simple afecto; el honor y el deber, por la «in­
tegridad»; el orgullo de servir, el orgullo ser lo que se es, por el
orgullo de emprender; la magnanimidad y la benevolencia, por
la simpatía universal. El ideal aristocrático, pero también popu­
lar, se enraizaba en valores que, por principio, se consideraban
innegociables, pues negociar (o justificarse) era percibido como
una forma de rebajarse. El burgués, que negocia todos los días,
considera por el contrario que siempre es posible «explicarse»:
explica sus razones y trata de conocer las de los demás. Triunfa
la racionalidad práctica, y la cualidad queda reducida al mérito,
que no está necesariamente asociado a la grandeza. «Lo sublime
murió con la burguesía», decía Sorel.
Sombart también descubre una oposición radical entre ta­
lante burgués y «talante erótico». «O bien se considera que el
principal valor de la vida está constituido por el interés eco­
nómico (en el más amplio sentido de la palabra), o bien por el
interés erótico. O se vive para la economía o para el amor. Vivir
para la economía es ahorrar; vivir para el amor, gastar». Som­
bart destaca, por otra parte, el profundo resentimiento que la
burguesía siente por una aristocracia de la que se sabe excluida,
y a la que indefectiblemente caricaturiza cada vez que intenta
remplazaría.!11^ Observa por último que el burgués capitalista
tiene rasgos de temperamento típicamente infantiles: como al
niño, le gusta lo mensurablemente concreto, la rapidez en los
movimientos, la novedad por sí misma, el sentimiento de fuerza
que confiere la posesión de objetos.
Emmanuel Bert, por su parte, observa muy acertadamente
que, en la aristocracia, el hijo trata de parecerse lo más posible,
si no a su padre, sí al menos a la imagen que para él está ligada
al apellido que lleva, en tanto que «el ideal burgués implica,
por el contrario, un cierto progreso del hijo sobre el padre, así
como una acumulación de méritos que tiene que corresponder
a la acumulación de dinero y honores que la familia se esfuerza

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por conseguir». Nos volvemos a topar con la orientación hacia
el futuro. Los hijos han de «triunfar» mejor que los padres, y lo
que ante todo se espera de la escuela es que les ayude a conse­
guirlo. Se trata, en efecto, de esta idea profundamente burguesa
según la cual el sistema educativo debe posibilitar, fundamen­
talmente, la adquisición de un oficio, razón por la cual las disci­
plinas más «útiles» son también las mejores.
Para el burgués chapado a la antigua es necesario suprimir
cualquier gasto superfluo. Y para ello, contar y volver a contar
sin parar. Pero ¿qué es lo «superfluo»? Precisamente todo lo
que no se puede contar, todo lo que carece de utilidad cal­
culable, todo lo que no puede reducirse a una evaluación en
términos de provecho individual, de rentabilidad y ganancia.
«La emergencia de la burguesía -escribe Cornelius Castoriadis-,
su expansión y su victoria final corren parejas con la emer­
gencia, la propagación y la victoria final de una nueva «idea»,
la idea de que el crecimiento ilimitado de la producción y de
las fuerzas productivas es, en realidad, el objetivo central de la
vida humana. Esta «idea» es lo que denomino una significación
imaginaria social. Le corresponden nuevas actitudes, valores y
normas, una nueva definición social de la realidad y del ser, de
lo que cuenta y de lo que no cuenta. En una palabra, lo que
cuenta es ahora lo que se puede contar». Lo que caracteriza el
espíritu burgués no es tan sólo la racionalización de la actividad
económica, sino la extensión de esta racionalización a todos los
campos de la vida, al tomarse implícitamente la actividad eco­
nómica por el paradigma de todos los hechos sociales.
Afirmaba Aristóteles que no se puede alcanzar la virtud con
medios o bienes externos, sino que es gracias a la virtud como
se alcanzan los bienes externos. También Cicerón expresaba la
verdad de su época declarando: «Lo que importa no es la utili­
dad que se representa, sino lo que se es». Sucede lo contrario en
la óptica burguesa: la prueba del valor viene dada por el éxito
material; tanto tienes, tanto eres. Y como lo que se tiene ha de
poder evaluarse de forma tangiblemente medible, el dinero se
convierte naturalmente en el patrón de referencia universal. Es
bien conocido el proverbio: «Un idiota pobre es un idiota; un
idiota rico es un rico». En últimas, la idea misma de igualdad
ni siquiera es concebida como igualdad en derecho, sino como

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igualdad numérica (uno = uno), como «la intercambiabilidad de
(casi) cualquier actividad humana con (casi) cualquier otra, de
forma que aquí el modelo ya no es siquiera la mercancía, sino
la moneda». De tal modo, las relaciones sociales acaban desarro­
llándose tan sólo conforme al modelo del mercado; es decir, de
un sistema de objetos divido entre objetos poseedores y objetos
poseídos. Nadie ha descrito mejor esta reificación de lo social
que Karl Marx cuando muestra la forma en que las relaciones
entre individuos, todos los cuales persiguen su mejor interés,
acaban inevitablemente transformando a estos mismos indivi­
duos en cosas.
El tiempo mismo se convierte en mercancía. La Iglesia cató­
lica, es cierto, fue la primera que lo presentó como un producto
escaso e «irrecuperable», que no había que «malgastar».!111!
Desde entonces, el cálculo del tiempo no ha dejado de perfec­
cionarse conforme se expandía la convicción, proclamada por
Franklin, de que «el tiempo es oro» («time is money»). Calcular
las divisiones del tiempo corresponde al mismo orden de cosas
que calcular las cantidades monetarias: ¡no se recupera ni el di­
nero derrochado, ni el tiempo perdido! Además de las paradojas
que de ello se derivan en la vida cotidiana,!11^ esta afirmación
abre una perspectiva revolucionaria. Decir que el tiempo es un
producto escaso equivale, en efecto, a decir que es una cantidad
limitada. Ahora bien, si el tiempo es asunto de cantidades, a
partir de ahora cada espacio de tiempo resulta equivalente, y la
calidad de su contenido deja de ser lo que más importa. La du­
ración de la existencia, por ejemplo, se convierte en sí misma en
un valor que permite dejar de preocuparse por su intensidad (o
por su falta de intensidad). De nuevo «lo mejor» se reduce a «lo
más».
El burgués quiere tener, parecer -y no ser. Toda su vida
está orientada a la «felicidad», es decir, al bienestar material;
una felicidad que está ella misma relacionada con la propiedad,
definida como la totalidad de lo poseído, sin la menor reserva, y
de lo que se puede disponer a su antojo. Proviene de ahí la pro­
pensión burguesa a hacer de la propiedad el primero de los «de­
rechos naturales». Proviene también de ahí la importancia que
el burgués otorga a la «seguridad», que es a la vez indispensable
para proteger lo que ya tiene y para buscar racionalmente su

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interés futuro: la seguridad es; en primer lugar, una comodidad
del espíritu, garantiza el mantenimiento de los logros obtenidos
y permite calcular otros nuevos.
La política burguesa es el reflejo directo de estas aspiraciones.
Desconfiado frente a lo político, el burgués sólo espera de los po­
deres públicos la instauración de una seguridad que le permita
disfrutar sin riesgo de sus haberes. Para él, el gobierno ideal
es el que resulta demasiado débil para imponerse a la activi­
dad mercantil, pero lo bastante fuerte para garantizar su buen
funcionamiento. He ahí el Estado liberal: Estado-gendarme, «vi­
gilante nocturno». En el siglo XVIII, la doctrina de la separación
de poderes aspira a restringir de tal modo el campo de ejercicio
de lo político y a permitir a la burguesía que ejerza el poder le­
gislativo en el seno de asambleas de representantes elegidos por
sufragio censitario. Muy naturalmente, esta actividad estática
es concebida de forma esencialmente formal. Así como no le
gusta ni el escándalo (que hace que las situaciones sean difíciles
de controlar) ni el riesgo (cuando no es posible calcularlo), así
también el burgués detesta las soluciones de fuerza, la auto­
ridad, la decisión. Piensa que todo puede arreglarse mediante
discusiones y componendas, con la publicidad de los debates y
llamamientos a la razón. Si el burgués quiere someter lo polí­
tico a lo jurídico («al Estado de derecho»), es porque cree que así
se podrá ahorrar iniciativas que no estarían determinadas por
normas preestablecidas. Por ello siempre se queda sin saber qué
hacer ante la situación de urgencia y el caso de excepción. La
norma jurídica es, para él, un medio de conjurar lo aleatorio, de
llevar lo imprevisible a lo ya previsto.
El juego político es calcado de la actividad económica: al
mercader, intermediario entre el productor y el consumidor, le
corresponde el representante, intermediario entre el elector y
el Estado; a la negociación contractual le corresponde la dis­
cusión como fuente de un compromiso que permite ahorrarse
la decisión. Durante mucho tiempo, la derecha liberal, orga­
nista,!1^ encarnará ejemplarmente este modelo. Afirmándose
contra esta derecha, Donoso Cortés calificará a la clase burguesa
como la «clase discutidora», al igual que Nietzsche denunciará,
en 1887, «la preeminencia de los mercaderes e intermediarios,
incluso en el ámbito intelectual». Pero, pronto, el orleanismo

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acabará contaminando incluso a la izquierda. Y Péguy podrá
escribir: «La burguesía ha forjado con conocimiento de causa
al intermediario: intermediarios son estos «políticos intelectua­
les», nada socialistas, nada pueblo, distribuidores automáticos
de propaganda, revestidos del mismo espíritu, artesanos de los
mismos métodos que combaten en el adversario. Es a través de
ellos como el espíritu burgués desciende por capas progresivas
al mundo obrero y mata al pueblo, al viejo pueblo orgánico, po­
niendo en su lugar esta masa amorfa, brutal, mediocre, olvida­
diza de su raza y de sus virtudes: un público, la muchedumbre
que odia».
No le gustan a la burguesía las convicciones fuertes, y aún
menos los comportamientos imprevisibles, y por tanto peligro­
sos, que alientan en las muchedumbres. No le gusta ni el en­
tusiasmo ni la fe. Por ello considera que «la ideología siempre
es antiburguesa» (Emmanuel Berl) y proclama gustosa el «fin
de las ideologías» -sin ver que este fin coincide tan sólo con el
advenimiento de la suya propia. En suma, a la burguesía no le
gusta lo infinito que excede a las cosas materiales, las únicas
que puede controlar. Emmanuel Mounier, que veía en el espíritu
burgués «el más exacto antípoda de cualquier espiritualidad»,
escribía: «El burgués es el hombre que ha perdido el sentido del
Ser, que sólo se mueve entre cosas, y cosas utilizables, desprovis­
tas de su misterio». Y Bernanos: «La única fuerza de este ambi­
cioso minúsculo estriba en que no admira nada».
A esta luz se ha de analizar la «moral burguesa»; por ejemplo,
la ética puritana, a la que pertenecen las virtudes del burgués
chapado a la antigua, y que se fundan siempre en la utilidad.
Así, la lealtad comercial, que es una de las virtudes cardinales,
no tiene otra justificación que la de ser rentable. Un comerciante
deshonesto perderá su clientela: le interesa, pues, no engañarla
(«Honesty is the bestpolicy!»). El mismo comerciante, en cambio,
no dudará en reivindicar el derecho a la competencia agresiva
-que no es otra cosa que el derecho de arrebatar a quienes
practican el mismo negocio la clientela que se han creado.h^l Y
tampoco vacilará en disminuir el precio de coste deteriorando la
calidad de los productos, siempre que, mediante una adecuada
promoción publicitaria, consiga que dichos productos sigan ilu­
sionando a sus clientes. Como escribe Sombart, «la economía

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está organizada únicamente con vistas a la producción de bie­
nes de cambio. Como la mayor ganancia posible es el único ob­
jetivo racional de la empresa capitalista, la producción de bienes
tiene, como criterio y medida, no la naturaleza y la calidad de los
productos, sino únicamente el volumen de su venta posible».
*

¿Cuál es hoy la situación? Desde comienzos del siglo XX, una


amalgama de origen profesional ha tendido a que clase bur­
guesa y clases medias se confundieran cada vez más entre sí.
Después de lo cual, las clases medias han ido dilatándose sin
parar. «Ha vencido el burgués [...]. El siglo XXI será el siglo de
la clase media universal», ha podido escribir Donald McCloskey
en un periódico libertario. Pero, ya en su época, Péguy podía
afirmar: «Un devoto de hoy es forzosamente un burgués. Actual­
mente todo el mundo es burgués». Esta última frase podría ser­
vir de leitmotiv para la sociología de la modernidad tardía.
Sobre todo, después del período de los «treinta
gloriosos» (Fourastié)!11^ es cuando se ha podido asistir al abur­
guesamiento de la sociedad francesa en todos los sentidos: las
conductas individuales y los comportamientos sociales se ho-
mogeneizan y modifican profundamente, en especial bajo la in­
fluencia de la televisión y la publicidad, mientras que la Francia
rural se encoge a marchas forzadas. Jean Francois de Vulpilliéres
ha trazado un sucinto pero convincente cuadro de este proceso
de aburguesamiento que afecta tanto a la derecha como a la
izquierda, a las instituciones y a las doctrinas, a la vida política
y sindical, a la familia, al ocio, a las actividades profesionales;
un proceso al que pertenecen fenómenos tan distintos como
la obsesión por los resultados y la competitividad, la rehabi­
litación del dinero, el aumento del la incivilidad, el auge del
abstencionismo electoral, la moda del «consenso», la sujeción de
la escuela a las exigencias empresariales, la crítica de las «ideo­
logías», e incluso la disminución de la natalidad, una de cuyas
principales causas es la idea de que los hijos constituyen un
obstáculo para la libertad material y la promoción social. «Está
en declive -señala el mismo autor- todo lo que pertenece a la
tradición popular; lo que da el tono es lo que se inspira en las
costumbres burguesas. Cuestión que va mucho más allá de los

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comportamientos y las modas. Son los valores burgueses los que
sumergen a los espíritus».
El movimiento tiende incluso a acelerarse. Una encuesta
publicada en 1993 en Le Point proclama una «vuelta del espí­
ritu burgués», cuya viva encarnación estaría constituida por el
primer ministro de la época, Edouard Balladur: «Los franceses
anhelan más que nunca la seguridad y la comodidad [...]. Los
valores burgueses, efectivamente, tranquilizan. Desprovistos de
su dimensión «de clase», se han convertido en el contrato de se­
guro, en la carta consensual, en el gran común denominador de
una colectividad inquieta [...]. Todo el movimiento de la socie­
dad va hacia la coexistencia de las aportaciones irrefutables de
la sociedad de consumo con el redescubrimiento de la herencia
burguesa [...]. Ha quedado perfectamente asimilado el famoso
«Disfruta sin trabas» de Mayo del 68. La cultura neoburguesa ha
transformado simplemente tal disfrute en confort». Tales son
los valores burgueses en torno a los cuales los grupos de opi­
nión, los partidos políticos, los grupos sociales rivalizan entre
sí para saber quién cumplirá mejor sus promesas, estas prome­
sas que hasta se han convertido en el ideal de los «siniestrados
del progreso». Se es tanto más burgués cuanto que se tiene los
medios de serlo, y el vertiginoso ascenso de la «gente guapa de
izquierdas», ocurrido cuando el izquierdismo dejó de estar en el
candelero, muestra que el orleanismo es lo que más comparte
todo el (guapo) mundo. Quienes a veces son denominados «nue­
vos burgueses» (o «nuevas burguesías») sólo son quienes, en un
mundo completamente modelado por la mentalidad burguesa,
tratan, caricaturizando las antiguas costumbres aristocráticas
(de las que sólo retienen lo más fútil y convencional), de resaltar
su diferencia cultivando una sobreidentidad particular. Las da-
mitas de clase media, pildoradas-tampaxadas-abortadas-divor-
ciadas-recasadas como todo quisque, no son, en realidad, menos
«burguesas» que las career wornen a la americana y que las niñas
pijas de las fiestas de sociedad.
A primera vista, el burgués moderno parece, sin embargo,
haber cambiado mucho. Poco tiene que ver con el burgués cha­
pado a la antigua de que hablaba Benjamín Franklin: frugal,
trabajador y ahorrativo. Tampoco se parece al burgués del siglo
XIX, orondo, satisfecho y henchido de convenciones. Hoy quiere

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ser dinámico, deportivo, hedonista, incluso «bohemio». Lejos
de evitar los gastos superfluos, parece como dominado por una
fiebre consumista que le hace buscar constantemente nuevos
artilugios y cachivaches. Lejos de intentar morigerarse, su modo
de vida, centrado en el culto del ego, está, «por así decirlo, total­
mente consagrado al placer» (Péguy). Paralelamente, también
se acentúa el repliegue en la esfera privada: cocooning, internet,
fax, módem, tele-video-conferencia, venta por corresponden­
cia, telecompra, entregas a domicilio, sistemas interactivos, etc.
permiten mantenerse en contacto con el mundo sin implicarse
en él, encerrándose en una burbuja doméstica lo más estanca
posible en la que cada cual se convierte más o menos en la pro­
longación de su telemando o de su pantalla de ordenador.
Otro fenómeno esencial de esta evolución estriba en la gene­
ralización del crédito, que permite utilizar de forma nueva el
tiempo-mercancía: no sólo el tiempo es oro, sino que este oro
se puede gastar por anticipado; es decir, anticipando el valor
del tiempo venidero. Gracias al crédito, cada individuo puede
vivir financieramente un poco más de tiempo del que vive real­
mente. El burgués a la antigua abogaba por contener el gasto.
El crédito incita, con el riesgo de endeudarnos por encima de
nuestras posibilidades, a gastar más de lo que tenemos. Por ello,
observa Daniel Bell que «la ética protestante fue minada no por
el modernismo, sino por el propio capitalismo. El mayor instru­
mento de destrucción de la ética protestante fue la invención del
crédito. Antes, para comprar, se tenía primero que economizar.
Pero con una tarjeta de crédito se pueden satisfacer de inme­
diato los deseos».
Sucede simplemente que el burgués ha creado su mundo, y
que en este mundo las antiguas virtudes ya no tienen necesidad
de encarnarse de forma ejemplar en individuos: dichas virtu­
des se han transferido simplemente a la sociedad global. Es esta
transferencia a la sociedad lo que permite comprender la evo­
lución del burgués moderno. Es ahora la propia sociedad la que
tiene que ser administrada de forma racional, prudente, fiable
económica y comercialmente. Werner Sombart lo ha mostrado
con claridad en el caso de la empresa: el capitalismo moderno
conserva todas las virtudes burguesas, pero las sustrae a las
personas para transferirlas a las firmas, que dejan entonces

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«de ser propiedad inherente a hombres vivos, para convertirse
en los principios objetivos de la conducta económica». Ya no
hace falta que el burgués sea fiable, puesto que su empresa lo
es por él. Ahora bien, las propias naciones ya no son actual­
mente sino grandes firmas, dirigidas por expertos y técnicos de
gestión. Ocurre lo mismo con la «moral»: los miembros de la
sociedad tienen tanta menos necesidad de obedecer individual­
mente a los principios morales, cuanto que ahora la vida política
consulta a las «autoridades morales» y respeta los «derechos
del hombre». Así es como la inmoralidad puede generalizarse
descaradamente en una sociedad que, por lo demás, se afirma
eminentemente «moral» en sus aspiraciones generales. La bur­
guesía sólo ha desaparecido como clase para ceder su sitio a una
sociedad en la que el espíritu y el hacer burgués hacen que todos
compartan las mismas pasiones y repulsiones.
Pero, en realidad, el burgués tampoco ha cambiado tanto. Cabe
determinar ciertas constantes a lo largo de las diferentes figuras
que lo han caracterizado. La ley del mínimo esfuerzo parece con­
tradecir, es cierto, la denuncia de la «ociosidad». Pero basta refle­
xionar atentamente para ver que procede del mismo espíritu de
ahorro y eficacia. En el hedonismo moderno sigue estando pre­
sente -como ayer sucedía con el ahorro- el espíritu de cálculo y
la búsqueda del mejor interés. Se gasta más, pero se calcula igual.
Se malgasta, pero no por ello se es más proclive a la gratuidad.
En suma, en todos los casos lo que se busca siempre y ante todo
es la utilidad. En todas las cosas se adopta el comportamiento
del negociante en el mercado. Se intenta maximizar el beneficio
de cada cual. Lo básico sigue siendo el individuo propietario de
sí mismo, la primacía de la razón práctica, el culto de la novedad
y de la rentabilidad. Incluso si el mundo ha tomado el lugar de
las convenciones, y la notoriedad mediática el de la «conside­
ración», incluso si el press-book sustituye a veces a las patentes
comerciales, el burgués sigue viviendo más que nunca en el apa­
rentar y en el tener. Hoy más que nunca, el burgués es quien
siempre busca sacar tajada, y quien, para legitimar su conducta,
se ha dedicado a persuadir a la humanidad de que su forma de
ser es la más normal y natural que se pueda imaginar. Hoy más
que nunca el burgués es la excepción que se toma por la norma,
lo particular que se presenta como lo universal. Hoy más que

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nunca le son radicalmente ajenos el gusto por lo inútil, la gratui-
dad, el sentido del gesto, el gusto por el don; en suma, todo lo que
podría dar a la presencia en el mundo una significación que so­
brepasara la mera existencia individual.
«Lo que caracteriza el espíritu del burgués actual -escribe
también Werner Sombart- es su completa indiferencia ante el
problema del destino del hombre. El hombre ha quedado casi
totalmente eliminado de la tabla de valores económicos y del
campo de los intereses económicos: lo único que aún despierta
interés es el proceso, ya sea el de la producción, el de los trans­
portes, o el de la formación de los precios, etc. Fiat productio et
pereat homo/».ÜM Cabe agregar a ello las palabras proféticas de
Emmanuel Berl: «Tiempos de los últimos hombres, que temía
Nietzsche. El imperialismo norteamericano triunfará en la gue­
rra sin luchar; el aburguesamiento del proletariado resolverá la
lucha de clases».
Cabe interrogarse sobre lo que, en la posmodernidad, podría
anunciar el final de los tiempos burgueses, así como sobre
las contradicciones que afectan, en la actualidad, a un campo
social cuya homogeneidad aparente se mantiene preñada de
potenciales fracturas. Así, por ejemplo, asistimos ya a la desco­
nexión de un amplio sector de las clases medias y de la gran
burguesía financiera, desconexión que representa la ruptura de
este «bloque hegemónico» que, durante décadas, había asociado
el nombre de la pequeña burguesía al auge de un capitalismo
«nacional» actualmente en vías de desaparición. La mundializa-
ción de la economía, el desarrollo y la creciente concentración
de las redes tecnológicas y mediáticas, la velocidad misma de
esta evolución en un contexto caracterizado por el desempleo y
la amenaza de crisis, hacen que las clases medias vivan de nuevo
con inquietud e inseguridad, con miedo del futuro, incluso con
un sentimiento de pánico ante el riesgo de regresión social que
esta evolución les pudiera acarrear. De ello se deriva que un
creciente número de miembros de las clases medias se sienten
superados y «proletarizados», hasta el punto de que lo que cons­
tituía antaño una garantía de mantenimiento del orden social se
convierte en factor de fragilización.
En el curso de su historia, la burguesía ha sido criticada
tanto desde arriba como desde abajo: tanto por la aristocra­

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cia como por el pueblo. Como ya dijimos, resulta reveladora
esta convergencia de críticas, por lo demás bastante distintas.
Pero lo que, quizás, no se ha observado bastante es que, en
el sistema trifuncional de los orígenes, tal como lo restituyó
Georges Dumézil, la burguesía no corresponde estrictamente a
nada. Parece, es cierto, vincularse a la tercera función, la eco­
nómica, la del pueblo productor. Pero, al respecto, sólo es como
una excrecencia mercantil que, constituyéndose fuera del sis­
tema tripartito, se ha dilatado progresivamente hasta dislocar
por completo este sistema e invadir la totalidad de lo social:
la historia de los últimos ocho o diez siglos muestra cómo la
burguesía, que al comienzo no era nada, ha acabado llegándolo
a ser todo. Se la podría entonces definir como la clase que ha se­
parado al pueblo y a la aristocracia; la que ha cortado los lazos
que hacían que ambas fueran complementarias; la clase que
tan frecuentemente ha alzado la una frente a la otra. Sería de
tal modo la clase «media» en el sentido más hondo del término,
la clase intermediaria. Edouard Berth lo afirmaba en estos tér­
minos: «Sólo hay dos noblezas: la de la espada y la del trabajo.
El burgués, el hombre de la tienda, del negocio, del banco, de la
especulación y de la bolsa, el mercader, el intermediario; y su
compadre, el intelectual, intermediario también, ajenos ambos
tanto al mundo del ejército como al del trabajo, están condena­
dos a una irremediable simpleza de pensamiento y de corazón».
Quizás, para salir de esta simpleza, fuera preciso restaurar si­
multáneamente a la aristocracia y al pueblo.

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V. CRITICA DE HAYEK

El Club de l’Horloge celebró en 1989 su 5- Universidad anual


con el tema: «El liberalismo al servicio del pueblo»; el tono ge­
neral fue de cierto conservadurismo «nacional-liberal». Henry
de Lesquen, presidente del Club, declaró que «no habrá una
sociedad liberal auténtica en tanto no prevalezca la concepción
del hombre nacida de la tradición occidental, humanista y
cristiana». La tesis desarrollada en esa ocasión consistió sobre
todo en confrontar las dos grandes tradiciones liberales: una,
que encuentra su origen en las ideas de Locke; la otra, derivada
de Hume y de Burke. Habría, pues, un «liberalismo malo», fun­
dado en el empirismo de la tabla rasa que culminaría en la co­
rriente libertaria o anarco-capitalista; y un «liberalismo bueno»,
preocupado en preservar las tradiciones y que es perfectamente
compatible con el punto de vista «nacional».
Esta forma de ver las cosas, impregnada en apariencia por al­
gunas oportunistas consideraciones políticas, se legitimaba con
la constante referencia a un autor hoy desaparecido: Friedrich
A. (von) Hayek. Aunque tal distinción fue mitigada de alguna
manerah^l, el tema del «nacional-liberalismo» (o del libera­
lismo conservador) reaparece constantemente en la historia de
las ideas. Aproximarse a la obra de Hayek es un buen medio para
establecer una justa medidah^l.
*

En el campo de las doctrinas liberales, no hay duda de la


originalidad del enfoque de Hayek. Distanciado del liberalismo
«continental» (exceptuando a Tocqueville y a Benjamín Cons-
tant), Hayek busca volver a las fuentes del individualismo y del
liberalismo anglo-escocés (Hume, Smith, Mandeville, Ferguson)
restringiendo las nociones de razón, equilibrio, orden natural y
de contrato social. Para lograrlo se esfuerza en delinear primero
un vasto fresco. Según él, la humanidad ha adoptado, en el curso
de su historia, dos sistemas sociales y morales opuestos. El pri­
mero, el «orden tribal», refleja las condiciones «primitivas» de
vida; denota una sociedad cerrada en sí misma, cuyos miembros
se conocen todos entre sí y determinan su conducta en fun­
ción de objetivos concretos que perciben y establecen de manera
relativamente homogénea. En esta sociedad de frente a frente,

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organizada en función de finalidades colectivas, las relaciones
humanas están determinadas en gran medida por el «instinto»
y se fundan esencialmente en la solidaridad, la reciprocidad y el
altruismo en el interior del grupo. El «orden tribal» se deshace
progresivamente a medida que los lazos entre las personas se
distienden y vuelven más impersonales las estructuras sociales,
para dar lugar a la sociedad moderna, a la que Hayek llama
primero «gran sociedad» y después «orden extenso», y que más
o menos corresponde a la «sociedad abierta» de Popper. La so­
ciedad moderna (en donde el liberalismo, el capitalismo, el libre
intercambio, el individualismo, etcétera, son las formas ideoló­
gicas dominantes más difundidas) es, en lo fundamental, una
sociedad que no conoce límites.
Así pues, las relaciones sociales no pueden ser reguladas ya
por el modelo de frente a frente. En esta sociedad -dice Hayek-
los otrora componentes «instintivos» se han vuelto inútiles, y
son remplazados por comportamientos contractuales abstrac­
tos (a excepción, quizás, de pequeños grupos como la familia).
El orden no es producto de la voluntad o de un plan, sino que
se establece espontáneamente y en abstracto, bajo el efecto de
múltiples interrelaciones nacidas entre los diversos agentes. La
«gran sociedad» se define como un sistema social que adminis­
tra espontáneamente la ausencia de un fin común.
Mientras que Ludwig von Mises todavía tendía a ver las ins­
tituciones liberales como producto de una elección consciente
fundada en la racionalidad abstracta, Hayek afirma que en la
«gran sociedad» dichas instituciones han sido morosamente
seleccionadas por la costumbre. En otros términos, no es me­
diante una deducción lógica ni a través de un análisis racional
que los hombres han dominado progresivamente su ambiente
y se han otorgado nuevas instituciones, sino mediante reglas -
Hayek define al hombre como un rule-following animal- adquiri­
das bajo el efecto de la experiencia y consagradas por el tiempo.
La razón no es, pues, la causa sino, solamente, un producto de
la cultura. Los usos no se decretan, son inmanentes al estado de
cosas, por lo que no se puede identificar el origen de las institu­
ciones que han perdurado en el tiempo. La cultura resulta de la
«transmisión de reglas aprendidas a partir de conductas correc­

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tas que jamás fueron inventadas, y cuya función la ignoran los
individuos que las siguen.
Para Hayek, la sociedad moderna forma un «orden espontá­
neo» que ninguna voluntad humana sería capaz de reproducir
y, mucho menos, de superar, y que se haría formado con base
en un modelo inspirado en un esquema darwiniano. En efecto,
la civilización moderna no sería resultado, en lo fundamental,
ni de la naturaleza ni de algo artificial, sino de una evolución
cultural cuya selección operaría automáticamente. Desde esta
óptica, las reglas sociales desempeñarían el papel atribuido a
las mutaciones en la teoría neo-darwiniana: algunas reglas son
conservadas porque se revelan «más eficaces» y confieren una
ventaja a quienes las adoptan (son las «reglas de la conducta
correcta»), mientras que las otras simplemente son abandona­
das. «Las reglas no son inventadas a priori, sino seleccionadas
a posteriori -escribe Philippe Nemo- en favor de un proceso de
estabilización de ensayo y error». Una regla sería conservada o
rechazada si en la experiencia se revela útil o no para el con­
junto del sistema constituido por las reglas ya existentes. Hayek
escribe:
«Es la selección progresiva de reglas de conducta cada vez
más impersonales y abstractas -que a su vez dan rienda suelta
al libre albedrío individual y aseguran una más estricta do­
mesticación de los instintos y pulsiones heredadas en las fases
previas a su desarrollo social- la que ha permitido el adveni­
miento de la «gran sociedad», haciendo posible la coordinación
espontánea de las actividades de grupos humanos cada vez más
extensos».
Y aún más:
«Si la libertad se ha convertido en una moral política, es de­
bido a una selección natural por la cual la sociedad seleccionó
un sistema de valores que respondía mejor a las necesidades de
sobrevivencia que, entonces, fueron progresivamente más nu­
merosas».
La cultura es pues, ante todo, «la memoria de las reglas de
comportamiento benéficas seleccionadas por el grupo».
El surgimiento de la modernidad es presentado, así, como un
resultado «natural» de la evolución de una civilización que ha
consagrado progresivamente la libertad individual como princi­

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pió abstracto y general de la disciplina colectiva, es decir, como
una emancipación de la sociedad tradicional y el paso hacia un
sistema de disciplinas abstractas donde las acciones de unos
hacia otros están guiadas por la obediencia, no por finalidades
conocidas, sino por reglas generales e impersonales que no han
sido deliberadamente establecidas por el hombre, y cuya fun­
ción es permitir la construcción de órdenes más complejos que
no podemos comprender.
Esta visión darwiniana se relaciona, por supuesto, con la ideo­
logía del progreso, e implica, como lo veremos más adelante,
una lectura optimista y utilitaria de la historia humana: la «gran
sociedad» es mejor que el «orden tribal», y la prueba de que es
mejor, es que lo ha superado.
Después de haber establecido de manera diacrónica, o sea
históricamente, la distinción entre sus dos grandes modelos de
sociedad, Hayek los despliega después de forma sincrónica, opo­
niendo taxis y kosmos. El primero de estos términos, taxis, define
el orden instituido voluntariamente, del que proviene cualquier
proyecto político que asocie a la colectividad con un fin común,
con cualquier forma de planificación, de intervencionismo es­
tatal, de economía administrada, etcétera. Para Hayek se trata
evidentemente del resurgimiento del «orden tribal». La palabra
kosmos, por el contrario, designa al orden «espontáneo», auto-
generado, es decir, nacido «naturalmente» por los usos y la
práctica, que caracteriza a la «gran sociedad». Semejante orden
espontáneo no existe relacionado con alguna finalidad. Allí, los
miembros de la sociedad participan persiguiendo sus propios
objetivos individuales, y la interacción de sus estrategias par­
ticulares determinan sus mutuos ajustes. El kosmos se forma,
pues, independientemente de las intenciones y de los proyec­
tos humanos. Según la célebre fórmula de Adam Ferguson
(1723-1816), «resulta de la acción del hombre, pero no de sus
designios».!1^!
La definición de la sociedad moderna como una sociedad
fundamental y necesariamente opaca conduce a Hayek a recha­
zar la definición clásica de la competencia como un fenómeno
que implica, para su buen funcionamiento, la información más
completa posible de los actores económicos y sociales. Hayek
cuestiona la idea de la transparencia del mercado: la informa­

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ción pertinente jamás podrá estar totalmente a disposición de
los agentes. Él afirma más bien lo contrario: lo que mejor justi­
fica la economía de mercado es, precisamente, el hecho de que
la información siempre es incompleta e imperfecta, pues ante
tales condiciones siempre será mejor dejar que cada quien se
las arregle con lo que sabe. La competencia tendrá, en principio,
el efecto de «laissez faire», mientras que en el modelo clásico
el «laissez faire» es resultado de la hipótesis de la competencia
pura y perfecta.
Al ser el rasgo característico de la «gran sociedad» el exceso
estructural de la información pertinente respecto de la infor­
mación disponible, apropiable, la ilusión llamada «sinóptica» es
la que consiste en creer en la posibilidad de una información
perfecta. Aquí, el razonamiento de Hayek es el siguiente: el co­
nocimiento de los procesos sociales es necesariamente limitado,
pues siempre se está en permanente estado de formación co­
lectiva. Ningún individuo, ningún grupo, podría tener acceso a
ello. Nadie puede pretender tener acceso o poder tomar en con­
sideración la totalidad de los parámetros. Sin embargo, el éxito
de la acción social exige un conocimiento integral de los hechos
pertinentes para dicha acción.
Como dicho conocimiento resulta imposible, nadie puede
pretender actuar en la sociedad en un sentido tal que esté de
acuerdo con sus intereses, ni tampoco acometer una acción per­
fectamente adecuada en relación al objetivo deseado. De una
premisa epistemológica Hayek extrae una consecuencia socio­
lógica: hay cierta ignorancia que es insuperable; la información
incompleta entraña la imposibilidad de prever consecuencias
reales a partir de las acciones, lo cual conduciría a dudar de la
operatividad de nuestro saber. Al no poder ser omnisciente, lo
mejor para el hombre es reinsertarse en la tradición, es decir,
en la costumbre consagrada por la experiencia. «El verdadero
racionalismo -escribe Philippe Nemo- consiste en reconocer el
valor del conocimiento normativo transmitido por la tradición,
a pesar de su opacidad y de su irreductibilidad a la lógica».
El mercado es, evidentemente, la llave maestra de todo el
sistema. En una sociedad compuesta solamente por individuos,
los intercambios que se efectúan en el contexto del mercado
representan, en efecto, el único modo concebible de integración.

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Tanto para Smith como para Mandeville, el mercado constituye
un modo de regulación social abstracto, regido por una «mano
invisible» que expresa leyes objetivas orientadas a regular las
relaciones entre los individuos fuera de cualquier autoridad hu­
mana. El mercado demuestra ser algo intrínsecamente antije­
rárquico: es un modo de toma de decisiones en donde nadie
decide voluntariamente por otro más que por sí. El orden social
se confunde, pues, con el orden económico, como resultado no
intencional de las acciones emprendidas por los agentes para
realizar su mejor interés.
Hayek vuelve a tomar en cuenta la teoría schmittiana de la
«mano invisible», es decir, el análisis de mecanismos totalmente
impersonales que operan en un supuesto mercado libre, pero
hace otras aportaciones importantes. En Adam Smith esta teo­
ría se mantiene a nivel macroeconómico: los actos individuales,
aunque se manifiesten de manera aparentemente desordenada,
acaban por concurrir milagrosamente con el interés colectivo,
es decir, con el bienestar de todos. Es por ello que Smith todavía
admite la intervención pública cuando la finalidad individual
no realiza el bien general. Hayek, por el contrario, se niega a
admitir esta excepción. El liberalismo clásico igualmente esta­
blece que el mercado concurrente permite satisfacer de manera
óptima los fines previstos. Hayek responde que los fines jamás
estarán predeterminados ya que no son cognoscibles, y que no
se le podría conferir al mercado la capacidad de traducir la jerar­
quía de los fines o de las demandas. Semejante pretensión sería
meramente tautológica, puesto que «la intensidad relativa de la
demanda de bienes y servicios, intensidad a la cual el mercado
ajustara su producción, está determinada por la repartición de
las ganancias que, a su vez, se determina por el mecanismo de
mercado». Al carecer de finalidad y de prioridad, el mercado no
se ordena con relación a ningún fin: deja sin determinar los fines
y sólo llega a un acuerdo acerca de los medios (means-connected).
Por otra parte, en la teoría clásica, la asignación óptima de los
recursos escasos a escala social teóricamente estaría asegurada
por el ajuste de los mercados concurrentes, lo que formaría un
equilibrio general. Siguiendo a Ludwig von Mises, y anticipán­
dose a la crítica que después de él desarrollarían G.L.S. Schackle
y Ludwig Lachmann, Hayek rechaza la visión estatista inspi­

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rada en Walras y se empeña en sustituir un sistema institucio­
nal óptimo por un sistema de producción socialmente óptimo,
reemplazando así el equilibrio estático general por un equilibrio
dinámico parcial.
En fin, contradiciendo a los clásicos, Hayek afirma que no es la
libertad de los agentes la que permite el intercambio, sino es
más bien el intercambio el que permite su libertad. Veremos
más adelante lo que debemos pensar de dicha afirmación que
ocupa un lugar central dentro del sistema hayekiano. En cual­
quier caso, sus consecuencias son fundamentales. Desde la óp­
tica clásica, el mercado, en estricto sentido del término, se rela­
cionaría sólo con la esfera económica, mientras que el papel del
Estado sería «completar el mercado» al garantizar su buen fun­
cionamiento, y a veces, incluso, sustituirlo. Desde la óptica neo­
liberal, que es la de la generalización económica, el mercado se
vuelve un modelo explicativo, un esquema aplicable a todas las
actividades humanas: existiría así un mercado nupcial, un mer­
cado del crimen, etcétera. El ámbito político mismo es redefi­
nido como un mercado en el que los empresarios (los políticos)
buscan elegirse al responder a la demanda de los electores quie­
nes, también, pretenden satisfacer de la mejor manera su inte­
rés. Hayek legitima indirectamente esta visión al pensar el mer­
cado no solamente como una maquinaria económica que per­
mite el ajuste milagroso de los planes elaborados privadamente
por los individuos, sino como una formación ordenada, como
un orden establecido espontáneamente, o sea, anterior e inde­
pendientemente de cualquier acción individual que, a través del
sistema de precios, permite la comunicación óptima de la infor­
mación. El mercado, bajo estas condiciones, cubre así la totali­
dad de lo social. Ya no es más el modelo de la actividad humana,
sino el de la actividad misma. Lejos de limitarse al campo de la
actividad económica propiamente dicha (Hayek tiende también
a reservar el uso de la palabra «economía» a la descripción de
unidades elementales como las empresas o el hogar), llega hasta
un sistema de regulación general de la sociedad denominado
pomposamente «catalaxia» (neologismo tomado de von Mises).
No es solamente un mecanismo económico de asignación óp­
tima de recursos en un universo gobernado tradicionalmente
por la escasez, mecanismo ordenado hacia cualquier finalidad

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positiva (felicidad individual, enriquecimiento, bienestar), sino
también un orden más sociológico que «político», un apoyo ins­
trumental formal que posibilita a los individuos perseguir libre­
mente sus objetivos particulares, en suma, una estructura, es
decir, un proceso sin sujeto, espontáneamente dispuesto para la
coexistencia de una pluralidad de fines privados que se imponen
a todos en la misma medida en que, por naturaleza, prohíbe a los
individuos y a los grupos intentar reformarlos.
El principio que se afirma aquí es, evidentemente, el de una
actividad individual estrechamente vinculada a un modelo de
intercambio de mercado. La libertad es definida sin más como
una ausencia de límites, de coerción. Expresa «la situación en
la que cada quien puede utilizar lo que conoce en vista de lo
que quiere hacer», situación que sólo estaría garantizada por el
orden del mercado. Ya no es el medio para conseguir un obje­
tivo que podría concretarse mediante una acción social, sino el
don impersonal que la evolución histórica ha concedido a los
hombres con el surgimiento del orden abstracto de intercambio.
Fuera del mercado, ¡no hay libertad!
Pierre Rosanvallon dice justamente que «el liberalismo de
alguna manera hace de la despersonalización del mundo la con­
dición del progreso y la libertad»^^]. Los esfuerzos de Hayek
se inscriben claramente en este intento que busca remplazar el
poder de los hombres por modos de regulación social lo más
impersonales posibles. John Locke afirmaba que quienes deten­
tan la autoridad solamente debían establecer reglas generales y
universales.
Para Hayek, la coherencia social, al no derivar de ninguna fina­
lidad colectiva sino del ajuste mutuo a las previsiones de cada
quien, es tanto de orden lógico como funcional. Un estado social
es coherente cuando sus reglas de conducta no son contradicto­
rias y están de acuerdo con su evolución. Al igual que en Popper,
para quien no se puede decidir sobre la verdad sino solamente
eliminar lo falso, según Hayek no se pueden definir reglas jus­
tas, sino únicamente determinar negativamente las que no son
injustas. Las reglas menos injustas son las que no estorban el
buen funcionamiento del mercado, las que son lo más conforme
posible al orden impersonal y abstracto y que se apartan lo
menos posible del uso establecido; la mejor sociedad es aquella

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en donde la ley del legislador (thesis) sigue muy de cerca la de
la costumbre (nomos) que permitió el surgimiento del orden de
mercado. De donde resulta que una Constitución no debe con­
tener las reglas de derecho sustanciales, sino únicamente las re­
glas neutras y abstractas que determinan los límites de la acción
legislativa o ejecutiva.
En otras palabras, el objetivo de la ley ya no es organizar las
acciones individuales en vista del bien común o de un proyecto
determinado cualquiera, sino de codificar las reglas cuya única
función sería proteger la libertad de acción de los individuos, o
sea, indicar «a cada quien con lo que puede contar, cuáles ob­
jetos materiales o servicios puede utilizar para sus proyectos, y
cuál es el campo de acción que se le abre». Ahora bien -añade
Hayek- el derecho no puede proteger la formación de previsio­
nes individuales más que cuando él mismo esté conforme con
el orden de las cosas ya instituido, y, a la inversa, sólo pueden
ser consideradas legítimas las previsiones que se forman de
acuerdo con el orden instituido. Las reglas serán, pues, normas
puramente formales sin ningún contenido sustancial, condi­
ción necesaria para que sean universalmente válidas. En efecto
-señala Hayek- «es solamente si son aplicadas umversalmente,
sin considerar sus efectos particulares, que servirán para man­
tener el orden abstracto». Por supuesto, todos los individuos
serán considerados iguales respecto de dichas reglas formales,
pero como estas remiten a una realidad bien concreta que no es
otra que la del capitalismo liberal, su igualdad no tendrá en sí
nada de sustancial: la igualdad formal irá de la mano con la de­
sigualdad social real.
Una sociedad que se organiza a partir del intercambio del mer­
cado sería, así, susceptible de concitar la adhesión de todos sin
proponerse jamás fines comunes.
Se instituiría un orden meramente de medios que dejaría a
cada quien la responsabilidad de sus finalidades propias. Lo que
reúne a los hombres en la catalaxia -definida como «el orden
engendrado por el ajuste mutuo de numerosas economías indi­
viduales en un mercado»h^J- no es, en efecto, una comunidad
de fines, sino una comunidad de medios, expresada en la con­
vergencia del orden abstracto del derecho. Al igual que Hume y
Montesquieu, Hayek cree además en la virtud pacificadora del

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intercambio. Al evitar los peligros de la confrontación cara a
cara, propios del «orden tribal», así como del debate acerca de los
fines colectivos, el mercado neutralizaría las rivalidades, apaci­
guaría las pasiones y conduciría a la extinción de los conflictos.
Al comulgar todos los miembros de la «gran sociedad» con una
misma adhesión a un sistema de medios que sustituye el debate
sobre los fines, las oposiciones desaparecerían o encontrarían
por sí mismas su solución.
Dicho modelo de sociedad plantea inmediatamente un pro­
blema de interpretación. A primera vista, por ejemplo, tal vez
podríamos considerar la idea de un orden espontáneo como
avatar del orden natural, tal y como la pudieron concebir los
teóricos contrarrevolucionarios más hostiles al voluntarismo.
Pero eso sería un error, ya que Hayek nunca presenta el orden
espontáneo como algo referido a un estado a la vez original y
permanente, constitutivo de alguna manera de cualquier orden
social humano, sino que, por el contrario, lo considera como un
orden adquirido en el curso de la historia de la humanidad y que
llega a su apogeo en la época moderna.
Se podría decir que es un orden que resulta de una evolución
«natural», pero que, sin embargo, no es un «orden natural». La
manera en la que Hayek afirma la autonomía de lo social le
da, en virtud de su razonamiento, una apariencia de holismo,
en la medida en que establece al mercado como una totalidad
globalizante que funciona como tal y que implica relaciones de
intercambio entre los agentes que, evidentemente, no podrían
presentarse en un individuo aislado. En fin, la idea de orden es­
pontáneo parece remitir a la noción sistémica de auto organiza­
ción, puesto que el propio Hayek buscó, en numerosas ocasiones,
aproximar las tesis de la sistémica de P. A. Weiss con los modelos
cibernéticos (Heinz von Forster), así como con los conceptos de
complejidad (John von Neumann) y de «autopoiesis» (Francisco
Varela, H. Maturana), y con la termodinámica de los sistemas
abiertos (Ilya Prigogine), etc.
De hecho, Hayek reformula de manera inteligente las ideas
adelantadas antes de él por Bernard Mandeville, Adam Smith y
Adam Ferguson, los tres fundadores de una nueva teoría mo­
derna de la «sociedad civil». La originalidad de estos autores
estribó, en el seno del pensamiento liberal, en desmarcarse

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tanto del utilitarismo llano de Jeremy Bentham como de la filo­
sofía del derecho natural. Su aportación consiste en no haber
indagado acerca del origen de la sociedad (lo que había condu­
cido a John Locke a anticipar la hipótesis del contrato social),
sino acerca de su regulación, es decir, sobre su funcionamiento.
En una tesisü^l, M. Gautier demostró justamente que dicha
evolución corresponde al cambio de una visión del mundo
como teodicea al de una visión del mundo como sociodicea. El
punto esencial es el abandono de la ficción del contrato y el
reconocimiento de la necesidad del vínculo social como com­
ponente de la naturaleza humana: al constituir la sociedad el
marco natural de la existencia humana, no es necesario bus­
car el secreto de su «origen» en un acuerdo contractual entre
individuos que vivieron antes de manera aislada. El artificio
del contrato es sustituido, pues, por el mecanismo del mercado
como fundamento de la vida social, lo que permite escapar de
las aporías características de las teorías contractualistas he­
redadas de Hobbes o de Locke. Tal es precisamente el funda­
mento de la teoría smitheana de la «mano invisible», que toma
en cuenta los hábitos, las costumbres e incluso las tradiciones
que han acompañado al surgimiento del mercado. En el límite
-como en Ferguson- el intercambio del mercado se vuelve la
modalidad específica de la relación social cuyo fundamento es
la costumbre.
M. Gautier acierta, pues, al calificar de «individualismo im­
puro» al referirse a este nuevo proceso liberal que pretende
fundar «la relación de cogénesis de uno con el todo en una
antropología específica», o sea, establecer el problema de la re­
conciliación de los intereses individuales con el todo social desde
una óptica en la que el contrato social ya no es la clave. Las con­
secuencias son importantes: si el modelo de mercado explica por
sí solo el funcionamiento de la sociedad, entonces la economía
representa la mejor forma de realizar la política. Ello implica
una acusación al poder político, pues si el hombre es social por
naturaleza, no es necesario que se le «obligue» a vivir en so­
ciedad: «El Estado ya no constituye el vínculo social; solamente
garantiza la permanencia». Y aún más: el poder público siempre
debe ser «neutralizado» para que jamás sea capaz de «invadir» a
la sociedad civil. Por lo mismo, el político se encuentra radical­

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mente deslegitimado en su vocación de cumplir una finalidad
específica. Al rechazar la teoría del contrato social y al afirmar la
idea de un orden espontáneo más allá de las meras categorías de
la naturaleza y de lo artificial, Hayek se inscribe directamente en
esta filiación. Así se explica la apariencia holista de su sistema,
en donde el mercado, identificado con el «todo» social, consti­
tuye, a nivel supra-individual, el modo supremo de regulación.
Dicha apariencia no debe, sin embargo, engañarnos. No se puede
hablar verdaderamente de holismo más que cuando el todo
posea una lógica y una finalidad propias, es decir, características
diferentes por naturaleza a las de sus elementos constitutivos.
Ahora bien, dicha idea es precisamente la que rechaza Hayek
en tanto constituye, según él, el rasgo fundamental del «orden
tribal».
En la «gran sociedad», aunque el individuo jamás se encuentra
totalmente aislado ya que se admite que siempre ha vivido en
sociedad y que, desde el punto de vista moral, solo es plena­
mente hombre cuando está en relación con sus semejantes, la
relación social únicamente se considera desde la perspectiva de
la multiplicidad de sus partes. Así como el mercado no es conce­
bido más que como un proceso de agregación de las preferencias
individuales, la sociedad no se organiza ni se entiende más que
sobre la base de la existencia y de la acción de los individuos:
sólo el juego de los intereses particulares es el que constituye a
la sociedad. Lo social se deduce sólo a partir de lo individual, no
a la inversa: el individuo, actor esencial y valor primordial, cons­
tituye un explicativo absoluto insuperable. De donde resulta que
la inteligencia del todo deriva de la de las partes, y que no habría
identidad colectiva -pueblo, cultura o nación, por ejemplo- que
tuviera una identidad distinta a la de la suma de las identidades
individuales en su conjunto. Al final, admite que las conductas
de los individuos están orientadas sólo por los fines que se impo­
nen a sí mismos. Los miembros de la sociedad son átomos socia­
les «libres de utilizar sus propios conocimientos para sus propios
objetivos», y es evidentemente la búsqueda de su mejor interés
la que se supone que guía sus elecciones. Ciertamente, Hayek no
tiene la ingenuidad de creer que todos los hombres tienen un
comportamiento racional, aunque afirma que dicha conducta es
más ventajosa, pues en una sociedad es comparativamente más

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rentable actuar de manera racional, ya que de esa suerte los com­
portamientos racionales se extienden progresivamente, ya sea
por selección o por imitación. En la vida social, el individuo está
llamado totalmente a comportarse como un agente económico
en el mercado. Permanece dentro del paradigma del individua­
lismo metodológico y del homo ceconomicus.
A final de cuentas, Hayek considera al individuo más como
un ser autónomo que como un ser independiente, ya que, como
subraya Jean-Pierre Dupuy, «la autonomía es compatible con la
sumisión a una esfera supraindividual válida para todos, con
una ley normativa que limita los yo individuales según las reglas
de una normatividad auto-fundada», en tanto «los yo indepen­
dientes son incapaces de establecer un orden como proyecto
voluntario y consciente»!1^!. Más allá de cualquier considera­
ción acerca de la formación de estructuras ordenadas a partir
de fluctuaciones aleatorias (teoría de sistemas, termodinámica
de las estructuras disipativas), tal distinción hace que aparez­
can bien los límites de cualquier aproximación que pudiéramos
hacer entre las ideas de Hayek y la noción sistémica de autoor-
ganización, pues esto implicaría una visión antirreduccionista
en la que el todo excede, inevitablemente, la simple suma de las
partes.
*

Después de definir los principios formativos de la «gran so­


ciedad» respecto del orden de mercado, Hayek puede pasar al
estudio de la ideología a la que se opone y que denomina cons­
tructivismo. Dicha ideología -dice- descansa en una «ilusión
sinóptica» que consiste en creer que los arreglos sociales pueden
ser resultado de las intenciones y de las acciones voluntarias del
hombre o, en otros términos, que es posible edificar o reformar
a la sociedad en función de un proyecto determinado. El cons­
tructivismo enuncia que «las instituciones humanas no servirán
a los designios humanos más que cuando hayan sido deliberada­
mente elaboradas en función de tales planes». Ahora bien, como
lo hemos visto, Hayek sostiene que no es posible vincular las
instituciones a un acto deliberado de voluntad ya que este exige
información completa de la que jamás puede disponerse. El
constructivismo llega, pues, a sobreestimar sistemáticamente el

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papel que desempeñan los «conceptualizadores sociales» (social
engineers), los reformadores y los políticos en el espacio público.
Hayek colocó en principio la fuente del constructivismo en el
cientifismo, o sea, en la «imitación servil» que las ciencias huma­
nas hacen de los conceptos, los métodos y los objetivos propios
de las ciencias físicas; enseguida se dirige hacia Descartes, quien
lo lleva a indagar el origen de dicha «ilusión». El mecanismo
cartesiano -al que moteja de «mal francés» (french diseasé)- su­
giere que debe buscarse la inteligibilidad lógico-matemática en
las ciencias sociales; por este mismo hecho, las instituciones
pueden ser construidas y reconstruidas a voluntad, como otros
tantos artefactos intelectualmente concebidos para servir a un
fin determinado. Hayek afirma que esa es una «presunción de la
razón» pues, según él, la razón no puede determinar finalidades
justas relacionadas con el bien común, sino solamente las condi­
ciones formales de la actividad de los agentes.!^
Para Hayek, el arquetipo del constructivismo es el socialismo,
que correspondería a una especie de resurgimiento del «orden
tribal» en el seno mismo de la «gran sociedad». Según Hayek, el
éxito del socialismo provendría, además, de lo que él denomina
los «instintos atávicos» de solidaridad y altruismo, que hoy ¡se
habrían vuelto anacrónicos! No obstante, desde la óptica haye-
kiana, el término «socialismo» llega a adquirir un sentido más
vasto. Poco a poco, en efecto, llega a designar cualquier forma
de «ingeniería social», cualquier proyecto político-económico,
sin importar de cuál se trate. Hayek piensa tanto en los here­
deros de Descartes como en los partidarios de una concepción
holista u organicista de la sociedad, desde los contrarrevolu­
cionarios hasta los románticos. Socialismo en sentido estricto,
marxismo, fascismo, social-democracia, participan todos, según
él, del mismo «constructivismo», que comenzaría con las más
modestas formas de intervención estatal o de reforma social.
Asignar una finalidad a la producción, ordenar un imperativo
de solidaridad, operar la redistribución de ganancias en benefi­
cio de los más desfavorecidos, adoptar una legislación sobre el
ambiente o sobre la protección social, prever la taxación pro­
gresiva de las ganancias, instituir la menor forma de protección
económica, el menor control de cambios, todo ello proviene del
«constructivismo» que aparece como algo catastrófico pues el

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orden del mercado prohíbe, por definición, cualquier tentativa
de actuar intencionalmente sobre los hechos sociales. Hayek re­
pite constantemente que no puede haber acuerdo colectivo sobre
las finalidades, y que es innecesario pretender dilucidar alguna
pues cualquier esfuerzo en ese sentido desembocaría en un fra­
caso. Cualquier intento por dirigir, por planificar, en suma, cual­
quier proyecto político está preñado de ¡un totalitarismo latente!
Esto conduce a Hayek a adoptar posiciones de un radicalismo
extremo como, por ejemplo, cuando recomienda privatizar la
emisión de m onedaba, o cuando justifica la formación de mo­
nopolios!1^ , o bien cuando rechaza cualquier forma de análisis
macro-económico y llega incluso a preconizar, en su último libro
(La presunción fatal), que todo sistema socialista está diseñado
para que ¡muera de hambre su población!!1^
La escuela liberal clásica conservaba todavía la idea de justicia
social, al menos como regulación transitoria. Hayek la rechaza
totalmente y le dirige una de las críticas más violentas que
jamás se hayan conocido. La justicia social - proclama- es un
«milagro», un «encantamiento inepto», una «ilusión antropo-
mórfica», un «absurdo ontológico», en suma, una expresión que
carece totalmente de sentido excepto en el «orden tribal», es
decir, en el seno de un espacio social instituido por personas
determinadas en vista de objetivos bien definidos. Para demos­
trar semejante «evidencia», Hayek redefine la catalaxia como un
juego social. Al ser impersonales, las reglas del juego son igual­
mente válidas para cada quien. En este sentido, todos los «juga­
dores» son iguales, lo que no implica, evidentemente, que todos
puedan ganar puesto que, como en todo juego, hay ganadores y
perdedores.
Por otra parte, dado que solo una conducta humana resultante
de una voluntad deliberada puede ser calificada de «justa» o «in­
justa», es un error lógico utilizar dichos términos para calificar
cualquier otro resultado de un acto humano voluntario. El orden
social no puede ser declarado, pues, justo o injusto más que en
tanto es resultado de la acción voluntaria de los hombres. Ahora
bien, Hayek se empeña en demostrar que eso no es así; al carecer
de autor el juego social, nadie es responsable de sus resultados, y
sería tan pueril como ridículo considerarlo productor de «injus­
ticias». En realidad, no es más «injusto» ser desempleado que no

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haber acertado al número ganador de la lotería, pues solamente
puede declararse justo o injusto el comportamiento de los «ju­
gadores», y no los resultados que obtienen. Como lo social no es
resultado ni de una intención ni de un proyecto, nadie podría ser
responsable de que los más desfavorecidos no se hayan sacado el
premio gordo de la lotería. Los «perdedores» harían mal en que­
jarse. Más que ceder a los «instintos atávicos» que los hacen creer
ingenuamente que todo fenómeno tiene una causa identificable,
y más que buscar al responsable de la «injusticia» que padecen,
lo mejor para ellos sería o culparse a sí mismos o admitir que su
«falta de suerte» es algo implícito en el orden de las cosas.
Así, Hayek escribe lo siguiente:
«La manera en que las ventajas y los pesos son afectados por
el mecanismo del mercado debería, en muchos casos, ser vista
como muy injusta si tal afectación resultara de la decisión deli­
berada de tal o cual persona. Pero ése no es el caso».
Admitida esta premisa, la consecuencia se impone por sí
misma: demandar la justicia social es irreal e ilusorio; querer
realizarla es un absurdo que desemboca en la ruina del Estado
de derecho. Philippe Nemo escribe también fríamente que la
justicia social es «profundamente inmoral».!1^ Así, la noción
tradicional de justicia distributiva, que obedece al principio de
igualdad aritmética o de igualdad proporcional (geométrica),
resulta cuestionada de inmediato. Cualquier idea de solidaridad
instituida, relacionada con la noción de bien común, es igual­
mente condenada como «reivindicación tribal arcaica». «La gran
sociedad -subraya Hayek- no tiene nada que ver y de hecho no
puede reconciliarse con la solidaridad en el sentido de perseguir
verdaderamente fines comunes conocidos». Hayek rechaza in­
cluso la igualdad de oportunidades, pues esto conduciría a anu­
lar las diferencias entre los «jugadores» antes de que comience la
partida, lo que falsearía los resultados. Por supuesto, los sindica­
tos deben igualmente desaparecer pues son «incompatibles con
los fundamentos de una sociedad de hombres libres». Por lo que
respecta a quienes se quejan de estar enajenados por el orden del
mercado, se trata «de seres no domesticados, no civilizados»!1^1!.
He aquí ¡el «liberalismo al servicio del pueblo»!
La teoría de acuerdo con la cual el mercado jamás es injusto,
por el hecho de su naturaleza impersonal y abstracta, tiene indu­

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dablemente la ventaja de prohibir lo real a través de sus efectos
concretos. El interés general se limita, en el mejor de los casos, al
mantenimiento del orden público y a suministrar cierto número
de servicios colectivos, en tanto la justicia define sólo las reglas
formal-universales llamadas a regir el comportamiento de los
agentes, por lo que el mercado no podría evaluarse efectiva­
mente en una dimensión sustancial, es decir, en función de sus
resultados. Lo mismo vale para la justicia, que carecería también
de un contenido sustancial puesto que no hay una normatividad
propia de los fines ni de «contenido» de la vida en sociedad.
Además, como no se puede definir positivamente la justicia so­
cial, cualquier debate sobre su esencia se vuelve inútil; el sis­
tema está, así, perfectamente «acerrojado». Se debe obediencia
al orden del mercado porque no ha sido querido por nadie y se
impuso por sí solo. El hombre debe seguir el orden establecido
sin intentar comprenderlo y, sobre todo, sin tratar de rebelarse
contra él. Subsidiariamente, los «perdedores» deben dotarse de
una nueva moral filosófica de acuerdo con la cual «no es normal
aceptar el curso de los acontecimientos cuando sean desfavora­
bles». Es la apología, sin matices, del éxito, cualesquiera que sean
sus causas y, al mismo tiempo, la negación radical de la equidad
en el sentido tradicional del término. Es también la manera per­
fecta de conferir una buena conciencia a los «ganadores» y de
prohibir a los «perdedores» emprender una revuelta. El punto de
vista de Hayek desemboca, así, en una «verdadera teorización de
la indiferencia hacia el infortunio humano»!1^!. A final de cuen­
tas, el mercado remplaza al Leviatán.
La «gran sociedad» se revela además por ser impolítica hasta
el extremo!1^11. Al establecerse el orden público como resultado
no intencional, ningún gran proyecto político puede ser fun­
dado por la voluntad o la razón, ya que no hay una matriz social
de los procesos históricos. En el límite, el reino del mercado
tiende a dejar sin objeto al poder público. En oposición a Cari
Schmitt, quien coloca al derecho como dependiente de la autori­
dad y de la capacidad de decisión política, Hayek afirma también
que la autoridad no puede y no debe ser obedecida más que en
tanto aplica el derecho. (Mantiene, en cambio, una discreción
extrema acerca de la naturaleza de la obligación jurídica). Em­
pero, a la vez, se opone al positivismo jurídico de un Kelsen,

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quien identifica la ley con la decisión del legislador y la hace la
fuente esencial de la justicia y del derecho; asimismo, declara
que el derecho ha existido desde siempre y que es preexistente
tanto de la autoridad del legislador como del Estado mismo. El
elogio que hace del derecho consuetudinario (common law)
busca igualmente demostrar que el derecho ha precedido a to­
das las legislaciones, y es lo que funda la teoría del normati-
vismo jurídico. Así se establecerían unas recientemente renova­
das bases del Estado de derecho, cuya única razón de ser consis­
tiría en preservar el «orden espontáneo» de la sociedad y en
administrar los recursos a su disposición. Bajo estas condicio­
nes, la política se reduce a lo más a la salvaguarda de las reglas
jurídicas formales y a la gestión administrativa de una sociedad
civil ordenada ya de acuerdo al mercado; no hay que producir
esta sociedad, asignarle una finalidad, difundirle valores ni
crearle cohesión. Hayek rechaza enfáticamente la noción de so­
beranía, definida tradicionalmente como autoridad indivisible
(ya sea la del príncipe o la del pueblo), y en la que ve sólo una
«superstición constructivista»: que ni la sociedad ni nadie dirija
es lo que funciona mejor. «En una sociedad de hombres libres -
escribe- la más alta autoridad no debe, en tiempos normales, te­
ner ningún poder de mando, ni dar ninguna orden, cualquiera
que ésta sea»h^. Al ser su fin esencial colocar al poder público
como algo dependiente de la «nomocracia», llega incluso a negar
que puedan existir «necesidades políticas». Philippe Nemo
agrega: «Considerándolo todo, la idea misma de poder político
resulta incompatible con la concepción de una sociedad de
hombres libres». Como no hay política sin poder, estamos convi­
dados a la eliminación total de lo político. Así, la democracia re­
cibe una definición meramente jurídico-formal.
Hayek afirma sin rubor que el liberalismo que él postula no es
compatible, más que de manera condicional, con la democracia.
Se adhiere por supuesto al constitucionalismo, a la teoría del go­
bierno representativo y limitado; empero, no hay en él ninguna
teoría del Estado. Sólo conoce el «gobierno», al que define como
«administrador común de recursos», o sea, un aparato mera­
mente utilitario («a purely utilitarian device»). Y añade que la
democracia no es aceptable más que bajo la forma de un método
de gobierno que no ponga en duda ninguno de los principios li­

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berales. El postulado hayekiano llega hasta la negación de la de­
mocracia entendida como un régimen dotado de un contenido
sustancial (la identificación entre gobernantes y gobernados)
que descansa en la soberanía popular. Al igual que el mercado,
la democracia (o lo que queda de ella) se vuelve asunto de reglas
impersonales y de procedimientos formales sin contenido!^.
Hayek también critica vigorosamente la regla mayoritaria, en la
que ve un principio arbitrario antagónico a la libertad indivi­
dual. La regla de la mayoría -precisa Philippe Nemo- vale «como
método de decisión, pero no como una fuente que construye la
autoridad para determinar el contenido mismo de la decisión».
De semejante concepción deriva su rechazo a la noción de pue­
blo en tanto categoría política, así como la negación de la idea de
soberanía nacional («no existe ninguna voluntad del cuerpo so­
cial que pueda ser soberana») y el rechazo a cualquier forma de
democracia directal1^ . Paradójicamente, el ideal «impolítico»
aproxima las ideas de Hayek con el «constructivismo» marxista.
Para Marx, quien critica a Hegel sobre la base de Adam Smith al
proclamar la autosuficiencia de la sociedad civil, la desaparición
del Estado en la sociedad sin clases resulta, en efecto, porque al
final la política ya no tendrá razón de ser. Y es que Marx, quien
nunca rompió del todo con cierto individualismo, no considera
al hombre como un ser social más que en tanto participa indi­
vidualmente en la construcción de la sociedad. «Desde la óptica
marxista -escribe el liberal Bertrand Nezeys- el socialismo debe
representar el triunfo de una sociedad individualista, o del in­
dividualismo simplemente; la sociedad privada representa sólo
una forma alienada»!^. Pierre Rosanvallon, quien no duda en
ver en Marx «al heredero directo de Adam Smith», enfatiza a este
propósito que el «anticapitalismo se volvió sinónimo de antili­
beralismo, mientras que el socialismo no tenía otra perspectiva
real que la de cumplir el programa de la utopía liberal». De
hecho, agrega que el socialismo utópico rechaza globalmente el
capitalismo, pero se mantiene ciego ante el sentido profundo de
la ideología económica en cuyo interior se amolda por entero. De
la misma forma, el liberalismo denuncia el colectivismo, pero
no lo entiende más que como un despotismo radical; no lo ana­
liza en su relación con el individualismo, en la medida en que

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transmite la misma ilusión de una sociedad despolitizada en la
que la democracia se reduce al consenso.
Queda saber la medida en que dicho ideal no es profunda­
mente totalitario si admitimos al menos, junto con Hannah
Are(N. d. T.), que el totalitarismo reside en el deseo de disol­
ver lo político más que en la voluntad de hacer que lo penetre
todo.
Hemos visto que la crítica al constructivismo en Hayek está es­
trechamente ligada a la representación del todo social como un
conjunto donde los individuos sólo pueden tener información
incompleta. La cuestión consiste en saber si las conclusiones que
Hayek extrae de tal representación se encuentran fundadas. El
que la información humana siempre sea incompleta no se puede
negar. Contrariamente a lo que Hayek parece creer, esto es igual­
mente válido para el «orden tribal», incluso si el número de pa­
rámetros a considerar es menor. Admitamos también que, en las
sociedades humanas, numerosos hechos sociales se engendran
por sí mismos sin que pueda relacionárseles con intenciones o
proyectos deliberados, bajo el efecto de un lento proceso de inter­
acciones o de retroacciones sin autores identificables, hechos a
los que la cibernética y la sistémica dan una representación con­
vincente, los cuales, además, convergen con algunas intuiciones
del pensamiento organicista. Tampoco negaremos, desde luego,
el valor de las tradiciones validadas por la experiencia histórica.
En fin, nadie podría rehusarse a admitir que, con frecuencia,
existe una brecha que separa un proyecto de su realización,
brecha que Jules Monnerot ha denominado «heterotelia» y que se
manifiesta mediante consecuencias o recaídas imprevistas, fre­
cuentemente calificadas de «efectos perversos». Sin embargo, a
partir de todo lo anterior no se desprende en absoluto la conclu­
sión de la imposibilidad lógica de emprender una acción social
o política cualquiera, o bien de tratar de modelar el orden social
en función de una finalidad determinada, ni tampoco puede se­
guirse un agravamiento de la situación, producto de cualquier
acto de voluntad que pretenda mejorarlo.
Hayek finge creer que cualquier constructivismo es un racio­
nalismo, con lo que traiciona su propia concepción «tecnicista»
del acto de voluntad. Ahora bien, la práctica humana raramente
es resultado de un examen razonado de pros y contras. A decir

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verdad, es en el «orden tribal» donde Hayek dice que reinan los
«instintos». Pero resulta aún más verdadero que es en la «gran
sociedad», y singularmente en el terreno político, donde la de­
terminación de una finalidad colectiva inexorablemente reposa
en los juicios de valor cuyas premisas raramente se fundan en la
razón. Enseguida, Hayek argumenta como si la decisión humana
exigiera el conocimiento de todos los parámetros existentes, lo
que sólo permitiría evaluar con exactitud las consecuencias y los
resultados. Semejante afirmación procede del total desconoci­
miento de lo que es una decisión, especialmente por el hecho de
que, lejos de traducirse en un efecto puramente lineal que refleja­
ría una suerte de omnisciencia, apela sin cesar a las correcciones
que los hombres siempre pueden hacer después de la decisión
inicial, y multiplicar las decisiones subsidiarias destinadas a do­
blegar el encadenamiento de causas y efectos en función de las
informaciones recabadas y de los resultados obtenidos.
Contrariamente a lo que pretende Hayek -escribe a propósito
de esto Gérard Roland- el éxito de una acción no depende necesa­
riamente del pleno conocimiento de los hechos pertinentes.
«Ello, además, permite creer que ninguna acción científica,
técnica, económica, política, social o de cualquier otra índole,
emprendida ese día en la historia de la humanidad, no estaba
basada en tal conocimiento pleno. Por eso tal vez ninguna
acción está totalmente exenta de errores en relación con su
intención inicial, pero dicha carencia relativa de conocimiento
jamás constituyó un obstáculo absoluto para el éxito de una
acción humana, sea individual o colectiva (...) El proceso de
conocimiento jamás es y jamás ha sido totalmente previo a la
acción; por el contrario, está estrecha y dialécticamente imbri­
cado. Los éxitos y fracasos de las acciones emprendidas alimen­
tan el conocimiento para acciones futuras que serán exitosas o
fallidas en vista de nuevos conocimientos, y así sucesivamente,
en un proceso que no es necesariamente lineal e imprevisible,
pero siempre impelido por las finalidades que los hombres fijan
a su accionar»hM.
La crítica al constructivismo se topa de hecho con la evidencia
del sentido común, a saber, que «analizar un sufrimiento, una
crisis o un mal siempre es analizarlo como problema, como pro­
blema resoluble y como problema cuya solución es técnica»h^l.

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Pretender que el hombre no puede -y, sobre todo, no debe- co­
rregir una situación en la que nadie es originalmente responsa­
ble es, a este respecto, un paralogismo puro. Es irresponsable,
en efecto, no obrar sobre los efectos, incluso aunque nadie sea
responsable de causarlos. La cuestión no es saber, pues, si puede
bien a bien ser declarada «justa» o «injusta», según los criterios
abstractos, sino saber si es «justo» aceptar lo que no es aceptable
por razones éticas, políticas o de cualquier otro tipo. ¿Podríamos
imaginar que no se busque mejorar la seguridad de los navios
y los aviones so pretexto de que «nadie es responsable» de la
naturaleza del elemento líquido o del espacio aéreo? Al des­
plazar el criterio de «justicia» de la subjetividad humana hacia
la objetividad de la situación, tomando como pretexto que una
situación carece de autor identificare para enseguida concluir
la imposibilidad de cambiar, Hayek ciertamente arroja luz sobre
sus preferencias personales, pero de ninguna manera demues­
tra que el hombre sea, por definición, impotente en relación a un
hecho social que nadie hubiera deseado.
Hayek parecer afirmar, finalmente, que el hombre no es om­
nisciente, lo que lo tacharía de incapacidad radical. Ahora bien,
la capacidad del hombre para modificar un estado de cosas de­
pende mucho más de los medios de los que dispone que de la
comprensión de su «información». Pero en Hayek todo sucede
como si no hubiese una alternativa entre una voluntad -efecti­
vamente utópica- para reconstruir un orden social cualquiera a
partir de cero, haciendo «tabla rasa del pasado», y una sumisión
total al orden (o al desorden) establecido. Bajo la lógica del
todo o nada -que es metafísica, porque apunta hacia lo abso­
luto- cualquier proyecto político, cualquier voluntad reformista
o de transformación no puede, evidentemente, aparecer más
que como un rupturismo insoportable. Tal aproximación se em­
palma con la muy clásica condena liberal a la autonomía de lo
político, por la sencilla razón de que, al ser la política ante todo
proyecto y decisión, a final de cuentas no hay más política que la
constructivista. Pero se trata también de un enfoque que puede
volverse en contra de su autor. Si como dice Hayek, en efecto,
jamás podemos anticipar los resultados reales de nuestros actos,
de suerte que la actitud más lógica es no hacer nada para
intentar cambiar la sociedad en la que vivimos, no veríamos por

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qué habría que buscar que triunfara el orden liberal, que segu­
ramente se impondría por sí mismo en virtud de su excelencia
intrínseca y de la ventaja que confiere a las sociedades en las que
impera. Y tampoco veríamos por qué habría que seguir a Hayek
en otras de sus propuestas como, por ejemplo, las de orden mo­
netario o constitucional, que representan, respecto de la situa­
ción actual, une ruptura más o menos radical.
Toda la crítica hayekiana remite así a un sistema paralizante,
destinado en los hechos a reforzar el peor conservatismo. Decir
que el mercado no es justo ni injusto es lo mismo que decir,
en efecto, que el mercado debe sustraerse en cuanto a sus efec­
tos del juicio humano, que es la nueva divinidad, el nuevo Dios
único ante el que hay que postrarse. El hombre no debe, pues,
buscar por sí mismo los valores susceptibles de encarnarse en
la sociedad, sino únicamente debe reconocer en la sociedad uno
u otro sistema de valores que le permita ser miembro de ella.
Debe ocuparse de sus fines personales y privados sin cuestionar
jamás el orden social ni preocuparse por la evolución de la his­
toria humana, que sólo se puede completar de manera óptima
fuera de él; eso lo vemos por el tipo de «autonomía» que Hayek
asigna al individuo. Este no se ha emancipado del poder político
ejercido en nombre de la totalidad social más que para inocular
la incapacidad en los proyectos que podrían asociarlo con sus
semejantes. Hayek además lo dice con fuerza: «El hombre no es
dueño de su destino, y jamás lo será». Aunque el hombre podría
muy bien hacer lo que quiera, no podría querer lo que hace. Ob­
jeto de una sociedad que no funciona más que en tanto no pre­
tende controlarla, su libertad, en el plano colectivo, se encuentra
definida así en términos de impotencia y sumisión: la libertad,
según Hayek, sólo puede ejercerse en el marco que la niega.
No es exagerado decir, entonces, que el hombre es desposeído
de su humanidad, pues si hay una característica fundamental
que distingue al ser humano de los animales es que aquél está
dotado de una capacidad histórica de concebir y realizar proyec­
tos colectivos. Al eliminar dicha capacidad de la humanidad, y
al hacer del monoteísmo del mercado el nuevo «imperio de la
necesidad», Hayek nos remite subrepticiamente al estadio «pre­
tribal» de la animalidad pura12^ .

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Resulta claro que no recurriríamos al análisis hayekiano
para fundamentar un retorno a la tradición. A decir verdad,
Hayek sólo hace elogio de las tradiciones desde una perspectiva
instrumental para legitimar el orden del mercado. Para él, las
tradiciones únicamente tienen valor en tanto constituyen «re­
gulaciones pre-racionales» que han favorecido el surgimiento
de un orden impersonal y abstracto cuyo resultado más acabado
lo constituye el mercado. Cuando habla en favor de las tradicio­
nes, lo hace para mencionar la lenta evolución de las sociedades
hacia la modernidad, la sedimentación de las costumbres que
ha propiciado (en Occidente al menos) el triunfo de la «gran so­
ciedad»; cualquier tradición que vaya en otra dirección no puede
más que ser rechazada. Ahora bien, hay una contradicción de
principio entre las tradiciones que, por definición, son siempre
propias de las culturas singulares, y la universalidad de las
reglas formales que Hayek recomienda adoptar. Y como común­
mente se ha admitido que la modernidad occidental ha funcio­
nado en todas partes como trituradora de las tradiciones, es fácil
advertir que el «tradicionalismo» hayekiano no se relaciona más
que con la tradición... de la extinción de las tradiciones.
Hayek se mantiene, a ese respecto, fiel a los pasos seguidos por
algunos de sus predecesores, en particular por David Hume, a
quien frecuentemente se refiere. En el siglo XVIII, en sus Ensa­
yos políticos, Hume ya criticaba las ideas de Locke y de quienes,
al igual que este, conferían un lugar preponderante a la razón.
Para él, la razón es incapaz de oponerse por sí misma a las pasio­
nes, las cuales no pueden ser canalizadas más que por «artificios
no arbitrarios» que no sean resultado de un diseño preestable­
cido. Entre los artificios no arbitrarios figuran los hábitos, las
costumbres y las instituciones consagradas por los usos. La pro­
pia justicia es una «grown institution», y la costumbre se revela
como la mejor sustituía de la razón para guiar a las prácticas
humanas. El énfasis puesto en las tradiciones permite poner un
dique a las pasiones al realizar la economía ficticia del contrato.
Sin embargo, para Hume, las instituciones no son resultado de
una «selección» que interviene en el curso de la historia: si no
son arbitrarias, es porque corresponden a los principios genera­
les del entendimiento^1!.

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La verdadera naturaleza del «tradicionalismo» hayekiano
aparece claramente en su crítica al «orden tribal», y en donde las
diferentes formas de constructivismo constituirían otros tantos
resurgimientos anacrónicos. El «orden tribal» no es, en efecto,
otra cosa que la sociedad tradicional en oposición a la sociedad
moderna, e incluso la comunidad en oposición a la sociedad. Y
son precisamente todos los rasgos característicos de las socieda­
des tradicionales y comunitarias, orgánicas y holistas los que se
encuentran condenados por Hayek en tanto rasgos antagónicos
de la «gran sociedad». La tradición de la que Hayek se vuelve
defensor es, por el contrario, una «tradición» que no conoce ni
finalidad colectiva, ni bien común, ni valor social ni imaginario
simbólico compartido. En suma, se trata de una «tradición» que
sólo es valorada porque nace de la disgregación de las sociedades
«arcaicas» a las que remata. Paradojas de un pensamiento anti­
tradicional que se mueve tras la máscara ¡de la «defensa de las
tradiciones»!
«El liberalismo de tipo tradicionalista es nacional -escribe
Yvan Blot- porque él mismo proviene de la tradición y no de una
construcción arbitraria del espíritu»^!. Estas solas palabras
enuncian, desafortunadamente, un doble contrasentido. Por un
lado, la idea moderna de nación es enteramente una «construc­
ción arbitraria del espíritu», ya que es, ante todo, una creación de
la filosofía de las Luces y de la revolución francesa -el reino de
Francia, que le precedió en la historia, fue construido de manera
esencialmente voluntarista y «constructivista» por la dinastía
de los capetos. Por otra parte, es notorio que el liberalismo, haye­
kiano o no, no asignaría a la nación un lugar privilegiado, pues
el espacio en el que despliega su concepción de lo social no es un
territorio delimitado por fronteras políticas, sino un mercado.
Mientras que para los mercantilistas el territorio («nacional»)
y el espacio (económico) aún se confundían, Adam Smith, en
su Riqueza de las naciones, opera una disociación decisiva entre
ambos conceptos. Para Smith, las fronteras del mercado se cons­
truyen y se modifican sin cesar, sin que jamás coincidan con las
fronteras estáticas de la nación o del reino: es la extensión del
mercado, y no la del territorio, la verdadera clave de la riqueza.
En ello Smith llega a ser considerado incluso como «el primer in­
temacionalista consecuente» (Pierre Rosanvallon). El postulado

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mismo será retomado después de él por toda la tradición liberal:
aunque la nación bien puede tener un valor relativo en cuanto a
la identificación de los ciudadanos, no podría establecerse como
criterio de la actividad económica ni servir de pretexto para el
control o la limitación de los intercambios. El viejo ideal que
pretendía hacer coincidir los espacios jurídico, político y econó­
mico en un territorio determinado y bajo una autoridad dada
se encuentra, de esta manera, roto. Desde el punto de vista de la
actividad económica, las fronteras deben considerarse como si
no existieran: laissez faire, laissez passer. Y correlativamente, el
mercado no puede ser considerado con otra pertenencia que no
sea económica.
«Un comerciante no es necesariamente un ciudadano de un
país en particular -escribe Adam Smith. En gran parte, es indife­
rente al lugar en el que realiza su comercio, y se necesita el más
leve disgusto para que se decida a llevar su capital de un país a
otro y, junto con él, toda la industria que dicho capital pone en
movimiento »1^1.
Allí se encuentra todo el equívoco del «nacional-libera­
lismo».
*

Pero hay que volver sobre la concepción hayekiana del mer­


cado. Al instrumentalizar las tradiciones, Hayek busca sentar la
legitimidad del mercado, a fin de resolver la cuestión del funda­
mento de la obligación en el pacto social; dicha preocupación es
constante en el pensamiento liberal. Se trata de encontrar siem­
pre un fundamento natural al orden social: la «simpatía» en
Smith, la «costumbre» en Hume, etc. Semejante enfoque plantea
el problema del «estado de la naturaleza», hipótesis de la que to­
davía es rehén el pensamiento de Locke, quien así debe recurrir
a la ficción de una escena primitiva: el contrato social. Como lo
hemos visto anteriormente, en la corriente doctrinal que pro­
viene de Smith esa ficción se vuelve inútil: la «mano invisible»,
por cuya intervención se producen los ajustes necesarios en
el mercado, simultáneamente permite explicar la permanencia
del orden social. Sin embargo, y contrariamente a otros autores
liberales, Hayek no concluye sin más la «naturalidad» del mer­
cado. Admite, por el contrario, que este surge en un momento
determinado de la historia humana, y es solamente dicho surgi­

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miento el que se plantea como natural: sin ser originalmente un
fenómeno natural, el mercado aparecería «naturalmente» como
efecto de una selección progresiva que operaría por sí mismo. El
naturalismo hayekiano se vincula, pues, con la idea de un pro­
greso ineluctable que reposa en leyes objetivas derivadas de la
evolución cultural.
Toda la habilidad de Hayek en esta imagen, donde fusiona la
teoría evolucionista con la doctrine de la «mano invisible», le
permite concluir la «naturalidad» del mercado sin que este sea
considerado como algo original, o sea, como una idea de orden
natural o «verdad evidente en sí» (self-evident truth). Al mismo
tiempo, Hayek vuelve a tomar en cuenta el postulado liberal
según el cual existen leyes objetivas tales que la libre interac­
ción de las estrategias individuales finalizan no solamente en
un orden, sino en el mejor orden posible. Al hacerlo, no escapa a
la aporía clásica en la que acaba el pensamiento liberal cuando
intenta explicar cómo se puede constituir un orden social via­
ble sobre la sola base de la soberanía individual. La dificultad
es tener «que presuponer la presencia del todo en cada parte.
En efecto, si lo social no estuviera contenido ya de alguna ma­
nera en las partes, no vemos cómo podrían concordar»!^. El
postulado que se impone es, entonces, el de una continuidad de
las partes hacia el todo. Ahora bien, no es sostenible semejante
postulado, y no lo sería por las razones enunciadas por Bertrand
Russell en su teoría de los tipos lógicos («la clase no puede ser
miembro de sí misma, ni alguno de sus miembros puede ser la
clase»). Dicho de otra forma, necesariamente hay una disconti­
nuidad entre el todo y sus partes, y tal discontinuidad hace fra­
casar la pretensión liberal.
La visión hayekiana del hombre «primitivo» que vive en el
«orden tribal», aunque es muy distinta de la de Hobbes o
de Locke, e incluso de la de un Rousseau, carece también de
gran pertinencia antropológica. Representar a las sociedades
tradicionales como sociedades que privilegian los comporta­
mientos voluntaristas («constructivistas») es particularmente
aventurado, pues dichas sociedades están regidas precisamente
por tradiciones orientadas al retorno de lo mismo. Se podría de­
mostrar fácilmente, por el contrario, que es más bien la «gran
sociedad» la que da la bienvenida a los proyectos novedosos y

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a los planes deliberados. En otras palabras, es más bien en las
sociedades tradicionales y «tribales» donde se verifica el orden
espontáneo, mientras que en las sociedades modernas lo hace
el orden instituido. Alain Caillé observa muy justamente, ade­
más, que hacer depender la justicia de la conformidad entre el
orden tradicional con la práctica «paradójicamente conduce a
demostrar que la única sociedad justa que puede concebirse es la
sociedad cerrada, y no la gran sociedad liberal»!^!. La sociedad
en donde, por definición, la themis se aleja menos del nomos es,
efectivamente, la sociedad tradicional, encerrada en sí misma
(pero abierta al cosmos): desde el punto de vista estrictamente
hayekiano, es tanto más «justo» (o si se quiere tanto menos «in­
justo») que tienda a perpetuar su identidad fundada en los usos.
La idea de acuerdo con la cual las instituciones que se han
impuesto perdurablemente hasta nuestros días resultan siem­
pre «de la acción de los hombres, pero no de sus designios», es
igualmente refutable. El derecho inglés, que frecuentemente es
citado como ejemplo típico de una institución derivada de la
costumbre, en realidad nació de manera relativamente autorita­
ria y brutal, «como consecuencia de intervenciones reales y par­
lamentarias, y es resultado del trabajo creativo de juristas perte­
necientes a la administración centralizada de la justicia»!^!. De
forma más general, todo el orden liberal inglés nace en el siglo
XVII del conflicto entre el Parlamento y la Corona, y no a partir
de una evolución espontánea.
En cuanto al mercado, ciertamente no es la forma natural
del intercambio; su nacimiento no podría estar relacionado con
la lenta evolución de las costumbres y las instituciones, donde
cualquier «constructivismo» habría estado ausente. Y también
es verdadero lo contrario: el mercado constituye un ejemplo
típico de orden instituido. Como hemos visto, la lógica del mer­
cado, fenómeno a la vez singular y reciente, no se desarrolla
más que hacia el final de la Edad Media, cuando los estados na­
cientes, ansiosos por monetarizar su economía para acrecentar
sus recursos fiscales, comenzaron a unificar el comercio local
y el comercio a distancia en el seno de mercados «nacionales»
que podían controlar más fácilmente. En Europa occidental, y
en Francia en particular, el mercado, lejos de aparecer como
una reacción contra el Estado, nace, por el contrario, gracias

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a su iniciativa, y es hasta un segundo momento cuando se
emancipará de las fronteras y de los límites «nacionales» a
medida que se acrecentaba la autonomía de lo económico. Crea­
ción estrictamente voluntaria, en sus inicios el mercado fue
uno de los medios que utilizó el Estado-nación para liquidar el
orden feudal. Pretendía facilitar las deducciones fiscales en el
sentido moderno del término (los intercambios intracomunita-
rios, no mercantiles, serían incomprensibles), lo que significó la
supresión progresiva de las comunidades orgánicas autónomas
y, en consecuencia, la centralización. Así, el Estado-nación y el
mercado apelaban, ambos, a una sociedad atomizada, donde los
individuos son progresivamente sustraídos de cualquier sociali­
zación intermedia.
La dicotomía establecida por Hayek entre orden espontáneo
y orden instituido finalmente parecería inadmisible; sencilla­
mente, jamás existió. Decir que la sociedad evoluciona espon­
táneamente es tan reduccionista como afirmar que se trans­
forma bajo el solo efecto de la acción voluntaria de los hom­
bres. Y la afirmación de acuerdo con la cual la lógica del orden
espontáneo no podría interferir con la del orden instituido
sin que tuviera consecuencias catastróficas, es también com­
pletamente arbitraria: toda la historia de la humanidad está
hecha de tal combinación. La representación del proceso de
formación del orden social como resultado de la pura práctica
«inconsciente», independientemente de cualquier finalidad o
visión colectiva no es más que una imagen mental; ninguna so­
ciedad jamás ha sido así. La autoorganización de las sociedades
es, a la vez, más compleja y menos espontánea de lo que Hayek
pretende. Si las reglas y las tradiciones efectivamente influyen
en la vida de los hombres, no podríamos olvidar -a riesgo de
caer en una visión puramente lineal y mecánica- que los hom­
bres, a cambio, inciden en las reglas y las tradiciones. Hayek, a
fin de cuentas, no percibe que las sociedades se instituyen no
sólo con base en la práctica espontánea y los intereses indivi­
duales, sino en un orden simbólico basado en valores cuya re­
presentación siempre implica un distanciamiento respecto de
dicha práctica.
La cuestión se plantea igualmente en saber cómo se ha pa­
sado del estadio del orden «tribal» y tradicional al de la «gran

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sociedad». Hayek casi no insiste sobre este punto que, sin
embargo, resultaría esencial en su argumentación. ¿Cómo es
posible que de una sociedad de un determinado tipo -digamos
del tipo comunitario y holista- nazca «naturalmente» una socie­
dad esencialmente individualista, es decir, una sociedad del tipo
opuesto? Se podría responder a esta cuestión siguiendo a Louis
Dumont, o sea, describiendo el surgimiento de la modernidad
como resultado de un lento proceso de secularización de la ideo­
logía cristiana. Pero Hayek no atribuye la menor importancia
a los factores ideológicos y, además, sería embarazoso para su
tesis el que la «gran sociedad» procediera de una ruptura de tipo
«constructivista». (¿Qué habría más constructivista, en efecto,
que la voluntad de crear una nueva religión?). De allí que recu­
rra a un esquema evolucionista, es decir, a un darwinismo social
apoyado en la idea de progreso.
Ciertamente Hayek no cae en un biologismo grosero. Su dar­
winismo social, expuesto extensamente en The Constitution of
Liberty, consiste más bien en plantear la historia humana como
reflejo de una evolución cultural que funciona sobre el modelo
de la evolución biológica tal y como ha sido concebido en el mo­
delo darwiniano o neodarwiniano. Así como en todo liberalismo
la competencia económica no solamente está orientada a favo­
recer el progreso -igual que en el reino animal, donde la «lucha
por la vida» está orientada a que la selección lo ejerza-, las tra­
diciones, las instituciones y los hechos sociales son explicados
asimismo de igual manera. Paralelamente, el paso subrepticio
del hecho a la norma es constante: la sociedad liberal y la
economía de mercado se imponen como valores que han sido
«seleccionados naturalmente» en el curso de la evolución; así, el
valor está en función del éxito. Semejante concepción es parti­
cularmente explícita en el último libro de Hayek, donde el capi­
talismo no es valorado ya en función de su eficacia económica,
sino intrínsecamente, como el non plus ultra de la evolución
h u m a n a ^ l. La identificación del valor con el éxito es caracte­
rística, evidentemente, de cualquier visión evolucionista de la
historia. Si la evolución «selecciona» lo que está mejor adaptado
a las condiciones del momento, resulta claro que no se puede
ver más que de manera aprobatoria y, por lo mismo, optimista,
toda la historia acaecida. La selección consagra a los mejores; la

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prueba de que son los mejores es que han sido seleccionados. El
reemplazo del «orden tribal» por la «gran sociedad», la llegada
de la modernidad y el triunfo del individualismo sobre el ho-
lismo están en el orden de las cosas. El estadio de la evolución
refleja exactamente, en otras palabras, lo que debe ser. Si la his­
toria humana muy bien puede ser leída como progreso, Hayek
la reinterpreta como una marcha más allá de la «libertad».t^M
«En un universo sin progreso - escribe Henri Lepage- la libertad
habrá perdido su razón de ser...».
El paralelismo entre evolución cultural y evolución biológica
evidentemente plantea problemas metodológicos, comenzando
por la cuestión de saber por qué el orden liberal es el mejor
«adaptado». Desde esta perspectiva, la aplicación casi mecánica
que Hayek hace de la teoría de la selección natural a los valores
sociales y a las instituciones no escapa a la crítica que estigma­
tiza el carácter tautológico de dicha teoría.
Como señala Roger Frydman, «la perspectiva evolutivo-utili-
tarista, que inscribe los desarrollos de la cultura en una secuen­
cia acabada, es o banal o no verificable. Banal porque las insti­
tuciones humanas están forzosamente adecuadas a los fines o
a la sobrevivencia de la sociedad que las produce; no verificable
porque -si es lícito plantear que las instituciones están adap­
tadas, incluso no necesariamente en su totalidad y siempre de
manera relativa a objetivos singulares- nada les permitiría salir
de ese círculo vicioso para decir que son las mejores o las más
adaptadas las que finalmente han sido seleccionadas».
Si Hayek -añade Jean-Pierre Dupuy- «había acompañado
hasta el final las teorías lógicas y sistémicas de la auto-organi­
zación de las que desde el principio fue su compañero de armas,
debería haber comprendido que no podían acomodarse a los
círculos viciosos del neodarwinismo respecto de la selección de
los más adaptados».
El modelo evolucionista se topa además con la singularidad
occidental (que, como cualquier visión etnocéntrica, aquí es
considerada la encarnación misma de la normalidad, cuando
representa, por el contrario, la excepción). En ningún momento
Hayek explica por qué el orden liberal y el mercado no han sido
«seleccionados» como las formas más adecuadas para la vida
en sociedad en el área de la civilización occidental. Tampoco

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explica por qué, en otras partes del mundo, el orden social ha
evolucionado «espontáneamente» en otras direcciones... o no ha
evolucionado para nada. De manera más general, Hayek parece­
ría no haber visto que todas las formas de orden «espontáneo»
que han aparecido en Occidente no son, forzosamente, compati­
bles con los principios liberales. Un sistema social puede evolu­
cionar «espontáneamente» tanto hacia un orden tradicionalista
o «reaccionario» como hacia un orden liberal. Fue también
esgrimiendo la «naturalidad» de las tradiciones que la es­
cuela contrarrevolucionaria -representada principalmente por
Bonald y Joseph de Maistre- desarrolló su crítica al liberalismo
y abogó ¡en favor de la teocracia y de la monarquía absoluta! El
propio Hayek razona como si la opinión fuera espontáneamente
liberal -lo que desmentiría la experiencia histórica- y como si
se formara de manera autónoma -cuando una de las caracterís­
ticas de la sociedad moderna es, precisamente, su heteronomía.
A decir verdad, casi no podría ser de otra manera: si el adveni­
miento del orden liberal no se explicara por la sola «selección
natural», todo su sistema se desfondaría inmediatamente.
El hecho, sin embargo, es que el orden del mercado no se ha
«seleccionado» en todos lados. ¿Cómo se podría afirmar que la
selección de la que se supone que resulta dicho orden es «na­
tural»? Y, sobre todo, ¿cómo demostrar que semejante orden es
el mejor? Aquí, la dificultad para Hayek es pasar del enunciado
de un hecho supuesto al enunciado de una norma. Después de
decir que las instituciones no son producto de designios vo­
luntarios de los hombres (hecho supuesto), concluye que los
hombres no deben tratar de transformarlas voluntariamente
(norma); de decir que semejantes instituciones serían el resul­
tado de una evolución cultural que funciona de acuerdo con
un modelo biológico de evolución (hecho supuesto), concluye
que dicho resultado necesariamente constituye un progreso
(norma). Empero, queda atrapado en una aporía clásica: el ser
no equivale al deber ser. Hayek sabe muy bien en realidad que
su preferencia por un sistema de valores determinado -en este
caso el orden liberal- no puede fundamentarse lógicamente. Es
por ello que disimula su elección tras consideraciones de tipo
evolucionista que le confieren a su razonamiento una aparien­
cia de objetividad. Por añadidura, existe cierta contradicción

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entre el hecho de afirmar que todas las reglas morales valen
en tanto son resultado de una «selección» que garantiza su co­
rrecta adaptación en la vida social, y la necesidad que tiene
Hayek de demostrar que la sociedad liberal es objetivamente la
mejor. La cuestión consiste en saber, en efecto, si el orden libe­
ral es el mejor en virtud de sus cualidades intrínsecas o si es
el mejor porque ha sido «consagrado» por la evolución; ambas
son cosas totalmente diferentes. Si se responde que el orden
liberal es el mejor porque fue «seleccionado naturalmente» en
el curso de la historia, entonces habría que explicar por qué no
fue seleccionado en todas partes y, aún más, por qué a veces
se seleccionaron órdenes completamente distintos. Si en cam­
bio se responde que es el mejor debido a sus propias virtudes
(posición de la escuela liberal clásica), entonces el mercado no
es una norma sino un modelo puro, es decir, un sistema entre
otros, y no sería posible demostrar su excelencia apoyándose
en un hecho ajeno a sus virtudes, en este caso, la evolución.
Hayek no puede sortear este dilema que lo haría recaer en
el utilitarismo del que, no obstante, pretendía liberarse, pues
no puede afirmar que el mercado ya no constituye un medio
de coordinar todas las actividades humanas sin planificación
alguna, sino simplemente que es el modelo genérico de organiza­
ción más favorable al desarrollo humano. No evita recurrir a este
proceso cuando, por ejemplo, explica que la «gran sociedad» se
impuso «porque las instituciones más eficaces han prevalecido
en un proceso competitivo». Pero el inconveniente de semejante
razonamiento es doble. Por una parte, lleva a fundamentar la de­
mostración en un juicio totalmente arbitrario, a saber, que todas
las aspiraciones humanas deben estar ordenadas hacia un prin­
cipio de eficacia que mejor permita enriquecerse materialmente,
lo que es otra manera de decir que no existe valor más ele­
vado que el del enriquecimiento (mientras que Hayek también
asegura que la economía no tiene por finalidad principal crear
riqueza). Por otra parte, no se ve claramente cuál sería la ven­
taja del mercado definido como un instrumento epistemológico
que permitiría acceder a un orden global. Si la superioridad del
mercado reside, en efecto, solamente en su capacidad de generar
riqueza, y si la principal prioridad es buscar el enriquecimiento,
no habría ninguna razón para que los desheredados se sintieran

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insatisfechos con su suerte y consideraran «normal» la desigual
repartición de bienes. Es por ello que Alain Caillé plantea jus­
tamente la siguiente pregunta: «Hacer inevitablemente de la
eficacia del mercado el criterio y el fin de la justicia, ¿no es volver
a introducir en su definición las consideraciones que pretendía
superar?». Al caer de nuevo en una apreciación utilitaria del mer­
cado, el propio Hayek nulifica todo lo que afirma sobre la «no-in-
justicia» de la «gran sociedad».
La crítica hayekiana al utilitarismo parece, al menos, ambi­
gua. Vinculada en él -como la del racionalismo y la del posi­
tivismo- a la denuncia del «constructivismo», a lo más apunta
hacia el «utilitarismo estrecho» de Jeremy Bentham, quien defi­
nió la felicidad general como la suma del mayor número posible
de felicidades individuales. De acuerdo con Hayek, tal definición
está muy ligada a la idea de bien común; legitima, en efecto,
la lógica del sacrificio, que se ubica como una cuantificación
numérica. Pareto planteaba, en principio que, si algunos podían
ganar dentro de una transformación social sin que otros lo
padecieran, entonces dicha transformación debía ser recomen­
dada. El utilitarismo de Bentham deroga este principio yendo
más lejos: si lo esencial es la satisfacción de la mayoría, efectiva­
mente podemos admitir que una transformación que maximice
las ganancias del mayor número de personas y que redunde en
pérdidas de un número minoritario es algo todavía justificable.
La idea de que el sacrificio de algunos es legítimo cuando contri­
buye a la ventaja de otros -que también es uno de los resortes del
mecanismo victimizante en la teoría del chivo exp iatorio!^- es
rechazada por Hayek simplemente porque él no acepta la noción
de «utilidad colectiva», así haya sido definida ésta como la sim­
ple suma de las utilidades individuales. En este punto su posi­
ción no se distingue de la de Robert Nozick, ni siquiera de la de
John Rawls, quien escribe:
«Cada persona posee una inviolabilidad fundada en justicia,
sobre la cual, incluso el bien de la sociedad, considerado como
un todo, no puede prevalecer. Por tal razón, se excluye que la
privación de la libertad de algunos pueda ser justificada por un
mayor bien que otros recibirían a cambio. Resulta incompatible
con la justicia admitir que los sacrificios impuestos a algunos

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puedan ser compensados mediante el incremento de ventajas
que recibiría un mayor número de otros»i^l.
Podríamos preguntarnos, sin embargo, si tal rechazo es sin­
cero. Cuando Hayek propone que los perdedores en el «juego»
de la catalaxia acepten su suerte como la cosa menos «injusta»,
¿acaso no les impone, de alguna manera, que se sacrifiquen
para el buen funcionamiento del orden general del mercado?
Allí hay un equívoco que remite al «individualismo impuro»
del que ya hemos hablado. Recordemos simplemente que, ante
todo, Hayek opone el individualismo al utilitarismo, pero que él
mismo sucumbe ante el propio utilitarismo cada vez que enco­
mia la eficacia de la «mano invisible» que legitima el mercado
por sus virtudes intrínsecas, o cuando identifica llanamente el
valor con el éxito^¿±1.
*

Alain Caillé define en los siguientes términos las dos aporías


coextensivas al racionalismo crítico liberal:
La primera resulta del hecho de que la razón crítica no puede
bastarse a sí misma; para que sea crítica, hace falta que la razón
encuentre algo distinto a sí misma para criticar, y que ese algo
no sea, en sí, un negativo puro. La segunda aporía deriva de la
primera: la razón crítica sólo logra creerse a sí misma si vacía el
ámbito de lo real suponiendo que este se sintetizara en un racio­
nal negativo que sería su única identidad. La razón liberal crítica
se apuntala en una imagen identitaria de la relación social que
resulta contradictoria con la idea de libertad.
Max Weber demostró, por su lado, que siempre existe una
contradicción entre la racionalidad formal y la racionalidad sus­
tancial, y que ambas siempre pueden entrar en conflicto. El
problema del contenido sustancial de la libertad no puede ser
regulado por la sola puesta a punto de los procedimientos en­
cargados de garantizarla. La hipótesis de un ajuste espontáneo
de los múltiples proyectos de los agentes económicos y sociales
que compiten bajo un régimen de total libertad de intercambio,
ajuste que se plantea como óptimo (no en sentido ideal, sino
en sentido de lo posible, es decir, en referencia a las condicio­
nes cognitivas reales de vida de los miembros de la sociedad),
como si no hubiera antagonismo irreductible de intereses, crisis
destructivas de los mercados, etcétera, se torna, consecuente­

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mente, profundamente utópica. La idea que podría fusionar los
valores de libertad con el orden espontáneo resultante de la
práctica reside, de hecho, en la imagen de una sociedad sin espa­
cio público.
Como hemos visto, Hayek no se limita a decir, como los libe­
rales clásicos, que el mercado maximiza el bienestar de todos;
ratifica que constituye un «juego» que incrementa las oportu­
nidades de todos los jugadores, individualmente considerados,
para alcanzar sus fines particulares. Tal afirmación se topa con
una objeción evidente: ¿cómo se puede decir que el mercado
maximiza las oportunidades de los individuos para realizar sus
fines, si por principio tales fines son incognoscibles? Y, además,
como escribe Alain Caillé, si ése fuera el caso (...) sería fácil sos­
tener que la economía de mercado ha multiplicado más los fines
de los individuos que los medios para lograrlos, y que, así, de
acuerdo con el mecanismo psicológico analizado por Tocquevi-
lle, ha aumentado la insatisfacción, lo que es una manera de
recordar que las finalidades de los individuos no caen del cielo,
sino que proceden del sistema social y cultural en cuyo seno se
sitúan.
No advertimos qué impediría pensar que los miembros de la
sociedad salvaje, por ejemplo, tengan infinitamente más opor­
tunidades para lograr sus fines individuales que los miembros
de la «gran sociedad». Hayek respondería sin duda que los salva­
jes no eran «libres» de elegir por sí mismos sus objetivos, lo que
sería tanto como demostrar que los individuos modernos se de­
terminan, como tales, libremente.
La imagen de la catalaxia como un juego que ofrece oportu­
nidades «impersonales» y en la que resulta sumamente normal
que haya ganadores y perdedores es, en realidad, insostenible.
La existencia de reglas abstractas no es suficiente para garanti­
zar que, efectivamente, todos tendrán las mismas oportunida­
des de ganar o de perder. Hayek olvida, precisamente, que las
oportunidades de ganar no son las mismas para todos, y que los
perdedores frecuentemente son siempre los mismos. De allí que
los resultados del juego no puedan ser llamados aleatorios; no
lo son, y para que pudieran serlo -al menos tendencialmente-
se requeriría que el juego fuese «corregido» por la intervención
voluntaria del poder público, algo que Hayek rechaza enérgica­

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mente. ¿Qué se puede pensar de un juego en que, por azar, los
ganadores siempre ganan más y los perdedores siempre pier­
den otro tanto? Hayek piensa que calificar de «injusto» el orden
espontáneo es caer de nuevo en el antropomorfismo o en el
«animismo», e incluso en la lógica del chivo expiatorio, ya que
se trata de buscar un responsable, un culpable, allí donde no lo
hay. Pero como lo ha resaltado Jean-Pierre Dupuy, el argumento
retorna como guante, pues si hay una experiencia decisiva en la
evolución social, ésta consiste en que no se considere justo con­
denar a un inocente. Desde esta perspectiva, es más bien la ne­
gación de la noción misma de injusticia social la que «se esconde
detrás». Al ponerse en guardia contra la lógica del chivo expiato­
rio, Hayek reincide en su propio error: los chivos expiatorios, en
su sistema, son simplemente víctimas de la injusticia social, y
tienen prohibido, incluso, quejarse. Afirmar que la justicia social
no quiere decir nada equivale, en efecto, a trasformar a quienes
padecen la injusticia en chivos expiatorios de una teoría de su
propia legitimación. El sofisma consiste, pues, en decir que el
orden social no es justo ni injusto, para así concluir que debe­
mos aceptarlo tal y como es, o sea, como si fuera justo.
Aquí, toda la ambigüedad proviene de que Hayek presenta al
mercado como intrínsecamente creador de la libertad (que es el
fondo de su tesis), y a la libertad como el medio de la eficacia
generalizada del mercado. Pero entonces, ¿cuál sería la verdadera
finalidad que se busca: la libertad individual o la eficacia eco­
nómica? Sin duda alguna Hayek diría que ambos objetivos no
son más que uno solo; quedaría por determinar, sin embargo, la
manera en que se articulan entre sí. De hecho, la definición que
Hayek proporciona de la libertad demuestra que, en última ins­
tancia, ésta es la que tiene por función garantizar al mercado,
el cual se vuelve un fin en sí. Para Hayek, la libertad no es ni
un atributo de la naturaleza humana ni un complemento de la
razón, sino una conquista histórica, un valor nacido de la «gran
sociedad». Se trata, además, de una libertad puramente indivi­
dual, negativa y homogénea. Hayek llega a decir que la libertad
es sofocada allí donde se aboga por las libertades. El mercado no
crea entonces las condiciones para la libertad más que cuando
esta se pone al servicio del mercado. La ética de la libertad se
reduce a una ética del bienestar, lo que equivale a caer de nueva

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cuenta en el utilitarismo. Hayek no nos propone más que una
visión instrumental de la libertad: la libertad vale en la justa me­
dida en que permite el funcionamiento del orden del mercado.
Identificar el mercado con el orden social entero revela, final­
mente, el reduccionismo económico.
«El mercado es inevitablemente una economía -escribe a pro­
pósito de esto Roger Frydman. Forma un sistema que supone
la coherencia entre un acuerdo social y los objetivos que puede
satisfacer. Para que funcione un mercado es necesario que se
funde en una relación social susceptible de traducirse en un len­
guaje cuantificable, y que se plantee finalidades mercantiles o, al
menos, que las transforme en productos monetarizables y ren­
tables para las empresas. De tal manera que no podamos escapar
a la obligación de establecer el fundamento de la sociedad de
mercado con base en su desempeño económico y seleccionar, a
cambio, las reglas de conducta justas en función de sus propios
objetivos».
A fin de cuentas, sólo se vuelve «defendible la legislación que
se adecúa al modo de existencia de los productos de la actividad
humana entendidos como mercancías, y que se ponen en mar­
cha en un proceso competitivo». Ésa es la misma conclusión de
Alain Caillé:
«El truco de la ideología liberal -y del que Hayek nos propor­
ciona la ilustración más acabada- reside en la identificación del
Estado de derecho con el Estado mercantil, reducido a una mera
emanación del mercado. De allí que el alegato acerca de la liber­
tad de los individuos para elegir sus propios fines se revierte en
una obligación real que los hace no tener otros fines que los del
mercado».
La doctrina liberal supone que todo puede ser comprado y
vendido en un mercado autorregulado. Según Pierre Rosanva-
llon, esta ideología económica «traduce las relaciones entre los
hombres como relaciones entre valores mercantiles». Con ello
se inscribe en la corriente que niega la diferencia establecida
tradicionalmente -al menos desde Aristóteles- entre economía
y política, o más bien solo contempla dicha diferencia para
sustituir e invertir las relaciones de subordinación entre la pri­
mera y la segunda. Esto desemboca en lo que Henri Lepage muy
justamente denomina la «generalización de lo económico», o

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sea, la reducción de todos los hechos sociales a un modelo eco­
nómico (liberal), mediante un proceso cuyo fundamento es el
individualismo metodológico que se legitima mediante la con­
vicción de que, si, como asegura la teoría económica, los agen­
tes económicos que tienen un comportamiento relativamente
racional por regla general buscan preferentemente producir,
invertir o consumir para ellos mismos, no habría razón para
pensar que sería diferente en sus demás actividades sociales,
como cuando se trata, por ejemplo, de elegir a un diputado,
seleccionar una profesión, una carrera, elegir una pareja, tener
hijos, prever su educación... El paradigma del homo ceconomicus
es utilizado, así, no sólo para explicar las conductas de produc­
ción o de consumo, sino, de la misma manera, para explorar
el ámbito de las relaciones sociales en su conjunto, y fundarlo
en la interacción de las decisiones con las acciones individua­
le s ^ .
La empresa hayekiana se distingue del liberalismo clásico por
su voluntad de refundar la doctrina al más alto nivel, sin tener
que recurrir a la ficción del contrato social, y por tratar de evadir
las críticas dirigidas comúnmente al racionalismo, el utilita­
rismo, al postulado de un equilibrio general o a la competencia
perfecta y pura que se basa en la transparencia de la informa­
ción. Para hacerlo, Hayek se ve forzado a encarecer la apuesta de
su propia problemática y a convertir al mercado en un concepto
global indispensable debido a su carácter totalizador. El resul­
tado es una nueva utopía basada en otros tantos paralogismos
y contradicciones. En realidad, resulta claro que «si no hubiera
sido por la compra de la paz social efectuada por el Estado-pro-
videncia, el orden del mercado habría sido barrido desde hace
mucho» (Alain Caillé). Una sociedad que funcionara según los
principios de Hayek explotaría en poco tiempo; su instauración
provendría, además, del más puro «constructivismo» e incluso
exigiría, sin duda, de un Estado de tipo dictatorial. Como ha
escrito Albert O. Hirschman, «la pretendidamente idílica ciu­
dadanía privatizada, que sólo presta atención a sus intereses
económicos, y que serviría al interés público únicamente de ma­
nera indirecta sin participar jamás directamente, todo ello no se
puede realizar más que bajo condiciones políticas que serían las
de una pesadilla»!^!.

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Que se pretenda renovar hoy día el «pensamiento nacional»,
apoyándose en este tipo de teorías, nos dice mucho del hundi­
miento de semejante pensamiento.

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VI. DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Y DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

La democracia representativa, de esencia liberal y burguesa, y


en la cual los representantes electos están autorizados a trans­
formar la voluntad popular en actos de gobierno, constituye en
la hora actual el régimen político más comúnmente extendido
en los países occidentales. Una de las consecuencias de esto es
que tenemos la costumbre de considerar que democracia y re­
presentación son, en cierta forma, sinónimos. No obstante, la
historia de las ideas demuestra que no es así.
Los grandes teóricos de la representación son Hobbes y Locke.
Tanto en uno como en otro, en efecto, el pueblo delega con­
tractualmente su soberanía a los gobernantes. En Hobbes dicha
delegación es total; sin embargo, no se convierte en una demo­
cracia: su resultado sirve, al contrario, para investir al monarca
de un poder absoluto (el «Leviatán»). En Locke, la delegación
está condicionada: el pueblo no acepta deshacerse de su sobe­
ranía más que a cambio de garantías que tienen que ver con
los derechos fundamentales y con las libertades individuales. La
soberanía popular permanece suspendida en tanto que los go­
bernantes respetan los términos del contrato.
Rousseau, por su parte, establece la exigencia democrática
como antagónica a cualquier régimen representativo. Para él,
el pueblo no hace un contrato con el soberano; sus relaciones
dependen exclusivamente de la ley. El príncipe solamente es
el ejecutante de la voluntad del pueblo, que se mantiene como
el único titular del poder legislativo. Tampoco está investido
del poder que pertenece a la voluntad general; es más bien el
pueblo quien gobierna a través de él. El razonamiento de Rous­
seau es muy simple: si el pueblo está representado, son sus
representantes quienes detentan el poder, en cuyo caso ya no
es soberano. El pueblo soberano es un «ser colectivo» que no
podría estar representado más que por él mismo. Renunciar a
su soberanía sería tanto como renunciar a su libertad, es decir,
a destruirse a sí mismo. Tan pronto como el pueblo elige a sus
representantes, «se vuelve esclavo, no es nada» (.Del contrato
social, III, 15). La libertad, como derecho inalienable, implica
la plenitud de un ejercicio sin el cual no podría tener una ver­

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dadera ciudadanía política. La soberanía popular no puede ser,
bajo estas condiciones, más que indivisible e inalienable. Cual­
quier representación equivale, pues, a una abdicación.
La democracia es la forma de gobierno que responde al prin­
cipio de identidad entre los gobernantes y los gobernados, es
decir, de la voluntad popular y la ley. Dicha identidad remite a
la igualdad sustancial de los ciudadanos, o sea, al hecho de que
todos son miembros por igual de una misma unidad política.
Decir que el pueblo es soberano, no por esencia sino por voca­
ción, significa que es del pueblo de donde proceden el poder pú­
blico y las leyes. Los gobernantes no pueden ser más que agentes
ejecutores, que deben ceñirse a los fines determinados por la
voluntad general. El papel de los representantes debe estar re­
ducido al máximo; el mandato representativo pierde cualquier
legitimidad desde el momento en que sus fines y proyectos no
corresponden a la voluntad general.
Sin embargo, lo que sucede hoy es exactamente lo contrario.
En las democracias liberales, la supremacía está concedida a
la representación, y más específicamente a la representación-
encarnación. El representante, lejos de estar solamente «com­
prometido» a expresar la voluntad de sus electores, encarna él
mismo dicha voluntad de hacer aquello para lo que fue elegido.
Esto quiere decir que encuentra en su elección la justificación
que le permite actuar, no tanto según la voluntad de quienes lo
eligieron sino según la suya propia. En otras palabras, se consi­
dera autorizado por el voto a hacer lo que considere bueno.
Este sistema está en el origen de las críticas que no han dejado,
en el pasado, de estar dirigidas contra el parlamentarismo, crí­
ticas que hoy reaparecen a través de los debates sobre el «déficit
democrático» y la «crisis de la representación».
En el sistema representativo -al haber delegado el elector
mediante el sufragio su voluntad política a quien lo representa-
el centro de gravedad del poder reside inevitablemente en los
representantes y en los partidos que los agrupan, y ya no en el
pueblo. La clase política forma más bien una oligarquía de profe­
sionales que defienden sus propios intereses, dentro de un clima
general de confusión e irresponsabilidad. Añadamos que hoy
día, en una época en que quienes poseen poder de decisión tie­
nen en mayor grado los poderes de nominación y de cooptación

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que el propio electorado, terminan conformando una oligarquía
de «expertos», de altos funcionarios y de técnicos.
El Estado de derecho, cuyas virtudes celebran regularmente
los teóricos liberales -a pesar de todas las ambigüedades que
implica esta expresión- no parece que, por su propia naturaleza
pueda corregir dicha situación. Al descansar sobre un conjunto
de procedimientos y reglas jurídicas formales, en realidad es
indiferente ante los fines específicos de la política. Los valores
están excluidos de sus preocupaciones, dejando así el campo
libre para el enfrentamiento de intereses. Las leyes solo tienen la
autoridad de hacer lo que sea legal, es decir aquello que sea con­
forme a la Constitución y a los procedimientos previstos para su
adopción. La legitimidad se reduce entonces a la legalidad. Esta
concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respe­
tar a las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran
un fin en sí, sin que la voluntad popular pueda modificarlas y
controlar su funcionamiento.
Sin embargo, en democracia la legitimidad del poder no de­
pende solamente de la conformidad con la ley, ni tampoco de
la conformidad con la Constitución, sino sobre todo de la con­
gruencia de la práctica gubernamental con los fines asignados
por la voluntad general. La justicia y la validez de las leyes no
pueden residir por entero en la actividad del Estado o en la
producción legislativa del partido en el poder. La legitimidad
del derecho no puede, tampoco, ser garantizada por la mera
existencia de un control jurisdiccional: hace falta, para que el
derecho sea legítimo, que responda a lo que los ciudadanos es­
peran, a que integre las finalidades orientadas hacia el servicio
del bien común. Finalmente, no podemos hablar de legitimidad
de la Constitución más que cuando la autoridad del poder cons­
tituido es reconocida siempre como capaz de modificar su forma
y su contenido. Lo que viene a decirnos que el poder constituido
no puede ser delegado totalmente o alienado, y que continúa
existiendo y se mantiene superior a la Constitución y a las reglas
constitucionales, incluso cuando éstas mismas proceden de él.
Es evidente que no se podrá escapar totalmente jamás a la re­
presentación, pues la idea de la mayoría gobernante enfrenta, en
las sociedades modernas, dificultades infranqueables. La repre­
sentación, que no es lo peor, no agota sin embargo el principio

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democrático. En gran medida puede ser corregida por la puesta
en marcha de la democracia participativa, llamada también de­
mocracia orgánica o democracia encarnada. Una reorientación
tal parece hoy día de una acuciante necesidad debido a la evolu­
ción general de la sociedad.
La crisis de las estructuras institucionales y la desaparición
de los «grandes relatos» fundacionales, el creciente desapego del
electorado por los partidos políticos de corte clásico, la renova­
ción de la vida asociativa, la emergencia de nuevos movimien­
tos sociales o políticos (ecologistas, regionalistas, identitarios)
cuya característica común es no defender los intereses negocia­
bles sino los valores existenciales, dejan entrever la posibilidad
de recrear una ciudadanía activa desde la base.
La crisis del Estado-nación, debida en particular a la mun-
dialización de la vida económica y a la aparición de fenómenos
de envergadura planetaria, suscita por su parte dos modos de
superación: hacia lo alto, con diversas tentativas que buscan
recrear a nivel supranacional una coherencia y una eficacia en
la decisión que permitan, en parte al menos, conducir el proceso
mismo de mundialización; hacia lo bajo, recuperando la im­
portancia de las pequeñas unidades políticas y las autonomías
locales. Ambas tendencias, que no solamente no se oponen, sino
que se complementan, aportan soluciones al déficit democrá­
tico que se constata actualmente.
Pero el paisaje político sufre todavía otras transformaciones.
Hacia la derecha, observamos una ruptura con el antiguo «blo­
que hegemónico», como resultado de que el capitalismo ya
no tiene una alianza con las clases medias. Al mismo tiempo,
mientras que los estratos medios se encuentran desorientados y
frecuentemente amenazados, los estratos populares están cada
vez más decepcionados debido a las prácticas gubernamentales
de una izquierda que, después de haber renegado prácticamente
de todos sus principios, tiende a identificarse más y más con los
intereses del estrato superior de la burguesía media. En otras pa­
labras, las clases medias ya no se sienten representadas por los
partidos de derecha, mientras que las clases populares se sien­
ten abandonadas y traicionadas por los partidos de izquierda.
A esto se añade, finalmente, la desaparición de las antiguas
coordenadas, el derrumbe de los modelos, la disgregación de las

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grandes ideologías de la modernidad, la omnipotencia de un sis­
tema de mercado que -eventualmente- aporta los medios para
subsistir pero no las razones para vivir; todo ello hace resur­
gir la cuestión crucial del sentido de la presencia humana en el
mundo, del sentido de la existencia individual y colectiva, en
un momento en que la economía produce cada vez más bienes
y servicios con cada vez menos trabajo de los hombres, lo que
tiene como efecto multiplicar las exclusiones en un contexto ya
fuertemente marcado por el paro, la precariedad del empleo, el
miedo al futuro, la inseguridad, las reacciones agresivas y las
crispaciones de todo tipo.
Todos estos factores llaman a rehacer profundamente las
prácticas democráticas que únicamente pueden operarse en
dirección de una verdadera democracia participativa. En una
sociedad que tiende a volverse cada vez más «ilegible», esto tiene
como principal ventaja eliminar o corregir las distorsiones de­
bidas a la representación, asegurar una mayor conformidad con
la ley y con la voluntad general, y ser fundadora de una legi­
timidad sin la cual la legalidad institucional no es más que un
simulacro.
No es al nivel de las grandes instituciones colectivas (partidos,
sindicatos, iglesias, ejército, escuelas, etcétera) -que hoy se en­
cuentran todas en mayor o menor medida en crisis y que no
pueden desempeñar entonces su papel tradicional de integra­
ción y de intermediación social- como será posible recrear dicha
ciudadanía activa. El control del poder no puede ser tampoco
patrimonio exclusivo de los partidos políticos, cuya actividad
frecuentemente se resuelve en el clientelismo. La democracia
participativa no puede ser hoy día más que una democracia de
base.
Dicha democracia de base no tiene por finalidad generalizar
la discusión a todos los niveles, sino determinar más bien, con
el concurso del mayor número, los nuevos procedimientos de
decisión conformes con sus propias exigencias, las que derivan
de las aspiraciones de los ciudadanos. Tampoco se podría volver
en una simple oposición entre la «sociedad civil» y la esfera
pública, lo que extendería aún más el dominio de lo privado y
abandonaría la iniciativa política en formas obsoletas de poder.
Se trata, al contrario, de permitir a los individuos que se pongan

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a prueba en tanto que ciudadanos y no como meros miembros
de la esfera privada, favoreciendo la posible eclosión y multipli­
cación de nuevos espacios de iniciativa y responsabilidad públi­
cas.
El procedimiento refrendario (que resulta de la decisión de
los gobiernos o de la iniciativa popular, bien sea el referéndum
facultativo u obligatorio) solo es una forma de democracia -
entre otras posibles- cuyo alcance quizás se ha sobreestimado.
Señalemos de una vez que el principio político de la democracia
no es que la mayoría decida, sino que el pueblo es soberano.
El voto no es por sí mismo más que un medio técnico para
consultar y revelar la opinión. Esto significa que la democracia
es un principio político que no podría confundirse con los me­
dios que utiliza, y que tampoco puede ser producto de una idea
puramente aritmética o cuantitativa. La cualidad de ciudadano
no se agota en el voto. Consiste más bien en poner en prác­
tica todos los métodos que le permitan manifestar o rechazar el
consentimiento, expresar su rechazo o su aprobación. Conviene,
pues, explorar sistemáticamente todas las formas posibles de
participación activa de la vida pública, que sean también formas
de responsabilidad y de autonomía en sí, ya que la vida pública
condiciona la existencia cotidiana de todos.
Pero la democracia participativa no tiene solamente un al­
cance político; tiene también uno social. Al favorecer las relacio­
nes de reciprocidad, al permitir la recreación de un lazo social,
puede reconstituir las solidaridades orgánicas debilitadas hoy
día, rehacer un tejido social disgregado por el advenimiento del
individualismo y la salida de un sistema basado meramente en
la competencia y el interés. En tanto que es productora de la «so­
ciabilidad» elemental, la democracia participativa va a la par del
renacimiento de las comunidades vivas, de la recreación de las
solidaridades de vecindad, de barrio, de los lugares de trabajo,
etc.
Esta concepción participativa de la democracia se opone pal­
mariamente a la legitimación liberal de la apatía política, que
indirectamente alienta la abstención y acaba por ser un reino
de gestores de expertos y de técnicos. La democracia, a final
de cuentas, descansa menos sobre la forma de gobierno propia­
mente dicha que sobre la auténtica participación del pueblo en

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la vida pública, de tal suerte que el máximo de democracia se
confunda con el máximo de participación. Participar es tomar
parte, es probarse a sí mismo como parte de un conjunto o de un
todo, y asumir el papel activo que resulta de dicha pertenencia.
«La participación -decía Rene Capitant- es el acto individual
del ciudadano que lo efectúa como miembro de la colectividad
popular». Vemos a través de esto cómo las nociones de pertenen­
cia, ciudadanía y democracia se encuentran ligadas. La partici­
pación sanciona la ciudadanía que resulta de la pertenencia. La
pertenencia justifica la ciudadanía que permite la participación.

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VIL LIBERALISMO Y DEMOCRACIA

La democracia liberal está hoy en declive. Lo testimonian, no


solo diversos ensayos recientes, publicados principalmente en
los países anglosajones^!, sino también por el ascenso de un
nuevo fenómeno al cual se ha dado un nombre significativo: la
democracia iliberal.
Igual que el ascenso de los populismos -una «lepra», según
Emmanuel Macron-, la aparición de las «democracias ilibera­
les» es un nuevo fenómeno que atestigua el agotamiento del sis­
tema parlamentario y representativo en beneficio de una forma
de democracia a la vez más soberanista y más respetuosa de la
voluntad popular.
La expresión de «democracia iliberal» es, evidentemente,
ambigua, y se puede impugnar diciendo, por ejemplo, que
puede desembocar, en algunos casos, en regímenes pura­
mente autoritarios en el sentido más llano, pero también que
puede ser el signo de una poderosa renovación de la democra­
cia. Pero ¿qué hay que entender cuando hablamos de ilibera­
lismo?
El término de «iliberalismo» apareció en el transcurso de la
década de los años 90, pero realmente no se popularizó hasta la
publicación del famoso artículo publicado a finales de 199 7 por
Fareed Zakaria en la revista Foreign Affairs^1^, publicación a la
que siguió un libro que ha suscitado numerosos debates.!^!
Fareed Zakaria define la democracia iliberal como una doc­
trina que separa el ejercicio clásico de la democracia de los prin­
cipios del Estado de derecho. Se trata de una forma de democra­
cia donde la soberanía popular y la elección continúan jugando
un rol esencial, pero que no duda en derogar ciertos principios
liberales (normas constitucionales, libertades individuales, se­
paración de poderes, etc.) cuando las circunstancias lo exigen.
Esto se traduce en un rechazo del individualismo y del «lenguaje
de los derechos», un rechazo de las visiones kantianas de la «paz
perpetua» y un rechazo también de una parte importante de la
herencia de la Ilustración. «Se encuentra, de esta forma, más
próximo de la voluntad general de Rousseau que de la separa­
ción de poderes según Montesquieu», señala Jacques Rupnik.^71
El neoconservador norteamericano Daniel Pipes habla, por su

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parte, de «civilizacionistas» para calificar la asociación de los
populistas y los «iliberales».!^!
En su artículo, Zakaria señala que la democracia iliberal se
afirma hoy «de Perú a la Autoridad Palestina, de Sierra Leona
a Eslovaquia, de Pakistán a las Filipinas», lo que quizás sea un
poco exagerado. Lo que es cierto, por el contrario, es que, en
Europa, en los países del Grupo de Visegrado, en Hungría, en
Polonia, en Chequia, en Eslovaquia, pero también en Croacia,
en Eslovenia, en Rumania, en Austria, y hasta hace poco en
Italia, se han establecido, desde hace algunos años, gobiernos
orientados hacia el «iliberalismo» sobre un fondo de descrédito
de los antiguos partidos institucionales y de difuminación de la
división izquierda-derecha. «Se puede hablar de democracia no-
liberal del Báltico al Adriático», observa también.
El politólogo Sylvain Kahn, autor de una reciente Historia de
la construcción de Europa desde 1945^1, no duda en hablar de
una «Orbanización de Europa». Es, en efecto, Vik-
tor Orban, primer ministro húngaro desde mayo de 2010,
constantemente reelegido con mayoría absoluta, el primero
en reivindicar abiertamente esta etiqueta durante un discurso
pronunciado en 2014 en el marco de una universidad de verano
del partido Fidesz: «La nación húngara no es un agregado de
individuos, declaraba, sino una comunidad que tenemos que or­
ganizar, fortificar y también elevar. En este sentido, el nuevo Es­
tado que está en trance de edificarse no es un Estado liberal sino
iliberal». Y añadía que es necesario «comprender los sistemas
que no son occidentales, que no son liberales, y que, por tanto,
logran el éxito en ciertas naciones».
Orban, que propone al pueblo húngaro y a las naciones eu­
ropeas formar un bloque contra todo lo que amenaza sus va­
lores comunes, constata que la democracia liberal «no ha sido
capaz de obligar a los gobiernos a defender prioritariamente los
intereses nacionales, a proteger la riqueza pública del pago del
endeudamiento». Además, añade, la democracia no es necesa­
riamente liberal: «Se puede ser demócrata sin ser liberal».!^!
En septiembre de 2017, Viktor Orban incluso declaraba ante el
Parlamento húngaro que la adopción por los países de Europa
central del «liberalismo occidental» significaría un suicidio es­
piritual para los centroeuropeos. Un mes más tarde, el 23 de

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octubre, día de la fiesta nacional, prevenía nuevamente contra
«la fuerza mundial que quería hacer de las naciones europeas un
magma estandarizado» y denunciaba «el imperio financiero que
nos impone nuevas oleadas migratorias, millones de inmigran­
tes, y nuevas invasiones de población para hacer de Europa una
tierra mestizada».
Tomando esta posición, Orban, por supuesto, ha atraído las
iras de la Comisión de Bruselas, de Georges Soros y de todo lo
que en el mundo se considera liberal. Su respuesta: «Nosotros no
seremos una colonia. Nosotros no aceptamos el diktat de Viena
de 1848 y, posteriormente, nosotros nos opusimos a Moscú en
1956yenl990. Hoy, no permitiremos a nadie que dicte nuestra
conducta».
Las causas del ascenso del «iliberalismo» son evidentes, y
remiten, en ciertos aspectos, a las mismas que explican el
éxito de los partidos populistas. Comparten, en primer lugar, la
constatación de que las democracias liberales se han transfor­
mado, un poco por todas partes, en oligarquías financieras se­
paradas del pueblo: ineficacia, impotencia, corrupción, partidos
transformados en simples máquinas electorales, gobierno de
los expertos, visión cortoplacista, etc. A ello se añade algo más
grave: en las democracias liberales, las naciones y los pueblos ya
no tienen los medios para defender sus intereses. ¿Qué sentido
puede tener la soberanía del pueblo si los gobiernos ya no tienen
la independencia necesaria para fijar, por sí mismos, sus gran­
des orientaciones en materia económica, financiera, militar, en
materia de política extranjera? ¿Puede continuar la imposición
de principios jurídicos que, en lugar de favorecer la cohesión de
los pueblos, conduce a su disolución?
Son frecuentes las observaciones de desengaño, como las rea­
lizadas el 3 de marzo de 2018 durante el fórum organizado en
Abu Dabi por Nicolás Sarkozy, según el cual «las democracias
modernas destruyen el liderazgo: ¿Cómo podemos tener una vi­
sión a diez o veinte años y, al mismo tiempo, tener un ritmo elec­
toral, por ejemplo, cada cuatro o cinco años? Los grandes líderes
del mundo surgen en países que no son grandes democracias».
La expresión «democracia iliberal» dice bien lo que quiere
decir: es una teoría democrática, pero hostil al liberalismo. Re­
presenta, así, una ruptura histórica con la época en la que, en

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los países occidentales, la expresión «democracia liberal» era
considerada como un pleonasmo. Para comprenderlo, señala Fa-
reed Zakaria, hay que dejar de identificar liberalismo y demo­
cracia: «El liberalismo constitucional es teóricamente diferente
e históricamente distinto de la democracia». Es también lo que
recuerda el politólogo Philippe C. Schrnitter, antiguo profesor
en las universidades de Stanford y de Chicago: «El liberalismo,
como concepción de la libertad política o como doctrina en
materia de programa económico, puede haber coincidido con el
advenimiento de la democracia, pero jamás ha estado, invaria­
blemente ni sin equívoco, ligado a su práctica».
¿Qué es, entonces, lo que separa, e incluso opone, liberalismo
y democracia? ¿En qué se distinguen los principios liberales de
los principios democráticos? ¿Y por qué el liberalismo puede, a
fin de cuentas, ser considerado como una impolítica?
La democracia implica el poder soberano del «demos» o, si se
prefiere, la soberanía popular en tanto que poder constituyente.
La democracia es la forma de gobierno que responde al princi­
pio de la identidad de puntos de vista de los gobernantes y los
gobernados, siendo la identidad primera la de un pueblo con­
cretamente existente por sí mismo en tanto que unidad política.
Todos los ciudadanos que pertenecen a esta unidad política son
formalmente iguales.
El principio de la democracia no es el de la igualdad natural
de los hombres entre sí, sino el de la igualdad política de todos
los ciudadanos. «Nosotros no nacemos iguales, escribe Hannah
Are(N. d. T.), llegamos a ser iguales en tanto que miembros de
un grupo, en virtud de nuestra decisión de garantizarnos mu­
tuamente derechos iguales». La «competencia» para participar
en la vida pública no tiene otra fuente que la de ser ciudadano:
el sufragio obedece a la regla «un ciudadano, un voto», y no
a la regla «un hombre, un voto». El pueblo, en democracia, no
expresa mediante el sufragio las proposiciones que, para él, se­
rían más «auténticas» que otras. Hace falta saber cuáles son sus
preferencias y si apoya o desautoriza a sus dirigentes. Como es­
cribe con razón Antoine Chollet, «en una democracia, el pueblo
ni se equivoca ni tiene razón, sino que simplemente decide».
Este es el fundamento mismo de la legitimidad democrática. Es
así como la cuestión de saber quién es ciudadano -y quién no

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lo es- es la cuestión fundadora de toda práctica democrática. Es
también la razón por la que las fronteras territoriales de la uni­
dad política son esenciales.
Paralelamente, la definición democrática de la libertad no
es la ausencia de obligaciones o de restricciones, como en la
doctrina liberal o en Hobbes («la ausencia de obstáculos exte­
riores», leemos en el Leviatán), sino que se identifica con la po­
sibilidad, para cada cual, de participar en la definición colectiva
de las obligaciones sociales. Las libertades, siempre concretas,
se aplican a los dominios específicos y a las situaciones particu­
lares.
El liberalismo es bien diferente. Mientras que la política no
es una «esfera», ni un dominio separado de los otros, sino una
dimensión elemental de toda sociedad o comunidad humana, el
liberalismo es una doctrina que, en el plano político, divide a
la sociedad en un determinado número de «esferas» y pretende
que la «esfera económica» debe ser considerada autónoma
frente al poder político, ya sea por razones de eficacia (el mer­
cado no funciona de forma óptima salvo que nada interfiera
su funcionamiento «natural»), ya sea por razones «antropoló­
gicas» (la libertad de comercio, decía Benjamín Constant, li­
bera al individuo del poder social, porque es, por definición, el
intercambio económico el que mejor permite a los individuos
maximizar libremente sus intereses). La economía, percibida
originalmente como el reino de la necesidad, se convierte así,
por excelencia, en el de la libertad.
Redefinida en un sentido liberal, la democracia ya no es el
régimen que consagra la soberanía del pueblo, sino el que «ga­
rantiza los derechos humanos». Los derechos humanos priman
sobre la soberanía del pueblo hasta el punto de que aquella no
es respetada sino en la medida en que no los contradiga: el
ejercicio de la democracia se coloca así bajo ciertas condiciones,
comenzando por la de respetar los «derechos inalienables» que
poseería todo individuo por la simple razón de su existencia.
Confundida con un «Estado de derecho» que se ha convertido
en el horizonte insuperable de nuestra época, la democracia
se transforma en un movimiento hacia una igualdad, siempre
mayor, de condiciones, una libertad supuestamente resultante
de la libre confrontación de derechos, no siendo comprendida

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sino como sinónimo de «mismidad». El Estado de derecho di­
suelve la política bajo el efecto corrosivo de la multiplicación de
derechos. Como dice Marcel Gauchet, «al ser invocados sin cesar,
los derechos humanos acaban por paralizar la democracia».
El Estado de derecho, del que hay que recordar que ahora
se trata, principalmente, de un Estado de derecho privado, im­
plica la primacía del derecho sobre el poder político y reposa
sobre el imperativo de obediencia a la ley. Apoyándose sobre la
metafísica de los derechos humanos, los únicos destinados a
garantizar la dignidad humana, consagra el poder de las leyes
como normas generales que se imponen a cada uno, comen­
zando por los dirigentes. La legitimidad es así abatida sobre
la simple legalidad, reinando el derecho positivo de forma pu­
ramente impersonal y procesal. Cari Schmitt mostró que este
sistema elimina la noción misma de legitimidad y que se revela
incapaz de funcionar en las situaciones de urgencia, donde
las normas no siempre son válidas y eficaces. Como bien se­
ñala Jacques Sapir, «Schmitt considera que el parlamentarismo
liberal crea las condiciones para que la legalidad suplante a
la legitimidad». Esta sustitución de la política por el derecho
conduce, en efecto, a vaciar la política de su sustancia. «La má­
quina política no es más que un dispositivo artificial que tiene
por vocación realizar mejor la discusión sobre el contenido del
derecho», escribe Fabrice Flipo.i^l Schmitt lo resume en una
frase: «El reino del derecho no es más que el reino de los que es­
tablecen y aplican las normas de derecho».!^
El Estado de derecho va necesariamente a la par con el indivi­
dualismo liberal y su concepción de una libertad «negativa», que
no concierne más que al individuo, nunca a la colectividad. Esto
es lo que explica que el liberalismo sea fundamentalmente hos­
til a la noción de soberanía -salvo, por supuesto, a la soberanía
del individuo. Para él, toda forma de soberanía que exceda del
individuo es una amenaza para su libertad. Condena, entonces,
la soberanía política y la soberanía popular por el motivo de que
la legitimidad no pertenece más que a la voluntad individual.^1!
«Desde el momento en que hay una soberanía, hay despotismo»,
decía ya Royer-Collard. Estando el individuo planteado como so­
berano en lo absoluto, el Estado no disfruta de ninguna legitimi­
dad intrínseca.

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No reconociendo la validez de ninguna decisión democrática
que podría atentar contra los principios liberales o la ideología
de los derechos humanos, el liberalismo nunca admite que la
voluntad del pueblo deba ser siempre respetada. Desconfiando
del pueblo, desconfía también del sufragio universal, del que
siempre intenta impedir su extensión, acudiendo a una tradi­
ción racionalista siempre tendente a descalificar la opinión. En el
pasado, buscaba reservarlo en beneficio de los «más ricos» o de
los «más competentes», lo que explica que haya favorecido du­
rante mucho tiempo el sufragio censitario (en los Estados Uni­
dos encontramos esta idea en Alexandre Hamilton, considerado
como «el padre del capitalismo americano» en el momento de la
Convención constitucional de 1787).
Por otra parte, atendiendo al principio de representación,
todas las democracias liberales son también democracias parla­
mentarias representativas, lo que significa que la soberanía par­
lamentaria ha sustituido a la soberanía popular. Para el libera­
lismo, el poder no consiste fundamentalmente en poder dirigir,
sino en representar a la sociedad. Pero el pueblo tiene menos
vocación de hacerse representar que de estar presente él mismo
como auténticamente soberano.
Existe, en todo gobierno representativo, una evidente infle­
xión antidemocrática, lo que ya había visto Rousseau: «Desde el
momento en que un pueblo se dota de representantes, ya no es
libre (Contrato social, III, 15). La participación política está, en
efecto, limitada a las consultas electores, lo que significa que el
«demos» no reagrupa a los actores, sino solamente a los electo­
res. Se afirma implícitamente que el pueblo no puede tomar, por
sí mismo, la palabra, que no debe dar directamente su opinión
sobre los problemas del momento o sobre las decisiones que
comprometen su futuro, que incluso hay sujetos que deben ser
sustraídos a su apreciación, debiendo ser ejercidas, las decisio­
nes y las elecciones, por los únicos representantes designados,
es decir, por las élites que generalmente no dejan de traicionar
a aquellos gracias a los cuales ostentan el poder, en cuyo primer
lugar se encuentran los expertos, que confunden regularmente
los medios y los fines. Siéyés, en 1789, definía ya el régimen re­
presentativo como el que permite «interpretar» mejor la volun­
tad del pueblo de lo que éste podría hacer por sí mismo. Cuando

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un escrutinio tiene lugar, se dice que «el pueblo ha hablado», lo
que solo quiere decir que a partir de entonces ya no tiene otra
opción que la de callarse.
Siendo la democracia, en primer lugar, una «erada» (kratos), el
liberalismo no puede sino buscar limitarla, porque desconfía del
poder del pueblo, igual que de todo poder. A la igualdad de los
ciudadanos, opone así la libertad de los individuos. Lo esencial
es, entonces, limitar el poder (de ahí la insistencia en la «separa­
ción de poderes», legislativo, ejecutivo y judicial, y la necesidad
de «contrapoderes») y, a través de él, la autoridad - sin ver que en
una democracia el fundamento de la autoridad tiene, en princi­
pio, un carácter sistémico.^1
Buscando erigir «contrapoderes», el liberalismo traba la sobe­
ranía popular por diversos canales. En Europa occidental, los
poderes cada vez deben adecuarse más a los Consejos (o Tribu­
nales) constitucionales, encargados de verificar la conformidad
de las decisiones políticas con el contenido de la Constitución. El
método consiste en integrar en la parte normativa de la Consti­
tución cosas que no pueden hacerse. Existe así la obligación de
que el Parlamento no adopte más que leyes «conformes» con un
texto puramente declamatorio. A esto se añaden las limitacio­
nes resultantes de los Tratados europeos, del poder de los Jueces,
de las decisiones del Tribunal europeo de los derechos humanos,
etc. Y otras tantas maneras de oponer el primado de los derechos
humanos y la pura legalidad a la legitimidad de la soberanía
popular.
Cari Schmitt que, como sabemos, definía la específica rela­
ción de la que deriva toda actividad política -su «criterio»-, no
por la «enemistad», como se dice con frecuencia, sino por la
posibilidad de una distinción y de un antagonismo dialéctico
entre el amigo y el enemigo, afirmaba el carácter impolítico
del liberalismo. Una de las razones es que el liberalismo no
admite que el conflicto forme parte irreductible de la naturaleza
humana: ya sea creyendo poder hacerlo desaparecer, facilitando
el desarrollo del «dulce comercio (la era del comercio reempla­
zando a la de la guerra, como decía Benjamín C onstando) y de
las discusiones sin fin -estas últimas entendidas según el mo­
delo de negociación comercial1^ ! - , ya sea dibujando un cuadro
apocalíptico donde la guerra supuestamente opondría el Mal

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absoluto a un Bien asimilado a la «humanidad». El liberalismo,
observa Schmitt, intenta reducir al enemigo a un competidor,
desde el punto de vista de los negocios, y a un adversario al que
enfrentarse en un debate. En realidad, «toda unidad política es
necesariamente, o bien el centro de decisión que comanda el
reagrupamiento amigo-enemigo, y entonces ella es soberana en
este sentido (y no en cualquier sentido absolutista), o bien ella
es simplemente inexistente».!^1
La ideología de los derechos humanos solo reconoce a la
humanidad y al individuo. Sin embargo, la política se articula
sobre lo que se sitúa entre estas dos nociones: los pueblos, las
culturas, los territorios, los estados. Porque todas estas realida­
des implican la existencia de fronteras, sin las cuales la distin­
ción entre ciudadano y no-ciudadano (o extranjero) se encuen­
tra privada de significado. La humanidad no es un concepto
político: no se puede ser «ciudadano del mundo», porque el
mundo político no es un universo, sino un pluriverso: la política
implica una pluralidad de fuerzas en presencia. La humanidad
no puede ser una unidad política porque no tiene enemigo sobre
el planeta (salvo metafóricamente). Esta es la razón por la que
el liberalismo no puede hacer la guerra sino contra aquellos
que representa como «enemigos de la humanidad», desencade­
nando, por su parte, la guerra más espantosa jamás vista. Y
Schmitt cita la frase atribuida a Proudhon: «Quien dice huma­
nidad quiere engañar». De ahí se deduce, como escribe Michael
Sandel, que «los principios universales son inaptos para fijar
una identidad política com ún».!^1«Un planeta definitivamente
pacificado, escribe incluso Cari Schmitt, sería un mundo sin dis­
tinción de amigos y enemigos y, por consiguiente, un mundo sin
política».!^!
Se comprende mejor, desde esa perspectiva, en qué el libera­
lismo es fundamentalmente impolítico. Está ya en su concep­
ción general del hombre: el hombre no es, para esta doctrina,
un ser político y social, cuya divisa podría ser «Ínter homines
esse», sino un ser económico (homo oeconomicus) separado de
sus semejantes que busca siempre maximizar su mejor interés.
De ahí su adhesión al librecambio, que implica la separación de
cualquier forma de autoridad política (su carácter utópico re­
sulta precisamente de la imposibilidad de separar totalmente el

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intercambio económico de las relaciones de poder que le impi­
den funcionar «libremente^l).
También está en su concepción de la práctica del gobierno: la
forma muy saint-simoniana con la que busca copiar el gobierno
de los hombres sobre la administración de las cosas atestigua
su esperanza de «neutralizar» las cuestiones políticas redu­
ciéndolas a cuestiones técnicas, siendo la misma técnica con­
sidera como eminentemente «neutra» -lo que, evidentemente,
no es-, sin ver que, incluso si la técnica no fuera más que
un instrumento, la cuestión que se plantearía inmediatamente
sería la de saber quién hace uso de la misma y al servicio de
quién. Reduciendo el gobierno a la gobernanza, es decir, a la
puesta en marcha de competencias técnicas ordenadas a la sim­
ple gestión administrativa, el liberalismo deriva de lo que Jean-
Claude Milner llama con razón «la política de las cosas»^11! Está,
finalmente también, en la idea de que los gobiernos no deben
tomar posición en materia de la «vida buena», lo que conduce
a la depauperación de lo político, al menos si se considera, con
Aristóteles, que «la finalidad de la política no consiste en nada
menos que permitir a la gente desarrollar sus capacidades y sus
virtudes propiamente humanas», llevando a la política a no ser
más que «la economía por otros medios».t^l
El liberalismo, así, no puede, en rigor, exigir a los miembros
de la sociedad que den su vida para hacer frente a una ame­
naza que pese sobre la existencia común, puesto que, desde su
punto de vista, «no hay programa, ni ideal, ni norma, ni finali­
dad, que pueda conferir el derecho de disponer de la vida física
del otro».^11! No hay sacrificio posible allí donde el interés y el
egoísmo interesado están consagrados, allí donde el individuo
es, al mismo tiempo, terminus a quo y terminus ad quem.
En opinión de Schmitt, el liberalismo significa, pues, una
«despolitización total». La dominación del liberalismo, explica,
entraña inexorablemente la despolitización por la polaridad de
la moral (los derechos humanos) y de la economía (el mercado).
Los liberales pueden, por supuesto, «hacer política» (la demo­
cracia liberal sabe ser autoritaria cuando le interesa) -pero no
pueden hacerla por referencia a sus principios: «Si la negación
de la política, implicada en todo individualismo consecuente,
exige una práctica política de desconfianza hacia todos los pode­

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res e instancias políticas, y hacia todos los regímenes imagina­
bles, ello nunca conducirá a una teoría positiva del Estado y de
la política que le sea propia». Conclusión: «No hay siquiera una
política liberal sui generis, no hay más que una crítica liberal de
la política».
Pero Cari Schmitt señala también -y esto es lo más im­
portante- que toda sociedad despolitizada está llamada a con­
vertirse en «el siervo de un pueblo extranjero políticamente
activo».^! Lo que nos permite volver sobre nuestro tema de
partida.
Otra causa esencial de la aparición de las democracias ili­
berales es, en efecto, que nosotros estamos entrando, como
decía Spengler, en los Jahre der Entscheidung, los «años de la
decisión» (traducción preferible a la de «años decisivos»). Du­
rante el tiempo en que la coyuntura era relativamente esta­
ble, se podía atender a las reglas jurídicas y constitucionales
formales. Pero, desde el momento en que las circunstancias se
han vuelto inciertas, cuando las amenazas son tan enormes
que la cuestión ya no es cómo vivir sino cómo sobrevivir, en
resumen, desde que hemos entrado en una situación de urgen­
cia, la hora de la decisión ha sonado, porque, por definición, las
normas habituales están inadaptadas frente a cualquier forma
de imprevisto.
Como escribió Cari Schmitt, es el «estado de excepción» el que
revela la identidad del soberano: es soberano el «que decide en
una situación excepcion al».^! Así, el «decisionismo» es el ad­
versario natural de un liberalismo que considera que las meras
disposiciones constitucionales son suficientes para organizar
los poderes.
No es, ciertamente, una casualidad si las democracias ilibera­
les comienzan a multiplicarse en un momento en que la Unión
europea está en trance de romperse por la crisis migratoria.
En la era de la inmigración masiva descubrimos que toda co­
munidad humana «se encuentra inevitablemente enfrentada al
problema de su cohesión antropológica cotidiana» (Jean-Claude
Michéa), es decir, al control de las condiciones de su propia re­
producción social. La crisis económica y financiera, la globaliza-
ción económica, seguidas de la crisis migratoria, hacen nacer un
sentimiento de urgencia, especialmente en los países donde el

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imaginario histórico todavía está acosado por el recuerdo de las
invasiones otomanas (y soviéticas) y que no quieren ver impo­
nerse hoy un modelo «multicultural» que consideran como un
fracaso total. El ascenso de las democracias iliberales es testimo­
nio de la generalización de este sentimiento, ligado al despliegue
de una amenaza existencial sobre su libertad, sobre su identidad
o sobre el modo de vida de los ciudadanos. Tanto que, en una
perspectiva iliberal, la democracia no puede concebirse más que
en un marco nacional.
Schmitt no se equivocaba al decir que una democracia es
tanto más democrática en cuanto menos liberal. La teoría libe­
ral desea que un buen orden constitucional sea suficiente para
permitir a los societarios vivir su vida de la forma que quieran
sin tener que sufrir la interferencia de los poderes públicos. La
dialéctica amigos/enemigos podría ser así superada. Pero esta
teoría salta en pedazos desde el instante en que aparece un
enemigo que representa para nosotros una amenaza existencial.
La política retoma entonces su camino recto. Una sociedad po­
lítica que renuncia al poder y a la soberanía ya no tiene nada
de política. No podría, entonces, sino renunciar a su principal
misión, que es la de garantizar las condiciones para su autocon-
servación. Las democracias liberales ya no están en condiciones
de hacer frente a la urgencia de los desafíos ni a la amplitud de
las amenazas. Llega la hora de las democracias iliberales.

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VIII. LA TERCERA EDAD
DEL CAPITALISMO

Luc Boltansky y Eve Chiapello han examinado la manera en


que el capitalismo no ha cesado de movilizar a millones de indi­
viduos alrededor de una causa que, sin embargo, no tiene finali­
dad fuera de sí misma: la acumulación de capital.^1 Buscando
identificar las «creencias que contribuyen a justificar el orden
capitalista y mantenerlo, legitimando las formas de acción y
las disposiciones que son coherentes con él», constatan que, en
cada época, el capitalismo comporta una figura de base, un ele­
mento de excitación individual y un discurso de justificación en
los términos de bien general, lo cual les lleva a distinguir tres pe­
ríodos diferentes.
El primer capitalismo, que domina todo el siglo XIX, está
encarnado por el «burgués», tan bien descrito por Werner Som-
bart, y por el empresario o el «caballero industrial», que mani­
fiesta ante todo el gusto por el riesgo y la innovación. Es un
capitalismo patrimonial y familiar, ampliamente solidario de
las clases burguesas que ejercen el poder. El elemento de ex­
citación está representado por la voluntad de descubrir y de
emprender. El discurso de legitimación se confunde con el culto
al progreso. El segundo capitalismo se desarrolla a partir de los
años 30. Es el capitalismo de la gran empresa y del compromiso
fordista (siguiendo los principios empresariales de tipo neocapi-
talista promulgados por Henry Ford), en el cual el proletariado
renuncia progresivamente a la crítica social a cambio de que se
le garantice acceder a la clase media. La subida de los salarios
favorece el consumo, atenuándose así los conflictos. La figura
emblemática de este segundo capitalismo es la del director de
empresa y el ejecutivo. La excitación reside en la voluntad de la
empresa en desarrollarse lo máximo posible. El discurso de legi­
timación pone el acento en el aumento del poder adquisitivo, así
como en la revalorización del «mérito» y la competencia. Este
período, correspondiente a la era de la redistribución por medio
del Estado providencia, del keynesianismo y de la expansión re­
gular de la clase media, finaliza al mismo tiempo que los «treinta
años gloriosos», con la crisis petrolífera de 1973.

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Hemos entrado, desde entonces, en la «tercera edad del capi­
talismo». Momento que corresponde al tránsito desde un capi­
talismo todavía contenido al capitalismo desbocado del mundo
actual: el «turbo-capitalismo» del que habla Edward N. Lutt-
wack.í^d Su figura esencial es la del jefe de proyecto (coach)
o el fabricante de redes (net-worker) que se limita a coordinar
la actividad de unidades de duración existencial limitada. Sus
valores clave son la autonomía, la creatividad, la movilidad, la
iniciativa, la amable convivencia, la expansión. El nuevo capi­
talismo deforma el principio de jerarquía mediante un nuevo
dispositivo de gestión de las personas. Hay cada vez menos
«jefes» y más «responsables» que trabajan en equipo. El ge­
rente encargado de los recursos humanos, adaptable, flexible,
comunicativo, sustituye al ejecutivo rígido y planificador. El
empleado es móvil, con muy poca fidelidad hacia la empresa
que lo emplea. Debido a la intensificación de la competencia,
la empresa funcionada cada vez menos «de modo interno». Ex-
ternaliza sus servicios, abastecidos por la subcontratación o la
precariedad. La empresa tayloriana o fordista cede poco a poco
su sitio a la empresa-red, fenómeno que va de la mano con la
emergencia de un mundo postmoderno esencialmente «cone-
xionista». El elemento de excitación está representado por el
desarrollo de las nuevas tecnologías. El discurso de legitimación
es el de una «nueva economía» que haría entrar a la humanidad
en una nueva era de crecimiento duradero.
La principal característica de este nuevo capitalismo reside en
el extraordinario crecimiento del poderío de los mercados finan­
cieros. El aumento de las cotizaciones en Bolsa empezó a media­
dos de los años ochenta (del siglo XX) en Wall-Street, antes de
propagarse a Europa.
La consecuencia es la obsesión por la creación de valor para
el accionista y una exorbitante exigencia de rendimiento del
capital. Una tasa de remuneración del capital del orden de un
15% es, en lo sucesivo, una exigencia corriente, aunque el cre­
cimiento del PNB no supere el 4 o el 5%. Paralelamente, cuando
hace algún tiempo todo se centraba en torno a los retornos sobre
los fondos propios como forma de medir la rentabilidad del ac­
tivo económico de las empresas, hoy, con el fin de compensar la
falta de información sobre la rentabilidad futura, se evalúa a las

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empresas con ayuda de presuntas vatios basados en las partes de
mercado obtenidas o conquistadas.
La cotización de las acciones, que fluctúa de manera aleatoria,
cesa entonces de ser el reflejo de la situación de las empresas o de
las economías: el valor de los títulos cotizados no tiene ya nada
que ver con su valor real. La ebullición de las Bolsas occidentales
quebranta la relación de igualdad entre la tasa de crecimiento
de la economía real y la tasa de rendimiento de los títulos finan­
cieros. El valor económico se relaciona cada vez menos con un
valor objetivable, y cada vez más con una riqueza virtual que, se
supone, responde al deseo ilimitado de los individuos. La diná­
mica empresarial enfocada hacia la duración es suplantada por
una dinámica financiera inmaterial, sin fundamento objetivo.
Esta distorsión entre la economía real y la economía financiera,
el valor bursátil y el valor añadido, pero también entre el con­
sumidor y el accionista, mantiene la ilusión consistente en que
la acumulación de títulos equivale a la producción de bienes. Al
emprenderse una huida hacia adelante siempre a crédito, las ac­
ciones bursátiles se parecen cada vez más a asignaciones en po­
tencia. La «burbuja» especulativa, que no cesa de crecer, corre el
riesgo de explotar en cualquier momento, desembocando en un
nuevo crack.i^l
Es esta supremacía de la Bolsa la que ha acarreado como
consecuencia lógica la supremacía de los «inversores institu­
cionales», los famosos zinzins12221 que gestionan hoy miles de
millones de dólares y que están imponiendo al mundo entero la
versión anglosajona del capitalismo.^4^ Entre estos zinzins que
dominan el planeta bursátil, los más conocidos son los gestores
de fondos de pensiones de las compañías de seguros o de fondos
corrientes de inversión (mutual funds). Estos «fondos de pensio­
nes» -la expresión no es más que un mal anglicismo- son, en
realidad, cajas de pensiones privadas, fondos de ahorro colectivo
creados por las profesiones o las empresas para servir de pen­
sión bajo la forma de una renta.
Esta moda de los fondos de pensiones, cuyas virtudes mila­
grosas no cesan de alabarse, comporta en realidad un riesgo
enorme para aquéllos que, por medio de su intermediación, no
tienen miedo a jugarse su pensión en la Bolsa. Vuelven así a
transferirse a los asalariados, a quienes se ponen a merced de un

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crack, los riesgos financieros antaño cubiertos por las empresas
y los Estados. Los fondos de pensiones son, además, uno de
los principales factores de inestabilidad financiera mundial; sus
aportes masivos de capital ocasionan una sobrevaloración arti­
ficial que alimenta la burbuja especulativa, mientras su impacto
positivo sobre la economía real es prácticamente nulo. Su papel,
potencialmente desestabilizador, en particular sobre los merca­
dos emergentes, ha sido, por otra parte, sacada a la luz por las
crisis financieras más recientes.
Por medio de sus amenazas o de sus decisiones ejecutivas,
los inversores institucionales han cambiado el rostro del ca­
pitalismo. Su peso considerable, los medios de presión de que
disponen, han hecho surgir nuevas normas de gestión, al mismo
tiempo que han limitado de forma duradera el margen de ma­
niobra de los Estados. Han impuesto por todas partes su estilo,
sus objetivos, sus exigencias. A través del capital de riesgo, las
stock options y el accionariado asalariado, han dado prioridades
al «gobierno de la empresa» (corporate governancé) estimulando
el deseo de una vuelta a la inversión inmediata. Por medio de las
fusiones, las participaciones cruzadas, las tomas de control en
Bolsa, han hecho surgir una nueva clase de empresarios que ex­
traen su poder de la potencia pura del mercado. Exigiendo por el
capital invertido tasas de rentabilidad -que rozan la usura- del
15% han forzado a los empresarios a someterse a sus condicio­
nes.
A este respecto, es reveladora la penetración de la capitaliza­
ción bursátil por parte de los inversores extranjeros, en cuya pri­
mera fila figuran, precisamente, los grandes fondos de pensiones
anglosajones. Francia posee en este campo un récord mundial.
La fracción de grandes inversores internacionales en el capital de
las sociedades francesas asciendo hoy día al 40%, frente al 16%
de Inglaterra, el 20% en Alemania y el 7% en Estados Unidos.
Además, a partir de una decisión tomada por Nicolás Sarkozy,
estos fondos no residentes están exonerados de todo gravamen
sobre los dividendos franceses que cobran. De ello resulta un
diferencial de compulsión y, por ende, de rendimiento, cuya con­
secuencia lógica, teniendo en cuenta los medios de que disponen
los zinzins, podría ser la progresiva recompra de la mayoría de
los títulos de las sociedades francesas por parte de inversores ex­

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tranjeros. Esto ilustra de los peligros de una dependencia de este
tipo que, por otra parte, no cesa de crecer.
«Por este cauce -advierte Laurent JofFrin- el modelo liberal se
propaga, sin bombo ni platillos, con el simple juego de la presión
financiera. Obligados a asegurar a unos accionistas sin piedad
una «creación de valor» (un beneficio, en lenguaje corriente)
leonina, los grupos nacionales trasladan los sacrificios a los asa­
lariados: el estancamiento de los salarios va a llenar los bolsillos
de los jubilados del otro lado del Atlántico».
El «capitalismo renano» descrito no hace mucho por Michel
Alberfi^il pierde de esta forma constantemente terreno frente
a un capitalismo financiero que socava sus fundamentos. Este
capitalismo «renano» fundado sobre el sistema bancario y los
conglomerados industriales se pretendía todavía al cuidado de
una mínima cohesión social, pero las dificultades económicas
por las que atraviesan desde hace años Alemania (y Japón) han
reforzado la idea de que el modelo anglosajón está condenado
a imponerse por doquier. La convergencia de modelos econó­
micos es, por otra parte, uno de los grandes postulados de la
«nueva economía». El método empleado consiste en aplicar a los
Estados nación la misma fórmula que la utilizada en las empre­
sas para evaluar su competitividad.
En realidad, como el ejemplo norteamericano constituye la
referencia e base de la «nueva economía», esta pretendida con­
vergencia de los sistemas económicos -convergencia que se abs­
trae de las particularidades culturales, sociales o institucionales
de cada país, e interpreta como «retraso» cualquier problema
derivado de una situación local- resulta simplemente del hecho
de que todos los países son clasificados en función de su distan­
cia respecto a los Estados Unidos, «país joven que ha erradicado
todas las formas de socialización anteriores y que es, por tanto,
la tierra del sujeto comerciante por excelencia», como señala Ro-
bert Boyer, quien añade:
«Comparamos a esta sociedad, figura emblemática del capi­
talismo, con todas las demás sociedades para descubrir a éstas
como «arcaicas» o «emergentes». Dicho en otros términos: la
mayor parte de los analistas americanos van a aplicar a las otras
economías las herramientas conceptuales utilizadas para anali­

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zar la sociedad americana suponiendo que éstas son necesarias
y suficientes».^!
En otras palabras, perdemos de vista que es más bien el sis­
tema norteamericano el que es excepcional comparado con la
diversidad de situaciones existentes.
La primera exigencia de los inversores institucionales es evi­
dentemente la desregulación. Sabemos que en la esencia del
credo liberal encontramos la creencia en la existencia de un pro­
ceso de ajuste natural (autorregulador) que permite al mercado
alcanzar una situación óptima a condición de no ser estorbado
por nada -lo cual no impide a los partidarios del mercado, por
otra parte, convertirse directamente al intervencionismo cada
vez que pueden encontrar algún provecho en ello. La desregula­
ción consiste, por tanto, en suprimir todo lo que es susceptible
de perturbar los ajustes propios del «mecanismo de mercado» y,
subsidiariamente, en atribuir a la malicia humana, y no al pro­
pio mercado, todos los efectos negativos constatables («rigidez
del salario», deuda de las administraciones públicas, obstáculos
culturales, etc.). Componente esencial de la concepción liberal
de la economía, la desregulación no ha cesado de expandirse
desde los años ochenta, partiendo de las experiencias inglesa y
estadounidense. Un giro capital sucedió en 1986 cuando se con­
venció al G7 para aceptar el principio de desregulación finan­
ciera. Los Estados aceptaron porque ésta les permitiría financiar
su deuda pública por medio de la concesión de títulos, lo que
quiere decir, hablando claro, que la deuda de los Estados podía
ser transformada en títulos negociables vendidos en Bolsa.
Surgió así un vasto movimiento de «desintermediación»
financiera que permitía a las grandes empresas, entre otras
cosas, financiarse directamente en los mercados financieros, lo
que desencadenó una disminución en la importancia del rol
de los bancos. Los bancos desempeñaban tradicionalmente un
papel de pantalla de protección para empresas y ahorradores,
permitiendo una cierta «mutualización» de los riesgos y absor­
biendo una parte de los conflictos que generaban un desfase
entre el ahorro y la inversión. La desaparición de esa pantalla
hace que el ahorrador individual deba, en lo sucesivo, soportar
solo el tipo de riesgo de sus inversiones en los mercados finan­
cieros, lo cual aumenta su vulnerabilidad. Paralelamente, se han

1 minute left in chapter 74%


creado nuevos instrumentos financieros, como el mercado a
plazos y de divisas.
Esta liberalización de los mercados financieros ha sido uno
de los motores esenciales de la mundialización. Participa de la
misma tendencia que la desregulación y las privatizaciones: el
paso de una liquidez bancaria a una liquidez puramente finan­
ciera, es decir: los instrumentos financieros no cesan de ganar
en liquidez hasta el punto de poder ser utilizados ellos mismos
como instrumentos m onetarios.!^
So pretexto de desregulación y de mejor eficacia, el nuevo
capitalismo reclama entonces, de manera legal, una libertad de
maniobra total, argumentando que toda restricción hecha a esta
libertad se traduciría en una menor eficacia. Se le exime, así, de
cualquier regla salvo la del beneficio inmediato.
Resultado: mientras que en Europa los grandes agentes de
Bolsa eran, hasta no hace mucho, rarísimos, las fusiones-par­
ticipaciones se multiplican a un ritmo nunca visto. Hace un
siglo las fusiones eran ofensivas y servían para conquistar cier­
tas partes de mercado, mientras que las dos terceras partes
de las fusiones actuales son principalmente defensivas. Otra
característica de estas operaciones reside en que a menudo se
hacen «en papel», es decir, por medio de ofertas públicas de
intercambio que benefician a los accionistas de las sociedades,
pero aumentan, todavía más, el volumen de la burbuja especu­
lativa. Estos acercamientos ponen enjuego sumas colosales: en
el curso del último decenio, estas operaciones de concentracio­
nes o fusiones-adquisiciones se elevan a más de 20 billones de
dólares, es decir, dos veces el PNB de los Estados Unidos.
Considerado supuestamente como un principio que favorece
la diversidad y la calidad, el principio de competencia conduce
de este modo a la constitución de inmensos cárteles o mono­
polios que disponen de más poder que muchos Estados. Hoy
en día, las 200 empresas multinacionales más importantes (la
mayoría con sede en Estados Unidos) tienen un volumen de
facturación superior a la suma de los PIB de los 150 países no
miembros de la OCDE. En la mayoría de los sectores, en par­
ticular en el campo de la cultura y de la comunicación, esta
evolución engendra una homogeneización de la oferta (cada
empresa busca hacerlo mejor, pero hacer mejor la misma cosa)

1 minute left in chapter 74%


y de «selección inversa», es decir, de situaciones donde las solu­
ciones escogidas se revelan desventajosas para los agentes.
Está claro que el verdadero papel de los zinzins es el de rees­
tructurar el capitalismo mundial. «Comprando y vendiendo sus
participaciones -precisa Dominique Plihon- los fondos de pen­
siones hacen circular el capital y aceleran la evolución hacia una
nueva configuración caracterizada por la toma de control del ca­
pital productivo por parte de los inversores y, simultáneamente,
por la creación de una clase de rentistas en el seno mismo de los
asalariados».^!
En realidad, hemos pasado del comercio de materias primas al
comercio de productos y, a continuación, del comercio de pro­
ductos industriales al comercio de productos financieros. Esta
evolución es hoy en día sustentada por la creencia en un nuevo
tipo de crecimiento duradero, ligado al progreso de las «nue­
vas tecnologías»: medios de comunicación, Internet, telefonía
móvil, etc. Así como el desarrollo del primer capitalismo había
estado favorecido por la máquina de vapor y los ferrocarriles, el
nuevo capitalismo debe lo esencial de su fortuna a la explosión
de las tecnologías de la comunicación, al ordenador, la primera
herramienta cread por el hombre con vocación de remplazar al
cerebro humano, caracterizada por el transporte instantáneo de
datos inmateriales que permite la multiplicación de las redes
hasta el infinito.
Lanzada al mercado privado por el Pentágono a finales de los
años ochenta, la red internet se ha revelado como una herra­
mienta formidable. El número de usuarios supera el billón de
conexiones y el comercio electrónico mueve miles de millones
de dólares.!^! La revalorización bursátil de los títulos de In­
ternet ha suscitado una especie de locura, testimoniada por la
multiplicación de los star up. Aquí, una vez más, el modelo uti­
lizado es el de la economía virtual y la huida hacia delante. «Las
sociedades que nunca han tenido beneficios o que apenas van a
lograr alguno han sido valoradas con cifras que representan las
sumas de muchos siglos de negocio».!^
Permitiendo a cualquier actividad convertirse inmediata­
mente en transnacional, indistintamente del lugar del planeta
donde se encuentre, Internet no tiene por ello menos valor sim­
bólico. Uno de los rasgos característicos del nuevo capitalismo

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es, en efecto, la abolición de la distancia y del tiempo. El dinero
circula de una punta a otra del planeta en tiempo cero, y esta
movilidad, comparada con la pesadez de las burocracias estata­
les, agravando su impotencia y acelerando su obsolescencia, se
encuentra a todos los niveles: entre los dadores y subcontratis­
tas, las multinacionales y los países, los mercados financieros y
las empresas. La movilidad (el «diferencial de desplazamiento»)
tiende a ser erigida en norma absoluta, los imperativos de ren­
tabilidad comandan los desplazamientos de hombres y las des­
localizaciones de empresas. «Hemos puesto una tecnología del
siglo XXI al servicio de una ideología del siglo XIX», escribe Jack
Dion.^zi El capitalismo es más nómada que nunca.
El primer capitalismo era ya un capitalismo «salvaje», pero
contenía también un elemento de seguridad ligado al reinado de
la moral burguesa y de sus valores-clave (familia, patrimonio,
ahorro, caridad patronal). Este elemento de seguridad se encon­
tró reforzado en el segundo capitalismo a través del compro­
miso fordista y la llegada del Estado providencia: la actividad
patronal se enmarcaba en dispositivos reglamentarios, legisla­
ciones fiscales, una legislación laboral lograda a menudo por
medio de la lucha, estructuras sociales, tradiciones culturales,
etc. Estos dos capitalismos estaban, además, fundados sobre re­
laciones jerárquicas de dominación en cuyo interior era todavía
posible un cierto conflicto. Bernard Perret observa a este res­
pecto que
«La organización jerarquizada da paradójicamente un campo
abonado para la elaboración democrática y la consolidación de
las regulaciones no comerciales. En una palabra, es precisa­
mente por causa de la dominación del dinero -que se manifiesta
de manera explícita como una relación de dominación entre las
personas- que la empresa fordista pudo componer el gran esce­
nario de los combates para la democracia so cial.»^ !
Todo esto voló en pedazos con la llegada del capitalismo de
la tercera edad. Reencontrando el apetito de sus orígenes, pero
con unos medios multiplicados, éste tiende a hacer desaparecer
cualquier sistema de seguridad, con la idea de base de que, en
una economía donde la competencia toma ventaja a las organi­
zaciones e instituciones, lo social no debe, en ningún caso, per­
turbar el juego del mercado. Por culpa de la desregulación, los

1 minute left in chapter 75%


asalariados ven desaparecer, una tras otra, tanto bajo gobiernos
de derecha como de izquierda, las ventajas y los derechos adqui­
ridos tras decenios de lucha sindical. Paralelamente, el carácter
dependiente de la información del neocapitalismo (se producen
cada vez más bienes y servicios co cada vez menos hombres)
hace que el crecimiento se torne «rico en paro» (Alain Lebaude)
mientras que la flexibilidad se traduce, sobre todo, en una deva­
luación de la noción de ley y en el desarrollo de la precariedad y
la exclusión.
El paro coyuntural tiende a convertirse en estructural. Por
una parte, asistimos progresivamente a un declive de los em­
pleos agrícolas e industriales, a los cuales se suman las obli­
gaciones presupuestarias que pesan en la creación de empleos
públicos y los límites inherentes al desarrollo en el sector ter­
ciario comerciante. Por otra parte, el movimiento de búsqueda
de mano de obra se deslocaliza cada vez más fuera de los terri­
torios nacionales. Por último y sobre todo, las grandes empresas
industriales no sólo ya no generan empleo, sino que buscan, al
contrario, aumentar su producción suprimiéndolo.
La creciente influencia que los fondos de pensiones ejercen
sobre los criterios de gestión de las empresas desempeña, por
descontado, su papel.
«Los únicos imperativos que cuentan para ellos son el au­
mento de la rentabilidad de los propios fondos y la maximi-
zación del valor accionarial. El objetivo prioritario ya no es,
como en el período fordista anterior, asegurar el crecimiento
de la industria, sino realizar ganancias en la productividad. Si
fuera necesario, cerrando las unidades de producción que se
estimen insuficientemente rentables o, más exactamente, no sa­
tisfactorias con respecto a las muy elevadas normas de renta­
bilidad impuestas por los inversores. En este nuevo régimen, el
tamaño de la empresa y el empleo se convierten en variables de
reajuste.»^!
No hace mucho una empresa tendía a contratar cuando cose­
chaba beneficios. Era incluso así como se justificaba el propio
beneficio. Cuantas más empresas se portasen bien, menos paro
habría. Hoy sucede lo contrario. Cuando una gran empresa
anuncia simultáneamente la supresión de miles de empleos y
un crecimiento en sus beneficios, la noticia es recibida con el

1 minute left in chapter 76%


beneplácito inmediato de los mercados. Asimismo, cuando un
gobierno ratifica el cierre de una gran planta industrial, los fon­
dos de inversión americanos presentes en el capital de la firma
aplauden fervorosamente.
El paro se convierte, así, en un factor de beneficio, al menos
a corto plazo (ya que no se tienen en cuenta las consecuencias
sobre el consumo). En un contexto tal, el crecimiento del empleo
se explica esencialmente por el desarrollo del tiempo parcial y
de los empleos breves o precarios. En otros términos: cuanto
peor va la sociedad, mayores son los beneficios.
La convicción de los economistas liberales de que la sociedad
de mercado es el mejor sistema que se pueda concebir tiene
como objetivo privilegiar las reformas estructurales que incre­
mentan las incitaciones al trabajo y, simultáneamente, reducir
los ingresos de la no-actividad, es decir, aquellos que son distri­
buidos por el sistema de protección social. Por un lado, se crea
un paro estructural y, por otro, se hace cada vez menos por los
parados.
La exclusión resultante difiere fundamentalmente de la
suerte de los trabajadores por quienes el capitalismo se limi­
taba, antaño, a explotar su fuerza de trabajo. La emergencia
del mundo de las redes viene de la mano de nuevas formas de
alienación fundadas en diferenciales de aptitudes, pero también
de capacidad de adaptación. Teniendo en cuenta los perfiles
requeridos en los sectores en vía de expansión (inteligencia
abstracta y competencia técnica), las personas infracualificadas
son cada vez más difíciles de emplear y, por tanto, inútiles. Ya
no son explotados, sino excluidos. «En el marco de la red -escri­
ben Boltansky y Chiapello- la misma noción de «bien común»
es problemática porque, la pertenencia o no pertenencia a la
red, queda bastante indeterminada, se ignora entre quiénes un
«bien» podría ser puesto en «común» y también, por lo mismo,
entre quiénes una balanza de justicia podría ser establecida».^^
En realidad, en el mundo de las redes, la justicia social sim­
plemente no tiene ya sentido. Aquellos que pasan entre los
eslabones son definitivamente excluidos. Bernard Perret habla
muy acertadamente de una sociedad electiva y volátil, «basada
en evitar todo lo que estorba y, por esta razón, generadora de
exclusión».

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Para disfrazar esta deriva, los partidarios de la «nueva econo­
mía» hacen valer la importancia, en lo sucesivo decisiva, de la
creación de un beneficio para el accionista {share holder valué).
«Durante mucho tiempo -constata Jacques Julliard- la identifi­
cación de la dirección de la empresa con el capital de la misma
era total. Así, en el sistema clásico francés, la figura del PDG, a
la vez presidente del consejo de administración y director de la
empresa, aseguraba perfectamente esta identificación entre el
accionariado y el empresariado. Hoy en día, la tendencia hacia
la autonomización del capital, alentada por el peso creciente de
los fondos de pensiones, convierte a los mismos en controlado-
res que exigen rentabilidad a las em presas».^!
Los accionistas tienen, en efecto, cada vez más importancia en
el sistema. Son ellos en lo sucesivo y no ya los jefes de la empresa
o la patronal quienes reclaman fusiones y despidos para hacer
aumentar sus dividendos. El accionariado es, por tanto, presen­
tado como la receta milagrosa, tanto para los partidarios del
«capitalismo popular», como para los liberales, quienes llegan
hasta el punto de explicar muy seriamente que (el accionariado)
permite hacer realidad el viejo sueño socialista de la apropiación
de las empresas por los trabajadores.
Los asalariados-accionistas se encuentran así en una situa­
ción de «doble vínculo» casi esquizofrénico. Por una parte, en
calidad de asalariados, tienen todo el interés en liberarse de
la «dura disciplina del capitalismo», en este caso, del carácter
eminentemente arriesgado de toda actividad enfocada a reco­
ger rápidamente beneficios, aunque refuercen esta disciplina
siendo compradores de acciones. Por otra parte, sus intereses
como asalariados chocan directamente son sus intereses como
poseedores de acciones, ya que, en calidad de accionistas, sus
beneficios dependen de manera estrecha del éxito de las polí­
ticas sociales que les son hostiles en su calidad de asalariados.
«Estos asalariados-rentistas son de esta forma perdedores por
partida doble -constata Dominique Plihon: como asalariados,
soportan las consecuencias de la «flexibilidad» exigida por la
búsqueda desenfrenada del máximo beneficio inmediato; como
ahorradores, asumen en primera línea los riesgos ligados a la
inestabilidad de los mercados financieros».*^1Lo esencial del
capital restante, concentrado en un número de manos muy li­

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mitado (el accionariado de asalariados), en ausencia de toda de­
finición de sus poderes reales en el seno de las empresas, es que
no representa finalmente más que un simple excedente para el
capitalismo patrimonial individual.
La sustitución de este capitalismo patrimonial -donde los
dividendos atribuidos a los accionistas desempeñan un rol fun­
damental- por el antiguo capitalismo salarial acentúa evidente­
mente las desigualdades, ya que el reparto de los patrimonios
está siempre más disperso que el de las rentas. El sistema de las
stock-options, del que hacen uso las sociedades con crecimiento
rápido para remunerar a sus dirigentes, permite paralelamente
a algunos de estos últimos amasar unas fortunas colosales. El
capital sigue siendo mejor remunerado que el trabajo, y el hecho
de que las inversiones bursátiles reporten mucho más que el cre­
cimiento real significa simplemente que la parte del producto
anual no proveniente de estas inversiones (esencialmente los sa­
larios) disminuye.
De esta manera el rostro de la sociedad cambia poco a poco.
Antaño, los beneficios obtenidos por los ganadores beneficiaban
todavía en algo a los perdedores situados en la parte de abajo del
todo de la pirámide social. Pero éste ya no es el caso. La exten­
sión del paro marca el fin de la época donde aquellos que entra­
ban en la clase media (y sus descendientes) tenían la seguridad
de no volver a caer al medio proletario. Mientras los liberales
repiten imperturbablemente que el libre cambio es «un juego
ganador para todos» (Alain Madelin), el modelo de la «sociedad
en reloj de arena» es el que se impone progresivamente: los ricos
cada vez más ricos, los pobres cada vez más despojados y mante­
nidos al margen, y una clase media que se encoge entre medias.
Al mismo tiempo que el mundo se vuelve globalmente cada
vez más rico, y unas masas financieras cada vez más enormes
circulan de un sitio a otro, las diferencias de beneficios y de pa­
trimonios no cesan de agrandarse, tanto entre los países, como
en el interior de cada país. En el seno de las empresas ameri­
canas, el factor multiplicador entre el salario medio y el más
elevado ha pasado de 20 a 419 ¡en un espacio de treinta años!
La fortuna de las tres personas más ricas del mundo supera hoy
día, ella sola, a la suma de la producción anual de los 48 países
más pobres donde viven 700 millones de habitantes. Por todas

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partes, el abismo que separa los «conectados» y los «no conecta­
dos», las elites financieras y las masas de trabajadores precarios,
pequeños asalariados, parados de larga duración, jóvenes inacti­
vos e infracualificados, crece. Esta nueva ruptura social a escala
planetaria es también un hecho novedoso.
Al mismo tiempo se pone en marcha una elite conectada, una
«hiperclase» (Jacques Attali) egoísta y volátil, cuyos miembros
no son ni empresarios ni capitalistas al viejo estilo, sino indi­
viduos ricos de un activo nómada, que detentan el saber, con­
trolan las grandes redes de comunicación, es decir, el conjunto
de los instrumentos de producción y de difusión de los bienes
culturales, y que no tienen el más mínimo deseo de dirigir unos
asuntos públicos cuyo papel -ellos lo saben mejor que nadie- es
cada vez más limitado.
«Es innegable -escribe Laurent JofFrin- cita una «neoburgue-
sía» domina desde ahora la sociedad francesa, como muchas
otras sociedades democráticas. Tanto por la fortuna como por
medio de la ocupación de puestos eminentes, esta nueva clase
se distingue por su movilidad. Movilidad profesional, intelec­
tual y geográfica. Concentrada en las profesiones «que se mue­
ven», la comunicación, la banca o la tecnología punta detenta
tanto el poder simbólico como el material, y gracias a ello posee
los medios de influir en las opiniones. Es parte del mundo de
la velocidad, de la adaptación, de la competencia, forma una
humanidad relajada, internacional, tolerante, con un punto de
cinismo, de cultura cosmopolita y con un poder adquisitivo va­
riable y elevado; [...] nada les es más ajeno, en el fondo, que las
fronteras, el estatus, las garantías, los reglamentos, las prohibi­
ciones; en resumen: las protecciones que parecen al común de
los mortales una barrera indispensable de cara a los riesgos de
la existencia. [...] A cubierto de las vicisitudes de una sociedad
sumisa a la apertura y a la anomia, protegida por sociedades de
guardianes y por sus stocks-options, la nueva clase abandona a
su triste suerte al pueblo común y tacha de «populismo» su vo­
luntad de mantener las antiguas protecciones.» í^ l
Frente a los liberales que se atienen al mercado «auto-re­
gulador», los dirigentes social-demócratas pretenden regular o
contener el neocapitalismo. ¿Pero pueden hacerlo todavía? Los
socialistas abandonaron hace tiempo la idea de la apropiación

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colectiva de los medios de producción.^41 Ya tengan vocación
correctiva o redistributiva, las tentativas social-demócratas -
léase «liberales de izquierdas»- por intentar encontrar un com­
promiso aceptable entre los imperativos de la vida social y
democrática, por una parte, y la hegemonía del mercado y las
exigencias de la mundialización, por otra, no desembocan prác­
ticamente en nada. En la medida en que relacionan el nivel
de bienestar con la sola riqueza monetaria, lejos de cuestionar
el modelo social dominante, refuerzan incluso centralidad del
trabajo remunerado para continuar así inscribiéndose en el pro­
ceso de individualización y monetarización de la vida social.
Lo cierto es que el Estado providencia tiene cada vez más di­
ficultades para intervenir en el campo económico, de lo cual se
felicitan los liberales, quienes aspiran desde hace ya tiempo a
que se llegue a la «impotencia de lo público» en este ámbito.
El antiguo capitalismo estaba todavía ordenado ala nación en
la medida en que los beneficios de las empresas estaban en lo
esencial logrados dentro de ella, contribuyendo así, al menos
indirectamente, al poder nacional. Hoy día estas ganancias se
buscan fuera del marco de los Estado nación, y de ello se deriva
la consecuencia de que el régimen normativo del neocapita-
lismo es válido indistintamente en todos los países. La mun­
dialización financiera ha desplazado la realidad del poder eco­
nómico del nivel de las naciones al nivel del planeta, de las em­
presas clásicas a las firmas transnacionales, de la esfera pública
a los intereses privados. Víctimas del poder creciente y de la
internacionalización de los mercados, los Estados ya no tienen
los medios para llevar a cabo una política económica a largo
plazo. La movilidad de las inversiones internacionales, que no
cesan de desplazarse para encontrar mayores beneficios, limita
directamente su capacidad da actuación, particularmente en el
campo social y fiscal: toda voluntad de regulación que no vaya
en el sentido de los intereses del capital es inmediatamente
sancionada con las deslocalizaciones de empresas, la expatria­
ción de los ejecutivos y la fuga de capitales. En Europa, más de
la mitad de las decisiones que tienen un efecto directo sobre el
PNB son ahora de naturaleza no gubernamental.
Wolfgang H. Reinicke ha analizado en profundidad este des­
fase entre los Estados-nación, que continúan basando su legi­

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timidad en fronteras que no frenan ya nada, y los mercados
que, dependientes antaño como sociedades locales del poder
político, se encuentran, hoy liberados de toda obligación territo-
rial.te” ! La creación de riqueza, incluso la de moneda, se hace en
lo sucesivo por encima de bancos y Estados, mientras los inter­
cambios son organizados para poder escapar a toda obligación
fiscal.
Sería por tanto un error creer que la expansión del neocapi-
talismo puede ser frenada por un Estado nación que practique
una especie de keynesianismo renovado. El Estado no es sólo
cada vez más impotente, sino que, además, contrariamente a
una idea todavía extendida, hace mucho que dejó de representar
al interés general frente al interés de los particulares. En mu­
chos aspectos incluso se ha puesto deliberadamente al servicio
del mercado. «El éxito del capitalismo es debido tanto al papel
del Estado como al papel del mercado», recuerda la economista
Amartya Sen, Premio Nobel en 1998. Nos sorprende ver a una
cierta parte de la izquierda olvidar dicho papel desempeñado
por el Estado burgués en la promoción del mercado, al mismo
tiempo que antaño le atribuía una «naturaleza de clase».
En su libro, Boltanski y Chiapello se cuestionaban igualmente
sobre las razones del debilitamiento de las críticas vertidas en
el pasado contra el capitalismo. Distinguían entre la «critica ar­
tista» y la «crítica social». La primera, característica a la vez del
anticapitalismo romántico y de la protesta libertaria de «Mayo
del 68», ponía sobre todo el acento en el carácter no autén­
tico del capitalismo, criticando la generalización de los valores
mercantilistas engendrados por su dominación. Se expresaba
por medio de una fuerte reivindicación de la autonomía y la
creatividad. La segunda la tomaba más bien con el egoísmo del
capital y con la explotación de la miseria. Instrumento clásico
de la izquierda y de la extrema izquierda desde el siglo XIX,
se limitaba a denunciar la injusticia y a reclamar mejores sala­
rios y más seguridad. Estas dos críticas, que se complementan
puesto que apuntan a formas de alienación diferentes, están
hoy en día con toda evidencia en declive. La incorporación de los
valores en boga en mayo del 68 (creatividad, buena convivencia,
burla, etc.) a la dinámica del neocapitalismo, no tanto como
consecuencia de una estrategia deliberada (contrariamente a lo

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que afirman Boltanski y Chiapello) sino como el resultado de un
efecto de simbiosis, ha desarmado totalmente a la «crítica ar­
tista». En cuanto a la «crítica social», no sólo ha sufrido el hun­
dimiento de las teorías o sistemas alternativos, sino también
el aumento del individualismo y la desinstitucionalización que
han disuelto los efectivos de sindicatos y partidos.
No hay duda de que, finalmente, una de las claves de la lon­
gevidad del capitalismo reside en su capacidad de alimentarse
de las críticas de las que es objeto, volviendo a mostrarse bajo
nuevas formas sin por ello abandonar su lógica de acumulación
permanente de capital. El error de la crítica social tradicional,
tal y corno todavía la encontrábamos en Pierre Bourdieu, es el
de haberse quedado en una concepción arcaica de las formas
de «dominación». Esta crítica no ha entendido la importancia
radical de los «desplazamientos» operados por la lógica capita­
lista a través de las deslocalizaciones, de la sustitución de mano
de obra por máquinas, de la desaparición relativa de la antigua
clase obrera, y del aumento del accionariado. No ha sabido des­
cubrir las formas de alienación características del mundo de las
redes.
Las contradicciones entre el capital y el trabajo no han desapa­
recido, pero ya sólo desempeñan un papel puntual con respecto
a la racionalidad del conjunto del sistema. La expansión del
poder de los mercados no solamente comporta la explotación de
la fuerza de trabajo, sino que también implica una serie de rup­
turas de equilibrio fundamentales, tanto de ciara a lo político
corno a la diversidad de formas del intercambio social. La mone-
tarización de las relaciones sociales, en particular, transforma y
empobrece el vínculo social de una manera inaudita, mientras
que las instituciones públicas van progresivamente tomándose
obsoletas.
El hecho novedoso es que el mundo laboral ha renunciado
a derrocar al capitalismo, limitándose sólo a intentar acondi­
cionarlo o reformarlo. Continuamos enfrentándonos por la re­
partición de la plusvalía, pero ya no se discute sobre la mejor
manera de acumularla. Es lo que Jacques Julliard llamó muy
acertadamente «la interiorización por parte de los trabajadores
de la lógica capitalista». Lo que sí parece así desaparecer es un

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horizonte de sensatez que justificase el proyecto de cambiar en
profundidad la presente situación.
De hecho, todo el mundo se postra porque nadie cree ya en la
posibilidad de una alternativa. El capitalismo es vivido como un
sistema imperfecto pero que, en última instancia, es el único po­
sible. Este estado de ánimo se expande tornando imposible una
salida. La vida social ya sólo es vivida bajo el horizonte de la fata­
lidad. El triunfo del capitalismo reside, sobre todo, en este hecho
de aparecer como algo fatal.
De ello resulta una lenta conquista de los espíritus por parte
de los valores mercantilistas, inseparable de la colonización por
parte del mercado de todas las esferas de la vida social, apo­
yándose los dos fenómenos el uno sobre el otro y reforzándose
mutuamente. Esta mercantilización generalizada de la vida hu­
mana significa que se encuentran en lo sucesivo sometidos a la
lógica del mercado unos ámbitos que, hasta ahora, se le esca­
paban al menos en parte. La información, la cultura, el arte, el
deporte, los cuidados a las personas, las relaciones sociales en
general, dependen del mercado. La instauración de un mercado
de «derechos a contaminar» depende de la misma lógica. «Desde
el momento en que una parte de las actividades de un sector es
favorecida por el mercado -observa Jacques Robin- todo el sector
tiende hacia la privatización. También vemos precipitarse hacia
el mercado todas las actividades que tienen como finalidad la
educación, la salud, los deportes, las artes, la tecnociencia y las
relaciones hum anas».^!
Las consecuencias son conocidas. La privatización de los
transportes provoca un aumento de la inseguridad y por ello
de los accidentes. La comercialización de semillas modificadas
genéticamente es aceptada antes de que se hayan podido co­
nocer verdaderamente sus efectos sobre el entorno natural y la
salud. La alimentación se deteriora puesto que la competencia
de precios lleva a sacrificar la calidad de los productos. La bús­
queda del resultado conduce a suprimir, bajo el pretexto de una
rentabilidad insuficiente, gran número de comercios, estableci­
mientos o servicios sociales que antes daban un cierto confort a
la vida cotidiana. La rentabilidad es ella misma valorada de ma­
nera puramente mercantilista, sin tener en cuenta los efectos a

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largo plazo, las externalidades y las recaídas no susceptibles de
ser calculadas financieramente.
Estamos en un punto en el que el americano Francis Fuku-
yama, exteórico del «fin de la historia», llega a felicitarse de que
«¡la Organización Mundial del Comercio [sea] la única institu­
ción internacional que tenga una posibilidad de convertirse en
un órgano de gobierno a nivel mundial!».I25Z1
«Se caen las últimas caretas -concluye Rene Passt- y vemos
dibujarse la imagen de un mundo que pretende imponernos
el universo de los negocios: un mundo explotado sistemática­
mente, orientado por completo hacia la fructificación del capital
financiero, un planeta aprisionado en la red de tentáculos de
una hydra de intereses que no tiene más que derechos, que im­
pone su ley a los Estados pidiéndoles cuentas, y que exige una
compensación por las ocasiones perdidas ligadas a la protección
social, a la defensa del medioambiente, de la cultura y de todo
lo que conforma la identidad de una nación. La pasta, valor su­
premo, y los hombres, para servirla».!^]
Después del paréntesis del siglo XX y del fracaso de los fascis­
mos y comunismos, el capitalismo parece así haber encontrado
las ambiciones desmedidas que le fueron propias en su apari­
ción. En ciertos aspectos, el capitalismo de la tercera edad tiene
muchas más afinidades con la economía mercantilista preindus­
trial del siglo XVIII que con la economía manufacturera del XIX.
Son reveladoras las declaraciones del ultraliberal David Boaz,
vicepresidente del Cato Institute de Washington, para quien el
siglo XX sólo ha sido un paréntesis intervencionista en la histo­
ria del libre cambio. «El liberalismo -declara- llevó en un prin­
cipio a la revolución industrial y, en una evolución natural [sic],
a la nueva economía. Más que algo enteramente nuevo, creo que
la globalización es la prolongación de la revolución industrial.
[...] En un sentido, hemos vuelto a la vía trazada a principios
del siglo XVIII, al nacimiento del liberalismo y de la revolución
industrial».^! y añade: «El ideal de los liberales no ha cambiado
desde hace dos siglos. Queremos un mundo en el que los hom­
bres y las mujeres puedan conducirse en su propio interés, [—]
ya que haciendo esto es como contribuirán al bienestar del resto
de la sociedad».12^! En claro: cuanto más reine el egoísmo indivi­
dual, ¡tanto mejor para el mundo!

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El capitalismo ha conservado la inhumanidad de sus comien­
zos, pero toma en lo sucesivo nuevas formas. ¿Hay que sacar
como conclusión que su reinado es irreversible? El capitalismo,
se ha dicho con frecuencia, se nutre de sus propias crisis. Sin
embargo, no es seguro que pueda siempre superar sus propias
contradicciones. Aunque cree continuamente nuevas necesida­
des, programe la obsolescencia de sus productos y haga aparecer
siempre nuevos gadgets, no se puede excluir la hipótesis de que
la abundancia misma acabe por perjudicar al mercado, en la me­
dida en que éste no puede funcionar más que en una situación
de escasez relativa de los bienes producidos. Otra paradoja es
que, en el sistema capitalista, la ventaja competitiva se nutre de
las diferencias entre los países, aunque su generalización desem­
boque al mismo tiempo en una desaparición de las mismas.
La «burbuja» especulativa no puede inflarse indefinidamente. El
sistema del dinero perecerá por el dinero.
La idea de un sistema capitalista capaz de regenerarse por
sí mismo indefinidamente implica un mecanismo de acumu­
lación de capital estrictamente endógeno. Pero la acumulación
no es precisamente endógena. Exige una expansión en el es­
pacio que debe necesariamente chocar con un límite, aunque
sea planetario. Actualmente el mundo entero vive a crédito. La
deuda mundial acumulada (de familias, empresas y Estados) re­
presenta más del triple del PIB mundial. «En cierta manera -
señala Henri Guaiño- la deriva del capitalismo industrial hacia
el capitalismo financiero da la razón a Marx: el capitalismo corta
él mismo la rama sobre la que está sentado».^! Serge Latou-
che habla muy acertadamente de un «sistema que circula a toda
velocidad, que no tiene marcha atrás, que rueda sin freno y no
tiene piloto». Bailamos sobre un volcán.

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IX. CONSERVAR ¿EL QUÉ?
LOS EQUÍVOCOS DEL CONSERVADURISMO

El conservadurismo vuelve a estar de moda. ¿Es el agota­


miento de la división derecha-izquierda el responsable de ello?
¿La nueva división «conservadores contra progresistas», tan
cultivada durante su campaña presidencial por Emmanuel Ma-
cron? ¿Los efectos, ya lejanos, de la «Manif para todos»l^l? El
hecho es que, en todo caso, actualmente se observa un renovado
interés por el conservadurismo, lo que puede sorprender en
países donde, contrariamente a lo que puede verse en Alemania
y en los países anglosajones, el conservadurismo, apresurada­
mente asimilado a la «reacción», nunca ha tenido buena prensa,
al menos desde finales del siglo XIX, época en la que Le Con-
servateur, creado en 1818, publicaba a Chateaubriand, Bonald y
Lam ennais^l.
En tanto que corriente de pensamiento político, el con­
servadurismo, sin embargo, nunca ha desaparecido. Numero­
sas obras publicadas en los últimos tiempos (Laetitia Strauch-
Bonnart, Guillaume Perrault, Mathieu Bock-Cóté, Bérénice
Levet, Guillaume Bernard, etc.) sugieren, incluso, que hoy está
ganando en vigor, mientras que paralelamente se están redescu­
briendo un cierto número de grandes autores clásicos, de Burke
y Tocqueville hasta Raymond Aron, por citar solo a los más co­
nocidos. Este punto de inflexión no es mala cosa, puesto que
permite conocer mejor una doctrina de la que, con demasiada
frecuencia, se ha limitado a decir que su nombre ya empieza
mal. Pero esta doctrina tiene también sus zonas sombrías. Con­
servadores, ¿por qué no?, pero, ¿para conservar el qué?
Pero primero preguntémonos sobre las causas de esta renova­
ción conservadora. En primer lugar, está la entrada en crisis de
la ideología del progreso: la idea cada vez más extendida según
la cual «antes todo era mejor» socaba la idea según la cual el fu­
turo solo puede ser siempre mejor (las «mañanas que cantan»).
La depreciación de los principios del pasado, que es el funda­
mento mismo del «progresismos», se hace todavía más difícil
por el hecho de que no estamos resueltos a creer que ese pasado
no tiene nada que decirnos en un momento en el que tenemos
ya una gran dificultad para comprender el presente.

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Otra causa fundamental reside en la pérdida generalizada de
referencias que ha ido pareja con el aumento de la ideología de
los derechos, la descalificación progresiva de la idea de nación,
la crisis del sistema escolar, el alineamiento de la izquierda con
el sistema de mercado, la aparición de una derecha gestionaría
que ha abandonado toda identidad doctrinal para convertirse en
el partido de la «modernidad», el ascenso en poder de los «de­
constructores», de los profesores del arrepentimiento y de los
teóricos de la sospecha. El reconocimiento jurídico e institucio­
nal de cualquier forma de reivindicación individual, al mismo
tiempo que parece desestabilizar las bases antropológicas y nor­
mativas de la sociedad, ha entrañado un desdibujamiento de
las referencias y una crisis del sentido que suscita, cuando no
un «pánico moral», al menos un nuevo deseo de inteligibilidad
en un mundo que parece cada vez más confuso e incierto. El
hombre, escribe Gaultier Bes, «tiene necesidad de arraigo y de
fidelidad, de normas inteligibles y firmes», so pena de sentirse a
sí mismo como «un feto arrastrado por el viento».^^ El conser­
vadurismo responde a esta necesidad.
Hay, por supuesto, una gran diversidad de conservadurismos,
en tanto que el conservadurismo es, a la vez, una ideología y un
temperamento: Michael Oakeshott no es Bertrand de Jouvenel,
Julien Freund no es Alasdair Maclntyre, Leo Strauss no es Jac-
ques Ellul, Russell Kirk no es Wilhelm Rópke, Robert Nisbet no
es Panagiotis Kondylis.
Más allá de estas diferencias, ¿cuáles son los puntos positivos
del conservadurismo? Hay, al menos, cuatro.
Un conservador cree, en primer lugar, que existe una natura­
leza humana que hace del hombre un ser político y social, es
decir, un ser de relación. Piensa que este ser político y social no
es perfecto, que es capaz tanto de lo mejor como de lo peor, que,
para construirse y alcanzar la excelencia, para sacar lo mejor de
sí mismo, debe disponer de referencias éticas y de marcos ins­
titucionales. De ahí se deduce que una sociedad, que no es un
simple agregado de individuos, no puede edificarse únicamente
sobre el contrato jurídico y el intercambio mercantil. Considera
entonces que el hombre es, ante todo, un heredero, es decir, que
está inscrito en una historia y que se define también por sus per­
tenencias, que no siempre ha elegido. Este heredero tiene una

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deuda hacia todo lo que ha heredado. El conservadurismo es el
partido de los anclajes, de los arraigos.
También tiene un sentido de los límites, lo que le hace crí­
tico frente a aquellos que afirman que «todo es posible» o que
creen que «más» es automáticamente sinónimo de «mejor». Ser
conservador, decía Michael Oakeshott, es «preferir lo familiar a
lo desconocido», lo que puede interpretarse de dos maneras: pre­
ferir lo cercano a lo lejano o preferir lo probado a lo que jamás
ha sido experimentado. «El punto de partida del conservadu­
rismo es ese sentimiento [...] de que las cosas buenas pueden ser
fácilmente destruidas, pero nunca creadas» (Roger Scruton). En
otras palabras, lo mejor del presente proviene de la acumulación
de experiencias pasadas.
Finalmente, el conservador se interesa más por lo particular
que por lo universal o, mejor dicho, sabe que lo segundo solo se
logra a través de la mediación de una cultura particular. Ama
la diversidad y percibe que lo que es bueno para unos quizás
no vale para los otros. Esto es lo que le hace radicalmente hos­
til a las abstracciones universalistas, a una igualdad concebida
como sinónimo de la mismidad, y a la idea de una historia de la
especie que se dirige progresivamente hacia la unidad mundial.
El conservadurismo, sin embargo, siempre está amenazado con
desviarse hacia una reacción pura y simple, o hacia el libera­
lismo.
Francois Huguenin, en un importante libroi^l, explica que el
conservadurismo no ha podido implantarse duraderamente en
Francia, por ejemplo, porque, debido a la Revolución de 1789,
nunca logró distinguirse netamente de la corriente contrarre­
volucionaria, mostrando así una intransigencia que destruyó
el espacio que debería haber ocupado equidistantemente entre
los reaccionarios y los liberales. Alexis de Tocqueville no tiene
nada que ver con Joseph de Maistre, Louis de Bonald o Charles
Maurras. Es lo contrario a lo que pasa en Gran Bretaña, donde
los lories aceptaron muy rápidamente los compromisos de la
vida parlamentaria y las reglas de la democracia liberal.
Jean-Philippe V in c e n t^ l ha mostrado claramente todo lo
que separa realmente al conservadurismo del espíritu reaccio­
nario. «Si el reaccionario y el conservador comparten buena
parte de disposiciones y gustos, escribe por su parte Yann Rai-

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son du Cleuziou, la política los separa inmediatamente».^^ La
reacción (que a menudo es una actitud individual) se identifica
sobre todo con un estilo. Se reduce, con demasiada frecuencia,
a la nostalgia por un «pasado-refugio» de elección. Con ella, la
«decencia común» desemboca sobre el orden moral, que no es
más que una caricatura. Los reaccionarios tienen, ciertamente,
el mérito de querer transmitir. Pero, desde una perspectiva
conservadora, transmitir no es suficiente, porque la identidad
no se reduce a la herencia. Transmitir solo tiene sentido si
también transmitimos lo que hemos sido capaces de crear gra­
cias a lo que hemos recibido. El conservadurismo sabe que la
nostalgia no puede servir como programa, y que defender los
valores del pasado es otra cosa distinta que imaginarse que po­
demos volver hacia atrás. El conservadurismo, por otra parte,
está menos ordenado al pasado en cuanto que él nace en lo
intemporal: lo que en cualquier tiempo conserva el valor. «La
renovación del pensamiento conservador no es un retorno al
pasado. Es una respuesta presente y actual al clima de extrema
incertidumbre que pesa sobre nuestras sociedades, un intento
de superar las dudas sobre la capacidad de nuestras institucio­
nes para hacer frente al desastre que ya está en m archa».!^!
En su versión reaccionaria, el conservadurismo también se
asocia con frecuencia a la religión (las «raíces cristianas»). En­
tonces, debe conciliar el gusto por las particularidades concre­
tas con el universalismo cristiano, el gusto por las diferencias
con la creencia en la unidad moral de la especie humana, la refe­
rencia a la herencia del pasado y el rechazo del «hombre nuevo»,
con el hecho de que, en los orígenes, el cristianismo se implantó
en Europa invocando el «hombre nuevo» paulino liberado de la
herencia del mos maiorum de los antiguos rom anos^!.
La cuestión de las relaciones entre conservadurismo y libe­
ralismo es más compleja. «En el siglo XIX, recuerda Philippe
Bénéton, los conservadores se oponían a los liberales y eran in­
cluso más radicales, por lo general, en su crítica del capitalismo
de lo que fueron luego los socialistas».^! sin embargo, dice el
mismo autor, el conservadurismo se ha convertido hoy en un
«liberalismo conservador» -cuyo espectro se extiende, sin gran
preocupación por la coherencia, desde la corriente libertariana

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a las diversas fórmulas del nacional-liberalismo. ¿Cómo ha sido
esto posible?
Lo que aproxima al conservadurismo y al liberalismo es su
desconfianza frente al Estado, su terror al «constructivismo»,
su crítica del igualitarismo, su defensa de la propiedad privada,
su concepción bastante darwiniana-hayekiana de una tradición
conformada bajo la presión selectiva de la historia (eventual­
mente también, hay que decirlo, de su desprecio clasista por las
clases populares). Pero el problema empieza cuando se confunde
el «colectivismo» con el primado del bien común, la propiedad
privada con el derecho absoluto a la posesión, la libertad con
el egoísmo, la autonomía del sujeto con la independencia del
individuo.
Con respecto al Estado, por ejemplo, existe una ambigüedad
del conservadurismo. Por un lado, se posiciona acertadamente
a favor de los cuerpos intermedios (que muchos conservadores
identifican con las empresas) y se muestra reticente en dejar
que el juego social se resuma en un cara a cara entre el Estado y
los individuos. Por otro, sobre todo en su variante republicana,
reconoce con facilidad que el debilitamiento del Estado ha ido
parejo con el colapso de la soberanía, con la cual está comprome­
tido, y con la expansión sin límites de la lógica del mercado, que
consagra la omnipotencia del capital como fuente exclusiva del
valor.
Muchas cosas están en juego aquí en torno a la noción de «in­
dividualismo», a la cual el conservadurismo pudo adherirse por
desprecio del «colectivismo», pero que puede también llevarlo
lejos de su concepción del hombre como heredero. Muchas cosas
se juegan también en torno a la noción de libertad, sobre todo
cuando se la considera por relación a la modernidad: para un
conservador, todas las conductas no valen lo mismo, no todos
los deseos son legítimos. El conservadurismo no puede sino
tener la mayor dificultad para aceptar que el Estado liberal re­
nuncia a toda definición de la «vida buena» y se jacte de «neutra­
lidad» (de hecho, inexistente) bajo el pretexto de permitir a cada
uno vivir como quiera.
Cuando miramos más de cerca, percibimos bien que, en
efecto, el liberalismo y el conservadurismo son perfectamente
inconciliables. El conservadurismo implica una repugnancia

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por la ideología del progreso (el pasado no valdría nada) y la
ideología de los derechos humanos (las voluntades individuales
serían soberanas) que, históricamente, siempre han estado aso­
ciadas al liberalismo. Ello implica que el hombre sea, en primer
lugar, considerado como un ser de relación y no, como en la an­
tropología liberal, como un ser presocial llamado a construirse
a sí mismo a partir de la nada. Implica una escala de valores
donde el egoísmo no se plantea como el comportamiento más
normal de los seres humanos. Implica un rechazo del econo-
micismo y del materialismo que de aquel resultan. Implica la
idea de que la sociedad o la comunidad ordenan el bien común,
mientras que el liberalismo sitúa al individuo en el centro del
campo social. Implica una defensa del arraigo y de las comuni­
dades naturales, que rechaza igualmente el individualismo libe­
ral. Implica un acento puesto sobre los deberes más que sobre
los derechos. Implica que la libertad sea pensada a partir de ins­
tituciones más que a partir de derechos individuales. Implica
una desconfianza hacia el principio de las novedades, mientras
que el liberalismo económico exige la transformación constante
e incesante del mercado, la alteración permanente de las relacio­
nes de producción y de las relaciones sociales. ¿Cómo podemos
profesar un sentido de los límites cuando nos adherimos a un
sistema económico cuya esencia reside en la ilimitación del
mercado y la sobreacumulación del capital, es decir, a un sis­
tema en el que el despliegue planetario entraña la destrucción
de todo lo que queremos conservar? Difícil estar, a la vez, en con­
tra de la gobernanza mundial y a favor del mercado planetario.
El conservadurismo admite muy bien que uno puede dar la
vida por una causa que valga la pena. A lo largo de la historia, las
únicas ideas por las que la gente ha dado su vida son la patria, la
religión y la clase. Se trata de tres modalidades de pertenencia,
tres dominios de lo común. Pero el liberalismo, que plantea al in­
dividuo como un ser, ante todo, calculador de su mejor interés,
no reconoce ningún bien común más allá de un interés general
definido como la mera adición de intereses particulares.
Guillaume Bernard tiene razón al distinguir el conservadu­
rismo liberal, que es una contradicción en los términos, y el
conservadurismo propiamente dicho. Frédéric Saint-Claifi^b,
autor de La refundación de la derecha, escribe a propósito de

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Roger Scruton: «Scruton articula con majestad el conservadu­
rismo político y el liberalismo económico, pero, más allá del
éxito intelectual de su empresa, es forzoso constatar que su en­
foque rompe la esencia del conservadurismo. Si solo se trata de
hacer un seguidismo del liberalismo económico mundializado y
desigualitario, no hay necesidad de molestarse [...] Sin embargo,
el conservadurismo podría revelarse como un oponente natural
y potente frente al liberalismo económico; porque es el único en
romper con la obsesión del crecimiento indefinido [...] El con­
servadurismo constituye una puerta abierta hacia otro modelo
de sociedad, más razonable, económica y ecológicamente».
La proximidad entre el conservadurismo y el liberalismo tam­
bién corre el peligro de impedir, al primero, atacar de manera
frontal a la oligarquía, a la clase dirigente, cuando esta tiene una
responsabilidad esencial en la desestabilización y el declive de
las sociedades actuales y cuando es solamente oponiéndose a la
misma que los pueblos pueden esperar conservar su identidad
y retomar el control de los medios de su propia reproducción
social. No es casualidad si las clases populares son hoy las más
conservadoras, puesto que ellas constatan que ahora son las éli­
tes neoliberales las que más desprecian su identidad nacional y
deshacen el pacto social desde arriba.
Decíamos antes: «Conservadores sí, pero ¿para conservar el
qué?» Planteemos la cuestión de forma más radical: en la socie­
dad presente: ¿hay todavía alguna cosa que merezca realmente
ser conservada? Y si hay buenas razones para dudar, ¿por qué no
reconciliar los dos términos de «conservación» y «revolución»?
En los años 20 y 30 del pasado siglo, la Revolución Conservadora
alemana fue fundamentalmente el resultado de una pléyade de
autores jovenes-conservadores que estimaban que solo una re­
volución podía todavía salvar lo que merecía ser conservado. Un
enfoque similar, aunque no análogo, es hoy el de los ecologistas
que constatan que solo una ruptura total con el capitalismo, el
mito del «crecimiento» y la lógica del beneficio, puede permitir
salvaguardar los ecosistemas que representan la condición sis-
témica de la vida sobre la Tierra. «No hay nada más antipático
para el espíritu conservador que el espíritu revolucionario»,
decía dijo Russell Kirk. Sin embargo, los conservadores, en algu­
nos casos, podrían superar su alergia a la «revolución», pues de

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lo contrario se encerrarían en su papel de cómplices de un sis­
tema que no se privan de criticar por todas partes. Actitud que
puede también tomar la forma de un rechazo de los «extremos»,
con el riesgo de confinar a los conservadores en el rol de esos
«moderados» que tanto aprecia la burguesía y de los que Abel
Bonnard hizo, en su época, una crítica despiadada.
Olivier Rey declaraba recientemente: «El sistema establecido
no es lo que preserva el legado del pasado sino, por el contrario,
lo que lo liquida, a una escala y a un ritmo siempre mayores. Lo
que hace que los auténticos conservadores se vean reducidos a
cuestionar el fondo y el conjunto del sistema asumiendo hechu­
ras y aspectos revolucionarios. Pese a ello, están obligados a abo­
gar por el cambio».!^!
Otros autores no han dudado en hablar de un conservadu­
rismo «emancipador», es decir, de un conservadurismo que,
lejos de propugnar el retorno al pasado, consistiría más bien
en una reapropiación dinámica de lo que nos ha sido trans­
mitido (empezando por las solidaridades orgánicas destruidas
por el auge de la modernidad) con el objetivo de crear nuevas
formas de autonomía. En otras palabras: inspirarse en aquellos
que comenzaron, antes que nosotros, a implementar un nuevo
comienzo.
Hay un conservadurismo de «izquierda», cuyos grandes nom­
bres son George Orwell, Christopher Lasch, Jean-Claude Michéa,
Ivan Illich, Günther Anders y Pier Paolo Pasolini. Todos señalan,
en una perspectiva democrática, los beneficios de una sociedad
orgánica fundada sobre la solidaridad, la ayuda mutua y la do­
nación. «Ya que queremos etiquetas absolutas, escribe Michel
Onfray, digamos que soy un anarquista conservador». George
Orwell, calificado de «tory anarchist» por Jean-Claude Michéa,
no dijo otra cosa.
Máxime Ouellet y Éric Martin, ambos profesores en Quebec,
se presentaron durante algún tiempo como «conservadores de
izquierda», antes de reclamarse de un «antimodernismo eman­
cipador». Su idea fundamental era que existe necesariamente
un «momento conservador» en el seno de toda teoría crítica,
momento que consiste en reconstituir las condiciones concre­
tas de posibilidad de la libertad.

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«Solo un retorno dialéctico hacia al pasado, escribe Máxime
Ouellet, permite desreificar las relaciones sociales [...] La revolu­
ción nunca podrá llegar si la concebimos, en primer lugar, como
una tabula rasa [...] La emancipación social no significa desco­
nectarse o desligarse de todos los vínculos de pertenencia que
nos han sido impuestos por la tradición, sino más bien romper
la jaula de hierro weberiana de las categorías capitalistas que
son el trabajo, la mercancía y el valor [...] Lo común no es posi­
ble sin instituciones que gobiernen a priori el uso y la actividad
de compartir la cosa común, en resumen, sin una política de
lo comunitario [...] Una política de lo común se inscribe en una
filosofía de la autonomía comprendida como capacidad para au-
t olimitar se>>1^1. Desde esta perspectiva, las tradiciones no son
necesariamente alienantes. Reapropiarlas, de forma dialéctica,
puede ayudar a liberarse de las nuevas alienaciones engendra­
das por la modernidad: hay vínculos que liberan.
Los equívocos del conservadurismo pesan, evidentemente,
sobre el campo político. Tomemos el ejemplo de la política pro­
puesta por Patrick Buisson. Es excelente en sus principios. Re­
unir a conservadores y populistas es, en efecto, un bello objetivo
-quizás también sea la clave del poder-, pero ¿cómo debemos
entenderlo?
En términos de aparatos políticos es difícil ver a corto plazo
lo que podría borrar o superar la frontera que separa a la Agru­
pación Nacional (antiguo Frente Nacional) de Los Republicanos,
por muy tenue que pueda parecer a algunos. Las cosas pueden
cambiar, ciertamente, en el futuro: un gran partido conserva­
dor-populista podría surgir algún día. En las últimas elecciones
presidenciales francesas, por ejemplo, Francois Fillon fue inca­
paz de seducir a las clases populares, mientras que Marine Le
Pen no puede ganarse a los conservadores.
Se trata, desde un punto de vista estrictamente sociológico, de
reunir a las clases populares y las clases medias en vías de des­
casamiento, en torno a algunas preocupaciones simples pero
fundamentales, que todos comparten: la identidad, la continui­
dad histórica y cultural, la necesidad de referencias, incluso el
gusto por la autoridad, etc., entonces no hay nada más que decir
al respecto. Pero hay un punto ciego: el dominio económico y
social. Los intereses del pueblo y de la burguesía, de aquellos que

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más sufren el consenso neoliberal, y aquellos que finalmente
encuentran en él su beneficio, ¿son conciliables?, ¿hasta qué
punto?, y ¿cuándo dejarían de serlo? Un debate de fondo podría
permitir verlo más claro. Pero, como todo el mundo sabe, en los
partidos de la derecha, ayudados por la incultura general, la im­
precisión y la confusión doctrinales son las reglas. Apelar a una
«clarificación ideológica» es, por el momento, como hablar de
astrofísica a los sapos.
En un momento en que liberalismo económico y liberalismo
social tienden a fusionarse bajo la forma de un bloque contrapo­
pulista mundializado, es muy posible que un conservadurismo
renovado tenga futuro. Pero a condición de dejar de confundirse
con el liberalismo y sin volver a caer en la rutina restauracio-
nista.

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X. ¡TODOS PRECARIOS!
EL TRABAJO EN LA HORA DE LOS
«HOMBRES QUE SOBRAN»

«La vida, la salud, el amor son precarios, ¿por qué iba a escapar
el trabajo a esta ley?»
Laurence Parisot

El mayor error que se puede cometer en relación al trabajo


es considerarlo como un objeto intemporal que, bajo formas
diversas, habría tenido siempre la misma naturaleza, jugado
siempre el mismo papel y respondido siempre a las mismas mo­
tivaciones. Reducir la diversidad histórico-social a una esencia
o a una unidad formal es la mejor manera de no entender nada
sobre lo que se quiere analizar. Otro error es dar una definición
demasiado extensiva, como si cualquier forma de relación me-
tabólica con la naturaleza o cualquier forma de actividad fuera
un «trabajo». Decir que todo es trabajo es lo mismo que decir que
todo es mercancía.
Las grandes religiones ya modularon la manera de ver el
trabajo. El judaismo no lo desvaloriza, el islam lo convierte en
sagrado mientras que, en las antiguas sociedades europeas, el
trabajo es visto como algo degradante (es una necesidad que
representa lo contrario de la libertad). La Iglesia ha oscilado
constantemente entre la exaltación de la pobreza y la condena
de la «ociosidad», el anatema contra la usura y la legitimación
del valor productivo. En los monasterios es donde el «valor tra­
bajo» fue reconocido por primera vez, como complemento de la
oración y la contemplación. El escritor Pierre Musso describe el
monasterio como el antepasado de la manufactura, después de
la fábrica, observación que tiene todo su fundamento.
Con los primeros economistas liberales, empezando por
Adam Smith, es cuando el trabajo empieza a ser considerado
como fuente de riqueza, e incluso como la única actividad hu­
mana verdadera. Con la Modernidad, el trabajo pasa a ocupar
un lugar central en la lógica económica y se convierte en un fin
en sí mismo, idea totalmente extraña en las sociedades tradi­
cionales, donde la economía estaba encastrada en la sociedad,
y todavía no se había erigido en una función dominadora. En

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esas sociedades, donde la economía no ocupaba más que una
función subordinada, había tres cosas que no podían inter­
cambiarse en el mercado: el trabajo, la tierra y la moneda. Una
de las grandes características del capitalismo, al contrario, es
ver al trabajo solamente como una mercancía en competencia,
que debe comprarse al coste más bajo, con el fin de aumen­
tar la parte de valor añadido que corresponde al empleador (la
plusvalía), asegurándose a la vez que la clase trabajadora con­
sumirá bienes con lo que se le ha permitido ganar.
Se nos olvida a menudo: el capitalismo no es solo el capital
sino también la clase asalariada. No es solo el sistema de ori­
gen burgués que busca a transformar el dinero en cada vez más
dinero; no es solo el sistema que se funda sobre la ficción de
un mercado autorregulado; no es solo el sistema que busca el
beneficio ilimitado haciendo saltar todos los límites que frenan
la valorización del capital y pregona la conversión de todas las
actividades humanas en mercancía; es también el sistema que
descansa sobre la fuerza de trabajo, base de la valorización del
capital, y la transformación del trabajo concreto en trabajo abs­
tracto, que hace corresponder la transformación del valor de
uso en valor de intercambio. El trabajo, en el sentido moderno,
es una categoría capitalista.
El trabajo se ha ido progresivamente confundiendo con la
clase asalariada. Ha sido una revolución silenciosa, pero una
mutación enorme. Ayer se tenía un oficio, hoy se busca un em­
pleo. El oficio y el empleo no son lo mismo. Con el oficio, se ve lo
que se crea y se consume con frecuencia lo que se ha creado. Es
una forma de autonomía. Con el empleo se es empleado, es una
forma de dependencia, de desposesión y, además, no se con­
sume con facilidad lo que otros han producido. Históricamente
hablando, la generalización de la clase asalariada, que empieza
al final del siglo XIX con la llegada de la sociedad industrial y
de la producción manufacturera, tuvo muchas resistencias en
el mundo rural sobre todo (hoy en vías de desaparición), de lo
cual se ha perdido hoy el recuerdo.
En las relaciones salariales, el trabajador vende su fuerza de
trabajo a cambio de un salario. Esta fuerza de trabajo es una
mercancía que tiene un valor determinado. Toda mercancía
tiene el doble carácter de valor de uso y de valor de intercambio.

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El valor de uso es concreto y singular; el valor de intercambio
es universal y abstracto. Uno y otro son el producto de dos tipos
de trabajo diferentes. El trabajo productor del valor de intercam­
bio es el «trabajo abstracto», es decir, el trabajo convertido en
homogéneo por lo que el mercado determine como socialmente
necesario para la producción. Consiste en la reducción de los
diferentes trabajos a su cantidad medida en tiempo matemático,
también abstracto. La autonomía de este trabajo abstracto des­
cansa sobre el dinero, que reduce toda cualidad a una pura can­
tidad. El dinero mide la plusvalía que el empleador extrae de la
explotación de la fuerza de trabajo, lo que le permite producirse
a su vez como valor. La transubstanciación del trabajo en dinero,
y luego del dinero en capital, produce la autovalorización del
valor. Como dice Jean Vioulac, «la característica fundamental de
la explotación capitalista es no quitarle al trabajador los bienes
sino solamente el valor, es decir, obligar al trabajo humano a
producir algo universal y abstracto».
La génesis de las relaciones salariales ha sido paralela a la
desaparición de los modos de socialización anteriores, y a la apa­
rición de individuos en el sentido moderno del término, es decir,
de personas desligadas de sus relaciones de pertenencia y de so­
lidaridad tradicionales. La llegada del mercado donde se puede
vender y comprar mediando un salario de la fuerza de trabajo
implica, a la vez, la destrucción de las antiguas formas sociales y
la separación del trabajador de los medios de producción. Marx
decía, de hecho, que el contrato de trabajo tiene las mismas ca­
racterísticas que el contrato social. Al final, toda la diversidad
de las actividades humanas se encuentra reducida a una catego­
ría abstracta única, igual que todos los valores son reducidos al
único valor de mercado.
La izquierda ha buscado liberar el trabajo, pero más difícil­
mente a liberarse de él. Ha reducido el capitalismo a un sistema
de explotación sin poner en cuestión el principio de la clase
asalariada, ni preguntarse sobre el deseo de trabajar. No ha lle­
gado a ver que el trabajo es más alienante todavía que lo que
tiene de alienado. Finalmente, ha pedido prestada la idea de que
el trabajo es una necesidad, una pesada fatalidad (San Pablo a
los Tesalonicenses: «Si alguien no quiere trabajar, que tampoco

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coma»), contribuyendo así a acelerar la implantación de la so­
ciedad del trabajo.
Hoy ya no se trata de contemplar el «fin del trabajo» anun­
ciado en los años 30 por J.M. Keynes, y más recientemente por J.
Rifkin, sino su radical transformación en un contexto de crisis.
La contradicción principal con la que se topa hoy el capitalismo
está directamente ligada a la evolución de la productividad -
que, en origen, se evalúa por la relación entre el número o
el volumen de objetos producidos y el trabajo necesario para
conseguirlo. Esta contradicción es la siguiente: Por un lado, el
capital busca permanentemente arañar más productividad que
le permita hacer frente a la competencia, lo que lleva a supre­
siones de puestos de trabajo y a una disminución del tiempo
de trabajo global. Por otro, considera el tiempo de trabajo como
única fuente y única medida del valor. La contradicción está en
el hecho de que los aumentos de productividad llevan a supri­
mir empleos, mientras que es justamente la categoría «empleo»
la que ha permitido al trabajo el ser el motor de la expansión del
capital.
En el pasado, esta contradicción estaba escondida en el hecho
de que el aumento de la producción y la extensión del mercado
permitían compensar la disminución del gasto en fuerza de tra­
bajo. La explosión de los intercambios internacionales, el lanzar
a los trabajadores a una competencia en el mundo entero y el
endeudamiento han contribuido a aumentar la cadencia. Pero
hoy, los aumentos de productividad son de tal tamaño que la
innovación de procedimientos va más rápido que la innovación
en los productos. Con la revolución informática, la producción
de riquezas se separa cada vez más de la fuerza de trabajo hu­
mano y, por primera vez, se suprime más trabajo que lo que se
puede reabsorber con la extensión de los mercados. Es en este
momento en el que el capitalismo se topa con un «límite histó­
rico absoluto».!^
Como hay un límite interno a la valorización real hemos
entrado, desde hace una veintena de años, en una economía
de especulación y de burbujas financieras. Pero sería un error
creer que el «mal» capitalismo financiero ha matado al «buen»
capitalismo industrial: al contrario, debido a que éste último ya
no ofrecía suficientes recursos y el capital-dinero no podría ser

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reinvertido de forma rentable en la economía real ha habido que
volverse hacia la especulación en los mercados financieros. La
contradicción entre el mercado actual del trabajo y la produc­
ción real de sobrevalor hace que el sistema capitalista esté hoy
amenazado, no solo por una bajada sostenida de la tasa de bene­
ficio, sino por una desvalorización generalizada del valor.
Concretamente, se producen cada día más mercancías, mien­
tras que la cantidad de trabajo necesario para producirlas dis­
minuye sin freno, lo que lleva al aumento del desempleo, la
bajada de sueldos y, por lo tanto, de la demanda. Hay cada vez
más objetos producidos y menos consumidores para comprar­
los. Consecuencias: unas clases populares que se empobrecen,
clases medias en vías de desclasamiento mientras que asistimos
a la captación cada vez más fuerte de una renta pública y privada
de naturaleza depredadora. «El reemplazo tecnológico está en el
corazón de la lucha de clases contemporánea por el hecho de que
las élites que disponen de capitales buscan a beneficiarse de los
aumentos de productividad para enriquecerse mejor sin com­
partir n ad a» ^ l, dice Christophe Grand. Una parte cada vez más
importante de la población está representada por «personas que
sobran» con todas las consecuencias que eso conlleva.
En los años que se avecinan, ese fenómeno va a acentuarse
debido al progreso de la robótica y de la inteligencia artificial.
La automatización, hoy en día reemplazada por la robótica, se
desarrolla desde hace tiempo, sobre todo para realizar tareas de­
masiado repetitivas. Este movimiento se acelera, pero mientras
lo hace cambia también de naturaleza. La informática ya tenía
como objetivo automatizar las operaciones intelectuales. La in­
teligencia artificial, que va a tener una importancia decisiva, no
se refiere solo a los objetos materiales que hemos conocido hasta
ahora. Contribuye de manera abstracta a la mercantilización de
la existencia y a la trazabilidad de los agentes gracias a la orga­
nización algorítmica de un número creciente de sectores. Vamos
hacia una expansión generalizada de la robótica, con transporte
público sin conductores (ya ha empezado con los taxis); cajas
de supermercado sin cajeros; cirujanos; pero también policías
y soldados. Por no hablar de la impresión 3D, que imprime ya
nuestras casas y permitirá pronto fabricar también órganos hu­
manos.

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En 2013, dos investigadores de la Universidad de Oxford, Cari
Benedikt Frey y Michael A. Osborne, estimaban ya en 47% la
proporción de empleos amenazados con desaparecer en Estados
Unidos. En Europa, un tercio de los puestos de trabajo están
también llamados a desaparecer en los próximos veinte años
por la expansión de la robótica, la informática y la inteligencia
artificial. La industrialización de masas provocó la emergencia
de la clase obrera y del proletariado; la robotización hará apare­
cer una población de no-trabajadoresl^l.
El argumento liberal clásico consiste en decir que todo eso no
tiene nada de nuevo, que el progreso técnico siempre ha des­
truido empleos, pero que contribuye a crear otros (la «destruc­
ción creadora» de Schumpeter). Se menciona la revuelta de los
tejedores de Lyon contra las máquinas de tejer, o la de los luditas
ingleses y los tejedores de Silesia en 1844. Se habla también la
manera en la que los empleos del sector terciario han sustituido
a los del primario y secundario. Pero no conviene olvidar que
todos los empleos de hoy no son sustituibles, y que lo son to­
davía menos si se tiene en cuenta la importancia de los conoci­
mientos y la desigual distribución de las capacidades cognitivas.
Si en el pasado un campesino pudo reconvertirse en obrero sin
mayor problema, un obrero de la construcción tendrá muchas
más dificultades en reconvertirse en informático. Es por ello que
la robótica destruye hoy más empleos de los que crea.
Pero no conviene olvidar, sobre todo, que estamos saliendo
de la época en la que las máquinas hacían las cosas tan bien
como los humanos para entrar en otra donde las máquinas lo
hacen mucho mejor. Esto lo cambia todo, puesto que significa
que las máquinas pueden ya competir con funciones que no son
solo manuales. Esto lleva al problema de la toma de decisiones:
la máquina está en mejor disposición para decidir puesto que
puede procesar mejor que un humano las informaciones de las
que dispone.
Nos tranquilizan diciendo que, de todas formas, habrá siem­
pre sectores donde el humano no podrá ser sustituido por una
máquina. Pero la lista de esos sectores donde los algoritmos no
orgánicos funcionan peor que los humanos disminuye constan­
temente. Por el momento, quedan sobre todo los empleos que
necesitan una fuerte interacción social, como el sector de los

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cuidados o la medicina de cabecera. Pero los servicios personali­
zados (del pobre al rico), hoy en pleno aumento, son débiles pro­
ductores de valor. ¿Qué pasará cuando las máquinas decidan por
ellas mismas y cuando puedan, no solamente reprogramarse y
repararse a sí mismas, sino también fabricarse mutuamente, es
decir, reproducirse, utilizando un lenguaje que los humanos ya
no entenderemos?
*

En la sociedad actual, la centralidad del trabajo es evidente.


Aunque sea una relación puramente contractual, que exige unos
individuos desligados de toda conexión (en la doctrina liberal,
todo debe poder comprarse, venderse o alquilarse), el trabajo es
todavía una mediación social, una forma de socialización, un
sustituto de las relaciones, al mismo tiempo que confiere un
estatus. El desempleo es percibido como una vergüenza porque
es una forma de exclusión que hace desaparecer el único medio
que tienen las personas para participar en la sociedad. Es por
ello que existe una fuerte correlación entre la tasa de desempleo
y la importancia otorgada al trab ajó la. Añadamos que el tra­
bajo, convertido en un fetichismo colectivo, puede ser también
una manera de escapar al pánico moral que suscita la vacuidad.
Frente al aumento del desempleo estructural, la gran tenden­
cia actual es buscar la disminución del desempleo aumentando
la precariedad, en paralelo a la sustitución de las actividades
productivas por empleos inútiles, que son unos empleos des­
tinados a desactivar las veleidades de revuelta social. Es la
aplicación del principio liberal: «Más vale un mal trabajo que
ningún trabajo». De ahí la idea de la flexiseguridad que hay que
entender así: la flexibilidad se exige enseguida, en cuanto a la se­
guridad... ya veremos. El término es, en realidad, un oxímoron,
como el de «desarrollo sostenible». Por lo tanto, se crean a la vez
empleos que no sirven para nada y trabajadores sin recursos, es
decir, personas con trabajo que no tienen de qué vivir. El des­
empleo disminuye, pero la miseria se extiende, mientras que en
la azotea de los rascacielos las riquezas surgidas de la creación
monetaria, la especulación financiera y la depredación social se
acumulan.
Se llama «empleo precario» a un empleo retribuido con bajo
salario o con un contrato de trabajo muy corto, que no presenta

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la garantía de obtener o conservar un nivel de vida aceptable. La
precariedad se opone a la duración, la estabilidad, la seguridad.
Se manifiesta tanto a nivel de contratos de trabajo como en las
condiciones y la duración (tiempo parcial aceptado o asumido).
También puede ser el resultado de reestructuraciones debidas a
la búsqueda de rebajar el coste del trabajo (despidos, relocaliza­
ciones, reestructuraciones). La precarización del trabajo tiende
a hacer desaparecer la protección que las luchas sociales habían
permitido obtener en el pasado. El resultado de la priorización
absoluta de la rentabilidad, conjugando la inestabilidad del pre­
sente y la imprevisibilidad del futuro, es la competencia en
todos los sectores y la guerra de todos contra todos.
Los temporales, la subcontratación, las prácticas o los con­
tratos por obra o servicio son, por definición, más precarios
que los contratos fijos. Por el momento, en Europa, los contra­
tos fijos son muy mayoritarios, pero los contratos temporales
no dejan de aumentar, y el trabajo a tiempo completo y dura­
ción indefinida no es ya la manera «normal» de trabajar. Hoy,
a penas más de una quinta parte sigue el mismo camino. Los
empleos inestables ya no hacen de trampolín hacia el trabajo
fijo. Las principales víctimas de esta precariedad son la juven­
tud y el colectivo de trabajadores con poca cualificacióni^l.
Este aumento de la precariedad es lo que ha llevado, en In­
glaterra, a la multiplicación de los trabajadores pobres (working
poors) y a los contratos «de cero horas». En Alemania, desde las
reformas Herz, se ha llegado a los minijobs (450 € sin cotizacio­
nes ni cobertura social) que, en 2013, afectaban a 7 millones de
trabajadores (17% de la población alemana en activo).
Las consecuencias de la precariedad no son solo económicas
y financieras, sino también psicológicas y sociales. Primero, es
un factor de pérdida de sociabilidad. A medida que se multi­
plican las incertidumbres sobre el futuro, los anteriores puntos
de referencia se borran. Cuando la competencia aumenta, los
demás miembros de la sociedad son percibidos como unos ad­
versarios o meros rivales. También tiene consecuencias para la
salud: en situación precaria, ya no se tienen los medios para
cuidarse. Pero es sobre todo la pérdida del sentido del trabajo lo
que es fuente de miseria. Muchos son los estudios que muestran
los sufrimientos morales padecidos por los asalariados cuando

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su trabajo les parece inútil o absurdo, es decir, «sin calidad» (Ri­
chard Sennet). Dostoievski decía: «Si se quiere reducir a una
persona a la nada, bastaría con dar a su trabajo un carácter de
completa inutilidad, de absurdidad». En Francia, a un tercio de
la población le gustaría cambiar de trabajo y el 32% se sienten
atraídos por un oficio manual o artesanal^l.
Un trabajador precario, sobre todo si tiene deudas, no se
arriesgará a lanzarse en una protesta social o una acción de soli­
daridad. Tendrá menor tendencia a afiliarse a un sindicato, será
más vulnerable a las exigencias de productividad, pero también
a los chantajes en el empleo (que le obligarán, por ejemplo, a
aceptar una bajada de sueldo para evitar la deslocalización de su
empresa).
Por estas razones, proponer un empleo precario se ha con­
vertido en una estrategia económica para los empleadores, que
piensan así ganar competitividad y poder adaptarse más rápida­
mente a los cambios de la coyuntura. El estribillo repetido mil
veces por las patronales ya es conocido: cuanto más libre sea el
despido, menos se dudará en contratar. ¿Cómo se explica enton­
ces que la precariedad en el empleo haya aumentado constante­
mente a la vez que lo hacía el desempleo?
Bertrand Russell escribía en 1932: «Los métodos de produc­
ción modernos han hecho posibles el confort y la seguridad para
todos: en su lugar, hemos escogido la sobreocupación para unos
y el hambre para los otros». En efecto, una de las paradojas del
trabajo moderno reside en la constatación de que producimos
cada vez más bienes y servicios con cada vez menos personal,
pero los que quedan tienen que trabajar todavía más. Se supri­
men empleos, pero quienes los conservan deben demostrar una
productividad cada vez más elevada. No se ha trabajado tanto
desde que el trabajo se ha convertido en algo superfluo.
David Graeber demuestra que la ideología de la deuda y la
ideología del trabajo se apoyan una sobre la otra, ya que la crea­
ción monetaria a través de la deuda empuja al aumento del tra­
bajo para reembolsarla, mientras que, por culpa del desempleo,
los individuos y las familias están obligados a endeudarse para
mantener su modo de vida1^ 1. Este endeudamiento es la causa
de su docilidad, reflejo de su vulnerabilidad (se tiene miedo a
perder el empleo, a no poder pagar las deudas). De ahí la ambi­

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valencia de sentimientos: la gente quiere a cualquier precio un
trabajo, pero, al mismo tiempo, desea ver reducido el sitio que el
trabajo tiene en su vida.
Las promesas del «trabajo independiente» (la uberización de
la sociedad) son, por otra parte, engañosas, ya que la precarie­
dad es la norma, todavía más que entre los asalariados. En el
mundo post-industrial, que antepone el conocimiento al trabajo
manual, cada individuo se ve invitado a «convertirse en su pro­
pia empresa» (a ser emprendedor de sí mismo) para valorizar
sus «activos incorporales», aunque tengamos que convertirnos
en trabajadores multitarea, corriendo de una actividad a otra,
buscando nuevos clientes improvisando ser juristas o contables.
La uberización no es más que el nuevo nombre de la división y
la atomización del trabajo. La precariedad es la norma ya que los
resultados buscados se sitúan en un horizonte de tiempo cada
vez más corto. Más que nunca, perdemos nuestra vida inten­
tando ganarla.
Bajo la cobertura de la «flexibilidad», se busca en realidad indi­
viduos moldeables y explotables, que deben adaptarse sin cesar
a las exigencias de una economía de la que se estima que deben
ser sus servidores o, mejor, sus esclavos. La generalización del
precariado es la llegada del individuo sustituible, intercambia­
ble, flexible, móvil, de usar y tirar. Es la entera reducción de la
persona a su fuerza de trabajo, es decir, a esa parte de sí mismo
que puede ser tratada como una mercancía. Es la sumisión al
imperativo del rendimiento, la venta de sí mismo extendida a
todos los aspectos de la existencia. «La esclavitud ha encontrado
en el salariado una cobertura jurídica que la hace compatible
con los derechos humanos», decía Philippe Simonnot. Será toda­
vía mejor mañana con la robótica: los robots no se ponen nunca
enfermos, pueden trabajar sin parar y no están afiliados a nin­
gún sindicato. ¡Un sueño!

ÜJ. Máxime Ouellet, Les «ann eaux du serpent» du libéralism e culturel: p ou r en


fin ir avec la bonne conscience, texto en línea.

tU. Jean-Claude Michéa, Le com plexe d'Orphée. La gauche, les gens ordinaires et
la religión du progres, Climtas, París, 2011.

UU. Los libertarianos se reparten en dos tendencias: los partidarios del «Estado
mínimo» o «minarquistas», que admiten, al menos, que un Estado puede exis­
tir sin que deba violar los derechos, como Robert Nozick (Anarchy, State and

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Utopia, Basic Books, New York, y Basil Blackwell, Oxford, 1974) o James M. Bu-
chanan, fundador de la escuela del «Public Choice» (Les lim ites de la liberté. Entre
Vanarchie et le Léviathan, Litec, París, 1992), y los «anarcocapitalistas», según
los cuales todo Estado es, por definición, ilegítimo e inmoral, como Ayn Rand,
David Friedman (Vers une société sans État, Belles Lettres, París, 1992), Karl Hess
o Murray Rothbard (L'éthique de la liberté, Belles Lettres, París, 1991).

Í41. Una de las grandes características del «neoliberalismo» es la modificación


de la visión sobre el Estado, el cual no es siempre visto como un obstáculo in­
trínseco al libre desarrollo de los intercambios sino, en razón de su carácter cada
vez menos político y de su alineamiento con los principios de la «gobernanza»,
como un auxiliar del mercado, encargado especialmente de introducir las re­
glas de la competencia y de la desregulación donde éstas no existan todavía. El
neoliberalismo, en otras palabras, solicita al Estado intervenir en favor de la no-
intervención, haciendo aplicar las reglas sin las cuales la economía de mercado
no podría funcionar. El recurso a la autoridad de la «regla del derecho», añadida
al chantaje de la fuga de los capitales, permite así superar el viejo dogma «dejar-
hacer» mancheteriano. Esta evolución, que que ya fue esbozada en el célebre
«Coloquio Walter Lippmann» en 1938, en París, a iniciativa de Louis Rourgier,
se afirmó todavía con más fuerza desde la época del reagano-thatcherismo, que
relanzó en los años 1980 la moda de los «nuevos economistas».
La conclusión que se puede extraer es que el Estado no constituye ya, hoy en
día, una muralla contra la invasión del mercado, como podría creerse todavía en
la época de Keynes. Escribe Christian Laval: « ... el Estado no se opone simple­
mente al mercado, no es algo puramente externo al mercado, es más que nunca
un elemento interno del sistema de mercado, cuya intervención es indispensa­
ble para el funcionamiento del sistema capitalista» («Les gauches fra n ca ises et la
nature du néolibéralism e», en Juliette Grange y Pierre Musso, ed., Les socialism es,
Le Bord de l’eau, Lormont, 2012).
Sobre la diversidad y las ambigüedades de la «familia liberal», ver especial­
mente Francoise Orazi, L ’In d ivid u libre. Le libéralism e anglo-saxon de Jo h n Stuart
M ili á nos jo u rs (Classiques Garnier, París, 2018).

tél. Impuesto plano, con una tasa marginal constante, (N. d. T.).

ÍZl. «Les m étam orphoses de la personnalité contem poraine», conferencia en La


Salpétriére, 18 de enero de 2018.

tél. Esta afirmación, según la cual el hombre es, ante todo, un ser egoísta, ha
conducido a muchos autores a atribuir al liberalismo una concepción pesimista
de la naturaleza del hombre. Pero podemos ver en ello, por el contrario, la forma
liberal del optimismo, puesto que es actuando según su propio interés, que el in­
dividuo está censado a servir al mejor interés de todos: el egoísmo se convierte,
entonces, en una cualidad.

«Solo hace cincuenta años que se apela a los derechos humanos ante
los tribunales, recuerda Marcel Gauchet. Hasta entonces parecía una idea abe­
rrante. Hoy, en todos los sistemas democráticos, los derechos humanos se han
convertido en derechos positivos, inscritos en el derecho jurídico y a los que
los tribunales se refieren de una manera más o menos habitual [...] Nos encon­
tramos en un universo social de individuos constituidos psíquicamente por su

1 minute left in chapter 89%


identificación con su estatuto jurídico de individuos, según los derechos que les
pertenecen».

ÜOl. Crawford Brough Macpherson, La théorie del ‘in dividualism e possessif: De


Hobbes á Locke, Gallimard, París, 1971.

íiil. Pierre Manent, La loi naturelle et les droits de l'hom m e, PUF, París, 2018.

tl^l. Michael J. Sandel, Som m es-nous propriétaires de nous-m ém es?, en Ju stice,


New York, 2009.

Ü21. The Earlier Letters o f Jo h n Stuart M ili, 1 8 1 2 -1 8 4 8 , University of Toronto


Press, Toronto, 1963.

l . Susan Brown, ThePolitics o f In d ivid u a lism . Liberalism , Liberal Fem inism


and A narchism , Black Rose Books, Portland, 2003.

lili. «Theoretical Foundations o f Liberalism », en Jeremy Waldron), Liberal


Rights. Colketed Papers, 1981-1991, Cambridge University Press, Cambridge,
1993.

Francoise Orazi, LTndivid u libre, op. cit.

The Objectivist Newsletter, abril de 1963.

ÜM. Marcel Gauchet, «Pourquoi l ' avénem ent de la démocratie?», en Le Débat,


enero-febrero de 2017.

ti^l. Marcel Gauchet, «La f in de la dom ination m asculine», en Le Débat, mayo-


agosto de 2018.

t^oi. Laurent Fourquet, Le christianism e n ’est pas un hum anism e, Pierre-Gui-


llaume de Roux, París, 2018.

1211. Entrevista en Le Fígaro M agazine, 8 de junio de 2018.

t^2l. Ver Philip Pettit, Républicanism e: une théorie de la liberté et du gouverne-


m ent, Gallimard, París, 2004.

t^ll. Michel Freitag, L'abim e de la liberté. Critique du libéralism e, Liber, Mon-


treal, 2011; Michel Freitag y Yves Bonny, L'oubli de la société. Pour une théorie cri­
tique de lapostm odernité, Presses universitaires de Rennes, Rennes, 2 0 0 2 .

Daniel Dagenais (ed.), La liberté á l’épreuve de l ’histoire. La critique du libé­


ralism e chez M ichel Freitag, Liber, Montreal, 2017.

L ' abim e de la liberté, op. cit.

«Le déni du déjá-lá. Sur la posture constructiviste comme m anifestation de


l’esprit du tem ps», en Revue du MAUSS, 17, 2001.

Alasdair Macintyre, Aprés la vertu, PUF, París, 1997.

Jean-Claude Michéa, Le com plexe d ’Orphée. La gauche, lesgens ordinaires et


la religión du progres, Climats, París, 2011.

1 minute left in chapter 90%


t22l. Jean-Claude Michéa, Notre ennem i, le capital. Notes sur la f in desjou rs tran-
quilles, Climats, París, 2017. La expresión «dejad hacer, dejad pasar», fue inven­
tada en 17 52 por el economista y negociante internacional Vincent de Gournay.

t^ol. «La nation, fé tich e politique introuvable», en contre-points.org, 21 de


febrero de 2018. Lemennicier utiliza el mismo argumento para respnder al
Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz, que había afirmado que «las econo­
mías de mercado no son capaces de autorregularse [...] el mercado no tiene una
conciencia individual». Lo que no le impide, evidentemente, hablar del «libera­
lismo» como si se tratara de una persona.

té-ll. Gilíes Richard, H istoire des droites en France de 1815 á nos jo u rs, Perrin,
París, 2017.

t^2l. Joseph Carens, The Ethics o f Im m igration, Oxford University Press, Ox­
ford, 2013.

Tibor R. Machan, «Im m igration into a Free Society», en Jo u rn a l o f Liberta­


rían Studies, verano de 1998.

téál. Ver George J. Borjas, Im m igration Econom ics, Harvard University Press,
Cambridge, 2014.

t^il. Entre los raros liberales que son favorables a una restricción de la inmi­
gración, podemos citar a Jean-Philippe Vincent, partidario de una improbable
alianza de los conservadores y los liberales (Q u ’est-ce que le conservatism e? H is­
toire intellectuelle d ’une idée p olitique, Belles Lettres, París, 2016). Su principal
argumento es que el liberaismo «clásico» proclama la igualdad moral de los
individuos, pero no su igualdad política: «La igualdad moral no se detiene en
las fronteras; pero las fronteras crean una situación moral inédita que legitima
un tratamiento político diferente entre los nacionales y los extranjeros candida­
tos a la inmigración» (Éthiques de l’immigration, Fondation pour l’innovation
politique, París, 2018). La cuestión es saber (y hasta qué punto) se puede diso­
ciar igualdad moral e igualdad política. Podemos preguntarnos también si tal
disocación, a la cual no se suscriben numerosos liberales, pude ser considerada
como un principio liberal.

Ver Russell Hardin, Trust, Poli Press, Londres, 2006; Niklas Luhmann, La
confiance. Un m écanism e de réduction de la com plexitésociale [1968], Económica,
París, 2006. Otros autores llegan a la misma conclusión arguyendo la sobera­
nía del Estado o, como Christopher Heath Wellman, su autonomía de decisión
(Debating the Ethics o f Im m igration. Is There a Right to Exelude?, Oxford Univer­
sity Press, Oxford, 2014). Wellman, que toma gran cuidado de no hacer uso de
la noción de soberanía, argumenta también a partir de la libertad de asociación:
si un país es libre de elegir con qué otros países desea, o no desea, asociarse, no
vemos la razón por la que no puede ser libre para hacer lo mismo con tal o cual
categoría de extranjeros.

tlTl. A narchie, État et utopie, op. cit.

téJil. Jean-Claude Michéa, La double pensée. Retour sur la question libérale, Flam-
marion-Champs, París, 2008.

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1421. «Solidaire et solitaire», debate con Francois Jullien, en Philosophie M aga-
zine, diciembre 2014-enero 2015.

I^ol. Alfredo Gómez-Muller, N ihilism e et capitalism e, Kimé, París, 2017.

1411. «U n “m om ent républicairí’?», e n Le Débat, marzo-abril de 2018.

1421. Pierre Clastres, entrada «Ethnocide», en Encyclopedia Universalis, en


línea.

1411. La double pensée, op. cit.

1441. Jean-Claude Michéa, Le com plexe d'Orphée, op. cit.

1411. Ver Wendy Brown, Les habits neufs de la politique m ondiale, Les Prairies
ordinaires, París, 2007, que no duda en calificar al liberalismo de «proyecto
constructivista».

1411. Le christianism e n ’estp a s un hum anism e, op. cit.

14Z1. Entrevista en Le Fígaro M agazine, 18 de mayo de 2018. Ver también su


entrevista en la revista Lim ite (enero de 2017): «Hay un problema que jamás ha
sido resuelto: cómo reconciliar el libre mercado con un capitalismo controlado
que no se base en la creación de nuevos deseos y que sustituya los valores mate­
riales por valores espirituales».

1411. Ver también el documento publicado por la Curia romana el 17 de mayo


de 2018 bajo el título «Economía y cuestiones pecuniarias».

1421. Ver Alasdair Macintyre, Ethics and Politics, Cambridge University Press,
Cambridge, 2007; John Milbank, Théologie et théorie sociale. A u -d elá de la rai-
son séculiére, Cerf, París, 2010; John Milbank, Catherine Pickstock y Graham
Bard (ed.), Radical O rthodoxy. A New Theology [1999], Routledge, Londres, 2006;
William Cavanaugh, Étre consom m é. Une critique chrétienne du consum érism e,
L’Homme nouveau, París, 2007; Rod Dreher, Com m ent étre chrétien dans un
m ondequi ne l’e stp lu s. L e p a r i bénédictin, Artége, París, 2017. Según Dreher, «el
liberalismo y el consuminos son los dos aspectos que debilitan a Occidente y le
hacen vulnerable frente al islam» (entrevista en La N ef, enero de 2018).

1421. Ver Guillaume Bernard, La guerre á droite aura bien lieu. Le m ouvem ent
dextrogyre, Desclée de Brouwer, París, 2016.

14U. Chantal Delsol, Le principe de subsidiarité, PUF, París, 1993.

1441. Michael Sandel, W hat M oney C a n ’t B u y, Farrar Straus Giroux, New York,
2012 (trad. fr.: Ce que Vargent ne saurait acheter, Seuil, París, 2014).

1411. Marcel Gauchet, Le nouveau m onde. L ’avénem ent de la dém ocratie, IV, Ga-
llimard, París, 2017.

1441. Éthiques de l’im m igration, op. cit.

1441. La double pensée, op. cit.

1461. «Les eauxglacées du calcul égoiste», en Esprit, marzo-abril de 2014. «El li­
beralismo, constata Éric Deschavanne, libera las fuerzas de transformación his­
tórica que desestabilizan permanentemente a las sociedades. La libertad libera

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especialmente las fuerzas que intentan destruirla» (a tlan tico.fr, 25 de febrero de
2018). Ver también Dany-Robert Dufour, «D u vrai, du beau, du ju ste et du bien.
Hypothéses sur le déclin des idéaux de la culture occidentale», en Revue du MAUSS,
primer semestre de 2018.

t^ l. Cornelius Castoriadis habla de un «vacío total de significado» (La montée


de l’insignifiance. Les carrefours du labyrinthe IV, Seuil, París, 1996).

Alfredo Gómez-Muller, N ihilism e et capitalism e, op. cit.

1^1. Cercado de las tierras libres en Inglaterra, (N. d. T.).

1^1. Codicia, avaricia, (N. d. T.).

tédl. Com m unauté et société. Catégories fon d am en tales de la sociologie puré,


PUF, 1944). Ver también Ferdinand Tónnies, «Die Entstehung m einer Begriffe
“G em ein sch a ft" und “ G esellschaft "», en Kólner Zeitschrift für Soziologie und So-
zialpsychologie, 1955,7; Lars Clausen (Hrsg.), Hundert Jahre «G em einschaft und
Gesellschaft». Ferdinand Tónnies in der internationalen Diskussion, Leske u. Bu-
drich, Opladen 1991.

té^l. Del griego politie, ciudadanía política, (N. d. T.).

t£2l. D ie Grenzen der Gem einschaft. Eine Kritik des sozialen Radikalism u s,
Cohén, Bonn, 1924.

Ver Robert A. Nisbet, The Sociological Tradition, Basic Books, New York
1966 (trad. fr.: La tradition sociologique, PUF, 1984).

Cf. Christopher Lasch, The True and O n ly H eaven. Progress and Its Critics,
W.W. Norton, New York 1991 (trad. fr.: Le seul vra ipa ra d is, Climats, 2002).

Cf. Jürgen Flabermas, Le discours philosophique de la m odernité. Douze


conférences, Gallimard, 1988.

Ver Hans Georg Gadamer, Vérité et m éthode. Les grandes lignes d ’une her-
m éneutiquephilosophique, Seuil, 1976. Esta discusión evoca el debate que opuso
al final de los años cuarenta a Michael Oakeshott y Karl Popper sobre el valor de
la modernidad y de la razón. En la senda de Burke, Oakeshott veía en el reino he-
gemónico de la razón moderna la causa del menosprecio de la experiencia y las
tradiciones. Ver Michael Oakeshott, «Rationalism in Politics», en R ationalism in
Politics and O therE ssays, Methuen, Londres 1962, y Basic Books, New York 1962;
Karl R. Popper, «Towards a Rational Theory o f Tradition», en Conjectures and Re-
fu ta tio n s, Harper & Row, New York 1968.

Otto Bauer, La question des nationalités et la sociale-dém ocratie, 2 vol., EDI,


1988 (1- ed. en 1907).

Chantal Mouffe, «La citoyenneté et la critique de la raison libérale», en


Jacques Poulain y Patrice Vermeren (ed.), L'identité philosophique européenne,
L’Harmattan-Association Descartes, 1993.

Ver Michael Oakeshott, O n H u m an Conduct, Oxford 1975.

ÜU. La com m unauté désoeuvrée, Christian Bourgois, 1986.

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t^2l. Hay que precisar aquí que el término americano de «com m unity»
no reenvía exactamente a lo que se designa en francés como «com m unau-
té» (comunidad en español), ni tampoco a lo que en alemán se conoce por
«G em ein sch a ft ». (significativamente, los alemanes hablan de K om m unitarism us
para evocar la corriente comunitarista americana). En los Estados Unidos, la
palabra evoca tanto a la comunidad política en un sentido global como a las
«subcomunidades» culturales, religiosas o étnicas, a las que la primera puede
englobar eventualmente. En una acepción más simple, la «com m unity» es un
conjunto de individuos en estado de interdependencia social, ligados entre ellos
por las costumbres y las situaciones existenciales comunes, que se encuen­
tran de hecho llevadas al debate y a la decisión en común. Sobre el tema, las
obras fundamentales son las del conservador Robert A. Nisbet, The Q u e s tfo r
Com m unity. A Study in the Ethics o fO rd e r and Freedom , Oxford University Press,
Oxford-New York 1953 (reed. en 1962 bajo el título C om m un ity and Power);
de Robert Redfield, The Little Com m unity. View points f o r the Stu dy o f a H u m an
W hole, University of Chicago Press, Chicago 19 55, y de Paul y Percival Goodman,
Communities. M eans o f Livelihood and W ays o f Life, Random House, New York
1960. Ver también Nicolás Kessler, Robert A . N isbet et la question de l'Etat, me­
moria de doctorado, París IV-Sorbonne, 1993-94.

Alasdair Maclntyre, profesor de filosofía en la Universidad Notre Dame


(Indiana). Sus dos obras más célebres son A fte r Virtue. A Stu d y in M oral Theory,
University of Notre Dame Press, Notre Dame 1981, y W hose Ju stice? W hose Ra-
tionality?, Duckworth, Londres 1988.

Michael J. Sandel, profesor de filosofía política en la Universidad de


Harvard. Es autor de Liberalism and the Lim its o f Ju stice , Cambridge University
Press, Cambridge 1982, y ha dirigido el libro colectivo Liberalism and Its Critics,
New York University Press, New York 1984.

Charles Taylor, profesor de filosofía y ciencia política en la Universidad


McGill de Montreal. Especialmente ha publicado The Explanation o f Behaviour,
Routledge & Kegan Paul, Londres 1964; Hegel, Cambridge University Press,
Cambridge 1975; Hegel and M o d em Society, Cambridge University Press, Cam­
bridge 1979; Ju stice A fte r Virtue, University of Toronto Press, Toronto 1987-88;
Sources o f Self. The M aking o f the M o d em Id en tity, Cambridge University Press,
Cambridge, 1989; The M alaise o f M odernity, Canadian Broadcasting Corp., To­
ronto 1991; M ulticulturalism and the «Politics o f Recognition», Princeton Uni­
versity Press, Princeton 1992; «Responsability f o r the Self», en Amélie O’Rorty
(ed.), The Identity ofPersons, University of California Press, Berkeley-Los Angeles
1976; «W h a t’s W rong w ith Negative Liberty», en A. Ryan (ed.), The Idea o f Free­
dom , Oxford University Press, Oxford 1979; entre otras obras.

Robert N. Bellah es autor de varios libros sobre la «religión civil» ame­


ricana (The Broken Covenant. A m erican C ivil Religión in Time o f Trial, Seabury
Press, New York 1975), en los cuales critica el individualismo y la invasión de
la racionalidad instrumental en la vida cotidiana. Mantiene, sin embargo, una
cierta distancia frente al debate entre comunitaristas y liberales, y prefiere razo­
nar en términos de «instituciones» que de comunidades.

IZZ1. Fallecido el 14 de febrero de 1994, Christopher Lasch es autor sobre todo


conocido por sus últimas obras, en las cuales intenta promover, con algunos

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rasgos comunitaristas, un populismo socialista crítico frente a la idea de pro­
greso: The Culture o f N arcissism . A m erican L ife in an A ge o f D im inished Expecta-
tions, Norton-Warner Books, New York, 1979, The M in im a l Self. Psychic Survival
in Troubled Tim e, 1984, y The Revolt o ft h e Elites and the Betrayal o f Dem ocracy,
W.W. Norton, Londres, 1995, Culture de masse ou culture populaire?, Climats,
2001.

La literatura francesa sobre el tema continúa en estado embrionario.


Ver, sin embargo, Chantal Mouffe, «Le lihéralism e am éricain et ses critiques», en
Esprit, marzo 1987; Alain de Benoist (ed.), Com m unauté?, n° especial de K risis,
junio 1994; André Berten, Pablo da Silvera y Hervé Pourtois, Libéraux et com-
m unautariens, PUF, 1997. En Alemania, por el contrario, el debate parece bien
encaminado, especialmente con Axel Honneth, K om m u nitarism u s, (textos de
Michael Sandel, John Rawls, Amy Gutmann, Alasdair Maclntyre, Charles Taylor,
Charles Larmore, Michael Walzer y Rainer Forst); Christel Zahlmann (Hrsg.),
K om m unitarism us in der D iskussion. Eine streitbare E in fü h ru n g , Rotbuch, Ham-
burg 1994; Axel Honneth, «Grenzen des Liberalism us. Z u r ethisch-politischen D is­
kussion um den K om m unitarism u s», en Philosophische Rundschau, 1991,1-2.

t^2l. M odernité et m orale, PUF, 1993.


La palabra es comprendida aquí en el sentido anglosajón. Mientras que,
en Europa continental, los liberales -que podrían ser tanto hombres de derecha
como nacional-liberales- se definen sobre todo como partidarios de la economía
de mercado y del librecambio, en los Estados Unidos el liberalismo tiene un
sentido exclusivamente político y no se relaciona más que con la doctrina de la
libertad individual, de la limitación del gobierno y del contrato social. Los libe­
rales son los adversarios de izquierda de los conservadores. Admiten frecuen­
temente que el Estado pueda intervenir en el plano económico para garantizar
la justicia social. Esta eventualidad es, por el contrario, totalmente rechazada
por los libertarios, que se dividen a su vez en dos tendencias: los partidarios del
«Estado mínimo», que admiten al menos que un Estado pueda existir sin que
necesariamente tenga que violar los derechos de los ciudadanos, como Robert
Nozick (Anarchy, State and U topia, Basic Books, New York 1974, y Basil Black-
well, Oxford 1974) o James M. Buchanan, fundador de la escuela de «Public
Choice »( Les lim ites de la liberté. Entre Vanarchie et le Léviathan, Litec, 1992), y los
«anarco-capitalistas», según los cuales todo Estado es, por definición, ilegítimo
e inmoral, como David Friedman (Vers une société sans Etat, Belles Lettres, 1992)
o Murray Rothbard (L'éthique de la liberté, Belles Lettres, 1991).

téÜ. John Rawls, A Theory o fju stic e , Belknap Press of Harvard University Press,
Cambridge 1971, y Oxford University Press, London 1971; Political Liberalism ,
Columbia University Press, New York, 1993; Ronald Dworkin, TakingRights Se-
riously, Harvard University Press, Cambridge 1977, y Duckworth, London 1977;
A M atter o f Principie, Harvard University Press, Cambridge, 1985. En la misma
óptica liberal, ver también Alan Gewirth, Reason and M orality, University of
Chicago Press, Chicago, 1978; H u m an Rights. Essays in Ju s tific a r o n and App lica ­
tions, University of Chicago Press, Chicago 1982; Amy Gutmann, Liberal Equa-
lity, Cambridge University Press, Cambridge, 1980; Ian Shapiro, T heE volu tion o f
Rights in Liberal Theory, Cambridge University Press, Cambridge, 1986; Onora
O’Neill, Constructions o f Reason, Cambridge University Press, Cambridge, 1989.

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Le libéralism e m oderne. A n a lyse d ’une raison économ ique, PUF, 1984.

Ver Macpherson, Dem ocratic Theory. Essays en Retrieval, Clarendon Press,


Oxford 1973.

Ver nuestro artículo «M ínim a M oralia (2)», en K risis, abril 1991.

Henry Sidgwick, The M ethodes o f E th ics, Macmillan, Londres, 1874 y


1907. Partidario del utilitarismo, Sidgwick es generalmente considerado como
uno de los más importantes representantes de la filosofía moral anglosajona de
la segunda mitad del siglo XIX. Rawls lo cita de forma muy elogiosa. Ver J.B.
Schneewind, Sidgw ick’s Ethics and Victorian M oral Philosophy, Clarendon Press,
Oxford 1977; y Bart Schultz (ed.), Essays on H en ry Sidgw ick, Cambridge Univer-
sity Press, Cambridge 1992.

M odernité et m orale, op. cit.

Ver A Theory o fju stic e , op. cit.; <<Justice as Fairness: Political not M etaphysi-
cal», en Philosophy and Public Affairs, 1985. Ver también «The Priority o fju stic e
and Ideas o fth e Good», en Philosophy and Public Affairs, otoño 1988.

A Theory o f Ju stice, op. cit. Este es igualmente el argumento principal


opuesto por Rawls al utilitarismo.

Anarchy, State and Utopia.

1^1. Liberalism and Its Critics, op. cit.

t^il. «Liberalism as a Threat to Dem ocracy?», en Francis Canavan (ed.), The Ethi-
cal D im ensión o f Political Life, Duke University Press, Durham 1983.

i^ll. «Liberalism », en Stuart Hampshire (ed.), Public and Prívate Morality,


Cambridge University Press, Cambridge 1978.

Í221. M odernité et m orale, op. cit.

La noción de «asunto políticamente neutral» parece haber sido creada por


el liberal Joseph Raz, «Liberalism , A u to n om y and the Politics o fN eu tra ly Concern»,
en Midwest Studies in Philosophy, 1982. Ver también Will Kymlicka, «Liberal
N eutrality and Liberal Individu a lism », en Ethics, 1989.

1^1. Liberalism and Its Critics, op. cit.

«Este ideal, escribe Charles Larmore, demanda, siempre que una con­
cepción de la vida buena se encuentre en discusión, que ninguna decisión del
Estado puede ser justificada sobre la base de su superioridad o de su supuesta
inferioridad» (Patterns o f M oral Com plexity, Cambridge University Press, Cam­
bridge 1987).

1^1. La idea según la cual solo un poder político neutral puede garantizar la
paz social entre los individuos considerados como átomos separados, es decir,
como agentes en los que el carácter social no es más que una forma accidental
añadida a su naturaleza, está ya presente en Guillaume d’Ockam con la idea de
una potencia divina absoluta (potentia absoluta), pero totalmente indetermi­
nada.

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Esta reserva, que dio lugar a los debates que no examinamos aquí, es
largamente explicitada por John Rawls en sus últimos escritos (ver Ju stice et
dém ocratie, op. cit.). Ello permite comprender el carácter limitado, y finalmente
tautológico, de la teoría liberal que, declarándose permanentemente neutral
frente a las diversas concepciones de la vida buena, no admite de hecho que se
cuestionen sus propios principios.

Ver Douglas J. Den Uyl, «Freedom and Virtue», en Tibor R. Machan, The
L ib erta ría nR ead er’s, Rowman & Littlefield, Totowa, 1992.

t100l «The Procedural Republic and the Unencum bered Self», art. cit. Sobre la
problemática de la justicia en sus relaciones con la ideología liberal, cf. también
Serge-Christophe Kolm, Ju stice et équité, Editions du CNRS, 1972; Le contrat li-
béral, PUF, 1985; Ottfried Hóffe, L ’Eta t et la ju stice, J. Vrin, 1988; Jean-Pierre
Dupuy, Le sacrifice et l'envie, Calmann-Lévy, 1992; Jean Ladriére y Philippe van
Parijs (ed.), Fondem ents d'une théorie de la ju stice, Louvain-la-Neuve 1984; Phi­
lippe van Parijs, Q u ’est-ce qu’une société ju ste?, Seuil, 1991; Salvatore Vecca, La
societá giusta, 11Saggiatore, Milán 1982.

t101l Para los liberales, escribe Alasdair Maclntyre, la sociedad no es «nada


más que un escenario en el cual los individuos buscan procurarse duradera­
mente lo que es más agradable y útil para ellos», constituyendo así una «colec­
ción de extraños donde cada uno persigue su interés propio bajo las mínimas
restricciones posibles» (A fte r Virtue, op. cit.).

t102l Alien E. Buchanan, «Assessing the Com m un itarian Critique o f Líberalism »,


art. cit.; Stephen Holmes, The A n a tom y o f A ntiliberalism , Harvard University
Press, Cambridge 1993.

t103l Ver, sobre este punto, Michael J. Sandel, Liberalism and the L im its o f J u s ­
tice, op. cit.. Los autores liberales han respondido de una forma particularmente
virulenta a esta crítica, que se descompone en dos proposiciones diferentes: la
tesis del «remedio» (porque los valores comunitarios se desmoronan en tanto
que la sociedad moderna concede la prioridad a la justicia) y la tesis de la pro­
porcionalidad (en el sentido de que, en una politie determinada, la justicia ocupa
un lugar mayor cuanto más débil es la socialidad comunitaria).

t104l Ver Richard Rorty, «The Priority ofD em ocracy to Philosophy», en Merrill D.
Peterson et Robert C. Vaughan (ed.), The Virginia Statute for Religious Freedom,
Cambridge University Press, Cambridge 1988.

t105l Ver J.C. Merquio, «For the Sake o f the W hole», en Critical Review, verano
1990.

t106l «El individuo, escribe Jean-Luc Nancy, no es más que el residuo que
prueba la disolución de la comunidad. Por su naturaleza -como su nombre in­
dica, es el átomo, lo indivisible-, el individuo revela que es el resultado abstracto
de una descomposición. Es otra simétrica figura de la inmanencia: el conoci­
miento de «sí mismo» absolutamente extraído, tomado como origen y como
certeza [...] No se hace un mundo con simples átomos. Hace falta un clima. Hace
falta una inclinación de lo uno hacia lo otro, o a la inversa, una inclinación entre
ellos [...] El individualismo es un atomismo inconsecuente, que olvida que lo que
está en juego en el átomo es estar precisamente en el mundo. Esta es la razón

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por la que la cuestión de la comunidad es la gran ausente de la metafísica del
sujeto, es decir, -individuo o Estado total- de la metafísica del «pou r-soi » (co­
nocimiento del ser consciente de sí mismo, por oposición a la existencia en sí
absoluta)».

t107l La crítica comunitarista se dirige sobre todo a autores como John Rawls.
Friedrich A. Hayek, por ejemplo, admite la anterioridad del hecho social, pero
llegando a conclusiones radicalmente diferentes: es un hecho que la sociedad
excede siempre al individuo que, prohibiéndole remodelarse a su manera, con­
diciona precisamente su libertad. Ver B. Crowley, The Self, the In d ivid u a l, and the
Com m unity. Liberalism in the Political Thought o fF .A . H ayek and Sid ney and Bea-
trice Wehh, Oxford University Press, Oxford 1987.

t108l «The Procedural Republic and the Unencum bered Self», art. cit.

t109l «Two Concepts o f Liberty», texto reproducido en Michael J. Sandel (ed.),


Liberalism and Its Critics, op. cit.. Ver también Quentin Skinner, «The Idea o f
Negative Liberty. Philosophical and H istorical Perspectives», en Richard Rorty, J.B.
Schneewind y Quentin Skinner (ed.), Philosophy en History. Essays on the His-
toriography of Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge 1984.

t110l Contra los libertarios, Philippe van Parijs señala que una libertad formal,
que no es más que un derecho desprovisto de poder para ejercerlo, no puede ser
suficiente como valor ético para fundar una sociedad (Qu'est-ce q u ’une société
ju ste?, op. cit). Escribe también: «Si la libertad requiere el derecho de hacer lo
que uno quiere hacer consigo mismo y del que es legítimo propietario, no se
puede reducir. Ella no es solo una cuestión del derecho de hacer lo que se desea,
en este sentido. Es también una cuestión de medios» («Quelle réponse cohérente
auxnéolibéralism e?», enE conom ie et hum anism e, marzo-abril 1989, en Problémes
économ iques, 4 enero 1990). Ver también Andrew Bard Schmookler, The Illusion
o f Choice. H ow the M arket Econom y Shapes O u r D estin y, State University of New
York Press, Albany, 1993). Sobre las paradojas de la lógica del interés individual,
ver también Richard H. Thaler, The W in n er’s Curse. Paradoxes and A n om a lies o f
Econom ic L ife, Free Press-Macmillan, New York, 1992.

Ü ü J. Hegel and M odern Society, op. cit.

t112l «The Procedural Republic and the Unencum bered Self», art. cit., p. 91.

t113l. «Justice and the Good», en Michael J. Sandel (ed.), Liberalism and Its C ri­
tics, op. cit.

t114l Del francés «désencombrée» o del inglés «unencum bered», literalmente en


español «desescombrada», liberada de escombros, (N. d. T.).

t115l «The Procedural Republic and the Unencum bered Self», art. cit.

t116l Ibid. Ver también Liberalism and the L im its o f Ju stice, op. cit.

ÜlZl. Liberalism and the Lim its o f Ju stice.

t118l Reglas alimentarias prescriptas por la Torá, desarrolladas en el Talmud


y, finalmente, codificadas en el Código Legal Judío «Shuljan A ru j», (N . d. T.).

tiüd. Liberalism and Its Critics, op. cit.

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Ü ^ l. A fte r V irtue, op. cit.

t121J. Liberalism and Its Critics, op. cit.

[i 22J Liberalism and Its Critics, op. cit.

11231, op. cit.


t124l Liberalism and Its Critics, op. cit. Este comunitarismo «fuerte» se encuen­
tra igualmente en Roberto M. Unger (cf. Politics. A Work in Constructive Social
Theory, op. cit.; vol. 1).

[1231. « The Procedural Republic and the Unencum bered Self», art. cit.

\123l. Ver Michael J. Sandel, Liberalism and the Lim its o fju stic e , op. cit.

[1231. Sobre este tema, ver Charles Taylor, Hegel, op. cit.; Hegel and M odern
Society, op. cit.; «Hegel: H isto ry and Politics», en Michael J. Sandel (ed.), Libera­
lism and Its Critics, op. cit. Peter Berger, en «O n the Obsolescence o fth e Concept o f
H onour», en European Journal of Sociology, 1970, muestra por su parte que la
noción de honor implica que la identidad está fundamentalmente asociada a los
roles sociales de los sujetos, mientras que la de dignidad implica, por el contra­
rio, una identidad radicalmente distinta de esos roles.

t128!. La segunda tesis, a diferencia de la primera, apela a una teoría filosófica


del bien: la comunidad continuará siendo buena incluso cuando los hombres no
la necesiten.

[1231. Knowledge and Politics, op. cit.

t130l Spheres o fju stic e . A D efense o fP lu ra lism and Equ ality, Basic Books, New
York, 1983, texto recopilado («Welfare , M em bership and N eed»), en Michael J.
Sandel (ed.), Liberalism and Its Critics, op. cit.

t131J. Para Will Kymlicka, por el contrario, el punto de vista de Marx continúa
estando, por el contrario, más próximo al punto de vista liberal que al de la
crítica comunitarista, precisamente porque el comunismo intentó emancipar a
la humanidad de los mismos lazos sociales que los comunitaristas consideran
como constitutivos de la identidad de los agentes, mientras que los liberales los
consideran como trabas a la libertad (ver Liberalism , Com m unity, and Culture,
op. cit., «M arxism and the Critique o f Ju stic e »). Ver también A. Buchanan, M a rx
and Ju stice. The Radical Crique o f Liberalism , Methuen, Londres 1982.

[1321. «Rou(N. d. T.)able on C om m un itarianism », en Telos, verano 1988.

[1331. «The Com m unitarian Critique o f Liberalism », en Political Theory, febrero


1990.

[i.34J y er Michael J. Sandel,«Dem ocrats and C om m u n ity», art. cit.

[1331. V er «The Politics o f M eaning», en Tikkun, septiembre-octubre 1993.

[1331. Ver Tim Luke, «Com m u nity and Ecology», en Telos, 1991.

[1331. Ver G.A. Pocock, The M achiavellian M om ent. Florentine Political Thought
and the A tla n tic Republican Tradition, Princeton University Press, Princeton

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1975; Gordon Wood, The Creation o f the A m erican Repuhlic, 1776-1787, Univer-
sity of North Carolina Press, Chapel Hill, 1969.

t138J. Ver Benjamín R. Barber, StrongDem ocracy. Participatory P o liticsfo r a New


Age (trad. fr.: D ém ocratieforte, Desclée de Brouwer, 1997), University of Califor­
nia Press, Berkeley-Los Ángeles. 1984.

t139l Marcel Gauchet habla de «este espacio intrínsecamente no comunitario


que es la nación» («Le m al dém ocratique», en Esprit, octubre 1993). Ver también
Paul Piccone,« The Crisis o f Liberalism and the Emergence o f Federal Populism », en
Telos, otoño 1991, pronunciándose por la creación de «pequeñas comunidades
orgánicas autónomas» que permitan la instauración de una verdadera demo­
cracia participativa dentro de un marco federal.

t14° J. «La citoyenneté et la critique de la raison libérale», art. cit.

t141l La vie en m iettes, op. cit.

Ü421. Patrick Savidan, «L a recon n a issa n ce des id e n tité s cu ltu relles com m e
en jeu d é m o cra tiq u e», en Ronan Le Coadic (ed.), Id e n tité s et d ém o cra tie.
D iv e rsité cu ltu relle et m o n d ia lisa tio n : repenser la d ém o cra tie , Presses univer-
sitaires de Rennes, Rennes 2003. Axel H onneth observa, tam bién, que «la
entremezcla del reconocimiento legal y del orden jerárquico de valor -lo
que corresponde más o menos a la base moral de todas las sociedades tradi­
cionales- se ha desmoronado con el advenim iento del capitalism o burgués
y la transform ación norm ativa de las relaciones legales bajo la presión de
los mercados en extensión y del im pacto sim ultáneo de formas postradi­
cionales de pensamiento» («La re co n n a issa n ce : un e p iste p o u r la th éorie so-
ciale co n tem p o ra in e», ibid.).

t143l Cf. Robert Legros, L ’idée d'hum anité. Introduction á la phénom énologie,
Grasset, París 1990.

t144l Justine Lacroix, Com m unautarism e versus libéralism e. Quel modéle d ’inté-
g ra tionp o litiq ue?, Editions de l’Université de Bruxelles, Bruselas 2003.

t145l Alain Renaut, Libéralism e politique et pluralism e culturel, Pleins Feux,


Nantes 1999.

t146l Michael Sandel, Le libéralism e et les lim ites de la ju stice, Seuil, París 1999.

ÜAZl. Bernard Lamizet, Politique et identité, Presses universitaires de Lyon,


Lyon 2002.

IdMl. ibid.

11491. Ibid.

t150l Axel Honneth, «La reconnaissance: une piste p ou r la théorie sociale con­
tem poraine», art. cit.

tULIl. Hay que señalar que el Vocabulaire de la psychanalyse de Jean Laplanche


y Jean-Bertrand Pontalis (PUF, París 1967), no incluye significativamente nin­
guna entrada para la palabra «identidad».

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i152!. Marcel Gauchet, La démocratie contre elle-m ém e, Gallimard-Tel, París
2002 .

t153l «El principio individualista del logro es de hecho el único recurso nor­
mativo que tiene la sociedad burguesa y capitalista para justificar moralmente
la distribución extremadamente desigual de las perspectivas de la vida y de los
bienes. Debido a que el hecho de pertenecer a un determinado Estado ya no re­
gula el grado de estima social del que se disfruta y el alcance de los privilegios
legales y económicos de los que nos beneficiamos, la valoración ético-religiosa
concomitante del trabajo y del establecimiento de un mercado capitalista sugie­
ren la dependencia de tal estima respecto al logro individual» (Axel Honneth,
art. cit.).

JdMl. Op. cit.

U551. Ibid.

H561. Ibid.

t157l. Jean-Pierre Chevénement, Le vieu x, la crise, le n eu f, Flammarion, París


1974. El futuro ministro de Defensa añadía en esa época que «el Estado-nación
en Francia se ha constituido a lo largo de los siglos mediante un proceso de
genocidios culturales de los que solo hoy nos damos cuenta de su magnitud»,
y que «las reivindicaciones nacionalitarias, lejos de ser vistas «pasadistas», son
eminentemente populares» (ibid.), posición bastante diferente de las que tuvo
que seguir luego...

I1581. cf. Ernest Gellner, N ations and N ationalism , Cornell University Press, It-
haca 1983.

íll^l. Chantal Delsol, La République. Une question fran caise, PUF, París 2002.

t160l Cf. Alain Dieckhoff, La nation dans tous ses Etats. Les identités nationales
en m ouvem ent, Flammarion, París 2000.

t161l Sobre este tema, cf. Anthony D. Smith, Chosen Peoples. Sacred Sources o f
N ational Iden tity, Oxford University Press, Oxford 2003.

t162l Cf. Wayne Norman, «Les paradoxes du nationalism e civique», en Guy


Laforest y Philippe de Lara (ed.), Charles Taylor et l ’interprétation de l’identité
m oderne, Cerf, París 1998. Ver también Claude Nicolet, La fa b riq u e d'une nation.
La France entre Rom e et les Germ ains, Perrin, París 2003.

t163l Ver principalmente Benedict Anderson, Im agined Com unities. Reflections


on the Origin and Spread o f N ationalism , Verso, Londres 1983; Wolfgang Bialas
(Hrsg.), D ie nationale Identitat der Deutschen. Philosophische Im aginationen und
historischen M entalitaten, Peter Lang, Bern-Frankfurt/M. 2002.

Í1M1. Marcel Detienne, Com m ent étre autochtone. D u p u r A thén ien au Francais
raciné, Seuil, París 2003.

t165J. Leszek Kolakowski, «O n Collective Iden tity», en Partisan Review , invierno


2002-03.

tlM l Cf. Didier Anzieu, Legroupe et Vinconscient. L ’im aginairegroupal, Dunod,


París 1984. Sobre el rol del mito en política, nos remitiremos evidente­

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mente a Georges Sorel y Cari Schmitt. Hay además una cierta relación entre
el «fantasma» histórico y el estereotipo. Este último es una generalización
abusiva pero, así como los prejuicios (favorables o desfavorables) a los que da
nacimiento, juega también un papel útil al constituir un tipo ideal al cual puede
ser bueno referirse al menos provisionalmente. «Estereotipar equivale a cate-
gorizar, y la categorización es indispensable para el pensamiento. El estereotipo
es tan indispensable para la interacción social como el cliché lo es en la lite­
ratura» (Jacques-Philippe Leyens, Paola María Paladino et Stéphanie Demoulin,
«Nous et les autres», en Sciences hum aines, mayo 1999).

i167!. Immanuel Wallerstein, L ’aprés-libéralism e. Essai sur un systém e-m onde á


réinventer, L’Aube, La Tour d’A igues 1999.

t168l «Todo obedece al dinero».

t169l «En la tierra, los hombres hacen del dinero un dios».

t170l «El uso del dinero consiste en gastarlo».

t171l Mounier decía, sin duda más acertadamente: «A fin de cuentas, el único
verdadero burgués es el pequeño burgués. Cualquier gran burgués se encamina
a serlo; es algo que se siente en sus maneras».

[i 72l. «Fueron —señala Sombart— los hombres de origen burgués [...], envi­
diosos de los señores y de su forma de vivir, ansiosos de la vida señorial, pero
excluidos de ella por razones de orden interno o externo, quienes se pusieron a
propalar por todas partes que no había nada más vicioso que este tipo de vida,
al tiempo que lanzaban un nada auténtica cruzada contra la misma». De forma
más lapidaria. Raoul Veneigen escribe: «De la materia económica, en la que la
feudalidad sólo quería ver excremento de los dioses, la burguesía hizo su ali­
mento, demostrando, por la fuerza de las cosas, cuál era la verdadera excreción,
la religiosa o la económica».

Véase Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 9, 2, § 2.

t174l «El consumo, en efecto, lleva tiempo, y cuanto más hay por consumir,
tanto más se convierte el tiempo e un producto escaso [...] De ello resulta que la
gente pasa cada vez más tiempo intentando ganar tiempo» (Jean-Pierre Dupuy,
Ordres et désordres).

t175l Partidaria de la restauración monárquica fraudulentamente realizada


por Luis Felipe de Orléans, (N. d. T.).

t176l Se sabe que este derecho a la competencia agresiva fue juzgado «inmo­
ral» durante la mayor parte de la historia. A comienzos del siglo X X , algunas
empresas todavía se negaban a recurrir a los «reclamos», considerando que la
calidad de sus productos debía bastar para hacerse con una clientela.

[i 77J «L0S treinta [años] gloriosos». Con tal expresión se designa en Francia el
período de auge económico transcurrido entre el final de la II Guerra Mundial y
mitad de la década de los setenta, (N. d. T.).

[178l «¡Hágase la producción y perezca el hombre!»

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t179!. Al responder a Henry de Lesquen, Jacques Garello, líder de los «nuevos
economistas», recordaba que «los liberales son liberales, y no son de derecha».
Anteriormente había escrito: «En nombre de la nación no se pueden proteger
privilegios, industrias; no se puede excluir al extranjero. En eso los liberales no
son nacionalistas». Hayek, por su lado, rechazó explícitamente el calificativo de
«conservador», algo que no debería sorprendernos ya que, como recuerda Phi-
lippe Nemo, «el liberalismo no es menos adversario del conservadurismo que
del socialismo». Se puede apreciar que la distinción entre los «dos liberalismos»
recuerda, en ciertos aspectos, la querella que, durante muchos años, opuso en
los Estados Unidos a los «conservadores» del tipo Russell Kirk con los «neocon-
servadores» del tipo Norman Podhoretz, así como con los «libertarios» (Murray
N. Rothbard, David Friedman, etc.).

t180l Nacido en Viena en 1899, profesor en la London School o f Econom ics de


Londres a partir de 1931, Friedrich A. (von) Hayek se orientó hacia el libera­
lismo bajo la influencia, principalmente, de Ludwig von Mises, de quien se ale­
jaría después. En los años treinta, sus posturas padecen considerablemente el
éxito de las ideas de Keynes. En 1944, la aparición de su panfleto titulado The
Road to Serfdom (Camino de servidumbre, Alianza Editorial, 1985), contribuye,
en cambio, a cimentar su renombre y conduce, en abril de 1947, a la creación
de la Sociedad de Mont-Pelerin. Profesor de Filosofía Moral en Chicago de 1950
a 1956, Hayek sacará de sus enseñanzas el material de sus obras más célebres,
en especial los tres tomos de Law, Legislation and Liberty. De regreso a Austria en
1956, continúa enseñando en la Universidad de Salzburgo, se jubila en 19 69 y se
retira a Friburgo-en-Brisgau (Alemania). En 1974, comparte el Premio Nobel de
Economía con Gunnar Myrdal. En los años setenta y ochenta, su obra es redes­
cubierta por los libertarios estadounidenses, así como por el grupo de los «nue­
vos economistas» de Francia; muere el 23 de marzo de 1992.

t181l Essay on the H istory o f C ivil Society, Londres, 1767 (reeditado por Louis
Schneider: Londres, 1980; traducción francesa: Essai su r l’histoire de la société ci-
vile, edición de Claude Gautier, París, PUF, 1992).

t182l Le libéralism e économ ique. H istoire de l’idée de m arché, París Seuil, 1989,
p. VII (1§ ed.: Le capitalism e utopique, París, Seuil, 1979).

D roit, législation et liberté, tomo 2, PUF, 1982.

I184J La genése de la société civile libérale. Mandeville-Smith-Ferguson, París,


Universidad de París I, enero de 1990.

t185l «L ’individu libéral, cet inconnu: d ’A d a m Sm ith á Friedrich Hayek», en: In d i-


vidu et ju stice sociále. Autour de John Rawls, París, Seuil, 1989.

t186l Hayek establece aquí una distinción entre el racionalismo «constructi-


vista» y el racionalismo «evolucionista» que corresponde muy cercanamente a
la oposición entre racionalismo historicista y racionalismo crítico de Popper.
Esta crítica al racionalismo generalmente fue juzgada como excesiva por los
autores libertarios, y de manera más general por los liberales estadounidenses,
todos ellos más o menos acostumbrados a invocar el racionalismo.

JdüTl. último representante premonetarista de las teorías monetarias del ciclo,


Hayek piensa que, al hacer competitiva la oferta monetaria, ¡se suprimirá la

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inflación! Adelanta la idea de que la moneda podría ser emitida a voluntad por
las empresas privadas, por lo que los consumidores estarían llamados a probar
sucesivamente las distintas monedas hasta que hubieran identificado la «me­
jor» (en espera, entre tanto, de que no se hubieran arruinado). Tal propuesta
fue retomada en Francia por el Club de l’Horloge. Contrariamente a la Escuela de
Chicago, Hayek rechaza la teoría cuantitativa de la moneda, al sostener que la
moneda jamás podrá ser suficientemente medida o controlada.

t188l Mientras que los liberales clásicos generalmente se mostraban favora­


bles a las legislaciones «anti-cárteles», algunos neoliberales, especialmente los
libertarios, niegan hoy día la idea de que exista una estrecha relación entre tasas
de concentración y efectos monopolísticos.

t189l Con el mismo espíritu, un discípulo extremista de Hayek llega a escribir


muy seriamente que «todos los rasgos desagradables del nazismo, incluido el
exterminio de minorías, se encuentran en cualquier sociedad política que tome
con seriedad la ambición de realizar la justicia social» (Francois Guillaumat)
Al recordar que Hayek anunciaba desde 1935 el «inminente» hundimiento del
sistema soviético, Mark Blaug llama la atención acerca de la incapacidad para
desprender de las teorías de Hayek la mínima predicción política o económica
que pudiera verificarse empíricamente. Otros autores han recalcado que Hayek
jamás dio una definición precisa del «totalitarismo», término que en él contiene
aparentemente todo lo que se opone al liberalismo.

t19° ]. Robert Nozick piensa, asimismo, que cualquier intercambio voluntario


es justo, cualesquiera que sean las condiciones. Tal sería el caso también cuando
un trabajador acepta un salario de miseria para no morir de hambre: ¡nadie lo
obliga! En un libro que hizo mucho ruido en los Estados Unidos, A narchy, State,
and Utopia, Nozick defiende, por su lado, la tesis del «Estado mínimo» a partir de
un análisis que debe mucho a la teoría de juegos.

tü il. D roit, législation et liberté, tomo 2, op. cit.

t192l Yvon Quiniou, «H ayek, les lim ites d ’un défi», en: A ctuel M a rx, 1er tri­
mestre de 1989. Philippe Nemo traduce dicha indiferencia como «apego no
psicológico a un otro abstracto». Hayek escribe: «En su forma más pura, [la ética
de la sociedad abierta] considera que el primero de los deberes es perseguir lo
más eficazmente posible un fin libremente elegido, sin preocuparse del papel
que juega en el complicado entramado de las actividades humanas» (Droit, légis­
lation et liberté, tomo 2, op. cit.).

t193l Retomamos el tema propuesto por Julien Freund, Politique et im politi-


que, Sirey, 1987.

Jd^4l. D roit, législation et liberté, tomo 3, PUF, 1983.

t195l Para un examen crítico de la tesis que postula la identidad entre las
reglas de conducta existentes en la democracia con las del mercado, cf. Gus diZe-
rega, «A Spontaneous Order Model of Democracy. Applying Hayekian Insights
to Democratic Theory», documento presentado ante la Society f o r the Study o f
Public Choice, San Francisco, marzo de 1988.

[196l Es de notarse que el Club de l’Horloge, que invoca las ideas de Hayek,
declara desear, al mismo tiempo, la extensión de la democracia directa, y es-

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pecialmente la instauración del referéndum y de la iniciativa popular. Dichas
reivindicaciones son indefendibles desde la perspectiva hayekiana, pues ésta
niega la soberanía popular y el valor sustantivo del voto.

[1 97] L ’autopsie du tiers-m ondism e, París, Económica, 1988. Por su parte, Louis
Dumont estima que es en La ideología alem ana donde el individualismo de Marx
llega a su «apoteosis».

t198l E conom iepolitique du systém e soviétique, L’Harmattan, 1989.

[1 99] Arnaud Berthoud, «Liberté et libéralism e économ ique chez W alras, Hayek
et K eynes», en Arnaud Berthoud y Roger Frydman, op. cit.

t200l Gilíes Leclercq, «H ier le libéralism e», en Procés, 1986, también ve en el


liberalismo «una doctrina de esencia sutilmente totalitaria». Desde una óptica
cercana, pero marcada ante todo por la doctrina social cristiana: Michel Schoo-
yans, La dérive totalitaire du libéralism e, París, Ed. Universitaires, 1991.

£201] Acerca de Hume como precursor del liberalismo, ver D. Deleule, H um e


et la naissance du libéralism e, París, Aubier Montaigne, 1979. Para un punto de
vista contrario: Daniel Diatkine, «H um e et le libéralism e économ ique», en Arnaud
Berthoud y Roger Frydman, op. cit.

\2Q2l. Présent, 6 de octubre de 1989.

t203l La riqueza de las naciones, 1 .1, libro 3, cap. 4.

t204l Roger Frydman, «Ind ivid u et totalité dans la pensée libérale. Le cas de F.
A . H ayek», en: Arnaud Berthoud y Roger Frydman, op. cit. Esta aporía gravita
con una carga particularmente pesada en toda la teoría fundada en la hipótesis
del contrato social: para que los individuos aislados decidan entrar contractual­
mente en sociedad, es necesario que hayan tenido, previamente a esta decisión,
un conocimiento al menos aproximativo de su resultado, en cuyo caso el estado
de la naturaleza no puede oponerse rigurosamente al estado social.

t205l Splendeur et misére des Sciences sociales. Esquisses d ’une m ythologie, Gine­
bra, Droz, 1986.

£2°6] Blandine Barret-Kriegel, L ’Eta t et les esclaves, París, Calmann- Lévy,


1980.

t207l La manera en la que Hayek define la evolución social por la emergencia


de sociedades cada vez más complejas, recuerda fuertemente a Herbert Spencer,
quien ya identificaba la evolución con el progreso. Algunos libertarios han cri­
ticado, en cambio, la idea hayekiana de «selección natural» de las instituciones.
«La idea de evolución cultural, o de selección natural de grupos en función de
sus prácticas -escribe John Gray- permanece extremadamente obscura. ¿Cuál es
la unidad implicada en la evolución cultural y cómo funciona ésta? Igual que
el marxismo, la teoría hayekiana de la evolución cultural menosprecia la con­
tingencia histórica (el hecho de que, por ejemplo, desaparezcan algunas religio­
nes no porque presentan menores ventajas darwinianas respecto de sus rivales,
sino porque el poder del Estado las persigue) [...] Es por ello que su intento
de justificar los ideales políticos del liberalismo clásico mediante una filosofía
evolucionista o sintética finalmente se salda mediante un fracaso, tal y como le
había sucedido, antes que a él, a Herbert Spencer».

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i208!. «Con el tiempo, y algunos retornos tras de sí, la historia escoge a los
ganadores (history chooses the winners). Esta tesis quizá nos resulte familiar: el
best-seller de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia algo le debe al menos
tanto a Hayek como a Hegel».

t209l En el Evangelio, es Caifás, el sumo sacerdote, quien declara: «¿no com­


prendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que pe­
rezca todo el pueblo?».

Théorie de la justice; París, Seuil, 1987.

t211l Es significativa a este respecto la definición dada por Hayek de la reparti­


ción resultante del mercado: «A cada uno según la utilidad de su aportación tal
y como es percibida por los demás». Algunos autores liberales no dudan en colo­
car, por ello, a Hayek entre los teóricos del utilitarismo.

t212l Henri Lepage, op. cit.

t213l Vers une économ iepolitique élargie, París, Minuit, 1986.

t214J. Thomas Frank, O n eM a rket under God, Extrem e Capitalism , M arketPopu -


lism and the End o f Econom ie Dem ocracy, Stecker & Warburg, Londres, 2001.

t215l « The Rise o f illiheral Dem ocracy», en Foreign A ffa irs, noviembre-diciem­
bre 1997.

t216l Fareed Zakaria, L ' avenir de la liberté. La démocratie illibérale a u x États-


U nis et dans le m onde, Odile Jacob, París, 2003.

\2All. Le M onde, 8-9 mayo, 2016.

t218l Pierre Ronsanvallon, que lo define como «una cultura política que
descalifica, en principio, la visión liberal», próximo al «iliberalismo» del bona-
partismo, que constituye, en su opinión, la tradición política francesa por exce­
lencia («Fondam ents etproblém es de l ' illibéralism e fra n ca ise», comunicación a la
Academia de ciencias morales y políticas, 2001).

I2*9!. PUF, París, 2018.

t220l Viktor Orban, «H ungary and the Crisis ofE u ro p e» , en H ungarian Review,
enero 2017. Ver también Teréz Barna, «Viktor Orban et la renaissance de la H on-
grie», en Regards junio-agosto 2017.

t221l Fabrice Flipo, Réenchanter le m onde. Pouvoir et vérité. Essai d ’anthropolo-


g iep olitiq u e de l’ém ancipation, Editions du Croquant, Vulaines-sur-Seine 2017.

£222J c ar£Schmitt, La noción de lo político (Teoría del partisano).

l223l Ver Bernard Manin, Les principes du gouvernem ent représentatif, Flam-
marion, París 2008.

t224l Ver David Estlund, L ’autorité de la dém ocratie, Hermann, París 2011.

t225l Benjamín Constant, De l'esprit de conquete et de Vusurpation, 1814.

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¡226¡. En el siglo XIX, Donoso Cortés observaba ya que «está en la esencia del
liberalismo burgués no decidir (...) sino intentar, en lugar de esa decisión, enta­
blar una discusión». Cari Schmitt desarrolló ampliamente esta idea.

\2211. La noción de lo político (Teoría del partisano).

£228] Michael Sandel, Dem ocracy’s D iscontent. A m erica in Search o f a Public Phi-
losophy, Harvard University Press, Cambridge 1996.

¡229¡. La noción de lo político (Teoría del partisano).

t230l Ver Simon-Pierre Savard-Tremblay, Despotism e sans fron tiéres, VLS,


Montreal 2018,

t231l Jean-Claude Milner, L a p o litiq u e des choses, Verdier, Lagrasse 2011. Jean-
Claude Michéa señala también que «la obsesión principal de los liberales siem­
pre es la de descubrir sistemas de pilotaje automático de la sociedad que harían
definitivamente inútil el gobierno ideológico de los hombres» (La doublepensée.
R e to u rsu r la question libérale, Flammarion-Champs, París 2008).

12221. Michael Sandel, Justice. W h a t’s the Right Thing to D o?, Farrar Straus & Gi-
roux, Nueva York, 2009. Se mide aquí la incoherencia de estos liberales, o liber-
tarianos, que no dudan en reclamarse de Aristóteles, en aquello de que la ética
desemboca sobre la política, cuando en ellos desemboca sobre su negación.

¡233¡. La noción de lo político (Teoría del partisano).

¡2241. Cari Schmitt, Teoría de la Constitución.

¡2221. Cari Schmitt, Teología política [1922].

[236l Luc Boltanski y Eve Chiapello, Le nouvel esprit du capitalisme, Galli-


mard, 1999.

\22Jl. Edward N. Luttwak, Le turbo-capitalisme, Odile Jacob, 1999.

J2221. Siendo estas consideraciones del año 2000, resulta impactante el carác­
ter premonitorio de las mismas, (N. d. T.).

¡2221. Zinzins: inversores institucionales, (N. d. T.).

¡2401. cf. Erik Izraelewicz, Le capitalisme zinzin, Grasset, 1999.


¡2411. Michel Albert, Capitalisme contre capitalisme, Seuil, 1991.

¡2421. Robert Boyer, «L’internationalisation approfondit les spécificités de cha­


qué économie», en Le Monde, 29 febrero 2000.

¡2421. cf. André Orléan, Le pouvoir de la finance, Odile Jacob, 1999.


¡2441. Au nom des entreprises?, en Le Monde diplomatique, febrero 1999.

¡2421. «Nouvelle économie», en Le Monde diplomatique, abril de 2000.

¡2421. Yves le Hénaff, «Le temps des tulipes», en Pofitis, 13 de abril de 2000.

[247L «Les archaTsmes de la nouvelle économie», en Marianne, 10 de abril de


2000.

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t248l «Contester le capitalisme ou résister á la sociéte’ de marché?», en Esprit,
enero de 2000.

t249l Dominique Plihon, art.cit.

\222l. Op. cit.

t251l Le Nouvel Observateur, 14 de octubre de 1999.

1^21. Art. cit.

t253l «Les deux cent golden boys», en Le Nouvel Obsevateur.

t254l Cf. Gérard Despartes y Laurent Maudit, La gauche imaginaire et le nou-


veau capitalisme, Grasset, 1999.

t255l Wolfgang H. Reinicke, Global Public Policy. Governing without Gover-


nement, Brookings Institution Press, Washington 1998. Cf. también Niel Ha-
rris, The Return of Cosmopolitas Capital. Globalization, the State and War, LB.
Tauris, Londres 2002. Sobre la forma en que el capitalismo y el nacionalismo
han podido ser asociados en el pasado, cf. Liah Greenfeld, The Spirit of Capita-
lism. Nationalism and Economic Growth, Harvard University Press, Cambridge,
2002 .

t256l Transversales sciencelculture, marzo-abril de 2000.

I257] La gauche ingrate contre 1' OMC, en Le Monde, 8 de diciembre de 1999.

t258l. Au-delá de 1' AMI, en Transversales science/culture, marzo-abril 1998.

[2221. Le Monde, 25 de enero de 2000.

[26°1. Ibid.

t261J. «Des breches s ' ouvrent dans le front de la pensé unique», en Marianne,
24 de enero de 2000.

t262l Movimiento de inspiración católica que se manifiesta contra el matri­


monio entre homosexuales y reivindica el modelo de familia tradicional, (N. d.
T-).

[263] y er ei artículo: «Pourquoi n 'y a-t-il pas de conservatism e en France?», en


K risis, mayo 2009.

t264l Gaultier Bes. Nos lim ites. Pour une écologie intégrale, Centurión, 2014.

t265J. Francois Huguenin. Le conservatism e im posible, Table Ronde, 2006.

£266] jean-Philippe Vincent. Q u ' est-ce que le conservatism e? H istoire intellec-


tuelle d ' une idéepolitique, Belles Lettres, 2016.

t267l Yann Raison du Cleuziou «U n renversem ent de V horizon du politiue. Le


renouveau conservateur en France», en Esprit, octubre 2017.

[2681. Ibid.

I269l. En el artículo que publicó en el primer número de la revista L ' Incorrect


(septiembre 2017), Chantal Delsol escribe que «la izquierda busca la verdad uni­

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versal de una norma válida para todos los hombres». Esto es totalmente exacto,
pero ¿no es lo que busca también la religión cristiana?

Í2Z01. Philippe Bénéton. Le conservatism e, PUF, 1988.

I271l Frédéric Saint-Clair. La refondation de la droite, Salvator, 2017.

Entrevista en Le Fígaro, 15-16 de abril de 2017. Citado por Christophe


Geffroy, «U n renouveau du conservatism e?», en La N e f, junio 2017.

t273l Máxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalism e cyber-


nétique dans la societéglobale de l ' inform ation, Ecosocieté, Montreal, 2016.

t274l Groupe K risis, M an ifesté contre le travail, Léo Scheer, París, 2002.

t275l Christophe Grand, «Evénem ent de la société deprédation conséquence


du remplacem ent de l’hom m e p a r la m achine», sitio www.journaldumauss.net,
marzo 2015.

t276l. Esta es la tesis desarrollada por el historiador Yuval Noah Harari en un


libro reciente (H om o Deus. A B rie fH isto ry o f Tomorrow, Vintage, Londres, 2017),
que ha sido traducito en el mundo entero.

I277l Dominique Méda, Travail: la révolution nécessaire, EAube, La Tour-d’A i-


gues, 2010.

\213l. cf. Serge Paugam, Le salaire de laprécarité, PUF, París, 2000

l279] c f jean-Laurent Cassely, La révolte des prem iers de la clase. M étiers á la


conquéte de sens et reconversions urbaines, Arkhé, París 2017.

t280l David Graeber, D ette: 5 0 0 0 ans d ’histoire, Les liens qui libérent, París,
2013.

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