Está en la página 1de 9

EL PERONISMO AL PODER (1946-1955)

Las elecciones de 1946

Como ocurriría en varias oportunidades en las cuatro décadas siguientes, la salida


política al régimen de facto pasaba por el previamente denostado sendero de la política
partidaria. El gobierno del general Edelmiro J. Farrel fijó la fecha de los comicios generales
para el 24 de febrero de 1946. Pero con una diferencia esencial: esta vez la autodenominada
Revolución tuvo su descendencia: el coronel Perón.
Dos amplios y heterogéneos movimientos se lanzaron a la campaña. El primero que
sostuvo la candidatura de Perón fue el nuevo Partido Laborista, basado en el sindicalismo
liderado, entre otros, por Luis Gay y Cipriano Reyes. Se autodefinían como “una
agrupación de los trabajadores de las ciudades y del campo que tiene por finalidad
luchar en el terreno político por la emancipación de la clase laboriosa del país”. Sus
banderas eran: “programa de tipo populista y social demócrata (...) nacionalización de
importantes sectores de la economía (...) eliminación del latifundismo, el aumento de
impuestos directos y el perfeccionamiento del sistema de previsión social”. El
laborismo era la “columna vertebral” de lo que informalmente se llamaba ya “peronismo” y
su basamento propagandístico más sólido estaba constituido por las medidas sociales
tomadas por Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión en 1943-1945. Se alineaban
también en ese bando la UCR Junta Renovadora ( era la correa de transmisión de los
sectores patronales peronistas), sectores provenientes del nacionalismo (como la Alianza
Libertadora Nacionalista, que apoyaría con reservas y que en muchos episodios se
destacaría como grupo de acción directa e intimidación sobre los opositores), los miembros
de FORJA (disuelta en 1945) y los “Centros Cívicos Coronel Perón”. La introducción de la
enseñanza religiosa por parte del gobierno militar valió a Perón el apoyo de la Iglesia
Católica. Además de la Policía, parte del Ejército (la fracción de Ávalos estaba en el otro
bando) y la burocracia; entre bambalinas, este frente tenía otro apoyo: el imperialismo
inglés y los estancieros de la Provincia de Buenos Aires.
En el otro bando, el núcleo más fuerte de la Unión Democrática era la Unión Cívica
Radical, que proporcionaba su experimentada estructura partidaria y los candidatos
presidenciales: José P. Tamborini y Enrique P. Mosca. Se mantuvieron a su lado los
partidos Demócrata Progresista, Socialista y Comunista. En las primeras semanas de 1946
el Partido Demócrata Nacional (conservadores), sin incorporarse formalmente a ella, dio su
apoyo electoral a la fórmula radical. Corporaciones empresarias (como la Unión Industrial,
Bolsa de Comercio, Sociedad Rural y Cámara de Comercio), la Embajada de EE.UU. y la
mayoría de la prensa apoyaban a la Unión Democrática. Si bien la propaganda de la
coalición democrática tomaba en cuenta la cuestión social, su idea principal era el
antifascismo: llamaba “nazi-peronismo” al bando contrario y llegaba a equiparar a Perón
con Hitler. Fue un error de los partidos democráticos dejar las banderas sociales en manos
del adversario.
El padrón electoral habilitaba como votantes a 3.405.173 ciudadanos. Votaron
efectivamente 2.839.507 (más del 83 por ciento). El escrutinio duró varias semanas y recién
finalizó en los primeros días de abril. Y el gobierno emergente resultó ser el de Juan D.
Perón: “había sido votado –registra Félix Luna- por 1.478.500 ciudadanos; Tamborini
por 1.212.300”; las cifras no revelan la verdadera distribución del poder que significaban:
porque la coalición democrática solamente obtenía 72 electores de Presidente, contra 304
del peronismo, que se acreditaba “la omnipotente mayoría de dos tercios en Diputados y
la casi totalidad del Senado, trece de las catorce provincias y todas las legislaturas,
salvo la de Corrientes”. El día de la asunción de las nuevas autoridades fue el 4 de junio
de 1946, fecha que destacaba al nuevo gobierno, como continuador de la revolución del 43.

LA EVOLUCIÓN POLÍTICA: EL PRIMER GOBIERNO (1946-1952)

El nuevo presidente decidió asegurar su éxito electoral apoyándose en el respaldo


mayoritario que le habían dado los sectores populares y, en particular, los trabajadores.
Consideraba que su conducción debía desempeñar un rol central que impidiera la
desarticulación y la polarización de las distintas fuerzas sociales. Por otra parte, el bloque
político que lo acompañaba aún era frágil, y la oposición, pese al desconcierto de la derrota,
mantenía su encono contra el candidato triunfante. En consecuencia, en mayo de 1946,
Perón dispuso la disolución de los partidos que lo apoyaban y la organización de uno nuevo
provisoriamente denominado “Partido Único de la Revolución Nacional”. Los radicales
renovadores y los independientes se allanaron a la decisión, pero los laboristas la
rechazaron intentando preservar su autonomía frente a su líder político. Sin embargo, los
sindicalistas que integraban el laborismo debieron aceptar que el triunfo electoral se había
debido, fundamentalmente, a la popularidad del candidato más que a su propia acción
partidaria. Cuando se creó el Partido Peronista –en 1947-, los laboristas se incorporaron al
mismo y, de hecho, disolvieron su propia agrupación facilitando el paso a la hegemonía del
nuevo partido.
La única manera de resistir el intervencionismo de Perón, era la de luchar a
muerte por la autonomía obrera, aún en un partido como el Laborista, reformista y
tibiamente antiimperialista; pero la dirección sindical burocrática no tuvo conciencia
política para ello. Estos dirigentes eran burócratas, sin verdaderos principios de clase.
No bien le tomaron el gusto a las bancas del Congreso o a los puestos oficiales, se
olvidaron de toda autonomía política.
No obstante, el movimiento obrero no dejó todo en manos del Estado Peronista y el
mesianismo de Perón. Su independencia de clase se asentó de ahí en más en las crecientes
organizaciones fabriles, en las Comisiones Internas y en los Cuerpos de Delegados. Eran
organismos superdemocráticos que al calor de la lucha cotidiana contra la explotación
patronal, elegían y destituían a sus dirigentes fabriles con rigurosa democracia obrera.
Serían esas Comisiones Internas y esos Cuerpos de Delegados quienes encabezarán las
huelgas que, a partir de 1947 y hasta el final del peronismo, jalonarán la lucha por las
reivindicaciones de clase, anulando el efecto de la verticalidad del movimiento patronal
peronista.
El control de la justicia se constituyó en otro objetivo del gobierno peronista. La
Suprema Corte de Justicia constituía un baluarte opositor y era notoria la vinculación de sus
miembros con el antiguo régimen conservador. El flamante presidente de la Nación
consideró que la justicia debía acompañar “el desenvolvimiento social” por lo que
promovió el juicio político con la intención de remover a los jueces de la Corte.
El debate del juicio político duró diecisiete horas y culminó, en abril de 1947, con la
destitución de cuatro de los miembros de la Corte y del procurador general de la Nación.
Luego de este proceso se destituyeron a muchos otros jueces. El gobierno se aseguró, de
esta manera, la lealtad política de la justicia.
El propósito de acentuar la centralización institucional del aparato gubernamental,
en marcha desde la década del ’30, volvió a afectar a las tradicionalmente frágiles
autonomías provinciales. Durante las dos gestiones presidenciales (1946-1955), el gobierno
peronista llevó adelante quince intervenciones federales, once de las cuales fueron por
decreto. Corrientes, única provincia donde el peronismo perdió las elecciones, fue
intervenida en setiembre de 1947. Las restantes intervenciones federales respondieron a la
necesidad de neutralizar las pugnas que, en el interior de diversas provincias, enfrentaban a
sectores del propio oficialismo. Recién en 1950, la regularización de las situaciones
provinciales permitió el inicio de las reuniones anuales de gobernadores y una mayor
coordinación de sus políticas con las del poder central.
El Poder Ejecutivo tuvo menos problemas en convertirse en principal motor de la
acción legislativa. El triunfo electoral de 1946 le permitió contar con una holgada mayoría
de representantes en la Cámara de Diputados y con la totalidad de los miembros del
Senado. a partir de 1948, y particularmente desde 1951, la burocratización del Parlamento
fue evidente. El Poder Ejecutivo acentuó su control sobre los representantes del pueblo.
Desaparecían las iniciativas de los legisladores, y numerosos proyectos de ley eran
elaborados o revisados en distintos ministerios, para luego ser presentados formalmente al
cuerpo suscripto por los diputados justicialistas. La lealtad incondicional a la conducción de
Perón pasó a constituirse en el criterio operativo de los parlamentarios oficialistas.
El gobierno consideró que para legitimar el intervencionismo económico y social
era necesaria la reforma de la Constitución liberal de 1853. En consecuencia se convocó a
una Convención Nacional Reformadora.
Las reformas aprobadas por la Convención Reformadora convalidaron las nuevas
concepciones políticas, económicas y sociales acerca del Estado. En el terreno político,
consagraron, no sin ambigüedades, a un Estado de características autoritarias que
expandió sus potestades en desmedro de los derechos individuales y de la autonomía
de los movimientos sociales. Por un lado, se constitucionalizaron principios de la
jurisprudencia penal, como el de la aplicación de la ley más favorable al imputado, y
recursos procesales, como el hábeas corpus; por otro, se aprobaron disposiciones
claramente restrictivas de esos mismos derechos y preventivas de eventuales
movilizaciones sociales que comprometieran el orden imperante.
En el campo social se perfiló un Estado de corte igualitarista. Los nuevos
preceptos constitucionales impulsaban la redistribución de la riqueza en favor de los
sectores asalariados, a quienes se les reconocía, asimismo, una importante gravitación
en las empresas y en el propio Estado. Acorde con estos propósitos, se incorporaron
cláusulas que establecían los derechos especiales del trabajador, de la familia, de la
ancianidad y de la educación y la cultura. Igualmente se regulaba el mercado de
trabajo institucionalizando el conjunto de organismos y dispositivos sociales,
sindicales, salariales, previsionales, etc, impulsados desde el Estado a partir de 1943.
Pero, entre los “derechos sociales” se excluyó el derecho de huelga.
La nueva Constitución plasmó asimismo un Estado económicamente
nacionalista e intervencionista en las esferas de la distribución, comercialización y
servicios. El art. 40 consagró el monopolio estatal del comercio de importación y
exportación, y la explotación de los servicios públicos, así como la propiedad
inalienable e imprescriptible de la Nación sobre sus recursos públicos. Otras cláusulas
establecían la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica. De
hecho, se institucionalizaba una estatización en aquellos sectores de la producción
vinculados a la defensa nacional o que, por sus necesidades de capital, eran
inaccesibles al capital privado nacional.
Al ampliar las competencias y actividades estatales, la Constitución de 1949 expresó
el núcleo del programa político del peronismo. Pero esta concreción coincidió con los
límites del crecimiento económico y la crisis del sector externo. A partir de entonces, el
intento de regular la expansión de las fuerzas sociales y encauzar sus conflictos dentro de
un orden político estable comenzó a experimentar dificultades. Como respuesta, el gobierno
acentuó sus rasgos autoritarios y tendió a la regimentación de la sociedad civil.
El control político buscó reducir la influencia de las fuerzas políticas y sociales
opositoras. Con ello se incentivó la división entre peronistas y antiperonistas poniéndose en
tensión la estabilidad política y la cohesión interna del sistema. Las medidas represivas e
intimidatorias contra la oposición política se hicieron extensivas a los medios de
comunicación. El gobierno concentró los medios de comunicación e información para
ejercer presión propagandística en favor del peronismo y la persona de Perón. Estas
medidas de control político y la imposibilidad de derrotar electoralmente a Perón
exacerbaron a sectores de la oposición que orientaron sus expectativas en favor de un golpe
militar.
En la relación entre el gobierno peronista y los militares pueden distinguirse dos
fases:
a)- Hasta 1949, dada la considerable influencia política de las FF.AA., el
gobierno trató de neutralizarlas políticamente intentando reavivar el sentido de
profesionalismo y restaurando la disciplina. En parte lo consiguió mediante el
aumento de las remuneraciones, el mejoramiento de las condiciones de vivienda y
otros beneficios sociales, y con el decidido apoyo dado a la adquisición de armamentos
y la construcción de nuevas instalaciones militares. Por otra parte, el ministro de
Guerra y los oficiales superiores enfatizaron los valores tradicionales de obediencia y
disciplina, logrando que dentro da la oficialidad no hubiera reacciones colectivas o
uniformes ante las medidas del gobierno.
b)- Pero la vinculación entre las autoridades y el ejército comenzó a agrietarse
durante la crisis económica de 1949. Las divisiones políticas dentro del gobierno y los
cambios en el gabinete coincidieron con las presiones militares que buscaban recortar
el rol político de Eva Perón. Este había ido aumentando con la creación de la
Fundación Eva Perón, pero sus propios discursos y posiciones políticas, en donde se
acentuaban los rasgos sociales y populares del gobierno, habían convertido a Evita en
un referente importante del peronismo, que gradualmente iba teniendo sus propios
canales de adhesión. Por eso, el ministro de Guerra –apoyado por algunos oficiales en
actividad y en retiro- cuestionaban su influencia política tanto dentro del gobierno
como su accionar para movilizar los estratos más bajos contra las clases más altas.
Perón se comprometió, vagamente, a limitar las actividades de su esposa al ámbito del
bienestar social. Por otra parte, comenzó a replantear la relación del gobierno con las
Fuerzas Armadas.
Si hasta entonces el gobierno había estimulado la relativa autonomía de las fuerzas
militares, ahora se propuso eliminar la tradicional norma profesional de neutralidad
política. Esto supuso hacer esfuerzos para promover un sentimiento de identificación
personal y afinidad ideológica con el presidente y su movimiento; también implicaba
medidas que fortalecerían en los militares el sentido de reconocimiento personal y
profesional, por el trato favorable que ellos mismos y sus instituciones habían recibido.
Sin embargo, hacia 1950, la sensación de malestar adquirió proporciones
significativas en algunos sectores de las Fuerzas Armadas. Varios factores contribuyeron a
dicha situación y a la polarización entre los peronistas y la aún minoritaria oposición civil:
el rechazo de sectores de la oficialidad a comprometerse con la politización promovida por
el gobierno, la preparación de la reelección de Perón, el alarmante propósito de designar a
Evita como compañera de fórmula, el aumento de la vulnerabilidad de Perón a una
oposición unificada, los conflictos gremiales y el descontento de los nacionalistas frente al
acercamiento a los EE.UU. La acción propagandística de oficiales retirados y grupos civiles
contra lo que consideraban el totalitarismo de Perón comenzó a encontrar eco entre algunos
oficiales en actividad.
Dos grupos de oficiales rivalizaban para conducir un golpe militar. Uno de ellos era
encabezado por el general Eduardo Lonardi, militar en actividad, perteneciente a una
familia tradicional y nacionalista de Córdoba. El otro estaba guiado por el general (RE)
Benjamín Menéndez, veterano golpista vinculado al conservadorismo. Ambos jefes no
pudieron coordinar sus acciones debido a diferencias personales, tácticas y políticas. En
este último aspecto, Lonardi consideraba que, tras derribar a Perón, era necesario preservar
muchas de las medidas sociales peronistas. En cambio, Menéndez proponía una dictadura,
la derogación de la reforma constitucional de 1949 y dejar sin efecto la mayor parte de la
legislación peronista. Lonardi declinó la conducción del golpe, por lo que asumió el mando
Menéndez, que contó con la colaboración de importantes figuras de los partidos políticos de
la oposición.
El golpe se precipitó para anticiparse a la inminente reelección de Perón en los
comicios de noviembre de 1951. Varias razones determinaron su fracaso: la renuncia de
Evita a su candidatura, causa inmediata del descontento entre los militares; la planificación
inadecuada y la ejecución deficiente del golpe. Iniciado el levantamiento en Campo de
Mayo, el 28 de setiembre de 1951, fue rápidamente conjurado por oficiales leales y
suboficiales de dicha guarnición. Junto a Menéndez se rindieron y fueron detenidos otros
oficiales que, en el futuro, tendrían relevante actuación en el escenario político y militar:
Alejandro A. Lanusse, Julio Alsogaray y Benjamín Menéndez (h), entre otros.
El Poder Ejecutivo aprovechó el golpe frustrado para extremar su política represiva
en las esferas castrense y civil. Dispuso el estado de guerra interno, figura jurídica no
autorizada por la Constitución, ratificada por el Congreso, convalidada por la Corte
Suprema y vigente durante el resto del período peronista. Los conspiradores fueron
juzgados sumariamente por el Consejo Superior de las FF.AA. que, si bien no aplicó penas
de muerte, sancionó a los complotados con varios años de reclusión. Por otra parte,
mediante leyes modificatorias de las disposiciones vigentes para el personal militar se
buscó depurar los cuadros superiores de jefes anti-peronistas. Hacia fines de 1951, Perón
tenía un firme control de la institución militar, pero nada garantizaba que las hostilidades de
los cientos de oficiales destituidos y de los que permanecían en actividad estaban
definitivamente aplacadas.
1955: la caída de Perón.

Si el propósito presidencial había sido la organización de un Estado


monolíticamente centralizado y verticalista, hay que reconocer que ese objetivo parecía
largamente logrado a mediados de 1954. Aunque la apariencia de unanimidad no reflejaba
el panorama real de los sectores componentes de la “comunidad organizada”, era indudable
que nada escapaba a la estructura del Estado ni a su poder.
Sólo había una institución nacional que era ajena a esa unanimidad: la Iglesia
católica. El apoyo indisimulado que ésta había otorgado a Perón desde 1946 se había ido
enfriando al compás del incremento de las características coercitivas del régimen. La
Iglesia no podía tolerar más los aspectos plebeyos del bonapartismo peronista, y menos que
nada, “la agudización artificial de la lucha de clases”. La creación en Rosario, a mediados
de 1954, del Partido Demócrata Cristiano, encendió una señal de alerta en el gobierno, que
no ignoraba las críticas que se le hacían desde medios católicos y eclesiásticos.
En el curso de los meses siguientes la mayoría peronista del Congreso sancionó una
serie de leyes directamente dirigidas contra la Iglesia: se prohibieron las procesiones y los
actos religiosos en las calles; se derogó la Ley de Enseñanza Religiosa –piedra angular del
apoyo católico a Perón en 1946-; se estableció el divorcio vincular; se retiró el apoyo
oficial a los institutos privados católicos de enseñanza, y se autorizó la apertura de
lenocinios, prohibidos desde 1933. En mayo de 1955, la convocatoria a una convención
constituyente para establecer la separación de la Iglesia y el Estado terminaron de
galvanizar el frente político opositor.
Para la oposición, esta movilización del mecanismo de una asamblea constituyente
para desvincular a la Iglesia del Estado era una cortina que ocultaba los verdaderos
objetivos de la reforma: la derogación del molesto artículo 40, que obstaculizaba las
inversiones extranjeras en el país. Es que durante buena parte de 1954 y el verano de 1955
se habían llevado adelante las tratativas entre el gobierno y la Standard Oil de California
para la explotación petrolera en la provincia de Santa Cruz. El contrato establecía que la
empresa recibiría por cuarenta años –prorrogables por cinco más- 50.000 km2 de la
provincia para la exploración y eventual explotación del petróleo y el gas que encontrara.
En ese territorio la Standard Oil sería dueña de una suerte de extraterritorialidad, ya que
estaba autorizada a instalar sistemas telegráficos y telefónicos y construir aeropuertos,
caminos y embarcaderos con independencia de las leyes argentinas. La empresa podía,
asimismo, mantener un cuerpo propio de seguridad. Meses después, Frondizi calificaría la
zona concedida como “ancha franja colonial, cuya sola presencia sería como la marca
física del vasallaje”.
Petróleo y religión fueron vinculados entonces para mostrar la vuelta completa que
había dado el peronismo sobre sus posiciones originales. Todos estos factores confluyeron
para el desarrollo de un nuevo marco conspirativo cívico-militar.
Con motivo de la procesión de Corpus Christi, el 11 de junio de 1955, una
manifestación multitudinaria congregó a “los católicos activos, los nominales, los que
nunca iban a los templos y los opositores en toda la gama de sus posiciones
ideológicas”. La multitud, que desbordaba la Catedral y ocupaba la Plaza de Mayo, se
desplazó luego hacia el Congreso expresando consignas contra el gobierno. A esta
manifestación siguieron actos relámpago opositores en distintas ciudades del país como
parte de una ofensiva contra el gobierno que culminó, el 16 de junio, con una sublevación
militar.
La Marina, fuerza que albergaba fuertes tendencias antiperonistas debido a sus
vínculos con los sectores tradicionales de la sociedad, fue la protagonista de la intentona.
Contaba con el aval de un espectro heterogéneo de personalidades políticas radicales,
socialistas y conservadoras. Su objetivo era matar a Perón mediante un ataque aéreo a la
Casa de Gobierno. Al no contar con el apoyo del Ejército y la Aeronáutica, el golpe resultó
frustrado. No obstante, en el curso del mismo, bombas arrojadas por los sublevados sobre la
sede gubernamental y el Ministerio de Guerra provocaron, entre muertos y heridos, cerca
de 1.000 víctimas, la mayoría civiles. Tras este dramático episodio, grupos de civiles,
orquestados sin la intervención ni autorización de Perón, a manera de venganza, quemaron
y saquearon varias iglesias y el edificio de la Curia Arzobispal. Este atentado irracional
significó un nuevo impacto para el gobierno y pareció ensanchar el espacio para la
profundización de los enfrentamientos políticos y sociales.
Mientras las fuerzas sociales del país parecían alistarse para un enfrentamiento
definitivo, la fracción militar golpista acompañada de los civiles adictos aceleró la actividad
conspirativa aprovechando la defección de más jefes militares. Por su parte, los
trabajadores se dispusieron a defender al gobierno, inclusive mediante las armas. Pero, el
grueso de las FF.AA. aún favorecía al gobierno constitucional. Perón se respaldó en las
fuerzas militares leales y desestimuló toda actividad de sus partidarios tendiente a hacer
justicia por mano propia. El Ejército, en particular, pasó a ser árbitro de la situación.
Perón, bajo la presión del Ejército, intentó una política de conciliación. Autorizó las
actividades políticas opositoras y no eliminó a los elementos golpistas de las FF.AA. El
llamado a la “pacificación” fue rechazado por la oposición que interpretó el gesto
conciliatorio como un indicio de la debilidad del gobierno. Mientras, “comandos civiles”
integrados por jóvenes del ambiente político y universitario –en general provenientes de las
clases altas- efectuaban atentados terroristas y se aprestaban a colaborar con una inminente
sublevación militar. El repliegue político del gobierno se había convertido en un fracaso.
La respuesta de los conspiradores fue acelerar los preparativos del nuevo golpe
militar. El gobierno no adoptó ninguna medida efectiva para reprimirlos. Una oferta
cegetista al ministro de Guerra para que conformara una reserva armada de trabajadores “a
fin de impedir en el futuro cualquier intento de retrotraer a los trabajadores a las
ignominiosas épocas anteriores al justicialismo” fue rechazada.
El 16 de setiembre de 1955 un golpe de Estado, autodenominado “Revolución
Libertadora”, derrocó a un gobierno legitimado por cuanta compulsa electoral tuvo lugar
desde 1946. Varios factores contribuyeron al éxito golpista:
 Los conspiradores, tras los acontecimientos del 16 de junio, se persuadieron de
que Perón no apelaría a la movilización de sus partidarios para enfrentar una
sublevación militar.
 Perón confió en las Fuerzas Armadas para defender su gobierno. Si bien la
mayoría de la oficialidad mantuvo su lealtad al presidente, una minoría decidida
impulsó el golpe y otra parte considerable se mantuvo neutral, favoreciendo los
planes golpistas.
 La cambiante política del gobierno peronista, desde junio de 1955, orientada a
buscar un compromiso con la oposición política y las clases dominantes, resultó
un fracaso. Golpistas y opositores interpretaron, acertadamente, que esa política
denotaba signos de debilidad, de pérdida de la iniciativa política y expresaba una
desorientación susceptible de ser aprovechada para derrocar al presidente.
Desde una perspectiva histórico-estructural, el golpe reflejaba la necesidad de
los círculos económicos dominantes de acentuar la reorientación del rumbo económico
adoptado por el gobierno a partir de 1952. Debía favorecerse la entrada irrestricta de
las inversiones extranjeras, realizarse una apertura del comercio exterior, incorporar
el país a los organismos económicos multilaterales e intensificar el acercamiento hacia
los EE.UU., iniciado, no sin reticencias, por el mismo gobierno peronista. Debían
eliminarse las regulaciones estatales y subordinar la base social del peronismo a los
objetivos de nuevas formas de acumulación. En definitiva, los sectores más poderosos
de las burguesías industrial y agropecuaria argentinas dudaban de la disposición del
peronismo para conducir una nueva fase de desarrollo capitalista acorde con las
tendencias impulsadas por los EE.UU. tras el fin de la 2ª Guerra Mundial. Desde un
punto de vista político no se cuestionaba sólo sus tendencias autoritarias o la ausencia
de formas verdaderamente democráticas, sino también la presencia en los círculos del
poder de sectores sociales “indeseables”. Sólo el derrocamiento del gobierno podía
hacer posible los cambios económicos y políticos que se consideraban necesarios.
Finalizamos estas referencias con las palabras de Nahuel Moreno, al respecto: “el 16
de septiembre de 1955 el Ejército “prescindente” y “sanmartiniano” de noventa días
antes, derribaba a un presidente surgido de sus filas y que prefirió no resistir para no
poner en peligro el sistema capitalista. No se trató de “no derramar sangre de
argentinos”, como afirmó Perón, sino de no derramar sangre de burgueses argentinos,
pues la de los trabajadores, precisamente, empezaría a derramarse a partir del
ascenso al poder de los gorilas reaccionarios… Como decíamos en 1954, al caer Perón
nos convertiríamos inmediatamente en colonia yanqui… Por eso, la derrota de Perón
significó, de hecho, una derrota del movimiento obrero argentino. La colonización
yanqui tenía luz verde”.

RAPOPORT, MARIO “Historia económica, política y social de la Argentina (1880-


2000)”

PALACIOS, HECTOR “Historia del movimiento obrero argentino”, T.II

CUESTIONARIO

1)- Caracterice a los dos partidos que se forman para las elecciones de 1946.¿Quién ganó?
2)- ¿Cuáles fueron las 1ras. Medidas adoptadas por Perón una vez en la presidencia?
3)- Constitución de 1949: ¿qué establecía en lo político, económico y social?
4)- Explique cómo fue la relación de Perón con los militares.
5)- Caracterice a los dos grupos golpistas dentro de las FF.AA. ¿Por qué fracasa el golpe
militar de 1951?
6) ¿Cómo reacciona Perón ante el fallido golpe militar de 1951?
7)- Explique los motivos que llevaron a la pelea entre Perón y la Iglesia.
8)- ¿Qué factores contribuyeron al éxito del golpe militar de 1955?
9)- ¿Cuáles fueron los verdaderos motivos, desde el punto de vista histórico-estructural, que
llevaron al derrocamiento de Perón en 1955?

También podría gustarte