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Ministerio de Cultura y Educación de la Provincia de Formosa

Subsecretaría de Cultura

Plan Provincial de Lecturas

Programa Acompañar Puentes de Igualdad

Puentes con palabras

Posibles secuencias de trabajo para los encuentros

Todas las propuestas se organizan a partir de dos estrategias básicas: la lectura en voz alta y la
conversación acerca de lo leído.

Propuesta 1

La galería de los seres extraños

“El espantapájaros”, de Hugo Mitoire

1. El responsable presenta la propuesta a los chicos y puede comenzar


preguntando qué opinan de las historias de miedo, si han leído o recuerdan
alguna, si es un tipo de relato que les guste o interese. También pueden
referirse a películas o series del género.
2. Un alumno o el responsable del taller escribe los títulos de las historias que se
van a leer en el pizarrón (o en un papel si no estuvieran en el aula). Si cuentan
con el libro en formato papel pueden mostrarse las tapas y contratapas, así
como ilustraciones del interior.
3. Antes de iniciar la lectura de “El espantapájaros”, charlan acerca de si alguna
vez vieron o confeccionaron uno, si hay alguno en su localidad o barrio,
comentar de qué materiales están hechos, qué tipo de ropas se les colocan,
cuál es su aspecto general.
4. Luego, el responsable del taller inicia la lectura en voz alta del texto con la
entonación, fluidez, intensidad requeridas, sin apuros, haciendo las pausas
necesarias y enfatizando las frases o momentos de tensión o mayor relevancia.
Es fundamental que el responsable conozca muy bien el texto, es decir, que lo
haya leído previamente.
5. Luego de la lectura, el responsable abre la conversación acerca de lo que
leyeron, intentará que todos participen de este intercambio pero sin presionar
u obligar si alguno no desea hablar. La charla puede estar orientada a que
indiquen qué momento fue el que más les llamó la atención o los asustó, qué
piensan de los personajes, si les gustó uno más que otro, qué opinan del final,
etc.
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6. Como cierre de esta lectura, se propondrá a los chicos que dibujen (podría ser
en hojas tamaño oficio o cartulinas) un cartel con algún momento de la historia,
o la imagen del espantapájaros como ellos se lo imaginaron. Deberán colocar el
título del cuento, el autor y pueden incluir una frase que atraiga la atención de
alguien que no leyó el texto.

“El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga

1. Antes de compartir el texto, se puede charlar acerca del título, específicamente


si saben si se utilizan en la actualidad en nuestros hogares almohadones de
plumas, si alguna vez los usaron o los vieron, si se imaginan alguna diferencia
con los que ellos usan, etc. También se puede charlar acerca del autor, es
probable que alguna vez hayan leído alguna otra de sus obras, se pueden
presentar los títulos de otros de sus cuentos para que los chicos expresen si les
gustaría leer algún otro, si les llama la atención por algún motivo.
2. Se propondrá la visualización del cuento disponible como cortometraje en
https://youtu.be/9ZOjsjBBFZU. Si no se cuenta con los medios para la
reproducción, se puede, obviamente leerlo también en voz alta de acuerdo con
las mismas recomendaciones realizadas con anterioridad.
3. Se facilitará el espacio luego de la lectura para el intercambio de opiniones
acerca del texto. De contar con los recursos (libros, computadoras, celulares,
conexión a internet) se podrá realizar una pequeña investigación acerca de los
parásitos de las aves, sus características, forma, tamaño.
4. Los chicos confeccionarán también sus carteles dibujando cómo sería el bicho
que se cobró la vida de Alicia. Puede utilizarse la técnica del collage.

“El huésped”, de Amparo Dávila

1. Dadas las características de los textos leídos anteriormente, antes de leer el


cuento de esta autora mexicana, podemos hablar con los chicos acerca de qué
esperar de este relato: quién podría ser ese huésped, dónde se alojaría, si
tendría algún problema, de dónde vendrá, qué vendrá a hacer, etc.
2. Se sugiere en este caso, la audición del texto disponible en
https://www.youtube.com/watch?v=A-
dEC0oyQbE&ab_channel=MagaL.Oliveira
3. Este cuento deja abierta totalmente la incógnita de quién es ese huésped y por
eso el intercambio luego de su lectura puede ser sumamente rico ya que cada
uno de los chicos puede llenar los vacíos de manera totalmente única y original.
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4. De esta manera, cada chico plasmará en su producción gráfica una versión


diferente del personaje. De acuerdo con el tiempo de que se disponga, podrá
solicitarse que agreguen un párrafo en el que se explayen acerca de los
sentidos que construyeron alrededor del mismo: cómo es, por qué es violento,
por qué lo trajo el marido, etc.

Cierre

Se expondrán todas las producciones en las galerías de la institución.


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“El espantapájaros” 1

Hugo Mitoire

En el campo todos saben, que no se debe dejar abandonado a un


espantapájaros en la chacra o la huerta. Dicen que si se lo abandona, ese
muñeco de trapo y madera es capaz de cobrar vida, y lo que es peor, convertirse
en algo macabro y peligroso.
Es por eso que cuando una huerta o cualquier chacrita es abandonada
por sus dueños, porque se mudan de lugar, o porque la tierra ya no sirve para
los cultivos, o simplemente porque no tienen ni un poquito de ganas de plantar
nada, lo primero que hacen es llevarse al espantapájaros y quemarlo enterito.
Pero la familia Centurión no conocía esta leyenda, nunca nadie les contó
nada, y como no está escrito en ninguna parte, jamás se enteraron, hasta que
ocurrió lo que ocurrió.
Ellos habían venido del sur del país, y se instalaron en el Chaco, en un lugar
bastante tenebroso llamado Rincón del Zorro, un paraje cerca de Cancha Larga.
El hombre era agricultor y tenía su esposa y tres hijos, de doce, ocho y cuatro
años. Parece que estaban cansados de tanto frío allá en el sur, y decidieron venir
para estos lados y cambiar de clima. Jamás podrían haber imaginado lo que les
esperaba.
Compraron un chacrita de diez hectáreas y el hombre que era muy
trabajador, sembró casi toda la tierra de algodón y girasol. Cerca de su casa
preparó un lugar para tener una pequeña huerta, le puso tejido y empezó a
remover la tierra. Allí plantó de todo, tomates, pimientos, lechugas, repollos,
acelgas, zanahorias, porotos, arvejas y muchas cosas más, todas para consumo
de la casa. Compró tres o cuatro chanchitos para cría, y unos cuantos chivos,
para de vez en cuando hacer un asadito. También se aprovisionó de cinco vacas,
con eso ya tenía asegurada la leche todos los días. Además la señora hacía
quesos y dulce de leche casero.
Apenas las plantitas de la huerta empezaron a crecer, una infinidad de
pajaritos comenzaron a invadir para comerse las hojitas o las frutitas, y cuando
el hombre se dio cuenta, ya le habían comido casi toda su huerta. Una mañana
parece que le dio un ataque de rabia. Salió con la escopeta 16 de dos caños, y
empezó a meterles bala a todos los pájaros que estaban en la huerta. Mató a
unos cuantos pero el resto se tomó el buque. Apenas el hombre se iba con su
escopeta, volvían todos los pajaritos. Uno de esos días en los que estaba a los
tiros, pasó por el callejón del costado de la chacra, Don Acuña, un agricultor de
la zona, que sin bajarse del caballo se sacó el sombrero y lo saludó,
- Buenos días mi amigo, disculpe que me meta, no?, pero...así, a los tiros
no va a ir a ninguna parte. Yo que Ud. pondría un espantapájaros y santo
remedio.

1
Mitoire, Hugo Daniel. (2009). El espantapájaros. En Cuentos de terror para Franco II. Resistencia,
Argentina: Librería de la Paz.
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- Estos pájaros ya me tienen harto...a Ud. le parece que andará eso del
espantapájaros?.
- Hágame caso, fabrique un buen espantapájaros, bien grande, con
muchos colores, los brazos abiertos y un sombrero de ala ancha. Ah, píntele la
cara y los ojos, y una boca lo más grande posible, como que se está riendo, eso
asusta mucho a los pájaros.
- Bueno, le agradezco mucho, le voy a hacer caso. Después le cuento.
Don Acuña siguió camino. El hombre ese mismo día se puso a construir
el espantapájaros. Sus hijos estaban entusiasmados y  lo ayudaron, jamás
habían visto un muñeco tan grande...y tan terrorífico.
- Papi, me da miedo ese muñeco. –Dijo el del medio
- No seas miedoso, no ves que es de madera y trapos. –Dijo el mayor.
El más chico andaba dando vueltas toqueteando todo, y sin preguntar
nada.
El hombre primero hizo una cruz, que vendría a ser como el esqueleto
del muñeco, y después lo empezó a vestir, asegurando todo el cuerpo con otras
maderitas, alambre y clavos.
Cuando estuvo listo, la verdad es que asustaba. Medía como dos metros
de alto, y habían rellenado el pantalón y la camisa con espartillo seco, la cabeza
la fabricó con una bolsa blanca que la rellenó con trapo, y le pintó de rojo la
boca, la nariz y los ojos. Lo que más impresionaba era la boca, grandota, riendo
y con unos dientes terribles. Le puso un sombrero de paja de ala ancha y las
manos las hizo con unos guantes de color negro. El pantalón era de color azul y
la camisa blanca con rayas rojas, mamita querida!!!, que miedo daba eso!!!.
Con la ayuda del hijo mayor lo llevaron y lo clavaron en el centro de la
huerta. Cuando estuvo listo daba una impresión terrible, parecía que estaba
vivo y vigilando toda la huerta, ni borracho se iba a acercar algún pajarraco!!!
La verdad es que desde que pusieron el espantapájaros, a la huerta no se
acercaban ni los gatos ni los perros, ni nadie, y hasta la mujer del hombre tenía
miedo de ir a buscar verduras. Las plantitas crecían tranquilas, y el hombre y
toda su familia estaban muy contentos, Don Acuña tenía razón, no había nada
mejor que ese muñeco para cuidar la huerta.
Y así crecieron las plantas cuidadas por el espantapájaros, ni una hojita o
frutita fue picoteada por algún pajarillo. De vez en cuando le cambiaban el
pantalón, la camisa o el sombrero, y así entre pitos y flautas habrán pasado
unos tres años, hasta que al chico del medio le ocurrió ese accidente.
Fue una siesta en que el padre manejaba el tractorcito, y pasaba la rastra
de discos en una zona donde iban a plantar algodón. Su hijo Silvio, el del
medio, cabezudo como siempre corría detrás de la rastra metiéndole hondazos
a los pajaritos, o agarrando alguna lombriz o cualquier otro bichito que se
levantaba de la tierra removida. Hasta que en un momento, cuando se acercó
mucho a la rastra, el padre no se dio cuenta y frenó de golpe, y el chico se
estampó contra los hierros y ni los gritos desesperado de auxilio pudieron
advertir al padre, que sin mirar para atrás volvió a arrancar y ahí si que vino lo
peor. Una pierna quedó atrapada entre los discos de la rastra, y cuando se
reanudó la marcha, ahí recién el padre se dio cuenta, paró y enloquecido se tiró
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del tractor para socorrer a su hijito. La cosa es que lo llevaron a Resistencia, y


estuvo mucho tiempo internado, como dos o tres meses, lo operaron más de
diez veces, y por suerte se recuperó.
Durante todo ese tiempo la casa quedó abandonada, porque la familia
entera se había trasladado a la ciudad, y por supuesto, la huerta se arruinó,
porque crecieron los pastizales, rastrojos, aparecieron gusanos, langostas,  y no
quedó una sola plantita o fruta, hasta el espantapájaros empezó a taparse con
semejante yuyal.
Cuando la familia volvió, lo primero que hizo el hombre fue dedicarse a
la chacra, que era lo más importante, y por supuesto la huerta siguió en el
mismo estado de abandono.
Un día el más chico, Juan, que ya tenía como siete años, dijo,
- Mamá, el muñeco se mueve y levanta la mano, parece que me saluda...
- No hijo, no se puede mover, a lo mejor el viento lo hamaca un poco.
Y el nene, medio confundido porque no le creían, y porque veía que
realmente el muñeco levantaba una mano, siguió mirando al espantapájaros.
Después de almorzar todos se fueron a dormir la siesta, Silvio y Juan
compartían la misma pieza. A la hora, se escucharon gritos y llantos
desconsolados,
- Mamaaaaa!!, papaaaaaaaaaa!!!!!, el muñeco me quiere matar!!!!
Y los padres salieron corriendo, entraron a la pieza y vieron a Silvio sentado en
su camita con cara de dormido, y a Juan, escondido debajo de la suya, llorando
y pataleando.
Lo sacaron y mientras trataban de consolarlo con abrazos y caricias, le
preguntaron qué había pasado. El nene contó que el espantapájaros se había
asomado a la ventana y tenía en su mano un machete, además dijo, que se reía y
tenía la boca y los dientes muy grandes. Los padres trataron de tranquilizarlo,
- No tengas miedo hijito, ese muñeco no puede caminar ni moverse de
donde está, a lo mejor solo soñaste...
- No papá, el muñeco vino a la ventana...
Entonces la madre pidió a su esposo,
- Porque no sacas de una vez por todas ese muñeco de la huerta, si total
ahora no sirve para nada.
- Lo que pasa es que la otra semana ya voy a limpiar la huerta y sembraré
de nuevo, así que mejor lo dejo, entonces no tengo que andar haciendo otro, que
bastante trabajo me dio hacerlo.
Y lo dejó nomás, pero el nene casi todos los días hablaba del muñeco, que
lo vio aquí, que lo vio allá, que se movía, que lo vio corriendo o subido a un
árbol, y cosas así. Los padres ya no le hacían caso.
Hasta que una tardecita, el nene andaba con su honda por el patio y en
un momento se quedó quieto, como paralizado, mirando al muñeco que estaría
a unos cincuenta metros, y como si fuera una atracción misteriosa, como si lo
hubiese hipnotizado, empezó a caminar en dirección al espantapájaros.
Fue la última vez que la madre vio a su hijo y en ese momento no le
llamó la atención, porque andaba como todos los días de acá para allá con su
honda, recorría el patio, los alrededores, la huerta, a veces se iba hasta un
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mogote cercano, y jamás imaginó esa pobre madre, que ese paseo era diferente
y que además sería el último.
Después de un rato, el hijo más grande preguntó por Juan, y la madre le
indicó para donde se había dado,
- Andá a buscarlo y decíle que venga ya para la casa porque está
oscureciendo.
A los pocos minutos el mayor volvió,
- Mamá, no lo encuentro por ningún lado...
- Andá corriendo a la chacra, buscá a tu papá y contale, yo voy a ver si no
anda por el mogote.
Después de dos horas de búsqueda, toda la familia lloraba angustiada.
Llamaron a unas familias de las chacras vecinas, y con linternas y
radiosol, recorrieron una y otra vez todos los lugares…pero nada.
Al otro día con la ayuda de mucha gente y la policía siguieron buscando,
y no encontraron ningún rastro.
A media mañana llegó Don Acuña, muy preocupado se acercó al padre
del chico, y le preguntó,
- Dígame Don, y disculpe la pregunta...pero, desde cuando está ese
espantapájaros abandonado?
- Desde hace unos tres meses, desde que nos fuimos a Resistencia... por
qué?
- Porque nunca hay que dejar un espantapájaros abandonado, es un
asunto muy peligroso.
- Y…por qué es peligroso…?
- Asegún dicen, estos bichos son capaces de tener vida, y algunos
cuentan cosas muy embromadas. Yo no lo quiero asustar pero, nunca le facilite
a la desgracia.
Y ahí el hombre se largó a llorar y le contó a Don Acuña las cosas que
veía y contaba su hijo menor.
- Con toda seguridad que eso era así, ese chico no mentía –Respondió
Don Acuña y luego preguntó- ya revisaron cerca del muñeco?
- No, no revisamos, pero pasamos por al lado y no había nada, solo
estaba el muñeco clavado en la tierra.
- A mí me van a disculpar, pero yo soy muy desconfiado con estos
bichos, vamos a ver de nuevo –Pidió Don Acuña.
Toda la familia y un montón de vecinos siguieron a Don Acuña. Cuando
llegaron al pie del espantapájaros, empezaron a revolver los pastizales y los
yuyos, hasta que el grito de la madre los paralizó a todos.
A medio metro del muñeco, debajo de unos espartillos,  encontraron la
honda y la bolsita de bodoques del niño.
La madre abrazando y besando esas cosas de su hijito, lloraba y
suplicaba,
- Mi Juancito...por favor, quiero a mi Juancito...
Ese mismo día el padre y otros hombres del lugar, hicieron una gran
fogata con el espantapájaros y el padre casi enloqueció cuando vio arder ese
montón de madera y trapos, dice que escuchaba un gemido, o como un llanto
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ahogado, y que le parecía que era el de su hijito. Todos pensaban que realmente
estaba quedando trastornado o medio loco, y no le hicieron caso.
Días después, cuando le contaron esto a Don Acuña, este dijo,
- Ese hombre no está loco, si el padre escuchó los gemidos de su hijo, con
toda seguridad el espantapájaros fue quien se llevó al niño.
La cosa es que la búsqueda siguió durante un mes, y no quedó ni un
pasto o árbol sin revisar en todo Rincón del Zorro y Cancha Larga, pero del
niño no se encontró ni un solo rastro.
Con todo el dolor en el alma, los padres fueron a consultar otra vez a
Don Acuña, para que los oriente, o para que le diga que se podía hacer.
Y Don Acuña habló de nuevo,
- Miren, yo sé que para Uds. es muy doloroso lo que le voy a decir, pero
para mí todo esto tiene que ver con ese muñeco desgraciao. Lo que le
recomendaría es que todos los días revisen el lugar donde estaba el
espantapájaros, asegún dicen siempre siguen apareciendo cosas.
Y desde ese día, cada mañana y cada tarde los padres iban al centro de la
huerta a revisar.
A los cuatro días encontraron su pantaloncito y las alpargatitas y una
semana después, su camisita y la gorra.
Pasaron varias semanas más sin que apareciera otro rastro. Luego de
algunos meses, Juancito había desaparecido para siempre.

“El almohadón de plumas” 2

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter


duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando, volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer. Durante tres meses –se habían casado en abril– vivieron una dicha
especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor,
más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas
de mármol– producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba
aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado
2
Quiroga, Horacio. (1944). El almohadón de plumas. En Cuentos de amor, de locura y de muerte. Buenos
Aires, Argentina: Editorial Losada.
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su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No


obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún
vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde
pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa
de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día
que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico
de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso
absolutos.
–No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja–. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! –clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
–¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más
porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que
tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante
de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin
saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
–Pst... –se encogió de hombros desalentado su médico–. Es un caso serio... poco
hay que hacer...
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–¡Sólo eso me faltaba! –resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la


mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre
al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos
encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas
podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le
arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de
monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y
la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono
que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin.
La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa
del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven
no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio
habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La
sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos
en los almohadones de pluma.
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“El huésped” 3

Amparo Dávila

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al
regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y
yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se
acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor
impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la
ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
      No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era
lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo,
que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
      Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su
llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía.
No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente
inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te
acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de
convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
      No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños,
la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él.
Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
      Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una
pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la
ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era
bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y
nunca supe a qué hora se acostaba.
      Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba
con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los
niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
      La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos
a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban
cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me
gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
      En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes,
begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían
buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy
3
Dávila, Amparo. (2009). El huésped. En Cuentos reunidos. México: Fondo de Cultura Económica.
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atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja


manguera.
      Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina.
Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces
que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra
proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al
suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como
una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado
      Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la
perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba
siempre.
      Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien
pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta
de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba
hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún
oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»;
gritaba desesperada.
      Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba
realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está
durmiendo, él, él, él..
      Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra,
tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de
llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la
pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a
carne, no probaba nada más.
      Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no
podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una
vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me
quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto
quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier
momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido
llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba
bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas
también lo entretenían…
      Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo
afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada
fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba
encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera
soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se
libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y
la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que
acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
      Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que
sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde
hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
      Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la
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compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba


durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del
mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño
mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando
cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me
lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la
furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues
caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró
desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor
y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se
recuperó pronto.
      Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era
una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero
ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
      Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara,
alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el
pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y
deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser
inofensivo.»
      Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía
dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a
quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
      Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se
separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con
ellos en mi cuarto.
      — Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
      — Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
      — ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un
odio…
      Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
      La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para
la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos
veinte días.
      No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día
despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y
su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
      Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños
dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la
puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
      Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas
y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto.
Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas
que no podíamos perder tiempo ni en comer.
      Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba
martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el
cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la
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respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y


comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras
trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo
entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo
estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
      Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin
luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella,
gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir,
¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes
de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo
que vivió cerca de dos semanas…
      Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos
dos días más, antes de abrir el cuarto.
      Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte
repentina y desconcertante.

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