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Todas las propuestas se organizan a partir de dos estrategias básicas: la lectura en voz alta y la
conversación acerca de lo leído.
Propuesta 1
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6. Como cierre de esta lectura, se propondrá a los chicos que dibujen (podría ser
en hojas tamaño oficio o cartulinas) un cartel con algún momento de la historia,
o la imagen del espantapájaros como ellos se lo imaginaron. Deberán colocar el
título del cuento, el autor y pueden incluir una frase que atraiga la atención de
alguien que no leyó el texto.
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Cierre
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“El espantapájaros” 1
Hugo Mitoire
1
Mitoire, Hugo Daniel. (2009). El espantapájaros. En Cuentos de terror para Franco II. Resistencia,
Argentina: Librería de la Paz.
Ministerio de Cultura y Educación de la Provincia de Formosa
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- Estos pájaros ya me tienen harto...a Ud. le parece que andará eso del
espantapájaros?.
- Hágame caso, fabrique un buen espantapájaros, bien grande, con
muchos colores, los brazos abiertos y un sombrero de ala ancha. Ah, píntele la
cara y los ojos, y una boca lo más grande posible, como que se está riendo, eso
asusta mucho a los pájaros.
- Bueno, le agradezco mucho, le voy a hacer caso. Después le cuento.
Don Acuña siguió camino. El hombre ese mismo día se puso a construir
el espantapájaros. Sus hijos estaban entusiasmados y lo ayudaron, jamás
habían visto un muñeco tan grande...y tan terrorífico.
- Papi, me da miedo ese muñeco. –Dijo el del medio
- No seas miedoso, no ves que es de madera y trapos. –Dijo el mayor.
El más chico andaba dando vueltas toqueteando todo, y sin preguntar
nada.
El hombre primero hizo una cruz, que vendría a ser como el esqueleto
del muñeco, y después lo empezó a vestir, asegurando todo el cuerpo con otras
maderitas, alambre y clavos.
Cuando estuvo listo, la verdad es que asustaba. Medía como dos metros
de alto, y habían rellenado el pantalón y la camisa con espartillo seco, la cabeza
la fabricó con una bolsa blanca que la rellenó con trapo, y le pintó de rojo la
boca, la nariz y los ojos. Lo que más impresionaba era la boca, grandota, riendo
y con unos dientes terribles. Le puso un sombrero de paja de ala ancha y las
manos las hizo con unos guantes de color negro. El pantalón era de color azul y
la camisa blanca con rayas rojas, mamita querida!!!, que miedo daba eso!!!.
Con la ayuda del hijo mayor lo llevaron y lo clavaron en el centro de la
huerta. Cuando estuvo listo daba una impresión terrible, parecía que estaba
vivo y vigilando toda la huerta, ni borracho se iba a acercar algún pajarraco!!!
La verdad es que desde que pusieron el espantapájaros, a la huerta no se
acercaban ni los gatos ni los perros, ni nadie, y hasta la mujer del hombre tenía
miedo de ir a buscar verduras. Las plantitas crecían tranquilas, y el hombre y
toda su familia estaban muy contentos, Don Acuña tenía razón, no había nada
mejor que ese muñeco para cuidar la huerta.
Y así crecieron las plantas cuidadas por el espantapájaros, ni una hojita o
frutita fue picoteada por algún pajarillo. De vez en cuando le cambiaban el
pantalón, la camisa o el sombrero, y así entre pitos y flautas habrán pasado
unos tres años, hasta que al chico del medio le ocurrió ese accidente.
Fue una siesta en que el padre manejaba el tractorcito, y pasaba la rastra
de discos en una zona donde iban a plantar algodón. Su hijo Silvio, el del
medio, cabezudo como siempre corría detrás de la rastra metiéndole hondazos
a los pajaritos, o agarrando alguna lombriz o cualquier otro bichito que se
levantaba de la tierra removida. Hasta que en un momento, cuando se acercó
mucho a la rastra, el padre no se dio cuenta y frenó de golpe, y el chico se
estampó contra los hierros y ni los gritos desesperado de auxilio pudieron
advertir al padre, que sin mirar para atrás volvió a arrancar y ahí si que vino lo
peor. Una pierna quedó atrapada entre los discos de la rastra, y cuando se
reanudó la marcha, ahí recién el padre se dio cuenta, paró y enloquecido se tiró
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mogote cercano, y jamás imaginó esa pobre madre, que ese paseo era diferente
y que además sería el último.
Después de un rato, el hijo más grande preguntó por Juan, y la madre le
indicó para donde se había dado,
- Andá a buscarlo y decíle que venga ya para la casa porque está
oscureciendo.
A los pocos minutos el mayor volvió,
- Mamá, no lo encuentro por ningún lado...
- Andá corriendo a la chacra, buscá a tu papá y contale, yo voy a ver si no
anda por el mogote.
Después de dos horas de búsqueda, toda la familia lloraba angustiada.
Llamaron a unas familias de las chacras vecinas, y con linternas y
radiosol, recorrieron una y otra vez todos los lugares…pero nada.
Al otro día con la ayuda de mucha gente y la policía siguieron buscando,
y no encontraron ningún rastro.
A media mañana llegó Don Acuña, muy preocupado se acercó al padre
del chico, y le preguntó,
- Dígame Don, y disculpe la pregunta...pero, desde cuando está ese
espantapájaros abandonado?
- Desde hace unos tres meses, desde que nos fuimos a Resistencia... por
qué?
- Porque nunca hay que dejar un espantapájaros abandonado, es un
asunto muy peligroso.
- Y…por qué es peligroso…?
- Asegún dicen, estos bichos son capaces de tener vida, y algunos
cuentan cosas muy embromadas. Yo no lo quiero asustar pero, nunca le facilite
a la desgracia.
Y ahí el hombre se largó a llorar y le contó a Don Acuña las cosas que
veía y contaba su hijo menor.
- Con toda seguridad que eso era así, ese chico no mentía –Respondió
Don Acuña y luego preguntó- ya revisaron cerca del muñeco?
- No, no revisamos, pero pasamos por al lado y no había nada, solo
estaba el muñeco clavado en la tierra.
- A mí me van a disculpar, pero yo soy muy desconfiado con estos
bichos, vamos a ver de nuevo –Pidió Don Acuña.
Toda la familia y un montón de vecinos siguieron a Don Acuña. Cuando
llegaron al pie del espantapájaros, empezaron a revolver los pastizales y los
yuyos, hasta que el grito de la madre los paralizó a todos.
A medio metro del muñeco, debajo de unos espartillos, encontraron la
honda y la bolsita de bodoques del niño.
La madre abrazando y besando esas cosas de su hijito, lloraba y
suplicaba,
- Mi Juancito...por favor, quiero a mi Juancito...
Ese mismo día el padre y otros hombres del lugar, hicieron una gran
fogata con el espantapájaros y el padre casi enloqueció cuando vio arder ese
montón de madera y trapos, dice que escuchaba un gemido, o como un llanto
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ahogado, y que le parecía que era el de su hijito. Todos pensaban que realmente
estaba quedando trastornado o medio loco, y no le hicieron caso.
Días después, cuando le contaron esto a Don Acuña, este dijo,
- Ese hombre no está loco, si el padre escuchó los gemidos de su hijo, con
toda seguridad el espantapájaros fue quien se llevó al niño.
La cosa es que la búsqueda siguió durante un mes, y no quedó ni un
pasto o árbol sin revisar en todo Rincón del Zorro y Cancha Larga, pero del
niño no se encontró ni un solo rastro.
Con todo el dolor en el alma, los padres fueron a consultar otra vez a
Don Acuña, para que los oriente, o para que le diga que se podía hacer.
Y Don Acuña habló de nuevo,
- Miren, yo sé que para Uds. es muy doloroso lo que le voy a decir, pero
para mí todo esto tiene que ver con ese muñeco desgraciao. Lo que le
recomendaría es que todos los días revisen el lugar donde estaba el
espantapájaros, asegún dicen siempre siguen apareciendo cosas.
Y desde ese día, cada mañana y cada tarde los padres iban al centro de la
huerta a revisar.
A los cuatro días encontraron su pantaloncito y las alpargatitas y una
semana después, su camisita y la gorra.
Pasaron varias semanas más sin que apareciera otro rastro. Luego de
algunos meses, Juancito había desaparecido para siempre.
Horacio Quiroga
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“El huésped” 3
Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al
regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y
yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se
acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor
impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la
ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era
lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo,
que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su
llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía.
No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente
inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te
acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de
convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños,
la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él.
Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una
pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la
ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era
bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y
nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba
con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los
niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos
a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban
cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me
gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes,
begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían
buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy
3
Dávila, Amparo. (2009). El huésped. En Cuentos reunidos. México: Fondo de Cultura Económica.
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