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A Melissa y mi familia querida.

A Aude, gracias por tu paciencia.

Dominique Marion

A Salvatore, con amor.

Martina Peluso
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Shakespeare, William

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Romeo y Julieta / William Shakespeare ; adaptado por Dominique Marion; ilustrado por Martina Peluso.

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- 1a ed., 1a reimp. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Ateneo, 2015.
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32 p. : il. ; 30x23 cm.

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ISBN 978-950-02-0612-9

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1. Literatura Infantil Inglesa. I. Marion, Dominique, adap. II. Peluso, Martina , ilus. III. Título.

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CDD 823.928 2

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© Editions AUZOU, París (Francia), 2010, Roméo et Juliette
© Grupo ILHSA S. A. para su sello Editorial El Ateneo, 2015
Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires, Argentina
Tel.: (54 11) 4943-8200 Fax: (54 11) 4308-4199
editorial@elateneo.com - www.editorialelateneo.com.ar

ISBN 978-950-02-0612-9
Primera edición: diciembre de 2011
Primera reimpresión: noviembre de 2015

Impreso en Triñanes,
Charlone 971, Avellaneda,
provincia de Buenos Aires,
en noviembre de 2015.

Libro de edición argentina.


Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Romeo
y Julieta
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Texto adaptado por Dominique Marion par
Ilustraciones de Martina Peluso c om
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Hace mucho tiempo, en Italia, en la magnífica ciudad de Verona,


como cada día, el sol hacía brillar los trabajados balcones y las
tejas de las casas.
Y como cada día, los Capuleto y los Montesco, dos familias
nobles enemigas, se batían en las calles, espada en mano.
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Los ruidos y el entrechocar de las armas aterrorizaban a


los habitantes, que no osaban salir de sus casas.
Furioso, el príncipe de Verona, Escalus en persona, decidió
poner fin a la querella entre las dos familias, bajo pena de
muerte inmediata en la plaza más grande de Verona.
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Asustados por esta medida, los miembros de ambas familias
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decidieron entonces retornar cada uno a su casa con el fin de evitarse.

Fue entonces cuando Benvolio y Mercutio, de la familia de los Montesco,


se cruzaron con su primo Romeo, cerca del Agida. Admirar el tranquilo
curso de agua calmaba su pena.
Romeo tenía una cara tan triste y disgustada que, con su indumentaria
de brocado azul oscuro, parecía como si todas las desgracias del cielo
se hubiesen abatido sobre él.
–¡Eh! ¡Romeo! –gritó Benvolio saludándolo con su ancho sombrero de plumas.
–¿Por qué estás tan triste? –preguntó Mercutio.
Romeo emitió un largo suspiro antes de responder:
–Es simple, queridos primos, amo a Rosaline. A Rosaline, que no me quiere.

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–¡Los Capuleto dan una fiesta esta noche; acompáñanos, tu pena te pesará
menos! –le propusieron Benvolio y Mercutio.
Romeo observaba sus primos con inquietud: los Capuleto eran los peores
enemigos de los Montesco; cada vez que los miembros de ambas familias se
cruzaban, acababan desenvainando las espadas.

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Ambos jóvenes saltaban y bailaban en torno a Romeo creando
una danza de vivos colores:
–¿Se han vuelto locos? –les preguntó.
–Ya verás cómo nos vamos a reír. ¡Una vez disfrazados los tres,
nadie nos reconocerá! –insistió Benvolio tirándole de una manga.
–Y sobre todo, sobre todo… ¿adivina quién vendrá a la fiesta?
–rió Mercutio tirándole de la otra.
Romeo, con una sonrisa iluminándole el rostro, murmuró:
–¡La bella Rosaline!
En el palacio de los Capuleto, la música resonaba en todas las salas.
En cada mesa había bocadillos, pollos asados y apetitosos pasteles.
Las más bellas mujeres de Verona estaban reunidas, luciendo
deslumbrantes vestidos con reflejos tornasolados como las plumas
de un pavo real.

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En cada habitación, los hombres conversaban vestidos con sus mejores
atavíos. Romeo, que buscaba a Rosaline entre los numerosos invitados,
quedó repentinamente petrificado. Su mirada acababa de cruzarse con
la de una encantadora belleza.

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Acercándose a ella con pasos aterciopelados,


con su rostro disimulado detrás de una máscara,
tomó delicadamente la mano de la joven.
Y como ella levantó los ojos hacia él, descubrió su sonrisa,
tan dulce que se estremeció.
–Perdone a mi mano, pero es usted tan bella... –le dijo Romeo en un susurro.
–Perdono con mucho gusto a esta mano –respondió ella sonrojándose.
Entonces Romeo se inclinó, embelesado, hacia ella y, antes de que pudiese
reaccionar, depositó un beso en sus labios.
–Perdónelos también, por favor –dijo Romeo.

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Romeo y Julieta, solos en el mundo, no vieron aproximarse a Teobaldo
GeCapuleto, el primo de Julieta.
Teobaldo había reconocido la voz de Romeo y amenazaba a la pareja con
una larga espada cincelada, adornada con el águila de los Capuleto.
Afortunadamente Benvolio y Mercutio, que lo habían visto, sacaron a
Romeo del palacio para salvarlo.
La cabalgata de los tres hombres resonaba en las callejuelas
empedradas de Verona.
–¡Es bella como el sol, es dulce como la luna!
Y la luna, allá en lo alto, parecía sonreírle.
El sol envió sus primeros rayos a la ventana de la habitación de Romeo.
El joven había soñado con Julieta toda la noche.
Abraham, el sirviente de los Montesco, entró con dos jubones
y lo sacó de sus reflexiones matinales.
–Buenos días, Romeo, ¿qué prefiere ponerse hoy, la capa roja
con bocamangas en oro o la verde esmeralda? –preguntó.
–Necesito una larga capa negra –respondió Romeo después de un momento.

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t ene Bajo el brillo de las estrellas, Romeo
E l A escaló el alto muro de piedra que protegía
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dit o el jardín. Agazapado en la oscuridad, vio

a E a su bienamada aparecer en el balcón.

n t ilez No podía dejar de mirar el delicado perfil


Ge de Julieta, bañado por la luz de la luna.
Unas flores de desconocidos perfumes rodeaban
una majestuosa fuente. Todo estaba silencioso.
De repente, oyó hablar en voz baja.
–Romeo, ay, mi Romeo –lloraba Julieta desde su balcón–.
¿Por qué somos enemigos si yo tanto te amo?
–No lo seremos más, bella Julieta, abandonaré hasta mi nombre por
ti, te lo juro –respondió Romeo con un murmullo.
Julieta se inclinó hacia adelante, pero en la oscuridad de la noche solo
distinguía una sombra. Se asustó y preguntó: “¿Quién está
ahí?, ¿de quién es esa silueta?”. Romeo escaló por la hiedra hasta
llegar a Julieta, que se echó en sus brazos.

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–Romeo, ¿qué haremos para poder vernos?–se lamentaba Julieta–.
Mi padre y mis primos te perseguirían y te matarían si supiesen que
estoy enamorada de un Montesco.

Romeo la miró durante un instante y puso una rodilla en tierra.


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–Mi dulce Julieta, solo veo una solución –dijo–. Si tú me amas tanto
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como yo te amo a ti, cásate conmigo. Yo te prometo en el nombre
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de la luna de plata que nos ilumina esta noche, que te vo r
amaré,
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te adoraré y te protegeré por la eternidad, siotúr lo quieres.
Julieta también se puso de rodillas. eo
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–Si, lo quiero –respondió. l A
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En los árboles, una alondra empezó a cantar anunciando
el amanecer. di
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Para Romeo, e z era hora de partir.
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La noche del día siguiente, escondidos bajo oscuras telas,


los dos enamorados entraron discretamente en la pequeña capilla
del padre Lorenzo. Las paredes de piedra resonaban con sus pasos
y las velas proyectaban sus danzantes luces sobre las bajas bóvedas.
–Hijos míos, ¿qué sucede? –preguntó el padre Lorenzo, extrañado
de que viniesen a él los descendientes de las familias enemigas.
–Padre, nos amamos, pero por desgracia nuestras familias nos
separan –explicó tristemente Julieta.
–Es la razón por la cual debe usted casarnos esta noche –añadió Romeo
con voz firme.
El sacerdote vio entonces la posibilidad de reunir y reconciliar ambas familias.
–¡Que así sea! –dijo el padre Lorenzo bendiciéndolos.

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Al pie del altar recubierto por un baldaquín bordado,
Julieta, con un hermoso vestido blanco, permanecía
junto a Romeo, ataviado con un elegante jubón.
El padre Lorenzo les sonrió.
–Hijos míos, estamos reunidos aquí esta tarde
para celebrar esta unión. Romeo, ¿quieres tomar
como esposa a Julieta Capuleto?

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–¡Sí, quiero! –respondió Romeo.


–Y tú, Julieta, ¿quieres tomar como esposo a Romeo Montesco?
–¡Si, quiero! –respondió Julieta.
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Unidos desde ese momento, Romeo y Julieta salieron de la capilla
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bajo el cielo estrellado.
e
e ntilHabían decidido escapar al día siguiente para proteger su amor
G de las querellas de sus respectivas familias.
–Te recogeré en el jardín, ¡Julieta, mi Julieta! ¡Espérame! –dijo Romeo.
–No tardes, esposo mío –le respondió ella.

Pero en el camino de vuelta Romeo se encontró con sus primos,


que se batían contra Teobaldo Capuleto.
Y como Romeo se interpuso entre ellos para separarlos, Teobaldo
hundió su espada en el vientre de Mercutio, que cayó exámine
a los pies de Romeo.
Romeo tomó a Mercutio, su confidente de siempre,
entre sus brazos. Habían pasado tantos años juntos riéndose
y paseándose por Verona... Una sorda ira empezó a invadirle.

Desenfundó su espada gritando: “¡Teobaldooooo!”


y blandiéndola se lanzó contra el asesino de su primo.

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Teobaldo reculó frente al furioso
asalto de Romeo. Una finta,
un ataque, una respuesta,
nueva finta y finalmente,
tocado en pleno corazón.
Teobaldo cayó de rodillas
antes de desplomarse
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sobre los adoquines.

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Los guardias, alertados por los gritos, recorrieron Verona en


busca de Romeo. Finalmente consiguieron capturarlo y se lo
llevaron al príncipe Escalus.
–Las cosas han sucedido como yo lo había predicho
–afirmó el príncipe encolerizado–. Puesto que no sabe vivir
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entre nosotros, y porque dos muertos han enlutado nuestra ciudad, p ar
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Romeo, le perdono la vida, pero lo expulso de Verona.
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Está desterrado. Ojalá encuentre un lugar en donde
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haya disputas.
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Los habitantes de Verona se agolpaban en las puertas
d Romeo, montado en su caballo, abrazó
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de la ciudad.
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i con la mirada la arena de Verona que dominaba la gran plaza.
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Se ajustó la capa sobre la espalda, murmuró tristemente:
“Mi amor, mi Julieta, jamás te olvidaré” y tomó lentamente el
camino del exilio.

A lo lejos se alzaban las altas torres del castillo


de los Capuleto. Romeo se desvió y espoleó su caballo.

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Retirada en su habitación, Julieta acababa de enterarse


del infortunio de su amado. Las lágrimas corrían por sus mejillas
sin que nada pudiese retenerlas. En el balcón, una alondra había
dejado de cantar.
El padre de Julieta, vestido con una gran
capa oscura, entró en la habitación.
–Hija mía, ¿por qué lloras?
–le preguntó–. Deberías estar
contenta, puesto que vengo
a anunciarte una gran noticia.
Mañana te entregaré a Paris,
un noble señor de una ciudad
vecina; la boda ya está preparada.
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a E Julieta, desesperada, corrió a buscar
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e ntil el consejo del padre Lorenzo.

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Este, emocionado por la angustia de la joven, le dijo:
–Ve a ver al boticario y pídele uno de sus filtros.
Te dará la apariencia de haber muerto,
pero al cabo de cuarenta horas te despertarás.
Tu familia estará tan contenta de ver que estás viva
que aceptarán que te cases con Romeo.
Un mensajero avisará a tu esposo de tu estratagema;
no estés triste, hija mía.
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El boticario hizo lo que ella le pidió


y le dio un frasco azul, que ella aferró
con su mano.
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Se detuvo al borde del río bajo un sauce. En el horizonte,


el sol naranja sumergía sus rayos en las aguas del Agida.
La decisión estaba tomada. Destapó el frasco, y luego, a grandes tragos,
se bebió todo el contenido de la botella.
–Sin Romeo a mi lado, no quiero ver la luna, ni volar en el cielo, ni escuchar
el canto de la alondra.
Y fue así como encontraron a Julieta, con su mejor vestido rojo y su
tocado de oro, dormida en la orilla, en un sueño sombrío como la muerte.

Romeo, violando la prohibición, había vuelto a Verona para ver a su amada.


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El mensajero no había podido entregarle el mensaje, y Romeo entró pa
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en la ciudad, en donde en todas partes se anunciaba la muerte
, no de Julieta.
Abatido por esta noticia, compró un veneno y se dirigió
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rápidamente al
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panteón de los Capuleto.
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Al pie del ataúd donde reposaba Julieta, Romeo, enloquecido
de tristeza, de un solo trago vació el contenido del frasco y se derrumbó de
rodillas a los pies de la tumba de su joven esposa.
Fue entonces cuando Julieta abrió lentamente los ojos, ya que los efectos
del filtro se iban disipando poco a poco.
Al descubrir el cuerpo sin vida de Romeo junto a ella, su desesperación fue tal
que tomó la daga de su amado y se atravesó el corazón. El príncipe Escalus
reunió entonces a los padres de ambas familias.
–Por su culpa y sus querellas sin fin, sus hijos han muerto. ¿Qué van a hacer ahora?
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–inquirió el príncipe hastiado. Montesco y Capuleto se observaban en silencio.
Por egoísmo, habían perdido todo.
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–Mi hija desposó a tu hijo;
por lo tanto, te daré el
dinero de su dote –dijo
el padre de Julieta al de
Romeo, su enemigo de
siempre, y que ahora era
su amigo en la tristeza.

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–Con este dinero haré esculpir en el más puro oro una estatua de
nuestros enamorados, que se alzará a la entrada de la ciudad
–respondió el padre de Romeo tomándolo del brazo–. De esta forma,
nadie olvidará jamás la historia de Romeo y Julieta, los desgraciados
esposos de Verona. Y prometo, en el nombre de esos hijos queridos,
que no habrá nunca más guerra entre nosotros.

Y desde entonces, podemos ver al pie de los muros de Verona


a los amantes dorados velar por la ciudad.

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