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Por perdido que sea

“Y Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí y no les impidáis hacerlo, porque de tales es el
reino de los cielos.”
(San Mateo, Mateo XIV, 14)

En las estribaciones de los Picos de Europa del norte de nuestra España, se encontraba un
tierno pueblito cuyo nombre ya no se recuerda más. Su gente vivía del ganado y de la cosecha.
Vivía contenta de vivir y vivía para estar contenta.
La paz de este pueblo se debía en parte a los esfuerzos de un Alfonso de León, el
carnicero, quien dictaba los tejemanejes del pueblo cuanto podía, o sea, al grado que se lo dejaba
hacer el pueblo. Era muy mandón y a veces se pasaba, pero el pueblo le ponía los puntos sobre
las íes no más y él se calmaba hasta volver a buscar las riendas otra vez. En general, con tal de
que no llegara a decapitar el caballo, por decir, el pueblo se las entregaba. La verdad es que
nuestro amigo Alfonso hacía lo que podía para mantener la paz y dirigía bien en hora de
emergencia, así que el pueblo estaba contento con su trabajo, hasta la llegada de una primavera
atrasada, cuando empieza nuestra historia.
Esta primavera seguía a un invierno muy tenso que a partir de diciembre ya se distinguió
de inviernos pasados. Cuando se demoró la primavera, esta tensión aumentó. La gente tenía que
esperar para sembrar y para prepararse para el verano y se cansó de la energía que tenía
reprimida. Sin embargo, el pueblo sentía que algo más les oprimía, un peso en el pecho que se
caía sobre ellos junto con las frías lluvias. Pasaron dos semanas en este tiempo cuando nunca
dejó de llover y aunque hablaron de las lluvias, nadie mencionó la aprensión que sentían de más. 
Por fin dejó de llover y salió el sol un día a la mañana y todos dejaron los quehaceres
para salir a sentir sus rayos. Así hizo Mercedes, una madre joven, esposa de pastor, quien vivía
en las afueras del pueblo. Con su bebé en brazos, ella se acercó a la senda que pasaba por su casa
para ver si algún vecino salía también. Por alguna razón, a pesar de ser la última casa y no tener
vecino alguno que viviera a la derecha, ella dirigió su mirada en esa dirección, hacia las
montañas, y vio bajando por el camino a una figura pequeña que parecía ser de niño. Ella fue la
primera en verlo.
Los pastores se encontraban en un prado que quedaba cerca de la casa de Mercedes. Su
esposo, Juan, cuidaba las ovejas junto con varios compañeros confiables y trabajadores. Sin
embargo, con la llegada del sol volvieron todos a casa para disfrutar de un almuerzo con sus
familias. No sabían por qué, pero había desaparecido el peso que tenían encima, y querían
descansar de él. Al volver Juan a su casa, encontró a su mujer con el niño, quien comía ya de su
pan. Él fue el segundo en verlo.
Entramos ya en el pueblo mismo y andamos por la calle empedrada hasta llegar al centro.
Allí jugaban varios niños que no tenían edad de trabajar ni de molestar. Lo vieron y pararon de
jugar.

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