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Literatura

4ºC - 2023
Profesora Pinillos

Unidad 1:
¿Qué es la literatura?
Unidad 2:
Cosmovisión mítica

“Porque todo el odio todo el dolor


todo el miedo toda la lujuria
están contenidos en la palabra”
W. Burroughs
Selección del Libro I de Las metamorfosis

Origen del mundo


Antes de que existiesen el mar y la tierra, y el cielo que todo lo cubre, la faz de la naturaleza era
uniforme en todo el universo; llamaban a esto caos, una masa sin forma y sin elaborar, nada más
que un peso inerte y un montón de simientes discordantes de elementos no bien ensamblados.
Ningún Titán proporcionaba aún luz al mundo, ni Febe, al crecer, rehacía sus cuernos, ni la Tierra
estaba suspendida en el aire que la rodea, equilibrada por su propio peso, ni Anfítrite había
extendido sus brazos en torno a las extensas orillas de la tierra. Y aunque existía la tierra, y el
mar, y el aire, la tierra no era firme, en el mar no se podía nadar, el aire era opaco: ninguno tenía
una forma permanente, los elementos se oponían entre sí, porque en un mismo cuerpo lo frío
luchaba con lo cálido, lo húmedo con lo seco, lo blando con lo duro, lo pesado con lo ingrávido.

Ordenación del caos


Un dios, junto con una naturaleza mejor, dirimió este litigio: separó del cielo la tierra, y de la tierra
las aguas, y aparto el cielo transparente del aire denso. Una vez que hubo desarrollado estos
elementos y los hubo liberado del montón informe, ligó en paz y concordia lo que estaba
disociado. Entonces resplandeció la masa ígnea e ingrávida de la bóveda celeste, y ocupó su
lugar en lo más alto. Lo más cercano a ella por situación y por ligereza es el aire; al ser más densa
que ellos, la tierra arrastró los elementos de mayor tamaño y se hundió por su propio peso; el
líquido, al desbordarse, ocupó el exterior y rodeó el orbe compacto.
El dios en cuestión, tras disponer el caos de esta forma, lo partió, y con las partes formó nuevos
miembros; en primer lugar, a la tierra, para que fuese igual por todas partes, le dio la forma de un
gran globo. Después ordenó que se expandiesen las aguas y que se agitasen con los vientos
veloces y que rodearan y abarcaran las costas de la tierra. Añadió las fuentes, los inmensos
pantanos y los lagos, y encerró entre riberas serpenteantes los ríos en pendiente, que, según los
lugares que atraviesan, en parte son absorbidos por la misma tierra, en parte llegan al mar, y,
acogidos en su llanura, donde las aguas son más libres, baten la costa en lugar de las orillas del
río. Ordenó asimismo a las llanuras que se extendiesen, a los valles que se ahondasen, a los
bosques que se cubriesen de fronda, a los pétreos montes que se alzasen. Del mismo modo que
la parte derecha del cielo está dividida en dos zonas, y en otras dos la izquierda, y hay una quinta
más cálida que éstas, así el dios cuidó de distribuir el peso que encerraban en igual número de
partes, y otras tantas zonas quedaron marcadas sobre la tierra. La de en medio no es habitable
debido al calor; una densa capa de nieve cubre otras dos; y a otras tantas las colocó entre la una
y las otras, y les concedió la templanza mezclando el fuego con el frío.
Sobre ellas se cierne el aire, el cual es más pesado que el fuego en la misma proporción que el
peso del agua es más ligero que el peso de la tierra. Dispuso el dios que allí se asentasen las
nieblas, allí las nubes y el trueno destinado a turbar el entendimiento de los hombres, y los vientos
que fabrican rayos y relámpagos. A los vientos el creador del mundo no les permitió extender sus
dominios por toda la extensión de la atmósfera; a pesar de que cada uno gobierna sobre sus
soplos en una región diferente, es difícil impedirles que destrocen el mundo; tan grande es la
discordia entre los hermanos. El Euro se retiró hacia la Aurora y el reino de los nabateos, Persia y
las cimas alcanzadas por los rayos del sol matutino; el Occidente y las costas que se calientan al
sol poniente están próximas al Céfiro; el Bóreas helador invadió Escitia y el Septentrión; el otro
extremo de las tierras está continuamente empapado por las nubes y el lluvioso Austro. Por
encima de ellos situó el éter, transparente e ingrávido, sin ningún residuo terrenal. Apenas había
puesto de esta forma límites claros a los elementos cuando las estrellas, que habían estado

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ocultas largo tiempo por una niebla impenetrable, se pusieron incandescentes por todo el cielo. Y
para que ninguna región quedase desprovista de seres vivos, los astros y las figuras de los dioses
ocuparon la superficie celeste, las aguas se abrieron para que las habitasen los peces brillantes,
la tierra acogió a las fieras, y a las aves el aire en movimiento.

Creación del hombre


Faltaba todavía un ser vivo más noble y más capaz de pensamientos elevados que aquellos, uno
que pudiese dominar sobre los demás. Nació el hombre; a éste, o bien lo hizo con simiente divina
el creador de las cosas, origen de un mundo mejor, o bien la tierra recién creada 80y hace poco
desgajada del éter insondable retenía simiente de su hermano el cielo; el hijo de Japeto mezcló
tierra con agua de lluvia y le dio forma a imagen de los dioses que todo lo gobiernan; mientras que
los demás animales, inclinados, miran hacia el suelo, al hombre le dio una cabeza que se eleva
por encima del cuerpo y le ordenó mirar al cielo y levantar el rostro erguido hacia las estrellas. Así,
la tierra, que hasta entonces había sido basta y sin forma, se vistió, al metamorfosearse, con las
figuras nunca vistas de los hombres.
(...)

Deucalión y Pirra
(...)Cuando Deucalión, que navegaba en una pequeña balsa con su compañera de lecho, encalló
en este lugar (pues el resto lo había cubierto el piélago), adoran ambos a las ninfas corícides, y a
las divinidades del monte, y a Temis fatídica, que entonces poseía el oráculo. No hubo hombre
mejor que él, ni más amante de la justicia, ni mujer más temerosa de los dioses que ella. Cuando
Júpiter ve que el mundo es un inmenso estanque de aguas transparentes, y que de tantos millares
sobrevive un solo hombre, y de tantos millares una sola mujer, ambos inocentes, ambos piadosos
para con los dioses, deshizo los nubarrones y, llevándose las nubes con el Aquilón, muestra la
tierra al cielo, y el cielo a la tierra. Tampoco permanece la cólera del mar; dejando a un lado su
arma de tres puntas, el señor del piélago calma las aguas, llama al cerúleo Tritón, que aparece en
la superficie del abismo con los hombros cubiertos de colonias de púrpuras, y le ordena soplar su
resonante caracola y hacer retroceder a una señal a las aguas del mar y a los ríos. Éste empuña
su bocina hueca en forma de espiral, que crece en anchura a partir de la primera voluta, la bocina
que, cuando recibe el aire en medio del mar, llena con su sonido las orillas que se extienden bajo
ambos Febos. Entonces también, cuando la bocina, al rozar los labios del dios, húmedos entre la
barba empapada, se llenó de aire e hizo sonar la señal de retirada, fue oída por todas las aguas
de la tierra y del mar, y a todas las aguas que la oyeron las hizo retroceder. Ya tiene el mar orillas,
los arroyos henchidos llenan completamente su cauce [los ríos bajan de nivel y se ven aparecer
las colinas]; resurge el suelo, crecen los montes al decrecer las aguas y después de largo tiempo
los bosques muestran sus copas desnudas, y soportan el limo que ha quedado entre sus hojas.
El mundo había vuelto a su ser; cuando Deucalión lo vio vacío y los parajes desolados recorridos
por un profundo silencio, con lágrimas en los ojos se dirigió a Pirra con estas palabras: «Oh,
hermana, oh, esposa, oh, única superviviente de entre las mujeres, a la que me unió un linaje
común, y la condición de prima, y luego el lecho nupcial: ahora nos une el peligro; nosotros dos
somos toda la población de la tierra que recorre el sol del orto al ocaso; el mar se ha apoderado
de lo demás. Ni siquiera ahora podemos confiar plenamente en conservar la vida; todavía me
aterrorizan los cielos nubosos. ¿Qué ánimo tendrías tú, desdichada, si hubieses sido arrebatada a
la muerte sin mí? ¿Cómo podrías soportar el miedo tú sola? ¿Quién te consolaría en tu dolor?
Porque yo, esposa mía, puedes creerme, si el ponto se hubiese apoderado también de ti, te
seguiría, y el ponto se habría apoderado también de mí. ¡Ojalá pudiese renovar la población del
mismo modo que mi padre, dando vida a figuras hechas de barro! Ahora todo lo que queda de la

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raza humana somos nosotros dos (los dioses lo decidieron así); hemos sobrevivido como muestra
del género humano».
Así hablaba, y lloraban ambos. Decidieron suplicar a la divinidad celeste y pedir ayuda por medio
del oráculo sagrado. Sin esperar ni un momento se acercan juntos a las aguas del Cefiso, aún no
transparentes, pero ya abriéndose paso por su cauce habitual. Una vez que han rociado sus ropas
y sus cabezas con el agua vertida ritualmente, dirigen sus pasos hacia el santuario consagrado a
la diosa, cuyo tejado amarilleaba sucio de musgo, y cuyos altares estaban desprovistos de fuego.
Cuando alcanzaron las gradas del templo se tendieron ambos, y boca abajo sobre el suelo
besaron asustados la piedra fría, y dijeron: «Si la divinidad se ablanda, vencida por súplicas
justas, si se doblega la ira de los dioses, dinos, Temis, de qué manera se puede reparar el daño
hecho a nuestra raza, y presta, benevolente, tu ayuda a la humanidad sumergida».
La diosa se conmovió y les concedió este oráculo: «Alejaos del templo, cubríos la cabeza, desatad
el cinturón de vuestros vestidos y arrojad a vuestra espalda los huesos de la Gran Madre».
Quedaron largo tiempo paralizados; Pirra fue la primera en romper el silencio con sus palabras: se
niega a obedecer las órdenes de la diosa, ruega con el rostro demudado que la perdone, pues
tiene miedo de ultrajar la sombra de su madre al arrojar sus huesos. Entretanto reconsideran las
palabras del oráculo que se les ha concedido, oscurecidas por opacos enigmas, y las discuten en
su fuero interno y entre sí. Luego el Prometida tranquiliza a la Epimétide con palabras suaves,
diciéndole: «O mi sagacidad me engaña, o los oráculos son piadosos y no aconsejan nada malo.
La Magna Madre es la tierra; creo que llama huesos en el cuerpo de la tierra a las piedras; eso es
lo que se nos ordena arrojar detrás de nosotros». Aunque la titania se deja persuadir por la
interpretación que hace su esposo del augurio, sin embargo su esperanza vacila; tanto desconfían
ambos de los consejos celestiales; pero ¿qué daño les va a hacer intentarlo? Se apartan, cubren
sus cabezas, se sueltan las túnicas, y lanzan las piedras sobre sus huellas, según se les ha
ordenado. Las rocas (¿quién lo creería si no fuese testigo la tradición?) empezaron a perder su
dureza y su rigidez, a ablandarse poco a poco, y, una vez ablandadas, a tomar forma. Luego,
cuando crecieron y llegaron a tener una naturaleza más blanda, es posible reconocer como una
cierta forma, no del todo clara, de persona, pero como si la hubiesen empezado a hacer de
mármol y no la hubiesen terminado del todo, muy semejante a una estatua inacabada. La parte de
ellas que era de tierra empapada por algún tipo de humedad se transformó en carne; lo sólido,
que no puede doblarse, se transforma en huesos; lo que hasta hace poco era una vena, se quedó
con el mismo nombre; en muy poco tiempo, por decisión de los dioses, las piedras lanzadas por la
mano del hombre adquirieron aspecto de hombre y a partir de las piedras arrojadas por la mujer
fue recuperada la mujer. Por eso somos una raza dura que soporta la fatiga, y damos testimonio
del origen del que procedemos.

“Génesis”, selección.

Génesis, 1
1. En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra,
2. todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el
espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas.
3. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz.
4. Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas.
5. Dios llamó a la luz “Día” y a las tinieblas “Noche”. Atardeció y amaneció: fue el día Primero.

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6. Dijo Dios: “Haya una bóveda en medio de las aguas, para que separe unas aguas de las
otras.”
7. Hizo Dios entonces como una bóveda y separó unas aguas de las otras: las que estaban por
encima del firmamento, de las que estaban por debajo de él. Y así sucedió.
8. Dios llamó a esta bóveda “Cielo”. Y atardeció y amaneció: fue el día Segundo.
9. Dijo Dios: “Júntense las aguas de debajo de los cielos en un solo depósito, y aparezca el
suelo seco.” Y así fue.
10. Dios llamó al suelo seco “Tierra” y al depósito de las aguas “Mares”. Y vio Dios que esto era
bueno.
11. Dijo Dios: “Produzca la tierra hortalizas, plantas que den semilla, y árboles frutales que por
toda la tierra den fruto con su semilla dentro, cada uno según su especie.” Y así fue.
12. La tierra produjo hortalizas, plantas que dan semillas y árboles frutales que dan fruto con su
semilla dentro, cada uno según su especie. Dios vio que esto era bueno.
13. Y atardeció y amaneció: fue el día Tercero.
14. Dijo Dios: “Haya lámparas en el cielo que separen el día de la noche, que sirvan para señalar
las fiestas, los días y los años”.
15. “Y que brillen en el firmamento para iluminar la tierra.” Y así sucedió.
16. Hizo, pues, Dios dos grandes lámparas: la más grande para presidir el día y la más chica
para presidir la noche, e hizo también las estrellas.
17. Dios las colocó en lo alto de los cielos para iluminar la tierra,
18. para presidir el día y la noche y separar la luz de las tinieblas; y vio Dios que esto era bueno.
19. Y atardeció y amaneció: fue el día Cuarto.
20. Dijo Dios: “Llénense las aguas de seres vivientes y revoloteen aves sobre la tierra y bajo el
firmamento.”
21. Dios creó entonces los grandes monstruos marinos y todos los seres que viven en el agua
según su especie, y todas las aves, según su especie. Y vio Dios que todo ello era bueno.
22. Los bendijo Dios, diciendo: “Crezcan, multiplíquense y llenen las aguas del mar, y
multiplíquense asimismo las aves sobre la tierra.”
23. Y atardeció y amaneció: fue el día Quinto.
24. Dijo Dios: “Produzca la tierra animales vivientes de diferentes especies, animales del campo,
reptiles y animales salvajes.” Y así fue.
25. Dios hizo las distintas clases de animales salvajes según su especie, los animales del campo
según su especie, y todos los reptiles de la tierra según su especie. Y vio Dios que todo esto era
bueno.
26. Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre
los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y
los reptiles que se arrastran por el suelo.”
27. Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Macho y hembra los creó.
28. Dios los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla.
Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que
se mueve sobre la tierra.”
29. Dijo Dios: “Hoy les entrego para que se alimenten toda clase de plantas con semillas que hay
sobre la tierra, y toda clase de árboles frutales.
30. A los animales salvajes, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven
sobre la tierra, les doy pasto verde para que coman.” Y así fue.
31. Dios vio que todo cuanto había hecho era muy bueno. Y atardeció y amaneció: fue el día
Sexto.

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Génesis, 2
1. Así estuvieron terminados el cielo, la tierra y todo lo que hay en ellos.
2. El Séptimo día Dios tuvo terminado su trabajo, y descansó en ese día de todo lo que había
hecho.
3. Bendijo Dios el Séptimo día y lo hizo santo, porque ese día descansó de sus trabajos después
de toda esta creación que había hecho.
4. Este es el origen del cielo y de la tierra cuando fueron creados. El día en que Yavé Dios hizo
la tierra y los cielos,
5. no había sobre la tierra arbusto alguno, ni había brotado aún ninguna planta silves- tre, pues
Yavé Dios no había hecho llover todavía sobre la tierra, y tampoco había hombre que cultivara el
suelo
6. e hiciera subir el agua para regar toda la superficie del suelo.
7. Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en sus na- rices un
aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida.
8. Yahvé Dios plantó un jardín en un lugar del Oriente llamado Edén, y colocó allí al hombre que
había formado.
9. Yavé Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, agradables a la vista y bue- nos para
comer. El árbol de la Vida estaba en el jardín, como también el árbol de la Ciencia del bien y del
mal.
10. Del Edén salía un río que regaba el jardín y se dividía en cuatro brazos.
11. El primero se llama Pisón, y corre rodeando toda la tierra de Evila donde hay oro,
12. oro muy fino. Allí se encuentran también aromas y piedras preciosas.
13. El segundo río se llamaba Guijón y rodea la tierra de Cus.
14. El tercer río se llama Tigris, y fluye al oriente de Asiria. Y el cuarto río es el Eufrates.
15. Yavé Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara.
16. Y Yahvé Dios le dio al hombre un mandamiento; le dijo: “Puedes comer todo lo que quieras
de los árboles del jardín,
17. pero no comerás del árbol de la Ciencia del bien y del mal. El día que comas de él, ten la
seguridad de que morirás.”
18. Dijo Yavé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Le daré, pues, un ser seme- jante a él
para que lo ayude.”
19. Entonces Yavé Dios formó de la tierra a todos los animales del campo y todas las aves del
cielo, y los llevó ante el hombre para que les pusiera nombre. Y el nombre de todo ser viviente
había de ser el que el hombre le había dado.
20. El hombre puso nombre a todos los animales, a las aves del cielo y a las fieras salvajes.
Pero no se encontró a ninguno que fuera a su altura y lo ayudara.
21. Entonces Yavé hizo caer en un profundo sueño al hombre y éste se durmió. Le sacó una de
sus costillas y rellenó el hueco con carne.
22. De la costilla que Yavé había sacado al hombre, formó una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces el hombre exclamó:
23. “Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona porque del
varón ha sido tomada.”
24. Por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y pasan a ser una
sola carne.
25. Los dos estaban desnudos, hombre y mujer, pero no sentían vergüenza.

Génesis, 3

5
1. La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yavé Dios había hecho.
Dijo a la mujer: “ ¿Es cierto que Dios les ha dicho: No coman de ninguno de los árboles del
jardín?”
2. La mujer respondió a la serpiente: “Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín, 3.
pero no de ese árbol que está en medio del jardín, pues Dios nos ha dicho: No coman de él ni lo
prueban siquiera, porque si lo hacen morirán.”
4. La serpiente dijo a la mujer: “No es cierto que morirán.
5. Es que Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán a ustedes los ojos;
entonces ustedes serán como dioses y conocerán lo que es bueno y lo que no lo es.”
6. A la mujer le gustó ese árbol que atraía la vista y que era tan excelente para alcanzar el
conocimiento. Tomó de su fruto y se lo comió y le dio también a su marido que andaba con ella,
quien también lo comió.
7. Entonces se les abrieron los ojos y ambos se dieron cuenta de que estaban desnudos.
Cosieron, pues, unas hojas de higuera, y se hicieron unos taparrabos.
8. Oyeron después la voz de Yavé Dios que se paseaba por el jardín, a la hora de la brisa de la
tarde. El hombre y su mujer se escondieron entre los árboles del jardín para que Yavé Dios no
los viera.
9. Yavé Dios llamó al hombre y le dijo: “ ¿Dónde estás?”
10. Este contestó: “He oído tu voz en el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo; por eso me
escondí.” Yavé Dios replicó:
11. ¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol que te prohibí?”
12. El hombre respondió: “La mujer que pusiste a mi lado me dio del árbol y comí.”
13. Yavé dijo a la mujer: “ ¿Qué has hecho?” La mujer respondió: “La serpiente me en- gañó y
he comido.”
14. Entonces Yavé Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las
bestias y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás tierra por
todos los días de tu vida.
15. Haré que haya enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te pisará la
cabeza mientras tú herirás su talón.”
16. A la mujer le dijo: “Multiplicaré tus sufrimientos en los embarazos y darás a luz a tus hijos con
dolor. Siempre te hará falta un hombre, y él te dominará.”
17. Al hombre le dijo: “Por haber escuchado a tu mujer y haber comido del árbol del que Yo te
había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga sacarás de ella el alimento
por todos los días de tu vida.
18. Espinas y cardos te dará, mientras le pides las hortalizas que comes.
19. Con el sudor de tu frente comerás tu pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste
sacado. Sepas que eres polvo y al polvo volverás.”
20. El hombre dio a su mujer el nombre de “Eva”, por ser la madre de todo viviente.
21. En seguida Yavé Dios hizo para el hombre y su mujer unos vestidos de piel y con ellos los
vistió.
22. Entonces Yavé Dios dijo: “Ahora el hombre es como uno de nosotros, pues se ha hecho juez
de lo bueno y de lo malo. Que no vaya también a extender su mano y tomar del Árbol de la Vida,
pues viviría para siempre.”
23. Y así fue como Dios lo expulsó del jardín del Edén para que trabajara la tierra de la que
había sido formado.
24. Habiendo expulsado al hombre, puso querubines al oriente del jardín del Edén, y también un
remolino que disparaba rayos, para guardar el camino hacia el Árbol de la Vida.

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Dafne y Apolo

Sinónimos de Apolo: Febo, El de Delos, Peán.


Sinónimos de Dafne: Ninfa Peneide, hija de Peneo.

El primer amor de Febo fue Dafne, hija de Peneo, y no fue un don de la Fortuna ciega, sino de la
ira cruel de Cupido. El de Delos, ensoberbecido por la reciente victoria sobre la serpiente, lo había
visto doblar el arco tirando hacia sí de la cuerda, y le había dicho: «¿Qué haces tú, muchacho
travieso, con una arma tan poderosa? Esa carga es adecuada para un brazo como el mío, que
puede herir certeramente a una fiera, o al enemigo, y hace poco ha derribado con innúmeras
flechas a la hinchada Pitón, que tantas yugadas cubría con su vientre pestilente. Tú conténtate
con encender con tu antorcha amoríos de ésos y no reclames para ti mis méritos». El hijo de
Venus le respondió: «Por mucho que tu arco, Febo, alcance todas las cosas, el mío te alcanzará a
ti; lo mismo que los animales son inferiores a los dioses, tu gloria es inferior a la mía». Así habló, y
apartando el aire con el batir de sus alas, se plantó raudo en la umbrosa fortaleza del Parnaso y
de su carcaj portador de flechas sacó dos dardos de efectos opuestos: uno hace huir al amor, el
otro lo provoca. El que lo provoca es de oro, con una punta aguzada que resplandece; el que lo
hace huir es romo, y lleva plomo al final de la caña. El dios clavó este último en la ninfa Peneide, y
con aquél hirió a Apolo hasta la médula, atravesándole el hueso. El uno se enamora rápidamente,
la otra huye hasta de la palabra amante; ella era feliz en los escondrijos de los bosques, cubierta
con las pieles de los animales que cazaba, imitando a Febe, que permaneció sin casar; una cinta
sujetaba sus cabellos en desorden. Muchos la pretendieron; ella, rechazando a los pretendientes,
sin marido e incapaz de soportarlo, recorre lugares umbrosos nunca hollados, y no se preocupa
del Himeneo, ni del amor, ni del matrimonio. Muchas veces le dijo su padre: «Hija, me debes un
yerno». Muchas veces le dijo su padre: «Me debes, hija mía, unos nietos». Ella, que abomina de
las antorchas nupciales como si fuesen un crimen, tiñe su bello rostro de pudoroso rubor, y
poniendo sus suaves brazos en tomo al cuello de su padre le dice: «Déjame, queridísimo padre,
gozar de virginidad perpetua; a Diana ya se lo concedió su padre». Él accede, por supuesto; pero
esa hermosura impide que sea realidad lo que pides, tu belleza se opone a tu deseo. Febo está
enamorado y ansía desposar a Dafne desde que la vio, confía en obtener lo que ansía, y se deja
engañar por sus propios oráculos. Como se queman las pajas ligeras una vez despojadas de las
espigas, como arde un seto por culpa de una antorcha que un caminante acercó demasiado por
azar, o que dejó encendida cuando se hizo de día, así el dios se transforma en una llama, así se
consume su corazón y alimenta con esperanzas un amor estéril. Observa la cabellera que pende
sin adornar en torno al cuello y dice: «¡Ay, si la peinara!»; ve los ojos con brillo de fuego,
semejantes a estrellas, ve, y no se conforma con verla, la boquita; alaba los dedos, las manos, los
antebrazos, y los brazos desnudos casi hasta el hombro; si algo está oculto, lo imagina aún más
hermoso. Ella huye más rápida que una brisa ligera, y no se detiene a oír las palabras del que la
llama: «Ninfa hija de Peneo, espera, te lo ruego; no te persigue un enemigo; espera, ninfa. Así
huye la cordera del lobo, la cierva del león, así huyen del águila las palomas batiendo las alas,
cada una huye de su enemigo; el amor es la razón de que yo te persiga. ¡Pobre de mí! Ten
cuidado, no te caigas de cabeza, no sientan las zarzas tus muslos, que no merecen ser arañados,
no sea yo para ti motivo de dolor. Los lugares por donde te apresuras son fragosos; por favor,
corre más despacio, frena tu huida, y yo te perseguiré más despacio. Pero entérate de quién es a
quien le gustas; yo no soy un montañés, ni un pastor, no vigilo vacadas y rebaños con aspecto
desgreñado. No sabes, alocada, no sabes de quién huyes y por eso huyes. A mi servicio están la
tierra de Delfos, Claros, Ténedos y la morada real de Pátara; Júpiter es mi padre; gracias a mí se

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conoce todo lo que es, ha sido y será, gracias a mí la poesía se acomoda al sonido de las
cuerdas. Mi flecha es certera, pero hay una flecha más certera que la mía, la que hirió mi corazón,
hasta entonces libre. La medicina es invento mío, en todo el mundo soy considerado sanador, y el
poder curativo de las plantas depende de mí. ¡Ay de mí, que el amor no se cura con ninguna
hierba, y las artes que aprovechan a todos no aprovechan a su dueño!».
Aún iba a decir algo más, pero la hija de Peneo, corriendo asustada, huyó, y aunque lo dejó a
medias a él y a sus palabras, aun así le pareció hermosa. El viento desnudaba su cuerpo y
agitaba su vestido soplando en contra, y una brisa ligera echaba hacia atrás sus cabellos: la huida
aumentaba su belleza. Pero el joven dios no soporta más desperdiciar sus halagos y, como le
aconsejaba su propio deseo, sigue las huellas de la ninfa a toda velocidad. Como cuando un lebrel
galo ve una liebre en campo abierto, y el uno corre en pos de la presa, la otra para salvarse; el
uno parece que va a cogerla, y cree que va a ser suya en un instante, y le roza los talones
alargando el hocico; la otra, duda si ha sido atrapada, escapa a los mordiscos y deja atrás las
fauces, que ya la alcanzan; así ocurre con el dios y la doncella, a este le da alas la esperanza, a
aquella, el miedo. Sin embargo, el perseguidor, impulsado por las alas del Amor, es más rápido,
no le da tregua, amenaza la espalda de la fugitiva, roza con su aliento los cabellos esparcidos por
el cuello. Ella palideció, agotadas las fuerzas; vencida por el esfuerzo de la huida apresurada,
dice: ¡Oh, Tierra, trágame o echa a perder, transformándome, esta figura que me perjudica!.
Vencida por el esfuerzo de la huida, mirando las aguas del Peneo, dice: «Ayúdame, padre, si es
que los ríos tenéis poder, echa a perder, transformándome, la figura por la que he gustado en
exceso».
Apenas terminada la súplica, un intenso torpor se apodera de sus miembros, una tenue corteza
rodea su blando pecho, los cabellos se le convierten en hojas, los brazos en ramas; los pies, hace
poco tan veloces, quedan clavados por inmóviles raíces, la copa ocupa el lugar del rostro;
solamente allí permanece su brillo. También bajo esta forma la ama Febo, y al poner la mano en el
tronco siente que aún palpita el corazón bajo su nueva envoltura, y abarcando con los brazos sus
ramas, como si fuesen brazos y piernas, besa el leño; pero el leño rehúye el beso. El dios le dice:
«Ya que no puedes ser mi esposa, al menos serás mi árbol; contigo, laurel, adornaré siempre mi
cabellera, contigo mi cítara, contigo mi carcaj; tú acompañarás a los caudillos del Lacio cuando la
voz jubilosa grite triunfo y el Capitolio presencie largos cortejos. Guardián fidelísimo,
permanecerás ante la puerta, en el umbral de Augusto, y protegerás la corona de hojas de roble
que está en su centro; y lo mismo que mi cabeza es juvenil por sus cabellos sin cortar, tú llevarás
siempre como adorno hojas perennes». Terminó Peán; el laurel asintió con sus ramas recién
adquiridas y pareció agitar la copa como si fuese la cabeza.

“Narciso”, según la compilación de Robert Graves

Narciso era tespio, hijo de la ninfa azul Liríope, a la que el dios fluvial Cefiso había rodeado en una
ocasión con las vueltas de su corriente y luego violado. El adivino Tiresias le dijo a Liríope, la
primera persona que consultó con él: «Narciso vivirá hasta ser muy viejo con tal que nunca se
conozca a sí mismo». Cualquiera podía excusablemente haberse enamorado de Narciso, incluso
cuando era niño, y cuando llegó a los dieciséis años de edad su camino estaba cubierto de
numerosos amantes de ambos sexos cruelmente rechazados, pues se sentía tercamente
orgulloso de su propia belleza.
Entre esos amantes se hallaba la ninfa Eco, quien ya no podía utilizar su voz sino para repetir
tontamente los gritos ajenos, lo que constituía un castigo por haber entretenido a Hera con largos
relatos mientras las concubinas de Zeus, las ninfas de la montaña, eludían su mirada celosa y

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hacían su escapatoria. Un día en que Narciso salió para cazar ciervos, Eco le siguió a hurtadillas a
través del bosque sin senderos con el deseo de hablarle, pero incapaz de ser la primera en hablar.
Por fin Narciso, viendo que se había separado de sus compañeros, gritó:
—¿Está alguien por aquí?
—¡Aquí! —repitió Eco, lo que sorprendió a Narciso, pues nadie estaba a la vista.
—¡Ven!
—¡Ven!
—¿Por qué me eludes?
—¿Por qué me eludes?
—¡Unámonos aquí!
—¡Unámonos aquí! —repitió Eco, y corrió alegremente del lugar donde estaba oculta a abrazar a
Narciso. Pero él sacudió la cabeza rudamente y se apartó:
—¡Moriré antes de que puedas yacer conmigo! —gritó.
—Yace conmigo —suplicó Eco.
Pero Narciso se había ido, y ella pasó el resto de su vida en cañadas solitarias, consumiéndose
de amor y mortificación, hasta que sólo quedó su voz.
Un día Narciso envió una espada a Aminias, uno de sus pretendientes más insistentes, y cuyo
nombre lleva el río Aminias, tributario del río Helisón, que desemboca en el Alfeo. Aminias se mató
en el umbral de Narciso pidiendo a los dioses que vengaran su muerte.
Ártemis oyó la súplica e hizo que Narciso se enamorase, pero sin que pudiera consumar su amor.
En Donacón, Tespia, llegó a un arroyo, claro como si fuera de plata y que nunca alteraban el
ganado, las aves, las fieras, ni siquiera las ramas que caían de los árboles que le daban sombra, y
cuando se tendió, exhausto, en su orilla herbosa para aliviar su sed, se enamoró de su propio
reflejo. Al principio trató de abrazar y besar al bello muchacho que veía ante él, pero pronto se
reconoció a sí mismo y permaneció embelesado contemplándose en el agua una hora tras otra.
¿Cómo podía soportar el hecho de poseer y no poseer al mismo tiempo? La aflicción le destruía,
pero se regocijaba en su tormento, pues por lo menos sabía que su otro yo le sería siempre fiel
pasara lo que pasase.
Eco, aunque no había perdonado a Narciso, le acompañaba en su aflicción, y repitió
compasivamente sus «¡Ay! ¡Ay!» mientras se hundía la daga en el pecho, y también el final
«¡Adiós, joven, amado inútilmente!» cuando expiró. Su sangre empapó la tierra y de ella nació la
blanca flor del narciso con su corolario rojo, de la que se destila ahora en Queronea un ungüento
balsámico. Éste es recomendado para las afecciones de los oídos (aunque puede producir dolores
de cabeza), como un vulnerario y para curar la congelación.
*

1. El «narciso» utilizado en la antigua corona de Deméter y Perséfone, llamado también leirion, era la flor de
lis o iris azul de tres pétalos consagrada a la diosa triple y que se llevaba como guirnalda cuando se
aplacaba a las Tres Solemnes o Erinias. Florece a fines del otoño, poco antes que el «narciso del poeta»,
que es quizá por lo que se ha descrito a Liríope como madre de Narciso. Este cuento moral fantástico
explica incidentalmente las propiedades medicinales del aceite de narciso, narcótico muy conocido, como
implica la primera sílaba de «Narciso»

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“Narciso”, de Federico García Lorca

Niño.
¡Que te vas a caer al río!

En lo hondo hay una rosa


y en la rosa hay otro río.

¡Mira aquel pájaro! ¡Mira


aquel pájaro amarillo!

Se me han caído los ojos


dentro del agua.

¡Dios mío!
¡Que se resbala! ¡Muchacho!

... y en la rosa estoy yo mismo.

Cuando se perdió en el agua,


comprendí. Pero no explico.

“Orfeo y Eurídice”

Orfeo, hijo del rey tracio Eagro y la musa Calíope, fue el poeta y músico más famoso de todos
los tiempos. Apolo le regaló una lira y las Musas le enseñaron a tocarla, de tal modo que no sólo
encantaba a las fieras, sino que además hacía que los árboles y las rocas se movieran de sus
lugares para seguir el sonido de su música. En Zona, Tracia, algunos de los antiguos robles de
la montaña se alzan todavía en la posición de una de sus danzas, tal como él los dejó.

Después de una visita a Egipto, Orfeo se unió a los argonautas, con quienes se embarcó para
Cólquide, y su música les ayudó a vencer muchas dificultades. A su regreso se casó con
Eurídice y se instaló entre los cicones salvajes de Tracia.

Un día, en las cercanías de Tempe, en el valle del río Peneo, Eurídice se encontró con Aristeo,
quien trató de forzarla. Ella pisó una serpiente al huir y murió a causa de la mordedura, pero
Orfeo descendió audazmente al Inframundo, con la esperanza de traerla de vuelta. Utilizó el
pasaje que se abre en Aorno, en Tesprótide, y, a su llegada, no sólo encantó al barquero
Caronte, el perro Cerbero y los tres Jueces de los Muertos con su música melancólica, sino que
además suspendió por el momento las torturas de los condenados; de tal modo ablandó el cruel
corazón de Hades que éste concedió su permiso para que Eurídice volviera al mundo superior.
Hades puso una sola condición: que Orfeo no mirase hacia atrás hasta que ella estuviera de
nuevo bajo la luz del sol. Eurídice siguió a Orfeo por el pasaje oscuro guiada por el son de su
lira, y sólo cuando él llegó de nuevo a la luz del día se dio la vuelta para ver si ella lo seguía,
pero no se percató que un pie se había quedado en las sombras así que Eurídice desapareció
en la oscuridad del Inframundo y esta vez para siempre.

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“Perseo y Medusa”

Medusa, que significa guardiana o protectora, era una bellísima sacerdotisa del templo de
Atenea (diosa de la sabiduría). Tenía unos hermosos cabellos que la dotaban de una belleza sin
igual. Muchos eran los pretendientes y enamorados de Medusa.
Poseidón, dios del mar, quedo prendido de la belleza de la sacerdotisa. Enamorado de ella,
elaboró un plan para reunirse con su amada. Poseidón se transformó en ave para entrar en el
templo de Atenea y juntarse con Medusa. La diosa Atenea se sintió muy ofendida, no le gusto
que su templo fuese usado para otros fines distintos a los que tenía destinados. Desató su
enfado contra Medusa y como castigo, transformó sus hermosos cabellos en serpientes y otorgó
un don fatal a los ojos de la sacerdotisa: el poder de transformar en piedra a todos cuantos
mirarse.
La joven sacerdotisa se convirtió en una especie de terrible monstruo con serpientes en el
cabello y causando con su mirada la transformación en piedra de todo aquel que miraba. Los
dioses completaron con horror el mal que estaba provocando Medusa y quisieron acabar con
ella, para dar por finalizados los males.
Polidectes, el rey de Sérifos, decidió enviar a Perseo, hijo del Dios Zeus y la mortal Dánae, para
que matara a Medusa. Para que Perseo logrará su objetivo, los dioses le otorgaron útiles
regalos: Hermes, dios de las fronteras y los viajeros le dio unas sandalias aladas y una capa de
invisibilidad. Hades, dios de los muertos, una espada, un casco y un escudo espejado. Atenea le
ofreció su espejo. Con el escudo y el espejo, Perseo podría ver los objetos sin poder ser visto.
Así podría ver a Medusa sin ser visto por ella y convertido en piedra.
Así fue como Perseo, llegó hasta la sacerdotisa sin que esta se percatase de su presencia,
conducido por Atenea cortó la cabeza de Medusa. Esta cabeza se convirtió en un trofeo para
Perseo, lo llevaba a todas partes y lo empleaba para convertir en piedra a todos sus enemigos.
Perseo logró vencer a todos sus enemigos y le entregó a Atenea la cabeza de Medusa.

La leyenda del cortador de bambú y la princesa de la Luna


Hace mucho tiempo, un hombre viejo y humilde que se dedicaba a cortar bambú vio que uno de
los troncos que había recolectado brillaba de una forma extraña, como si la luna estuviera
iluminándolo. Al tomarlo entre sus manos, se dio cuenta de que dentro se encontraba una
hermosa y pequeñísima niña, de unos 7 centímetros de altura.
El hombre la llevó a casa pues nunca había tenido hijos, y entre él y su esposa cuidaron de ella
como si fuera su propia hija; la nombraron Princesa Luz de Luna. La rama de bambú donde el
hombre había encontrado a la extraña visitante comenzó a producir oro y gemas, que harían al
cortador de bambú un hombre rico en poco tiempo.
La extraña joven creció convirtiéndose en una hermosa mujer de tamaño normal, y con los años,
la gente comenzó a enterarse de la existencia y belleza de la dama. Pretendientes de todos
lugares viajaron para pedir su mano.
En una ocasión, cinco honorables caballeros llegaron a la casa del cortador de bambú, quien
intentaba convencer a su hija adoptiva de casarse, pues él era viejo y no quería morir dejándola
sola. Ella se negaba a tomar un esposo, pidiendo cosas imposibles a los enamorados
pretendientes a cambio de casarse con ellos.
La existencia de la hermosa joven llegó a oídos del emperador, quien solicitó que ésta se
presentara en su corte. Cuando ella se negó, él la visitó y, al verla, se enamoró perdidamente de
ella. El emperador intentó llevar a la joven a su palacio para casarse con ella, pero la joven
aseguró que si la llevaban a la fuerza se convertiría en una sombra y desaparecería para
siempre.

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La leyenda de Sleipnir
Según la mitología nórdica, la pared que encerraba a Asgard fue destruida durante una batalla
entre los vanios y los asios, por lo que la residencia de los dioses quedaba desprotegida ante un
ataque de los gigantes. Cierto día un constructor llamado Blast llegó a Asgard y se ofreció como
constructor, pero a cambio se le debía entregar a la diosa Freya, junto con el Sol y la Luna, los
dioses necesitaban ayuda para lograr la reconstrucción, pero los términos indicados por el
gigante eran abusivos. Sin embargo, ante los términos que propuso Loki pensaron que
conseguirían parte de la pared y no tenían que hacer frente a las peticiones de Blast, así la
pared debía ser construida en el término de tres inviernos.
El gigante aceptó el trato pero con la condición de que pudiera usar su semental, Svadilfari, en la
reconstrucción del muro. El trabajo procedió mucho más rápidamente de lo que los dioses se
habían imaginado y comenzaron a preocuparse, Odín amenazó en matar a Loki si la pared era
terminada dentro del plazo asignado, por lo que éste pensó en privar al gigante de su caballo,
así tomó la forma de una yegua joven, para engañar al animal y llevarlo al bosque.
Cuando Svadilfari volvió, su amo ya estaba demasiado retrasado como para terminar su trabajo,
además el constructor estaba tan enojado que reveló su forma verdadera como uno de los
peores enemigos de los asios, un gigante de roca. El dios Thor, al darse cuenta, blandió su
martillo, Mjollnir, y acabó con Blast. Meses después, Loki volvió a Asgard en donde dio a luz a un
caballo de ocho patas, el cual regaló a Odín que le llamó Sleipnir. El caballo podía viajar por mar,
tierra y aire y era más veloz que cualquier hombre o especie.

Cuatro relatos de Memorias del fuego, de Eduardo Galeano

El amor
En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro
lo que tenían entre las piernas.
—¿Te han cortado? —preguntó el hombre.
—No —dijo ella—. Siempre he sido así.
Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:
—No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate
en la hamaca y descansa.
Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los
ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
—No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una
hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
—Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los
cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su
hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

El murciélago
Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el murciélago.
El murciélago subió al cielo en busca de Dios. No le dijo:
—Estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de colores.

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No. Le dijo:
—Dame plumas, por favor, que me muero de frío.
A Dios no le había sobrado ninguna pluma.
—Cada ave te dará una pluma —decidió.
Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo, la tornasolada
pluma del colibrí y la rosada del flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la
espalda del martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en
el pecho del tucán.
El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde
iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los pueblos zapotecas que el
arcoiris nació del eco de su vuelo.
La vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén y comentaba ofendiendo.
Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios.
—El murciélago se burla de nosotras —se quejaron—. Y además, sentimos frío por las plumas
que nos faltan.
Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó súbitamente
desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra.
Él anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale
a perseguir las plumas perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse
nunca, porque le da vergüenza que lo vean.

El maíz
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron. Eran blandos, sin
fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos:
no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no
encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz
blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el
mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían
que las personas vieran más allá del horizonte.

La yerba mate
La luna se moría de ganas de pisar la tierra. Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar. Desde la puesta del sol hasta el alba, las nubes cubrieron el
cielo para que nadie advirtiera que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, conoció
misteriosos aromas y sabores y nadó largamente en el río. Un viejo labrador la salvó dos veces.
Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la luna, el viejo degolló a la fiera con su
cuchillo; y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa. «Te ofrecemos nuestra pobreza», dijo
la mujer del labrador, y le dio unas tortillas de maíz.
A la noche siguiente, desde el cielo, la luna se asomó a la casa de sus amigos. El viejo labrador
había construido su choza en un claro de la selva, muy lejos de las aldeas. Allí vivía, como en un
exilio, con su mujer y su hija.

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La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer. Para ella habían sido las
últimas tortillas de maíz. Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes
que dejasen caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer, en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos. Entre el verde oscuro de
las hojas, asomaban las flores blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador. Ella es la dueña de la yerba mate y anda por el mundo
ofreciéndola a los demás. La yerba mate despierta a los dormidos, corrige a los haraganes y
hace hermanas a las gentes que no se conocen.

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“Carne”, de Mariana Enriquez
So some of him lived but the most of him died.
RUDYARD KIPLING
Todos los programas, los diarios, las revistas y las radios querían hablar con ellas. Los móviles
de la televisión se instalaron afuera de la clínica psiquiátrica donde quedaron internadas durante
más de una semana, pero no consiguieron nada. Cuando fueron dadas de alta, los
camarógrafos las persiguieron corriendo, algunos se enredaron en los cables y muchos cayeron
sobre el pavimento; pero ellas no huyeron. Solo los miraron con una sonrisa que después fue
descrita como «aterradora» y «mística», y se fueron en el auto que manejaba el padre de
Mariela, la mayor. Los padres tampoco hablaban: las cámaras solo pudieron registrar sus
nerviosos paseos por los pasillos de la clínica, sus miradas temerosas, y el llanto de la madre de
Julieta, la menor, cuando salía de su casa con un bolso lleno de ropa.
El silencio provocó la mayor histeria jamás vista. Las tapas de los diarios hablaban del caso
de fanatismo adolescente más impactante no solo de Argentina, sino del mundo. La noticia fue
levantada por las cadenas de noticias internacionales. Fueron convocados expertos psiquiatras y
psicólogos, el tema monopolizó los noticieros, los programas de chimentos, los magazines y talk
shows de la tarde; en la radio no se hablaba de otra cosa. Julieta y Mariela, dieciséis y diecisiete
años, dos chicas de Mataderos fanáticas de Santiago Espina, la estrella de rock que en menos
de un año había dejado atrás el suburbio para llenar teatros y estadios del centro de Buenos
Aires; Santiago, a quien la prensa especializada amaba y odiaba en partes iguales: genio,
pretencioso, artista inclasificable, artefacto comercial para hipnotizar niñas alienadas, futuro de la
música argentina, idiota caprichoso. El Espina —como lo llamaban idólatras y detractores— dejó
estupefacta a la crítica con su segundo disco, Carne, once canciones que dividieron las aguas
aún más: de un lado lo llamaban obra maestra; del otro, anacronismo autoindulgente. Las ventas
se dispararon, y la discográfica empezó a soñar con un lanzamiento internacional; Santiago
Espina era extraño, sí, era impredecible y casi nunca daba entrevistas, pero ¿cómo podría
negarse a giras promocionales por México, Chile, España? Solo tenían que convencerlo de que
hiciera un videoclip de una vez por todas, para que el mundo pudiera ver sus ojos y el modo en
que el pantalón le rozaba los punzantes huesos de la cadera.
Un mes después de que Carne se agotara, la ciudad empapelada con el rostro del Espina
recibía la noticia de su desaparición, días antes de la presentación del disco superexitoso en el
Estadio Obras. Las entradas estaban agotadas. Las fans —porque eran sobre todo chicas, lo
que aumentaba el desprecio de los detractores— lloraban en espontáneas reuniones callejeras,
organizaban marchas y recitaban las letras de Carne en una letanía extática, arrodilladas frente
a pósteres del Espina pegados con cinta scotch a monumentos y árboles en todas las plazas de
Buenos Aires, como si le rezaran a un dios moribundo. Cuando la desesperación se
contagió a las adolescentes del interior del país, el hallazgo del cuerpo del Espina provocó un
terror desconocido en los padres desorientados. Santiago apareció en una habitación de hotel
de Once, con todo el cuerpo cortajeado: había usado una gillette y un Tramontina a conciencia
para despellejarse los brazos, las piernas, el vientre. En el brazo izquierdo, había cortado hasta
el hueso. En el pecho era posible ver el esternón. Y, posiblemente semiinconsciente, se había
cortado la yugular con un tajo audaz y preciso. No se había mutilado la cara. Uno de los policías
encargado de forzar la cerradura de la habitación abajo declaró que le había recordado una
cámara frigorífica: era pleno invierno, y además Santiago había dejado encendido el aire
acondicionado. Hubo teorías conspirativas sobre un posible asesinato, pero fueron desechadas
cuando trascendió que la habitación estaba cerrada con llave desde adentro y se difundió la nota
suicida, casi ilegible por la letra nerviosa y las manchas de sangre. Decía: «Carne es comida.
Carne es muerte. Ustedes saben cuál es el futuro». Delirios agónicos, dijeron los expertos. Y las

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fans callaron y lloraron encerradas en habitaciones donde se mezclaban los osos de peluche, los
diarios íntimos con tapas rosas, las mochilas siempre sobrecargadas y las fotos del Espina más
hermoso que nunca, ahora que la muerte le brillaba en los ojos.
El país esperó una epidemia de suicidios adolescentes que nunca llegó. Las chicas volvieron
al colegio y a los boliches, y apenas se registró un caso de depresión grave en Mendoza,
aunque todas escuchaban Carne como la última voluntad y testamento de su ídolo, tratando de
descifrar las letras en foros de Internet y largas conversaciones telefónicas. La prensa despidió a
Santiago Espina con titulares y elegías, y por un tiempo solo se habló de suicidio, drogas y
rocanrol. El entierro en la Chacarita fue mucho menos concurrido y más triste de lo esperado, y
el duelo se aplacó una vez terminado el desfile del entorno de la estrella por los programas de
televisión. Santiago Espina pasó a las efemérides, listo para ser desenterrado cuando se
cumpliera un año de su nacimiento o de su muerte.
Nadie podía suponer que algo se estaba gestando en Mataderos, entre dos chicas, una foto
arrugada de la nota suicida y Carne en el equipo, de principio a fin, una y otra vez.
Mariela había sido una de las primeras «espinosas». (Así llamaban los medios a las fans, las
chicas con los ojos delineados de negro mortuorio, baratas boas de plumas al cuello y
pantalones que imitaban la piel de los leopardos). Lo había seguido durante un año, noche tras
noche, por donde el Espina tocara. Conocía todos los trenes y colectivos suburbanos, y había
pasado madrugadas heladas en andenes temblando de frío, con la lista de temas en el bolsillo,
acariciando el papel con los ojos cerrados. El Espina la conocía y a veces —muy pocas, porque
casi nunca se comunicaba con su público, ni siquiera para anunciar los temas o decir buenas
noches— le daba algún pequeño obsequio: la púa de la guitarra o un vaso de plástico con restos
de cerveza. En el baño de un local de Burzaco conoció a Julieta, la más célebre de las
espinosas porque se había tatuado el nombre del ídolo en el cuello; de lejos, las letras parecían
una cicatriz, como si la cabeza estuviera cosida al cuello. Ella había logrado sacarse una foto
con el Espina: los dos aparecían muy serios, no se tocaban, y el flash les había enrojecido los
ojos. Julieta y Mariela vivían a apenas diez cuadras de distancia y el suicidio del Espina las unió
tanto que empezaron a parecerse físicamente, como las parejas que conviven durante décadas
o los solitarios que adquieren la expresión de sus mascotas. Ese parecido mimético
había sorprendido al cuidador del cementerio que las encontró de madrugada, cuando trataban
de saltar el paredón. «Estaba oscuro todavía», dijo, «pero nunca pensé que eran chorros. De
lejos se notaba que eran pibitas, y cuando me acerqué vi que además eran gemelas». Julieta y
Mariela no lucharon con el cuidador. Aparentemente atontadas, se dejaron llevar hasta la oficina;
el hombre creía que estaban drogadas, y supuso que habían pasado la noche en el cementerio
para velar al Espina. Él y sus compañeros habían encontrado chicas antes, escondidas en los
pasillos de los nichos y detrás de los árboles cerca de la hora del cierre, pero ninguna logró
acompañar al ídolo hasta el amanecer. El cuidador creyó que Julieta y Mariela habían tenido
suerte, pero mientras las retaba y les pedía el teléfono de sus padres, observó que las chicas
estaban sucias de tierra, sangre y una película de mugre que apestaba y les cubría las manos y
la ropa y los rostros. Entonces llamó a la policía.
Por la tarde, la noticia se filtró a los medios. Dos adolescentes habían desenterrado el cajón
de Santiago Espina con una pala y sus propias manos. La sepultura, apenas un mes después de
su entierro, aún no tenía el mármol definitivo que les hubiera dificultado la tarea. Pero la
inhumación era apenas el principio. Las chicas habían abierto el féretro para alimentarse de los
restos del Espina con devoción y asco; alrededor del hueco daban testimonio de su esfuerzo los
charcos de vómito. Uno de los policías también vomitó. «Dejaron los huesos limpios», le dijo a la
televisión, y el conductor, estremecido, se quedó sin palabras por primera vez en su carrera. Las
chicas fueron llevadas en un patrullero hasta la comisaría y allí se decidió su internación en una

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clínica privada. Los policías dijeron que Julieta y Mariela nunca habían llorado, ni hablado con
ellos; solo se susurraban cosas al oído y estuvieron todo el tiempo tomadas de la mano.
Trascendió que, cuando quisieron bañarlas en la clínica, se resistieron con tanta furia que una de
las enfermeras acabó mordida y arañada; hubo que medicarlas y limpiarlas dormidas.
Hablar con ellas, con sus familias, con sus médicos, se convirtió en una prioridad. Pero todos
callaban. La familia del Espina decidió no demandar a Julieta y Mariela «para que no siga este
horror». La madre de la estrella, decían, vivía sobrecargada de tranquilizantes. Las versiones de
un intento de suicidio previo no pudieron confirmarse; tampoco se encontró a ninguna novia del
Espina, solo amantes que no habían pasado más de una noche con él, y poco tenían para
contar. Los músicos de la banda se negaron a hablar con la prensa, pero quienes los conocían
afirmaban que estaban shockeados y, sobre todo, asqueados. Se supo que todos abandonarían
la música para siempre. Nunca habían tenido una buena relación con Santiago, eran empleados,
o más bien esclavos que aceptaban sus caprichos con resignación, por ambición y una
admiración distante.
Las fans se sentaron malhumoradas en livings y paneles televisivos a pelear con conductores
y psicólogos. Habían decidido evitar la ropa negra, y aparecían despatarradas sobre los sillones
con los labios rojos, pantalones de leopardo, remeras brillantes y las uñas rojas, azules, verdes,
rosadas. Contestaban a las preguntas con monosílabos y a veces con risitas irónicas. Una de
ellas, sin embargo, lloró abiertamente cuando le preguntaron qué pensaba de las chicas que
habían comido del ídolo. Desafiante, gritó: «¡Las envidio! ¡Ellas lo entendieron!». Y balbuceó
algo sobre la carne y el futuro, dijo que Julieta y Mariela estaban más cerca que cualquiera de
ellas del Espina, lo tenían en su cuerpo, en su sangre. Hubo un programa especial sobre los
adolescentes soldados caníbales de Liberia que creen obtener la fuerza de sus enemigos
devorados y usan collares de huesos. El canal que lo emitió fue denostado como ejemplo de mal
gusto y simplismo. Se habló de la necrofilia como perversión nacional, y los canales de cable
programaron ¡Viven! y Voraz. Hasta Carlitos Páez Vilaró participó de una mesa redonda y se vio
obligado a diferenciar su antropofagia «por necesidad» de «esta locura». Especialistas en
cultura rock y sociólogos desmenuzaron las letras de Carne; algunos compararon al Espina con
Charles Manson; otros, horrorizados, denunciaron ignorancia y simplismo, y elevaron al Espina a
la categoría de poeta y visionario.
Julieta y Mariela, mientras tanto, permanecían en sus casas de Mataderos, separadas por diez
cuadras; les habían prohibido volver a comunicarse. Dejaron el colegio. El padre de Mariela
amenazó a los camarógrafos con un arma desde la terraza, y los medios retrocedieron hasta la
esquina. Los vecinos sí hablaban y decían lo predecible: buenas chicas, adolescentes un poco
rebeldes, qué barbaridad, esto no puede volver a pasar. Muchos se mudaron. La sonrisa de las
chicas, congelada en las pantallas de sus televisores y las tapas de los diarios, les daba miedo.
Mientras tanto, en todo el país, en cada cibercafé, las espinosas se reunían frente a las pantallas
de las computadoras, porque comenzaron a llegar los mails. Ninguna podía jurar que fueran de
Julieta y Mariela, no sabían si ellas tenían acceso a Internet en su aislamiento, pero todas lo
sabían, lo deseaban, y guardaban el secreto celosamente. Los mails hablaban de dos chicas
que pronto cumplirían dieciocho años y se liberarían de padres y médicos para tocar las
canciones de Carne en sótanos y garajes. Hablaban de un culto subterráneo imparable, de Ellas
Las Que Tenían Espinas en el cuerpo. Las fans esperaban con brillantina en las mejillas, las
uñas pintadas de negro y los labios manchados de vino tinto el mensaje que les diera la fecha y
el lugar de la segunda venida, el mapa de una tierra prohibida. Y escuchaban la última canción
de Carne (donde el Espina susurraba «Si tenés hambre, comé de mi cuerpo. Si tenés sed, bebé
de mis ojos») soñando con el futuro.

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“Bajo el agua negra”, de Mariana Enriquez

El policía entró con la mirada alta y arrogante, las muñecas sin esposar, la sonrisa irónica que
ella conocía tan bien: toda la actitud de la impunidad y el desprecio. Había visto a muchos así.
Había logrado que condenaran a demasiado pocos.
—Siéntese, oficial —le dijo.
La oficina de la fiscal quedaba en un primer piso y la ventana daba a la nada, a un hueco
entre edificios. Hacía mucho que pedía un cambio de oficina y de jurisdicción. Odiaba la
oscuridad de ese edificio centenario y odiaba todavía más que le tocaran los casos de los
empobrecidos barrios del sur, casos donde el crimen siempre estaba mezclado con la desdicha.
El policía se sentó y ella, a disgusto, pidió café para los dos.
—Ya sabe por qué está acá. También sabe que no está obligado a decirme nada. ¿Por qué no
vino con su abogado?
—Yo sé defenderme solo y, además, soy inocente.
La fiscal suspiró y jugó con su anillo. ¿Cuántas veces había presenciado la misma escena?
¿Cuántas veces un policía le negaba, en su cara y frente a toda la evidencia, que había
asesinado a un adolescente pobre? Porque eso hacían los policías del sur, mucho más que
proteger a las personas: matar adolescentes, a veces por brutalidad, otras porque los chicos se
negaban a «trabajar» para ellos —a robar para ellos o a vender la droga que la policía
incautaba—. O por traicionarlos. Había muchos y muy ruines motivos para matar a adolescentes
pobres.
—Oficial, está su voz grabada. ¿Quiere escuchar la grabación?
—No digo nada ahí.
—No dice nada. La escuchamos, entonces.
Tenía el archivo de audio en la computadora y lo abrió. Por los parlantes se escuchó la voz del
policía: «Asunto solucionado, aprendieron a nadar.»
—¿Y eso qué demuestra? —preguntó el policía, después de un breve resoplido.
—Por la hora y el contenido, demuestra que usted al menos sabía que dos jóvenes habían
sido arrojados al Riachuelo.
La fiscal Pinat llevaba dos meses investigando el caso. Después de haber sobornado a
policías para que hablaran, después de amenazas y tardes de furia provocadas por la
incompetencia del juez y de los fiscales anteriores, había llegado a una versión de los hechos en
la que coincidían las pocas declaraciones final y formalmente obtenidas: Emanuel López y Yamil
Corvalán, los dos de quince años, volvían de bailar en Constitución a sus casas en la Villa
Moreno, a orillas del Riachuelo. Volvían caminando porque no tenían dinero para el colectivo.
Los interceptaron dos agentes de la comisaría 34 y los acusaron de intentar robar un quiosco:
Yamil llevaba encima un cuchillo, pero nunca se comprobó ese intento de asalto, no había
ninguna denuncia. Los policías estaban borrachos. Golpearon a los adolescentes a orillas del
Riachuelo hasta dejarlos casi inconscientes. Después, los subieron a patadas por las escaleras
de cemento hasta el mirador del puente que cruzaba el Riachuelo y los empujaron al agua.
«Asunto solucionado, aprendieron a nadar», había dicho por la radio el oficial Cuesta, uno de los
dos acusados, el que ahora estaba en su oficina. El imbécil no había ordenado borrar la
conversación: a eso también estaba acostumbrada por todos sus años de fiscal, a la
combinación imposible de brutalidad y estupidez de la policía.
El cuerpo de Yamil Corvalán apareció a un kilómetro del puente. A esa altura, el Riachuelo no
tiene casi corriente, está quieto y muerto, con su aceite y sus restos de plástico y químicos
pesados, el gran tacho de basura de la ciudad. La autopsia estableció que el chico había
intentado nadar entre la grasa negra. Había muerto ahogado cuando los brazos no soportaron

19
más el esfuerzo. La policía había intentado sostener durante meses la tesis de la muerte
accidental del adolescente, pero una mujer había escuchado los gritos esa noche: «Me tiraron,
ayuda, me muero», gritaba el chico mientras se ahogaba. La mujer no había intentado ayudarlo.
Sabía que era imposible sacarlo del agua, salvo con un bote, y ella no tenía bote, ninguno de sus
vecinos tenía.
El cuerpo de Emanuel no había aparecido. Pero sus padres aseguraban que esa noche había
salido con Yamil. Y en la orilla sí habían aparecido sus zapatillas, inconfundibles porque eran un
modelo caro, de importación, que seguramente había robado poco antes; zapatillas que esa
noche se había puesto para impresionar a las chicas en el boliche bailable. Su madre las había
reconocido de inmediato. Su madre también había dicho que los oficiales Cuesta y Suárez
andaban persiguiendo a su hijo, aunque ella no sabía por qué. La fiscal la había interrogado en
esa misma oficina la semana de la desaparición del adolescente. La mujer había llorado, lloraba
y decía que su hijo era un buen chico, aunque sí, a veces robaba y de vez en cuando se
drogaba, pero era porque el padre se había ido y eran muy pobres y el chico quería cosas,
zapatillas y un iPhone y todo lo que veía en la televisión. Y que no se merecía morir así,
ahogado, porque unos policías se querían reír de él, reírse mientras él intentaba nadar en el
agua contaminada.
No, claro que no se lo merecía, le dijo ella.
—Yo no tiré a nadie al agua, señora fiscal. Y no le voy a decir más nada.
—Como usted quiera. Ésta era su oportunidad de llegar a algún tipo de arreglo que,
eventualmente, podría disminuir su condena. Necesitamos saber dónde está ese cuerpo, y si
nos diera esa información, a lo mejor podría, no sé, ir a una cárcel pequeña o al pabellón de los
evangelistas. Usted sabe que no es lo mismo estar encerrado con los evangelistas que con la
población común.
El policía se rió; se reía de ella, se reía de los chicos muertos.
—¿Usted se piensa que me van a dar mucho tiempo por esto?
—Yo voy a intentar que no salga más.
La fiscal estaba a punto de perder la calma. Apretaba los puños. Por un momento, miró a los
ojos al policía y él le dijo, muy claro, con una voz distinta, más seria, sin un jirón de ironía:
—Ojalá toda esa villa se prenda fuego. O se ahoguen todos. Ustedes no tienen idea de lo que
pasa ahí adentro. Ni idea tienen.
Ella alguna idea tenía. Hacía ocho años que Marina Pinat era fiscal. Había visitado la villa
varias veces aunque su trabajo no lo requería —podía investigar desde su escritorio, como
hacían todos sus colegas, pero ella prefería conocer a la gente sobre la que leía en los
expedientes—. Menos de un año atrás, su investigación había ayudado a que un grupo de
familias que vivía cerca de una curtiembre le ganara un juicio a la fábrica de cuero que echaba
cromo y otros desechos tóxicos al agua. Había sido un extenso y complejo juicio penal por
daños: los hijos de las familias que vivían cerca de esa agua, que la tomaban, aunque sus
madres intentaran quitarle el veneno hirviéndola, se enfermaban, morían de cáncer en tres
meses, horribles erupciones en la piel les destrozaban brazos y piernas. Y algunos, los más
chicos, habían empezado a nacer con malformaciones. Brazos de más (a veces hasta cuatro),
las narices anchas como las de felinos, los ojos ciegos y cerca de las sienes. No recordaba el
nombre que los médicos, algo confundidos, le habían dado a ese defecto de nacimiento.
Recordaba que uno de ellos lo había llamado «mutaciones».
Durante esa investigación había conocido al cura de la villa, el padre Francisco, un joven
párroco que no usaba siquiera el cuello identificatorio. Nadie iba a la iglesia, le había contado. Él
tenía un comedor para los chicos de familias demasiado pobres y ayudaba en lo que podía, pero
había renunciado a cualquier trabajo pastoral. Quedaban pocos fieles, algunas mujeres viejas.

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La mayoría de los habitantes de la villa eran devotas de cultos afrobrasileños o tenían sus
propias devociones, santos personales, San Jorge o San Expedito, y les levantaban pequeños
altares en las esquinas. No está mal, decía él, pero ya no daba más misa, salvo para ese
puñado de mujeres viejas que a veces se lo pedían. A Marina le había parecido que, detrás de la
sonrisa, la barba, el pelo largo, el aspecto de militante revolucionario de los años setenta, el cura
joven y bienintencionado estaba cansado, cargado de una oscura desesperanza.
Cuando el policía salió dando un portazo, el secretario de la fiscal tardó unos minutos en
golpear la puerta para anunciar que tenía a alguien más esperando.
—Hoy no, querido —dijo la fiscal. Había quedado agotada y furiosa, como siempre que tenía
que hablar con policías.
El secretario dijo que no con la cabeza e imploró con los ojos.
—Por favor, atendela, Marina. No sabés…
—Pero que sea la última.
El secretario asintió y agradeció con la mirada. Marina ya estaba pensando en qué comprar
para cocinar esa noche o en si iba a tener ganas de salir a comer a un restaurante. Su auto
estaba en el mecánico, pero podía usar la bicicleta; las noches eran frescas y hermosas en esa
época del año: quería salir de la oficina, quería llamar a algún amigo para invitarle una cerveza,
quería que se terminara ese día y esa investigación y que apareciera el cuerpo del chico de una
buena vez.
Mientras guardaba las llaves, los cigarrillos y algunos papeles en la cartera para salir rápido,
entró en el despacho una adolescente embarazada, horriblemente flaca, que no quiso decirle su
nombre. Marina sacó una Coca-Cola de la pequeña heladera que tenía bajo el escritorio y le dijo:
«Te escucho.»
—El Emanuel está en la villa —dijo la chica mientras tomaba la gaseosa a sorbos largos.
—¿De cuánto estás? —quiso saber Marina, y señaló con el dedo el vientre de la chica. .
—No sé.
Claro que no sabía. Le calculó unos seis meses de embarazo. La chica tenía las puntas de los
dedos quemadas, manchadas con el amarillo químico de la pipa de paco. El bebé, si nacía vivo,
iba a nacer enfermo, deforme o adicto.
—¿De dónde lo conocés a Emanuel?
—Lo conocemos todos, la familia es conocida en la Moreno. Yo fui al entierro y el Emanuel fue
medio novio de mi hermana.
—¿Y tu hermana dónde está, ella también lo reconoció?
—No, mi hermana no vive más allá.
—Bueno. ¿Y entonces?
—Algunos dicen que salió del agua el Emanuel.
—¿Salió la noche que lo tiraron?
—No, por eso vine. Salió hace un par de semanas. Volvió hace repoco.
Marina sintió un escalofrío. La chica tenía las pupilas dilatadas de los adictos y los ojos, en la
media luz de la oficina, parecían completamente negros, como los de un insecto carroñero.
—¿Cómo que volvió? ¿Se había ido a algún lado?
La chica la miró como si ella fuera estúpida y la voz se le puso más gruesa, conteniendo la
risa.
—¡No! A ningún lado se fue. Volvió del agua. Siempre estuvo en el agua.
—Me estás mintiendo.
—No. Le vengo a contar porque tiene que saber. El Emanuel la quiere conocer.
Trató de no pensar en cómo movía la chica los dedos manchados por la pipa tóxica, los
cruzaba como si no tuvieran articulaciones, como si fueran extraordinariamente blandos. ¿Sería

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ella una de las chicas de formes, defectuosas de nacimiento por culpa del agua contaminada?
Era demasiado grande de edad. ¿La deformidad venía ocurriendo desde cuándo, entonces?
Todo era posible.
—¿Y ahora dónde está Emanuel?
—Se metió en una de las casas de la parte de atrás de las vías y vive ahí, con sus amigos.
¿Ahora me va a dar plata? Me dijeron que me iba a dar plata.
La tuvo un rato más en la oficina, pero no pudo sacarle mucho. Emanuel López había
emergido del Riachuelo, decía, la gente lo había visto caminar por los pasillos laberínticos de la
villa, y algunos habían corrido muertos de miedo cuando se lo cruzaron. Decían que caminaba
lento y que apestaba. La madre no había querido recibirlo. Eso sorprendió a Marina. Y se había
metido en una de las casas abandonadas del fondo de la villa, las que estaban detrás de las vías
del tren abandonadas. La chica le arrancó el billete de las manos cuando Marina le pagó por el
testimonio. La avidez había tranquilizado a la fiscal. Creía que la chica mentía. Seguramente la
había enviado algún policía amigo de los asesinos —o ellos mismos, que de todos modos tenían
prisión domiciliaria, que no cumplían—. Si uno de los dos chicos resultaba estar vivo, la causa
podía derrumbarse. Los policías acusados habían contado a muchos de sus compañeros cómo
torturaban a jóvenes ladrones haciéndolos «nadar» en el Riachuelo. Algunos de esos
compañeros habían relatado esas conversaciones, esos alardeos, después de meses de
negociaciones y grandes cantidades de dinero para pagar la información. El crimen estaba
comprobado, pero un muerto que resultaba estar vivo era un crimen menos y una sombra de
duda sobre toda la investigación.
Esa noche, Marina volvió a su departamento inquieta después de una cena rápida y nada
estimulante en un restaurante nuevo que tenía buena prensa pero pésimo servicio. La razón le
decía que la chica embarazada sólo estaba buscando dinero, pero había algo en la historia que
sonaba extrañamente real, como una pesadilla vívida. Durmió mal, pensando en la mano del
chico muerto pero vivo tocando la orilla, en el nadador fantasma que volvía meses después de
ser asesinado. Soñó que de esa mano se caían los dedos cuando el chico se sacudía la mugre
después de emerger y se despertó con la nariz chorreando olor a carne muerta y un miedo
horrible a encontrar esos dedos hinchados e infecciosos entre las sábanas.
Esperó la madrugada para intentar comunicarse con alguien de la villa: la madre de Emanuel,
el cura Francisco. Nadie le atendía el teléfono. No era raro: los celulares funcionaban mal en la
ciudad y peor todavía en la villa. Se alarmó porque nadie atendía en el comedor del cura ni en la
sala de primeros auxilios. Eso sí era más extraño: esos lugares tenían línea fija. ¿Se habrían
cortado después de la última tormenta?
Continuó tratando de comunicarse todo el día. No lo logró. Esa noche, después de una tarde
de cancelaciones —le había dicho a su secretario que le dolía la cabeza, que iba a dedicarse a
leer expedientes, y él, siempre obediente, había suspendido todas las reuniones y audiencias—,
decidió, mientras cocinaba espaguetis, que al día siguiente iba a ir a la villa.
Nada había cambiado desde su última vez en ese sur de la ciudad, en la avenida desolada
que desembocaba en el Puente Moreno. Buenos Aires se iba deshaciendo en comercios
abandonados, ventanas tapiadas con ladrillos para evitar que las casas fueran tomadas, carteles
oxidados que coronaban edificios de los años setenta. Todavía quedaban tiendas de ropa,
carnicerías sospechosas y la iglesia, que ella recordaba cerrada y que ahora, cuando la veía
desde el taxi, seguía cerrada, pero con un candado adicional para mayor seguridad. La avenida,
lo sabía, era la zona muerta, el lugar más vacío del barrio. Detrás de esas fachadas, que eran
mascarones, vivían los pobres de la ciudad. Y en las dos orillas del Riachuelo miles de personas
habían construido sus casas en los terrenos vacíos, desde precarios ranchos de chapa hasta
muy decentes departamentos de cemento y ladrillos. Desde el puente se podía ver la extensión

22
del caserío: rodeaba el río negro y quieto, lo bordeaba y se perdía de vista donde el agua
formaba un codo y se iba en la distancia, junto a las chimeneas de fábricas abandonadas. Hacía
años, también, que se hablaba de limpiar el Riachuelo, ese brazo del Río de la Plata que se
metía en la ciudad y luego se alejaba hacia el sur, elegido durante un siglo para arrojar desechos
de todo tipo, pero, sobre todo, de vacas. Cada vez que se acercaba al Riachuelo, la fiscal
recordaba las historias que contaba su padre, trabajador durante un tiempo muy corto de los
frigoríficos orilleros: cómo tiraban al agua los restos de carne y huesos y la mugre que traía el
animal desde el campo, la mierda, el pasto pegoteado. «El agua se ponía roja», decía. «A la
gente le daba miedo.»
También le explicaba que ese olor del Riachuelo, profundo y podrido, que con cierto viento y la
humedad constante de la ciudad podía flotar en el aire durante días, lo causaba la falta de
oxígeno del agua. La anoxia, le decía él. La materia orgánica se come el oxígeno de los líquidos,
decía con su gesto pomposo de profesor de química. Ella nunca había entendido las fórmulas,
que a su padre le parecían sencillas y apasionantes, pero no podía olvidarse de que el río negro
que bordeaba la ciudad básicamente estaba muerto, en descomposición: no podía respirar. Era
el río más contaminado del mundo, aseguraban los expertos. Quizá hubiese alguno en China
con el mismo grado de toxicidad: el único lugar del mundo comparable. Pero China era el país
más industrializado del mundo: Argentina había contaminado ese río que rodeaba la capital, que
hubiese podido ser un paseo hermoso, casi sin necesidad, casi por gusto.
Que a sus orillas se hubiese construido ese caserío, la Villa Moreno, deprimía a Marina. Sólo
gente muy desesperada se iba a vivir ahí, al lado de esa fetidez peligrosa y deliberada.
—Hasta acá llego, señora.
La voz del chofer del taxi la sorprendió.
—Faltan trescientos metros hasta donde me tiene que llevar —le contestó, distante, seca, con
la impostación de voz que usaba para dirigirse a abogados y policías.
El hombre dijo que no con la cabeza y apagó el motor del coche.
—No me puede obligar a entrar en la villa. Le pido que se baje acá. ¿Usted va a entrar sola?
El chofer sonaba asustado, sinceramente asustado. Sí, le dijo ella. Había intentado, era cierto,
convencer al abogado de los chicos muertos de que la acompañase, pero él tenía compromisos
impostergables. «Sos loca, Marina», le había dicho. «Te acompaño mañana, hoy no puedo.» Y
ella se había ofuscado, ¿de qué tenía miedo, después de todo? Había ido varias veces a la villa.
Era pleno día. Mucha gente la conocía: no iban a tocarla.
Amenazó al chofer con denunciar su comportamiento a los dueños de la empresa de taxis, el
escándalo que suponía dejar a pie y en esa zona a una funcionaria del Poder Judicial. Al hombre
no se le movió un pelo y ella esperaba esa falta de reacción. Nadie se acercaba a la villa del
Puente Moreno a menos que fuese necesario. Era un lugar peligroso. Ella misma había
abandonado los trajecitos sastre que llevaba siempre en la oficina y el juzgado y había elegido
jeans, una remera oscura y nada en los bolsillos, salvo el dinero para volver y el teléfono, tanto
para comunicarse con sus contactos en el interior de la villa como para tener algo valioso que
entregar en caso de que la asaltaran. Y el arma, claro, que tenía licencia para usar, bajo la
remera, discretamente oculta, pero no tanto como para que no se reconociera la silueta de la
culata y el cañón recortada en su espalda.
Podía entrar en la villa bajando el terraplén a la izquierda del puente, al lado de un edificio
abandonado que, raro, nadie había decidido ocupar y se pudría carcomido de humedad, con sus
viejos carteles que anunciaban masajes, tarot, contadores, préstamos. Pero antes decidió subir
al puente: quería ver y tocar el último lugar que habían visto Emanuel y Yamil, los chicos
asesinados por la policía.

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Las escaleras de cemento estaban sucias, apestaban a orín y a comida abandonada, pero ella
las subió casi corriendo. A los cuarenta años, Marina Pinat estaba bien entrenada, trotaba todas
las mañanas, los empleados de tribunales decían, en voz baja, que para su edad estaba «bien
conservada». Ella detestaba esos murmullos, no la halagaban, la ofendían: no quería ser bella;
quería ser fuerte, acerada.
Llegó a la plataforma desde la que habían sido arrojados los chicos. Miró el río negro aturdida
y no pudo imaginarse caer desde ahí arriba hacia el agua quieta ni por qué los automovilistas
que pasaban a sus espaldas en ráfagas no habían visto nada.
Bajó y volvió a la villa por el terraplén del edificio abandonado. Ni bien pisó la calle de entrada,
la desconcertó la quietud. La villa estaba terriblemente silenciosa. Ese silencio era imposible. La
villa, cualquier villa, incluso ésta, a la que apenas se le atrevían los asistentes sociales más
idealistas —o más ingenuos—, esta villa abandonada por el Estado y favorita de delincuentes
que necesitaban esconderse, incluso este lugar peligroso y evitado, tenía muchos y agradables
sonidos. Siempre era así. Las diferentes músicas confundidas: la lenta y sensual cumbia villera,
esa mezcla chillona de reggae con ritmo caribeño; la siempre presente cumbia santafesina, con
sus letras románticas y a veces violentas; las motos con los caños de escape cortados para que
produjeran rugidos al arrancar; la gente que venía y compraba y caminaba y hablaba. Las
infaltables parrillas con sus chorizos, anticuchos, pollos a las brasas. Las villas hormigueaban de
gente, de chicos corriendo, de jóvenes con sus gorritas que tomaban cerveza, de perros.
La villa del Puente Moreno, sin embargo, ahora estaba tan muerta como el agua del
Riachuelo.
Marina sacó el teléfono del bolsillo de atrás y tuvo la sensación de que la observaban desde
los pasillos oscurecidos por los cables de luz y la ropa colgada. Todas las persianas estaban
bajas, al menos en esa calle al borde del agua. Había llovido y trató de no pisar los charcos para
no embarrarse mientras caminaba; nunca podía quedarse quieta cuando hablaba por teléfono.
El padre Francisco no le contestó. Tampoco la madre de Emanuel. Creía poder llegar hasta la
pequeña iglesia sin guía, recordaba el camino. Estaba cerca de la entrada, como la mayoría de
las parroquias. En el corto camino también le extrañó la total falta de los santos populares, los
Gauchito Gil, las Iemanjá, incluso algunas vírgenes que solían tener pequeños altares.
Reconoció la casita pintada de amarillo que quedaba en la esquina de la villa, y saber que no
estaba perdida la tranquilizó. Pero, antes de doblar por esa esquina, escuchó pasos débiles que
chapoteaban, alguien que corría detrás de ella. Se dio vuelta. Era uno de los chicos deformes.
Lo reconoció de inmediato, cómo no distinguirlos. Con el tiempo, esa cara que de bebés había
sido fea se había vuelto todavía más horrible: la nariz muy ancha, como la de un felino, y los ojos
muy separados, cerca de las sienes. El chico abrió la boca, para llamarla quizá: no tenía dientes.
Tenía un cuerpo de ocho o diez años y ni un solo diente.
El chico se le acercó y, cuando estuvo a su lado, ella pudo ver cómo se habían desarrollado
los demás defectos: los dedos tenían ventosas y eran delgados como colas de calamar (¿o eran
patas? Siempre dudaba de cómo llamarlas). El chico no se detuvo a su lado. Siguió caminando
hasta la parroquia, como si la guiara.
La parroquia parecía abandonada. Siempre había sido una casa modesta, pintada de blanco,
y la única indicación de que se trataba de una iglesia era la cruz de metal sobre el techo, que
seguía ahí, aunque ahora estaba pintada de amarillo y alguien la había decorado con una corona
de flores amarillas y blancas; de lejos parecían margaritas. Pero las paredes de la iglesia ya no
estaban limpias. Estaban cubiertas de grafitis. De cerca, Marina pudo ver que eran letras, pero
sin sentido, no formaban palabras: YAINGNGAHYOGSOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG . La
secuencia de letras, notó, siempre era la misma, pero seguía sin tener sentido para ella. El chico

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deforme abrió la puerta de la iglesia y Marina acomodó el arma para que le quedara al costado
del cuerpo y entró.
El edificio ya no era una iglesia. Nunca había tenido bancos de madera ni un altar formal,
apenas sillas y una mesa desde donde el cura Francisco daba las esporádicas misas. Pero
ahora estaba completamente vacío, con las paredes sucias de grafitis que replicaban las letras
del exterior: YAINGNGAHYOGSOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG . El crucifijo había
desaparecido, lo mismo que las imágenes del sagrado corazón de Jesús y la Virgen de Luján.
En el lugar del altar había un palo, clavado en una modesta maceta de metal. Y, clavada en el
palo, una cabeza de vaca. El ídolo —porque eso era, se dio cuenta Marina— debía ser reciente,
porque no había olor a carne podrida en la iglesia. Esa cabeza estaba fresca.
—No tendrías que haber venido. —Escuchó la voz del cura. Había entrado detrás de ella.
Verlo le confirmó que algo andaba horriblemente mal. El cura estaba demacrado y sucio, con la
barba demasiado crecida y el pelo tan grasoso que parecía mojado, pero lo más impactante era
que estaba borracho y el olor a alcohol le salía por los poros; cuando entró en la iglesia fue como
si derramara una botella de whisky sobre el suelo mugriento.
—No tendrías que haber venido —repitió, y se resbaló. Marina distinguió entonces las gotas
de sangre fresca que iban desde la puerta hasta la cabeza de la vaca.
—¿Qué es esto, Francisco?
El cura tardó en contestarle. Pero el chico deforme, que se había quedado en un rincón de lo
que había sido la iglesia, dijo:
—En su casa el muerto espera soñando.
—¡Es todo lo que dicen estos retrasados! —gritó el cura, y Marina, que le había extendido el
brazo para ayudarlo a levantarse del suelo, retrocedió—. ¡Inmundos retrasados infectos! ¿Te
mandaron a la puta embarazada de ellos y fue suficiente para convencerte de que vinieras? No
te creía tan estúpida.
Lejos, Marina escuchó tambores. La murga, pensó aliviada. Era febrero. Claro. Eso pasaba.
La gente se había ido a practicar para la murga de carnaval, o a lo mejor estaba ya festejando
los carnavales en la cancha de fútbol que quedaba cerca de las vías.
(Se metió en una de las casas de la parte de atrás de las vías y vive ahí, con sus amigos. ¿Y
cómo sabía el cura sobre la chica embarazada?)
Era la murga, estaba segura. La villa tenía una murga tradicional y siempre festejaban el
carnaval. Era un poco temprano, pero era posible. Y la cabeza de vaca sería el regalo
intimidante de alguno de los traficantes de la villa, que odiaban al cura Francisco porque él solía
denunciarlos o intentaba recuperar a los chicos adictos, lo que significaba quitarles clientes y
empleados.
—Tenés que salir de acá, Francisco —le dijo.
El cura se rió.
—Lo intenté, ¡lo intenté! Pero no se puede salir. Vos no vas a salir tampoco. Ese chico
despertó lo que dormía debajo del agua. ¿No los escuchás? ¿No escuchás los tambores de ese
culto de muertos?
—Es la murga.
—¿La murga? ¿Te suena a murga?
—Estás borracho. ¿Cómo sabías de la chica embarazada?
—Eso no es ninguna murga.
El cura se paró e intentó encender un cigarrillo.
—Durante años pensé que este río podrido era parte de nuestra idiosincrasia, ¿entendés?
Nunca pensar en el futuro, bah, tiremos toda la mugre acá, ¡se la va a llevar el río! Nunca pensar
en las consecuencias, mejor dicho. Un país de irresponsables. Pero ahora pienso diferente,

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Marina. Fueron muy responsables todos los que contaminaron este río. Estaban tapando algo,
¡no querían dejarlo salir y lo cubrieron de capas de aceite y barro! ¡Hasta llenaron el río de
barcos! ¡Los dejaron estancados ahí! .
—De qué estás hablando.
—No te hagas la estúpida. Nunca fuiste estúpida. Los policías empezaron a tirar gente al agua
porque ellos sí son estúpidos. Y la mayoría de los que tiraron se murieron, pero varios lo
encontraron. ¿Sabés qué viene acá? La mierda de las casas, toda la mugre de los desagües,
¡todo! Capas y capas de mugre para mantenerlo muerto o dormido: es lo mismo, creo que es lo
mismo el sueño y la muerte. Y funcionaba hasta que empezaron a hacer lo impensable: nadar
bajo el agua negra. Y lo despertaron. ¿Sabés qué quiere decir «Emanuel»? Quiere decir «Dios
está con nosotros». De qué Dios estamos hablando es el problema.
—De qué estás hablando vos es el problema. Vamos, te voy a sacar de acá.
El cura se empezó a restregar los ojos con tanta fuerza que Marina tuvo miedo de que se
reventara las córneas. El chico deforme, ciego, se había dado vuelta y ahora estaba de
espaldas, la frente contra la pared.
—Me lo pusieron como vigilante. Es hijo de ellos.
Marina intentó comprender lo que sucedía en realidad: el cura, acosado por quienes lo
odiaban en la villa, había perdido la cabeza. El chico deforme, seguramente abandonado por su
familia, lo seguía a todos lados porque no tenía a nadie más. La gente de la villa había llevado
su música y sus parrillas a los festejos de carnaval. Todo era espantoso, pero no era imposible.
No había ningún chico muerto que vivía, no había ningún culto de muertos.
(Y por qué no había imágenes religiosas y por qué el cura había hablado de Emanuel sin que
ella siquiera se lo preguntara.).
No importa. Nos vamos, pensó Marina, y agarró al cura del brazo, lo obligó a apoyarse en ella
para que pudiera caminar; estaba demasiado borracho para salir solo. Fue un error. No tuvo
tiempo de darse cuenta: el cura estaba borracho, pero el movimiento para robarle el arma fue
sorpresivamente rápido y preciso. Ella no pudo ni forcejear, tampoco alcanzó a ver que el chico
deforme se había dado vuelta y gritaba mudo, abría la boca y gritaba sin sonido.
El cura le apuntaba. Ella miró alrededor, el corazón destrozándole las costillas, la boca seca.
No podía escapar; él estaba borracho, podía errar, pero no en un espacio tan chico. Empezó a
rogar, él la interrumpió.
—No quiero matarte. Quiero darte las gracias.
Y entonces dejó de apuntarle, bajó el arma y con un movimiento enérgico volvió a subirla, se
la metió en la boca y disparó.
El ruido dejó sorda a Marina; el cerebro del cura ahora cubría parte de las letras sin sentido y
el chico repetía «en su casa el muerto espera soñando», aunque no podía pronunciar las erres y
decía «muelto» y «espela». Marina no intentó ayudar al cura: no había ninguna posibilidad de
que sobreviviera a ese disparo. Le sacó el arma de la mano y no pudo evitar pensar que tenía
sus huellas por todos lados, podían acusarla de haberlo matado. Cura de mierda, villa de mierda,
¿por qué estaba ahí? ¿Para demostrar qué, a quién? El arma le temblaba en la mano, que ahora
estaba manchada de sangre. No sabía cómo iba a volver a su casa con las manos
ensangrentadas. Tenía que buscar agua limpia.
Cuando salió de la iglesia, se dio cuenta de que estaba llorando y de que la villa ya no estaba
vacía. La sordera posterior al disparo la había hecho creer que los tambores seguían lejos, pero
estaba equivocada. La murga pasaba frente a la parroquia. Ahora estaba claro que no era una
murga. Era una procesión. Una fila de gente que tocaba los tambores murgueros, con sus
redoblantes tan ruidosos, encabezada por los chicos deformes con sus brazos delgados y los
dedos de molusco, seguida por las mujeres, la mayoría gordas, con el cuerpo desfigurado de los

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alimentados casi únicamente a base de carbohidratos. Había algunos hombres, pocos, y Marina
distinguió entre ellos a algunos policías que conocía: hasta creyó ver a Suárez, con su pelo
oscuro engominado y el uniforme puesto, escapado de su arresto domiciliario.
Detrás de ellos iba el ídolo que cargaban sobre una cama. Era eso, una cama, con su
colchón. Marina no alcanzaba a distinguirlo: estaba recostado. Tenía tamaño humano. Había
visto alguna vez algo parecido en procesiones de semana santa, efigies de Jesús recién bajado
de la cruz, ensangrentado sobre lienzos blancos, mezcla de cama y ataúd.
Se acercó a la procesión aunque todo le decía que debía correr para el lado contrario de
donde ellos fueran: pero quería ver al que yacía en la cama.
El muerto espera soñando .
Entre la gente, que iba silenciosa, el único sonido eran los tambores. Intentó acercarse al
ídolo, estiró el cuello, pero la cama estaba muy alta, inexplicablemente alta. Una mujer la empujó
cuando intentó llegar demasiado cerca y Marina la reconoció: era la madre de Emanuel. Trató de
retenerla pero la mujer murmuró algo sobre los barcos y el fondo oscuro del río, donde estaba la
casa, y se sacó de encima a Marina de un cabezazo justo cuando los procesantes empezaron a
gritar «yo, yo, yo» y lo que llevaban sobre la cama se movió un poco, suficiente para que uno de
sus brazos grises cayera al costado de la cama, como el brazo de alguien muy enfermo, y
Marina recordó los dedos de su sueño que se caían de la mano podrida y recién entonces corrió,
con el arma entre las manos, corrió rezando en voz baja como no hacía desde la infancia, corrió
entre las casas precarias, por los pasillos laberínticos, buscando el terraplén, la orilla, tratando
de ignorar que el agua negra parecía agitada, porque no podía estar agitada, porque esa agua
no respiraba, el agua estaba muerta, no podía besar las orillas con olas, no podía agitarse con el
viento, no podía tener esos remolinos ni la corriente ni la crecida, cómo era posible una crecida
si el agua estaba estancada. Marina corrió hacia el puente y no miró atrás y se tapó los oídos
con las manos ensangrentadas para bloquear el ruido de los tambores.

El cieguito de Banfield
Dicen que en la intersección de dos conocidas calles de Banfield, precisamente Maipú y
Pueyrredón (aunque en las últimas versiones compiladas se menciona a la avenida Alsina)
aparece un ciego que es un ser fantasmagórico.
Es un hombre de mediana estatura con anteojos negros, gabán oscuro y un lógico bastón
blanco, quien pide a cualquier transeúnte que lo ayude a cruzar la calle. Aquel que se apiada de
este prójimo es mal pagado ya que el no vidente lo hace cruzar (sobre todo, en los relatos que
sitúan la acción en la gran avenida) segundos antes de que cambie la luz del semáforo. Una vez
que ambos peatones están en medio de la gran calle, se habilita el paso de los automovilistas
ansiosos por proseguir con su trayectoria. De pronto, el ciego desaparece de al lado de quien lo
había ayudado y el compasivo acompañante es atropellado por los autos que transitan a alta
velocidad. Obviamente que existen sobrevivientes de tal suceso y son quienes atestiguan la
desaparición repentina de este maquiavélico hombre.
Lo cierto es que "El cieguito de Banfield" o "El ciego de Alsina" , como se lo conoce, es un
personaje muy temido por los vecinos del lugar y por quienes saben esta leyenda.

Daniel Link, escritor argentino, acerca del amor:


“Habitualmente quienes hacen la guerra son los hombres: la guerra es un juego de
varones. Las mujeres hacen el amor y no la guerra. Históricamente, la literatura amorosa
nace en las cortes, solo pobladas por mujeres jóvenes, mientras los hombres están

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haciendo la guerra. Es por eso que enamorarse es feminizarse un poco, estar en situación
de espera (también históricamente, la que espera es la mujer).

El amor es una pasión que afecta al cuerpo y al espíritu. Puede ser feliz o no, puede ser
secreto o declarado, puede ser ocasional o permanente. El primer gran enamorado fue
Narciso: y se enamoró de sí mismo, de su imagen en el agua (en este caso, el otro es el
mismo). Lógicamente, murió de amor, de un amor imposible. El modelo del amor, dicen,
es Narciso.

Hay quienes aman a una persona, hay quienes aman un solo aspecto de una persona (o
de todas las personas). Siempre se sueña con quien se ama. También está el deseo. Y
después el placer. No siempre estas cosas están de acuerdo. La literatura ha hablado de
todas estas cosas (ha dicho, incluso: no se puede hablar de aquello que se ama) y
algunos, pocos (locos, insensatos, perversos), han erotizado la Literatura: aman los
textos, las texturas, la letra, las palabras. Son, en general, aquellos a quienes les gusta
leer y escribir”.

Fragmento del libro El poder del mito, un diálogo con Joseph Campbell
“Los jóvenes tienen un interés natural en los mitos. La mitología te enseña qué hay
detrás de la literatura y el arte, te enseña sobre tu propia vida.

Es un tema vasto, muy estimulante, enriquecedor. La mitología tiene mucho que decir
sobre los estadios de la vida, las ceremonias de iniciación cuando uno pasa de la
infancia a las responsabilidades adultas, de soltero a casado. Todos esos rituales son
ritos mitológicos.

Tienen que ver con tu reconocimiento del nuevo papel que asumes, el proceso de
desembarazarse de la vieja personalidad y adoptar la nueva, o acceder a una profesión
con responsabilidades.

Cuando un juez entra en la sala del tribunal y todos se ponen de pie, no están
reverenciando al hombre sino a la toga que está usando y al papel que representa. Lo
que lo hace digno de ese papel es su integridad, como representante de los principios de
ese papel, y no un conjunto de prejuicios personales. De modo que cuando te pones de
pie en un tribunal de justicia, lo haces ante un personaje mitológico.

Supongo que algunos reyes y reinas son las personas más estúpidas, absurdas y
banales que nadie pueda imaginarse, probablemente interesados nada más que en
caballos y mujeres, ya sabes. Pero el súbdito no responde a ellos como personalidades
sino como encarnaciones de un papel mitológico.

Cuando alguien adopta el papel de juez, o presidente de los Estados Unidos, el hombre
ya no es ese hombre, es el representante de una función eterna; tiene que sacrificar sus
deseos personales e incluso sus posibilidades vitales a la función que está
representando”.

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Características de los géneros literarios

a) La narrativa o género narrativo


Los textos pertenecientes al género narrativo son los que cuentan sobre sucesos. Su
nombre proviene de narrar, derivado del latín narrare, que significa explicar, contar, referir
algo sucedido. Como se ha expuesto más arriba, los antecedentes de este género se
encuentran en la poesía épica, género literario por el medio del cual los pueblos primitivos
transmitían los hechos heroicos y las hazañas realizadas por sus antepasados.
El género narrativo cuenta con un elemento distintivo, el narrador, que es quien relata la
historia en el texto. Esta figura no debe confundirse con la del autor, que es quien escribe el
texto.
Existen tres clases de narradores: el narrador omnisciente, que utiliza la tercera persona del
singular y relata los hechos sin participar del desarrollo de los mismos; el narrador
protagonista, que narra en primera persona y participa activamente de los hechos; y el
narrador testigo, que utiliza la primera o la tercera persona y participa de los hechos sin
ocupar el rol protagónico.
Otro elemento que caracteriza los textos narrativos es la presencia de uno o más
personajes (principales y secundarios) que protagonizan la acción de determinado tiempo y
espacio. Personajes, tiempo y espacio constituyen el marco narrativo.
Además, tradicionalmente las obras narrativas poseen una estructura externa que distingue
tres partes: la introducción o situación inicial, en la cual el narrador presenta los personajes
y realiza la ubicación temporal y espacial del conflicto; la complicación o nudo, en el cual se
despliega el hecho planteado en la introducción; y el desenlace o situación final de la
acción, momento en el que concluye la historia relatada. El desenlace puede ser lógico,
absurdo, insólito, inesperado, etc.
Dentro del género narrativo es posible distinguir gran número de subgéneros entre los que
se encuentran el cuento, la novela, el mito, la leyenda, la fábula, el apólogo, la parábola y el
ensayo. El cuento y la novela son los más importantes. A su vez, dentro del cuento y la
novela pueden reconocerse otros subgéneros: el realista, el fantástico, el maravilloso, el
policial, el de ciencia ficción, etc.

b) El teatro o género dramático o teatral


Los textos pertenecientes al género teatral son aquellos creados con la finalidad de ser
representados, es decir, para ser puestos en escena por actores, frente a un público o
auditorio.
La forma teatral, tal como se la conoce y se desarrolla en Occidente, proviene del teatro
griego del siglo V a.C. y nació estrechamente vinculada con el culto religioso a Dionisos,
dios del vino.
Como el texto teatral es creado con el objetivo de representar lo escrito en escena, está
conformado por los diálogos de los personajes y por otro texto, no orientado a la actuación,
que está escrito entre paréntesis: son las acotaciones escénicas, dirigidas al lector o al
director de la obra, para describir vestuarios y decorados, y para señalar movimientos,
gestos o tonos de voz de los actores.
De la misma manera que las obras narrativas, las obras teatrales poseen una estructura
externa: se dividen en actos, escenas y cuadros. Los actos indican las distintas instancias
de la acción; las escenas señalan la entrada y salida de un personaje; y los cuadros indican
cambios de lugar donde transcurre la acción teatral.
Los subgéneros teatrales se clasifican en mayores y menores. Los mayores son la tragedia,
la comedia y el drama. Entre los menores se encuentran el grotesco, el sainete, el
esperpento y la farsa, entre otros.

c) La poesía o género lírico o poético


Las obras literarias pertenecientes al género lírico, los poemas o poesías, son aquellas que
reflejan sentimientos íntimos y estados emotivos. Con respecto a los términos poesía y

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poema como sinónimos, cabe aclarar que el término poesía se refiere tanto al género, al
conjunto de obras poéticas, al arte de escribir obras poéticas como a una composición en
particular, mientras que la palabra poema solamente se refiere a una composición poética
específica.
Así como en los textos narrativos el que habla es el narrador, en los poemas la voz
mediante la cual conocemos su contenido es la del “yo lírico” o “yo poético”, el cual expresa
sus emociones que no necesariamente tienen que coincidir con las del poeta.
Los textos más representativos de este género son los que comúnmente se llaman poemas,
obras en las cuales se destaca, no el mundo real y objetivo sino una visión del mundo
desde la subjetividad del poeta, es decir, desde su interioridad.
El género lírico encuentra su precedente en primitivas composiciones creadas
especialmente para ser acompañadas por la música de la lira, instrumento al que debe su
nombre. Estos textos mantienen el carácter musical original, que se logra por medio de un
uso particular del lenguaje.
Una característica del género lírico es la particular forma en que se distribuyen las palabras.
En lugar de organizar el texto en oraciones y párrafos, como en la prosa, las palabras se
reúnen en versos, conjunto de palabras que, por la combinación de sonidos y por la
cantidad de sílabas, tiene musicalidad y ritmo. Gráficamente, los versos se distinguen
porque aparecen como líneas de distinto tamaño escritas paralelamente y forman bloques
denominados estrofas.
El género lírico a su vez se divide en subgéneros. Los más importantes son el soneto, el
romance, la égloga, la elegía, la oda, la canción y la balada, entre otros.

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ÍNDICE

Mitología universal
Origen del mundo (Las metamorfosis) ………………………………………………………….1
Deucalión y Pirra …………………..………………………………………………………...……………2
Génesis …………………………………………………………………………………………………..……..3
Dafne y Apolo …………………………………………………………………………………….…………6
Narciso………………………………………………………………………………………………….…….…8
“Narciso”, de Lorca ……………………………………………………………………..….…………..10
Orfeo y Eurídice ………………………………………………………………………………...…………10
Perseo y Medusa ……………………………………………………………………………….………….11
La leyenda del cortador de bambú y la princesa de la Luna ………….……………11
La leyenda de Sleipnir …………………………………………………………………….……………12
Cuatro relatos de Memorias del fuego, de Eduardo Galeano ……………………….12
Popol Vuh ……………………………………….…………………………………………………………….14

Leyendas urbanas
“Carne”, de Mariana Enriquez ……………………………………………………………………..16
“Bajo el agua negra”, de Mariana Enriquez ………………………..………………..……..19
El cieguito de Banfield ……………………………..……………………………………………………27

Anexo teórico
Daniel Link, escritor argentino, acerca del amor ……………………….……………….27
Fragmento del libro El poder del mito………………………………………………….…..……28
El pensamiento mítico …………………………………………………………………………….……29
El mito y la leyenda ……………………….………………………………………………………………31
¿Qué es la literatura?……………………………….…………………….………………………………32
Características de los géneros literarios ………………………………………………………34

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