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LIBRO I

Erigendradora de los E néadas l,


placer de hombres y dioses, nutricia
InI°VenuT V en u s2, que bajo las constelaciones
deslizantes del cielo pueblas el mar
portanavíos, pueblas las tierras fructi­
ficantes. Porque gracias a ti toda raza de vivientes queda
concebida y al nacer contempla la lumbre del sol (ante ti, 5

1 Gentilicio helénico para designar a los romanos en cuanto descendien­


tes de Eneas, el héroe troyano nacido del mortal Anquises y la diosa Ve­
nus. Según leyendas tardías y seguramente artificiosas, Eneas, tras la
caída de Troya, habría desembarcado con los suyos en las costas del La­
cio y emparentado con la realeza indígena,
2 La invocación a Venus, paradójica en un epicúreo, ha dado lugar a
una copiosa bibliografía. Preludia la estructura tripartita del poema, se­
gún G . B a r r a , «// proemio del De rerum natura di Lucrezio», Vichiana
13 (1984), 235-248. Véase también J. P. E l d e r , «Lucretius, I, 1-49,
Transactions and Proceedings of the Amer. Philol. Assoc. 85 (1954), 88-
120; P. G r im a l , «Lucréce et l’hymne á Venus», Revue des Études Lati­
nes 35 (1957), 184-195; K . K i . ev e , «Lukrez und Venus (De rerum natura
1,1-49)», Symbolae Osloenses, 61 (1966), 86-94; P. H. S c iir u v e k s , Hor­
ror ac divina voluptas, Amsterdam, 1970, págs. 174-191; B . S e g u r a , «El
Proemio del De rerum natura de Lucrecio» Habis 13 (1982), 43-49.
122 LA NATURALEZA

diosa, ante ti huyen los vientos, ante ti nubarrones del cielo


y a tus pies la tierra artificiosa pone flores tiernas, te sonríen
las llanuras del mar, y el cielo serenado brilla en luz que se
derrama. Y es que al tiempo que la faz primaveral del día se
10 desvela y arrecia el suelto soplo del Favonio3 fecundo, las aves
del aire primero delatan tu presencia y tu entrada cuando tu
fuerza golpea sus corazones; al punto fieras las reses retozan
por lozanos pastizales y cruzan nadando com entes arrebatadas:
15 así cada una, cautiva de tu encanto, te sigue adondequiera que
pretendas llevarla. Y al cabo por mares y montes y ríos arreba­
tadores, por las moradas frondosas de las aves y los prados ver­
deantes, inculcándoles a todos dulce amor en sus pechos lo ­
gras que con ansias propaguen por especies sus generaciones),
20 puesto que tú sola manejas la producción4 de los seres y sin ti
nada brota en las claras orillas de la luz, ni nada lozano o desea­
ble llega a ser, pretendo que tú seas mi aliada a la hora de escri­
bir estos versos que sobre la producción de los seres intento
25 entonar en honor de mi amigo el M emíada5, ese que tú, diosa,
en todo tiempo con toda clase de dotes quisiste que destacara.
Por ello más, divina, otorga gracia perdurable a mis decires.
3 Viento del oeste que anuncia la primavera. Su nombre alude a que
favorece los nuevos brotes.
4 «Producción» = natura. La primera vez que Lucrecio emplea el tér­
mino es en su acepción dinámica, presente también en el término griego
physis, conforme establece A r ist ó t e l e s : «La naturaleza considerada como
producción (génesis) es camino hacia la naturaleza» (Física II 1, 193b 12);
véase sobre el sentido de natura en este comienzo D, C l a y , «De rerum, na­
tura: Greek physis and Epicurean physiologia (Lucretius 1.1-148)», Trans-
actions and Proceedings of the Amer. Philol. Assoc. 100 (1969), 31-34.
5 Nombre de aire épico que Lucrecio da a Memio, amigo y dedi-
catario del poema. Es muy probable que se trate del noble Gayo Memio
(Caius Memmius). De él se habló ampliamente en nuestra Introducción
(n,° 2). Su biografía es más rica en datos que la del poeta y no es imposi­
ble que fuera su mecenas; véase B. K, G o l d , Literary Patronage in
Greece and Rome, Chapel Hill, Londres, 1987, págs. 50-54.
LIBRO I 123
Logra que entretanto los fieros menesteres de la guerra por ma­
res y tierras todas se aquieten adormecidos. Porque sólo tú pue­
des beneficiar a los mortales con paz serena, ya que los fieros
menesteres de la guerra los gobierna Mavorte6 omnipotente,
ese que a menudo, derrotado por herida perdurable de amor, se
acuesta en tu regazo, y así, levantando sus ojos, echada hacia
atrás la bien torneada nuca, apacienta, anheloso de ti, miradas
ansiosas de amor, y en tu boca se encarama el aliento del tendi­
do: sobre este tú, divina, mientras está recostado en tu cuerpo
santo, desparrámate y viértele de tu boca dulce charla pidién­
dole grata paz, excelsa tú, para los romanos. Porque nosotros no
podem os con serenidad llevar a cabo nuestra obra en un tiempo
aciago para la patria7, ni el retoño famoso de M em io8, en tales
circunstancias, faltar a la común salvación.

Y es que es forzoso que por sí


solo el ser de los dioses, en la mayor
^defosdioses P a z ’ disfrute de una ex isten cia sin
muerte, apartado de nuestras cosas y
separado lejos; porque libre de todo
dolor, libre de pruebas, capaz por sí solo gracias a sus recur­
sos, en nada necesitado de nosotros, ni se deja ganar por
meritorios favores ni afectar por enfados9.

6 Antiguo nombre del dios Marte.


7 Durante toda la vida de Lucrecio Italia vive sumida en gran inestabili­
dad política, cuando no en guerra civil. La insegura datación del poema
hace que no podamos saber a ciencia cierta qué circunstancias movieron al
poeta a decir esto (véase Introducción, núm. 2). No obstante, se ha pro­
puesto el año 59 a. C. (consulado de César y pretura de Memio), «en el que
se agudizó el conflicto entre los triunviros y la oligarquía senatorial» (E.
Valentí, Lucrecio. De ¡a naturaleza, Barcelona, 1961, pág. 167).
8 Véase la nota a 126.
9 Estos versos (44-49) hay quien asegura que fueron traídos de II
646-651 e insertados aquí por algún anotador o copista que quería poner
440 LA NATURALEZA

todas sus aguas; en fin, ¿(por qué razón) sólo una cosa junta
el oro con el oro y (por qué) sucede que el blanco estaño
suelde los bronces? ¡Y cuántas cosas incontables cabría ha-
1080 llar ahora! ¿Cómo entonces? Ni tú tienes ya necesidad algu­
na de tan largos rodeos ni es justo que yo en esta cuestión
gaste tanto trabajo, sino que es mejor con brevedad ir en po­
cas palabras abarcando mucho: aquellas cosas cuyas textu­
ras vengan a intercambiarse por modo contrario, tal que lo
1085 hueco con lo lleno se corresponde, esta con aquella y aque­
lla a su vez con esta, esa unión se constituye como la mejor;
se da también que algunas cosas como por anillas o anzue­
los pueden trenzarse entre sí y mantenerse unidas; y ello pa­
rece suceder sobre todo en esta piedra y en el hierro.

Ahora, cuál es la razón de las en­


fermedades y de dónde es que de pron-
1090 Contagios y epidemias to una plaga nociva para la raza de los
hombres y las manadas de bestias pue­
da levantarse y fraguar mortandad de­
sastrosa, lo voy a explicar. En primer lugar, que hay si­
mientes de muchas cosas que para nosotros resultan vivifi­
cantes, ya antes lo mostré, y es fuerza por contra que haya
1095 muchas revoloteando que traigan enfermedad y muerte.

Cuando éstas casualmente se levantan y enturbian el cielo,


el aire se vuelve malsano. Y toda esa pestilencia y masa de
enfermedades o vienen de fuera como las nubes y nublados
uoo de lo alto a través del cielo o a veces se alzan nacidas de la
misma tierra, cuando ella, por jugosa, da en pudrirse, mace­
rada por lluvias a destiempo y calores.
¿No ves también que bajo un nuevo cielo y otras aguas
peligran cuantos marchan lejos de la tierra natal y de sus ca­
sas, precisamente porque las cosas son allí muy dispares?
nos Pues ¿cómo es que el cielo de los britanos creemos que es
LIBRO VI 441

diferente del que hay en Egipto, por donde el eje del mundo
bascula hasta las negras razas de gente de piel tostada?; o 1109
¿cómo el que hay en el M ar Negro es diferente del de Gades
a su vez?54. Y, puesto que vemos que ellos son cuatro dife­ 1108
rentes entre sí según los cuatro vientos y puntos del cielo, así 1110
la piel y la cara de los hombres parece que discrepan muy
mucho y tienen especies de enfermedades según su raza: se
da la elefantiasis55, que aparece junto a las corrientes del Nilo
en el centro de Egipto y en ningún sitio más; en el Ática peli­ 1115
gran los pies56 y en territorios de Acaya los ojos57: luego unos
parajes son dañosos para ciertas partes y miembros y otros pa­
ra otros, y eso lo adereza la variedad del aire. Por eso, cuando
un cielo, que acaso por sernos extraño se remueve, y un aire
nocivo empieza a meterse (tal como las nubes y nublados po­ 1120
co a poco se deslizan y enturbian todo por donde avanzan y lo
van obligando a alterarse), sucede también que, cuando al fin
llega hasta nuestro cielo, lo corrompe y vuelve semejante al
suyo y extraño. Así pues, de pronto el desastre de la peste o 1125
cae sobre las aguas o se asienta en los sembrados incluso, o
en otros alimentos del hombre y comederos de bestias, o bien

54 Los brítanos del norte, los egipcios al sur, los vecinos del Mar Ne­
gro al oriente y los gaditanos de poniente vienen a representar los pue­
blos de los cuatro puntos cardinales.
55 «Elefantiasis» = elephas morbus. Esta enfermedad, propia de cli­
mas tropicales y causada por ciertos gusanos parásitos, debe su nombre a
que produce en los enfermos un aumento enorme de algunas partes del
cuerpo, especialmente de las piernas y órganos genitales. Que era endé­
mica en Egipto lo confirma P l i n i o (Hist. nat. XXVI 2, 8 ).
56 A causa de la gota o podagra, un mal muy relacionado con la dieta
y régimen de vida de lo s ricos. P l i n i o dice que era muy raro en Italia, no
sólo en las generaciones anteriores a la suya sino todavía en su época
(Hist. nat. X X V I10, 100).
57 No sabemos qué dolencia de los ojos se daba en Acaya, la comarca
septentrional del Peloponeso.
442 LA NATURALEZA

su fuerza se queda colgada en el propio viento y, cuando al


respirar tomamos de ahí el aire con su mezcla, también aquella
1130 es forzoso que a la par dentro del cuerpo se embeba; de se­
mejante manera también a los bueyes muchas veces les sobre­
viene peste y, a las lentas baladoras enfermedad, Y no hay di­
ferencia si es que nosotros vamos a sitios que nos son nocivos y
cambiamos de celeste cobertura o sin más la naturaleza nos trae
1135 un cielo corrompido o algún otro, al que no estamos acostum­

brados, que con su reciente llegada acaso nos pone aprueba.

Un proceso de enfermedades así58


La peste de Atenas yun viento funesto volvieron antaño
mortíferos los sembrados en territo-

58 Comienza aquí la descripción de la peste de Atenas, ocurrida al


comienzo de la Guerra del Peloponeso (430 a. C,). La versión poética de
Lucrecio sigue de cerca el informe del historiador Tucídides en su Histo­
ria de la Guerra del Peloponeso (II 47-52). Este pasaje final de la peste
ha desconcertado a muchos lectores de Lucrecio y suscitado explicacio­
nes diversas. Es un caso de contradicción antilucreciana para D. F,
B rig h t, «The plague and the structure o f the Rerum nature», Latomus 30
(1971), págs. 607-632; una exaltación indirecta de la terapia epicúrea pa­
ra C. S egal, Lucretius on Death and Anxiety, New Jersey, 1990, pág.
234; una puesta a prueba de la compasión del lector, según J. H, Ni-
c h o ls, Epicúrean Political Philosophy: the De Rerum Natura o f Lucre­
tius, Ithaca, Londres, 1976, pág. 175; una sátira de la vida ateniense antes
de la llegada del salvador Epicuro, según J, D. M inyiard, Lucretius and
the Late Republic, Leiden, 1985, pág. 60; una demostración de que las
sociedades políticas fracasan ante el poder natural, según G. M ü l l e r ,
«Die Finalia des sechs Bücher des Lukrez», en O. Gigon (ed.), Lucréce,
Ginebra, 1978, pags. 197-231; el poeta se ve arrastrado por la vena artís­
tica o bien pretende un contrapeso amargo para las dulzuras poéticas, se­
gún R. F. A rragon , «Poetic art as a philosophic médium for Lucretius,
Essays in Criticism 11 (1961), 371-389 (esp. 386-388); que haya ante
todo un interés psicológico en el pasaje pretende H. S. Commager, «Lu­
cretius’ interpretation of the plague», Harvard Studies in Class. Philol., 62
(1957), 105-118. El trabajo, más reciente, deK, S t o d d a r d , «Thucydides,
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rios de Cécrope59, arrasó rediles, vació de vecinos la ciudad.


Y es que, nacido en territorio de Egipto60, se presentó sin 1140
más tras recorrer el aire en largo trecho y la mojada llanura,
hasta que se abatió sobre el pueblo entero de Pandíon61; y
después, quedaban en masa sometidos a la enfermedad y la
muerte.
Al principio la cabeza sin parar les ardía de calentura y 1145
los dos ojos se les enrojecían con un color apagado; las fau­
ces por dentro, ennegrecidas, llegaban a sudar sangre y el
conducto de la voz, tabicado de llagas, se contraía y la len­
gua, la traductora de las intenciones, rezumaba cuajarones
debilitada por el mal, pesada para moverse, áspera al tacto.
Luego, una vez que a través de la garganta la fuerza morbo­ 1150
sa llenaba el pecho y se agolpaba en el propio corazón aba­
tido de los pacientes, entonces ya por dentro todos los ce­
rrojos de la vida se aflojaban; el aliento por la boca despedía
fétidas vaharadas, de la misma guisa que al enranciarse
huele el cadáver que se tira, y (ya) sin más las fuerzas ente­ 1155
ras del ánimo, ya el cuerpo todo desmayaba en las puertas
mismas de la muerte. Estos males insoportables iban siem­
pre acompañados de una asfixia angustiosa y de lloros mez­
clados con gemidos, sollozos entrecortados, noche y día sin
parar haciendo amagos de estirar muchas veces tendones y 1160

Lucretius and the end o f the De rerum natura», Maia 48 (1996), 107-128,
enmarca el pasaje en el poema y lo conecta con su fuente historiográfíca.
59 Legendario fundador de la realeza ateniense.
60 El relato de T u c í d i d e s (II 48, 1) pone el origen de la epidemia en
Etiopía, de donde se habría extendido a Libia, Egipto y Persia.
61 Legendario rey, traído aquí para representar a una Atenas asolada
por la peste porque acaso su vida fue calamitosa, ya que él es padre de
Progne y Filomela (las Dauliades de IV 545). J. G o d w i n (com. ad loe.)
sugiere un juego etimológico con la idea del pueblo entero (pan) afectado
por la epidemia.
444 LA NATURALEZA

miembros, los destrozaba habiéndolos antes fatigado hasta


la extenuación, Pero a ningún atacado de fiebres tan recias
podías ver que le ardiera la piel por fuera, sino que más bien
ii65 daban una sensación de tibieza al toque de la mano, y que a
la vez todo su cuerpo se cubría de rojas llagas como quema­
duras, como es cuando el fuego sagrado se esparce por las
carnes; en cambio la parte interna de los individuos ardía
hasta los huesos, ardía en el vientre una llama como dentro
de homo; nada después a sus carnes por más ligero y delga-
1170 do que fuera les servía de vestido como antes: al aire y los
fríos continuamente, en ríos helados algunos metían sus
carnes ardientes por la enfermedad, echando a las aguas su
1173 cuerpo desnudo; muchos a lo hondo de aguas de pozo se
1178 tiraron de cabeza, bajando allá con las bocas abiertas;
11 74 sin hartura posible, a la seca sed que consumía sus cuerpos
le daba igual chorro abundoso que gota chiquita.
Y no había reposo ninguno en la dolencia: yacían los
ii 77 cuerpos extenuados; musitaban los médicos con temor si-
1179 lencioso62, sobre todo cuando tantos ojos entonces se re-
1180 volvían abiertos, ardiendo en sus cuencas sin conocer el
sueño; muchas señales de muerte además ya iban apare­
ciendo, alterados los pensamientos en la cabeza de tristeza y
miedo, el ceño adusto, el rostro de loco y afilado, los oídos
ii85 inquietos también y llenos de sonoridades, la respiración
acelerada o profunda y levantándose a ratos, un licor lu­
ciente de sudores empapando por el cuello, finos esputos

62 Aquí Lucrecio se aparta algo del relato de Tucídides, que sólo dice
que los médicos morían en gran número a causa de su contacto obligado
con los enfermos y que no acertaban a curar por lo novedoso de la epi­
demia. El poeta no hace una mala interpretación de su fuente sino que la
adapta a sus fines e intenta destacar el impacto del mal en las almas, se­
gún J. H, P h i l l i p s , «Lucretius on the inefficacy o f the medical art:
6.1179 and 6.1226-38», Classical Philology 77, págs. 233-235.
LIBRO VI 445

menudos con los colores del azafrán y salados, a duras pe­


nas escupidos de las fauces con ronca tos; fruncidas las alas 1189
de las narices y fina la punta, los ojos hundidos, hundidas 1193
las sienes, la piel fría y dura en la boca espantosa, la frente
se mantenía lisa de tirantez; luego {a quien> los tendones 1195
{empezaban) a contraerle las manos y a temblarle las carnes,
{a desplomársele sin querer el cuerpo por enteró) y a subirle 1190
despacio un frío desde los pies, no dudaba ya de que había
llegado su última hora, y no mucho después yacía postrado 1192
con la rigidez de la muerte. 1192
Generalmente, cuando ya el sol con su luz por vez octa­
va ardía o incluso por vez novena alzaba su lámpara, entre­
gaban sus vidas; si alguno de éstos, como fuera, escapaba de
muerte y funerales, a ése, con todo, más adelante, entre lla­
gas repulsivas y negros derrames de vientre, le aguardaban 1200

descomposición y muerte; o bien mucha sangre podrida, a


menudo con dolores de cabeza, salía rebosando por las nari­
ces; por ahí escapaban todas las fuerzas y sustancia de la
persona; a quien además se le escapaba un flujo hediondo
de repulsiva sangre, a ese, en cambio, el morbo se le iba a 1205
los nervios y carnes y a las propias partes con las que el
cuerpo engendra; y algunos, muy asustados ante las puertas
de la muerte, alcanzaban a vivir despojándose a cuchillo de
sus partes viriles; y no faltaban quienes sin manos o pies se
mantuvieran en vida pese a todo, y parte de ellos echaban a 1210
perder sus ojos: hasta tal punto el miedo a la muerte Ies
asaltaba fiero; e incluso algunos vinieron a sufrir tal olvido
de todo, que ni ellos mismos alcanzaban a reconocerse.
Y, pese a que muchos cuerpos yacían en tierra sin ente­
rrar, unos sobre otros, los pajarracos y la ralea de las alima­ 1215
ñas o bien se alejaban espantados, como si escaparan del
áspero olor, o bien, una vez que probaban bocado, desma­
yados morían allí cerca. Y, sin embargo, en aquellas jomadas
446 LA NATURALEZA

no hubo pájaro ninguno que acaso se dejara ver ni bicho de


1220 mala ralea que del bosque saliera: desmayados andaban los
más con la peste y moribundos; los perros los primeros, con
su leal querencia, tirados por todas las calles, daban peno­
samente las últimas boqueadas: pues la fuerza del morbo ex-
1224 traía de sus carnes la vida.

Ni se hallaba el procedimiento seguro de un remedio


1226 general63, pues lo que a uno hacía que pudiera revolver en
su boca los efluvios vivificantes del aire y contemplar la
bóveda del cielo, eso mismo a otros les suponía perdición y
traía muerte.
123o Lo más lamentable en estos trances de duelo era con
mucho que, cuando cada uno se veía atrapado por la enfer­
medad, como si estuviese condenado a muerte, le faltaba
ánimo, se postraba con el corazón entristecido y, a la espera
del fallecimiento, allí mismo perdía la vida. Como que en
1235 ningún momento unos por otros dejaban de sufrir el conta­

gio de aquella enfermedad insaciable, y ello más que nada


sobre el montón de muertes otra muerte echaba; y es que a
los que rehuían visitar a su gente enferma, por ansiosos de
vida más de la cuenta y timoratos ante la muerte, los casti-
1240 gaba poco después con muerte mala y deshonrosa, abando­
nados y sin recursos, el desdén asesino; quienes, en cambio,
se habían mostrado dispuestos, se las veían con los conta­
gios y la fatiga que el pundonor entonces les obligaba a afron­
tar, y asimismo las tiernas voces de los enfermos y sus que­
jas juntamente, como de reses lanudas o bueyes en manada:
1245 el de mayor bondad en cada caso sufría esta clase de muerte

1246 por tanto.


Entierros sin cuento rivalizaban por hacerse a la carrera
1225 sin comitiva y, enfrentados unos a otros por dar sepultura a la

63 Véase la nota anterior.


LIBRO VI 447

gente de su parentela, regresaban hartos de llorar y lamentar­ 1247


se; de ahí buena parte de ellos con la tristeza entraba en cama.
Y no era posible hallar ni uno solo que no se hubiera visto
afectado por enfermedad o muerte o duelo en ese tiempo. 1250
Además, ya todo pastor y ganadero, e igualmente el ro­
busto conductor del corvo arado, desfallecían y en lo hondo
de su cabaña quedaban postrados sus cuerpos maltrechos
por la pobreza y entregados por la enfermedad a la muerte;
sobre sus hijos exánimes podías ver exánimes los cuerpos 1255
de los progenitores y, al revés, sobre sus padres y madres,
rendir sus vidas los hijos. Y en no pequeña parte desde los
campos confluyó en la ciudad la dolencia, que allí una masa
afectada de campesinos, venidos con la enfermedad de to­ 1260
das partes, fue juntando. Llenaban todos los ensanches y
edificios; cuanto más se apretaban entre sus vahos, iba así la
mortandad creciendo a montones. Muchos cuerpos había por
la calle acostados o cubrían el suelo arrodillados junto a los
caños de las fuentes, perdido el resuello ante el dulzor exce­ 1265
sivo de las aguas; y acá y allá, por los parajes públicos dis­
ponibles y por calles, verías que muchos cuerpos languide­
cientes con las carnes ya medio muertas, costrosos de mugre
y cubiertos de andrajos, perecían entre excrementos, con
solo la piel sobre los huesos ya casi sepultada bajo llagas 1270
asquerosas y podredumbre.
Todos los santuarios venerables de los dioses, en fin, los
había llenado de cuerpos sin vida la muerte, acá y allá los
templos de los celestiales quedaban todos cargados de cadá­
veres, pues estos sitios los sacristanes los habían ido llenan­
do de huéspedes. Y ya ni la religión ni el poder de las divi­ 1275
nidades pesaban mucho: tan recio abotargamiento regía ya
todos (los corazones; a las divinidades), pues, les ganaba la 1276a
angustia presente.
448 LA NATURALEZA

Ni en la ciudad se mantenían aquellos usos funerarios


que la gente devota solía siempre seguir en los entierros,
1280 pues andaba toda ella alterada y temerosa, y cada uno según
sus recursos y {el momento) enterraba dolorido a su parien­
te. Lo repentino {del golpe) y la indigencia invitó a cometer
muchas ignominias; porque es que a los allegados, con gran
vocerío, los ponían sobre las piras ajenas ya levantadas y
metían por debajo las teas, enzarzándose en peleas a menu-
1285 do de mucha sangre antes que dejar los cuerpos abandona­
dos64.

64 «Con esta visión de muerte multídudinaría, que es a la vez uno de


los tramos más perfectos del poema, se cierra el De rerum natura, fiel a
su táctica de afrontar el miedo de la muerte sin recurso a atenuación ni
ocultación alguna, llevando más bien a sus últimas consecuencias la cre­
encia de que también la muerte es natural» (A. G a r c í a C a l v o , nota ad
loe,).

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