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El último portal

La Maga está a punto de empezar a transformarse. Cruza la calle con aire


cansado pero, de a poco va tomando enviones más precisos. La espera el último portal
(Tomó la decisión hace una semana, después de una discusión absurda con Oliveira, su
Oliveira, y de dos copas de cristal rotas tras una charla que parecía interminable). No lo
buscaría jamás en su casa, no otra vez. Ni en un café, ni sobre el puente, en un texto
de Marx Ernst ni entrando en la pequeña librería con los tickets de metro como si
fueran el mayor tesoro. Avanza con pasos más seguros, “hacia adelante siempre”
piensa, “hacia adelante”. Levanta la cabeza y después mira hacia atrás para ver si no la
siguen. Saca un cepillo de la cartera para despistar, pero no se peina. Se mira en el
espejo y se fija. Nada. Se mira un instante más, su palidez la sorprende. “Ser un árbol
mojado que flota sobre todos los hombres”. Se arregla rápidamente el flequillo, pero
piensa en otra cosa mientras lo hace: “¿Oliveira quiso herirme realmente cuando
arrojó la copa sobre el borde de la cuna?” Tres veces constata que no la siguen. Se
detiene para encender un cigarrillo y avanza. Estira los pasos lo más que puede,
percibe una alegría extraña, una sensación de desapego repentino. Solamente frena en
las esquinas, en las pausas inevitables de los semáforos. Enumera las cuadras, parece ir
pegándose al paisaje, a las ventanas de vidrio y al humo que sale de cada una de las
casas dispersas, ya más aisladas. La Maga se simbiotiza con la humedad extrema de
París y casi canta, casi empieza a reírse, los músculos de la cara se le estiran, se
descontracturan, comienzan a nacer de nuevo, a trastocar el orden vigente y a formar
una casa giratoria de plastilina, los nervios a cambiar de color y, entonces, su piel de
papel y tinta se humedece en el rocío que cae como un presagio de viento sobre sus
pecas, sobre sus manos inquietas y dudosas (que han sido dudosas hasta este
momento), sobre el filo de sus uñas rojas. La silueta de luna de la maga quiere
rodearse de agua, medirse con el tiempo impreciso y desconocido de la ola. Por eso se
desliza hacia el río como una ramita con flores blancas; se acerca a la masa ondeante y
lisa y antigua del agua, al tornasol giratorio de su corriente. Se pincha, la Maga
transparente, se punza con cada una de sus contradicciones, se aproxima en blandas
sucesiones de caracol y la piel ¿se ablanda o se endurece? Se hunde en el horizonte de
plata, arena y plata y ave silenciosa y blanca: “¡Oliveira!”, exclama. Como si,
alejándose, allí también lo hubiera encontrado. Otro último encuentro no pensado.
Avanza la Maga, avanza. (Mientras tanto, disfruta del viaje o hace como si lo
disfrutara) "¿Tendré que empezar a creer en el azar?" Camina entre luces tenues,
ruidos opacos y sonámbulos. Zonas de contrabando. La sombra de la Maga sigue
avanzando, la Maga ya no está pero los planos se hacen cada vez más numerosos. La
reciben con indiferencia los pasillos dobles, los gatos, los pasajes en los que traspasa la
mirada esquiva de visitadores de museos con chalecos desteñidos que supieron estar a
la altura de las circunstancias y ahora son una agrupación de hilos desflecados, actas,
tarjetitas con nombres y apellidos y sellos y maletines saturados de información; viejos
sucios que van a prostíbulos ubicados en sótanos, en esquinas peligrosas escondidas
en carteles falsos de clubes sociales, casinos, quioscos con grandes negocios de la
puerta para adentro.

La sombra alargada de la Maga respira agitada, tiembla un poco como una hoja
debatiéndose entre caer o aguantar, se desprende el botón de su tapado para ir
amigándose de a poco con su desnudez. Sabe que la noche la sorprenderá en
movimiento, en el cruce último de los celos junto al arco que da al Quai de Conti, el
beso furtivo de Oliveira con esa mujer que no es ella, con la vendedora de panchos.

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