Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
INTRODUCCIÓN
La profesión de jurista no se trata, como todos sabemos, de una profesión nue-
va, puesto que los antiguos oradores, escribanos, relatores, jueces, que en el mundo
han sido a lo largo de la historia siempre han procurado prestar sus servicios para ga-
narse de esta forma clientela, y además ser útiles a la comunidad, velando por la bue-
na convivencia. Los jurisconsultos fueron, tanto ayer como hoy, personas versadas en
el conocimiento de las leyes y la jurisprudencia. Lo verdaderamente ideal en el orden
jurídico sería que la ley pudiera regular no sólo todas las materias, sino también todos
los infinitos matices con que cada materia se nos puede presentar en la realidad. Pero
como no es así, siendo el texto de la ley insuficiente para que los jueces y tribunales
puedan fundar sobre su letra una resolución jurídica, se ven obligados a suplir con su
interpretación del derecho la insuficiencia de la ley: constituyéndose así la jurispruden-
cia, complemento necesario de la ley. La profesión de jurisconsulto o jurista tuvo gran
importancia en la sociedad romana y podemos considerarla como un producto especí-
fico de ella.
Sin embargo, los actuales hábitos consumistas, utilitaristas, que llevan a deva-
luar la profesión, y asimismo la proliferación de licenciados o graduados en Derecho
en más ocasiones de las deseadas sin la adecuada preparación, hacen necesaria una
revisión profunda de esta profesión para hacerla más atractiva a los ojos de los «usua-
rios».
En una sociedad que tiene cada vez más estímulos en diferentes perspectivas,
la buena imagen de un abogado se convierte sin duda en la mejor tarjeta de visita; si,
además, quiere ser competitivo, debe renovarse frecuentemente para sorprender y
ganar la atención.
De entre las posible e innumerables salidas profesionales con que cuenta el futu-
ro licenciado o graduado en Leyes (registrador, juez, fiscal, abogado —laboralista,
penalista...—) me atendré a comentar solamente el futuro del jurista en las figuras de:
el abogado en su despacho individual, el Mediador y el abogado en el bufete interna-
cional.
2
char y a interpretar la idiosincrasia de su cliente, reciclándose continuamente con es-
tudios complementarios, acudiendo a jornadas y seminarios o manteniendo altas sus
expectativas de eficacia. Porque una barrera que frena el éxito en la ejecución es la
carencia de motivación y uno de los componentes de esa motivación es la esperanza
de éxito. Nuestro abogado se levantará cada mañana cuidando su aspecto, dando
cuenta del alto grado de conocimiento de su especialidad, generando confianza para
vender bien sus servicios, y sintiendo que, como decía Mark Twain, «una persona no
puede sentirse cómoda sin aceptarse a sí misma».
3
de contemplar el hecho delictivo con una mentalidad científica, manejando y ponde-
rando datos y circunstancias.
Es ésta, pues, una profesión con futuro, y con un futuro no exento de trabajo, pe-
ro con expectativas reales.
4
plazos son estrictos y los costes elevados. Ahora, afortunadamente, se ha dado una
máxima valoración del tiempo y el abogado cobra sus honorarios en función de las
horas trabajadas, no como antes que se cobraba por caso o trabajo realizado.
5
solidaridad y la responsabilidad, en los lazos que nos unen con la comunidad que es la
nuestra, que no se refieren a entidades abstractas ni a formas concretamente jurídicas
como el Estado o la Administración.
El legislador no debe olvidarse de que toda la legislación emanada del mismo
Derecho debe ser interpretada en clave de los derechos fundamentales, que, como
todos sabemos, deben ser desarrollados para dotarlos de eficacia social.
Marco Fabio Quintiliano, rétor calagurritano, en su famosa Institutio Oratoria
(Sobre la formación del orador) señala acertadamente en su libro XI la adecuación que
debe haber entre la actuación del orador con voz y gestos y cada uno de los compo-
nentes del discurso, teniendo en cuenta, además, el destinatario y su contexto. La pa-
labra y todos los elementos que conforman la acción retórica deben constituir una uni-
dad a la hora de expresar cualquier mensaje. Si el lenguaje del cuerpo y hablado no
concuerdan, o lo que es peor, se contradicen, el público se mostrará inseguro porque
no entenderá el mensaje. El orador que comienza, por ejemplo, diciendo al auditorio
«estoy contento de estar aquí esta tarde con ustedes», pronunciado con tono bajo y
mirando al suelo, no debe extrañarse si no se le cree la alegría de que habla.
La «representación» del orador, la actio latina, ha de revelar su propia fuerza
convincente en la pronunciación de sus discurso, entre lo recomendado y lo practicado
por el orador harán el resto. La retórica clásica nos enseña que el carácter, los modos
de comportarse el orador, en el género de la oratoria deliberativa, tanto en su profe-
sión como en su vida, confieren credibilidad y, por tanto, poder persuasivo.
Un ejemplo de orador brillante fue Práxedes Mateo Sagasta, riojano de Torrecilla
de Cameros, gran orador y mejor argumentador, como así lo demostró en su discurso
sobre la conveniencia de la libertad de cultos el 28 de febrero de 1855 ante los dipu-
tados que formaban parte de las Cortes Constituyentes elegidas en 1854. Sagasta,
conocedor de la retórica clásica, argumentó su discurso siguiendo su estructura: exor-
dio, argumentación central (exposición y demostración) y conclusión.
Pero el jurista que hable en público ha de andarse con cuidado. El orador popu-
lista se sirve de imágenes amables, capaces de crear un estado de ánimo ideal; pre-
senta un panorama que no tolera contradicciones sobre su persona. Defiende la ima-
gen de un enemigo amenazante, de una conspiración contra el pueblo y establece
paradigmas: pobres y ricos, explotados y explotadores, nosotros y ellos. Pero el ser
humano, además de razón también es corazón, sensibilidad con entendimiento. Así,
6
junto con las argumentaciones lógicas el orador debe poner todos los móviles psicoló-
gicos que aludan a los sentimientos, emociones y creencias del público. En el discurso
persuasivo hay muchos elementos que se dirigen al inconsciente. El orador acudirá a
exaltar valores comunes, halagando, componiendo y creando sentimientos de culpa,
lástima. El tono, la mirada, el gesto, son nuestra expresión más clara del sentimiento,
son el lenguaje directo de la naturaleza que todos entendemos; las palabras son sig-
nos convencionales. Es labor del jurista la de reorientar la situación social preexistente
por medio de un discurso retórico eficaz, valiéndose de ideas verdaderas dispuestas
para que encuentre la aceptación del oyente por la lógica de la argumentación, de pro-
cedimientos psicológicos que muevan a la benevolencia al jurado o público.
El lenguaje es un sistema de signos, fenómenos perceptivos que enuncian o dan
a conocer otra cosa no percibida, la cosa significada. El lenguaje oral quizá se haya
formado a partir de una tendencia precoz de utilizar, como forma expresiva, la riqueza
de las articulaciones vocales y de emitir sonidos. El raciocinio, la razón, por contra, es
el método de conocimiento mediante el cual el espíritu pasa de un juicio a otro para
llegar a la conclusión, y en el que lo esencial es saber elegir los elementos necesarios
a la solución del problema, reunirlos luego y combinarlos para construir la conclusión.
Ésa es la tarea fundamental del jurista. La razón es el conjunto de los principios direc-
tores del conocimiento, que son esos juicios generales que dan rigor a los otros, que
ponen la base de nuestro conocer. Estos principios deben ser observados por el juris-
ta: el principio de no contradicción, ya que todo razonamiento riguroso exige que no se
contradiga; el principio de causalidad, partiendo de que todo hecho tiene una causa y,
así, se espera que en las mismas condiciones las mismas causas producen los mis-
mos efectos; por último, el principio de finalidad, que podemos resumir en que todo ser
tiene un fin. El jurista debe disponer de todo ello en su mente para ordenar su argu-
mentación y luego poder plasmarla adecuadamente en sus escritos.
ÉTICA Y MORAL
He dejado para el final una consideración delicada que debe considerar el juris-
ta: la ética o la moral. Es un paradigma que debe plantearse; no vale todo a cualquier
precio. La justicia si no es justa podría no ser válida. La mayoría de las personas que
utilizan las palabras ética y moral lo hacen como si fuesen sinónimas; lo que significa
que desconocen su respectiva y, aunque emparentada, muy diversa semántica. En-
7
trar en el terreno de esa distinción me llevaría a llenar muchas páginas e internarme
por vericuetos que me alejarían del propósito de este trabajo. Debe bastarnos, por
tanto, a los efectos de la lengua, saber que la moral admite divisiones, sobrenombres y
apelativos, mientras que la ética se predica sin apellidar.
Lo moral remite a la costumbre (del latín mos, moris), siendo moral lo que la cos-
tumbre tiene por norma y normal en el comportamiento humano; pero a su vez ético
proviene del griego ethikos (ethos: costumbre), como contrario a lo patético, de pathos
(dolencia), que es lo que se sale de lo normal y acostumbrado, quedando por ello co-
mo fuera del espacio y de la escena del mundo (ob-scæna). Significar las cosas es
propio de la ética, así como llevar ese significado a las acciones humanas es lo espe-
cífico de la moral. Ésta implica un compromiso ético en un espacio y un tiempo deter-
minados. Aquélla no reconoce compromiso alguno, es inespacial y atemporal. Pues
bien, las costumbres —importantes para nuestro Derecho— son hijas tanto de nues-
tras necesidades más primarias cuanto de nuestras reflexiones más profundas. En la
reflexión reciben su eticidad; en la praxis, su moralidad. Pero sólo si la ética por su
significado objetivamente las reprueba, podrá decirse que son verdaderamente obsce-
nas.