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Un mendigo particular

Este era un hombre que no mendigaba dinero ni comida, sino tiempo. A


media tarde, llegaba a los parques y plazuelas con un letrero que decía:
“¿Tienes algo de tiempo para mí?”.
A pesar de su pobreza, intentaba vestirse decorosamente, sobre todo para
no espantar a quien se atreviera a leer su letrero y hacerle compañía en la
banca que ocupaba. La gente que pasaba por su lado lo veía con curiosidad,
pero nadie se atrevía a sentarse con él. “Es normal; son adultos”, pensaba el
hombre, y sujetaba con más fuerza su letrero.
Los perros, que por voluntad de la naturaleza no sabían leer, se
acurrucaban a veces a sus pies y le solicitaban una caricia. Él los recibía con
alegría y posaba suavemente sus manos sobre ellos. Eran perros de diversos
tamaños y razas, unos más agraciados que otros, pero nada de eso importaba
cuando se trataba de consentir al corazón.
Un día, casi al finalizar la tarde, una niña se sentó a su lado y le regaló
diez minutos. El hombre se sintió conmovido hasta las lágrimas.
–¿Por qué lloras? –le preguntó la pequeña.
–Porque estás aquí –contestó él.
–¿Acaso mi compañía te entristece?
–Al contrario –contesto el hombre, limpiándose con un pañuelo–, tu
presencia me alegra. Solo que a veces la alegría se expresa así.
Luego se quedó callado y la niña igual, pero sus ojos se veían y era como
si hablaran a través de sus miradas.
–Bueno, tengo que irme –dijo la niña después de un rato.
–Sí, es mejor. Ya pronto oscurecerá.
La pequeña dobló por una esquina y se perdió de su vista. Él se quedó
con una sensación extraña, pero con la certeza de que volvería a verla.
A la tarde siguiente, la pequeña volvió a aparecer a la misma hora. Esta
vez traía consigo un libro con muchas ilustraciones. Como si ya estuviera
acordado, se sentó a su lado y empezó a leerle: “Alicia empezaba a sentirse
cansadísima de estar sentada en un margen del campo, al lado de su hermana,
sin saber qué hacer…”
“Lee muy bien –pensó el hombre–, debe tener diez años”.
–No, tengo nueve –aclaró ella, y él se sintió desnudo en sus
pensamientos–. Pero mejor no te hagas preguntas sobre mi edad. Más bien
escúchame con atención.
Y el hombre ya no volvió a preguntarse más por la edad de la pequeña ni
por otros asuntos relacionados con ella. Solo se dedicaba a escucharla.
Así transcurrieron varias tardes. Ella le leía y él la seguía con interés. Y
así los dos se daban lo que necesitaban.
En una ocasión, la niña hizo una pausa y le dijo:
–Me gusta que me escuches.
–Y a mí escucharte –contestó él.
Y se sonrieron.
En medio de la sonrisa, el hombre recordó que algunas veces ella le había
dicho: “Tal vez mañana no venga”, pero al final terminaba apareciendo
siempre puntual.
Con el tiempo, se fueron acostumbrando a esos breves momentos que
pasaban juntos. Ya habían terminado el libro y habían comenzado otro. Uno
sobre una polilla lectora que buscaba un libro que le dijera el porqué de las
polillas en este mundo. A él le daba risa esa peculiar trama, y ella seguía
leyendo encantadora.
Una tarde, antes de despedirse, ella le preguntó:
–¿Me quieres?
Esa interrogante caló fuerte en su corazón y se sintió conmovido.
–Sí, te quiero –respondió, y fue como si le revelara toda su vida en esa
frase.
–¿Y por qué me quieres?
Él tenía muchas razones para quererla, pero solo dijo:
–Te quiero porque me das tu tiempo, porque me das tu compañía sin que
yo te lo exija, y porque vienes aquí y siento que te alegras de verme.
La niña lo miró con ternura:
–Sí, es cierto lo que dices. Y yo te quiero, además de eso, porque me
escuchas.
Luego se quedaron en silencio y disfrutaron así de los minutos que les
restaban. Al día siguiente, la niña no apareció a la hora, sino más tarde. Llegó
algo agitada.
–Ya no podré venir –le dijo –. Para que no me extrañes, te he traído esto.
De una bolsa sacó unos libros.
–Los leerás e imaginarás que soy yo quien te los lee. Así no te sentirás
solo.
El hombre no supo qué decir y se quedó en silencio.

–No te pongas triste –dijo la niña con un tono que buscó animarlo–. Más
bien quiero que hoy tú me cuentes algo a mí. Deseo grabarme tu voz.
El hombre esbozó una sonrisa que quiso ser alegre y empezó a contarle
sobre su vida. Le habló de sus años de niño, de sus padres, de sus experiencias
en la escuela, de la mujer a la que tanto quiso…
Y mientras contaba todo eso, se iba oscureciendo. Las personas que
retornaban del trabajo pasaban por su lado y lo miraban. Unos con fastidio y
otros con lástima. No faltaba quien le inventara una historia o contara un
chiste de mal gusto sobre él. Pero en la mayoría de los casos era pena lo que
sentían por el hombre. Los entristecía verlo cada tarde en esa banca, solitario,
haciendo gestos como si hablara con alguien que tal vez le sonreía.

LUIS SULCA ROMERO

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