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–No te pongas triste –dijo la niña con un tono que buscó animarlo–. Más
bien quiero que hoy tú me cuentes algo a mí. Deseo grabarme tu voz.
El hombre esbozó una sonrisa que quiso ser alegre y empezó a contarle
sobre su vida. Le habló de sus años de niño, de sus padres, de sus experiencias
en la escuela, de la mujer a la que tanto quiso…
Y mientras contaba todo eso, se iba oscureciendo. Las personas que
retornaban del trabajo pasaban por su lado y lo miraban. Unos con fastidio y
otros con lástima. No faltaba quien le inventara una historia o contara un
chiste de mal gusto sobre él. Pero en la mayoría de los casos era pena lo que
sentían por el hombre. Los entristecía verlo cada tarde en esa banca, solitario,
haciendo gestos como si hablara con alguien que tal vez le sonreía.