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En lo que se refiere a su idea central, este libro fue pensado por primera
vez en 1937; sin embargo, no fue escrito hasta finales de 1943. Cuando
terminé de escribirlo, era obvio que sería muy difícil publicarlo (a pesar de la
actual escasez de libros que asegura que todo lo que se pueda describir como
libro se “venderá”), y, efectivamente, fue rechazado por cuatro editores. Solo
uno de ellos lo hizo por un motivo ideológico. Dos habían estado publicando
obras antirrusas durante años y el otro no tenía un color político definido. Un
editor aceptó en un inicio el libro, pero después de hacer los arreglos
preliminares decidió consultar al Ministerio de Información, que parece
haberle advertido, o al menos aconsejado con énfasis, que no lo publicara. He
aquí un extracto de su carta:
Mencioné la reacción que obtuve de un importante funcionario del Ministerio de
Información con respecto a Rebelión en la granja. Le confieso que dicha opinión me ha
dado mucho que pensar... Ahora creo que podría ser perjudicial publicarlo en este
momento. Si la fábula aludiría a los dictadores y a las dictaduras en general, no existirían
inconvenientes en su publicación, pero la fábula sigue, como veo ahora, tan completamente
el progreso de la Rusia soviética y de sus dos dictadores que solo puede aplicarse a ese país,
con exclusión de las demás dictaduras. Otra cosa: sería menos ofensivo si la casta
predominante en la fábula no fuera la de los cerdos1. Creo que dicha elección ofenderá, sin
duda, a mucha gente, y en particular a cualquiera que sea un poco susceptible, como es sin
duda el caso de los rusos.
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No está del todo claro si esta modificación sugerida es idea del propio señor… o si se
originó en el Ministerio de Información, aunque parece tener un determinado tono oficial.
(N. del A.)
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Cualquier persona ecuánime con experiencia periodística admitirá que
durante esta guerra la censura oficial no ha sido particularmente molesta. No
hemos estado sujetos al tipo de “coordinación” totalitaria que podría haber
sido razonable esperar. La prensa seguro tiene algunos motivos de queja
justificados, pero, en general, el Gobierno se ha comportado bien y ha sido
sorprendentemente tolerante con las opiniones minoritarias. Lo siniestro de la
censura literaria en Inglaterra es que es en gran parte voluntaria. Las ideas
impopulares pueden silenciarse y los hechos inconvenientes ocultarse sin
necesidad de una prohibición oficial. Cualquiera que haya vivido mucho
tiempo en un país extranjero conocerá ejemplos de noticias que por sus
propios méritos habrían obtenido grandes titulares, pero que se mantuvieron
fuera de la prensa británica; y eso no porque el gobierno interviniera, sino por
un acuerdo tácito general de que tal hecho en particular “no debería”
mencionarse. En lo que respecta a los diarios, esto es fácil de entender. La
prensa británica está extremadamente centralizada y la mayor parte es
propiedad de hombres ricos que tienen todo tipo de motivos para ser
deshonestos en ciertos temas importantes. Pero el mismo modo de censura
velada opera también en libros y revistas, así como en las obras de teatro, las
películas y la radio. En cualquier momento dado hay una ortodoxia, un cuerpo
de ideas que se supone que todas las personas sensatas deben aceptar sin
cuestionarse. No es que se prohíba decir esto, aquello o lo otro, es que “no está
bien” decirlo, al igual que en plena época victoriana no se aludía a los
pantalones en presencia de una dama. Cualquiera que desafíe la ortodoxia
imperante se verá silenciado con sorprendente eficacia. Una opinión genuina
casi nunca recibe una atención justa, ni en la prensa popular ni en las
publicaciones intelectuales.
En este momento lo que exige la ortodoxia imperante es una admiración
sin ningún tipo de crítica de la Rusia soviética. Todo el mundo lo sabe y casi
todo el mundo actúa en consecuencia con ello. Cualquier crítica seria al
régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno soviético
preferiría mantener ocultos está fuera de lo imprimible. Y esta conspiración a
nivel nacional para halagar a nuestro aliado tiene lugar, curiosamente, en un
contexto de particular tolerancia intelectual. Porque si bien no se permite
criticar al gobierno soviético, hay una relativa libertad para criticar al nuestro.
Casi nadie publicará un ataque contra Stalin, pero es bastante seguro atacar a
Churchill, al menos en libros y periódicos. Y a lo largo de cinco años de
guerra, de los cuales dos o tres luchamos por la supervivencia nacional, se han
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publicado, sin inconvenientes, innumerables libros, folletos y artículos que
abogaban por una paz de compromiso. Más aún, han sido publicados sin
suscitar la menor desaprobación. Mientras no esté en juego el prestigio de la
URSS, el principio de la libertad de expresión se ha mantenido
razonablemente bien. Hay otros temas prohibidos, y mencionaré algunos de
ellos ahora, pero la actitud predominante hacia la URSS es con mucho el
síntoma más grave. Es, por así decirlo, espontáneo y no se debe a la acción de
ningún grupo de presión.
El servilismo con que la mayor parte de la intelectualidad inglesa se ha
tragado y ha repetido la propaganda rusa a partir de 1941 sería bastante
asombroso si no fuera porque se ha comportado de manera similar en varias
ocasiones anteriores. Sin controversia alguna, el punto de vista ruso ha sido
aceptado y luego divulgado con un total desprecio de la verdad histórica y la
decencia intelectual. Por citar solo un ejemplo, la BBC celebró el vigésimo
quinto aniversario del Ejército Rojo sin mencionar a Trotsky, que es como
conmemorar la batalla de Trafalgar sin mencionar a Nelson; sin embargo, ese
hecho no suscitó ninguna protesta por parte de la intelectualidad inglesa. En
las luchas internas en los diversos países ocupados, la prensa británica se ha
puesto en casi todos los casos del lado de la facción favorecida por los rusos y
ha calumniado a la facción opuesta, a veces suprimiendo pruebas materiales
para hacerlo. Un caso particularmente llamativo fue el del coronel
Mijailovich, el líder chetnik yugoslavo. Los rusos, que tenían a su propio
protegido yugoslavo en el mariscal Tito, acusaron a Mijailovich de colaborar
con los alemanes. Esta acusación fue rápidamente apoyada por la prensa
británica: los partidarios de Mijailovich no tuvieron oportunidad de responder
a esas acusaciones, y los hechos que la contradecían simplemente no se
publicaron. En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de
100.000 coronas de oro por la captura de Tito, y una recompensa similar por la
captura de Mijailovich. La prensa británica resaltó la recompensa a Tito, pero
solo un diario mencionó (en letra pequeña) la recompensa a Mijailovich, y
continuaron las acusaciones de colaboración con los alemanes. Hechos muy
parecidos ocurrieron durante la guerra civil española. También entonces las
facciones del lado republicano que los rusos habían decidido eliminar fueron
cruelmente calumniadas en la prensa inglesa de izquierdas, y se rechazó la
publicación de cualquier declaración en su defensa, incluso en forma de carta.
En la actualidad, no solo se considera censurable cualquier crítica seria a la
URSS, sino que incluso la existencia de tales críticas se mantiene en secreto
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en algunos casos. Por ejemplo, poco antes de su muerte, Trotski había escrito
una biografía de Stalin. Uno puede suponer que no era un libro completamente
imparcial, pero obviamente era comercial. Un editor estadounidense se había
hecho cargo de su publicación y el libro estaba impreso (creo que se habían
enviado ejemplares a los críticos) cuando la URSS entró en guerra. El libro
fue inmediatamente retirado. Ni una palabra sobre esto ha aparecido nunca en
la prensa británica, aunque claramente la existencia de tal libro, y su
supresión, era una noticia que bien merecía unos párrafos.
Es importante distinguir entre el tipo de censura que la intelectualidad
literaria inglesa se impone voluntariamente y la que a veces proviene de los
grupos de presión. Notoriamente, existen ciertos temas que no pueden ser
discutidos a causa de un “conflicto de intereses”. El caso más conocido es el
de la estafa de medicamentos patentados. Por otro lado, la Iglesia católica
tiene influencia considerable en la prensa y puede, hasta cierto punto, silenciar
las críticas. Un escándalo que involucre a un sacerdote católico casi nunca es
publicitado, mientras que si un sacerdote anglicano se mete en problemas (por
ejemplo, el rector de Stiffkey) eso es noticia de primera plana. Es muy raro
que algo de tendencia anticatólica aparezca en el teatro o en una película.
Cualquier actor puede afirmar que una obra de teatro o una película que
ataque o se burle de la Iglesia católica es susceptible de ser boicoteada por la
prensa y probablemente termine en fracaso. Pero este tipo de cosas son
inofensivas, o al menos comprensibles. Cualquier organización grande vela
por sus propios intereses lo mejor que puede, y la propaganda abierta no es
algo que deba ser reprobable. Uno no esperaría que el Daily Worker publicara
hechos desfavorables sobre la URSS ni que el Catholic Herald denunciara al
papa. Pero, claro, toda persona razonable conoce lo que son el Daily Worker y
el Catholic Herald. Lo que resulta inquietante es que, en lo que respecta a la
URSS y sus políticas, no se pueda esperar una crítica inteligente, o incluso
honesta, en muchos casos, por parte de los escritores y periodistas liberales
que no están bajo ninguna presión directa para falsificar sus opiniones. Stalin
es sacrosanto y ciertos aspectos de su política no deben ser discutidos
seriamente. Esta regla se ha observado casi universalmente desde 1941, pero
había operado, en mayor medida de lo que a veces se cree, diez años antes. A
lo largo de ese tiempo, las críticas al régimen soviético desde la izquierda solo
pudieron darse a conocer con dificultad. Hubo una enorme producción de
literatura antirrusa, pero casi toda provenía del grupo conservador y era
manifiestamente deshonesta, desfasada y movida por motivos sórdidos. Por
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otro lado, había una corriente igualmente enorme y casi igualmente
deshonesta de propaganda prorrusa, y una forma de boicot contra cualquiera
que intentara discutir cuestiones importantísimas de una manera adulta. De
hecho, se podían publicar libros antirrusos, pero hacerlo era asegurarse de ser
ignorado o tergiversado por casi toda la prensa intelectual. Tanto en público
como en privado se te advertía que eso “no debía hacerse”. Es posible que lo
que dijeras fuera cierto, pero era “inoportuno” y “le hacía el juego” a tal o cual
interés reaccionario. Esta actitud generalmente se defendía sobre la base de
que la situación internacional y la urgente necesidad de una alianza anglo-rusa
lo exigían; pero estaba claro que se trataba de una mera justificación. La
intelectualidad inglesa, o gran parte de ella, había desarrollado una lealtad
nacionalista hacia la URSS, y en su corazón sentía que poner en duda la
sabiduría de Stalin era una especie de blasfemia. Los eventos en Rusia y los
eventos en otros lugares se juzgaban con diferentes criterios. Las
interminables ejecuciones en las purgas de 1936-1938 fueron aplaudidas por
los opositores de toda la vida a la pena capital, y se consideró apropiado dar
publicidad a las hambrunas cuando ocurrían en la India y ocultarlas cuando
sucedían en Ucrania. Y si esto era cierto antes de la guerra, la atmósfera
intelectual no es, ahora, ciertamente mejor.
Pero volvamos a mi libro. La reacción de la mayoría de los intelectuales
ingleses hacia él será bastante simple: “No debería haber sido publicado”.
Naturalmente, aquellos críticos duchos en el arte de la denigración no lo
atacarán por motivos políticos, sino literarios. Dirán que es un libro aburrido,
tonto y un despilfarro de papel. Esto puede ser cierto, pero obviamente no es
toda la historia. No se dice que un libro “no debería haber sido publicado”
solo porque es un mal libro. Después de todo, diariamente se imprimen acres
de basura y nadie se molesta. La intelectualidad inglesa, o la mayoría de ellos,
objetará este libro porque denigra a su líder y (según ellos lo ven) daña la
causa del progreso. Si hiciera lo contrario, no tendrían nada que decir en
contra, incluso si sus defectos literarios fueran diez veces más evidentes de lo
que son. El éxito, por ejemplo, del Club del Libro de Izquierda durante un
periodo de cuatro o cinco años muestra lo dispuestos que están a tolerar tanto
la vulgaridad como la escritura chapucera siempre que les diga lo que quieren
oír.
El tema aquí es bastante simple: ¿todas las opiniones, por impopulares o
tontas que sean, tienen derecho a ser escuchadas? Planteada de esa manera,
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cualquier intelectual inglés sentirá que debe decir sí. Pero démosle una forma
concreta y preguntemos: “¿Qué tal un ataque a Stalin? ¿Tiene derecho eso a
ser escuchado?, y la respuesta será no. En ese caso, la ortodoxia actual pasa a
ser desafiada, por lo que el principio de la libertad de expresión se desvanece.
Ahora bien, cuando uno exige libertad de expresión y de prensa no está
exigiendo libertad absoluta. Siempre debe haber, o en todo caso siempre
habrá, algún grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas.
Pero la libertad, como decía Rosa Luxemburgo [sic], es “libertad para los
demás”. El mismo principio está contenido en las famosas palabras de
Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a
decirlo”. Si algo significa la libertad intelectual, que sin duda ha sido una de
las señas de identidad de la civilización occidental, es que toda persona tenga
derecho a decir y a publicar lo que crea verdadero, siempre que no perjudique
de una manera bastante inequívoca al resto de la comunidad. Tanto la
democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han
dado por sentado este principio hasta hace poco. Nuestro Gobierno, como ya
he señalado, sigue haciendo alarde de respetarlo. La gente común en la calle –
en parte, quizás, porque no están lo suficientemente interesados en las ideas
como para ser intolerantes con ellas– todavía sostiene vagamente: “Supongo
que todos tienen derecho a su propia opinión”. Es principalmente la
intelectualidad literaria y científica, la misma que debería ser la guardiana de
la libertad, la que empieza a despreciarla, tanto en la teoría como en la
práctica.
Uno de los fenómenos peculiares de nuestro tiempo es el liberal
renegado. Más allá de la conocida afirmación marxista de que la “libertad
burguesa” es una ilusión, ahora existe una tendencia generalizada a
argumentar que solo se puede defender la democracia con métodos
totalitarios. Si uno ama la democracia, dice el argumento, debe aplastar a sus
enemigos por cualquier medio. ¿Y quiénes son sus enemigos? Parece que no
solo son los que la atacan abierta y conscientemente, sino también los que la
ponen “objetivamente” en peligro difundiendo doctrinas erróneas. Dicho de
otra manera, defender la democracia implica destruir toda independencia de
pensamiento. Este argumento se utilizó, por ejemplo, para justificar las purgas
rusas. Hasta los rusófilos más ardientes tuvieron dificultades para creer
que todas las víctimas fueran culpables de lo todo lo que se les acusaba;
pero al haber sostenido opiniones heréticas dañaban “objetivamente” al
régimen, y por lo tanto era justificable correcto no solo masacrarlos sino
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también desacreditarlos con falsas acusaciones. El mismo argumento se
utilizó para justificar las mentiras bastante conscientes que se produjeron
enlanzadas por la prensa de izquierdas sobre los trotskistas y otras minorías
republicanas en la guerra civil española. Y se usó nuevamente como motivo
para gritar protestar contra el hábeas corpus cuando concedido a Mosley
cuando fue liberado en 1943.
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este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la
liberación de Mosley fue en parte ficticia y en parte una
racionalizaciónexpresión de otros motivos de descontentos. Pero, ¿cuánto del
actual deslizamiento hacia formas de pensamiento fascistas se debe al
“"antifascismo”" de los últimos diez años y la falta de escrúpulos que ha
implicadosupuesto?
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Conozco bien todos los argumentos contra la libertad de pensamiento y
expresión: los argumentos que afirman que no puede existir y los los
argumentos que afirman plantean que no debería existir. Respondo
simplemente que no me convencen y que nuestra civilización a lo largo de
cuatrocientos años se ha fundado en lo sobre el aviso contrario. Durante una
década he creído que el actual régimen ruso existente es principalmente
algofundamentalmente malo, y reclamo el derecho a decirlo, a pesar de que
somos aliados de la URSS en una guerra que quiero ver ganada. Si tuviera que
elegir un texto para justificarme, debería elegirelegiría la línea de Milton:
Por las conocidas reglas de la antigua libertad.
NOTAS
[1] No está del todo claro si esta modificación sugerida es idea del propio
Sr... o se originó con el Ministerio de Información; pero parece tener el tono
oficial al respecto. Jorge Orwell
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