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Este artículo se propone plantear la necesidad de repensar el modo en que se viene hacien-
do Sociología de la Educación en Uruguay en los últimos diez o quince años. ¿En qué espacios
institucionales se realiza? ¿Qué efectos tiene la localización institucional sobre los productos cons-
truidos y los conocimientos generados? A juzgar por ciertos desarrollos, parecería que lo que ac-
tualmente es Sociología de la Educación para el sentido común coincide con lo que se hace fuera
de los ámbitos académicos, mayoritariamente desde ANEP y mediante una práctica desvinculada
de preocupaciones tanto teóricas como críticas. Junto con estas producciones, que se multiplican
por impulso de la doble lógica de la producción de datos que retroalimentan y legitiman las medidas
de políticas tomadas en el campo de la educación, y por un interés en la distribución de méritos
entre consultores y técnicos que no resignan sus aspiraciones de una carrera académica, proliferan
otros documentos que, principalmente desde organismos internacionales, pretenden fundar una
“doxa” que orienta hacia las cuestiones que vale la pena estudiar, las problemáticas que es necesa-
rio solucionar, y políticas que vale la pena seguir. Sin capacidad de rivalizar ni en recursos, ni en
volumen, ni en capacidad de difusión, las producciones académicas van perdiendo capacidad de
ser visualizadas, y mucho más, de ser reconocidas como productos científicos mucho más acaba-
dos y consistentes.
El desmontar este malentendido, que sitúa a la Sociología de la Educación allí donde, como
mucho, existe apenas una “Sociometría de los Aprendizajes” requiere la puesta a punto de una
nueva “caja de herramientas” conceptuales que permita distinguir, separar, escindir y jerarquizar los
distintos estatutos epistémicos, teóricos y prácticos de las diversas prácticas sociométricas y socio-
lógicas que vienen siendo llevadas adelante en Uruguay. No pretendemos agotar esta tarea en esta
instancia. Pero nos pronemos sí, dejar el tema agendado, mostrar algunas de estas herramientas
conceptuales, e insinuar algunas consecuencias en el plano teórico y político práctico, pero también
profesional. Si bien la designación de este instrumental tiene referencias técnicas, el mismo procura
poner a luz una serie de conceptos y procesos que, a nuestro entender, es imprescindible rediscutir
a efectos de superar los "obstáculos epistemológicos" que estructuran nuestro abordaje tanto profe-
sional como intelectual. Algunos de ellos pueden derivar de la adopción acrítica de conceptos gene-
rados en el marco de otras realidades nacionales, típicamente aquellas de los países productores y
exportadores de teoría sociológica, a saber Europa y Estados Unidos fundamentalmente. Otros
pueden derivar de los acervos acumulativos de la disciplina en el medio académico o en el medio
profesional, lo que conduce a la generación de conceptos “sociológicos” de rápida adopción que,
una vez vaciados de su contenido conceptual original, muchas veces distorsionado, se tornan sen-
tido común de una práctica sociológica acrítica.
1 Este documento ha sido elaborado especialmente para su presentación en las Terceras Jorna-
das de Investigación del Departamento de Sociología.
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La sociología, históricamente, ha sido una disciplina que nace en la intersección entre el pen-
samiento científico y la práctica política (Cuin, Gresle, 1996), y está sometida por tanto a tensiones
que muy frecuentemente terminan por resolverse en contra de una definición académica de la disci-
plina. En tanto obedezca al interés de someter a examen los fundamentos de un orden, en línea con
el interés crítico y emancipatorio de las ciencias sociales, la Sociología difícilmente pueda prescindir
de la explicitación de las referencias teóricas desde la cual se analiza la evidencia empírica. Desde
esta perspectiva, y en tanto ciencia no aplicada, la sociología tiene su realización plena en el momen-
to de la crítica. En su aplicación, y más en concreto, en el deslizamiento que usualmente sufre hacia
formas de aplicación como techné y no como praxis, es que la sociología deja de ser tal y, estricta-
mente, se convierte en esa especie de sociometría a la que nos referíamos antes: mide, aunque no
se sabe muy bien qué, y sobre todo, para qué, con qué propósitos, ciertos fenómenos que no podrán
ser alterados por las medidas de política que ayudan a legitimar.
En la medida en que algunos de los conceptos y las producciones teóricas de la Sociología
son usados para la construcción de instrumentos de política, los cuales a su vez sufren diferentes
grados de estandarización para la aplicación a diversas realidades nacionales y trasnacionales, muy
pronto se vuelve evidente para un lector atento que se ha desvanecido la explicitación de la conexión
entre las perspectivas teóricas desde las cuales se piensan los fenómenos a abordar, las formas de
producir y de interpretar información, y los lineamientos para tomar decisiones que, teóricamente,
fueron pensados a partir de aquellos referentes conceptuales. Muchas veces, la omisión del referen-
te teórico es tan fuerte, que no sólo se pierde la explicitación, sino sobre todo, la conexión lógica entre
las medidas de política, la evidencia empírica y las proposiciones teóricas que las inspiraron2.
Pero aún en la mejor producción de sociología aplicada, el profesional de la sociología, -
típicamente, el consultor- no actúa como científico o como académico, sino como un profesional,
dotado de herramientas que básicamente no cuestiona, y que le permiten establecer un determinado
conjunto de diagnósticos y unas recomendaciones con el fin de dar satisfacción a las demandas de la
contraparte en un contrato de trabajo cuyos términos tiene muy poca capacidad de negociar.
Al igual que en los demás campos de lo social, la posibilidad de que un campo determinado
goce de mayor o menor autonomía frente a otros depende del tipo de capitales que en el mismo
circulen. Es evidente que la sociología se ha tornado hoy una profesión que cuenta con importante
inserción en el mercado y en la esfera pública obliga a cuestionarnos los resultados de esta práctica.
En lo que a la Sociología de la Educación refiere, la pregunta central radica en determinar los ámbitos
en que la disciplina alcanza a constituirse como una práctica académica autónoma en un contexto en
que la centralidad de la educación en lo que refiere a las políticas sociales nacionales sigue siendo un
tema crucial. En este aspecto, parece también evidente que los ámbitos que cuentan con mayor
cantidad de recursos materiales para realizar investigación empírica se sitúan en la ANEP.
Pero en este ámbito también es clara la falta de marcos conceptuales de referencia, la vincu-
lación entre los fundamentos teóricos y la estrategia de investigación, y la ausencia de reflexión sobre
las implicaciones teóricas y prácticas de los resultados de la investigación, lo termina alejando a las
prácticas concretas de una definición estricta de la actividad científica. Por otro lado, dentro de la
Universidad se mantiene una idea más cercana de lo que define la actividad científica en Sociología,
pero se cuenta con dificultades para desarrollar investigación empírica debido a la falta de recursos y,
sobre todo, a la dificultad de tener acceso a un campo respecto del cual la misma ANEP reclama el
monopolio para el relevamiento de datos y la producción de información. El resultado paradójico de
este desarrollo dual, consiste en que allí donde, desde el sentido común, la disciplina tiene un desa-
rrollo más evidente y manifiesto, menos claro es el carácter específicamente sociológico –en tanto
2 Algunos de estos extremos fueron desarrollados en Marrero, A., “Asignaturas pendientes...” (2004)
Una caja de herramientas para la sociología de la educación en Uruguay o la reivindicación de la teoría, una vez más 463
ciencia crítica- mientras que allí donde la preocupación por la crítica teórica y la parsimonia científica
es mayor, menos relevantes parecen ser sus producciones.
Esto lleva, en primer término, a enfatizar que las lógicas que rigen el desarrollo del trabajo
profesional y del trabajo académico son profundamente diferentes. Aquel, más frecuentemente, pres-
cinde de la explicitación de los marcos teóricos de referencia, a pesar de lo cual utiliza, vulgarizándolos,
muchos conceptos con fuertes connotaciones teóricas. Esto da lugar a múltiples distorsiones teóri-
cas, malentendidos, cuando no, simplemente, inconsecuencias. Por ejemplo, observamos cómo
muchas explicaciones que forman parte de la “doxa” de la disciplina se autonomizan de su contexto
de producción y comienzan a ser ideas fuerzas desgajadas de su sentido original, incorporándose al
saber de sentido común. Ejemplos de esto lo constituyen el uso de términos como “deserción”, la
asociación “presencia de la madre en el hogar y rendimiento escolar”; “jóvenes que no estudian ni
trabajan” (a lo que podríamos oponer la idea de jóvenes que “estudian pero no estudian” o que
“trabajan pero no cobran”). Un capítulo aparte, merecería el análisis de cómo el concepto bourdiano
de “capital social” ha venido siendo utilizado para legitimar las propias prácticas que su autor original
buscaba atacar, y ha llegado a constituirse en una especie de lugar común de cuyos efectos más
nocivos es difícil escapar.
Este proceso puede ser mejor comprendido a través del concepto de “doble hermenéutica” de
Giddens, que consiste en “… la intersección de dos marcos de sentido como parte lógicamente
necesaria de una ciencia social, el mundo social provisto de sentido tal como lo constituyen unos
actores legos y los metalenguajes inventados por los especialistas en ciencias sociales; hay un cons-
tante “deslizamiento” entre un marco y otro, inherente a la práctica de las ciencias sociales” (Giddens,
1995b, p. 396) En este sentido, el concepto de reflexividad institucional refiere a la reflexividad de la
modernidad e implica la "... incorporación rutinaria de conocimientos o información nueva a los entornos
de acción, que de ese modo de reorganizan y reconstituyen” (Giddens, 1995, p. 295).
Sin embargo, entendemos que muchos de las dificultades que derivan de estas formas de
producción de conocimiento, no tienen que ver directamente con la lógica del trabajo profesional en
contraposición con el trabajo académico. Muchos de los que hacemos ciencia en la Universidad
hemos trabajado también como consultores, y no hemos por ello, vulnerado las reglas de la produc-
ción científica en sociología. Hay más elementos que nos llevan a cuestionar más profundamente la
legitimidad de ciertas prácticas y la validez de ciertos resultados.
Una de las prácticas más cuestionables que caracterizan a los centros de producción de
ANEP y aledaños, es la estrategia política de invisibilización y apropiación de los resultados de la
investigación sociológica por parte de estos organismos políticos: antes que citar, como correspon-
dería, los resultados de producciones sociológicas que tienen lugar dentro de la Universidad, se ha
optado por una estrategia de replicación sistemática de las investigaciones consideradas valiosas.
Con esto, se logra un triple propósito: 1) utilizar un diseño probado para producir información sobre
un problema que tal vez no habían percibido, pero que resulta relevante; 2) llegar a los mismos
resultados empíricos sin la obligación de hacerse cargo de las conclusiones que, en relación con una
cierta perspectiva teórica que no necesariamente se comparte, se sacan de aquellos; y por último, 3)
poder usar aquellos resultados sin tener que citar las fuentes originales de la producción, en la medi-
da en que estas fuentes se sitúan en un lugar que, como la Universidad, es visto como antagónico.
Es posiblemente esta forma de evasión de las reglas que se consideran elementales dentro
de la ética que sustenta la convivencia dentro de una comunidad científica, la que lleva a cuestionar,
de modo dramático, la existencia misma de esa comunidad. Si una comunidad científica se define
como tal sobre la base de ciertos acuerdos mínimos compartidos que regulan la práctica científica
dentro de un campo de especialidad, entonces la violación de las normas que rigen la acumulación
de conocimiento en el campo, suponen la ruptura de los acuerdos y ponen en juego a la comunidad
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misma. Al cabo de un cierto tiempo, y en la medida en que estas normas se siguen violando, la
comunidad deja de existir como tal.
Obsérvese que no se trata aquí de que diversas personas y equipos contribuyan desde distin-
tos espacios a un proyecto de acumulación común de conocimiento en un área de interés, sino que
estos equipos se encuentran enfrentados por la definición misma de cuál de los modos de acumula-
ción y los resultados producidos se constituye como práctica y como “corpus” sociológico en materia
de educación, sobre el supuesto sólo explicitado a medias voces, de que no es posible sostener
proyectos científicos en el campo de lo social desde la Universidad de la República. Lo novedoso en
este proceso, viene a ser la aparición de este nuevo centro de producción, radicado en el cerebro (ya
que no en el corazón) de la organización escolar, y que reclama para sí el monopolio de la producción
sociológica en materia educativa. El interés aquí es, obviamente de tipo político, y se trata, simple-
mente de una lucha por determinar cuáles son las definiciones teóricas de lo real en el campo educa-
tivo que habrán de prevalecer, y que se convertirán en sentido común para los agentes de dentro y de
fuera del sistema. Es, en parte, esta pretensión monopólica y, sobre todo, el carácter político de la
lucha que se encuentra entablada acá, la que explica las estrategias de invisibilización antes reseña-
das.
Basadas en estas constataciones, nuestra intención es la de retomar algunos procesos que,
consideramos, es preciso recordar a efectos de volver a enfocar el panorama social en que se desa-
rrolla la actividad educativa en Uruguay, proponiendo nuevos conceptos o, mejor dicho, retomando
viejas propuestas que la práctica tecnicista de la Sociología de la Educación ha dejado atrás, procu-
rando salir de la reificación del lenguaje técnico. De este modo, se proponen solamente algunas
ideas que pretenden resituar el objeto de estudio académico de la disciplina y que surgen de un
conjunto de trabajos acumulados en la materia. La intención, fundamentalmente, es la de volver a
echar una mirada más teórica a los problemas de la educación en Uruguay.
3 La traducción es nuestra.
Una caja de herramientas para la sociología de la educación en Uruguay o la reivindicación de la teoría, una vez más 465
a partir de la segunda mitad de los ochenta: "Se ha estimado ... que de los nuevos asistentes al
sistema en el Ciclo Básico de Educación Secundaria en el lapso 1985-1990, aproximadamente 15.400
pertenecen a hogares NBI, explicando cerca del 66% del crecimiento de la matrícula del subsector
público." (ANEP, 2002, p. 31)
Al igual que en otros países de la región (Pontes, 2001), las características que acompañaron
el proceso de transición democrática vinculan el proceso de apertura de oportunidades escolares
que absorbió a un amplio contingente de estudiantes provenientes de los sectores empobrecidos de
la sociedad a la expansión de la enseñanza pública en condiciones precarias. Ello consolida un
proceso de cambio que ofrece caminos desiguales para los distintos sectores sociales. Frente a ello
se implementa la Reforma Educativa de los años 90 que es "...concebida como un profundo esfuerzo
de refundación y aggiornamiento de la matriz vareliana, republicana e igualitarista, de nuestro siste-
ma educativo, supone una decidida apuesta al mejoramiento de la equidad y la calidad de la ense-
ñanza. En este sentido, ... los objetivos de la Reforma Educativa han sido en este período la conso-
lidación de la equidad social, el mejoramiento de la calidad educativa, la dignificación de la formación
y la función docente y el fortalecimiento de la gestión institucional." (ANEP, 2002, p. 69).
Sin embargo, está visto que la reforma uruguaya está lejos de situarse en el camino del logro
de estos objetivos. Y ello debido, fundamentalmente, a dos razones. Una, si se quiere más trivial,
está ligada al propio diseño de la política, y a los problemas de conexión entre los hallazgos socioló-
gicos que la sustentan (la relación entre nivel sociocultural de origen y rendimiento escolar). A conti-
nuación, como lo hizo el propio Germán Rama en sus trabajos, se diagnostica que la principal varia-
ble que explica el rendimiento escolar es el nivel sociocultural del hogar y, después, el tipo de institu-
ción educativa. En función de ello, no parece de buen diseño pretender superar los bajos rendimien-
tos a través de cambios en los planes de estudio. De esta manera, se desatendió la búsqueda de
mejoramiento de los factores causales identificados, la política educativa se limitó a seguir los
lineamientos de política trazados en base a otras consideraciones y no se obtuvieron los resultados
esperados. Desmintiendo el viejo mito sobre la calidad de la educación uruguaya, se sabe hoy que
después de varios años de reforma, y en un contexto latinoamericano caracterizado por una fortísima
desigualdad social, el sistema educativo uruguayo es de los que menos logran compensar los
hándicaps derivados de la procedencia de clase desfavorable.
Pero decíamos que la búsqueda de la igualación a través de la educación es un logro proble-
mático también en un sentido menos trivial y menos obvio, sentido que ha quedado oculto tras el
discurso de la educación como igualadora (discurso sustentado tanto por maestros y como por auto-
ridades de la enseñanza): nos referimos al papel diferenciador, desigualador, asignador y legitimador
de diferencias, desigualdades y posiciones. La función de la educación, y en concreto, de la
escolarización para la adquisición y la legitimación de posiciones sociales privilegiadas, y por lo
tanto, su papel en la producción y trasmisión de privilegios, fue desarrollado ampliamente por Bourdieu
y también, antes que él, por Weber –quien le adjudicaba un papel central en la conformación de las
élites- y seguidores tales como Randal Collins y otros. Pero además, es una noción que está presen-
te, sobre todo, en el sentido común de muchos quienes golpean a las puertas del sistema educativo.
Para muchos padres y para muchos alumnos, no se trata de lograr una educación para ser “igual”
que los demás, sino para ser distintos, mejores, más educados, mejor posicionados... que los “otros”.
La dinámica de la multiplicación de credenciales, y la demanda por más y más títulos a medida que
se van saturando las credenciales educativas de nivel inmediatamente inferior, confirma la lógica de
la desigualación a través de la educación.
Una Sociología de la Educación preocupada por la desigualdad debe ver a la institución edu-
cativa no sólo como instrumento de superación de las desigualdades, sino sobre todo, en su inten-
ción original, como generadora y legitimadora de esa misma desigualdad. Una Sociología de la Edu-
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cación sólo puede llamarse tal, si logra construir su objeto desligado de las concepciones edulcoradas
e idealizadas que la sociedad uruguaya ha venido elaborando sobre su educación como parte de su
mito fundante. Se vuelve imprescindible volver a llamar la atención sobre los modos en los que la
desigualdad es procesada y resignificada a través de los dispositivos escolares, al mismo tiempo que
se ponen de manifiesto las dificultades emergentes de queremos usar una institución diferenciadora
con propósitos igualadores.
III. Lógica sistémica y crisis de sentido: ¿superan los “liderazgos pedagógicos” las
lógicas burocráticas de la institución educativa?
acción social que no puede tematizar sus propias premisas y que desemboca en la rígida división
entre administración y política (Offe, 1984, p. 217).
El problema básico reside así en la existencia de una distinción entre dos criterios formales de
la racionalidad burocrática: i) por un lado, este tipo de racionalidad es la de la imposición de la norma
sin distorsiones y se establece a través de una separación total entre las premisas de la acción y el
aparato que las ejecuta; ii) por otro lado, una organización del poder estatal según el tipo ideal weberiano
de dominación burocrática sería racional también en el sentido de satisfacer los requisitos y las
necesidades funcionales de una sociedad industrial capitalista. Esta distinción permite preguntarse
en qué medida el modelo weberiano de burocracia es racional (adecuado a la función), ya que la
racionalidad burocrática no asegura la racionalidad política del sistema en las condiciones del Estado
de bienestar capitalista
Para Offe (1984) el desnivel entre el modo de operación interno y las exigencias funciona-
les externamente impuestas a la administración del Estado se debe a la estructura de un medio
socio-económico que por un lado fija la administración estatal en cierto modo de operación y por
otro le exige a ese género que entre en el esquema normativo de la administración de estructu-
ras. Según el autor, es obvio que un desnivel de este tipo entre el esquema normativo de la
administración y las exigencias funcionales externas no puede ser superado a través de una
reforma administrativa (Offe, 1984, p. 219). En esta perspectiva, existe por tanto un concepto de
racionalidad tridimensional y contradictorio que es decisivo para la acción administrativa en las
condiciones de la política administrativa del Estado Social y que refiere a tres pruebas a que es
sometida dicha acción administrativa: i) una prueba de conformidad legal (modelo burocrático de
Weber); ii) de efectividad funcional (se derrumba la pared que separa administración de política)
y; iii) de consenso político. El problema de la política administrativa es que precisa armonizar al
mismo tiempo sus fundamentos jurídicos, sus funciones y los intereses de sus clientes y grupos
de referencia.
2) A nivel del sistema escolar, y como es bien sabido, la racionalización de los procesos edu-
cativos y de transmisión de conocimientos ha tenido lugar, en la modernidad, a través de la creciente
complejización y burocratización de los procedimientos y operaciones involucrados. Inspiradas en el
saber científico específico de las nuevas disciplinas referidas a la educación, y al impulso de renova-
das técnicas de administración y gestión, las instituciones educativas tomaron para sí tanto los idea-
les de formación social e intelectual de las sucesivas generaciones de jóvenes, como los de eficacia
y eficiencia propios de las grandes burocracias modernas. Así, procesos tales como la
profesionalización del cuerpo docente, la división creciente del trabajo y la especialización, el esta-
blecimiento de escalafones marcadamente jerarquizados y la uniformización normativa a través de
estatutos formales, servían tanto a los requerimientos de racionalidad administrativa como a los fines
propiamente educativos.
En el marco general de este tipo de organización, cada una de las unidades educativas loca-
les -para nuestro caso, escuelas, liceos, escuelas técnicas- podían ser consideradas como grupos
complejos de carácter cuasi-asociativos, dentro de los cuales era posible distinguir, tanto el sistema
formalmente estatuido de roles y posiciones, como un ethos institucional fuertemente modelado no
sólo por la peculiar entrega a la labor docente, sino además por la influencia del medio sociocultural
del que provenían los estudiantes, por lazos afectivos de relacionamiento de un cuerpo docente y
administrativo más bien estable, y por un estilo de conducción característico.
Lo asociativo y lo comunal, lo racional-formal y lo idiosincrático, tenían entonces formas privi-
legiadas de compatibilización y expresión. Los procesos disgregadores propios de las organizacio-
nes complejas, tales como la asignación diferencial de recompensas, el anonimato y la alienación,
eran ampliamente compensados por una fuerte integración normativa, resultado de una marcada
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iniciativa al establecer relaciones informales e instituir prácticas no oficiales que eliminan las dificulta-
des operacionales conforme ocurren" (Blau, 1981).
Por lo demás, recordemos que el ritualismo, entendido como la sujeción rígida a las normas
burocráticas, configuraba en la terminología mertoniana una de las formas de adaptación a la anomia
más típicas de la época. En la medida en que medios y fines de la acción se le aparecen al sujeto
como disociados, el olvido de los objetivos que guían la acción y la estricta observancia de los medios
-procesos, procedimientos y operaciones- desvirtúan la gestión y la transforman en un conjunto de
acciones administrativas singulares y focalizadas, sin sentido en sí mismas y cuya racionalidad ma-
terial queda siempre sin discutir. Este mecanismo se ve a su vez reforzado por el carácter científico y
técnico que pretenden para sí las normas burocráticas.
Creemos que la excesiva preocupación por los mecanismos formales de la gestión adminis-
trativa y el consiguiente olvido de los objetivos institucionales por parte de las autoridades responsa-
bles de la dirección liceal debe ser reexaminada, ya que la preocupación por mejorar la educación a
través de la creación de nuevas figuras y puestos burocráticos puede parecerse, en esta perspectiva,
a combatir el fuego con gasolina.
No es de extrañar que estas cuestiones sean muy rara vez abordadas desde la ANEP. Los
organismos que producen los diagnósticos son parte de la proliferación burocrática que atenta contra
el logro de los objetivos institucionales del sistema escolar. Es a la Universidad a la que le compete
situar estos problemas en el centro del debate.
Hasta los años 70, puede decirse que las diferencias en rendimiento estaban asociadas a
características que eran vistas como individuales, sobre el trasfondo de diferencias de capitales que
no volvían imposible la pretensión de una educación común. Sin embargo, la expansión escolar
sobre un terreno social fragmentado y en proceso de crecimiento de la brecha entre los integrados y
los marginados sitúa el problema en otro lugar.
La escuela se constituía en un mecanismo de integración social basado en los mecanismos
institucionales de una sociedad en la que los rendimientos económicos estaban asociados a una
estructura laboral formal y que ofrecía un conjunto importante de posiciones. En este sentido, se
observa el lugar que ocupó la escuela tradicional como forma de anclaje al tejido social y en íntima
vinculación con la estructura familiar en la existencia de mecanismos tales como los de la asignación
familiar que sólo cobran los trabajadores formales y que está ligada a la asistencia a la escuela de los
hijos menores. Hoy por hoy, la informalidad laboral ataca también a la inserción escolar de la genera-
ción siguiente.
Mientras la red de relaciones sociales se encontraba “funcionando”, integrando los grupos
sociales, esta cultura se trasmitía sin resistencias mayores en la escuela. Sin embargo, con el actual
proceso de desestructuración social, estos valores sociales y contenidos culturales que se intenta
inculcar se tornan prescindible para algunos jóvenes, siendo este un elemento que hace a la crisis de
legitimidad del sistema. Efectivamente, especialmente en sectores populares, esta negación se pro-
duce básicamente por la constatación de que la promesa de inserción social - basada en la relación
educación/trabajo - no será cumplida. Al ser despojada de este contenido instrumental, le es difìcil a
la escuela sostener su legitimidad en base a un principio de utilidad en varios sectores sociales
(Auyero, 1993).
Los efectos del retiro del Estado de Bienestar en la trama social en la realidad educativa. Es
de suma importancia para la comprensión de los procesos educativos analizar los efectos que revis-
Una caja de herramientas para la sociología de la educación en Uruguay o la reivindicación de la teoría, una vez más 473
ten en la sociedad la desarticulación de los lazos que unían a la sociedad industrial a través del
Estado de Bienestar Social en la organización de la vida familiar, del hogar, de los niños y del género,
relaciones que expresan la forma de vida social de la modernidad triunfante (Giddens, 1996; Touraine,
1997). Este vínculo cobra sentido cuando pensamos que la expansión de la educación al conjunto de
la población fue llevada a cabo por el Estado Nación como una de sus políticas centrales y con un
Estado de Bienestar que llega a su auge, sobre todo en países como el Uruguay en que Estado
Nación y Estado de Bienestar cobran casi la misma significación en determinado momento histórico.
Encontrándose cada vez más desarticuladas las bases que sustentaban dichas sociedades –
más allá de sus particularidades históricas- queda cuestionada la posibilidad de la escuela de ejercer
su función integradora en una sociedad compleja en la que los conflictos aumentan y se acentúan los
procesos de exclusión y segregación. Profundizando lo anterior, a causa de la misma expansión del
sistema educativo a amplios sectores de la población, el alumnado se diferencia cada vez más, lo
que hace difícil pensar una educación con objetivos similares para requerimientos distintos. Así, las
relaciones en el interior de la escuela se complejizan, surgiendo nuevas problemáticas en el contexto
de una escuela pública que se encuentra en transformación:
"... la escuela pública, que a menudo había conocido éxitos brillantes en Chile, la Ar-
gentina y Uruguay, se convierte cada vez más en la escuela de los pobres, tanto de los
docentes pobres como de los alumnos de las categorías bajas, y sus malos resultados
convencen muy pronto a las familias de las clases medias o los medios populares en
ascenso social de que deben enviar a sus hijos a los colegios privados, que los ayuda-
rán a elevarse, y no a la escuela pública, que los empujaría hacia abajo." (Touraine,
1997, p. 285)
En el caso de Uruguay, entendemos que estamos frente a un proceso creciente que recién
comienza a manifestarse y lo hace cada vez con mayor frecuencia ya que las “causas estructurales”
que lo generan están dadas a diferencia de lo que sucedía treinta años atrás. El panorama muestra
la ruptura de las redes sociales que integran los jóvenes que asisten al sistema público de enseñanza
(empleo, participación social y política, desestructuración de las expectativas y de la familia) y que
por haber sido tan fuertes en nuestro país son objeto de una particular atención. En suma, el sistema
educativo se encuentra constreñido por dos procesos diferenciables pero no desvinculados: por un
lado la paulatina desaparición de las políticas integrativas del Estado de Bienestar, por otro, la
desestructuración de las redes sociales que organizan el mundo social en que se insertan los jóve-
nes.
Por otra parte, las características que acompañaron el proceso de transición democrática
también están aliadas al proceso de apertura de oportunidades escolares que absorbió a un amplio
contingente de estudiantes provenientes de los sectores empobrecidos de la sociedad. La expansión
de la enseñanza pública en condiciones precarias, que se expresa en la ausencia de inversiones
importantes en la red de escuelas y en la formación de los docentes, se suma a la ausencia de
proyectos educativos capaces de absorber la nueva realidad escolar. Finalmente, la crisis económica
y las alteraciones en el mundo del trabajo inciden directamente en las funciones que articulaban los
proyectos populares de acceso al sistema escolar. Así, una profunda crisis de eficacia socializadora
ocurre en este proceso de cambio de la sociedad que ofrece caminos desiguales para la conquista de
derechos al interior de la experiencia democrática (Pontes Sposito, 2001).
Generación y conflicto: desnaturalización del concepto de juventud. Estos procesos no han
sido carentes de efectos en la propia disciplina y en la concepción de lo que los jóvenes son. Anclada
en sus orígenes en la Sociología de la Educación y en la identificación de los jóvenes en su condición
de estudiantes básicamente, la propia Sociología de la Juventud se ha redefinido.
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La Sociología, desde mediados de los años 50, dedicó varios estudios al tema de los jóvenes
y su inserción social, generándose una acumulación sostenida en la materia. A grandes rasgos,
podemos situar la emergencia de la categoría como sector social en el siglo XVIII (Galland, 1996) en
un proceso concomitante con el desarrollo de la modernidad y de sus instituciones particulares.
Específicamente, la expansión del sistema educativo a amplios conjuntos de la población que se
inició a mediados del S. XIX y se consolidó en el siglo XX explica el nacimiento de los "jóvenes" al
mantener unidos durante gran parte del día grupos de niños y adolescentes divididos en función de
criterios etáreos (Camilleri, 1985). Esto generó las bases para la formación de elementos culturales
de identificación entre integrantes de las generaciones de jóvenes, elementos que se produjeron y
reprodujeron básicamente a través de la unificación que la institución educativa generó.
De este modo, en este proceso social, las sociedades fueron reconociendo la existencia de
jóvenes como un particular grupo social, con características determinadas y funciones específicas,
que daban inscripción y ubicuidad a individuos etáreamente diferenciados. Asimismo, junto a este
proceso de diferenciación social establecido en función de criterios etarios y funcionales, también
fueron adscriptos a los jóvenes un conjunto de valores que, se entendía, poseían en función de esta
pertenencia generacional, tales como la autenticidad y la tendencia al cambio o al cuestionamiento
del orden social. A ello deben sumarse, a fines del S. XX, procesos culturales vinculados a la difusión
de los medios de comunicación que no solamente han generado un código y una estética juvenil
propia, sino que además han definido lo juvenil y sus símbolos como referentes estéticos y valorativos
de las sociedades contemporáneas.
En el pensamiento sociológico, ello generó una definición social que adscribía funciones y
valores a una determinada categoría en función de criterios etarios. Esto se dio muy especialmente
con el abordaje estructural funcionalista, que, como lo dice Galland, "... se contenta con definir la
juventud por medio de una teoría de los roles sociales -la juventud asegurando por ejemplo una
función de recambio social- que responde más a la cuestión filosófica del <<porqué hay jóvenes>>
que a la pregunta sociológica de <<cómo se organiza el desarrollo de las edades>>." (Galland, 1996,
p. 4)
La Sociología de la Juventud ha ido rompiendo la idea de que esta constituye una categoría
social universal y adscripta a criterios fisiológicos o demográficos, señalando asimismo que existen
distintos jóvenes diferenciados por su desigual inserción en el tejido social (clase, familia, educación,
vivienda, trabajo). Estas diferencias en las trayectorias se explican a su vez por procesos sociales -
muchas veces de exclusión- que operan en cada sociedad y que en general conducen a señalar a los
jóvenes como un grupo socialmente más vulnerable y desprotegido (Tavares dos Santos, 2002). De
hecho, es como fruto de procesos socialmente construidos que en algunos países se es joven por
más tiempo y que en cada sociedad o sector social algunos grupos que son considerados jóvenes no
lo son en otros.
Los aportes de Bourdieu y de sus seguidores han sido de relevancia al señalar algunas críti-
cas a las visiones predominantes sobre el problema de la juventud. En este sentido, la primera de
ellas se vincula con la necesidad de desnaturalizar construcciones sociales basadas en criterios
demográficos, etarios o fisiológicos, de los cuales forma parte la división entre grupos de edad. Estas
conceptualizaciones excluyen el hecho de que la definición de una generación también se vincula
con la oposición a otras generaciones y que el desempeño de determinados papeles también refiere
a determinadas concepciones del mundo y a ciertas visiones de lo que supone "estar capacitado"
para desempeñar ciertos roles. En este sentido, como lo muestra Lenoir, lo que estructura las relacio-
nes entre las diversas generaciones en cada sociedad se vincula al momento en que los más jóvenes
obligan a las generaciones más viejas a retirarse de las posiciones de poder para ocuparlas, pretexto
éste de las luchas entre las generaciones. Así, la determinación de la faja etaria implica la redefinición
Una caja de herramientas para la sociología de la educación en Uruguay o la reivindicación de la teoría, una vez más 475
de los poderes ligados a los diversos momentos del ciclo de vida peculiar de cada clase social (Bourdieu,
1992; Lenoir, 1998, p. 68).
En esta reconceptualización el centro de la definición se encuentra en el concepto de
conflictividad social entre generaciones, sustituyéndose así un criterio etario -por tanto demográfico-
por un criterio social: la lucha por la apropiación de las posiciones de poder. Asimismo, la "unidad"
aparente de la juventud es cuestionada, pues tenemos jóvenes que pertenecen a diversas clases
sociales, cuyas experiencias diferenciales son las que explican las principales características de
cada grupo de jóvenes. Los conceptos de lucha, oposición y clase - propios de la sociología Bourdiana
- vuelven a situarse en el centro de una sociología que deja de ser de la "juventud" para pasar a ser
de las "generaciones". La propia inserción del concepto de generación es clave, pues quita esencia al
concepto (una juventud, un sector) para ponerlo en relación con el conjunto social.
También existe en el establecimiento de las relaciones generacionales un proceso de violen-
cia simbólica que tiende a imponer y legitimar una visión del mundo que garantiza la división de
poderes entre jóvenes y viejos. La representación ideológica de la división entre jóvenes y viejos
otorga a los más jóvenes algunos beneficios hechos a cambio de una gran cantidad de beneficios
que son dejados a los más viejos. Esta estructura, que se encuentra también en las relaciones entre
los sexos, recuerda que en la división lógica entre jóvenes y viejos también es cuestión de poder y,
más específicamente, de repartición de poderes. De este modo, para Bourdieu, las clasificaciones
por edad tienden siempre a imponer límites y a producir un orden al cual cada uno debe atenerse
(Bourdieu, 1992).
Es así que las relaciones entre la edad y las determinantes biológicas se diluyen y, para definir
las características de los jóvenes, lo que debe hacerse en realidad es definir las leyes específicas de
envejecimiento de cada campo. Par saber cómo se delimitan las generaciones, deben conocerse las
leyes específicas de funcionamiento del campo, los elementos que están en juego y en disputa, y las
divisiones que operan en esta lucha. La edad es de este modo definida por Bourdieu como un dato
biológico socialmente manipulado y manipulable. Por ello, es preciso analizar las diferencias existen-
tes entre las diversas juventudes existentes en cada sociedad, así como los criterios sociales - siem-
pre cambiantes en función lo que está en juego en cada campo - por los cuales se consideran jóve-
nes o no a determinadas personas (Bourdieu, 1992).
No obstante, el reconocimento de que no existe una juventud única y con similares puntos de
vista, no implica negar que existen algunas experiencias que son comunes a los integrantes de
ciertas generaciones pertenecientes a un mismo campo o clase social. En este sentido, Bourdieu
(1992) plantea que varios de los conflictos que oponen unas generaciones a otras al interior de un
mismo campo se vinculan a procesos sociales vividos por los integrantes de una generación y que
muchas veces los oponen a las anteriores, y esto muy especialmente cuando suponen una modifica-
ción en las reglas del juego para el acceso a determinadas posiciones. Por ejemplo, un proceso
central refiere al fenómeno de la inflación de los títulos, por el cual para acceder a una misma posi-
ción en un determinado campo es preciso una mayor cantidad de años de estudio y de títulos para las
generaciones más nuevas4. De hecho, las aspiraciones de las generaciones sucesivas, de los pa-
4 Por otra parte, este fenómeno, de la desvalorización por simple efecto de inflación, lo es también de la
"cualidad social" de los detentores del título: un título vale lo que vale quienes lo detienen, pero pierde
valor porque se torna accesible a gente sin valor social. De todos modos, las aspiraciones que estaban
inscriptas objetivamente en el sistema tal como lo estaban en el estadio anterior se encuentran decepcio-
nadas. El desfasaje entre las aspiraciones que el sistema escolar favorece y las chances que garantiza
realmente está en la base de la decepción y de la negación colectivas que se oponen a la adhesión
colectiva al sistema (Bourdieu, 2000).
476 Adriana Marrero – Nilia Viscardi
Muchos otros temas podrían agendarse y muchos otros viejos y nuevos conceptos podrían
integrar esta caja de herramientas. Nos limitaremos acá a reiterar algunos de los problemas que
consideramos que, desde el estado actual de desarrollo de la disciplina en Uruguay, deben ser abor-
dados al interior de los ámbitos académicos dentro de una definición de la Sociología como ciencia
orientada por un interés que no puede ser sino crítico. Ellos serían:
1. La definición de un campo de la Sociología de la Educación, dentro del cual habrá que distin-
guir con rigor los conceptos de educación, escolarización, enseñanza, aprendizajes, entre
otros. Este abordaje debe conducir a distinguir una Sociología de la Educación de una Socio-
logía de la escolarización (que domina ampliamente), y mucho más radicalmente, distinguir a
ambas de una Sociometría de los aprendizajes que a menudo se confunde con aquellas. Se
echa en falta una definición comprensiva del término educación que contribuya a iluminar la
complejidad y multidimensionalidad –incluidos los propósitos prácticos que encarna- del fenó-
meno. El abordaje de una Sociología de la enseñanza no ha logrado abrirse paso todavía
dentro de la tradición uruguaya, probablemente debido a la sacralización de uno de sus obje-
tos más evidentes: el magisterio.
2. La Sociología de la Educación no es una Sociología de la Juventud, y ambas deben distinguir-
se con cuidado. El que los que se educan sean mayoritariamente jóvenes, y el que los jóvenes
puedan ser frecuentemente encontrados en centros educativos, no nos debe apartar de la
noción de que los campos de ambas especialidades son diferentes, y sus problemáticas tam-
bién lo son.
3. La educación y en concreto, la escolarización son dispositivos de igualación y de diferencia-
ción/jerarquización que tienen su propia lógica y su propia dinámica. Aunque no pretendemos
que se trate de una idea novedosa, queremos enfatizar que no es posible iluminar
unilateralmente uno de estos aspectos del fenómeno educativo como fenómeno social, sin
perder rigurosidad teórica y rendimiento empírico.
4. La Sociología de la Educación debe estar orientada a someter a examen los fundamentos
sobre los que descansan las múltiples y diversas prácticas educativas de la sociedad, y su
correspondencia con las relaciones económicas, políticas y sociales en las que se insertan.
Es un propósito de la actividad científica, y particularmente de la que se desarrolla en la
Universidad, el que sus producciones sirvan para iluminar de mejor manera la realidad a la
que están sometidos los actores sociales, y brindar elementos teóricos para la superación de
sus circunstancias individuales, a través de una apropiación reflexiva de las mismas. La inves-
tigación teórica es un punto de partida imprescindible de esta tarea, y no puede soslayarse.
Mucho menos pueden darse por buenos los marcos conceptuales elaborados en otros cen-
tros de poder, pretendiendo que la corrección metodológica pueda superar el sesgo
interpretativo introducido por la teoría. La crítica no es posible sin investigación teórica; y sin
ellas, no es posible y tampoco desable, una Sociología de la Educación.
Una caja de herramientas para la sociología de la educación en Uruguay o la reivindicación de la teoría, una vez más 477
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