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Los Fracasantes

Primera edición electrónica, marzo 2022

Los Fracasantes

Editorial: Palabrerías

Corrección: J. Luis Mejía M. y Aurora G. Moncada Sanchis


Maquetación: J. Luis Mejía M.
Diseño de portada: Valeria Huerta Cano
Foto de autor: Georgina Moctezuma
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Comentarios: editorialpalabrerias@gmail.com

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autorización por escrito del editor.
A mis padres, por toda la
eternidad de su amor

A mi esposa, Diana, por todo


el infinito amor
Entonces ya matábamos críticos
literarios
Era el minuto más triste de la historia de la ciudad de Torrentes. Ahí, a las
dos cuarenta y seis de la tarde, en el estadio La Colonia, el equipo
Conquistadores F.C. descendía por primera vez después de ochenta y cinco
años de futbol en primera división. Nada, absolutamente nada, durante ese
año, había salido bien, aun cuando se contaba con un equipo que, si bien no
ganaba mucho, tampoco perdía todo.
La felicidad o la tristeza de la ciudad de Torrentes era directamente
proporcional a lo sucedido durante cada jornada futbolera. Cada quince
días, en domingo, casi toda la población acudía al estadio con la creencia de
ver lo inédito: un equipo listo para ser campeón y pertenecer a la historia de
éxitos del balompié nacional. Desde que ganaron su lugar en primera
división, nunca han ganado nada y las pocas veces que estuvieron cerca
perdieron la gloria por autogoles, penales de último minuto o expulsiones
inverosímiles. Nunca Conquistadores ha salido campeón, pero tampoco
había descendido hasta ese domingo en el cual, a las dos cuarenta y seis de
la tarde, Torrentes fue silenciada, detenida. Conquistadores descendía a una
categoría inferior; si de por sí Torrentes no ofrecía mucho al país, mucho
menos ahora.
El portero, Carlos Palacio, caminó cabizbajo hacia el vestidor con el
peso del fracaso en los ojos. Fue en la bañera, donde alcanzó a llorar lo
incontenible. Ahora él y los demás pertenecían a la historia del balompié
nacional como un fracaso más, pero en Torrentes ellos eran el único y real
fracaso de toda la historia. No importaban las guerras europeas, ni las
guerras americanas, ni los avances tecnológicos, ni los viajes al espacio.
No, lo importante en Torrentes era, por mucho, el equipo de futbol que
representaba a una sociedad de trabajadores mal pagados, beodos
sumergidos en la nostalgia de lo que jamás pudieron ser, artistas
convertidos en asesinos o en hombres grises al servicio de una política de
gordos, xenófobos y también hijos de puta. Carlitos Palacio no salió de la
bañera hasta que todo el club se fue con los hombros caídos y la vergüenza
entre las piernas.
Al salir se despidió del cuerpo policiaco que custodiaba la salida del
estadio y vio que muchos seguidores de Conquistadores esperaban al último
culpable de la historia de la ciudad. Le coreaban «el puto de Palacio nos tiró
al caño» o «porterito de mierda, agradece que esta no te la meta». Se subió
a su automóvil, estuvo a punto de atropellar a unas quince personas que
golpeaban con sus puños o con palos de bandera las ventanas y el cofre del
auto.
Durante el camino solo podía pensar en el error de Martínez: el
autogol. «El error de Martínez», como le llamaban los periodistas
deportivos, como si fuera una teoría, consistió básicamente en un tiro de
esquina. Conquistadores defendía mientras Consejeros atacaba. Nada podía
salir mal, la defensa había hecho un partido bien planteado y bastaba con
empatar ese partido para mantenerse en primera división; sin embargo,
como suele suceder en Conquistadores, la maldición no podía hacerse a un
lado. Sánchez hizo el centro y Caragonis pudo defender con la cabeza. El
balón cayó afuera del área chica, pero lo hizo en pies del goleador de
Consejeros. El tiro de Ramón San Juan retumbó el travesaño y rebotó hacia
el centro del área chica. El público suspiró, aunque no lo suficiente.
Martínez calculó la caída del balón, pero no hizo bien las cuentas. Cabeceó
cerrando los ojos, perdiendo de vista el balón; este rebotó en su nuca y se
incrustó en el ángulo izquierdo de la portería sin ninguna posibilidad de ser
atajado. Lo que faltaba fue suficiente para perder. Después Conquistadores
intentó empatar: nada bastó. Nada. Ni siquiera las buenas atajadas, ni los
buenos pases de Paquito Vaca ni los intentos del goleador de
Conquistadores, Javier Ocampo, fueron suficientes.
A lo largo del trayecto a casa repasó incontables veces la escena y en
la radio hablaron del error de Martínez. Deseaba no escuchar más de
aquella escena que los destrozaba. Se acabó, dijo un comentarista, los
jugadores no tienen la culpa, repitió, la culpa es de la directiva, comentó, la
culpa es del arbitraje que no marcó un penal a favor, gritó, la culpa es de los
mismos de siempre, dijo, los jugadores deben despedirse de la vida en el
futbol, sentenció. Apagó la radio.
Llegó a casa y, en la puerta, Vanessa lo esperaba con los ojos
llorosos. Al bajar del automóvil solo escuchó el «carajo, Palacio, lo siento»
y sintió el abrazo insuficiente, él sabía que la dejó de amar hace tiempo...
nada en la vida de Palacio, al parecer, bastaba.
Esa tarde bebieron un vino que habían guardado para una ocasión
especial. Lo compraron en su último viaje a Francia, cuando existía la
posibilidad de ir a jugar a Metz, pero sintió que algo mejor iba a suceder en
Conquistadores y, tras repasar con su agente los pros y los contras, decidió
quedarse en Torrentes. Compraron el vino en el Cora y visitaron la ciudad
en pocas horas, lo iban a abrir esa noche de retiro francés; no obstante,
prefirieron guardarlo para una ocasión verdaderamente especial.
Rieron al darse cuenta que el descenso no tenía nada de especial.
Palacio le arrebató uno de los cigarros y le dijo que anunciaría su retiro del
futbol: se iba a dedicar a otra cosa, probablemente escribiría un libro sobre
su paso en el futbol o se convertiría en periodista deportivo. Muy dentro de
sí, sabía que ninguna de esas opciones era viable: quería hacer algo más
trascendental, quería pertenecer a la historia siendo un hombre suficiente.
Nicolás Arévalo sale corriendo del bar De C con las manos ensangrentadas.
Adentro, en donde estamos nosotros, el crítico William Sánchez se revuelca
en su propia sangre. Arévalo rompió y le incrustó en el cuello la mitad del
tarro de cerveza. Ya desde hace tiempo Arévalo discutía la forma de acabar
con William Sánchez.
Entonces Nicolás Arévalo sale corriendo del bar con las manos
ensangrentadas, William Sánchez se convulsiona en el suelo y las mujeres
gritan mientras un hombre intenta detenerle la hemorragia. De fondo
transmiten un partido de futbol y suena la voz del comentarista que narra el
partido. Otro hombre se acerca gritando «qué mierda pasa» y Pipe Tavares
y yo solo observamos el cuerpo ahogarse entre vidrios y sangre.
Después suenan sirenas lejanas, sirenas que anuncian visitantes
degradados y podridos, visitantes gordos e inútiles, otros no tanto, vestidos
de blanco y también adormecidos. Las escuchamos lejanas, apenas se
perciben entre la voz del narrador de futbol que grita que un árbitro no
marcó un penal clarísimo a favor de Conquistadores. Tenemos en la pantalla
a un jugador tendido en el pasto, también tenemos un narrador que le grita
al árbitro, sirenas lejanas, gritos de mujeres y el gorgojeo de un hombre que
se llama William Sánchez.
Tanto a mí como a Pipe Tavares nos da gusto ver ese cuerpo
convulsionarse; un cuerpo de no más de un metro sesenta y dos centímetros,
con una barba apenas perceptible, dientes amarillos y algunos negros por
tanto tabaco. Nos da gusto ver el cuerpo de ese tal William Sánchez, quien
se autonombraba el máximo estandarte de la crítica contemporánea. Y lo
que significa eso… y está ahí, los vidrios le atraviesan la garganta. Está ahí
y su masturbación cerebral le está pasando factura. Siento que está por
morir y quiero que nos vea a Tavares y a mí, que seamos su única visión y
que intente escupirnos, pero el señor que procura detener la hemorragia
pide que nadie se acerque y otro pregunta gritando a dónde se fue el hijo de
puta que hizo eso. Las mujeres gritan; sin embargo, no se van, ya que ver un
cuerpo en esas condiciones les da cierto espectáculo para contar… creo que
alguna tendrá el mejor sexo de su vida después de esto.
Y ya estamos en los ojos de William Sánchez, ya nos ve; lo sé porque
se le dilatan las pupilas y lo sabemos porque quiere decir algo y cada vez le
va peor. Pasan unos cuantos minutos, las sirenas suenan más cerca. William
Sánchez ya no forcejea, ya no escupe. William Sánchez muere un domingo
en el bar De C cuando el árbitro indica un saque de banda (y mejor
olvidarse del penal). Muere William Sánchez en Torrentes.

Entonces ya matábamos críticos literarios.


Alto. Es necesario volver un poco.

Dos años antes a Arévalo le publicaron su primera y única novela; un texto


malogrado, como lo llamara William Sánchez. Decía que Arévalo era
solamente un escritor joven con anhelos de escritor joven y con prosa de
escritor joven. Nada nuevo bajo el sol. Un mediocre más haciéndola de
escritor.
Yo estaba con Arévalo cuando leímos en la computadora la crítica.
Yo fumaba mientras él leía en voz alta una reseña sobre su novela
malograda.
—Voy a matar a ese pendejo.
—¿Cómo que matarlo?
—Le voy a cortar las putas cuerdas vocales.
Algo tenía antes contra William Sánchez. Había sido su profesor y
Arévalo intentaba, de alguna manera, lucir su prosa joven, su prosa poco
coital. Tomaba, con William Sánchez, un taller literario; y ahí estaba el
joven Arévalo, leyendo y mostrando sus escritos.
—Ocurre que todo mundo eyacula con el cerebro gracias al taller de
William Sánchez. Todo mundo se le quiere acercar. Todo mundo le quiere
mostrar sus textos. Todo mundo quiere ser aplaudido por William Sánchez.
¿Quién carajos le pone así a su hijo? Si fuera futbolista podría imaginar a
un centroamericano con ese nombre. No aquí en Torrentes. Pero es el
máximo masturbador de la literatura contemporánea. Su saliva es semen
literario.

Regreso al bar.

Arévalo había invitado a William Sánchez a beber. Nos dijo a mí y a


Tavares que no estuviéramos tan cerca de él. Sonaba el partido de futbol, la
puesta de ruedos en la mesa de billar, también una bola ocho cayendo en la
buchaca. Se pagaban apuestas. Estaban las treintañeras de siempre contando
sus divorcios, sus penas sexuales, sus pocos orgasmos, sus deseos de orgías,
su juventud aniquilada por embarazos prematuros. Las treintañeras bebían
observando a los jugadores de pool y carambola, y los jugadores de pool y
carambola gritaban como energúmenos por cada golpe, por cada caricia de
tiza en el taco más pesado.
—Señor Arévalo, ya le he dicho que su obra es una mierda.
—Si tenía alguna aspiración literaria, usted se ha encargado de
mandarla completa al carajo.
Arévalo sorbió su cerveza clara.
—Puede dedicarse a otra cosa, probablemente sea un buen jugador de
pool y usted no ha considerado esa habilidad.
—¿Le puedo decir algo?
—¡Claro!
Arévalo volteó hacia nosotros.
Entonces Tavares y yo escuchamos únicamente la voz de Arévalo. No
escuchamos el partido, no escuchamos los juegos de billar ni a las
treintañeras orgiásticas. No escuchamos el dinero de las apuestas. Solo la
voz de Arévalo.
—Siempre he odiado su puta voz.
Y rompió el tarro en la barra y le incrustó la mitad filosa y destrozada
en la garganta. Después corrió Nicolás Arévalo, y Tavares y yo nos
acercamos al cuerpo de William Sánchez.

Tiene poco que el cuerpo ha dejado de moverse. Hay una cantidad


inimaginable de sangre alrededor. Tavares y yo también odiamos ese
cuerpo. Qué lindo saber que el futuro literario está en asesinar críticos
literarios. Se me antoja juntar a todos los de Torrentes, a todos los de este
país, y bañarlos en gasolina con una pipa y después incendiarlos. Arévalo
nos va a esperar en el metro pronto.

Salimos del bar al ver que la policía y medio mundo atendía el cuerpo de
William Sánchez en vez del partido que estaba por refundar a Torrentes en
la tristeza. Ese día Conquistadores descendió y un crítico literario murió a
manos de Nicolás Arévalo. Nadie le dio importancia al deceso de Sánchez,
pero Torrentes vivía la gran depresión al saber que sus fines de semana iban
a convertirse en escuchar, ver y atender glorias ajenas. Al otro día, en el
periódico, en plana y media, apareció la carta del portero de Conquistadores
en la que anunciaba su retiro. En otra plana los seguidores del equipo de
futbol decidieron entrar en huelga, nadie iría al estadio a ver partidos de
segunda división. En la última página del diario unos pequeños párrafos
recordaban el asesinato. El retrato hablado de Arévalo aparecía en un
blanco y negro que no le hacía mucha justicia.
La comunidad de escritores de Torrentes daba su pésame. Apodaron a
William, ya muerto, «el museógrafo de la literatura». Algunos otros
escritores del país publicaron una carta, decían: «¡Basta al multiasesinato de
los pensantes!». Tavares y yo reíamos mientras bebíamos café y fumábamos
hasta quemarnos los dientes. Los novelistas, por primera vez, habíamos
triunfado.
Escuchó por otras voces lo que él había escrito. Sí. Se había acabado su
historia profesional en el futbol; ahora Carlos Palacio estaba desempleado
voluntariamente. Vanessa observaba al ex portero de Conquistadores,
postrado frente al televisor mientras veía y escuchaba de nuevo su carta.
Algunos comentarios eran de tristeza y otros veían el retiro como algo
positivo. Después de tantos años uno puede retirarse del futbol para
continuar una vida que desconoce.
Vanessa veía a aquel hombre fumar como si quisiera fumarse el
pasado. Algunos comentaristas decían que debió haber esperado el ascenso
del equipo a primera división para retirarse con dignidad, porque su carrera
futbolística había sido prolífica (jugó tres mundiales y luego del último, tras
un espectacular desempeño con la selección que pudo llegar a semifinales,
tuvo la oportunidad francesa de ir a jugar con el primer equipo de Metz);
otros recordaban las grandes atajadas, otros tantos el liderazgo y otros más
admiraban su comportamiento: jamás había perdido el piso, siempre fue
bueno con la prensa, le gustaba dar entrevistas y nunca se vio envuelto en
un escándalo. En muchas entrevistas, rememoraban, decía que un torrencial,
como se les decía a los ciudadanos de Torrentes, nunca podría tener más
reflectores que un perro, porque, según él, los torrenciales son virtuosos en
darse al olvido.
El día anterior, después del partido, los de la porra juvenil de
Conquistadores agredieron al ex portero. Los jóvenes no tienen ni la menor
idea de la historia porque les encanta la inmediatez y la frivolidad. Fueron
ellos, decían los comentaristas, también partícipes del descenso del equipo,
puesto que apoyan poco y agreden demasiado.
Vanessa estaba preocupada; sin embargo, amaba a Palacio. Desde que
lo conoció, desde siempre, lo ha amado con toda la intensidad posible para
mantenerlo a su lado. Sabía que Palacio sufría aun cuando mostraba todo lo
contrario. Fumaba con las piernas cruzadas, veía y escuchaba todo aquello
que se mencionaba sobre él. Vanessa lo sabía: el futuro del jugador había
estado en Francia, pero su espíritu nacionalista lo había llevado al fracaso
(ni se diga del espíritu localista).
Cuando en televisión aparecían imágenes del ex portero, Vanessa lo
deseaba mucho más: se le veía bien, seguro, sereno; a su lado era solo un
hombre en calzones que fumaba observando sus éxitos desde el asiento del
fracaso. Le tomó la mano y él comenzó a llorar, comenzó a llorar como la
tarde anterior en la bañera.
—Ya, no te preocupes, encontraremos alguna forma...
—Todo esto que estoy viendo y escuchando me asusta.
—¿Qué te asusta, Palacio?
—Que ahí hay un hombre que no soy yo, que, durante veinticinco
años, desde que comencé a jugar futbol, nunca he sido yo. No sé quién soy,
pero odio a ese hombre que está ahí en el televisor.
Vanessa le soltó la mano, comenzó a sentir miedo. Ella estaba segura
de conocerlo al cien por ciento: el hombre en pantalla y el que tenía al lado
eran la misma persona, la misma persona desde que se conocieron.
—Odio todo eso, odio todo eso que fui. Fui un futbolista y, peor aún,
estuve en la posición que nadie desea estar. No fui ni hice nada más. Pero sé
que ese no soy yo, carajo, ¡sé que ese no soy yo!
—¿Y, entonces, quién eres, qué eres?
—No tengo ni la menor idea, pero ya lo averiguaré, ya lo
averiguaré...
Aquel día Arévalo desapareció. No supimos nada de él. Ahí en el café
esperamos impacientemente muchas horas hasta que sentimos que era
inútil. La última vez que lo vimos fue en el metro, después del asesinato, y
acordamos encontrarnos al día siguiente en el café, pero no llegó. Fuimos a
su departamento y nadie nos abrió. Nicolás Arévalo había huido sin
decirnos a dónde.
Arévalo había huido y no supimos a dónde. El porqué era obvio, pero
¿así tan de repente? Estuvimos muchos días en esa rutina. Íbamos al café
esperando verlo llegar o acudíamos al departamento deseando que nos
abriera y nos dijera alguna tontería, como solía recibirnos, pero nada, nada,
solo desapareció sin dejar rastro alguno.
Tavares pensó que era momento de ir con Idea, la ex pareja de
Arévalo, para ver si podíamos conseguir algo. Fuimos un poco temerosos,
pues Idea nos odiaba por razones desconocidas; sé claramente que ella
decía que éramos unos grandísimos hijos de puta, unos escritorcitos sin
futuro, unos parásitos capaces de alterar únicamente el medio ambiente.
Llegamos a la casa de Idea o, mejor dicho, a la casa de los padres de
Idea, quienes nos recibieron con gran hospitalidad. La madre de Idea se
paseaba semi desnuda por la casa y el padre nos ofrecía tragos de whisky
mientras hablaba de futbol y de literatura.
Los padres de Idea venían de esas familias Torrenciales bien
acomodadas. Ella era actriz, pero no una gran actriz, de hecho, jamás hizo
algo trascendente, solo aparecía en obras locales y, a veces, en bares,
haciendo monólogos, pero nada más allá; él era un escritor que jamás pudo
colocar una novela en venta, sin embargo, era el articulista deportivo más
leído en Torrentes. Sus únicos libros hablaban de futbol, pero jamás pudo
publicar una sola novela alejada del tema.
El cuerpo de la madre de Idea era un gran pedazo de deseo. Por lo
que sé, siempre se ejercitaba en las mañanas y, en las tardes, después de
preparar la comida, ensayaba obras que jamás actuaba ante el público. Tenía
cincuenta y cinco años y la sensualidad en ella se desbordaba. Idea también
había heredado eso; tenía el cuerpo joven de su madre.
Idea llegó minutos después y, al vernos, comenzó a gritarnos
groserías y dijo la frase de siempre: «Aquí están los grandísimos hijos de
puta». Trabajaba en una editorial como correctora de estilo, pero en realidad
no corregía nada: las editoriales en Torrentes estaban por los suelos y los
empleados se dedicaban a archivar, ordenar y a saturarse de nada. Escribir
novelas, poemas o cuentos en Torrentes se había convertido en una
profesión de suicidio.
Después de los insultos, sus padres se disculparon con nosotros a
nombre de su hija y se fueron a otro cuarto de aquella gran mansión,
dejándonos solos con Idea. Después, la pregunta: «¿Qué quieren, idiotas?».
Tavares contestó que estábamos buscando a Arévalo. A Idea le pareció
extraña la respuesta y preguntó que cómo que lo estábamos buscando y
Tavares le dijo que estaba desaparecido y ella, con gesto de duda, como si
de verdad la respuesta de Tavares fuera una imbecilada más, preguntó que
cómo que estaba desaparecido; Tavares respondió que eso, que estaba
desaparecido. Nos miró molesta y después se incorporó a buscar unos
cigarros.
La genética africana explotaba por todos los senderos del cuerpo de
Idea. Desde que la conocí siempre la deseé, pero Arévalo había hecho lo
suyo desde antes. Tavares lo sabía muy bien y sabía que siempre había
estado enamorado de Idea, de su cabello chino, de la forma en cómo se
colocaba los lentes, de su voz semi ronca, de sus nalgas abultadas, de las
caderas prominentes, de su nula delgadez. Por alguna razón, jamás fui de su
agrado, quizá por las juergas con Arévalo, quizá porque cuando yo estaba
cerca de ella siempre me comportaba como idiota.
Comenzó a fumar, volteó a verme para preguntarme qué pensaba y,
sin dejarme responder, dijo al aire que seguramente se había ido con
Fátima, como siempre. Y nosotros volteamos a vernos y después le
preguntamos si no sabía nada de lo sucedido, ella preguntó qué había
sucedido: le dijimos que Arévalo hace unos días había matado a William
Sánchez, que él era el asesino.
Idea abrió los ojos como nunca y yo tuve una erección incontenible.
Se acomodó los lentes con el dedo índice de su mano izquierda y soltó una
bocanada de humo hacia nuestros rostros. Son ustedes unos pendejos, dijo,
son de verdad ustedes unos grandísimos pendejos, repitió mientras las
lágrimas aparecían y los lentes se le empañaban.
Palacio encendió el automóvil. Vanessa no dijo nada, solo vio el vehículo
perderse en aquella noche, en aquella primera noche en la que Carlos dejaba
de ser futbolista, aquella primera noche en la que, como todo habitante de
Torrentes, inevitablemente se entregaba al olvido. El destino era ninguno y,
como desde hace años, su terapia consistía en manejar durante la noche para
aclarar la mente.
Pero esa noche era distinta. Distinta porque, mientras manejaba, en
un semáforo, un chico se subió al automóvil sin pedir permiso. Tenía pinta
de hooligan, vestía el pants completo de Conquistadores y llevaba la gorra
con el logotipo del ya descendido equipo de futbol.
—¡Qué mierda!
—Es que a estas horas del día no pasa ni un autobús. Loco, tienes que
ayudarme, tienes que ayudarme.
—¿Ayudarte? Ni siquiera sé quién carajos eres.
—Loco, tienes que ayudarme. No tengo armas ni nada, solo llévame
al aeropuerto, te doy esto que tengo de dinero, pero llévame haciendo el
mínimo stop.
—Toma un taxi entonces.
—Pero no pasa ninguno por acá, loco.
—¡Bájate, pendejo! Te voy a llevar, pero a la policía.
—No, no, no, no. Mira, tienes que ayudarme, mírame bien, mírame
bien...
Palacio vio que el chico temblaba. Después vio las manos llenas de
billetes y pensó que no estaba mal para ser el primer día de desempleo. El
chico no podía rebasar los veinticinco años.
—¡Esto es fascinante, no lo puedo creer!
—¿Qué no puedes creer?
—¡Eres Palacio, carajo, qué coincidencia!
Carlos sonrió: el ego alimentado trabaja de formas extrañas aun
cuando existe un supuesto peligro.
—Este puto mundo es un caos, todo se está derrumbando y yo sin
permiso alguno me subí al auto del mejor portero que pudo tener este
equipo de la re mil mierda.
—Gracias, pero...
—Loco, loco, espera... Me vas a llevar, ¿verdad? Solo acércame al
aeropuerto, solo eso.
Palacio aceptó. «¿Qué podría salir mal?», pensó, mientras veía al
chico temblar tanto por la incertidumbre como por la desesperanza... Tomó
los billetes que le había entregado sin más y decidió encaminarlo al
aeropuerto. Durante el trayecto hablaron de futbol, hablaron de glorias
pasadas y era inevitable hablar del descenso.
—Palacio, loco, ¿de verdad Mendoza y los demás hicieron aquella
orgía monumental con las chicas de la tele?
—¿Y quién te dijo que fue con chicas?
—¡Ah, la puta madre! Ja, ja, ja, ja.
En realidad, el trayecto había sido ameno. Por alguna razón, Palacio
se sentía cómodo platicando con aquel fan que le hacía preguntas y, lo
extraño del asunto, ni siquiera parecía llevar a un desconocido al
aeropuerto. De repente imaginó que podía ser su hijo a quien llevaba.
Después se dijo que para ser su hijo este era muy grande, era mejor
imaginarlo como un sobrino. Luego la fantasía se esfumó porque, en la
brevedad de la memoria, se percató de que el chico no llevaba ningún
equipaje.
—¿Y a qué vas al aeropuerto?
—Me largo.
—¿A dónde?
—Ah, no sé, por ahí, no me interesa más Torrentes.
—¿Te vas así sin ropa, sin nada?
—Iré a ver a mi madre a Muelles, ahí tengo ropa y probablemente mi
vieja quiera darme algo de dinero. No sé. Pero después de Muelles no tengo
destino alguno.
Llegaron al aeropuerto de Torrentes, en el estacionamiento ambos
bajaron del automóvil. Palacio le entregó el dinero que antes el chico le
había dado por llevarlo al aeropuerto.
—No, quédatelo, es tuyo, manejaste hasta aquí...
—Eres un chico, necesitas más el dinero que yo.
—Eres un ídolo, loco, ojalá y todos los putos futbolistas de este
mundo fueran así de sencillos como tú.
Se abrazaron, cualquiera pensaría que eran tío y sobrino, padre e hijo,
hermano mayor y hermano menor abrazándose ante la inevitabilidad de la
distancia que acarrea un viaje.
—Palacio, ha sido todo un gusto conocerlo.
—Y a todo esto, ¿cómo te llamas?
—Nicolás Arévalo, por ahí búscame en la librería Central, ahí hay
una novelita mía.
Encendió un cigarro y se fue, olvidó en el automóvil la gorra con el
logotipo de Conquistadores. Manoteó en el aire, cantando la porra de
Conquistadores.
—Vamos, tremendos; vamos, Torrentes, Conquistadores que son
gigantes en la cancha, hacia la gloria.
Idea nos corrió de su casa con las hermosas palabras que nos destinaba cada
vez que nos veía y cada vez que nos despedía, pero esta vez fue más
cariñosa, nos dijo «lárguense de mi casa, hijitos de la re mil puta».
Caminamos sin destino alguno. Paramos en el bar Los Trotes, porque
no podíamos regresar a donde ocurrió el asesinato, en De C. Los Trotes no
era un bar particularmente de mala muerte, ahí generalmente se reunía la
crema y nata de la comunidad literaria y artística de Torrentes. No nos
gustaba, ya que ahí siempre convivían los de siempre con el desencanto de
siempre, pero no podíamos ir a otro lugar a esa hora.
Cuando entramos al bar, un grupo intelectual al que apodamos los
Despreciables comenzó, como era su costumbre, a soltar palabras al aire,
mejor dicho, insultos al aire, queriendo fastidiarnos. Decían cosas como
«cállense, que ya llegaron los vanguardistas de la literamierda» o «un
aplauso a los novelistas del hoy y del olvido». Claro que no nos afectaba,
pero fue Luis Emilio el que prácticamente nos enfrentó antes de llegar a la
barra. Nos dijo «no se hagan pendejos, ustedes saben dónde está el imbécil
de Arévalo, sabemos que fue él porque Federico los vio salir del bar ese
donde estaban». Tavares le dijo que se dejara de idioteces y que, si en
verdad nos creía cómplices del asesinato, mejor le hablara a la policía en
ese momento y se arreglaba el asunto. «Putos maricones de mierda», nos
soltó Luis Emilio, seguido de un escupitajo; la verdad es que no me suelo
contener ante tanta violencia: sin pensarlo, le tiré unos cuántos dientes y lo
que le siguió fue el ruido de tarros en el suelo, gritos de mujeres, sillas
voladoras y unos cuantos «¡ya, pendejos, párenle!».
Una vez más estábamos metidos en un problema, pero la policía de
Torrentes suele no hacer mucho para esclarecer asuntos de intelectuales
beodos. Los policías decían cosas como «nadie los lee, así que prefieren
agarrarse a golpes para llamar la atención»; a Luis Emilio y a Federico los
subieron a las patrullas por incitadores al caos. Federico en la patrulla
gritaba «esos son los que mataron al maestro Sánchez» y los policías le
dijeron que después de procesarlos a ellos irían contra nosotros.
Aquel día pasamos de los insultos de Idea a los golpes con los
Despreciables. Decidimos dormir en el departamento de Tavares. Al otro
día fuimos al centro, pasamos a la facultad a ver si de casualidad no andaba
por ahí Arévalo y terminamos en la librería Central.
Poco o nada pasó hasta que el ex portero de Conquistadores entró a la
librería y preguntó por el pedido que había hecho hace unos días. Dijo algo
así como «Es una tontería hacer un pedido especial de un libro de un autor
que es totalmente local» y la encargada dijo que entendía su molestia, pero
que las editoriales casi casi trabajaban únicamente sobre pedido.
Al ver el libro que le entregaron, Tavares y yo quedamos perplejos.
¿Era posible que Carlos Palacio, un gran histórico del futbol torrencial
estuviera a punto de leer la novela de Nicolas Arévalo?
Al hacerme ese cuestionamiento, perdí el sentido del tiempo y vi a
Tavares platicando con él; después vi que salió el portero con el libro en las
manos y Tavares decía efusivamente «el pendejo está en Muelles; Palacio lo
llevó al aeropuerto hace unos días. No está perdido, está en Muelles».
Y salimos corriendo, sintiendo por primera vez en nuestras vidas que
Torrentes estaba por quedarse atrás, ahí, donde es demasiado difícil
regresar. Torrentes y su maldición del olvido.
Palacio se sentía como recién despertado de un coma de muchísimos años.
Cerró el libro y vio su reflejo en la pantalla apagada de la televisión.
Durante un poco más de una semana, Carlos Palacio se dedicó a leer la
novela de Nicolás Arévalo titulada Los Fracasantes, novela en la cual por
ningún motivo se sintió identificado debido al poco conocimiento que tiene
sobre la vida literaria de Torrentes y ni se diga sobre la vida intelectual, del
mundillo literario.
Mientras Vanessa preparaba una pasta con tres quesos y, en
momentos de espera, se dedicaba a revisar en su computadora portátil las
vacantes de trabajo, Palacio únicamente observaba su reflejo como si
hubiera descifrado un misterio. Se preguntaba quién era realmente ese chico
que se había subido a su automóvil y que seguramente se encontraba en
esos momentos en Muelles, por qué tenía los nervios de punta y, si desde el
primer momento le dio la impresión de que huía de algo, en realidad, de qué
huía.
Fue a la cocina con Vanessa, abrió una botella de vino (ya no francés,
un vino chileno) y sirvió ambas copas; su mano derecha temblaba.
—Hay algo raro en todo esto.
—¿Qué sucede, Palacio?
—Esto de Nicolás... lo del automóvil, el aeropuerto, su novela...
—¿Está buena la novelita?
—No la entiendo del todo, aparte de este creo que solo he leído unos
tres libros en mi vida y eso ya es mucho; pero esta novela... no sé, quizá es
porque hablé con Nicolás unos minutos.
—Puede que sea eso, aparte de que me dijiste que habías sentido
como si fuera tu hijo.
—No sé, pero me gustaría leer un poco más de él.
—Revisa si hay algo más ahí en internet... ya la pasta va a estar.
Palacio se sentó un momento frente a la computadora. Tecleó en el
buscador el nombre de Nicolás Arévalo. Apareció una foto de él junto a
otros chicos en lo que parecía una feria de libros. La foto estaba bastante
borrosa; sin embargo, podía verse la sonrisa de Nicolás, quien llevaba el
cabello revoloteado y la chamarra con el logo de Conquistadores. Después
encontró un texto titulado «Fracasos comunes o ¿suicidios comunes?» y
tenía como imagen la portada del libro de Arévalo. Leyó:

FRACASOS COMUNES O ¿SUICIDIOS COMUNES?

Por William Sánchez


Torrentes ha tenido virtudes y virtuosos, ha contado con
nombres torrenciales que con ese clamor y sentimientos que
disponen en sus actividades ensalzan, por mucho, lo poco de
bueno que hay en este espacio del mundo que, como todos
sabemos, tiene la tendencia insuperable —porque así lo
dicta la historia— de reconvenirse en el olvido. Bajo esta
idea del virtuosismo —alejado del virtuosismo real pero
nada común en Torrentes—, llegó a mis manos una lectura que
sin más puede diagnosticarse —si esto fuera una especie de
clínica— como esquizofrénica y, si se me permite el
término, "suicidante".
El libro que menciono lleva el título de Los Fracasantes,
su autor es Nicolás Arévalo, un torrencial joven, quien en
su obra sitúa la pesadumbre y el hastío como breves
voluntades. Descarga, no sin mucho estilo, las formas de
negación en los círculos literarios, arremete contra la
manera en la que al conocimiento se le exagera y juzga los
muy pocos placeres que se exponen en dichos encuentros. La
novela concibe una gama tremenda de incertidumbre abordando
pequeños pasajes de escritores “fracasantes” desde los ojos
de su personaje principal, Enzo Vidale.
Los Fracasantes (Torrentes, Delirios editorial) sitúa a
Enzo Vidale en Torrentes, es un adicto al futbol, a las
mujeres y, en sus ratos libres, lee poesía porque "el balón
en sí mismo encarna la única poesía capaz de masificarse y
aliviar, rabiar y llorar el alma". Narra el episodio por
todos conocido (hasta los escritores) que vivió
Conquistadores cuando estuvo a punto de coronarse campeón
hace un par de décadas: "La traición". Judas Espiricueta,
el mejor defensor de Torrentes marcaba el autogol que haría
coronar a "Plateros". Fue en ese momento, siendo Enzo
testigo de la traición —quien se dedica durante toda la
obra a asesinar a todos los escritores contemporáneos, en
especial, a poetas y críticos literarios—, "fue ahí cuando
supe que el mundo se movía por traiciones, que Dios había,
sin azar alguno, puesto a Judas en nuestro equipo para caer
en el infortunio. Dios da un mensaje claro y yo sigo
preguntándome por qué carajo alguien le pone a su hijo el
nombre de Judas. Si en el futbol ya no hay poesía ¿por qué
debe permitirse a alguien escribirla?".
No queda en el libro muy claro el cómo pasa de
convertirse en un hincha del futbol y un lector promedio
(es decir, bajo y mediocre de poesía) a ser un asesino en
serie. Palabras más, palabras menos, el libro de esto va.
En alrededor de ciento nueve páginas, Los Fracasantes
invita a la nada. Explora el tema del fracaso de manera muy
mediocre, acentúa los matices del rechazo y destaca el
lenguaje subversivo hacia cualquier forma de escritura:
"nos quitaron la poesía y ahora escribimos novelas y
narramos partidos de futbol, es decir, mucho y nada: el
vacío".
Sus personajes, en realidad, arremeten demasiado contra
sus contemporáneos o sus críticos, desacreditando, de
hecho, todo tipo de escritura o ejercicio crítico:
“Entonces los hay aquellos que viven del descrédito y la
insatisfacción. Esos pequeños seres disformes, poco
sensuales, exagerados, dispuestos por el culo, que son los
dueños de las breves letras que en este país se construyen.
La literatura moderna es fracaso y si existe una con éxito
es en los bares, en los estadios o en el cuerpo de las
mujeres donde existe, en un breve instante, todo aquello
que es indecible".
Es imposible, a decir verdad, generar un análisis de esta
obra bajo cualquier supuesto estructuralista; sin embargo,
si el lector lo conviene, cualquier hermenéutica puede
fluir en esta lectura que, sin mucho qué decir, reducirá
las páginas a una insatisfacción más que plausible.
LUGARES COMUNES: Como sucede con todo autor torrencial
joven, su postura es más un desplante, un berrinche. Los
diálogos son sumamente obvios, esperados y los personajes
traen la investidura de hooligans capaces de transgredir
las formas y las reglas por un error futbolero. Nada más,
nada menos. Arévalo es solamente un escritor joven con
anhelos de escritor joven y con prosa de escritor joven.
Nada nuevo bajo el sol. Un mediocre más haciéndola de
escritor.

Palació sintió una punzada en el corazón que bajó hasta el estómago y de


repente subió hasta sus ojos. Por alguna extraña razón quiso llorar, pero era
bastante incongruente hacerlo. Sintió también coraje y bebió de un sorbo el
resto de la copa de vino.
—¡Qué hijo de puta!
—¿Qué pasa?
Tecleó el nombre de William Sánchez en el buscador, quería verlo,
tener en su mente el rostro del hombre que demeritaba algo asombroso para
él, iluminador. Quería tener la suficiente memoria para aprenderse ese
rostro y, si en algún momento Dios se lo ponía enfrente, destrozarle la cara
hasta verse deforme, diminuta. Lo primero que apareció en el buscador fue
la fotografía del crítico; era un hombrecillo con lentes, barba totalmente
deforme y una sonrisa trágica, desesperada. Palacio veía a William como un
hombre frustrado, un hombre sin logros que por eso se había dedicado a
joderle la vida a los demás. Le dio click a la foto e inmediatamente, en
forma de lista, los libros del crítico se presentaron uno a uno, debajo de los
libros había una serie de artículos y abajo una breve reseña sobre el autor:

William Sánchez nació en Torrentes en el año 69. Estudió la


licenciatura en Letras y Filosofía en la Real Universidad
de Torrentes y posteriormente continuó sus estudios en
Estados Unidos. Ha escrito ensayos literarios de los que
destacan "La herejía de la escritura Torrencial" y
"Escritura donde todos callan". Su novela Los
prosopatéticos ha ganado numerosos premios en el país y ha
sido traducida en países como Japón, India, Estados Unidos
y Francia. Ha impartido cátedra en numerosas universidades
internacionales y actualmente es reconocido como uno de los
críticos literarios clave en la historia de la literatura
de Torrentes. Murió asesinado el presente año en Torrentes.
Un vacío, un frío interno se depositó en el cuerpo de Carlos Palacio. Una
sonrisa se dibujó en su rostro, una sonrisa que le devolvió el calor y le hizo
repensar lo que estaba sintiendo; era ahora alegría, satisfacción: no sería
necesario destrozarle el rostro, porque ese rostro ya no existía. Ese rostro
fue borrado, probablemente de manera brutal. Quiso saber cómo fue el
asesinato; regresó al buscador. Encontró la nota donde se hablaba al
respecto. Para haber sido alguien muy reconocido, el diario local le había
dedicado muy pocas líneas. Después las firmas, las protestas de escritores e
intelectuales. Luego apareció el bosquejo de un rostro de quien era,
supuestamente, el asesino. Le pareció familiar, pero no lo suficiente: estaba
un tanto mal hecho.
Dio click a otras notas en búsqueda del verdugo, del vengador de,
probablemente, muchos escritores que prefirieron callarse. Leyó cómo
había sido asesinado: el tarro de cerveza destruído e incrustado en la
garganta de Sánchez. En una nota reciente se decía que se tenía el relato de
dos supuestos responsables, un tal Felipe Tavares y un tal Enzo Moya.
¿Enzo? Entonces aparecieron las fotos de ambos y los reconoció: con uno
había hablado en la librería cuando compró el libro y había visto al otro en
un estante alejado con un libro en la mano. Felipe Tavares fue el que le
habló y Enzo Moya el que los observó en el estante. Tras estas fotos
apareció el nombre: Nicolás Arévalo, había una orden en su contra.
Después se decía que Tavares y Moya habían sido puestos en libertad, pues
no había pruebas suficientes para culparlos; luego, que el escritor de Los
Fracasantes, Nicolás Arévalo, era prófugo. Apareció hasta abajo de la nota
la fotografía de Nicolás Arévalo. Ya no había un rostro mal hecho, ya no
había un rostro prófugo, sino un rostro definido: era el rostro de Arévalo,
sin lugar a dudas. Finalmente, leyó los comentarios de seguidores del diario
o amigos de William Sánchez, decían cosas como «es increíble que a ese
par los hayan puesto en libertad», «en ningún momento se dice el nombre
de quien denuncia», «en Torrentes la justicia es invisible, como el prófugo
mismo».
Tenía Palacio un nudo de información en la mente. No entendía nada,
absolutamente nada. Sabía dónde estaba el prófugo, pero quería no decir
nada. La moral comenzaba a aparecerse. Su ética y su comportamiento
estaban por destruirse. Se prometió no decir nada y buscar a Arévalo para
preguntarle, pero ¿preguntarle qué?, ¿para qué querría un ex jugador de
futbol ir en búsqueda de un asesino de críticos literarios? Recordó la novela
y pensó que estaba encarnando Arévalo al personaje principal. ¿En qué
momento uno se convierte en la ruina de lo que escribe? Y ¿por qué llamó
Enzo a su personaje principal? Probablemente Nicolás era inocente y el
Enzo del libro, el asesino, era el Enzo que había sido interrogado y después
puesto en libertad. Probablemente Enzo era culpable. Probablemente
Nicolás era inocente.
Ante el barullo de su mente el olor de la pasta lo regresó ahí, a la
cocina, a la figura de Vanessa, y se vio él como en tercera persona, sentado
frente a la pantalla de la computadora, oliendo la pasta y observando a su
esposa. Volvió a sí mismo, vio el plato lleno de pasta y de queso. Se paró
rápidamente, quiso llegar al baño, pero en el camino fue dejando rastros de
vómito, rastros de impresión y de vacío.
Conquistadores descendió y, de ese modo, el asesinato pasó,
automáticamente, a segundo plano. En realidad, a nadie le importaba la
literatura, pero a algunos pocos les había dolido mucho la escena de
arrebatarle la voz (literalmente) a un crítico con corona de sabelotodo. A un
sabelotodo y también grandísimo hijo de puta.
A mí y a Tavares nos detuvieron en la terminal de autobuses, justo
cuando íbamos hacia Muelles para ver si en realidad Arévalo se encontraba
ahí. Después de enterarnos por la boca del ex portero sobre el paradero de
Nicolás, decidimos inmediatamente armar un par de maletas e ir hacia
Muelles; sin embargo, casi antes de abordar el autobús fue que nos
detuvieron los agentes y tuvimos que «aclarar el asunto».
Nos dijeron que nos habían visto ahí, que Federico y Luis Emilio,
después de la riña en el bar Los Trotes, mencionaron mil y un veces
nuestros nombres, que nosotros habíamos sido parte del asesinato, sabíamos
de Arévalo y que, si no nos agarraban ahora, nos íbamos a escapar... un sin
fin de comentarios que en realidad nos parecían risibles. A mí y a Tavares
nos separaron para interrogarnos, pero parece ser que, sin ponernos de
acuerdo, dijimos lo mismo: que sí, sí habíamos estado ahí el día del
asesinato e incluso vimos cómo William Sánchez se atragantaba de dolor y
de sangre y de vidrios, que por supuesto que conocíamos a Nicolás Arévalo,
que había sido él quien había cometido el asesinato y que a nosotros nos
daba igual la muerte de Sánchez, pues lo tenía bien merecido.
Claro que los agentes nos preguntaron que por qué pensábamos así y
les contamos todas las historias oscurillas de aquél ser diminuto.
Comenzamos con aquellos ayeres cuando fue nuestro profesor e hizo una
fiesta «especial» para sus nuevos alumnos: fuimos y nos encontramos con
toda la crema y nata de la intelectualada de Torrentes y otros más o menos
importantes del país. Fuimos Tavares, Marbella (después hablaré de ella),
Nicolás, Idea y yo como «las nuevas plumas que sobresalen de la facultad
olvidada», como decía William Sánchez. La fiesta no pasaba de ser un
conglomerado de seres citando frases de otros seres para demostrar la alta
cultura y el alto nivel de plática que sostienen los «privilegiados» y, para
nosotros, estar ahí era más o menos como un suplicio: desde que nos
conocimos, detestábamos esa especie de secta disfrazada de literatura. El
caso es que todo iba bien hasta que William Sánchez le pidió a Nicolás su
ayuda con unas cajas de cerveza que tenía en el traspatio. Nicolás lo
acompañó y en quince minutos llegó corriendo con nosotros y nos dijo que
nos fuéramos lo más rápido posible. No sabíamos qué había pasado, pero
tenía las manos ensangrentadas. Después supimos que el famoso crítico
empujó a Nicolás a la pared y le dijo que le iba a hacer el mejor sexo oral
de su vida, a lo que Nicolás contestó con un par de puñetazos en la boca.
Nos dieron de baja del taller que tomábamos con el gnomo y, si bien no
pudieron corrernos de la universidad, estuvimos prácticamente bloqueados
de cualquier evento, de cualquier publicación, de cualquier cosa que tuviera
que ver con la academia o con la literatura. Éramos, como nos apodaron, los
Fracasantes. Aquella noche nos dijo Arévalo que algún día se iba a vengar
de verdad, no sabíamos que se refería a asesinar a William «Oral Sex»
Sánchez. No lo sabíamos hasta la crítica.
Después nos enteramos de que otros compañeros tuvieron encuentros
cercanos del gnomo tipo. Incluso nos enteramos de exestudiantes, de
escritores ya publicados y con cierta fama que tuvieron que acostarse, sí o
sí, con el gnomo inquieto. Se hizo alrededor de él una red de prostitución
intelectual, claro que primero tenía que pasar por lo sexual. Al final,
concluimos, Nicolás Arévalo era una especie de justiciero que, como todo
héroe, tenía que esconderse y escapar de los grandes entendidos de la
justicia.
Nos liberaron por la simple razón de que no hubo elementos
suficientes para retenernos. Yo creo que Arévalo usó la crítica de su libro
como una justificación para tomar venganza y deshacerse totalmente de la
figura apestada de William Sánchez. Recuerdo que muchas veces me decía
«Enzo, loco, qué puto difícil es quitarse de la mente el rostro lascivo del
cabrón de Sánchez. Cada vez que lo veo tengo ganas de reventarle más
dientes» y yo le preguntaba «¿Qué te lo impide?» y él contestaba «El
miedo, el perdón y toda esa moralina que nos han empujado desde nenes».
Aunque nos habían liberado, nos quitaron el dinero y perdimos gran
parte de las pertenencias que teníamos en nuestro equipaje. La policía de
Torrentes se había encargado de desaparecer, mágicamente, muchas de
nuestras cosas, incluyendo la totalidad de lo que cargábamos en los
bolsillos. Me dijeron «No se ponga tenso, Enzo, las cosas van sin saber a
dónde y vienen sin saber por qué» y a Tavares prácticamente le dijeron que
fue como una especie de pago por todo el trámite de la liberación, de ahí
que nos devolvieron poco.
No estábamos desconsolados, estábamos sumamente decepcionados.
Unos días después fuimos a la librería Central a la presentación del
poemario de Rodrigo Altasante, una especie de gurú y ermitaño literario, el
único profesor capaz de acoger a los Fracasantes con entusiasmo. Nos
encontramos ahí a Idea y a Marbella y, después de la presentación,
platicamos un poco sobre cómo es la prisión, sobre Arévalo, sobre nuestros
impulsos de ir en su búsqueda. Nadie sabía nada de Arévalo. Lo único que
sabíamos era que estaba en Muelles siendo prófugo de todo. Y así, sin
pedirlo ni creerlo, Carlos Palacio entró en la librería, llegó con nosotros y
dijo «Tenemos que ir a Muelles, ahora». Y, sin equipaje ni nada, subimos al
automóvil del ex portero de Conquistadores, íbamos los Fracasantes —Idea,
Marbella, Tavares y yo— al lado de Palacio. Íbamos a Muelles para buscar
a Nicolás Arévalo sin saber que este se nos había ido totalmente de las
manos.

Era sumamente extraño pensar que, de un momento a otro, iríamos a estar


en el automóvil de una de las grandes figuras del futbol de Torrentes en
busca de Arévalo; sin embargo, ahí estábamos, dirigiéndonos a Muelles
para saber algo sobre el paradero de Arévalo.
Iba yo sentado al lado de Idea, quien de vez en cuando veía hacia la
carretera preguntándose, probablemente, sobre su amor por Arévalo y sus
torbellinos emocionales. Iba yo sentado al lado de ella, sintiendo el calor de
su pierna izquierda con mi pierna derecha, y me emocionaba también ver
por momentos aquellos senos que se destacaban en su blusa blanca de
tirantes. Idea siempre ha sido bella, pero siempre me fue difícil decírselo.
La conocí en la presentación de una antología organizada por
alumnos de la facultad. Nos sentamos juntos con el aburrimiento que
convocaba la presentación. Vestía ella una playera de los Ramones y su
cabello chino desafiaba las leyes de la gravedad. Nos salimos del auditorio
a media presentación porque estábamos cayendo en un letargo eterno.
Caminamos por toda la universidad, cruzamos otras facultades y
conversamos sobre nuestros gustos musicales, sobre lo que habíamos hecho
años anteriores, sobre el futuro nada prometedor que nos esperaba y, más
que nada, sobre la gran novela o el gran poema que teníamos en mente
escribir y no escribíamos por falta de técnica, conocimiento y,
especialmente, inspiración. Podíamos escribir algunas cosas, pero nunca ese
gran texto que podía darnos un camino literario soñado; sin embargo, Idea
poco o casi nada creía en eso. Ella se contemplaba como un error de
nacimiento a pesar de tener unos padres inmersos en el campo artístico y
periodístico. Era una chica de dieciocho años que, a diferencia de muchos,
no esperaba nada de la vida. Decía que lo único extraordinario que le pudo
pasar en su vida fue escuchar el Nevermind de Nirvana y haber encontrado
la poesía de Fernando Pessoa. Estudiar literatura, decía, la alejaba de toda
voluntad de suicidio, aunque a veces pareciera todo lo contrario.
Terminamos en mi departamento bebiendo cerveza y leyendo al azar
páginas de los libros que yo tenía. Reímos y también jugamos a leer de atrás
hacia adelante, en el idioma impostor. Sus ojos redondos y su boca barroca
me parecían infinitamente deseables. Su cuerpo tampoco se alejaba de ser
barroco y sus movimientos eran esas ondulaciones profundas donde se
escondían todos los misterios del origen de la vida, de mi vida. Se quedó
dormida en el sofá después de varias horas de bebida y literatura.
Observándola, yo también me quedé dormido.
Al otro día ella se levantó temprano y se fue dejándome una nota que
decía «Gracias, Enzo, te veo en la escuela pronto». Vi mi departamento
sucio, con las latas de cerveza mal acomodadas y con restos de comida en el
suelo. Fue entonces que decidí ir al sofá donde Idea había estado y comencé
a olerlo intentando retener el aroma del cuerpo que se había ido. Olí donde
había estado su rostro, donde habían estado sus senos, donde habían estado
sus nalgas, donde se había cubierto todo con el aroma de su sexo. Me sentía
un animal reteniendo el aroma de quien había estado en mi territorio y tuve
la necesidad de marcarlo. Me masturbé esa mañana cerca de tres veces
pensando en Idea, en su infinito, en su cuerpo barroco, en su playera de los
Ramones, en su voz ronca, en su cabello almendra que se esponja.
Nunca pude decirle nada, porque, aun cuando tuvimos otro par de
encuentros después, comenzó a tener una relación amorosa con mi
compañero de aula: Nicolás Arévalo. Al principio me parecía un ser
despreciable: era un hooligan, no dejaba de hablar de futbol y, cuando en
clase citábamos a Borges, decía que era una pérdida de tiempo leer a un
hombre al que colocaban como un ser mitológico, pero tenía que estar bajo
las faldas de su madre y odiaba, siendo argentino, el futbol. Me decía
«Loco, Borges odiaba el futbol porque presentía que Dios era mortal, que
probablemente pateaba un balón y muy probablemente era argentino». Mis
encuentros con Idea disminuyeron ya que Nicolás Arévalo se había
instalado en ella. Sin saber cómo ni dónde, en una ocasión, los vi a ambos
tirados y abrazados en el pasto de la facultad. La sangre se me subió al
rostro y fui hacia ellos sin pensar en nada, lo único que dije fue que qué
guardadito se lo tenían y Arévalo e Idea rieron y me invitaron a comer con
ellos esa tarde.
Hasta William Sánchez todo iba bien, fue cuando Arévalo le rompió
la boca a Sánchez cuando la relación entre él e Idea cambió en todos los
sentidos. Después se separaron y hablaron poco o nada. Luego, el libro y la
crítica, el asesinato y la incredibilidad de Idea: el silencio.
¿Qué estaremos buscando? ¿Por qué esta necesidad imperiosa de
buscar y encontrar a Arévalo? Mientras Palacio manejaba platicando con
Tavares y Marbella escuchaba música por sus audífonos, Idea volteó hacia
mí y me dijo en voz baja que le daba gusto que yo no estuviera en la cárcel,
sonrió y volteó nuevamente hacia la carretera, percibiendo el susurro lejano
del mar, dejando Torrentes, dejando la vida que después desearíamos con
todas nuestras fuerzas volver a tener, aunque eso fuese prácticamente
imposible.
Aquella mañana en la que Marbella vio a Palacio, ella se dio cuenta de que
era él y solo él el verdadero interesado en encontrar a Nicolás Arévalo. Ella,
tiempo antes, lo había visto llorar en televisión, junto a su esposa, por el
asesinato de su hijo, Diego Palacio. Los sucesos habían sido más o menos
así:

Un grupo de chicos se reunía en el barrio de la Polvoreda en Torrentes. Los


chicos no superaban los dieciocho años, pero tampoco eran menores de
doce. Fieles seguidores de Conquistadores, se reunían en el barrio para
caminar alrededor de cinco cuadras entre cantos, porras y vociferación de
glorias. De cincuenta pasaron a ser unos doscientos chicos a los que la
sociedad ya tildaba de agitadores. Durante un año futbolístico, cada vez que
Conquistadores jugaba, la ciudad se convertía en un foco rojo de crimen;
saqueos, asaltos y golpes transcurrían desde antes de iniciado el partido
hasta más o menos tres horas después de haber culminado el juego. A falta
de tecnología, no había forma de identificarlos ni de llevarlos presos. Poco
tiempo después las pintas en las paredes indicaban la identidad del grupo: la
Legión de los C. El mote fue constituido por el padre de Idea en una
columna deportiva cuando dijo, textual: «Estos chicos que defienden con
puños la identidad de su equipo, la legión de los conquistadores (la Legión
de los C., para decirlo más corto), se apoderan de los barrios de Torrentes,
se apoderan de las tiendas de Torrentes, se apoderan de la seguridad de
Torrentes a tal grado que hasta los equipos contrarios temen por su
seguridad, temen por la seguridad de sus familias, por la seguridad de sus
seguidores». Su líder y fundador, Francisco «la Gorda» Chavez, un chico
obeso de diecisiete años, dijo en una carta que, si Torrentes no podía
destacar ganando en el campo de futbol, debía destacar en el campo de la
batalla.
En poco tiempo, en tribuna ya casi no se veían playeras de
Conquistadores, pero sí se veían muchísimas más de la Legión de los C. La
marea amarilla destacaba de local y de visitante, y en algún momento la
playera oficial del club tuvo la inscripción debajo del escudo como «L.C.».
En una ocasión, en televisión, se vio que un chico de doce años aventaba
piedras a una tienda de ropa deportiva. Salió con unos cuantos tenis y corrió
como gacela. El reportero dijo que la culpa de todo la tenía el gobierno y su
gravosa falta de generar disciplina militar en las escuelas de Torrentes.
Aquel chico que corrió con los tenis era, ni más ni menos, Nicolás Arévalo,
quien, a diferencia de sus compañeros de la Legión de los C. (andaban
pelones), tenía una enorme cabellera. Sus compañeros le apodaron el
Rockerito; él reía cada vez que aparecía su rostro en televisión o en los
diarios.
Cuando Arévalo cumplió quince años, la Gorda Chavez dejó en
manos de Adrianito el mandato de la Legión de los C. Arévalo pasó de ser
carne de cañón a rematador en las filas; es decir, era quien, cuando veía a un
enemigo en el suelo, gimoteando y pidiendo ayuda o perdón, le reventaba la
boca con una patada sin dejar de pelear y de abusar de los enemigos débiles.
Antes de su cumpleaños dieciséis fue que ocurrió el incidente. En
tribuna las cosas se estaban enardeciendo: Conquistadores iba ganando 3 a
1 a Lagos. Todo iba bien hasta que el grupo de incendiarios de Lagos
comenzó a golpear al más pequeño de la Legión de los C. Comenzaron los
golpes en la tribuna y las sillas nuevas volaron por todos lados; los
jugadores, el equipo técnico, los árbitros, reporteros y equipos de
comunicación huyeron al túnel para resguardarse en los vestidores. Un
camarógrafo se escondió en el palco y dejó prendida su cámara, la cual
pudo filmar todo el incidente; sin embargo, hubo una parte que no pudo
grabarse del todo bien por el movimiento, la cerveza y la sangre que invadía
el vidrio del palco. El camarógrafo dijo en una entrevista que jamás en su
vida había escuchado tan próximos los andares de la muerte. Al poco rato
llegó la policía, llegaron los militares y las cosas se tranquilizaron. Hubo
más o menos ochenta detenidos, seiscientos lesionados de gravedad y cinco
muertos, entre los cuales estaba el pequeño Diego Palacio.
El cómo murió aún no se sabía del todo; sucedió lo siguiente: el chico
salió del palco familiar al baño, pues, por extraño que parezca, ningún palco
dentro del estadio contaba con baño. Diego salió sin compañía alguna con
la confianza de que, claro, nada podía sucederle. En el registro de la
cámara, cuando comienza la revuelta se ve a lo lejos que varias personas
salen del baño y se alcanzan a ver unas pequeñas manos alzadas hacia el
cielo; después, desaparecen entre el tumulto, entre los golpes de la Legión
de los C. y los incendiarios de Lagos. Se ve a Vanessa correr, recibir golpes,
ser arrastrada por la multitud; luego, un chico de la legión la agarra, la
protege y, según el testimonio, la lleva hasta el túnel porque reconoció que
era la esposa de Palacio. Ella grita por su hijo, grita incansablemente y el
vestidor se cubre de desesperación, de silencio, de luto. Media hora después
el pequeño cuerpo de Diego se encontró afuera del baño, pisoteado y con
golpes sumamente severos. El perito señaló que los golpes no fueron
accidentales, sino que alguien con mala voluntad golpeó hasta hartarse de
aquel cuerpo pequeño. Los otros cuatro cuerpos fueron encontrados en el
campo de juego, con golpes y quemaduras.

Cuando Marbella vio la noticia lloró durante todo el día, las fotografías eran
desgarradoras. En el colegio pidió que, por los hechos ocurridos, se
suspendieran todas las actividades deportivas relacionadas con el futbol.
Dicho deporte le daba pavor, la horrorizaba; ella rezaba para saber el
nombre del asesino. No sabía nada de futbol, pero el rostro de Palacio le
conmovió mucho y la tuvo en un luto gigantesco. Fue ahí cuando se
prohibió la entrada a los estadios de futbol a todo incitador, a todo
perteneciente de algún grupo de ocio y de violencia. Los estadios estuvieron
un largo tiempo sin tantos aficionados; poco a poco, las medidas de
seguridad procuraron que los espectadores fueran, en su mayoría, familias.
Ir al estadio suponía una gran inversión, los precios se elevaron mucho y los
clubes dejaron de apoyar económicamente a las porras. Se renovaron los
estadios, se renovó la liga.
Cuando Marbella hizo su examen de admisión para la universidad,
vio que en el salón había un rostro familiar. Una vez concluido su examen,
salió volteando levemente para volver a ver esa cara que ya no encontró. Al
salir del aula dicho rostro le preguntó si había salido todo bien en el
examen; ella contestó que sí, que todo estaba bien.
«Mi nombre es Nicolás, Nicolás Arévalo», dijo él antes de caminar
juntos por la universidad. Ella se quedó fría, pasmada, y recordó la promesa
que le hizo a Dios si le ponía de frente a uno de los supuestos asesinos del
pequeño Diego: aniquilarlo o aniquilarlos. Sin embargo, el silencio se
apoderó de ella; aquella tarde dejó que, de vez en cuando, él posara su
mano derecha sobre su hombro e incluso tomaron algunas cervezas en un
bar cercano a la universidad.
Marbella llegó a su casa sintiéndose sucia, sintiéndose cómplice; pero
esa cara ya no era la misma de hace unos años, incluso el cabello pasó de
ser largo a ser revoloteado y los ojos ya no denotaban violencia, sino una
gravísima tristeza, una gravísima nostalgia. Supo que Nicolás iba a estudiar
literatura y filosofía como ella, en el bar le recitó unos versos que él había
escrito porque sentía que la literatura podía salvarle de su pasado. «¿Qué
pasado?», preguntó ella y él dijo que uno, uno que no desea recordar más.
Supo que sus padres, tras los disturbios ocasionados por la Legión de los C.
y su hijo, escaparon de Torrentes para irse a Muelles y que Nicolás quedó
varado en la ciudad, creciendo con una tía que, decía él, era quien lo había
impulsado a estudiar literatura.
Marbella se metió a bañar, buscaba escapar del sentimiento que le
había dejado Arévalo: compasión.
Cuando ocurrió lo de William Sánchez, el acoso, no le extrañó que
este estuviera a punto de perder la posibilidad de masticar. Arévalo era una
máquina de matar desde pequeño y ese pasado, el pasado animal,
impulsivo, instintivo, jamás podía borrarse. Tampoco le pareció raro el
asesinato brutal en el bar, ni lo del tarro de cerveza en la garganta de
Sánchez.
Al leer Los Fracasantes, Marbella tuvo sacudidas indescriptibles y un
hecho le llamó mucho la atención. Arévalo narra una especie de golpiza
ocurrida en un bar de intelectuales. El autor menciona que uno de ellos
llevaba a su hijo y que, durante los golpes, este perdió la vida. Uno puede
relacionar los hechos.
Arévalo tenía una verdad innegable. Marbella no podía imaginarse la
historia de Palacio y él conduciendo al aeropuerto, el encuentro entre
cómplice y víctima: el exportero ayudó al escape de quien conocía parte de
la verdad que deseaba. «Es por eso», supone Marbella mientras escucha a
Tavares platicar con Palacio en el auto, «que busca a Nicolás, por la verdad
de su hijo asesinado», pero no quiere decir nada. Sin embargo, hay algo que
el hombre al volante no puede ocultar: las ganas de reventarle a puñetazos
los ojos a Arévalo hasta conseguir el nombre del asesino, el nombre del sin
nombre.
Se decía en los noticieros que los integrantes de la Legión de los C. habían
sido los culpables de todas las trifulcas generadas en los estadios a lo largo
del país y, por consiguiente, de haber sido pioneros de bandas pandilleras
que violentaban, sí o sí, los barrios, las tiendas, los bares, los restaurantes,
calles y hogares cercanos a los estadios de futbol. En el caso de
Conquistadores, incluso podía uno saber quiénes eran de la legión y quiénes
iban a disfrutar el partido con familiares o con amigos. Aquellos que vestían
la playera de la Legión de los C., la amarilla con la marca de Rufalo, eran
quienes no podían rechazar una pelea callejera, quienes llegarían a las
últimas consecuencias. Todas las pandillas futboleras del país contaban con
su uniforme, su marca, su moda para poder distinguir a los que deseaban
contender un partido con los puños.
Tras el nuevo reglamento policial y federal, luego de remodelarse la
federación de futbol y los equipos que la comprenden, los inmuebles se
transformaron en su totalidad. Los altos precios fueron congelando poco a
poco los delitos ocasionados por el futbol; sin embargo, las pandillas
enemigas solían citarse en ciertos lugares para enfrentarse y hacer valer un
orgullo que ya a nadie le importaba.
Palacio detestaba todo lo relacionado con la Legión de los C.
Después de enterrar a su hijo, declaró en televisión que los actos cometidos
habían sido efectuados por cobardes y, sabía a la perfección, darían con el
paradero del asesino demasiado tarde, porque en Torrentes la verdad
también es impuntual. Fue ahí donde ocurrió el después del futbolista; su
carrera despuntó de manera imprevista.
Tanto para Tavares como para Enzo e Idea el pasado de Arévalo era
una total ficción. Para ellos Arévalo había sido un chico nada formidable en
la escuela, muy desapercibido, abandonado por sus padres y adoptado por
su tía (esa parte es cierta), un chico que no hizo absolutamente nada
relevante y era un mero aficionado de Conquistadores, un bueno para nada.
Solo Marbella conocía todo aquello que Arévalo pretendía enterrar; sin
embargo, aun así, todo se quedaba a medias.
Antes de que se revelaran los resultados de ingreso a la universidad,
Marbella y Nicolás se vieron en el bar De C. Fue ahí donde ese pasado que
Nicolás quiso mantener oculto para siempre salió como una revelación
incontenible.
—¿Qué sabes de mí? —preguntó Arévalo, dispuesto a darle un sorbo
a su cerveza.
—La legión...
—La legión, la legión, la legión. Tranquila, loca, que estás en el
centro de la legión.
Marbella sabía que ese bar era el centro de reunión de la Legión de
los C., ya extinta en el ideal, pero sobreviviente como enfermedad.
—Todos aquí nos observan, nos escuchan, desean saber qué es lo que
pasa en esta mesa, ¿sabes por qué, loca? Es fácil, es fácil. Porque sigo
siendo uno de ellos. Es difícil salirse, es difícil, a menos de que uno se
escape a otro país con otro nombre... pero la legión, loca, la legión...
—¿Mataste tú al hijo de Palacio?
Arévalo palideció totalmente. Al fondo se escuchaba un punk rock
estridente. Sonaban los ruedos de la mesa de billar y una que otra tos que
significaba un próximo cáncer de pulmón.
—¿Sabes quién es el asesino?
Arévalo se levantó y comenzó a aplaudir mientras cantaba el himno
de Conquistadores. Todos los que estaban dentro del bar lo siguieron al
unísono. El ruido aturdía demasiado.
—Fui yo.
—¿Cómo?
El himno concluyó y el lema de la legión se hizo presente como grito
de guerra.
¡Golpea!
—Fui yo.
¡Fractura!
—¿Qué?
¡Pulveriza!
—Fui yo.
¡Orgullo, legión, Conquistadores!
Marbella sintió que todos los gritos se internaron en su cuerpo, en el
alma. No pudo escuchar lo que Nicolás le dijo, pero leyó bien sus labios.
«Fui yo» era la frase que se repetía una y otra vez.
—Fui yo, fuimos todos, Marbella.
Todos regresaron a la mesa de billar, a la cerveza, al baño, al cigarro,
todos escondiendo la verdad, la verdad contenida, porque son eso, son
Legión.
Las lluvias de Torrentes
Ustedes no saben. Ustedes no saben pero yo sí sé y sé mucho más de lo que
se dice, de lo que se ha dicho de mí, de la Legión o de los Fracasantes; sin
embargo, creo que todo debe comenzar en algún punto, aunque sé que
siempre pierdo el rumbo y muchas veces llego a desconocer los principios,
porque siento que vivo conociendo únicamente la continuidad y que
alrededor mío todo siempre siempre se desmorona, pero nunca hay un
principio, nunca, o por lo menos eso creo, pero hubo uno...
Vivíamos cerca del estadio, en la Polvoreda, y decir eso es
prácticamente saberse condenado a algo. La Polvoreda siempre fue una
colonia conflictiva donde, se sabe, se negociaron muchos crímenes políticos
y la gente vive demasiado de los secretos, de los rumores. Siempre se me
hizo una colonia de la re mil mierda, pero ahí vivía con mis padres y con la
tía Rebeca. Creo que todo iba bien, mis viejos se partían el lomo teniendo
mil y un trabajos para llevar comida al hogar y pagar una paupérrima
colegiatura de la escuela para que pudiera yo acceder a las cosas que para
ellos eran imposibles.
A pesar de sus esfuerzos, la escuela no era para mí lo suficientemente
atractiva como lo era mi tía Rebeca, a quien por las tardes veía siempre salir
desnuda del baño, la veía salir entre los vapores de su piel porque no
teníamos agua caliente, pero ella calentaba, con solo desnudarse, todos los
contornos de ese pequeño departamento. Yo era demasiado pequeño, quizá
tendría seis o siete años cuando me escondía o creía esconderme y veía a la
tía Rebeca mostrándole a las paredes esos impresionantes senos y el vello
oscuro entre sus piernas clemente del estío. Caminaba ella con la eternidad
voluptuosa, sabiéndose grandiosa, sabiéndose también diosa y también
demonio. Recuerdo que la dibujaba, me escondía en el baño y la dibujaba
en hojas inadvertidas que mis padres dejaban porque les eran inservibles y a
veces preferían tirarlas u olvidarlas para que yo las recogiera. Dios, solo
Dios, sabe que dibujaba a la tía Rebeca monstruosamente desnuda,
deliciosa, con sudor o con líquidos sobre ella y después guardaba mis
dibujos; llegó un momento en que tenía más de cien dibujos de la tía
Rebeca y de sus senos, de su ropa interior, del estío en su vello púbico.
Era yo muy pequeño, muy pequeño para entender que, en realidad, la
tía Rebeca no era verdaderamente mi tía, sino la mejor amiga de mi madre.
Ella había escapado de su casa tras las golpizas que le ponía su marido y
terminó en La Polvoreda, agradeciéndoles todas las noches el apoyo a mis
padres. Creo yo que estaba tan agradecida que por las tardes deseaba darnos
algo conmigo, devolvernos algo conmigo, y por eso mostraba, me
mostraba, me restregaba en la mirada, su cuerpo tan eterno, tan mortal
como humoroso, vaporoso.
Fue en una tarde cuando la tía Rebeca me llamó a su cuarto después
de su baño. Nico, me gritó mientras yo, detrás del único sillón que
teníamos, me frotaba el pene levemente sin saber por qué me lo frotaba. Me
puse el short inmediatamente, algo apenas se abultaba y yo caminaba con la
respiración veloz, creo que mis pasos eran lentos, y sentía que me mareaba,
llegué a la habitación de la tía Rebeca y me dijo que la ayudara a abrocharse
el brasier porque no podía con el broche o algo así. Yo me subí a la cama y
solamente vi su espalda desnuda, después me dio los dos tirantes, uno en
cada mano y yo por atrás le abrochaba el atuendo que le cargaría aquellos
dos bultos sudorosos, cafés y redondos y sentí todo inevitable, ella me dijo
que así estaba bien y después me preguntó si quería sentir, no dije nada y
rápidamente me pidió que le diera mis manos y yo nada más le veía la
espalda; después, sentí, sentí, pude sentir el brasier y los dos senos enormes
y sentí los pezones suspendidos y la tía Rebeca preguntó si me gustaba y yo
solo le dije que sí, luego quitó mis manos de sus vaporosos senos, me dio
las gracias y me dijo que podía seguir jugando en la sala, atrás del sillón.
Creo entonces que ese fue el comienzo, creo que ese fue el comienzo
porque yo desde esa noche no dejé de desear el cuerpo y yo entendía que
deseaba el cuerpo, pero no entendía eso, deseaba algo más, deseaba y
sudaba. Por las noches la escuchaba salir de su cuarto, la escuchaba orinar y
escuchaba que volvía a entrar a su cuarto y yo sentía calor y frío, casi
siempre la escuchaba llorar y yo juraba, juraba quitarle ese dolor, esa
tristeza, pero no sabía cómo, no sabía cómo.
Un día, después del colegio, la encontré tomando helado con un
hombre que yo desconocía y regresé al departamento furioso y rompí todos
los dibujos que había hecho, era mi primer revista pornográfica, hecha con
mis propias manos, y la destrocé, la rompí, la mordí y después le pegué con
mis puños a la puerta, a las paredes, y luego abrí la ventana del
departamento y grité que era una hija de puta y la vecina que colgaba su
ropa me vio asustada, así que le dije que también ella era una hija de puta y
me soltó que yo era el demonio, que siempre supo que el demonio habitaba
en nuestro departamento y le escupí, ella se persignó y dijo que iba a hablar
con mis padres.
La esperé en el sillón, porque tenía que llegar siempre antes de las
cuatro para servirme la comida y después bañarse e irse a trabajar. La
esperé y llegó muy feliz, le pregunté que quién era aquél hombre y ella me
respondió que cuál hombre y le dije que no se hiciera la loca, que la había
visto con un hombre tomando un helado y ella dijo que era su hermano, su
hermano, y yo comencé a llorar y ella se sentó conmigo en el sillón y me
dijo «Nico, Nico, ¿qué te pasa?», me abrazó y acercó mi cara a sus senos,
sus senos olían a abundancia y sin pensarlo puse mi mano derecha sobre su
seno izquierdo y ella dijo «Ya, ya sé qué te pasa, ya sé qué te pasa, Nico,
pero ni una palabra, Nico, ni una palabra». De repente se quitó la blusa, se
quitó el brasier y me mostró la eternidad que Dios formó y nos entregó, me
preguntó si quería besárselos y me puso por encima de sus estruendosos
montes y yo los besé, los besé hasta perderme y algo sentí, algo se avivó
más, y ella metió su mano entre mi pantalón del colegio, diciéndome «Nico,
qué bárbaro, ni una palabra, Nico, ni una palabra», y yo bebí de ella, bebí
de ella; creo que ella esperaba que pasara algo, pero no pasó nada y yo le
besé los sinuosos bultos de eternidad y ella me dijo que ese era nuestro
secreto, nuestro secreto. Quise tocarle la entrepierna, quise sentir el vello
que escondía ese principio, ese principio que, mira, yo creo que ahí se
encuentra todo, mi principio, y ella me retiró la mano y me dijo que estaba
muy chico: «Nico, estás muy pequeño, pero en un tiempo no muy lejano,
Nico», después me apartó la cara de sus senos, me dio un beso en la boca y
me dijo que ya me iba a servir la comida y le dije que sí, que sí, pero no sé
qué pasó, algo se apoderó de mí o es la violencia o las cosas que uno carga
desde no sé cuántas vidas que le pedí que me sirviera la comida, pero sin
ropa, sin nada encima, y ella comenzó a reír y dijo que le parecía bien, pero
que era un secreto, nuestro secreto, y que no iba a pasar siempre, quizá una
vez al mes o una vez cada dos meses y que tenía que aguantarme, yo solo
dije que sí y esa vez Rebeca me sirvió la comida sin blusa, sin brasier,
«Nada más, porque lo de abajo, Nico, aún no es para ti, pero te lo voy a
guardar». Yo comencé a sentir que crecía de repente, que crecía rápido, esa
noche ya no tuve nervios ni ganas de escucharla orinar porque sabía que de
alguna forma ya tenía control o algo sobre ella a pesar de ser tan pequeño.
Después de esa tarde, durante los tres años siguientes, mi vida se
transformó en un desafío de contención, de locura, de eternidad. Yo llegaba
del colegio desafiando y conteniendo todo el deseo que tenía su nombre,
pero ella sabía que todas las tardes yo la observaba totalmente desnuda.
Durante esos tres años me atreví, cuando ella salía a trabajar, a husmear
entre su ropa, a olerla, a frotarme el pene con su brasier o con sus bragas y
recibía con más efusividad la llegada de Rebeca al departamento que la
llegada de mis padres, quienes, cuando solían quedarse por las tardes, yo
deseaba que se largaran, que se fueran, porque no podía ver a Rebeca
desnuda ni podía ver sus vapores. Mi infancia tiene nombre y es el de ella,
pero aún no conocía el principio de todo.
A mis diez u once años conocí en el salón a Lautaro, solíamos
acompañarnos a nuestros hogares, ya que los complejos habitacionales
estaban cerca. En el camino aventábamos piedras a los autobuses, a veces
nos poníamos en el puente que da a la colonia con la única finalidad de
aventar globos con agua o animales muertos a los coches que pasaban
debajo. Y corríamos, corríamos y nos gustaba sentir esa adrenalina. Pero yo
no sabía que Lautaro me estaba midiendo, me estaba entrenando porque
algo estaba surgiendo entre los barrios de alrededor del estadio, las cosas
podían ponerse fuertes, y Lautaro lo sabía y quería que yo perteneciera a
eso.
Entonces, una vez llegué al departamento y vi a Rebeca llorando en el
sofá, al verme quiso quitarse las lágrimas y noté que tenía el labio superior
destrozado, le pregunté que qué pasaba y ella me dijo que nada, creo que
me escuchó agresivo, le volví a preguntar y me dijo que su ex marido la
había encontrado, que la golpeó, que le dijo que la iba a matar. Yo corrí,
corrí y fui al complejo habitacional de Lautaro y grité su nombre porque no
sabía exactamente dónde vivía, estuve así como diez minutos, hasta que vi a
Lautaro bajar de unas escaleras y me preguntó que qué quería y le dije que
quería matar a alguien, así que él me dijo que me calmara, que al otro día
me iba a dar algo, pero que era nuestro secreto, nuestro secreto, y le dije
que estaba bien, regresé al departamento y me encerré en mi cuarto
escuchando la tristeza de Rebeca.
Al otro día Lautaro me dio un cuchillo muy afilado, me dijo que
jamás se lo devolviera, que era mío; me salí de la escuela porque tenía el
presentimiento de que el exesposo de Rebeca iría a matarla ese día. Subí las
escaleras, encontré a un hombre tocando la puerta del departamento y le
pregunté que qué quería, él preguntó si yo vivía ahí y le volví a preguntar
que qué quería, me dijo que él sabía que Rebeca estaba ahí y le pregunté si
era su marido, él me dijo «Sí, mocoso pendejo». Fue entonces que le enterré
el cuchillo en el estómago y lo moví de un lado para otro. Él gritaba y yo
solo repetía que era mía, era mía, era mía; abrió Rebeca la puerta y me vio
enterrándole el cuchillo a su exesposo, gritó mi nombre, me metió al
departamento de un golpe mientras afuera intentaba aliviar a quien escupía
sangre y se le derramaba todo el interior por el estómago. Nadie vio nada,
llegaron la policía y la ambulancia de Torrentes, como siempre, tarde, y nos
preguntaron que qué había pasado, Rebeca dijo que no sabía, que nada más
el hombre había tocado la puerta y que cuando abrió estaba en el suelo, que
seguramente lo habían asaltado, que vivía cerca y estaba pidiendo ayuda,
pero nadie le abrió y que cuando ella decidió hacerlo el hombre ya había
perdido la vida. La policía de Torrentes, como siempre, no buscó ni hizo
nada, ni investigó ni quiso hacer mucho por el exmarido de Rebeca y en
menos de cuatro horas todo estaba despejado, como si no hubiera pasado
nada. Ella me preguntó si yo estaba bien y le dije que sí y me abrazó, me
abrazó, me dijo que era muy valiente, muy valiente, que era ya el momento,
el momento, y se desnudó totalmente enfrente de mí y puso mi mano
derecha entre sus piernas, sentí el valle del vello idílico y ella tomó mis
dedos y me hizo tocarla más adentro, más profundo, y yo olvidé todo: ya
era un adulto, también un asesino. Ella me tocó el pene mientras me besaba
y me tocó cada vez más fuerte y yo quité mi mano de entre sus piernas y
tomé sus senos, se recostó en el sillón, me puse sobre ella y acomodó todo,
me puso dentro de ella y yo sentía el principio, el principio, el origen del
mundo apretándome y después todo se hizo blanco, absolutamente blanco,
y ella gemía, ella sudaba y yo no quería despertar, no quería despertar, no
quería que nada, absolutamente nada, se acabara y ella me mordió el labio y
me dijo que era una locura, una locura, una locura: «Loco, Nico, estás
loco», comencé a reír, comencé a reír y escuché que la señora de junto, la
vecina, dijo algo así como que el diablo ya estaba riendo y le dije a Rebeca
que este era nuestro secreto, nuestro secreto, y creo que ese fue el principio,
ese fue el principio...
Después, el principio se convirtió en una continuidad, en una imposibilidad
de salida. Por eso es que tengo de esa época imágenes borrosas, imágenes
rotas de sucesos que tuvieron la suerte de permanecer, los más dolorosos, en
la historia de Torrentes.
Cuando cumplí los once fue cuando ingresé a la Legión de los C. Ya
era yo un asesino consolidado, pero eso únicamente lo sabían Lautaro y
Rebeca. Fue, creo yo, en noviembre, cuando entré con Lautaro al
departamento de la gorda Chavez. Me dijo «Mira, aquí necesitamos
hombrecitos, no menudencias» y yo solo pregunté si existía algún tipo de
prueba para demostrar que podía pertenecer al grupo que en realidad era
una pandilla de perdedores buenos para nada que tomaron el futbol como
pretexto para delinquir estúpidamente. Sus crímenes no pasaban de
agarrarse a golpes, de casi matar a otros y de robar demasiadas tiendas y
otros establecimientos. «Sí», dijo la Gorda, «tienes que romperle los dientes
a Lautaro», él y yo nos volteamos a ver y lo único que hice fue asestarle un
golpe sobrio en la boca a Lautaro, él cayó de bruces y la gorda dijo algo así
como «no te pases», yo solamente alcé los hombros y le pregunté si había
pasado la prueba. Y aun así entre Lautaro y yo no pasó nada, creo que el
golpe nos acercó más, y la Gorda dijo que teníamos que ir en la noche al bar
de siempre y que teníamos que planear lo del partido del fin de semana; sin
embargo, yo no sabía cuál era el bar de siempre.
Aquella tarde no vi a Rebeca porque ella estaba trabajando, así que
estuve vagando por la Polvoreda y llegué al estadio escuchando su silencio,
el silencio de aquel monumento que en determinados días se alzaba y
gritaba y se enfurecía y lloraba. Lo vi asombrado, jamás había estado en el
estadio como en ese momento. Recuerdo que mi padre me había llevado a
ver un partido, pero después no volví hasta esa tarde. Creo que andaba un
tanto andrajoso y tan sorprendido que el oficial que protegía la entrada
principal me preguntó si no quería echarle un vistazo al estadio desde
adentro. «Así, vacío», me dijo, claro que acepté y el oficial me dijo que
tenía diez minutos para entrar y salir. Corrí, abrí la puerta que tenía, según
el oficial, el seguro descompuesto y, después, ahí estaba, enfrente de mí, el
campo silencioso, también estaban las butacas vacías, los escalones
gigantescos como dientes destrozados y, encima de mí, el cielo, el cielo
totalmente azul, con un par de nubes algodonadas; escuchaba mi
respiración, mi respiración agitada.
Fue ahí, en realidad, que comencé a imaginar cosas en términos
poéticos, creo. Grité gol, grité gol con tanta fuerza que escuché mi voz que
comenzaba a cambiar, comenzaba a transformarse, y también grité el
nombre de Rebeca, lo grité muy fuerte, inalcanzable, y todo el estadio se
llenó con su nombre, se cubrió con su nombre como si hubiera raptado el
cuerpo de Rebeca y lo tuviera resguardado en cada esquina del inmueble
magnífico. También vi la luna, la luna que se anunciaba; después, sonó el
encendido de cada faro que iluminaba mágicamente aquel castillo de
derrotas y de glorias y comencé a quedarme sin palabras, comencé a
quedarme silencioso y maldije eso, maldije no poder explicarme lo que
estaba viendo y comencé a llorar, lloré desenfrenadamente porque estaba
recordando el rostro del hombre que había matado, estaba recordando mi
crimen, mi crimen infantil, y no recordaba su nombre, no podía recordar su
nombre, pero sabía que no podía contárselo a nadie porque, si no, nunca
más volvería a estar en el cuerpo de Rebeca y jamás volvería a tener una
tarde como esa, en silencio, en el estadio.
Regresé adolorido del rostro; el oficial me preguntó si algo me había
pasado y le dije que no, que había sido todo un sueño el haber estado ahí. Él
se alegró y me dijo que esa aventura no se iba a repetir porque a él lo iban a
trasladar a otra zona o quizá afuera de Torrentes.
Volví abatido y, antes de darme cita con la Gorda Chavez y con la
Legión en el bar desconocido, fui al departamento a bañarme para no llegar
con los ojos hinchados. Encontré a Rebeca acostada en el sillón y vi que
leía un libro; «Poesía, Nico», me dijo. Tomé el libro y leí un par de versos:
los versos de Augusto Méndez, un célebre poeta torrencial; sentí otra vez
esas ganas de llorar, porque en mis manos estaba la clave para decir las
cosas, para eternizarlas, aunque a esa edad no pensaba en eternizar, sino en
encontrar los adjetivos, las metáforas, los sustantivos para sacudirme del
crimen, sacudirme de todo. «Te lo regalo», me dijo Rebeca y sonreí; le di
un beso, pero no en la boca, en la mejilla, porque nuestra relación ya había
pasado a esa fase en la que uno reconoce las distancias, y después guardé el
libro en mi cajón.
Salí del departamento un poco antes de que llegaran mis padres y
Lautaro me estaba esperado afuera para irnos caminando juntos al bar.
Llegamos; al entrar vi que los pocos presentes jugaban billar o dominó y
bebían cerveza mientras en la televisión se presentaba el resumen deportivo.
Los analistas dijeron que Conquistadores pasaba por una época difícil,
anunciaron la sustitución en la portería y hablaron de Palacio, de ese otro
destino que marcaría para siempre a Conquistadores y a la Legión.
«Nico, el fin de semana te estrenas», dijo la gorda Chavez mientras
me hacía beber de un jalón un tarro de cerveza, «Bienvenido, Rockerito».
Todos aplaudieron y después cantaron el himno de Conquistadores.
«Bienvenido, loco». Esa noche me quedé con Lautaro, nos quedamos
tendidos en la sala, sus padres trabajaban por las noches y por lo tanto
podíamos llegar apestando a alcohol sin problema alguno. Mi mente fue de
un lado para otro; pensé en Rebeca, en el estadio, en los versos de
Méndez… sentí que flotaba y después fui al baño arrastrándome con el
alcohol y la comida de la tarde en la boca. Lautaro rio, «Nico, loco, eres
como mi hermano, loco», dijo.
Llegó el fin de semana y tenía un miedo desenfrenado.
Conquistadores perdió, pero a nosotros no nos importó porque, mientras el
árbitro hacía mal su trabajo y marcaba un par de penales inexistentes, nos
estábamos batiendo a golpes en las calles de la Polvoreda con los fanáticos
del equipo contrario. Lautaro y yo agarramos a un chico de, creo yo, unos
quince años. Le rompimos la boca, lo pateamos en el suelo y, según lo que
supimos, estuvo a punto de perder el ojo. La gorda lo festejó, nos festejó.
Dijo «Ah, estos hijitos de puta salieron más vivos que cualquiera» y
nosotros celebramos con un poco de dolor en el rostro y en las costillas por
los golpes que nos pudo dar el chico; él estaba por perder el ojo mientras
nosotros bebíamos cerveza.
Rebeca sabía que andaba con la legión y solo me aconsejó repensarlo,
me aconsejó volver a mis hábitos escolares, leer poesía, dibujar, salirme del
molde al que la Polvoreda condenaba… Pero con la legión yo sentía un
vigor inexplicable, sentía que por fin había encontrado una familia, porque
la mía no existía, porque mis padres trabajaban posiblemente hasta
olvidarme y, por otro lado, yo me acostaba con quien según era mi tía,
quien fungía más como amante y también como madre.
Fue entonces que ocurrió el primer aviso del que todos saben, del
chico que corría con unos tenis nuevos y que la televisión logró captar...
también lo de Lautaro. Conquistadores ganó 3 a 0, Palacio hizo un
excelente partido: era muy joven y estaba a punto de convertirse en el
portero titular. Y mientras Palacio hacía esas atajadas que le conocemos, las
espectaculares, nosotros rompimos y destrozamos todo lo que se puso
enfrente de nosotros. Lautaro y yo robamos la tienda de zapatos deportivos,
rompimos las ventanas y salimos corriendo con los tenis que habíamos
podido agarrar. Fue entonces que llegó la cámara, llegó el periodista y me
grabaron: rápidamente me preguntaron mi nombre y por qué hacía eso, dije
que me llamaba Nicolás Arévalo y viva la legión y salí corriendo hasta el
departamento. Lautaro y yo nos separamos en lo que yo daba una entrevista
exprés, él corría hacia el destino que tentábamos siempre.
Todo iba bien, tenía mis trofeos y descansé esperando que las calles
se tranquilizaran para después ir al bar. Dormí un poco, escuché las sirenas
de las patrullas y las de las ambulancias, pero se escuchaban lejanas, muy
lejanas. Después desperté y al rato ya estaba caminando hacia la legión.
Llegué al bar y tuve un mal presentimiento, porque no se escuchaba la
algarabía de siempre, ni los gritos, ni el himno. Al entrar, la Gorda me
abrazó y me dijo que lo sentía y yo no entendía hasta que me dijeron que
habían matado a golpes a Lautaro, que lo agarraron entre cuatro casi al
llegar a su casa, que lo habían dejado en el suelo, deformado del rostro, sin
respiración, con la oscuridad en los ojos, con la sangre rodeándole el
cuerpo. También lo picaron, lo apuñalaron, lo reventaron con piedras, con el
cinturón... fue una masacre, dijeron.
Comencé a llorar como todos los de la legión. No se escuchaba el
choque del ruedo del billar, no se escuchaba a los analistas mandando
condolencias o condenando a la legión por lo sucedido, no se escuchaban
los sorbos de cerveza, no se escuchaba la inmortalidad prometida e imaginé
a Lautaro, solo, recibiendo los golpes y preguntándose dónde estaba, dónde
estaba yo para ayudarlo, para salvarlo, y vi su cabello café pintándose de
rojo, sus ojos cafés recibiendo la oscuridad, sus labios delgados
desapareciendo, sus mejillas joviales siendo destrozadas, sus orejas
diminutas sangrando...
Salí del bar y caminé hacia el estadio, las patrullas de Torrentes ya
habían dejado de pasar en el estado enfermizo, ahora algunas resguardaban
las esquinas polvorosas de la Polvoreda. Fui al estadio queriendo entrar
para escuchar el silencio, para escuchar las respuestas, para ver si ahí
Lautaro se hallaba escondido también. Llegué al inmueble cansado, llegué
sabiéndome condenado, con la culpa pagada: yo también había matado,
pero siempre dije que había sido diferente, que lo mío era por una injusticia.
Pensé en Lautaro, mi amigo, Lautaro, mi hermano, loco, Lautaro, y recordé
ligeramente los versos de Méndez que había leído hace tiempo, esos que
dicen que el verdadero silencio se sucede cuando nos ahogan la muerte y la
distancia; pensé en Lautaro y me prometí vengarlo, vengarte, y una mano se
puso en mi hombro, era uno de la legión que me había seguido por órdenes
de la Gorda para mantenerme seguro, vi su rostro pálido, inexpresivo. «Ya
vámonos», me dijo, «que la noche es de Lautaro».
Después de Lautaro vinieron las venganzas. Fue una época en la que la
Legión creció demasiado y, con ello, crecieron los viajes, creció nuestra
economía, crecieron los crímenes. Conquistadores ganaba partidos, pero no
los suficientes, Palacio ya era figura en el equipo aun cuando los periodistas
querían sustituirlo y solían decir que estaba viejo; a mí siempre me pareció
joven y el público lo amaba mucho, aun cuando los triunfos eran pocos.
¿Tendría él unos treinta y cuatro años? Y se hablaba de su familia, del
pequeño Diego... Recuerdo las convocatorias a los dos mundiales en los que
estuvo en la banca. Después la gran convocatoria, el Mundial que jugó
Palacio completo, la Legión en su auge. Los medios internacionales decían
que las atajadas de Palacio eran soberbios poemas deportivos. Cuando
escuchaba eso el corazón me latía sumamente fuerte porque sentía que en
esos poemas estaba la Legión y, por supuesto, el alma de Lautaro. Te puedo
decir que es ahí donde todo es un tanto borroso. Después del Mundial todo
parece como si nada hubiera vivido.
Mis padres se enteraron de mi romance con la tía Rebeca; sin
embargo, no hicieron mucho por separarnos, todo lo contrario. En el colegio
no era brillante, pero contaba con calificaciones nada preocupantes. Era en
literatura donde todo iba mucho mejor y de un momento a otro comencé a
escribir poesía. Inicié imitando y después empecé a escuchar mi voz un
poco más. A Rebeca le leía los poemas y ella reía, a veces lloraba y otras
me decía que era un genio hijo de puta, pero aun con la poesía nuestra
relación fue enfriándose hasta que entendí que todo eso estaba próximo a
concluir.
Por aquel tiempo fue cuando comencé a vestir mejor, la Legión así lo
requería. Usábamos Rufalo y era una locura, éramos unos criminales muy
bien vestidos e incluso el diseñador, al saber que llevábamos su marca, nos
visitó en el bar De C y les dijo a la Gorda y a Adrianito que él podía darnos
ropa deportiva con el logo de la Legión. Nosotros no teníamos ni idea de
que aun podíamos contar con un logo, pero Rufalo pidió una muy buena
suma de dinero que la Gorda le entregó y a los dos meses teníamos el mejor
uniforme criminal. Salimos en televisión, los noticieros se espantaban,
condenaban a Rufalo; sin embargo, extrañamente nuestro uniforme se
vendía también en otros países con distintos logos. Fue la época en la que
algunos hooligans ingleses visitaron Torrentes, la Legión se convirtió en
parte de la derrama económica internacional, y nos dieron tips para
acorralar enemigos, nos enseñaron estrategias, bebieron con nosotros y les
dimos hospedaje, los invitamos a los partidos y muchas veces nos
acompañaron a rompernos la boca. Era brutal y lo mejor es que nadie podía
detenerlo porque cómo puedes parar un fenómeno masivo ligado al futbol,
que por sí mismo es el máximo fenómeno deportivo. Rebeca me decía que
era incongruente que un criminal como yo escribiera poesía por las tardes y
se reía al decir que lo peor de todo es que era un poeta bien vestido.
Fueron un par de años llenos de fracturas, golpes, de olor a sangre y
de poesía… hasta ese día, el que marcó la historia de Torrentes y creo que
también la historia del futbol nacional.
No sé si era la poesía o mi relación ya fallida con Rebeca; sin
embargo, al despertar ese día me sentí vulnerable, totalmente emocional.
Fui normalmente al bar De C para verme con la Legión y de ahí salimos
hacia el estadio. Adrianito ya era nuestro líder; la cosa se ponía cada vez
más violenta. Llegamos y el cinturón de seguridad hizo lo suyo con
nosotros, pero no con los de Lagos. El partido lo comenzaron ganando ellos
y al final del primer tiempo empató Conquistadores. Los humores
comenzaron a calentarse, los fanáticos de Lagos decían que en las calles
estaban golpeando masivamente a la gente de Torrentes y que los maricones
nos resguardábamos en el estadio. No hicimos caso porque sabíamos que no
era cierto, aun así nos perturbaba un poco la idea. Comenzó el segundo
tiempo y al minuto tres Conquistadores marcó el segundo: sabrás la euforia
que se desató en tribuna. A los cinco minutos un gol más y ya íbamos
ganando 3 a 1... fue cuando comenzó la revuelta. Al caer el gol y al verse ya
caídos los de Lagos, uno de ellos comenzó, sin más, a golpear a Sebastián,
quien tenía por ese entonces unos doce años. La historia se repite, me dije,
vi en el chico la figura de Lautaro, vi a Lautaro intentando defenderse,
intentando escapar y fue ahí que todo se incendió: defendí a Sebastián,
después me golpearon, luego la Legión pegó como si fuera una enorme ola
de mar y yo me mantuve cubriendo a Sebastián, decía que quería volver,
que quería defenderse. Yo le decía que no, que lo iban a matar como a
Lautaro y lo vi llorar, le dije que no me soltara y corrimos hacia afuera.
«Arévalo», me gritaron, «vuelve hijo de puta», y yo corrí sosteniendo la
mano de Sebastián. Afuera del estadio los policías nos detuvieron, nos
golpearon con la macana, pero yo sabía que eran golpes de seguridad, que
ellos no podían matarnos como sí se estaban matando adentro. Cedieron,
posteriormente los periodistas, las ambulancias… y yo no dejé de sostener
la mano de Sebastián. Después no supimos nada.
Desperté en el hospital, vi a Rebeca con los ojos rojos y el rostro
calcinado por las lágrimas, vi a mis padres y vi a Sebastián con un yeso en
el brazo. Mataron al hijo de Palacio, me dijo Sebastián. Mataron al hijo de
Palacio, me dijeron mis padres. La maldita Legión mató a Diego Palacio,
dijo Rebeca. Escuchaba ambulancias llegar, escuchaba los pasos en los
pasillos del hospital, escuchaba los gritos... ¿qué había pasado?, ¿qué
carajos habíamos hecho?
Al otro día llegó Adrianito con la gorda Chavez. Platicamos sobre la
revuelta, sobre los que estaban presos, sobre la protección que le di a
Sebastián. Eres un jodido héroe, dijo la Gorda ya retirada del hooliganismo
torrencial. ¿Quién fue?, les pregunté, ¿quién mató al hijo de Palacio?,
Adrianito solo respondió «Fuiste tú, fui yo, fue la Gorda, fue Sebastián, fue
la Legión y eso vamos a responder todos». Y se retiraron así, sin más.
Nadie me visitó después y los gritos cesaron, las ambulancias cesaron, los
pasos en los pasillos cesaron y comencé a llorar como aquella tarde que
tuve para mí solo el estadio, comencé a llorar porque veía que todo se
desmoronaba, que había otra víctima con otro nombre, pero que era también
Lautaro el que moría una vez más. «No pude vengarte», me repetí, «no
pude hacerlo, loco», me dije hasta quedarme dormido; en mis sueños
Lautaro me dijo «Fuiste tú, fue la Legión» y yo quise abrazarlo, pero todo
se desmoronaba, todo se desmoronaba y él se hizo cada vez más pequeño
hasta perderse, hasta no volver a verlo en mis sueños.
Nunca fui parte del grupo de Arévalo, ni de los Fracasantes. Creo que por
mi falta de ánimo y de creatividad, aunque sé que... bueno, en realidad no lo
sé.
A ellos los conocí en la facultad, pero eran demasiado... ¿cómo
decirlo?, más bien eran muy poco dedicados y tenían ese dejo de saberlo
todo o creer saberlo todo y pecaban de soberbia, aunque creo que no era
pecado del todo porque, una vez que se conocía a los Fracasantes, uno
podía darse cuenta que ese era su estado natural. Eran una especie de
submundo, no puedo decir que eran rebeldes o revolucionarios o
vanguardistas o cualquiera de esas etiquetas, no, más bien yo pienso que
representaban esa idea de ser un sismo de la escritura, un intento, un grupo
de intenciones literarias inconclusas y eso, creo yo, les gustaba demasiado.
Tomamos una clase, no sé si era historiografía o historia de la
literatura o la literatura en la historia o notas de historiografía literaria, hace
ya tanto tiempo de eso... pero recuerdo verlos pegados como muéganos en
la parte de atrás del salón. Eran Nicolás, Tavares, Enzo, Idea, Marbella y
Falconi, aunque esta última tampoco quiso figurar demasiado en el grupo
de los Fracasantes. Sin embargo, por aquel tiempo no eran los Fracasantes,
eran un grupo de compañeros iniciados en la licenciatura, como yo, que
entraban o entrábamos a ese mundo sectario de las letras donde abundan las
iniciaciones, las orgías, las peleas, los celos y recelos, las envidias, las
extravagancias y también los asesinatos y los suicidios.
Cuando entré al salón Arévalo se incorporó y pude ver, bien lo
recuerdo, su playera que tenía unas letras espantosas y muy poco legibles y
una especie de dibujo de cadáveres, tripas y sangre. Creo que fue tanta mi
fijación que me preguntó si me gustaba la banda de la playera, no entendí
mucho lo que me dijo, así que me dio el nombre de la banda y le dije que
nunca en mi vida había escuchado ni a la banda ni al nombre, me dio la
mano, me dijo su nombre, Nicolás Arévalo, y yo le dije que me llamaba
José Corso; no sé si quiso bromear o no entendió bien, pero preguntó
«¿Torso?» y yo le dije que no, que Corso, con ce. Me presentó con los
demás y me senté con ellos sintiéndome nervioso porque sabía que entre
ellos estaba por pasar algo o ya había pasado o se estaba por activar una
bomba donde todos explotarían y se desmembrarían. Pero lo que me
pareció muy extraño es que, durante la clase, Arévalo y los demás debatían
con el profesor, que no recuerdo su nombre, sobre temas que sobrepasaban
incluso a la misma clase. Eran una especie de nerds o de personajes
pretenciosos que querían sí o sí figurar en la licenciatura o en la facultad o
en la universidad con sus frases o conocimientos irrelevantes y hacernos a
los demás chiquitos, minúsculos, novatos; parecían una especie de
masonería y los demás un grupo de boy scouts que aprendía poco a poco a
hacer nudos o a coleccionar mariposas.
«Corso, vamos a mi departamento», me dijo Arévalo después de
clase y los acompañé ya sin el nerviosismo. Me decía a mí mismo que debía
aprovechar el conocimiento de aquellos compañeros de clase para también
figurar en la facultad. Los veía adelante de mí, como si fueran una especie
de banda de rock que camina con toda la seguridad del mundo esperando
ser fotografiados o anhelados por las personas que pueden reconocerlos
pero que no se dan la fuerza para pedirles una fotografía o un autógrafo.
Mi sorpresa al entrar al departamento de Nicolás fue que estaba
adornado con mil y un cosas de Conquistadores; mi mente prejuiciosa
saltaba de pensamiento en pensamiento: cómo un fanático del futbol se
dedica a la literatura, al intelecto, si el futbol es para mediocres, ignorantes.
A veces sentía como si Jorge Luis Borges me hablara y me dijera «Salte de
ese departamento porque vas a terminar sabiendo más de mundiales de
futbol que de métrica poética»; me dio como un escalofrío hasta que
Falconi, Ximena Falconi, me dio una cerveza y me preguntó si quería
escribir poesía, novela, cuento o ensayo, y yo no dejaba de mirar la
colección de playeras de Conquistadores que permanecían colgadas en las
paredes.
Poco tiempo después comenzamos a escuchar a Queen y Arévalo
decía «Corso, Corso, loco, dinos quién eres, bienvenido a esta madriguera,
esta es tu casa, cuando quieras escribir o dormir o emborracharte puedes
venir aquí, puedes quedarte aquí». Creo que fue Marbella quien le preguntó
si su tía iba a ir esa tarde al departamento y Arévalo le dijo que andaba en
otro país y que por ella no nos preocupáramos; Idea dijo que ya había
pedido la pizza, Tavares y Enzo fumaban mientras revisaban los libros de
Arévalo. Parecía que se conocían de antes; sin embargo, fue en esa semana
que se conocieron o creo que Arévalo ya había conocido a Marbella antes.
En realidad nada de eso me queda o me quedó muy claro: parecía que eran
amigos desde la infancia, pero la realidad es que no se habían conocido
años, sino días antes, quizá en unas cuantas clases y desde ese día o desde
ese año no dejaron de visitar la madriguera o el departamento de Arévalo:
era como una especie de iniciación, creo yo.
«Soy José Corso, vengo de Muelles», dije; Arévalo mencionó algo
sobre sus padres que no entendí muy bien. Les conté que mis escritores
favoritos eran Borges, Cortázar, Pessoa, Bolaño y Homero; Arévalo
comenzó a reír y les dijo a los demás que había ganado la apuesta y que
tenían que pagarle, yo les pregunté en qué consistía la apuesta y Tavares
dijo que parecía ser que Arévalo era el único de todos ellos que ponía entre
sus autores favoritos a tres torrenciales, a tres de Torrentes. Ahí entendí que
a Arévalo le gustaba siempre jugar de local, que su fanatismo por
Conquistadores tenía ese toque localista barato y que era la clase de chico
que por todos lados muestra su orgullo por pertenecer a algo más pequeño,
más particular, porque es lo único que a él puede importarle. Dijo que hay
muchos autores que son poco al lado de los de Torrentes, pero que como
eran de Torrentes quién carajos iba a reconocerlos, exceptuando a la figura
icónica y macabra de William Sánchez.
No sé si fue la pizza o la cantidad de alcohol que bebimos, pero de un
momento a otro me sentí sumamente enamorado de Ximena Falconi.
Supongo que fue, sobre todo, por su forma de acercarse a mí desde el
primer momento, por sus preguntas y, con el tiempo, por las miradas que
me entregaba o nos entregábamos. «Corso, ¿de verdad eres poeta?», me lo
dijo arrastrando las palabras mientras yo observaba sus labios color salmón,
su piel susurrando palidez, sus ojos durazno o mermelada de chabacano y
sus mejillas siendo algodón o siendo nubes suspendidas en su rostro. Creo
que le contesté que le tenía mucho respeto a la poesía y me pidió
acompañarla a su casa, le dije que sí y salimos de la madriguera tomados de
la mano escuchando a lo lejos las risas de los futuros Fracasantes e
Innuendo a todo volumen.
En el metro íbamos sentados; Ximena se recostó en mi hombro, me
tomó de la mano, me dijo que bajábamos en la penúltima estación y se
quedó dormida (o me pareció que se había quedado dormida). Yo solo podía
oler su cabello, besar su cabello, eternizar su cabello… Vi mi reflejo en la
ventana del vagón y me vi acompañado, feliz… no sé si amado, pero quería
creer que era amado en ese momento. Pensé en la iniciación, en Arévalo, en
los demás… seguramente seguían bebiendo y platicando de futbol, de los
escritores de Torrentes, de la tía fantasma de Arévalo, de los desamores de
los demás o de los futuros Fracasantes (o de un grupo que se llamaría los
Fracasantes) y, probablemente, en la mente de Arévalo no pasaba la idea de
matar. Sin embargo, después supe que, cuando lo conocí, Arévalo ya tenía
las manos llenas de sangre, que Conquistadores y la Legión eran su gran
amor y que la literatura era el sismo, el simulacro o el intento o el
entrenamiento, la jugada practicada mil y un veces para anotar en el
momento indicado. Pero Arévalo nunca tendría ni gol ni momento indicado,
la vida nunca le permitiría ser el ejecutante del penal o el director técnico de
su futuro. No sé si pensé en todo eso o pensé poco o nada de eso mientras
veía mi reflejo en la ventana hasta la penúltima estación.
Llegamos a la casa y Falconi me pidió que no la dejara, supuse que también
vivía sola. Abrió la puerta. Entramos a un gigantesco jardín, subimos unas
escaleras que estaban por fuera, era como una gran mansión, y llegamos al
altillo; le pregunté si sus padres le habían construido eso y ella dijo que no,
que rentaba el altillo: a mí se me hizo un poco extraño el hecho de pensar
que una mujer podía vivir en un altillo, como dije antes, vivía con muchos
prejuicios. Mi sorpresa al entrar al altillo fue que aquel cuartito gris parecía
una galería de arte repleta de afiches, de pequeñas esculturas, de discos, de
libros… Ximena sacó de un cajón un cigarro de marihuana y lo encendió,
comenzamos a fumar con el firmamento a nuestra disposición y fue como
si, de un momento a otro, todo se moviera en cámara lenta.
Creo que estuve riendo un buen rato y, después, toqué la mano de
Falconi como si hubiera sido la primera vez que haya podido yo tocar una
mano; luego, me llegó el olor de todo su cuerpo y creo que se convirtió en
un prisma o pude ver su composición llena de partículas, de átomos todos
luminosos… Supe que ahí estaba la verdadera bomba, la que iba a explotar:
ella explotó, las partículas ascendieron hasta el cielo y se convirtieron en
estrellas, sus ojos quedaron en mis manos y estos lloraban y se convertían
en cascadas y me rodeaban en un murmullo que me insistía en escribir, en
ser poeta. Pestañeé y pude notar que todo eso había pasado únicamente en
mi cabeza, que ahí estaba Falconi, enfrente de mí, bailando “Baby, I love
you” de los Ramones… fue como si viera todos mis prejuicios y valores y
constructos éticos desmoronarse y saberme libre, libre.
Me acosté en la cama de Ximena. Ella seguía bailando mientras yo
pensaba que la iniciación no estaba para nada mal, que quería siempre
pertenecer a ese grupo que no sé si era literario, una hermandad, un grupo
de rock o un grupo de parásitos siendo todo y nada a la vez… me dieron
unas ganas irrefrenables de leer a un escritor torrencial. Quise leer a
Augusto Méndez y le pregunté a Falconi si tenía algo de él; ella me dijo que
ahí estaba el libro y lo busqué con torpeza, en cámara lenta. No sé cómo lo
encontré, pero abrí el libro en una página y a primera vista leí «somos
víctimas de Torrentes como el dragón lo es de su propio fuego»… Falconi
dejó de bailar y me preguntó que por qué tenía esa cara de impresión, solo
le dije que el puto Arévalo tenía toda la razón y sentí mi fuego interno
calcinarme. «No», me decía a mí mismo, «yo soy de Muelles». Falconi
nada más dijo «Solo los poetas son víctimas de su propio fuego» y comencé
a reír repitiendo no sé cuántas veces el nombre de Nicolás Arévalo. ¡Qué
puta razón tenía! Qué puta razón… Ella y yo nos besamos, nos quedamos
dormidos abrazados y arriba de nosotros seguían el firmamento y las
partículas infinitas de Ximena Falconi.
Siempre odié Torrentes, es una ciudad absurda, ni siquiera es inquietante, es
una ciudad sin destino, con todo el pasado encima y negada al futuro. Es un
rezago, totalmente olvidable, por eso es que no entiendo mucho la afición
de Arévalo por esa ciudad tan mezquina, miserable, alejada.
Conocí a Nicolás Arévalo en Rémora, un café pretencioso donde
antes se reunían periodistas e intelectuales (creo que el único verdadero
intelectual es el poeta Méndez, los demás son una pérdida de tiempo).
Delgado, con el cabello hasta los hombros, con su chamarra de fútbol y un
pantalón casi destruido, leía, eso sí, con muy buena voz, los poemas de mi
amiga Eugenia Olmo.
¿Tendríamos qué, dieciocho o veinte años, quizá? Cuando terminó la
lectura, Eugenia me dijo «¡Violeta, en Torrentes hay una nueva oleada
cultural!» y yo como que me hice babosa porque lo que decía Eugenia era
una trastada: en Torrentes no hay nuevas oleadas culturales, pues no se supo
ni siquiera hacer historia. Torrentes no tiene historia ni mucho menos
cultura. Cuando conquistaron este país y cuando los conquistadores
llegaron a esa parte del mundo, a ese territorio, decidieron nombrarlo
Torrencia, que después se cambió por Torrencial y después Torrentes, le
pusieron así porque llovía mucho y mejor no quebrarse tanto la cabeza. Por
eso pensar que Torrentes es cuna de gente creativa es una grandísima
estupidez.
Cuando conocí a Arévalo yo llevaba poco tiempo en la facultad de
Antropología y desde la primera clase andaba cayéndome de aburrimiento
porque la etnografía, los estudios de campo, los lenguajes, las señales, los
símbolos, la otredad y esos constructos son pavorosos, pesados, hechos y
pensados solo para zombies que necesitan demostrar y enfatizar su
privilegio. Por eso preferí otras cosas. He sido diseñadora y también les he
escrito discursos a algunos gobernantes sin tener ni un papel que me avale
como profesionista... así las cosas en esta parte del mundo.
Así que me llevaba muy bien con Eugenia, si bien sus poemas no
eran maravillosos, tampoco estaban tirados al carajo, pero ella sentía que
por fin estaba triunfando en la literatura, como si eso representara algo, y la
verdad es que, en palabras de Arévalo, no es como meter un gol de último
minuto en un mundial... en fin, festejaba su triunfo con los Fracasantes y
fue ahí donde los conocí. Eugenia me llevó con ellos y me presentó: «Ella
es Violeta Santiago» y Enzo preguntó «¿Hombre, mujer o ambos?», todos
rieron y a mí me dieron ganas de vomitar porque los intelectuales, frente a
una mujer como yo, siempre se comportan como tarados. Me pasó que,
hasta por negarme a acostarme con intelectuales, recibí amenazas,
lloriqueos, mensajes en la puerta de mi casa y rabietas absurdas, absurdas
como esa ciudad. Lo más triste de Torrentes es que ni siquiera tiene un
clima definido: hace un calor brutal, un frío que te cagas, cuando llueve
todo se inunda y hasta ha caído nieve, como hace años, donde los idiotas de
la Polvoreda llenaron cubetas con nieve para meterla en su refrigerador
como colección... así son los intelectuales y también los intelectuales de
Torrentes. El caso es que esa noche, entre ellos, leyeron un tipo manifiesto,
bebieron cerveza y Arévalo fumaba como si le corrieran las ganas de
morirse de cáncer, algo sumamente asqueroso.
Después llegaron José Corso y Ximena Falconi, uno los veía y daban
ganas de comérselos a besos o a mordidas, eran como esas parejas bien
educadas, formales, bien vestidas, agradables, no sé... Y ahí estábamos, en
el Rémora, en el centro de Torrentes donde nuestros defensores de la patria
partieron a balazos a los defensores de la vieja patria porque los torrenciales
no querían independizarse, pues eso significaba ser menos que nada y mira
cómo terminaron las cosas: jodidos, pero independientes.
Todo iba bien esa noche hasta que llegaron Luis Emilio y Federico,
los del otro grupo (como si estuvieran ellos y los Fracasantes en los
primeros años del preuniversitario). Entonces Arévalo se fue un rato a la
barra porque no los soportaba y no sé cómo fue la cosa, pero Luis Emilio le
cantó bronca por no sé qué razón y la mascota, es decir, Federico, les dijo a
todos que eran una bola de maricones. Marbella pidió en voz baja al cielo o
a Dios o a quién sabe quién algo así como «No por favor, no por favor» y
Luis dijo «Tengo una buenísima puta idea»; sabíamos que se refería a Idea,
quien era la pareja o novia de Arévalo. Él caminó hasta donde estaba Luis
Emilio y, sin mucho problema, le rompió una silla en la cabeza,
rápidamente Enzo tomó a Federico por el cuello y le rompió la nariz con un
cabezazo. Las mujeres gritaban, Eugenia estaba insoportable, gritaba
«Vinimos a celebrar mi poemario», y Corso y Falconi se limitaron a dejar
dinero encima de la mesa y salir sin despedirse.
Llegaron las patrullas y Arévalo y Enzo salieron por la puerta de
atrás. Idea les dijo a los policías que los noqueados la habían ofendido y los
oficiales solo se limitaron a decir «Les cobraron la factura». Yo me fui
encharcada de cerveza; me sentía sucia, baja, enferma y al llegar a casa tiré
la ropa a la basura y me metí a bañar. Creo que los golpes fueron más
divertidos que el poemario de Eugenia.
Vi a Arévalo y a los Fracasantes otras veces; sin embargo, no mucho,
porque me di de baja en la facultad y, como he dicho antes, me dediqué a
muchas actividades. Durante ese tiempo estuve becada por el estado, escribí
una novela y me di por bien servida: la beca me ayudó, pero ni pensar en
hacer carrera literaria, qué asco. De vez en cuando los veía en
presentaciones de libros; gracias a Dios, no fueron a la mía porque había
partido de futbol ese día.
No me sorprendió jamás lo de William Sánchez ni mucho menos la
forma en la que mataron a Arévalo. No es que uno esté por la vida
deseándole algo malo a los demás, pero tarde o temprano uno tiene lo que
se merece, así sea un infarto o una puñalada o un lindo funeral. Arévalo no
me simpatizaba, era uno más, como William Sánchez y como todos en la
literatura.
Nicolás Arévalo tenía una teoría: hasta no aprender a jugar defensiva,
difícilmente este país ganaría alguna vez alguna copa del mundo. Y tenía
razón. Idolatraba a los italianos, sobre todo a los defensores. Arévalo decía
«¿Quién se acuerda de los goleadores italianos? Nadie. Es de los defensores
de quienes se habla» y hablaba de Nela, de Bergomi, de Costacurta, de
Maldini, de Baresi, de Nesta, de Pessotto, de Cannavaro. Arévalo tenía esa
teoría de que solamente desde atrás podía ganarse cualquier partido y
pensaba que a punta de patadas bien dadas, de barridas ejemplares, de
raspones, de cargas, de pequeñas ofensivas verbales, el balón podía cambiar
de mando: ser altanero y elegante a la vez y convertirse en un gol, el único
gol que podía definir una gloria, un imperio, ¿ajá? «Adriano, si yo no
hubiera nacido en Torrentes seguramente Dios me hubiera hecho rossonero,
loco», me decía, se frotaba la cabeza ya rapada y repetía, «¡Qué daría yo
porque Conquistadores tuviera a alguien como Gattuso! Alguien así,
inquebrantable, soberbio». Esas eran las palabras de Arévalo y a mí me
costaba trabajo entenderle, hablaba como si fuera un chico de estudios, un
chico que leía demasiado y siento que por eso poco a poco fue separándose
de nosotros, aunque casi siempre regresaba a la Legión con el cabello más o
menos largo y salía de la Legión con la cabeza rapada, ¿ajá?
Le pegó durísimo lo del hijo de Palacio, se sentía homicida, se sentía
un parásito; llegó conmigo en una ocasión y me dijo que ya no iba a estar
de tiempo completo en la Legión, que quería pensar algunas cosas, que
tenía unas broncas gigantescas en su hogar y que patear cráneos ya no era
tan satisfactorio. Se separó de la Legión. Sé que se inscribió en la facultad y
no me sorprendió nada que iba a estudiar literatura, pero me enfurecí
porque Arévalo tenía futuro en un mundo de hombres, no de maricones.
Solía volver, nos visitaba de vez en cuando, pero las cosas cambiaron,
¿ajá?, cambiaron mucho. Al año y un poco más me metieron a prisión por
lo del hijo de Palacio, por un par de robos que hicimos y porque vieron que
la Legión se había convertido en una especie de red del caos. Todo lo
podrido de Torrentes se encontraba en la Polvoreda y, por lo tanto, todo lo
podrido tenía función en la Legión. Pero fue por otra cosa que llegué a
prisión, lo otro fueron cargos que se agregaron. Llegué a prisión porque le
prendí fuego al imbécil que andaba tras mi novia de aquel tiempo y qué más
da, uno se prende por tonterías, aunque no tanto como él, él hirvió hasta
deformarse. Lo rescataron, pudieron rescatarlo, pero a los pocos días murió
y mi novia sabía que había sido yo, me denunció y aquí estoy, desde hace
años.
Durante algunos años recibí libros por mensajería y unas cuántas
cartas de Arévalo. No me visitaba porque salió de Torrentes y anduvo por el
país como prófugo tras lo de William Sánchez, después desapareció hasta
que su silencio se prolongó mucho y entendí que había muerto, ¿ajá? Un día
recibí la visita de un par de amigos de la Legión, me dijeron que a Arévalo
lo habían matado y que se sospechaba de Palacio, que lo había encontrado y
había preparado todo para matarlo... Puñaladas por todo el cuerpo, ¿ajá? Y
poco tiempo después supimos que efectivamente Palacio lo había matado.
Arévalo me enviaba libros y comencé a interesarme un poco por la
literatura a tal punto que empecé a servir en prisión como maestro de
lectura y redacción, así que pude escribir La historia verdadera de la
Conquista del Hooliganismo torrencial como guiño a La historia verdadera
de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Así de
bárbara también fue mi historia y, si bien no puedo obtener ni un centavo
por mi libro, me dicen que las ganancias se dan íntegras a programas de
reformación de la Polvoreda. Pero no lo sé, no puedo volver ahí y
seguramente sigue siendo una colonia olvidada, hecha mierda, con el futuro
adivinado de que de ahí no podía ni podrá salir nada bueno.
La Legión desapareció hace muchos años, ya nadie hace
hooliganismo y mucho menos ahora que el nuevo estadio de
Conquistadores está en las afueras de la ciudad. Me dio nostalgia ver en el
periódico que el antiguo estadio, el de la Polvoreda, tiene el pasto
demasiado crecido, está lleno de grafitis, lo habitan perros y dicen que en
los antiguos vestidores los drogadictos viven o intercambian jeringas y se
pudren entre SIDA y alucinaciones. La Legión tenía otra droga: la
violencia, pero de ahí a echar a perder nuestra fuerza física por mariguana,
por heroína, por speed... eso solo los perdedores lo hacen porque aquí en la
Legión existieron casos difíciles, hubo un chico que lo violaba el padrastro
y en vez de consumir drogas le enseñamos a golpear, a reventar cráneos,
¿ajá?, a clavar picos, a sacar el alma con los puños y, una vez que aprendió
de primera mano, se armó de valor y el padrastro terminó empalado por un
picahielo, ¿cuántas veces se metió alguna droga? ¡Nunca! Hace poco salió
él de prisión y llegó a decirme que quería ser reparador de relojes porque
eso lo hacía olvidarse de todo, ¿ajá? Pero él no tenía la culpa, la tenía el
padrastro que le arruinó la vida y qué puede hacer uno.
En las cartas Arévalo me platicaba sobre los fantasmas que lo
perseguían, sobre los odios ocultos, las voces que lo seguían, me habló de
Idea, de Enzo, de Tavares, del proyecto de Los Fracasantes, ¿ajá? Después
me envió su libro y entendí todo, luego me mandó el periódico donde
aparecía la breve nota sobre el asesinato de William Sánchez y en él
Arévalo escribió «Este sí fui yo»; más tarde, las cartas de arrepentimiento,
otros libros, los periódicos con los resultados de Conquistadores, las reseñas
de los mundiales, nuestra selección tirada al carajo… Me envió las
fotografías de los futbolistas que se convirtieron en comentaristas
deportivos y decía Arévalo que en realidad nosotros no habíamos sido tan
parasitarios como ellos. El problema es que nosotros no teníamos sueldo,
pero los ex futbolistas comentaristas deportivos lucraban con lo poco que
representaban porque en su gran mayoría habían sido menos que nada en
sus equipos; sin embargo, en televisión se dedicaban a analizar partidos
como si fueran los mejores técnicos del mundo, ¿ajá?
Me habló de Guardiola, de Mourinho, del adiós a Ferguson, de los
fracasos de la selección italiana o de su reciente gloria en el mundial, de
Messi, de Cristiano Ronaldo y también del futuro de la literatura dilapidado
por la crítica asesina, por las plumas políticas que le hacen el juego al
estado, por los vividores que tragan becas culturales y no producen
absolutamente nada, por los monarcas de la literatura que a partir de favores
sexuales, en su mayoría, publican libros que nadie tiene interés en leer. Me
dio mucha risa cuando me entregó un listado de autores pretenciosos, de
esos que hablan de feminismo sin saber nada, de esos que se entregan a
luchas de obreros en pleno siglo XXI, pero eso sí, desde su trinchera del
privilegio, desde su mandamiento del «no me tocarás», desde su forma de
hacer literatura desde la crítica, de hacer ensayitos sintiéndose los seres más
sensibles e intelectuales del universo como si realmente nos importara su
visión del mundo, ¿ajá? Recuerdo que escribió «ni los filósofos escriben
más porque los ensayistas les han robado la facultad de anunciar sus
pensamientos pues el filósofo ya no hace metáforas porque la crueldad no
puede ser embellecida ya que por sí misma ya tiene una carga inconfundible
de horror, de inteligencia, de podredumbre, de humanidad» y arremetió
contra los profesores que tuvo, los que escribieron novelitas terribles (que
también leí porque Arévalo me mandaba los libros para que supiera de qué
carajos me hablaba en sus cartas) y que en las presentaciones de libros iban
cargados de presunción y de ademanes a lo Andy Warhol, «a esos imbéciles
me dan ganas de matarlos, hacen de lo único que aprecio todo un gran
basurero», escribió.
Lo último que supe por Arévalo fue cuando se enteró de la muerte de
su tía, quien durante mucho tiempo lo cuidó, le dio el amor necesitado
desde siempre. La sufrió demasiado: era insuperable el tumor cerebral que
le fue carcomiendo toda voluntad. Me contó su aventura amorosa, los
deseos prófugos y después consumados, el sexo tremebundo, el adiós, la
clausura y el final esperado, pero jodidamente doloroso, ¿ajá? Lo último
que leí de él fue este poema con la posdata inolvidable: «¿por qué los
criminales como nosotros no podemos hablar bien, Adriano?, ¿por qué nos
han negado ser poetas? Loco, esto lo escribí enterrando a mi tía y también
enterrándome a mí»; luego fueron las puñaladas, el rostro del ex portero
Palacio bañado en sangre, el ex portero Palacio a tres celdas de la mía. Yo
creo que Arévalo decidió sacrificarse por la Legión, habrá dicho «Loco, yo
maté a tu hijo» y ahí ocurrió el desenlace. Este poema fue lo último; sin
embargo, no dudo que haya otros papeles, otras cartas, otros escritos
ocultos, como sus deseos, como sus ansias de irse joven.
EL ÚLTIMO FRACASANTE
A Adriano Miró o Adrianito

Los susurros, las voces, los rumores, los rostros se


arremolinan
son todo mi interior y también todo lo que me quema
todo lo que me resta.
Nadie puede escapar de su oscuridad,
por eso que hay que abrazarla
sentirla demasiado hasta entenderla...
la oscuridad que nos habita
¿por qué negarla si también es del mar, como es del
desierto, como
es de la soledad y del entierro?
Si Dios lo es todo también en él hay cúmulos de oscuridad
¿le da vergüenza mostrarla o somos nosotros esa su
irreparable oscuridad?
Nos consume la necesidad tormentosa de ser siempre luz,
nos
olvidamos de nosotros
y nos convertimos en nada, en nadie.
Lo mío dejó de avergonzarme
por eso que espero
espero
las oportunidades o una posibilidad de todos mis finales.
Tengo los ojos llenos de lágrimas y mi interior de fuego
ha
evaporado toda la luz en toda la oscuridad
soy lo que está a punto de extinguirse y siento rabia,
vergüenza, odio,
por vivir siempre con la culpa de mi oscuridad
que yo no elegí, pero que no deja de ser totalmente mía.

PD. ¿Por qué los criminales como nosotros no podemos


hablar bien, Adriano?, ¿por qué nos han negado ser poetas?
Loco, esto lo escribí enterrando a mi tía y también
enterrándome a mí. Probablemente, adiós, amigo. Muy
probablemente, hasta la otra vida, loco.

NICOLÁS ARÉVALO
Las lluvias no son más lágrimas

Torrentes es esa ciudad en la que nadie quiere vivir. Torrentes


estorba, Torrentes duele, Torrentes es el mal augurio de este
país; Torrentes esconde, ultraja, atormenta, la habitan
monstruos, la habitan sombras, la habitan pesadillas y tiene
esas partes terribles que esconden las grandes ciudades de
todos los países de este lado del mundo. A Torrentes llegaron
los conquistadores y le pusieron varios nombres por sus grandes
lluvias. Torrentes no podía habitarse porque por esta parte del
mundo el agua no cesa, el agua intenta limpiar todo aquello que
está contra la naturaleza, contra el orden divino, contra el
orden en sí. Torrentes es eso: caos. Torrentes es eso: una
ciudad que marea hasta que dan ganas de vomitar. Fue en esta
parte del mundo donde no existió resistencia alguna cuando se
fundó la ciudad mientras en otros lugares del país se cedió con
sangre. Aquí no, aquí no importaba. Los antepasados
torrenciales sabían que no era necesario derramar sangre en un
lugar parecido al estómago de un tiburón, al entripado gástrico
del centro del mundo.
Este es Torrentes, un ombligo sucio, un centro imposible
de describir porque hay desorden. El zócalo de Torrentes ha
casi sucumbido, lo habitan ciegos, desempleados, niños sucios,
perros dejados a la deriva y la mayoría de los comercios están
relacionados a la venta de ropa y zapatos de segunda mano. Es
el centro un lugar sucio, desprovisto de calidez, arrebatado.
La historia nos dice que fundaron la iglesia ahí, pero que los
sacerdotes no duraban demasiado, por eso es que la catedral
quedó inconclusa, opaca. El catolicismo fluyó a pesar de la
iglesia inconclusa, aun la llaman La Inconclusa o La Santa
Inconclusa, y es por eso que Torrentes cuenta con una población
altamente fanática, devota. Pero es en el zócalo donde esta
ciudad inscribe su futuro. Si uno ve la iglesia inconclusa
puede llegar a pensar que aquí todo estará escrito a medias
tintas, si es que llega a escribirse. Las vecindades las
habitan demasiadas sombras y el peligro acecha. El centro de
Torrentes es ruidoso, los charcos de agua tienen el hedor del
orín y el sudor y estudios nacionales lo definieron como el
lugar más sucio y contaminado del país. Es eso: Torrentes es
una herida infecta en el país.
El sur de Torrentes es convulsivo, la masa estudiantil se
estaciona en esa parte de la ciudad porque es ahí donde se
encuentra la Real Universidad de Torrentes, la RUT, que esconde
en sus archivos los nombres de aquellos personajes que pueden
acentuarse. Se subrayan los nombres, por ejemplo, de Primo VII,
el fundador de la ciudad; del pintor romántico Gerardo Smith
Flores y, por supuesto, del gran poeta Augusto Méndez. Es en el
sur de Torrentes donde se respira diferente, donde las lluvias
no ahogan, donde la gente que acude al recinto estudiantil
tiene la esperanza de salirse lo más pronto posible de aquí.
De ahí no hay mucho que ver. El oriente y el poniente son
complejos laberintos que apenas dejan respirar. Las casas son
grises y desenfocadas. Los rostros de sus habitantes son
opacos, nada alegres, las personas no responden a un saludo, se
recluyen. La temperatura es infernal por la humedad hasta que,
casi siempre, llega la lluvia y todo se detiene, se reinicia.
Uno puede ver imágenes religiosas en las ventanas de las casas,
también pueden verse oraciones y muchísimas imágenes con el
logotipo del equipo Conquistadores. Es inminente que estas
zonas puedan parecerse a las favelas brasileñas.
Y también está el norte, que está atiborrado de familias
dedicadas a las empresas de construcción. Es una zona llena de
obreros sin contrato que perciben poco o nada de salario. En
esta parte los complejos habitacionales abundan y uno puede
sentir que se lo están tragando a cada paso. Los edificios son
altos, amarillos, llenos de grafitis, de heces fecales, de
chicos jugando al futbol, de perros merodeando en los
basureros. Es en esta zona donde se encuentra La Polvoreda, la
colonia que tiene como neblina todo el polvo del mundo, la
colonia que vio nacer a uno de los grupos criminales más
fructíferos de la nación, es decir, La Legión de los C. A unos
cuantos pasos de la colonia está el estadio antiguo, el estadio
olvidado, habitado por perros y drogadictos, el estadio que
retumbó por algunas glorias y en muchas ocasiones gritó
tragedias. Fue ahí donde Diego Palacio perdió la vida. Fue ahí
donde la historia comenzó a ser otra para nuestro futbol. Fue
ahí donde se dio con el diagnóstico indicado para sanar la
enfermedad que enfrentaba Torrentes y también la nación. Fue
ahí donde paró el balón de rodar y con el paso del tiempo las
familias constructoras se llevaron a los obreros más lejos para
levantar otro inmueble futbolístico, donde levantaron también
un hotel cercano para los equipos visitantes y donde, poco a
poco, fue llegando gente a vivir bajo otro orden que Torrentes
desconocía... y, sin embargo...
La Polvoreda es recordada por albergar el grupo criminal
futbolístico de mayor historia. A la Legión de los C. llegaron
ingleses, argentinos e incluso rusos para compartir estrategias
y sumarse de vez en cuando a las afrentas. Fueron vestidos por
Rufalo, un modista categórico que después se arrepintió por
haberle dado vestido a la sangre, a la violencia. Rostros como
Lautaro, la gorda Chavez, Adrianito, Nicolás Arévalo, Junior
Espejel y Travis Flores son, en su mayoría, recordados con
ahínco, con dolor y algunas veces, con admiración. La Legión de
los C., por años, llevó sangre a los estadios de futbol y a los
barrios de los alrededores. La Legión de los C. convirtió las
aguas de Torrentes en coágulos de sangre. La Legión de los C.
llevó el terror de la violencia desmedida a hogares y destruyó
no solo las familias propias, sino también las de otros,
también las ajenas. Los Palacio son quizá el ejemplo más
señalado, más lamentable, más doloroso. El bar de Emilio o el
bar De C o el bar de nuestra Legión o el bar giallo albergó
demasiado tiempo los secretos de todos los integrantes de esta
firma de hooligans que tenía como único motivo hacer del futbol
una pesadilla. Cervezas, cigarros y pornografía se sucedían en
el bar y en los hogares de los integrantes. El futbol era lo de
menos... pero...
Tarde o temprano todo cae por su propio peso y, también,
todo tiene un final. Después de las modificaciones, de los
programas de apoyo, de los apoyos gubernamentales, del mundial
próximo a jugarse en nuestro país y de los cambios
protagonizados por la presidencia actual, la Legión de los C.
cedió y ha anunciado su disolución, ya sea por los acuerdos con
la justicia torrencial o porque realmente así lo quisieron.
Travis Flores, de cuarenta años y líder último de la Legión,
escribió y anunció lo que todos le agradecemos desde este
momento hasta siempre. Sabemos que hay resistencia por parte de
algunos, pero sabemos que son menos hasta transformarse en
pocos y después en nada. La Legión de los C. entregó
respuestas, entregó secretos y confirmó lo que el exlíder,
Adrianito, escribió en su libro... y lo mejor...
Es que Carlos Palacio sale libre de prisión en unos días
porque:
La Legión dijo quién realmente había matado al hijo de
Palacio...
Porque vieron en Nicolás Arévalo a un asesino en
potencia...
Porque a Nicolás Arévalo se le relaciona con otros
asesinatos: Arévalo mató al ex esposo de su tía y también a
William Sánchez, entre otros delitos...
Porque Derechos Humanos abogó, por muy extraño que
parezca, a favor de la venganza, es decir, a favor del ex
portero de Conquistadores...
Porque en la catedral inconclusa el padre recordó lo de
ojo por ojo.
Porque no fue Nicolás Arévalo, fue otro el asesino del
hijo de Palacio a quien ahora buscan incansablemente gracias a
los datos que la Legión donó a la justicia torrencial... y
así...
Nunca en mi vida me había sentido tan feliz, sobre todo,
porque en nuestra universidad la Legión de los C. pasa al lado
de la historia esperando investigaciones, esperando subrayados,
esperando iluminar mentes capaces de hacer posible que la
historia nunca se repita.
Nunca este periodista había dado las gracias porque el
balón estuviera rodando por fin sin sangre, sin tragedia.
Nunca este periodista había saltado de júbilo porque su
deporte favorito se había encaminado más al grito de gol que al
grito de la sangre.
Nunca este periodista había estado tan firme en decir que
el futbol es una sublimación de la guerra, pero que hemos
cambiado las armas y los puños por el balón, por los goles, por
las victorias, por los abrazos, por los cambios de playera, por
los aplausos.
Nunca este periodista había visto el efecto dominó de
bandas criminales que, tras ver la desintegración de la Legión
de los C., están en estos momentos escribiendo correos
anunciando también su disolución, su desaparición.
Nunca este periodista había estado tan claro en pensar que
tarde o temprano los malos tiempos llegan a su fin y los buenos
se avizoran como amaneceres.
Torrentes está por cambiar, las lluvias de Torrentes ya
son cristalinas, limpias, transparentes y dejaron de ser, por
sobre todas las cosas, lágrimas y sangre.
¡Que viva el deporte más hermoso del mundo, el deporte
capaz de cambiar a toda una ciudad, a toda una nación!
ÁNGEL MURAÑO
Periodista y Antropólogo.
Encontré en la Legión posibilidades de estudio y de
investigación inigualables. Que Torrentes sea el principio de
las firmas o de pandillas o de bandas de hooligans que se
generaron en el país no es, para nada, poca cosa, sobre todo
cuando se tienen en las filas de estos grupos a personajes que
pudieron cambiar el rumbo de sus vidas y, quizá, de sus barrios
o de sus ciudades por su inteligencia.
El caso del que me ocupo en mi tesis es, claro, el de
Nicolás Arévalo. Imaginar a un escritor con un pasado violento
tanto pasivo como activo es, sin lugar a dudas, un manjar de
información para estudios de identidad y de conducta, ni se
diga para la literatura y, en particular, para la literatura
local.
Soy, probablemente, la única persona que pudo entrevistar
a la madre de Arévalo y, por lo tanto, mucho de lo que se ha
escrito sobre la Legión, sobre él y sobre los Fracasantes no
cuenta con los acentos que yo encontré en mi investigación.
Aciertos o desaciertos pueden ser, pero, en realidad, yo soy de
los que están a favor de analizar las obras también desde la
biografía del autor. Mucho se ha puesto de moda eso de estudiar
las obras literarias, las obras de arte, únicamente por su
valor artístico, estético y hasta histórico dentro del contexto
en el que se desarrollan, pero nunca me ha gustado la idea de
hacer a un lado totalmente al autor o al creador.
En el caso de la literatura se hace hincapié en
diferenciar el quehacer del autor implícito al del autor-
persona; sin embargo, eso es, prácticamente, como desentrañar y
ponerle una línea fronteriza a la locura y a la cordura. Ambas
se pertenecen, ambas conviven, pero que una pese más que la
otra no implica que a la otra parte se le desestime, que no
exista.
Para analizar Los Fracasantes es importante también
estudiar la vida de su autor. En un apartado de mi tesis
incluyo, claro, la biografía de Nicolás Arévalo, que haré mucho
más breve en este espacio. Nicolás Arévalo, como todos saben,
nació en Torrentes y su vida tuvo ciertos eventos que
modificaron, casi en su totalidad, la pureza de su existencia.
Más allá de sus primeros años, el núcleo familiar de los
Arévalo, cada año, se despedazaba debido a los problemas que
tienen, en su mayoría, las personas que habitan Torrentes y,
sobre todo, quienes viven en La Polvoreda: desde la pobreza
hasta el trabajo a todas horas. Los padres mantenían una
relación de agotamiento crítico, solo se veían en las noches, y
el pequeño Nicolás transitaba en el hogar de los abuelos
maternos, siendo estos quienes, en un espacio de tres años,
dieron por concluida la ayuda y dejaron a Nicolás a la deriva
de los padres y de la naturaleza. Es ahí donde entró Rebeca,
amiga de los papás y supuesta tía de Nicolás.
Tras un matrimonio enfermizo y violento, lleno de
infidelidades y golpes, Rebeca aceptó vivir en el hogar de los
Arévalo: la única condición fue hacerse cargo del pequeño
Nicolás. Transcurrió el tiempo: Nicolás Arévalo caminaba,
hablaba y se comportaba como un infante normal hasta que, una
noche, despertó intranquilo y se dio cuenta de que en su cuarto
su padre desvestía a Rebeca y le practicaba sexo oral. El
pequeño Nicolás Arévalo no entendió lo que veía: se sacudió,
claro, y cerró los ojos escuchando los otros sonidos que, su
alma entendía, no eran correctos de escuchar a tan corta edad.
Al otro día, según lo que me comentó la madre, el pequeño
Nicolás cambió su comportamiento: se sumergió en un silencio
abrumador, en la escuela mordió a un par de niños, se hizo del
baño en los pantalones y en la noche se acostó a su lado y le
preguntó por qué su padre estaba besando a su tía Rebeca en su
cuarto, a su tía Rebeca que estaba sin ropa.
La madre se escandalizó, tomó al pequeño Nicolás, lo
acostó en su cuarto, apagó el televisor y después enfrentó a su
marido: «Te cogiste a Rebeca en el cuarto de Nico», recuerda
haberle dicho, tragándose el odio, casi en silencio. El señor
Arévalo lo negó, se hizo el confundido, sacó del refrigerador
cervezas, encendió un cigarro y le dijo que estaba loca. Cuando
da la una de la mañana llegó Rebeca al departamento y se vio
enfrentada: la mamá de Arévalo le dijo que no podía ser posible
la infidelidad, la traición y ella hizo lo mismo que el esposo:
negó, desestimó y hasta la abrazó: «Quizá fue un sueño de
Nico», le dijo mientras sentía las lágrimas de la mamá de
Arévalo, «quizá un niño en el colegio llevó una revista
pornográfica y Arévalo incorporó esas imágenes a su cerebro e
imaginó sus temores desnudos». Sabemos que los niños suelen
enfrentar el temor de perder a sus padres y, por ello, las
fantasías y las pesadillas son el pan de cada día.
Sin embargo, la familia Arévalo no sacó de su hogar a
Rebeca, todo lo contrario, la señora se disculpó con ellos y le
dijo al pequeño Nicolás que mentir no es bueno. Entonces el
infante entendió que nadie le creía y que, para evitarse la
reprensión, era mejor, mucho mejor, guardar silencio. Pero no
siempre fue tan fácil, el niño dibujaba senos, cuerpos
desnudos, dibujaba a su padre con un ominoso pene penetrando a
la tía Rebeca y también hay dibujos del pene rompiéndole el
rostro a la tía Rebeca. La pequeña pornografía dibujada se
ocultaba, Nicolás creía que en ello no existe una advertencia,
sino una gran vergüenza y, de forma extraña, sintió las
erecciones al momento de dibujar, sintió las erecciones por la
noche cuando veía al padre y a la tía Rebeca compartiendo su
amorío y sus cuerpos en la sala, en el cuarto, en el silencio
de la madre que prefería callar porque sabe que lo que dijo su
hijo es cierto, pero no puede creerlo.
Lo que es aún peor: la tía Rebeca le guardó rencor al niño
y tuvo que cobrarse la grosería. Por las tardes, cuando se
encontraban solos, ella se bañaba y retozaba su cuerpo desnudo
por todos los rincones del cuarto, se contoneaba, se tardaba en
ponerse ropa y en maquillarse, sabiendo que Nicolás la
observaba escondido, la observaba con miedo, pero también,
probablemente, con deseo. Nicolás en esa edad no perdió el
deseo, como todos los niños, de emular a su padre: sintió
vigor, sintió algo que no sabe qué es y su vida sexual comenzó
a presentarse. Según, por lo que se sabe, la tía Rebeca lo
invitaba al cuarto, lo invitaba a vestirla, a tocarla, y el
pequeño Nicolás sentía que, desgraciadamente, le estaba
fallando a su madre.
Aquí es donde se desestima un texto que escribió Arévalo
sobre su infancia. En realidad, Arévalo no comenzó a comandar
el barco familiar desde lo sexual. Si era silencioso, ahora lo
fue hasta el hartazgo y su tía comenzó a manipularlo con
ciertas advertencias: «si no me tocas, le digo a tu mamá que
eres un niño malo» o «si no me dejas tocarte, tus padres te van
a correr de tu casa». Esto lo sabemos por Adrianito, quien
compartió parte de las cartas que le envió Arévalo a prisión,
de manera que podemos deducir que esta es la realidad, pues en
los textos o relatos que publicó o que fueron publicados
póstumamente encontramos a un Arévalo casi monstruoso, a un
niño hiperviolento cuando en realidad fue, palabras más,
palabras menos, un niño notablemente abusado sexualmente. Por
ejemplo, cuando encontramos la escena en la que Arévalo le dice
a Rebeca que le tiene que servir la comida con los senos
descubiertos hay en ello un grito de dolor que le produce el
recuerdo de su niñez. Eso nunca ocurrió, pero la fantasía ganó
en su consciencia: es más fácil fantasear que hablar del
verdadero abuso, aparte de que la manipulación verbal de Rebeca
seguramente influyó en ese testimonio. En resumen, Nicolás
Arévalo fue abusado sexualmente cuando era niño y lo peor de
todo es que, según lo que se puede interpretar, también la
señora Rebeca influyó en el asesinato de su exesposo. El
monstruo era ella; sin embargo, decidió pasarle la estafeta al
infante Arévalo, por eso es que todo lo que ocurre después de
ese momento es, en realidad, un estado disociativo, convulso,
obsesivo y bipolar de Nicolás Arévalo. Resulta difícil
empatizar con personas como él, pero por eso me referí en un
principio a observar la vida para entender la obra.
Lo del primer asesinato fue totalmente cierto, todo lo que
comenta Arévalo en su texto o en su testimonio es real, pero lo
que pocos observan es que la rabia contenida iba también
dirigida a la tía Rebeca, el problema es que no supo enunciarlo
bien. Con el asesinato quiso decir que era su turno, su turno
de dirigir la vida de los demás y fue entonces que ocurrió su
primera relación sexual, donde se consumó el abuso, donde
Arévalo, confundido, relacionó el placer como premio tras el
asesinato y, parece ser, Rebeca decidió después del episodio
sexual forjarse la imagen de la madre que la madre real no
tenía. Mientras que la madre de Arévalo se debatía en silencio
y se deprimía hasta ensombrecer su alma, mientras su padre
viajaba al centro de Torrentes para convivir y beber con los
desempleados frente a la Santa Inconclusa, Rebeca quiso
reivindicarse y fungir como figura adulta (ahora sí) en la
formación del adolescente que se avisaba; sin embargo, lo que
no sabía era que el tiempo nunca regresa y que los traumas
fueron creciendo, creciendo demasiado hasta que Nicolás Arévalo
no supo lo que era tener poder ni control.
La Legión fue un buen escape para su conducta ya
trastornada y podemos ver que, a pesar de todo, empatizaba,
quería, tenía cariño y hacía todo lo posible para proteger lo
que amaba. Casos como el de Lautaro, por ejemplo, o como el del
chico que salvó cuando mataron al hijo de Palacio son como esos
colores esperanzadores que se anuncian en las vidas tocadas por
demonios, pero Arévalo, tristemente, vio que todo lo que amaba
se le iba de las manos y, todo aquello que le era una pesadilla
se asentaba como el lodo.
Encontró en la poesía otro escape y comenzó a escribir.
Así, sus fantasías y sus dibujos sexuales se convirtieron en
versos, en cuentos y, sin pensarlo, era más o menos como una
especie de auto terapia, aunque eso no exista. Fue entonces que
decidió dejar la Legión, tras la trifulca; supo, en el
hospital, que podía cambiar su destino, que deseaba cambiar su
destino y tiempo después se encontró con la noticia de que sus
padres se habían ido a vivir a Muelles, que la tía Rebeca se
quedaba con él a su cuidado y que cada mes le iban a mandar
dinero. Abuso más abandono más asesinato no es, en realidad,
una fórmula destinada al bien; sin embargo, Arévalo estaba
decidido: lo mejor que podía hacer era escribir y leer, no para
salvarse, sino para no caer en la auto destrucción, en el
suicidio.
No se sabe mucho de lo que fue de la tía Rebeca cuando
Arévalo entró a la universidad, pero en realidad ninguno de sus
compañeros de clase, ninguno de los Fracasantes, la conoció. La
tía Rebeca desapareció de la tierra aun cuando Arévalo decía
que volvía por las noches, como un fantasma, como un espectro
y, con el tiempo, ya mucho tiempo después, la tía murió y
Arévalo acudió al funeral tal cual lo explica en una de las
cartas a Adrianito.
No es de extrañar, entonces, que su comportamiento
violento haya estado reprimido un tiempo. Sabemos de un par de
golpizas que se sucedieron, aunque nada fuera de lo normal,
hasta lo de William Sánchez que fue, en realidad, la gota que
derramó el vaso.
En primer lugar, Arévalo se aferró a la literatura, supo
que ahí estaba su salvación y quiso, como sea, participar en
algo diferente a la Legión, pero con el tiempo se dio cuenta
que la Legión es más sana. En los primeros semestres ocurrió la
fiesta: William Sánchez invitó a medio mundo, entre ellos a los
Fracasantes, sin todavía ser los Fracasantes. Estuvieron en la
fiesta Luis Emilio, Federico, José Corso, Tavares, Idea,
Marbella y Enzo, igualmente Violeta, además de los
intelectuales de Torrentes e «invitados especiales». El grupo
intelectual bebió hasta hartarse, se criticaron, se
desestimaron… el baño estaba sucio porque los intelectuales no
le bajaban la palanca al escusado; en los cuartos de arriba,
como adolescentes, los profesores de la facultad libraron
batallas carnales de todos contra todos: hubo poetas eróticos
vestidos con medias, poetisas vestidas con corbata y todo mundo
se besó, se pellizcó, fumó marihuana, se polveó las narices con
cocaína, escuchó música que nadie entiende y los críticos les
pidieron las nalgas a las novelistas en favor de una buena
reseña: unas se niegan, otras no. Hubo cachetadas, golpes, pero
nada más allá, nada que el ego intelectual no pudiera soportar.
Nicolás Arévalo observó y vio que la Legión era un juego
de niños, que la Legión únicamente tomaba cerveza mientras veía
el futbol, que había partidas de billar y de dominó, que los
golpes transcurrían en acuerdos con otras firmas, con otras
pandillas, que ambos bandos sabían que la guerra se libra con
sangre, no con semen ni pellizcos y que ni en la Legión ni en
el campo de batalla se peleaba por favores como la publicación
de un libro. No, en la Legión había un deseo inmediato de hacer
valer la camiseta que representa al equipo de futbol local, así
como el honor de una banda al que el sistema le había fallado
porque las oportunidades eran dispares, porque en las filas
había personas que fueron abusadas, abandonadas, que crecieron
como perros en la calle y que, por lo tanto, se sabían
animales, se reconocían como animales y deseaban ser el león,
el tigre, la ferocidad primitiva. El caso de los intelectuales
le pareció hipócrita, manipulador, perturbador, perverso… el
sexo abundaba, el sexo se convertía en favores, en ego, en
manipulación, en abuso. Alerta para Arévalo.
William Sánchez, tristemente para él, sentía atracción por
Arévalo. El profesor le pidió de favor al alumno que le ayudara
con unas cajas de alcohol y el alumno obedece. Entonces ocurre,
repito, la tristeza de William Sánchez. Se supo que intentó
besarlo, que le agarró el pene a Arévalo, que quiso hacerle
sexo oral y en ese momento la infancia de Nicolás, la infancia
olvidada, sumergida, reapareció como un monstruo gigantesco en
su memoria: el rostro del padre en la vulva de la tía Rebeca se
presentó en su memoria, después los abusos, los dibujos, el
llanto de la madre, el primer asesinato, la Legión, Lautaro y,
claro, Arévalo se convirtió en el monstruo: le rompió de un
golpe la nariz, se dice que también la boca, y corrió, como
niño, en búsqueda de los padres. Sin embargo, llegó con sus
amigos, sus amigos lo entendían, no como su madre, lo
aceptaban. Huyeron cuando el que debía huir era el perverso de
Sánchez, pero ese no era territorio de Arévalo y sabía que
entre intelectuales esas cosas suceden como si fueran moneda de
cambio.
Según Enzo, esa semana Arévalo se recluyó en el
departamento, no dejaba de vomitar, no dejaba de llorar, no
dejaba de beber alcohol y repetía que iba a matar algún día a
William Sánchez, pero que quería otro pretexto, algo con qué
humillarlo. Transcurrió el tiempo y Nicolás terminó Los
Fracasantes, intentó publicarlo; sin embargo, William Sánchez
detuvo la publicación. Sánchez comandaba, mataba a los
escritores con sus críticas, en los talleres los hacía añicos
sin pensarlo, era soberbio, altanero, desquitaba su ambigua
sexualidad con los alumnos, con los nuevos escritores y Arévalo
contenía lo irremediable de su situación. No quería regresar a
la Legión, pero parecía que el destino lo quería ahí, lo
obligaba a estar siempre con la Legión.
El destino jugó distinto: se publicó Los Fracasantes y
vino la crítica por parte de William Sánchez, que despedazó
totalmente a Arévalo. Ahora el abuso era otro, también
lingüístico. Harto Arévalo, una tarde habló con Enzo y con
Tavares, les contó el plan, les contó el pretexto y no dudaron
en apoyarlo porque habían escuchado que otros también habían
sido abusados y hasta difamados por William Sánchez: alguien
tenía que darle su merecido. Arévalo les dijo que no se
metieran tanto, que solo observaran, que quería testigos
reales, como si esa fuera su única obra que iba a valer la
pena.
Y ocurrió lo que sabemos, el bar, la plática, el
enfurecimiento, el rompimiento del tarro y el tarro incrustado
en la garganta de William Sánchez, la búsqueda, la fuga, el
primer encuentro entre Palacio y Arévalo, la otra fuga, la
búsqueda de los Fracasantes y de Palacio, el no retorno de los
Fracasantes a Torrentes, el continuo viaje de Palacio hasta dar
con Arévalo, el supuesto asesinato, el cuerpo de Arévalo
ensangrentado, la venganza, Palacio en prisión, la Legión
disuelta, el hooliganismo disuelto, Derechos Humanos, la
sociedad a favor de Palacio, Palacio en libertad, el verdadero
nombre del asesino de su hijo y la reedición de Los
Fracasantes, el libro de testimonios de Arévalo, la antología
Ante Fracasa: Visión Fracasante en la que colaboraron Enzo,
Tavares, Idea, Marbella y los bellos poemas de José Corso,
Torrentes buscado en internet, Torrentes visitado, Torrentes
modificado apenas, el mundial de futbol, el documental que puso
a Torrentes en la mira del mundo donde se ven imágenes inéditas
de las trifulcas...
Todo esto que acabo de decir no es más que la anatomía de
Nicolás Arévalo, un excelente escritor, está por más dicho,
pero también la anatomía de un niño abusado, abandonado,
sumergido en la violencia, un adolescente que optó por la
literatura, aunque también la literatura le falló, como siempre
suele pasar. Es la anatomía de un adulto trastornado, un
prófugo que terminó como empezó: envuelto en sangre, como
Lautaro, como Diego Palacio, pero sobre todo es la anatomía que
cargó con pasados que no debía cargar, que cargó con traumas
que le generaron, que le adjudicaron, que lo atormentaron. En
resumidas cuentas: Nicolás Arévalo es la anatomía de Torrentes,
de La Polvoreda, de Conquistadores, de Los Fracasantes, de lo
inolvidable dentro de todo lo olvidable.
11:00 - 12:15 MESA 6. HISTORIOGRAFÍA Y LITERATURA TORRENCIAL
Mtro. José Andrés Cáceres
Real Universidad de Torrentes. «Nicolás Arévalo y Los
Fracasantes: Literatura y Psicología Fracasante»
En aquella época, como en todas, Torrentes apestaba, tenía un hedor
espantoso y pocas cosas valían la pena, aunque creo que la única que valía
la pena era la Legión, porque ni siquiera Conquistadores jugaba como
deseábamos; pero quiero recalcar algo, algo que todos saben pero no se
atreven a decirlo pues les da no sé qué cosa el mencionarlo: en la zona de
La Polvoreda, así, con o, porque hasta eso está mal escrito porque al
fundador de la colonia no se le ocurrió revisar el diccionario... ¿Qué estaba
diciendo? Ya, el caso es que en La Polvoreda las familias son una gran masa
que se prostituye con otras familias que abandonan a otras familias por
otras familias hasta ser como una gran familia donde todos se dan con todo
y se quitan todo y se matan y se perdonan y se defienden por todo.
Somos en La Polvoreda como un engrudo. Sabiendo todo esto y
quizá un poco más, la pregunta es cómo carajos puede no ser uno un
asesino, un drogadicto, un parásito, un paria en este lugar. Tenemos, o
teníamos, más bien, en aquella época, dos catedrales: la iglesia (nuestra
Santa Inconclusa) y el estadio, así nada más. Dios era inconcluso en esta
parte del mundo y nos quedaba el futbol... la fe también en un equipo
inconcluso.
Voy a contar lo que realmente pasó en el estadio aquella tarde cuando
todo se volvió fuego, lamentaciones, exageraciones y sangre. Empezaré con
mi nombre porque mi nombre es adjetivo ya de culpa. Soy Fausto Sánchez
Scioli, hooligan y todo lo que ello conlleva, pero infanticida nunca: lo único
que hice fue poner los brazos, aunque hubo alguien atrás de mí que me dijo
qué hacer y cómo hacerlo... Acepté por el dinero, para sortear esta puta
vida, la putísima vida que da Torrentes, pero yo no fui ni el de la idea ni el
de las herramientas, yo solo recibí el dictado.
Dije que era culpable, probablemente, pero no el infanticida. Quien
cometió el asesinato fue ni más ni menos que Vanessa, la esposa de Carlos
Palacio. Uno no sabe con quién duerme hasta que en la cama aparecen los
fantasmas y le jalan a uno los pies, ¿no es cierto? Mientras que Carlos
Palacio entrenaba, su esposa acumulaba odio por su hijo porque, según ella,
nunca lo quiso, ¿cómo lo sé?, pues es que ella llegó al bar y habló con la
gorda Chavez y la gorda me pidió que cumpliera con lo que la «señorita»
ahí presente deseaba. Yo la vi e inmediatamente me dio muy mala
impresión y mira que lo estoy diciendo yo.
Vanessa no era una mujer guapa, carecía de gracia, creo yo que por el
hijo, pero tenía, eso sí, unos senos grandes que le daban ganas a uno de
enterrarse la cara en ellos. Esa vez vestía una blusa blanca de tirantes que
hacía que todos explotáramos de lujuria y era obvio que queríamos
participar en sus conjeturas sin preguntar. Mientras ella hablaba del dinero
que había de por medio, de lo que debíamos de hacer antes y después, de
que iba a darle a su hijo bebidas diuréticas para que fuera al baño cuando
estuviese a punto de estallar el estadio, yo nada más pensaba en la orgía que
podíamos hacer los de la Legión con ella en ese momento, ¿se entiende?, se
hablaba de sangre, de dinero y enfrente de mí tenía ese par de senos que a
veces se posaban encima de la mesa. Todavía con eso sentía que era terrible
lo que Vanessa nos estaba pidiendo, pero lo que más me puso de nervios fue
el final que le puso la gorda Chavez al asunto cuando dijo «Tú no vas a
pagarnos por ello, vas a tomar el dinero de tu marido para pagarnos por lo
que, en realidad, es tu marido quien nos paga». Me quedé helado, ¿ajá?, y
ella solo sonrió y le tendió la mano a la gorda Chavez, como si estuvieran
cerrando un contrato.
Cuando llegué a la casa de mis padres me masturbé, creo que unas
cinco veces, pensando en Vanessa, pero siempre me pregunté por qué quería
ella acabar con su hijo. En televisión, en las revistas, por todos lados se veía
a esa familia siendo feliz, pero ella escondía ese sentimiento de Torrentes,
¿sí me doy a entender? Es decir, Torrentes es traición, por eso digo que
apesta y por eso digo que la Legión ha sido lo único que ha valido la pena:
en ella no hubo traiciones, todo lo contrario, hasta la disolución fue por
consentimiento, hasta el dar mi nombre fue porque todos lo aprobaron y
uno tiene que cargar con lo que uno hace en la vida, ¿no es así?
Yo no sé por qué le puso Carlos Palacio tantos reflectores a Nicolás
Arévalo, la verdad es que no sé por qué le dio tanta importancia y, aunque
me llegaron a contar que fue por un encuentro y una novelita que escribió
Arévalo, la verdad es que este siempre me pareció un maricón, leal a la
Legión, pero finalmente un maricón. Jamás pudo superar a Lautaro, siempre
lo recordaba y yo sabía que cada enfrentamiento con otras firmas, con otras
pandillas, le avivaba el rencor y golpeaba como en homenaje a Lautaro. A
Nicolás y a otros les importaba demasiado el futbol, a muchos de nosotros
nos importaba salir de Torrentes a como diera lugar, por eso es que
agarrábamos encargos y nos ganábamos algún dinero extra, como en este
caso el de Vanessa...
¿De verdad se creen el cuento de que el futbol del país está libre de
toda culpa? Cuando se dieron cuenta los dueños del futbol nacional que
nosotros estábamos teniendo un poder mayor que ellos, diferente pero
mayor, fue que ellos comenzaron a patrocinar a sus hooligans, a sus firmas,
y entonces sucedieron cantidad de cosas grotescas para que la federación
pusiera un alto, les diera un poco más de dinero a los dueños y de ahí se
construyeran nuevos estadios, nuevos equipos, nuevas formas de negociar
el futbol. Nosotros fuimos el incendio, fuimos la revolución del futbol y les
generamos mucho, muchísimo dinero, pero...
¿Qué estaba diciendo? Ah, estaba hablando de Nicolás Arévalo. La
verdad es que no me da pena su muerte, el cómo Carlos Palacio lo asesinó...
lo que sí me da muchísima lástima es que Travis Flores dio mi nombre y yo
tuve que decir la verdad, la verdad de la esposa de Palacio, porque ya todos
estamos hartos de este fantasma que no nos deja en paz. ¿Cuántos de la
Legión hay en prisión?, ¿cuántos escaparon?, ¿cuántos siguen, pero no
tienen nada que ver con lo que nosotros hacíamos, sino que ahora solo son
un grupo que roba por robar porque, como dije antes, Torrentes los obliga?
Con nosotros tenía sentido, había identidad, ahora ya es una tontería hecha
a modo para andar parasiteando por las calles. Sabemos que hay chicos que
se van al estadio viejo a drogarse y que pertenecen a la Legión que ya no es
Legión por lo que dijo Travis Flores. ¿Cuándo uno de nosotros iba a
drogarse con mariguana, con crack, con heroína? Jamás, eso es para
perdedores, para parásitos, para ociosos que les encanta llamar la atención y
sentirse miserables. A nosotros no nos gustaba eso, nos gustaban la sangre,
los golpes, el correr, el romper quijadas, narices, el escupirles a los cuerpos
vencidos... esa era nuestra droga, ¿sí? ¡Esa era nuestra gran droga!
Esa semana, para afinar detalles, me encontré con Vanessa en el
parque Torrentes. Tuve que ir hasta el sur para verla de nuevo. Tomé un par
de buses y el metro y puntual yo estaba cuando la vi a ella sentada
observando el cielo. Para mi mala suerte, no llevaba la blusa de tirantes,
pero eso no impedía que, a través de su camisa, se acentuaran los
voluminosos senos. ¡Carajo, qué ganas tengo de masturbarme en este
momento! Pero entonces estábamos platicando y ella me dijo que no quería
que el niño sufriera y, sobre todo, que mantuviera yo la boca cerrada hasta
mi muerte. Y yo pensé ¿qué madre es capaz de matar a su hijo o, peor aún,
de mandarlo a matar? Solamente pregunté por qué y ella contestó que no
era mi asunto, aunque la respuesta ahí estaba: ella no era feliz o no había
sido feliz. Pensé en esa mujer teniéndolo todo, teniendo a un buen hombre a
su lado, teniendo todo el dinero del mundo a su disposición y con todas las
oportunidades habidas y por haber de salirse de Torrentes, pero, como dicen
por ahí, nuestra sangre torrencial es brava, es pesada como el cemento.
Me dio un adelanto de dinero y pactamos las formas. Regresé al bar y
le di el dinero a la gorda quien me dio un billete de avión para ese mismo
día; «Te largas», me dijo, «te pierdes, que te coma la tierra, ni una palabra
de esto a nadie». Fue como sellar el final destinado a la Legión. Todos
sabíamos que ese fin de semana iba a ser el último en la unión que consagró
a la Legión y por mi mente nada más pasaba una idea: «Nos jodió la esposa
del portero, como si fuera un gran autogol». Yo lo sabía y la gorda también,
pero creo que ya estábamos hartos... no lo sé.
No voy a entrar en detalles porque es una falta de respeto, pero voy a
decir algo porque están a punto de quemarme los sesos y probablemente de
tirarme a los perros. Me da mucho gusto que a Nicolás Arévalo se lo haya
tragado la tierra, que Vanessa esté detenida en una de las peores prisiones
del país, que Carlos Palacio se haya ido por fin de Torrentes, del país, que la
Legión esté desaparecida en su orgullo y su identidad, que estén limpiando
las calles de drogadictos que dicen ser parte de lo que nosotros construimos
y me da más gusto saber que esta noche moriré diciendo la verdad porque
creo que eso es lo que realmente vale la pena, según la religión, según
ustedes.
Pero no voy a decir lo que pasó con el pequeño Diego Palacio porque
fue terrible y tampoco diré más de la Legión extinta, de los negocios
escabrosos del futbol, de los periodistas que llegaron con nosotros
comprándonos historias falsas de violencia... Lo que sí voy a decir es que
deseo que a Torrentes le caiga una bomba, una bomba enorme que acabe
con toda esta gente que lleva en la sangre cemento y traición, que Torrentes
acabe porque sí, como dicen muchos, es un cáncer en el país... pero sobre
todo quiero decir que tristemente en lo único que pude pensar durante mi
exilio en Argentina fue en la misma Torrentes, en sus lluvias enojadas, en la
iglesia, nuestra Santa Inconclusa, en la Polvoreda mal escrita, en esta
ciudad que siempre y en cada momento fracasa y fracasa y fracasa y que
solita se engulle y solita se vomita. ¿Cómo dice nuestro himno torrencial:
nuestras armas serán valor hacia el futuro esperanzador? ¿Podemos hablar
de algo esperanzador en Torrentes? No lo creo. Torrentes debe terminar
muy pronto, Torrentes debe morir.
El rencor de Torrentes
Y no digo que se me haya ido de las manos, para ser honesto, todo lo que
viví, lo que me hicieron, todo lo que la puta de Vanessa fue a generar en mi
vida, toda esa historia monstruosa de Nicolás Arévalo y sus estúpidos
amigos. ¿De verdad se cree que uno no puede cambiar así tan así? Yo tenía
un futuro, yo tenía de verdad un destino diferente, lo sé porque desde
pequeño, desde muy pequeño sentí que mi vida iba a ser una absoluta
felicidad, una alegría inmensa… bueno, no todo es como uno cree o como
uno siente y sé que tengo todo el derecho para estar enojado, sé que tengo
todo, absolutamente todo para vivir con este rencor vivo porque busqué al
asesino de mi hijo y la verdad me salpicó sangre en el rostro y ¿no es la
verdad eso, una absoluta, completa y compleja salpicadura de sangre?
Ya no quiero platicar sobre mi vida antes del asesinato, quién era yo
antes de Nicolás Arévalo, quién era yo antes de Vanessa. No, ya no quiero
decir nada más porque ese no era yo. Carlos Palacio de aquel entonces era
un soñador, un portero que hacía las cosas bien, pero al que todo, tarde o
temprano, se le iba viniendo para abajo y porque hasta hace unos años me
encontré con que mi peor suerte dormía a mi lado. Han intentado darme
todo para ser feliz desde que salí de prisión, desde las inútiles terapias,
pasando por conferencias de felicidad y la presidencia de la federación de
futbol, hasta tonterías zen, pero la verdad es que nada, absolutamente nada
de eso va a devolverme a la persona que fui antes del asesinato. ¿Por qué?,
por una simple razón: el tiempo nunca regresa, como las personas.
Amé perderme y Argentina me dio esto, estar en el culo del mundo
perdido, aunque en este culo del mundo Dios nació e hizo historia en el
futbol. ¿Qué otro sino Dios es capaz de jugar al futbol, ser rebelde, joderse
la existencia deseando ser mortal para entender a su hijo, para desearlo a su
lado siempre?, ¿viste? Y sí, Dios hizo toda una rebelión desde Argentina y
nos enseñó que este país es el territorio donde se pueden dar los mejores
exilios, si no, pregúntenles a los nazis perdidos en esta superficie,
pregúntenles también a los aspirantes a artistas, pregúntenles a los
depravados, a los que están, quieran o no, eternamente jodidos, sabiéndose
imposibilitados a dejar el olor a orín, el olor a mar quebrado, salado y frío
hasta la puta madre.
Me dijeron «¿Che, Palacio, sos feliz aquí?» y únicamente dije que
esto es lo más parecido a Torrentes, pero que aquí hasta los ricos cargan
vacas en los barcos. En Torrentes no, ahí cargamos con el quebranto, con el
polvo, con la sangre, con el olvido... de más está decir que aquí está River,
aquí está Boca, aquí está San Lorenzo y a veces el mejor ensayo de Dios
que se llama Lionel Messi, porque Dios siempre será Maradona. Así de
simple. Pero también aquí están los asesinos, los poetas, las voces
femeninas retumbando por todos lados y, por supuesto, los eternos dolores.
Es como si desde el norte bajaran la palanca del baño y todo viniera a parar
a este puto lado del mundo. Estamos jodidos, viejo, como dicen acá, por eso
digo que todo es tan parecido a Torrentes; ¿me creerás que desde que llegué
a Córdoba la suerte me sonrió distinta? Renuncié al futbol, puse un boliche
con mesas de billar y veo los días pasar mientras fumo y escucho los ruedos
estrellarse y las risas de los chicos. Todo está bien por acá, todo está bien,
todo está bien.
Y bueno que qué pasó con el viaje, con los Fracasantes que me
acompañaron, cómo fue el asesinato y cómo supe de lo de Vanessa. Vieras
todas las cosas que vive uno... Llegamos a Muelles como teníamos previsto
y dimos con la casa de los padres de Arévalo, ahí nos recibió su madre y
nos dijo sin más que Nicolás había salido de Muelles y que no sabía a
dónde se dirigía y tuve ese coraje por querer saber la verdad porque su libro
tiene muchas pistas sobre lo que sucedió, me pareció increíble que nadie
supiera nada; su madre nos invitó a pasar y fue ahí donde me di cuenta que
lo que estaba buscando era ni más ni menos que al asesino de mi hijo. Yo
estuve platicando demasiado con la vieja y ella me contó del pasado de
Arévalo, de la infidelidad del padre, de lo absolutamente absurda y
depravada que había sido la tía con él y también me contó de la Legión y
del grupo de choque. Yo conocía a algunos de ellos, pero prefería
desentenderme porque no los necesitaba, todo lo contrario, arruinaban el
futbol. Me mostró algunas fotos y no pude creer que ese chico que vestía el
uniforme de Conquistadores fuera también el asesino o supuesto asesino,
hasta que todo se reveló. Y sus amigos estaban ahí bebiendo cualquier cosa,
fumando y hablando de literatura mientras yo quería saber dónde carajos se
encontraba el cuerpo que tenía la verdad de mi vida.
Salimos de aquella casa que estaba como muy arriba de todo y
pudimos ver el mar y del otro lado vimos una bruma espesa, una nata
gigantesca que nosotros queríamos suponer era Torrentes, pero sabíamos
que eso era imposible y Enzo y los demás se sentaron contemplando ese
monstruo gris alejado y hablaron de las becas literarias, de William
Sánchez, de lo pútrida que está la literatura, de su grupo que intentó algo
pero que consiguió críticas volátiles, vomitivas; yo solo pensaba que
probablemente iba a tardar en volver a Torrentes y, como si nos leyéramos
la mente, todos dijimos «No volvamos más ahí» y vimos cómo esa nata
espesa descendía y todo era gris y espeso.
Fue entonces que escuché de los últimos planes de ellos, que querían
ir a Santos Montes, que querían quedarse allá porque era un lugar propicio
para sus inquietudes literarias, que ahí podían quitarse todo aquello que
tendría que ver con Arévalo y con su grupo y que entre ellos podían
conducirse hacia otra cosa que Torrentes no pudo convenirles. A mí me
pareció gracioso el hecho de haber conducido a Arévalo hasta Muelles y
después haber conducido a su grupo también. Y pensé en Vanessa, recuerdo
que esa vez la pensé con todo el amor que le tenía y me sentí culpable por
abandonarla, pero qué horrible es la vida cuando te das cuenta de que las
personas por las que más te preocupas, tarde o temprano, se quitan la
máscara y te enteras que son unos completitos hijos de puta; pensaba en
Vanessa, pero quería más las respuestas... Nunca imaginé que iba a volverla
a ver hasta la prisión, la de ella, y que jamás volvería a Torrentes.
Esa noche rentamos cuartos en un hotel y caminamos por Muelles, en
silencio, porque todos reflexionábamos sobre la verdad de Nicolás Arévalo,
sobre el monstruo que era Nicolás Arévalo y me pareció increíble el darme
cuenta que ni los Fracasantes sabían con quién habían compartido su
fortuna o su destino; después supe que solo Marbella sabía y que Idea
medio se daba cuenta, pero prefirió fingir hasta que se separaron. Enzo y
Tavares eran distintos, como que poco les importaba porque Arévalo era
como una especie de líder espiritual para ellos y estaban deseosos de seguir
su religión. Aquí es donde quiero reflexionar: ¿no los grupos son eso, una fe
ciega? Arévalo y la Legión, Arévalo y los Fracasantesl. En el primer grupo
Arévalo era un fiel. En el segundo, era líder y en ambos cometió actos
indeseables que, por increíbles que parezcan, lo consagraron como gran
escritor y como ejemplo heroico de Torrentes. Por eso es que cambié, por
eso es que decidí también ser como Arévalo y llevarme la vida entre el culo
y la piel y vivirla hasta que fuera imposible sacudírmela.
Aquella noche en el bar del hotel ellos contaron algunas cosas, como
los primeros días en la facultad, las veces que se ocultaban como si fueran
un grupo sectario en el departamento de Arévalo y planeaban la escritura de
Los Fracasantes, las muchas veces que diseñaron algo así como un
manifiesto y cómo Arévalo se transformaba de un ser iluminado a un ser
sarcásticamente violento, que a veces salía por horas y los dejaba a ellos en
el departamento y que después supieron que se iba con la Legión, como si
fuera a pasar lista, como si fuera un militar retirado o un trabajador jubilado
que tiene que firmar una papeleta de vez en cuando, que cuando regresaba
al departamento tomaba a Idea y la besaba y después ambos se metían al
cuarto a coger por horas sin importar absolutamente nada, que la música
retumbaba y los gemidos salían por el filo de la puerta mientras los
Fracasantesl leían en voz alta a Borges, a Clifford o a Juan Rulfo. A mí
antes no me interesaba la literatura, pero a raíz de todo eso como que me
acerqué más a los libros y descubrí otras cosas, muchas otras cosas, para
bien o para mal.
Y bueno, contaron también la vez que Arévalo les habló de lo de
William Sánchez, Tavares y Enzo platicaron sobre el asesinato, sobre toda
la sangre alrededor del que ellos llamaban el gnomo homosexual y que de
alguna forma sentían una inquietante satisfacción, pero al final satisfacción.
Eso no lo entendí hasta que tuve en mis manos la vida de Arévalo y la poseí
cuando acabé con ese cuerpo que ocultaba la verdad de mi vida y, sobre
todo, al ver a la perra de Vanessa llorando en prisión cuando la visité, me
pidió perdón y solamente le escupí en la cara porque eso y mucho más es lo
que merecen ese tipo de personas: la muerte, la humillación, la mierda por
haberle jodido la única oportunidad de vida a uno.
Mientras ellos planeaban irse a Santos Montes, yo me detuve a ver la
televisión en el bar y me acerqué al escuchar mi nombre y toda la sarta de
estupideces que dijeron sobre mí: que había renunciado por mi falta de
nivel, que el descenso de Conquistadores era mi culpa y que por eso había
renunciado, que era un drogadicto, que mis compañeros decían que tenía
episodios homosexuales con ellos, que engañaba a Vanessa con cuanta
mujer quería, que estaba yo muy viejo para el futbol… y recordé la vez que
me incluyeron como portero suplente en el primer equipo y que me invadió
una felicidad que me es imposible medir, me supe el hombre más
afortunado del mundo, pero la verdad es que yo quisiera cambiar todo por
no volver a cometer el error de aceptar entrar en el mundo del futbol y vivir
todo esto. Hubiera preferido ser un chico cualquiera, un chico que acudiera
al universitario y que juntara dinero para salirse de Torrentes, hacer una
vida distinta en otro lugar, pues, aunque algo así me pasó, fue distinto: estoy
en Argentina siendo el rencor vivo porque todos se encargaron de joderme
hasta que no pude darles más.
Al otro día ellos se despidieron de mí, me dijeron que iban a Santos
Montes porque es una especie de mundillo artístico en este país y que ya no
querían, bajo ningún aspecto, volver a Torrentes y vi que hicieron un par de
llamadas explicando a sus padres el retiro, diciendo que llamarían de vez en
cuando; creo que sus padres entendieron que se iban de vacaciones. Hasta
donde yo sé cumplieron su objetivo de no volver: después me enteré de que
Idea vivía en Chile, donde publicó algunos poemarios; Marbella y Tavares
escaparon de este país y se refugiaron en Barcelona, donde
diplomáticamente nadie les puede hacer nada porque fueron líderes de
manifestaciones, porque se dedicaron al periodismo político y el gobierno
los persiguió y estuvieron un tiempo en prisión y también fueron torturados,
aunque pudieron escapar, salirse totalmente y supongo que en Barcelona
viven mucho mejor; y de Enzo sé poco: no volvió jamás a Torrentes, lo
único que supe fue que anduvo en Seattle persiguiendo la sombra de Kurt
Cobain, que es propietario de una tienda y que se ha convertido en fiel
seguidor, tristemente, de la liga MLS.
Todo esto lo sé porque Idea presentó un poemario aquí en Córdoba y
fui a verla, a recordar y a ponernos al día de todo aquello que les había
pasado a los Fracasantes y lo que me había sucedido tras el asesinato. Lo
lindo fue que al terminar su presentación, se acercó a mí y me abrazó
diciéndome que yo era el verdadero héroe de Torrentes y yo solamente
podía sentir su cuerpo, su cuerpo pasado de peso, hermoso, sus ojos
enormes, su cabello chino, largo, sus labios carnosos que muchos años antes
habían besado a Arévalo.
Esa fue la única vez, fuimos a comer una pizza y no sé por qué razón
terminamos en mi departamento consumiéndonos el cuerpo. Tanto ella
como yo volvíamos al pasado, pero un tanto más en paz y lo que fue
curioso fue que después, desnuda, asomándose por la ventana, me dijo que
en realidad siempre volvemos a Torrentes, que nuestros cuerpos son
Torrentes, que nuestros fluidos son Torrentes.
Pero voy a contar lo que pasó con el asesinato, creo que eso es lo que
importa. Esa tarde que me despedí de los Fracasantes, estuve meditando en
el hotel sobre mi destino y finalmente le hablé a Vanessa, le dije que
volvería hasta dar con el asesino de nuestro hijo porque estaba seguro que
tenía una gran pista y recuerdo, ¡cómo no!, sus estúpidas palabras, su
estúpida actitud de retenerme, de pedirme volver, porque sabía que iba a dar
con ella tarde o temprano y colgué nervioso, pues quién no querría saber el
nombre de la persona que mató a su hijo. Fui al cuarto, me di un baño frío,
congelado, y bajé mis cosas, encendí el auto y anduve de viaje siguiéndole
la pista a Arévalo durante unos cuantos largos años.
Ese país suele perderte y cuando me di cuenta ya tenía cerca de siete
años más encima; ya harto de mi suerte mal gastada, decidí contratar a un
detective con lo poco que me quedaba de dinero. Ser futbolista genera
muchísimo dinero y uno se puede dar el gusto de perderse por años sin
hacer nada y todavía con familia... Pero el caso es que contraté al detective,
le conté lo sucedido, le di el libro de Arévalo, le mostré las notas que habían
salido desde el asesinato de mi hijo hasta el asesinato de William Sánchez y
no tardó dos días en decirme «¡Toma un vuelo pronto a Muelles, lo tengo
enfrente de mí y dudo que salga de donde estamos!». En unas tres horas yo
ya estaba tomando un taxi en Muelles hacia la dirección que me dijo el
detective y, poco tiempo después, en la noche, ahí estaba, en el estadio
Nacional de Muelles, ese día, casualmente, iba a jugar Conquistadores
contra Muelles y Arévalo había estado desde muy temprano en un bar
cercano esperando entrar al estadio.
Y bueno, ocurrió lo previsto. Me encontré con el detective, me dijo
«Ahí está, yo aquí termino con lo que usted me pagó» y me dio un boleto de
entrada para el estadio. Supo, no sé cómo, hasta la butaca que iba a ocupar
Arévalo y me había comprado una entrada muy cercana a la de él. Nadie me
reconoció, yo tenía una barba gigantesca y el cabello me caía por todos
lados, aparte de que engordé demasiado. Entré al estadio y anduve un
tiempo antes de empezar el partido en el restaurante, me pareció formidable
el cambio que había sucedido en los inmuebles del futbol. Dios, ¡los
estadios tienen restaurantes!, mientras en Torrentes la gente es casi casi
caníbal. Ahí en el restaurante tomé la decisión de encontrar la verdad
costara lo que costara. Pedí un corte de carne y una cerveza y con el plato
me entregaron un cuchillo extremadamente filoso que me guardé en la
chamarra, pude confundir al mesero para que me entregara otro.
Después salí a las butacas y el sonido fue ensordecedor. El tumulto de
la gente, los gritos y el golpeo del balón me revivieron y me encendieron las
fibras de adrenalina que tenía olvidadas. Era mágico, era eternamente mi
mundo, el que otros me arrebataron, y vi a tres butacas de la mía a Nicolás
Arévalo, no tan joven pero tampoco viejo, bebía cerveza y vestía ya no con
el uniforme de Conquistadores, ya no con la marca Rufalo, vestía pantalón
de vestir y camisa, usaba lentes y estaba totalmente delgado. Decidí matarlo
en el segundo tiempo porque quería disfrutar un poco del futbol y bebí un
par de cervezas, grité gol a favor de Conquistadores, el portero me pareció
formidable y se respiraba un aire distinto, un aire familiar que jamás había
percibido en un estadio. Pensé en mi hijo, pensé en Vanessa, con quien
durante años solo estuve hablando por teléfono y después nos acabaron los
silencios. Ella escapó un tiempo del país, pero volvió a Torrentes porque,
como dice Idea, todos vuelven a Torrentes, aunque sé que vuelven para
descubrir su final.
Ya empezado el segundo tiempo, con los reflectores de luz
iluminando el verde césped y los jugadores, como nunca, enamorando al
público con las jugadas, los pases, los dribles, vi que Arévalo se levantó de
su butaca y comenzó a caminar hacia los baños, entonces lo seguí
despidiéndome del futbol para siempre, dejando atrás la pasión hermosa que
me vio crecer, que me hizo crecer y que me hizo superar todos mis
tormentos. Entró Arévalo al baño y yo entré y cerré la puerta con seguro,
escuchando que afuera otros golpeaban la puerta porque querían entrar pues
ahí cabían cerca de 50 personas, pero quiso la suerte o el destino dejarnos
solos a mí y a Arévalo y este, al ver que cerraba la puerta con llave y al
escuchar la desesperación de la gente, me vio y me dijo, así sin más, «Yo no
maté a tu hijo, yo no fui» y entonces lo azoté contra la pared y cayó de
rodillas, le dije que iba a ser toda una casualidad morir en el lugar donde su
única fe se jugaba una guerra ficticia y él comenzó a llorar y volvió a
decirme que él no había matado a mi Diego, lo levanté tomándole la
garganta y le enterré el cuchillo en la pierna izquierda, él estaba
sorprendido, orinado, desesperado y me dijo que había sido Vanessa, me
contó el arreglo con la gorda Chávez, me contó lo de Fausto y yo solo
escuchaba el nombre de Vanessa, solo escuchaba en mi cabeza el nombre de
Vanessa y le dije que quería la verdad y él me dijo que fue Vanessa, solo
Vanessa, entonces le enterré el cuchillo en el estómago, después en el
pecho, no sé cuántas veces, y luego, ya en el suelo, le reventé a patadas la
cara, le enterré el cuchillo en los ojos, me convertí en el monstruo que
Torrentes quería...
Y bueno, salí del baño y los desesperados me puteaban, pero después
se sorprendieron al verme lleno de sangre y al ver el cuerpo de Nicolás
Arévalo despedazado. Salí del baño y me dirigí a mi butaca a ver el partido;
ya no había juego, sino silencio, porque la gente se impresionó demasiado
al verme lleno de sangre, encendí un cigarro y poco después los policías me
agarraron, fue cuando Conquistadores metió otro gol y sentí que la suerte
era ya otra...
Y bueno, salí de prisión y lo primero que hice fue visitar a Vanessa, la
agarraron en Torrentes, luego supe que había vuelto porque enterró en
nuestro jardín la ropa de Diego y que, como si fueran sus trofeos, no quería
que nadie más se apoderara de ellos. Como dicen, los asesinos suelen
volver a los lugares donde sus pecados hierven, mala suerte para ella. Pero
la vi, vi a la puta de Vanessa llorando, lamentándose, pidiéndome perdón y
yo nada más pude escupirle, le dije que era una mierda de mujer, que ojalá
se pudriera todo lo que quedaba de ella en esa prisión, que la violaran, que
le jodieran la existencia, que le robaran el alma, que el espíritu rechazara
esa alma y la condenara a millones de años luz de sufrimiento, a la muy
perra, a la muy hija de puta.
El después son puras brevedades. Tras mi testimonio y mi injusto
juicio fue que se hizo la investigación en contra de la Legión y entonces
Travis Flores tuvo que decir la verdad y pasaron años, con la ayuda de
Derechos Humanos, para dejarme salir.
¿Cómo puedo vivir así, siendo un rencor vivo? Pues solo hay que
intentar vivir otra vida, ser otra persona, comportarse diferente, comportarse
como si cada mañana la vida fuera un nuevo acto o un nuevo partido y jugar
con otra estrategia, con otra defensa, con otra delantera.
Hace poco murió Fausto en prisión, murió calcinado de los sesos y sí,
su cuerpo terminó en la boca de los perros... De los demás, bueno, de los
demás es casi casi lo mismo. La gorda Chávez murió por una enfermedad
sexual muy extraña, dicen que se le estuvo cayendo la piel del pene, que
tuvo fiebre extrema y que al final murió jodidamente desparramado en un
hospital público de Torrentes. Adriano o Adrianito es el único de todos ellos
que sigue con vida, pero creo que él ha consagrado esa otra vida de la que
hablé antes, ese otro acto; ahora incluso es maestro de prisioneros,
alfabetiza y escribe libros.
Quien nunca muere es Torrentes, esa ciudad que apesta a tripas y a
mierda por todos lados. Creo que, como dijeran los poetas o escritores que
pude conocer, únicamente la memoria histórica y la poesía podrían
salvarla... Así de simple. Siempre me he preguntado cómo fue que todo
explotó, que todo se hizo tan violento, tan primitivo. Y es que uno revisa a
los otros poetas, a los otros escritores que vivieron en Torrentes o que
nacieron en Torrentes y uno ve como esa esperanza, esa luz que sorprende
el interior de la caverna, pero no sé si fue William Sánchez, si fue el
gobierno, si fue el futbol, si fue la Legión, si fue el desempleo, si fue el
sistema reventándonos los ojos... no lo sé... aunque creo que, como todo
monstruo, Torrentes tiene arrepentimiento, tiene emociones que no entiende
y que debe aceptar para despertarse mejor y desechar lo putrefacto, lo
podrido. Nuestro himno de Conquistadores claramente lo dice: somos la
piel de la victoria que no tarda en llegar y engrandecer nuestros corazones.
Quizá en otra vida se me dé otra suerte, la suerte de los porteros
grandes. Mientras tenga esta vida solo me queda una cosa: pedirle a Dios
que no renazca jamás en Torrentes. Jamás. Jamás.
J. O. Cáceres
Nacido en Puebla, es profesor de literatura y filosofía en distintas
universidades del país. Cuentos suyos fueron publicados en
Antología de Narrativa Posmoderna (Puebla, 2018), una
compilación narrativa de escritores nacionales e internacionales a
cargo del escritor Pool Dunkelblau bajo la editorial Tiempo-que-
resta-ediciones. Ensayos y artículos de opinión de su autoría
fueron publicados en Periódico Central y en Venezuela
Sinfónica. También es compositor musical y creador del álbum
de música electrónica ÈteRobótica (2022). Le sigue siendo fiel al
Puebla F.C.

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