Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Los Fracasantes
Editorial: Palabrerías
Ninguna parte de esta publicación, incluidos el diseño editorial, imágenes y la portada, puede
ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin la previa
autorización por escrito del editor.
A mis padres, por toda la
eternidad de su amor
Regreso al bar.
Salimos del bar al ver que la policía y medio mundo atendía el cuerpo de
William Sánchez en vez del partido que estaba por refundar a Torrentes en
la tristeza. Ese día Conquistadores descendió y un crítico literario murió a
manos de Nicolás Arévalo. Nadie le dio importancia al deceso de Sánchez,
pero Torrentes vivía la gran depresión al saber que sus fines de semana iban
a convertirse en escuchar, ver y atender glorias ajenas. Al otro día, en el
periódico, en plana y media, apareció la carta del portero de Conquistadores
en la que anunciaba su retiro. En otra plana los seguidores del equipo de
futbol decidieron entrar en huelga, nadie iría al estadio a ver partidos de
segunda división. En la última página del diario unos pequeños párrafos
recordaban el asesinato. El retrato hablado de Arévalo aparecía en un
blanco y negro que no le hacía mucha justicia.
La comunidad de escritores de Torrentes daba su pésame. Apodaron a
William, ya muerto, «el museógrafo de la literatura». Algunos otros
escritores del país publicaron una carta, decían: «¡Basta al multiasesinato de
los pensantes!». Tavares y yo reíamos mientras bebíamos café y fumábamos
hasta quemarnos los dientes. Los novelistas, por primera vez, habíamos
triunfado.
Escuchó por otras voces lo que él había escrito. Sí. Se había acabado su
historia profesional en el futbol; ahora Carlos Palacio estaba desempleado
voluntariamente. Vanessa observaba al ex portero de Conquistadores,
postrado frente al televisor mientras veía y escuchaba de nuevo su carta.
Algunos comentarios eran de tristeza y otros veían el retiro como algo
positivo. Después de tantos años uno puede retirarse del futbol para
continuar una vida que desconoce.
Vanessa veía a aquel hombre fumar como si quisiera fumarse el
pasado. Algunos comentaristas decían que debió haber esperado el ascenso
del equipo a primera división para retirarse con dignidad, porque su carrera
futbolística había sido prolífica (jugó tres mundiales y luego del último, tras
un espectacular desempeño con la selección que pudo llegar a semifinales,
tuvo la oportunidad francesa de ir a jugar con el primer equipo de Metz);
otros recordaban las grandes atajadas, otros tantos el liderazgo y otros más
admiraban su comportamiento: jamás había perdido el piso, siempre fue
bueno con la prensa, le gustaba dar entrevistas y nunca se vio envuelto en
un escándalo. En muchas entrevistas, rememoraban, decía que un torrencial,
como se les decía a los ciudadanos de Torrentes, nunca podría tener más
reflectores que un perro, porque, según él, los torrenciales son virtuosos en
darse al olvido.
El día anterior, después del partido, los de la porra juvenil de
Conquistadores agredieron al ex portero. Los jóvenes no tienen ni la menor
idea de la historia porque les encanta la inmediatez y la frivolidad. Fueron
ellos, decían los comentaristas, también partícipes del descenso del equipo,
puesto que apoyan poco y agreden demasiado.
Vanessa estaba preocupada; sin embargo, amaba a Palacio. Desde que
lo conoció, desde siempre, lo ha amado con toda la intensidad posible para
mantenerlo a su lado. Sabía que Palacio sufría aun cuando mostraba todo lo
contrario. Fumaba con las piernas cruzadas, veía y escuchaba todo aquello
que se mencionaba sobre él. Vanessa lo sabía: el futuro del jugador había
estado en Francia, pero su espíritu nacionalista lo había llevado al fracaso
(ni se diga del espíritu localista).
Cuando en televisión aparecían imágenes del ex portero, Vanessa lo
deseaba mucho más: se le veía bien, seguro, sereno; a su lado era solo un
hombre en calzones que fumaba observando sus éxitos desde el asiento del
fracaso. Le tomó la mano y él comenzó a llorar, comenzó a llorar como la
tarde anterior en la bañera.
—Ya, no te preocupes, encontraremos alguna forma...
—Todo esto que estoy viendo y escuchando me asusta.
—¿Qué te asusta, Palacio?
—Que ahí hay un hombre que no soy yo, que, durante veinticinco
años, desde que comencé a jugar futbol, nunca he sido yo. No sé quién soy,
pero odio a ese hombre que está ahí en el televisor.
Vanessa le soltó la mano, comenzó a sentir miedo. Ella estaba segura
de conocerlo al cien por ciento: el hombre en pantalla y el que tenía al lado
eran la misma persona, la misma persona desde que se conocieron.
—Odio todo eso, odio todo eso que fui. Fui un futbolista y, peor aún,
estuve en la posición que nadie desea estar. No fui ni hice nada más. Pero sé
que ese no soy yo, carajo, ¡sé que ese no soy yo!
—¿Y, entonces, quién eres, qué eres?
—No tengo ni la menor idea, pero ya lo averiguaré, ya lo
averiguaré...
Aquel día Arévalo desapareció. No supimos nada de él. Ahí en el café
esperamos impacientemente muchas horas hasta que sentimos que era
inútil. La última vez que lo vimos fue en el metro, después del asesinato, y
acordamos encontrarnos al día siguiente en el café, pero no llegó. Fuimos a
su departamento y nadie nos abrió. Nicolás Arévalo había huido sin
decirnos a dónde.
Arévalo había huido y no supimos a dónde. El porqué era obvio, pero
¿así tan de repente? Estuvimos muchos días en esa rutina. Íbamos al café
esperando verlo llegar o acudíamos al departamento deseando que nos
abriera y nos dijera alguna tontería, como solía recibirnos, pero nada, nada,
solo desapareció sin dejar rastro alguno.
Tavares pensó que era momento de ir con Idea, la ex pareja de
Arévalo, para ver si podíamos conseguir algo. Fuimos un poco temerosos,
pues Idea nos odiaba por razones desconocidas; sé claramente que ella
decía que éramos unos grandísimos hijos de puta, unos escritorcitos sin
futuro, unos parásitos capaces de alterar únicamente el medio ambiente.
Llegamos a la casa de Idea o, mejor dicho, a la casa de los padres de
Idea, quienes nos recibieron con gran hospitalidad. La madre de Idea se
paseaba semi desnuda por la casa y el padre nos ofrecía tragos de whisky
mientras hablaba de futbol y de literatura.
Los padres de Idea venían de esas familias Torrenciales bien
acomodadas. Ella era actriz, pero no una gran actriz, de hecho, jamás hizo
algo trascendente, solo aparecía en obras locales y, a veces, en bares,
haciendo monólogos, pero nada más allá; él era un escritor que jamás pudo
colocar una novela en venta, sin embargo, era el articulista deportivo más
leído en Torrentes. Sus únicos libros hablaban de futbol, pero jamás pudo
publicar una sola novela alejada del tema.
El cuerpo de la madre de Idea era un gran pedazo de deseo. Por lo
que sé, siempre se ejercitaba en las mañanas y, en las tardes, después de
preparar la comida, ensayaba obras que jamás actuaba ante el público. Tenía
cincuenta y cinco años y la sensualidad en ella se desbordaba. Idea también
había heredado eso; tenía el cuerpo joven de su madre.
Idea llegó minutos después y, al vernos, comenzó a gritarnos
groserías y dijo la frase de siempre: «Aquí están los grandísimos hijos de
puta». Trabajaba en una editorial como correctora de estilo, pero en realidad
no corregía nada: las editoriales en Torrentes estaban por los suelos y los
empleados se dedicaban a archivar, ordenar y a saturarse de nada. Escribir
novelas, poemas o cuentos en Torrentes se había convertido en una
profesión de suicidio.
Después de los insultos, sus padres se disculparon con nosotros a
nombre de su hija y se fueron a otro cuarto de aquella gran mansión,
dejándonos solos con Idea. Después, la pregunta: «¿Qué quieren, idiotas?».
Tavares contestó que estábamos buscando a Arévalo. A Idea le pareció
extraña la respuesta y preguntó que cómo que lo estábamos buscando y
Tavares le dijo que estaba desaparecido y ella, con gesto de duda, como si
de verdad la respuesta de Tavares fuera una imbecilada más, preguntó que
cómo que estaba desaparecido; Tavares respondió que eso, que estaba
desaparecido. Nos miró molesta y después se incorporó a buscar unos
cigarros.
La genética africana explotaba por todos los senderos del cuerpo de
Idea. Desde que la conocí siempre la deseé, pero Arévalo había hecho lo
suyo desde antes. Tavares lo sabía muy bien y sabía que siempre había
estado enamorado de Idea, de su cabello chino, de la forma en cómo se
colocaba los lentes, de su voz semi ronca, de sus nalgas abultadas, de las
caderas prominentes, de su nula delgadez. Por alguna razón, jamás fui de su
agrado, quizá por las juergas con Arévalo, quizá porque cuando yo estaba
cerca de ella siempre me comportaba como idiota.
Comenzó a fumar, volteó a verme para preguntarme qué pensaba y,
sin dejarme responder, dijo al aire que seguramente se había ido con
Fátima, como siempre. Y nosotros volteamos a vernos y después le
preguntamos si no sabía nada de lo sucedido, ella preguntó qué había
sucedido: le dijimos que Arévalo hace unos días había matado a William
Sánchez, que él era el asesino.
Idea abrió los ojos como nunca y yo tuve una erección incontenible.
Se acomodó los lentes con el dedo índice de su mano izquierda y soltó una
bocanada de humo hacia nuestros rostros. Son ustedes unos pendejos, dijo,
son de verdad ustedes unos grandísimos pendejos, repitió mientras las
lágrimas aparecían y los lentes se le empañaban.
Palacio encendió el automóvil. Vanessa no dijo nada, solo vio el vehículo
perderse en aquella noche, en aquella primera noche en la que Carlos dejaba
de ser futbolista, aquella primera noche en la que, como todo habitante de
Torrentes, inevitablemente se entregaba al olvido. El destino era ninguno y,
como desde hace años, su terapia consistía en manejar durante la noche para
aclarar la mente.
Pero esa noche era distinta. Distinta porque, mientras manejaba, en
un semáforo, un chico se subió al automóvil sin pedir permiso. Tenía pinta
de hooligan, vestía el pants completo de Conquistadores y llevaba la gorra
con el logotipo del ya descendido equipo de futbol.
—¡Qué mierda!
—Es que a estas horas del día no pasa ni un autobús. Loco, tienes que
ayudarme, tienes que ayudarme.
—¿Ayudarte? Ni siquiera sé quién carajos eres.
—Loco, tienes que ayudarme. No tengo armas ni nada, solo llévame
al aeropuerto, te doy esto que tengo de dinero, pero llévame haciendo el
mínimo stop.
—Toma un taxi entonces.
—Pero no pasa ninguno por acá, loco.
—¡Bájate, pendejo! Te voy a llevar, pero a la policía.
—No, no, no, no. Mira, tienes que ayudarme, mírame bien, mírame
bien...
Palacio vio que el chico temblaba. Después vio las manos llenas de
billetes y pensó que no estaba mal para ser el primer día de desempleo. El
chico no podía rebasar los veinticinco años.
—¡Esto es fascinante, no lo puedo creer!
—¿Qué no puedes creer?
—¡Eres Palacio, carajo, qué coincidencia!
Carlos sonrió: el ego alimentado trabaja de formas extrañas aun
cuando existe un supuesto peligro.
—Este puto mundo es un caos, todo se está derrumbando y yo sin
permiso alguno me subí al auto del mejor portero que pudo tener este
equipo de la re mil mierda.
—Gracias, pero...
—Loco, loco, espera... Me vas a llevar, ¿verdad? Solo acércame al
aeropuerto, solo eso.
Palacio aceptó. «¿Qué podría salir mal?», pensó, mientras veía al
chico temblar tanto por la incertidumbre como por la desesperanza... Tomó
los billetes que le había entregado sin más y decidió encaminarlo al
aeropuerto. Durante el trayecto hablaron de futbol, hablaron de glorias
pasadas y era inevitable hablar del descenso.
—Palacio, loco, ¿de verdad Mendoza y los demás hicieron aquella
orgía monumental con las chicas de la tele?
—¿Y quién te dijo que fue con chicas?
—¡Ah, la puta madre! Ja, ja, ja, ja.
En realidad, el trayecto había sido ameno. Por alguna razón, Palacio
se sentía cómodo platicando con aquel fan que le hacía preguntas y, lo
extraño del asunto, ni siquiera parecía llevar a un desconocido al
aeropuerto. De repente imaginó que podía ser su hijo a quien llevaba.
Después se dijo que para ser su hijo este era muy grande, era mejor
imaginarlo como un sobrino. Luego la fantasía se esfumó porque, en la
brevedad de la memoria, se percató de que el chico no llevaba ningún
equipaje.
—¿Y a qué vas al aeropuerto?
—Me largo.
—¿A dónde?
—Ah, no sé, por ahí, no me interesa más Torrentes.
—¿Te vas así sin ropa, sin nada?
—Iré a ver a mi madre a Muelles, ahí tengo ropa y probablemente mi
vieja quiera darme algo de dinero. No sé. Pero después de Muelles no tengo
destino alguno.
Llegaron al aeropuerto de Torrentes, en el estacionamiento ambos
bajaron del automóvil. Palacio le entregó el dinero que antes el chico le
había dado por llevarlo al aeropuerto.
—No, quédatelo, es tuyo, manejaste hasta aquí...
—Eres un chico, necesitas más el dinero que yo.
—Eres un ídolo, loco, ojalá y todos los putos futbolistas de este
mundo fueran así de sencillos como tú.
Se abrazaron, cualquiera pensaría que eran tío y sobrino, padre e hijo,
hermano mayor y hermano menor abrazándose ante la inevitabilidad de la
distancia que acarrea un viaje.
—Palacio, ha sido todo un gusto conocerlo.
—Y a todo esto, ¿cómo te llamas?
—Nicolás Arévalo, por ahí búscame en la librería Central, ahí hay
una novelita mía.
Encendió un cigarro y se fue, olvidó en el automóvil la gorra con el
logotipo de Conquistadores. Manoteó en el aire, cantando la porra de
Conquistadores.
—Vamos, tremendos; vamos, Torrentes, Conquistadores que son
gigantes en la cancha, hacia la gloria.
Idea nos corrió de su casa con las hermosas palabras que nos destinaba cada
vez que nos veía y cada vez que nos despedía, pero esta vez fue más
cariñosa, nos dijo «lárguense de mi casa, hijitos de la re mil puta».
Caminamos sin destino alguno. Paramos en el bar Los Trotes, porque
no podíamos regresar a donde ocurrió el asesinato, en De C. Los Trotes no
era un bar particularmente de mala muerte, ahí generalmente se reunía la
crema y nata de la comunidad literaria y artística de Torrentes. No nos
gustaba, ya que ahí siempre convivían los de siempre con el desencanto de
siempre, pero no podíamos ir a otro lugar a esa hora.
Cuando entramos al bar, un grupo intelectual al que apodamos los
Despreciables comenzó, como era su costumbre, a soltar palabras al aire,
mejor dicho, insultos al aire, queriendo fastidiarnos. Decían cosas como
«cállense, que ya llegaron los vanguardistas de la literamierda» o «un
aplauso a los novelistas del hoy y del olvido». Claro que no nos afectaba,
pero fue Luis Emilio el que prácticamente nos enfrentó antes de llegar a la
barra. Nos dijo «no se hagan pendejos, ustedes saben dónde está el imbécil
de Arévalo, sabemos que fue él porque Federico los vio salir del bar ese
donde estaban». Tavares le dijo que se dejara de idioteces y que, si en
verdad nos creía cómplices del asesinato, mejor le hablara a la policía en
ese momento y se arreglaba el asunto. «Putos maricones de mierda», nos
soltó Luis Emilio, seguido de un escupitajo; la verdad es que no me suelo
contener ante tanta violencia: sin pensarlo, le tiré unos cuántos dientes y lo
que le siguió fue el ruido de tarros en el suelo, gritos de mujeres, sillas
voladoras y unos cuantos «¡ya, pendejos, párenle!».
Una vez más estábamos metidos en un problema, pero la policía de
Torrentes suele no hacer mucho para esclarecer asuntos de intelectuales
beodos. Los policías decían cosas como «nadie los lee, así que prefieren
agarrarse a golpes para llamar la atención»; a Luis Emilio y a Federico los
subieron a las patrullas por incitadores al caos. Federico en la patrulla
gritaba «esos son los que mataron al maestro Sánchez» y los policías le
dijeron que después de procesarlos a ellos irían contra nosotros.
Aquel día pasamos de los insultos de Idea a los golpes con los
Despreciables. Decidimos dormir en el departamento de Tavares. Al otro
día fuimos al centro, pasamos a la facultad a ver si de casualidad no andaba
por ahí Arévalo y terminamos en la librería Central.
Poco o nada pasó hasta que el ex portero de Conquistadores entró a la
librería y preguntó por el pedido que había hecho hace unos días. Dijo algo
así como «Es una tontería hacer un pedido especial de un libro de un autor
que es totalmente local» y la encargada dijo que entendía su molestia, pero
que las editoriales casi casi trabajaban únicamente sobre pedido.
Al ver el libro que le entregaron, Tavares y yo quedamos perplejos.
¿Era posible que Carlos Palacio, un gran histórico del futbol torrencial
estuviera a punto de leer la novela de Nicolas Arévalo?
Al hacerme ese cuestionamiento, perdí el sentido del tiempo y vi a
Tavares platicando con él; después vi que salió el portero con el libro en las
manos y Tavares decía efusivamente «el pendejo está en Muelles; Palacio lo
llevó al aeropuerto hace unos días. No está perdido, está en Muelles».
Y salimos corriendo, sintiendo por primera vez en nuestras vidas que
Torrentes estaba por quedarse atrás, ahí, donde es demasiado difícil
regresar. Torrentes y su maldición del olvido.
Palacio se sentía como recién despertado de un coma de muchísimos años.
Cerró el libro y vio su reflejo en la pantalla apagada de la televisión.
Durante un poco más de una semana, Carlos Palacio se dedicó a leer la
novela de Nicolás Arévalo titulada Los Fracasantes, novela en la cual por
ningún motivo se sintió identificado debido al poco conocimiento que tiene
sobre la vida literaria de Torrentes y ni se diga sobre la vida intelectual, del
mundillo literario.
Mientras Vanessa preparaba una pasta con tres quesos y, en
momentos de espera, se dedicaba a revisar en su computadora portátil las
vacantes de trabajo, Palacio únicamente observaba su reflejo como si
hubiera descifrado un misterio. Se preguntaba quién era realmente ese chico
que se había subido a su automóvil y que seguramente se encontraba en
esos momentos en Muelles, por qué tenía los nervios de punta y, si desde el
primer momento le dio la impresión de que huía de algo, en realidad, de qué
huía.
Fue a la cocina con Vanessa, abrió una botella de vino (ya no francés,
un vino chileno) y sirvió ambas copas; su mano derecha temblaba.
—Hay algo raro en todo esto.
—¿Qué sucede, Palacio?
—Esto de Nicolás... lo del automóvil, el aeropuerto, su novela...
—¿Está buena la novelita?
—No la entiendo del todo, aparte de este creo que solo he leído unos
tres libros en mi vida y eso ya es mucho; pero esta novela... no sé, quizá es
porque hablé con Nicolás unos minutos.
—Puede que sea eso, aparte de que me dijiste que habías sentido
como si fuera tu hijo.
—No sé, pero me gustaría leer un poco más de él.
—Revisa si hay algo más ahí en internet... ya la pasta va a estar.
Palacio se sentó un momento frente a la computadora. Tecleó en el
buscador el nombre de Nicolás Arévalo. Apareció una foto de él junto a
otros chicos en lo que parecía una feria de libros. La foto estaba bastante
borrosa; sin embargo, podía verse la sonrisa de Nicolás, quien llevaba el
cabello revoloteado y la chamarra con el logo de Conquistadores. Después
encontró un texto titulado «Fracasos comunes o ¿suicidios comunes?» y
tenía como imagen la portada del libro de Arévalo. Leyó:
Cuando Marbella vio la noticia lloró durante todo el día, las fotografías eran
desgarradoras. En el colegio pidió que, por los hechos ocurridos, se
suspendieran todas las actividades deportivas relacionadas con el futbol.
Dicho deporte le daba pavor, la horrorizaba; ella rezaba para saber el
nombre del asesino. No sabía nada de futbol, pero el rostro de Palacio le
conmovió mucho y la tuvo en un luto gigantesco. Fue ahí cuando se
prohibió la entrada a los estadios de futbol a todo incitador, a todo
perteneciente de algún grupo de ocio y de violencia. Los estadios estuvieron
un largo tiempo sin tantos aficionados; poco a poco, las medidas de
seguridad procuraron que los espectadores fueran, en su mayoría, familias.
Ir al estadio suponía una gran inversión, los precios se elevaron mucho y los
clubes dejaron de apoyar económicamente a las porras. Se renovaron los
estadios, se renovó la liga.
Cuando Marbella hizo su examen de admisión para la universidad,
vio que en el salón había un rostro familiar. Una vez concluido su examen,
salió volteando levemente para volver a ver esa cara que ya no encontró. Al
salir del aula dicho rostro le preguntó si había salido todo bien en el
examen; ella contestó que sí, que todo estaba bien.
«Mi nombre es Nicolás, Nicolás Arévalo», dijo él antes de caminar
juntos por la universidad. Ella se quedó fría, pasmada, y recordó la promesa
que le hizo a Dios si le ponía de frente a uno de los supuestos asesinos del
pequeño Diego: aniquilarlo o aniquilarlos. Sin embargo, el silencio se
apoderó de ella; aquella tarde dejó que, de vez en cuando, él posara su
mano derecha sobre su hombro e incluso tomaron algunas cervezas en un
bar cercano a la universidad.
Marbella llegó a su casa sintiéndose sucia, sintiéndose cómplice; pero
esa cara ya no era la misma de hace unos años, incluso el cabello pasó de
ser largo a ser revoloteado y los ojos ya no denotaban violencia, sino una
gravísima tristeza, una gravísima nostalgia. Supo que Nicolás iba a estudiar
literatura y filosofía como ella, en el bar le recitó unos versos que él había
escrito porque sentía que la literatura podía salvarle de su pasado. «¿Qué
pasado?», preguntó ella y él dijo que uno, uno que no desea recordar más.
Supo que sus padres, tras los disturbios ocasionados por la Legión de los C.
y su hijo, escaparon de Torrentes para irse a Muelles y que Nicolás quedó
varado en la ciudad, creciendo con una tía que, decía él, era quien lo había
impulsado a estudiar literatura.
Marbella se metió a bañar, buscaba escapar del sentimiento que le
había dejado Arévalo: compasión.
Cuando ocurrió lo de William Sánchez, el acoso, no le extrañó que
este estuviera a punto de perder la posibilidad de masticar. Arévalo era una
máquina de matar desde pequeño y ese pasado, el pasado animal,
impulsivo, instintivo, jamás podía borrarse. Tampoco le pareció raro el
asesinato brutal en el bar, ni lo del tarro de cerveza en la garganta de
Sánchez.
Al leer Los Fracasantes, Marbella tuvo sacudidas indescriptibles y un
hecho le llamó mucho la atención. Arévalo narra una especie de golpiza
ocurrida en un bar de intelectuales. El autor menciona que uno de ellos
llevaba a su hijo y que, durante los golpes, este perdió la vida. Uno puede
relacionar los hechos.
Arévalo tenía una verdad innegable. Marbella no podía imaginarse la
historia de Palacio y él conduciendo al aeropuerto, el encuentro entre
cómplice y víctima: el exportero ayudó al escape de quien conocía parte de
la verdad que deseaba. «Es por eso», supone Marbella mientras escucha a
Tavares platicar con Palacio en el auto, «que busca a Nicolás, por la verdad
de su hijo asesinado», pero no quiere decir nada. Sin embargo, hay algo que
el hombre al volante no puede ocultar: las ganas de reventarle a puñetazos
los ojos a Arévalo hasta conseguir el nombre del asesino, el nombre del sin
nombre.
Se decía en los noticieros que los integrantes de la Legión de los C. habían
sido los culpables de todas las trifulcas generadas en los estadios a lo largo
del país y, por consiguiente, de haber sido pioneros de bandas pandilleras
que violentaban, sí o sí, los barrios, las tiendas, los bares, los restaurantes,
calles y hogares cercanos a los estadios de futbol. En el caso de
Conquistadores, incluso podía uno saber quiénes eran de la legión y quiénes
iban a disfrutar el partido con familiares o con amigos. Aquellos que vestían
la playera de la Legión de los C., la amarilla con la marca de Rufalo, eran
quienes no podían rechazar una pelea callejera, quienes llegarían a las
últimas consecuencias. Todas las pandillas futboleras del país contaban con
su uniforme, su marca, su moda para poder distinguir a los que deseaban
contender un partido con los puños.
Tras el nuevo reglamento policial y federal, luego de remodelarse la
federación de futbol y los equipos que la comprenden, los inmuebles se
transformaron en su totalidad. Los altos precios fueron congelando poco a
poco los delitos ocasionados por el futbol; sin embargo, las pandillas
enemigas solían citarse en ciertos lugares para enfrentarse y hacer valer un
orgullo que ya a nadie le importaba.
Palacio detestaba todo lo relacionado con la Legión de los C.
Después de enterrar a su hijo, declaró en televisión que los actos cometidos
habían sido efectuados por cobardes y, sabía a la perfección, darían con el
paradero del asesino demasiado tarde, porque en Torrentes la verdad
también es impuntual. Fue ahí donde ocurrió el después del futbolista; su
carrera despuntó de manera imprevista.
Tanto para Tavares como para Enzo e Idea el pasado de Arévalo era
una total ficción. Para ellos Arévalo había sido un chico nada formidable en
la escuela, muy desapercibido, abandonado por sus padres y adoptado por
su tía (esa parte es cierta), un chico que no hizo absolutamente nada
relevante y era un mero aficionado de Conquistadores, un bueno para nada.
Solo Marbella conocía todo aquello que Arévalo pretendía enterrar; sin
embargo, aun así, todo se quedaba a medias.
Antes de que se revelaran los resultados de ingreso a la universidad,
Marbella y Nicolás se vieron en el bar De C. Fue ahí donde ese pasado que
Nicolás quiso mantener oculto para siempre salió como una revelación
incontenible.
—¿Qué sabes de mí? —preguntó Arévalo, dispuesto a darle un sorbo
a su cerveza.
—La legión...
—La legión, la legión, la legión. Tranquila, loca, que estás en el
centro de la legión.
Marbella sabía que ese bar era el centro de reunión de la Legión de
los C., ya extinta en el ideal, pero sobreviviente como enfermedad.
—Todos aquí nos observan, nos escuchan, desean saber qué es lo que
pasa en esta mesa, ¿sabes por qué, loca? Es fácil, es fácil. Porque sigo
siendo uno de ellos. Es difícil salirse, es difícil, a menos de que uno se
escape a otro país con otro nombre... pero la legión, loca, la legión...
—¿Mataste tú al hijo de Palacio?
Arévalo palideció totalmente. Al fondo se escuchaba un punk rock
estridente. Sonaban los ruedos de la mesa de billar y una que otra tos que
significaba un próximo cáncer de pulmón.
—¿Sabes quién es el asesino?
Arévalo se levantó y comenzó a aplaudir mientras cantaba el himno
de Conquistadores. Todos los que estaban dentro del bar lo siguieron al
unísono. El ruido aturdía demasiado.
—Fui yo.
—¿Cómo?
El himno concluyó y el lema de la legión se hizo presente como grito
de guerra.
¡Golpea!
—Fui yo.
¡Fractura!
—¿Qué?
¡Pulveriza!
—Fui yo.
¡Orgullo, legión, Conquistadores!
Marbella sintió que todos los gritos se internaron en su cuerpo, en el
alma. No pudo escuchar lo que Nicolás le dijo, pero leyó bien sus labios.
«Fui yo» era la frase que se repetía una y otra vez.
—Fui yo, fuimos todos, Marbella.
Todos regresaron a la mesa de billar, a la cerveza, al baño, al cigarro,
todos escondiendo la verdad, la verdad contenida, porque son eso, son
Legión.
Las lluvias de Torrentes
Ustedes no saben. Ustedes no saben pero yo sí sé y sé mucho más de lo que
se dice, de lo que se ha dicho de mí, de la Legión o de los Fracasantes; sin
embargo, creo que todo debe comenzar en algún punto, aunque sé que
siempre pierdo el rumbo y muchas veces llego a desconocer los principios,
porque siento que vivo conociendo únicamente la continuidad y que
alrededor mío todo siempre siempre se desmorona, pero nunca hay un
principio, nunca, o por lo menos eso creo, pero hubo uno...
Vivíamos cerca del estadio, en la Polvoreda, y decir eso es
prácticamente saberse condenado a algo. La Polvoreda siempre fue una
colonia conflictiva donde, se sabe, se negociaron muchos crímenes políticos
y la gente vive demasiado de los secretos, de los rumores. Siempre se me
hizo una colonia de la re mil mierda, pero ahí vivía con mis padres y con la
tía Rebeca. Creo que todo iba bien, mis viejos se partían el lomo teniendo
mil y un trabajos para llevar comida al hogar y pagar una paupérrima
colegiatura de la escuela para que pudiera yo acceder a las cosas que para
ellos eran imposibles.
A pesar de sus esfuerzos, la escuela no era para mí lo suficientemente
atractiva como lo era mi tía Rebeca, a quien por las tardes veía siempre salir
desnuda del baño, la veía salir entre los vapores de su piel porque no
teníamos agua caliente, pero ella calentaba, con solo desnudarse, todos los
contornos de ese pequeño departamento. Yo era demasiado pequeño, quizá
tendría seis o siete años cuando me escondía o creía esconderme y veía a la
tía Rebeca mostrándole a las paredes esos impresionantes senos y el vello
oscuro entre sus piernas clemente del estío. Caminaba ella con la eternidad
voluptuosa, sabiéndose grandiosa, sabiéndose también diosa y también
demonio. Recuerdo que la dibujaba, me escondía en el baño y la dibujaba
en hojas inadvertidas que mis padres dejaban porque les eran inservibles y a
veces preferían tirarlas u olvidarlas para que yo las recogiera. Dios, solo
Dios, sabe que dibujaba a la tía Rebeca monstruosamente desnuda,
deliciosa, con sudor o con líquidos sobre ella y después guardaba mis
dibujos; llegó un momento en que tenía más de cien dibujos de la tía
Rebeca y de sus senos, de su ropa interior, del estío en su vello púbico.
Era yo muy pequeño, muy pequeño para entender que, en realidad, la
tía Rebeca no era verdaderamente mi tía, sino la mejor amiga de mi madre.
Ella había escapado de su casa tras las golpizas que le ponía su marido y
terminó en La Polvoreda, agradeciéndoles todas las noches el apoyo a mis
padres. Creo yo que estaba tan agradecida que por las tardes deseaba darnos
algo conmigo, devolvernos algo conmigo, y por eso mostraba, me
mostraba, me restregaba en la mirada, su cuerpo tan eterno, tan mortal
como humoroso, vaporoso.
Fue en una tarde cuando la tía Rebeca me llamó a su cuarto después
de su baño. Nico, me gritó mientras yo, detrás del único sillón que
teníamos, me frotaba el pene levemente sin saber por qué me lo frotaba. Me
puse el short inmediatamente, algo apenas se abultaba y yo caminaba con la
respiración veloz, creo que mis pasos eran lentos, y sentía que me mareaba,
llegué a la habitación de la tía Rebeca y me dijo que la ayudara a abrocharse
el brasier porque no podía con el broche o algo así. Yo me subí a la cama y
solamente vi su espalda desnuda, después me dio los dos tirantes, uno en
cada mano y yo por atrás le abrochaba el atuendo que le cargaría aquellos
dos bultos sudorosos, cafés y redondos y sentí todo inevitable, ella me dijo
que así estaba bien y después me preguntó si quería sentir, no dije nada y
rápidamente me pidió que le diera mis manos y yo nada más le veía la
espalda; después, sentí, sentí, pude sentir el brasier y los dos senos enormes
y sentí los pezones suspendidos y la tía Rebeca preguntó si me gustaba y yo
solo le dije que sí, luego quitó mis manos de sus vaporosos senos, me dio
las gracias y me dijo que podía seguir jugando en la sala, atrás del sillón.
Creo entonces que ese fue el comienzo, creo que ese fue el comienzo
porque yo desde esa noche no dejé de desear el cuerpo y yo entendía que
deseaba el cuerpo, pero no entendía eso, deseaba algo más, deseaba y
sudaba. Por las noches la escuchaba salir de su cuarto, la escuchaba orinar y
escuchaba que volvía a entrar a su cuarto y yo sentía calor y frío, casi
siempre la escuchaba llorar y yo juraba, juraba quitarle ese dolor, esa
tristeza, pero no sabía cómo, no sabía cómo.
Un día, después del colegio, la encontré tomando helado con un
hombre que yo desconocía y regresé al departamento furioso y rompí todos
los dibujos que había hecho, era mi primer revista pornográfica, hecha con
mis propias manos, y la destrocé, la rompí, la mordí y después le pegué con
mis puños a la puerta, a las paredes, y luego abrí la ventana del
departamento y grité que era una hija de puta y la vecina que colgaba su
ropa me vio asustada, así que le dije que también ella era una hija de puta y
me soltó que yo era el demonio, que siempre supo que el demonio habitaba
en nuestro departamento y le escupí, ella se persignó y dijo que iba a hablar
con mis padres.
La esperé en el sillón, porque tenía que llegar siempre antes de las
cuatro para servirme la comida y después bañarse e irse a trabajar. La
esperé y llegó muy feliz, le pregunté que quién era aquél hombre y ella me
respondió que cuál hombre y le dije que no se hiciera la loca, que la había
visto con un hombre tomando un helado y ella dijo que era su hermano, su
hermano, y yo comencé a llorar y ella se sentó conmigo en el sillón y me
dijo «Nico, Nico, ¿qué te pasa?», me abrazó y acercó mi cara a sus senos,
sus senos olían a abundancia y sin pensarlo puse mi mano derecha sobre su
seno izquierdo y ella dijo «Ya, ya sé qué te pasa, ya sé qué te pasa, Nico,
pero ni una palabra, Nico, ni una palabra». De repente se quitó la blusa, se
quitó el brasier y me mostró la eternidad que Dios formó y nos entregó, me
preguntó si quería besárselos y me puso por encima de sus estruendosos
montes y yo los besé, los besé hasta perderme y algo sentí, algo se avivó
más, y ella metió su mano entre mi pantalón del colegio, diciéndome «Nico,
qué bárbaro, ni una palabra, Nico, ni una palabra», y yo bebí de ella, bebí
de ella; creo que ella esperaba que pasara algo, pero no pasó nada y yo le
besé los sinuosos bultos de eternidad y ella me dijo que ese era nuestro
secreto, nuestro secreto. Quise tocarle la entrepierna, quise sentir el vello
que escondía ese principio, ese principio que, mira, yo creo que ahí se
encuentra todo, mi principio, y ella me retiró la mano y me dijo que estaba
muy chico: «Nico, estás muy pequeño, pero en un tiempo no muy lejano,
Nico», después me apartó la cara de sus senos, me dio un beso en la boca y
me dijo que ya me iba a servir la comida y le dije que sí, que sí, pero no sé
qué pasó, algo se apoderó de mí o es la violencia o las cosas que uno carga
desde no sé cuántas vidas que le pedí que me sirviera la comida, pero sin
ropa, sin nada encima, y ella comenzó a reír y dijo que le parecía bien, pero
que era un secreto, nuestro secreto, y que no iba a pasar siempre, quizá una
vez al mes o una vez cada dos meses y que tenía que aguantarme, yo solo
dije que sí y esa vez Rebeca me sirvió la comida sin blusa, sin brasier,
«Nada más, porque lo de abajo, Nico, aún no es para ti, pero te lo voy a
guardar». Yo comencé a sentir que crecía de repente, que crecía rápido, esa
noche ya no tuve nervios ni ganas de escucharla orinar porque sabía que de
alguna forma ya tenía control o algo sobre ella a pesar de ser tan pequeño.
Después de esa tarde, durante los tres años siguientes, mi vida se
transformó en un desafío de contención, de locura, de eternidad. Yo llegaba
del colegio desafiando y conteniendo todo el deseo que tenía su nombre,
pero ella sabía que todas las tardes yo la observaba totalmente desnuda.
Durante esos tres años me atreví, cuando ella salía a trabajar, a husmear
entre su ropa, a olerla, a frotarme el pene con su brasier o con sus bragas y
recibía con más efusividad la llegada de Rebeca al departamento que la
llegada de mis padres, quienes, cuando solían quedarse por las tardes, yo
deseaba que se largaran, que se fueran, porque no podía ver a Rebeca
desnuda ni podía ver sus vapores. Mi infancia tiene nombre y es el de ella,
pero aún no conocía el principio de todo.
A mis diez u once años conocí en el salón a Lautaro, solíamos
acompañarnos a nuestros hogares, ya que los complejos habitacionales
estaban cerca. En el camino aventábamos piedras a los autobuses, a veces
nos poníamos en el puente que da a la colonia con la única finalidad de
aventar globos con agua o animales muertos a los coches que pasaban
debajo. Y corríamos, corríamos y nos gustaba sentir esa adrenalina. Pero yo
no sabía que Lautaro me estaba midiendo, me estaba entrenando porque
algo estaba surgiendo entre los barrios de alrededor del estadio, las cosas
podían ponerse fuertes, y Lautaro lo sabía y quería que yo perteneciera a
eso.
Entonces, una vez llegué al departamento y vi a Rebeca llorando en el
sofá, al verme quiso quitarse las lágrimas y noté que tenía el labio superior
destrozado, le pregunté que qué pasaba y ella me dijo que nada, creo que
me escuchó agresivo, le volví a preguntar y me dijo que su ex marido la
había encontrado, que la golpeó, que le dijo que la iba a matar. Yo corrí,
corrí y fui al complejo habitacional de Lautaro y grité su nombre porque no
sabía exactamente dónde vivía, estuve así como diez minutos, hasta que vi a
Lautaro bajar de unas escaleras y me preguntó que qué quería y le dije que
quería matar a alguien, así que él me dijo que me calmara, que al otro día
me iba a dar algo, pero que era nuestro secreto, nuestro secreto, y le dije
que estaba bien, regresé al departamento y me encerré en mi cuarto
escuchando la tristeza de Rebeca.
Al otro día Lautaro me dio un cuchillo muy afilado, me dijo que
jamás se lo devolviera, que era mío; me salí de la escuela porque tenía el
presentimiento de que el exesposo de Rebeca iría a matarla ese día. Subí las
escaleras, encontré a un hombre tocando la puerta del departamento y le
pregunté que qué quería, él preguntó si yo vivía ahí y le volví a preguntar
que qué quería, me dijo que él sabía que Rebeca estaba ahí y le pregunté si
era su marido, él me dijo «Sí, mocoso pendejo». Fue entonces que le enterré
el cuchillo en el estómago y lo moví de un lado para otro. Él gritaba y yo
solo repetía que era mía, era mía, era mía; abrió Rebeca la puerta y me vio
enterrándole el cuchillo a su exesposo, gritó mi nombre, me metió al
departamento de un golpe mientras afuera intentaba aliviar a quien escupía
sangre y se le derramaba todo el interior por el estómago. Nadie vio nada,
llegaron la policía y la ambulancia de Torrentes, como siempre, tarde, y nos
preguntaron que qué había pasado, Rebeca dijo que no sabía, que nada más
el hombre había tocado la puerta y que cuando abrió estaba en el suelo, que
seguramente lo habían asaltado, que vivía cerca y estaba pidiendo ayuda,
pero nadie le abrió y que cuando ella decidió hacerlo el hombre ya había
perdido la vida. La policía de Torrentes, como siempre, no buscó ni hizo
nada, ni investigó ni quiso hacer mucho por el exmarido de Rebeca y en
menos de cuatro horas todo estaba despejado, como si no hubiera pasado
nada. Ella me preguntó si yo estaba bien y le dije que sí y me abrazó, me
abrazó, me dijo que era muy valiente, muy valiente, que era ya el momento,
el momento, y se desnudó totalmente enfrente de mí y puso mi mano
derecha entre sus piernas, sentí el valle del vello idílico y ella tomó mis
dedos y me hizo tocarla más adentro, más profundo, y yo olvidé todo: ya
era un adulto, también un asesino. Ella me tocó el pene mientras me besaba
y me tocó cada vez más fuerte y yo quité mi mano de entre sus piernas y
tomé sus senos, se recostó en el sillón, me puse sobre ella y acomodó todo,
me puso dentro de ella y yo sentía el principio, el principio, el origen del
mundo apretándome y después todo se hizo blanco, absolutamente blanco,
y ella gemía, ella sudaba y yo no quería despertar, no quería despertar, no
quería que nada, absolutamente nada, se acabara y ella me mordió el labio y
me dijo que era una locura, una locura, una locura: «Loco, Nico, estás
loco», comencé a reír, comencé a reír y escuché que la señora de junto, la
vecina, dijo algo así como que el diablo ya estaba riendo y le dije a Rebeca
que este era nuestro secreto, nuestro secreto, y creo que ese fue el principio,
ese fue el principio...
Después, el principio se convirtió en una continuidad, en una imposibilidad
de salida. Por eso es que tengo de esa época imágenes borrosas, imágenes
rotas de sucesos que tuvieron la suerte de permanecer, los más dolorosos, en
la historia de Torrentes.
Cuando cumplí los once fue cuando ingresé a la Legión de los C. Ya
era yo un asesino consolidado, pero eso únicamente lo sabían Lautaro y
Rebeca. Fue, creo yo, en noviembre, cuando entré con Lautaro al
departamento de la gorda Chavez. Me dijo «Mira, aquí necesitamos
hombrecitos, no menudencias» y yo solo pregunté si existía algún tipo de
prueba para demostrar que podía pertenecer al grupo que en realidad era
una pandilla de perdedores buenos para nada que tomaron el futbol como
pretexto para delinquir estúpidamente. Sus crímenes no pasaban de
agarrarse a golpes, de casi matar a otros y de robar demasiadas tiendas y
otros establecimientos. «Sí», dijo la Gorda, «tienes que romperle los dientes
a Lautaro», él y yo nos volteamos a ver y lo único que hice fue asestarle un
golpe sobrio en la boca a Lautaro, él cayó de bruces y la gorda dijo algo así
como «no te pases», yo solamente alcé los hombros y le pregunté si había
pasado la prueba. Y aun así entre Lautaro y yo no pasó nada, creo que el
golpe nos acercó más, y la Gorda dijo que teníamos que ir en la noche al bar
de siempre y que teníamos que planear lo del partido del fin de semana; sin
embargo, yo no sabía cuál era el bar de siempre.
Aquella tarde no vi a Rebeca porque ella estaba trabajando, así que
estuve vagando por la Polvoreda y llegué al estadio escuchando su silencio,
el silencio de aquel monumento que en determinados días se alzaba y
gritaba y se enfurecía y lloraba. Lo vi asombrado, jamás había estado en el
estadio como en ese momento. Recuerdo que mi padre me había llevado a
ver un partido, pero después no volví hasta esa tarde. Creo que andaba un
tanto andrajoso y tan sorprendido que el oficial que protegía la entrada
principal me preguntó si no quería echarle un vistazo al estadio desde
adentro. «Así, vacío», me dijo, claro que acepté y el oficial me dijo que
tenía diez minutos para entrar y salir. Corrí, abrí la puerta que tenía, según
el oficial, el seguro descompuesto y, después, ahí estaba, enfrente de mí, el
campo silencioso, también estaban las butacas vacías, los escalones
gigantescos como dientes destrozados y, encima de mí, el cielo, el cielo
totalmente azul, con un par de nubes algodonadas; escuchaba mi
respiración, mi respiración agitada.
Fue ahí, en realidad, que comencé a imaginar cosas en términos
poéticos, creo. Grité gol, grité gol con tanta fuerza que escuché mi voz que
comenzaba a cambiar, comenzaba a transformarse, y también grité el
nombre de Rebeca, lo grité muy fuerte, inalcanzable, y todo el estadio se
llenó con su nombre, se cubrió con su nombre como si hubiera raptado el
cuerpo de Rebeca y lo tuviera resguardado en cada esquina del inmueble
magnífico. También vi la luna, la luna que se anunciaba; después, sonó el
encendido de cada faro que iluminaba mágicamente aquel castillo de
derrotas y de glorias y comencé a quedarme sin palabras, comencé a
quedarme silencioso y maldije eso, maldije no poder explicarme lo que
estaba viendo y comencé a llorar, lloré desenfrenadamente porque estaba
recordando el rostro del hombre que había matado, estaba recordando mi
crimen, mi crimen infantil, y no recordaba su nombre, no podía recordar su
nombre, pero sabía que no podía contárselo a nadie porque, si no, nunca
más volvería a estar en el cuerpo de Rebeca y jamás volvería a tener una
tarde como esa, en silencio, en el estadio.
Regresé adolorido del rostro; el oficial me preguntó si algo me había
pasado y le dije que no, que había sido todo un sueño el haber estado ahí. Él
se alegró y me dijo que esa aventura no se iba a repetir porque a él lo iban a
trasladar a otra zona o quizá afuera de Torrentes.
Volví abatido y, antes de darme cita con la Gorda Chavez y con la
Legión en el bar desconocido, fui al departamento a bañarme para no llegar
con los ojos hinchados. Encontré a Rebeca acostada en el sillón y vi que
leía un libro; «Poesía, Nico», me dijo. Tomé el libro y leí un par de versos:
los versos de Augusto Méndez, un célebre poeta torrencial; sentí otra vez
esas ganas de llorar, porque en mis manos estaba la clave para decir las
cosas, para eternizarlas, aunque a esa edad no pensaba en eternizar, sino en
encontrar los adjetivos, las metáforas, los sustantivos para sacudirme del
crimen, sacudirme de todo. «Te lo regalo», me dijo Rebeca y sonreí; le di
un beso, pero no en la boca, en la mejilla, porque nuestra relación ya había
pasado a esa fase en la que uno reconoce las distancias, y después guardé el
libro en mi cajón.
Salí del departamento un poco antes de que llegaran mis padres y
Lautaro me estaba esperado afuera para irnos caminando juntos al bar.
Llegamos; al entrar vi que los pocos presentes jugaban billar o dominó y
bebían cerveza mientras en la televisión se presentaba el resumen deportivo.
Los analistas dijeron que Conquistadores pasaba por una época difícil,
anunciaron la sustitución en la portería y hablaron de Palacio, de ese otro
destino que marcaría para siempre a Conquistadores y a la Legión.
«Nico, el fin de semana te estrenas», dijo la gorda Chavez mientras
me hacía beber de un jalón un tarro de cerveza, «Bienvenido, Rockerito».
Todos aplaudieron y después cantaron el himno de Conquistadores.
«Bienvenido, loco». Esa noche me quedé con Lautaro, nos quedamos
tendidos en la sala, sus padres trabajaban por las noches y por lo tanto
podíamos llegar apestando a alcohol sin problema alguno. Mi mente fue de
un lado para otro; pensé en Rebeca, en el estadio, en los versos de
Méndez… sentí que flotaba y después fui al baño arrastrándome con el
alcohol y la comida de la tarde en la boca. Lautaro rio, «Nico, loco, eres
como mi hermano, loco», dijo.
Llegó el fin de semana y tenía un miedo desenfrenado.
Conquistadores perdió, pero a nosotros no nos importó porque, mientras el
árbitro hacía mal su trabajo y marcaba un par de penales inexistentes, nos
estábamos batiendo a golpes en las calles de la Polvoreda con los fanáticos
del equipo contrario. Lautaro y yo agarramos a un chico de, creo yo, unos
quince años. Le rompimos la boca, lo pateamos en el suelo y, según lo que
supimos, estuvo a punto de perder el ojo. La gorda lo festejó, nos festejó.
Dijo «Ah, estos hijitos de puta salieron más vivos que cualquiera» y
nosotros celebramos con un poco de dolor en el rostro y en las costillas por
los golpes que nos pudo dar el chico; él estaba por perder el ojo mientras
nosotros bebíamos cerveza.
Rebeca sabía que andaba con la legión y solo me aconsejó repensarlo,
me aconsejó volver a mis hábitos escolares, leer poesía, dibujar, salirme del
molde al que la Polvoreda condenaba… Pero con la legión yo sentía un
vigor inexplicable, sentía que por fin había encontrado una familia, porque
la mía no existía, porque mis padres trabajaban posiblemente hasta
olvidarme y, por otro lado, yo me acostaba con quien según era mi tía,
quien fungía más como amante y también como madre.
Fue entonces que ocurrió el primer aviso del que todos saben, del
chico que corría con unos tenis nuevos y que la televisión logró captar...
también lo de Lautaro. Conquistadores ganó 3 a 0, Palacio hizo un
excelente partido: era muy joven y estaba a punto de convertirse en el
portero titular. Y mientras Palacio hacía esas atajadas que le conocemos, las
espectaculares, nosotros rompimos y destrozamos todo lo que se puso
enfrente de nosotros. Lautaro y yo robamos la tienda de zapatos deportivos,
rompimos las ventanas y salimos corriendo con los tenis que habíamos
podido agarrar. Fue entonces que llegó la cámara, llegó el periodista y me
grabaron: rápidamente me preguntaron mi nombre y por qué hacía eso, dije
que me llamaba Nicolás Arévalo y viva la legión y salí corriendo hasta el
departamento. Lautaro y yo nos separamos en lo que yo daba una entrevista
exprés, él corría hacia el destino que tentábamos siempre.
Todo iba bien, tenía mis trofeos y descansé esperando que las calles
se tranquilizaran para después ir al bar. Dormí un poco, escuché las sirenas
de las patrullas y las de las ambulancias, pero se escuchaban lejanas, muy
lejanas. Después desperté y al rato ya estaba caminando hacia la legión.
Llegué al bar y tuve un mal presentimiento, porque no se escuchaba la
algarabía de siempre, ni los gritos, ni el himno. Al entrar, la Gorda me
abrazó y me dijo que lo sentía y yo no entendía hasta que me dijeron que
habían matado a golpes a Lautaro, que lo agarraron entre cuatro casi al
llegar a su casa, que lo habían dejado en el suelo, deformado del rostro, sin
respiración, con la oscuridad en los ojos, con la sangre rodeándole el
cuerpo. También lo picaron, lo apuñalaron, lo reventaron con piedras, con el
cinturón... fue una masacre, dijeron.
Comencé a llorar como todos los de la legión. No se escuchaba el
choque del ruedo del billar, no se escuchaba a los analistas mandando
condolencias o condenando a la legión por lo sucedido, no se escuchaban
los sorbos de cerveza, no se escuchaba la inmortalidad prometida e imaginé
a Lautaro, solo, recibiendo los golpes y preguntándose dónde estaba, dónde
estaba yo para ayudarlo, para salvarlo, y vi su cabello café pintándose de
rojo, sus ojos cafés recibiendo la oscuridad, sus labios delgados
desapareciendo, sus mejillas joviales siendo destrozadas, sus orejas
diminutas sangrando...
Salí del bar y caminé hacia el estadio, las patrullas de Torrentes ya
habían dejado de pasar en el estado enfermizo, ahora algunas resguardaban
las esquinas polvorosas de la Polvoreda. Fui al estadio queriendo entrar
para escuchar el silencio, para escuchar las respuestas, para ver si ahí
Lautaro se hallaba escondido también. Llegué al inmueble cansado, llegué
sabiéndome condenado, con la culpa pagada: yo también había matado,
pero siempre dije que había sido diferente, que lo mío era por una injusticia.
Pensé en Lautaro, mi amigo, Lautaro, mi hermano, loco, Lautaro, y recordé
ligeramente los versos de Méndez que había leído hace tiempo, esos que
dicen que el verdadero silencio se sucede cuando nos ahogan la muerte y la
distancia; pensé en Lautaro y me prometí vengarlo, vengarte, y una mano se
puso en mi hombro, era uno de la legión que me había seguido por órdenes
de la Gorda para mantenerme seguro, vi su rostro pálido, inexpresivo. «Ya
vámonos», me dijo, «que la noche es de Lautaro».
Después de Lautaro vinieron las venganzas. Fue una época en la que la
Legión creció demasiado y, con ello, crecieron los viajes, creció nuestra
economía, crecieron los crímenes. Conquistadores ganaba partidos, pero no
los suficientes, Palacio ya era figura en el equipo aun cuando los periodistas
querían sustituirlo y solían decir que estaba viejo; a mí siempre me pareció
joven y el público lo amaba mucho, aun cuando los triunfos eran pocos.
¿Tendría él unos treinta y cuatro años? Y se hablaba de su familia, del
pequeño Diego... Recuerdo las convocatorias a los dos mundiales en los que
estuvo en la banca. Después la gran convocatoria, el Mundial que jugó
Palacio completo, la Legión en su auge. Los medios internacionales decían
que las atajadas de Palacio eran soberbios poemas deportivos. Cuando
escuchaba eso el corazón me latía sumamente fuerte porque sentía que en
esos poemas estaba la Legión y, por supuesto, el alma de Lautaro. Te puedo
decir que es ahí donde todo es un tanto borroso. Después del Mundial todo
parece como si nada hubiera vivido.
Mis padres se enteraron de mi romance con la tía Rebeca; sin
embargo, no hicieron mucho por separarnos, todo lo contrario. En el colegio
no era brillante, pero contaba con calificaciones nada preocupantes. Era en
literatura donde todo iba mucho mejor y de un momento a otro comencé a
escribir poesía. Inicié imitando y después empecé a escuchar mi voz un
poco más. A Rebeca le leía los poemas y ella reía, a veces lloraba y otras
me decía que era un genio hijo de puta, pero aun con la poesía nuestra
relación fue enfriándose hasta que entendí que todo eso estaba próximo a
concluir.
Por aquel tiempo fue cuando comencé a vestir mejor, la Legión así lo
requería. Usábamos Rufalo y era una locura, éramos unos criminales muy
bien vestidos e incluso el diseñador, al saber que llevábamos su marca, nos
visitó en el bar De C y les dijo a la Gorda y a Adrianito que él podía darnos
ropa deportiva con el logo de la Legión. Nosotros no teníamos ni idea de
que aun podíamos contar con un logo, pero Rufalo pidió una muy buena
suma de dinero que la Gorda le entregó y a los dos meses teníamos el mejor
uniforme criminal. Salimos en televisión, los noticieros se espantaban,
condenaban a Rufalo; sin embargo, extrañamente nuestro uniforme se
vendía también en otros países con distintos logos. Fue la época en la que
algunos hooligans ingleses visitaron Torrentes, la Legión se convirtió en
parte de la derrama económica internacional, y nos dieron tips para
acorralar enemigos, nos enseñaron estrategias, bebieron con nosotros y les
dimos hospedaje, los invitamos a los partidos y muchas veces nos
acompañaron a rompernos la boca. Era brutal y lo mejor es que nadie podía
detenerlo porque cómo puedes parar un fenómeno masivo ligado al futbol,
que por sí mismo es el máximo fenómeno deportivo. Rebeca me decía que
era incongruente que un criminal como yo escribiera poesía por las tardes y
se reía al decir que lo peor de todo es que era un poeta bien vestido.
Fueron un par de años llenos de fracturas, golpes, de olor a sangre y
de poesía… hasta ese día, el que marcó la historia de Torrentes y creo que
también la historia del futbol nacional.
No sé si era la poesía o mi relación ya fallida con Rebeca; sin
embargo, al despertar ese día me sentí vulnerable, totalmente emocional.
Fui normalmente al bar De C para verme con la Legión y de ahí salimos
hacia el estadio. Adrianito ya era nuestro líder; la cosa se ponía cada vez
más violenta. Llegamos y el cinturón de seguridad hizo lo suyo con
nosotros, pero no con los de Lagos. El partido lo comenzaron ganando ellos
y al final del primer tiempo empató Conquistadores. Los humores
comenzaron a calentarse, los fanáticos de Lagos decían que en las calles
estaban golpeando masivamente a la gente de Torrentes y que los maricones
nos resguardábamos en el estadio. No hicimos caso porque sabíamos que no
era cierto, aun así nos perturbaba un poco la idea. Comenzó el segundo
tiempo y al minuto tres Conquistadores marcó el segundo: sabrás la euforia
que se desató en tribuna. A los cinco minutos un gol más y ya íbamos
ganando 3 a 1... fue cuando comenzó la revuelta. Al caer el gol y al verse ya
caídos los de Lagos, uno de ellos comenzó, sin más, a golpear a Sebastián,
quien tenía por ese entonces unos doce años. La historia se repite, me dije,
vi en el chico la figura de Lautaro, vi a Lautaro intentando defenderse,
intentando escapar y fue ahí que todo se incendió: defendí a Sebastián,
después me golpearon, luego la Legión pegó como si fuera una enorme ola
de mar y yo me mantuve cubriendo a Sebastián, decía que quería volver,
que quería defenderse. Yo le decía que no, que lo iban a matar como a
Lautaro y lo vi llorar, le dije que no me soltara y corrimos hacia afuera.
«Arévalo», me gritaron, «vuelve hijo de puta», y yo corrí sosteniendo la
mano de Sebastián. Afuera del estadio los policías nos detuvieron, nos
golpearon con la macana, pero yo sabía que eran golpes de seguridad, que
ellos no podían matarnos como sí se estaban matando adentro. Cedieron,
posteriormente los periodistas, las ambulancias… y yo no dejé de sostener
la mano de Sebastián. Después no supimos nada.
Desperté en el hospital, vi a Rebeca con los ojos rojos y el rostro
calcinado por las lágrimas, vi a mis padres y vi a Sebastián con un yeso en
el brazo. Mataron al hijo de Palacio, me dijo Sebastián. Mataron al hijo de
Palacio, me dijeron mis padres. La maldita Legión mató a Diego Palacio,
dijo Rebeca. Escuchaba ambulancias llegar, escuchaba los pasos en los
pasillos del hospital, escuchaba los gritos... ¿qué había pasado?, ¿qué
carajos habíamos hecho?
Al otro día llegó Adrianito con la gorda Chavez. Platicamos sobre la
revuelta, sobre los que estaban presos, sobre la protección que le di a
Sebastián. Eres un jodido héroe, dijo la Gorda ya retirada del hooliganismo
torrencial. ¿Quién fue?, les pregunté, ¿quién mató al hijo de Palacio?,
Adrianito solo respondió «Fuiste tú, fui yo, fue la Gorda, fue Sebastián, fue
la Legión y eso vamos a responder todos». Y se retiraron así, sin más.
Nadie me visitó después y los gritos cesaron, las ambulancias cesaron, los
pasos en los pasillos cesaron y comencé a llorar como aquella tarde que
tuve para mí solo el estadio, comencé a llorar porque veía que todo se
desmoronaba, que había otra víctima con otro nombre, pero que era también
Lautaro el que moría una vez más. «No pude vengarte», me repetí, «no
pude hacerlo, loco», me dije hasta quedarme dormido; en mis sueños
Lautaro me dijo «Fuiste tú, fue la Legión» y yo quise abrazarlo, pero todo
se desmoronaba, todo se desmoronaba y él se hizo cada vez más pequeño
hasta perderse, hasta no volver a verlo en mis sueños.
Nunca fui parte del grupo de Arévalo, ni de los Fracasantes. Creo que por
mi falta de ánimo y de creatividad, aunque sé que... bueno, en realidad no lo
sé.
A ellos los conocí en la facultad, pero eran demasiado... ¿cómo
decirlo?, más bien eran muy poco dedicados y tenían ese dejo de saberlo
todo o creer saberlo todo y pecaban de soberbia, aunque creo que no era
pecado del todo porque, una vez que se conocía a los Fracasantes, uno
podía darse cuenta que ese era su estado natural. Eran una especie de
submundo, no puedo decir que eran rebeldes o revolucionarios o
vanguardistas o cualquiera de esas etiquetas, no, más bien yo pienso que
representaban esa idea de ser un sismo de la escritura, un intento, un grupo
de intenciones literarias inconclusas y eso, creo yo, les gustaba demasiado.
Tomamos una clase, no sé si era historiografía o historia de la
literatura o la literatura en la historia o notas de historiografía literaria, hace
ya tanto tiempo de eso... pero recuerdo verlos pegados como muéganos en
la parte de atrás del salón. Eran Nicolás, Tavares, Enzo, Idea, Marbella y
Falconi, aunque esta última tampoco quiso figurar demasiado en el grupo
de los Fracasantes. Sin embargo, por aquel tiempo no eran los Fracasantes,
eran un grupo de compañeros iniciados en la licenciatura, como yo, que
entraban o entrábamos a ese mundo sectario de las letras donde abundan las
iniciaciones, las orgías, las peleas, los celos y recelos, las envidias, las
extravagancias y también los asesinatos y los suicidios.
Cuando entré al salón Arévalo se incorporó y pude ver, bien lo
recuerdo, su playera que tenía unas letras espantosas y muy poco legibles y
una especie de dibujo de cadáveres, tripas y sangre. Creo que fue tanta mi
fijación que me preguntó si me gustaba la banda de la playera, no entendí
mucho lo que me dijo, así que me dio el nombre de la banda y le dije que
nunca en mi vida había escuchado ni a la banda ni al nombre, me dio la
mano, me dijo su nombre, Nicolás Arévalo, y yo le dije que me llamaba
José Corso; no sé si quiso bromear o no entendió bien, pero preguntó
«¿Torso?» y yo le dije que no, que Corso, con ce. Me presentó con los
demás y me senté con ellos sintiéndome nervioso porque sabía que entre
ellos estaba por pasar algo o ya había pasado o se estaba por activar una
bomba donde todos explotarían y se desmembrarían. Pero lo que me
pareció muy extraño es que, durante la clase, Arévalo y los demás debatían
con el profesor, que no recuerdo su nombre, sobre temas que sobrepasaban
incluso a la misma clase. Eran una especie de nerds o de personajes
pretenciosos que querían sí o sí figurar en la licenciatura o en la facultad o
en la universidad con sus frases o conocimientos irrelevantes y hacernos a
los demás chiquitos, minúsculos, novatos; parecían una especie de
masonería y los demás un grupo de boy scouts que aprendía poco a poco a
hacer nudos o a coleccionar mariposas.
«Corso, vamos a mi departamento», me dijo Arévalo después de
clase y los acompañé ya sin el nerviosismo. Me decía a mí mismo que debía
aprovechar el conocimiento de aquellos compañeros de clase para también
figurar en la facultad. Los veía adelante de mí, como si fueran una especie
de banda de rock que camina con toda la seguridad del mundo esperando
ser fotografiados o anhelados por las personas que pueden reconocerlos
pero que no se dan la fuerza para pedirles una fotografía o un autógrafo.
Mi sorpresa al entrar al departamento de Nicolás fue que estaba
adornado con mil y un cosas de Conquistadores; mi mente prejuiciosa
saltaba de pensamiento en pensamiento: cómo un fanático del futbol se
dedica a la literatura, al intelecto, si el futbol es para mediocres, ignorantes.
A veces sentía como si Jorge Luis Borges me hablara y me dijera «Salte de
ese departamento porque vas a terminar sabiendo más de mundiales de
futbol que de métrica poética»; me dio como un escalofrío hasta que
Falconi, Ximena Falconi, me dio una cerveza y me preguntó si quería
escribir poesía, novela, cuento o ensayo, y yo no dejaba de mirar la
colección de playeras de Conquistadores que permanecían colgadas en las
paredes.
Poco tiempo después comenzamos a escuchar a Queen y Arévalo
decía «Corso, Corso, loco, dinos quién eres, bienvenido a esta madriguera,
esta es tu casa, cuando quieras escribir o dormir o emborracharte puedes
venir aquí, puedes quedarte aquí». Creo que fue Marbella quien le preguntó
si su tía iba a ir esa tarde al departamento y Arévalo le dijo que andaba en
otro país y que por ella no nos preocupáramos; Idea dijo que ya había
pedido la pizza, Tavares y Enzo fumaban mientras revisaban los libros de
Arévalo. Parecía que se conocían de antes; sin embargo, fue en esa semana
que se conocieron o creo que Arévalo ya había conocido a Marbella antes.
En realidad nada de eso me queda o me quedó muy claro: parecía que eran
amigos desde la infancia, pero la realidad es que no se habían conocido
años, sino días antes, quizá en unas cuantas clases y desde ese día o desde
ese año no dejaron de visitar la madriguera o el departamento de Arévalo:
era como una especie de iniciación, creo yo.
«Soy José Corso, vengo de Muelles», dije; Arévalo mencionó algo
sobre sus padres que no entendí muy bien. Les conté que mis escritores
favoritos eran Borges, Cortázar, Pessoa, Bolaño y Homero; Arévalo
comenzó a reír y les dijo a los demás que había ganado la apuesta y que
tenían que pagarle, yo les pregunté en qué consistía la apuesta y Tavares
dijo que parecía ser que Arévalo era el único de todos ellos que ponía entre
sus autores favoritos a tres torrenciales, a tres de Torrentes. Ahí entendí que
a Arévalo le gustaba siempre jugar de local, que su fanatismo por
Conquistadores tenía ese toque localista barato y que era la clase de chico
que por todos lados muestra su orgullo por pertenecer a algo más pequeño,
más particular, porque es lo único que a él puede importarle. Dijo que hay
muchos autores que son poco al lado de los de Torrentes, pero que como
eran de Torrentes quién carajos iba a reconocerlos, exceptuando a la figura
icónica y macabra de William Sánchez.
No sé si fue la pizza o la cantidad de alcohol que bebimos, pero de un
momento a otro me sentí sumamente enamorado de Ximena Falconi.
Supongo que fue, sobre todo, por su forma de acercarse a mí desde el
primer momento, por sus preguntas y, con el tiempo, por las miradas que
me entregaba o nos entregábamos. «Corso, ¿de verdad eres poeta?», me lo
dijo arrastrando las palabras mientras yo observaba sus labios color salmón,
su piel susurrando palidez, sus ojos durazno o mermelada de chabacano y
sus mejillas siendo algodón o siendo nubes suspendidas en su rostro. Creo
que le contesté que le tenía mucho respeto a la poesía y me pidió
acompañarla a su casa, le dije que sí y salimos de la madriguera tomados de
la mano escuchando a lo lejos las risas de los futuros Fracasantes e
Innuendo a todo volumen.
En el metro íbamos sentados; Ximena se recostó en mi hombro, me
tomó de la mano, me dijo que bajábamos en la penúltima estación y se
quedó dormida (o me pareció que se había quedado dormida). Yo solo podía
oler su cabello, besar su cabello, eternizar su cabello… Vi mi reflejo en la
ventana del vagón y me vi acompañado, feliz… no sé si amado, pero quería
creer que era amado en ese momento. Pensé en la iniciación, en Arévalo, en
los demás… seguramente seguían bebiendo y platicando de futbol, de los
escritores de Torrentes, de la tía fantasma de Arévalo, de los desamores de
los demás o de los futuros Fracasantes (o de un grupo que se llamaría los
Fracasantes) y, probablemente, en la mente de Arévalo no pasaba la idea de
matar. Sin embargo, después supe que, cuando lo conocí, Arévalo ya tenía
las manos llenas de sangre, que Conquistadores y la Legión eran su gran
amor y que la literatura era el sismo, el simulacro o el intento o el
entrenamiento, la jugada practicada mil y un veces para anotar en el
momento indicado. Pero Arévalo nunca tendría ni gol ni momento indicado,
la vida nunca le permitiría ser el ejecutante del penal o el director técnico de
su futuro. No sé si pensé en todo eso o pensé poco o nada de eso mientras
veía mi reflejo en la ventana hasta la penúltima estación.
Llegamos a la casa y Falconi me pidió que no la dejara, supuse que también
vivía sola. Abrió la puerta. Entramos a un gigantesco jardín, subimos unas
escaleras que estaban por fuera, era como una gran mansión, y llegamos al
altillo; le pregunté si sus padres le habían construido eso y ella dijo que no,
que rentaba el altillo: a mí se me hizo un poco extraño el hecho de pensar
que una mujer podía vivir en un altillo, como dije antes, vivía con muchos
prejuicios. Mi sorpresa al entrar al altillo fue que aquel cuartito gris parecía
una galería de arte repleta de afiches, de pequeñas esculturas, de discos, de
libros… Ximena sacó de un cajón un cigarro de marihuana y lo encendió,
comenzamos a fumar con el firmamento a nuestra disposición y fue como
si, de un momento a otro, todo se moviera en cámara lenta.
Creo que estuve riendo un buen rato y, después, toqué la mano de
Falconi como si hubiera sido la primera vez que haya podido yo tocar una
mano; luego, me llegó el olor de todo su cuerpo y creo que se convirtió en
un prisma o pude ver su composición llena de partículas, de átomos todos
luminosos… Supe que ahí estaba la verdadera bomba, la que iba a explotar:
ella explotó, las partículas ascendieron hasta el cielo y se convirtieron en
estrellas, sus ojos quedaron en mis manos y estos lloraban y se convertían
en cascadas y me rodeaban en un murmullo que me insistía en escribir, en
ser poeta. Pestañeé y pude notar que todo eso había pasado únicamente en
mi cabeza, que ahí estaba Falconi, enfrente de mí, bailando “Baby, I love
you” de los Ramones… fue como si viera todos mis prejuicios y valores y
constructos éticos desmoronarse y saberme libre, libre.
Me acosté en la cama de Ximena. Ella seguía bailando mientras yo
pensaba que la iniciación no estaba para nada mal, que quería siempre
pertenecer a ese grupo que no sé si era literario, una hermandad, un grupo
de rock o un grupo de parásitos siendo todo y nada a la vez… me dieron
unas ganas irrefrenables de leer a un escritor torrencial. Quise leer a
Augusto Méndez y le pregunté a Falconi si tenía algo de él; ella me dijo que
ahí estaba el libro y lo busqué con torpeza, en cámara lenta. No sé cómo lo
encontré, pero abrí el libro en una página y a primera vista leí «somos
víctimas de Torrentes como el dragón lo es de su propio fuego»… Falconi
dejó de bailar y me preguntó que por qué tenía esa cara de impresión, solo
le dije que el puto Arévalo tenía toda la razón y sentí mi fuego interno
calcinarme. «No», me decía a mí mismo, «yo soy de Muelles». Falconi
nada más dijo «Solo los poetas son víctimas de su propio fuego» y comencé
a reír repitiendo no sé cuántas veces el nombre de Nicolás Arévalo. ¡Qué
puta razón tenía! Qué puta razón… Ella y yo nos besamos, nos quedamos
dormidos abrazados y arriba de nosotros seguían el firmamento y las
partículas infinitas de Ximena Falconi.
Siempre odié Torrentes, es una ciudad absurda, ni siquiera es inquietante, es
una ciudad sin destino, con todo el pasado encima y negada al futuro. Es un
rezago, totalmente olvidable, por eso es que no entiendo mucho la afición
de Arévalo por esa ciudad tan mezquina, miserable, alejada.
Conocí a Nicolás Arévalo en Rémora, un café pretencioso donde
antes se reunían periodistas e intelectuales (creo que el único verdadero
intelectual es el poeta Méndez, los demás son una pérdida de tiempo).
Delgado, con el cabello hasta los hombros, con su chamarra de fútbol y un
pantalón casi destruido, leía, eso sí, con muy buena voz, los poemas de mi
amiga Eugenia Olmo.
¿Tendríamos qué, dieciocho o veinte años, quizá? Cuando terminó la
lectura, Eugenia me dijo «¡Violeta, en Torrentes hay una nueva oleada
cultural!» y yo como que me hice babosa porque lo que decía Eugenia era
una trastada: en Torrentes no hay nuevas oleadas culturales, pues no se supo
ni siquiera hacer historia. Torrentes no tiene historia ni mucho menos
cultura. Cuando conquistaron este país y cuando los conquistadores
llegaron a esa parte del mundo, a ese territorio, decidieron nombrarlo
Torrencia, que después se cambió por Torrencial y después Torrentes, le
pusieron así porque llovía mucho y mejor no quebrarse tanto la cabeza. Por
eso pensar que Torrentes es cuna de gente creativa es una grandísima
estupidez.
Cuando conocí a Arévalo yo llevaba poco tiempo en la facultad de
Antropología y desde la primera clase andaba cayéndome de aburrimiento
porque la etnografía, los estudios de campo, los lenguajes, las señales, los
símbolos, la otredad y esos constructos son pavorosos, pesados, hechos y
pensados solo para zombies que necesitan demostrar y enfatizar su
privilegio. Por eso preferí otras cosas. He sido diseñadora y también les he
escrito discursos a algunos gobernantes sin tener ni un papel que me avale
como profesionista... así las cosas en esta parte del mundo.
Así que me llevaba muy bien con Eugenia, si bien sus poemas no
eran maravillosos, tampoco estaban tirados al carajo, pero ella sentía que
por fin estaba triunfando en la literatura, como si eso representara algo, y la
verdad es que, en palabras de Arévalo, no es como meter un gol de último
minuto en un mundial... en fin, festejaba su triunfo con los Fracasantes y
fue ahí donde los conocí. Eugenia me llevó con ellos y me presentó: «Ella
es Violeta Santiago» y Enzo preguntó «¿Hombre, mujer o ambos?», todos
rieron y a mí me dieron ganas de vomitar porque los intelectuales, frente a
una mujer como yo, siempre se comportan como tarados. Me pasó que,
hasta por negarme a acostarme con intelectuales, recibí amenazas,
lloriqueos, mensajes en la puerta de mi casa y rabietas absurdas, absurdas
como esa ciudad. Lo más triste de Torrentes es que ni siquiera tiene un
clima definido: hace un calor brutal, un frío que te cagas, cuando llueve
todo se inunda y hasta ha caído nieve, como hace años, donde los idiotas de
la Polvoreda llenaron cubetas con nieve para meterla en su refrigerador
como colección... así son los intelectuales y también los intelectuales de
Torrentes. El caso es que esa noche, entre ellos, leyeron un tipo manifiesto,
bebieron cerveza y Arévalo fumaba como si le corrieran las ganas de
morirse de cáncer, algo sumamente asqueroso.
Después llegaron José Corso y Ximena Falconi, uno los veía y daban
ganas de comérselos a besos o a mordidas, eran como esas parejas bien
educadas, formales, bien vestidas, agradables, no sé... Y ahí estábamos, en
el Rémora, en el centro de Torrentes donde nuestros defensores de la patria
partieron a balazos a los defensores de la vieja patria porque los torrenciales
no querían independizarse, pues eso significaba ser menos que nada y mira
cómo terminaron las cosas: jodidos, pero independientes.
Todo iba bien esa noche hasta que llegaron Luis Emilio y Federico,
los del otro grupo (como si estuvieran ellos y los Fracasantes en los
primeros años del preuniversitario). Entonces Arévalo se fue un rato a la
barra porque no los soportaba y no sé cómo fue la cosa, pero Luis Emilio le
cantó bronca por no sé qué razón y la mascota, es decir, Federico, les dijo a
todos que eran una bola de maricones. Marbella pidió en voz baja al cielo o
a Dios o a quién sabe quién algo así como «No por favor, no por favor» y
Luis dijo «Tengo una buenísima puta idea»; sabíamos que se refería a Idea,
quien era la pareja o novia de Arévalo. Él caminó hasta donde estaba Luis
Emilio y, sin mucho problema, le rompió una silla en la cabeza,
rápidamente Enzo tomó a Federico por el cuello y le rompió la nariz con un
cabezazo. Las mujeres gritaban, Eugenia estaba insoportable, gritaba
«Vinimos a celebrar mi poemario», y Corso y Falconi se limitaron a dejar
dinero encima de la mesa y salir sin despedirse.
Llegaron las patrullas y Arévalo y Enzo salieron por la puerta de
atrás. Idea les dijo a los policías que los noqueados la habían ofendido y los
oficiales solo se limitaron a decir «Les cobraron la factura». Yo me fui
encharcada de cerveza; me sentía sucia, baja, enferma y al llegar a casa tiré
la ropa a la basura y me metí a bañar. Creo que los golpes fueron más
divertidos que el poemario de Eugenia.
Vi a Arévalo y a los Fracasantes otras veces; sin embargo, no mucho,
porque me di de baja en la facultad y, como he dicho antes, me dediqué a
muchas actividades. Durante ese tiempo estuve becada por el estado, escribí
una novela y me di por bien servida: la beca me ayudó, pero ni pensar en
hacer carrera literaria, qué asco. De vez en cuando los veía en
presentaciones de libros; gracias a Dios, no fueron a la mía porque había
partido de futbol ese día.
No me sorprendió jamás lo de William Sánchez ni mucho menos la
forma en la que mataron a Arévalo. No es que uno esté por la vida
deseándole algo malo a los demás, pero tarde o temprano uno tiene lo que
se merece, así sea un infarto o una puñalada o un lindo funeral. Arévalo no
me simpatizaba, era uno más, como William Sánchez y como todos en la
literatura.
Nicolás Arévalo tenía una teoría: hasta no aprender a jugar defensiva,
difícilmente este país ganaría alguna vez alguna copa del mundo. Y tenía
razón. Idolatraba a los italianos, sobre todo a los defensores. Arévalo decía
«¿Quién se acuerda de los goleadores italianos? Nadie. Es de los defensores
de quienes se habla» y hablaba de Nela, de Bergomi, de Costacurta, de
Maldini, de Baresi, de Nesta, de Pessotto, de Cannavaro. Arévalo tenía esa
teoría de que solamente desde atrás podía ganarse cualquier partido y
pensaba que a punta de patadas bien dadas, de barridas ejemplares, de
raspones, de cargas, de pequeñas ofensivas verbales, el balón podía cambiar
de mando: ser altanero y elegante a la vez y convertirse en un gol, el único
gol que podía definir una gloria, un imperio, ¿ajá? «Adriano, si yo no
hubiera nacido en Torrentes seguramente Dios me hubiera hecho rossonero,
loco», me decía, se frotaba la cabeza ya rapada y repetía, «¡Qué daría yo
porque Conquistadores tuviera a alguien como Gattuso! Alguien así,
inquebrantable, soberbio». Esas eran las palabras de Arévalo y a mí me
costaba trabajo entenderle, hablaba como si fuera un chico de estudios, un
chico que leía demasiado y siento que por eso poco a poco fue separándose
de nosotros, aunque casi siempre regresaba a la Legión con el cabello más o
menos largo y salía de la Legión con la cabeza rapada, ¿ajá?
Le pegó durísimo lo del hijo de Palacio, se sentía homicida, se sentía
un parásito; llegó conmigo en una ocasión y me dijo que ya no iba a estar
de tiempo completo en la Legión, que quería pensar algunas cosas, que
tenía unas broncas gigantescas en su hogar y que patear cráneos ya no era
tan satisfactorio. Se separó de la Legión. Sé que se inscribió en la facultad y
no me sorprendió nada que iba a estudiar literatura, pero me enfurecí
porque Arévalo tenía futuro en un mundo de hombres, no de maricones.
Solía volver, nos visitaba de vez en cuando, pero las cosas cambiaron,
¿ajá?, cambiaron mucho. Al año y un poco más me metieron a prisión por
lo del hijo de Palacio, por un par de robos que hicimos y porque vieron que
la Legión se había convertido en una especie de red del caos. Todo lo
podrido de Torrentes se encontraba en la Polvoreda y, por lo tanto, todo lo
podrido tenía función en la Legión. Pero fue por otra cosa que llegué a
prisión, lo otro fueron cargos que se agregaron. Llegué a prisión porque le
prendí fuego al imbécil que andaba tras mi novia de aquel tiempo y qué más
da, uno se prende por tonterías, aunque no tanto como él, él hirvió hasta
deformarse. Lo rescataron, pudieron rescatarlo, pero a los pocos días murió
y mi novia sabía que había sido yo, me denunció y aquí estoy, desde hace
años.
Durante algunos años recibí libros por mensajería y unas cuántas
cartas de Arévalo. No me visitaba porque salió de Torrentes y anduvo por el
país como prófugo tras lo de William Sánchez, después desapareció hasta
que su silencio se prolongó mucho y entendí que había muerto, ¿ajá? Un día
recibí la visita de un par de amigos de la Legión, me dijeron que a Arévalo
lo habían matado y que se sospechaba de Palacio, que lo había encontrado y
había preparado todo para matarlo... Puñaladas por todo el cuerpo, ¿ajá? Y
poco tiempo después supimos que efectivamente Palacio lo había matado.
Arévalo me enviaba libros y comencé a interesarme un poco por la
literatura a tal punto que empecé a servir en prisión como maestro de
lectura y redacción, así que pude escribir La historia verdadera de la
Conquista del Hooliganismo torrencial como guiño a La historia verdadera
de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. Así de
bárbara también fue mi historia y, si bien no puedo obtener ni un centavo
por mi libro, me dicen que las ganancias se dan íntegras a programas de
reformación de la Polvoreda. Pero no lo sé, no puedo volver ahí y
seguramente sigue siendo una colonia olvidada, hecha mierda, con el futuro
adivinado de que de ahí no podía ni podrá salir nada bueno.
La Legión desapareció hace muchos años, ya nadie hace
hooliganismo y mucho menos ahora que el nuevo estadio de
Conquistadores está en las afueras de la ciudad. Me dio nostalgia ver en el
periódico que el antiguo estadio, el de la Polvoreda, tiene el pasto
demasiado crecido, está lleno de grafitis, lo habitan perros y dicen que en
los antiguos vestidores los drogadictos viven o intercambian jeringas y se
pudren entre SIDA y alucinaciones. La Legión tenía otra droga: la
violencia, pero de ahí a echar a perder nuestra fuerza física por mariguana,
por heroína, por speed... eso solo los perdedores lo hacen porque aquí en la
Legión existieron casos difíciles, hubo un chico que lo violaba el padrastro
y en vez de consumir drogas le enseñamos a golpear, a reventar cráneos,
¿ajá?, a clavar picos, a sacar el alma con los puños y, una vez que aprendió
de primera mano, se armó de valor y el padrastro terminó empalado por un
picahielo, ¿cuántas veces se metió alguna droga? ¡Nunca! Hace poco salió
él de prisión y llegó a decirme que quería ser reparador de relojes porque
eso lo hacía olvidarse de todo, ¿ajá? Pero él no tenía la culpa, la tenía el
padrastro que le arruinó la vida y qué puede hacer uno.
En las cartas Arévalo me platicaba sobre los fantasmas que lo
perseguían, sobre los odios ocultos, las voces que lo seguían, me habló de
Idea, de Enzo, de Tavares, del proyecto de Los Fracasantes, ¿ajá? Después
me envió su libro y entendí todo, luego me mandó el periódico donde
aparecía la breve nota sobre el asesinato de William Sánchez y en él
Arévalo escribió «Este sí fui yo»; más tarde, las cartas de arrepentimiento,
otros libros, los periódicos con los resultados de Conquistadores, las reseñas
de los mundiales, nuestra selección tirada al carajo… Me envió las
fotografías de los futbolistas que se convirtieron en comentaristas
deportivos y decía Arévalo que en realidad nosotros no habíamos sido tan
parasitarios como ellos. El problema es que nosotros no teníamos sueldo,
pero los ex futbolistas comentaristas deportivos lucraban con lo poco que
representaban porque en su gran mayoría habían sido menos que nada en
sus equipos; sin embargo, en televisión se dedicaban a analizar partidos
como si fueran los mejores técnicos del mundo, ¿ajá?
Me habló de Guardiola, de Mourinho, del adiós a Ferguson, de los
fracasos de la selección italiana o de su reciente gloria en el mundial, de
Messi, de Cristiano Ronaldo y también del futuro de la literatura dilapidado
por la crítica asesina, por las plumas políticas que le hacen el juego al
estado, por los vividores que tragan becas culturales y no producen
absolutamente nada, por los monarcas de la literatura que a partir de favores
sexuales, en su mayoría, publican libros que nadie tiene interés en leer. Me
dio mucha risa cuando me entregó un listado de autores pretenciosos, de
esos que hablan de feminismo sin saber nada, de esos que se entregan a
luchas de obreros en pleno siglo XXI, pero eso sí, desde su trinchera del
privilegio, desde su mandamiento del «no me tocarás», desde su forma de
hacer literatura desde la crítica, de hacer ensayitos sintiéndose los seres más
sensibles e intelectuales del universo como si realmente nos importara su
visión del mundo, ¿ajá? Recuerdo que escribió «ni los filósofos escriben
más porque los ensayistas les han robado la facultad de anunciar sus
pensamientos pues el filósofo ya no hace metáforas porque la crueldad no
puede ser embellecida ya que por sí misma ya tiene una carga inconfundible
de horror, de inteligencia, de podredumbre, de humanidad» y arremetió
contra los profesores que tuvo, los que escribieron novelitas terribles (que
también leí porque Arévalo me mandaba los libros para que supiera de qué
carajos me hablaba en sus cartas) y que en las presentaciones de libros iban
cargados de presunción y de ademanes a lo Andy Warhol, «a esos imbéciles
me dan ganas de matarlos, hacen de lo único que aprecio todo un gran
basurero», escribió.
Lo último que supe por Arévalo fue cuando se enteró de la muerte de
su tía, quien durante mucho tiempo lo cuidó, le dio el amor necesitado
desde siempre. La sufrió demasiado: era insuperable el tumor cerebral que
le fue carcomiendo toda voluntad. Me contó su aventura amorosa, los
deseos prófugos y después consumados, el sexo tremebundo, el adiós, la
clausura y el final esperado, pero jodidamente doloroso, ¿ajá? Lo último
que leí de él fue este poema con la posdata inolvidable: «¿por qué los
criminales como nosotros no podemos hablar bien, Adriano?, ¿por qué nos
han negado ser poetas? Loco, esto lo escribí enterrando a mi tía y también
enterrándome a mí»; luego fueron las puñaladas, el rostro del ex portero
Palacio bañado en sangre, el ex portero Palacio a tres celdas de la mía. Yo
creo que Arévalo decidió sacrificarse por la Legión, habrá dicho «Loco, yo
maté a tu hijo» y ahí ocurrió el desenlace. Este poema fue lo último; sin
embargo, no dudo que haya otros papeles, otras cartas, otros escritos
ocultos, como sus deseos, como sus ansias de irse joven.
EL ÚLTIMO FRACASANTE
A Adriano Miró o Adrianito
NICOLÁS ARÉVALO
Las lluvias no son más lágrimas