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Se pensaba que el orden social estaba fundado en un orden natural y, además, este orden natural tiene que ver con los
cuerpos. El orden natural de la sociedad, según Aristóteles (400 a.C.), se funda, sobre todo, en tres relaciones, tres
vínculos jerárquicos, vínculos que, a partir de las diferencias, establecen jerarquías de poder.
Para salir del orden natural, lo que hacemos los seres humanos es acordar un contrato, acordar el reconocimiento de
unos sujetos a otros como sujetos que también tienen derechos, y ese sujeto con derechos pasa a ser el ciudadano.
¿Cuál es la trampa para las mujeres y las relaciones de género? En la modernidad se funda una división entre dos
ámbitos separados y con lógicas e institucionalidades diferentes. Un ámbito es el público, en el cual la
institucionalidad va a ser el Estado, justamente ese es el origen del Estado moderno: organizar esa sociedad que en un
contrato social se han reconocido como pares que tienen derechos como ciudadanos, organizarlos con sus autoridades,
con sus relaciones de poder, que garantizarán que el contrato se cumpla.
El otro ámbito es el privado, que permanece en un orden de naturaleza. Es decir, ese reconocimiento de derechos solo
alcanza el ámbito público, pero en el ámbito privado la institucionalidad no es el Estado, sino la familia, la cual es
pensada como una relación afectiva, amorosa, de cuidado, pero que permanece en un orden natural. Al permanecer en
ese orden, quienes quedan en esa relación familiar son los hombres, mujeres y niños con la permanencia de esa
relación de poder, de patrimonio, de propiedad: mujeres y niños van a ser propiedad de los hombres.
En el orden público no hay esclavitud, pero en el orden privado de las tres relaciones de poder: amo-esclavo, adulto-
niño, hombre-mujer; las últimas dos permanecerán naturalizadas en la relación familiar.
En el SXVIII lo comienzan a notar las primeras feministas, y entre el SXVIII y SXIX surge la primera ola del
feminismo. Esta ola dirá que se ha hecho una revolución en donde el primer artículo de la Declaración de Derechos del
Hombre y del Ciudadano dice que todos los hombres nacen libres e iguales y tienen los mismos derechos, y contra esa
convicción que nos quieren generar de que hombre alude al género humano, en realidad, hombres son varones, por lo
tanto, los únicos libres e iguales serán ellos, y ni siquiera todos ellos, porque la propia teoría del contrato social dirá
que los afrodescendientes, los indígenas, tienen un razonamiento que no es el abstracto, universal y capaz de conocer
derechos; mientras que las mujeres éramos su propiedad. Es decir que esa ciudadanía presuntamente universal era para
ninguna mujer, pero tampoco era para todo varón, era solo para aquellos que tenían una cierta relación de poder.
Si retrocedemos a la Grecia antigua, quien tenía ciudadanía era el varón que a la vez era varón, adulto y amo, es decir,
un hombre blanco, poderoso económicamente, libre. Ese era el único ciudadano, los demás: esclavos, mujeres, niños,
quedaban fuera del orden político. Y en esta modernidad donde está el contrato, donde están los Derechos
Universales, y donde está la ciudadanía, los niños son inmaduros, las mujeres no son capaces de garantizar su acceso a
la ciudadanía porque no tienen esa capacidad de razonamiento abstracto por lo que no pueden comprender los
derechos y necesitan que se les diga lo que tienen que hacer. No pueden votar, ni ser votadas, ni tampoco tener acceso
a ningún contrato social porque eso implicaría comprender los términos del contrato, y los términos del contrato son
derechos universales. Si no comprendo ese universal, no puede establecer un contrato. Esto mismo pasa ahora: ¿quién
puede firmar un contrato? Un niño no puede, un incapaz tampoco. Las mujeres muy tardíamente, a mediados del SXX,
accedimos a los Derechos Civiles. Antes no podíamos votar, no podíamos tener patria potestad sobre nuestros hijos,
no podíamos administrar nuestra fortuna. Esa ciudadanía del SXVIII para nosotras tardó dos siglos más. La idea de
que esa ciudadanía era universal era para un universal completamente restringido para unos pocos sujetos poderosos.
Solo discutían los derechos los propietarios, y ninguna mujer podía ser propietaria. Aún hoy, en el SXXI, las mujeres
solo somos dueñas del 1% de los medios de producción, incluyendo la tierra, el 99% está en manos de varones.
Cuando se ingresa al mercado de trabajo y se ve la cuestión de clase: quién es dueño de los medios de producción y
quién vende su fuerza de trabajo, las
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mujeres estamos muy lejos de entrar en alguna de estas categorías, estamos fuera de las relaciones de
producción tradicionales. Esto se debe a que generalmente su clase social es vicaria: las mujeres dependemos de los
varones, pero no tenemos un ingreso directo al sistema de clases; según quién sea nuestro padre, nuestro marido, es
que nuestra clase va a subir o bajar. La clase social de una mujer está atada a una subordinación y no depende de
manera directa de la inscripción en los medios de producción. Además, al reservarse para las mujeres el ámbito
privado en la modernidad, se les reservó la función reproductiva. Esto influye en el origen del capitalismo: la
mujer tenía que reproducir biológicamente y de manera legítima a quien iba a heredar. Entonces, encerrar a las
mujeres en el ámbito doméstico era asegurarse de que los hijos que ellas estaban destinadas a reproducir iban a ser
hijos legítimos.
Esta reproducción no solo tenía un sentido biológico, sino también un sentido económico y un sentido político. El
sentido político era el de la reproducción social: las mujeres educando a sus hijos reproducían el orden social; les
enseñaban cómo ser niñas y cómo ser varones, y cómo en el futuro iban a ocupar esos roles de género que el Estado
tenía preparados para ellos. Y, además, reproducen la fuerza de trabajo, es decir, ese varón que gasta su fuerza en el
ámbito de trabajo y vuelve cansado, sucio, con hambre, humillado, en su casa va a encontrar el modo en que su ropa
va a ser lavada, va a ser alimentado, va a descansar, y se va a restaurar su autoridad. Esto implica que las mujeres van
a estar destinadas a un orden reproductivo que incluye que nosotras nos haremos cargo sistemáticamente de las tareas
domésticas.
El orden doméstico de las mujeres, su encierro en este y la obligación de hacer las tareas domésticas como algo
vinculado al sexo femenino provienen de este origen del capitalismo y de la necesidad de que quien tiene los medios
de producción se ahorre la reproducción de la fuerza de trabajo: lo hacemos gratuitamente las mujeres por amor.
Cuando somos las mujeres las que salimos a trabajar, reproducimos nuestro propio orden del trabajo. Nadie hace por
nosotras eso que nosotras hacemos por nuestros maridos e hijos, porque se supone que es tarea de mujeres.
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modo, es tomar una posición clara frente a estas situaciones y considerarse la universidad como parte de
este problema.
Actualmente, la mitad del sistema universitario de gestión pública cuenta con protocolos o procedimientos de
intervención.
Otro mito es que la violencia solamente es el golpe o el ataque sexual. En la universidad se encuentra muchas veces la
violencia simbólica (resultado de encuestas hechas en las universidades de la UBA). Esto refiere al lenguaje sexista,
comentarios peyorativos, chistes misóginos, subestimación de género, comentarios discriminatorios y ofensivos. Estas
situaciones pueden verse en relaciones verticales (docente- estudiante) como horizontales (pares, compañeros).
En el espacio universitario, la presencia femenina no es minoritaria en absoluto. Sin embargo, esa presencia no
siempre se respeta en todos los ámbitos universitarios de gestión, de administración, laborales de la facultad. La
presencia de las mujeres desciende en los cargos de poder y decisión, los más prestigiosos, los más reconocidos en
términos simbólicos o materiales. A veces se utiliza la imagen del techo de cristal para explicar algo de esta
problemática, que indica un techo que existe, aunque no se vea, para que las mujeres no puedan llegar y haya
inequidad en los lugares de decisión. Esto se puede deber a muchos motivos, por ejemplo, cómo está estructurada
culturalmente la sociedad y la carga hétero-patriarcal que pesa sobre las mujeres y las limita a las tareas de cuidado en
el ámbito de lo doméstico lo cual dificultaría el ascenso en lo laboral o académico.
Hoy existen programas que favorecen la equidad en los cargos representativos, que incluso piensan en la inclusión de
otros grupos desfavorecidos, como el cupo laboral trans, el uso del lenguaje inclusivo, las capacitaciones obligatorias
en género.
La universidad puede ser un lugar para deconstruir patrones hétero-patriarcales que, en definitiva, son legitimantes de
estas situaciones que se intentan combatir.
Protocolo de acción institucional para la prevención e intervención ante situaciones de violencia o discriminación de
género u orientación sexual de la UBA – Valeria Thus
En diciembre del 2015 surge el protocolo. A fines del 2019 se da una nueva resolución que reforma integralmente el
protocolo ya que había situaciones en donde no funcionaba del modo adecuado.
El protocolo es una herramienta más dentro de las distintas herramientas públicas que asume la UBA. Es una
herramienta que acompaña a las denunciantes de situaciones de violencia de género, de discriminación por orientación
sexual o género. Es una herramienta que intenta adoptar distintas medidas protectivas para las denunciantes, y que no
suple el régimen sancionatorio de la UBA.
El protocolo se inserta en un escenario mucho mayor al de la universidad: el derecho internacional de los DDHH. Lo
que viene a hacer el derecho internacional de los DDHH es modificar la relación de los Estados con las personas que
viven en esos Estados, asegurándoles su dignidad humana y que puedan vivir en un ambiente libre de discriminación.
La Convención de Belém do Pará trabaja sobre la idea de que se debe salir de la ficción de un Estado neutral frente a
la igualdad. No hay una igualdad formal, hay que trabajar sobre la desigualdad estructural, sobre los grupos que han
sido sometidos a lo largo de la historia. El Estado debe desmantelar ese sometimiento histórico.
Se le exige al Estado un poco más; no alcanza con nominar las violencias, es necesario adoptar diversas políticas
públicas para desmantelar esas situaciones. En este marco se inserta el protocolo de la UBA.
En el 2018 se resuelve crear una comisión asesora de la implementación del protocolo, conformada por representantes
de cada una de las facultades de la UBA y representantes de todos los claustros del Consejo Superior (estudiantes,
graduados y profesores).
El protocolo inicial preveía situaciones con connotación sexista o sexuada, es decir, la discriminación o el acoso
sexual, pero no los delitos sexuales. En la praxis, la mayoría de la demanda de protección, participación y
acompañamiento tenía que ver con víctimas de delito sexual.
La decisión no es suplantar a la Justicia, sino acompañar a las víctimas y trabajar en su empoderamiento para su
denuncia judicial.
Además, se refuerza la idea de una competencia descentralizada del protocolo: cada unidad académica aplica el
protocolo. La Universidad y el Rectorado tiene competencia originaria respecto de los hechos que ocurren en el marco
del Rectorado y el Consejo Superior, y fija lineamientos y pautas generales para el diseño de políticas públicas
descentralizadas para homogeneizar los pisos de trabajo y consenso entre todas las unidades académicas.
Los primeros procedimientos solo suponían suspensión y traslado. En la actualidad se trabaja en un procedimiento
especial de seguimiento, en una pedagogía de la igualdad, en el desmantelamiento de los patrones culturales de
subordinación.
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El procedimiento especial de seguimiento permite, con el acuerdo voluntario de la persona denunciada,
pensar en un abanico de posibilidades que excedan la mirada punitivista, que no alcanza para poder trabajar el
protocolo.
El protocolo tiene el fin de garantizar un espacio libre de violencia y garantizar el derecho a la educación.