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Compañía de Inventos Asombrosos

En la Compañía de Inventos Asombrosos, la Compañía de Inventos


CIA, los mejores y más capaces científicos Asombrosos
y técnicos se encargan de cumplir los
sueños de sus clientes. ¿Quieres ser más
Dave Leys
simpático, ver en la oscuridad, volar o tener
un brazo extra? Ningún problema, el jefe
del departamento técnico, Leo McGuffin,
encontrará la manera de hacer tu deseo
realidad. Sin embargo, como la ciencia no es
magia, dar con la fórmula adecuada requiere
de una investigación. Así, Leo McGuffin y su
becario de nueve años, Edward, se toparán
con un verdadero reto cuando reciban el

Dave Leys
encargo del anodino señor Mumble y, gracias
a él, destaparán un gran secreto que podría
hacer temblar los cimientos de la compañía.
XX9788417894696
TKM000857

Ilustraciones de Shane Ogilvie


Te estaba esperando.
Al fin has llegado. He estado tanto tiempo
guardado que casi había olvidado lo que es
ser sostenido por unas manos.
Pero ya estás aquí, ante mis páginas,
listo para despegar los pies del suelo:
ha llegado el momento de LEER.
Colección Superletras
© tekman, 2020
www.tekmaneducation.com

Copyright © Dave Leys


Images Copyright © Shane Ogilvie 2018
First Published by Harbour Publishing House 2018
Translation rights arranged by Sandra Bruna Agencia Literaria, SL
All rights reserved

© Montse Triviño, 2020, por la traducción

ISBN: 978-84-17894-58-0 (Obra completa)


ISBN: 978-84-17894-69-6
D.L.: B-8579-2020
Impreso por Impresión Offset Derra.

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Compañía de Inventos
Asombrosos

Dave Leys
Ilustraciones de Shane Ogilvie

Para Lee, Declan y Owen.


No podría haber inventado una familia
más asombrosa.
Pompas

Leo McGuffin tenía el mejor trabajo del mun-


do. Era director técnico en la Compañía de Inventos
Asombrosos, o CIA, como todos la llamaban.
La CIA es una empresa privada que se dedica
a hacer realidad los deseos de gente normal y co-
rriente, esas cosas que todos deseamos con muchas
ganas, pero que damos por imposibles. ¿Que alguien
sueña con ser astronauta, pero no puede porque es
demasiado bajito o demasiado miope? No hay pro-
blema, ellos se encargan. ¿Que alguien quiere escalar
una montaña de Sudamérica, pero le dan miedo las
alturas y no soporta viajar? La CIA lo soluciona. Y
todo a base de procesos científicos y tecnológicos de
lo más estrafalarios.
Dicho en pocas palabras, la Compañía de Inven-
tos Asombrosos es el lugar en el que las fantasías se
hacen realidad.

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En ese momento, Leo estaba trabajando en
una especialmente interesante y complicada. Un
mes atrás, una clienta llamada Dame Geegaw ha-
bía acudido a la compañía y había descrito algo que
siempre había querido hacer:
—Quiero flotar por mi casa como una pompa de
jabón y estallar a medianoche —había dicho.
¡Y hablaba de estallar ella, no la pompa!
He aquí algo que los inventores de la CIA ha-
bían descubierto muy pronto: para hacer realidad
los sueños de sus clientes, primero debían interpretar
qué significaba exactamente cada uno de ellos. En
ese caso concreto, la primera parte de la fantasía (lo
de flotar) era fácil de entender, aunque nada fácil de
conseguir. Pero ¿qué significaba exactamente «esta-
llar»? ¿Es que quería hacer ¡pop! como una pompa
de jabón? ¿Quería que la arrastrase una corriente de
aire? ¿O de verdad quería explotar de golpe y porrazo
y salpicar toda la habitación como cuando revienta
una pompa de jabón en la bañera y deja un débil
rastro de agua jabonosa? A veces era complicadísimo
entender lo que algunas personas querían, aunque,
por más que la CIA se anunciara como una com-
pañía cien por cien científica, para ser sinceros, el
trabajo de Leo también tenía un lado artístico.
Leo se inclinó sobre la mesa y se pasó las manos
por el pelo en un gesto de desesperación. Estaba
seguro de que existía una forma de conseguir que
alguien flotara como una pompa de jabón, pero los
productos químicos con los que había estado tra-
bajando hasta entonces no habían dado resultado.
«Necesito un descanso», pensó, así que se diri-
gió a la cafetería del personal y al llegar allí descu-
brió a la doctora Andrea Allsop sentada en uno de
los bancos de formica blanca.
—¿Te importa que me siente a tu lado? —le pre-
guntó Leo al verla devorando su sándwich, mientras
hojeaba muy concentrada una libreta.
La doctora Allsop no se molestó en mirarlo, pero
asintió. Tenía fama de ser una adicta al trabajo. Se
rumoreaba que usaba papel y bolígrafo impermea-
bles para seguir resolviendo ecuaciones en la ducha.

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Leo mordisqueó su bocadillo y se sirvió un vaso
de limonada. ¿Cómo iba a solucionar los problemas
gravitacionales de la flotación?
—¡Tiene que haber un modo! —exclamó.
—¿Cómo dices? —le preguntó la doctora Allsop,
con el ceño fruncido.
Estaba claro que Leo había interrumpido sus
reflexiones sobre algún importantísimo problema
científico.
—Lo siento —dijo él.
Justo cuando se levantaba del banco, volcó sin
querer su vaso de limonada. Convertido en una ola
gaseosa, el líquido cayó sobre la bata de laboratorio

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de la doctora Allsop y formó una cascada de burbu-
jas. A Leo se le iluminó la mirada y fue como si un
cofre del tesoro acabara de abrirse ante él.
—¡Pues claro! —gritó—. Lo tenía delante de las
narices. ¡Las burbujas del refresco!
—¡Serás torpe! —protestó la doctora—. ¡Mira
lo que has hecho!
Y mientras señalaba su bata de laboratorio,
que chorreaba limonada, iba poniéndose cada vez
más roja.
Pero Leo McGuffin ni siquiera la había oído,
porque estaba demasiado ocupado volviendo a toda
prisa a su laboratorio. Sería coser y cantar. Lo único
que tenía que hacer era extraer la parte burbujeante
de la limonada, sintetizarla con algún compuesto
inofensivo, inyectarle un poco de azúcar para en-
dulzar la experiencia y hervir toda la mezcla para
después darle forma de comprimido. Y entonces,
quien se tomara aquel comprimido se elevaría del
suelo con tanta suavidad como un pétalo de girasol
empujado por la brisa de la montaña.
Cuando Leo McGuffin tenía una idea, llevarla a
la práctica siempre le resultaba un placer. Preparó
todo lo que necesitaba: un vaso de precipitados, un
mechero Bunsen, un tubo de ensayo (que cogió de
un armario), un vaso muy alto (lleno de un líquido
marrón que vació en el fregadero), un mortero con
su mano y unas pinzas.

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Empezó a trabajar como una hormiguita y a
las cinco de la tarde ya tenía delante su primer lote
de comprimidos plateados en forma de almendra.
Suspiró y relajó los hombros. Las maravillas de la
ciencia no están al alcance de cualquiera. La ma-
yor parte de los hombres y de las mujeres solo ven
la superficie de las cosas que los rodean —coches,
aviones, medicinas—, como si únicamente fuese po-
sible acercarse a esas cosas tocándolas, desde fuera.
Pero los científicos…, ¡ah, no, los científicos ven el
mundo de otra manera! Los científicos entienden
las complicadísimas matemáticas, la fabulosa física,
los hermosos ritmos biológicos de la vida y la natu-
raleza. Sí, Leo se sentía un hombre afortunado por-
que era capaz de descifrar el código que se escondía
bajo el misterio de todo aquello.
Cautivado por su propia genialidad y atrapado
en sus pensamientos, no oyó que se acercaba la doc-
tora Andrea Allsop. De hecho, ni siquiera reparó en
su presencia hasta que ella se la anunció dándole
una buena colleja.
—¡Ay! —dijo Leo, que estuvo a punto de caerse
de su taburete—. ¿Qué diantres…?
Se dio la vuelta. Si antes la doctora Allsop estaba
colorada, ahora tenía la cara de color rojo chillón.
—Pedazo de papanatas —le dijo ella muy despa-
cio, respirando con dificultad—. Primero me tiras
encima la limonada y ni siquiera te disculpas.

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Leo se fijó en que la bata estaba aún manchada
y abrió la boca para decir que lo sentía, pero ella se
lo impidió con un gesto.
—Y ahora imagínate mi sorpresa, mejor aún,
imagínate mi horror, cuando voy a buscar la esen-
cia de invisibilidad mezclada con formaldehído que
guardaba en un vaso alto delante de mi despacho.
—Respiró hondo—. ¿Qué crees que he encontrado?
«Oh, no», pensó Leo. El líquido marrón que ha-
bía tirado antes al fregadero.
La doctora Allsop percibió el movimiento de los
ojos de Leo y se acercó más a él, muy enfadada.
—Ah, por fin lo pillas. Resulta que justo encima
de donde dejé el vaso hay una cámara de vigilancia.
He visto la grabación. ¡Has sido tú! ¡Tú has tirado
al fregadero semanas enteras de duro trabajo! ¡Tú!
La voz de la doctora Allsop había llegado a un
tono que a Leo le recordó la formación de los cristales:
era cada vez más duro y afilado. Se le formó un nudo
en la garganta y no supo muy bien qué hacer con él.
La doctora Allsop se frotó las sienes y Leo com-
prendió que le dolía la cabeza.
—Me va a estallar la cabeza —dijo despacio—.
Por culpa de tu incompetencia, me duele que no veas.
Andrea Allsop se inclinó un poco, y a Leo le
llegó su mal humor en forma de oleadas. La doctora
cogió dos de los comprimidos.
—Aspirinas —dijo—, justo lo que necesito.

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Leo estuvo a punto de decir algo, pero la mi-
rada que le lanzó la doctora interceptó sus ondas
hertzianas. Atado de pies y manos, Leo vio cómo
la doctora Allsop se metía los comprimidos en la
boca y se dirigía hacia la puerta sin quitarle ojo,
para poder seguir regañándolo.
—Nunca conseguiré entender cómo han podi-
do nombrar director técnico a un zoquete como tú.
—Justo entonces le pasó algo en la garganta, soltó
un hipido y luego otro—. Perdón —dijo.
Leo la vio ponerse bizca y, en un visto y no visto,
la doctora Allsop empezó a flotar.
Al principio fue imperceptible: se elevó un poco
hacia arriba, casi como si hubiera dado un saltito.
Luego, sin embargo, comenzó a subir y a subir hasta
quedar suspendida más o menos un metro por en-
cima de la cabeza de Leo, como si estuviera dentro
de una pompa de jabón. La doctora Allsop dejó caer
su libreta al suelo.
—¡Sí! —exclamó Leo—. ¡Funciona! ¡Eureka!
¡Yuju! ¡Hurra!
Como es lógico, aquella no era precisamente la
reacción más acertada por parte de Leo.
La doctora Allsop, que daba vueltas y más vuel-
tas en el aire con el cuerpo dentro de una esfera
invisible de presión atmosférica, lo fulminó con la
mirada.
—¿Me estás diciendo que eso no era una aspiri-

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na? Explícate… ahora… mismo —dijo, amenazán-
dolo en cada palabra.
—Eh… pues…
La genialidad de Leo se evaporó de golpe, más
o menos como una burbuja que pierde la tensión
superficial.
Flotando aún, la doctora Allsop empezó a mo-
ver los brazos arriba y abajo, acercándose más y más
como un pájaro rabioso. Leo dedujo que él debía
de ser su presa.
—Voy a presentar una queja formal en direc-
ción. Tres notas negativas en un día: ignorancia,
insolencia, irresponsabilidad. ¡Te vas a quedar sin
trabajo! ¡Te pondrán de patitas en la calle!
Leo empezó a pensar a toda velocidad. Eso so-
naba muy serio. ¿Perder el trabajo? No, impensa-
ble. Pero sin duda aquella mujer estaba dispuesta a
cumplir sus amenazas. Tenía que encontrar una so-
lución, y rápido. Mientras la doctora Allsop seguía
sobrevolándolo en círculos, graznando los triunfos
de su ira, Leo analizó el problema. Estaba furiosa y
quería venganza. Y la venganza de la doctora Allsop
podía significar que a él lo bajaran de categoría o lo
despidieran. Debía cambiar una parte de la ecua-
ción. Era una simple cuestión de lógica.
Leo aplicó su mente racional al problema. Ne-
cesitaba transformar la rabia en felicidad. Pero…
¿cómo? ¿Besándola? No, la doctora Allsop no se lo

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permitiría; y aunque se lo permitiese, ella no iba a
disfrutarlo. En cualquier caso, él ni siquiera llegaría
allá arriba a darle un beso poniéndose de puntillas.
Volvamos atrás, pensó. ¿Qué hace la gente cuan-
do está feliz? Reírse. ¿Y cómo se hace reír a alguien?
Contándole chistes. ¡Eso es!
Así pues, empezó.
—¿Qué le dice una estrella a un planeta errante?
—le preguntó—. No te acerques si no quieres tener
problemas de gravedad.
La doctora Allsop lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué está tan triste el libro de matemáti-
cas? ¡Porque tiene muchos problemas! —dijo Leo,
mientras la miraba esperanzado.
La doctora Allsop torció un poco los labios, pero
siguió observándolo con una mirada muy seria.
Muy bien, pensó Leo. Había llegado el momen-
to de contar su mejor chiste.
—¿Cuál es el estado más divertido de la mate-
ria? —exclamó. Esperó. Esperó un poco más y al fin
dijo—: ¡El «gasioso»!
A la doctora Allsop le tembló un poco el labio y
después las mejillas. Y, sin poder evitarlo, se echó a
reír. Su cuerpo empezó a trazar amplios círculos, la
cara fue perdiendo el tono rojo y, según fue perdien-
do la tensión, dejó de apretar los puños. Le acercó
una mano a Leo y este la ayudó a bajar hasta el suelo.
Después le sujetó delicadamente la cintura con una

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mano para impedir que comenzara a flotar de nuevo.
La doctora Allsop chocó contra él y le dijo, en
tono cariñoso y con una mirada radiante:
—¡Mira que eres alcornoque!
Leo se alegró al ver que la energía de la doctora
Allsop había cambiado por completo, casi como si
su estado de ánimo, aguijoneado por los chistes que
le había contado, hubiera… explotado.
¡Exacto! Esa era la solución a la segunda parte
de la fantasía. ¡Haría estallar a Dame Geegaw en
carcajadas, haría que se partiese de risa!
—¡Doble eureka! —exclamó.
No había tiempo que perder. Le soltó la cintura
a la doctora Allsop y echó a correr hacia la sala de
líquidos y sustancias químicas.
Sin nada que la sujetase, la doctora Andrea
Allsop subió otra vez hacia el techo.
—¡McGuffin! —gritó—. ¡Bájame de aquí ahora
mismo!
Pero era demasiado tarde, Leo ya estaba absorto
en su trabajo: se dedicó a hervir páginas de libros
de chistes, viejas películas cómicas de golpes y po-
rrazos, y narices rojas de payaso hasta obtener un
espeso jarabe que luego utilizaría para crear com-
primidos de la risa.
Una semana más tarde, Dame Geegaw se pre-
sentó en el vestíbulo de la Compañía de Inventos
Asombrosos. Tras sus gafas, la mujer temblaba de

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emoción. Se dirigió a la Sala de Maximización de
la Satisfacción del Cliente, donde la esperaba el di-
rector técnico, Leo McGuffin.
—Señora mía, nuestra misión en la Compañía
de Inventos Asombrosos es proporcionar el mejor
servicio y satisfacer todos los deseos de nuestros
clientes —le dijo al tiempo que le entregaba una caja
de terciopelo rojo con dos comprimidos y una hoja
de instrucciones—. Le aseguro que vivirá una expe-
riencia flotante y tan divertida… que estallará de risa.
Y, tras esas palabras, regresó al laboratorio,
convencido de que no había nada como el poder
de la ciencia.

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La Sala de Asignación de Peticiones
de Fantasía

Tras solucionar el problema de la pompa y el


estallido, Leo estuvo como en una nube durante
un par de días. La gente lo paraba por los pasillos,
le estrechaba la mano y le decía cosas del estilo de:
—¡Eres un genio del ingenio!
—¡Tu ciencia te llevará muy alto en este mundo!
Todos aquellos elogios le resultaban de lo más
estimulantes, pero Leo sabía que se los había gana-
do gracias a su espléndido trabajo.
Y, sin embargo, había algo que lo preocupaba
un poco, una sensación incómoda, como cuando
no llegas a rascarte un picorcillo detrás de un ojo.
¡Qué lata que algo que no conseguía identificar le
pinchara la burbuja de la alegría!
Lo recordó de repente al entrar en la cafetería.
El picorcillo del ojo se convirtió en una especie de

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latido y luego en algo muy parecido a una migraña.
Porque allí, en un rincón, estaba sentada la doctora
Andrea Allsop, que se levantó de su mesa nada más
verlo y, una vez más, lo fulminó con la mirada.
—¡Tú! —farfulló—. Me dejaste flotando como
un… como un…
—¿Como un globo viejo en una fiesta para niños
con el que nadie quiere jugar porque está medio
deshinchado? —propuso Leo, para ayudarla a ter-
minar la frase.
Los símiles se le daban muy bien, era uno de sus
pasatiempos no científicos.
La doctora Allsop respiró hondo y cruzó los
brazos sobre el pecho.
—Te estoy vigilando, McGuffin. Sabes que tengo
buena memoria porque en la fiesta de Navidad del
año pasado me oíste recitar la tabla periódica hacia
delante, hacia atrás y en orden alfabético inverso.
Era cierto. Todos los años, la CIA organizaba
una espectacular celebración de fin de año, donde
los científicos de la organización bebían demasia-
dos refrescos gaseosos de naranja y se dedicaban a
presumir unos delante de otros. Un año, el profesor
Samil Sanjeev respiró demasiado helio y se le puso
una voz tan aguda y estridente que hizo añicos las
copas de todos los invitados. Se armó un buen lío.
En otra ocasión, un grupo de científicos hicieron
malabares con tubos de ensayo llenos de ácido sul-

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fúrico mientras cantaban Una probeta se balanceaba
sobre la tela de una araña. La cosa no terminó bien.
Leo sabía que tenía que calmar a aquella mu-
jer, pero no se le ocurría cómo. Sacó del bolsillo su
calculadora científica favorita (la que calculaba el
número pi hasta tres mil millones de decimales) y
escribió la cifra 08079.
—Admítelo: cuando estabas flotando, parecías
esto —dijo, sonriendo con timidez, mientras le daba
la vuelta a la calculadora y se la enseñaba a la doc-
tora Allsop.
Ella entornó los ojos, leyó lo que decía la panta-
lla, resopló y, tras girar sobre sus talones, abandonó
muy enfadada la habitación.
Pues no ha ido tan mal, pensó Leo. Por lo menos,
la doctora Allsop había dejado de hablar y a él ya no
le palpitaba tanto la cabeza.
Cogió un melocotón y
se dirigió a la Sala de
Asignación de Peti-
ciones de Fantasía,
una habitacioncita
cilíndrica situada
cerca del corazón
del edificio. Allí
era donde iban
a parar todas las
peticiones de

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fantasías que enviaban los clientes potenciales. Al-
gunas personas enviaban notas escritas a mano, otras
grababan vídeos o archivos de audio, o garabateaban
dibujos. El trabajo de la directora técnica de Asigna-
ción de Peticiones de Fantasía consistía en analizar
todas las peticiones que les llegaban y clasificarlas
por categorías.
Estaban las peticiones de mejora física: gente
que quería un tercer brazo, vista biónica, pulmo-
nes submarinos y demás. Gente que quería ser más
alta o más baja. Gente que quería menos pecas, un
ojo rojo o un tercer ojo. Gente que quería plumas,
aunque no necesariamente para volar, sino solo
para tener la oportunidad de acicalarse como ha-
cían los pájaros. O aquella joven que quería echar
vapor por las orejas como si fuera una locomotora
antigua. Pidieran lo que pidieran, la compañía se
lo proporcionaba.
Las peticiones de fantasía romántica también
eran muy habituales. Como todos esos clientes po-
tenciales que querían que alguien se enamorara has-
ta el tuétano y la médula de ellos, aunque también
era muy habitual lo contrario: los que querían con
todas sus fuerzas que alguien dejara de estar ena-
morado de ellos. En todo caso, hacía poco que les
había llegado una petición de lo más inusual. Un
hombre de mediana edad había enviado un vídeo
y, más o menos a la mitad, se había puesto a llorar

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y había explicado cuál era su deseo: que todas las
personas del mundo se quisieran tanto como él que-
ría a su pez mascota. Y dicho esto, había acercado
a la cámara una pecera de cristal en la que nadaba
un pececito negro. Un equipo selecto de científi-
cos sociales trabajaba en ese instante en la petición,
realizando estudios y encuestas. Al fin y al cabo, el
amor es un misterio.

Existía otra categoría dedicada en exclusiva a


las peticiones de personas que querían ser más in-
teligentes. Como es lógico, cada cual tenía una idea
completamente distinta acerca de en qué consistía
la inteligencia. Muchas de las peticiones llegaban
en forma de comparación. Por ejemplo, algunos
pedían ser más listos que Albert Einstein o más

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sesudos que Stephen Hawking, o más inteligentes
que su hermano o hermana mayor. Otros querían
tener un vocabulario más amplio o resolver mejor
los crucigramas, o tener talento y conocimientos
suficientes para ir a los concursos de la tele, vencer
a todos sus rivales y ganar premios increíbles. Por
raro que parezca, también había quien pedía ser
menos inteligente. Una vez les llegó una nota muy
triste que decía lo siguiente: «Mi colosal cerebro es
una maldición. Para mí es un suplicio hablar con
mis amigos. Por favor, quiero ser tan tonto como
todo el mundo». De nuevo, la CIA había cumplido
el objetivo y había conseguido otro cliente satis-
fecho.
Como es natural, las peticiones de fantasía se
agrupaban en otras muchas categorías, innume-
rables, porque los seres humanos son infinitos
en cuanto a la variedad de sueños y deseos. Y la
inmensa carga de trabajo que eso suponía tenía
a la profesora Sal Genus estresada a más no po-
der y al borde del agotamiento, así que Leo no
se sorprendió cuando entró en su despacho y la
encontró medio desplomada en su silla giratoria,
contemplando perpleja la pantalla de su ordena-
dor y apartándose de los ojos, casi sin fuerzas, el
pelo rizado.
—Hola, Sal —dijo Leo—. ¿Ha llegado algo in-
teresante hoy?

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A Leo le gustaba estar al día de las peticiones
que recibía el centro. Creía que sería un director
técnico aún mejor de lo que ya era si tenía toda la
información posible sobre el abanico de deseos per-
sonales de la sociedad. Además, claro está, quería
ser el primero en pedírselo si llegaba algo especial-
mente interesante o emocionante.
—Más de lo mismo, más de lo mismo —se la-
mentó Sal—. Necesito unas vacaciones…, pero no
confío en nadie para que haga este trabajo como es
debido.
Siendo muy directos, se podía decir que Sal era
una loca del control. Siendo un poco menos direc-
tos, se podía decir que era muy exigente consigo
misma.
—Ya —dijo Leo, mientras echaba un vistazo por
encima de su hombro.
Estrictamente hablando, se suponía que nadie
podía ver las peticiones antes de que Sal las cla-
sificara y se las asignara a científicos con los co-
nocimientos especializados necesarios. Pero Leo
McGuffin le llevaba un delicioso café todas las ma-
ñanas, así que Sal se saltaba un poco las normas con
él y le permitía echar un ojo.
En ese momento la doctora estaba escribiendo
notas sobre cada petición de fantasía en una hoja de
cálculo. Leo fue bajando y leyó una nota que decía
lo siguiente:

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—Sal —dijo—, ¿qué tal estaba hoy el cappuccino?
—¿Eh? —respondió ella—. ¿El qué?
—El café. ¿Estaba lo bastante caliente? ¿Lo bas-
tante dulce?
—Claro —dijo ella, mientras se giraba un poco
para mirar de refilón a Leo.
—¿Y el cacao? Llevaba muchísimo cacao, una
auténtica montaña de cacao. Justo como a ti te gus-
ta, ¿a que sí? —prosiguió él.
Ahora Sal sí que se dio la vuelta del todo y lo
miró a la cara.
—¿Adónde quieres ir a parar, McGuffin?
Leo sonrió con timidez. Puede que Sal parecie-
ra a veces un poco despistada, con aquellos rizos
pelirrojos y rebeldes y aquel estilo suyo tan desali-

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ñado. En ese momento llevaba unos vaqueros con
una pernera enrollada y la otra no, una chaqueta de
punto con una mancha de café en la manga izquier-
da y un pendiente distinto en cada oreja. Pero a
pesar de su aspecto, era una mujer muy inteligente.
—Esa fantasía…, ¿te importa si le echo un vis-
tazo? —preguntó Leo.
La profesora elevó los ojos al techo, pero al fi-
nal clicó con el ratón para abrir el documento com-
pleto. Era una carta escrita a máquina que decía lo
siguiente:

Queridos cientifiqueros:

Ay, porras, pensó Leo. Él era licenciado en


Astrofísica, Metafísica, Electrónica, Simbiótica y
Combustión Bunsen Avanzada, ¿y ahora lo llama-
ban «cientifiquero»? Creía que su formación mere-
cía algo más de respeto, pero siguió leyendo:

Mi fantasía estrella es muy sencilla. Quiero que


los demás me vean como alguien misterioso. Creo que eso
me haría más popular en las fiestas y, seguramente, me
resultaría muy útil en mi carrera profesional que la
gente me considerara un enigma. Hoy día, mis amigos me
describen como una persona de fiar, responsable, honesta
y con los pies en la tierra. Pero sospecho que, a mi espal-
da, usan palabras como soso, aburrido y poco memorable.

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Me gustaría más que usaran palabras como inquietante,
misterioso o que me encontraran tan fascinante que ni
siquiera supieran qué palabras usar para describirme.
Saludos,
Roger Mumble

Intrigante, pensó Leo, y desde luego todo un


reto. ¿Qué podía ser potencialmente más peligroso
e impredecible que el misterio?
—Me lo pido —dijo.
Sal frunció los labios.
—¿Estás seguro de que es el caso más indicado
para ti? Estaba pensando en asignárselo al doctor
Jenks. Este tipo de cosas… se le dan muy bien.
La mayoría de peticiones interesantes relacio-
nadas con la personalidad se las asignaban a Jenks.
Vale, era un renombrado experto capaz de hacer
realidad las fantasías de los clientes que querían
cambiar su manera de ser. Aunque ya habían pasa-
do muchos años, aún se seguía hablando en todos
los congresos de su gran éxito: Jenks había cogido
a una tímida joven llamada Kate Rolmes, tan ver-
gonzosa que ni siquiera se atrevía a ponerse delante
de un espejo para no tener que encontrarse con su
propia mirada, y la había transformado. La joven se
había convertido en Madame Katy La Rolmez, una
cabaretera que deleitaba a sus admiradores en los
cruceros por las Bahamas y otros destinos exóticos.

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—Vamos, Sal, ¡dame una oportunidad! —pro-
testó Leo.
Ella se resistió de nuevo.
—No sé. Es que tú…, bueno, eres más bien un ex-
perto técnico. Ya sabes, se te dan muy bien las alas, los
cambios cromáticos, las orejas de más…, vamos, las
cosas técnicas. No creo que investigar las maravillosas
complejidades del ser humano sea tu punto fuerte.
Leo le tendió las manos en un gesto de súplica.
—Sal, Sal, Sal, ¿me tomas el pelo? Soy una perso-
na muy sociable, se mire por donde se mire. Conozco
todas las variedades del carácter humano. Mira, ¡esto
es felicidad! —Sonrió como si alguien le estuviera
estirando los labios con una goma elástica—. Y esto,
entusiasmo. —Se puso a dar saltos y a gritar—. Y
ahora, una peliaguda… ¡perplejidad! —Frunció el
ceño, con un gesto interrogante, y se rascó la cabeza.
—Ya vale —suspiró Sal, en tono cansado—.
Quédatelo, quédatelo. El cliente viene mañana por
la mañana. Podrás conocerlo a las nueve en punto
en la Sala Preparatoria.
—Gracias, Sal —dijo él, mientras se marchaba
de allí caminando de espaldas—. Te debo una. Ma-
ñana… ¡doble ración de cacao en tu cappuccino!
Ella se limitó a saludarlo con una mano y se
concentró de nuevo en su ordenador. Leo se ale-
jó silbando de vuelta hacia su laboratorio. Aquel sí
que era un auténtico desafío. Algo que le permitiría

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poner a prueba sus capacidades, darle un poco de
caña a sus músculos científicos. Pero… ¿qué había
querido decir Sal con eso de que no lo veía como
un experto en la personalidad? La gente le adoraba.
Estaba dispuesto a ser todo oídos cada vez que hacía
falta. La semana pasada, sin ir más lejos, se había
pasado diez minutos y medio escuchando a Elomar
Tuffnel, un vigilante de seguridad que recorría los
pasillos de la CIA, y que se quejaba de que los zapa-
tos le hacían daño, de que los pies le dolían por la
noche y de que a la dirección parecía importarle un
bledo que él cobrara un sueldo mísero. También es
verdad que mientras Tuffnel hablaba, Leo se había
dedicado a hacer cálculos mentales en torno a la
velocidad del viento sobre las plumas de vuelo, pero
había sonreído y había asentido cuando tocaba, ¿no?
Sí, aprovecharía aquella oportunidad y resolve-
ría la petición de aquel hombre. Él, Leo McGuffin,
convertiría a Roger Mumble en el personaje más
intrigante, asombroso y fascinante de la historia del
misterio. ¡Era pan comido! Tan contento estaba que
casi se puso a dar brincos de alegría.
Entonces, Leo dobló una esquina y vio a la doctora
Allsop de pie delante de la puerta de su laboratorio.
—Tú —le dijo la mujer—. Quiero hablar contigo
ahora.
Leo McGuffin palideció. Le temblaron las rodi-
llas. Y se le hizo un nudo en el estómago.

30
Deslumbrados

Leo abrió la puerta y le indicó a la doctora All-


sop que pasara.
—Siéntate, por favor.
Ella echó un vistazo a su alrededor. El labora-
torio estaba lleno de cachivaches: había esqueletos,
rayos catódicos, viejos tarros de mermelada, plume-
ros, jeringuillas… En un estante, una pila de cómics
mantenía un equilibrio precario. Había cubiteras,
microscopios, telescopios y electroscopios. Y tela-
rañas en todos los rincones.
—Son mis arañas mascota —dijo Leo, en tono
de disculpa—. Me hacen compañía cuando me que-
do trabajando hasta tarde.
Se encogió de hombros mientras una araña can-
grejo gigante se descolgaba un instante por su hilo,
como si tuviera curiosidad, y luego volvía a subir. No
eran muy frecuentes las visitas en aquel laboratorio.

31
La doctora Allsop hizo una mueca y luego miró
a su alrededor con expresión burlona.
—Me sentaría —dijo—, pero no creo que sea
buena idea. La superficie de todo parece tan pegajo-
sa que a lo mejor nunca puedo volver a levantarme.
A saber cuándo fue la última vez que se limpió aquí.
Leo estaba bastante seguro de que la doctora
Allsop no había ido a su laboratorio para hablar de
la pegajosidad de las manchas de los taburetes. Ni
tampoco para hablar de que esa pegajosidad fuese
en realidad el resultado de la fuerza de atracción
electromagnética entre moléculas. Y era una lásti-
ma, porque a él le parecía un tema fascinante.
—Iré directa al grano —dijo la doctora—. Tengo
una clienta que ha pedido una pierna extra. Hasta
ahí, ningún problema. Según mis cálculos, el centro
ha realizado cuarenta y seis operaciones de ese tipo
durante la última década.
Leo asintió. Era cierto: tener una tercera pier-
na era de una de las peticiones más populares. Lo
malo era que, inevitablemente, quienes pedían esa
tercera pierna acababan encontrándola incómoda
y, de hecho, no les servía para correr más rápido. Y
luego estaba el lío de conseguir pantalones de tres
perneras. Lo sorprendente era que nada de eso ha-
cía que dejasen de pedirlo.
—El problema —continuó Andrea— es que, aho-
ra, esta clienta en concreto ha decidido que quiere
que su pierna brille en la oscuridad y tiene que venir
a recogerla mañana por la mañana. Por supuesto,
estoy perfectamente capacitada para realizar esa
modificación, pero resulta que debido a la urgencia
de la petición necesito…
—¿Que alguien te eche una pierna? —preguntó
Leo.
La doctora Allsop decidió ignorar aquel chiste
tan malo.
—Necesito ayuda especializada de inmediato.
Tengo entendido que hace un par de años construis-
te un helicóptero brillante para un cliente rico de
Arabia Saudí. Confío en que te sobrara un poco
de solución abrillantadora.

34
—No digas nada más —exclamó Leo en tono
triunfal.
Abrió una vitrina que tenía a su espalda, cogió
del fondo un tarro de aluminio y se lo entregó a la
doctora Allsop con una sonrisa.
—Cubre la pierna con una capa de esto, en una
proporción de un litro por metro cuadrado, y déjalo
secar seis horas.
La doctora Allsop sonrió y cogió el tarro.
—Ni se te ocurra pensar —dijo mientras salía
del laboratorio— que esto va a servir para que me
caigas ni siquiera un poquito mejor.
Leo la saludó con la mano. Curiosamente, el
nudo que tenía en el estómago no se deshizo cuan-
do se cerró la puerta.
De todas maneras, no tenía ni un segundo para
darle vueltas. Releyó la petición del señor Mumble.
«Misterioso». Ajá. Era todo un reto, desde luego.
Lo cierto es que Leo no estaba en absoluto fami-
liarizado con el fenómeno del misterio. Si la vida le
presentaba un acertijo, él investigaba hasta estable-
cer los hechos. No tenía tiempo para misterios ni
para enigmas, eso se lo dejaba a los soñadores. Por
contra, él era un emprendedor, y los emprendedo-
res necesitan soluciones. Respuestas claras, sí o no,
nada de a lo mejor.
En cualquier caso, debía dejar a un lado sus
sentimientos. Él era un profesional. El clien-

35
te quería lo que quería y el lema no oficial de la
Compañía de Inventos Asombrosos era «Escucha
al cliente con la boca cerrada, a menos que quie-
ra liarse a guantadas». Y, en la compañía, todo el
mundo acataba al pie de la letra esa norma.
Leo se pasó la tarde investigando el tema. Leyó
unas cuantas novelas de misterio de Agatha Chris-
tie, hasta que comprendió que todas terminaban
igual: misterio resuelto, asesino capturado. Leyó
artículos sobre sucesos inexplicables o misteriosos
periodos de la historia, como la ciudad perdida de
la Atlántida o los juicios a las brujas de Salem. Has-
ta jugó unas cuantas partidas de Cluedo contra sí
mismo, pero nada de eso le sirvió de mucha ayuda.
Suspiró. Quizá lo vería todo más claro cuando
conociera al señor Mumble por la mañana. ¿O más
bien se volvería todo más turbio? A fin de cuentas,
¿cuál era el objetivo? Leo estaba hecho un lío.
Al día siguiente se levantó temprano y fue al
centro dando un paseo. Vio cómo la doctora An-
drea Allsop llegaba en su bici sin marchas, la en-
cadenaba al punto de anclaje que estaba delante
del edificio y subía por el sendero. La saludó con
la mano, pero ella no debió de verlo porque cruzó
las puertas automáticas de la entrada sin volverse
a mirar.
Da igual, pensó Leo. Entró en el vestíbulo y echó
un vistazo a las últimas ediciones de Ciencia y Pa-

36
ciencia y de La Sensación de la Ecuación. Interesante.
Alguien había conseguido hacer funcionar un orde-
nador gracias al perfume de las margaritas frescas.
Silbando tan contento, Leo se dirigió a su laborato-
rio. Consultó su reloj y calculó que tenía una media
hora para estudiar antes de su entrevista con el señor
Mumble. Acababa de coger un manual sobre duen-
des cuando oyó un espantoso grito en el pasillo.
Se puso en pie de un salto, abrió la puerta y salió
fuera. Y, de repente, deseó no haberlo hecho.
Delante de su laboratorio estaba la doctora An-
drea Allsop. Decir que tenía la cara roja no sería
del todo exacto. Tenía la cara tan encendida que el
color rojo a su lado sería rosa clarito. Y decir que
estaba frunciendo el ceño habría sido un insulto
para todos los ceños, porque tenía en la frente grie-
tas más profundas que los valles de California. Las
cejas le temblaban como los pequeños terremotos
antes de arrasar pueblos enteros.
La doctora Allsop estaba furiosa. Y llevaba una
pierna en la mano. Suya no, claro. Era la pierna de su
clienta. La pierna extra, por decir así.
—Eeh… —dijo Leo.
—Ajá —dijo ella, asintiendo y sacudiendo la ca-
beza al mismo tiempo, y eso fue algo que a Leo le
produjo vértigo—. Ajá, ajá.
Al parecer había perdido toda capacidad de len-
guaje, y probablemente eso era bueno, pensó Leo.

37
La doctora levantó la pierna extra y Leo creyó que
le iba a atizar un patadón en plena crisma. Pero en-
tonces, muy despacio, Andrea Allsop soltó el aire.
—Adentro —le dijo, al tiempo que señalaba con
la cabeza la puerta que él tenía detrás.
Entraron en el laboratorio de Leo, pero esta vez
no la invitó a sentarse. La doctora Allsop estaba tan
alterada y tan tensa por la rabia que, de todas for-
mas, pensó Leo, tampoco habría podido doblar el
cuerpo para sentarse.
—Esta pierna… —empezó a decir la doctora,
pero se interrumpió. Caminó en círculos durante
unos segundos, hasta que rearmó sus pensamien-
tos—. Brilla.
—Sí, en la oscuridad —dijo Leo muy despacio—.
Esa era la idea, ¿no?
Por raro que parezca, la doctora Allsop le sonrió,
pero era la clase de sonrisa que la Parca le dedicaría
a un cadáver antes de enviarlo al más allá.
—Ponte esto. —La doctora sacó del bolsillo unas
gafas de protección.
Leo pensó que era mejor no hacer preguntas, así
que se las puso y contempló a la doctora mientras
ella cogía otras gafas de goma y se las ponía.
—Ahora, baja las persianas y apaga la luz —le
ordenó.
Leo hizo lo que le había pedido y luego se dio la
vuelta. Con mucho cuidado, la doctora Allsop dejó

38
la pierna en el centro de la habitación, apoyada en
un taburete.
—No la mires directamente —dijo.
Él no entendía por qué la doctora tenía tanto
cuidado, pero siguió sus instrucciones y se colocó
de manera que pudiera ver la pierna con el rabillo
del ojo.
Durante un segundo, lo único que vio en la ha-
bitación a oscuras fue el perfil borroso de la pierna.
Luego se produjo una especie de pulso lumínico y
una repentina explosión de luz. La intensidad de la
luz que emitía la pierna era tal, que el espectro infra-
rrojo aumentó hasta casi reventar. No es que brillara,
es que irradiaba un resplandor deslumbrante, capaz
de hacer que te lloraran los ojos. Era como si hu-
biesen succionado el
sol hasta el interior de
aquel cuarto, y el bri-
llo de la pierna ame-
nazaba con sacarles
los ojos de las órbitas.
Justo cuando Leo
empezaba a sudar
— la pierna generaba
muchísimo calor—,
la doctora Allsop en-
cendió las luces y su-
bió las persianas. El

39
laboratorio se llenó al momento de luz diurna, que
parecía oscura en comparación. Leo se quitó las
gafas y se secó el sudor. Durante unos segundos,
retuvo en la retina la imagen de la pierna, antes de
que todo volviera a la normalidad.
—Vaya —dijo Leo—, pues funciona.
La doctora Allsop hizo una mueca.
—McGuffin, McGuffin, McGuffin. Eso sí que
ha tenido gracia. Ja. Ja, ja. Ja, ja, ja.
Cada carcajada sonaba más falsa que la anterior,
hasta que al final la risa de la doctora Allsop sonó
completamente vacía. Y entonces se volvió hacia él.
—¡Serás cabezacubo! ¿Crees que le puedo entre-
gar esta pierna a mi clienta? Quería una pierna que
brillara en la oscuridad, no algo que se pueda ver
desde un satélite espacial, a trescientos millones de
kilómetros de distancia. De no habernos puesto las
gafas, nos habríamos quedado ciegos. Esta pierna
es oficialmente peligrosa, tóxica, nociva. Habría que
guardarla bajo siete llaves.
—A lo mejor le has puesto demasiada solución
abrillantadora —dijo Leo.
—He seguido tus instrucciones al pie de la letra
—respondió ella, con los dientes apretados—. Un
litro por metro cuadrado.
Leo se rascó la cabeza. Y, entonces, se le ocurrió.
—¡Pues claro! Le añadí un poco de vino tin-
to a la fórmula. Todo el mundo sabe que el vino

40
gana cuerpo con la edad. —Hizo un rápido cálculo
mental—. La solución debe de haberse vuelto más
potente durante los setecientos treinta días que han
pasado desde que la preparé. Y por eso brilla con
tanta intensidad. —Empezó a caminar de un lado
para otro—. Esto es fascinante. ¡Y muy prometedor!
Podríamos aplicar la misma teoría a los músculos.
Déjame ver si…
Estaba a punto de coger material del armario y
lanzarse a experimentar cuando notó un fuerte tirón
en la manga. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara
con la doctora Allsop. Notó en las mejillas su aliento
cálido, que olía un poquito a mermelada.
—Mi clienta —dijo la doctora— llegará dentro
de una hora y no tengo nada que ofrecerle. —Ob-
servó a Leo con los ojos entornados y repitió una
palabra, esta vez en un susurro—. Nada. —Empezó
a zarandearlo, suavemente al principio y después
con más fuerza—. Mi clienta espera que le entregue
su fantasía, una fantasía sencilla, una pierna extra
que brilla en la oscuridad. Eso es lo único que quie-
re. Y yo nunca nunca he decepcionado a un cliente.
Pero ahora voy a tener que decirle a mi clienta que
lo siento, que le he fallado.
Hizo una pausa, apartó las manos de Leo, le
sacudió el polvo de la bata y le recolocó el cuello.
Después retrocedió un paso y volvió a mirarlo, esta
vez con los ojos enrojecidos.

41
—Y toda la culpa es tuya.
—Sí —dijo él—, lo entiendo perfectamente.
Leo consultó su reloj, un bonito dispositivo
bañado en plata que él mismo había diseñado una
mañana en que no tenía mucho trabajo.
Reloj. Tiempo. Mañana. ¡Tenía que reunirse
con el señor Mumble dentro de cinco minutos!
—Madre mía —dijo, mientras retrocedía hacia
la puerta—. ¿Tan tarde es? Estoy liadísimo. —No
podía perderse la reunión—. Tengo que salir por
piernas. O sea, irme corriendo. Ya.
Ella lo observó con los ojos como platos mien-
tras Leo cruzaba la puerta. La imagen de la cara
cada vez más roja de la doctora Allsop se le grabó
en la mente y, mientras corría por el pasillo, lo per-
siguió el sonido de un grito.
—¡McGuffin!

42
Un poco borroso

La Sala Preparatoria era el lugar en el que los


clientes se reunían por primera vez con alguno de
los científicos de la CIA para comentar su fantasía.
Estaba perfectamente diseñada para inspirarles tran-
quilidad, ya que los clientes tenían que estar relajados
para ampliar y explicar con más detalle sus fantasías
personales, es decir, esos sueños que deseaban hacer
realidad hasta el punto de estar dispuestos a pagar un
dineral por ello. Tras seis años de estudio, un equipo
de psicólogos de la CIA había decidido que la gente
se mostraba más relajada cuando se hallaba en un
entorno que recreaba la sensación de estar de vuelta
en el útero materno. Así pues, la sala estaba llena de
cojines de color rojo y rosa claro y, de fondo, se oía
el sonido de agua en movimiento.
Sin embargo, conviene recordar que la CIA era
un centro prestigioso, tecnológicamente muy avan-

43
zado y absolutamente moderno. Los clientes debían
confiar en que la CIA era capaz de desarrollar el
dispositivo o solución necesarios para cumplir las
exigencias de sus fantasías. Y, por eso, entre los co-
jines parpadeaban grandes luces plateadas, y de vez
en cuando el zumbido eléctrico de un ventilador
hidráulico o el agudo murmullo de un fax interrum-
pían el sonido del agua en movimiento.
En conjunto, la Sala Preparatoria resultaba un
espacio bastante extravagante y curioso. Y en eso
consistía, en parte, su belleza. Nadie iba a la CIA
para que le recordaran su vida monótona y aburri-
da. No, los clientes acudían a la compañía para huir
de sí mismos y de sus limitaciones.
Leo cruzó la puerta y encontró al señor Mumble
sentado junto a la ventana. Se acercó a él y le tendió
la mano.
—¿Qué tal está? —le preguntó Leo, que siempre
se dirigía a sus clientes con la mayor cortesía.
—Hum —respondió el señor Mumble.
Leo se sentó junto a él y lo contempló para ha-
cerse una idea de la clase de personalidad que tenía
delante. Era fundamental para el éxito, no solo de la
entrevista, sino del trabajo posterior.
El señor Mumble vestía un traje de color beis,
aunque más que llevarlo parecía como si le hubiera
caído encima. Tenía el pelo de un indescriptible color
ratonil y se lo colocaba detrás de las orejas, como un

44
niño. Se sentaba con las manos juntas sobre el regazo.
La expresión de su rostro —o, mejor dicho, todo él—
era pastosa y recordaba a una patata. En conjunto,
el señor Mumble creaba una extraña sensación de
vacío. Leo se dio cuenta de que, sin proponérselo, la
mirada se le iba hacia otro lado. Se concentraba en
observar fijamente al señor Mumble, pero entonces,
casi sin darse cuenta, se descubría contemplando otro
rincón de la sala, así que tenía que volver la cabeza y
concentrarse de nuevo en su cliente.
Esa rutina se repitió durante unos minutos: con-
centrarse, desviar la mirada, concentrarse, desviar la
mirada. Y, durante todo ese tiempo, el señor Mumble
siguió tranquilamente sentado, hasta que por fin in-
terrumpió el silencio.
—Me pasa siempre.
—¿Perdón? —preguntó Leo.
Empezó a pensar en la pierna brillante y le vino
a la mente la imagen de las temblorosas cejas de
Andrea Allsop. Notó un dolorcillo en el estómago.
De pronto, oyó hablar a alguien y se dio cuenta de
que era el señor Mumble, que estaba respondiendo
a su pregunta. Lo malo era que Leo ya había des-
conectado.
—Lo siento —dijo—, ¿podría usted repetirlo?
El señor Mumble le lanzó una mirada significativa.
—A eso me refería —dijo, torciendo los labios—.
Al parecer soy tan aburrido que a todo el mundo se

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le olvida en plena conversación que está hablando
conmigo. O me están mirando y, de repente, desvían
la mirada hacia otra parte. Es desesperante. Voy a
una cafetería, pido un cappuccino y cuando estoy
diciendo cuántos azucarillos quiero, el camarero
mira por encima de mi hombro y atiende a alguien
que está pidiendo un bagel, o un cruasán de jamón
y queso o un té… —Se interrumpió—. Aunque su-
pongo que no ha escuchado lo que acabo de decir,
lo del cappuccino.
Pero ahora Leo McGuffin sí lo estaba escuchan-
do. Una de las cualidades de los mejores científicos
de la CIA era su fabulosa capacidad de concentra-
ción. No es de extrañar: a veces tenían que observar
olas en un acuario y anotar qué altura alcanzaban
en los laterales del tanque en el momento de vol-
carlo… y eso durante seis horas seguidas. O revisar
veinte páginas de ceros para buscar el único lugar
en que se había registrado un uno. Leo hasta ha-
bía oído hablar de un físico interiorista que había
conducido un experimento crucial: con el objeto de
determinar el grado de suavidad de una moqueta,
se había pasado veinticuatro horas observando a la
gente caminar sobre ella. Cuando se lo proponían,
los mejores científicos podían dedicar una concen-
tración absoluta a los temas que les interesaban.
—Señor Mumble —dijo Leo—. Entiendo que lo
que usted desea es desprenderse del abrumador ras-

47
go del aburrimiento. Voy a poner mis considerables
dotes de observación, deducción y manipulación al
servicio de su caso. Veamos, veamos… Por ejemplo,
así para empezar, ¿ha considerado la posibilidad de
pedir en la cafetería algo un poco más original que
un cappuccino? ¿Puedo sugerirle el delicioso sabor
de un macchiato o de un piccolo con leche de soja?
El señor Mumble movió el corpachón para
cambiar de postura y negó con la cabeza, decep-
cionado.
—Debo admitir que esperaba algo más riguroso
que esto. Dicen que la CIA es un centro científico
de primera categoría.
—Solo era una idea —dijo Leo—. Por supuesto,
la esencia misma de su fantasía es, si no me equivoco,
el misterio. Un tema profundo y, si me lo permite,
fascinante.
El señor Mumble pareció satisfecho, segura-
mente porque hasta entonces nadie había usado la
palabra «fascinante» para referirse a él.
—Sí, sí, eso es. Quiero que la gente se vuelva a
mirarme. Que se pregunten quién soy. Quiero que
cuando se alejen de mí lo hagan pensando en mí,
hablando de mí, sin saber muy bien quién soy.
Se apartó el vulgar flequillo de aquel rostro
aburrido y se ajustó la corbata gris, primero tres
centímetros hacia un lado y luego tres centímetros
hacia el otro.

48
—¿Es mucho pedir?
Leo McGuffin le dedicó una amplia sonrisa.
—En absoluto, en absoluto. Nuestro objetivo en
la CIA es que el cliente sonría. —El departamento
de científicos lingüísticos había dedicado una se-
mana a idear ese eslogan. Nada supera a una buena
rima a la hora de causar un gran efecto—. Señor
Mumble —prosiguió Leo—, estoy convencido de
que podemos hacer realidad su fantasía.
La sonrisa que apareció en el rostro de señor
Mumble, por anodino que este fuera, animó a Leo.
Se estrecharon la mano y establecieron un ca-
lendario de trabajo para completar el deseo. Lue-
go, el señor Mumble se marchó y Leo contempló
el cuaderno de espiral que siempre llevaba encima
cuando se entrevistaba con los clientes. Normal-
mente tomaba notas sobre algunas características,
comentarios relevantes sobre temas que pudieran
haber surgido en la conversación, además de los
pensamientos e ideas que se le ocurrían sobre la
marcha. Esta vez, sin embargo, se había limitado a
garabatear un par de dibujitos. No había anotado
ni una palabra de la entrevista. Frunció el ceño y
trató de recordar la cara del señor Mumble. Nada
de nada. Solo el vago recuerdo de una corbata gris.
Aquel hombre era tan anodino que no hacía ni un
minuto que se había marchado y Leo ya no se acor-
daba de qué aspecto tenía.

49
Por suerte, la Sala Preparatoria tenía cámaras y
micrófonos instalados en cada una de las paredes.
Tendría que volver para revisar todo el metraje. De-
seó que las cámaras no se hubieran aburrido y se
hubieran dedicado a enfocar hacia otro lado duran-
te la entrevista. Aun así, la sensación de repentina
amnesia le resultaba desconcertante.
Una cosa que no había podido olvidar, por mu-
cho que se esforzara, era la imagen de la cara roja
de Andrea Allsop y el sonido de su grito desespe-
rado mientras él echaba a correr por el pasillo. Leo
consultó su reloj. Si no le fallaban los cálculos, tenía
media hora libre antes de que la doctora se reuniera
con su clienta y le explicara que la pierna brillante
estaba sometida a estrictas medidas de seguridad, a
la espera de una investigación más exhaustiva.
¿Cómo podía rebajar el efecto de la solución
abrillantadora? Leo se planteó la posibilidad de uti-
lizar una goma de borrar para eliminar una parte
del producto, pero luego se le ocurrió que a aquellas
alturas la pierna ya lo habría absorbido por com-
pleto. ¿Qué podía utilizar para conseguir que un
brillo perdiera intensidad? ¿Existía algo capaz de
atenuar las luces?
Mientras seguía dando vueltas a unas cuantas
ideas, se encontró delante del laboratorio de la doc-
tora Allsop. Aunque todos los músculos de su cuer-
po lo empujaban a seguir caminando, los centros

50
de su cerebro que gobernaban los sentimientos de
culpa lo obligaron a detenerse. O, por lo menos,
dedujo que eso era lo que había ocurrido. Asomó
la cabeza por la puerta y vio a la doctora Allsop
sentada a su mesa de trabajo, con la pierna delante.
Leo no hubiera sabido decir cuál de las dos parecía
más triste.
—Hola —dijo.
La doctora se dio la vuelta, lo miró, gruñó algo
y le dio otra vez la espalda.
—Es inútil —dijo—. Lo he intentado con el aná-
lisis espectroscópico inverso. Lo he intentado con
la abrasión avanzada de la superficie cutánea. Es
inútil, he fracasado.
Leo se sentó junto a ella. Un científico social le
había dicho en una ocasión que cuando uno está
con alguien que se siente triste, el simple hecho de
compartir el espacio con esa persona puede hacer
que la luz vuelva a brillar.
¿Brillar? Leo se echó a reír para sus adentros. Lo
que necesitaba era justo lo contrario.
—Distráeme un poco —dijo Allsop—. Ahora
mismo, estoy de un humor bastante negativo.
Leo asintió y se puso en pie. Se fijó en una radio,
colocada en lo alto de otro aparato de audio.
—¿Eso funciona? —le preguntó.
—Claro —respondió ella—. El año pasado lo
utilicé para que uno de mis clientes surfeara las on-

51
das de radio y se convirtió en un surfista famoso en
el mundo entero.
Leo silbó admirado; ya había oído hablar de ese
gran éxito de la doctora Allsop. Muy creativo.
—Pues vamos a escuchar un poco de música
—dijo—. Al parecer, ciertas melodías y ritmos esti-
mulan sensaciones muy beneficiosas en el oyente.
Consultó su reloj. Les quedaban unos veinte mi-
nutos. Puso en marcha la radio y fue cambiando de
emisora hasta encontrar música.
—Si la música es el alimento del amor —murmu-
ró la doctora, como si hablara consigo misma—, que
siga sonando. —Hizo una pausa—. Creo que eso es
de Shakespeare. —Dirigió la mirada hacia el techo y
luego, con un movimiento brusco, bajó de nuevo la
cabeza y se volvió a mirar a McGuffin—. Tengo una
idea. ¿Has visto alguna de esas pelis antiguas en las
que el protagonista quiere besar a la chica?
Leo asintió. Creía haber visto en alguna ocasión
una película de esas.
La doctora Allsop se puso bien recta.
—Él la lleva a su apartamento, ¿no? Y lo prime-
ro que hace es poner música romántica, una muy
cursi, ¿verdad?
Leo se limitó a asentir mientras la mente de la
doctora seguía trabajando.
—¿Qué es lo siguiente que hace cuando empieza
a sonar la música, justo antes de besar a la chica?

52
—dijo la doctora, dando una palmada.
Leo frunció el ceño y entonces se le ocurrió.
—¡Bajar las luces! —dijeron los dos a la vez.
La doctora Allsop se acercó a la radio.
—No hay tiempo que perder. Tenemos que en-
contrar algo romántico, auténtica música para el
amor.
Fue pasando de una emisora a otra hasta que en-
contró lo que buscaba: la voz del atractivo Elvis Presley
musitando las palabras «¿Te sientes sola esta noche?».
—Bien —dijo—, si mi teoría es correcta, ponerle
música romántica a la pierna servirá para que poco
a poco el brillo vaya perdiendo fuerza.
Sin dudarlo, conectaron un extremo de un cable
de audio a la radio y el otro a unos auriculares, que
después le colocaron a la pierna.
Leo consultó su reloj. Les quedaban diez mi-
nutos.
Cuando terminó la
canción, le quitaron los
auriculares a la pierna.
—Ha llegado el mo-
mento de hacer la prueba
—dijo la doctora Allsop.
Se pusieron las gafas y
apagaron las luces. Y en-
tonces, muy despacio, se
dieron la vuelta hacia la

53
pierna. Brillaba, sí, pero era un brillo suave y agra-
dable.
La doctora Allsop se quitó las gafas y Leo hizo lo
mismo. En la oscuridad, la pierna seguía brillando
como una cálida hoguera, como una vela en un res-
taurante, como el reflejo de la seda. Andrea sacudió
la melena, se acercó un poco a Leo y luego un poco
más, hasta que casi se rozaron nariz con nariz. Leo
la miró a los ojos.
—¿Leo? —dijo ella con voz dulce.
—¿Sí? —respondió él.
Andrea Allsop estaba tan cerca que Leo percibía
el agradable calor de su piel, y le gustaba. Se pregun-
tó si estarían a punto de hacer algo con los labios.
—La próxima vez que me causes problemas o te
cruces en mi camino, ¡te mato! —le gruñó.
Luego giró sobre sus talones, cogió la pierna y
salió del laboratorio, y Leo se quedó a solas en la
oscuridad.

54
Energía negativa

Leo estaba sentado ante su pantalla, revisando


la grabación de la entrevista con el señor Mum-
ble. Pasaba las imágenes a cámara lenta, subía el
volumen, aceleraba de nuevo las imágenes y volvía
a bajar el sonido. Hiciera lo que hiciera, revisara
como revisara las grabaciones, en cuanto apartaba
la mirada de la pantalla, olvidaba tanto el aspecto
de aquel hombre como el tono de su voz.
—Extraordinario —declaró—. ¡Portentoso!
La pasmosa capacidad de aburrimiento del
señor Mumble era, en sí misma, todo un enigma.
En cualquier caso, Leo decidió que estudiar la
tediosa naturaleza de su cliente no era de ayuda.
Lo que debía hacer era investigar más a fondo
lo que en realidad deseaba el señor Mumble: el
misterio.
—Pero ¿cómo? —se preguntó en voz alta.

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Las novelas de misterio, el estudio histórico, las
partidas de Cluedo…, nada le había resultado de la
menor utilidad.
Pensó en sus días como científico en prácticas,
cuando pasó seis meses en las salvajes estepas de
Tanzania para estudiar los hábitos de higiene de los
cachorros de león.
—¡Eso es! —exclamó—. Tengo que hacer tra-
bajo de campo.
Al pensarlo, se le iluminaron los ojos. Salir del
laboratorio y pasear por la calle, entre la gente… ¡Sí,
esa era la respuesta!
Empezó a preparar el material necesario. Co-
gió una mochila de lona negra y la abrió todo lo
que pudo. Dentro metió un cuaderno, tres lápices
afilados, una cinta métrica, un termómetro y una
caja de tiritas.
—Nunca se sabe, nunca se sabe —iba murmu-
rando.
Después guardó también un dictáfono, un me-
gáfono y un teléfono (de los antiguos, de esos con
cable). A continuación, añadió dos vasos de preci-
pitados (envueltos en un trapo para que no se rom-
pieran), un tubo de ensayo, un cubo de Rubik (por
si se aburría) y un cubito de hielo (por si necesitaba
refrescarse). Por último, introdujo su Kit de Trabajo
de Campo de la CIA (que contenía muchos objetos
útiles, como pinzas y gomas elásticas) y el Manual

56
57
oficial de trabajo de campo de la CIA, que incluía ins-
trucciones para toda clase de situaciones curiosas.
No hay sensación más emocionante que la que
experimenta un científico cuando se dispone a salir
al mundo para realizar un trabajo de campo. Los
científicos aman la aventura más que nadie: el ba-
rro en las botas, el viento en el pelo, la niebla en las
gafas…
Dónde podría ir, se preguntó Leo. Eso de salir al
mundo para llevar a cabo una investigación estaba
muy bien, pero debía acotar el tamaño de la muestra
para maximizar su efectividad.
Alguien llamó a la puerta e interrumpió sus pen-
samientos.
—Adelante —dijo, sin volverse siquiera.
—McGuffin —llegó a sus oídos una voz profun-
da—. Soy, esto, Bursar Tran.
Leo giró su silla y vio a Bursar Kenny Tran en-
trar en el laboratorio, acompañado de un niño pe-
lirrojo.
Bursar Tran era el científico más antiguo de la
CIA. Ya estaba allí cincuenta años atrás, cuando dos
jóvenes idealistas y ambiciosos con un gran sueño
crearon la CIA en su garaje. Todo el que quería co-
nocer la historia de la CIA, la declaración de ob-
jetivos inicial o algunas cuestiones más acuciantes
como, por ejemplo, dónde se guardaban las frego-
nas, acudía directamente a Tran.

58
Leo se puso en pie. A fin de cuentas, sentía un
profundo respeto por la tradición y la veteranía.
Bursar Tran le hizo un gesto con las manos.
—Siéntate, siéntate. He venido, esto, a presen-
tarte a nuestro nuevo becario. Viene de Estados
Unidos. Pasará el invierno con nosotros y le apa-
siona la, esto, la ciencia. Llega muy, esto, muy bien
recomendado por la Universidad de Harvard, en
Massachusetts. Parece que les arregló los desagües.
Algo nada sencillo, dado que tienen más de tres-
cientos años.
El chico pelirrojo pareció un poco cohibido.
—Fue superfácil. Entrené a unas cuantas ratas
para que recorrieran las cañerías dejando un rastro
de silicona. Solo tuve que inyectar olor de gato en
un extremo y las pobres corrían que se las pelaban
hacia el otro —dijo el niño.
Le tendió una mano a Leo y este se la estrechó.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré diez el mes que viene —contestó,
al tiempo que observaba a Leo con aire suspicaz—.
¿Por qué?
—Es que pareces tremendamente joven para ha-
ber conseguido lo que has conseguido —dijo Leo
muy amable.
—Bueno, si sirve de ayuda —dijo el niño, mien-
tras fruncía el ceño para hacer un cálculo mental—,
tengo 119 meses, o 516 semanas, o 4.032 horas.

59
Bursar Tran sonrió.
—Es un niño prodigio de las matemáticas. Mu-
chas personas consideran que es un genio precoz.
El niño frunció otra vez el ceño.
—¡Soy normal! —protestó.
Algo en aquel niño animó a McGuffin a hacerle
una propuesta.
—Estaba a punto de salir para realizar un trabajo
de campo. ¿Te apetece acompañarme?
Si antes de decir que sí el niño le hubiera pre-
guntado dónde iban a ir o qué iban a estudiar, el
interés de Leo por él se habría reducido un 22 %.
Un científico no protesta por pequeñeces como si-
tuaciones, indicaciones o motivaciones.
—¡Ya te digo! —dijo el niño. Se subió los panta-
lones de pana—: Me llamo Edward. Edward Bump.
—Muy bien, Edward Bump —dijo Leo—, pues
vamos a empezar nuestra investigación.
A Bursar Tran le brillaron los ojos al verlos a los
dos —el científico veterano y el científico joven—
dirigirse hacia lo desconocido.
Cuando ya se habían alejado unos quinientos
metros de la CIA, calle abajo, a Leo se le ocurrió
que quizá debería explicarle al niño qué estaban
haciendo.
—Misterio —dijo en tono triunfal, mientras
abría de par en par los brazos—. El mundo está lleno
de misterio. Nuestra misión es rastrearlo allí donde

60
se encuentre y desenmascararlo. Tirar de la manta.
Sacarlo a la luz. —Se volvió a mirar a Edward, que
asentía con entusiasmo.
—Brillante. Me encanta el misterio. De hecho,
cuando venía hacia aquí he visto unos carteles que
me han llamado la atención. ¡Mira, allí hay uno!
—dijo, mientras señalaba un poste de la luz en el
que alguien había pegado un reluciente cartel.
Al observarlo más de cerca, se dieron cuenta de
que era un anuncio y decía lo siguiente:

61
Bajo el texto había una foto de, imaginaron, la
adivina Nina. Llevaba un precioso vestido dorado y
sonreía con un brillo travieso en los ojos.
—Vaya, eso está un poco más arriba y empieza
dentro de veinte minutos —dijo Leo—. Perfecto. Una
adivina. Un espécimen maravilloso para nuestro tra-
bajo de campo sobre el tema del misterio. —Se volvió
a mirar a Edward con admiración—. Bien hecho,
muchacho. Te escribiré un buen informe cuando ter-
mine tu beca. A lo mejor hasta le añado unas cuantas
caritas sonrientes.
—En realidad, no tenemos informes… —empezó
a decir Edward con un gesto de impaciencia, pero
para entonces Leo ya se dirigía a buen paso hacia el
Auditorio Maxwell.
Edward empezó a seguirlo, se pisó los cordones
de los zapatos —que llevaba desatados—, se cayó, se
apoyó en una rodilla, se ató los cordones, procedió a
ponerse en pie y solo entonces advirtió que se había
atado los cordones de un zapato con los del otro. Así
que los desató, volvió a atarlos como se debe, se puso
en pie, se subió los pantalones… y se dio cuenta de
que no había ni rastro de Leo.
—Oh, no —dijo—. Pero bueno, no puede haber
ido muy lejos. Vamos a ver…
Puesto que Edward era un genio, no tardó mu-
cho tiempo en sumar dos y dos y deducir que Leo
habría echado a andar hacia el Auditorio Maxwell.

62
El auditorio era un edificio de ladrillo rojo con
elegantes celosías en la fachada. Bajo el sol de me-
diodía proyectaba lánguidas sombras sobre la plaza.
Para cuando Edward llegó por fin, ya se había con-
gregado una multitud en torno al edificio. Vio a Leo
sentado en un banco de madera, contemplando la
cola de personas. De vez en cuando escribía algo en
el cuaderno que tenía apoyado en la rodilla.
—Aaah, Edward, ya estás aquí —le dijo Leo—.
Ven, ven. Observa.
Edward se sentó junto a Leo y echó un vistazo a
las notas que este había tomado: «Multitud variada.
Predomina mediana edad. La mayor parte con los
ojos muy juntos. La mayoría tiene un aire crédulo.
Entre la masa, un par de niños de mirada astuta».
Edward miró a su alrededor para confirmar los
datos de Leo. Vio a hombres de expresión radiante,
como si estuvieran a punto de presenciar algo que
confirmaría lo que siempre habían sospechado. Las
mujeres, la mayoría de ellas con el pelo recogido en
un moño y el bolso pegado al cuerpo, bisbiseaban
entre sí y asentían con nerviosismo. Correteando de
un lado para otro había tres o cuatro niños, ningu-
no de más de diez años, que parecían bastante dis-
puestos a birlarle la cartera a alguien. Después echó
un nuevo vistazo a las notas de Leo y confirmó lo
precisas y meticulosas que resultaban sus afirmacio-
nes. Era la marca de un científico experimentado.

63
—Pero no lo entiendo —dijo Edward, perple-
jo—. ¿El sujeto de este trabajo de campo no es la
adivina Nina? Quiero decir que la que crea el miste-
rio es ella, ¿verdad? Entonces, ¿por qué tomas notas
sobre el público?
Leo sonrió y le dio una palmadita en la cabeza.
—Un misterio es una vía de doble sentido —le
explicó—. Para que exista misterio, primero se ne-
cesita una persona o un objeto que cree ese misterio.
Pero también tiene que existir alguien que se quede
boquiabierto al verlo. Por ejemplo, si vas a comer,
necesitas un sándwich, a ser posible de pollo y le-
chuga, pero también necesitas una boca hambrienta
en la que introducirlo.
Leo se frotó la barriga, de pronto estaba muerto
de hambre. Volvió a guardar el cuaderno en el Kit de
Trabajo de Campo y, tras coger a Edward del brazo,
se unió a la cola.
—Por tanto —dijo—, es fundamental que lleve a
cabo un estudio exhaustivo de todos los elementos
del misterio.
Conforme se acercaban a las puertas, un hom-
bre corpulento vestido con un elegante esmoquin
de terciopelo rojo salió de la planta baja del audi-
torio. Se aclaró la garganta y se dirigió a quienes
formaban la cola con una voz muy aguda, leyendo
el contenido de un papel que sostenía en alto ante
sus ojos.

64
—Su sorprendente y enigmática paramajestad
psíquica, la adivina Nina, me comunica que está
abrumada y sorprendida ante tamaña multitud.
Lamenta decirles que, de haberlo sabido, habría
reservado un local con mayor aforo. Dadas las cir-
cunstancias, sin embargo, me temo que solo podrán
entrar las primeras doscientas personas. Los demás
tendrán que marcharse y volver mañana.
El hombre se situó a mitad de la cola y empezó
a mover las manos con gestos firmes. Entre decep-
cionados murmullos, quienes estaban al final dieron
media vuelta y se dispersaron.
Por suerte para Leo y Edward, ellos estaban a
una altura lo bastante avanzada como para poder
entrar en el auditorio.
Edward se inclinó hacia Leo y le dijo, con un
volumen de voz nada discreto.
—Si es una adivina, ¿no tendría que haber sabido
antes cuánta gente iba a venir hoy?
Leo sonrió, pero el hombre que tenían justo
delante se volvió hacia ellos.
—Eres muy maleducado, niño. Aquí no quere-
mos esa clase de energía negativa.
—¿Energía negativa? —repitió Edward, since-
ramente sorprendido, mientras se contemplaba la
camisa como si el hombre le hubiera indicado que
tenía una mancha en el cuello.
El hombre sacudió la cabeza.

65
—Todo el rollo ese de «si es una adivina». Es-
cepticismo puro y duro, ¿no te das cuenta? Energía
negativa. Solo interfiere con su embrujo.
—¿Su em… brujo? —repitió Edward muy despa-
cio—. ¿Y eso qué es?
Ante esa pregunta, el hombre estuvo a punto de
perder la paciencia.
—¡Su pasión, su interpretación, su personali-
dad! —dijo, fulminándolo con la mirada—. Vamos
a ver, ¿este niño está con usted? —le preguntó a Leo
con voz tensa.
Leo se limitó a sonreír y empujó con gesto deli-
cado a Edward en la cola. Cuando hubieron avan-
zado lo suficiente, le dijo en voz baja:
—Vas a ser testigo de lo extremadamente sen-
sibles que son los crédulos. Han venido aquí dis-
puestos a dejarse asombrar por las maravillas de la
charlatanería de los adivinos. Son capaces de oler
a los no creyentes como tú. Y esto me recuerda mis
tiempos en el desierto del Serengueti. Vi a una ma-
nada de cachorros de león oler a un impala que
había sido lo bastante tonto como para adentrarse
en su territorio.
Edward le lanzó una inquieta mirada al hombre
de la cola.
—¿Y qué pasó?
Leo emitió una especie de chasquido, como el
de unos dientes al cerrarse. Edward palideció.

66
—Tranquilo —le dijo Leo—. A los espectadores
crédulos les pega más un ataque verbal furibundo
que ir por ahí hincándole el diente a nadie.
La cola empezó a moverse más rápido y en
cuestión de un par de minutos ya se encontraban
sobre la alfombra roja de un vestíbulo. Subieron por
una escalera que daba vueltas y más vueltas y pronto
se encontraron en la sala principal del auditorio.
Por suerte, desde sus butacas veían perfectamente
el escenario. Apenas habían tenido tiempo de sen-
tarse cuando las lámparas doradas que colgaban de
las paredes comenzaron a parpadear. Una tras otra,
se fueron apagando hasta que la sala quedó com-
pletamente a oscuras. Se alzaban entre el público
murmullos entusiasmados, ruidos de gente que se
removía en su asiento, y justo entonces se oyó una
teatral voz procedente de algún lugar situado detrás
del escenario.
—Damas y caballeros, niños y niñas, todos y
cada uno de los que estáis aquí ahora, preparaos.
Sujetaos con fuerza a vuestras butacas, porque estáis
a punto de presenciar los espectaculares, los espec-
trales, los increíbles e inolvidables poderes de… ¡la
adivina Nina!
Al unísono, el público bramó y el telón del es-
cenario empezó a abrirse lentamente.

67
Dime lo que quiero oír

Se produjo un silencio mientras la adivina Nina


se acercaba con parsimonia al borde del escenario.
Mientras lo hacía, se encendió un foco verde tras
ella y bajo sus pies surgió una nube de humo.
Separó los brazos y habló con una voz profunda
y retumbante.
—¡Desde la niebla de los tiempos, desde el origen
eterno de la vida, he sido transportada a este plano
de la existencia para ofreceros mi testimonio sobre la
realidad oculta de la vida! —La adivina Nina movió
las caderas y su larga falda revoloteó entre las danza-
rinas volutas de humo que ascendían desde sus pies.
—Solo es hielo seco —le susurró Edward a Leo.
—¡Chist! —les dijo una mujer que estaba junto
a ellos, al tiempo que los fulminaba con la mirada.
La adivina Nina se acercó una mano a la oreja
y se inclinó hacia delante.

69
—Pero… prestad atención, ¿qué es ese sonido?
Leo percibió el agudo trino de una flauta, dulce
y tímido al principio, pero que después fue aumen-
tando de intensidad hasta convertirse en una melo-
día agradable y nostálgica que se mezclaba con un
repique de campanas.
—Ah —dijo Nina, estirando el cuello como si
quisiera animar a aquel sonido a acercarse—. Pa-
réceme que es el espíritu de antaño, que viaja hasta
nosotros a través del universo. ¿Lo oís? —preguntó
a la multitud.
El público coreó «sí», «maravilloso» y hubo
quien se medio levantó de la butaca, atraído por
aquellos sonidos sobrenaturales.
—A mí me parece un sintetizador —dijo Ed-
ward—. Un Moog Sonic Six reproduciendo la
muestra Fantasía del D-50. Muy popular. Una vez
desmonté uno y volví a montarlo solo por pasar el rato.
Por suerte, el público estaba tan entusiasmado
que nadie oyó a Edward.
—Estoy viendo un espíritu en concreto —di-
jo la adivina Nina, al tiempo que inclinaba la cabeza
y prácticamente se dejaba caer de rodillas. Daba la
sensación de que estaba hablando con alguien, pues
no hacía más que murmurar y asentir—. Sí, sí, sí.
—Luego se irguió de nuevo y contempló a su pú-
blico—. ¿Hay alguien en esta sala que haya sufrido
una pérdida reciente? —preguntó.

70
Unas tres filas por delante de ellos, una ancia-
na que llevaba una gorrita de punto de color azul
lavanda se puso trabajosamente en pie.
—Yo he perdido las llaves esta mañana —di-
jo, mientras rebuscaba en su bolso—. Ah, no, espe-
re. Las tengo aquí.
Sonrió y volvió a sentarse. La mujer que estaba
a su lado le dio una alegre palmadita en la mano.
La adivina Nina contuvo un suspiro y se volvió
hacia el público.
—¿Alguien más? ¿Alguien que haya perdido a
su marido?
Una mujer corpulenta que llevaba un bata de
estar por casa se puso en pie.
—¡Sí, yo! Ayer llevé a mi marido a comer al hotel
y no volvió a casa. —Se giró hacia la señora que es-
taba a su lado—. Aunque sé dónde está, claro que sí,
jugando a los dardos con Bert. Juegan día y noche.
Están obsesionados, los dos.
La mujer chasqueó la lengua, se dirigió al pasi-
llo central y abandonó la sala murmurando en voz
baja.
—Me voy allí ahora mismo para decirle que vuel-
va a casa. Si no, ¿quién le va a dar de comer al perro?
Leo y Edward escucharon risas a su alrededor,
pero Nina no parecía precisamente contenta. Se
pasó una mano por los rizos de color caoba y habló
muy despacio.

71
—¿Hay alguien aquí que haya perdido a un ser
querido, o un esposo? ¿Alguien cuyo esposo haya
muerto?
Tras aquellas palabras, una mujer muy delgada y
muy alta vestida con un abrigo negro se puso en pie.
—Yo. Mi marido, Trevor, murió el año pasado.
—Se volvió hacia su izquierda—. Le dio un infarto.
Yo ya le había dicho que no comiera tantas tiras de
beicon, pero… ¿me hizo caso?
—Ay, pobre —dijeron a coro unas cuantas voces.
Un par de hombres cambiaron de postura en
sus butacas, incómodos, y se cubrieron la promi-
nente barriga con sus rechonchos brazos.
La adivina Nina le tendió las manos a la mujer.
—Sí, querida, es él.
Dejó caer la cabeza y habló en susurros, como si
se dirigiera a sí misma. Una vez más, dijo «Sí, sí, sí»
mientras arrugaba la frente por el esfuerzo. Las lu-
ces del escenario se fueron apagando y, de repente,
volvieron a encenderse en una serie de parpadeos
dorados.
Nina levantó la cabeza y miró abiertamente a la
mujer vestida de negro.
—Dice que lo siente, pero que no pudo evitar-
lo porque le gustaba mucho mucho el sabor del
beicon.
La mujer se giró hacia las personas que estaban
sentadas cerca de ella y asintió.

73
—Es verdad, le gustaba mucho. Decía que bas-
taba el olor del beicon para que se le despertaran las
papilas gustativas —dijo, con una sonrisa valiente.
La adivina Nina movió la cabeza de un lado
a otro.
—Hay algo más que quiere decirte. Y también
hay algo que quiere pedirte.
—¿Ah, sí? —dijo la mujer de negro—. ¿El qué?
Lo que sea, lo que sea.
La adivina Nina retrocedió hacia el centro del
escenario y las luces adquirieron una tonalidad de
color rosa claro.
—Dice que te quiere mucho. Todo cuanto te
pide es que no lo olvides nunca.
—¡Nunca, jamás! —exclamó la mujer, mientras
se llevaba las manos al pecho y se dejaba caer en su
butaca.
El público suspiró a una y rompió en aplausos.
Nina saludó inclinando la cabeza, una, dos veces, y
por último alzó las manos para pedir silencio.
—Ahora pasaré un micrófono entre el público y
todo el que quiera formularme una pregunta podrá
hacerlo. Si los espíritus se dignan a visitarme para
comunicarme la respuesta, os trasladaré sus pala-
bras.
El hombre corpulento del traje de terciopelo
rojo apareció en ese instante y acercó un pequeño
micrófono cromado a la primera fila. El público em-

74
pezó a pasarlo de mano en mano. Leo observó con
atención la escena, al tiempo que garabateaba pa-
labras y diagramas en su cuaderno. Muchos de los
presentes dudaban cuando les llegaba el micrófono,
pero al final se lo pasaban al de al lado. Más o me-
nos a mitad de la segunda fila, un hombrecillo arru-
gado lo cogió con fuerza y habló tras ponerse en pie.

—Adivina Nina, tengo una pregunta para los


espíritus —dijo con voz titubeante—. Me gustaría
hablar con mi abuela, que murió hace más de veinte
años.
—Por supuesto, querido —dijo Nina—. Déjame
ver si puedo contactar con ella. ¿Cómo se llamaba?
—Rowena —dijo el hombre—, la yaya Rowena.
—¿Y la adivina no tendría que haberlo sabido?
—le preguntó Edward a Leo, disimulando la pre-
gunta con una mano.
Leo apenas se molestó en apartar la vista del
cuaderno, en el que ya había tomado muchísimas
notas.
Tras inclinar la cabeza y susurrar algo a los es-
píritus, la adivina Nina miró al hombre.

75
—Tiene un libro en la mano.
—Ah, sí, claro —dijo él—, le encantaba leer.
El público contuvo una exclamación. Edward
resopló.
—Lo está señalando —prosiguió Nina—. ¿Qué
significa?
El hombrecillo arrugado se acercó una mano a
la cabeza.
—Quiere que lea más. Siempre se lamentaba
porque de joven había tenido que dejar los estudios.
La adivina Nina asintió.
—Ahora sonríe y señala una foto. ¿Quién es?
El hombrecillo arrugado se secó una lágrima.
—¿Es un hombre?
—Sí —respondió la adivina mientras se apreta-
ba las sienes con los dedos, como si estuviera reci-
biendo ondas de radio—. Diría que sí.
—Es su marido, mi abuelo Billy. Murió en la
Primera Guerra Mundial. —El hombre se volvió
hacia la adivina Nina—. ¿Mi abuela está bien?
La adivina le dedicó una amplia sonrisa que
dejó a la vista toda su dentadura, incluidos un par
de incisivos con funda de oro.
—La mar de bien, querido. Dice que ahora mis-
mo está con el abuelo Billy y que están disfrutando
juntos de una cena celestial. ¿Por qué crees que lo
hacen?
El hombrecillo arrugado soltó una risita.

76
—Porque les encantaba cenar juntos. Todos lo
hacíamos. Mi abuela siempre preparaba patatas al
horno y cordero asado.
—Sí, querido —dijo la adivina—, eso es justo lo
que están comiendo ahora mismo.
—Adivina Nina —dijo el hombrecillo arrugado
con voz ronca—, es usted asombrosa.
Se sentó en su butaca y pasó el micrófono a los
siguientes espectadores.
El público enloqueció. Nina iba de un lado para
otro por el escenario lanzando besos a los especta-
dores, que se ponían en pie y aplaudían con entu-
siasmo el poder místico de la adivina para contactar
con los muertos.
Leo se inclinó hacia Edward.
—Lo único que ha hecho ha sido utilizar una
técnica clásica que se conoce como Validación
Subjetiva. Básicamente, ha obtenido toda la infor-
mación que necesitaba haciéndole preguntas a ese
tipo. No le hacía falta saber nada sobre su abuela
muerta —dijo Leo, en tono de admiración—. Es
una auténtica maestra. Aunque también un fraude
absoluto, claro.
Edward asintió, estaba al cien por cien de
acuerdo.
De pronto, se había hecho el silencio en la sala.
Leo bajó la mirada. El micrófono había ido pasan-
do de espectador a espectador y, sin darse cuenta,

77
Leo lo había tenido en la mano mientras hablaba
con Edward.
Al levantar de nuevo la mirada, advirtió que
todo el mundo se había vuelto hacia ellos. Oyó
airados murmullos, vio miradas indignadas y puños
que se agitaban amenazadores. Después dirigió la
mirada hacia el escenario y vio a la adivina Nina
presa de un ataque de rabia, pateando el escenario
con sus botas.
—¡Escépticos! —gritó—. ¡Cogedlos!
Edward se aferró al brazo de Leo.
—Oh, oh… ¡No parece demasiado contento!
Señaló hacia el final de su hilera de butacas. El
hombre corpulento vestido con esmoquin de ter-
ciopelo rojo se dirigía hacia ellos y, por la expresión
de su rostro, parecía dispuesto a hacer uso de la
fuerza.
Leo guardó su cuaderno en el Kit de Trabajo
de Campo.
—No me hace falta ser adivino para saber lo que
nos va a pasar si nos quedamos aquí —dijo, mien-
tras empujaba a Edward delante de él—. ¡Vámonos!
Se abrieron paso entre las rodillas del público
para salir de la fila.
—Esto me recuerda —dijo Leo— aquella vez
que me acerqué demasiado a un rebaño de ñus en
el desierto del Sáhara. —Una vez en el pasillo, pu-
dieron correr más deprisa—. Creyeron que yo pre-

78
tendía aprovechar su fuente de agua y se enfadaron
tanto que trataron de embestirme. Tuve que trepar
a un árbol burri burri, donde me pasé las siguien-
tes veintidós horas. Fue ligeramente inquietante y
moderadamente incómodo.
Algunos de los espectadores empezaron a arro-
jarles bolas de papel. Las mujeres, jóvenes y an-
cianas, los amenazaban con sus bolsos. Los niños
les hacían pedorretas. Muchas personas hubieran
considerado humillante tener que huir de aquella
manera, pero para Leo formaba parte de la aventura
científica.
No dejaron de correr hasta alejarse un buen
trecho del auditorio. Se detuvieron a descansar a
unos doscientos metros calle abajo, en un parterre
de césped iluminado por el sol, junto a una antigua
fuente de piedra.
Edward estaba perplejo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Leo, cuando con-
siguió recobrar el aliento.
—No lo entiendo —respondió Edward—. Sal-
taba a la vista que esa mujer no estaba contactan-
do con los espíritus. Tú has demostrado de forma
irrefutable que toda esa historia era una farsa, una
mentira, ¡un fraude!
—Sí —dijo Leo—. ¿Y?
Edward tamborileó con los dedos sobre las ro-
dillas, sumido en sus pensamientos.

79
—Entonces, ¿por qué el público se ha enfada-
do con nosotros? Solo hemos dicho la verdad. Y
la verdad nos hace libres. Con quien tendrían que
haberse enfadado los espectadores es con la adivina
Nina. ¿Por qué no se han marchado del auditorio
con nosotros, en señal de protesta?
Leo se tumbó y notó en los muslos la cálida
hierba.
—Si he aprendido algo gracias a mi trabajo en
la Compañía de Inventos Asombrosos, es el poder
que tienen los deseos. Esas personas —señaló ca-
lle arriba en dirección al auditorio— se dejan llevar
por un deseo. El deseo de sentirse desconcertados,
asombrados, maravillados ante el poder del mundo
paranormal.
Edward asintió.
—El poder de la fantasía es enorme y profundo
—prosiguió Leo—. Anima a las personas a reco-
rrer grandes distancias, pagar auténticas fortunas,
anhelar e imaginar. Y, al mismo tiempo, es flexible.
Cuando un hecho se interpone en el camino de la
fantasía, la fantasía se curva como una goma elásti-
ca o se derrite como la miel para rodear ese hecho
inoportuno. En otras palabras, los hechos no tienen
ninguna oportunidad ante la fantasía. Así son las
cosas.
Edward parecía un poco confuso, así que Leo
agitó su cuaderno delante de él.

80
—No te preocupes, Edward —le dijo—. He to-
mado millones de notas. El día de hoy ha sido, en
realidad, ¡un gran éxito!

81
Las cosas raras que encontramos

Leo McGuffin estaba satisfecho. Había avan-


zado en la senda del conocimiento, y eso siempre
es agradable para un científico. Y el joven Edward
Bump había trabajado bien con él, quizá fuese un
buen recurso de cara al futuro.
Leo creó en su ordenador una tabla titulada
Misterio Chiflado, Supersticioso e Ilógico. En la
primera columna escribió «Adivinos» y la com-
pletó con las notas que había tomado durante
su encuentro con la adivina Nina. Luego dibujó
tres columnas más: «Astrología», «Tarot» y «Es-
piritismo».
De todos modos, ahora mismo no se veía con
fuerzas para ir a ver a más chalados o escuchar más
paparruchas.
Giró en su silla y procedió a analizar otras fuen-
tes de misterio.

83
—Ya sé —dijo, hablando consigo mismo—. Es-
pionaje. ¿Qué puede resultar más misterioso y al mis-
mo tiempo más atractivo? ¡Debo encontrar un espía!
Pero la sonrisa se le borró de la cara cuando se
paró a pensarlo.
—Espera, ¿encontrar un espía? ¿Y eso cómo lo
hago? El talento de los espías, los métodos profe-
sionales que utilizan…, todo eso sirve precisamente
para que nadie los descubra.
Iba a tener que darle unas cuantas vueltas al
tema, quizá incluso recurrir al ingenio. Leo decidió
dirigirse a la cafetería de la CIA. A lo largo de su ca-
rrera había descubierto que, cuando se atascaba, la
actividad física solía resultar útil para que su cerebro
volviera a ponerse en marcha.
Mientras caminaba por el pasillo, vio a lo lejos
una figura que se dirigía hacia él. Al intuir de quién
se trataba notó una intensa punzada en la parte baja
del abdomen, que no tardó en transformarse en un
dolorcillo.
Era la doctora Andrea Allsop, que caminaba
con la cabeza inclinada hacia una tablilla sujetapa-
peles. Leo calculó que disponía de unos diez segun-
dos antes de que sus caminos se cruzaran. Podrían
alargarse hasta quince segundos, si se quedaba com-
pletamente inmóvil.
Pensó a toda velocidad. Las últimas palabras
que ella le había dirigido resonaron en su mente:

84
«La próxima vez que me causes problemas o te cru-
ces en mi camino, ¡te mato!». Leo echó un exhaus-
tivo vistazo a su alrededor. Tenía que esconderse.
Un aparato de aire acondicionado ocupaba una de
las paredes, y justo debajo quedaba un rincón en
sombras. Era su única oportunidad. Con un mo-
vimiento rápido, se ocultó entre las sombras y se
quedó absolutamente inmóvil con la cabeza gacha.
Por si acaso, también contuvo el aliento.
Funcionó. La doctora Allsop pasó de largo, dis-
traída con sus papeles. De hecho, pasó tan cerca
que Leo hasta pudo oír los golpecitos que la doctora
daba con el boli en la tablilla.
Cuando la doctora llegó al final del pasillo y do-
bló la esquina, Leo salió de entre las sombras. Se
sentía aliviado y, al mismo tiempo, sigiloso… ¡como
un espía!
—Pues claro —se dijo—. Si quiero encontrar
espías, tengo que buscar sombras.
Siguió caminando hacia la cafetería, pero ahora
con más brío. Otra salida para un trabajo de campo.
¡Qué emocionante!
Edward Bump estaba arrodillado delante de la
nevera, al fondo de la cafetería. Leo observó al chico
mientras este cerraba la puerta del frigorífico muy
despacio.
—Ajá… —murmuraba Edward para sí—, la lu-
cecita se apaga justo antes de que la puerta se cierre

85
del todo. Parece que la enciende un pequeño inte-
rruptor sujeto a la bisagra. Fascinante. Y ahora, la
gran pregunta: ¿cuál es el mejor sitio para guardar
las natillas? Si las dejamos al fondo, se tarda mucho
en cogerlas. Si las dejamos delante de todo, es una
tentación demasiado grande y nos las comeríamos
cada vez que abriéramos la nevera, y acabaríamos
panzones. ¡Tiene que haber un sitio perfecto!
Leo McGuffin carraspeó y Edward se volvió
hacia él.
—¡Hola! —lo saludó alegremente.
—Trabajando como siempre, ¿no? —dijo Leo.
—Sí, sí —respondió Edward—. Bursar Tran
me ha dejado tiempo para trabajar en un proyecto
personal. Estoy estudiando las propiedades físicas,
químicas y emocionales de los frigoríficos. Creo
que es un campo en el que se pueden hacer grandes
avances. Y me ha dicho que luego puedo comerme
todas las natillas que encuentre —dijo, mientras se
pasaba la lengua por los labios—. ¡Son de vainilla!
—La ciencia también tiene sus pequeñas recom-
pensas, Edward, y comer algo delicioso es un buen
ejemplo de ello —dijo Leo.
Después se concentró de nuevo en sus reflexio-
nes sobre los espías. Recorrió el perímetro de la
cafetería, pensando en sombras, sombras y más
sombras. ¿Dónde encontrar la máxima densidad,
las sombras más absolutas?

86
Cuando ya iba por la tercera vuelta a la sala, se
le ocurrió. ¿Qué hacía falta para crear una sombra?
Una fuente de luz y un objeto. ¿Y dónde podía en-
contrar muchas muestras de unas y otros? Se detuvo
al lado de Edward.
—¡Tiendas de muebles! —exclamó—. Allí siem-
pre hay montones de lámparas, además de muchos
armarios, altas y bonitas cómodas, percheros y más
cosas. Seguro que está todo lleno de sombras.
Edward lo miró.
—Por raro que parezca, me encantan las tiendas
de muebles. Mi madre y yo siempre vamos a alguna
cuando no tenemos nada que hacer durante el fin
de semana. Trepar a los divanes, dar volteretas en
las otomanas, saltar desde los sofás… Es la mar de
divertido.
—Ya —dijo Leo, que no sabía muy bien cómo
reaccionar ante aquel arrebato infantil.
Edward adivinó lo que estaba pensando y frun-
ció el ceño.
—Ya te he dicho que no soy un genio. ¡Soy un
niño normal!
Diez minutos más tarde, con las mochilas pre-
paradas y los kits a punto, Leo y Edward se halla-
ban ante la puerta de la CIA. Según los cálculos de
Leo, la tienda de muebles más cercana estaba a unos
once kilómetros de distancia. En lugar de ir andan-
do, decidieron coger el autobús de la CIA.

87
Como toda organización comercial con mucho
dinero y algunos mandamases que se precie, la CIA
tenía su propio servicio de transporte para los em-
pleados: el helicóptero de la CIA, el aerodeslizador
de la CIA (que se usaba muy poco, la verdad), el
planeador de la CIA (para las operaciones aeronáu-
ticas especiales), la flota de limusinas de la CIA y el
autobús de la CIA.
Dado que la CIA se ocupaba de hacer realidad
las fantasías de sus clientes, el autobús estaba pen-
sado para satisfacer los deseos de los viajeros.
¿Y qué era lo que más deseaba la gente, con
qué sueña todo el mundo cuando viaja en autobús?
Con más espacio para estirar las piernas. No hay
nada peor cuando uno trata de ponerse cómodo
en el autobús, mientras consulta su teléfono y mira
por la ventanilla, que tener al lado a un adolescente
enorme y huesudo que empuja con los muslos hasta
que uno, en un esfuerzo por impedir que lo aplaste,
acaba pegado a la ventanilla. El autobús de la CIA
solucionaba ese problema gracias a un ingenioso
método: un campo de fuerza electromagnética ge-
nerado por el movimiento del vehículo rodeaba cada
asiento. Cuando un pasajero invadía el espacio per-
sonal de otro, se topaba con una poderosa energía
que lo repelía hacia el lateral opuesto del autobús.
Leo y Edward subieron al autobús y mostraron
su identificación de la CIA.

88
—Vamos a Wexton —le dijo Leo al conductor—.
Bajaremos en Interiorismo Wiggins.
El conductor del autobús asintió, emitió dos pi-
tidos y giró hacia delante su cabeza metálica. Esa era
otra de las fantasías que había cumplido el autobús:
un robot conductor que nunca se saltaba una para-
da, que siempre frenaba y aceleraba con suavidad
para que nadie se cayera en el pasillo y que jamás
hacía que los pasajeros se sintieran obligados a darle
charla.

89
Mientras entraba en su receptáculo electromag-
nético, Leo echó un alegre vistazo a su alrededor. Al
otro lado del pasillo se hallaba el profesor Aleksan-
dros Milikov, cubierto de cables eléctricos. Llevaba
varios cables rojos enrollados en torno a los brazos y
el pecho, las piernas forradas de filamentos plateados
y una serie de transistores y baterías conectados a la
espalda.
Leo asintió con educación y el profesor Milikov
sonrió.
—Hola, Leo, me alegra verte por aquí.
—Estoy realizando un trabajo de campo. ¿Y tú
qué haces? —dijo Leo, mientras señalaba el atuendo
del profesor Milikov.
El profesor hizo una mueca.
—Probar un prototipo. Tengo un cliente que se
muere por experimentar la vida de una abeja. Y, en
fin, uno de los elementos esenciales de la abeja es el
zumbido, ¿verdad? —Pulsó un botón de la estructura
metálica que llevaba sobre los hombros, la cual le
envió una corriente eléctrica a un costado del cuer-
po. El profesor saltó de dolor—. Repámpanos. De
momento, más que un zzzum tengo un ¡zas!
Leo lo miró con una expresión que pretendía
ser solidaria y luego echó un vistazo por encima del
hombro. Por el pasillo del autobús avanzaba muy
despacio la doctora Drake, que era famosa en la CIA
por sus conocimientos altamente especializados o,

90
para ser concretos, por su capacidad para desarrollar
instrumentos técnicos que reproducían las sensacio-
nes de los animales marinos. En ese momento, estaba
pegada a una cinta de correr suave y resbaladiza.
—Hola, Leo —le dijo en tono alegre—. Estoy
probando el Deslizador para Babosas de Mar.
Leo movió la cabeza de un lado a otro, asom-
brado.
—¿Hay alguien que desee con todas sus fuerzas
ser una babosa de mar?
La doctora Drake se echó a reír.
—No, no, mi clienta quiere ser un cangrejo er-
mitaño. La cuestión es que los cangrejos ermitaños
comen babosas de mar. Y, casualmente, tengo otro
cliente cuya fantasía es que lo devoren, así que estoy
trabajando en la forma de hacer realidad las dos fan-
tasías al mismo tiempo —dijo, mientras se secaba la
frente—. Pero no es fácil.
Y, tras esas palabras, se alejó sobre su cinta de
correr, dejando en el pasillo del autobús una débil
estela plateada.
Para entonces, ya habían llegado al centro de
Wexton. El autobús se detuvo. Leo y Edward baja-
ron a la acera, justo delante de un escaparate en cuyo
rótulo, de color rosa y malva, podía leerse «Interio-
rismo Wiggins».
Leo se colocó en los hombros la mochila con el
Kit de Trabajo de Campo y se volvió hacia Edward.

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—Ahora, es fundamental que pasemos desa-
percibidos. Esta es nuestra tapadera. —Había ido
dándole vueltas a la idea en el autobús—: Estamos
pensando en comprar una estantería ancha, una
lámpara halógena de aluminio y tres archivadores.
Ah, y una alfombra.
Edward hizo una lista con aquellos objetos y lue-
go se paró a pensar.
—¿Por qué vamos a comprar todas esas cosas?
Leo frunció el ceño.
—No las vamos a comprar. Solo estamos mi-
rando.
—No —dijo Edward—, lo que quiero decir es
que por qué queremos comprarlas.
—Ah —dijo Leo—. Pues para nuestra oficina.
Estamos amueblando la zona de trabajo.
—¿Y qué clase de negocio tenemos? —prosiguió
Edward.
Leo se rascó la cabeza.
—Exportación. Exportación e importación.
En ese momento fue Edward quien frunció el
ceño.
—Pues creo que necesitaremos más de tres archi-
vadores. Supongo que eso de la importación implica
montones de facturas que tendremos que archivar.
Leo suspiró.
—Solo es una tapadera, Edward —dijo, antes de
volverse hacia la entrada de la tienda.

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Edward, preocupadísimo aún por tan insensible
atención al detalle, siguió a Leo. Al entrar en la tien-
da echaron un vistazo a su alrededor. Aparte de un
par de vendedores y una familia que estaba inspec-
cionando unas literas, no parecía haber nadie más.
Leo vio un rótulo que decía «Muebles de interior».
—Esa es nuestra sección —dijo mientras se aflo-
jaba el cuello de la camisa. (Estaban justo delante del
aparato de aire acondicionado, que marcaba veinti-
nueve grados de temperatura.)
Se dirigieron hacia la sección, mirando a uno
y otro lado, hasta que se vieron en medio de una
multitud de lámparas. Algunas parecían antiguas
y tenían un aspecto casi elegante, con sus diseños
floreados y sus bases de latón tallado. También ha-
bía otras más modernas, de acero, estructura rígida
y formas geométricas abstractas, que proyectaban
una luz implacable. Entre unas y otras se hallaban
las modestas lámparas de escritorio o de mesilla de
noche, de aspecto agradable hasta que uno las mira-
ba con un poco de atención. Solo entonces se daba
cuenta de que en realidad eran muy feas.
Leo empezó a encenderlas y a apagarlas, y a
orientarlas hacia uno y otro lado moviendo el brazo
flexible.
—¿Necesita ayuda? —le preguntó un hombre alto
vestido con traje. Tenía una sonrisa de lo más pro-
fesional, que dejaba a la vista sus dientes amarillos.

93
—No, gracias —respondió Leo como un resorte.
Después de muchos años de experiencia, había
concluido que dejarse ayudar por un vendedor en
una tienda normalmente acababa costándole dinero
y tiempo.
—Mi tío y yo estamos pensando en renovar los
muebles de nuestra oficina —intervino muy amable
Edward—. Ya sabe, espacio de almacenamiento y
esas cosas.
El hombre frunció el ceño.
—Entonces, están ustedes en la sección equivo-
cada. Permítanme que les enseñe dónde tenemos los
archivadores.
—¿Tío? —susurró Leo.
—Bueno —respondió Edward, también en su-
surros—, no eres tan viejo como para ser mi abuelo.
Leo resopló. Dedujo que Edward estaba inten-
tando ser sarcástico, pero en ausencia de pruebas
irrefutables, decidió no hacer ningún comentario.
—Por aquí —dijo el hombre, mientras daba me-
dia vuelta y se dirigía hacia la otra punta de la tienda.
Leo se disponía a seguirlo cuando, con el rabi-
llo del ojo, vio algo extraño. Orientó una lámpara
hacia la esquina del armario más cercano y volvió
a ocurrir. Más que iluminarla y proyectar una som-
bra al otro lado, daba la sensación de que la luz de
la lámpara se refractaba en la esquina del armario.
—Qué raro —susurró para sus adentros y echó

94
a andar muy despacio y en silencio hacia el armario
blanco.
Y entonces lo oyó: un débil zumbido electrostáti-
co y el sonido aún más débil de una respiración. Es-
cuchó aquellos sonidos con más atención y observó
la forma extraña y casi imperceptible de la sombra
para calcular dónde estaba. Cuando consiguió dis-
tinguirla, le arreó una tremenda patada con sus botas
de piel reglamentarias de la CIA.
La respuesta fue un grito airado y unos cuantos
clacs y clics. Y, de golpe, apareció delante de Leo un
hombre con gabardina y una mochila robótica, que
se retorcía de dolor en el suelo. Cruzaron la mirada,
uno y otro: la del hombre, furiosa; la de Leo, repleta
de curiosidad.

95
Ahora lo ves, ahora no lo ves

La señal reveladora —por lo menos, reveladora


para Leo McGuffin— había sido el débil zumbido
electrostático acompañado por el sonido de una res-
piración. De haberlo oído cualquier otra persona, no
le habría dado mayor importancia, o habría pensado
que era un ruido extraño y luego habría seguido pen-
sando en la hora de la comida.
Pero Leo McGuffin no era una persona cual-
quiera. Era el director técnico del Centro de Inventos
Asombrosos y, como tal, tenía mucha experiencia en
una serie de artilugios tan sofisticados como asom-
brosos. Por tanto, había reconocido que la persona
que estaba agazapada delante de él llevaba un Arnés
Negaviz operativo.
El Arnés Negaviz era uno de los primeros inven-
tos que sacó adelante la CIA. Ninguna sorpresa por
ese lado. Los estudios de viabilidad que en su día

97
había llevado a cabo la CIA habían puesto de relieve
que la invisibilidad estaba entre las cinco fantasías
preferidas del noventa por ciento de los encuesta-
dos. Curiosamente, la capacidad de ver a través de
cualquier objeto —paredes, montañas, ropa— tam-
bién estaba entre las cinco fantasías preferidas del
noventa por ciento de los encuestados. Al parecer,
a los seres humanos les entusiasmaba tanto la idea
de ver como la de no ser vistos. Vamos, como si los
adultos no hubieran sido capaces de dejar de jugar
al escondite, o no hubieran querido.
Pero resultó que el Arnés Negaviz era defectuo-
so. Pese a los inmensos conocimientos de los equi-
pos científicos que participaron en el proyecto, la
CIA no había podido conseguir que alguien fuera
del todo invisible sin ayuda de un dispositivo. Según
los físicos, el problema tenía que ver con el movi-
miento de las partículas atómicas bajo la luz directa.
Al parecer, estas partículas atómicas eran como los
seres humanos: cuando hacía buen tiempo, les gus-
taba salir y tumbarse al sol completamente inmóviles
en sus toallas para conseguir un buen bronceado.
Sin embargo, cuando algo permanecía completa-
mente inmóvil, era fácil verlo.
La solución de compromiso a la que se llegó fue
el Arnés Negaviz. Solo funcionaba al cien por cien
—es decir, solo hacía a su portador invisible por
completo— cuando este se ocultaba en las sombras

98
o en la oscuridad. De ese modo, las partículas ató-
micas no se calentaban demasiado y empezaban a
corretear por ahí como de costumbre.
Leo McGuffin contempló al hombre despatarra-
do en el suelo. El hombre frunció los labios y se puso
en pie mientras se sacudía el polvo de las mangas.
—Oye, tú —le dijo a Leo, fulminándole con la
mirada—, ¿te parece que eso era absolutamente ne-
cesario? —Hizo una mueca de dolor y se frotó la es-
pinilla—. Me has dado fuerte.
Leo movió la cabeza de un lado a otro y se volvió
hacia Edward.
—Tú vuelve al centro, ya me encargo yo de nues-
tro amigo. Ven conmigo —le dijo al hombre, al tiem-
po que extendía la mano en un gesto autoritario—.
A menos, claro —añadió—, que quieras que llame a
seguridad.
Señaló con el pulgar la puerta situada al fondo
de la tienda, donde un tipo musculoso vestido con
una camiseta negra parecía no solo enfadado, sino
también bastante aburrido.
El hombre del arnés suspiró, dejó caer la cabeza
y siguió a Leo, que lo condujo a la cafetería de la
galería comercial que estaba junto a la tienda de
muebles.
Leo se sentó en un reservado, junto a la ventana,
y le indicó al hombre que hiciera lo mismo. El hom-
bre suspiró de nuevo, esta vez más profundamente,

99
y se sentó enfrente. Leo se fijó en que llevaba un ma-
letín de cuero.
—Bueno —empezó a decir Leo—, así que eres…
Antes de que pudiera terminar la frase, el otro
hombre se puso rojo y levantó las manos en un gesto
de súplica.
—Por favor —le suplicó—, en voz alta no. ¡Aquí,
en voz alta, no!
Cogió un periódico de un estante que había junto
a la mesa y se cubrió con él la cara. Lo bajó unos milí-
metros y miró a Leo por encima del borde.
—Deletréalo —susurró.
Leo comprendió que aquella debía de ser una
práctica habitual en el mundo del espionaje y deci-
dió seguirle la corriente.
—Supongo que conoces el código morse, ¿ver-
dad? —le preguntó.
—Pues claro que lo conozco —respondió el
otro con aire ofendido.
Leo tamborileó con el dedo anular sobre la mesa.
Dio un golpecito breve (o punto), tres golpecitos bre-
ves (punto, punto, punto), luego un golpecito breve,
dos golpecitos largos y un golpecito breve (punto,
raya, raya, punto), después dos golpecitos breves
(punto, punto) y, finalmente, un golpecito breve y
uno largo (punto, raya).
El hombre cerró los ojos y murmuró algo para sus
adentros. Luego movió la cabeza de un lado a otro.

100
101
—¿Te importaría repetirlo? No sé qué me pasa
en el oído izquierdo…
Leo repitió la secuencia: un punto, una pausa,
tres puntos, una pausa, un punto, dos rayas y un
punto, otra pausa, dos puntos, otra pausa y, final-
mente, un punto y una raya.
El otro volvió a cerrar los ojos y trató de descifrar
las letras moviendo solo los labios. Un minuto más
tarde, miró de nuevo a Leo.
—Perdona, ¿te importaría volver a repetirlo un
poco más despacio? Es que…
—Espía —dijo Leo en tono brusco—. Te he pre-
guntado que si eres espía.
—¡Aaah! —exclamó el tipo, presa del pánico,
mientras echaba un angustiado vistazo a su alre-
dedor.
En un rincón, una parejita de adolescentes com-
partía un batido de fresa mirándose a los ojos, pero
sin dejar de sostener la pajita con los labios. En otro
rincón, un padre le daba a su bebé huevos revueltos
y hasta conseguía que una parte entrara en la boca
del niño. Detrás de la barra, un camarero se entre-
tenía con un crucigrama. Tras comprobar que nadie
los estaba mirando, el hombre empezó a respirar de
forma más relajada y se volvió hacia Leo.
—Prefiero el término «agente infiltrado» —di-
jo, cruzando los brazos con gesto brusco—. Pero no
pienso revelar nada. Exijo mis derechos.

102
—Pero… ¿de qué diantres estás hablando? —le
preguntó Leo.
—¡Mis derechos, mis derechos! Cuando se cap-
tura a un enemigo, no se le puede tratar como a uno
le da la gana. —Cogió el pimentero—. No se puede
tratar a un hombre como si fuera una especia que
se agita a lo bruto —dijo, mientras espolvoreaba pi-
mienta sobre la mesa— y se esparce por todos lados.
No, no, no es justo.
Siguió hablando consigo mismo, muy enfa-
dado, como si Leo no estuviera allí. Al final, Leo
interrumpió el monólogo.
—Escúchame, yo no soy tu enemigo. No tengo
enemigos. Soy científico. —Hablaba muy despacio,
con la esperanza de tranquilizarlo—. He venido
para estudiarte.
Al oír aquellas palabras, el hombre miró a Leo
con desdén.
—¿Estudiarme? ¿Te refieres a tomar notas sobre
mí, como si fuera un bicho?
Leo sonrió.
—¿No es precisamente eso lo que hacéis los es-
pías? ¿Estudiar a otras personas, analizar sus movi-
mientos y hábitos y luego anotarlo todo en vuestros
informes?
El hombre se relajó, dejó caer los hombres y
abrió las manos, que tenía cerradas en dos puños.
—Yo no me dedico a asuntos personales, ese

103
campo me parece un poco espeluznante. Me he es-
pecializado en espionaje industrial.
—¿Perdón? —dijo Leo.
Le pareció que aquel hombre hablaba en sueco
—uno de los pocos idiomas europeos que Leo no do-
minaba—, porque no entendía nada de lo que decía.
El tipo sonrió, se inclinó hacia delante y susurró
algo por encima del borde del periódico.
—Espío a empresas para otras empresas. Es una
forma estupenda de ganar dinero rápido. —Al darse
cuenta de que Leo seguía perplejo, se explicó me-
jor—: Trabajo para un fabricante de lámparas. In-
teriorismo Wiggins es nuestro rival. ¡Tenemos que
descubrir cómo diseñan sus lámparas para poder
mejorar las nuestras!
Leo contuvo una exclamación.
—¿Quieres decir que…?
El hombre se inclinó hacia delante y habló entre
dientes.
—Que no estaba espiando a nadie, botarate.
¡Estaba espiando las lámparas!
Se produjo un inquietante silencio, seguido del
borboteo de la cafetera.
Leo decidió probar con una estrategia distinta.
—Se nota que eres muy bueno en tu sector, todo
un profesional.
El hombre inclinó la cabeza hacia atrás, en un
gesto vanidoso.

104
—Sí, supongo que se me da bien. Ya hace veinte
años que me dedico a esto.
Leo cogió discretamente el cuaderno que lleva-
ba en el bolsillo superior y empezó a tomar apuntes.
—¿Cómo sueles entrar en las tiendas que… ins-
peccionas? ¿Siempre utilizas el Arnés Negaviz?
El otro le lanzó una rápida mirada.
—¿Y tú cómo sabes el nombre del arnés? —di-
jo, mientras lo tocaba en un gesto protector y apo-
yaba los dedos en el sistema de circuitos de los hom-
bros—. ¿Dónde has dicho que trabajas?
—Ah, en ningún sitio —respondió Leo—. Solo
soy un inofensivo científico aficionado. De vez en
cuando hago algún trabajillo para la CIA, eso es
todo. En fin, ¿qué estabas diciendo?
El hombre se dispuso a seguir hablando, pero
se interrumpió.
—Bebida. Necesito beber algo.
Leo unió ambas manos.
—¿Qué quieres decir?
El tipo sonrió como un lobo.
—Que de golpe y porrazo me ha entrado una
sed espantosa. Tengo la garganta seca. Si quieres que
te cuente algo, primero necesito beber.
—Muy bien —dijo Leo, mientras rebuscaba en
su kit—. Tengo aquí un termo lleno de agua fría.
Es muy refrescante, la verdad. Los seres humanos
necesitamos inyecciones regulares de H2O.

105
El hombre resopló.
—Chocolate helado. —Señaló la lista de bebidas
en la pizarra que colgaba de una de las paredes de
la cafetería—. Con un poco de malta.
—Muy bien, muy bien —dijo Leo—. Creo que
podré apañármelas. —Se puso en pie.
—Y una nube de malvavisco arriba del todo.
Mejor que sean dos. De las blancas.
Leo sonrió y se dirigió al camarero. Todo aque-
llo formaba parte de la experiencia del trabajo de
campo. En una ocasión, mientras estudiaba los há-
bitos de descanso de los roedores chilenos, se había
visto obligado a comprar sus propios somníferos. Y
no eran fáciles de encontrar en el bosque tropical
valdiviano, menos aún en plena noche, pero se las
había apañado, vaya que sí.
Mientras se hallaba junto a la barra, esperando
la bebida, Leo sacó su catalejo reflectante en minia-
tura y lo montó con cuidado. Funcionaba mirando
por encima del hombro. Lo enfocó y observó cómo
el tipo se reclinaba en su silla y abría su maletín.
Acercó más la imagen hasta que pudo leer el em-
blema del maletín. Escrito en una letra increíble-
mente pequeña y grabada en el cuero, podía leerse:
Espionaje Industrial Siempreverde, Walters Road 17,
Patraville. Leo tomó nota del nombre y la dirección
y luego, con el chocolate helado en la mano, regresó
a la mesa la mar de sonriente.

106
La inyección de azúcar sirvió para soltarle la
lengua al hombre.
—Me llamo Pip Poblet y me crie no muy lejos
de aquí, pero la verdad es que nunca me llevé de-
masiado bien con los otros niños del colegio. —Una
sombra le cruzó el rostro—. Me gustaba más ir a mi
aire. —Mezcló su batido y se metió una cucharada
en la boca—. En fin, supongo que me empezó a in-
teresar el espionaje. Al principio era algo más bien
inocente: escuchaba a escondidas a los otros chicos
del cole. Ya sabes, para averiguar dónde celebraban
esas fiestas. Tampoco es que me invitaran nunca.
La rabia le nubló la mirada. Bebió ansiosamente
un sorbo de su chocolate helado y prosiguió:
—Y a partir de entonces, poco a poco, me con-
vertí en un espía. Me vestía con gabardina y gafas de
sol. Abría el correo de los demás, solo por diversión.
En un par de ocasiones, en clase, me oculté entre las
sombras al fondo del aula en lugar de sentarme en
mi pupitre. El profesor pronunciaba mi nombre y yo
me quedaba en silencio. Llegó un día en que lo que
más me gustaba era quedarme al fondo de la clase, yo

107
solo, donde los demás chicos no podían fastidiarme
—dijo, con una expresión casi nostálgica.
—¿Y luego qué? —lo animó Leo, mientras le
acercaba un plato de galletas de chocolate que había
pedido junto con el chocolate helado.
El hombre empezó a comérselas con gesto dis-
traído.
—Luego conseguí un trabajo y las herramientas
habituales de la profesión, y empecé a trabajar.
—¿Las herramientas de la profesión? —quiso
saber Leo.
El otro asintió.
—Ya sabes: tinta invisible, nariz postiza, wal-
kie-talkies, libro de códigos. Pero todo eso no era
nada… Te voy a decir una cosa: mi trabajo nunca ha
sido tan fácil ni ha resultado tan provechoso como
desde que tropecé con este maravilloso artilugio.
—Señaló el Arnés Negaviz—. Ahora soy lo que po-
dríamos definir como un superespía. Un espía con
ventaja, ¿me entiendes?
Al parecer, ya no le preocupaba en absoluto pro-
nunciar en voz alta la palabra espía.
Leo anotó un par de cosas y después formuló una
última pregunta en voz alta.
—Ya que estamos, ¿dónde conseguiste el Arnés
Negaviz?
El hombre empezó a remover su bebida y miró
a Leo.

108
—En ningún sitio. ¿Por qué me haces tantas
preguntas? ¿Crees que soy idiota o qué? —Cogió su
maletín y empezó a retroceder de espaldas hacia las
sombras, al fondo de la cafetería—. ¡Mírame!
Y entonces, tras un clic, colocó las manos en el
arnés y… se esfumó.
Leo guardó el cuaderno y salió de la cafetería.
Tal vez el hombre se hubiera esfumado, pero en la
cabeza de Leo había empezado a sonar una alarma
que se negaba a desaparecer.

109
Al grano

Cuando Leo volvió a la CIA, encontró una nota


pegada con celo a la puerta. Decía así:

Leo frunció el ceño. ¿Qué quería decir? Por


suerte, no tuvo que esperar mucho para averiguar
la respuesta. Después de guardar sus cosas en el
laboratorio, oyó que alguien llamaba a la puerta y
enseguida entró Edward.

111
—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó el chico—.
¿Has encontrado algún espía?
—Más o menos —respondió Leo—. Digamos que
me ha proporcionado una gran cantidad de informa-
ción para empezar a trabajar. Pero, Edward…, ¿qué
significa esa nota? ¿Qué es lo que está encargado?
Edward puso las manos en jarras.
—No te vas a creer lo bien que lo he hecho.
Leo se rascó un codo.
—¿Que has hecho bien, qué, Edward?
—¡El pedido! He encargado todo lo que querías:
una estantería ancha, una lámpara halógena de alu-
minio, tres archivadores y una alfombra. De hecho,
hasta he conseguido que nos regale una mesita de
cocina —dijo Edward, que parecía encantado con-
sigo mismo.
Leo se llevó las manos a la cabeza.
—No, Edward, no.
—¡Sí! —Le tendió un papel—. Mira, está todo
en la lista. Y la alfombra es muy suave. Fabricada en
Birmania, creo. Nos lo traen todo esta tarde.
—Eeemm —dijo Leo.
—Y lo mejor de todo es que he podido aplicar
mis conocimientos matemáticos a la orden de com-
pra… ¡y he conseguido un descuento del veinticinco
por ciento! ¡Y una minicama elástica de regalo!
—exclamó, radiante, mientras alzaba un puño en
un gesto triunfal.

112
Leo se disponía a explicarle el error que había
cometido y a decirle que tendrían que cancelar el
pedido entero, cuando escuchó un gran alboroto al
otro lado de la puerta. Al abrirla, se encontró con
una mujer a la que dos vigilantes de seguridad de
la CIA sujetaban por los brazos. Se revolvía como
una loca y gritaba:
—¡Exijo que me devuelvan el dinero! ¡Exijo que
me devuelvan el dinero!
Aun así, lo curioso del asunto era que la voz de
aquella mujer tenía una característica muy especial:
adoptaba un tono y luego, a mitad de frase, decaía y

113
saltaba sin previo aviso a otro completamente dis-
tinto. Escucharla resultaba desconcertante y muy
poco agradable.
Leo preguntó a uno de los vigilantes de seguri-
dad cómo había conseguido entrar aquella mujer,
pero el hombre se limitó a encogerse de hombros.
Comprendió entonces que tendría que asumir el
control de la situación.
—Señora —dijo en tono amable—, salta a la vis-
ta que está usted muy disgustada. ¿Por qué no me
acompaña al Departamento de Quejas y soluciona-
mos el problema?
Aquello pareció calmarla.
—Sí —dijo—, ¿por qué no vamos ahora mismo?
¡Ahora mismo!
De nuevo, mientras hablaba, algo extraño le su-
cedió en la voz. Pareció elevarse hasta llegar a un
nivel determinado y, luego, volvió a bajar el volumen.
Uno de los vigilantes sacudió la cabeza al escucharla
y la mujer lo fulminó con la mirada.
Los vigilantes la soltaron, pero de todos mo-
dos fueron con ellos, y cinco minutos más tarde el
grupo al completo —los vigilantes, la mujer, Leo
y Edward— llegó a uno de los edificios exteriores:
la Sala de Remedios. Una rampa larga y plateada
llevaba hasta la puerta, junto a la cual colgaba una
placa en la que podía leerse «Quejas, devoluciones
y remedios».

114
Leo le pidió a la mujer que lo esperara en el ves-
tíbulo y se fue a buscar al doctor Pierre Assuasher,
el asesor general de la CIA. Lo encontró inclinado
sobre una taza de té: parecía sumido en sus pensa-
mientos, como si la forma en que el líquido giraba
en la superficie ocultara algún secreto.
—Pierre —dijo Leo—, me temo que tenemos
un problema.
Con un gruñido, el doctor Assuasher dejó su
taza de té y, tras dedicarle al líquido una mirada lar-
ga y nostálgica, siguió a Leo de vuelta al vestíbulo.
Ya hacía nueve años que el doctor Assuasher di-
rigía aquel importantísimo departamento de la CIA,
de modo que estaba más que acostumbrado a tra-
tar con clientes descontentos. Cuando una empresa
como la CIA tenía que ocuparse de las compleji-
dades técnicas de los inventos y, además, satisfacer
los increíbles y a veces cambiantes deseos de sus
clientes, era inevitable que se produjeran errores,
quejas y hasta algún que otro disgusto.
En los primeros años tras la fundación de la
CIA, cuando el plantel de científicos no siempre
disponía de la experiencia necesaria en el emergente
mundo de la materialización de fantasías, ya tuvie-
ron alguna que otra histórica metedura de pata. Por
ejemplo, un cliente había pedido pies que pudie-
ran transformarse en ruedas, pero había obtenido
pies que se convertían en patines de hielo. El pobre

115
hombre había tenido que mudarse a un pueblecito
de Siberia que permanecía helado diez meses al año.
Durante los dos meses en que el verano conseguía
derretir la gruesa capa de hielo en los caminos y los
estanques, el pobre tenía que quedarse en su casa
leyendo libros, cosa que lo volvió más inteligente
pero también más desgraciado.
Luego estaba aquella familia —padre, madre y
gemelas— cuyo deseo era poder cantar todos juntos
por las noches, aunque ninguno de ellos tenía ni
idea de música. Uno de los técnicos más jóvenes de
la CIA trabajó en la laringe de los cuatro y les otorgó
el talento de unas voces prodigiosas. Lo malo era
que solo podían cantar en japonés, cosa que no les
gustó nada porque se trataba de una familia muy
estrecha de miras y solo querían cantar en su lengua
materna: el suajili.
Ahora, cuando un cliente recibía algo que no
había pedido o recibía lo que había pedido pero se
daba cuenta de que en realidad no era eso lo que
quería, muchas gracias, la CIA disponía del proce-
dimiento adecuado para afrontar el problema. Si un
cliente formulaba una queja, el asesor general la es-
tudiaba y, en caso de que fuera justificada, el cliente
podía elegir entre una devolución o un remedio. Por
lo general, los clientes insatisfechos no querían que
les devolvieran el dinero, sino que preferían ver su
fantasía hecha realidad.

116
El doctor Assuasher entró en el vestíbulo, com-
probó la identidad de la mujer y buscó su ficha en el
ordenador portátil que había llevado consigo.
—Muy bien, querida —dijo, mirándola por
encima de sus gafas—. ¿Puede decirme cuál es el
problema?
—¡Exijo una devolución! —dijo—. ¡Mi voz!
El doctor asintió, murmuró algo y condujo a la
mujer hacia la sala de reconocimiento. Veinte mi-
nutos más tarde, ya tenían una respuesta. El doctor
Assuasher se reunió con Leo para aclarar las cosas.
—Hemos realizado una serie de pruebas exhaus-
tivas sobre su registro vocal: una audiología, gráficos
de sonidos y demás. Y luego hemos comprobado su
fantasía original.
—¿Y? —preguntó Leo.
—Pidió una voz de ángel. Una fantasía precio-
sa. Por desgracia, parece que alguien se equivocó al
escribirlo. Un error tan tonto…
—Quieres decir que…
—Sí —dijo el doctor Assuasher en tono sere-
no—. Creo que tiene voz de «ángulo».
—¿Y es…? —preguntó Leo.
—Peliagudo —respondió el doctor Assuasher,
antes de que Leo terminara su pregunta—. Lo único
que podemos hacer por ahora es recetarle helado de
algodón para tratar de suavizarle la voz. Esta tarde
la visitará un equipo de expertos formado por ma-

117
temáticos y científicos espirituales —dijo, al tiempo
que apoyaba una mano en el brazo de Leo—. Se
pondrá bien, Leo. Está en buenas manos.
Edward y Leo abandonaron la Sala de Reme-
dios y regresaron al laboratorio. Era el momento
de sintetizar los resultados de los trabajos de campo
que habían realizado.
Extendieron las notas de Leo sobre el banco
central y trataron de encontrarles sentido.
—Vamos a ver —dijo el científico con aire pensa-
tivo—. Tenemos que crear misterio: es decir, las con-
diciones necesarias y la situación de enigma. De lo
que hemos aprendido, ¿qué podría resultarnos útil?
Edward leyó las notas que Leo había tomado el
día de la actuación de la adivina Nina.
—Creencias extremas. Lo has escrito cinco ve-
ces. ¿Qué quieres decir?
Leo extendió los brazos.
—Para que se dé un misterio paranormal, la
gente tiene que estar dispuesta a creérselo. Tienen
que estar preparados, por así decir, para dejarse en-
gañar. Estar dispuestos a interpretar los datos solo
de la forma que se ajusta a sus propias creencias,
como si recogieran toda la información que les llega
y la metieran por un agujero especial en forma de
creencia. —Hizo una pausa—. Puede que consiga
que algunos de nuestros técnicos en carpintería me
echen una mano con eso.

118
Edward observó el resto de las notas de ese día.
—La adivina Nina… Un nombre pegadizo.
Efectos especiales, falda llamativa.
—Sí —dijo Leo, con una mirada radiante—. El
misterio requiere un poco de espectáculo, un poco
de chispa. Seguro que el Laboratorio de Entreteni-
miento puede sintetizar algo para eso.
—Y luego está el asunto del espía —dijo Ed-
ward—. En las notas que has tomado sobre el espía,
hablas varias veces de timidez. Y dices que de niño
evitaba a sus compañeros de clase.
—Pues claro —dijo Leo—. La persona que
quiere ser misteriosa se siente incómoda cuan-
do recibe atención; es decir, prefiere evitarla. Así
que lo único que tenemos que hacer es extraer
la esencia de las cosas que las personas tratan de
evitar de forma innata…, por ejemplo, las coles
de Bruselas, los deberes, ordenar la habitación.
—Sonrió—. Esa parte no debería resultar muy di-
fícil. —La sonrisa desapareció—. Pero eso no es
suficiente, ¿verdad?
Edward suspiró.
—No, no lo creo. Se nos escapa algo.
Leo abrió la ficha que contenía la entrevista con
el señor Mumble y buscó palabras clave. «Quiero
que la gente se vuelva a mirarme. Que se pregunten
quién soy. Quiero que cuando se alejen de mí lo
hagan pensando en mí, hablando de mí».

119
—¡Pues claro! —exclamó Leo—. El último in-
grediente esencial es tener atractivo.
—¿Qué? —preguntó Edward.
—Un atractivo no necesariamente físico. No
hace falta tener una mandíbula fuerte y masculina,
ni una caballera larga y sedosa. No, no, lo importante
es que la gente se sienta atraída sin saber por qué.
Que graviten hacia la persona misteriosa por motivos
que ni ellos mismos son capaces de explicarse. ¿Lo
entiendes? Lo que quiere el señor Mumble es que su
carácter enigmático resulte seductor.
—Bien —dijo Edward—, esa parte debería re-
sultar sencilla, ¿no?
—Ya —dijo Leo.
—O sea —dijo Edward—, que debe de ser una
fantasía muy común, ¡la más común de todas! La
gente siempre desea gustar a otra gente o que esa
otra gente quiera estar con ella. En los programas de
entrevistas siempre salen señoras que se quejan por-
que sus maridos están demasiado ocupados viendo
la tele y no las miran tanto como a ellas les gustaría.
Y los maridos siempre se quejan de que sus esposas
los ven gordos y viejos.
—Sí —dijo Leo—, eso concuerda con los datos
generales que hemos recogido sobre las personas.
Pero Edward no había hecho más que empezar.
—A todo el mundo le da mucho miedo acabar
solo si nadie se siente atraído por ellos. Y eso ex-

120
plica las webs de citas, las guías para encontrar el
amor, los salones de belleza, los gimnasios…
—Sí, sí —dijo Leo—, estoy bastante familiariza-
do con todo eso.
Echó un vistazo al laboratorio, en busca de ins-
piración, pero Edward siguió hablando con una voz
cada vez más aguda.
—Las tarjetas de San Valentín que se envían a
sí mismos solo para sentirse queridos; las vacacio-
nes en un crucero con la esperanza de encontrar
a alguien igual de desesperado. ¡Y noche tras no-
che tras noche, lo único que sueñan es que alguien,
quien sea, los ame!
Y, tras esas palabras, rompió a llorar y se dejó
caer al suelo.
—¡Madre mía! —exclamó Leo—. ¿Se puede sa-
ber qué te pasa? —Le dio una tímida palmadita en
el hombro y desvió la mirada hacia el techo para no
tener que ver el rostro lloroso de Edward—. ¿Quie-
res un pañuelo? ¿Te duele algo?
—Lo único que quiero… ¡Lo único que quiero
es una novia! —dijo el niño—. ¿Es mucho pedir?
—Edward —le dijo Leo con voz suave—, solo
tienes nueve años.
—Casi diez —replicó él, sorbiéndose los mocos.
—En cualquier caso y estrictamente hablando,
tu pregunta no es ni científica ni lógica. Es decir,
que no tiene una respuesta precisa.

121
Aquello no pareció ayudar mucho a Edward,
pues su llanto se volvió más desconsolado y ruidoso y
el pecho le empezó a temblar cada vez que cogía aire.
—Ya pasó, ya pasó… —dijo Leo—. Conocerás
a alguien muy pronto. O sea, lo que quiero decir
es que ya has conocido a muchas personas, así que
pronto conocerás a alguna chica que piense lo mis-
mo que tú.
Al oír esas palabras, Edward levantó la cabeza.
—¿De verdad? —dijo, en tono receloso.
—Oh, sí, desde luego —respondió Leo Mc-
Guffin—. Hazme caso, el amor es un asunto com-
pletamente ilógico. En mi opinión, lo mejor es
mantenerse al margen.
—Supongo que sí. —El chico iba recobrando la
compostura—. Tienes razón, claro.
—Desde luego que la tengo —asintió en tono
tranquilizador—. En serio, Edward, ¡no debes pre-
ocuparte en absoluto por algo así!
Mientras Leo pensaba en qué más podía decirle
a Edward para animarlo, alguien llamó a la puerta.
Leo abrió y se encontró con un repartidor que su-
jetaba una librería ancha.
—Firme aquí —gruñó el hombre.
—¡Deben de ser los muebles de oficina que he
encargado! —dijo Edward, más animado, mientras
se ponía en pie de un salto.
—Esto es muy inoportuno —murmuró Leo.

122
Sin embargo, firmó, metió la estantería en el
laboratorio y la apoyó contra la pared. Justo cuan-
do se disponía a sentarse, volvieron a llamar a la
puerta. Era otro repartidor, que esta vez traía tres
archivadores de aluminio. Leo firmó de nuevo y
apiló los archivadores en el cuarto, que empezaba
a estar exageradamente lleno.
Y una vez más: se sentó, volvieron a llamar, otro
repartidor. En esta ocasión traía una lámpara haló-
gena, una alfombra y una mesita de cocina.
—Firme aquí —dijo el hombre.
—Sí, sí —le respondió Leo, molesto—. ¡Ya lo sé!
Fulminó a Edward con la mirada, pero el niño
tenía una expresión radiante. Leo, sudando por el
esfuerzo, metió dentro los muebles. Para entonces,
el laboratorio estaba tan lleno que tuvo que acurru-
carse debajo de una mesa.
Cuando por fin había encontrado una postura
más o menos cómoda, volvieron a llamar a la puerta.
Todo aquello empezaba a ser demasiado para
Leo. Trepó por encima de los muebles para llegar
hasta la puerta y la abrió muy enfadado.
—¡No, gracias! —exclamó, con los ojos cerrados en
un gesto de frustración—. ¡Váyase, por favor! ¡Largo!
Pero al abrir los ojos, Leo se dio cuenta de que
no era ningún repartidor.
Era la doctora Andrea Allsop.

123
El poder de la seducción

A la doctora le pasaba algo raro en la cara: la


curva de los labios, los hoyuelos de las mejillas, el
brillo de los ojos y la mandíbula relajada… Sí, todo
parecía indicar que estaba sonriendo.
Leo también relajó el cuerpo. La doctora no es-
taba enfadada. Él no había vuelto a meter la pata.
Ella no había venido a matarlo. Se tendió en el suelo
para que ella pensara que estaba haciendo flexiones
y que su llegada lo había interrumpido.
—Doctora Allsop —dijo—, ¡es un placer verte!
Hizo una flexión más, se puso en pie y empezó
a estirar los músculos con aire despreocupado.
La doctora Allsop sonrió aún más.
—No, Leo McGuffin, te aseguro que el placer es
todo mío. Solo he pasado un momento para darte la
noticia.
—¿Ah, sí? —dijo Leo.

125
Para entonces, la sonrisa de la doctora parecía
más bien la de un personaje de dibujos animados.
Por extraño que parezca, sin embargo, Leo se dio
cuenta de que le resultaba agradable presenciar en la
doctora Allsop aquel inusual arranque de felicidad.
—Sí —respondió ella—. Una noticia absoluta-
mente maravillosa. Me van a ascender gracias a mi
excelente trabajo en la CIA. —Se apoyó una mano
en la cadera y empezó a pasear por el laboratorio
mientras hablaba—. Creo que las palabras que
han dicho son las siguientes: «En reconocimiento
al concienzudo y brillante trabajo que la doctora
Allsop ha realizado a lo largo de todos estos años
plagados de éxitos, por la presente se decide ascen-
derla al cargo de directora técnica de Adquisición
de Nuevas Tecnologías. A partir de ahora, su labor
consistirá en viajar por el mundo para descubrir
nuevos proyectos científicos allí donde se estén de-
sarrollando».
—Fantástico —dijo Edward.
La doctora Allsop sonrió al chico y se volvió
hacia Leo.
—¿Y quieres saber por qué es una noticia tan
maravillosa, tan afortunada y tan bienvenida? Por-
que significa que me dedicaré a viajar por el planeta
y que ya no tendré que venir más a esta oficina…,
¡lo que significa también que no tendré que volver
a verte nunca más! ¡Que no veré nunca más tu cara!

127
¡Que jamás tendré que volver a soportar tu irritante
presencia! ¡Ja!
Edward se acarició la barbilla con una mano.
—Un momento. Si tantas ganas tenías de no ver a
Leo nunca más…, ¿por qué has venido a contárselo
en persona? Eso significa que querías volver a verlo,
¿no?
—¿Qué? —exclamó Andrea, con una voz cor-
tante—. ¡No! ¡Menuda ridiculez!
Dicho esto, salió del laboratorio contoneándose.
Leo y Edward se quedaron allí, mirándose perplejos
el uno al otro.
Leo estaba a punto de proseguir con su trabajo
cuando la puerta se abrió otra vez y volvió a entrar
la doctora Allsop, en esta ocasión con un dedo le-
vantado.
—¡Y que sepáis que este laboratorio da asco!
—graznó—. ¡Es un caos, está desordenado y las
superficies —añadió, mientras pasaba despacio
el dedo por una mesa— siempre están pegajosas!
Repito: ¡da asco!
Y, tras esas palabras, giró sobre sus talones y salió
por segunda vez. Edward dio un respingo cuando
la puerta se cerró de golpe, pero Leo ni se inmutó
porque estaba pensando a toda velocidad. Pegajosas,
había dicho la doctora Allsop. ¿Cuál era la base cien-
tífica de la pegajosidad? Ah, sí, exacto, pensó: era el
resultado de la fuerza de atracción electromagnética

128
entre moléculas. Se medía con las llamadas fuerzas
de Van der Waals.
—¡Qué mujer tan maravillosa! —dijo en voz alta,
con una mirada soñadora.
—¿Quién? ¿Ella? —le preguntó Edward—. ¿En
serio?
—Me ha dado la respuesta, la solución al mis-
terio. ¡El ingrediente que nos faltaba para crear las
fuerzas enigmáticas es la pegajosidad! Si aumenta-
mos la pegajosidad del sujeto, aumentamos también
su atractivo. Así de simple. Las mejores soluciones
suelen ser de lo más sencillas.
Giró sobre sí mismo absolutamente maravillado.
Bailó un poco y estaba a punto de empezar a cantar
cuando vio la mirada de desaprobación en la cara de
Edward. Se puso a dar saltos. No había nada compa-
rable a la alegría de resolver un problema científico,
sobre todo cuando además de resolver el problema
se encontraba la forma de hacer realidad los deseos
de un cliente. Un momento así solo podía describir-
se, de forma apropiada, como perfecto.
Tras esos instantes de breve satisfacción, Leo se
puso de nuevo manos a la obra. Una vez estableci-
da la base teórica, ahora lo único que quedaba era
llevarla a la práctica para convertir las ideas en una
realidad.
Hicieron falta dos días de duro trabajo. Leo tuvo
que diseñar planos para que los técnicos de carpin-

129
tería construyeran de forma precisa un agujero de
madera que solo dejara pasar datos confirmado-
res de creencias. Luego empezaron las discusiones
acerca de si era mejor utilizar madera de arce o de
pino. El Laboratorio de Entretenimiento, el que de-

130
bía proporcionar la chispa, tenía fama de saltarse
todos los plazos y, a veces, también las instruccio-
nes. Los científicos que allí trabajaban solían argu-
mentar que, de repente, se habían inspirado para
hacer algo «más bonito». Puesto que Leo lo sabía,
envió a Edward a supervisar de cerca los trabajos.
El resultado fue una mezcla en un aerosol. Para la
esencia de atracción-repulsión, acabaron utilizan-
do una gran cuba de aluminio en la que mezclaron
coles de Bruselas, exámenes de geometría y veinte
besos de un pariente lejano. Con todo eso fabri-
caron un extracto de aspecto y olor tan increíble-
mente repulsivos que nadie en su sano juicio habría
querido acercarse. Por último, prepararon un tubo
grande de pegamento casero.

De vuelta en el laboratorio de Leo, Edward


contempló con aire desconfiado todos aquellos
productos.
—Sigo sin entender cómo funciona todo esto.

131
Era habitual que los científicos jóvenes vieran
los detalles con claridad pero no entendieran cómo
encajaban entre sí.
—Es muy sencillo —dijo Leo—. Mañana lo ve-
rás. Es el momento de llamar al señor Mumble y
darle la buena noticia.
Tras concertar una entrevista para el día si-
guiente, Leo se fue a su casa a dormir, cansado pero
contento.
Al día siguiente se levantó temprano para prepa-
rar el material. Tras reunirlo todo, se encontró con
Edward y se dirigieron juntos a la Sala de Maximi-
zación de la Satisfacción del Cliente, que era donde
acudían los clientes cuando se les hacía entrega de
su fantasía.
Se trataba de un edificio inmenso porque alber-
gaba quirófanos, garajes, salones de belleza y otros
muchos espacios de trabajo y preparación. En todo
el edificio se oía día y noche el melodioso trino de
una flauta. A la hora de diseñar el edificio, la CIA
había destinado a un equipo de psicólogos sociales
a la tarea de maximizar la satisfacción del cliente,
porque si se hallaban en un estado de ánimo positi-
vo, tendían a mostrarse mucho más satisfechos con
el producto final. Así pues, la Compañía de Inventos
Asombrosos hacía todo lo posible para prepararlos.
En cuanto llegaba un cliente, se le ofrecía zumo re-
cién exprimido, porque el aumento de los niveles de

132
azúcar en sangre conseguía que se mostraran más
animados. En la mayoría de las paredes se habían
colocado espejos especialmente diseñados para que
todo el mundo se viera por lo menos un cuarenta y
cinco por ciento más atractivo que de costumbre.
La CIA también estaba preparada para los clien-
tes que, sin motivo alguno, rechazaban el producto.
Tras varios estudios exhaustivos se había llegado a
la conclusión de que algunas personas jamás se sen-
tían satisfechas, daba igual lo que se les ofreciera.
Por ejemplo, si alguien pedía huevos con beicon y
se le ofrecían huevos con beicon para desayunar,
diría: «No, es que yo los quería para comer». Y si
se le ofrecían huevos con beicon para comer, segu-
ramente se quejaría porque el beicon estaba dema-
siado hecho y el huevo demasiado crudo. Para esos
casos, la CIA siempre tenía a punto un equipo de
hipnotizadores. Cuando algún cliente se quejaba sin
un motivo justificado, lo llevaban a una sala peque-
ña, donde lo hipnotizaban y lo convencían de que
la CIA le había entregado un producto óptimo y de
excelente calidad que satisfacía a la perfección sus
deseos y necesidades.
Mientras esperaban a que llegara el señor
Mumble, Edward se dedicó a tamborilear con los
dedos sobre la mesa porque estaba nervioso. Leo,
en cambio, se reclinó en el sofá del vestíbulo con
los ojos casi completamente cerrados.

133
Cuando se abrió la puerta y entró el señor Mum-
ble, a Leo le resultó difícil de creer que aquel hombre
pareciera aún más insignificante que la otra vez. Como
era de esperar, enseguida se le desvió la mirada, pero
en esta ocasión estaba preparado, así que se concentró
para mirar a su cliente directamente a los ojos.
—Señor Mumble —dijo—, creo que hoy es un
gran día. Para usted, para mí y para la CIA.
—Ya —murmuró el señor Mumble.
—Acompáñeme. —Leo le cogió de un brazo y lo
condujo, por un pasillo revestido de espejos, hacia
la Sala Preparatoria 21.
Fascinado por el posible efecto que aquellos es-
pejos podían causar en un hombre tan aburrido y
tan poco memorable, Leo trató de echar un vistazo,
pero la sudadera gris del señor Mumble le impedía
ver bien.
Cuando entraron en la sala, Leo le indicó al se-
ñor Mumble que se sentara. En la sala había dos
técnicos jóvenes, con mascarilla y guantes, prepa-
rados para ayudar.
—Estoy un poco nervioso —dijo el señor Mum-
ble—. ¿Seguro que sabe lo que hace?
Leo no le contestó, porque a mitad de la frase
del señor Mumble había dejado de prestar atención
y se había fijado en que tenía desatados los cordones
de un zapato. Después de atárselos, se puso en pie y
empezó a trabajar.

134
Primero, cogió el aerosol lleno de chispa y ro-
ció el pelo del señor Mumble con una finísima capa
de gotas. El aerosol emitía un melodioso murmullo
mientras esparcía su contenido y vibraba de un modo
muy sugerente en la mano de Leo, que lo sostenía
cerca de la cabeza de su cliente. La finísima capa de
gotas despedía un brillo plateado y, al posarse sobre
el pelo del señor Mumble, desprendió un perfume
que provocaba una sensación de entusiasmo. A partir
de ahí, la chispa estimuló los folículos latentes y se
expandió por el resto del cráneo, primero, y luego por
la cara y el cuello hasta recorrer su organismo entero.
Leo retrocedió para observar su obra.
—Excelente.
—Hum —dijo el señor Mumble, al tiempo que
levantaba una mano para rascarse la cabeza.
—No, la chispa tiene que absorberse por completo
antes de que pueda tocarla. Quédese sentado, muy
quieto, con las manos a los costados.
Para la siguiente fase, Leo necesitó la ayuda de
los dos técnicos asistentes. Cogieron de su molde la
esencia de atracción-repulsión, que parecía gelati-
na rancia y olía a caballo muerto. Entre los tres, la
llevaron a una cubeta plateada.
—Me temo —dijo Leo— que esto no va resultar
precisamente agradable.
Con gran profesionalidad, le quitaron los za-
patos al señor Mumble y le metieron los pies en

135
la cubeta. Después empezaron a frotarle la mezcla
entre los dedos, muy despacio.
—Pues no sé —dijo el hombre—, me hace cos-
quillas. Aunque apesta un poco.
Leo abrió un vaso de precipitados lleno de lom-
brices y vació el contenido en la cubeta.
—Pero ¿qué…? —exclamó el señor Mumble.
—Muy ingenioso —murmuró Edward, desde
un rincón de la sala.
Con un único y sinuoso movimiento, las lom-
brices se sumergieron hasta el fondo de la cubeta
y luego, como si aquel chapuzón rápido les hubie-
ra proporcionado mucha energía, emergieron cu-
biertas de gelatina y empezaron a arrastrarse por el
cuerpo del señor Mumble.
Si no lo hubieran hecho tan rápido, tal vez el señor
Mumble habría empezado a agitar los brazos para
quitárselas de encima, pero no fue así: en menos de
veinte segundos, las lombrices ya le habían untado la
mezcla por todo el cuerpo. Igual de rápido regresaron
a la cubeta. El señor Mumble se estremeció de arriba
abajo, retiró los pies y fulminó a Leo con la mirada.
Leo alzó ambas manos.
—Le pido disculpas, pero las lombrices eran los
únicos animales dispuestos a sumergirse en esa re-
pugnante sustancia.
No le explicó a su cliente por qué era necesario
que las lombrices le untaran el extracto por todo el

136
cuerpo. Algunos aspectos de la tecnología científica
eran demasiado complejos para que pudiera enten-
derlos alguien ajeno a la profesión.
A aquellas alturas, el señor Mumble desprendía
un olor tan asqueroso que Leo tuvo que ponerse
una máscara antigás. Cogió entonces el siguiente
elemento: el agujero de madera. (Al final habían
decidido construirlo con madera de roble porque
era muy resistente.) Se trataba de un objeto con un
altísimo grado de especialización. Un agujero es la
ausencia de materia física. Los técnicos en carpin-
tería habían empezado con un bloque de madera
maciza de roble inglés y habían procedido a tallar
y tallar, serrar y serrar, cincelar y cincelar hasta que
lo único que había quedado era un agujero.
Dada la ausencia de sustancia, sostener el agu-
jero resultaba increíblemente complicado, de modo
que Leo tuvo que usar unas pinzas electromagnéti-
cas y trabajar con movimientos tan expertos como
delicados para evitar que se le cayera.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó el señor
Mumble, que lógicamente no veía el agujero.
Por culpa de aquel olor nauseabundo, se mos-
traba bastante irritable.
Leo se limitó a levantar una mano, cubrió el
agujero con pegamento, lo pasó por la nada me-
morable cabeza del señor Mumble y se lo colocó en
torno al cuello. Le quedaba como un guante.

137
—Está usted chiflado —dijo el señor Mumble,
mientras se ponía en pie.
—Increíble —dijo Edward.
Leo se quitó la máscara antigás.
—Pues yo diría que ya hemos terminado —afir-
mó, mientras retrocedía un paso para comprobar
los resultados.

138
Código rojo, naranja y amarillo

Se produjo un silencio. Durante un instante, el


señor Mumble pareció refugiarse en sí mismo. Y, en-
tonces, en la quietud de la sala, se mostró ante ellos.
La transformación resultaba increíble. Si antes
era un hombre incapaz de llamar la atención de
nadie, ahora se había convertido en un hombre que
exhalaba un atractivo irresistible. En el antiguo se-
ñor Mumble todo era normal, convencional, abu-
rrido y soso. Ahora, cada uno de sus gestos prometía
una sorpresa oculta. Cada uno de sus parpadeos
despertaba el deseo de desvelar los secretos en los
que sin duda estaba pensando. Cada movimiento de
sus labios hacía que los demás anhelaran escuchar
lo que diría a continuación.
—Perfecto —dijo Leo—. Y, ahora, el toque final.
Abrió el armario que tenía justo encima y co-
gió unas gafas de sol negras. Eran elegantes, con

139
montura de efecto mármol y detalles dorados en las
patillas. Se las puso a su cliente.
El señor Mumble se acarició la garganta con
una mano, en un gesto despreocupado, y se echó el
pelo hacia uno y otro lado.
—¡Guau! —exclamó Edward—. ¿De dónde ha-
brá sacado esas gafas de sol tan chulas? ¿Las encon-
tró durante una de sus aventuras en las junglas de
Sudamérica? ¿O es que a lo mejor desciende de la
familia real de Liechtenstein?
Una joven que formaba parte del equipo
de técnicos no podía apartar los ojos del señor
Mumble.
—Esto se lo tengo que contar a mi familia esta
noche —susurró—. ¿Quién es? ¿Y adónde tiene in-
tención de viajar?
—¿Es posible que haya venido a visitarnos des-
de los cielos? —exclamó su compañero—. Yo hasta
ahora nunca he creído en el más allá, pero ya no
estoy tan seguro…
Durante todo ese tiempo, el señor Mumble
permaneció allí con la cara ligeramente apartada.
Le temblaban los labios, pero no dijo nada. Final-
mente, se volvió hacia Leo y con una voz profunda
de acento sofisticado y extranjero —aunque era
difícil decir de qué país procedía— dijo:
—Le estoy muy agradecido.
Leo asintió.

140
—Nuestro objetivo es complacer —dijo con
frialdad, aunque por dentro estaba entusiasmado
con los resultados.
Después de que el señor Mumble se marchara,
se volvió hacia Edward y le pidió su opinión.
—Lo de las lombrices —dijo el chico— ha sido
un toque magistral.
—Sí, sí. —Leo estaba muy satisfecho consigo
mismo.
De hecho, estaba tan entusiasmado que decidió
comentar aquel éxito con el responsable de la CIA,
el director Tommikin Baldybob.
Leo y Edward salieron juntos del edificio y se
dirigieron hacia las Salas del Consejo Ejecutivo,
donde Baldybob tenía su despacho.
Al aproximarse vieron que la doctora Andrea
Allsop caminaba por el pasillo hacia ellos. Vestía
unos pantalones de montar, una estola de piel en
torno al cuello, guantes de conducir con brillantes
recamados y una elegante maleta roja con ruedas.
Al verlos, habló en voz alta aunque sin dirigirse
a nadie en particular.
—Bueno, pues ya está. Siempre adelante y arri-
ba, subiré al cielo y cruzaré el ecuador. Puede que
hasta me dé una vueltecita por el Polo Norte. ¡Sí,
señor, esa soy yo!
Cuando pasó junto a ellos, los miró para ver qué
efecto causaba antes de seguir su camino. Leo se vol-

141
vió dispuesto a decir algo, pero era demasiado tarde:
la doctora Andrea Allsop ya se alejaba por el pasillo.
Tras doblar una esquina, Leo y Edward llega-
ron a la oficina del director Tommikin Baldybob.
Sobre la puerta colgaba un rótulo de platino que
decía: «Director ejecutivo de la CIA, persona muy
pero que muy importante». Y debajo, en letra más
pequeña: «Llame al timbre antes de entrar».
Leo obedeció. Al oír una voz procedente del in-
terior, entró en el despacho y dejó a Edward en el
vestíbulo.
Baldybob se hallaba tras una mesa atestada
de documentos, artilugios y una gran cantidad de
ordenadores. El director ejecutivo era un hombre
menudo, de espalda encorvada, que tenía el ceño
permanente fruncido. Ese día parecía tenerlo más
fruncido y más marcado que nunca.
—Director Baldybob —empezó a decir Leo—,
acabo de conseguir un gran éxito para la CIA. De
hecho, creo que el procedimiento que he empleado
podría tener futuras aplicaciones.
Baldybob levantó un mano para pedir silencio.
—Ahora no, ahora no. Ha ocurrido algo. —Mi-
raba muy fijamente la pantalla que tenía delante.
Leo rodeó la mesa para echar un vistazo y vio
una imagen borrosa aunque reconocible. Era Pip
Poblet, el espía al que había entrevistado en la ca-
fetería. A juzgar por la calidad, la imagen debía de
ser de una de las cámaras de seguridad que la CIA
había instalado en los laboratorios.
—¡Eh! —dijo Leo—. ¡Yo conozco a ese tipo!
Pero Baldybob no pareció oírlo. Tenía un te-
léfono pegado a la oreja y hablaba con alguien del

143
despacho de enfrente. Las arrugas que se le habían
formado al fruncir el ceño eran tan profundas que
para ver el fondo se necesitaba una linterna.
—¿Que qué? —rugió—. ¿Que ha hecho qué?
¿Dónde? ¡Maldita sea! ¡Activa todas las alarmas!
Código… ¡Código rojo, naranja y amarillo!
Colgó el teléfono con una exclamación, se incli-
nó sobre su escritorio y pulsó el intercomunicador.
—¡Atención! Todo el personal de la CIA debe
acudir inmediatamente al Salón de Actos. ¡Repito,
todo el personal de la CIA debe acudir inmediata-
mente al Salón de Actos!

144
Leo oyó un débil eco mientras los altavoces
transmitían el mensaje por los pasillos. Dio media
vuelta y salió del despacho.
—Vamos, Edward —dijo—, parece que tenemos
una emergencia.
El director Baldybob los acompañó, cargado
con un maletín. En silencio y con paso rápido, los
tres se dirigieron al Salón de Actos. A su alrededor,
todo era movimiento, color y ruido, pues las luces
parpadeaban en el techo, las alarmas aullaban y los
empleados se desplazaban con movimientos rápi-
dos pero eficientes.
Se acercaban al Salón de Actos, una habitación
cavernosa en el corazón mismo de la CIA, cuando
el director Baldybob se volvió hacia Leo.
—¿Qué es lo que has dicho antes? —le pregun-
tó—. ¿Que conoces a ese hombre? ¿El que has visto
en el ordenador?
—Sí —respondió Leo—, lo conocí hace unos
días. Durante un trabajo de campo. Se dedica al es-
pionaje industrial.
El director Baldybob se detuvo de golpe y apoyó
las manos en los hombros de Leo.
—Habla más despacio. Esto es muy importante.
¿Sabe él dónde trabajas?
—Ah —dijo Leo, en tono despreocupado—,
puede que se lo mencionara. De pasada.
Baldybob tembló de manera casi imperceptible,

145
pero luego recobró la compostura y le dio una pal-
madita a Leo en el hombro.
—¿Viste en él algo que te llamara la atención?
Leo reflexionó.
—Bueno, llevaba un Arnés Negaviz, que según
él utilizaba para su trabajo como espía. Me pareció
raro, porque yo pensaba que los teníamos muy con-
trolados. ¿No se los dábamos solo a los clientes que
tenían autorización de seguridad?
—Sí, sí —dijo Baldybob—. Esto va de mal en
peor. ¿Sabes algo más?
—Creo que se llama Pip Poblet.
—Ummm. —El director ejecutivo de la CIA
echó a andar de nuevo.
—Un momento —dijo Leo—. A lo mejor esto
es útil.
Le mostró el nombre y la dirección que había
visto en el maletín del espía.
El director Baldybob le cogió por el brazo.
—Acompáñame, McGuffin —dijo—. Quiero
que subas conmigo al escenario, muchas gracias.
Los dos juntos subieron al escenario y contem-
plaron a la multitud de científicos. Probablemente
llevados por el instinto, se habían agrupado según
sus respectivas especialidades. Los físicos, astrofí-
sicos y preparadores físicos se habían sentado en la
primera fila, ansiosos por saber qué ocurría. Tras
ellos, formando un grupo que se extendía hasta las

146
filas centrales, estaban los biólogos, microbiólogos
y expertos en bioquímica. Alineados a la derecha se
encontraban los ingenieros, que como era de espe-
rar habían distribuido las sillas siguiendo un dise-
ño entrecruzado para conseguir mayor estabilidad.
Los matemáticos se habían sentado en forma de
dodecaedro. También había psicólogos, químicos,
audiólogos, zoólogos y otros muchos científicos,
tantos que a Leo le empezó a dar vueltas la cabeza.
El ruido era ensordecedor: centenares de científicos
entusiasmados hablando todos a la vez. Con frases
lógicas, eso sí.
El director Baldybob se dirigió a la parte delan-
tera del escenario, le dio un golpecito al micrófono
y comenzó a hablar.
—Queridos colegas, estimados científicos, da-
mas y caballeros de la CIA. —Esperó a que el albo-
roto disminuyera y siguió hablando—: Tenemos una
emergencia. Hace dos noches, alguien entró en las
instalaciones de la CIA y se coló en el Departamento
de Diseño, Planos e Ideas Brillantes.
Muchos de los presentes contuvieron la respi-
ración. En ese departamento se guardaban los di-
seños detallados de todos los inventos, así como los
prototipos y planos para futuras creaciones. Dado el
peligro que suponían los piratas informáticos, solo
se conservaban copias en papel de dichos diseños y
proyectos, que además se guardaban bajo llave. En

147
esos documentos se explicaba con todo detalle cómo
fabricar todo lo que la CIA había inventado hasta la
fecha. Era el núcleo intelectual de la empresa.
—Leo McGuffin acaba de decirme que el hom-
bre en cuestión es un espía industrial. Me temo que
debemos prepararnos para lo peor: lo más probable
es que ese hombre haya robado nuestras ideas y se
proponga venderlas a alguna compañía rival.
El Salón de Actos se quedó tan silencioso como
una oscura caverna cuando amaina el viento.
—Hasta nueva orden —prosiguió Baldybob—,
se declara el estado de emergencia. Nadie puede
salir de la empresa. Todos los ascensos quedan sus-
pendidos. Todos los permisos quedan cancelados.
Debemos permanecer aquí hasta que esta crisis se
resuelva.
Aquellas palabras provocaron un pequeño re-
vuelo. Los biólogos que llevaban redes cazamaripo-
sas se echaron a llorar.
Abrumado por la emoción, Baldybob se aclaró
la garganta.
—Colegas… ¡El futuro de la CIA está en juego! Si
una empresa rival copia nuestros diseños… —Dejó
la frase a medias porque confiaba en la capacidad
de deducción de sus oyentes. Después dio un par de
palmadas para pedir silencio al público—. Por favor,
mirad la pantalla. —Pulsó un botón y apareció una
imagen de Poblet—. Este es el intruso en cuestión.

148
Se oyeron unos cuantos silbidos entre el pú-
blico.
—Cedo la palabra a Leo McGuffin. Por lo visto
conoció a ese hombre durante un trabajo de campo,
dos días antes de que se colara aquí.
Leo dio un paso al frente.
—Permitidme que empiece diciendo lo descon-
certante que me resulta esta situación.
—¿Cómo has permitido que pasara esto? —ex-
clamó alguien desde el fondo de la sala—. ¿Por qué
no lo denunciaste?
Perplejo, Leo apartó la mirada de micrófono.
—Eso no tiene ningún sentido. Yo no sabía que
esto iba a pasar. O sea, sí, sabía que era un espía
industrial, pero pensaba que lo hacía a pequeña
escala. —Señaló las luces, por encima del escena-
rio—. ¡Me dijo que espiaba para una compañía de
lámparas! ¡Lámparas!
El público siguió armando alboroto.
—Calma, calma. Ponernos nerviosos no va a me-
jorar la situación —añadió Leo, mientras se secaba
el sudor de la frente.
—¿Quién es? —preguntó un botánico—. ¿De
dónde viene? ¿Conocemos sus raíces?
—A mí todo esto me huele a huevo podrido —ex-
clamó un científico especializado en aves de corral.
—¿Qué clase de reacción tuvo cuando hablaste
con él? —preguntó un ingeniero químico.

149
Leo los tranquilizó a todos y les contó lo que
sabía sobre Poblet. Tardó otra media hora en res-
ponder a todas las preguntas. Cuando terminó, el
director Baldybob regresó al escenario, repitió sus
instrucciones y dijo a los presentes que ya podían
marcharse.
Leo bajó lentamente del escenario. Se sentía
exhausto, como si acabara de resolver una docena
de divisiones largas de polinomios a la vez. Mien-
tras se dirigía a la salida, notó una extraña sensa-
ción en la nuca y le dio la impresión de que alguien
lo estaba observando.
Giró sobre sus talones y vio que, en efecto, al-
guien lo estaba observando. Y ese alguien era la
doctora Andrea Allsop. Se había quitado los guantes
de conducir y Leo vio que se le marcaban unas
delicadas venas azules en las muñecas.
La doctora Allsop se le acercó muy despacio.
—Tú otra vez. Estaba a punto de marcharme y
coger un vuelo con destino a Alaska… y ahora mi
ascenso ha quedado suspendido. Me lo has estro-
peado todo y te aseguro que voy a…
Estaba tan rabiosa que ni siquiera consiguió
terminar la frase. Esta vez, sin embargo, Leo no
cometió el error de terminarla por ella. En lugar de
eso, tomó la sabia decisión de dar media vuelta y
abandonar la sala a toda velocidad.

150
Un montón de basura

Leo se tropezó con el director Baldybob, que


parecía estar contemplando la pared con la cabeza
entre las manos.
—Lo siento —dijo—. Quiero decir, uy.
—Uy, sí —dijo Baldybob—. ¡Venga usted con-
migo, señor McUy! —Dio media vuelta y echó a
andar hacia su despacho.
—No, me llamo McGuffin —dijo Leo, pero
Baldybob ni siquiera lo estaba escuchando.
Una vez dentro del despacho, Baldybob le indi-
có a Leo que se sentara.
—La situación es peor de lo que he contado
—comenzó, de pie tras su escritorio.
—¿Peor? —preguntó Leo—. ¿Qué quiere decir?
Baldybob se pasó la lengua por los labios,
como si estuviera pensando en la mejor forma de
explicarlo.

151
—En el despacho se guardaba también un do-
cumento supersecreto. En la empresa, nadie excep-
to yo y dos de los miembros más antiguos conocía
su existencia. Es absolutamente imprescindible que
lo recuperemos.
Leo se sentó muy erguido en su silla. No se
podía creer lo que estaba oyendo. Durante toda
su vida había creído que la ciencia se basaba en la
verdad. Que el trabajo científico consistía en ex-
poner los hechos y revelar la verdad de las cosas.
Y sin embargo, allí estaba el máximo responsable
de la CIA diciéndole que no había contado al per-
sonal qué era exactamente lo que había ocurrido.
Y, por si eso fuera poco, también había admitido
que solo unas cuantas personas tenían acceso a un
documento secreto.
Tragó saliva.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Secretos? ¿Ocultár-
selo a los demás?
El director Baldybob dio un
puñetazo sobre la mesa, cosa que
hizo saltar los ordenadores.
—¡Vamos, McGuffin, crece
de una vez! —exclamó—. ¡La
vida no es un laboratorio en
el que puedes controlarlo
todo! Es complicada, des-
ordenada e incluso caótica.

152
Hay que simplificar las cosas. Hay que tomar deci-
siones. Es mejor que algunos no lo sepan todo, por
su propio bien.
Leo estuvo a punto de decir que, en su opinión,
eran las propias personas las que debían decidir si
algo era por su propio bien o no, pero al ver la mi-
rada en el rostro de Baldybob se quedó sin voz, así
que se limitó a asentir en silencio.
—Bien —dijo el director, mientras caminaba de
un lado para otro—. Tienes que recuperar todos los
documentos. Lo primero es investigar esa dirección
que viste en el maletín del espía. ¿Cómo se llamaba
la compañía?
—Espionaje Industrial Siempreverde. Creo que
la dirección era Walters Road 17, Patraville —dijo
Leo.
El director Baldybob se quedó donde estaba,
observando fijamente a Leo.
—Bueno, ¿por qué sigues aquí? —dijo al fin.
—Ah. Sí, claro.
Se puso en pie a toda prisa, saludó con un gesto
muy aparatoso —cosa que nadie hacía en la empre-
sa— y se marchó lo más rápido posible. Regresó a su
laboratorio y allí encontró a Edward con expresión
tristona.
—Anímate, Edward —le dijo Leo, aunque él
tampoco estaba entusiasmado que se diga con los
acontecimientos.

153
—Sí, claro que sí. —El niño trató de son-
reír. Segundos más tarde, sin embargo, la sonrisa
desapareció—. Es solo que las consecuencias…,
quiero decir, la idea de que la CIA cierre…,
de que alguien haya robado todos vuestro inventos…
Empezó a lloriquear y se dejó caer en un rincón.
Leo fue a hablar, pero se interrumpió. ¿De qué
iba toda aquella historia, en cualquier caso? ¿De se-
cretos dentro de secretos? ¿Por qué algunos grupos
estaban informados y otros, en cambio, se veían
excluidos, como perritos abandonados bajo la llu-
via? Comenzó a sentirse tan triste que consideró la
posibilidad de ponerse a escribir poesía, cosa que
no hacía desde que era un muchacho. Era obvio
que estaba tocando fondo.
Echó un vistazo a su alrededor. Los vasos de
precipitados, los tubos de ensayo, la tabla periódica,
la mesa de cocina, el papel de tornasol, el periódi-
co… Todos los aparatos que utilizaba en su trabajo
como científico. Suspiró e hizo girar su silla. Justo
delante de él, colgado de la pared, vio su calendario
de Inventores Famosos. Cada mes representaba un
personaje histórico diferente. Noviembre era Tho-
mas Edison. Todo un titán, pensó Leo. Sin él, se
dijo, no tendríamos ni luz, ni bombillas, ni pelícu-
las, ni coches eléctricos.
Acercó la silla al calendario y se fijó en los ojos
de Edison. Le pareció un hombre resuelto y a la vez

154
satisfecho, como si estuviera digiriendo una comida
especialmente exquisita. Bajo la imagen podía leerse
una frase que Edison había pronunciado en su día:
«Para inventar algo, necesitas una gran imaginación
y un montón de basura». A Leo, aquella frase siem-
pre le hacía sonreír.
Con ocho años, él mismo había empezado su
carrera como inventor con poco más que un mon-
tón de resortes de antiguos relojes, pilas y marcos
metálicos que había encontrado abandonados en el
vertedero local. Decepcionado porque en Navidad
no había recibido los juguetes que había pedido,
el joven Leo se había consolado con su montón de
basura. En el salón de su casa, en cuestión de un par
de horas había construido un robot plateado al que
no solo se le iluminaban los ojos, sino que también
movía las manos y giraba sobre sí mismo. Sí, tal vez
fuera muy rudimentario, puede que incluso primi-
tivo, pero lo importante era que Leo había cogido
un montón de basura y la había transformado.
La CIA le había dado la posibilidad de hacer lo
mismo para ganarse la vida. Días tras día, acudía a
su trabajo y tenía la oportunidad de crear cosas fan-
tásticas con cualquier trasto que encontrara a mano.
—¡Muy bien! —exclamó, poniéndose en pie—.
¡Tenemos que resolver este asunto! ¡No podemos
permitir que ese sinvergüenza robe en la CIA de-
lante de nuestras narices!

155
Lo dijo entre grandes aspavientos, y en uno de
esos acabó tirando al suelo algunos de los docu-
mentos de la mesa que tenía al lado. En el remolino
de papeles, se sintió vivo.
Edward levantó la cabeza que tenía apoyada en
los brazos, respiró hondo y se puso en pie de un salto.
—¡Sí! Pero… ¿cómo?
—Una misión de reconocimiento, claro —dijo
Leo—. Tenemos una dirección. Hasta tenemos un
nombre. Utilicemos esa información en nuestro
propio beneficio. Ese es el método científico.
De repente, la energía en la habitación dio un
giro. Los dos científicos, entusiasmados ante la idea
de un éxito seguro, se reunieron como por instinto
en el centro de la habitación.
—¿Quieres que vaya allí a investigar? —le pre-
guntó Edward—. ¡Puedo ir ahora mismo! Soy pe-
queño, soy joven, ¡no sospecharán de mí!
—No —dijo Leo—. Esta situación requiere el
uso de tecnología.
Guardaron silencio y luego los dos a la vez ex-
clamaron:
—¡Drones!
Se dirigieron a toda prisa al Ala de Inventos
Futuros y Experimentales, en el edificio principal.
Cogieron un ascensor que los llevó tres pisos bajo
la superficie, salieron y siguieron las indicaciones
hasta llegar al Departamento de Robótica.

156
En la CIA tenían muchos drones normales y co-
rrientes —es decir, robots aéreos que todo el mundo
podía comprar—, pero Leo buscaba algo más espe-
cífico, algo con una mecánica más avanzada.
Llegaron a la Oficina Central de Ingeniería Ro-
bótica y encontraron a la doctora Mary Jaquet-Droz,
experta mundial en la construcción de autómatas,
ajustando un resorte en un niño robot de aspecto
muy realista. La doctora los saludó con un gruñido,
apretó el resorte con una última vuelta y se apartó
un poco. El niño robot, vestido con una elegante
chaqueta de terciopelo y una camisa de seda del siglo
XVIII, levantó su pluma y empezó a escribir.
Mary sonrió.
—Esto, caballeros, es una réplica de uno de los
primeros autómatas desarrollados por el abuelo
del abuelo de mi abuelo Pierre Jaquet-Droz. ¿No
es maravilloso?
Se quedaron inmóviles los tres durante unos ins-
tantes, admirando los pintorescos movimientos del
robot mientras volvía su cara de muñeco de derecha
a izquierda, como si fuera el payaso de una barraca
de feria. Leo carraspeó.
—Mary, necesitamos un favor —dijo—. Tene-
mos que poner en marcha una operación de vi-
gilancia y es fundamental que no nos descubran.
He pensado que a lo mejor puedes ofrecernos una
solución robótica.

157
—Vaya, pues claro —dijo Mary—. La sociedad
aún no se ha enterado del todo, pero existe una so-
lución robótica para prácticamente cada uno de los
problemas que afectan a los seres humanos. ¿Sabíais
que tenemos robots capaces de hacer los deberes? ¿Y
pequeños pájaros robot que nos cantan hasta que
nos dormimos cuando tenemos insomnio? Ah, y
nuestra última novedad es el Modelo S Rabieta-XX.
—¿Qué es eso? —preguntó amablemente Edward.
—Es para esos momentos en los que uno se sien-
te increíblemente frustrado y lo único que quiere es
dejarse llevar por una tremenda pataleta, pero no
puede porque es un adulto y los adultos no hacen
esas cosas. El Modelo S Rabieta-XX es un robot de
forma humana: coge toda nuestra rabia y la convier-
te en el berrinche más teatral, violento e incontrola-
ble que os podáis imaginar. Se revuelca por el suelo,
se tira del pelo, contiene la respiración hasta que la
cara se le pone azul, luego lila y luego de un intenso
color ciruela. Es bastante espectacular, la verdad. Y
lo bueno es que tú conservas la dignidad.
Mientras hablaba, se fue acelerando más y más,
dejándose llevar por el entusiasmo de aquella nueva
tecnología.
—Fascinante —dijo Leo—. ¿Qué otras maravi-
llas tienes pensado inventar?
Él jamás había experimentado en su propia piel
estados emocionales tan poco saludables como el

158
que había descrito la doctora, pero gracias a sus es-
tudios sabía que otros seres humanos, menos ma-
duros que él, sí los sufrían.
La doctora estaba a punto de contarles exac-
tamente qué otros proyectos tenía en mente, entre
ellos una línea avanzada de robots capaces de lim-
piar cristales y preparar tostadas con mantequilla
absolutamente perfectas, pero entonces se dio cuen-
ta que de Leo y Edward parecían impacientes.
—No me gustaría entreteneros… Así que vigi-
lancia, ¿no? ¿Se trata de una misión acuática o no
acuática?
—Oh, creo que no acuática —respondió Leo—.
Hablamos de un entorno urbano. Mira, esta es la
dirección —dijo, mientras le enseñaba la ubicación
en un mapa.
—Creo que tengo lo que necesitáis —dijo la
doctora—. Venid conmigo.
La siguieron hasta una sala pequeña en cuya
puerta decía «Rodentia». Una vez dentro, la doctora
señaló un expositor en el centro de la sala.
—Fijaos bien. Son tremendamente realistas,
¿verdad?
El expositor contenía una gran variedad de roe-
dores robóticos: ratones, ratas, comadrejas y otras
especies, de distintos tamaños y colores. Los robots
correteaban, olisqueaban y arañaban los laterales
del expositor con sus minúsculas garras.

159
—Cada uno de ellos está equipado con un sis-
tema de seguimiento a distancia, tecnología de
control y dispositivos de grabación totalmente
sensoriales —dijo la doctora Droz—, entre ellos el
visual, el auditivo y el olfativo.
—Caray —silbó Edward.
—Y eso no es todo: podemos modificarlo para
que incluya luces potentes, la capacidad de mor-
der a sus enemigos o funciones de autodestrucción
—dijo Mary con una sonrisa—. Y cuando termi-
nan su misión de vigilancia, se convierten en unas
mascotas estupendas: muy fieles e increíblemente
limpias.
—Nos llevamos tres ratas, un ratón y una ardi-
lla —dijo Leo—. Y me temo que lo necesitamos a
la de ya.
La doctora Droz introdujo los robots en un ma-
letín metálico, junto con las instrucciones. Cinco
minutos más tarde, Leo y Edward ya estaban de
vuelta en el laboratorio.
Tras leer atentamente el manual y programar a
los cinco robots con los parámetros de la misión,
llamaron a un taxi. Cuando llegó, le pidieron al ta-
xista que bajara la ventanilla.
—Disculpe —le dijo Leo—, ¿podría usted dejar
estos roedores en esta dirección?
El taxista no pareció demasiado dispuesto, has-
ta que Leo sacó su tarjeta de crédito de la CIA y le

160
ofreció el doble de
la tarifa habitual.
Eso bastó para
zan­jar el tema.
De vuelta en
el laboratorio, Leo
y Edward prepa­­-
ra­ron los disposi­
tivos de control
re­mo­­to y los acti­-
varon.
A partir de ese
momento, pudie-
ron ver, oír y oler
todo lo que se cru-
zaba en el camino
de los roedores.
Durante unos minutos, los robots siguieron via-
jando en el taxi. Lo único que oían Leo y Edward
era la música disco que el taxista había puesto en la
radio y, de vez en cuando, algún que otro chillido de
las ratas. Después, el coche se detuvo y los roedores
bajaron a la calle.
La pantalla se quedó en negro durante unos ins-
tantes, pero enseguida aparecieron los robots, que
se acercaban a una puerta situada en un extremo de
la calle. Justo encima se veía el dibujo de un árbol
de hoja perenne, siempre verde.

161
—Es ahí —susurró Leo al oído de la rata al man-
do—. Entrad rápidamente y en silencio.
La cámara subió y bajó cuando la rata robot
asintió, y al segundo los cinco robots se colaban por
debajo de la puerta. Tras entrar en una habitación
casi en penumbras, las pantallas mostraron algo tan
sorprendente que Leo y Edward estuvieron a punto
de caerse de la silla.

162
Una rata entre las filas

Sentado en un rincón de la habitación, rodeado


por montañas de carpetas, libros y papeles, estaba
Pip Poblet. No era ninguna sorpresa. De hecho, más
bien era lo contrario de una sorpresa: confirmaba la
suposición teórica en la que había estado trabajando
Leo. Sonrió. Nada gusta más a los científicos que
probar sus hipótesis.
No, lo que sorprendió a Leo fue ver quién esta-
ba con Poblet. Se trataba de Elomar Tuffnel, el vigi-
lante de seguridad con el que Leo había coincidido
en el trabajo en una ocasión. Tuffnel se había qui-
tado su chaqueta del uniforme y estaba flexionando
los músculos, que por cierto eran muy grandes, muy
brillantes y muy amenazadores.
—Parece que alguien ayudó a Poblet desde den-
tro. ¡Por eso sabía en qué sala debía robar! —dijo
Leo, mientras se inclinaba hacia delante—. Acérca-

163
te más —le susurró a la rata al mando—. Tenemos
que oír de qué hablan. Las demás, que se dispersen
para que podamos obtener imágenes desde todos
los ángulos.
Los roedores obedecieron y se posicionaron de
modo que Leo y Edward pudieran escuchar cada
una de las palabras y ver cada uno de los gestos en
las caras de los dos hombres.
Poblet miró a Tuffnel.
—¿Te das cuenta de que vamos a hacernos de
oro? —dijo—. En cuanto vendamos los diseños
de la CIA, ¡ganaremos tanto dinero que tendremos
que comprar un banco para guardarlo!
Tuffnel flexionó el bíceps y luego ladeó la cabeza.
—Pues vaya —se lamentó—. Es muy difícil en-
contrar soluciones de almacenamiento hoy en día.
Yo guardo las pesas, los esteroides y mis mejores
camisetas en el garaje, y ya casi no me queda sitio.
Tengo que aparcar mi monster truck en la calle…
Poblet se llevó las manos a la cabeza.
—No, pedazo de alcornoque. ¡Tener todo ese
dinero es bueno!
Tuffnel se dejó caer al suelo para hacer unas
cuantas flexiones.
—Ya lo sabía.
Poblet negó con la cabeza y cogió un teléfono.
—Más cerca —susurró Leo—. Tengo que ver
qué número marca.

164
La cámara de la rata al mando enfocó más de
cerca y Leo pudo anotar el número de teléfono que
estaba marcando Poblet.
—Hola —le dijo Poblet a su interlocutor—. Soy
yo. Sí, sí, lo tengo todo. ¿Cuándo quieres que nos
reunamos? —Se produjo una pausa, antes de que el
espía retomase la palabra—: ¿Qué quieres decir con
eso de que si el material es bueno? Pues claro que
lo es. ¿Te das cuenta de lo que tengo aquí? Todos
los diseños que ha producido la CIA durante los
últimos veinte años. Es una mina de oro. En cuanto
los empecéis a producir, la CIA se irá a la quiebra en
cuestión de semanas. —Soltó una risotada—. Muy
bien, muy bien. Pues nos vemos el miércoles.
—Menudo canalla —dijo Edward—. Tenemos
que recuperar los documentos… ¡ahora!
Como si los hubiera oído, Poblet colgó el telé-
fono y se volvió hacia Tuffnel.
—¿Recuerdas lo que tienes que hacer si alguien
de la CIA asoma las narices por aquí e intenta re-
cuperar los planos?
El vigilante de seguridad dejó de hacer flexiones
y se quedó guardando el equilibrio con una sola
mano. Leo tuvo que admitir que aquel hombre era
increíblemente forzudo.
—Fácil —dijo Tuffnel—. Le pego fuego a la ha-
bitación. Los planos se convierten en humo y le en-
tregamos a tu contacto unos planos falsos.

166
—Bien, bien. —Poblet hablaba despacio, como
si se dirigiera a un niño—. Bueno, ¿y qué es lo que
tienes que hacer si alguien llama a la puerta?
Tuffnel se puso a hacer abdominales y habló
entre una y otra.
—Si no… eres tú… le digo… que no puede…
entrar.
Hizo una última abdominal y se dejó caer de
espaldas, con la respiración acelerada.
Poblet se frotó las manos.
—Ya sabía yo que el espionaje me recompensa-
ría tarde o temprano —dijo. Acercó una carpeta a la
luz—. ¡Mira esta lista de inventos! Campos de golf
submarinos. Casas sobre ruedas. Ropa con selector
de temperatura…, ¡eso sí que parece útil! —Conti-
nuó pasando las páginas—: Un diseño para crear fi-
nes de semana interminables. Un prototipo para un
lápiz que nunca se queda sin punta. ¡Impresionante!
Cogió un sobre de papel manila.
—Un momento, ¿qué es esto? —Lo agitó—. No se
parece a los otros documentos. Pone «Confidencial»,
y lo firma… —Se lo acercó un poco—. Lo firma el res-
ponsable de la CIA, el director Tommikin Baldybob.
Tuffnel interrumpió su segunda serie de abdo-
minales.
—Es el jefazo.
Poblet abrió la carpeta.
—Ajá… Dos documentos.

167
La cámara de la ardilla se desenfocó un instante,
pero la imagen enseguida volvió a ser nítida. Uno
de los documentos decía «Perfiles de empleados».
El otro, «Declaración de objetivos de la empresa».
—Veamos —dijo Poblet, relamiéndose los la-
bios—. Parece que aquí podríamos tener algo es-
candaloso.
Se echó a reír y abrió el primero de los docu-
mentos.
Leo apretó los dientes.
—¿Lo estamos grabando todo? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Edward—. Los
roedores están haciendo un gran trabajo con las
cámaras. Muy artístico.
Poblet desplegó el documento y empezó a leer
con los ojos entornados como pequeñas rendijas.
—En voz alta —dijo Tuffnel—. ¡Léelo en voz alta!
—¿En serio? —le respondió Poblet—. ¿Es que
no puedes leerlo tú mismo más tarde?
El vigilante de seguridad se colgó de una ba-
rra que estaba frente a la ventana y empezó a hacer
flexiones de brazos.
—No puedo. Más tarde estaré ocupado.
—No, no es cierto —dijo Poblet—. Te pasarás
aquí toda la tarde trabajando tus bíceps y tríceps
—se burló—. Si quieres que te diga la verdad, el
único músculo que deberías trabajar es el que tienes
en el cráneo.

168
Tuffnel lo fulminó con la mirada. Poblet chas-
queó los dedos.
—Ah, espera. Lo que pasa es que no sabes leer, ¿no?
Tuffnel se puso muy rojo y bajó al suelo.
—¿Qué acabas de decir?
Echó a trotar hacia el espía mientras se hacía
crujir los nudillos. Poblet abrió los ojos como platos
y a punto estuvo de caerse al suelo.
—Comer. He dicho que no sabes qué comer. A
mediodía. No te preocupes, te traeré unos bocadi-
llos de pollo asado. Todo en orden —dijo un poco
nervioso, mientras se concentraba en el documen-
to—. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, iba a leerlo en
voz alta, para que puedas seguir con tus flexiones
de brazos.
Tuffnel asintió y volvió a la barra.
Poblet empezó a leer el documento de Baldybob
titulado «Perfiles de empleados».
—«Bursar Tran: viejo. ¿O debería decir incom-
petente? Lleva aquí toda la vida. Sabe demasiado.
Tiene un nombre muy tonto. Va siendo hora de que
se largue».
—Qué poco respeto —dijo Leo, moviendo la
cabeza de un lado a otro—. Y es un nombre per-
fectamente normal.
Poblet siguió leyendo.
—«Doctor Kinsey, jefe de Psicología: me mira
a los ojos y me pone de los nervios. Una vez me

169
preguntó qué había soñado. Sospechoso». —Poblet
pasó varias páginas—. Ah, aquí está el hombre con
el que hablé el otro día. Vamos a ver qué piensa
Baldybob sobre él: «McGuffin: competente. Hace
muy bien su trabajo. Demasiado honesto para su
propio bien. Peligroso».
Leo resopló.
—¿Y eso qué significa? ¿Cómo se puede ser de-
masiado honesto? Es absurdo.
Edward asintió, estaba de acuerdo.
Poblet leyó unas cuantas valoraciones más sobre
algunos de los empleados, ninguna de ellas posi-
tiva. Leo aguzó el oído hacia el final de la lista, al
escuchar que el espía mencionaba el nombre de la
doctora Andrea Allsop.
—«Allsop —leyó Poblet—. Trabaja muy duro.
Sigue criterios absolutamente profesionales. Dema-
siado independiente. Librarse de ella como sea».
—¿Y yo qué? —preguntó Tuffnel—. ¿Qué dice
de mí?
—Vamos a ver —respondió Poblet. Se echó a
reír—. «Elomar Tuffnel: no es muy listo, pero es leal
y de confianza» —Dejó el documento a un lado—.
Bueno, pues parece que se equivocó un poco, ¿eh?
Porque no eres muy leal que digamos.
Tuffnel frunció el ceño.
—Tengo una familia a la que alimentar —dijo,
en voz baja.

170
—Por supuesto que sí —dijo Poblet, despere-
zándose en su silla—. Y si se parecen a ti, seguro
que zampan cosa fina.
Durante un momento, Tuffnel no supo muy
bien si lo que acababa de decir Poblet era un insulto
o no, pero de todos modos siguió con sus flexiones.
Luego se interrumpió y dijo:
—¿Y qué pasa con el otro documento?
Poblet bostezó.
—Declaración de objetivos de la empresa, bla,
bla, bla. Bueno, vale, lo leeré. —Lo abrió y lo leyó
con voz monótona—. «La CIA tiene que cambiar,
en mi opinión. Se inventan demasiadas cosas. Hay
demasiados científicos pensando a la vez. Pensar es
para tontos y soñadores. La compañía debería cen-
trarse en un único objetivo: acumular dinero. En
ese sentido, propongo que la CIA deje de fabricar
inventos para clientes individuales y se dedique a la
producción en serie de productos de baja calidad:
yoyós que se iluminan, pelotas superrebotadoras…
Inventos de esos que a todo el mundo le encantan,
sin tanto alboroto ni tanta ciencia especializada.

171
Para alcanzar ese objetivo, tendremos que despedir
a los científicos de más edad, sobre todo a los mate-
máticos, que me resultan especialmente abstractos.
Alquilaremos una cadena de montaje y contratare-
mos a un ejército de obreros. La CIA ganará una
fortuna y yo seré muy feliz».
Mientras Poblet leía en voz alta la visión de
Baldybob para la futura CIA, Leo empezó a sentir
más y más rabia. Al final, se puso en pie y gritó a
pleno pulmón:
—¡Son tal para cual! Este espía nos ha robado
nuestros diseños y se propone dejarnos sin trabajo.
Y ahora resulta que nuestro jefe quiere convertir
la CIA en un chiste, en un… ¡en un supermercado
para bobos!
Edward aplaudió aquel acalorado discurso.
—¡Así se habla! —exclamó—. ¡Abajo los dos!
¡Arriba la ciencia!
En la pantalla que tenían delante, vieron cómo
Poblet se daba la vuelta de golpe.
—¿Qué ha sido eso? —dijo—. ¡He oído gritos
y aplausos!
Leo y Edward cruzaron la mirada. Se les había
olvidado que sus voces se transmitían a la rata al
mando a través de un micrófono.
Tuffnel se agazapó en el suelo, como un perro,
y entró en modo vigilante de seguridad. Poblet, por
su parte, entró en modo contraespionaje y observó a

172
su alrededor con unos ojos que parecían poderosas
linternas.
—Retirada, retirada —les susurró Leo a los roe-
dores, pero ya era demasiado tarde.
Con movimientos rápidos y despiadados, los
dos hombres localizaron y acorralaron a los cinco
roedores —las ratas, el ratón y la ardilla— y, tras
cogerlos por la cola, los metieron en un saco.
A Leo se le quebró la voz.
—Abortar misión —dijo con voz entrecorta-
da—. Abortar misión, abortar misión.
La función de autodestrucción de los autóma-
tas se puso en marcha. Dentro del saco, los cinco
roedores se transformaron. Todos los componen-
tes, engranajes y mecanismos giraron y se reorga-
nizaron: las ratas se convirtieron en armónicas, el
ratón en un batidor de huevos y la ardilla en una
sandwichera.
Durante el proceso, se desmontaron también
las cámaras y los micrófonos, por lo que la pantalla
quedó en negro. Leo y Edward permanecieron en
silencio, asimilando toda la información.
—Ya no tenemos ojos ni oídos —dijo Edward—. No
sabemos qué están haciendo ahora mismo —añadió,
mientras se golpeaba un puño contra el otro en un
gesto de frustración.
—Da igual —dijo Leo—. Ahora tenemos mucha
información. Para empezar, tenemos el número de

173
teléfono de la compañía a la que planean vender
nuestros diseños. Seguro que los técnicos de comu-
nicación de la CIA consiguen rastrear ese número
en un periquete.
—¿Y la declaración de objetivos de la empresa?
—preguntó Edward—. El director planea poneros
a todos de patitas en la calle. —Frunció el ceño—.
Puede que yo sea demasiado joven para tener un
trabajo de verdad, pero me imagino que a nadie le
hace demasiada ilusión perderlo.
Leo estampó el pie contra el suelo.
—¡Es que solo de pensarlo…! ¿Cómo se ha
atrevido a traicionar así los ideales de la CIA? ¿Y
dónde cree que vamos a encontrar trabajo si nos
echa? Pero tenemos que ir con pies de plomo. No
podemos darle a entender a Baldybob que sabemos
lo que ha escrito sobre nosotros y sobre la CIA. Al
menos, no hasta que estemos en condiciones de po-
nerlo en evidencia.
Se puso de pie y empezó a recorrer la habitación
de punta a punta.
—En cuanto a los diseños, debemos actuar con
rapidez, antes del miércoles.
Edward frunció el ceño.
—Pero… ¿cómo los vamos a recuperar? Tuffnel
ha recibido órdenes de no abrir la puerta a nadie.
Y, aunque consiguiéramos entrar, ¿cómo podríamos
impedir que le prendiera fuego a la sala entera?

174
A Leo le brillaron los ojos.
—Debemos utilizar la información que ya tene-
mos. Sabemos, por ejemplo, que Tuffnel no sabe leer
y que es muy sensible con ese tema. Y recuerda que
nosotros también tenemos nuestras armas secretas,
¡y no todas son tecnológicas!

175
Un hombre nuevo

Delante de ellos estaba el señor Mumble. Lleva-


ba las gafas de sol que le había dado Leo, pero ahora
había añadido a su recién adquirido y sofisticado
aspecto una gastada chaqueta de cuero y unas botas
plateadas de procedencia desconocida.
—Señor Mumble —dijo Leo—, me gustaría
proponerle un trato, pero antes quiero hacerle una
pregunta: ¿está usted satisfecho con el servicio que
ha recibido?
El señor Mumble se limitó a asentir, sin decir
nada. Y sin embargo, aquel gesto resultó impactan-
te, como si tuviera un significado especial, como si
tras él se ocultara una gran relevancia.
—¿Cree usted que se ha beneficiado de la apli-
cación del misterio? —prosiguió Leo.
El señor Mumble dudó, como si estuviera ana-
lizando la pregunta, y luego asintió de nuevo. Al

177
darse cuenta de que Leo y Edward esperaban algo
más, sonrió.
—Justamente ayer —empezó a decir—, mi mu-
jer me dijo que yo tenía un cierto je ne sais quoi.
No hablo alemán, así que tuve que buscar lo que
había dicho en un diccionario de traducción. Lo
primero que descubrí fue que en realidad estaba ha-
blando francés. Lo segundo, que lo que quería decir
mi mujer era que yo tenía algo especial que ella no
sabía cómo describir. —Negó con la cabeza—. La
última vez que mi mujer me dijo algo bonito fue…
—Se interrumpió—. Bueno, en realidad creo que
nunca me ha dicho nada bonito.
Leo asintió.
—Bien, el método de pago habitual es cobrar
directamente de su cuenta bancaria el precio acor-
dado. Sin embargo, hemos pensado que un hombre
tan sofisticado y mundano como usted quizá pre-
fiera una forma de pago más particular.
El señor Mumble pareció algo confuso.
—¿Qué? —dijo.
—Lo que quiero decir es que, en lugar de pagar-
le a la CIA con dinero, le ofrecemos la posibilidad
de realizar para nosotros una sencilla tarea.
—Y así podrá usar sus asombrosos poderes de
misterio —intervino Edward.
—Y, al mismo tiempo, colaborar en la pionera
tarea científica de la CIA —añadió Leo.

178
—Puede que sea una tarea un poco peligrosa
—aclaró Edward.
—Y que implique engañar a ciertos agentes
hostiles —añadió Leo—. Una auténtica aventura
de capa y espada.
El señor Mumble se bajó un poco las gafas os-
curas y las apoyó en la punta de la nariz. Observó a
Leo y a Edward con un centelleo en sus ojos inten-
samente marrones.
—Contad conmigo, chicos —dijo, como si to-
das las semanas participara en una operación de
contraespionaje.
Leo y el señor Mumble se estrecharon la mano
mientras Edward saltaba de alegría y les daba pal-
madas en la espalda a los dos. Después llegó el mo-
mento de explicar el plan paso a paso y ensayarlo.
Por fin, cuando el sol teñía con sus últimos rayos
anaranjados las torres y balcones de la CIA, el señor
Mumble ya estaba entrenado, equipado y preparado
para su misión.
Acordaron que Mumble llevaría únicamente
un pequeño dispositivo de grabación, en forma de
rosa de oro, sujeto a la solapa. De ese modo, Leo
y Edward podrían seguir la misión desde la calle.
Llamaron a un taxi y apareció el mismo taxista que
se había presentado la vez anterior.
En esta ocasión, el conductor bajó la ventanilla
y los saludó alegremente.

179
—¿Adónde?
—La misma dirección que antes —dijo Leo.
El taxista asintió y echó un vistazo a los pies de
Leo y Edward.
—¿Tengo que llevar más roedores? —preguntó—.
No es que me moleste. En realidad, se han portado
muy bien. Se han quedado sentaditos en el asiento
trasero, silenciosos como… ratones.
Leo negó con la cabeza. Aún se sentía fatal por
haber perdido a los autómatas. Le pagó al taxista el
tripe de lo habitual.
—Esto es para que no le digas a nadie adónde
nos has llevado.
El taxista se frotó los ojos al ver tanto dinero.
Luego bajó del coche y les abrió la puerta él mismo.
Cuando llegaron a la dirección, Leo y Edward
bajaron del taxi y esperaron a unos cien metros calle
abajo. Encendieron el monitor portátil y vieron al
señor Mumble acercarse a la puerta.
Mumble llamó con los nudillos y aguardó res-
puesta. Silencio. Volvió a llamar, esta vez un poco
más fuerte. Por fin, se oyó la voz de Tuffnel.
—¿Quién es? Estoy ocupado.
El señor Mumble se preparó y anunció su pre-
sencia con una voz en la que se detectaba un leve
acento que podía ser medio italiano o medio ma-
rroquí, pero que en cualquier caso resultaba muy
persuasivo.

181
—Soy yo. Vengo de un lugar oscuro más allá del
horizonte.
A lo mejor esas palabras no tenían mucho sen-
tido, pero la forma en que el señor Mumble había
dicho «más allá del horizonte» resultaba intrigante,
memorable y sorprendente a la vez. La puerta se
abrió un poco y allí estaba Tuffnel, con el pelo em-
papado en sudor.
El señor Mumble retrocedió un paso y volvió un
poco la cara hacia un lado. El gesto sirvió para au-
mentar la curiosidad de Tuffnel, que salió a la calle,
aunque se quedó con la espalda pegada a la puerta.
—Hola —dijo, un tanto nervioso—. ¿Quién eres?
El señor Mumble movió las manos de un lado
a otro, con gestos casi hipnóticos, y habló con voz
de barítono.
—Exacto, ¿quién soy? Muchos son los que me
buscan y muchos los que me persiguen. Puede que
con el tiempo se lo cuente, pero… permítame que le
diga, señor, que es usted un hombre dotado de una
fuerza asombrosa y, aun así…
—¿Qué? —preguntó Tuffnel, mientras dejaba
caer los brazos a los lados.
—Y, aun así, creo que sus superiores lo han tra-
tado mal. ¿Me equivoco?
—Es posible —respondió Tuffnel, con un gruñido.
—¿Y su jefe se llama…? —preguntó muy despa-
cio el señor Mumble.

182
—Poblet. —Tuffnel sacudió la cabeza, como si
acabara de despertarse—. Un momento, ¿de qué va
todo esto? ¿Quién eres? ¿Qué quieres?
Leo y Edward, que seguían la escena desde una
esquina de la calle, se agarraron cada uno del brazo
del otro. Un paso psicológico en falso y Tuffnel le
cerraría la puerta a Mumble en las narices o, peor
aún, le pegaría fuego a la habitación.
Al darse cuenta de que estaba perdiendo al vi-
gilante de seguridad, el señor Mumble cambió de
táctica.
—Oye, colega, tengo aquí las instrucciones que
me ha dado Poblet. —Le mostró a Tuffnel un docu-
mento que en realidad solo era una lista de la com-
pra—. Mira esto —le dijo—. Tengo permiso para
entrar y ocuparme de los planos.
Leo contuvo la respiración. Tanto él como Ed-
ward tenían la esperanza de que Tuffnel, tremenda-
mente avergonzado por no saber leer, se creyera las
palabras de Mumble a pies juntillas.
Elomar Tuffnel cogió el documento, lo observó
de arriba abajo, lo bajó, Volvió a mirarlo y lo estudió
con atención. En su rostro apareció una expresión
de falsa certeza.
—A mí me parece que es auténtico —graznó—.
Puedes pasar.
Entraron los dos en la habitación. Tuffnel hizo
girar los hombros y dijo:

183
—No sé por qué te ha dicho que vengas aquí a
recoger los planos. Si precisamente los trasladamos
anoche… ¿o es que Poblet ya no se acuerda? —Se
rio entre dientes—. Menudo cabeza de chorlito.
Está tan ocupado parloteando de todo el dinero que
vamos a ganar que se le olvidan las cosas.
Era cierto. La habitación estaba completa-
mente vacía, a excepción de un soporte para pe-
sas, una caja abierta de bebidas energéticas y un
par de revistas tituladas Culturistas Sin Aristas
y El Músculo Mayúsculo.
El señor Mumble echó un vistazo a su alrede-
dor, perplejo. Aquello no formaba parte del plan.
Leo no se atrevió a decir nada a través de los au-
riculares por si acaso Tuffnel lo oía y descubría
que Mumble era de la CIA. Después de atrapar
a los roedores los habían metido en un saco, así
que… a saber lo que serían capaces de hacerle a
un humano.
Se produjo un inquietante silencio mientras los
dos hombres se observaban el uno al otro. Enton-
ces, Tuffnel cogió una mancuerna y empezó a le-
vantarla y a bajarla, lo cual fue un gran alivio para
Mumble porque le permitió pensar. Leo y Edward
seguían la escena, horrorizados.
—Ah, sí —dijo por fin el señor Mumble, mien-
tras fingía leer el documento que tenía delante—.
Es verdad. Lo siento, hay unas instrucciones adi-

184
cionales al final de la página, pero con estas gafas
no puedo leerlas. —Se echó a reír.
En todo caso, no tenía de qué preocuparse, por-
que Tuffnel estaba muy concentrado levantando y
bajando la pesa con movimientos rítmicos: arriba
y abajo, arriba y abajo.
El señor Mumble se apoyó en la pared.
—Te pide que me digas exactamente dónde se
guardan los documentos y cualquier otra circuns-
tancia relevante, de manera que yo pueda ir a reco-
gerlos con el propósito de…
—¿De? —preguntó Tuffnel, al tiempo que echa-
ba un vistazo a su alrededor.
—Con el propósito de venderlos, claro —dijo el
señor Mumble—. Porque de eso se trata, ¿no?
Tuffnel asintió muy despacio.
—Sí. Bueno, pues hice lo que él me pidió. Están
bajo el agua en el acuario de la ciudad. Debajo de la
roca, en un maletín sumergible.
—Muy ingenioso —dijo el señor Mumble, con
una sonrisa.
—Supongo que sí —respondió Tuffnel, mien-
tras dejaba la pesa—. Pero que me aspen si sé cómo
piensa volver a sacarlo de allí.
—¿Por los…? —empezó a decir el señor Mumble.
—Por los tiburones, las mantas gigantes, las cu-
bomedusas —le explicó Tuffnel—. Están en el mis-
mo tanque que los planos. ¿Tú qué crees?

185
El señor Mumble le dedicó una sonrisa de oreja a
oreja y se dio unos golpecitos en un lado de la cabeza.
—Intento no pensar —dijo—, prefiero seguir
instrucciones.
Tras esas palabras, Tuffnel sonrió al fin.
—¡Oye! Pues igual que yo. Es mucho más có-
modo así.
El señor Mumble separó ambas manos.
—No podría estar más de acuerdo contigo. —Se
dispuso a marcharse, pero luego se detuvo junto a
la puerta—. Supongo que le dirás a Poblet que he
estado aquí siguiendo sus instrucciones, ¿no? —pre-
guntó con voz vacilante.
Tuffnel cogió una pesa y se acuclilló para poder
levantarla por encima de la cabeza. Antes de hacer-
lo, respondió:
—Lo dudo. Me ha pedido que me quede aquí
el resto de la semana mientras él se preparaba para
entregar los planos. Dice que no me mueva de aquí,
por si acaso a los de la CIA se les ocurre venir a
husmear en busca de sus cosas. Y que nos encon-
traremos el mes que viene en Sídney, Australia, para
darme la mitad del dinero. Australia, nada menos.
Dice que allí podremos pegarnos la gran vida, ir a
la playa y jugar con todos los animales salvajes que
tienen por esas tierras. Me ha contado que a la hora
de comer cierran al público el puente de la bahía de
Sídney para que puedan cruzarlo los canguros. Eso

186
sí que me gustaría verlo. —Flexionó los dedos—.
¿Por qué lo preguntas? Se reunirá conmigo, ¿no?
¿Tengo que quedarme aquí?
El señor Mumble apoyó una mano en la puerta.
—Por supuesto, quédate aquí. Si yo estuviera
en tu lugar, no me preocuparía en absoluto. —Y,
tras esas palabras, salió, cerró la puerta y bajó por
la calle para reunirse con Leo y Edward.
Lo vieron acercarse dando saltitos, convertido
en un hombre completamente distinto al que Leo
había conocido semanas antes.
—No es que esto sea muy científico —dijo
Leo—, pero después de ese despliegue de improvi-
sación y pensamiento espontáneo, pienso hacerlo
de todas formas. —Se acercó al señor Mumble y le
dio un abrazo seguido de una palmada en la espal-
da—. Buen trabajo —le dijo.
Edward dio una vuelta sobre sí mismo.
—¡Excelente!
El señor Mumble sonrió con timidez.
—Bueno —dijo Leo—. Pues ya ha completado
su misión. La CIA le da las gracias. ¿Qué piensa
hacer ahora?
El señor Mumble irguió los hombros y se dis-
puso a decir algo, pero luego se lo pensó dos veces.
—Quién sabe —dijo al tiempo que guiñaba un ojo.
Y dicho esto, se alejó calle abajo hasta perderse
en la oscuridad creciente.

187
Mientras volvían a la CIA, Leo y Edward no
podían dejar de hablar de la aventura de aquella
tarde. Revivieron cada frase y cada momento. Para
cuando llegaron al centro, ya era de noche.
—¿Y ahora qué? —preguntó Edward.
Leo reflexionó unos instantes.
—Tenemos que recuperar los documentos del
acuario, claro. Y no será fácil, así que necesita-
remos ayuda. Alguien con experiencia en rescate
marítimo y acuático. Se lo preguntaría a Baldybob,
pero… —No hizo falta que terminara la frase.
—Seguro que Bursar Tran sabe quién puede
ayudarnos —dijo Edward.
—Pues claro —exclamó Leo—. Lleva toda la
vida aquí y nadie sabe tanto de la CIA como él.
Echaron a correr hacia el despacho de Tran y
entraron en tromba. Lo descubrieron sentado fren-
te a una mesa baja con la profesora Sal Genus, la
directora técnica de la Sala de Asignación de Peti-
ciones de Fantasía. Estaban los dos muy concentra-
dos en una partida de ajedrez.
—Aah, jaque —dijo Tran, mientras adelantaba
su torre.
Sal hizo una mueca. Era evidente que la partida
estaba a punto de terminar.
—Siento interrumpiros —dijo Leo, respirando
con dificultad—, pero es bastante urgente.
Los dos se volvieron a mirarlo, distraídos du-

188
rante un segundo, pero enseguida se dieron cuenta
de que el tono de voz de Leo era apremiante.
—Sí —dijo Tran—, ¿qué ocurre?
Leo les explicó la situación: la traición de
Baldybob, el hecho de que los diseños de la CIA se
hallaran en el fondo del acuario, los movimientos
de Tuffnel… Tanto Sal Genus como Bursar Tran
se mantenían muy erguidos y contenían el aliento,
sobre todo cuando oyeron hablar del nuevo
objetivo de amasar dinero y de los planes de su
jefe para la CIA.
Tran cerró los ojos durante un instante y luego
asintió.
—Ya nos ocuparemos del director Baldybob
más tarde. Nuestra prioridad es recuperar los di-
seños de la CIA.
—Esa es la cuestión —dijo Leo—. ¿Alguno de
nuestros empleados tiene experiencia en estas situa-
ciones? ¿Quién puede trabajar en algo que podamos
usar en un entorno marino repleto de especies de-
predadoras?
—Edward —dijo Bursar Tran—, tú, esto, tú tra-
bajarás conmigo para mantener a Baldybob ocupado.
Y en cuanto a cuál de nuestros colegas podría traba-
jar con McGuffin… —Levantó uno de los peones del
tablero y luego volvió a dejarlo en la misma casilla—.
Profesora Sal —dijo—, ¿estás pensando, esto, en la
misma persona que yo?

189
Sal respiró hondo.
—Solo tenemos a una persona capaz de hacer
algo así —dijo, volviéndose hacia Leo—. Solo tene-
mos a una persona con la experiencia y los conoci-
mientos necesarios.
—¿Quién? —preguntó Leo, mientras se le em-
pezaba a revolver el estómago.
Bursar Tran y Sal Genus respondieron al unísono:
—La doctora Andrea Allsop.

190
Depredadores

Un poco más tarde aquella noche, cuando Leo


volvió a su laboratorio, encontró una nota pegada
a su puerta. Decía así:

Cuando Baldybob respondió al teléfono, pare-


cía nervioso.
—McGuffin —dijo—, ¿qué ocurre con los ar-
chivos robados? He llamado varias veces al respon-
sable de seguridad. ¿Cómo se llama? Tuffbull o algo
así, ¿no? Pues el muy melón no coge el teléfono.
191
—Hizo una pausa para gritarle a alguien que estaba
en la misma habitación, antes de volver a Leo—: En
fin, ¿los has localizado?
—Sí, señor. Esperamos recuperarlos dentro de
las próximas cuarenta y ocho horas.
—Más te vale que así sea —siseó Baldybob— o
te echaré de aquí tan rápido que sin darte cuenta te
encontrarás en la acera mascando chicle y pregun-
tándote qué ha pasado.
Leo se contuvo y no le dijo que, en primer lu-
gar, no le gustaba el chicle y, en segundo lugar, sabía
perfectamente que Baldybob se disponía a echar a
la mayoría de los científicos de la CIA, encontraran
o no los archivos. Desde luego, no tenía la menor
intención de que el jefe sospechara que estaban al
tanto, así que se limitó a decir:
—Sí, señor.
—Supongo que en ese sitio están todos los do-
cumentos —dijo Baldybob.
—Así es, por lo que yo sé —respondió Leo, muy
despacio.
—Ya sabes de qué estoy hablando —prosiguió
Baldybob en un tono bastante más persuasivo, aun-
que por debajo se adivinaba el restallido de un lá-
tigo—. Del documento secreto… El que te dije que
había que recuperar a toda costa. ¿McGuffin?
—Sí, señor —dijo Leo, mientras se preguntaba
cuánto tiempo podría seguir con aquella conversa-

192
ción sin perder la paciencia y empezar a gritarle a
su jefe lo que pensaba de él con pelos y señales.
—Porque es confidencial, McGuffin. ¿Sabes lo
que eso significa? —insistió Baldybob.
Leo se preguntó si el director de la CIA andaba
a la caza de algo.
—Sí, claro —respondió, aunque no pudo evitar
un tonillo irritado.
—Significa que nadie debe verlo ni conocer su
contenido. Tú no lo sabes, ¿verdad? —preguntó
Baldybob.
—¿No sé el qué, señor? —dijo Leo, tratando de
ganar tiempo.
—¡Basta de juegos! —le soltó Baldybob—. No
sabes qué contiene, ¿verdad?
Leo guardó silencio. Desde que era niño, Leo se
había esforzado en no mentir. Y ser científico ha-
bía reforzado aún más su honestidad. Su brújula, la
guía de su camino, siempre habían sido los hechos,
la verdad sin adornos por encima de todo lo demás.
Tragó saliva.
—No, señor, no lo sé —dijo, antes de colgar.
Siguió sentado en silencio, en la penumbra del
laboratorio. Acababa de mentir. Entonces… ¿no era
mejor que ellos? ¿No era mejor que Pip Poblet, la
adivina Nina o el mismísimo Baldybob, con sus re-
pugnantes secretos y mentiras? Puede que Baldybob
tuviera razón: la vida era complicada, caótica incluso.

193
Echó un vistazo al laboratorio, a las ampollas
repletas de líquido burbujeante, a los microscopios
y telescopios y luego, muy despacio, alzó la cabeza.
Un momento. Él había mentido por un buen mo-
tivo: había mentido en nombre de la ciencia para
impedir que los malos hicieran cosas malas. Se le-
vantó, se puso el abrigo y decidió irse a casa. Mien-
tras descendía por el sendero rumbo a su coche,
vio parpadear las luces de la ciudad y dejó escapar
un suspiro. Daba igual lo que se dijera a sí mismo,
seguía sintiéndose mal por haber mentido.
A la mañana siguiente se presentó temprano
en el Laboratorio Marino de Agua Salada. Había
dormido bien, se había preparado un buen desa-
yuno y estaba listo para afrontar lo que le depara-
ra el día.
Cuando llegó, encontró a la doctora Allsop sen-
tada ya delante del banco de laboratorio. Andrea
empezó a hablar antes de que Leo tuviera tiempo
de abrir la boca.
—Imagínate la gracia que me hizo recibir ano-
che, a las tantas, una llamada de Bursar Tran para
informarme de que debía trabajar con otra persona,
cuando todo el mundo en la CIA sabe que yo pre-
fiero trabajar sola. —Soltó una amarga carcajada—.
Pero claro, eso no basta, ¿verdad? No basta que mi
ascenso se haya aplazado. No, no, el universo es
tan cruel, tan perverso y tan tozudo que, encima

194
de tener que trabajar con alguien, ¡resulta que ese
alguien es Leo McGuffin!
—Estrictamente hablando —dijo él—, el uni-
verso no puede definirse como cruel. Porque, de
hecho, no es una única criatura pensante, sino un
sistema formado por un gran número de criaturas
individuales, algunas de las cuales son crueles y al-
gunas de las cuales son buenas…
La doctora se volvió hacia Leo y lo fulminó con
la mirada.
—Era una forma de hablar —dijo—. Y aquí van
otras cuantas figuras retóricas, McGuffin. Eres un
besugo. Eres el nudo que no consigo desenredar por
muchas veces que me cepille el pelo. Eres…
Sin duda, la doctora Allsop podría haber segui-
do con aquel sermón al menos durante otros diez
minutos, pero la llegada de Bursar Tran y de Ed-
ward salvó a Leo.
—Compañeros científicos —dijo Bursar—. Cada
minuto, esto, cada minuto cuenta. Edward y yo dis-
traeremos a Baldybob. —Soltó una risita—. Pese a
ser un niño a todos los efectos, Edward ha consegui-
do despertar los miedos adultos del director.
El chico sonrió.
—Le he dicho que si quiere ganar más dinero,
tiene que conocer algunas páginas muy de moda
entre los jóvenes, porque si no, se perderá grandes
oportunidades de negocio. —Dio una palmada—.

195
A los adultos siempre les preocupa que los niños
sepan más que ellos sobre internet. Así que lo voy
a tener unas cuantas horas viendo vídeos tontos en
YouTube.
Bursar se acercó a ellos. Su expresión, por lo
general amable, parecía ahora apenada.
—Confiamos plenamente en vosotros dos. Si
mañana, esto, si mañana no hemos recuperado los
documentos…
Ladeó la cabeza, como si se estuviera imaginan-
do un futuro sin ciencia. Se le humedecieron los
ojos y se marchó a toda prisa. La puerta se cerró
tras él.
Se produjo un silencio y luego Leo empezó a
hablar.
—Rayas gigantes, tiburones, cubomedusas. De-
predadores muy peligrosos.
—Sí —le soltó Allsop—, ya lo sé. Porque resulta
que, de los dos, yo soy la experta en temas marinos,
¿te acuerdas? A trabajar.
—Solo intentaba ayudar —insistió Leo.
La doctora le lanzó una mirada asesina y él
comprendió que quizás, algunas veces, hacía co-
mentarios que, si se analizaban a fondo, podían
considerarse… molestos.
La doctora Allsop se apartó de los ojos un me-
chón de pelo y se concentró en una serie de infor-
mes que tenía delante.

196
—Bien, tenemos algunos estudios recientes
sobre tiburones que podrían resultar interesantes.
—Se puso a leer y luego se detuvo—. ¿Sabías que
en realidad los tiburones no tienen huesos en el
cuerpo? Es todo cartílago. Me pregunto si eso pue-
de resultarnos útil.
Leo fue pasando las páginas de un libro sobre
tiburones.
—Qué interesante —dijo—. Los tiburones tie-
nen los ojos en los lados de la cabeza, así que poseen
un campo visual asombrosamente amplio, de casi
trescientos sesenta grados. Solo tienen dos puntos
ciegos: uno delante del morro y el otro justo detrás
de la cabeza.
—¿Cuál es la ventaja de no tener huesos? —mur-
muró Allsop.
—¡Limbo! —exclamó McGuffin, levantando la
mirada.
—¿Se puede saber qué estás diciendo? —le pre-
guntó Allsop—. ¿Yo aquí hablando de las ventajas de
la evolución y tú te pones a hablar de juegos infantiles?
—Ten un poco de paciencia. —Leo se puso en
pie y su cerebro empezó a trabajar a toda veloci-
dad—. Cuando juegas al limbo, ¿qué es lo que te
impide doblar mucho, muchísimo el cuerpo para
pasar por debajo de la barra? Pues los huesos, que
no son flexibles. Pero los tiburones no tienen hue-
sos. Por tanto, el limbo se les daría de maravilla.

197
La doctora Allsop también se puso en pie y com-
partió el entusiasmo de Leo ante aquella idea.
—O sea, que si colocamos una barra de limbo lejos
del maletín de los documentos… —empezó a decir.
—… los tiburones estarán tan ocupados jugan-
do al limbo que no les importará nada de lo que
ocurra en el tanque —terminó Leo la frase—. Bri-
llante. A veces, las soluciones poco tecnológicas son
las mejores.
Estuvieron a punto de chocar los cinco en señal
de triunfo, pero se detuvieron al cruzar una mirada
y regresaron de nuevo a sus bancos y sus libros.
—¿Y las cubomedusas? —preguntó la doctora
Allsop—. ¿Sabías que la toxina que desprenden está
entre las más mortíferas del mundo? Si les tocamos
los tentáculos, nos marearemos, nos dará un infar-
to… o acabaremos ahogados.

198
Leo la miró mientras ella se mordía el labio.
Aunque el carácter de la doctora Allsop le ponía
de los nervios, la idea de que se ahogara le provocó
una punzada de dolor. No era un retortijón de es-
tómago, no, era un dolor distinto. Frunció el ceño.
—¡Ya lo tengo! —exclamó la doctora Allsop—.
¡La respuesta está en el nombre! Un cubo es una
figura geométrica. Necesitamos algo que se parezca
a un cubo para contenerlas, de manera que no pue-
dan llegar hasta nosotros. ¡Ya está, un cuadrilátero
de boxeo! Podríamos meterlas dentro a todas.
Leo sonrió. La verdad es que Andrea era muy
inteligente.
—Llamaré al Departamento de Entrenamiento
Físico y les diré que envíen uno —dijo Leo.
Cuando volvió de hacer la llamada telefónica, la
doctora Allsop ya se había puesto manos a la obra.
Estaba encorvada sobre una pila de papeles y se le
habían formado unas cuantas arrugas en la frente.
—Rayas gigantes, rayas gigantes, rayas gigantes
—murmuraba—. Debo encontrar una solución…
—Ya sé —dijo Leo—. Las rayas tampoco tienen
huesos. Para distraerlas, podemos enviarlas a jugar
al limbo con los tiburones.
Andrea lo miró y resopló en un gesto de desdén.
—No seas cenutrio. ¿Tiburones y rayas gigantes
jugando juntos al limbo? No tardarían ni un minuto
en ponerse a discutir sobre cuál de las dos especies

199
es más mortífera, tendrían que demostrarse unos a
otros cuál es más letal, y…
—Y en el camino nos usarían a nosotros para
ver quién gana —concluyó Leo, en tono triste.
—¡Piensa! —se dijo la doctora Allsop, mientras
se daba golpecitos en la cabeza con un dedo.
Leo se concentró de nuevo en el material de in-
vestigación. Leyeron en silencio. De vez en cuando,
uno de los dos levantaba la cabeza y se daba cuenta
de que el otro lo estaba mirando.
Finalmente, Leo encontró algo.
—¡Vaya, qué cosa más rara! Aunque tienen ojos
en la parte superior del cuerpo, en realidad las rayas
gigantes detectan a sus presas de otra forma.
—Sí —dijo la doctora Allsop en tono cansado—.
Tienen electrosensores. ¿Y?
—Pues que solo tenemos que distraerlas utili-
zando señales eléctricas en el agua.
La doctora Allsop apoyó la cabeza en el banco,
agotada, pero enseguida volvió a levantarla.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Cien anguilas
eléctricas! Las metemos en el tanque y puede que
incluso provoquen un cortocircuito en los sensores
de las rayas gigantes.
Leo sonrió, se acercó y se sentó junto a ella.
—Vale la pena intentarlo.
De repente, la luz que se reflejaba en los pómulos
de la doctora Allsop centelleó, y Leo suspiró.

200
—Tengo que reconocer que trabajar hoy contigo
ha sido de lo más…
—¿Productivo? —dijo ella, con una sonrisa.
Leo soltó una risita nerviosa y regresó a su parte
del banco de trabajo.
—Tenemos que prepararlo todo.
—Besugo —le susurró ella.
Al caer la noche, ya lo tenían todo a punto: el
cuadrilátero —un modelo plegable especialmente di-
señado para ellos—, una barra fluorescente de limbo
con altavoces integrados, trajes de neopreno, equipo
de buceo y un centenar de anguilas eléctricas.
Bursar Tran y Sal Genus los ayudaron a cargar
todo el material en una camioneta de la CIA. Cuan-
do cerraban la puerta trasera, se volvieron a mirar
el despacho en el que estaba trabajando el director
Baldybob. Vieron las luces encendidas y oyeron una
voz que decía:

201
—Oh, caramba, ¡otro vídeo de gatitos que po-
nen caras graciosas!
—Es lo que está de moda, señor —respondió
una voz más joven—. Permítame que le enseñe el
vídeo en bucle de un hombre que se cae de una
cama elástica. ¡Es graciosísimo, el último grito, y
seguro que ganará un montón de dinero!
—Buen trabajo, Edward —dijo Leo—. Aprove-
cha su miedo y su codicia para tenerlo distraído.
Dicho esto, se apretujaron los cuatro en la cabina
de la camioneta y se dirigieron a la carretera. Cuan-
do vieron el cartel que indicaba «Acuario Océanos
Afortunados», doblaron por una calle lateral.
El edificio era en realidad un chalet con varias
dependencias, pero bastante destartalado y cons-
truido por lo menos treinta años antes. Mientras
descargaban el equipo, los golpeó un olor acre a
agua salada.
Un avión sobrevoló sus cabezas. Leo lo miró
y se fijó en la belleza de las luces de cola y en las
enormes dimensiones del aparato. Se fijó también
en que la doctora Allsop estaba observando el avión
con aire nostálgico y recordó que tendría que haber
volado a Alaska. Evitó mirarla mientras entraban
en el acuario.
Una vez dentro, no les costó nada localizar el
tanque de las especies depredadoras. Era el mayor
de todos y se encontraba en el centro del comple-

202
jo. Estaba rodeado de cemento que imitaba, en la
forma y el color, las rocas marinas. Depositaron el
material junto al tanque.
Las luces estaban apagadas y el sonido del cha-
poteo en el interior del tanque resultaba inquietante.
Leo colocó una potente linterna sobre la superficie
del agua. En el tanque nadaban siniestras criaturas
blancas y grises, de cabeza puntiaguda y amena-
zadora: se trataba de un grupo de escualos, desde
tiburones blancos hasta tiburones damisela. A su
alrededor vio varias cubomedusas, cuyos tentáculos
casi transparentes flotaban bajo sus cuerpos. Y al
fondo del tanque, casi invisibles entre las sombras,
nadaban cinco o seis rayas gigantes: eran criaturas
enormes, que hacían ondular el curtido cuerpo con
movimientos pausados.
—Bueno —dijo Andrea, mientras se ponía el
traje de neopreno—. Manos a la obra.
Fue entonces cuando se fijaron en la criatura
que se hallaba en el fondo del tanque. En aquellas
aguas negras era difícil verlo, pero cuando lo en-
focaron con tres linternas, ya no tuvieron ninguna
duda: era un espantoso calamar gigante, horrible
a más no poder. Y estaba descansando la mar de
tranquilo, pero sin moverse ni un centímetro, so-
bre un objeto de forma rectangular: el maletín que
contenía los planos de la CIA.

203
Una chispa de inspiración

—Oh, no —dijo la doctora Allsop, que se había


quedado petrificada al ver aquel calamar—. ¡Es un
Architeuthis dux!
—¿Un qué? —preguntó Leo.
Se llamara como se llamara aquel bicho, daba
miedo. Debía de medir por lo menos doce metros
de largo y tenía ocho amenazadores brazos que
movía a un lado y a otro sin descanso. Por si eso
fuera poco, también tenía dos tentáculos más lar-
gos cuyos extremos presentaban ventosas de borde
serrado.
—Es el calamar gigante del Atlántico, claro —dijo
Andrea, volviéndose hacia él—. ¿Es que ya has ol-
vidado las categorías taxonómicas? ¿Estabas tan
ocupado convirtiendo mi vida en un infierno que has
descuidado tu formación científica? —le preguntó,
haciendo un gesto de impaciencia.

205
Leo ignoró la burla y empezó a ponerse el traje
de neopreno.
—¿Qué haces? —le preguntó Andrea—. ¡No
puedes entrar ahí! Ya sé que eres bastante indigesto,
¡pero el calamar te atrapará con uno de sus tentácu-
los y te destrozará con el pico!
Leo se volvió a mirarla.
—Me da igual. Si logró distraerlo, tú podrás sa-
car el maletín del tanque mientras ese bicho intenta
comerme. ¿Es que no lo entiendes? Si no lo hace-
mos, ¡la CIA tiene los días contados! —le dijo, con
la cara roja por la urgencia de la situación.
—Pues claro que lo entiendo —levantó la voz la
doctora Allsop—. ¡Entiendo que la perspectiva de
un poco de acción haya despertado tu faceta de ma-
chote sin sesera! Pero ¿desde cuándo solucionamos
los problemas recurriendo a la fuerza física? —le
preguntó—. Venga ya, McGuffin, ¡tiene que haber
una solución científica!
Leo estaba a punto de replicar cuando se dio
cuenta de que Andrea tenía toda la razón. A saber
qué cable se le había roto para proponer lo que ha-
bía propuesto.
Bursar Tran dio un paso al frente.
—Es el momento de, esto, de utilizar nuestros
recursos de forma eficiente y racional. Sal y yo eje-
cutaremos el, emm, el resto del plan mientras vo-
sotros buscáis la manera de distraer a ese calamar.

207
—Entornó un poco los ojos—. Siempre y cuando
podáis dejar de discutir un minuto y empecéis a
cooperar.
Andrea y Leo encajaron el tirón de orejas y
asintieron al viejo Tran en respuesta. La doctora
Allsop se sentó junto al tanque y sacó su cuaderno.
—¿Qué sabemos sobre los calamares gigantes?
—se preguntó—. Ojos, sí, tienen unos ojos del ta-
maño de pelotas de baloncesto, cosa que les permite
ver a los depredadores desde muy lejos.
Mientras seguía murmurando para el cuello de
su camisa, Leo se fijó en lo que Sal y Bursar Tran se
traían entre manos. En primer lugar, bajaron la ba-
rra de limbo al interior del tanque y la fijaron con la
enorme ventosa integrada en uno de los extremos.
Sal pulsó un botón y empezó a sonar música en los
altavoces de la barra. Era una música débil, pero que
se escuchaba a las mil maravillas dentro del agua. Y,
como era de esperar, tuvo un efecto inmediato. Un
bullicioso tiburón blanco sacudió la cola un par de
veces para impulsarse hacia allí, se acercó nadando
a la barra y contorsionó el cuerpo para pasar por
debajo. Una vez conseguido, comenzó a nadar en
círculos como si estuviera pavoneándose. Un tibu-
rón damisela lo vio y se dirigió hacia allí. Minutos
más tarde, todos los tiburones habían formado una
cola flotante y esperaban su turno de acercarse a
la barra y pasar por debajo. Sal Genus, que estaba

208
justo encima del tanque, utilizaba un gancho retrác-
til para bajar de forma casi imperceptible la barra
después de cada ronda. Y así, el juego seguía.
Mientras tanto, Bursar Tran había desplegado
el cuadrilátero y lo había sumergido en otro rincón
del tanque. Leo no acababa de entender muy bien
cómo, pero el director había conseguido conducir a
todas las cubomedusas al interior del ring. Flotaban
allí dentro y, de vez en cuando, rebotaban contra
las cuerdas y se encontraban en el centro, donde
se dedicaban a intercambiar lánguidos golpes con
sus tentáculos. De vez en cuando, alguna de ellas
besaba la lona, y luego miraba a un lado y a otro
como si le diera vergüenza.
—Bueno, ya tenemos a tiburones y cubomedusas
bajo control —dijo Tran. Se volvió hacia la cuba llena
de anguilas eléctricas—. Leo —exclamó—, creo que
voy a necesitar tu, emm, tu ayuda.

209
Leo se dirigió hacia él y, entre los dos, levanta-
ron la cuba hasta el borde del tanque.
—Con cuidado —jadeó Bursar—. No querrás
que te dé un calambrazo.
Tras un último esfuerzo, inclinaron la cuba de las
anguilas —que no paraban de escurrirse, retorcerse y
dar calambres— hacia el tanque. Las rayas gigantes,
atraídas por todo aquel movimiento, subieron desde
el fondo de arena para investigar. A medida que se
acercaban, sus electrosensores recibieron la carga
y les empezó a temblar todo el cuerpo ante la posi-
bilidad de estar cerca de alguna presa. Y entonces,
mientras las cien anguilas descendían, saltó una
chispa, el agua se volvió plateada durante un instan-
te y las rayas gigantes cayeron hacia atrás, aturdidas.
—¡Funciona! —exclamó Leo—. ¡Se han corto-
circuitado!
Y era cierto. Todas las rayas gigantes, sin fuerzas
y atontadas, se precipitaron al fondo del tanque.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Tran—. El
aturdimiento se les pasará enseguida y los tiburones
no tardarán en cansarse de jugar al limbo.
Leo se volvió hacia los tiburones, que aún no
parecían hartos de jugar. Cada vez que uno de ellos
conseguía pasar por debajo de la barra de limbo, se
dedicaba a dar vueltas sobre sí mismo y a enseñar
los dientes, como si quisiera hacerse el chulito de-
lante de los escualos que seguían en la cola.

210
—¿Andrea? —gritó Sal—. ¿Alguna idea?
—¡No lo sé! —exclamó la doctora Allsop, que
parecía al borde de la desesperación—. Tienen una
piel muy delicada, pero jamás podremos acercarnos
lo bastante para perforarla.
—Un momento —dijo Leo—, volvamos a los
ojos. Has dicho que eran enormes para poder divi-
sar a sus presas, ¿verdad?
—Sí —dijo la doctora—. Cuanto más grande es
el ojo, más luz le entra.
—Entonces, si llenamos el tanque de luz —di-
jo Leo—, el calamar, sensible a la luz como es…,
¿quedaría deslumbrado?
—Pero tendría que ser una luz con una energía
increíble —murmuró Allsop—. Y me refiero a in-
creíble de verdad…
Se volvieron el uno hacia el otro justo al tiempo.
—¡La solución abrillantadora!
Se miraron durante un segundo y el recuerdo
los hizo sonreír.
—Tendréis que actuar muy deprisa —los advir-
tió Bursar Tran.
Leo salió a la calle y llamó un taxi. Como era de
esperar, apareció el mismo taxista de las otras veces.
—He visto tu número en la pantalla —dijo el
hombre, asomándose por la ventanilla— y he pen-
sado: «¡vaya, otra vez mi colega, mi buen amigo!».
Leo sonrió.

211
—Tenemos que movernos lo más rápido posible.
Llévame a la CIA. Ve por las callejuelas y coge todo
los atajos que conozcas. ¡Te pagaré el cuádruple!
El taxista cogió el dinero y sonrió.
—Los científicos sois increíbles —dijo—. Siem-
pre es un placer hacer negocios con vosotros.
Salieron pitando hacia la CIA y, cuando llega-
ron, Leo bajó de un salto, corrió hasta su laborato-
rio, cogió la solución abrillantadora y unas cuantas
gafas protectoras, y regresó corriendo al taxi.
—Tú tranquilo —le dijo el taxista—, ¡que ahora
sí que voy a pisar a fondo el acelerador!
Leo cerró los ojos y notó cómo el viento se co-
laba por la ventanilla abierta. Los sonidos de la
ciudad le parecían incomprensibles: fragmentos de
conversaciones, bocinazos, chirridos de frenos…
Era como estar dentro de un sueño. Antes de que
pudiera darse cuenta, ya estaban de vuelta en el
acuario.
—¡Hasta pronto! —dijo el taxista cuando Leo
se alejaba corriendo del vehículo—. ¡Eres un tipo
muy importante!
Cuando llegó al tanque, todo seguía bastante
tranquilo, pero Leo se dio cuenta de que las rayas
gigantes empezaban a moverse y a sacudir el cuerpo.
De vez en cuando, algún tiburón se alejaba un poco
de la barra del limbo, como si le hubiera llamado
la atención alguna actividad potencial. En el cua-

212
drilátero, las cubomedusas se habían apiñado para
formar una masa compacta y se dedicaban a apretu-
jarse mientras rebotaban de una cuerda a otra.
—¡Solo tenemos unos pocos minutos! —excla-
mó Sal.
Los cuatro científicos se pusieron las viseras.
Había llegado la hora de pasar a la acción. Leo se
encaramó al borde del tanque y lanzó hacia el cen-
tro de la superficie, justo encima del calamar, la so-
lución abrillantadora.
Tras un cegador fogonazo, el agua adquirió el
aspecto y el movimiento de una hoguera. Resplan-
decía y centelleaba, como si la iluminaran cien soles
a la vez.
Cuando la luz se intensificó, el calamar gigante
dio un salto y empezó a parpadear como loco. Lue-
go se puso rígido y subió flotando a la superficie.
—¡Ahora! —exclamó Tran.
Leo y la doctora Allsop bucearon hasta el fondo
del tanque. El agua estaba cada vez más caliente. La
luz era tan deslumbrante que apenas veían nada.
Sin embargo, habían memorizado la ubicación del
maletín, de modo que nadaron a ciegas, pero sin
vacilar, hasta donde se hallaba. En el fondo del tan-
que el calor era muy intenso. Ambos alcanzaron el
maletín al mismo tiempo y, con un elegante giro del
cuerpo, tiraron de él y nadaron de regreso hacia la
superficie.

213
Tras otro rápido movimiento, Sal y Tran cogie-
ron el maletín y ayudaron a sus compañeros a sa-
carlo del tanque. Leo y Andrea salieron también del
agua y se dejaron caer al suelo, jadeando por culpa
de ese calor infernal. Se cogieron de la mano con
la que antes aferraban el maletín, entrelazaron los
dedos y se miraron, aliviados.
—Buen trabajo —dijo Bursar Tran.
—Bravo —añadió Sal Genus.
Tras recuperar el cuadrilátero, la barra de lim-
bo y las anguilas, les dieron tiempo a las criaturas
marinas para que se recuperasen.
—Ellas no tienen la culpa —dijo la doctora All-
sop—. Solo estaban haciendo lo que la evolución les
ha enseñado a hacer.
Durante el trayecto de vuelta a la CIA, perma-
necieron los cuatro en silencio. Poco a poco iban
asimilando la enormidad de lo que acababan de
conseguir, y lo cerca que habían estado de fraca-
sar. Cuando por fin llegaron a las instalaciones de
la CIA, ya estaba amaneciendo. Bajo las primeras
luces del alba, aparcaron la camioneta y entraron
en el edificio con el maletín que contenía los docu-
mentos de la Compañía de Inventos Asombrosos.
—Dejadme comunicar al director Baldybob que
hemos recuperado los documentos —dijo Bursar
Tran—. Convocaré una reunión general extraordi-
naria dentro de una hora. Todo el personal debe

214
asistir obligatoriamente. Puede que sea un buen
momento para…
Sal terminó la frase.
—Para revelarlo todo, para exponer los hechos
de manera que todo el mundo pueda examinarlos
con rigor.
Leo asintió. Sabía de sobra lo que tenía que
hacer. Regresó al laboratorio para hacer copias
del documento confidencial en el que Baldybob
detallaba su despreciable visión de futuro para
la CIA y sus indignantes opiniones sobre los em-
pleados. Hizo cientos de copias y escribió en cada
una de ellas «Datos relevantes para el análisis».
Debajo dibujó una carita sonriente, cosa que no
era muy habitual en él; fue porque estaba de muy
buen humor.

215
Una hora más tarde, los empleados volvieron
a reunirse en el Salón de Actos. En el aire flotaba
cierto entusiasmo, como si los empleados de la CIA
intuyeran todos a una que los esperaba una solución
a la crisis.
El director Baldybob se dirigió a la parte delan-
tera del escenario y levantó los brazos para pedir
silencio. Cuando el público se calmó, empezó a
hablar.
—Compañeros —dijo—, me alegra comunicaros
que, gracias a mi intenso trabajo y a una estrategia
planificada hasta el más mínimo detalle, hemos
recuperado todos los planos y diseños de la CIA. ¡La
CIA vuelve a estar a salvo!
El público empezó a aplaudir, entusiasma-
do. Baldybob aguardó unos instantes y después
sonrió.
—Sí, sí, un nuevo gran éxito por mi parte, pues
he sabido manejar la situación de forma tan há-
bil como efectiva. Otro triunfo más en mi larga lista
como líder de esta institución. —Hizo una pausa an-
tes de continuar—. De hecho, y aunque mi intención
era mostrar la versión completa de mi nuevo plan
de negocios en la cena de empleados de Navidad,
esta es una buena oportunidad para ofreceros un
pequeño avance. —Señaló hacia un lado del esce-
nario, donde esperaba Edward sentado delante de
un portátil—. Adelante.

216
Edward pulsó una tecla y descendió ante ellos
la pantalla de un proyector. En ella apareció la cara
de Baldybob y, encima de su cabeza, la frase: «¡Los
jóvenes son lo más!». Y entonces empezó la proyec-
ción. Durante los dos primeros minutos, el director
Baldybob habló, dirigiéndose a la cámara, sobre los
jóvenes e internet. Parecía muy ansioso por sonar
moderno y utilizaba expresiones como «tormenta
en redes sociales» y «chapsnat».
Con una sonrisa de medio lado, Edward pul-
só otra tecla y algo ocurrió en la grabación. Dio la
impresión de que se deformaba, la pantalla quedó
en negro un instante y enseguida surgió una nueva
imagen. Era Pip Poblet, que estaba leyendo el docu-
mento confidencial: recitaba lo que Baldybob había
escrito sobre sus empleados, pero también la nueva
declaración de objetivos del director y su gran plan
para transformar la CIA.
Justo entonces, ocurrieron tres cosas. Leo paseó
entre los empleados y les entregó los documentos
que confirmaban lo que estaban viendo. El director
Baldybob, que no quitaba ojo de la pantalla, empezó
a ponerse más y más pálido. Luego echó a correr
hacia Edward, como si se dispusiera a atacarlo, pero
al final se lo pensó mejor y abandonó primero el
escenario y luego el edificio. Por último, después de
haber visto las imágenes y haber leído los documen-
tos, los científicos se pusieron en pie y empezaron

217
a gritar cosas como «¡Qué vergüenza!», «¡Menudo
escándalo!» o «¡Baldybob dimisión!». Alguien corrió
hacia el escenario y pidió a voz en cuello que se
nombrara a Bursar Tran nuevo director de la CIA
con efecto inmediato. Los gritos de aprobación de
los demás científicos resonaron por toda la sala.
Fue todo muy estimulante y un poco caótico,
nada que ver con el funcionamiento habitual de la
CIA. De hecho, algunos de los científicos estaban
tan abrumados que abandonaron el salón arras-
trando los pies y regresaron a la comodidad de sus
agradables y silenciosos laboratorios.
Entre esos científicos estaban Leo y la docto-
ra Allsop. Caminaban por el pasillo, mirándose tí-
midamente, la mano de uno de nuevo rozando la
mano del otro.
—¿Leo? —dijo la doctora Allsop con voz dulce.
—Emm, ¿sí, Andrea?
—Ahora que todo esto ha terminado, creo que
deberíamos celebrarlo. Solos tú y yo. ¿Qué te parece
un pícnic?
—Me parece muy buena idea ¿Cuándo? —pre-
guntó Leo, volviéndose hacia ella.
—¿Por qué no ahora mismo? Conozco un rin-
cón precioso en el parque. Podríamos llevar una
quiche y una ensalada.
—¡Fantástico! —dijo él, entusiasmado. Luego
hizo una pausa—. Me pregunto si existe la forma

218
de inventar una manta de pícnic que mantenga las
moscas lejos de la comida. —Frunció el ceño, pero
enseguida sonrió—. Ya sé, solo tengo que pulverizar
unas cuantas mantas con la solución desmosqueante
adecuada: a ver, ¿qué es lo contrario a «cosas que nos
mosquean»?
Leo le soltó la mano a Andrea y echó a andar
hacia su laboratorio mientras pensaba a toda velo-
cidad en las posibilidades.
—¿Y nuestra celebración qué? —preguntó la
doctora Allsop, con la mosca detrás de la oreja—.
¿Qué hacemos con el pícnic?
Pero ya era demasiado tarde: Leo McGuffin, di-
rector técnico en la Compañía de Inventos Asom-
brosos, estaba absorto en sus pensamientos y ya
muy lejos de ella o, mejor dicho, de todo el mundo.
Tan absorto, de hecho, que ni siquiera oyó a la doc-
tora Andrea Allsop gritar en el pasillo, tras él.
—¡¡McGuffiiiiiiiinnnnnnn!!

219
Cuando quieras saber, lee.
Cuando quieras reír, lee.
Cuando quieras pensar, lee.
Cuando quieras crecer, lee.

Cuando quieras leer, lee.


Compañía de Inventos Asombrosos
En la Compañía de Inventos Asombrosos, la Compañía de Inventos
CIA, los mejores y más capaces científicos Asombrosos
y técnicos se encargan de cumplir los
sueños de sus clientes. ¿Quieres ser más
Dave Leys
simpático, ver en la oscuridad, volar o tener
un brazo extra? Ningún problema, el jefe
del departamento técnico, Leo McGuffin,
encontrará la manera de hacer tu deseo
realidad. Sin embargo, como la ciencia no es
magia, dar con la fórmula adecuada requiere
de una investigación. Así, Leo McGuffin y su
becario de nueve años, Edward, se toparán
con un verdadero reto cuando reciban el

Dave Leys
encargo del anodino señor Mumble y, gracias
a él, destaparán un gran secreto que podría
hacer temblar los cimientos de la compañía.
XX9788417894696
TKM000857

Ilustraciones de Shane Ogilvie

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