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Territorios en el Acompañamiento Terapéutico. Kuras, S Resnizky.

Letra Viva 2005

CAPÍTULO VII
VULNERABILIDAD ADOLESCENTE

El Acompañamiento Terapéutico surge en Argentina en la década del 70, como


una alternativa de refuerzo para el tratamiento de adolescentes adictos.
Comportamientos de riesgo, transgresiones y autodestrucción fueron determinantes a la
hora de comenzar.
Una década de destrucción, de amordazamiento, de desapariciones, fue el
escenario donde, paradójicamente, surge con convicción la idea de acompañar los
desbordes adolescentes, contener sus excesos y escuchar su sufrimiento. No es una mera
coincidencia que el comienzo de esta práctica clínica estuviera enlazado a uno de los
momentos vitales de mayor turbulencia pulsional, disloque emocional y desafíos
(resistencias) a las propuestas asistenciales.
De ahí las características épicas de los primeros tiempos, en los que un repertorio
de variantes de contención fundó una modalidad de aproximación terapéutica que, más
tarde, llamamos clínica de la impulsividad.
El propósito era crear condiciones de amparo y sostén, ofrecer algún borde que
ordene; sujetar con presencia y escuchar, sobre todo escuchar. Con esas coordenadas
como referentes, surge para aquellos jóvenes librados al poder de la desconfianza, del
exceso y del déficit la propuesta del Acompañamiento.
Cuando las pertenencias institucionales están jaqueadas y las perspectivas
personales amenazadas también por sismos emocionales, el desafío de reconstrucción es
altamente complejo.
Nada más acertado, para aludir a lo que ocurre en la pubertad, que llamarlo
metamorfosis. “Hay una verdadera metamorfosis subjetiva —sostiene Lidia Scalozub—
que implica generar nuevas representaciones para lo novedosamente presentado, nuevas
marcas”1
Coincidimos con Julio Moreno en que “el resultado del impacto entre la verdad
puberal y la estructura infantil permite distinguir tres modalidades de devenir en este
tránsito”. “Lo puberal puede configurar: un acontecimiento, un trauma o una
catástrofe”2. “En el primer caso, la adolescencia como acontecimiento, como lo nuevo
que adviene, implica un cambio suplementario de la estructura que determina al sujeto,
un cambio de discurso y de lugares donde transcurre la sexualidad.”3
El segundo decurso posible es que la emergencia de lo puberal genere una
catástrofe. La fractura psíquica produce un derrumbe. “Podría pensarse el devenir
catastrófico de la adolescencia como un colapso producido por marcas que no circulan e
impiden ligaduras”.4

1
Scalozub, Lidia, “ Una adolescente: los des-tiempos generacionales”, en Jornadas Marcas de época en
el psicoanálisis con niños y adolescentes. Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires, 2005.
2
El Dr Moreno refiere haber aplicado de un modo diferente los conceptos de acontecimiento, trauma y
catástrofe descriptos en un trabajo de Ignacio Lewkowicz.
3
Moreno, Julio, “Pubertad. Historización de la adolescencia”, en Cuadernos de la Asociación
Psicoanalítica de Buenos Aires Nº 1, Dpto. de Niñez y Adolescencia.
4
Ibidem.

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Una tercera posibilidad, es que la irrupción de lo perturbador genere un trauma.


En ese caso, se “inhibe el tránsito a lo novedoso, por estar el aparato todo ocupado en
prevenir la perturbación”.5
Sobre los factores propios de las clásicas oscilaciones adolescentes, en los últimos
tiempos se fueron introduciendo variantes epocales que vulneran más aún la
subjetividad adolescente. Su condición de pasantes sitúa a los jóvenes en un lugar social
marcado por el poco compromiso y el arraigo lábil.
Esta identidad de pasantes que la sociedad les adjudica, los habilita a su vez para
posicionarse sin demasiada implicación en sus vínculos, en sus proyectos, en sus
tratamientos. La constancia, la continuidad, los procesos están devaluados y fueron
sustituidos por lazos efímeros, ocasionales, puntuales. La falta de contratos firmes y
estables, dejó de ser exclusivamente una cuestión laboral para pasar a ser una manera de
desalojar a los jóvenes del entramando social al que pertenecen.
Sabemos que la falta de un rumbo claro y definido es propio de la adolescencia.
Pero, en la actualidad, esa errancia adolescente6 se ve potenciada por una falta de
hospitalidad de las instituciones que clásicamente fueron referentes y soportes del
mundo adulto. Crecer en un contexto adverso, que no convoca a sus adolescentes, afecta
las posibilidades de construir un proyecto vital. Una realidad que no ofrece mínimas
condiciones de estabilidad, expone a sus adolescentes dejándolos al margen de un
protagonismo productivo, desperdiciando el aporte potencial de su vitalidad.
Excesos y desmedida son una marca de nuestra época. Con estos
comportamientos tóxicos, los adolescentes buscan aliviar y anestesiar transitoriamente
sentimientos de vacío, de impotencia, de sufrimiento. Es fundamental ayudarlos a trazar
algún borde para evitar los desbordes constantes de las patologías autodestructivas más
acuciantes como la bulimia, la anorexia, el alcoholismo, las conductas violentas y otras
adicciones.
Consideramos que la sensación de prescindencia de la que son objeto hoy los
adolescentes, favorece actitudes de resignación en algunos casos, de transgresiones y
marginalidad en otros. La droga, en muchos casos, es un modo patológico de llenar el
vacío, un modo de transitar ese estado psíquico al que denominamos “sin rumbo”.7
Darles un lugar a los jóvenes es ofrecerles posibilidades más auspiciosas que las
de estar “en tránsito, en espacios inflamables”. No podemos exponerlos a tanto riesgo,
engañarlos y entretenerlos con pasantías indefinidas. Aún bajo los efectos traumáticos,
producidos por descuidos y negligencia (catástrofe de Cromagnón), corresponde la
pregunta sobre nuestra responsabilidad de ser sostén activo de tanta adrenalina y tan
poca ilusión.
Nos atañe intervenir y proteger haciéndonos presentes, no a la hora del
desmoronamiento y la asfixia, sino escuchando su escepticismo, alentando al desafío,
siendo solidarios y más comprometidos con la búsqueda de referentes identificatorios.
“Las actuales condiciones de producción de subjetividad: la dispersión, la
fragmentación, el desgarro, la desligadura, la aceleración generan una clínica con
múltiples formas de sufrimiento. Esto refuerza la idea de considerar Adolescencias en
contraposición a la adolescencia como categoría unificante. Algunos pacientes
adolescentes padecen angustia de no-asignación, sentimientos de indefensión, inermidad
traducidos en pánico o en conductas agresivas e impulsivas… En otros jóvenes, el

5
.Ibidem.
6
Bisson de Moguillansky, Ana. “Errancias adolescentes: exilios y desexilios”. Revista APdeBA Vol.
XXIII. Nº 2. 2001.
7
Mauer, Susana; May, Noemí, “La actual coyuntura y su impacto en los adolescentes”. Artículo
publicado en Diario “La Nación”, 4/3/2002.

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empobrecimiento de la capacidad de fantasear es considerable, el registro de la angustia


es ignorado y solo aparece la acción en lugar del pensar. Surge una situación traumática
desde el afuera a través de las nuevas condiciones del lazo social, y también desde
adentro del adolescente por los cambios corporales, la ebullición pulsional y la
variación de la apoyatura del cuerpo.”8
La adolescencia es un momento vital propicio para la fractura psíquica. Es por
ello que los adolescentes necesitan especialmente lazos confiables para soportar la
precariedad de las regulaciones narcisistas propias de esa etapa de la vida. Esto resulta
complejo por el conflicto que se desata en ese momento con los representantes del
mundo adulto.
Los adolescentes también buscan remarcar diferencias y fronteras con el mundo
adulto a través de marcas identificatorias no descartables como los tatuajes y el
piercing. Se trata de inscripciones y agujeros en la piel, grafittis indelebles que perduran
y nadie puede borrar.
En la práctica clínica con adolescentes que presentan patologías graves,
encontramos que la descompensación y el quiebre emocional que allí se desencadena
trae una historia silenciosa que lo antecede. Aún así, el relato manifiesto que acompaña
la consulta está, como decía Piera Aulagnier, fechado, y enlazado a alguna frustración
amorosa, laboral, académica, social.
“Limitada entre los espacios esencialmente negativos del ya no de la infancia y
del todavía no de la inserción adulta, la temporalidad adolescente tiende a replegarse
sobre la inmediatez, el presente. El aparato se ve inundado de actualidad. Por una parte,
los cambios corporales puberales y las nuevas demandas sociales no son incluibles sin
ruptura en la historia previa; por otra, la caducidad de esa misma historia… devuelve su
actualidad a las marcas. Perdida la distancia simbólica que las constituía en,
efectivamente, pasadas, en lugar de aparecer en la rememoración, en el síntoma, en las
formaciones del inconsciente, tenderán a emerger en lo actual, en lo inmediato, en la
acción.”9

Modos de intervención en la clínica


Disloques en la dimensión temporal, desgarros para duelar, tendencia a los
cortocircuitos en detrimento de la actividad reflexiva, caracterizan la crisis adolescente.
La exigencia de trabajo psíquico por la que deben atravesar los adolescentes, se ve, a
menudo, interferida en su posibilidad de metabolización. En este sentido, cuando el
nivel de desectructuración es significativo, el valor organizador de la trama psíquica que
aporta el equipo terapéutico es clave.
En lo que se refiere al tipo de vínculo transferencial que entablan con los
Acompañantes Terapéuticos, podemos decir que los adolescentes, más allá de la
singularidad del caso por caso, reciben a los Acompañantes, por ser, —en general, de
su misma generación—con menor resistencia que la que les generan los adultos.
Aun así la intensidad, como temperatura propia de los adolescentes, se expresa
también en la transferencia. Desconfianza, rabia, ilusión, escepticismo, se despliegan en
el campo transferencial generando a su vez, en el acompañante fuertes sentimientos

8
. Selener, Graciela, “Pensando la adolescencia hoy” VII Jornada del Depto. de Niñez y Adolescencia, de
la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires. Marcas de época en el Psicoanálisis con niños y
adolescentes, Buenos Aires, 2005
9
Leivi, Miguel, “Historización, actualidad y acción em la adolescencia” Revista de la Asociación
Psicoanalítica de Buenos Aires Vol XVII, Nº3, 1995.

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contratransferenciales. Es fundamental tener presente que la dimensión del riesgo, las


dificultades de anticipación y la inestabilidad propia de la dinámica adolescente, los
exponen y vulneran especialmente. El lenguaje de la actuación es predominante.
Ocurre también que el compromiso con el tratamiento es muy oscilante. Por
momentos la implicación subjetiva es fuerte y en otros, las resistencias ponen en peligro
la continuidad de la tarea. El equipo tratante tendrá que cuidarse en la regulación de las
expectativas relacionadas con recursos del paciente. Para ello, las supervisiones y
reuniones de equipo serán un referente necesario para disminuir tanto posibles errores
técnicos, como situaciones de desgaste en el vínculo, deserciones o incluso, actuaciones
por parte del Acompañante Terapéutico.
En el trabajo con adolescentes, todo el equipo tiene que ser paciente, para
enfrentar tanto las dificultades propias de la desestabilización que plantea ese momento
vital, como los desafíos propios de las patologías graves.
El mismo día en que cumplía 18 años, Pancho intentó matarse. Pancho no murió.
Preso de una desesperación insoportable se internó en el mar. Ahogado en angustia, se
hundió en un intento de suicidarse, buscando huir de su tormento psíquico.
Un barco pesquero, de aquellos que en las madrugadas tiran redes para traer a la
costa la pesca matutina, encontró a Pancho casi inmóvil, helado, próximo a la muerte.
Fue esa la primera red de contención que lo devolvió a la vida.
Algunas maniobras médicas de rescate en un hospital con cuidados intensivos
compensaron el estado clínico de Pancho y lo reintegraron a la realidad con el rótulo de
fuera de peligro.
¿De qué peligro estaba a salvo? ¿A quién ahogó? ¿Qué de él sobrevivió?
El impacto de este acontecimiento en su entorno fue enorme. Antes nadie había
registrado en su familia señales de riesgo, avisos que indicaran que Pancho estuviera
atravesando una conmoción emocional intensa. En ese estado de estupor llegan a la
consulta. Toda la familia presentaba un cuadro de paralización en su posibilidad de
pensar. Bloqueados en sus recursos de metabolización del intento de suicidio, piden
auxilio.
El equipo que respondió a esta emergencia, casi en forma refleja, estuvo
conformado por un psiquiatra y coordinador de los tratamientos de abordaje múltiple
que entrevistó a los padres y una Acompañante Terapéutica que acompañó a Pancho
durante aquella primera tarde.
La Acompañante Terapéutica fue recibida por Pancho con un intenso abrazo, y un
llanto sostenido que no cedía. En medio de esa congoja incontrolable repetía incansable:
“me maté, ¿viste?, me maté”.
La Acompañante Terapéutica era el “salvavidas” de la escena, algo de qué
agarrarse, una “vía facilitada” para des-ahogarse.
Una escalofriante sensación contratransferencial de extrañamiento predominaba
en la Acompañante Terapéutica. Impresiones que lindaban con lo siniestro, generaron
una atmósfera emocional singular. Se conjugaban allí, una cercanía propia de relaciones
de mayor intimidad, con una ajenidad y distancia más afín con aquello desconocido, es
decir, que no nos resulta familiar.
La masividad del involucramiento transferencial, sumado a la prematurez con que
tal entrega ocurría, hicieron pensar que, tal como Bion lo describe, estábamos frente a
una transferencia con características psicóticas.
La misma desesperación que lo llevó compulsivamente a ahogarse, lo desbordaba
en su des-ahogo. Pancho aún en estado de shock, era, predominantemente, temblor y
catarsis. Parecía estar luchando en su interior, sólo, descarnadamente. La convicción de

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que sus conflictos eran irreversibles lo empujaba a la muerte. No podía asumir sus
tironeos afectivos, encararlos, resolverlos. Era mejor morir para escapar.
El acompañamiento comenzó así, de un modo abrupto, sin conocer, sin entender
nada. Más aún, el Acompañamiento Terapéutico era en un principio, fundamentalmente,
presencia. Aferrado literalmente como una garrapata, buscaba casi con desesperación
contactarse con la Acompañante. También hablaba, lloraba, evocaba palabras sueltas,
frases entrecortadas, algunos nombres. Un discurso inconexo, falto de coherencia pero
no porque las ideas que balbuceaba fueran delirantes, sino porque su decir estaba aún
desmembrado. No se podía aún rescatar allí un texto.
Recién algunos días más tarde, con tantos hilos sueltos se pudieron tejer las
primeras hipótesis del factor desencadenante del intento suicida: al egresar del colegio
secundario, Pancho dejaba atrás una historia secreta de cuya clandestinidad no podía
salir.
Prisionero de un pánico homosexual agudo, creyó encontrar en la idea de matarse
una solución al vértigo psíquico que le producía sentirse fuertemente atraído por un
preceptor de la institución escolar a la que concurría desde los 13 años.
La graduación, la mayoría de edad, el despegue de la vida escolar que hasta
entonces lo sostenían, fueron algunos factores convergentes que incrementaron sus
impulsos autodestructivos.
Sin rumbo, sin perspectiva de futuro y sin fuerza, Pancho expresó su
desesperación buscando desaparecer. No pudo valerse de representaciones que
metaforizaran sus dificultades. Un ocultamiento fallido, una lucha para devastar una
realidad insoportable, excluyéndola del espectro de lo posible, lo llevaron hasta el
límite.
“Llamamos traumáticos —dice Freud— a las excitaciones externas (internas) que
poseen fuerza suficiente para perforar la protección antiestímulo”.10 Una alteración
significativa en la economía libidinal deja al aparato psíquico anegado (exceso de
cantidad). Un “anegamiento” en acto, sin palabra, sin atenuantes, fue paradójicamente el
comienzo de un largo trabajo psíquico que en la transferencia llevó a Pancho a
preguntarse y problematizarse en la esfera psíquica.
Hubo tres momentos clave dentro del tratamiento:
a) El primero lo llamamos “el desahogo emocional”. El clima era de shock,
impacto e inundación de angustia automática. El avasallamiento cuantitativo no
permitía más que catarsis. Contener semejante irrupción de cantidad fue esencial en los
inicios del abordaje clínico.
b) Ubicamos un segundo movimiento cuando Pancho pudo salir de la posición de
sobreviviente para recuperar su condición de sujeto. Progresivamente fue tomando
contacto con Eros a la vez que lentamente se distanciaba de aquella vivencia
autodestructiva extrema. Entonces fue posible ayudar a Pancho a vehiculizar sus
preocupaciones, dificultades y angustias descentradas del factor desencadenante.
c) El tramo de cierre del acompañamiento coincidió con una actitud de apertura
de Pancho para poner en marcha nuevos proyectos. Fue ubicando sus prioridades,
eligiendo sin exigirse desmedidamente, y pudiendo muy lentamente volver a pensarse
en perspectiva. Como decía Piera Aulagnier, tuvo que construir un pasado, para poder ir
hacia el futuro. Y muy lentamente, con tropiezos y esporádicos altibajos, fue intentando
concretar algún proyecto viable.

10
Freud, Sigmund, (1920) Más allá del principio del placer, Amorrortu, Buenos Aires, 1996.

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¿Qué define la indicación terapéutica de acompañamiento?


Si bien aunque insistimos en el uso creciente del acompañamiento en patologías
graves, no siempre, que se nos presentan situaciones clínicas con adolescentes en riesgo,
sugerimos su inclusión. Adherir a un modelo de pensamiento y de trabajo no
necesariamente supone implementarlo en su totalidad, menos aún desde el comienzo.
¿Cuáles son los factores que definen la indicación terapéutica del acompañamiento?
Ante todo, saber que disponemos de la posibilidad de su intervención es un
respaldo significativo para psiquiatras, psicoanalistas y profesionales de la Salud
Mental.
Así ocurrió con María Marta (16 años) quien fue obligada por sus padres a
consultar por padecer, según ellos, de anorexia nerviosa desde hacía 3 años.
Habiendo deambulado por tratamientos nutricionales, y por grupos de autoayuda
que resultaron fallidos, los padres aceptaron, con bastante escepticismo, probar con un
psicoanalista.
La familia, muy conservadora en sus costumbres, creencias y observancia
religiosa, prefería optar por una terapéutica cuasi-quirúrgica: “internarla, canalizarla,
alimentarla con suero y terminar con el problema”.
Nunca quedó claro cómo aceptaron una aproximación terapéutica tan lejana y
ajena a sus convicciones. En el momento de la consulta, la paciente presentaba alto
riesgo por la sintomatología asociada a sus trastornos alimenticios (bajo peso,
amenorrea, alopecia, deshidratación, resistencia a alimentarse). En el comienzo, había
que crear un espacio para escuchar la clínica despojada de los rótulos que hacían de esta
adolescente una anónima “anorexia de libro”.
Estar disponibles como psicoanalistas para generar un campo de trabajo en el que
se “deconstruyen” diagnósticos y estereotipos convincentes resulta un proceso complejo
y enmarañado.
A los psicoanalistas nos sucede con frecuencia que, a la hora de trazar los
márgenes de un posible campo clínico, no podemos dar cuenta cabalmente de cuáles son
las razones por las que optamos por una determinada estrategia de abordaje.
Parafraseando a Octave Manoni, diríamos “no sé por qué, pero aún así...”.
Y, sin saber por qué, pero aún así, María Marta comenzó su análisis. Ella y su
psicoanalista estaban dispuestas a crear un espacio transferencial apto para trabajar
psíquicamente. Sin instalación de la transferencia no habría habido paciente, ni
dispositivo posible con alguna chance de trabajo. Y más aún, creemos que de no haber
partido de este punto, muy posiblemente, este tratamiento hubiera sucumbido
rápidamente, sumándose a la lista de los fracasos anteriores.
La idea original era generar con María Marta un vínculo mínimamente confiable
para luego diversificar la red de contención. Se contempló el trabajo de acompañantes
terapéuticos en la estrategia clínica. Es decir, que hubo un diseño virtual que,
atendiendo al timing difirió su concreción.
Poco después de comenzar el análisis, se hizo más claro que estábamos en el
terreno de las neurosis. Una paciente, “una joven histérica”, habría dicho Freud, se
presentaba desplegando floridamente su alteración alimentaria. Por cierto, una variante
actual en el modo de sintomatizar, en este caso, conflictos neuróticos.
Aun con cierto riesgo, el primer movimiento clínico se orientaba a ubicar el
problema en el terreno psíquico. Recién cuando la escena de la balanza pasó a la cabeza,
comenzaron a esbozarse algunos de los motivos que a esta joven “le pesan en su
mente”. El sobrepeso del empuje pulsional adolescente le resultaba intolerable. Las

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formas, los volúmenes, la sexualidad y el crecimiento quedaban casi desmentidos,


borrados del cuerpo a través del control omnipotente de la alimentación.
De alguna manera, esta paciente estaba atrapada en una relación edípica, en la que
el padre aparecía como “amo idealizado” y poderoso a quien ella seduce y completa con
sus síntomas; un amo ante quien ella puede reinar. Prisioneros de un pacto endogámico,
no había en esta dinámica familiar, espacio para lo ajeno, lo exterior. Lo extranjero, que
pujaba por aproximarse, como por ejemplo eventuales novios de las hijas, eran
rápidamente “adoptados” como nuevos hijos.
Generado un ámbito privado y discriminado de trabajo, la paciente vivió con
cierto alivio no sentirse acosada por prescripciones y derivaciones urgentes. La
“eficacia” posible de abordajes múltiples implementados en forma inmediata se
postergó, buscando comprometer a la paciente como protagonista. Recién en un
segundo momento, María Marta pidió una nutricionista que arbitrara en relación con la
alimentación, un tercero, un referente que pautara, orientara y cuidara desde esa
perspectiva.
Así se implementó la consulta con una nutricionista y las mejoras en la
recuperación del peso fueron graduales y progresivas. No ocurrió lo mismo con la
angustia de la madre, quien comenzó a tener una actitud algo intrusiva en el análisis de
su hija.
Frente a la conducta invasora de la madre y su acoso, tanto a su hija, con comida,
como a su analista, con incontables llamados telefónicos, se hizo evidente que la
contención resultaba insuficiente. Una posible prescripción era introducir un
acompañante que filtrara y regulara la tensión creciente en el vínculo madre-hija, sus
cortocircuitos y mutuos malos tratos. Pero, otra opción era derivar a la madre para que,
en un espacio psicoterapéutico propio, pudiera metabolizar (digerir) mejor esta
situación, interfiriendo menos en el tratamiento de esta joven.
Una de las razones por las que optamos por esta segunda variante, fue la
insistencia —inconsciente, por cierto— de la madre en mantener un clima de alerta, de
catástrofe inminente que entorpecía la evolución de María Marta.
La red se amplió, pero apelando a un recurso diferente al previsto. La decisión de
no reforzar la atención de María Marta ayudó a descomprimir la presión que ella tenía
sobre sí. A su vez, el apoyo psicológico a la madre produjo efectos de mayor distensión
en la dinámica de la interacción del binomio madre-hija.
A lo largo del tratamiento, nunca se descartó la posibilidad de trabajar con
acompañantes terapéuticos, aunque tampoco se concretó tal inclusión.
Durante el primer año de trabajo, las mejoras fueron significativas. La paciente
colaboraba, comprometida con su tratamiento; ya no estaba en riesgo. Su resistencia era
menor. El clima de trabajo era de más reflexión y menor nivel de actuación. Dado que
no se plantearon descompensaciones, el seguimiento nutricional se fue espaciando y el
dispositivo se restringió, dando continuidad a su análisis personal.

Bibliografía

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