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buscándose l a vida en una pampita ingrata y ventoleada. Los changos llenábanse la boca con harina tostada.

— ¿ T e lo descargaré? —Comeremos —dije y desaté los tabes de la lüclla.


—Bueno. ¡Ojitos para ver! ¡Narices para hacer desear! E l olor
Los changos se acercaron al costal. cilio del queso era el m á s provocador. ¡ Aún me acuerdo d
Chutuska y la Rosario guardaron las hachas que ha- olor de esos quesos de cabra que comimos juntos, de noc
bían traído al hombro. Rodolfo puso a buen recaudo lacuando volvíamos del trabajo! ¡Yo hasta entonces no s
barreta tomada de orín. bía lo que era el trabajo bruto! ¿ P o r qué no había d
— E n t r é g a m e el costal, patrón, que me tengo que i r .trabajar yo como un obrero? ¿Qué corona cargaba?
Y a se me ha hecho la oración y mi rancho está lejos. L a fragancia del café se desparramó, como cuando
—¿Lejos? una pieza se hace trizas un frasco de loción.
— B i e n lejos. Velay, trastornando aquel cerro. —¿Comeremos, changuitos? Ahora les voy a conv
Y señaló un cerro cuya enorme mancha negra pareí-ía dar yo.
llegar hasta el cielo. Cargaba yo un puñalito churrasquero en la bocaman
Le regalé un peso. P a r a agradecerme se quitó el enor- chaleco. L o resbalé. P a r t í un quesito. E n la punta d
del
me ovejón. cuchillo ofrecí sendos pedazos a Chutuska y a Rosar
—Pronto he de pegar la vuelta. E n el Salar nos hemosAlargaron l a mano y respondieron concertadamente.
de encontrar. —Gracias, señor.
Y al trote, al trote largo se alejó en pos de su recua —Hay bollos, también —les dije—; el pan ha de íl-
de vacío. eon su compañero el queso.
E n la Ilicila o mantito de Rosario pusimos los artícu- ¿Desde cuándo no comían pan, no pan blanco, pa
los comprados. Percibíamos ya el olor del queso de cabra, moreno y áspero? ¿Desde cuándo no probaban queso? M
el grato aroma del café, la fragancia de l a yerba mate. tostado, mote, una vianda de harina, charqui, piri y coc
Habíale entregado yo una lista al salinero; en dichacoca, durante todo el santo día.
lista figuraban latas de sardinas. A la luz rojiza de aquel fogón campesino me miraba
E l Salar Grande, frígido y cercano, era invadido por los changos.
las sombras. Chutuska encendió, fuego en una ramadita —-Ahora les toca a ustedes. ¿Qué quieren comer prim
que había en aquel rancho de nadie, nuestro realero. Los ro?, ¿galletas?, ¿queso?, ¿ s a r d i n a s ?
changos trajeron ramas secas. —Galletas —dijo José L u i s . r -^t^A'-
—¿Comeremos, tatay? —pregunté a Chutuska, no bien —Pan —contestó Rodolfo.
las llamas encendieron nuestras caras. —Pan y queso —respondió Juan de Dios.
Nos veíamos. Estábamos en cuclillas, a la redonda de —De todo les convidaré.
un humilde fuego campesino que nos quitaba el frío. Repartía yo y mataba mi hambre con una mano.
Chutuska no contestó. —¿Qué tal?
—¿Comeremos, señoray? —dije alegremente a la ma- — E s t á n buenos.
dre de mi hijo. Tampoco respondió. No comían de prisa. Chutuska sacó de la boca el bo
¿Qué podían ofrecerme ellos, allí, en ese miserablellón de su acuyico y lo puso a su vera, en el suelo terriz
rancho de finado? ¿Coca? ¿Rosetas de maíz rubio? ¿ U n ¡Qué sabroso, qué rico, hallaba yo ese quesito de c
trago de alcohol, un pedazo de charqui viejo, jugoso comobra, duro y oloroso! ¡Cómo me sabían a pan blanco,
«uela de ojota tirada al sol ?
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Í
pan de regalo, aquellos bollos campesinos, que al pasar Y o había dicho "mi hijo". ,
raspaban! E n la puna les dicen raspabuches. ¿Quería hundirme el puñal en el pecho?
—¿Qué tal? —Ies preguntaba yo, con l a boca llena, L u e g o . . . , se le cayó el arma de la mano.
comiendo de prisa, como quien ha jugado una apuesta y ¡Qué iba a hacer el pobre salinero viejo!
teme perderla. —Mirá, Chutuska —le dije— me has ensuciado el c u
— E s t á n buenos —respondían. chillo.
— ¿ E s t á n buenos? Me alegro. Tenemos provisiones Sus ojos encendidos, en una mirada decían lo que s
para varias noches, ¿no? labios no atinaban a decir: " E n tu cuerpo se ensuciaría
—Así será, pu', señor. " ¿ Q u é has venido a hacer aquí, malvado?", me di
— ¿ T e gustan las sardinas, Chutuska? aquella voz interior, que no me dejaba en paz ni a sol
—Sí, le gustan —contestó Rodolfo. a sombra.
—^Voy a abrir dos latas. Ahora él, el pobre viejo que vivía de su trabajo, pasa
Acomodé la llave y la di vueltas. Ahora estaba yo sen-por un pobre hombre.
tado en el suelo. Convidé sendos pescaditos a los tres changos, em
—^Acérquense. A ver si me ayudan. Y o soy loco por laszando por el menor. E l viejo tornó a sentarse sobre l
sardinas. S i no se apuran, me las comeré yo solo. . calcañares. A Rosario le entregué una lata abierta. ¡Q
—Me gustan los pescaditos —afirmó Rodolfo. comida para tres pobres!
— g u s t a n los pescaditos —repitió Juan de Dios. Sin pensar, vivía yo esta novela, esta historia que co
¿Desde cuando no comían sardinas? Allá, en l a remota puse para no olvidarme de aquella pampa pelada y fr
aldea de la puna jujeña, y en el mostrador de l a tienda de monótona e inmensa, en donde se me agarrotaban
comestibles del turco Abud, solía él, el salinero viejo, abrirmanos y los pies, en donde los ojos se me encendían. A
una lata de sardinas. Una lata para todos. Cogían los nos amigos me dijeron que en ese tiempo yo estaba loco
pescaditos con l a mano y llevábanlos a la boca montados ¿Loco? ¿Loco porque me fui a trabajar como un obrer
en un trocito de pan. a v i v i r como el m á s humilde de los hombres en un pa
¿Desde cuándo no comían sardinas? remoto y viejo? ¿Loco porque fui a buscar a mi hijo,
— A ver, Chutuska, hacé la punta vos. quien yo j a m á s había dado un céntimo?
L e pasé mi puñalito, cuya hoja relampagueó como de- —Chupemos —dije a Chutuska—. Chupemos un po
lante de una llama nerviosa y rojiza. de alcohol, para correr al frío. Y o estoy sintiendo un fr
—Hacé la punta vos, Chutuska. bárbaro.
—^Vos primero, señor. Miré para afuera. E l cielo azuloso y alto se mostrab
No me hice de rogar. ¡Qué ricas me parecieron aque-acribillado de estrellas.
llas sardinas, pescaditos húmedos de aceite, a treinta cen. —¿Vos no sentís frío, Chutuska?
tavos l a l a t a ! —No siento, señor.
Apenas le tocó el turno al salinero viejo, le dije: —¿Tomaremos un trago?
— A ver, convidamelé un pescadito a mi hijo. Destapé una de las chatas de alcohol.
Chutuska tenía mi puñalito en l a mano. Y o v i relam- — E c h á un trago, Chutuska. Dicen que el alcohol ma
paguear la hoja a la luz de las llamas. Se puso de pie. Me el frío y las penas.
pareció que temblaba de rabia. — ¿ L a s penas t a m b i é n ?

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—También.
— ¿ Y desde cuándo?
;—No s é ; así dicen. Me había caído de bruces en el suelo de aquella pie
Bebió con largura, como si hubiera estado al palo mu- fría y oscura. Había dormido con la ropa puesta, con l
-cho tiempo; bebió como beben los que quieren apagar una botines puestos. ¡Qué sueños trágicos t u v e ! . . . Sentí
sed muy grande. puñalito en l a garganta, en el pecho. Chutuska lo emp
— ¡ E h ! ¡ E h ! —exclamaba yo, para atajarle el deseo—.
ñaba; Chutuska era quien venía a pedirme rendición
¡No te la acabís vos solo! cuentas. Y yo, y yo estaba en el suelo, perdido, sin poder
Javier Chutuska pasó la botella a su mujer. L a Rosa- mover. Chutuska era quien me asentaba en la cara, fue
rio echó un trago sonoro. mente, el pie del calzado de ojota y quien repetía: "Pa
—Gracias, señor. que otra vez no a g a r r í s lo ajeno". . . Y o no podía grita
—¡Salud! Yo no podía llamar a mi hijo.
—Ahora me toca a mí, ¿no? Estábamos en el Salar. Yo, caído en el suelo, atolond
— A vos, señor. do por el alcohol. Chutuska excavó una zanja larga com
Bebí. ¿Un trago, dos? Solo me acuerdo de que sentí mi cuerpo, gruesa como el mismo. Sentí que me arrast
on l a boca, en la faringe, en el esófago, en el estómago, ba por los pies y que me botaba dentro de aquélla, co
un ardor terrible: como si me hubiera tragado una pelo- se t i r a en el hueco de un terreno baldío una lata de b
tilla de hierro candente o un chorro de plomo derretido. suras.
E r a alcohol de noventa y cinco grados. . . Y luego sentí en todo el cuerpo un peso enorme. Y
Cuando pasé la botella a Chutuska, yo ya veía doble. boca se me llenó de un sabor de s a l ; y me empezaron
Nunca fui bebedor. Aquello me resultó como un tiro a arder y a llorar los ojos.
boca de jarro. Chutuska era quien r e p e t í a : "Tomá, tomá, pa' que ot
—José L u i s . . . José L u i s —dije—. ¿Vamos a dormirvez no a g a r r í s lo ajeno".
juntos?, ¿querís, hijito? Seneusky estaba a m i lado; sí, era el rubio Seneus
Pero ya el cielo se me venía encima; la quincha el se que se movía enterito, a m i lado. Sentí su mano helad
ladeaba y el piso terrero empezaba a correr. sobre la m í a ardiente.
Repentinamente quedé solo en la cocina, en aquella E r a Seneusky, el del pelo de ruso, de sueco o de dan
cocina en que llameaban unos tizones. Solo. ¿Y Chutuska? A l oído, me dijo: "Compañero, me han enterrado vivo,
¿ Y su mujer? ¿Y Rodolfo y Juan de Dios y José L u i s ? . .aquí
. en el Salar. A usted, ¿qué le pasa?, ¿por qué lo pon
¿ P a r a dónde se habían ido? Me puse de píe y rompí junto a a m í ? , ¿le cortaron l a cabeza?, ¿le pincharon el c
andar, tambaleante, la cabeza hecha un remolino espanto- razón?"
so, por dentro; rompí a andar en derechura de la única Cuando desperté aún me daba vueltas la cabeza; sen
pieza de aquel rancho de nadie. E l cielo azul se me venía una sed matadora. Me puse de pie, me sacudía la rop
encima; se alejaba hacia el poniente negro l a llanura Miré para afuera. Apenas amanecía: como si la mañan
muerta y el Salar blanco y reverberante corría hacia mí, hubiera pegado un bostezo largo y hubiese hecho sonar l
como una enorme mortaja. coyunturas. Se apagaban las estrellas, se iban las somb
Se le estaba cayendo el poncho al día.
— ¡ C h e i ! . . . ¡ C h e i ! . . . —exclamé, al ver a Chutuska

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que se echaba al camino de prisa—. ¡Chei, espérame, mijijeii.elya suelo limpio, como a un^machao a quien lo sa
voy yo t a m b i é n ! a l a rastra de l a chichería y lo dejan en media calle,
Llevaba al hombro su hacha salinera. arriba, para que se duerma mirando las estrellas.
Y a se habían ido la Rosario, Rodolfo, Juan de Dios y Comprendí que a la madre de mi hijo.le vinie
José L u i s . ganas de reír.
Chutuska se iba al trote. A una cuadra, la mujer y — S í . . . , pero rae la han de p a g a r . . .
los changos. Tomé la mano a José L u i s .
Se le caía al cielo el poncho negro. Ningún pájaro — ¿ P o r qué no me recordaste vos, changuito? —le
anunciaba la aurora. Solo el viento pasaba, pasaba, mudo, gunté.
helado, como muerto de sueño. Su manita estaba fría, como nevada.
calé el sombrero; me puse mis dos pujos. N i pensé — ¿ P o r qué? Como un machao me dejaron en e
en lavarme la cara; ni pensé en tomar agua caliente. lo. ¿Y. .
la pava? ¿Y el mate? ¿Y la cebadora?. . . E n la Puna na- Cuando empezamos a pisar la pampa desolada y
die toma mate. Allí entretienen el hambre, la sed, el sue- bre, el sol aparecía rubio, en los cerros cercanos.
ño, el cansancio, el tedio, el dolor, con la coca. —Allá está don Kallpanchay —dijo al improviso R
— ¡ E s p é r a m e , chei! —^torné a repetir. dolfo.^
Chutuska volvió l a cabeza, como amedrentado. Y Juan de Dios asintió, levantando la mano.
Y me acordé de todo lo de mi sueño. —Él es.
Cerca, los burros trabados se estaban quietitos, comoNo me olvidaré j a m á s de aquel salinero de los
los centinelas que bajo la noche helada y negra duermen encendidos por el surumpio; de aquel salinero que
de pie. traba humildemente las manos agrietadas, sangrante
U n enorme brochazo luminoso se corría de orientecanillas a flacas y las mejillas morenas y arrugadas.
poniente. Echéme al trote por aquel camino que se perdía,—Buen día, viejo, ¿qué tal? ¿ T e sentís bien? —le
sin que el que lo mirara se diera cata en dónde y cómo.gunté, no bien llegamos a donde estaba, solo y triste,
— ¿ P o r qué no me despertaste, Chutuska? —creo dormido que bajo su propia sombra.
le dije cuando me le puse al lado—. ¿ P o r qué no me lla- — Y a tengo fiebre, señor.
maste? \a; tiene fiebre •—agregó l a Rosario, después de po-
— ¡ Y pa' qué pu', señor! —^respondió el salinero viejo, nerle la mano en la frente,
—Me has dejado dormir vestido y en el suelo limpio: ¿ Y en dónde pasaste la noche, viejo?
¡yo no sé cómo no amanecí duro! —^Aquicito.
— ¿ D u r o ? Anoche estabas duro y no querías contes- Sobre . unos panes de sal, su cuerpo y sobre el c
tar, señor. i i enjuto y viejo, el poncho puyo, único amigo.
— ¡ C a r a s p a ! jCaraspa, qué alcohol! —^íQué b á r b a r o ! ¿Así que no le tenis miedo a
—Rebajadito está, señor. muerte?
—¿Rebajadito? ¿ A eso Uamás rebajadito, cuando que-— ¿ A la Barchila? A la Barchila, no, señor. Cuando
ma como plomo derretido ? de llegar, que llegue.
Pronto alcanzamos a la Rosario y a los changos. — ¿ E s t a r á llegando? — p r e g u n t ó Chutuska.
—¡Qué bien me la hicieron!, ¿ n o ? . . . Me dejaron dor- —¿ E s t a r á llegando ? —interrogó la Rosario.

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E l salinero de los ojos medio colorados, el de la frente i— L e e s t a r á llegando...
enardecida, contestó con humildad: — L e e s t a r á llegando...
—Cómo será, s e ñ o r . . . E s t a r á llegando. Él abría, abría sus ojos viejos, enardecidos por la fie
—¿Mucha fiebre? bre, para mirarme a su placer.
—Bastantita. Se quedó como había estado: solo, triste, como dorm
— ¿ Y puntada? do bajo su propia sombra. A una mano, a la otra, al fre
—Puntada t a m b i é n ; velay aquí y velay aquí, también.te, dilatábase como una enorme mancha blanca, el Sa
—¡Doble! helado.
—Cómo será, señor. E s t a r á llegando.
Se habla sentado sobre unos panes de sal. Estaba solo Habíame llevado yo, al hombro, el hacha salinera d
y triste, como bajo su propia sombra. A l frente se exten- Kallpanchay. Pensaba trabajar hasta las doce; despu
día monótono y yermo el Salar deslumbrante, el Salar iría en a buscar a la Vilte, acompañado de Rodolfo y de
donde había trabajado desde niño. E n el Salar se le habían
José Luís.
envejecido los ojos, se le habían partido las manos, se le
había arrugado la tez. Ahora era como una lata vacía, Pronto aprendí el oficio. Con el hacha dibujaba cua
drados, triángulos. E x t r a í a trozos de treinta a cuarent
como un cuchillo mangorrero tomado de orín, como una
kilogramos y luego labraba panes parecidos a los que l
osamenta.
braban Chutuska y la Rosario. P e r o . . . ¿iba yo a se
—¡Doble!
salinero durante toda la vida? ¿O estaba loco? Todo, tod
—Doble...
por aquel hijo que no llevaba mi apellido, sí mi sangre;
Agua salobre le dio la Rosario.
todo, para que el niño se fuera acostumbrando conmig
— E s santo remedio —dijo la madre de José.
como se había acostumbrado con el viejo Chutuska. ¿Cóm
— E s santo remedio, tatay —repitió Chutuska.
iba a creer que éste era su padre, cuando no se le pa
E l viejo tenía los labios cárdenos.
cía? Todo, para que el chango humilde y pobre no rom
También le dio friegas en los dos costados.
piera a llorar cuando se viera a mi lado, a caballo, o en
— L a hemos de traer a la curandera, tatay.
tren, o en un coche, o a lo largo de un camino, en u
— A l a Vilte.
pago remoto.
E l viejo se animó y dijo, lleno de esperanza:
— E l l a me ha de sanar. E l l a cura las pestes más bravas.Cuando el sol tornó a apuntar las doce, dejamos d
—^Vendrá l a Vilte a curarte. Y o la iré a buscar —le trabajar.
dije. ¿Qué h a r í a el pobre Kallpanchay, sentado sobre do
—Gracias, señor. ¿Quién sois vos? ¿De dónde estáis panes de sal, solo, enfermo y triste?
llegando ? F u i a donde estaba la Rosario en compañía de su
Agrandaba, agrandaba los ojos para mirarme a hijos. su Sudaba. L a miré a la cara. Algunas arrugas tení
placer. en el cutis moreno.
—Vengo a aprender a trabajar. Vengo de lejos. Comenzaban a agrietársele los dedos: el frío, la sa
— ¿ S e r á s abajeño? Acaso se le pondrían después encendidos los ojos, ence
Las puntadas no le dejaban hablar. Se quejaba como didos como los viejos ojos de Kallpanchay.
un niño. —Mirá —^le dije—, yo iré a buscar a l a curandera..

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No es posible dejar abandonado a ese pobre hombre en- cangrejito
' que vais a tragar, como se traga el mote,
fermo. lo comerá. P a ' l mal del corazón y pa'l mal del estómag
— L e e s t a r á llegando... tomar té de papusa. Y pa' la puna brava, t a m b i é n . . .
— A nosotros también nos ha de llegar l a muerte ypingo-pingo cura el mal de abajo. Se cura el surump
no nos g u s t a r í a que nos dejaran abandonados. poniéndose barro negro de l a orilla del salar alreded
—¡Costao doble! Nadie lo salvará. de los ojos.
—¿Vive lejos? — ¿ Y para el mal de amor? —le pregunté sonrient
—Retiradito. Nos habíamos hecho amigos. Y o le había regalado co
—^Iremos con Rodolfo. Ilista y alcohol y un rebozo negro de lana.
—¿Conocís la casa de la Vilte, hijito? —^preguntó l a — ¿ P a eso?.. . Y o te enseñaré un gran remedio...
Rosario al mayor de sus changos. :—A ver.
—Conozco —respondió Rodolfo. —Después...
—¿Querís i r a traerla? —¿Cuál es?
—Iré. Me miraba ahincadamente con sus ojos hundidos
— A Kallpanchay le e s t a r á llegando... turbios.
—¿Cuál es, señoray?
Años después conocí a la Vilte, l a curandera que no — E n secreto te lo he de e n s e ñ a r . . .
quiso atender al pobre Kallpanchay. E r a menuda y flaca; Me acuerdo de l a V i l t e ; la conocí años después, en s
tan flaca como si las piernas, los brazos, las mejillas, fue- propia casa construida de piedra y t e r r ó n , en la boca
ran de alguna momia. una quebrada rumorosa y umbría. Andaba con el siglo.
Hablaba poco y no reía. Pelo lacio y negro, lustroso — ¿ P o r qué no fuiste a curar a Kallpanchay? —le dije
de puro grasiento. Dientes de corona gastada, tan gasta- — ¿ A cuál? —preguntó, agrandando los ojos para ay
da como hoja de cuchillo mangorrero. dar al recuerdo.
¡Qué sabiduría l a suya! Recetaba según los residuos — A l viejo ese que se enfermó en el Salar.
que dejaba una moneda en los orines del enfermo. — ¿ P a ' qué iba a i r s i y a le estaba llegando?...
V e r t í a los orines en una batea pequeña, de palo; echa-
ba luego una moneda dentro. E l residuo adherido al me- Rodolfo ya nos encontró en el rancho, a la redond
tal, el residuo amarilloso, tornasol, violáceo o blanquizco, de un fueguito de lejía y de tola. Se había hecho la noch
determinaba la enfermedad. Cuando el residuo se presen- Hambrientos y cansados habíamos llegado del Salar. D
taba erizado, decía la Vilte que el enfermo tenía las "siete paso vimos a Kallpanchay. E l infeliz apenas se quejab
fiebres o las siete plagas". Estaba frío, frío, como el aire que nos quemaba la car
Curaba el mal del bulto haciendo comer al enfermo —Vendrá l a V i l t e ; no te aflijas. Pronto vendrá la
un cangrejo v i v o . . . Vilte.
E l cangrejo que había entrado vivito y entero, come- Se había tirado en el suelo como algo que y a está
ría el bulto. punto de no servir para nada.
P a r a el mal de la tierra, comer tierra molida del sitio Movió la intonsa cabeza.
en donde se tomó el mal. —^Vendrá.
— S i , pu, señor, s i tenis mal de bulto en el pecho, el Y Chutuska dijo, despacio:

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112 lis ^ fÜQjoíía y U í r o .
—Se está por c o r t a r . . . loco, loco de remate, en aquella ocasión, cuando me t i r é
Y su mujer: dormir como un infeliz, sobre un cuero de llama que olí
—Heladito se ha puesto. a hembra en celo.
L a noche se le venía encima de los ojos, como una ¿ E s t u v e loco? ¿ F u e l a mía una humorada de mal g
gran sombra negra. Y él la aguardaba solo y triste, hela-nero?
do y conforme, caído sobre la misma tierra salobre que Cuando a b r í los ojos, el día empezaba a llegar. Dorm
había labrado con sus viejas y sangrantes manos. solo. José L u i s no se despegaba de las polleras de
—Vendrá la Vilte. madre. Dormí tranquilamente; me parecía tan natural qu
Y a no quiso beber agua salada. Apretó los marchitosel pobre Chutuska soportara l a afrenta en silencio, que
y secos labios. por un instante me pasó por el magín l a idea de qu
—Se está por cortar. ^ pudiera asesinarme. A solas, me decía; "¡Qué va a hac
Y quedó allí, mudo y solo. el pobre viejo!".
Rodolfo nos encontró sentados a la redonda de un Tempranito hizo fuego la Rosario.
fuego de lejía y tola. ¿ P a v a ? ¡De dónde! E n un puchero tiznado y panzud
— D i j o que no iba a venir —dijo el muchacho, d i r i - hirvió el agua t r a í d a desde el ojo próximo, en l a copa d
giéndose a su padre. un sombrero ovejón; ¡ a g ü i t a m á s f r í a j a m á s mojó mis
—¿Hilaba? manos!
—Hilaba. Teníamos un j a r r o ; ¡ni qué pensar en un porongui-
—¿No pidió la botella con los orines? Uo! L a gente puneña no toma mate, n i conoce esa mane
—-No pidió. de calabaza en que se para una bombilla. Aquel jarro qu
teníamos era un jarro tutado de peste y con la orej
—Creerá que Kallpanchay tiene las siete fiebres.
doblada.
—Cómo s e r á . . .
Requerí el azúcar y l a yerba. Me miraban con l a cu-
Y la conversación acerca de la enfermedad del salinero
riosidad de un chango a quien se le acaba de poner e
viejo se plantó allí. las manos un juguete.
E l infeliz moriría como un perro, en aquel desamparo, —^Voy a preparar —les dije— un jarro de mate cojudo.
bajo el cielo azuloso, lleno de estrellas, herido a cada ins- E l salinero asintió, moviendo l a cabeza.
tante por las heladas r á f a g a s que pasaban y pasaban por — ¿ M a t e cojudo? -—preguntó Rodolfo.
la planicie salobre. Juan de Dios y José L u i s repitieron la pregunta.
¡Trabajar tanto, tanto, para morir de esa guisa!
—Sí, mate cojudo; dirán s i es rico o no.
Busqué las provisiones. P a r t í . Repartí. Comimos bollos,
Se veía que les agradaba el aroma casi dulce de la
quesos, sardinas. A mi chango le di un pescadito sobre yerba mate.
una rebanadita de pan. Me di cata de su contento, miran-
do a la luz rojiza del fuego, sus ojos inocentes. Después,—Mate cojudo toman los mineros, allá en las minas
de Pumahuasi y en l a Concordia —aseguró Chutuska, qu
un trago, dos, de aquel alcohol de noventa y cinco grados,
estaba sentado sobre los talones, cerca del fuego.
que como chorro de plomo derretido quemaba la boca, el
estómago. ¡Y a dormir! Dormí yo en el suelo, sobre un Yo echaba de menos el cantito de l a pava, el temblor
de su tapa saltarina.
pellejo de llama.
Ahora, años después, pienso y me pregunto s i estuve
114 115
—¿Cómo es? —preguntaron concertadamente los chan-
gos. Esto fue un viernes por l a mañana. Así se acuer
Vertí agua en el j a r r o en que había puesto un tanto el campesino del día, de l a hora, en que le acaeció
de azúcar, un poco de yerba. Revolví todo con un palito hecho, vulgar para otro, para él, significativo.
de tola. Ibamos para el Salar con el hacha a l hombro.
— A ver l a chata de alcohol, Chutuska. E r a un viernes helado, de cíelo barcino.
— ¿ P a ' qué pu', señor? Chutuska caminaba delante; llevaba yo, contento, fel
— P a r a bautizarlo. a José L u i s de l a mano.
Trajo una chata que ya estaba a la mitad. Miramos al mismo tiempo un bulto en el sitio dond
— P r o b á ahora. habíamos dejado a Kallpanchay.
Bebió él, el salinero viejo de los dedos mogotudos, de " E s Kallpanchay" —pensé yo.
las manos partidas; bebió él, primeramente. Paladeaba — L e llegó —aseguró Chutuska.
el líquido aromoso, dulce en su punta de alcohol. ¿Qué y su mujer.
sentiría su paladar adormecido por la coca? E n cada sorbo —Se lo llevó l a Barchila.
se quemaba. Pero él, él estaba allí. Había quedado con la cabe
—¿Qué tal está, Chutuska? destocada, como para recibir el último beso del sol rubi
—¡Regularcíto! —exclamó, mirándome de soslayo. Y a Había quedado mirando el cíelo barcino con sus ojos co
no me miraba de frente, como no mira de frente al amorados, vencidos del surumpio.
el perro que fue golpéado. — ¡ E s t á durito!
Los muchachitos estiraban los labios morados, venci- — D u r í t o está.
dos del frío, como para sorber ávidamente con ellos. • — ¡ Y como mirando!
—¿Qué tal está? —Mirándonos está,
—Regularcito. Y6 tenía su hacha. L a s manos suyas, sangrant
L e agregó alcohol. cuando trabajan, se habían agarrotado, se habían pu
— ¿ S í ? . . . Te había sabido gustar fuertecito, ¿no?to moradas, negras.
Rosario bebió el segundo jarro. Estaba tendido sobre el suelo salobre, boca arriba, c
Yo echaba de menos el silbido de la pava y los sal-las píernes arrugadas.
titos nerviosos de l a tapa empujada por el vapor. E n los labios viejos y agrietados se insinuaba l a hí
— ¡ A h o r a les toca a los changos! —exclamé. de una sonrisa.
Se me vinieron encima. Chutuska empezó a ceñirle el cuello con mi pañuel
de mano.
—¿Con alcohol?
—¡Bien fuerte! —exclamó l a Rosario.
—También.
Él tiró, tiró, hasta que l a lengua blanquizca salió afue
— P a r a Rodolfo y Juan de Dios. Y o quiero tomar un
ra, horrible.
jarro con mí chango.
L a ahorcadura de un muerto es algo espantoso.
V i los ojos de Chutuska empañados. También se pu-
Tratamos de hacerlo sentar. Estaba duro.
sieron con un velo de bruma ios negros ojos de Rosario.
Para que el "costao doble" no entrara en nuestro
—^¡Con mi chango!...

116
cuerpos era menester ceñirle el cuello lo m á s fuerte po- entre los de la tropa venía uno, pardo, cimarrón tod
sible. A ése lo a t ó Chutuska a tres cargas de sal. L e am
Chutuska rompió con la barreta aquella tierra salobre con el poncho y exclamaba, encolerizado:
con el hacha excavó una zanja capaz de contener el —^¡Dispará ahora, trompeta! ¡Dispara ahora!
cuerpo de un hombre;- Algunos se resistían, no se dejaban cargar de
Y o le así de las manos; Chutuska lo cogió de los píes. mañeros o se sentaban, quejándose, sobre l a pan
Kallpanchay, el viejo que había pasado su vida hu- Los changos andaban a l a redonda de la rec
milde y resignada en el Salar, cayó en la zanja. Y en l a burros.
zanja quedó, con las ojotas puestas, con los dos ponchos —¡Cuídadito con dejarlos tomar agua! —exclama
calados, encendidos los cansados ojos, duras las cansadas Rcsario.
manos. Cerca, en un bajo, había agua salobre. ' -
¡Cuántos salineros, cuántos burros cargados de panes José Luís se me aproximó y me dijo:
de sal, pasarían por encima! — E l agua salada Ies corta las tripas.
— ¿ S í ? —le pregunté yo.
Creo que dos días después del fallecimiento de K a l l - Lo afirmaba tan seriamente, como si en esas
panchay estaba en el Salar toda la tropa de burros de palabras pusiera toda su sabiduría de salínerillo. ¡
Chutuska. gestito el suyo! Me volví a ver en los tajos de su
cejo; me volví a ver en su gestito.
¿Cuántos panes de sal había labrado él, cuántos la Ro-
— L e s corta las tripas y se mueren. No hay que
sario y cuántos yo? No me acuerdo. Chutuska había saca-
los que tomen agua salada.
do toda su tarea. Tantas carguitas para don Rodolfo;
tantas carguitas para llevar a Abra-Pampa, a vender a — ¿ S í ? ¡Chango! ¡Changuito!
lomo de burro. Andaba emponchado. Tenía en la diestra un tro
soga overa.
A l trote, con trote desgarbado, llegó l a tropa de bu-
Lo levanté en mis brazos y en cuanto asentó de
rros. L a s pobres bestias sabían lo que Ies esperaba allí,
los pies en el suelo lo besé en l a frente, en los ca
en l a estepa abierta y luminosa, de noche más fría que
y en los labios.
la nieve.
—¿Quién soy yo? —le p r e g u n t é en secreto, mirá
Y o estaba un poco triste y ellos, todos ellos, ni se
a los ojos—. ¿Quién soy y o ? . : . . A ver, decí, chan
acordaban del viejo Kallpanchay, del viejo que había que-
churo.
dado con la cara vuelta al cielo, para recibir el último
Me miró, me m i r ó y contestó al punto, con pa
beso del sol rubio.
cariñosa de amigo:
Porfiaban los burros por echarse a vagar. ¿Qué podían —¿Usted?
comer allí? Todos t r a í a n l a oreja derecha señalada, par- —Sí, yo.
tida en la punta y con una florecilla de hilos rojos. E r a n —Usted es don Carlos, el abajeño.
burros pardos, cenizos, vizcachillos, hechos al trajín sali- Torné a levantarlo en mis brazos y hablándole al
nero, acostumbrados a caminar por las tierras en donde le dije:
hay puna brava. L a Rosario tenía que atajarlos, mientras — Y o soy tu tatita.
BU marido cargaba a los más inquietos. Me acuerdo que Entonces él bajó los ojos.

118 119
Chutuska, que nos estaba mirando, exclamó en voz No se despidió con un abrazo de su mujer; no besó
alta: a sus hijos.
—¡Déjamelo al chango, pu* señor! A trabajar hemos —Adiós, don Carlos —me dijo—, yo me voy a Abra-
venido. Pampa a vender la sal.
Y dirigiéndose a José L u i s : — ¿ P e g a r á s la vuelta pronto? —le pregunté al notar
— A ver, chango, que el Vizcachillo se ha cortao solo que la Rosario comenzaba a afligirse.
y se v a al bajo a tomar agua salada. S i se le cortan las —No sé, señor. \
tripas vos vas a tener la culpa. —¿Seis, siete días? ^
—Corré, guagua, corré, que tu tatay se está enojando. — ¡ N o sé, pu', señor!
Nada, nada quedaba para mí. Él, salinero viejo, lo — ¿ Y las cargas pa' don Rodolfo? — i n t e r r o g ó l a mu-
quería tanto como a sus hijos, sabiendo que no era suyo,jer que adivinaba ya la tormenta que se le venía encima—.
que no llevaba su sangre. Ella, l a Rosario, también me lo ¿Y las cargas pa' don Rodolfo? ¿ N o se las vais a llevar
negaba. primero?
De grado me hubiese "mandado a i r " , como decían Con la cabeza contestó negativamente.
ellos y hubiera mandado todo al diablo. Pero, habló José Lo miraban, lo miraban, como alelados, los changos.
L u i s y sentí mi voz; corrió y me v i corriendo. J o s é L u i s , su regalón, fue a tomarlo de la mano cuando
—Ligerito, guagua, que se van los burros. él rompió a revolear el poncho para azuzar a los burros..
Me acuerdo, como si hubiera sido ayer, de todo aquello. Aún recuerdo el timbre de su voz; a ú n lo veo a la zaga
Veo l a llanura del Salar; veo la tropa de burros cargados de su recua, calzado de ojotas, emponchado, pálido, silen-
que rompieron a trotar, camino de Abra-Pampa. cioso, triste; aún lo veo partir como quien se v a para muy
Ese día acaeció lo que no imaginaba yo, lo que tal vez lejos, a sufrir un gran dolor a solas.
no calculaba la R o s a r i o . . . Cuando la recua estaba car- — i Burro!.... ¡ B u r r o ! . . .
gada, Chutuska, tranquilamente, sin mostrar indicio de su ¡Cómo lo miraban los changos! E l regalón suyo se
dolor silencioso y resignado, sin un temblor en la voz, sin quedó con los deseos de apretarle la mano, l a mano traba-
una bruma de lágrimas en los viejos ojos, dijo a su mujer: jadora, mogotuda, agrietada y vieja.
•—Yo me voy a i r solo; quédate vos con los changos y Pronto nos quedamos en silencio. Chutuska se alejó en
con don Carlos.. . pos de sus burros. Levantamos las hachas.
E l l a se debió helar; instantáneamente se le trocó el
Yo di un gran vistazo a todo el Salar frío. Rosario se
color de la cara.
puso a llorar. Se había sentado encima de dos panes de sal.
—¿Qué me estáis diciendo? —preguntó—. ¿Qué me
Rodeábanla los changos.
estáis diciendo, Javier?
— ¡ M a m i t a y ! —exclamaba Rodolfo.
Chutuska repitió sereno:
— ¡ M a m i t a y ! —decía José L u i s .
— Y o me voy a i r solo; quédate vos con los changos
y con don Carlos. Con uno de los cabos de su Iliclla se tapaba la cara.
— ¿ P o r qué? ¡Jamás, jamás sentí llorar mujer alguna de tal manera! /
—Por nada. ¿ P o r qué? ¿ P o r lo que había hecho años a t r á s ?
Los burros ya habían sido cargados. Allí, en su regazo, estaba el niño.
Me acuerdo de ese día como si hubiera sido ayer. A mí también se me llenaron los ojos de l á g r i m a s . \

120 121
Me acuerdo que yo me aproximé a ella, que le toquéde ferrocarril más próxima, la cual quedaría a cincuen
suavemente la cabeza y le p r e g u n t é : leguas del sitio en donde nos encontrábamos. ¿Y qu
—Rosario, ¿qué te pasa? ¿ P o r qué Uorás? me alquilaría una muía?
—Déjame pu', señor —fue su respuesta. Los púnenos andan a pie; el andar de la muía sille
Entonces pensé en tomar de la mano al n i ñ o ; penséles machuca el cuerpo.
en llevármelo, en salir de allí; pensé en alejarme, mas ella Tenía ampollas en los cansados pies cuando llegué
se destapó la cara y conteniendo el llanto, exclamó: rancho de Chutuska. Desde varias cuadras vi la tro
— L a guagua no es tuya, señor. de ovejas. Los "animalitos" vagaban ahora libremente p
José L u i s quería esconderse en el regazo de su madre. el campo. Estaban acostumbrados a volverse a su co
— ¿ Q u é te pasa? —le dije nuevamente. solos, cuando el pastorero o la pastorera se iban al S
—Déjame sola, señor. o a la aldea remota. Solas salían las ovejas de mañan
— ¿ S o l a ? , ¿por qué? ¿Crees que Chutuska no volverá? solas volvían cuando empezaba a extenderse por cerro
Me estuve de pie, como un centinela, a su lado, hasta llanos el humo negro y perezoso de la noche.
que dejó de llorar. Lo primero que hice al penetrar en mi rancho fu
—^Volverá dentro de siete o de ocho días —aseguróabrazar y besar a mi hijo, al chango a quien yo jam
Rodolfo. había dado ni una hilacha.
L a madre se puso de pie; con ancha mirada contempló E n el estrado de adobe me senté. Puse a l chango
todo el Salar desolado que se extendía hasta el pie de mis faldas.
desiguales y abruptos cerros, y rompió a andar en dere- —¿Quién soy yo? ¿Cómo me llamo? —le pregunté.
chura no de aquel rancho sin dueño, sino de su casuca Me desconocía. Con medrosa voz y a punto de llora
propia. Seguíanla Rodolfo, Juan de Dios y José L u i s . me contestó:
¿Qué iba a hacer yo, solo, sólito, en el Salar yermo —Usted es don Carlos, el abajeño.
y helado? ¿Quién escucharía mi voz? De noche se levan- ¡Qué pena, qué pena sentí al escucharlo y al mirarm
t a r í a n Seneusky y Kallpanchay. Con los ojos de la ima-en sus ojos!
ginación los veía ahora. ¿ P o r qué me respondía de esa guisa?
Seneusky, poniéndome su mano dura y helada en el —¿Cómo se llama tu tatita?
hombro, me d i r í a : —Se l l a m a . . . se llama Javier Chutuska, señor.
—Hermano, caerás aquí también. Te e n t e r r a r á n vivo ¡Javier Chutuska! Y yo, ¿qué era entonces suyo?
a mi lado. L a madre vino a separarnos. Resueltamente dijo:\
Y Kallpanchay, el viejo de los ojos encendidos: —Tenis que irte, señor. i
—Como los míos se te pondrán los ojos. Y asió de una mano al niño. \
Y la voz interior, esa vez r e p i t i ó : "¿Qué has venido
a hacer aquí, malvado?"

Caminé, caminé. E l l a iba delante. Sus tres hijos la 18


acompañaban. Yo, a t r á s , parecía un loco o un enfermo o
un mendigo. Los llamé, pero no volvieron l a cabeza. Días de aburrimiento. Días de silencio. Tedio. Des
Yo no podría i r a pie hasta Abra-Pampa, la estación orientación. Nostalgia. Me quedaba solo en el ranch

122 123
ellos iban a pastorear las ovejas, esas ovejas acostum-
E l campo era triste y como él sus pájaros y sus plan
bradas a salir al campo y a volver a su corral de piedra
tas. L a mirada se derrama, se derrama por un altiplan
pircada, sin el pastor, sin la pastorera. Me quedaba solo a
cubierto de tolares, de chipi-chapes y de otras hierbas sa
pensar en lo imposible. L a Rosario hilaba a puishca mien-
vajes. No hay allí árboles. Corre, corre la llanura alta, a
tras seguía a sus ovejas; Rodolfo y Juan de Dios tren-
los cuatro vientos cerrada por rosarios de cerros de cuya
zaban a huso, urdimbre de poncho. Y o , ¿en qué podía
matar las horas de aquellos días de invierno?; ¿en qué? Ncresterías se levantan los nublados que semejan enorm
i
un libro n i una revista vieja, ni una polvorienta hoja de bolas de algodón.
periódico, ni una página descolorida. Nada, nada. E s cier- No me divertían las plantas; las veía sin flores y me
to que y a que no tenía a mano un libro, ni una revista ponían triste.
vieja, n i una polvorienta hoja de periódico para leer, podía Pasto ovejuno; pasto cieneguero. E n los huecos, esc
leer en todo aquello que la Naturaleza ponía delante de sas matas de esx>oral.
mis ojos. Y así fue que solo salí al campo cercano a obser- Algunas veces me detenía en el cauce de un arroy
var las plantas, a mirar los pájaros, las tierras, los cielos. seco. Ivevantaba un puño de arena y mis ojos veían gr
¿ P á j a r o s ? Había dos o tres maneras de p á j a r o s ; pá-nitos de oro.
jaros que yo no v i en el Salar Grande; pájaros huraños, ¡Oh, muertas arenas de aquel arroyo seco, a cuy
de plumaje apagado; pájaros que cantan muy poco. Dicen márgenes no llegaban nunca los burros ni las llama
allí chuschín al chingólo silbador; a otro, parecido al ¡ E r a un arroyo de gríseas y menudas arenas! Terrib
afrechero salteño, lo llaman papaichuicha. E l campo era sed la suya, más terrible que la del roquedo, sed que l
triste y como él sus pájaros. E n t r e t e n í a m e buscando nidos. lluvias no aplacan. L a piedra deja correr el agua; la
¿Nidos? ¿Acaso yo era un rapaz? ¿No era ya un hombrearenas aquellas, cuando llovía, se la tragaban; lueg
hecho y derecho? poníanse secas, muertas de sed.
P i t a con pita llaman allí a un pájaro tamaño como N i los pájaros, n i las plantas, n i las tierras, ni las
la reinamora, pajarito aquel que anunciaba buena o mala arenas, mataron mi tedio.
suerte. Miraba a mi placer el cielo, el cielo remoto y azul y
No me divertían los p á j a r o s ; muy a l contrarío, me se me cansaban los ojos. Entonces, la voz aquella interi
contagiaban su silencio, su quietud, su tristeza. voz que no me dejaba tranquilo n i a sol ni a sombra, s
De vez en vez pasaban planeando, por arriba, por a r r i - hacía oír implacable:
ba, un águila negra, águila que parecía dejarse llevar "¿Qué has venido a hacer aquí, malvado?"
por el viento. ¿Un tiro? N a d a . . . ; si yo ni ganas de hacer Volvía al rancho y como el hambre me acosaba, po
fuego t e n í a . . . níame a comer solo.
Vegetación escasa. Tolas, tolas de ramajes tupidos, E r a yo entonces un salvaje. ¿ E s t a r í a loco?
verdinegros, fragantes. Cortaba un gajito y restregaba A la caída de l a oración salía a esperar a l a Rosar
sus hojas. Su delicado aroma me hacía pensar en los y a sus hijos, salía emponchado, tocada la cabeza con
muelles vellones de las llamas. Tolillas; aquí una mata sombrero negro, haldudo; salía de botas altas y de bo
de moco-moco; allá otras de chipi-chapes o de papusa. E n bachos.
vano busqué una, pequeña^ s o m b r í a : una mata de muña ¿Qué pensarían al verme solo, silencioso y triste?
de fragancia melada. ¿Me tomarían por loco, por un loco manso que en poc
o nada los molestaba, por un loco a quien se le había m
124 126
tido en la cabeza que podría conquistar el corazón de un ¿Y qué hacía yo allí, en el rancho de Chutuska? ¿ P o r
chango ? qué no tomaba solo el camino de Susques, o el de San
^ Llegaban. Me veían. Nos saludábamos. L a madre no meAntonio de los Cobres, o el que va a Casabindo?
miraba de frente; esquivaban mi compañía Rodolfo y Comíamos a la usanza puneña en platitos de palo.
Juan de Dios. José L u i s , tentado por el olor de las provi- Pronto se deshacía l a reunión. íbame a dormir, me t e n d í a
siones que yo guardaba en una tela de costal, se me acer- en el estrado y en vez de entregarme al sueño, me ponía
caba cuando Rosario no lo veía. a pensar en lo imposible.
—¿Quién soy yo? Días y días de tal guisa; sin una esperanza, sin un
—Don Carlos, el abajeño. motivo de alegría, sin un entretenimiento, sin tener
"Don Carlos, el abajeño", tal la frase que me causaba con quien conversar, a quien comunicar lo que sentía.
mayor daño que el que podría ocasionarme una puñalada.L a Rosario me contestaba con monosílabos; los changos
—Pero. . . , decí la verdad, changuito —le decía yo, ins- esquivaban mis preguntas.
tándole a que me llamara cariñosamente tatita—. ¿ Quién "Un bicho raro; un bicho raro" —pensarían.
soy yo ?, ¿ no soy tu tatita ? N i n g ú n salinero pasó por el camino mientras estuve
—Don Carlos, el abajeño. alojado en el rancho de Chutuska; no pasaron ni arrieros
( No conseguí ni una sola vez que me llamara padre. ni pastores. Cuando rae a b u r r í a de estar solo, íbame a un
L a Rosario encendía fuego. Y a había aprendido a monte, distante legua y media, subía a su morro cimero y
preparar esa laya de bebida caliente, estimulante que los desde allí atalayaba el altiplano cerrado de cerros y el
mineros púnenos llaman mate cojudo. Guisaba un piri, un Salar Grande, extenso, parejo, blanco y luminoso, como
espesao o hacía un mote de maíz amarillo. Y o les convi- una enorme chapa de bruñida plata, puesta al sol. E s a
daba de lo que tenía. ¿ P a r a cuánto tiempo nos alcan- pampa-yerma y fría daba el pan a los pobres salineros;
zarían aquellas provisiones traídas a lomo de burro por el pero Ies p a r t í a los dedos y les encendía los ojos.
salinero desconocido?
A ratos, y mientras estábamos sentados a la redonda
del llar, pensaba yo en los perros sin dueño que un buen Chutuska no volvía. P e r o . . . ¿ y la tropa de burros?
día se adueñan de una casa. Llegan, miran; poco a poco Más de una vez de noche me levanté del estrado y salí al
alzan l a cabeza; se pasean por las piezas, por la cocina camino. Había sentido, patente, el trote de burros cargue-
y luego salen a ladrar a los forasteros. ¿Qué hacía yo en ros. L a Rosario, antes de echarse en pos de sus ovejas,
el humilde rancho de Chutuska? ¿ P o r qué me había que- miraba y miraba aquel camino que venía lejos y por el
dado allí sin el consentimiento de marido y mujer? ¿ H a s t a cual se había ido Javier. Cuando sus hijos le preguntaban
cuándo pensaba quedarme? por el viejo de cutis color de tabaco de mirada triste y
Tenía entonces yo un reloj de oro; era un reloj an- turbia, ella respondía:
tiguo que José Luis miraba con interés, cuando lo ponía —Mañanita ha de v e n i r . . . Y a e s t a r á por l l e g a r . . . H a
a hora, según la altura del sol. U n día me miré en una de de traer maíz, coca y lienzo.
sus tapas. ¡Qué cara de presidiario! L a barba, de una José L u i s era el m á s p r e g u n t ó n :
punta de días. Ojeroso. Pálido. Descompuesto el brillo — ¿ P o r qué no ha vuelto?
de la mirada. Descoloridos los labios. Había cambiado —Por qué s e r á . . .
completamente. — ¿ E s t a r á viniendo mi tatita?

126 127
— ¿ L o h a b r á n llevao preso?
" E s miedoso como yo" —me dije—. "Igualito. De no-
— H a de estar por l l e g a r . . . Y a ha de estar pasando
che se asusta de la sombra".
por la cabeza del Salar.
—¿Qué te pasa, changuito? —le pregunté.
Así, así, hasta que su inquietud un día fue tal que
Sus hermanos dormían a su izquierda, en el suelo,
ya no salió a pastorear sus ovejas; éstas echáronse solas
sobre pellejos de llamas, tapados con frazadas puneñas
por el campo. L a Rosario no pudo contener la ola de dolor
Se había sentado. Allí no estaba la madre. — ¡ M a m i t a y !
que pugnaba por reventar en su pecho. No salió al campo.
—tornó a exclamar, amedrentado.
Miraba, miraba aquel camino que se perdía a lo lejos y
— ¿ E s t á s enfermo?
por el cual se había ido su Javier.
—¡ Mamitay!
Pensó seriamente en su vida y se tornó silenciosa.
Echéme afuera. L a busqué por el patio; anduve a cie-
Javier Chutuska había preferido alejarse para siempre.
gas por el camino, por el camino aquel totalmente borrado
De noche, cuando estábamos sentados en rueda fa-
a esa hora, bajo un cielo pavoroso.
miliar, cerca del fuego de tola, ella no se cansaba de mirar
¿ P a r a dónde se había ido?
el sitio que elegía Javier. Y a él no lo veíamos allí, sen-
E n la única pieza del rancho lloraba el niño.
tado sobre los calcañares, a la manera india. Lo buscaba
L a llamé por repetidas veces. Mi voz corría, corría,
en la pieza, en el patio.
llevada por el viento negro, bajo el enorme poncho de la
¿ A dónde se había ido el salinero viejo? ¿ A quién ven-
noche. "¿Se habrá matado?", pensé.
dería las cargas de sal? ¿ A qué salinero entregaría su
A l improviso sentí su voz:
tropa de burros?
— ¡ J a v i e r ! . . . ¡ J a v i e r ! . . . ¡ J a v i e r ! . . . —decía.
Javier Chutuska, viejo, pobre, humilde, silencioso, me
También su voz era llevada por el viento negro.
dejó en su casa y se alejó para siempre. Nada supimos
— J a v i e r . . . Javier. . .
de él. Pasó un salinero que venía de Abra-Pampa y dijo
¿Se habría levantado soñando y en sueños llamaba a
que no lo había visto.
su compañero?
—¡Como si lo hubiera tragado la tierra! —exclamó
¿Qué veían sus ojos bajo el cielo pavoroso?
una tarde la Rosario, sujetando el llanto.
—Javier.. . Javier. . .
¿Quería yo quitarle la mujer y llevarle el niño que
Caminé en derechura del sitio de donde venía su voz.
había criado como hijo propio, el chango por cuyas venas
Y cuando con las manos le t e n t é los cabellos, las es-
no corría una gota de su sangre? P u e s . . . pues me dejaba
paldas, lanzó un grito de espanto y rompió a l l o r a r . . .
en su casa, dueño y señor.
Fue entonces cuando la besé por segunda vez, desd
Él buscaría lejos, lejos, una curandera que le diera
que me encontraba en su casa.
un remedio para su mal.
Pero ya su boca estaba vieja.
¿Qué podía él hacer ahora, tarde ya? Rosario había
sido infiel. No tenía coraje para matarla. A mí, en los
postreros días, ya no me miraba de frente.
Una noche helada y negra me levanté. Acababa de sen-
¿Olvidé su rostro? No; Javier tenía dos viejas arrugas
tir elTíañlo lastimero de mi hijo.
en la frente. Sus labios eran verdinosos por la coca y
—¿Mamitay! —exclamó José L u i s .
cuando estaban quietos se mostraban marchitos. Javie
Encendí un fósforo.
hablaba poco; ni una sola vez lo v i reír. L e brillaban los

128
129
ojos después de chumar alcohol de noventa y cinco grados. —¿Y tus changos?
Sonreía entonces con descompuesta sonrisa de loco. Son- — I r á n a buscarlo.
reía y me miraba. —Vendrá solo.
¿Habría besado alguna vez, una vez siquiera, los labios —^Ya no volverá, señor.
de su mujer? Creo que no. Los labios de Rosario, delgados, —Estaba viejo.. .
bermejos, sinuosos, eran labios fríos, como muertos, aho- —Así lo queríamos.
ra. Besé esa boca y sentí una boca muerta. —No tenía vergüenza.
Javier tenía las manos tabacosas, enjutas. Mogotudos —Vos tampoco la tenis, señor.
eran sus viejos dedos en cuyas junturas había grietas san- L a ahogaba el llanto. .
grantes. Manos de salinero. Manos aún no cansadas de — Y o tampoco tengo vergüenza.
trabajar. Con esas manos suyas jamás había acariciado las José L u i s se abrazaba a una de las piernas de su m
mejillas de su mujer. dre.
Javier calzaba un sombrero ovejón aludo y blanco. — Y a no tendremos burros para llevar la sal.
Usaba escarpines dobles; diariamente llevaba pantalones — Y o te lo compraré una tropa.
de barracán y chaqueta de picote. Comía sentado sobre los , —No quiero nada tuyo, señor.
calcañares; dormía en el suelo. —No tenía vergüenza.
Así lo miraba yo con los ojos del recuerdo. Así lo ¿ P o r qué le dije yo a esa mujer semejante barb
miraría también su mujer desconsolada. A s i lo mirarían, ridad?
con iguales ojos, Rodolfo, Juan de Dios, José L u i s . Verían Javier no fumaba nunca; j a m á s había tomado caf
su cara color de tabaco, sus manos viejas, sus canillas de jamás había comido pan blanco.
palo, sus pies de talón partido; lo verían como había salido Ahora que ya no estaba él en la casa de piedra y t
en pos de la recua: con las ojotas de suela, con el som- r r ó n hecha de sus manos, l a mujer miraba al hijo qu
brero ovejón, trajeado de picote y b a r r a c á n . Y acaso como más se le parecía. Rodolfo era un J a v i e r pequeño. Ten
me acordaba yo, se acordarían de la última mirada de sus la boca, la nariz, los ojos, parecidos a les de su padre.
ojos viejos. Y se acordarían del timbre que tenía su voz, —¿No vendrá?
cuando se despidió de mí. Bajó humildemente la cabeza y —Sí, ha de venir.
no consiguió nada. E l hombre que lo había hundido en las —¿Cuándo?
tinieblas del mal, el hombre que lo había humillado, esta- — H a de estar pasando i>or l a cabecera del Sala
ba allí, en la casa de piedra y terrón, obra de sus manos. Grande.
Javier comía casi nada. L a Rosario pedíale a — Y a no tenemos burros, mamitay.
menudo que comiera más. Entonces él daba la respuesta —Los ha de traer.
empuñando la chata de alcohol. —¿Cuándo?...
Con largos tragos de alcohol adormecía su mal interior.
Ahora que ya no estaba él en la casa, la mujer miraba
al platito de palo en que le servía el piri, el espesao o el Y nuevamente, para consuelo, el Ilanto..
mote y rompía a llorar. Todo ese día estuvo temando con don Rodolfo. S
— T e vais a trastornar, Rosario —le decía yo. vendría don Rodolfo o si no vendría don Rodolfo. P a r a
—Mejor... Mejor... él habían cortado una muchedumbre de panes de sal

130 131

I
junto a su padrino que ni en cuenta lo caía. Rodolf
Por la tarde, casi a la oración, escuchamos el galope
ni una sola vez había llamado padrino a don Rodo
de una muía. ella no se atrevía a llamarlo compadre.
E l jinete detuvo su cabalgadura. Dos changos salie- — ¿ S e los comieron?
ron a ver quién era el recién llegado.
— ¿ Y cómo vamos a comer burros, pu', señor? —^
Saludó y p r e g u n t ó por Javier Chutuska:
guntó la Rosario, apocada.
—Se ha ido y no ha pegao la vuelta.
Yo casi solté la risa. Y no estaba la ocasión pa
Yo salí a l a puerta. bromas...
E r a don Rodolfo. No me saludó; no lo saludé. T r a í a
— Y o creía que se los habían comido.
antiparras negras. Venía emponchado.
—No pu', señor.
—-¿Y tu mama?
—Bueno, ¿ y dónde está el tatay? —preguntó d
—Allá está.
Rodolfo, con deseos de cortar rápidamente el diálogo
E l chango señaló la cocina, desde donde salía el hu-
—Se ha ido a vender l a sal, señor.
mo de tola.
—-¿Para dónde?
L a Rosario lo había sentido; de miedo no salía a re- — P a ' Abra-Pampa.
cibirlo. —¿Cuándo salió?
L a muía tascaba el freno. Había llegado sudando. —Hace bastantito.
¿De dónde vendría aquel jinete solitario, emponchado, — ¿ Y no ha pegao la vuelta?
sombrerudo? L a mujer bajó la cabeza.
L a saludó secamente. —Hablá...
— ¿ Y Javier? ¿Ya están las cargas de sal?
Entonces yo entré en l a pieza.
Y o me había quedado en la puerta.
— ¿ Y por qué no h a b r á pegao la vuelta?
— Y a están cortadas las cargas, señor; toditas.
—Cómo será, pu', s e ñ o r . . .
—Me las tienen que llevar pronto a casa. —"¡Cómo s e r á ! "
No sabíamos a quién miraban sus ojos defendidos del
— T e lo hemos de llevar la sal, señor.
viento, que arrastraba greda y arena de loa peladares,
—Mirá, vos sos una grandísima perra, una perra c
por negras antiparras.
nalla: no has sabido respetar ni a tus hijos. Se fue
—Cómo será, s e ñ o r . . .
pobre viejo cuando se tanteó la punta de las a s t a
—¿Qué? ¿ E s t á n queriendo engañarme? ¿ N o me aca-
Sentí que lloraba.
bas de decir que ya están cortadas las cargas?
—No me digáis eso, señor. T e lo hemos de llevar
—No hay burros, p a t r ó n . . .
sal; ya están cortadas todas las carguitas, señor.
— ¿ S e los comieron?
—¡Sos una g r a n d í s i m a perra, una perra canalla!
—No hay, s e ñ o r ; se fue el Javier pa' Abra-Pampa.
—Señor, don Rodolfo...
—¡ A j a m !
^ —¡Tomá, grandísima perra! —exclamó encolerizad
—No hay, señor.
el caballero—. ¡Tomá! — Y en las espaldas restalló l
E l l a lo miraba, lo miraba temerosa.
lonja de su talero.
Don Rodolfo la había conocido soltera; don Rodolfo,
Salí con el revólver en l a mano. Cinco disparos m
el caballero rico y mujeriego, le había hecho bautizar un hizo.
hijo, el tocayo suyo: Rodolfito. E l hijo mayor estaba allí,

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Aún lo veo montado en una muía castaña, delgadita, —¿Sanó?
emponchado, con sombrero aludo y con negras antipa- —Se trastornó también ella; se le pasó el mal de
rras. otra.
Aún la veo espantándose a la muía y siento su ga- — i Mamitay!
lope sonoro. ¿Ya no se acordaban del pobre Javier? ¿Ya no p
E l caballero había llegado ebrio. saban en los burros de su tropa?
¡Qué puntería la suya! ¡Ni un raspón me dejó de re- — ¿ E n el brazo l a mordió?
cuerdo ! — E n el brazo y en la c a r a : mordía m á s fiero q
un perro. Y o la v i cuando la llevaron a enterrar. No
Se echó a correr en derechura del campo en donde habían ahorcao bien.
pacían las ovejas. Corría y gritaba como si la persi- — ¿ P o r qué?
guiera el caballero emponchado, sombrerudo, de negras —No le habían ajustao bien el pañuelo en el cogo
antiparras. Maldecía de su estrella; se mesaba los ca- José L u i s abría l a boca mientras miraba a su h
bellos. E n vano llamaba a su marido. mano mayor.
—¡Javier! ¡Javier!... — ¿ L a h a b r á lastimao don Rodolfo? ¡ E s más here
¿Qué voz afectuosa la consolaría ahora? E n esa coyuntura simulé haberme despertado.
Y o me quedé en el rancho con los tres niños. A l mayorcito le p r e g u n t é :
—Se ha trastornao —decía Rodolfo, llorando asus- — ¿ Q u e r í s que vayamos a buscarla?
tado. —^¡Por dónde a n d a r á !
—Mamitay —repetía Juan de Dios. — P a r e c í a una Joca.
José L u i s me tomaba de la mano. —Se ha trastornao, señor. Mordía m á s fiero que
L a noche se vino de puntillas. Y despacio tendió su perro.
poncho enorme y negro. —¿Quién te ha dicho eso?
—¡Javier! ¡Javier! —Muerden. L a mujer de P u ñ i s u n k y mordía. Se h
¿Quién iba a responderle en el campo desolado, dor- bía trastornao. A la curandera la mordió en el brazo
mido y negro? Llamaríá en "vano. en la cara.
E s a noche no comimos. Lentamente pasaban las ho- Los changos parecían polluelos sacados del nido
ras mientras estábamos sentados al amor de l a lumbre sus padres.
de tola. Los changos no tenían sueño; al mirarlos me acor-
daba de los polluelos sacados del nido. Y a nos dormíamos sentados cuando entró en la c
—Se .ha^trastm-nao... cina. Amanecía.
—Iremos a traerla a la Vilte pa' que la sane. — ¿ Q u e r í s que ponga a calentar el agua, señor?
— ¿ Y si la muerde? L a mujer de Puñisunky se tras- me dijo, mirándome humildosa y resignada.
t o r n ó ; mordía la mujer de Puñisunky. —Bueno —le contesté.
Me hacía yo el dormido. —^Haré el mate cojudo.
— A l a curandera l a mordió. L a pollada se refocilaba ahora. Los tres estaban c
— ¿ E n qué? mo pegados a l a madre, que había entrado en la coc
— E n el brazo y en l a cara. con los cabellos sueltos. No t r a í a Uiclla, había perdid

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las ojotas; se había rasguñado la cara. —¿Quién soy yo?
E l viento fino de la noche le había partido los labios. —Don Carlos, el abajeño.
P r e p a r ó el mate cojudo. Me sirvió el primer jarro. —¿Cómo se llama tu tatita?
— ¿ Y vos? —Javier Chutuska.
—^Yo no. De modo que yo era solamente "Don Carlos, el a
— ¿ P o r qué? jeño".
—Tomá vos, señor, pa' que tomen después las gua- Y ese día de cielo cenizo, día helado de invierno,
guas. de esos días en que el alma parece estar de luto, p
Por instantes se quedaba mirando un punto lejano. alejarme para siempre del niño que llevaba mi sang
Entonces sus ojos, cansados de llorar, parecían ojos de Sin decirle que yo estaba dispuesto a partir pron
loca. ' ' f ,f a pie, no a horcajadas de algún burro de la Poma, d
— ¿ N o ha venido Javier, señor? alta Poma, sin decirle una sola palabra de reproche
—No ha llegado. tomé en mis brazos y lo besé en la boquita, en la fre
Y le dije con alegre voz:
—Don Carlos, el abajeño, te dará esta tarde muc
monedas. ¿Querís. changuito?
Me miró cándidamente a los ojos y contestó al pun
Y un día, un día frío de cielo ceniciento, uno de esos —Bueno. ¿ P a ' qué?
días de invierno en que el más alegre amanece triste, — P a r a que compres galletas cuando vayas a Ab
pensé: ¿Qué dirá mi madre, mi anciana madre, si le llevo Pampa.
este hijo? Verá en sus ojos, mis ojos; en su boca, mi .—¿Con quién?
boca; en su frente, mi frente y me p r e g u n t a r á llena de —Con la Rosario y con Rodolfo y Juan de Dios.
júbilo: "¿Quién es la madre? ¿ E n dónde está la madre
de este niño? ¿ P o r qué no ha venido ella t a m b i é n ? " Y — ¿ Q u e r í s que don Carlos te regale muchas mo
el chango romperá a llorar al verse en una casa desco- das y que te compre botines, como los que tienen
nocida, en un ambiente distinto. hijos de don Rodolfo y un trajecito nuevo? ¿Querís q
Vendrán mis hermanos a verle; tras la caricia, la don Carlos te regale un pañuelo parecido a ese que
pregunta: " ¿ Y la madre?, ¿en dónde vive la madre del tatay llevaba al cuello?
chango? ¿ P o r qué no ha venido ella t a m b i é n ? " —Bueno.
¿Qué debía contestar yo? Y o no me animaba a de- L a madre, que nos estaba oyendo, con las manos
cirles la verdad, porque mi anciana madre hubiera sido tapó la cara. Lloraba a quedo.
la primera en desaprobar mi conducta. Pero, he aquí que cuando yo me dispongo a arreg
¡La Rosario! mis cosas para que las lleve luego algún pastor ha
¡Javier Chutuska! Abra-Pampa, a lomo de burro, la Rosario, humildeme
¡Rodolfo, Juan de Dios! te, me dice:
Y a veía yo al pobre José L u i s llorando en mi casa, — S e ñ o r . . . , mañana iremos al Salar. Dieciocho ca
lejos de su madrecita, lejos del rancho aquel de piedra y gas cortaremos para que l a lleve el Javier. Anoche s
terrón. Y a lo sentía yo llamando a Javier, a su "tatita". que estaba llegando.

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—^Vendrá... manos y empecé a sentir que se me quemaban lo
•—Sí, vendrá; todo lo que yo sueño sale cierto. Javier Chutuska tenía los dedos partidos, sang
—¿Querís que yo Ies ayude a cortar los panes?. íbamos en derechura de aquel rancho aband
—Cómo será, señor. en donde teníamos guardadas las provisiones y en
—Les ayudaré. Y o también tengo brazos y manos debíamos pasar varias noches, cuando los muchac
como Chutuska. cieron levantar una pareja de guayatas.
—Anoche soñé que estaba llegando. Todo lo que yo — ¡ U n nido! —exclamó Rodolfo—. ¡Allí están
sueño sale cierto. ••• huevos!
— E s t a vez también s a l d r á . . . —¡Los huevos! —exclamaron concertadamente
de Dios y José L u i s .
Volaron espantadas las dos guayatas blancas,
Como cuando estaba el dueño de casa, el del som- simas.
brero haldudo y de las ojotas viejas, nos levantamos cuan- — ¡ V e l a y . . , los huevos!
do el día dio su primer bostezo de luz. — Y los comeremos esta noche.
Y tomamos el camino del Salar Grande. L a madre ni los miró siquiera, ni se alegró al s
Hilaba la madre; torcían hilo de urdimbre de poncho las exclamaciones de sus hijos. Caminaba, camina
Rodolfo y Juan de Dios mientras caminaban silenciosa- rando un punto fijo, sin reparar en l a tierra salob
mente. * pisaba.
L a impresión que me causó el Salar fue l a del pri- Más adelante, otra nidada. Se refocilaban los ch
mer día, m á s ingrata que mirándolo de lejos y del mo- — Y o se los p r e p a r a r é esta noche —Ies dije.
rro cenizo de un monte. A I pasar el viento por aquella^- —Llevaremos l a sal.
pampa pelada y blanca, rozando l a sal, se ponía m á s frío; Volví l a cabeza. Cortaban el aire aquellas gu
más penetrante. más blancas que l a e n t r a ñ a de la sal, más blanc
Elegí yo un paño de tierra salobre. Me acordé de la la nieve. Allá, allá lejos, una tropa de burros carga
manera de dibujar que tenía Chutuska y con mi hacha panes, se apartaba del Salar.
salinera dibujé cuadrados y triángulos y triángulos. — ¡ M a m i t a y ! —dijo José L u i s a su madre—, mir
José L u i s estaba ahora al lado mío. Esperaba las huevos de guayata. ¿Los comeremos esta noche?
monedas que iba a regalarle don Carlos, el abajeño. — E s t a noche —respondió Rodolfo, al notar q
Trabajamos desde las nueve de l a mañana hasta las Rosario no contestaba.
cinco de la tarde. [Qué dieciocho cargas! L a Rosarlo E s a noche no comió. Se quedó dormida junto al
deseaba labrar un centenar, varios centenares de panes. de tola. S i n duda esperaba a su Javier, a su Jav
Pensé que l a pobre mujer no estaba en su sano juicio: no zado de viejas ojotas de suela, a su Javier que
hablaba, no reía, no lloraba. E s o sí, no dejaba un ins- partido para no volver j a m á s , a la zaga de sus
tante de coquear. cargueros. A media noche, pensando en que se
Trabajábamos no en una de las cabeceras del Salar, suicidado, me levanté y fui a verla.
sino adentro, adentro, allí donde el brillo de la entraña —^Vendrá mañana,
herida era fiero. Sí vendrá, señor —afirmó ella con opaca voz.
E n la tarde del primer día ya se me agrietaron las j Y le brillaron los ojos.

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—Todo lo que yo sueño sale cierto. Soñé que estaba
— ¿ L a s monedas que te iba a dar don Carlos, el ab
llegando.
jeño?
—^Vendrá... ¿Cuántos panes cortaremos m a ñ a n a ?
—Sí...
—Unos cuantitos, señor. Soñé que estaba llegando.
—¿Quién soy yo?
Uno de los vizcachillos t r a í a un costal grande con maíz,
con coca, con chatas de alcohol, con harina flor, con bo- —Don Carlos, el abajeño r i c o . . .
llos, con quesitos de cabra y con piezas de lienzo. Ahora m á s que nunca solo pensaba yo en dejarlos
paz, en alejarme como Chutuska, para siempre.
— L l e g a r á . . . T a l vez llegue esta noche.
¿Que contestaría yo a mi anciana madre cuando m
Los celos me hicieron decir una barbaridad:
preguntara por José L u i s ?
— E r a viejo.. . Un viejo con astas. . .
—Así lo queríamos. E l niño no me quería como se quiere a un padre; ap
nas se había a costumbrado a mi compañía, como pudi
Se levantó, se fue al patio y se perdió en las som-
bras. acostumbrarse a l a compañía de un perro.
—¿Más adentro todavía? — t o r n é a preguntarle, cua
— ¡ J a v i e r ! . . . ¡ J a v i e r ! . . . —repetía.
do calculé que habíamos caminado una legua pisando t
rra despareja, helada y salobre.
A l cuarto día mis pobres manos estaban a la mise-
r i a : verrugas, grietas sangrantes. —Sí, señor.
E l niño no salía de mi lado. " ¡ S u e r t e perra!" —ex- —¡jVIirá cómo se ha puesto el c i e l o ! . . .
clamé yo para mi coleto—. "Ahora que no lo puedo lle- Y pensé, en un instante, en el fiero castigo bajad
var conmigo, no se despega". ¿Cuántas cargas teníamos del cielo.
que cortar? —Rosario, m i r á cómo se ha puesto el cielo... ¿ P o
qué no pegamos la vuelta?
A I derramar la mirada, me dolían, me lloraban los
ojos. Me sentía vencido por el aire, por la luz, por el frío, Muda, ensombrecida, seguía y seguía caminando,
por el cielo. Me a t r a í a , como a los que están a punto de derechura del corazón del Salar.
morir, aquella tierra pelada y salobre. E r a un cielo cenizo que bajaba hasta nosotros.
—¿Más adentro todavía? —pregunté a la Rosario. —Nevará, señor.
Había cogido su hacha y ya se encaminaba en dere- —Peguemos la vuelta pronto.
chura de la parte m á s blanca y reverberante del Salar, Soltó una carcajada loca.
como si quisiera dejar sus huesos en ella. — ¿ P o r qué te ríes? ¿Crees que temo a la nieve?
—¿Más adentro todavía? Los niños iban a mi lado.
No contestó. Estaba demacrada. E l ayuno y el in- —Se ha trastornao —^dijo Rodolfo.
somnio destruían poco a poco su cuerpo. —Se ha trastornao mi mamitay —dijo Juan de Dio
—¿Más adentro todavía? Había trabajado como un hombre, sin sentir cansa
—Sí, señor. Allacito cortaremos unas cuantas cargas cio, sed, hambre.
pa' don Rodolfo. Vendrá don Rodolfo esta tarde. Capaz —Nevará, señor, y te t a p a r á la nieve, y el surump
que me vuelva a pegar. te pondrá coloraos los ojos.
E l chango metía sus manitas paspadas en los bolsillos Rompió a reír nuevamente, con descompuesta risa q
de mi saco, de mi chaleco, de mis pantalones. hacía dar miedo.
—Vos estás l o c a . . .
—Por eso te traje hasta aquí, señor, pa* que l a nie
te tape, pa' que el surumpio te quite los ojos. pío el que atacaba a mis ojos, el mal bravo que c
De veras que estaba loca. los salineros y a los pastores que caminan por
Me dolían, me lloraban los ojos. nevados. Ahora sólo pensaba en cerrar mis ojos.
—¿Más adentro? Se me acercó la mujer de Chutuska.
—Aquicito no m á s . —^Vos tenis l a culpa —le dije con rabia-—. ¡Ya
Fue ella quien dio el primer hachazo en la tierra so- dónde estamos! Nos t a p a r á la nieve. Y o no sé p
bre l a cual caía todo el cielo cenizo. lado tenemos que tomar.
Estaba yo desorientado. E l Salar no relumbraba Aproximó su cara a l a mía y me m i r ó los ojos.
a g a r r ó el surumpio, señor.
ahora.
— E s lo'"que vos querías.
—Volvamos.
—También lo soñé, señor. Todo lo que yo sueñ
— ¿ P a ' qué?
cierto. Soñé que te asurumpiabas y que dos cóndo
—Vos estás loca; te dejaremos sola aquí.
te sacaban los ojos y l a lengua larga.
Los changos arrugaban la cara, a punto de llorar. ¿ S eE s t á s loca.
iba a quedar allí, desamparada, la madrecita loca, quien
—Dos cóndores negros pasaron reciencito, señ
en vano llamaba de noche, bajo las sombras negras, a su
andan persiguiendo.
pobre Javier?
:\é L u i s me tenía la mano; en mi mano sentía la
—Vos te vais a quedar solo, señor. Y no conocís el
suya helada. Él también quiso mirarme los ojos mi
camino. E l surumpio te pondrá coloraos los ojos y la
corría y corría el grueso Viento Blanco.
"tnréve-ñel Viento Blanco te t a p a r á .
— ¡ H i j i t o ! ¡ H i j i t o ! —exclamé yo al sentir en
Empezó a correr un viento de cordillera.
cara la suya—. ¡ H i j i t o ! ¡ H i j i t o ! Ahora caminaremos
—Mirá el cielo. dos juntos; vos me llevarás.
Su carcajada me causaba pavor.
— ¿ P a ' dónde? —preguntó l a Rosario.
E l Viento Blanco, salido de las cresterías lejanas IP a r a el rancho —respondí sin abrir los ojos.
difundía sus copos de nieve. Blanquearon nuestros pon-
— E l Salar no tiene f i n . Sigue y sigue. E l ranc
chos, nuestros calcetines, nuestros sombreros. Blanquea-
cayó.
ron nuestras ateridas manos, nuestras caras.
— E s t á s loca.
¡Espantoso espectáculo!
—Dos cóndores negros te sacarán los ojos y l
Los copos caían, caían; al tocar la granulosa super-
gua larga.
ficie del Salar, se endurecían. Se borraron los cerros, las
^ Sentí el zumbido violento de dos alas enormes
aguadas salobres, las lomas;'se borraron los cielos. Co-
José L u i s r e t i r ó su manita helada.
rría, corría desparramando sus copos, como un viento
— Y después, te t a p a r á la nieve, señor.
de muerte, el grueso Viento Blanco. Sentí como si l a Muerte hubiese pasado tocá
Rosario se había sentado en el suelo duro. Rodeában- los cabellos.
la sus hijos. —Dos cóndores negros te andan persiguiendo,
Entonces yo pensé en todo lo que había dejado lejos. Míralos.,.
E l inmenso Salar estaba blanco. Abrí los ojos; estaba l a noche negra en mis
Habíamos y a andado un largo rato bajo la lluvia de I Lancé un grito de angustia.
copos, cuando sentí un agudo dolor en los ojos. Me pa-
recía que de ellos brotaba sangre. E r a el mal del surum- Y me quedé solo, en l a inmensa estepa helada.
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