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SAÚL SCHKOLNIK

ilustrado por
CARMEN CARDEMIL
Primera edición, 1991
Segunda edición, 1995
Octava reimpresión, 2015
Primera edición electrónica, 2016

D. R. © 1991, Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Editor: Daniel Goldin


Diseño: Arroyo + Cerda
Dirección artística: Rebeca Cerda

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ISBN 978-607-16-3616-4 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico


Índice

Un traje de baño nuevo para don Caracol


El ratón forzudo y el queso
El huevo de la señora Josefina
El ratón forzudo y el resorte
Un traje de baño nuevo para don
Caracol

Un buen día don Caracol decidió mandarse a hacer


un traje de baño nuevo para tomar el sol.
Partió pues caminando, caminaba despacito y
caminaba y caminaba y caminaba.
Iba subiendo…
Pero… ¡Alto! Antes de continuar tengo algo
que aclarar: este buen don Caracol no es de los que
sacan sus cachitos al sol. ¡No, no, no! Este amable
personaje, del cual les voy a contar cómo le fue en
su viaje, es mi amigo don Caracol de Mar.
Caminaba. Iba subiendo hasta donde se encontraba doña Sirena sentada,
peinando su lindo pelo.
—¡Buen día, Sirenita! —la saludó don Caracol—: ¡Buenos días!
¡Buenos días! ¡Buenos días!
—¡Así los tenga usted! —respondió ella muy cortés, haciendo una
reverencia y otra reverencia y otra reverencia.
—Vengo para hacerle un encargo —dijo don Caracol, dando un suspiro
muy largo.
—¿Qué desea pedirme?
—Un traje de baño nuevo le encomiendo, de nácar blanco, como la
noche.
—¡Oh! ¡Cuánto derroche! —gritó ella entusiasmada.
—Pero, ¡ay, ay, ay! Don Caracol, no puedo, no puedo, no puedo hacerlo
—agregó desconsolada—, pues usted habrá notado que la noche es negra
porque no hay sol.
—Ya lo sabía, ¡qué pena, ya lo sabía, ya lo sabía, doña Sirena!
—Entonces —insistió (era porfiado don Caracol)—, lo quiero de nácar
negro como la luz del día.
—¿Negro como la luz? Amigo mío, debo decirle que ese color tampoco
existe.
—¡Uf! —se apenó don Caracol—, y ahora, ¿qué voy a hacer?, ¿de qué
color es el nácar, cómo lo puedo saber?
La sirena reflexionó:
—Podemos a doña Ostra preguntar —dijo, y ambos la fueron a buscar.
Lueguito la encontraron pues estaba dormitando.
—¿Cómo está usted? —la saludaron.
—Aaajuuummm… —respondió, y bostezaba y bostezaba y bostezaba.
—Díganos, doña Ostra, ¿de qué color es el nácar? ¿Índigo, dorado o
arrebol?
—¿El nácar? El nácar es del color de mis perlas. Si desean, pueden
verlas.
—¡¿De sus perlas?! —exclamaron asombrados…

—Sí, son redonditas, redonditas, redonditas. ¿Alguna otra preguntita?


¿No…?
Y, como no preguntaron nada más, volvió a dormirse la Ostra haragana.
—Muy bien, doña Sirena —pidió entonces don Caracol—, quiero un
traje que sea exactamente de ese color: será de color “redondito”.
—Ese color sí lo conozco y es un color muy bonito —aceptó ella,
sonriente—. Espero que usted también se deleite.
Entonces comenzaron todos a trabajar, haciendo el traje de baño nuevo
de don Caracol de Mar.
Don Cangrejo buscaba el nácar, y lo buscaba, lo buscaba, lo buscaba, y
con cuidado, doña Langosta lo iba recogiendo, recogiendo, recogiendo,
aunque el regañón de don Picoroco insistiera en que era poco.
Doña Jaiba lo cortaba y lo cortaba y lo cortaba, mientras que el
Langostino el nácar cosía, apurado, y cosía y cosía y cosía, usando un hilo
fuerte y muy fino que la buena doña Almeja sacaba de una madeja.
Don Piure y doña Macha retiraron las hilachas para que doña Centolla y
también don Camarón cosieran en el traje hasta el último botón. Doña Taca y
don Ostión, con muchísima dedicación, lo planchaban, planchaban y
planchaban y planchaban ese traje tan hermoso que entre todos realizaban
para el Caracol vanidoso.
Entonces, don Calamar, extendiéndolo con cuidado en la playa, junto al
mar, lo dejó bien estirado.
—¡Ay! ¡Qué lindo traje hemos hecho! —bostezó la Ostra perezosa,
aunque no había hecho otra cosa que dedicarse a dormir, a dormir, a dormir
y a dormir.
—Sí, lo debo admitir —dijo al verlo la Sirena—. Es tanto lo que brilla
tendido ahí en la orilla que es hermoso como un sol.
También don Caracol tan bello lo encontraba que sólo podía suspirar, y
suspiraba y suspiraba y suspiraba.
—Se parece a la Luna —opinó don Sombrerito—, y habría dos en vez de
una, si lo pudiéramos colgar…
Y aquí debería terminar el cuento del traje nuevo de don Caracol de Mar,
pero…
¡No! Porque algo desastroso, repentino, sucedió en ese momento; algo
increíble.
Una ola horrible arrastró a todo el mundo hacia el mar furibundo.
¿Y a don Caracol?
También a él lo revolcó de uno para otro lado, de uno para otro lado,
dejándolo mareado, mareado, mareado.
—¡Oy, oy, oy! —gemía—. ¡No sé ni dónde estoy…!
Pero después, armándose de coraje, se acercó veloz hasta su nuevo traje.
Y comprobó, con horror, que la ola lo había dejado como un rizo enroscado,
enroscado, enroscado.
Y don Caracol, ¿qué hizo?
Muy preocupado, lo toma y lo estira, lo estira, lo estira; luego, lo suelta y
lo mira.
Pero el traje, ¡tan porfiado!, se vuelve a enroscar más enroscado. Sin
saber qué hacer, don Caracol se conforma:
—¡Así me lo pondré!
Y se lo pone, se lo pone y se lo pone; pero le quedó tan ajustado, que ya
no pudo quitárselo.
Doña Ostra, que acababa de despertar, se da vueltas para poderlo
observar.
—¿Sabes? —le señala—, me gusta tu traje de baño de gala. Será la
novedad este año.
—Es cierto —sonríe contento don Caracol—. Y, como no me lo puedo
quitar, será mi traje nuevo y al mismo tiempo la casa que desde ahora voy a
habitar.
Y caminando despacito se alejó riendo, riendo, riendo, calladito.
El ratón forzudo y el queso

Érase una vez… un señor Ratón: regordete y orejudo,


paticorto y narigón… y sobre todo muy, muy, muy, muy
forzudo. Pero además tan presumido, que a todos tenía
aburridos.
—Modestamente —decía—, soy el ratón más fornido que
jamás haya existido.
Ahora te voy a contar lo que le va a pasar a este ratoncillo
por ser tan, tan presumido.
Un día, el forzudo ratón, regordete y orejudo, paticorto y
narigón, salió trotando, trotando, trotando muy ligero y a sus
patitas les dijo:
—Patitas mías, ¿para qué os quiero…? Llévenme, pues voy apurado a
buscar el rico queso que sobre la mesa alguien dejó olvidado.
Y, en verdad, era un enorme, enorme trozo de queso sabroso.
Dos ratones, uno grande, otro chico, habían llegado atraídos por aquel
queso tan gustoso y rico.
—¿Sabes? —le dijo el ratón grande al pequeño—, me gustaría ser su
dueño.
Y comenzó a dar vueltas a su alrededor. Dio una vuelta… y luego dos y
con otra fueron tres. ¿Y después? Dio otras tantas, pero todas al revés y,
¡claro, se mareó! ¡Uf, qué mareado quedó!
El ratón chico, chico, pero, ¡uf!, goloso, miraba con cara de pena ese
queso tan apetitoso, y lo miraba, lo miraba y lo miraba, y mirándolo
suspiraba…
Pero entonces llegó él.
Venía trotando, trotando muy ligero, nuestro amigo don Ratón, regordete
y orejudo, paticorto y narigón.
Siendo, como era, el más forzudo, ni bien hubo llegado a todos hizo a un
lado. Miró el queso y arrugó la nariz, y la arrugó y la arrugó para oler su
placentero aroma.
—Este queso —anunció— está esperando a que me lo coma.
Luego empujó y empujó y empujó y empujó. Usando sólo un poco de
fuerza, llevó el queso hasta el borde mismo de la mesa.
—¡Ah! —aplaudieron los ratones, asombrados—. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
Después, tras otro pequeño empujoncito, fue a dar al suelo aquel manjar
tan exquisito.
—¡Eh! —aclamaron los ratones, muy contentos—. ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Llegó entonces el momento más difícil de la prueba: arrastrar el alimento
hasta la entrada de la cueva.
—¡Ih! —dudaron los ratones, preocupados—. ¡Ih! ¡Ih! ¡Ih!
Sin embargo, nuestro amigo, con sólo una pata, se dio maña para realizar
tan fabulosa hazaña.
—¡Oh! —gritaron los ratones, admirados—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Como era egoísta y fanfarrón nuestro amigo el narigón, de los demás
ratones se comenzó a burlar. Y, de antemano, también a saborearse por el
queso que iba, solo, a devorarse, pues no pensaba convidar.
—¡Uh! —lloraron los ratones, apenados—. ¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!
Así, aquel forzudo ratón, regordete y orejudo, paticorto y narigón, se reía
y se reía y se reía de los pobres ratoncitos que, ese día, nada habían
comido…
Un debilucho ratonzuelo, tímido y diminuto, que por ahí pasaba mirado,
mirando, mirando, mirando distraído, viendo el queso tirado en el suelo y, al
parecer, abandonado, se lo tragó, se lo tragó, se lo tragó, se lo tragó de un
solo bocado, pensando: “yo no soy quizás tan fuerte, pero tengo mucha,
mucha, mucha suerte”.
El huevo de la señora Josefina

Estaba el tomate fresco, rojo por fuera y rojo por


dentro, y también la lechuga verde, listos para el
almuerzo. Estaba el pan amasado y un lindo limón
amarillo: estaba el mote preparado para el mote
con huesillo.
Estaban sobre la vieja mesa de la cocina
esperando que llegara la señora Josefina. Y
esperaban y esperaban y esperaban. Junto a ellos
se encontraba un huevo, redondo y blanco, muy quieto y en silencio.
También estaba esperando.
—Oye —le dijo el tomate—, ¿por qué estás tan callado y te escondes
asustado en tu caparazón?
—No es miedo lo que tengo —respondió riendo el huevo—. Es que
aquí dentro yo guardo mi rojo corazón.
—¿Corazón? —se burló el tomate—. Pero si no se oye ningún ruido.
—Ya lo sé —repuso el huevo—. Ahora está callado el mío, pero pronto
podrás oír —agregó— cómo canta pío-pío, pío-pío, pío-pío. Entonces
cambiaré mi traje blanco por uno de plumas doradas y moveré las alas de
abajo para arriba y de arriba para abajo, de abajo para arriba y de arriba
para abajo, y saldré caminando como todo un señor pollo, de aquí para allá
y de allá para acá, de aquí para allá y de allá para acá —dijo y suspiró—.
Por eso, señor tomate, tengo este caparazón.
—¡Qué lindo debe ser —suspiró a su vez el tomate— tener un
corazón…!
En ese momento llegó la señora Josefina y, pensando en comer algo,
encendió la cocina. Las llamas salieron bailando, y bailaron y bailaron y
bailaron hasta que la señora puso al fuego la sartén. ¡Pobrecitas llamas! Se
agacharon casi hasta desaparecer.
—¡Ay! —decía la sartén—, ¡qué frío tengo, amigas! Cuánto les
agradecería que me sobaran la barriga.
Y las llamas, muy atentas, la sobaban y sobaban y sobaban y sobaban.
Pero el aceite quemado daba saltos indignado, y saltaba y saltaba y saltaba.
—Me haré una rica ensalada y después un huevo frito —se dijo doña
Josefina, sintiendo mucho apetito.
La lechuga y el tomate lavó muy bien lavados, los puso en una fuente y
los picó muy bien picados. Un pellizco de pimienta y una pizca de sal. Unas
gotas de aceite y de aliño… nada más.
Entonces miró el huevo.

“¡Horror! ¡Qué espanto! —pensó éste aterrado—. ¡Adiós alas, adiós


plumas, adiós corazón colorado! Aquí terminan mis días convertido en
sabrosa fritura. La señora me comerá junto con la verdura. ¡Jamás llegaré a
ser pollo! ¡Oh, destino cruel y duro! ¡Jamás seré un gallo! Mi vida no tiene
futuro…”
Pero doña Josefina miraba su ensalada, y la miraba, la miraba y la
miraba. Se le hizo agua la boca y decidió probarla, y la probaba, la probaba
y la probaba. Se la comió toda, toda, sin dejar ni un poquito.
“¿Y qué hago con el huevo? —pensó—, si ya no tengo apetito.”
—Ya sé qué haré —se dijo—. Se lo pondré a la gallina que está echada
empollando debajo de la cocina y, con algo de paciencia, ya no tendré un
huevo… ¡tendré un polluelo nuevo!
Entonces, la señora Josefina apagó la cocina y puso con cuidado el
huevo blanco debajo de la gallina que estaba empollando, empollando,
empollando.
El ratón forzudo y el resorte

Había una vez un ratón narigudo, regordete,


paticorto y muy forzudo, que era además muy
peleador, presumido y muy abusador.
A todos los otros ratones trataba siempre a
empujones y, por supuesto, éstos se encontraban
muy molestos. Así las cosas, un día caminando,
caminando, caminando, se encontró con un resorte.
Flaco como un alambre y bastante chico de porte. Estaba acurrucado en un
rincón de la despensa, acurrucado, acurrucado, acurrucado.
Acercándose, el ratón le dijo:
—¡Hola, cosa rara, debilucha y enroscada!
El resorte no contestó nada.
—¡Te dije hola! —repitió un tanto enojado.
Pero el resorte continuó callado. Para demostrar su irritación, al resorte
dio un empujón. Éste, entonces, se encogió y se encogió y se encogióóóó…
hasta que, ¡de pronto!, y antes de que el ratón lo percibiera, el resorte se
estiró cuan largo era, y se estiró y se estiró y se estiróóóó… y dio al narigón,
¡pling!, en la nariz un coscorrón.
—¿Conque ésas tenemos? —se indignó el ratón—. ¡Ahora verás! —y lo
empujó con toda la fuerza de que era capaz, lo empujó y lo empujó y lo
empujó. El resorte, ¡claro!, de nuevo se achicó, se achicó, se achicóóóó…
hasta que hizo ¡pling! recobrando su antiguo porte, y el ratón, muy
sorprendido, salió despedido, con un ojo amoratado y su orgullo destrozado.
Porque a todo esto, muchos ratones se habían reunido para contemplar
tan curioso desafío. Al principio, miraban de reojo cómo al forzudo le
aumentaba su enojo. Después se oyeron algunas risitas aisladas y, por fin,
unas grandes risotadas:
—¡Ja, ja, ja! —reían y reían y reían y reían.
Muy, pero muy humillado, el ratón hizo un esfuerzo desesperado y usó
toda su fuerza, que era inmensa; pero el resorte, con total indiferencia, otra
vez hizo ¡pling! y partió nuevamente disparado, con el otro ojo también
amoratado, el pobre ratón narigudo, regordete, paticorto y orejudo que, al
parecer, ya no era tan forzudo.
—¡Snif! Me han vencido —lloraba entre quejido y quejido—. Me venció
esa cosa rara, debilucha y enroscada —lloraba mirando el resorte, flaco
como un alambre y chico de porte—. A nadie, nunca más, desafiaré. De
nadie, nunca más, me burlaré —prometió.

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