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PÁJARO DE CUATROCIENTAS VOCES...

NOVIEMBRE DICIEMBRE 2012


número CIENTO TREINTA y...

Heinrich Böll (Colonia, 1917 - Langenbroich, 1985).


Escritor alemán. Premio Nobel de Literatura en 1972. Böll
expresó en su obra narrativa el desasosiego que le produce
una sociedad marcada por la incomprensión y fanatizada
por el peso de las ideologías y los presupuestos morales.
Frente a ella, se yerguen los protagonistas de sus novelas:
seres siempre desvalidos, a quienes esa sociedad aplasta de
una manera tan cruel como arbitraria, en nombre de
principios abstractos que se convierten en algo inhumano
y carente de sentido. La aplicación de estos principios
constituye para ellos una singular versión del destino que
aciertan a percibir, pero no a comprender.

Las doctrinas políticas, la religión, la opinión pública, las


reglas externas de moralidad, se transforman en manos de
la masa en armas que destruyen a las criaturas sencillas.
Böll aboga por la solidaridad entre los seres humanos, por
la autenticidad de las relaciones más allá de toda norma
positiva. Así entiende él la religión católica que profesa,
cosa que no le impide criticar lo que de excluyente puedan
tener determinadas actitudes de los católicos. Pero la
denuncia que plantea alcanza también a toda una sociedad
cómplice del nazismo que se oculta vergonzosamente tras
aparatosas manifestaciones de civismo. Un mundo
obsesionado por el poder, la eficacia o el dinero, que
olvida los aspectos verdaderamente esenciales del ser
humano.

HEINRICH BÖLL
LA LENGUA COMO BALUARTE DE LA LIBERTAD, 1959*

El homenaje que hoy me dispensa la ciudad de Wuppertal cita al feliz elegido ante la única instancia capaz de
decidir si el honor es realmente merecido: la conciencia. Por favor no teman que vaya a realizar un
desnudamiento moral: quizá ya no sea joven para ello, o quizá no sea aun lo bastante viejo. En todo caso, me
resultaría penoso ser tachado de modesto, pues no lo soy. Como a todo hombre, el reconocimiento no sólo me
alegra sino que me fortalece. Por otra parte, un homenaje así sólo puede tener carácter relativo, y debo añadir:
siempre lo tiene y siempre debe tenerlo porque la naturaleza del arte consiste siempre en hallarse siempre en
una fase experimental. Sin duda, uno aprende muchas cosas; como escritor las aprende dentro y sobre la base
de uno mismo, pero es precisamente esa certidumbre de –haber aprendido algo– la que refuerza la impresión
que cualquier artista podría confirmar: solo se aprende el oficio, algunos trucos, y a lo mejor se consigue el
titulo de rigor. Todo artista sabe que una obra maestra no se crea a sabiendas, con la conciencia de estar
haciéndola. Nada tan apropiado para explicar la esencia del arte como las obras frustradas o malogradas de
aquellos que ostentan u ostentaban el titulo de maestro. Todo sucede por un pelo; el pelo supone una base muy
estrecha, apenas tiene anchura. Y sin embargo el homenaje que hoy se me concede se erige sobre esta base, al
menos en lo que atañe a mi arte. Quien tiene trato con las palabras, y he de confesar que mi trato con ellas es
apasionado, reflexiona tanto más cuanto más se acerca a ellas: se da cuenta irremediablemente de que las
palabras en nuestro mundo son seres escindidos. Apenas escritas o pronunciadas, se transforman y cargan
sobre aquel que las escribió o pronunció una responsabilidad que raras veces es capaz de asumir. Quien
escribe o pronuncia la palabra pan desconoce las repercusiones de su acto, hasta se han hecho guerras a causa
de dicha palabra, hasta se han cometido asesinatos. La palabra lleva dentro una inmensa herencia, quien la
escribe debería conocer este legado y sus posibles transformaciones. Si fuéramos conscientes de ese tesoro
que cada palabra oculta, si consultáramos los diccionarios, esos catálogos de nuestra riqueza, descubriríamos
que tras cada palabra hay un mundo, y quien tiene trato con las palabras, como toda persona que redacta una
noticia en un periódico o escribe un verso, debería saber que pone mundos en movimiento y hace surgir unos
seres escindidos: lo que puede consolar a uno, a otro lo hiere de muerte.
No es mero azar que en todas partes donde se considera al espíritu como un peligro, se prohíba primero los
libros, y se someta a estricta censura a los periódicos, revistas y mensajes radiofónicos. Entre dos líneas, en
ese diminuto y blanco espejo de tiro del impresor, se puede acumular suficiente dinamita como para hacer
saltar varios mundos. En todos los estados en que reina el terror, la palabra es casi más temida que la
resistencia armada, y ésta es a menudo consecuencia de la primera. Sin duda, la lengua puede ser el último
baluarte de la libertad. Estamos convencidos de que una conversación, un poema que circula en secreto puede
resultar más valioso que el pan, el pan por el que los rebeldes han gritado en todas las revoluciones.

Ahora ustedes comprenderán tal vez por qué he citado aquí, homenajeado por una ciudad libre en tanto
ciudadano libre, en tanto persona que tiene trato con las palabras, una instancia que nada tiene que ver,
aparentemente con el arte: la conciencia. No me refiero a la conciencia artística, que el artista debe consultar
día a día en su silencioso gabinete para saber si se ha separado, aunque sea un milímetro de su arte; no me
refiero a la conciencia del ser humano en tanto ser social. Las palabras tienen sus repercusiones, ya lo
sabemos, ya lo hemos vivido y experimentado en nuestro propio cuerpo; las palabras pueden ser precursoras y
causantes de guerras y no son siempre las palabras las que restablecen y hacen reinar la paz. La palabra,
cuando está a merced de los demagogos sin escrúpulos, de los políticos que sólo conocen la táctica, de los
oportunistas, puede causar la muerte de millones de seres humanos; las máquinas creadoras de la opinión
pública pueden dispararla como una ametralladora sus proyectiles. Cuatrocientas, seiscientas, ochocientas
palabras por minuto. Basta una sóla palabra para enviar a la perdición, a la ruina, a un grupo de ciudadanos…
sólo he de mencionar una: judío. Mañana podrá ser otra: la palabra ateo o la palabra cristiano o la palabra
comunista o la palabra conformista o la palabra inconformista. El dicho –si las palabras pudieran matar– hace
ya tiempo que ha pasado del subjuntivo al indicativo. Las palabras pueden matar. El dejar pasar la lengua a
zonas donde se convierta en asesina sólo depende de la conciencia. Hay en nuestro vocabulario político
palabras anatematizadas; el anatema es como una maldición que pesa sobre nuestros hijos que crecen en
libertad y alegría. Mencionaré dos de estas palabras: Oder-Neisse. Es una combinación de palabras que, en
boca de un demagogo o de la máquinas creadoras de opinión, puede tener un efecto más peligroso que el de
varios camiones con nitroglicerina.

Les parecerá extraño que alguien que acaba de declararse apasionado amante de la lengua pronuncie aquí un
discurso lleno de sombríos pronósticos; solo elige las palabras mortales del presente y del pasado, y conjetura
un futuro compuesto de palabras. Sin embargo, el acento político de estas conjuraciones y recuerdos, de estas
exhortaciones y amenazas, viene de un conocimiento determinado: de la conciencia de que la política se hace
con palabras. Las palabras hacen al hombre objeto de la política y sujeto pasivo de la historia; las palabras se
dicen y se imprimen; la opinión pública y la propaganda se sirven de la palabra. Las maquinas no nos hacen
falta aquí: la prensa, la radio, la televisión, manejadas por hombres libres, nos ofrecen cosas inofensivas, se
limitan a lo comercial, a la publicidad, al entretenimiento. Sin embargo, basta un ligero giro de la palanca del
poder para reconocer que las máquinas sólo son inocentes en apariencia. Hoy elogian un detergente, ensalzan
un cigarrillo, ¿y si mañana nos ofrecieran con la misma intensidad a ateos o a cristianos, a conformistas o a
inconformistas o nos machacaran la memoria con estas simples palabras: Oder-Neisse?1

Quien homenajea a un escritor libre –como hoy hace la ciudad de Wuppertal– homenajea al escritor, su obra,
la promesa que puede haber en ella, pero también rinde homenaje a la libertad, así como a los posibles errores
y disparates que pueden surgir de esa libertad. Jamás serán errores y disparates asesinos mientras la lengua no
se separe de la conciencia. La separación, la esquizofrenia es de aquel que dispone de la lengua, esa inmensa
riqueza, pero se contenta con el miserable sueldo que suelen pagar los poderosos a quien está dispuesto a
despojar a las palabras de su herencia, a quien no da a la lengua, a nuestra máxima posesión natural, todo lo
que ella puede ser: lluvia y viento, espada y amada, rosa, sol, dinamita, hermano y hermana, todos los mundos
que nos ofrece el diccionario, el catalogo de nuestra riqueza. El escritor que se rinde y se ofrece al poderoso
supera al criminal, comete algo más que un robo o un asesinato monstruoso. Para éstos, los párrafos jurídicos
no dejan lugar a dudas y la ley ofrece reconciliación al criminal condenado: algo se salda, aunque suma y resta
de ese pago no sean tan exactas como un cálculo matemático. El autor traidor, en cambio, traiciona a todos
quienes hablan su lengua, y su acto ni siquiera es punible, pues está sometido a leyes tácticas. Las leyes del
arte y la conciencia no están impresas. El escritor sólo tiene una opción: dar todo de sí en un determinado
momento o no dar nada, es decir, permanecer en silencio. Puede estar equivocado, pero en el instante de
pronunciar eso que más tarde puede aparecer como error debe creer en su absoluta veracidad. Y no debe andar
con ese posible error en el bolsillo, como si fuera un salvo conducto; se hallaría en la situación desesperada e
insincera de aquel que antes de cometer el pecado ya sabe lo que dirá en la confesión. De nada sirve el truco
dialéctico de la llamada autocrítica, la cual se somete al siempre cambiante espejo confesor y se encierra en
una celda acolchada donde está permitida cualquier proeza acrobática. Una libertad así es peor que la libertad
bufonesca. El bufón que debe aguantar de vez en cuando las palizas de su caprichoso señor y que lleva
siempre a la vista los signos de su extravagancia, el gorro y la carraca, no deja de ser un personaje de gran
dignidad si lo comparamos con aquellos que se mueven como marionetas en el podio de la opinión pública,
siempre dispuestos a dar vueltas de carnero. Hay métodos terribles para despojar al hombre de su dignidad: el
garrote y la tortura, el camino a los molinos de muerte. Pero puedo imaginar otros más terribles: los que se
apoderan como una insidiosa enfermedad de mi espíritu, obligándome a decir o a escribir una frase que no
pueda sostener ante la instancia arriba mencionada: la conciencia. La conciencia de un escritor libre que sin
duda se ha hecho y se hará culpable de errores y de negligencias, que debe enfrentarse a su arte en la
silenciosa cámara a la que ustedes no tienen acceso, que se entrega en blanco y negro, no sólo desde un punto
de vista editorial, sino también en un sentido superior. Su libertad no es la de un bufón; las pocas bromas que
la lengua le permite no van dirigidas a un señor ni pueden arreglarse con una bofetada. El escritor no tolera a
ningún señor, su libertad sólo esta limitada por las fronteras del arte. Hasta cierto punto, y en un grado que
sólo la situación puede determinar, la libertad también implica una independencia económica. Por tanto me
permito mencionar el regalo que acompaña el homenaje: es una parcela de libertad, no está ligada a
condicionamiento alguno. Me ha sido dado por la obra que he escrito, pero estará al servicio de mi obra aún
inexistente, por consiguiente, haciéndome entrega de este regalo, ustedes asumen el mismo riesgo al que cada
artista está sometido. Ahora bien sólo podré aceptar este homenaje que no sólo vale para en mí en cuanto
persona, sino también en cuanto institución, si me permiten esta fórmula abstracta. Me refiero a la institución
del escritor libre que sólo puede surgir en una sociedad libre y que, sirviéndose de la palabra expresa las
riquezas y miserias de la sociedad. No está para divertirla y sus conclusiones no son siempre alegres; sólo
puede ofrecer lo que el arte le permite. El consuelo, uno de los ingredientes más valiosos de nuestra vida,
nunca estará rebajado…, será siempre tan caro como el desconsuelo. Con este premio, ustedes también
homenajean a la sociedad que permite la existencia de los escritores y artistas libres. Les expreso mi máximo
agradecimiento en nombre mío y de la institución que, comprometida con leyes no escritas, no reconoce a
ningún señor celestial y defiende, con la palabra, la dignidad humana.

*Heinrich Böll Más allá de la literatura ENSAYOS POLÍTICOS Y LITERARIOS Traducción de Adán Kovacsics Conferencia
pronunciada en ocasión de la recepción del premio Eduard Von Heydt de la ciudad de Wuppertal, el 24 de enero de 1959.
Narradores de Hoy BRUGUERA.
1
La frontera polaco-alemana determinada por los ríos Oder y Neisse. Establecida por los acuerdos de Potsdam, el 2 de agosto de
1945, (nota del traductor).

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