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Particularmente, es el historiador griego Diógenes Laercio, vivió en la última parte del siglo
II y primera del III d.c., quien bastante detalladamente nos informa de los más destacados
filósofos de aquella época remota, y de los filósofos llamados clásicos. Y que fue Pitágoras
el primero en llamarse filósofo. Sí, se ganó el apelativo al decir: ninguno de los hombres es
sabio; lo es solo Dios.
Pero aun yendo más atrás, encontraríamos a otros que si no fuera redundante los
llamaríamos, presocráticos de los presocráticos, y los podríamos considerar como
chamanes.
Más con toda razón y vehemencia rearguye Diogenes, afirmando: los que esto dicen
atribuyen ignorantemente a los bárbaros las ilustres acciones de los griegos, de quienes
tomó principio no sólo la filosofía, sino también el género humano. Ateniense fue Museo;
tebano Lino.
No solo se impacienta este Diógenes por el irrespeto de los bárbaros a los griegos, llamando
filosofía a lo que no era más que una brujería, sino, que además atribuían a Orfeo Tracio,
hijo de Apolo, la condición de filósofo, extrañando que tal cosa se dijese de los dioses.
Al final del periodo filosófico que nos ocupa, ya se perfilan varios aspectos sustanciales de
la filosofía, liberándose de las ingenuidades y supersticiones precedentes, producidas por
una sensibilidad inmadura. Es decir, una sociedad que no se interese por la filosofía será
una sociedad de gentes desorientadas y fácilmente manipulables.
Aquellos aspectos se resumían en las tres partes básicas de la filosofía de entonces: Física,
Moral y Dialéctica. La primera referida al universo y las cosas que contiene; la segunda a
la vida humana y cosas a nosotros pertenecientes; y la tercera examina las razones de
ambas.
Rematemos diciendo que hoy día la aptitud por la filosofía se la atribuimos, especialmente,
al talento del pueblo Alemán.