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Idealismo moral y realismo político, La sabiduría de los pueblos. Simone De Beauvoir.

Karen López Osorio.


Instituto de filosofía.
Exposición.

En el segundo ensayo de la sabiduría de los pueblos, Simone de Beauvoir se ocupa de


enfrentar y analizar dos posiciones bastante problemáticas con respecto a la filosofía práctica,
el idealismo moral y el realismo político.
Ejemplifica ambas posturas con los personajes de Antígona y Creonte. En Antígona, vemos
al idealismo que necesita que haya principios trascendentes que ordenen lo que ocurre acá
abajo, así como tranquilicen y den paz a la conciencia del que actúa. Con Creonte, por el
contrario, se encarna la figura del realista, que, preocupado por los intereses de la ciudad, no
vacilará en recurrir a cualquier medio para cubrirlos.
De Beauvoir no escatima al enjuiciar los vicios de las dos formas de pensar la ética: “En el
primer caso, eligen obedecer a una necesidad interior, se encierran en la pura subjetividad; en
el segundo caso, deciden someterse a la necesidad de las cosas: se pierden en la objetividad.”
Pero lamentablemente para quienes, de una forma u otra, se ubican en una de estos extremos
para ahorrarse el trabajo de pensar por ellos mismos la moral, la autora propone que:
La política no puede dejar de decidir, de elegir. No encuentra en las cosas, ni en el plano del
ser, ni en el de los valores, ninguna respuesta definitiva. En cada nueva situación es necesario
que nuevamente se interrogue sobre sus fines, que los elija y los justifique sin ayuda. Pero
precisamente es en ese libre compromiso que reside la moral.

Beauvoir sugiere que la moralidad no es un privilegio sino una conquista que aún queda por
realizar. Postura de la que da cuenta al aludir a la posibilidad que tiene el hombre de tomar
clara conciencia de su situación en el mundo para establecer un acuerdo entre sí mismo y la
realidad, es decir efectuar la conversión que consiste en el paso de la libertad ontológica a la
libertad moral en el cual se asume y direcciona la espontaneidad para darle un contenido
existencial a la primera, tránsito que implica necesariamente una concepción de la acción
como el modo auténtico de asumir su situación y transformar la realidad. La confianza que el
existencialismo declara hacia los hombres radica en que es un ser que tiene que ser, es decir,
un ser que por tener como condición ontológica el fracaso, necesita hacerse. Beauvoir
encuentra que la angustia que le produce al hombre su soledad sobre la tierra para responder a
las cuestiones que la acción le plantea, se ha visto sosegada por un dualismo que pone en
disputa la moral y la política, y por lo tanto fractura la relación del hombre con sus actos.
Idealismo moral y realismo político son refugios que se ofrecen al ser humano para evadirse
de la íntima relación de sí mismo como libertad y sus acciones como expresión de la misma.
El problema que Beauvoir reconoce en el dualismo entre moral y política, es que si se afirma
una realidad se niega la otra, si el individuo se encierra en su subjetividad niega que haya un
mundo externo en el cual se debe realizar y si queda sumido en la objetividad se libera de la
responsabilidad de sus acciones porque ya están justificadas por el entorno. Para el idealismo
moral, las luchas en las cuales el hombre se incluye son totalmente vanas, puesto que los
valores a alcanzar son abstractos e intemporales, desarraigados de los efectos que puedan
tener sobre el mundo. Por otro lado, el realismo político pondera la realidad sobre la libertad
humana al punto de que puede negarla absolutamente; es decir, desde esta perspectiva, los
actos están determinados por un fin objetivo dado de antemano en relación con la solidez con
que se afirman las realidades materiales, dando así sentido a las acciones en tanto que
busquen la adquisición de dicho fin. El dualismo que se plantea aquí, supone un problema
para la comprensión de la acción porque impacta directamente sobre la condición humana al
proponer una visión inconciliable y sesgada de la misma, sea que la defina meramente como
facticidad o meramente como libertad formal, está negando la totalidad de su ser como
libertad situada. Sólo asumiendo la libertad en situación es posible superar el dualismo y
reconciliar al hombre consigo mismo. Una moral válida que admita la realización del hombre
como libertad, como lo que elige ser a través de sus actos, que son los que determinan el
sentido y el valor de los hechos y los fines, es aquella que reconoce la ambigüedad de la
realidad humana. Este reconocimiento implica que medios y fines comporten una unidad
indisoluble por la cual se adquiere un compromiso, ya que un fin no es más que una
actualización, la afirmación de sí mismo como libertad. En esto radica la coherencia que el
existencialismo le reclama al hombre.
La conciliación entre moral y política sólo puede darse en el plano de la acción a través del
cual el hombre busca fundar su ser y por el cual está aferrado al mundo. Dicha reconciliación
exige que el hombre renuncie a la seguridad que le ofrece el encierro en la cómoda esfera de
la subjetividad e irresponsable ámbito de la objetividad, puesto que para afrontar la realidad
le basta con asumir el reconocimiento de su libertad. La moral auténtica se encuentra en el
momento en el cual el hombre reconoce el dominio que tiene sobre su existencia, a la que
dota de valor con sus acciones. En la acción el hombre se reconcilia consigo mismo porque
como existente está comprometido con su propia realización. La acción como una cuestión
moral y política es el reconocimiento y el compromiso con la libertad auténtica y dicho
compromiso se efectúa en la comunicación con los otros, dado que es el modo que tiene el
hombre de trascender su individualidad.
En la acción coinciden el reconocimiento de la libertad individual (moral) y su nexo con la
condición histórica y concreta en la comunicación con los otros: Reconciliar moral y política,
es reconciliar al hombre consigo mismo, es afirmar que, a cada instante puede asumirse
totalmente. Pero esto exige que renuncie a la seguridad que espera alcanzar encerrándose en
la pura subjetividad de la moral tradicional o en la objetividad de la política realista
(Beauvoir, 1969, p. 73). No se trata entonces de decidir entre moral y política, entre
subjetividad y objetividad, como si los actos humanos pudieran definirse a partir de estos
extremos. La acción del hombre es tanto moral como política y el hombre es tanto
subjetividad como objetividad.
A modo de conclusión podríamos decir que el valor de la acción está dado entonces por la
relación sujeto-objeto que define tanto los medios como los fines de la misma. Para el
existencialismo, la moral y la política no pueden ir por vías separadas, pues ambos
constituyen lo que el ser humano es como existente y como existencia en proyección. La
situación a la que se enfrentan los hombres, una y otra vez, debe ser superada mediante el
compromiso con sus acciones tanto moral como políticamente, dejar de estar sumidos en uno
de los dos extremos e intentar encontrarse con esa libertad angustiante pero al mismo tiempo
la única que nos hace trascender realmente los límites.

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