Está en la página 1de 4

Los obstáculos en los proyectos nacionales latinoamericanos del S.

XIX

Aunque desde las independencias se ha hablado de una idea de nación correspondiente a los estados latinoamericanos de hoy en
día, como una realidad inmanente e inherente a los territorios y poblaciones actuales, está ha sido una construcción ontológica,
retórica y discordante con la realidad, que hoy es reevaluada por gran parte de la historiografía. La mayoría de los autores que han
trabajado recientemente el concepto, coinciden en afirmar que la nación es procesual, y que en América latina (AL) la formación
de esta sólo llegó tras un proceso lento y plagado de obstáculos.

Así, en el presente texto se busca exponer los diferentes desafíos a los que se enfrentaron los países latinoamericanos durante el
siglo XIX en la formación de la nación. Para ello, en primer lugar, se delimitará el concepto de nación. Seguidamente se entrará a
detallar los 5 obstáculos propuestos para el establecimiento de la nación, y luego se proveerá una conclusión.

Nación
El concepto de nación que se trabajará es el propuesto por Benedict Anderson. Dicho autor define la nación como una comunidad
política imaginada como implícitamente limitada y soberana con cuatro elementos esenciales: (1) objetivos (elementos tangibles
de las sociedades, por ejemplo el territorio o el lenguaje), (2) subjetivos (sentimiento de pertenencia y adhesión a la comunidad,
(3) tecnológicos (instrumentos de difusión de las ideas y sentimientos nacionalistas, a saber, la educación y la imprenta), y las (4)
personas (que juntan los elementos objetivos y subjetivos en una narrativa y usan la tecnología a favor del nacionalismo)
(Wasserman, pp. 112-113). De forma parecida, Centeno define la nación como una institución política individual sobre un
territorio con una población que considera que comparte una identidad esencial (p. 246). Centeno además recalca el carácter
procesual de la nación y su entendimiento como una construcción, pues manifiesta como ese sentido de comunidad es sustentado
por una liturgia, unos símbolos y rituales patrocinados por el Estado.

A partir de esta definición y de lo dicho en la introducción, no es dable afirmar que los movimientos anticolonialistas fueran
nacionalistas, o que la nación colombiana, peruana, argentina estuviera implícita allí desde tiempos inmemorables. Aunque en
1825 formalmente se fundan las Repúblicas, aún había un largo camino para salir del pasado colonial y crear una nación. Ello es
así porque las identidades nacionales no son datos apriorísticos, no son identidades originarias presentes desde siempre; como bien
se ha dicho, la nación no es un dato ontológico, es una construcción histórica que requiere de los 4 elementos arriba descritos, y
que tiene origen en proyectos de organización social, política, cultural, económica y tecnológica, vinculados a diversos sectores
sociales y que contempla intereses específicos. Como ya se expuso, todo este trabajo de formación nacional tuvo múltiples y
particulares escollos en las repúblicas latinoamericanas, los cuales se pasarán a explicar.

Fragmentación del poder


Un primer obstáculo al que se enfrentaron las sociedades americanas recién independizadas fue la fragmentación del poder
político. Esto significa que, ante el vacío del poder colonial, las élites que quedaron no lograron construir un poder político central
con capacidad de monopolizar la fuerza y la cultura en la totalidad del territorio y con la legitimidad interna y externa para
imponerse. Ninguna de las clases o facciones que quedaron tenía la fuerza suficiente para convertirse en nacional y subordinar a
los demás grupos a su dominación.

Así que el poder se fragmentó en diversas clases regionales, provinciales o sociales cada una con sus proyectos de nación, que
respondían a sus intereses económicos, culturales, territoriales. La expresión de esta fragmentación fue la guerra. Por ejemplo,
encontramos proyectos de nación disímiles y la consecuente lucha civil en los intelectuales que se dividían entre el alineamiento y
rompimiento con los valores ibéricos: liberales, que partían ideológicamente de ilustración francesa y consideraron la
independencia como un proceso ansiado y justificado por lo que querían un rompimiento total con la península; y por otro lado los
conservadores, católicos y tradicionalistas, que leyeron la independencia como un proceso inevitable, y no tenían pretensiones de
romper con los valores ibéricos considerándolos la esencia de la nacionalidad (Wasserman, p. 121).

La divergencia de intereses tuvo la ayuda de los límites administrativos que había en el imperio español y las desalentadoras
circunstancias geográficas para la comunicación y el transporte. Desde finales del S. XVIII se evidencia una tendencia al
localismo y a la ruralización como consecuencia de las reformas borbónicas que hicieron difícil la aproximación entre regiones
(Wasserman, p. 120). La profesora Wasserman se refiere a está fragmentación como una confusión espacial en el pensamiento de
los intelectuales del S. XIX, ya que la identidad se movía entre lo continental, nacional o provincial; y muchas veces el
sentimiento local rebasaba la identidad nacional (p. 120).

Geográfica y económicamente, por ejemplo, Larson nos habla de las diferencias entre la costa (donde está la exportación) y las
zonas del interior, pues el cambio económico capitalista llegó más lentamente a la sierra andina. Por eso se dan procesos
diferentes donde más temprano se dio la integración al mercado mundial y donde se conocen relaciones más modernas y
capitalistas, elementos clave en la construcción de la nación. Está diferencia regional en función de la economía exportadora llevó
a que no se integrarán al mercado mundial las naciones sino las regiones. Esto crea realidades e intereses diferentes que hacen más
difícil el movimiento en común que requiere el nacionalismo.

Usando la terminología de Anderson, ello significa que no había comunidad política y mucho menos soberana, había varios
intentos de comunidades luchando entre sí ideológica y físicamente por esa soberanía.

El paso al capitalismo
Los autores trabajados concuerdan en que la entrada al capitalismo en AL se dio a la par con la construcción de la nación y fue
esencial para está (Centeno, p. 252). Waldo Ansaldi describe cómo fue este paso de la economía colonial a la economía
capitalista, contando que, no fue un cambio que viniera desde adentro, sino que fue impuesto por la conquista y luego por la
entrada a la economía mundial en situación de dependencia pues, los europeos ya estaban en otras fases más avanzadas del
capitalismo por lo cual Suramérica, cuando entró a competir al mercado internacional, lo hizo en desventaja y en las condiciones
más adversas para crear nación (p. 393). En fin, este autor plantea cómo las “... disímiles características de la acumulación
originaria explican la desigual conformación de clases y el camino difícil para crear una burguesía y un Estado Nacional (p. 411).

Se entró al mercado con materias primas y comprando mercancías, lo que se convirtió en una de las causas de la fragmentación
regional que ya se trató. Dicho fraccionamiento fue un impedimento para construir un mercado interno y, por tanto, una economía
verdaderamente capitalista. En palabras de Ansaldi, se pasa a un capitalismo que no repite las condiciones europeas y que de
entrada tiene una connotación, es dependiente (p. 411), supeditado al mercado global. Esto conllevaba el hecho de que las
relaciones capitalistas estaban en función de dicha economía primario-exportadora, así que, hacia fuera se aplicaban las reglas del
capital, pero en el interior se mantienen las relaciones de trabajo y formas de producción de la colonia, y por eso no se puede
hablar de un capitalismo genuino (Ansaldi, p. 413).

Esto va de la mano con otro de los obstáculos que se verá después: las continuidades coloniales. Como bien se sabe, el capitalismo
viene acompasado de la generación de clases sociales, pero en AL por la situación que se acaba de explicar estas clases no se
dieron “puramente” sino que estuvieron atravesadas por el componente étnico; no estuvieron definidas sólo por condiciones
económicas y la propiedad de los medios de producción, sino que intervinieron los elementos culturales como herencia de las
sociedades coloniales (Ansaldi, p. 397).

Lo anterior entra en diálogo con lo planteado por Larson y Wasserman. La primera autora establece que lo que se formó en AL no
fueron Estados capitalistas sino oligárquicos, ya que, el capitalismo es solo una característica, pero no es lo que ordena toda la
sociedad, pues en la construcción de la nación también tuvo inmensa influencia la exclusión étnica (p. 178). La segunda, explica la
diferencia entre Europa y Latinoamérica frente a la implantación del capitalismo y cómo ello influenció la construcción de la
nación en cada caso (p. 125-126). Mientras en Europa la burguesía fue la responsable del surgimiento de las identidades
nacionales y en dar el alcance revolucionario que incluía clases populares, en AL la tarea de implantar el capitalismo fue realizada
por sectores oligárquicos, que ante la necesaria transformación de la propiedad y de clases para el capitalismo, continuaron siendo
excluyentes. Así pues, en el paso al capitalismo no se dio una efectiva liberación de la mano de obra y una apropiación de los
medios de producción, ya que el pseudo-capitalismo americano quedó en manos de economía del sector primario-exportador,
dirigida por la clase dominante, que era tributaria de una economía anterior al capitalismo, lo que mantuvo las relaciones sociales
de producción servil y las huellas de los modos de producción anteriores. Ahora se pasará a explicar más como esos legados
coloniales, además del capitalismo, impactaron la construcción de la nación.

Permanencia o ruptura de la estructura colonial


De acuerdo con Larson, la sociedad colonial tuvo dos características principales. Primero, era una sociedad de castas y segundo,
era una sociedad corporativista (p. 27). El paso de allí al capitalismo y la nación no fue sencillo, pacífico o total dado que en cada
caso los diferentes sectores sociales y las facciones dentro de los mismos querían mantener unas cosas y eliminar otras, así que
entraron en tensión dificultando un único proyecto nacional. Ansaldi, también califica la sociedad colonial como estamental o de
castas, pues el rango social estaba definido por los componentes indígenas, africanos o españoles (p. 400- 401). De acuerdo con
está estratificación cada uno tenía privilegios y un status quo andante que tras la independencia siguió, pero quedó en entredicho.
En realidad, durante gran parte del S. XIX uno de los dilemas definitorios de las naciones fue si redefinir o reestructurar la
sociedad colonial o no, y como (Larson, p. 27).

Para ilustrar, una de las continuidades fue la hacienda como unidad social y origen de las relaciones clientelares y políticas
(Ansaldi, p. 414-415) que coexistió con el capitalismo dependiente. Los señores hacendados eran el poder efectivo de la región
más que el Estado, lo cual lleva a la fragmentación del poder que ya se estudió. Esto y el capitalismo dependiente no permitieron
que se generalizara el trabajo asalariado ni el trabajo libre. Más allá de los privilegios económicos, la sociedad de castas proveía a
las clases más altas preeminencia social y participación política. Incluso las bases de la organización social tenían cosas que
defender de la colonia, que por los menos protegía sus identidad y formas de tenencia de la tierra corporativas (Larson, p. 28).

Ansaldi es quien más detalladamente trata este obstáculo al explicar cómo lo colonial se desestructura, aunque no hay una
desaparición absoluta, sino una reestructuración en otra sociedad. El autor plantea que el tránsito de la sociedad colonial se dio en
dos planos: uno estructural socioeconómico, en el que una sociedad organizada por castas o estamentos pasa a una sociedad de
clases; y un plano jurídico-político: que se reflejó en el paso de los súbditos a los ciudadanos (Ansaldi, p. 393). Pero cada una de
esas transformaciones se dio con sus respectivas anotaciones. Frente a lo primero, hay que señalar que las relaciones sociales de
producción no pasaron mecánicamente de Europa a AL, sino que incorporan el factor étnico latinoamericano, solapando las clases
económicas con otras identidades (Ansaldi, p. 393). En cuanto a la ciudadanía y la titularidad de derechos, aunque se adquieren
legalmente, ello no se traspuso a cambios efectivos en la realidad. Por eso hay que recordar esa tensión entre la continuidad y las
líneas de ruptura.

Ahora, teniendo en cuenta las prerrogativas que las élites dominantes buscaban mantener de la época colonial, las rupturas que
quería imponer y el contraste con las demandas de las comunidades más populares, es claro que la inclusión y la integración de las
masas era lo último que pensaban cuando pensaban en la nación y esto nos lleva al siguiente desafío.
División/exclusión étnica y racial
Como ya se ha explicado, en paralelo a la división de clases económicas había una división étnica y racial heredada de la colonia
que atravesaba la sociedad, y que lleva a una nueva dificultad: la falta de mediación social y la no incorporación de los sectores
populares en la construcción de nación.

Larson no lo puede explicar más explícitamente, “Para 1900, los criollos habían levantado naciones postcoloniales construidas en
torno a unos rígidos conceptos de las razas, que excluían a las mayorías indígenas… pero al mismo tiempo les forzaba a ingresar a
las economías nacionales como trabajadores subalternos”. El punto es que no fue una construcción de nación exitosa, todo lo
contrario, esa exclusión constituyó un obstáculo para la nación ya que desató un mar de visiones, de violencia y de reveses que
demostraban que aún no había una identidad común y delimitada, pues los hombres andinos eran conscientes de sí mismos como
sujetos políticos de las nuevas naciones en proceso (p. 177).

En los primeros años después de la independencia se vivió una pax republicana: un status quo entre las demandas de las élites y
de los actores populares (Larson, p. 28). Un balance entre las demandas de la comunidad que se metieron por los intersticios de
los proyectos políticos de las élites. Pero cuando el tributo y mano de obra de las poblaciones subalternas dejó de ser la fuente
principal de recursos para el Estado y se entró en el auge del liberalismo económico y del capitalismo en expansión, las
comunidades tuvieron que hacer frente a una amenaza a sus formas de subsistencia, autonomía y simbolismo (p. 29-30).

Esto se convirtió en un obstáculo para el proyecto de los criollos “constructores de la nación”, quienes querían integrar a la fuerza
al campesinado nativo a su idea de nación e integrarlo al mercado capitalista. Así el nacionalismo criollo que se apropió del
mismo concepto de nación creó un desfase entre la nación ideal y la real (Larson, p. 32) dividiendo la sociedad entre blancos e
indios (“el problema indígena”). En la realidad había toda una gama de diversas comunidades haciendo sus demandas
económicas, políticas y culturales que desafiaban esa nación bipolar que les construyeron (Larson, p. 44). Era imposible desplegar
estos discursos nacionales y a la vez captar a la base del pueblo, y esto lo demostraron las comunidades nativas en sus reclamos
por la tierra, en los actos populares en tiempos de crisis y en las luchas y negociaciones interculturales con el poder (Larson).

Así entonces, el nacionalismo estatal y oficial dejó de lado a las masas y su versión de nación (Centeno, p. 254), cuando el
nacionalismo mismo implica la movilización de las masas (Centeno, p. 256). Wasserman concuerda con ello pues sostiene que la
integración nacional se da cuando un proyecto de organización social de un grupo determinado logra inspirar demandas de partes
más amplias de la sociedad y se legitima en un proyecto de consenso de la nación; lo cual la división étnica y racial no permitía (p.
117-118). Ansaldi plantea algo similar cuando establece que la etnia en AL se debe entender desde el conflicto que enfrenta a
diferentes grupos impidiendo la integración nacional que se intentaba desde el estado por las clases dominantes (p. 398).

En este punto es de suma importancia el uso del lenguaje y la retórica ilustrada de la república que contrastaba con la realidad
americana. A pesar de que se usaba un vocabulario libertario, de derechos, del progreso, sobreviven estas diferencias raciales y
étnicas que mantenían las instituciones liberales en lo formal y no en lo social. En otras palabras, este lenguaje fue solo un recurso
legitimador más que una acción. Trae la idea de la nación o pueblo, cuando en realidad, las élites que quedan con el poder se
asumen como La Nación y la representación de todo el pueblo.

Falta de identidad común


Adicionalmente, la falta de una identidad compartida y de una mitología común fueron un obstáculo para la formación de las
naciones, que se debió a la ausencia de capital histórico, de un “otro” externo, que llevó a la creación del concepto de los
enemigos de la nación y a la creación de retóricas nacionalistas excluyentes. Ello aunado a que en el continente no se produjo un
escenario artístico y cultural compartido que apoyara el dogma nacionalista (Centeno, p. 251).

La falta de un otro externo se refiere a la carencia de un enemigo por fuera del estado que permitiera identificarse como uno solo
frente al otro. Ello se debió en gran parte a la casi inexistencia de guerras internacionales en el continente, que causó que los
países latinoamericanos no tuvieran las experiencias militares que forman gran parte de la lealtad nacional, creando historias
heroicas y sacrificios colectivos (Centeno, p. 255). El único caso es el paraguayo con la guerra de la Triple Alianza donde la
guerra sí prevalece en la imaginación nacionalista (Centeno, p. 285).

Las guerras independentistas son las que más llegan a representar una leyenda heroica de sacrificio que expresa una conciencia
política, como es el caso de Colombia que tiene a Bolívar en el centro de su mitología nacionalista (Centeno. p 293-295). Empero,
estas guerras tienen serias limitaciones para la construcción de esta identidad común porque recuerda las traiciones de la élite y el
sacrificio de las poblaciones subalternas (Centeno, p. 305) e igualmente, como fueron guerras libradas por varios países les dieron
a todos con los mismos referentes obstaculizando la demonización del enemigo externo (Centeno, p 307). Las relaciones en el
continente han estado más determinadas por la amistad y la diplomacia. Centeno incluso muestra cómo en la iconografía
nacionalista los estados honran más a sus vecinos -e incluso enemigos- que a sí mismos, como es el caso de las calles del mariscal
López en Buenos Aires (p. 275).

El mencionado autor, explica entonces cómo los Estados en AL no definieron sus enemigos a partir de entes territoriales externos,
sino que han entendido que el enemigo está en su interior (y se puede concretar de acuerdo con la raza, la clase, las ideologías) (p.
247). El concepto del enemigo interno como obstáculo se liga a la división étnica y racial, al capitalismo a medias y dependiente
y las continuidades coloniales, y ello se refleja perfectamente en la tesis de Larson: la construcción del problema indígena que
puso las tensiones interétnicas en el centro de la construcción de las identidades nacionales de AL (Larson, p. 34). Las naciones
poscoloniales buscaron instituirse mediante una asimilación del otro indígena, a partir de esa herencia colonial de bipolaridad
entre blanco e indio, para llevar a los indígenas a subalternidad del capitalismo como mano de obra, pero sin darles los derechos
políticos que eso implicaba, sin volverlos ciudadanos (Larson, p. 35). En otras palabras, convirtió al indígena en el enemigo
interno para asimilarlo a la identidad y al sistema económico que querían las élites pretendiendo lograr una nación a la fuerza.

Para llegar a estas conclusiones, el profesor Centeno estudia la iconografía nacionalista de los Estados en AL y encuentra que “...
los monumentos latinoamericanos no representan las identidades nacionales… son íconos de la élite cuyo dominio sobre la
imaginación popular puede no ser muy fuerte” (Centeno p. 309). Es decir, los mitos latinoamericanos, la guerra y el heroísmo no
cumplen cabalmente la tarea simbólica que tienen, pues no cristalizan la identidad nacional ni envuelven a las personas en una
comunión moral (Centeno, p. 266). Por ejemplo, este mismo autor habla de la amnesia histórica de la preindependencia que deja
de lado como símbolos históricos de la nación a las civilizaciones precolombinas (Centeno p. 275-274).

A esto se le añade la misma historia de los Estados latinoamericanos. Centeno muy bien explica cómo, aunque la nación es una
construcción, esta tiene que sujetarse a las sociedades donde surge, y solo pueden valerse de aquellos elementos iconográficos que
se encuentran disponibles. Justo en Latinoamérica el uso de los símbolos existentes fue un problema pues había límites en la
utilidad del pasado que brindó pocas oportunidades para inventar un patrimonio grandioso para la población (p. 245-247). A esto
el autor le llamó: falta de capital histórico.

El resultado fue que las élites se volcaron hacia adentro, buscaron a alguien a quien achacarle las dificultades y crearon a los
enemigos de la nación, que en realidad no son más que los opositores o antagonistas de un determinado proyecto de organización
de la nación; muchas veces los indígenas o campesinos. Centeno caracteriza los estados de Suramérica como “estados que
involucran sociedades cuyas diferencias étnicas internas eran mayores que las existentes entre las diversas “naciones” (p. 253)
esto borró las fronteras de cualquier comunidad imaginada.

Es claro cómo está condición de las sociedades latinoamericanas obstaculizo el establecimiento de lo que Benedict Anderson
llamó el elemento subjetivo de la nación, pues no permitió la generación de ese sentimiento de pertenencia y adhesión a la
comunidad política imaginada.

Modelos europeos vs realidad americana


Un desafió final que vale la pena mencionar, aunque más intelectual que nada, es la idealización de los supuestos constructores de
la nación de los modelos europeos y norteamericanos y la imagen que tenían de lo que debía ser una nación. Wasserman es la que
más advierte está dicotomía, y dice que se quería tanto una nación que siguiera los modelos extranjeros que se olvidó la realidad y
diversidad de Latino américa y se terminó creyendo que esta sufría desvíos y deformaciones en el proceso de conformación
nacional.

Conclusión
El siglo XIX estuvo lleno de tropiezos para la configuración de la nación en AL. Desde la independencia el proyecto político,
social y administrativo fue oligárquico y excluyente, monopolizado por una minoría beneficiaria del capital internacional. Así, la
constitución de identidades colectivas que llamamos nación fue un proceso que solo corona con cierto éxito en el S. XX cuando se
lograron proyectos construidos a partir de relaciones plenamente capitalistas y la incorporación de demandas variadas de la
sociedad (Wasserman, p. 129).

Bibliografía

1. Ansaldi, Waldo y Giordano, Verónica. Capítulo 3, La transición de la sociedad estamental a la sociedad de clases. En
América Latina. La construcción del orden, Tomo I: De la colonia a la disolución de la dominación oligárquica. Buenos
Aires, Ariel, 2012.
2. Centeno, Miguel Ángel, Capítulo 4: “Construyendo la nación”. En Sangre y deuda. Ciudades, Estado y construcción de
nación en América Latina, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2014.
3. Larson, Brooke. Capítulo 1: Paisajes andinos del siglo XIX y Conclusión. En Indígenas, Elites y Estado en la formación
de las repúblicas andinas. Lima, IEP, 2002.
4. Wasserman, Claudia. Intelectuales y la cuestión nacional: cinco tesis respecto a la constitución de la nación en América
Latina. En Arquitectura histórica del poder: naciones, nacionalismos y estados en América Latina, siglos XVIII, XIX y
XX. México, 2010.

También podría gustarte