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Introducción

Son muchos los países que sostienen que el


Mulá Nasrudín es nativo de sus tierras, aunque
pocos han ido tan lejos como Turquía, que
muestra la tumba en la que aquél yacería y
celebra anualmente en Eskishahr, el pretendido
lugar de su nacimiento, un festival en el cual la
gente se disfraza y representa sus famosas
bromas.
Los griegos, que copiaron muy pocas cosas
de los turcos, consideran las bromas de Nasrudín
como parte de su propio folclore. En la Edad
Media los cuentos fueron ampliamente usados
para ridiculizar a la odiosa autoridad. En tiempos
más recientes, el Mulá se convirtió en héroe
popular en la Unión Soviética, cuando, como
personaje de una película, censuraba una y otra
vez a los malvados gobernantes capitalistas del
país.
Nasrudín pasó a ser la figura árabe de Joha y
reapareció en el folclore siciliano. De la
colección de historias que sobre él existe en Asia
Central volvemos a encontrar algunas atribuidas
a Baldakiev en Rusia, como también en el
Quijote y en el libro francés más antiguo, las
Fábulas de María de Francia.
Las apreciaciones que se hacen del Mulá son
variadas. Se lo presenta como muy estúpido,
increíblemente inteligente o poseedor de secretos
místicos. Los derviches lo usan en sus
enseñanzas como un personaje que ilustra las
ridículas características de la mente humana.
Es tal la elasticidad de Nasrudín que la
Turquía republicana, donde las órdenes derviches
fueron suprimidas hace cuarenta años, publica
folletos sobre él como parte de su información
turística.
Los eruditos han consumido ríos de tinta
escribiendo sobre Nasrudín, pese a que él, según
es tradición, poco tiempo les concedió. El hecho
de que alguna vez Nasrudín manifestara: «Yo
estoy en esta vida patas arriba», llevó a algunos
tan lejos como para invertir la supuesta fecha de
su muerte, tratando de descubrir la verdad sobre
este asunto.
Los sufís, que creen que la intuición profunda
es la única guía verdadera hacia el conocimiento,
usan estas historias casi como ejercicios. Piden a
la gente que elijan las que los atraigan
especialmente y que las evoquen en su mente una
y otra vez hasta hacerlas suyas. Los maestros de
los derviches afirman que de este modo se puede
lograr una apertura hacia una sabiduría más
elevada.
Los sufís coinciden con aquellos que no
siguen un camino místico, en que cualquiera
puede hacer con los cuentos de Nasrudín lo que
todos han hecho en el transcurso de los siglos:
disfrutarlos.

IDRIES SHAH
«Mulá Nasrudín, Jefe de los derviches y
Dueño de un tesoro escondido, un
hombre de rara perfección… Muchos
dicen: “Yo quería aprender, pero aquí
sólo he encontrado locura”. No obstante,
si éstos buscaran profunda sabiduría en
cualquier otra parte, es posible que no la
hallasen».

De Enseñanzas de Nasrudín,
manuscrito de Bucara de 1617,
por Ablahí Mutlaq, «El idiota absoluto».
El contrabandista
Una y otra vez el Mulá pasó de Persia a
Grecia a lomo de burro. En cada viaje llevaba
dos cestones de paja y emprendía sin ellos la
penosa caminata de regreso. Cada vez la guardia
lo revisaba buscando contrabando. Nunca le
encontraron nada.
—¿Qué llevas? —le preguntaban.
—Soy contrabandista.
Años más tarde, habiéndose vuelto más y
más próspero en apariencia, Nasrudín se mudó a
Egipto. Allí se encontró con uno de los
aduaneros.
—Dime, Mulá, ahora que estás fuera de la
jurisdicción de Grecia y Persia, viviendo aquí
con tanto lujo, ¿qué era lo que contrabandeabas,
que nunca pudimos saberlo?
—Burros.
El gato y la carne
Para agasajar a sus invitados, Nasrudín le dio
un trozo de carne a su mujer para que lo
cocinara.
Cuando la comida llegó, faltaba la carne. Ella
se la había comido.
—El gato se comió los dos kilos de carne —
dijo.
Nasrudín puso al gato sobre la balanza.
Pesaba dos kilos.
—Si éste es el gato —dijo—, ¿dónde está la
carne? Y si, por el contrario, ésta es la carne,
¿dónde está el gato?
Aquí hay más luz
Alguien vio a Nasrudín buscando algo en el
suelo.
—¿Qué has perdido, Mulá? —le preguntó.
—Mi llave —dijo el Mulá.
Fue así que ambos se arrodillaron para
buscarla. Después de un rato, el otro hombre
preguntó:
—¿Dónde se te cayó, exactamente?
—En mi casa.
—Entonces, ¿por qué buscas aquí?
—Hay más luz aquí que dentro de mi casa.
El tonto
Un filósofo que había concertado una
entrevista con Nasrudín para discutir con él, fue a
la casa del Mulá y se encontró con que éste había
salido.
Enfurecido, tomó un trozo de tiza y escribió
sobre la puerta de Nasrudín: «Estúpido, idiota».
Tan pronto como Nasrudín regresó a su casa
y vio esto, corrió hasta la casa del filósofo.
—Había olvidado —le dijo— que usted iba a
visitarme. Le pido me disculpe por haber estado
ausente. Desde luego recordé la cita en cuanto vi
que había dejado su nombre en la puerta de mi
casa.
Sal no es lana
Un día el Mulá llevaba al mercado una carga
de sal, que era transportada por su burro. Al
atravesar un arroyo, la sal se disolvió. Nasrudín
estaba enfurecido ante la pérdida de su carga, y
el burro retozaba con alivio. Cuando acertó a
pasar nuevamente por allí, llevaba una carga de
lana. Luego que el animal hubo atravesado el
arroyo la lana estaba empapada y el peso de la
carga había aumentado significativamente. El
burro se tambaleaba bajo la mojada carga.
—¡Ah! —gritó el Mulá—, suponías que
siempre que pasaras por agua saldrías aliviado,
¿no es cierto?
El sermón de Nasrudín
Un día los aldeanos decidieron hacerle una
broma a Nasrudín.
Puesto que se suponía que era un hombre
santo de alguna clase indefinible, fueron a verlo
y le pidieron que pronunciara un sermón en la
mezquita, a lo que accedió.
Cuando llegó el día, Nasrudín subió al
púlpito y dijo:
—¡Oh, pueblo! ¿Saben ustedes lo que voy a
decirles?
—No, no lo sabemos —gritaron.
—Mientras no lo sepan, no podré hablarles.
Son demasiado ignorantes para poder iniciar algo
con ustedes —dijo el Mulá, lleno de indignación
porque gente tan ignorante le hiciera perder el
tiempo. Descendió del púlpito y se fue a su casa.
Algo mortificados, fueron nuevamente a la
casa del Mulá y le rogaron que el viernes
siguiente, día de oración, predicara.
Nasrudín comenzó su sermón repitiendo la
misma pregunta.
Esta vez, la congregación contestó al
unísono:
—Sí, sabemos.
—En tal caso —dijo el Mulá—, no es
necesario que los demore. Pueden retirarse.
Y regresó a su casa.
Fue convencido por tercera vez para que
predicara.
Ese viernes, comenzó preguntándoles como
antes:
—¿Saben o no saben?
La congregación estaba preparada.
—Algunos sabemos y otros no.
—Perfecto —dijo Nasrudín—. Entonces los
que saben que transmitan su conocimiento a los
que no saben. Y se fue a su casa.
El manto
Un día, Nasrudín fue visitado por su viejo
amigo, Jalal. El Mulá dijo:
—Estoy encantado de verte después de tanto
tiempo. Pero estoy a punto de efectuar una serie
de visitas. Ven, acompáñame y podremos
charlar.
—Préstame un manto decente —dijo Jalal—,
porque, como puedes ver, no estoy vestido como
para efectuar visita alguna.
Nasrudín le prestó un magnífico manto.
En la primera casa, el Mulá presentó a su
amigo.
—¡Éste es mi viejo compañero Jalal, pero ese
manto que lleva puesto es mío!
En camino al próximo pueblo, Jalal dijo:
—¡Qué cosa tan estúpida fue que dijeras «El
manto es mío»! No vuelvas a hacerlo.
Nasrudín lo prometió.
Cuando estaban sentados cómodamente en la
siguiente casa, Nasrudín dijo:
—Éste es Jalal, un viejo amigo que vino a
visitarme. En cuanto al manto, el manto es de él.
Al salir, Jalal estaba tan molesto como antes.
—¿Por qué dijiste eso? ¿Estás loco?
—Sólo quise arreglar las cosas. Ahora
estamos a mano.
—Si no te importa —dijo Jalal lenta y
cuidadosamente—, no hablaremos más del
manto.
Nasrudín así lo prometió.
En el tercer y último lugar que visitaron,
Nasrudín dijo:
—Permítanme presentarles a Jalal, mi amigo.
Y el manto, el manto que lleva puesto… Pero no
debemos decir nada sobre el manto, ¿no es así?
Salvó su vida
Cuando Nasrudín estuvo en la India, pasó
cerca de un edificio de extraña apariencia a cuya
entrada estaba sentado un ermitaño. Tenía un aire
de calma y abstracción, y Nasrudín pensó que
establecería algún tipo de contacto con él.
Seguramente, pensó, un filósofo devoto como yo
debe tener algo en común con este santo
individuo.
—Soy un yogui —dijo el anacoreta, en
respuesta a la pregunta del Mulá— y estoy
dedicado al servicio de todas las cosas vivientes,
en especial de pájaros y peces.
—Le ruego me permita unirme a usted —dijo
el Mulá—, pues, como suponía, tenemos algo en
común. Sus sentimientos me atraen con fuerza,
debido a que en una ocasión un pez me salvó la
vida.
—¡Qué notable y grato! —exclamó el yogui
—. Estaré encantado de admitirlo en nuestra
compañía, pues en tantos años de devoción a la
causa de los animales, nunca he tenido el
privilegio de alcanzar tan íntima comunión con
ellos como lo hizo usted. ¡Salvó su vida! Esto
comprueba ampliamente nuestra doctrina de que
todo el reino animal está interconectado.
Así fue que Nasrudín se sentó con el yogui
durante algunas semanas, contemplando su
ombligo y aprendiendo variados y curiosos
ejercicios.
Al final el yogui le pidió:
—Yo me sentiría más que honrado si usted
pudiera, ahora que nos conocemos mejor,
comunicarme su suprema experiencia con el pez
que le salvó la vida.
—Ahora que he oído más acerca de sus
ideas, no estoy tan seguro de que sea así —dijo
el Mulá.
Pero el yogui lo presionó con lágrimas en los
ojos, llamándolo Maestro y restregando ante él
su frente en el polvo.
—Muy bien, ya que insiste —dijo Nasrudín
—, aunque no estoy muy seguro de si usted está
preparado (empleando su lenguaje) para la
revelación que tengo que hacerle. El pez
ciertamente salvó mi vida. Estaba muriéndome
de hambre cuando lo pesqué. Me proporcionó
alimento durante tres días.
El gato está mojado
Nasrudín aceptó un trabajo como sereno. Su
amo lo llamó y le preguntó si llovía.
—Tengo que ir a ver al Sultán y el color de
mi manto favorito no es firme. Si llueve, se va a
arruinar —señaló.
Ahora bien, el Mulá era muy perezoso y
además se consideraba a sí mismo como
poseedor de una magistral capacidad deductiva.
Al ver al gato que acababa de entrar,
completamente mojado, respondió:
—Señor, está lloviendo a cántaros.
Su amo debió perder algo de tiempo para
cambiar sus ropas por otras, y al salir se encontró
con que no llovía. El gato había sido empapado
por alguien que, para espantarlo y alejarlo, le
arrojó agua.
Nasrudín fue despedido.
De espaldas al frente
Unos estudiantes visitaron a Nasrudín y le
preguntaron si podían escuchar sus clases. Aquél
accedió y se dirigieron al salón de conferencias
caminando detrás del Mulá, quien había montado
su burro, de cara hacia la cola. La gente los
miraba con asombro. Pensaban que el Mulá
debía de ser un tonto y los estudiantes que lo
seguían más tontos aún. ¿Quién, después de todo,
camina detrás de un hombre que cabalga de
espaldas al frente?
Después de un rato, los estudiantes
comenzaron a sentirse incómodos y le dijeron al
Mulá:
—¡Oh, Mulá! La gente nos mira. ¿Por qué
monta usted de este modo?
Nasrudín frunció el ceño:
—Ustedes están pensando más en lo que la
gente piensa que en lo que estamos haciendo —
les dijo—. Les explicaré. Si ustedes fueran
delante, mostrarían falta de respeto hacia mí,
porque tendrían que darme la espalda. Si yo
caminara detrás, lo mismo sucedería. Si voy
montado delante y de espaldas a ustedes
demostraría una falta de respeto hacia ustedes.
Ésta es la única forma de hacerlo.
Los principios del salvataje
Nasrudín no estaba seguro sobre cuál de dos
mujeres elegiría para casarse. Un día ambas lo
arrinconaron y le preguntaron a quién quería
más.
—Hagan la pregunta dentro de un contexto
práctico y trataré de contestarla —les dijo.
—Si ambas cayéramos al río, ¿a cuál
salvarías? —le preguntó la más grácil y bonita.
El Mulá se volvió hacia la otra, una rústica
pero adinerada muchachona:
—¿Sabes nadar, querida?
Atrapado
El Rey envió una misión privada al interior
del país para encontrar a un hombre modesto que
pudiera ser nombrado juez. Nasrudín tuvo
noticias de ello.
Cuando los delegados, haciéndose pasar por
viajeros, lo visitaron, observaron que tenía una
red de pescar sobre sus hombros.
—¿Por qué —preguntó uno de ellos— lleva
usted esa red?
—Simplemente para recordar mi humilde
origen, pues en una época fui pescador.
Nasrudín fue nombrado juez, debido a este
noble sentimiento.
Un día, de visita en su Corte, uno de los
funcionarios que lo había visto en aquella
ocasión, le preguntó:
—¿Qué sucedió con su red, Nasrudín?
—Por cierto que no se necesita red —dijo el
juez Mulá— una vez que el pez ha sido atrapado.
De no ser por la gracia…
Viendo algo que se movía en la penumbra del
jardín, Nasrudín pidió a su mujer que le
alcanzara el arco y las flechas. Disparó al objeto,
salió para ver de qué se trataba y volvió casi a
punto de desmayarse.
—Me salvé por una casualidad. Imagínate. Si
hubiera estado dentro de mi camisa que está
colgando allí para secarse, habría muerto. La
flecha atravesó el corazón.
Enciende la vela
Nasrudín estaba sentado conversando con un
amigo cuando caía la noche.
—Enciende una vela —dijo el amigo—, pues
ya ha oscurecido. Encontrarás una a tu izquierda.
—¡Tonto! ¿Cómo puedo distinguir mi
izquierda de mi derecha en la oscuridad? —
preguntó el Mulá.
Aprendiendo de la manera
difícil
Si para decir algo a una persona usted emplea
palabras, es probable que lo que desea
transmitirle resbale sobre ella y que no lo
absorba. Los métodos prácticos son esenciales.
Un faquir llamó a Nasrudín, pidiéndole que
bajara del techo de su casa, donde éste se hallaba
trabajando. Cuando el Mulá bajó, el individuo le
dijo:
—Dame una limosna.
—¿Por qué no me lo pediste desde aquí abajo
cuando yo aún estaba arriba?
—Tenía vergüenza —respondió el hombre.
—No tengas falso orgullo —dijo Nasrudín—,
sube al techo.
En cuanto llegaron arriba de la casa y el Mulá
hubo reanudado su trabajo, le dijo al hombre:
—No, no tengo limosna para darte.
Algo cayó
Al oír un tremendo ruido, la mujer de
Nasrudín corrió hacia el cuarto de aquél.
—No hay por qué preocuparse —dijo el
Mulá—, es sólo mi manto que se ha caído al
suelo.
—¿Qué? ¿Y eso es lo que provocó semejante
ruido?
—Así es. Lo que pasa es que yo estaba
dentro de él cuando se cayó.
Llevaré las nueve
Durante un sueño, Nasrudín se vio a sí
mismo recibiendo monedas.
Cuando había nueve monedas de plata en su
mano, el donante invisible no le dio más.
Nasrudín gritó:
—¡Debo tener diez! —y esto lo dijo en voz
tan alta, que se despertó.
Al ver que todo el dinero había desaparecido,
cerró nuevamente sus ojos y murmuró:
—Está bien; entonces, devuélvemelas: acepto
las nueve.
Tu pobre madre anciana
Enfurecida por alguna razón con el Mulá, su
mujer llevó a la mesa una fuente con hirviente
sopa, esperando que Nasrudín se quemara al
tomarla. En cuanto hubo colocado la sopa sobre
la mesa, se olvidó por completo y tomó una
cucharada sin enfriarla. Las lágrimas saltaron de
sus ojos, pero aun así esperaba que Nasrudín
tomara la sopa hirviente.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Nasrudín.
—Mi pobre madre anciana, poco antes de
morir tomó una sopa igual a ésta. El recuerdo me
hizo llorar.
Nasrudín se volvió hacia su sopa y tomó una
gran cucharada de sopa hirviente.
Las lágrimas pronto comenzaron a correr
también por sus mejillas.
—¿No me digas, Nasrudín, que estás
llorando?
—Sí —dijo el Mulá—, lloro al pensar que tu
pobre madre murió y te dejó viva a ti.
La felicidad no está donde
la buscas
Nasrudín, al ver a un hombre con signos de
gran desconsuelo sentado a un costado del
camino, le preguntó qué le preocupaba.
—No hay nada de interés en la vida, hermano
—dijo el hombre—. Tengo suficiente capital
como para no tener que trabajar y este viaje lo
hago sólo para buscar algo que sea más
interesante que la vida que llevo en mi casa.
Pero, hasta hoy, no lo he hallado.
Sin hablar, Nasrudín tomó la mochila del
viajero y salió corriendo como una liebre por el
camino. El conocimiento que tenía del lugar hizo
que tomara ventaja.
El camino era muy sinuoso y Nasrudín tomó
un atajo y volvió a la carretera antes de que
llegara el hombre a quien había robado. Puso la
mochila a un lado del camino, se escondió y
esperó a que el otro lo alcanzara.
El infeliz viajero apareció al rato tras seguir
las vueltas del camino, más desconsolado que
nunca por la pérdida. Cuando divisó su mochila,
corrió hacia ella gritando de alegría.
—Ésa es una manera de producir felicidad —
dijo Nasrudín.
Al que madruga…
Nasrudín, hijo mío, levántate temprano por la
mañana.
—¿Por qué, padre?
—Es un buen hábito. Una vez me levanté al
amanecer y salí a dar un paseo. En el camino,
encontré una bolsa que contenía oro.
—¿Cómo sabes que no la habían perdido la
noche anterior?
—Ésa no es la cuestión. De cualquier forma,
yo comprobé que la noche anterior no estaba allí.
—Entonces no da suerte a todos el levantarse
temprano. Aquel que perdió el oro debe de
haberse levantado antes que tú.
La majestad del mar
Majestuosamente, las olas golpeaban contra
las rocas y sus ondas de azul intenso estaban
coronadas por blanquísima espuma. Al
contemplar este espectáculo por vez primera,
Nasrudín experimentó un momentáneo
sobrecogimiento.
Luego se acercó a la orilla, tomó un poco de
agua en el hueco de su mano y la probó.
—Caramba —dijo el Mulá—, pensar que es
algo con tantas pretensiones y no vale la pena
beberla.
Un instante en el tiempo
—¿Qué es el destino? —le preguntó un
erudito a Nasrudín.
—Una interminable sucesión de hechos
entrelazados, que influye cada uno en el otro.
—Verdaderamente, ésa no es una respuesta
satisfactoria. Yo creo en causa y efecto.
—De acuerdo, mire aquello —dijo el Mulá,
señalando una procesión que pasaba por la calle
—. A ese hombre lo llevan a colgar. ¿Es porque
alguien le dio una moneda de plata, lo cual le
permitió comprar el cuchillo con el que cometió
el crimen? ¿O debido a que alguien lo vio? ¿O en
razón de que nadie se lo impidió?
División del trabajo
El Mulá era el único pasajero de un barco
que soportaba un violento tifón. Después de
haber hecho todo lo posible para salvar el barco,
el capitán y los tripulantes se arrodillaron y
comenzaron a rezar para salvarse.
Nasrudín se mantuvo impasible.
El capitán abrió sus ojos y al observar al
Mulá allí parado, se puso de pie y gritó:
—¡Arrodíllese! Usted, un hombre devoto,
debería unirse a nuestras oraciones.
Nasrudín no se movió.
—Sólo soy un pasajero. Todo lo concerniente
a la seguridad del barco, es asunto suyo y no
mío.
Sólo necesitaba tiempo
El Mulá compró un burro. Alguien le dijo
que tendría que darle una cantidad determinada
de comida todos los días. Considerándola
excesiva, decidió experimentar e irlo
acostumbrando a comer menos. Por lo tanto,
cada día le disminuía la cantidad.
Finalmente, cuando redujo la ración a casi
nada, el burro cayó muerto.
—Lástima —dijo el Mulá—. Si hubiera
tenido un poco más de tiempo antes de que
muriera, lo hubiera acostumbrado a vivir sin
comer absolutamente nada.
Reduzca su ración de
arneses
Al visitar a un amigo que estaba enfermo,
Nasrudín llegó al mismo tiempo que el doctor.
Éste permaneció en la casa menos de un minuto
y su velocidad para diagnosticar dejó pasmado al
Mulá.
Primero el doctor miró la lengua del paciente
y, luego de una breve pausa, dijo:
—Usted ha estado comiendo manzanas
verdes. Deje de hacerlo. Se mejorará en un par de
días.
Olvidando todo lo demás, el Mulá siguió y
alcanzó al médico cuando se retiraba de la casa.
—Por favor, doctor —jadeó—, dígame cómo
lo hace.
—Cuando se tiene experiencia para distinguir
diversas situaciones, resulta simple —dijo el
doctor—. Verá, en cuanto supe que el hombre
tenía dolor de estómago, busqué una causa.
Cuando entré en el cuarto, vi un montón de
cáscaras de manzanas verdes debajo de la cama
del enfermo. El resto era evidente.
Nasrudín le dio las gracias por la lección.
En otra oportunidad y al concurrir de visita a
la casa de otro amigo, fue la mujer de éste quien
contestó al llamado en la puerta.
—Mulá —le dijo—, no necesitamos un
filósofo, sino un doctor. Mi esposo tiene dolor de
estómago.
—No piense que el filósofo no puede ser un
médico, señora —dijo Nasrudín, llegando hasta
la presencia del paciente.
El hombre enfermo yacía sobre el lecho,
quejándose.
Nasrudín se dirigió directamente hasta la
cama, se fijó debajo de ella y llamó a la mujer al
cuarto.
—Nada serio —le dijo—, estará bien en un
par de días. Pero eso sí, deberá asegurarse de que
reduzca su hábito de comer monturas y bridas.
La oferta y la demanda
Su Majestad Imperial, el Shahinshah, llegó
de improviso a la casa de té, de la cual Nasrudín
estaba a cargo temporalmente.
El Emperador pidió una tortilla.
—Ahora continuaremos con la cacería —le
dijo al Mulá—, así que dígame cuánto le debo.
—A usted y sus cinco acompañantes, las
tortillas les costarán mil monedas de oro.
El Emperador enarcó las cejas.
—Los huevos deben ser muy costosos aquí.
¿Tan escasos son?
—No son los huevos los que escasean aquí,
Majestad, sino las visitas de los reyes.
Aplomo
Nasrudín y un amigo fueron a un restaurante
y, para economizar, decidieron compartir un
plato de berenjenas.
Discutieron violentamente sobre si debían ser
rellenas o fritas.
Cansado y hambriento, Nasrudín cedió y
pidieron berenjenas rellenas.
Súbitamente, en tanto esperaban la comida,
su acompañante sufrió un colapso y parecía estar
grave. Nasrudín se levantó con rapidez del
asiento.
—¿Va a ir a buscar un médico? —le
preguntó alguien desde una mesa próxima.
—No, tonto —gritó el Mulá—. Voy a ver si
no es demasiado tarde para cambiar el pedido.
El valor del pasado
Nasrudín fue enviado por el Rey a investigar
sobre la sabiduría de varias clases de maestros
místicos orientales. En todos los casos le
historiaron los milagros y dichos de los
fundadores y los grandes maestros de las
escuelas, muertos hacía ya tiempo.
A su regreso, el Mulá presentó un informe
que sólo contenía una palabra: «Zanahorias».
El monarca lo hizo llamar a su presencia para
que diera una explicación sobre esto. Nasrudín
dijo:
—La parte mejor está enterrada; por el verde,
muy pocos saben —excepto el experto— que
hay anaranjado bajo la tierra. Si no se trabaja por
ella, se deteriorará; a ella se encuentra asociada
una gran cantidad de burros.
Clases de días
Un hombre detuvo a Nasrudín y le preguntó
qué día de la semana era.
—No sabría decirle —contestó el Mulá—.
Soy forastero. No sé qué días de la semana tienen
aquí.
Una doncella en apuros
Cierta tarde de verano, paseaba Nasrudín
frente a un jardín amurallado y decidió asomarse
para contemplar los encantos que pudiera haber
allí. Escaló la pared y vio a una hermosa doncella
en los brazos de un horrible monstruo, un ser
deforme a los ojos de Nasrudín.
Sin un segundo de demora, el caballeresco
Mulá saltó al jardín y, con golpes y maldiciones,
puso en fuga a la bestia. Al darse la vuelta para
recibir el agradecimiento de la dama, ésta lo
golpeó en un ojo. Dos enormes sirvientes lo
asieron y arrojaron a la calle, donde lo apalearon.
Desde el suelo, casi insensible, oyó a la
mujer llorar histéricamente por su amado, a
quien Nasrudín había ahuyentado.
—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo
Nasrudín. Luego de esto se acostumbró a
caminar renqueando, con un parche en un ojo,
pero ninguna doncella lo hizo entrar en su jardín
durante sus paseos.
Todo lo que se necesita
Un monarca cruel e ignorante que había oído
de los poderes de Nasrudín, le dijo:
—Si no pruebas que eres un místico, te
mandaré colgar. Rápidamente, Nasrudín
contestó:
—Veo cosas extrañas: un ave dorada en el
cielo y demonios bajo la tierra.
—¿Cómo puedes ver a través de objetos
sólidos y ver a tanta distancia en el cielo?
—Todo lo que se necesita es miedo —
contestó el Mulá.
El presagio
El Rey estaba de mal humor. Al salir del
palacio para ir de caza se encontró con Nasrudín.
—Es mal presagio ver a un Mulá cuando se
va de cacería —les gritó a sus guardias—. ¡No
dejen que me mire, azótenlo para que salga del
camino!
La orden fue cumplida.
Sucedió que la cacería fue un éxito.
El Rey mandó buscar a Nasrudín.
—Lo siento, Mulá. Pensé que eras un mal
presagio. Pero he comprobado que no es así.
—¡USTED pensó que yo era un mal presagio!
—dijo Nasrudín—. USTED me mira a mí y cobra
un buen botín. Yo lo miro a USTED y me azotan.
¿Quién es un mal presagio para quién?
El atajo
De regreso a su casa en una maravillosa
mañana, Nasrudín pensó que sería una excelente
idea la de acortar camino atravesando el bosque.
—¿Por qué —se preguntó— debo andar
penosamente por una ruta polvorienta, cuando
podría estar en comunión con la naturaleza,
escuchando a los pájaros y mirando las flores?
Éste es en verdad un día de días; ¡un día para
ocupaciones afortunadas!
Diciendo así, se lanzó hacia la fronda. Poco
había avanzado, sin embargo, cuando cayó
dentro de un pozo, en el que se puso a
reflexionar.
—Después de todo, no es un día tan
afortunado. En realidad hice bien en tomar por
este atajo. Si algo así puede suceder en este
hermoso paraje, ¿qué no me podría haber
ocurrido en aquella ruta desagradable?
La vida y la muerte
Nasrudín subió a un árbol para aserrar una
rama. Alguien que pasaba al ver cómo lo estaba
haciendo le avisó:
—¡Cuidado! Está mal sentado, en la punta de
la rama… Se irá abajo con ella.
—¿Piensa que soy un necio que deba
creerlo? ¿o es usted un vidente que puede
predecir mi futuro? —preguntó el Mulá.
Sin embargo, poco después la rama cedió y
Nasrudín terminó en el suelo. Entonces corrió
tras el otro hombre hasta alcanzarlo:
—¡Su predicción se ha cumplido! Ahora
dígame: ¿cómo moriré?
Por más que el hombre insistió, no pudo
disuadir a Nasrudín de que no era un vidente. Por
fin, ya exasperado le gritó:
—Por mí podrías morirte ahora mismo.
Apenas oyó estas palabras, el Mulá cayó al
suelo y se quedó inmóvil. Cuando lo encontraron
sus vecinos lo depositaron en un féretro.
Mientras marchaban hacia el cementerio,
empezaron a discutir acerca de cuál era el
camino más corto. Nasrudín perdió la paciencia
y, asomando su cabeza fuera del ataúd, dijo:
—Cuando estaba vivo solía tomar por la
izquierda; es el camino más rápido.
La razón
El Mulá fue a ver a un hombre rico.
—Deme algo de dinero.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Quiero comprar… un elefante.
—Sin dinero mal puedes mantener un
elefante.
—Yo vine —dijo Nasrudín— en busca de
dinero, no de consejo.
Comiéndose su dinero
El Mulá Nasrudín, como todos saben,
proviene de un país donde la fruta es fruta, la
carne es carne y el curry es algo que jamás se
come.
Un día, a poco de descender de las altas
montañas del Kafiristán, marchaba cansadamente
por un polvoriento camino de la India, cuando
una intensa sed se apoderó de él. «Pronto —se
dijo— debo encontrar algún sitio donde obtener
buena fruta».
Apenas estas palabras se formaron en su
mente dobló un recodo del camino y vio a un
hombre de aspecto bondadoso, sentado a la
sombra de un árbol, con una canasta frente a él.
Ésta se veía colmada de grandes frutas, rojas,
brillantes.
—Esto es lo que necesito —dijo Nasrudín.
Desanudó la punta de su turbante, extrajo dos
pequeñas monedas de cobre y se las alcanzó al
vendedor de frutas. Sin decir palabra, el
mercader le entregó la canasta entera, pues en la
India esa fruta es muy barata y la gente suele
adquirirla en cantidad.
Nasrudín se sentó en el lugar que dejó el
vendedor y empezó a comer las frutas. En pocos
segundos su boca ardía. Las lágrimas resbalaban
por sus mejillas y sentía fuego en su garganta. El
Mulá siguió comiendo.
Al cabo de un par de horas acertó a pasar por
allí un montañés afgano. Nasrudín lo saludó:
—¡Hermano, estas frutas infieles deben venir
de la misma boca de Satán!
—¡Tonto! —le dijo el montañés—. ¿Nunca
has oído hablar de los picantes del Indostán?
Deja de comerlos de inmediato o la muerte, con
seguridad, cobrará una víctima antes de que se
oculte el sol.
—No puedo moverme de aquí —jadeó el
Mulá— hasta tanto no termine la canasta.
—¡Insensato! ¡Estas frutas son para preparar
curry! ¡Deshazte de ellas de inmediato!
—Ya no es fruta lo que como —graznó
Nasrudín—. Estoy comiendo mi dinero.
El uso de una lámpara
—Yo puedo ver en la oscuridad —se jactaba
cierta vez Nasrudín en la casa de té.
—Si es así, ¿por qué algunas noches lo
hemos visto llevando una lámpara por las calles?
—Es sólo para que los otros no tropiecen
conmigo.
Suposiciones
—¿Qué significa «destino», Mulá?
—Suposiciones.
—¿En qué sentido?
—Tú supones que las cosas irán bien, y si no
sucede así a eso lo llamas «mala suerte».
Supones que las cosas irán mal, y si no sucede
así a eso lo llamas «buena suerte». Supones que
ciertas cosas habrán de suceder o no, y careces
de intuición hasta tal punto que no sabes lo que
ha de suceder. Supones que el futuro es
desconocido.
—Cuando eres sorprendido, a eso lo llamas
«Destino».
¿De quién soy servidor?
El Mulá Nasrudín se había convertido en un
favorito de la corte.
Aprovechaba su posición para poner en
evidencia los métodos de los cortesanos. Un día
que el monarca se hallaba excepcionalmente
hambriento le habían preparado unas berenjenas
tan deliciosas que ordenó al jefe de cocineros del
palacio que se las sirviera todos los días.
—¿Acaso no son las mejores hortalizas del
mundo. Mulá? —le preguntó a Nasrudín.
—Las mejores, majestad.
Cinco días más tarde, cuando las berenjenas
ya habían sido servidas en diez comidas
sucesivas, el rey tronó:
—¡Alejen estas cosas de mi vista! ¡Las
detesto!
—Estas hortalizas son las peores del mundo,
majestad —coincidió Nasrudín.
—Pero, Mulá, hace menos de una semana
dijiste que eran las mejores.
—Lo dije. Pero yo estoy al servicio del rey,
no de las hortalizas.
Destino inescrutable
Nasrudín caminaba por una estrecha
callejuela cuando un hombre cayó desde un
techo y aterrizó sobre su cuello. El hombre
resultó ileso, pero el Mulá fue llevado al hospital.
Algunos discípulos concurrieron a visitarlo.
—¿Qué enseñanza extrae usted de este
suceso, Mulá?
—¡Eviten toda creencia en la forzosidad
entre causa y efecto! ¡Él cayó del techo, pero fue
mi cuello el que se fracturó! Desechen cuestiones
abstractas tales como: «¿Si un hombre cae de un
techo, se fracturará el cuello?».
Idiotas
El Mulá Nasrudín transportaba a su casa una
colección de finas piezas de cristal cuando éstas
se le cayeron en la calle. Todo quedó hecho
añicos.
Una multitud se aglomeró a su alrededor.
—¿Qué pasa con ustedes, idiotas? —bramó
el Mulá—. ¿Es la primera vez que ven a un
tonto?
Si Alá así lo permite
Nasrudín ya había conseguido ahorrar lo
necesario para comprarse una nueva túnica.
Lleno de excitación se dirigió a una sastrería.
Allí el sastre le tomó las medidas y dijo:
—Regrese dentro de una semana y, si Alá así
lo permite, su túnica estará lista.
Tras contener su impaciencia durante una
semana el Mulá volvió a la tienda.
—Ha habido una demora. Pero, si Alá así lo
permite, su túnica mañana estará lista.
Nasrudín volvió al día siguiente.
—Lo lamento —dijo el sastre—, pero
todavía no está terminada. Intente mañana y, si
Alá así lo permite, estará lista.
Exasperado Nasrudín preguntó:
—¿Cuánto demorará si usted deja a Alá fuera
de este asunto?
La hazaña
Unos soldados se vanagloriaban en la casa de
té de su reciente campaña. Los habitantes del
pueblo se apretujaban alrededor de ellos,
ansiosos por escucharlos.
—Fue entonces —decía un guerrero de fiero
aspecto— cuando tomé mi espada de doble filo y
cargué contra el enemigo, dispersándolo a diestra
y siniestra cual paja seca. Triunfamos.
Hubo un sofocado aplauso de asombro.
—Esto me recuerda —dijo Nasrudín, quien
había presenciado algunas batallas en su época—
una ocasión en que corté la pierna a un enemigo
en el campo de batalla. Se la corté de lado a lado.
—Hubiera sido mejor, señor —replicó el
capitán de los soldados— haberle cortado la
cabeza.
—Eso habría sido imposible —dijo el Mulá
—, porque, verá usted, alguien ya lo había hecho
antes.
No es tan difícil
El vecino del Mulá le pidió prestada su
cuerda de colgar la ropa.
—Lo lamento —dijo Nasrudín—, la estoy
usando. Estoy secando harina.
—¿Cómo diablos puedes secar harina en una
cuerda de ropa?
—Es menos difícil de lo que imaginas
cuando no la quieres prestar.
Obligación
El Mulá estuvo a punto de caer en un pozo
lleno de agua.
Un hombre que se hallaba cerca, y a quien él
apenas conocía, lo salvó. Después de aquel
hecho, cada vez que se encontraban, el hombre le
recordaba el servicio que le había prestado.
Después que esto se repitió varias veces,
Nasrudín lo llevó hasta el pozo, se tiró dentro,
quedó con la cabeza justo al nivel del agua y
gritó:
—Estoy tan mojado como lo hubiera estado
si no me hubieras salvado. ¡Ahora puedes
dejarme en paz!
Una escala de tiempo
diferente
Nasrudín fue a una casa de baños turcos.
Como estaba pobremente vestido los encargados
le brindaron escasa atención, dándole sólo un
trocito de jabón y una toalla vieja.
Al salir, el Mulá les entregó una moneda de
oro a cada uno. No se había quejado y ellos no
podían entenderlo. ¿Podría ser, se preguntaban,
que de haberlo tratado mejor les hubiera dejado
una propina aun mayor?
A la semana siguiente volvió el Mulá. Esta
vez, por supuesto, fue atendido como un rey.
Después que lo hubieron masajeado, perfumado
y tratado con la mayor deferencia, antes de
abandonar la casa el Mulá entregó a cada
servidor la más ínfima moneda de cobre.
—Esto —les dijo— es por la vez pasada. Las
monedas de oro fueron por lo de hoy.
Coherencia
—¿Qué edad tiene usted, Mulá?
—Cuarenta años.
—Pero eso mismo dijo la última vez que se
lo pregunté, hace ya dos años.
—Sí; siempre mantengo lo que digo.
Por suerte yo pasaba por
aquí
Nasrudín paseaba cerca de un pozo cuando se
sintió impulsado a mirar dentro. Era de noche y,
al escudriñar la profundidad del agua, vio allí el
reflejo de la luna.
«¡Debo salvar la luna! —pensó—, de otro
modo nunca menguará y el mes de ayuno del
Ramadán no terminará nunca».
Halló una cuerda y arrojó un cabo dentro del
pozo, al tiempo que exclamaba:
—¡Mantente firme; no te descorazones; ya
llega el socorro!
La cuerda quedó enlazada en una roca dentro
del pozo y Nasrudín tiraba con todas sus
energías. Estaba haciendo fuerza hacia atrás
cuando, de pronto, la cuerda se zafó y el Mulá
cayó de espaldas al suelo.
Mientras se hallaba allí tendido jadeante,
observó a la luna surcar el cielo.
—Me alegra haberte sido útil —dijo
Nasrudín—. Fue una suerte que yo justamente
pasara por aquí, ¿no es cierto?
Eviten comprometerse
La nave parecía estar a punto de naufragar y
los compañeros de viaje del Mulá —quienes se
habían reído de él cuando les advirtió que
deberían preparar sus almas para la otra vida—,
cayeron de rodillas suplicando ayuda. En medio
de sus lamentaciones, estaban haciendo promesas
sobre lo que harían en caso de salvarse.
—¡Calma, amigos! —gritó el Mulá—. ¡Qué
prodigalidad con sus bienes materiales! Eviten
comprometerse tal como siempre lo han hecho.
¡Confíen en mí! Creo ver tierra firme.
Más útil
Nasrudín entró en la casa de té y declamó:
—La luna es más útil que el sol.
—¿Por qué, Mulá?
—Porque la luz nos es más necesaria durante
la noche que durante el día.
¿Cuál es mi mitad?
Nasrudín y un amigo estaban sedientos y se
detuvieron en un café a beber algo. Decidieron
compartir un vaso de leche.
—Bebe tu mitad primero —dijo el amigo—,
pues aquí tengo sólo un poco de azúcar, lo
necesario para uno, y la agregaré a la parte que
me corresponde.
—Agrégala ahora —dijo el Mulá— y yo
beberé únicamente la mitad.
—Por cierto que no. No hay azúcar más que
para endulzar medio vaso de leche.
Nasrudín se dirigió hasta donde se hallaba el
dueño del café y regresó con un paquete grande
de sal.
—Buenas noticias, amigo —dijo— beberé
primero, tal como acordamos; y quiero mi leche
con sal.
Aprender cómo aprender
El Mulá envió a un niño a buscar agua a un
pozo.
—¡Ten cuidado de no romper la vasija! —le
gritó y le dio un golpe.
—Mulá —preguntó un espectador—, ¿por
qué le pegas si no ha hecho nada?
—Tonto —dijo el Mulá—, porque castigarlo
después de que la haya roto sería demasiado
tarde, ¿no?
Los roles del hombre
—Hermano —dijo el Mulá Nasrudín a un
vecino—, estoy haciendo una colecta para pagar
la deuda de un pobre hombre que no puede
cumplir con sus obligaciones.
—Muy encomiable —dijo el otro mientras le
entregaba una moneda—; ¿quién es esa persona?
—Yo —dijo Nasrudín, mientras se retiraba
con rapidez.
Unas semanas más tarde, el Mulá llamaba
otra vez a la puerta del vecino.
—Supongo que viene por una deuda —le
dijo el ahora cínico vecino.
—Así es.
—Supongo que alguien no puede pagar una
deuda y usted pide una contribución.
—Así es.
—Y supongo que usted es el deudor.
—Esta vez no.
—Bueno, me alegro de saber eso. Tome esta
contribución.
Nasrudín guardó el dinero en su bolsillo.
—Una pregunta, Mulá, ¿qué impulsa sus
sentimientos humanitarios en este caso
particular?
—Pues, verá usted… Yo soy el acreedor.
Seco bajo la lluvia
Un hombre invitó a Nasrudín a salir de caza
con él, pero le dio por montura un caballo
demasiado lento. El Mulá no dijo palabra. Muy
pronto los demás se distanciaron, perdiéndose de
vista. Poco después comenzó a llover
fuertemente. No había refugio alguno en esa
zona y todos los participantes de la cacería
terminaron empapados. Nasrudín, sin embargo,
en cuanto comenzó a llover se quitó todas sus
ropas, las dobló y se sentó encima de ellas.
Cuando cesó la lluvia, se vistió nuevamente y
regresó a la casa de su anfitrión para almorzar.
Nadie podía comprender por qué estaba seco. No
obstante sus veloces caballos, ellos no habían
podido hallar refugio en esa llanura.
—Fue el caballo que me dio —dijo Nasrudín.
Al día siguiente le dieron un caballo rápido y
su anfitrión reservó para sí el lento. Llovió
nuevamente.
El caballo iba tan despacio que el anfitrión se
mojó más que nunca, mientras regresaba a su
casa a paso de tortuga. Nasrudín repitió la misma
operación que la vez anterior y regresó a la casa
seco.
—Usted es el culpable —gritó su anfitrión—,
porque me hizo montar ese maldito caballo.
—Quizá —contestó Nasrudín— usted no
puso nada de sí mismo para resolver el problema
de mantenerse seco.
Detrás de lo obvio
Todos los viernes por la mañana Nasrudín
llegaba al mercado del pueblo con un burro al
que ofrecía en venta.
El precio que demandaba era siempre
insignificante, muy inferior al valor del animal.
Un día se le acercó un rico mercader, quien
se dedicaba a la compra y venta de burros.
—No puedo comprender cómo lo hace,
Nasrudín. Yo vendo burros al precio más bajo
posible. Mis sirvientes obligan a los campesinos
a darme forraje gratis. Mis esclavos cuidan de
mis animales sin que les pague retribución
alguna. Y, sin embargo, no puedo igualar sus
precios.
—Muy sencillo —dijo Nasrudín—. Usted
roba forraje y mano de obra. Yo robo burros.
Objetividad
Un vecino de Nasrudín fue a consultarlo
sobre la interpretación de una cuestión legal.
—Mi vaca fue corneada por su toro. ¿Me
corresponde por ello alguna indemnización?
—Por cierto que no. ¿Cómo puede un
hombre ser responsable de lo que hace un
animal?
—Un momento —dijo el pícaro aldeano—;
me temo que se ha planteado el asunto al revés.
Lo que en realidad sucedió, fue que mi toro
corneó a su vaca.
—¡Ah! —dijo el Mulá—, esto ya es más
complicado. Deberé consultar la jurisprudencia,
pues puede haber otros factores involucrados que
sean pertinentes y que pudieran alterar el caso.
Creo que usted tiene razón
El Mulá fue nombrado juez. Durante su
primer caso, el demandante expuso con tanta
persuasión que le hizo exclamar:
—¡Creo que usted tiene razón!
El secretario del tribunal le rogó que
demorara su decisión, pues el acusado no había
depuesto aún.
Nasrudín se sintió tan conmovido por la
elocuencia del demandado que al terminar éste su
defensa exclamó:
—¡Creo que usted tiene razón!
El secretario no podía aceptarlo.
—Vuestra señoría, ambos no pueden tener
razón.
—¡Creo que también usted tiene razón! —
dijo Nasrudín.
¡Me parece que eres tú!
En la plaza del mercado, Nasrudín,
profundamente absorto, recitaba una oda:
«¡Oh, mi bienamada!
Mi ser interior todo está tan colmado de ti
Que todo lo que se presenta ante mi vista
¡Me parece que eres tú!».
Un bromista gritó:
—¿Y qué pasa si un tonto aparece ante tu
vista?
Sin detenerse, como si fuera un estribillo, el
Mulá continuó:
«¡…Me parece que eres tú!».
Denle tiempo
Nasrudín solía sentarse en la terraza de cierta
casa de té. Un día un niño pasó corriendo y
volteó su sombrero. El Mulá permaneció
impasible. La situación se repitió varios días
seguidos. Nasrudín no hacía más que levantar su
sombrero y ponérselo de nuevo.
Alguien le preguntó a Nasrudín por qué no
prendía al muchachito y lo castigaba, ya que era
lo suficientemente pequeño, o bien le pedía a
otro que lo hiciera.
—Ésta es la manera como este asunto se está
desenvolviendo —respondió Nasrudín.
Pocos días después, el Mulá se demoró en
llegar al café. Al entrar vio a un soldado de
aspecto feroz sentado en su lugar. En ese
momento apareció el niño. Tal era la fuerza de su
hábito que volteó el gorro de piel del soldado.
Sin decir palabra éste desenvainó su espada,
decapitó al niño y retornó a su asiento.
—¿Te das cuenta de lo que quise decir? —
dijo Nasrudín, al amigo que había objetado su
inacción.
Sopa caliente, manos frías
Un hombre oyó decir que Nasrudín era muy
sabio y decidió hacer un viaje para verlo. «Puedo
aprender algo de un sabio como éste —pensó—
y debe haber algún método en su locura; si tan
sólo uno pudiera hallar el factor constante que
debe fluir por ella… Al fin y al cabo, he
estudiado largos años y he concurrido a muchas
escuelas metafísicas; esto me permitirá juzgar y
aprender allí donde otros han fallado».
Después de este razonamiento, emprendió el
largo y fatigoso camino que lo conduciría hasta
la pequeña casa de Nasrudín, enclavada a la vera
de un camino montañés.
Una vez allí, a través de la ventana el
buscador vio a Nasrudín acurrucado junto a un
débil fuego, soplando sus manos. Entró en la
casa y le preguntó al Mulá qué era lo que estaba
haciendo.
—Caliento mis manos con el aliento —
explicó Nasrudín.
Tras eso ninguno de los dos abrió la boca, y
el buscador se preguntaba si después de todo
Nasrudín le otorgaría algo de su sabiduría.
Al rato, entró la esposa de Nasrudín con dos
tazones de sopa. El Mulá inmediatamente
comenzó a soplarla.
«Quizás ahora aprenda algo», pensó el
buscador. Y en voz alta inquirió:
—¿Qué hace usted, maestro?
—Estoy soplando para enfriar la sopa con mi
aliento —respondió el Mulá.
«Sin duda este hombre es un farsante y tal
vez un mentiroso —pensó el visitante—; primero
sopla para calentar, después sopla para enfriar.
¿Cómo puedo creer en lo que me diga?».
Y se marchó.
«El tiempo no fue desperdiciado —
reflexionaba mientras iba descendiendo por el
camino de la montaña— porque al menos pude
establecer que Nasrudín no es ningún maestro».
Adivine…
Un bromista llevaba un huevo en su bolsillo
cuando se encontró con Nasrudín.
—Dígame, Mulá, ¿qué tal es usted para las
adivinanzas?
—Bastante bueno —respondió Nasrudín.
—Muy bien, adivine entonces qué es lo que
tengo en mi bolsillo.
—Deme alguna pista.
—Tiene forma de huevo, por dentro es
amarillo y blanco y parece un huevo.
—Algún tipo de torta —dijo Nasrudín.
El mercader
Un rico mercader permaneció unos días en el
pueblo donde vivía Nasrudín. Pese a su avaricia,
la gente lo respetaba.
Nasrudín le preguntó a alguien:
—¿Por qué lo saluda cada vez que pasa?
Usted nunca recibe una gratificación de él.
—Usted no entiende: él es mercader y esto
importa, ¿no es cierto? Además, creemos que
algún día podría llegar a darnos algo.
A la semana de haber partido el visitante,
Nasrudín fue al mercado. En un puesto compró
una docena de sandías y las vendió en el
siguiente, perdiendo dinero en la transacción.
Luego repitió esa misma operación con otro
artículo. Después de haber recorrido la mayoría
de los puestos, fue hasta la casa de té y con
airoso gesto ordenó que le sirvieran un costoso té
de rosas con crema batida, aromatizado con
cardamomo.
Muy pronto la casa de té comenzó a llenarse
de personas ansiosas por saber qué le había
pasado a Nasrudín. Alguien le preguntó:
—Mulá, ¿por qué compras cosas y las vendes
sin tener en cuenta el precio?
—¿Cómo se atreve usted a hacerme
preguntas? —rugió el Mulá—. Soy mercader;
eso es algo, ¿no es cierto? ¡Y algún día podría
llegar a darles algo!
Engañado una vez
Un hombre pidió a Nasrudín dinero en
préstamo. El Mulá pensó que no lo recobraría
jamás, pero de todas maneras le dio el dinero.
Para su sorpresa, el hombre no tardó en
devolverle el préstamo. Nasrudín se quedó
pensativo.
Algún tiempo después el mismo hombre le
pidió nuevamente dinero prestado, diciéndole:
—Tú sabes que yo cumplo, pues te he
devuelto tu préstamo la vez anterior.
—Esta vez no, bribón —rugió Nasrudín—;
me engañaste la vez pasada cuando creí que no
me lo devolverías. No te saldrás con la tuya por
segunda vez.
Nunca pierdas un buen
negocio
Nasrudín estaba disconforme con su burro, y
pensó que lo lógico era venderlo y comprar otro.
Por lo tanto, fue al mercado, buscó al rematador
y le entregó el burro para que lo subastase.
Cuando el animal fue presentado en la venta
el Mulá se hallaba entre el público.
—El próximo lote —gritó el rematador— es
este soberbio, inigualado y maravilloso burro.
¿Quién comienza ofreciendo cinco piezas de
oro?
—¿Sólo cinco piezas por un burro? —se
sorprendió Nasrudín.
Así fue que inició la puja. Mientras el precio
subía más y más y el rematador cantaba loas del
burro en cada oferta, Nasrudín se volvía cada vez
más ansioso por comprarlo él. La puja finalmente
se circunscribió a un duelo entre el Mulá y un
granjero. Compró Nasrudín en cuarenta piezas de
oro.
Le pagó al rematador su comisión de un
tercio, se llevó su parte del dinero como
vendedor y tomó posesión del burro como
comprador. El valor del jumento era quizá de
veinte piezas de oro. Por consiguiente perdió
dinero, pero había comprado un animal cuyos
méritos —ahora lo comprendía— había ignorado
hasta que fueron tan brillantemente enunciados
por el rematador del pueblo.
—Nunca me pierdo un buen negocio —se
dijo Nasrudín mientras regresaba a casa con su
adquisición.
No transportable
—Te enseñaré metafísica —le dijo Nasrudín
a un vecino en quien veía una chispa, aunque
pequeña, de inteligencia.
—Me encantaría —respondió el hombre—.
Ven a mi casa cuando quieras y háblame de ello.
Nasrudín comprendió que este hombre tenía
la idea de que el conocimiento místico podía ser
totalmente transmitido por la palabra hablada, y
no dijo nada.
Días más tarde, desde la terraza de su casa, el
vecino le gritó al Mulá:
—Nasrudín, necesito tu ayuda para soplar el
fuego; el carbón se está apagando.
—Desde luego —dijo Nasrudín—; mi aliento
está a tu disposición. Ven aquí y te daré tanto
como puedas llevarte.
No es tan fácil como parece
Una viuda llegó hasta la corte del Mulá y
exclamó:
—Soy muy pobre. Mi hijo come muchísimo
azúcar; en realidad, se ha vuelto adicto a ella. A
causa de esto el dinero no me alcanza. ¿Querría
la corte prohibirle comer azúcar, pues yo no
puedo lograrlo?
—Señora —dijo el Mulá—, este problema no
es tan sencillo como parece. Vuelva dentro de
una semana y se le comunicará la decisión
después de que haya examinado el caso en
profundidad.
Al cabo de una semana el nombre de la mujer
estaba nuevamente en la lista de los deprecantes.
—Lo lamento —dijo Nasrudín cuando le
llegó el turno a la mujer—, este caso es
complicado y será postergado otra semana más.
Sucedió lo mismo en las entrevistas de las
dos semanas siguientes. Por fin Nasrudín
anunció:
—La corte dará ahora su veredicto. Llamen
al joven.
Éste se presentó ante el Mulá.
—Muchacho —tronó el magistrado— tienes
prohibido comer más de media onza de azúcar
por día.
La mujer expresó entonces su agradecimiento
al Mulá y pidió permiso para hacer una pregunta.
—Diga usted —indicó Nasrudín.
—Estoy intrigada por saber la razón por la
cual vuestra señoría no le prohibió al muchacho
comer azúcar en alguna de las audiencias
anteriores.
—Pues bien —dijo Nasrudín—, tenía que
deshabituarme yo primero; ¿no es así? ¿Cómo
podía saber que me llevaría tanto tiempo?
Quizás haya un camino allí
arriba
Unos niños planearon robarle las sandalias al
Mulá y escapar con ellas. Lo llamaron y
señalaron un árbol:
—Cualesquiera de ustedes podría —contestó
Nasrudín— y les demostraré cómo.
Se quitó sus sandalias, las puso bajo el
cinturón y comenzó a trepar.
—Mulá —gritaron los niños—, no necesitará
sandalias en un árbol.
Nasrudín, que sin saber el porqué había
presentido que debía llevar sus sandalias
consigo, les advirtió:
—Se debe estar preparado para cualquier
emergencia. ¡Quién sabe…!, podría encontrar un
camino allí arriba.
El Anuncio
Hallándose en la plaza del mercado Nasrudín
se puso de pie y dijo a la multitud:
—¡Oh pueblo! ¿Queréis el conocimiento sin
dificultad, la verdad sin falsedad, el logro sin
esfuerzos, el progreso sin sacrificio?
Enseguida se apiñó gran cantidad de gente
que gritaba:
—¡Sí, sí!
—¡Excelente! —dijo el Mulá—, sólo quería
saberlo. Podéis estar seguros de que si alguna
vez llego a descubrir algo semejante os lo haré
saber.
¿Cuánto es demasiado
largo?
Un hombre quería cortar la cola de su
caballo. Le preguntó al Mulá cómo debía ser la
longitud del corte.
—Es lo mismo —dijo Nasrudín—, porque no
importa lo que usted haga, las opiniones
diferirán; incluso su opinión variará de tanto en
tanto. Demasiado larga… no, demasiado corta…
Alá proveerá
—Alá proveerá —decía un día Nasrudín a un
hombre que se quejaba de que le habían robado
dinero en su casa.
El hombre expresó sus dudas.
Nasrudín lo condujo a la mezquita y rodó por
el suelo mientras pedía a Alá que devolviera al
hombre sus veinte monedas de plata.
Molestos por su presencia, la congregación
realizó una colecta y le entregó la suma a la
sorprendida víctima.
—Usted quizá no comprenda los medios que
operan en este mundo —le dijo el Mulá—, pero
seguramente comprenderá el fin cuando le es
dado en forma tan concreta.
La escuela
En la escuela del Mulá uno de los niños le
preguntó:
—¿Cuál es el mayor logro: el del hombre que
conquista un imperio, el que pudiendo hacerlo no
lo hace o el de aquel que evita que otro lo haga?
—Sobre eso nada sé —dijo el Mulá—, pero
sí conozco una tarea mucho más difícil que
cualquiera de ésas.
—¿Cuál es?
—Tratar de enseñarles a ver las cosas tal
como en realidad son.
Identidad equivocada
Mulá Nasrudín había cambiado algunas
palabras ásperas con el sheik del monasterio en
el cual se hospedaba. Días después se descubrió
que faltaba una bolsa de arroz y el jefe ordenó
que todos se alinearan en el patio. Una vez allí,
les dijo que el autor del robo tendría algunos
granos de arroz en su barba.
«Éste es un viejo truco para hacer que el
culpable se toque la barba», pensó el ladrón
verdadero, y no se movió.
«El jefe quiere vengarse de mí —pensó
Nasrudín y es seguro que puso unos granos de
arroz en mi barba. Será mejor que me los quite
del modo más disimulado que sea posible».
Pasó los dedos por su barba y se dio cuenta
de que todo el mundo lo miraba.
—Sabía que tarde o temprano me
descubrirían —dijo Nasrudín.
Sólo con pedir
—He oído decir que tiene un vinagre que ha
sido añejado durante cuarenta años —dijo un
vecino a Nasrudín—. ¿Me daría un poco?
—Por supuesto que no —contestó el Mulá—.
No tendría cuarenta años de añejamiento si lo
hubiera estado regalando, ¿no es cierto?
Más tarde de lo que usted
cree
Decidiendo que por una vez ayunaría los
treinta días del Ramadán, Nasrudín pensó en
llevar la cuenta poniendo una piedrita en una olla
por cada día que pasara.
Su hija pequeña, viendo al padre hacer esto
comenzó también a traer piedras de todo el jardín
y a introducirlas en la olla. Nasrudín nada sabía
de esto.
Días más tarde unos viajeros que pasaban le
preguntaron cuántos días del mes de ayuno
habían pasado ya. Nasrudín corrió hasta su olla y
contó las piedras. Cuando regresó, dijo:
—Cuarenta y cinco.
—¡Pero si sólo hay treinta días en un mes!
—Yo no exagero —respondió el Mulá con
dignidad—; muy por el contrario. La verdadera
cifra es ciento cincuenta y tres.
¿Cuál es la razón?
Un caluroso día de verano Nasrudín estaba
recostado a la sombra de una morera y observaba
unos enormes melones que crecían cerca de allí.
Su mente derivó hacia cosas más elevadas.
«¿Cómo es posible —se preguntó— que un
árbol enorme, impresionante como éste, dé frutos
tan pequeños e insignificantes? Observen cómo
esa pobre y débil enredadera produce tan grandes
y deliciosos melones…».
Mientras reflexionaba acerca de esta
paradoja, una mora cayó sobre su afeitada
cabeza.
«Ahora entiendo —se dijo el Mulá—; así que
ésta es la razón. Tendría que haber pensado en
ello antes».
Donde yo me siento
En una reunión de teólogos Nasrudín estaba
sentado al final del salón, en el extremo más
alejado del lugar de honor. Comenzó a relatar
cuentos y pronto la gente se aglomeró a su
alrededor, escuchando y riendo. Nadie hacía caso
del anciano que estaba pronunciando un docto
discurso. Cuando ya no podía oírse ni a sí
mismo, el presidente de la asamblea rugió:
—¡Tienen que guardar silencio! Nadie puede
hablar, a menos que esté sentado donde se sienta
el jefe.
—No sé cómo lo verá usted —dijo Nasrudín
—, pero allí donde yo esté sentado es donde se
sienta el jefe.
¿Por qué me pregunta a mí?
Cierto día Nasrudín cabalgaba en su burro,
cuando éste se espantó por un bulto que había en
su camino y se echó a galopar
desenfrenadamente.
Al ver al Mulá correr a una velocidad
desacostumbrada, unos campesinos le gritaron:
—¿Adónde va tan apurado, Nasrudín?
—No me pregunten a mí —contestó—,
pregúntenle al burro.
Verdad
—¿Qué es la verdad? —preguntó un
discípulo a Nasrudín.
—Algo que nunca, en ningún momento, he
dicho; ni diré jamás.

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