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LA ESPAÑA DE LOS BORBONES Y SU IMPERIO AMERICANO 87

vincias Vascongadas, toda España estuvo en gran medida sujeta al mismo nivel
de impuestos y leyes. Y, lo que era igualmente importante, Felipe siguió el ejem-
plo de su abuelo y excluyó a la aristocracia de los altos consejos del estado. Aun-
que los grandes fueron eventualmente confirmados en la posesión de sus tierras
y en su jurisdicción privada, no influirían más en las direcciones del gobierno de
la corona. En el mismo sentido, la creación de secretarías de estado redujo el pa-
pel de los consejos tradicionales a funciones de asesoramiento y judiciales. En
fecha tan temprana como 1704, el viejo sistema de «tercios» armados con picas
se sustituyó por regimientos al estilo francés, equipados con mosquetes y bayo-
netas, mientras que otras reformas marcaron el inicio de un nuevo ejército: un
cuerpo de guardias reales con servicio en Madrid, unidades distintas de artillería
e ingenieros y la formación de una clase de oficiales de carrera. Para financiar
esta fuerza, los expertos fiscales formados en el extranjero consiguieron duplicar
los ingresos desde apenas 5 millones de pesos a 11,5 millones hacia 1711, ha-
zaña llevada a cabo en gran medida por una meticulosa inspección de las. cuen-
tas, una reducción de cargos en la Administración, el desconocimiento de las
deudas anteriores y la incorporación del reino de Aragón a un sistema fiscal co-
mún. Con la llegada de Isabel Farnesio de Parma, segunda esposa de Felipe, lan-
guideció considerablemente el proceso de reforma. Además, Isabel gastó los re-
cursos de la nueva monarquía, tan laboriosamente conseguidos, en aventuras
dinásticas, conquistando feudos para sus dos hijos. Como resultado de los Pactos
de Familia con los borbones franceses, firmados en 1733 y 1743, se modificó
parcialmente la Paz de Utrecht. Todavía tiene que estimarse el precio pagado por
España en estas guerras. En una fecha tan tardía como 1737, el embajador in-
glés, sir Benjamín Keene, describía al país como «carente de amigos extranjeros
y de alianzas, desorganizado en sus finanzas, cuyo ejército está en malas condi-
ciones, su marina, si ello fuera posible, en peores, y sin ningún ministro de
peso».' La subida al trono de Fernando VI (1746-1759) marcó el abandono de
la ambición dinástica en favor de una política de paz en el exterior y de atrinche-
ramiento interior. El fin del período del «asiento» inglés en 1748 seguido de un
tratado de límites con Portugal (1750), que estableció las fronteras entre los vi-
rreinatos de Perú y Brasil, eliminó fuentes potenciales de fricciones internaciona-
les. Sin embargo, sólo con la llegada de Carlos III (1759-1788) dispuso España,
por fin, de un monarca comprometido activamente con un completo programa
de reformas. Aunque la renovación por parte de Carlos 111 del Pacto de Familia
en 1761 supuso para España una derrota en las últimas etapas de la Guerra de
los Siete Años, el resto de su reinado estuvo marcado por un notable aumento
de la prosperidad, tanto en la península como en las colonias, y durante una
breve época España volvió a ser considerada una potencia europea.

Aunque las ambiciones y la personalidad de los monarcas borbónicos influyó


sin duda en las directrices de la política, era, sin embargo, la élite ministerial la
que introdujo lo equivalente a una revolución administrativa. De hecho, sigue
debatiéndose la cuestión de si la historia de estos años habría de escribirse en

1. Citado en Jean O. Maclachlan, Trade and peace with oíd Spain, 1667-1750, Cam-
bridge, 1940, p. 101.
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términos de reyes o de ministros. En particular, queda aún por establecer clara-


mente el papel de José de Patino (1727-1736) y el del marqués de la Ensenada
(1743-1754) como secretarios de Estado. El conde de Floridablanca (1776-
1792) y los otros ministros de Carlos III trabajaron sobre la tarea desarrollada
por aquellos hombres. Pero aún no podemos caracterizar, de forma definida, a
esta élite administrativa. Aunque algunos aristócratas seguían alcanzando altos
cargos —el conde de Aranda es un ejemplo—, la mayoría de los ministros eran
gente principal venida a menos o del común. Es sorprendente el hecho de que en
el reinado de Carlos III la mayoría de los ministros nombrados después de 1766
fueran «manteistas», letrados que no habían podido entrar en los socialmente
prestigiosos «colegios mayores» de Valladolid, Salamanca y Alcalá. En contraste
con la Inglaterra contemporánea o con la España de los Austrias, los Borbones
confiaban en una nobleza funcionarial, concediendo títulos a sus servidores de
confianza, tanto en calidad de recompensa como para reforzar su autoridad.
Aunque se acostumbra a considerar la «ilustración» española como parte de
la ilustración europea, debe recordarse que la mayoría de sus figuras principales
eran funcionarios, que participaban activamente en el gobierno de su país. No
parece extraño que Jean Sarrailh definiera su enfoque como dirigiste et utilitaire.
Acosados por el recuerdo de la gloria pasada y la visión de la reciente decaden-
cia de España, afligidos por el patente contraste entre la creciente prosperidad y
el poder de Francia e Inglaterra y el debilitamiento y empobrecimiento de la pe-
nínsula, alarmados por la inercia de la sociedad española, todos estos hombres
buscaban una solución en la corona. El estado absolutista fue el instrumento
esencial de la reforma. Como consecuencia de ello, resultaban profundamente
sospechosos los intereses provinciales o los privilegios corporativos. De forma
que si, bajo los Austria, Mariana pudo debatir la justicia del tiranicidio y Suárez
insistió en la base contractual del gobierno, en el Siglo de las Luces se prohibie-
ron sus trabajos por subversivos. Por contra, la teoría del derecho divino de los
reyes se convirtió en la virtual ortodoxia de los círculos oficiales. En resumen, los
seguidores del despotismo ilustrado no olvidaban el origen de su poder.
Si bien con el nuevo énfasis en la autoridad real la aristocracia fue simple-
mente excluida de los consejos de Estado, por contra, se atacó severamente a la
Iglesia. La tradición regalista del derecho canónico, con su insistencia en los de-
rechos de la iglesia nacional frente a las demandas de la monarquía papal y su
afirmación del papel eclesiástico del rey como vicario de Cristo, obtuvo una se-
ñalada victoria en el concordato de 1753, en el que el papado cedía a la corona
el derecho de nombramiento de todos los beneficios clericales de España. Y, lo
que es igualmente importante, la tradición erasmista, que había sido tan influ-
yente, reverdeció de nuevo en la facción de la iglesia conocida como jansenismo.
En 1767 se expulsó,de los dominios españoles a la orden jesuíta, principal bas-
tión de la Contrarreforma y defensora a ultranza del papado. En general, se con-
sideraba a las órdenes religiosas más como una carga de la sociedad, que como
fortalezas espirituales. Tras toda esta actitud se encontraba la influencia de Fran-
cia, una perturbadora mezcla del galicanismo y el jansenismo del siglo xvn.
Sin embargo, la principal preocupación de la élite administrativa era el gran
problema del progreso económico. ¿Cómo iba España a recobrar su antigua
prosperidad? Se impuso como respuesta preferida la promoción de la ciencia y el
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conocimiento pragmático. El gobierno llevó a cabo un censo nacional que com-


pilaba un amplio cuerpo de estadísticas relacionadas con todos los aspectos de la
vida económica. Más concretamente, se construyeron canales y carreteras para
abrir nuevas rutas al comercio. Y, del mismo modo que en el siglo xvn Francia e
Inglaterra, enfrentadas a la hegemonía comercial de Holanda, habían utilizado
medidas proteccionistas para defender y promover su navegación, industria y co-
mercio, ahora los ministros de la dinastía borbónica en España intentaron cons-
cientemente aplicar el mismo tipo de medidas para librar a la península de su de-
pendencia de las manufacturas del norte de Europa.

El punto de partida para cualquier interpretación del mercantilismo español


del siglo XVIII es la Theórica y práctica de comercio y de marina, un extenso tra-
tado que vio la luz por primera vez en 1724 y que luego se publicó con sanción
oficial en 1742 y de nuevo en 1757. Su autor, Jerónimo de Ustáriz, un subordi-
nado protegido de Patino, aceptaba «la decadencia y aniquilación en esta mo-
narchuía», simplemente, como «un castigo de nuestra negligencia y ceguedad en
las disposiciones del comercio». Eran las onerosas tarifas e impuestos interiores
los que habían destruido la industria interna y habían hecho depender a la pe-
nínsula de las manufacturas importadas del exterior. El remedio podría venir so-
lamente de un riguroso estudio y aplicación de «esta nueva máxima de estado»,
o, como lo expresó en otra parte, «la nueva política» de Francia, Inglaterra y
Holanda, países cuyo comercio había aumentado a expensas de España. Aun-
que, evidentemente, estaba relacionado con los «arbitristas», los patrocinadores
españoles de la reforma en el siglo anterior, Ustáriz buscó una guía práctica en el
Comerce d'Hollande, de Huet, del que se había procurado una traducción espa-
ñola, en las tarifas francesas de 1664-1667 y en las leyes de navegación inglesas.
En particular, glorificaba a Colbert considerándolo como «el más zeloso y dies-
tro, que se ha conocido en Europa para el adelantamiento de la Navegación y de
los Comercios». Sus recomendaciones eran simples: insistía en que los aranceles
debían distinguir siempre entre producto primario y bienes elaborados, en que la
mercancía importada debía pagar siempre más cargas que las manufacturas del
país y en que debían eliminarse, siempre que fuera posible, los gravámenes inte-
riores. La premisa que subyacía a estas recomendaciones era que una prudente
regulación de tarifas liberaría la energía productiva de la industria española. Más
categóricamente, abogaba por una activa política de adquisiciones respecto al
equipamiento, municiones y uniformes para las fuerzas armadas, de manera que
todo este aprovisionamiento viniera de talleres y fundiciones españoles. El fin
principal de esto era la creación de una armada fuerte, con sus barcos construi-
dos, armados y equipados en arsenales reales. De forma que para «el estableci-
miento ... de lá"s manufacturas en España, por ser esta la principal provincia en
que se han de vincular la restauración de la Monarchuía», un requisito previo
esencial era la expansión del poder armado de la corona.2
El fracaso del gobierno tanto al intentar cambiar los métodos de producción
agrícola, como al desarrollar la industria manufacturera, se ha convertido en ob-

2. Gerónimo de Ustáriz, Theórica y práctica de comercio y de marina, 3.a ed., Madrid,


1757; notas tomadas de las páginas 4, 46, 96, 238.

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