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UNIDAD II

América Latina en un orden internacional en transición

Actis, Esteban & Malacalza, Bernabé - “Las políticas exteriores de


América Latina en tiempos de autonomía líquida” (2021)
En la tercera década del siglo XXI, las políticas exteriores de América Latina están sometidas a
un doble acoso sistémico: la intensificación de la disputa hegemónica Estados Unidos-China, con
sus consecuentes turbulencias, y la aceleración de una tendencia global hacia el caos y la
entropía, con sus derivaciones e incertidumbres críticas. La multiplicación y transversalización
de los riesgos globales, así como los desafíos geopolíticos, geoeconómicos y geotecnológicos
que plantea la disputa sinoestadounidense, demandarán de mayores capacidades de resiliencia
de los Estados-nación en un contexto de deterioro económico-social y de múltiples crisis en los
países de la región, introduce nuevas presiones y tensiones en los espacios de autonomía.

Sobre el final de la segunda década del siglo XXI, el declive relativo del poder estadounidense en
el hemisferio occidental viene acompañado de la amenaza del uso de la fuerza, interferencia
militar, ruptura de consensos de posguerra y mayor inclinación a la imposición por sobre la
consulta y el respeto a las decisiones de los socios. La novedad de esta transición hegemónica
con respecto a anteriores es el avivamiento de la rivalidad con China. Uno de los escenarios
plausibles podría ser la elevación de los niveles de pugnacidad como consecuencia de una mayor
asertividad y de un más frecuente uso de la diplomacia coercitiva.

Un mundo de arenas movedizas

Para entender el sistema global contemporáneo, es necesario remitirse a la caída del Muro de
Berlín en 1989. El mundo que devino con la Posguerra Fría era lo más parecido a un cosmos para
Washington: liderazgo global indiscutido, primavera democrática liberal y auge de la economía
de mercado. El famoso «fin de la Historia» era la idea de que era posible una sociedad
cosmopolita mundial. Aquella transición solo trajo consigo un espejismo de mediano plazo: la
aparente reducción de la incertidumbre mundial estaba asentada en un excesivo optimismo de
las élites occidentales sobre las oportunidades de la globalización.

El escenario actual se parece a una contienda entre dos polaridades: el mundo de las
interacciones entre Estados, o Westfalia, de un lado; y el mundo de la globalización y las
interacciones transnacionales más allá de los Estados, o Mundialización, del otro. Westfalia pone
el acento en los Estados-nación, las fronteras, el territorio, la soberanía y el control de los flujos
transnacionales. La mundialización diluye la noción de fronteras, dejando traslucir el papel de
los actores no gubernamentales, las grandes corporaciones digitales, la banca financiera
multinacional, que coexisten fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas del orden internacional.

Una región en caída libre

A medida que los cambios sistémicos toman cuerpo, se consolida la tendencia a la pérdida de
gravitación política de América Latina en el mundo. Hoy asistimos a un escenario políticamente

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fragmentado, en el que las iniciativas de integración regional, como el Mercado Común del Sur
(Mercosur), la Comunidad Andina de Naciones (CAN), la Alianza del Pacífico (AP), la Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur)
atraviesan situaciones de irrelevancia, estancamiento o desmantelamiento, según el caso.

Al tiempo que la región declina y pierde peso político en Westfalia, se observa una preocupante
tendencia a la desinserción económica en Mundialización. Sobresale, en ese mundo, el
pronunciado declive de la participación de América Latina en las cadenas globales de valor.

La impotencia que experimenta la región es, además, consistente con una tendencia que
persiste hacia la desintegración y la fragmentación política y económica. El menor volumen del
mercado regional y la escasa participación en cadenas de valor regionales se explican por el
perfil de especialización productiva y de los socios comerciales predominantes de los países de
la región. La especialización se centra en «cadenas cortas» (de pocos países) y de baja
complejidad económica, con escaso o nulo valor agregado. Las dinámicas comerciales
empujadas por el ascenso económico de China (el primer socio comercial de Sudamérica, salvo
para Colombia, Ecuador y Venezuela, que mantienen a EEUU como primer socio) refuerzan la
«primarización» o la escasa diversificación de las economías e incrementan los incentivos para
buscar atajos bilaterales fuera de los espacios de convergencia regionales.

Si se consolida la tendencia que muestra la región a la dependencia tecnológica, la adquisición


de proyectos de transferencia de tecnología «llave en mano» y la falta de inversión en
infraestructura y desarrollo científico para la producción y la difusión de tecnologías disruptivas,
se estará ya no en una situación de periferia, sino de marginalidad en Mundialización.

Un tablero de disputas

A medida que se hace más pronunciado el declive de la región, aumenta su nivel de exposición
y vulnerabilidad frente a la interferencia externa.

La internacionalización de la crisis venezolana y su no resolución tienen como protagonistas a


tres grandes potencias extrarregionales: EEUU, China y Rusia.

Westfalia intenta, además, domar a la Mundialización, llevándola hacia su propio reducto con
medidas que tienden a una mayor politización o «securitización» del comercio, las finanzas y las
transferencias tecnológicas. El nexo entre seguridad, comercio y finanzas se hace evidente tras
el lanzamiento, en 2019, de la iniciativa «América Crece» de EEUU, que busca ofrecer una
plataforma para financiar a su sector privado y contrarrestar el avance de proyectos chinos en
la región, como la Iniciativa de la Franja y la Ruta (conocida también como la nueva Ruta de la
Seda), propuesta en 2013, y el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura, creado en 2014. En
tanto, la vinculación entre seguridad, control de datos y tecnología es palpable en el intento del
Departamento de Estado de prohibir a Huawei y detener el avance de la tecnología 5g de origen
chino en la región. La denominada «diplomacia de los lobos guerreros» es reflejo de un discurso
más confrontativo de los embajadores chinos, pero también síntoma de una elevación de los
niveles de tensión con EEUU y Taiwán, de una mejor calibrada y quirúrgica penetración política
y económica en la región a través de acuerdos con gobiernos subnacionales y de una todavía
resistente agenda política que vincula asistencia o ayuda con objetivos diplomáticos, como

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muestran los casos de establecimiento de relaciones con Panamá en 2017, República
Dominicana y El Salvador en 2018, o la mayor presión recibida por Paraguay durante la pandemia
en 2020; todos estos, países que tenían estrechas relaciones con Taiwán, considerado por China
como una provincia.

No asistimos a una segunda Guerra Fría, sino a una intensificación de una disputa hegemónica
en un marco de profunda interdependencia económica entre ambas potencias. De allí emerge
la gran contradicción de este tiempo: mientras Westfalia y las batallas geopolíticas dividen a
EEUU y China, Mundialización y las dinámicas de la economía política internacional los unen.

Surfeando en la autonomía líquida

A lo largo de la historia, para América Latina, la noción de poder no ha estado centrada


principalmente en la influencia, sino en la autonomía. Como señala Benjamin Cohen, la
influencia es poder sobre otros, la autonomía es poder para implementar políticas y resistir
presiones.

La conceptualización de la autonomía en América Latina se inicia en la Guerra Fría y tiene como


padres fundadores a Juan Carlos Puig en Argentina y a Helio Jaguaribe en Brasil. La noción de
«autonomía heterodoxa» se caracterizaba, así, por una disposición de la elite a no confrontar
totalmente con los intereses estratégicos de la potencia dominante, pero en simultáneo postular
un proyecto en gran medida disidente, especialmente en lo que hace a la defensa de los
intereses nacionales.

Una segunda ola de estudios sobre la autonomía hace su aparición en la Posguerra Fría. En el
«realismo periférico» de Carlos Escudé, la noción de autonomía aparece asociada a la idea de
confrontación producto de una sobreestimación del margen de maniobra de los Estados débiles,
que no distinguía entre la autonomía que un Estado posee (que es consecuencia de su poder) y
el uso de esa autonomía. En la primera década del siglo XXI, Roberto Russell y Juan Tokatlian
retoman ese debate, planteando la noción de «autonomía relacional». A diferencia de Escudé,
sostienen que la «autonomía relacional» no es confrontación ni aislamiento, sino disposición de
un país a actuar de manera independiente y en cooperación con otros, en forma competente,
cooperativa y responsable. Los autores proponen, además, una escala de grados a lo largo de
un continuo cuyos extremos son dos situaciones ideales: dependencia total o autonomía
completa. La autonomía, desde esta categorización, es siempre una cuestión de grado que
depende fundamentalmente de las capacidades, duras y blandas, de los Estados y de las
circunstancias externas a las que se enfrentan.

Hay, finalmente, una tercera ola de estudios que aporta una diferenciación analítica de la
autonomía, ya no en cuestión de grados, sino en la clasificación de los subtipos de autonomía.
Los académicos brasileños Tullo Vigevani y Gabriel Cepaluni clasifican la noción de autonomía
en tres formas: «autonomía en la distancia», cuando el país confronta con las normas e
instituciones internacionales y con la gran potencia, a la vez que tiende al aislamiento y el
desarrollo autárquico; «autonomía en la participación», cuando la orientación externa se basa
en un compromiso por la gobernanza global y las instituciones multilaterales; y «autonomía en
la diversificación», cuando se asienta principalmente en las relaciones con el Sur global. La
«autonomía con adjetivos» habilita la comparación sincrónica entre países y la comparación
diacrónica de un mismo país a lo largo del tiempo.

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La autonomía ya no es una disposición que ejerce de manera libre y deliberada exclusivamente
una élite: las sociedades son más complejas y la política exterior no es distinta del resto de las
políticas públicas.

En la actualidad, las fronteras que definen la orientación externa de un país están abiertas a la
influencia e interposición de distintas e intrincadas dinámicas multiactorales (entre actores
estatales y no estatales) y multinivel (entre gobiernos nacionales y subnacionales).

Lejos de la solidez inquebrantable de la «autonomía heterodoxa» de la Guerra Fría, la autonomía


hoy sigue siendo posible, pero es más líquida y frágil. Frente al doble acoso sistémico que
plantean los procesos de transición hegemónica y de entropía e incertidumbre –los embates de
Westfalia y Mundialización– en un escenario de agudización de la dependencia de la región, las
políticas exteriores latinoamericanas tienen menor margen para la contestación o la resistencia.

El no alineamiento o la neutralidad como alternativa a una subordinación automática, ya sea a


Beijing o a Washington, aparece hoy en la retina de académicos y políticos. La prescripción
normativa de mantener una posición equidistante frente a las dos potencias es correcta, pero
insuficiente para un mundo y una región que cambiaron.

Reflexiones finales

El horizonte futuro de América Latina estará signado por un conjunto de tensiones que se
derivan de la confluencia de crisis simultáneas asociadas a riesgos globales, multiplicando los
riesgos, aumentando la imprevisibilidad de los escenarios futuros y reduciendo la capacidad de
respuesta del Estado y de la sociedad. Estos riesgos sistémicos repercuten, además, en una
disminución de las propiedades de resiliencia y las capacidades de adaptación de las políticas
exteriores, las cuales resultan estratégicas frente a los escenarios de concentración del poder
en Westfalia y a las tendencias de difusión del poder en Mundialización.

Para preservar los márgenes de autonomía y limitar al máximo la interferencia externa, las
políticas exteriores tendrán que jugar inteligentemente en las deficientes instituciones
regionales existentes. Se deberá seleccionar y priorizar «enclaves de autonomías» a través de
diplomacias de nicho.

En tiempos de «autonomía líquida», la preservación de márgenes de maniobra dependerá más


de la anticipación y la adaptación que de la rigidez. El debate en relación con las políticas
exteriores parece haber dejado atrás la dicotomía entre autonomía y dependencia, para girar
en torno de una diferenciación analítica de grados y tipos de autonomía. La «autonomía líquida»
es un tipo de «autonomía con adjetivos» que supone proactividad, variaciones y flexibilidad ante
los desafíos y las oportunidades que plantean los escenarios de Westfalia y Mundialización.
También puede implicar cierto tipo de pragmatismo defensivo para ofrecer concesiones en
temas específicos que serán funcionales para ganar márgenes de maniobra y resultados en otras
batallas. Hoy no se trata de «autonomía en la resistencia», sino de «autonomía en la resiliencia».

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Fortín, Carlos; Ominami, Carlos & Heine, Jorge – “Latinoamérica: no
alineamiento y la segunda Guerra Fría” (2020)

La pandemia de COVID-19 subrayó la indefensión de una Latinoamérica dividida ante los


desafíos mundiales. Cada país siguió el principio de sálvese quien pueda, con los costos de vidas
consiguientes. No tendría porqué haber sido así. Una década antes había acuerdos de
cooperación regional en materia de salud al amparo de la UNASUR y MERCOSUR, que hubieran
podido contribuir a aliviar el impacto de esta crisis.

Esta pandemia pasará. En cambio, no pasará la impotencia de una región fragmentada ante
otros desafíos mundiales. Lejos de disminuir las tensiones internacionales, la pandemia las ha
exacerbado. Incluso ha dado un fuerte impulso a los partidarios de una segunda GF, ahora entre
China y USA.

Una película ya vista

Durante una visita al Reino Unido en febrero de 2020, el Secretario de Estado estadounidense,
Mike Pompeo, señaló que el Partido Comunista de China es la amenaza central de nuestro
tiempo. La frase, pronunciada apenas 2 semanas después de que China y USA acordaran una
tregua parcial a la guerra comercial que libran desde 2018. Del campo comercial se han
trasladado al tecnológico, en el que USA orquesta una campaña para proscribir a Huawei de la
mayor cantidad de países posible.

Este deterioro cada vez más acentuado de las relaciones entre dos potencias no se debe solo a
la idiosincrasia o a las preferencias personales del presidente Trump. Si hay un aspecto de su
política exterior que concita apoyo transversal en USA es el que se refiere a China. Se ha
deteriorado notablemente la percepción que tiene de China la opinión pública estadounidense.
A ello se le agrega la preocupación del poder establecido estadounidense, tanto conservador
como liberal, de enfrascarse en una batalla por la hegemonía para evitar que China desplace el
modelo de capitalismo anglosajón por su propia versión de capitalismo de Estado. Esto ya lo
decía Obama en 2016: “el mundo ha cambiado, las reglas están cambiando. USA, no China, debe
ser quien las dicte”.

Por otra parte, la mayor concentración de poder en manos del presidente Xi Jinping, las
posiciones nacionalistas que ha adoptado el país bajo su liderazgo y la política exterior más
asertiva que ha seguido China en estos años, le dificulta al gobierno chino plegarse sin más a las
crecientes demandas de Washington. La contrapartida del paso de un sistema de liderazgo
colectivo a uno personalizado con Xi, es que debe responder de manera mucho más directa a
los desafíos que enfrenta.

Estamos en los albores de una segunda GF. Hay al menos dos diferencias entre la situación actual
y la de 70 años atrás. Por una parte, la economía china es mucho mayor que la soviética. De
hecho, la economía china es mucho mayor que la estadounidense en paridad de poder
adquisitivo y hay proyección que indican que será mayor que la estadounidense en términos

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nominales en 2029. Por otra parte, en un mundo globalizado, ambas economías están mucho
más imbricadas de lo que estuvieron la estadounidense y la soviética.

Dos aristas de este diferendo por la hegemonía mundial son centrales. En materia tecnológica,
China ha tenido grandes avances. Aunque USA mantiene la delantera en numerosas áreas de la
alta tecnología, incluidas la producción de chips, China está a la cabeza en telecomunicaciones
con la tecnología 5g, lo que llevó a Washington a la campaña internacional para impedir que
Huawei despliega su red. A su vez, en materia de gobernanza económica global, el gobierno del
presidente Trump optó por la fuerza y adoptó una posición proteccionista y aislacionista, de la
mano de la aplicación de sanciones y embargo comerciales unilaterales, a costa del orden
internacional liberal. Esto ha dejado a China en la curiosa posición de defensora del
multilateralismo y de la resolución nómada de las diferencias de los países.

Una propuesta de USA es cambiar la imbricación con China desvinculando las dos economías.
Ello significa desincentivar y reducir el comercio, la inversión y aun los flujos de personas entre
ambos países. Por su parte, el gobierno chino concluyó que ha dependido demasiado de la
tecnología y las empresas estadounidenses para impulsar su crecimiento. Ahora prefiere
volcarse hacia el desarrollo científico y tecnológico interno, así como a la innovación generada
por las propias empresas chinas. Lo mismo vale para impulsar un crecimiento basado en el
consumo interno, más que en las exportaciones.

Latinoamérica: entre la espada y la pared

De 2010 a 2019 el crecimiento de la región no superó el 1.9% anual promedio, el peor del
mundo. Este desempeño fue incluso inferior al de la década perdida. En 2019, la región creció
un 0.8% y las proyecciones para 2020 según la CEPAL son de un crecimiento de -5.2%.

El hecho más significativo en la historia de la inserción internacional de la región ha sido la


irrupción de China. Hoy China es el principal socio comercial de Sudamérica. El comercio entre
China y Latinoamérica ha crecido en forma vertiginosa. Algo similar puede decirse de las
inversiones chinas en la región a partir de 2010 y de los flujos financieros de la banca china, hoy
superiores al BID, el BM, el FMI, etc. China es el principal socio comercial de Brasil, Chile, Perú y
Uruguay y el segundo de la mayoría del resto de los países.

Desde el 2017, tres países latinoamericanos han roto con Taiwán y han establecido relaciones
diplomáticas con la RPCH. 19 países han firmado un memorando de entendimiento en relación
con la Nueva Ruta de la Seda. 8 países han ingresado como posibles miembros del Banco Asiatico
de Inversiones en Infraestructura.

La presencia china en la región fue tolerada durante el gobierno del presidente Obama pero esto
ha cambiado. Visitas del Secretario de Estado y del de Defensa a diversos países de la región a
denunciar la presencia china son la regla. El mensaje es que la posición tradicional de las
cancillerías latinoamericanas, de querer tener buenas relaciones tanto con USA como con China,
es inaceptable y que ha llegado la hora de escoger. Para Washington, Latinoamérica debe
alinearse con sus posiciones, restringir el comercio con China y no aceptar más inversiones de
ese país. China, en cambio, ha acentuado su ofensiva diplomática en la región.

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Esto pone a la región en una encrucijada. La relación con USA, parte del hemisferio occidental y
primera potencia mundial, es de larga data y se refleja en lazos muy estrechos en muchas
dimensiones. si hay algo que no pueden hacer es romper con USA. Las relaciones con China, si
bien mucho más recientes y concentradas sobre todo en lo económico, ahora son
fundamentales para el comercio exterior de estos países. Romper con Beijing tampoco es
alternativa. Entonces que?

La opción del no alineamiento activo

Esto habla del NOAL que ya sabemos, lo pasó muy por arriba

En la década de 1950 África, Asia y Latinoamérica enfrentaron un dilema similar. Durante más
de 3 décadas, el no alineamiento como alternativa a una subordinación automática significó un
espacio para los países en vías de desarrollo. Este permitió la creación de coaliciones de diverso
tipo.

En momentos en que se inicia una nueva GF, en el que el regionalismo latinoamericano atraviesa
una profunda crisis, y en que las cancillerías no tienen respuestas para enfrentar este dilema
geopolítico, el no alineamiento activo representa una opción. La idea es practicar un no
alineamiento actualizado según los imperativos del nuevo siglo. El surgimiento de un Nuevo Sur,
liderado por los dos gigantes asiáticos, China e India, y cuando Asia está a punto de sumar la
mitad del PIB mundial, da a este planteamiento una connotación muy distintas a la de hace
medio siglo.

De lo que se trata es de maximizar los beneficios para el desarrollo nacional de integración a los
flujos de comercio, inversión y financiamiento internacionales, pero preservando los espacios y
los instrumentos de política necesarios para definir e implantar un modelo de desarrollo propio.
También es clave contribuir a un régimen de gobernanza internacional democrático e
incluyente, que combine interdependencia global y autonomía nacional.

Una agenda para un no alineamiento activo

Los países latinoamericanos deberían aceptar plenamente esta nueva coyuntura, con una nueva
aproximación a sus relaciones internacionales que abarque las siguientes medidas:

- Fortalecimiento de las instancias regionales. El gran peligro es que nuestros países


busquen, en forma dispersa y compitiendo unos con otros, maneras de profundizar su
integración con los principales centros de la economía mundial. De prevalecer estas tendencias,
el resultado será, de un lado, una integración subordinada de paté a algunos países a los
principales centros mundiales, que tenderán a reproducir la matriz de exportadores de materias
primas; y por el otro, una continuación de la desintegración regional y la reducción concomitante
de la capacidad de influir en los asuntos mundiales. El enfoque minimalista, de organismos ”de
nombre”, sin presupuestos ni estructuras permanentes, ha sido un fracaso y debería
considerarse. La noción de que treinta y tantos países no están en condiciones de afrontar los
gastos que implica una entidad regional no resiste mayor análisis.

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- Reorientación de las políticas exteriores y de las cancillerías. Pese a los considerables
cambios que se han dado en la economía mundial y a que más de la mitad de la inversión
extranjera directa se intercambia en el Sur, las cancillerías latinoamericanas aún parecen
atrapadas en una máquina del tiempo. El grueso de sus recursos presupuestarios, humanos y
administrativos se asignan a las prioridades tradicionales, correspondientes al mundo de 1945.
Asia y África siguen siendo los parientes pobres en esta agenda. Una política exterior que
aceptara las realidades comerciales y financieras actuales traería cambios radicales en la
materia.

- Entender que hay nuevas instituciones financieras internacionales. Pocas cosas reflejan
mejor el poder de la inercia y de la captura de los ministerios de Hacienda de la región por parte
del BM y el FMI que el hecho de que en el curso de 4 años, de ocho posibles miembros del BAII
procedentes de la región, solo Ecuador haya pagado la cuota para ser miembro plena. Los
montos son nominales y simbólicos, de manera que no es una cuestión de recursos. Negarse a
ser parte de estas nuevas entidades, pese a las numerosas ventajas que ofrecen, refleja una
mentalidad anacrónica, muy lejana a lo que se necesita en estos nuevos tiempos.

- Mantener una posición equidistante de ambas potencias en los temas mundiales. El


reciente plan de paz para el Medio Oritente anunciado por Trump, diseñado solo para apoyar la
reelección del primer ministro Netanyahu de Israel, genero enconmiasticas declaraciones de las
cacillerias de Brasil y Chile, que ignoraron el hecho de que el plan contradice políticas de larga
data seguidas por ambos países respecto del conflicto palestino-israeli.

Algo similar puede decirse en cuanto a la política china sobre inversión extranjera y cooperación
internacional. En 2017, en la OMC, China suscribió una Declaración Ministerial Conjunta
llamando a iniciar discusiones estructuradas con el fin de elaborar un marco multilateral sobre
facilitación de inversiones. China abandonó su tradicional oposición a que se incluya la inversión
entre los temas de la OMC. La realidad es que es muy difícil separar las cuestiones de acceso de
los inversionistas del mercado nacional y de protección de la inversión. Un enfoque de no
alimientimto activo debe reiterar la oposición a establecer compromisos internacionales que
privan al Estado de la capacidad de seleccionar e imponer obligaciones al inversionista
extranjero.

China también ha sido renuente a aceptar instancia de evaluación de la eficacia de su ayuda


externa que puedan implicar que sea objeto de examen internacional. Un enfoque de no
alineamiento activo debe suscribir la importancia de un mecanismo universal y transparente de
evaluación de los efectos de la cooperación internacional aplicable a todos los donantes.

A modo de conclusión

En esta GF, lo que hay en juego desde el punto de vista económico es mucho mayor, dado el
tamaño de la economía china y considerable presencia en la región. Los gobiernos
conservadores tienen tanto que perder como los progresistas o los centristas. El desafío radica
en cómo transmitir este mensaje y en que la región en su conjunto perciba la magnitud del
problema.

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Por eso es importante que Latinoamérica acepte lo que significa dejar de ser zona de influencia
exclusiva de una sola potencia y se disponga a practicar un verdadero no alineamiento activo.
Más allá de las profundas diferencias ideológicas existentes hoy entre los gobiernos, este podría
ser un punto de convergencia.

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Gómes Saraiva, Miriam - “América Latina y su inserción en el sistema
internacional” (2020)

En América del Sur, el deterioro del multilateralismo y el cuestionamiento de los valores


occidentales enraizados agudizaron los factores que ya llevaban a la deconstrucción del
regionalismo postliberal o posthegemónico, estructurado alrededor de la Unasur. La elección de
gobiernos liberales o conservadores acarreó una alternancia de la preferencia política
predominante. Los problemas de Venezuela se agudizaron. Finalmente, la crisis provocada por
la pandemia del COVID-19 dejó clara una falta de coordinación entre los estados para articular
respuestas.

A partir de estos cambios, se plantearon interrogantes sobre la inserción de América Latina en


el nuevo escenario internacional de los últimos años, así como reflexiones sobre lo que puede
suceder a partir del pos-COVID-19.

Tomamos como base la idea de “regionalidad” (del regioness, en inglés) como la capacidad de
una región de funcionar como un conjunto hacia la dimensión regional y, consecuentemente,
como un actor en el sistema internacional.

Es evidente que América Latina, considerada como un conjunto, está perdiendo su importancia
como actor internacional. Los individualismos nacionales se están acentuando en detrimento de
la “regionalidad” y, simultáneamente, el subcontinente está pasando por una situación política
y económica difícil.

Motivaciones históricas para la cohesión regional

Históricamente existen diversas motivaciones consolidadas en favor de la cohesión regional.

En primer lugar, están las de orden ideológico o identitaria. En esa designación, hay aspiraciones
históricas desde la formación de los estados, resultantes de un pasado colonial y de lazos
culturales comunes; así como estándares sociales y políticos consolidados en la región.

El segundo tipo de motivación es de orden económico. Por vía del desarrollismo o del liberalismo,
la opción de integración como instrumento para el desarrollo económico es identificada en
diferentes etapas del regionalismo latinoamericano.

La tercera matriz, es la perspectiva de acrecentar la inserción internacional de América Latina,


América del Sur o de países específicos de la región. En ese caso, se busca el aumento de la
capacidad de la región a partir de un accionar colectivo. La posibilidad de influir sobre las
negociaciones internacionales. En todas las corrientes de pensamiento la cohesión fortalecería
la inserción de países del área en contraposición a los actores globales. El Grupo de Río y, más
recientemente, la CELAC, representan iniciativas importantes de concertación de
comportamientos frente al entorno de la región.

Finalmente, desde hace poco la gobernanza regional es vista como una motivación significativa.
De acuerdo con Detlef Nolte (2014), dicha gobernanza se refiere a un conjunto de
organizaciones, principios y reglas, ordenadores del comportamiento de los estados que

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contribuiría, a su vez, para solucionar los problemas de la región y proporcionaría más beneficios
en términos de los criterios del relacionamiento intrarregional.

Factores que influencian el modelo predominante de integración

Los primeros en llamar la atención son los factores externos: la coyuntura, el ordenamiento de
la economía y las características del orden internacional.

Considero necesario señalar los factores de orden propiamente regional, que operan sobre estas
iniciativas. Entre los primeros, se ubican la ideología y las preferencias políticas que ocupan las
presidencias. La ideología tiene como contraparte, el pragmatismo, que también es un factor
importante.

El pragmatismo está orientado hacia la utilidad y la practicidad, donde el peso de las


consecuencias de una acción supera la importancia de la adhesión a un principio. En muchas
oportunidades es mejor mantener un instrumento de integración mismo entre gobiernos con
divergencias profundas en nombre del sostenimiento de beneficios construidos en el tiempo y
para evitar los daños de la deconstrucción de un bloque consolidado.

El contexto económico también es importante. Períodos de continuidad y semejanza


económica. El grado y la convergencia del diálogo establecido entre los sectores públicos y
privados también es relevante. La convergencia entre Estado y actores privados tiende a
coincidir con avances en la regionalización.

Modelos de regionalismo en América Latina

Desde los años sesenta América Latina ha vivido diferentes iniciativas de integración regional.
Empero, no hubo una evolución gradual ni el mantenimiento de un único modelo, sino la
alternancia de tipos específicos de cohesión (orientados más para la integración o la cooperación
regional). Esas etapas son identificadas grosso modo como “regionalismo cepalino” (décadas de
1960 y 1970), regionalismo abierto (década de 1990) y regionalismo postliberal o
posthegemónico (2004 a 2015, a falta de una fecha precisa).

El regionalismo cepalino se desenvolvió a la luz de un proyecto común para el desarrollo regional


propuesto por economistas de la CEPAL y su ideario señalaba la división del mundo entre centro
y periferia y defendía la necesidad de un desarrollo industrial interno –el proyecto desarrollista–
, pero orientado para un mercado regional.

El desarrollismo económico fue adaptado a la dimensión nacional, y el concepto de centro y


periferia sentó las bases para la estructuración de estrategias diplomáticas que buscaban una
inserción alternativa de los países de la región en la economía y en la política internacional.

A través de los años noventa, las experiencias de integración en América Latina ganaron nuevos
impulsos, dentro de un escenario internacional de superación del orden bipolar y de la
estructuración de uno nuevo marcado por la fuerza del liberalismo en la política y en la
economía. El modelo conocido como regionalismo abierto (o nuevo regionalismo) asumió como
la superación del proteccionismo histórico de las economías nacionales de orientación cepalina.

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Creó expectativas de articulación entre países con vistas a construir una economía de escala
competitiva en la economía internacional.

Los gobiernos nacionales y los actores económicos domésticos confluyeron para impulsar un
proyecto liberal de integración regional, conectado con las intenciones de ajuste económico
comprometidas con la apertura de las economías nacionales, lo que favoreció una
regionalización. En el campo político fortaleció las jóvenes democracias que dejaban en la
memoria las sombras de las dictaduras militares.

Auge del regionalismo postliberal o posthegemónico

No obstante, al principio de los años 2000 algunas condiciones básicas del funcionamiento del
regionalismo abierto fueron cuestionadas. El modelo de apertura de las economías nacionales
no había presentado los resultados esperados. La adopción de obligaciones comerciales propias
del regionalismo abierto fue dando lugar a predilecciones más cooperativas.

Como agravante, la idea de crear una economía regional de escala no fue implementada. Los
costos del pasaje hacia una economía de escala no fueron enfrentados; lo que dificultó, en un
mediano plazo, el desarrollo de proyectos industriales en la región.

El perfil del regionalismo que se fue esbozando por el fracaso del regionalismo abierto fue
materializandose en el curso de la década del 2000, en diversas iniciativas. Durante esta década,
al Mercosur (con un nuevo perfil) y a la Comunidad Andina, se han sumado la Unasur, el ALBA
y, en 2011, la CELAC. Ejes comunes: autonomía de los estados participantes en la elección de sus
respectivas estrategias de desarrollo, la centralidad de la política y la no centralidad de la
integración en el plan comercial.

El regionalismo postliberal o posthegemónico tuvo lugar en la coyuntura de un escenario


internacional fundamentada en el multilateralismo. Fue marcado, también, por un aumento del
precio de los commodities. En la dimensión regional, las fuerzas políticas progresistas fueron
predominantes. En comparación a modelos anteriores, el regionalismo postliberal sacó los
temas comerciales del foco de la integración. Su agenda tuvo un perfil marcadamente político y
fue compuesta por temas de cooperación. Integraciones física, energética y medioambiental, y
promoción de la cohesión social pasaron a componer el cuadro del regionalismo.

La Unasur no logró unificar por completo las preferencias de los países integrantes en la política
internacional. La autonomía de las políticas exteriores brasileña y chilena actuó como obstáculo.
La CELAC fue creada al final del período de bonanza, constituyéndose como un proyecto de
concertación política, con el intento de acercar posiciones frente tanto a los problemas
colectivos cuanto, a posiciones en las negociaciones multilaterales, que buscó dar
institucionalidad a lo que había sido el Grupo de Río.

La política exterior brasileña durante el gobierno de Lula da Silva tuvo un rol importante en el
proceso de cooperación adoptando un comportamiento de promotor de una agenda regional.
Esta agenda priorizó la construcción de un ordenamiento de América del Sur bajo el liderazgo
brasileño. El regionalismo postliberal incentivó los avances tanto en la gobernanza regional
como en la regionalización. Esta se refiere al acercamiento e intercambio entre actores

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económicos y sociales nacionales. El regionalismo postliberal favoreció el avance de la
regionalidad, identificado con el llamado Sur Global.

El declive de la experiencia postliberal

A partir de 2012, algunos hechos fueron modificando en el escenario regional y reduciendo el


espectro de apoyo a las iniciativas del regionalismo postliberal. La crisis económica internacional
iniciada en 2008 mostró sus consecuencias en la región en los años siguientes: acarreó cambios
en la economía internacional con la caída de los precios de commodities exportadas por los
países de la región.

A su vez, las crisis económicas nacionales han provocado consecuencias: Esas crisis afectaron los
beneficios logrados en la reducción de la pobreza, así como aumentaron la desigualdad en la
distribución de los ingresos. Como reacción a las crisis en las sociedades, se fue desarrollando,
en forma progresiva, un creciente descontento de la sociedad. Hubo un cambio en el perfil
político de la región. Los gobiernos progresistas establecidos tuvieron que enfrentar dificultades
en los escenarios domésticos y nuevas elecciones dieron paso a gobiernos liberales o
conservadores, contribuyendo también al desmantelamiento de la comunidad epistémica en
favor de la integración, defensora del regionalismo postliberal.

En 2011, fue formada la Alianza del Pacífico, con un foco prioritariamente comercial y algunas
características del regionalismo abierto. El grado de regionalidad fue perdiendo la fuerza
obtenida en la primera década del siglo hacia la dimensión regional o internacional.

Como agravante, la política exterior de Brasil para la región, de incentivo a la cooperación y a la


regionalización fue interrumpida.

Desde la dimensión de actores externos, los Estados Unidos se están alejando progresivamente
de la región en lo que respecta a las iniciativas regionales. China, por su parte, busca acercarse
a la región; llevándolo a cabo, también, a través del establecimiento de acuerdos y asociaciones
selectivas y bilaterales.

La interacción con la Unión Europea (UE) que, históricamente es un incentivo para la cohesión,
ha experimentado algunos límites.

Escenario regional fragmentado y la ausencia de un modelo de regionalismo

El año 2016 el multilateralismo y diversos valores occidentales liberales fueron cuestionados.

En América del Sur, se agudizaron los factores que ya favorecían la deconstrucción del
regionalismo postliberal o posthegemónico estructurado alrededor de la Unasur. La elección de
diversos presidentes de perfil liberal o conservador ha puesto un final a la experiencia
postliberal.

En 2018, seis países de la región suspendieron su participación en la Unasur. La Alianza del


Pacífico y el debate sobre el regionalismo fueron ocupando paulatinamente centralidad. La crisis
en Venezuela se agudizó. Se hicieron claras las limitaciones de la CELAC y la falta de consenso

13
dificultó su funcionamiento. Con la decadencia de la Unasur y de la CELAC, articulaciones ad hoc
fueron conformadas para abordar temas específicos. El Grupo de Lima fue formado por algunos
países de la región y por Canadá, en un intento de solucionar o intervenir en la crisis venezolana.
El Mercosur, a su vez, es mantenido desde una dimensión pragmática. Sin embargo, ha
adoptado un perfil bajo y su conquista más reciente, la firma del acuerdo de libre comercio con
la Unión Europea, no avanza.

Los tres grandes ejes de motivación sugeridos –la política/identitaria, la económica y las
perspectivas de inserción internacional– no logran construir consensos. El gobierno de Brasil se
distanció de Argentina y la falta de interlocución entre ambos presidentes llegó a un nivel
impensable para los dos mayores países de la región.

En un escenario fragmentado, acompañado de una progresiva desintegración económica y


comercial, la inestabilidad regional aumenta y los riesgos de una confrontación o de un
aislamiento regional crecen.

La no contribución brasileña

La presencia de un liderazgo para promover la cohesión regional es un incentivo importante; y


Brasil asumió este rol por un tiempo. No obstante, con el presidente Bolsonaro se ha alejado de
las orientaciones tradicionales de la diplomacia brasileña y el Ministerio de Relaciones Exteriores
perdió su centralidad.

La contribución del gobierno brasileño para la regionalidad es nula. Participa del Grupo de Lima
y defiende activamente la creación del Prosur, pero no se preocupa, de hecho, por las
organizaciones regionales.

Fuerzas liberales, conservadoras y autoritarias en la región:

¿crisis del régimen democrático?

Las divergencias y las crisis no se limitan a la política brasileña. Otros países están viviendo
situaciones complicadas (o, por lo menos, diferentes): 2019 fue un año marcado por una ola de
protestas. El reemplazo de los partidos progresistas en los gobiernos nacionales no aportó una
nueva ola de estabilidad política, sino todo lo contrario.

Chile, también habiendo tenido elecciones con cambio de presidente y partido, enfrentó una
crisis muy fuerte y persistente, a la que el gobierno está respondiendo con concesiones
significativas. En Centroamérica, en Nicaragua fue aprobada la reelección indefinida, lo que
generó protestas y reacciones enérgicas. En Honduras, la última elección presidencial fue
irregular.

En Bolivia, hubo una elección presidencial cuestionada, seguida por movimientos de protesta y
un golpe de Estado que involucró a las Fuerzas Armadas. La nueva elección con vistas a la
normalización fue postergada recientemente. En Venezuela, la elección presidencial de 2019,
irregular y generó una fuerte oposición interna y externa. La pandemia del COVID-19
interrumpió circunstancialmente estos procesos, sin que se diera solución o respuesta. De
hecho, puede agravarlos.

14
La pandemia de COVID-19 y los nuevos interrogantes

La pandemia de COVID-19 ha llegado a América Latina en un momento difícil, de crisis


económica y de polarización y divergencias políticas dentro y entre los estados. La gobernanza
regional sufre un desmantelamiento y la región no tiene un liderazgo que busque formular
consensos. Por el contrario, la asociación estratégica entre Argentina y Brasil, que ha colaborado
a la estabilidad regional en América del Sur, enfrenta su peor momento.

La falta de regionalidad hacia dentro también se proyecta hacia afuera. Más allá de la geografía,
es difícil ver a América Latina como un actor unificado.

Las articulaciones con otros socios extrarregionales vienen dándose de forma selectiva, y
marcadas por la competencia entre Estados Unidos y China. Las inversiones chinas en áreas de
infraestructura están ampliándose en la región mientras el comercio de países de la zona con
China en el marco de un patrón Norte/Sur puede crecer.

Hay, por lo tanto, “un déficit de regionalismo y las consecuencias de la pandemia son su imagen
más trágica”. El orden internacional pos- COVID será construido, seguramente, sin la
participación política de la región.

15
Grabendorff, Wolf – “Los dueños de la globalización. Cómo los actores
transnacionales desmantelan el Estado (latinoamericano)” (2017)

Resumen

El papel del Estado y su fuente de legitimidad han cambiado sustancialmente en las últimas
décadas y hoy aquel es desafiado por diferentes actores, legales e ilegales, especialmente de
carácter transnacional: desde las empresas transnacionales hasta el crimen organizado, pasando
por migrantes, asociaciones civiles y religiosas. Pese a algunos avances, partidos y sindicatos no
han logrado constituirse en verdaderas redes y contrapesos globales. Hoy, la falta de Estado no
solo promueve el «desorden mundial», sino que también socava la legitimidad de las formas
democráticas de gobierno.

Introducción

Los movimientos políticos latinoamericanos, ya sean de derecha, de izquierda o incluso de


carácter militar, siempre han considerado la conquista del poder del Estado como su objetivo
más importante y, en todo caso, han intentado preservarlo bajo cualquier circunstancia y sin
preocuparse demasiado por su propia legitimidad. ¿Es posible que, en tiempos de globalización,
el control de los centros de mando del Estado ya no sea el indicador más importante del poder
político? Pareciera que la globalización modifica sustancialmente la cuestión del poder del
Estado y quiénes lo manejan, al desplazar a los actores tradicionales, como los partidos.

Ya no son los actores legítimos, es decir aquellos con representatividad democrática, los que
representan el poder en el Estado, porque el propio Estado ha dado cada vez más espacio en el
diseño del modelo de desarrollo y de las políticas públicas a actores no surgidos de elecciones.
Y estos nuevos actores no se sienten comprometidos con ningún modelo nacional ni con
sociedad alguna con límites territoriales. Tienen una orientación transnacional de tipo mucho
más sistémico, tienen principalmente fines de lucro y apuntan a un mercado global muy poco
regulado, de competencia por el poder y la influencia. Esto puede ser caracterizado como una
privatización de las funciones del Estado o como una criminalización de las funciones públicas,
según los respectivos intereses políticos.

En algunos países, el papel central de los actores transnacionales en el «orden mundial liberal»
dominante ya ha llevado a un claro rechazo de ese orden o a exigir una reforma profunda de
este concepto que ha conducido a un «desorden mundial». El debilitamiento de los actores
políticos tradicionales y la consiguiente disminución de la legitimidad de las formas democráticas
de gobierno, debido a la evidente reducción de las funciones y posibilidades del Estado, no son
únicamente evidentes en América Latina. Los actores transnacionales son muy conscientes de
su preferencia por el orden mundial liberal y son más propensos a ver una decadencia de los
órdenes políticos nacionales que, a menudo, no pueden garantizar el bienestar y la seguridad
de sus poblaciones en un mundo globalizado.

16
La difícil adaptación de los sistemas políticos nacionales a los efectos de la globalización

El papel del Estado y su legitimación frente a la sociedad que habita en su territorio han
cambiado sustancialmente en las últimas décadas porque el Estado ha perdido sus cuatro
monopolios clásicos, algo que se percibe en casi todo el mundo, pero especialmente en América
Latina:

- El derecho al uso legítimo de la fuerza, así como el monopolio de la posesión de armas


exclusivamente para los miembros de la Policía y el Ejército;
- La regulación legal de todas las actividades en su territorio, lo que incluye la imposición de
sanciones en caso de incumplimiento;
- La imposición y recaudación de impuestos;
- La creación de una moneda nacional y su aplicación en todo el país.

Ciertamente hay razones históricas, políticas y económicas para explicar esta «decadencia» de
la función tradicional del Estado en cada caso individual. Aquí debe incluirse particularmente el
periodo del «Consenso de Washington», de gran aceptación en la mayoría de los gobiernos de
la región en aquel entonces, que concebía la modernización del Estado en América Latina no
solo como una amplia privatización de empresas estatales, sino también como el
desmantelamiento de los servicios públicos y el recorte de fondos y personal para las
instituciones públicas.

Los dos agentes transnacionales más importantes, las empresas transnacionales y el crimen
organizado transnacional –con cruces fluidos, tal como lo han dejado en evidencia casos como
el de Odebrecht–, se han convertido, por su capacidad de acceder a lugares decisivos del poder
estatal, en un factor importante en la pérdida de autoridad y legitimidad que ha sufrido el
Estado. La estrecha vinculación de intereses corporativos y/o criminales con las políticas públicas
y sus representantes ha dado lugar a un nuevo concepto político en América Latina: la
«crimilegalidad».

Ninguno de los tres tipos actuales de Estados en el sistema internacional ha podido escapar a la
creciente influencia de los actores transnacionales, aunque la forma y el alcance de la influencia
no solo varían en gran medida, sino que también reflejan coyunturas políticas diferentes en los
respectivos sistemas de gobierno nacionales:

- El tradicional Estado «fuerte» de corte democrático o autoritario;


- El Estado «débil» o frágil;
- El Estado (parcialmente) «fallido» o en desintegración.

Solo los gobiernos marcadamente autoritarios han logrado restringir la influencia de los actores
transnacionales. Y precisamente que se trate de este tipo de gobierno es el argumento utilizado
por estos actores y, en general, por los defensores del orden mundial liberal, como prueba de
una mayor legitimidad democrática de los actores no estatales.

Los profundos cambios que la mayoría de los Estados latinoamericanos han experimentado
desde finales del siglo pasado rara vez se utilizan como explicación del «fracaso del Estado».
Siempre se habla de la globalización de la economía y de la necesidad urgente de adaptarse a

17
estos procesos globales, pero casi nunca de la «globalización del Estado-nación» y de sus efectos
aún impredecibles, no solo sobre la cohesión de las respectivas sociedades sino, sobre todo,
sobre la coexistencia pacífica dentro de la comunidad internacional de Estados.

El rol central de los actores transnacionales dentro del orden mundial liberal

La interconectividad de la economía mundial es difícil de concebir sin considerar el papel que


han tenido los actores transnacionales. El concepto de globalización se centra en un
consecuente cambio en el principio de territorialidad, el cual se ha referido en los siglos
recientes exclusivamente al territorio del Estado o, en algunos casos, al correspondiente
imperium. En las últimas décadas, este principio se ha disociado, de facto, del Estado y se ha
transferido al mercado. El ciudadano se convierte así en un «consumidor global» de bienes y
servicios y de conceptos políticos y sociales en un todavía incompleto proceso de
transformación, que se puede dar a muy diferentes velocidades según la región. De tal manera
que la capacidad para controlar los procesos económicos y sociales en el territorio nacional se
debilita sin que, por el contrario, se logre una regulación global basada en una constelación de
poder multipolar que se considera que está surgiendo. Es precisamente esta falta de un sistema
de reglas internacionalmente aceptado para un mercado global lo que refuerza a casi todos los
actores transnacionales.

Una multitud de empresas transnacionales no solo cuentan con recursos financieros mayores
que los de un gran número de gobiernos nacionales, sino que también tienen un peso político
enorme debido al impacto de sus decisiones de inversión y a la localización de esas inversiones.
En la mayoría de los países latinoamericanos, el impacto de las empresas transnacionales en las
decisiones de política económica ha sido probablemente subestimado. Esto también puede
estar relacionado con los vínculos tradicionales que existen entre las elites nacionales
latinoamericanas y las empresas con sede en Estados Unidos y Europa. Estas elites no solo
facilitan, sino que desean la influencia de actores transnacionales, pues esperan que fortalezcan
su posición de poder en su propio país. Ven en ellos, sobre todo, un importante factor de
modernización, que se basa en las siguientes seis características que se les atribuyen:

- Gran receptividad a los procesos de cambio, ya sean económicos, sociales o políticos, y una
voluntad constante de protagonizar ellos mismos tales cambios, sin tomar en cuenta los
intereses nacionales;
- Aplicación de tecnologías de punta, especialmente en la digitalización;
- Uso interno de jerarquías flexibles y talentos internacionales, con el «éxito» como única
fuente de legitimidad;
- Presencia múltiple en todos los niveles de toma de decisiones políticas y económicas, ya
sea en los planos local, nacional, regional y global;
- Capacidad ilimitada para «comprar» influencia, de manera legal o ilegal;
- Alta capacidad de organización para las actividades transfronterizas, regionales e
interregionales.

18
Los grupos principales de actores transnacionales

Los intereses y el alcance de los actores transnacionales son muy complejos y, a excepción de su
consciente «carácter no estatal» y su enfoque internacional, tienen poco más en común que las
seis características ya descritas. Por supuesto, hay una diferencia significativa entre los grupos
que se centran exclusivamente en el lucro material y aquellos que incorporan principalmente
una cosmovisión, o sus creencias y, de esta manera, se conciben a sí mismos como «salvadores».

a) Las pioneras de la globalización fueron, sin duda, las empresas transnacionales, que son, no
solo en número sino también en poder económico e influencia política, los más importantes
actores transnacionales del mundo global. Sus orígenes se hallan en la tríada EEUU-UE-
Japón, pero en las últimas décadas, la participación de China, Corea del Sur e incluso
América Latina (con las «multilatinas») ha crecido considerablemente. Entre ellas, los dos
subgrupos de las empresas financieras y las energéticas son de suma importancia. Sin
embargo, también hay que tener en cuenta que, especialmente en estos dos grupos de
corporaciones transnacionales, hay también empresas estatales o semipúblicas que operan
como actores transnacionales «híbridos» y que se encuentran en una zona gris entre la
orientación estatal y la del mercado, como en el caso de Petrobras.
La «deslocalización» de la producción desde su contexto económico originalmente nacional
ha hecho imposible cualquier política económica, social o medioambiental de carácter
estatal. Por otra parte, sigue la competencia entre los países latinoamericanos por la
obtención de inversión extranjera y la manipulación de los Estados por parte de las
empresas transnacionales se abre paso también sobre la base de las disposiciones de los
acuerdos de libre comercio y/o acuerdos bilaterales de inversión. Además, la idea de las
cadenas de producción continuas a escala mundial ha llevado a una concentración del
«comercio intraempresa», lo que hace virtualmente imposible determinar el verdadero
origen de un producto y gravarlo de manera correspondiente. A esto se suma la evasión
sistemática de los impuestos, ya sea mediante subfacturación o sobrefacturación de
importaciones o exportaciones, o mediante la transferencia de beneficios a paraísos
fiscales. La legalización de grupos de presión, con representantes en todo el mundo y
altamente especializados, que cuentan con presupuestos comparables a los de pequeños
países, es quizás el signo más claro de la simbiosis ya alcanzada entre las tareas estatales y
los intereses empresariales transnacionales.
b) El papel del crimen organizado internacional suele ser subestimado en el debate sobre la
influencia de los actores transnacionales. Esto provoca una evaluación poco realista,
particularmente en América Latina, ya que esta región, donde no hay guerras entre países
ni armas de destrucción masiva, tiene el récord mundial de asesinatos no relacionados con
guerras. Con 9% de la población mundial, en América Latina se perpetran 33% del total de
los asesinatos del mundo. En muchos países también logra mantener estrechas relaciones
con instituciones estatales mediante la financiación de partidos políticos y la cooperación
en materia de (in)seguridad. La presencia de estos actores transnacionales ilegales es muy
disímil dentro de la región. México, Colombia y Brasil, así como los países del norte de
América Central (Guatemala, Honduras, El Salvador), se consideran vulnerables frente a
una «presencia limitada del Estado», es decir, ante la evidente incapacidad de la Policía
(también, en parte, de los militares) y de la Justicia para garantizar en todo el territorio

19
nacional un mínimo Estado de derecho. La capacidad de los actores criminales
transnacionales –a los que, en algunos casos, también han pertenecido ocasionalmente
algunos grupos guerrilleros– para hacerse cargo de las tareas gubernamentales en los
territorios que controlan pone de manifiesto ante la población un «fracaso del Estado» que
no solo deslegitima a los respectivos dirigentes políticos, sino que socava profundamente
la confianza en un sistema democrático.
c) El terrorismo internacional puede describirse en cierto sentido como un «hermano menor»
del crimen organizado internacional, de cuyas actividades transnacionales América Latina
hasta ahora se ha salvado, al menos si se la compara con EEUU, Europa, Oriente Medio y
Asia.
d) Millones de actores transnacionales, en su mayoría involuntarios, provienen de la
migración política o económica. Muchos países latinoamericanos han experimentado
grandes olas migratorias motivadas por cambios en el sistema político, así como por la
política económica y/o monetaria, que también han tenido impacto en EEUU y algunos
países europeos. Además, las facilidades de comunicación y transporte, que cambiaron
profundamente durante el proceso de globalización, han hecho crecer de manera
considerable la migración laboral periódica. La relocalización de procesos de producción
completos, así como las disparidades de ingresos, han llevado a la formación de
«sociedades transnacionales», como en los muy disímiles ejemplos de Cuba y El Salvador.
Pero también en otros países de la región, las remesas de dinero de estos actores
transnacionales nacidos de la necesidad se han convertido en un factor económico y, sobre
todo, sociopolítico fundamental. La dinámica global de los actuales desplazamientos
poblacionales tiene un grave impacto tanto en los países emisores como en los países
receptores. Las ventajas económicas temporales a menudo no pueden compensar las
desventajas sociopolíticas de largo plazo y, por lo general, igualmente implican graves.
inconvenientes políticos internos y externos. No solo en América Latina, la mayor parte de
los países carece de enfoques humanos para abordar los problemas derivados de la
creciente migración política y económica.
e) Las organizaciones internacionales a menudo no se incluyen entre los actores
transnacionales porque sus miembros son, de hecho, los Estados mismos y, por lo tanto,
no podrían ser clasificadas como actores no estatales. Por otra parte, no solo su
funcionamiento global, regional o temático está completamente separado de la presencia
territorial nacional, sino que sus facultades reguladoras han generado también una
autonomía con respecto a sus miembros y a la reducción de las posibilidades reguladoras
de los propios Estados. Sin embargo, difícilmente se pueda negar a estas el estatus de
actores transnacionales, dada su obvia influencia sobre la capacidad de gobernar de los
Estados.
f) La clasificación de la sociedad civil como actor transnacional se topa con una gran
contradicción política y académica. Sin embargo, dado que existe un estrecho vínculo entre
los fines de numerosos grupos de la sociedad civil y los esfuerzos de los Estados
occidentales para promover la democracia, y que muchos representantes de la sociedad
civil –especialmente en América Latina– reciben no solo fondos sino también conceptos y
estrategias del extranjero, es difícil negarle su carácter de actor transnacional no estatal,
aunque sin fines de lucro. Sin embargo, la diversidad del compromiso de la sociedad civil y
su indiscutible necesidad para el desarrollo social en la mayoría de los países de la región

20
no excluyen –como en el caso de todos los demás actores transnacionales– una falta de
legitimidad democrática. Por esta razón, el énfasis que muchos representantes de la
sociedad civil ponen en su propia autonomía provoca que, con frecuencia, las ONG sean
consideradas en algunos países como organizaciones de oposición, especialmente cuando
se trata de críticas públicas a la política estatal. Un ejemplo extremo de instrumentalización
de una parte de la sociedad civil se produjo en el caso de su participación en las
manifestaciones contra la entonces presidenta de Brasil, Dilma Rousseff.
g) La estrecha vinculación de las actividades transnacionales con las organizaciones religiosas
está, independientemente de los objetivos de su creencia respectiva, entre las experiencias
casi centrales de la historia del mundo. En América Latina, desde los tiempos de las guerras
por la independencia, la Iglesia católica se ha opuesto con frecuencia a las concepciones
estatales. Sin embargo, en las últimas décadas las actividades transnacionales de las
organizaciones religiosas han sido significativamente influenciadas por las «iglesias libres»
y los denominados «evangélicos», cuya influencia política –originariamente como resultado
de varias oleadas misioneras desde EEUU– se ha hecho notoria especialmente en América
Central, el Caribe, Brasil y Colombia.

Los actores tradicionales y políticamente legitimados como perdedores de la globalización

Los partidos se han esforzado siempre por influir en las regulaciones nacionales, ya sea
adquiriendo poder o participando de él. Con la creciente pérdida del Estado de la capacidad de
ejercer este poder de regulación política, económica y social en su territorio, el margen de acción
de los partidos nacionales con respecto a la propia sociedad también se ha visto reducido
drásticamente.

¿Por qué los partidos casi no han logrado convertirse en un actor transnacional? No han faltado
intentos, e incluso hubo algunos éxitos parciales durante la Guerra Fría o inmediatamente
después de haber terminado esta. Las internacionales, tanto Socialista como Demócrata
Cristiana, han jugado un papel importante de intermediación en los conflictos críticos de
América Central como actores no estatales. Sin embargo, la solidaridad internacional no es un
producto comercial exitoso en el «mercado global» y los modelos nacionales triunfantes han
sido mal transferidos a otro contexto histórico, o bien resultan intransferibles. En particular, la
capacidad de movilización de los partidos políticos y los sindicatos parece funcionar solo dentro
de cada país y ahora esa capacidad la han asumido algunos otros actores transnacionales de la
sociedad civil. La clara mala imagen de los partidos políticos frente a otros actores sociales, algo
que actualmente se percibe en todo el mundo, pero en especial en América Latina, está sin duda
relacionada con el hecho de que han perdido en gran medida su posición central dentro del
Estado.

Los problemas de los sindicatos son muy similares en el proceso de globalización, ya que, si bien
conforman una muy buena red regional y global, hasta ahora no han podido crear un
contrapoder efectivo frente a las empresas transnacionales, dado que, a diferencia de ellas, no
pueden simplemente subcontratar, reducir o ampliar sus niveles de membresía, como exige el
mercado global. Su capacidad de movilización transnacional es muy reducida y depende de las
normas legales vigentes en el lugar donde está asentada cada empresa transnacional.

21
Por esta razón, y como resultado de la observación del papel de los actores transnacionales,
puede constatarse que el impacto de las relaciones internacionales y el peso de sus actores han
cambiado radicalmente, sobre todo desde comienzos del siglo xxi. Todos los actores
tradicionales –en especial, los Estados– tratan de reducir, o al menos de compensar, su pérdida
objetiva de influencia frente a los actores no estatales. Hasta el momento se han detectado dos
vías para ello: o bien una expansión de las atribuciones del Estado mediante formas de gobierno
autoritarias, o bien un aumento de la cooperación transfronteriza, especialmente en la lucha
contra el crimen organizado transnacional y el terrorismo, ya que los Estados, por sí solos, no
pueden hacer frente a los desafíos transnacionales.

Ambas maneras de recuperación del poder por parte del Estado conllevan, sin duda, alarmantes
restricciones a las libertades democráticas debido a la expansión del poder de los actores
transnacionales. El mantenimiento del orden mundial liberal en su forma actual conduce
sistemáticamente al fortalecimiento de los actores transnacionales y al debilitamiento de las
estructuras estatales. La falta de Estado no solo promueve el «desorden mundial», sino que
también socava la legitimidad de las formas democráticas de gobierno, ¡y no solamente en
América Latina!

22
MALAMUD, Andrés, “¿Por qué estalla Latinoamérica?” (2020)

En Latinoamérica hoy la calle desafía al poder, pero el pueblo no gobierna; este se limita a elegir
y voltear gobiernos, como queda demostrado en los recientes estallidos populares. La paradoja
que presentan es que los ciudadanos repudian en las calles lo que votaron en las urnas.

Si bien a partir de la década de 1980 la democracia se enraizó volviendo a los golpes de Estado
infrecuentes, los presidentes siguieron cayendo. “La nueva inestabilidad política en América
Latina”1 no necesitaba de las fuerzas armadas porque los que ahora pedían la cabeza de sus
gobernantes eran los ciudadanos en la calle, y no militares insurrectos. Como la protesta popular
no era suficiente para tener efecto, el reclamo debía ser canalizado y legitimado por una
institución republicana, el Congreso o el poder judicial. Así, la democracia ganó estabilidad,
aunque sus gobernantes siguieran siendo frágiles y la violencia política se haya reducido
significativamente (no así la fragilidad de los gobiernos).

Pero hoy las fuerzas armadas retoman el protagonismo público en varios países de la región, a
veces por invitaciones de dirigentes civiles en apoyo de sus proyectos políticos. Ya sea a favor
de un gobierno o sugiriendo que se vaya, su participación está volviendo a determinar el grado
de estabilidad presidencial. El papel que cumplen no es el mismo en cada país: en Venezuela
exacerban el conflicto al sostener al régimen contra la democracia; han moderado a los políticos
en Chile (desmienten a Piñera cuando clamó que el Estado chileno estaba en guerra contra sus
ciudadanos) y en Brasil (obligan a recular a Jair Bolsonaro y su hijo cuando quisieron mudar su
embajada a Jerusalén y restablecer un decreto de la dictadura respectivamente); y en Bolivia
por el contrario tomaron partido por la protesta contra el Presidente. Sin embargo, salvo en
Venezuela, la calle sigue siendo más determinante que los cuarteles.

Los intentos por explicar el malestar en la democracia y los recientes estallidos populares
pueden agruparse en dos tipos:

1. Los que hacen hincapié en factores económicos: como la desigualdad, la


desindustrialización y la volatilidad de los mercados internacionales;

2. y los que acentúan factores políticos: como la crisis de los partidos, la debilidad
institucional o la intervención extranjera.

1. Explicaciones económicas de los estallidos

LA DESIGUALDAD

El factor de la concentración de la renta en manos de unos pocos es considerado2 como el


fundamental de las protestas actuales, ya que el poder económico se traduce en influencia
política: la élite económica controla los medios de comunicación, financia campañas electorales
y tiende lazos informales con gobiernos y partidos para mantener sus privilegios (incluso el
gobierno de Evo Morales mantuvo vínculos estrechos con los grupos económicos más

1
Malamud cita al politólogo Aníbal Pérez Liñán
2
Malamud cita al profesor de la Universidad de Oxford, Diego Sánchez-Ancochea

23
poderosos). Así la concentración de renta y de poder explicaría buena parte de las crisis actuales,
la cual queda manifestada en el bajo peso de los impuestos directos en la región: el impuesto
personal sobre la renta representa poco más del 10% de los ingresos impositivos totales en
Latinoamérica, comparado con un 25% en los países de la OCDE. En Chile, donde el 1% más rico
paga mucho menos que en Estados Unidos, cada intento de aumentar la progresividad de los
impuestos ha enfrentado un ataque feroz de la élite.

Sin recursos fiscales es imposible mejorar los servicios públicos que las clases medias y medias
bajas vienen demandando con creciente virulencia. El principal reclamo de este sector
vulnerable “ya no es el ingreso sino el acceso: al transporte, la educación y la salud pública de
calidad”.3

LA DESINDUSTRIALIZACIÓN

Actualmente el proceso de desindustrialización se está produciendo tanto en los países en


desarrollo (por la reprimarización de sus exportaciones), como en los países centrales (por la
relocalización en el mundo de la actividad industrial). La relocalización de la actividad industrial
ha producido una segmentación del mercado de trabajo en los países centrales. Esa exclusión
de importantes sectores del electorado de las cadenas de producción genera insatisfacción
ciudadana, y es un riesgo para las democracias industrializadas. Las experiencias recientes de
Latinoamérica indican que este contexto propicia el surgimiento de líderes con discursos
radicalizados, que promueven la concentración del poder en el ejecutivo y la erosión de las
libertades civiles. “El mayor riesgo no son los líderes abiertamente autoritarios, sino aquellos
que, alegando reformar la democracia, socavan sus cimientos”.4 La tensión entre la voluntad de
la mayoría y los límites constitucionales, que es intrínseca a la democracia moderna, se potencia
por la inseguridad económica y termina siendo explotada por esos bonapartismos regresivos

LA VOLATILIDAD ECONÓMICA

Algunos politólogos5 interpretan que la insatisfacción popular reside más en el cambio de las
condiciones económicas externas que en factores internos. Hoy hay una reversión del periodo
de bonanza que marcó la primera década del siglo XXI. Si entre 2003 y 2011 un escenario
internacional excepcionalmente favorable impulsó el crecimiento económico y permitió reducir
la desigualdad y la pobreza en gobiernos de cualquier signo ideológico, a partir de 2011 el ciclo
se invirtió e inflamó los conflictos distributivos y la polarización política. Así, los países
sudamericanos se tornaron más propensos a las protestas populares y la convulsión social.

La sucesión de ciclos político-económicos de expansión y crisis es estructural y constante, por lo


que no depende de los gobiernos ni de sus políticas. La razón es que los países sudamericanos
se insertan en la economía mundial como exportadores de materias primas, como cobre,
petróleo, soja y hierro. Además, la baja tasa de ahorro interno vuelve a estos países muy
dependientes del financiamiento externo, características que diferencian a Sudamérica de otras

3
afirma el economista de la Universidad Torcuato Di Tella, Eduardo Levy Yeyati.
4
afirma Pérez-Liñán,
5
Daniela Campello y Cesar Zucco, de la Fundación Getúlio Vargas de Río de Janeiro

24
democracias emergentes (como las asiáticas, que exportan productos de mucho valor agregado
y tienen altas tasas de ahorro, o las centroamericanas, que exportan productos industrializados
de bajo valor agregado y cuentan con las remesas de sus emigrantes en Estados Unidos). Este
modelo de inserción en la economía internacional vuelve muy vulnerables a las economías
sudamericanas: Por un lado, dependen del precio de las materias primas, cuya fluctuación es
sobre todo determinada por el crecimiento chino; y por el otro, de las tasas de interés
determinadas por la Reserva Federal de EE.UU.

Con materias primas caras y tasas bajas, la economía de los países sudamericanos crece y su
política se estabiliza; cuando la ecuación se invierte, la economía sufre y los gobiernos caen.
Políticas anticíclicas, como las impuestas por Chile, parecían ser la solución para la volatilidad,
pero las agitaciones populares de 2019 ―que continúan en 2020― indicarían que fueron
insuficientes.

2. Explicaciones políticas de los estallidos

LA CRISIS DE LOS PARTIDOS

La decreciente participación electoral, la reducción en el número de afiliados y el entusiasmo


menguante de los militantes en las democracias contemporáneas, es analizada6 como la
contracara de la transformación de las élites políticas en una clase profesional homogénea, más
proclive a buscar la estabilidad laboral en las instituciones del Estado que en la cambiante
voluntad de los votantes. Agencias técnicas, como bancos centrales y organizaciones
internacionales, con su proliferación favorecieron la despolitización de los ciudadanos a la par
de la profesionalización de los políticos, potenciando el déficit democrático. Un sondeo de
opinión que registra las percepciones políticas en 18 países de Latinoamérica desde hace más
de 20 años (el Latinobarómetro), confirma que los latinoamericanos están insatisfechos como
nunca antes con la calidad de sus democracias. El informe de 2018 indica que la indiferencia
hacia el tipo de régimen “va acompañada con un alejamiento de la política, de no identificación
en la escala izquierda-derecha, de la disminución de los que votan por partidos y, finalmente, en
la propia acción de ejercer el derecho a voto”.

Sistemáticamente los partidos salen últimos en la clasificación de confianza de las instituciones


consultadas, siendo el Congreso el penúltimo. Como los escándalos empeoran la reputación de
las instituciones afectadas, son los extendidos casos de corrupción los que menoscaban
particularmente las instituciones representativas. Ahí es cuando la calle ocupa su lugar.

LA DEBILIDAD INSTITUCIONAL

Existe en una situación en la que las instituciones no son estables ni se aplican regularmente.
Entonces, la correspondencia entre reglas formales y comportamiento real es muy laxa; las
reglas existen en el papel, pero en la práctica hacen poco para constreñir a los actores o moldear
sus expectativas. Y cuando llega la hora, carecen de capacidad para procesar los conflictos que

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por el politólogo Peter Mair

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dividen a las sociedades. Este concepto explicaría la inestabilidad política y las revueltas
populares.

Mientras la economía crecía, los contribuyentes latinoamericanos consideraron aceptables los


programas de redistribución de la renta hacia los sectores postergados, los cuales les salían
relativamente baratos. Finalizado el auge de las materias primas, esta aceptación comenzó a
reducirse. Al mismo tiempo, la nueva clase media creada por la movilidad ascendente de los
tiempos de bonanza se encontró con que es menos blanca y más vulnerable que la clase media
tradicional, lo que causó resentimientos sociales e inseguridad económica. Cuando las tensiones
provocadas por la desaceleración de la economía se potenciaron por los escándalos de
corrupción y el aferrarse de las élites al poder, la indignación resultante se topó con instituciones
nacionales que protegían la situación vigente, en vez de canalizar el descontento. Así, el apoyo
a la democracia y a los partidos se redujo en toda la región. La legitimidad de las instituciones
democráticas se basa en un mínimo sentido de equidad7. Ausente este, Sudamérica se convirtió
en un caldero donde la rabia y la frustración se cocieron sin que el vapor encontrase vía de
escape, al estar las instituciones obstruidas por privilegios y la falta de renovación. El calor se
dirigió entonces afuera del sistema, hacia la calle.

LA INJERENCIA EXTERNA

La injerencia externa es una justificación muy usada para explicar tanto la caída de Morales
como los estallidos en Chile y Ecuador. Mientras algunos aducen “imperialismo” con EE.UU.
detrás del derrocamiento boliviano y otros se basan en la “infiltración extranjera” para acusar a
Cuba y Venezuela por los disturbios en la región, hay otros argumentos que demuestran cierta
influencia extranjera sobre la estabilidad democrática.

Por un lado8, si se analiza la relación entre ser miembro de una organización regional y la
supervivencia democrática, la clave no radica en el tipo (si es de cooperación política o de
integración económica) sino en el porcentaje de miembros que son democráticos: cuanto más
interactuemos con más vecinos democráticos, más democráticos seremos. Por otro lado, se
concluye9 que existe una relación positiva entre las organizaciones internacionales y el declive
democratico: éste ocurre cuando las instituciones democráticas son debilitadas por los
funcionarios ya electos, con lo cual las organizaciones internacionales promotoras de la
democracia se concentran en la elección del poder ejecutivo y descuidan otros aspectos
esenciales de las democracias liberales (controles sobre el ejecutivo, fortalecimiento de los
partidos, etc.). Así se gesta esa situación de insatisfacción volcada a la calle por tener canales
institucionales que no la canalizan.

Conclusiones

¿Y si el descontento social en vez de ser resultado del fracaso económico fuese por el desarrollo
económico? Guillermo O’Donnell en el ‘72 mostró que en Sudamérica los países más modernos

7
sostienen María Victoria Murillo, de la Universidad de Columbia, y Steven Levitsky, de la Universidad
de Harvard.
8
Jon Pevehouse, de la Universidad de Wisconsin.
9
Anna Meyerrose, de la Universidad Estatal de Ohio.

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generaban regímenes más autoritarios y represivos que otras regiones del subcontinente. La
conclusión sería que el cambio desestabiliza más que el atraso, ya que el desarrollo alimenta las
expectativas más rápido que su capacidad de satisfacerlas. De ahí que el progreso económico y
social produce frecuentemente inestabilidad política y recaídas autoritarias. La que los
economistas denominan “la trampa de los ingresos medios” tomó como presa a la estabilidad
democrática: Quien siempre fue pobre suele resignarse a seguir siéndolo, pero el que empezó a
salir de pobre siente frustración al estancarse en el camino.

Es esa percepción de un poder establecido privilegiado y unas mayorías postergadas la que


incendia las calles; la rabia surge de la desigualdad percibida, experimentada por los
protagonistas de las revueltas: las clases medias vulnerables (y no los sectores excluidos). Así, el
enfoque distinto que se requiere es centrarse en las inseguridades y ansiedades económicas de
los grupos en el centro de la distribución del ingreso, porque más allá de las causas superficiales
(aumentos en los combustibles o transporte público) están las causas profundas que estallan de
repente (la insensibilidad de las élites y el hartazgo de las masas).

Para paliar la inestabilidad política se ensayaron dos herramientas en Chile y Bolivia, los pactos
políticos y los pactos redistributivos. Los sucesos demostraron que uno solo no alcanza:

• En Bolivia, después de 30 años de democracia pactada sin redistribución, llegó Morales


y aplicó una receta inversa de redistribución sin pactos.

• En Chile, en cambio, las élites pactaron la política, pero sin redistribución de estatus, y
no solo de riqueza.

Por eso el coeficiente de Gini no anticipó el estallido: las sociedades de hoy explotan por el
medio. Entonces, la estabilidad democrática requiere un umbral mínimo de redistribución
económica por abajo, acceso social en el medio y pactos políticos por arriba. Partidos e
instituciones necesitan adaptarse a estos objetivos, y la cooperación internacional tendrá que
apoyar la innovación autóctona antes que la complicidad internacional entre las clases
dirigentes. Para que la democracia sobreviva en la era de la rabia hará falta calma, paciencia y
muchas concesiones.

27
Sanahuja, José Antonio & Comini, Nicolás – “Las nuevas derechas
latinoamericanas frente a una globalización en crisis” (2018)

Consecuencia de los efectos de la globalización (cristalizada en la crisis de 2008), en 2016 se


vislumbró una nueva fractura que definía el escenario social y político en los países ricos: perdía
peso el tradicional eje izquierda-derecha frente al eje nacionalismo-cosmopolitismo. En ese
marco, la extrema derecha logra recoger los reclamos de los perdedores de la globalización y
convertir sus temores e incertidumbres en votos, dando lugar al triunfo de Trump, al Brexit y al
ascenso de la extrema derecha populista en varios países de la UE.

Esa polarización no es novedad en AL, que desde los 2000 está atravesada tanto intra como
internacionalmente por la fractura Atlántico–Pacífico (progesismo y neodesarrollismo – liberal
conservadurismo), cada una con su concepción de democracia, modelo económico y PE.

Pero sus efectos no fueron tan marcados. Todos los países comparten rasgos y desafíos. Todos
adoptaron un modelo extractivista, sumándose al ciclo de reprimarización impulsado por la
bonanza exportadora hacia Asia. Gracias a ello crecieron el empleo, los salarios, la demanda
interna, la inversión y el gasto social. El ascenso de AL debe verse en el marco de una fase de la
globalización dinamizada por el ascenso del área Asia-Pacífico y, en particular, de China.

Desde 2013, emergen cuatro factores de vulnerabilidad estructural para la mayoría de los E AL:

- El ciclo de los commodities desalentó la transformación estructural y fue una oportunidad


perdida para reducir la vulnerabilidad con diversificación de las exportaciones y mejoras en
la productividad
- Previsible aumento de las tasas de interés, en un contexto de deterioro de la balanza cuenta
corriente, mayor aversión al riesgo y volatilidad financiera. La apertura financiera y las
políticas monetarias expansivas nos han hecho especialmente vulnerables a esto.
- Deterioro de las balanzas fiscales por la recesión y la dependencia (creciente) de los bienes
primarios. Al restringirse el acceso a la financiación externa y caer los ingresos de
exportaciones, se complica la adopción de políticas contracíclicas.
- Estancamiento de los avances sociales. El ascenso de las clases medias podría verse
comprometido. La situación podría obligar a recortar el gasto social.

Crisis de la globalización y nueva revolución industrial

La “cuarta revolución industrial” plantea desafíos aún mayores. Emerge una nueva lógica:
reorganizar la economía global mediante plataformas digitales y la externalización de la logística,
y recurrir a la robotización para situar la producción más cerca de los consumidores, sea en
mercados emergentes de alto rendimiento (on-shoring) o retornando a los países avanzados (re-
shoring). La globalización basada en las cadenas globales de suministro parece haber acabado y
su consecuencia inmediata sería la desaparición de cientos de millones de empleos. Este nuevo
ciclo exige la redefinición del contrato social básico a escala global.

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Las organizaciones multilaterales no parecen estar a la altura de estos retos: heredadas de la
posguerra, no sólo mantienen la visión tradicional de la soberanía, sino que además no se
adaptaron ni a la deslocalización ni al ascenso de los emergentes, que impugnan el OI y fueron
creando sus propias organizaciones regionales y mecanismos de cooperación.

El resultado es un orden erosionado sin alternativas reales. La creación del G20 en 2010 significó
un (tardío) reconocimiento a los emergentes como rule-makers globales. Pero estos países no
parecen tener el interés, la voluntad o la capacidad para sustituir a las potencias tradicionales ni
al internacionalismo liberal, del que se siguen beneficiando.

Así, nos encontramos con una paradoja*. Son los países avanzados – especialmente el eje anglo
estadounidense – los que, bien por el ascenso de la extrema derecha, bien por las negociaciones
megarregionales que impulsan (que más que sortear el bloqueo OMC siguen minando el sistema
multilateral de comercio) cuestionan la globalización, y son los emergentes los que la defienden.

El giro liberal frente a una globalización en crisis

Son cuatro los países AL favorables a la apertura y a la globalización: ARG, BRA, COL y MX. Los
cuatro han adoptado políticas exteriores “desideologizadas” y “pragmáticas”; sustentadas en el
regionalismo abierto, con una tendencia hacia el bilateralismo refractario; basadas en la
promoción del sector privado y la IED; alineadas con el orden liberal, las instituciones de Bretton
Woods y la OCDE; arraigadas en una concepción policéntrica del sistema político global, pero al
mismo tiempo alineadas con la agenda de seguridad de EEUU para AL.

Internamente, eso se traduce en reformas estructurales (flexibilización laboral, austeridad fiscal


liberalización comercial y financiera) que generan disputas entre los actores domésticos, que a
su vez se intensificarán durante los procesos electorales (2018-2019).

Regionalismo

Para Macri (ARG), el destino es el sistema global y el medio es el regionalismo. Por ello, se aleja
de CELAC y Unasur y se alinea a un nuevo regionalismo abierto, promoviendo la reorientación
del Mercosur. Su “inserción inteligente” comporta un regionalismo uniaxial centrado en lo
económico y el acercamiento a la UE, EAFTA, ASEAN, Canadá, Corea del Sur. Observador AP.

Temer (BRA) sigue la misma línea: Mercosur, sí, pero como ZLC. En el mismo sentido, se aleja
de Unasur y se acerca a la AP, patrocinando un acuerdo AP-Mercosur. Propone una integración
“abierta y transparente”, compatible con el orden económico global.

La PE de Santos (COL) sitúa a ALC como área de inserción prioritaria y participa activamente en
mecanismos de concertación e integración regionales como la CAN, UNASUR, CELAC, ALADI, OEA
y SELA. Pero AP es la opción prioritaria, reflejando su orientación liberal y de regionalismo
abierto.

Peña Nieto (MX) mantiene su participación tradicional en plataformas regionales y defiende un


regionalismo abierto y libre, pero el que tiene papel determinante es el TLCAN. Frente a los
ataques de Trump, ha optado por una mayor diversificación comercial y de inversiones, como

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adherirse al CPTPP y actualizar el acuerdo con la UE. Tal vez por eso el secretario de RREE,
Videgaray, insiste en destacar a la AP como la principal plataforma de integración mexicana.

La aproximación a EEUU

Para la PE de Macri, EEUU parece ser un actor fundamental. Una “relación inteligente y madura”
es condición sine qua non para reinsertar al país en el mundo. La cumbre del G20 y de la OMC
2018 fueron percibidas como oportunidades de proyección global y de presentarse como actor
confiable – pero acá Trump le jugó en contra.

Seguridad y comercio constituyen el núcleo central de la agenda común. En seguridad y defensa,


se está impulsando un proyecto de reforma de las FFAA, la creación de una task force con la DEA
y un juez norteamericano viajó al país para “mejorar el sistema judicial”. Posible retribución:
quedar inicialmente exenta del aumento al acero y aluminio.

Por su parte, Temer buscó acercarse a EEUU y promover una agenda cooperativa. Esa buena
predisposición tiene como exponente la militarización de la seguridad pública y la lucha contra
las drogas, así ́ como la voluntad de apertura comercial y financiera hacia las principales agencias
y actores privados estadounidenses interesados en Brasil. Sin embargo, BRA se vio afectado por
el creciente proteccionismo de Trump, y en consecuencia empezó a acercarse a Rusia y RPCH
(ej.: 2017 lanzaron un fondo conjunto con China) y busca acelerar el acuerdo MCS-UE.

“Yo soy proestadounidense”, aseguraba en 2011 Santos. EEUU es el principal socio comercial y,
fundamentalmente, es aliado estratégico en la guerra contra las drogas y en el proceso de paz
en COL. Por ello, Santos mantiene su compromiso en la lucha contra las drogas y el terrorismo.

El caso de MX es complejo y eso quedó demostrado en la campaña presidencial de Trump. La


relación ha empeorado con la ampliación y militarización del muro, las restricciones migratorias
y una política de seguridad agresiva. La necesidad de Peña Nieto de diversificar sus vínculos ante
la revisión del TLCAN tiene agudas limitantes estructurales, ya que tanto su guerra contra las
drogas como su economía son altamente dependientes de EEUU.

A modo de cierre: ¿tiene América Latina socios a los que recurrir?

La paradoja* de la que hablaba arriba también se ve en AL: el giro a la derecha responde a la


voluntad de “abrirse al mundo” y aprovechar las oportunidades de la globalización. Sin embargo,
AL no está encontrando las respuestas que esperaba tras ese “giro globalista”: las potencias
globales tienden al mirar más su mercado interno o virar hacia el nacionalismo económico, y
crece en ellas una oposición hacia el libre comercio.

La nueva estrategia de seguridad nacional 2017 de EEUU rechaza el multilateralismo. Trump


plantea una inédita combinación de unilateralismo nacionalista y neoliberalismo asimétrico, que
altera la matriz de política AL del período anterior. Su abandono de la OMC y la intención de
renegociación de sus TLC afectará a Centroamérica, COL, Perú y Chile, y obliga a ARG y BRA a
descartar sus expectativas de alcanzar acuerdos similares.

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El proteccionismo unilateral de EEUU se está acentuando desde enero de 2018, amparado en la
seguridad nacional. Las denuncias contra Huawei y los aumentos selectivos a los aranceles del
acero y el aluminio son ejemplo de esto. Parece ser que la principal amenaza al orden
internacional liberal son los EEUU de Trump.

En Asia, el APEC y países como Japón están buscando alternativas “pro globalización”, como un
nuevo CPTPP sin EEUU. Sin embargo, no incluiría a China, que viene promoviendo, por su parte,
el RCEP y la BRI. Esta última es muy atractiva para AL, pero no altera el patrón primario
exportador ni es el fundamento de coaliciones internacionales más amplias que refuercen a AL
en términos de agencia ante un SI en cambio. Una guerra comercial sería muy dañina porque
pondría en riesgo las estrategias de diversificación que se están impulsando.

En este contexto, la UE sale de su parálisis política y lanza, a través de la Estrategia global de


política exterior y de seguridad de 2016, un mensaje de unidad y a favor de una globalización
ordenada y un multilateralismo eficaz. El inicio de negociaciones para un TLC con Japón, la
reactivación del CETA y del acuerdo UE-Mercosur son ejemplos de esto.

Sin embargo, la UE tiene condicionantes domésticos que no puede ignorar: los reclamos de su
ciudadanía; la revalorización de principios que endurecen la política migratoria y la comercial; el
inminente Brexit que deja a la UE en manos de un liderazgo franco alemán débil (por sus
respectivas debilidades internas). Tenemos, entonces, una UE menos cosmopolita y más
defensiva de sus propios intereses y su ciudadanía.

Ante este escenario, la apuesta de las nuevas derechas AL por la globalización parece estar fuera
de tiempo. A su vez, existen fracturas inter e intraestatales (ej.: el abandono masivo de
UNASUR). La rápida erosión de las nuevas derechas ante la corrupción, las fracturas sociales
ante los asuntos de género y diversidad sexual, o el descontento social por expectativas
insatisfechas inciden con fuerza en las elecciones e impulsan a los actores nuevos y tradicionales
a incorporar parte de las demandas. El ciclo electoral será un buen termómetro para valorar si
el ciclo liberal ha llegado (o no) para quedarse. Aparentemente no, si su respuesta a los desafíos
estructurales es la globalización, siendo que esto va en contra de las principales tendencias
internacionales.

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