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Julio Moreno

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Un desafío para el psicoanálisis
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Capítulo 4

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Cambios actuales en la familia y su
impacto en la infancia y el psicoanálisis
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Es innegable: en estos últimos tiempos la influencia del psicoa­
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nálisis ha mermado. Las razones para esa suerte de “desprestigio


relativo”, del que suelen hablar con cierto regocijo algunos medios
hoy en día, son múltiples y complejas. Algunas razones, como he
analizado en otro trabajo (Moreno, 1997), son, por así decir, inter­
nas: en este desprestigio tuvo que ver el tremendo poder de la teo­
ría psicoanalítica en sus inicios, en comparación con cualquier otra
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concepción sobre el fenómeno humano. Esta misma superioridad


ocasionó -como suele suceder en esos casos- un paradójico deteni­
miento posterior de su “progreso”.
La tesis que me guía para intentar entender la supuesta pérdida
de nuestro prestigio es simple: la sociedad, en especial las institu­


ciones familia e infancia, y las prácticas de crianza han ido cambian­


do con rapidez, lo que generó subjetividades muy diferentes a las
que encontró Freud a principios del siglo pasado. Estas presentan
nuevas problemáticas que, como es lógico, demandan diferentes
intervenciones. El psicoanálisis no ha logrado aún incorporar cam­
bios en su teoría ni en sus prácticas al compás de la velocidad de las
variaciones en lo social a las que aludo.
En este capítulo me referiré al hecho de que mucho de lo que
nos acontece hoy a los psicoanalistas en nuestra práctica -y que los

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58 LA INFANCIA Y SUS BORDES

medios suelen propagar como una abrupta caída- se debe no a la


decadencia del psicoanálisis en sí, ni simplemente al materialismo
en el que vivimos, sino al tremendo y abrupto cambio de las men­

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cionadas instituciones, instituciones que vienen condicionando la
subjetividad del humano desde hace siglos.
La trama social, las relaciones humanas, la estructura de poder,
las prácticas de crianza, los lazos y compromisos familiares, la
infancia, es decir, todas las instituciones, vienen variando a un
ritmo cada vez más acelerado desde los tiempos en que nació el psi­
coanálisis hasta hoy.
Sabemos, por otra parte, que quien se queda quieto frente a un

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panorama cambiante en realidad retrocede. Para “avanzar” -sea esa
consigna moderna lo que sea- en tiempos cambiantes como estos,
uno debe ante todo revisar los fundamentos que viene siguiendo
y, si llega a la conclusión de que es necesario y sabe cómo hacer­
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lo, cambiarlos. Porque a menudo -como le pasó a Esparta en la
Antigüedad frente a la decadencia de su poder militar, cuando e!
medio se torna adverso las instituciones tienden a cerrar sus filas y
endurecer las prácticas y sus fundamentos-. Cuando así ocurre, la
extinción de la práctica en cuestión suele ser inevitable, y cualquier
“renovación” se verá obstaculizada.
De modo que, de ser fieles herederos y custodios de la exquisita
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y potente teoría psicoanalítica, deberíamos ser capaces de cambiar,


como Freud lo hizo tantas veces cuando percibió desajustes entre
su teoría y las evidencias empíricas. Conviene ante todo que inten­
temos revisar qué está pasando.
En mi intento, primero trataré de describir a grandes rasgos con
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qué panorama se encontró Freud en lo que atañe a la sexualidad,


la crianza y la familia en plena Modernidad; luego trataré de dar
algunas pinceladas acerca de lo contemporáneo o la llamada pos­
modernidad, y cómo eso podría estar afectándonos. Entiendo que
la característica más notoria de esa posmodernidad es la insuficien­
cia, el fracaso, la inoperancia que muestran sus instituciones -aún


aferradas al estilo moderno decimonónico- para dar cuenta de los


acontecimientos que se nos precipitan.
Según propone Foucault (1976), conviene describir a la sexualidad
como un punto de pasaje para las relaciones de poder, el elemento
de mayor “instrumentabilidad” capaz de servir de apoyo y al mismo
tiempo ser bisagra de las más variadas estrategias del dominio social.
Es decir, no conviene entender la sexualidad -y con ello nom­
bramos el deseo que, en tanto motivación inconsciente, está detrás

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 59

de todo acto humano- como una suerte de emanación esencial e


inmutable de la carne a la que se opone lo simbólico y la cultu­
ra a través de la represión. La sexualidad emerge de la interacción
del cuerpo con la reglamentación social de turno. Los humanos, a

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diferencia de otras especies sexuadas, no tenemos un sistema ins­
cripto en los genes que sea adecuado para administrar nuestra vida
instintiva ni nuestra sexualidad. Debemos conducirla a través de la
trama social en que vivimos que, a su vez, la condiciona. Por ello
en nosotros no es primero el deseo y después la ley que lo prohíbe;
la ley y el deseo se nos presentan al mismo tiempo y entramados
inseparablemente.

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Por ello las presentaciones de lo sexual dependen de las estruc­
turas de poder vigentes en cada época y en cada cultura. Y eso
puede constatarse. El poder en la modernidad se ejerció más que
por la espada o el cañonazo por el control que ejercieron las insti­
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tuciones dominantes -Iglesia y Estado- sobre la sexualidad a través
de la familia. Revisaremos entonces la notable y única peculiaridad
de la configuración de la familia moderna con la que se encontró
Freud, la cual creo que tuvo mucho que ver con la forma que adop­
tó el psicoanálisis en sus primeros tiempos. Las cosas en relación
con el sexo y la familia no fueron siempre como Freud las describe.
Por el contrario, la época freudiana fue decididamente diferente a
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la de los tiempos que la precedieron y a los actuales. Ha sido un


punto singular en la historia de la sexualidad humana.
No es que Freud ignorara la importancia de la modalidad de
crianza con la que él se topó en las historias de sus neuróticos y
neuróticas. Pero aparentemente creyó que esa modalidad era pro­
pia del humano más que característica de su época.
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Esto queda muy claro en su trabajo “Sobre la más generaliza­


da degradación de la vida amorosa”, de 1912. Allí afirma que la
afección que más solicita atención de parte del psicoanálisis es la
“impotencia psíquica”. Impotencia que, dice, se manifiesta en los
varones por una inhibición de la potencia viril puesta en eviden­


cia frente a la mujer especialmente cuando esta es un objeto amado


y venerado. Freud, como sabemos, entiende que esa inhibición se
debe a la activación en esa sexualidad adulta de la “fijación inces­
tuosa no superada a la madre y hermanas”, normal en los prime­
ros años de la vida. La corriente “tierna” (cuyo despliegue es para
Freud natural en la infancia) y la “sensual” (que debiera emerger
y preponderar desde la adolescencia) no logran confluir sobre el
mismo objeto en los adultos afectados de impotencia psíquica, y

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60 LA INFANCIA Y SUS BORDES

por ello la desarrollan en objetos diferentes: un amor celestial (para


la ternura) y otro terreno, animal (para la corriente sensual). Ahora
bien, Freud no duda en adjudicar la responsabilidad de este cuadro

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(“el que se le presenta más a menudo a los psicoanalistas”): es “la
ternura de los padres [...] que rara vez desmiente su carácter eró­
tico [lo que] contribuye a acrecentar aportes del erotismo que no
podrán sino entrar en cuenta en el desarrollo posterior”. Por ello
-y eventualmente por ocasionales “frustraciones” en la vida amo­
rosa con objetos no familiares- la libido ligada a lo estrictamen­
te sexual (que debería ya estar separada de las ¡magos parentales,
pero que demasiado comúnmente no lo está) sufre una introversión

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de la cual derivan, como tantas veces explicó Freud, la mayoría de
las configuraciones neuróticas, entre otras, la “inhibición psíquica”
de la que habla en el trabajo que estamos comentando. Es decir,
por haber estado la crianza tan cargada de erotismo (“el niño como
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juguete erótico de los padres”), la libido que debería volcarse a los
objetos sexuales nuevos es constreñida a permanecer introvertida
en el inconsciente y por ello sacada de circulación en los nuevos
vínculos. Esto, dice Freud, es mucho más frecuente de lo que sole­
mos pensar.
Insisto: para Freud esta configuración no es debida a algo que
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particularmente sucediera en su época. Por ello afirma que el ero­


tismo incestuoso que dificultó el desarrollo de Juanito no se debió a
la lujuria erótica de su madre, ni a las dificultades en la interdicción
de él por parte de su padre, ni a las prácticas de crianza propias de
principios del siglo XX. Más bien considera que son parte -como él
mismo le dice a Juanito- de un inevitable avatar propio del devenir
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humano.
Pero no fue siempre un avatar inevitable. Recién a partir
del siglo XVII, y no antes, la sexualidad humana de los niños se
comienza a encerrar en la familia conyugal que la confisca y absorbe
en una verdadera práctica de enciciTo. Para entender las consecuen­


cias de esta cuestión conviene distinguir primero entre dos disposi­


tivos en relación con la reglamentación de la vida familiar y sexual.
Uno es el que reglamenta la alianza, las condiciones del matrimonio
y del parentesco, el sistema de transmisión de nombres y bienes. El
otro, reglamenta la sexualidad en si, la calidad de los placeres, cuáles
son prohibidos, cuáles permitidos y cuáles promovidos, y las sen­
saciones del cuerpo. En la época premoderna, la familia tenía que
ver solo con la alianza, no con la reglamentación del dispositivo
de la sexualidad. Servía sí para regular los dispositivos de la alianza

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 61

y no para controlar los de los placeres o la sexualidad. Estos últi­


mos quedaban un poco fuera de control. Antes de la modernidad
los casamientos se solían arreglar entre padres cuando los hijos eran

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niños, sin tomar en cuenta la vida sexual y/o afectiva de los futuros
esposos. Los códigos de lo grosero, lo obsceno, lo indecente eran,
si se los compara con los del siglo XIX y principios del XX, muy
laxos. Manifestaciones de esto pueden observarse en los cuadros de
Brueghel: gestos procaces directos, transgresiones visibles, niños
desvergonzados vagabundeando sin molestia ni escándalo pavo­
neando sus cuerpos semidesnudos entre las risas de los adultos. La
sexualidad circulaba por fuera de la familia tradicional que, recordé­

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moslo, no estaba centrada en la crianza de los hijos como lo estaría
en la Modernidad. Por otra parte, el núcleo familiar en sí era mucho
más amplio de lo que sería posteriormente: incluía al vecindario y
a parientes directos y no directos que vivían bajo un mismo techo.
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Los hijos solían ser cuidados desde poco después del nacimiento
hasta los 6 a 7 años por una balia o ama de leche fuera de la familia
(véase Moreno, 2002: cap. 8). Los controles para evitar el incesto
-aun cuando desde siempre fue prohibido- eran ejercidos funda­
mentalmente desde afuera de la familia, por la Iglesia y el Estado.
A partir del siglo XVIII surge, de manera más o menos abrup­
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ta, la familia moderna que se impone hasta mediados del siglo XX.
La familia pasa a ser, al menos como ideal, el escenario primor­
dial, cuna del amor romántico, de la reciprocidad de sentimientos
y de deseos entre esposos padres e hijos. En esta nueva modali­
dad de crianza se favoreció definitivamente, también como ideal,
la cercanía física y afectuosa de padres e hijos amorosos. La célula
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familiar moderna pasó así a ser un territorio en el que se cruzaron,


quizá por primera vez en la historia, los dos dispositivos que hasta
entonces habían estado bastante claramente separados: el de alian­
za y el de sexualidad; aquellos que reglamentan el parentesco y los
que condicionan los placeres. De modo que en la Modernidad el


dispositivo de sexualidad (los placeres del cuerpo y la vida román­


tica), que se había confiscado a los márgenes de las instituciones
familiares, irrumpió dentro de la familia generando formas mixtas
de alianza descarriada y de sexualidad anormal a las que nosotros
habitualmente llamamos “síntomas”.1

1. Previamente, la sexualidad descarriada y lo anormal eran expulsados de la


familia y ocupaban los burdeles y el manicomio, como lo describió Foucault en su
Historia Je la locura de 1964.

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62 LA INFANCIA Y SUS BORDES

Debido a la mezcla de esos dos dispositivos en el seno de la


familia se desplegaron una serie de derivaciones estratégicas a pro­
pósito del sexo, algunas de las cuales puntualiza Foucault en 1976:

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1) la histerización del aieipo femenino, del que se encargó la medicina
viendo a la madre como una mujer nerviosa;
2) la sexnalización del niño, al comenzar a sospecharse que los niños,
concebidos hasta entonces como inocentes y sin sexualidad pro­
pia, podían llegar a ser manipulados para una actividad sexual
peligrosa y deformante, por lo cual se encargó a educadores
padres y médicos que los vigilen (un claro antecedente de la teo­

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ría de la seducción de Freud);
3) la socialización de las conductas procreadoras, a través de lo cual el
Estado y la Iglesia pretenden regular el producto de esa función
sexual, los hijos;
4) la psiquiatrización del placer perverso (que Freud describe en el
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primero de sus “Tres ensayos”), generando una nueva especie
como anomalía perfectamente encasillada que una vez designada
se puede aislar e intentar airar, el perverso;
5) la aparición de la impotencia psíquica (Freud, 1912a) en el cruce
de los dispositivos sexual y de alianza de los hombres de la época
que los vuelve impotentes frente a la mujer amada.
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Si quisiéramos buscar algún registro ¡cónico del dramático cam­


bio que implicó el ingreso del dispositivo de la sexualidad a la fami­
lia (particularmente a la crianza), podemos obtenerlo comparando
los iconos que representan a la madre María y al niño Jesús en el
medioevo -cuando el dispositivo de reglamentación de lo sexual
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se ejercía por fuera de la familia- con los cuadros que represen­


tan al niño Dios con su madre a partir del Renacimiento, época en
que el centro de la vida romántica se trasladó al seno de la familia.
Las representaciones medievales están absolutamente desprovistas
de sensualidad y erotismo: madre e hijo (este último representado


como un pequeño Dios adulto) no se miran, no se tocan, ni siquie­


ra pareciera que interactúan. Es a partir del Renacimiento cuando
las representaciones muestran un cuadro en el que la sensualidad,
la ternura y el amor dominan la relación entre la madre y el hijo,
panorama que es siempre sensual y romántico. Incluso por momen­
tos, como en algunos cuadros de Rafael, este cuadro es francamente
erótico.

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 63

Fue con este último panorama con el que se encontró Freud. Él


lo tomó como el descubrimiento de una característica del humano
independiente de la época y la cultura. Como si se hubiera “des­
cubierto” algo latente desde siempre en la humanidad y no un

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emergente ligado a una de las particularidades propias de su época.
Sin embargo no es así: esos condicionamientos no tienen la misma
vigencia en la actualidad ni la tuvieron en épocas anteriores a la
Modernidad decimonónica.
Podemos leer con toda claridad que estas condiciones modernas
y sus consecuencias dominaban el cuadro de la época. En sus histo­
riales, el caso Dora, el de Catalina, el de la Joven Homosexual, el

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de Isabel de R., Juanito y el de casi todos los pacientes de Freud de
principio de siglo: un exceso sexual (el del dispositivo de la sexua­
lidad) se introduce con violencia en el dispositivo de alianza que
antes reglamentaba el vínculo conyugal y el parentofilial. Este es
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totalmente excedido y no resulta adecuado para sostener las con­
tradicciones que genera esa mezcla. Los síntomas no hacen sino
hablar sobre que los vínculos de parentesco modernos son invadi­
dos por el dispositivo de la sexualidad incestuosa, lo que genera una
ruidosa turbulencia en el psiquismo y en los vínculos familiares,
que nosotros solemos llamar “neurosis”.
De modo que lo que constituyó la fortaleza de la familia moder­
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na -ser al mismo tiempo sostén de la alianza al prohibir el incesto y


ocupar el escenario principal de la vida romántica- generó severas
turbulencias. Porque si bien la reglamentación de la alianza requie­
re de la prohibición del incesto, por primera vez en la historia de la
humanidad la familia moderna fue al mismo tiempo la que debió
ejercer esa función prohibitiva2 y promotora de la sensualidad en el
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seno del vínculo parentofilial. La familia promovía sentimientos


incestuosos (el niño como juguete erótico de sus padres) que debía,
a su vez, prohibir. Esto hizo que se convocaran a curas, psiquia­
tras y pedagogos para paliar las consecuencias de la intromisión de
la sexualidad en el régimen de alianzas. Este entrometimiento fue


hábilmente detectado -aunque al parecer no cabalmente compren­


dido- por Charcot que, frente a los cuadros de patología histérica
de un hijo, hija, madre o padre (consultas que le llegaban en gran­
des cantidades), imponía como primera condición para la curación
separar al “enfermo” de su familia (como si hubiese entendido que

2. Ayudada tal vez un poco por el Estado y la Iglesia.

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61 LA INFANCIA Y SUS BORDES

la causa del mal era la mezcla del dispositivo de sexualidad y el de


alianza). Para asistir a ese cuadro también fue convocado Freud.
El respondió de un modo muy diferente: detectó el complejo de

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Edipo y creó el psicoanálisis.
Los síntomas con los que se encontró Freud emergen sobre
todo de la contradicción provocada por la presencia simultánea de
los dispositivos que reglamentan la sexualidad y la alianza dentro de
la familia. Freud, como buen y genial pensador moderno, pretendió
enmarcarlos en un orden racional y respondió intentando articu­
lar magistralmente tan disímiles reglamentaciones. Aunque hasta
donde sé nunca lo expresó así, es como si lo hubiese dicho: Sí, el

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vínculo familiar es el quejalona y sostiene el dispositivo de la sexualidad,
y es por ello que el deseo incestuoso es la madre de todos los deseos; pero, al
mismo tiempo, su oportuna prohibición es condición sine qua non de la
nonnalidad.
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El scpultamiento de ese complejo de Edipo no es entonces la
terminación de su función como causa. Más bien es el centro pro­
ductor de la sexualidad que eventualmente la futura mujer y el futu­
ro hombre desarrollarán en una familia propia, transfiriendo el ero­
tismo que recibieron como hijos a sus propios hijos. La neurosis,
tal como la describió Freud, tiene así mucha relación con la época
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que le tocó vivir a él y a sus pacientes.


Ahora bien, es cierto que muchos psicoanalistas creyeron que el
problema ligado a la neurosis era simplemente el generado por la
represión del deseo incestuoso y no por el hecho de que la familia
moderna tuvo razones estructurales que dificultaron la articulación
del deseo incestuoso y su prohibición. Y Freud mismo les dio la
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razón al considerar la frustración como uno de lo$ condicionantes


adicionales de la ya mencionada impotencia sexual. Por ello hubo
quienes hicieron una especie de alegato a la “libertad sexual” como
paradigma de “la curación”, sin entender que lo que “estaba mal”
-o, mejor, “lo que hacía ruido”- no era la represión. Esta era en


rigor un intento de solucionar una contradicción más básica: el


hecho de que los dispositivos que prohíben y los que promueven el
incesto se entramaban dentro de la familia, y que el intento de esas
propuestas inconsistentes de articularlo solo podía generar sínto­
mas. De modo que se entendió lo edípico universal como poten­
cialmente normalizador, como fuente de reglamentación, pero
desgajando, dejando de lado el sentido trágico del drama, el hecho
de que el niño había sido lanzado de bruces a una flagrante contra­
dicción. Así pues, el complejo de Edipo quedó instalado en el cen-

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 65

tro del inconsciente como causa de todo lo humano. Sentido trá­


gico que la familia moderna puso al rojo vivo como problemática,
sin saber muy bien si debía prohibir o permitir el brote sexual que

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había propiciado (por ello ambas propuestas tuvieron en diferentes
momentos cierto prestigio: ora prohibir más, ora permitir más).
La familia moderna nació con esa suerte de pecado original de
estimular y prohibir el incesto. De ahí que bajo su égida resultara
tan difícil responder -sin caer en banalidades- a esta pregunta: ¿qué
es la sexualidad normal*
La familia posmoderna surge en la década del sesenta con un

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contrato entre cónyuges que no tiene en su base una unión per­
manente. Pero al mismo tiempo la atribución de autoridad en la
familia -otrora dominio del padre- comienza a decaer. La “división
de tareas” (madre que cría/padre que trabaja) se desvanece (véase
el capítulo 7). Aumentan los divorcios, las separaciones y la recom­
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posición conyugal. Los niños pasan a estar cada vez menos prote­
gidos -o menos encerrados, depende de cómo se lo mire- en su
crianza dentro del claustro familiar, el dispositivo de encierro en el
que se había basado la educación y la crianza moderna se agota, y
los medios masivos de comunicación ven abierta la posibilidad de
dominar los discursos.
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El dispositivo de alianza está siendo reformulado porque se


está tornando innecesario hasta para gestar hijos. Por otra parte, el
dispositivo de sexualidad aleja cada vez más su puntapié inicial del
ámbito familiar. Asistimos entonces a un acontecimiento novedoso:
se están desentramando (¿nuevamente?) los dispositivos de alianza
y de sexualidad, cuya mezcla dentro de la familia moderna generó
FI

los síntomas que convocaron al psicoanálisis. La conflictiva ligada


a la sexualidad que hizo clásicamente a nuestra tarea está cambian­
do dramáticamente. La demanda que recibimos también lo está
haciendo. Debemos tomar cuidadosa nota de esta cuestión. Tal vez
no deberíamos ser especialistas en el Edipo, y sí en los devenires


de la subjetividad, la sexualidad y la reconstrucción (¿o la construc­


ción?) del viejo sujeto en un espacio de intimidad.
Primero, como dijimos, la vigencia del dispositivo de alianza
moderno está siendo vapuleado en la actualidad. La familia ha deja­
do de ser un lazo de unión duradero. El “juntos hasta la muerte”
que recitan los jueces y ministros religiosos en las ceremonias, no
es ya una consigna creíble. Las parejas sellan tratos más bien transi­
torios más que de por vida. Ya, incluso, no son necesarios padres y
madres “sociales” para tener hijos: los óvulos y los espermatozoides

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66 LA INFANCIA Y SUS BORDES

en cierto modo se han independizado del cuerpo de los que siendo


“madre” y “padre” forman el núcleo de la estructura familiar. Si
uno no sabe -como en muchos casos ya está ocurriendo y ocurri­

OM
rá más en un futuro cercano- a quién le perteneció el óvulo y/o el
espermatozoide de quien es hijo, habría que redefinir incluso qué
es el incesto, tema central alrededor del que siempre ha girado la
reglamentación de la alianza y que ocupó uno de los centros del
gran invento de Freud: el inconsciente.
En segundo lugar, los niños y sus progenitores, pero fundamen­
talmente los primeros, están en contacto con fuentes de placer e
información diferentes de las que surgieron del ámbito familiar de

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la Modernidad. Pronto, cada vez más temprano, los hijos pasan a
tener contacto directo con un medio social por fuera del claustro
familiar y a portar más marcas de subjetividad y erogenicidad que
le vienen “de afuera” de la familia. Las fuentes de esas marcas son
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en primer lugar los medios que atraviesan toda las coberturas fami­
liares, estatales o religiosas que otrora “protegían” (y encerraban,
insisto, depende de cómo se lo mire) la formación dé los párvu­
los dentro su familia. No hay “protección al menor” que hoy sea
capaz de aislar a los niños de los medios, y estos están fuera de todo
control conocido. Además, la infancia es el vehículo privilegiado
en la cadena que propugna la invasión informática de los medios
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a la familia. ¿Estará esto cambiando el territorio de lo edípico?, ¿se


estará desplazando?, ¿o quizá desvaneciendo?
Esta nueva configuración nos conduce a una pregunta cru­
cial: ¿hasta dónde las terapias de pareja y de familia son, o no,
una respuesta al “pedido” social de ayuda por el hecho de que la
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institución “familia” clásica no logra conducir los cauces ni de la


alianza ni los de la sexualidad? El imaginario clásico o heredado
de la Modernidad ligado a “la familia”, que ahora esta naufragan­
do, genera malestar y traba la potencial y posible creatividad para
enfrentar estas nuevas situaciones.
No tenemos una perspectiva suficientemente distante y los


cambios tan acelerados no parecen haber llegado a estabilizar­


se. Bauman (2000) y Lewkowicz (2004) eligieron para referirse a
esta época en la que vivimos la expresión “modernidad líquida”.
La elección me parece particularmente feliz porque compara dos
tipos de modernidad (sólida y líquida) con la diferencia entre los
estados líquido y sólido de la materia. En la descripción de los sóli­
dos podemos ignorar las variaciones producidas en períodos más
o menos cortos de tiempo. Los fluidos, en cambio, no se fijan al

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 67

espacio ni se atan al tiempo. En los estados fluidos, como en los


tiempos actuales, los eventos son como instantáneas: para precisar
un elemento es necesario fecharlo con precisión. La contingencia

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se impone a la determinación.
El psicoanálisis fue creado y dio sus primeros pasos en tiempos
de apogeo de la modernidad sólida, preñada de una tendencia a la
comprensión totalitaria y determinista e inclinada a ver una homo­
geneidad enemiga de la contingencia, la variabilidad y lo aleatorio.
La únicas variables a considerar eran las contingencias de la vida
de cada quien, dentro de un marco más o menos invariable. En el
ideal del pensamiento moderno clásico todo tenía un sentido y el

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azar era simplemente debido a causas ignoradas. Se pretendió dar
cuenta de la realidad como en un diseño para ajustarla a los dictá­
menes de la razón. Fue lo que en rigor pretendió hacer Freud con
la sexualidad, aun cuando se le resistió a sus empeños, como la Irma
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del “Sueño de la inyección de Irma” que no lo dejaba aplicar una
“solución” expresada (tal vez irónicamente en el sueño de Freud)
como la fórmula química de la trimetilamina.
El temor ligado a lo que podría ser un futuro siniestro, descrito
en 1984 por G. Orwell (1948), por el Mando feliz de Huxley (1939)
o por el “panóptico” estudiado por Foucault (1989), suponía un
mundo futuro de manipuladores y manipulados, sin mayor liber­
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tad individual, en el que lo público colonizaría y exterminaría lo


privado. Desde una mirada contemporánea, parecería que el error
de esas predicciones modernas fue total. En estos tiempos que vivi­
mos hay todo menos previsibilidad. Y no se trata de que sea quien
sea nuestro conductor equivocó su rumbo, sino de que pareciera no
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haber ni rumbo ni conductor.


Tampoco es cierto que, como anunciaban aquellas prediccio­
nes del fin de la modernidad sólida, lo público haya colonizado lo
privado. Hoy se nota con claridad que lo íntimo (otrora privado)
colonizó el espacio público. Es desde los temas íntimos llevados
a la esfera pública donde surgen las tendencias que resaltan ince­


santemente los medios (cada vez más lo importante de las figuras


públicas es su vida privada), por lo cual es como si lo privado, que
otrora estaba encerrado en la familia, pasara a ser una cuestión que
los medios hacen presente por doquier.
Otra cosa notable es que en este momento no haya predicciones
sobre el futuro como sí las hubo hace cincuenta años. Ni siquiera
predicciones erradas. En nuestro mundo nada parece predetermi­
nado, mucho menos irrevocable: pocas son las derrotas, los con-

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68 LA INFANCIA Y SUS BORDES

tratiempos o las victorias definitivas. Todo parece anunciar que la


función central de la familia moderna, que fue criar hijos, está en
plena reconsideración. Es más, la presencia cada vez más abundan­

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te de familias ensambladas, inonoparentales o provenientes de más
de un matrimonio o de parejas homosexuales adoptantes contra­
dice la necesariedad que sostenía a la familia moderna. La belle­
za del cuerpo de una mujer -otrora ligada al cuerpo gestante de
una madona- es un cuerpo desprendido de todo vestigio maternal.
Hace ya algunos años leí en un pasquín una noticia que por prime­
ra vez me asombró. Decía algo así: “Dolores Barreiro (una famosa

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modelo argentina) recuperó su cuerpo luego de tan solo veinte días
de haber dado a luz”. “ ¿Qué cuerpo habrá recuperado Dolores?”,
me pregunté.
¿Cuáles son los ejes de las diferencias con la modernidad deci­
monónica de Freud?
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Primero, la existencia presunta de una perfección -concebida
como una totalidad a encontrar- es un ideal que colapsa en todos
los campos. Esto tiene su efecto, sin duda, en lo que hace a idea­
les que pueden sostener a una pareja sexual y regir a la hora de la
“elección” del género. Cada vez más el ideal tiene que ver con una
visión aislada de la trilogía edípica: madre, padre o niño.
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Como dijo Peter Drucker (1989), “la sociedad dejó de existir [él
se refería al ideal de una sociedad justa, con derechos a alcanzar], y
ahora solo existe el individuo”. En estos tiempos el individuo es el
encargado y el responsable -al menos así lo proclaman los medios-
de ser lo que uno es. Ya no hay casilleros “dados” que uno pueda
simplemente ocupar. En vez de ocupar casilleros preexistentes, hay
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que habitar situaciones siempre cambiantes. Por lo tanto, parecie­


ra ser tarea de cada quien “ser” lo que él es o lo que puede ser.
Antes, las clases, las divisiones, como los géneros, venían en cier­
to modo dados por la naturaleza o por la sociedad: había nichos
preexistentes que el sujeto habitaba imponiéndole tal vez alguna


pequeña -muy pequeña- modificación personal a lo programado.


Había protestas, pero estas partían de un lugar ya adjudicado. Hoy,
hay una inestabilidad y una sensación de omnipotencia que obliga
a hombres y mujeres a estar en permanente movimiento. Aun así,
no hay promesa de coinpletud final alguna. Por lo mismo, es hoy
-más que antes- tan diferente hablar de género y de sexo. El sexo,
varón o mujer, como cualquier otro “ya dado”, no abarca lo que
uno “podría ser”. De algún modo, el género y la identidad de cada
quien es concebido como la creación de uno mismo. Es como el

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CAMBIOS ACTUALES EN LA FAMILIA Y SU IMPACTO EN LA INFANCIA Y EL PSICOANÁLISIS 69

resultado de actuar el personaje que uno es o, lo que parece ser lo


mismo, el que uno se ha propuesto ser. El habitar da mucha liber­
tad, pero también quita la tranquilidad que generaba el ocupar luga­

OM
res preexistentes.
Con respecto a lo normal y lo anormal, también hay noveda­
des. Lo que ocurrió no fue que se abolió la norma, ni que esta se
hizo innecesaria; los heterosexuales -otrora “normales”- pueden
seguir siéndolo y considerarse normales si así lo desean. Simple­
mente se crearon otros lugares, otros casilleros de modo que exis­
ten numerosas normas, numerosas formas “normales”. Se puede ser

.C
un normal heterosexual, o un normal gay, homosexual, un normal
travestí, transexual, cross-dresser, bisexual, drag queeti, metrosexual,
etc., etc. Lo que resulta notorio es que cada uno de esos “nuevos”
lugares co-existe con las demás normas sin destituirlas. La misma
frase “numerosas normas” encierra una suerte de contradicción
DD
que puede resultar confusa. De hecho, amplía el conjunto de posi­
bilidades y hace que se tenga la sensación -la obligación y la res­
ponsabilidad- de “elegir” lo que es. Esa diversificación de posibles
casilleros en cierto modo anula la efectividad de la norma y gene­
ra confusión entre ser y aparentar ser. Todo esto genera una cierta
libertad para, por ejemplo, encarar la vida sin tener que cumplir
LA

con la decaída -y por momentos insostenible- idea de pertenecer a


la familia tipo o “modelo”, ni con la cárcel provocada por el género
adjudicado aun en un “cuerpo equivocado”. Con todo esto, además,
la efectividad de la mencionada psiquiatrización del placer perverso
que generó la Modernidad sólida se está derrumbando. Es en este
cambiante marco que deberíamos preguntarnos por el destino de
FI

nuestro psicoanálisis.


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OM
Capítulo 8

.C La impronta mediática
en el discurso infantil
DD
La subjetividad de padres y niños es generada por prácticas y
LA

reglas de efecto subjctivizante sobre sus participantes reglamentadas por


un discurso al que en 1995 llamé “discurso infantil”. Como dijo
Michel Foucault, el discurso es lo que hace que algo sea como se lo
concibe, es decir, la concepción que se tiene de cómo son (y cómo
deben ser) -en este caso, los niños, sus padres y la crianza- hace
que las subjetividades emergentes de esas prácticas sean acordes
FI

con esa creencia.


Cada época y cada sociedad concibe de una manera peculiar la
infancia, y eso pone en ejecución distintas configuraciones discur­
sivas, dispositivos diferentes que reglamentan las relaciones entre
hijos y padres, y producen subjetividades específicas. En el medioe­


vo, en la Modernidad y en la época actual de Occidente -por ejem­


plo- la forma en que se ha concebido la infancia y las prácticas
de crianza que se implementaron fueron diferentes (véase More­
no, 2002: cap. 8). Viéndolos retrospectivamente es notable cómo
los sujetos adultos “producidos” por la máquina de subjetividades
resultan adecuados para habitar la situación propia de la época en
que aquellos niños pasaron a ser adultos. Como si hubiese una per­
fecta adecuación de los engranajes de esa máquina productora de subje­
tividades: las formas de ser de los individuos criados resultan hechas

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116 LA INFANCIA Y SUS BORDES

como a medida para habitar la sociedad de la generación venide­


ra (o, en una lejana época las generaciones venideras). Una máquina
altamente eficiente en esa finalidad. Esto quizá no fuese asombroso
cuando las diferencias entre generaciones eran mínimas, pero sí lo

OM
es en estos tiempos en que esas diferencias son muy evidentes y se
establecen con cada vez mayor celeridad. Los padres de los niños,
a su vez, los crían de acuerdo a cómo conciben la infancia, y ese
hecho les confirió también formas de ser diferentes en cada una de
esas tres épocas.
Visto en perspectiva, parece que el proceso generador de sub­
jetividades en la crianza está de algún modo encadenado con la

.C
transformación social venidera. ¿Cómo se logrará esta maravillosa
adecuación entre la crianza y las subjetividades venideras? Podría
ser por una anticipación inteligente que se adelanta a “lo que se ven­
drá ; por una suerte de ley natural forjada por misteriosas fuerzas
DD
que vehiculizan el cambio actuando sin que las detectemos; o por
alguna otra cualidad propia del humano que guía las transformacio­
nes prospectivas como lo hace el acoplamiento de cambios del envi-
ronment y la prevalencia del genoma que resultará más apto para el
éxito evolutivo.1
De todos modos, es un hecho que la eficacia del dispositivo
crianza” para ensamblar el devenir de los sujetos es constatable.
LA

Asi, la crianza del medioevo produjo sujetos dispuestos a vivir sin


cuestionar demasiado lo establecido por Dios en este mundo (cues-
tionamiento que, por otro lado, hubiese sido considerado una here­
jía). No existía en aquel entonces lo que hoy llamamos educación,
ni escuela, ni el valor del concepto de “progreso”, tan generalizado
a partir de la modernidad. De modo que no era necesario cambiar
FI

nada del mundo creado por Dios, y la crianza medieval produ­


jo sujetos perfectamente aptos para vivir en aquel otoño de la Edad
Media que, para nuestra visión actual, luce lúgubre.
En la modernidad, entre los siglos XIX y XX, época en que sur­
gió el psicoanálisis, prevaleció otro formato discursivo acorde con


una idea diferente de infancia. Tal vez siguiendo las indicaciones1

1. Podríamos intentar razonar ese ajuste como una máquina del tipo lamarkia
710 (donde primaría una adecuación anticipada a los cambios socioambientales que
se vienen ) o a través de un dispositivo del tipo tianvinirnto (donde sobreviven las
subjetividades más aptas de una variedad amplia de ellas para habitar el futuro).
Aáe resulta poco probable que estas dos posibilidades, por sí solas, den cuenta de la
mencionada “adecuación”.

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 117

publicadas por Kant en 1803 (aunque quizá fue Kant el que siguió
mandatos de la época, anónimos pero evidentes), fueron ¡mplemen-
tados nuevos dispositivos aptos para generar niños, a los que ya no

OM
se concibieron como frutos a los que simplemente había que dejar
madurar (como en el medioevo): era necesario formarlos. Se conci­
bió e implemento -a través de la educación- formar a los pequeños
para que fuesen adultos adecuados a la ideología de la modernidad.
Junto con ello, los niños eran criados en un ámbito familiar bastan­
te cerrado, lo cual intensificaba el efecto crucial en la subjetividad
generada en la modernidad, el complejo al que Freud llamó “de
Edipo”.

.C
En 1995 describí por primera vez lo que llamé “discurso infan­
til” (DI). Supuse entonces que el vínculo entre padres e hijos seguía
siendo reglamentado por ese discurso gestado en la Modernidad.
Percibía ciertas variaciones pero no logré darme cuenta de que el
DD
DI estaba cambiando tan aceleradamente. Quizá por ello lo llamé
“DI en transición” sin comprender cuán rápida sería la transición
ni hacia qué se dirigía. Hoy, pienso que si bien aquel DI tal como
lo describí para la Modernidad sigue reglamentando en parte el vín­
culo parentofilial y sus producciones, ya no tiene la hegemonía de
antes. El discurso y sus producciones están cambiando y lo hacen
de modo cada vez más acelerado. Aquí intentaré argumentar cómo
LA

pienso el porqué y el cómo de esos cambios. No creo, sin embargo,


que pueda argumentar con solidez hacia dónde se dirige.
Las variaciones de las que hablo están principalmente ligadas a
la presencia de lo mediático masivo. “Mediático” es un adjetivo que
permite referirse a aquello perteneciente o relativo a los medios
FI

de comunicación, instrumentos que hacen posible comunicar­


se, como fueron el teléfono, las cartas o las señales de humo. Los
medios de comunicación masivos permiten y privilegian la comu­
nicación entre múltiples emisores y receptores como la televisión,
la radio, los diarios, Internet y los dispositivos digitales interconec­
tados. No es requerida la aceptación del emisor ni del receptor de


esa información: esta afecta a todos (aunque sea de diferente modo)


sin pedir permiso. Todos estos últimos conforman la coordenada
principal de lo que he denominado “realidad informática” (More­
no, 2013). La razón de fondo es que sus penetraciones en los par­
ticipantes del discurso son notablemente diferentes. Mejor dicho,
notablemente más diferentes de lo que fueron en la Modernidad
y también con un sentido inverso al de aquella época. A principios
del siglo XX daba la impresión de que los adultos eran mucho más

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118 LA INFANCIA Y SUS BORDES

permeables a lo que acontecía en el mundo exterior que los niños


que estaban algo así como encerrados (o protegidos) por el ambien­
te familiar (véase el capítulo 4). Hoy, es al revés: quizá por ser las

OM
novedades del exterior de la familia transmitidas por los medios,
parece que son los niños los que están en un contacto más vivo, más
inmediato y más efectivo, por ser ellos vehículos privilegiados del
contacto conectivo más que asociativo (véanse el capítulo 3 de este
libro y Moreno, 2002: cap. 3). Como resultado, la interfaz niños-pa­
dres también ha cambiado de permeabilidad y de dirección. Antes
iba sin dudas de padres a hijos, ahora es de jóvenes a mayores.
De manera que los modos de entender los hechos en padres e

.C
hijos se distancian y ya no pueden interactuar como antes con la
simple mediación que propuse para el DI. La interfaz que media
entre padres e hijos se ha vuelto notablemente menos permeable
que en épocas modernas.
DD
Ahora nos empeñaremos en ahondar, cuanto nos sea posible,
qué puntos del discurso infantil y del complejo de Edipo que confi­
guran la relación y la confrontación entre generaciones (la llamada
“confrontación generacional”) resultaron afectados por la revolución
informática que vivimos y sus consecuencias.
Entendamos desde ya que no se trata de que el discurso infantil
LA

ni el complejo de Edipo propios de la Modernidad hayan desapare­


cido. Más bien se presentan -tal vez por inercia, arrastre o porque
siguen siendo algo así como un patrimonio de la humanidad- yux­
tapuestos con otras interferencias que son producto de las diferen­
cias que mencionamos, que los modifican y complejizan sin despla­
zarlos totalmente.
FI

Como dijimos en capítulos anteriores -y de otra forma en


Moreno (2002: cap. 7)-, el corazón central de lo que llamé en 1995
DI es que los niños suponen que sus padres tienen las respuestas a
las incertezas de ellos para el presente, para la actualidad y para el
futuro, por lo que pueden despreocuparse de ello. Pero estas supo­


siciones no son explicitables por los pequeños, son más bien como
algo dado, como las creencias que según Ortega y Gasset se diferen­
cian de las ideas porque, como dijo él, mientras tenemos ideas, vivi­
mos en las creencias. Estamos abiertos a ellas. Podríamos decir que el
niño puede ignorar (véase el capítulo 3) las razones de sus creencias
y el contenido de ellas, pero de todos modos vive en la suposición,
o, mejor vive como si supusiera que los padres de algún modo deben
saber de esas cosas acerca de las que ellos, consecuentemente, no
tienen por qué ocuparse. Con el tiempo, “cuando sea grande”, se

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 119

supone que sabrá cómo son. Esto no impide que tengan una cier­
ta desconfianza de la atribución de saber que han supuesto en sus
padres, suspicacia que va creciendo, hasta alcanzar su cénit típico

OM
en la adolescencia, cuando los niños, que aún conservan efectos
del DI, pueden todavía enfrentar y discutir con los que supusieron
que tenían la versión correcta. Para establecer ese DI y para cur­
sar el desprendimiento de él en la adolescencia es necesario que la
interfaz que separa los saberes de padres e hijos sea razonablemente
permeable.2
Cuando presenté la idea del DI, tampoco me di cuenta de que

.C
para que este “funcione”, las subjetividades y las creencias de niños
y padres (aun cuando eran diferentes en el sentido de que los gran­
des supuestamente sabían todo más y mejor que los niños) debían
poder interactuar a través de una matriz más o menos homogénea o
con códigos y transformaciones posibles. Es decir, la interfaz entre
DD
las creencias, modos de ser y suposiciones de padres e hijos debía ser
permeable en ambas direcciones (padres —» hijos e hijos padres),
de modo que la interacción entre ellos fluyera más o menos libre­
mente o, al menos, mediada por articulaciones y no por senderos
disyuntos.
El corazón de estos ciclos que van de padres a hijos tiene que
LA

ver, junto con el componente subjetivizante, con un crucial com­


ponente libidinal en el que se inmiscuyen las creencias y suposi­
ciones que sostienen el DI y el complejo de Edipo. Ambos com­
ponentes, el de las suposiciones y creencias propio del DI, y el
libidinal, se intercalaron reforzándose o interfiriendo entre sí. Lo
libidinal estuvo (y quizá con alguna variación en intensidad y en su
FI

despliegue aún lo está) conformado bajo el molde del complejo de


Edipo (con todas las variables culturales y sociales que envuelven
al grupo familiar en la actualidad) que enlaza a padres e hijos en
un triángulo muy bien estudiado por el psicoanálisis.3 No vamos a


2. La actitud de los padres correlativa de la suposición de los niños más adecuada


al DI sería aceptarla sin pretender en realidad saber lo que los pequeños suponen
que ellos saben, una actitud que llamé “de cierta ignorancia”. Todo esto no puede
sino estar sostenido por una dedicación de tiempo y espacio (mental y físico) a esta
tarea de “ser padres”. Para ello, conviene que los padres tengan genuino (no exce­
sivo) interés en sus hijos y dejar que la suposición de los pequeños sobre ellos fluya
sin que los padres “se crean” que ellos realmente saben. Tampoco sería conveniente
que los padres rechazaran esa suposición, con un “yo no sé nada de lo que supones”.
3. Aunque a veces sobrevalorado como si fuese el centro y la causa de todo lo
que nos acontece a los humanos (véase Rodulfo, 2012).

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120 LA INFANCIA Y SUS BORDES

abundar aquí en detalles ni explicaciones que pueden leerse en los


escritos de Freud sobre este complejo que tuvo una de las expre­
siones más puras en la Modernidad, cuando era común que los

OM
niños cohabitaran con sus padres (compartiendo baños, caricias
y hasta lechos con ellos) hasta alrededor de los 5 años, sin otros
espacios como las escuelas o guarderías que son habituales en la
actualidad.
El cruce o ensamble entre el DI y el complejo de Edipo con­
forma algo así como una máquina que supo ser responsable de
generar, hacer o moldear las subjetividades de hijos y padres en
la Modernidad. Ese dispositivo transmitía modos de ser y conteni­

.C
dos (culturales, históricos, libidinales); una transmisión que cursó
en paralelo a la del la tradición y la de los mitos. La presencia de
los hijos, a su vez, moduló por esta vía la subjetividad de los padres
modernos ayudándolos a “ser padres” al estilo del DI; de modo que
DD
todos los “engranajes” del dispositivo subjetivizante eran compati­
bles, solían ser armoniosos y se reforzaban mutuamente.
Podemos considerar cuatro tipos de transmisiones posibles
entre padres e hijos: transmisiones explícitas (las de los anhelos
parentales); itnplicitas (aquello que podemos pensar como “conte­
nidos” o formulaciones del inconsciente); transmisión de exclusiones
específicas (aquello que no fue parte de lo asociativo, lo no repre­
LA

sentado, pero que de todos modos puede llegar a producir efectos


y hasta presentarse en el vínculo por vía conectiva; véanse More­
no, 2002: cap. 4; 2010: glosario), y, por último, aun cuando no sea
exclusividad de lo psicoanalítico ni se tráte de transmisión de con­
tenidos, la conformación del aparato mental que pueden provocar los
FI

cambios en las maneras de ser, en las prácticas y también (quizá


fundamentalmente) en el cableado y la química del sistema nervio­
so central. De haber cambios que hacen tan dramáticamente dife­
rente la conformación del aparato mental de niños y adultos pode­
mos dar por seguro que la interfaz que los separa se tornará mucho
menos permeable.


Esto hace que podamos pensar el ciclo que dibujaremos abajo


como un máquina de producir subjetividades y de transmitir modos
de ser e información entre generaciones, un dispositivo que en su
centro tiene al por ahora indiscutido complejo de Edipo entrela­
zado con las suposiciones de saber adjudicadas por sus niños a los
padres, propias del DI que describí originalmente.
Para que esta máquina “funcione bien” (es decir, que produz­
ca subjetividades y que los hijos producto-principal de ella a su vez

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 121

estén en condiciones de reproducir el ciclo ya como adultos-padres),


padres (P) e hijos (H) debieron tener una conformación mental
cognitiva y subjetivizante más o menos homogénea, o mediada por
códigos comprensibles como ocurrió en la Modernidad, época en

OM
que los lincamientos de la crianza eran creencias dadas e indiscuti­
bles (es decir, la interfaz entre P y H fue suficientemente permea­
ble por tener claves compatibles -como las de un diccionario-, y el
DI y el complejo de Edipo eran de últimas vehículos privilegiados
del tráfico entre esos contenidos y conformaciones). De modo que
las transmisiones en ambas direcciones (P-*H e H~*P) se pudieron
realizar y modular entre ellas. Así pues, las subjetividades de P y II,

.C
aun no siendo idénticas, eran compatibles y ensamblables. Podían
interactuar y también podía hacerse un relato más o menos cohe­
rente de su interacción como si se tratara de dos polos homogéneos
del dispositivo crianza. Existían desacuerdos y luchas por posicio­
DD
nes, pero dentro de una convención con claves compartidas.
Cuando hace su entrada en esta escena lo massmediático, con su
fuerte penetración,4 fue cambiando la homogeneidad de estas dis­
posiciones, como un visitante desconocido que se infiltró solapa­
damente en el dispositivo que hemos llamado máquina de producción
de subjetividades de la Modernidad. Además, propició un distancia-
miento entre el pensar y los pensamientos de niños y adultos. Los
LA

impactos de lo mediático son en la actualidad fuertes tanto en P


como en H, pero su penetración en ambos no es equiparable: las
interfaces que unen y separan lo mediático de los padres y de los
hijos son diferentes. Las primeras son muchísimo menos permea­
bles que las de los niños. Es que lo mediático se lleva bien con el
aspecto conectivo de los vínculos que justamente prepondera en los
FI

niños, y no en los adultos (criados con consignas modernas de com­


prender más que conectar). Esta “disponibilidad” a lo abierto de lo
no representacional propia de los niños (favorecida por la ignoran­
cia de la que hablamos en el capítulo 3) no logra afincarse con tal
“naturalidad” en las mentes adultas de hoy. De modo que las con­


secuencias de la diferencia del impacto de la colisión con lo mediá­


tico conforma diversidades importantes entre las subjetividades y,
me atrevo a decir, condiciones neurobiológicas, hoy netamente dis-

4. Siempre existieron los impactos de las novedades, pero en otra época no


desarrollaron la potencia del impacto que vemos en la actualidad ni era grande la
diferencia de este entre los padres y los hijos.

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122 LA INFANCIA Y SUS BORDES

tintas en niños y adultos. Por lo cual, cambia bastante abruptamen­


te la vinculación entre ellos.
Por ejemplo, si tomamos un dispositivo cualquiera que se mane­

OM
je con comandos, como un reloj digital, una consola de videojuegos
apta para iinplementar un videojuego, una tablet o un iPad, y se los
ofrecemos a un adulto y a un niño de hoy veremos una notable dife­
rencia: el niño se comporta en general rápidamente como un experto,
en cambio el adulto muestra enormes dificultades para entender (por­
que los adultos creemos que debemos entender para luego hacer la
práctica, prejuicio que a los niños no los condiciona) cómo se mane­
ja ese dispositivo. Es más, el niño ni se ocupará en “comprender” la

.C
forma de funcionar de esos aparatos, simplemente interactúa conecti­
vamente con ellos sin preguntarse cuál es la lógica de su funcionar ni
consultar el (hoy por lo general inexistente) manual del usuario. Los
adultos creemos (quizá porque así nos lo enseñaron, así nos criaron o
DD
así fuimos subjetivizados) que debemos entender el dispositivo asocia­
tivamente para, después, intentar usarlo. Lo notable es que hace unos
cien años posiblemente los adultos eran los más avezados hasta con
los dispositivos clásicos a los que sí convenía comprender para, des­
pués, usar. Quienes no lo hacían eran como torpes primates.
Como resultado, los impactos de lo mediático que atraviesan la
LA

interfaz que media con los niños son mucho más penetrantes y con­
formantes que los que atraviesan la interfaz que separa lo mediático
de los adultos.
Para avanzar en lo que sigue, me gustaría llamar a los frentes
que separan y unen a los protagonistas de esta cuestión “interfa­
ces”.5 En informática, “interfaz” designa el elemento de conexión
FI

que permite el intercambio de datos entre dispositivos, como por


ejemplo del teclado a una computadora, entre computadoras, las
conexiones mediadas por cables o por Wi-Fi. La interfaz es la parte
de un dispositivo que da cuenta del punto de interacción entre
componentes, se aplica tanto al hardware como al software y su


permeabilidad y la capacidad de traducción entre los componen­


tes conectados determina que los diversos integrantes de un sistema
funcionen más o menos acoplados o no. Pueden dos dispositivos
comunicarse o asociarse entre sí a través de su interfaz o de, ser las

5. “ Interfase” es en informática una traducción incorrecta del inglés mterface, lo


correcto es decir interfaz o, en plural, interfaces. En español la palabra “interfase”
existe, pero se utiliza en biología y en física.

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 123

interfaces impermeables, impedir parcial o totalmente que lo hagan


y que interactúen.
En el discurso infantil aún vigente en la actualidad encuentro

OM
útil distinguir tres interfaces que separan y unen componentes:
1) la que se interpone entre lo mediático y los niños;
2) la que media entre lo mediático y los padres, y
3) la que separa y une la forma y el contenido del pensamiento de
padres e hijos.
Estas tres interfaces tienen en la actualidad permeabilidades y

.C
características muy distintas a las que regían hace apenas cincuenta
o cien años. Diferencias que son producidas por la disímil permea­
bilidad con lo mediático de los distintos personajes envueltos en el
discurso. Ante todo, la interfaz entre niños de hoy y los disposi­
tivos informáticos es muchísimo más permeable que la que media
DD
entre los padres y esos dispositivos. Esto genera que los niños estén
mucho más y mejor conectados con los medios que los adultos.
Como esa alta conexión con lo mediático provoca cambios en las
conformaciones mentales, entre los niños y los adultos se estable­
ce una barrera diferente a la de antaño. Lo cual quiebra de algu­
na manera la continuidad subjetiva entre padres e hijos que regía
LA

mediada por el DI, y naturalmente produce modificaciones en el


discurso que comparten y en las prácticas de crianza.
Estas distinta penetraciones de lo mediático en P y H que a su
vez genera diferencias en sus subjetividades, hace que la interfaz
que media entre P y H también se vea afectada. Porque ahora se
trata de subjetividades en muchos puntos heterogéneas que inte­
FI

ractúan con nuevas interferencias. La información que se trans­


mitía otrora de P a H y viceversa queda parcialmente trastocada,
pues, en lo referente a estos temas porque las mentes de ellos están
conformadas de forma diferente a lo que ocurría en la Moderni­
dad. No conectan en varios e importantes puntos, deben usar otros


canales de comunicación que quizá quedaron libres de la zona de


interferencia de las interfaces. Además, la conexión ágil y eficaz de
los niños con los medios directamente afecta la posibilidad de que
ellos supongan a sus padres (o en otros adultos) con las respuestas
a los interrogantes. En el siguiente gráfico las interfaces 1, 2 y 3
son las que hacen de linde entre P y Medios, H y Medios y entre
P y H.

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124 LA INFANCIA Y SUS BORDES

Figura 1

IN T E R F A Z 1

OM
.C
DD
En la Modernidad de principios del siglo pasado podríamos
decir que las diferencias entre 1, 2 y 3 existieron también, pero la
discrepancia entre ellas era mínima comparada con las actuales y las
LA

diferencias que esto provocaba en la interfaz 3 (entre P y H), tam­


bién. El vínculo transitaba zonas suaves y más o menos uniformes,
diferentes pero compatibles, articulables a través del DI propio de
la Modernidad. En estos tiempos, desde hace unos sesenta años, las
personas que fueron producidas por aquella máquina (suponemos
que ahora pueden ser padres) difieren de sus hijos. Y estos últimos
FI

seguramente diferirán aún más de sus propios hijos cuando sean


padres. El tiempo que media entre distintas formas de crianza y
diferencias en la subjetividad de niños y adultos se achica cada vez
más. Quizás un habitante del siglo XVII y uno del siglo XVIII eran
bastantes semejantes entre sí, pero un habitante nacido en 1950 y


otro nacido hace menos de veinte años no lo son. La continuidad


de subjetividades se está trastocando, adquiriendo nuevas formas
que conviene estudiar. En otros tiempos la diferencia de la influen­
cia del entorno social sobre los niños y adultos era mucho menor
que la que ahora cunde. En la Modernidad los niños estaban ade­
más protegidos (o encerrados) en el ámbito familiar y las novedades
del entorno (que eran mucho menos dramáticas que las actuales)
íes llegaban “filtradas” o digeridas por los padres. Por otra parte, el

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 125

“gradiente” de la información estaba invertido: los adultos eran más


(o más evidentemente) informados y más afectados por los cambios
del medio que los niños, que podían ser considerados inocentes-in­

OM
genuos y un poco tontos o naifs. La familia fue un importante dis­
positivo de encierro o de protección del niño que quedaba aislado
de los aconteceres de la vida externa.
El filme La vita é bella de Roberto Begnini ilustra este espíritu
de proteger a los niños aislándolos de los horrores de la vida de
los adultos. En esta película se llevan las cosas a una exageración
casi ridicula pero ilustrativa: un padre prisionero con su hijo en un
campo nazi evita que el niño se dé cuenta de que están detenidos

.C
en un campo de concentración. El y todos los demás prisioneros
fingen vivir algo parecido a una fiesta, hasta que al final llegan los
estadounidenses, el padre muere y el niño vive una vida que pre­
suntamente es próspera y feliz...
DD
En la Modernidad, estas prácticas de encierro favorecieron
el hecho de que la familia se comportara (en relación con lo que
sucede en la actualidad) como un claustro, donde preponderó con
toda su fuerza el conflicto edípico y, como es natural y puede leerse
en Estudios sobre la histeria de Freud y Breuer de 1895, las neuro­
sis florecieron púr doquier. Los niños eran, además de integran­
LA

tes de estos lazos libidinales (a menudo complicados y fortísimos),


dóciles a ser receptores complacientes del proyecto pensado por
sus padres, ya que, como dijimos, ellos simplemente moraban en
un terreno en el que los padres eran supuestos como sabedores
sin necesidad de que los niños se preguntaran demasiado (excepto
producir imaginariamente fantasías propias). Estaban abiertos a esa
FI

perspectiva y carados (por su ignorancia, véase el capítulo 3) a otras


fuentes de información circulante.
En aquellos tiempos había una homogeneidad de subjetividades,
se suponía que los elementos del conflicto se podían “entender”
debido a que la infancia de un padre había sido semejante a la que
vivía ahora su hijo, y esto hacía que fuese posible compartir puntos


de vista. Aun cuando estos puntos de vista fuesen algo diferentes,


eran comparables.
Los niños son mucho más sensibles a captar por vía conectiva
-es decir, sin necesitar comprender asociativamente- lo mediáti­
co que los adultos. Suelen jugar ya a los pocos meses de vida con
la pantalla de una tableta tan solo presionando los iconos que ahí
aparecen. Tienen naturalmente debilidad por las pantallas touch
(que probablemente serán las más comunes en algunos años),

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126 LA INFANCIA Y SUS BORDES

es decir, eluden así el teclado y las letras y se relacionan direc­


tamente con iconos. Una niña de 15 meses arrastró un dedo a
través de la tapa colorida de una revista y le dijo a su madre “no

OM
anda”, porque las figuras no se desplazaban como en el disposi­
tivo touch. Las revistas no son touch pero el mundo que espera a
las niñas como ella quizá lo sea, porque en los chicos de hoy hay
una creciente preponderancia de lo conectivo sobre lo asociativo.
La ignorancia no saturada con preconceptos sobre cómo son las
cosas (no han sido contaminados con el saber enciclopédico de los
adultos) genera un campo particularmente fértil para descubrir,

.C
crear y alojar novedades y para que estas se conecten generando
nuevas configuraciones más que que se asocien con las represen­
taciones de lo ya sabido. Como lo mediático no sigue la lógica de
lo sucesivo, ni la de lo asociativo, ni del logos, los elementos no
se articulan entre sí según el principio de verdad y falsedad, sino
DD
a través del de simultaneidad, donde una presentación es barrida
(7vipped) por la próxima sin necesidad de haber sido descartada,
sin tener que despedirse, sin discutir ni dar razones para que unas
presentaciones devengan obsolescentes y sean reemplazadas por
otras: se sustituyen, lo cual no es necesariamente un reemplazo,
sin despedidas.
LA

Los llamados nativos digitales están conformados de forma diferen­


te a los inmigrantes y más aún a los ignorantes digitales. De modo
que la transmisión cultural que ponía en contacto los pensamien­
tos de padres e hijos cuyas mentes funcionaban según formas más
o menos compatibles, comenzó a confrontar formas de ser y de
pensar que funcionan bajo claves incompatibles. Los niños, nati­
FI

vos digitales, están en un fluido contacto conectivo con los medios,


sus mentes han sido conformadas (reformateadas) por su tempra­
no contacto y con la posibilidad de conectar y manejarse con los
dispositivos y la catarata informativa sin necesidad de comprender.
Los adultos, inmigrantes o ignorantes digitales, son mucho menos


permeables ante esa interfaz y viven con angustia al percibir que


todo se vuelve obsolescente, saben que deben correr para no estar
quietos, pero no logran entender cómo iinplementar los dispositi­
vos a tiempo (dispositivos que suelen volverse obsolescentes antes de
que se usen acabadamente). La clave de la diferencia es que creen
que para operar los dispositivos informáticos hay que comprender­
los asociativamente, lo cual obstruye el funcionamiento conectivo.
Esta cuestión podría pensarse como una catástrofe del humanis­
mo que nos conduciría a un vórtice infernal de quedar como rehe-

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 127

nes de dogmas dominantes o de las malformaciones del presente,


pero también puede anunciar una ruptura epistemológica que quizá
nos lleve a una visión totalmente nueva.

OM
También hay cambios en el polo parental de la máquina de
fabricar subjetividades que venimos describiendo. Hay dos formas
de control del trabajo del adulto por las fuentes productivas, usual­
mente dominadas por los dueños del capital: antes (digamos que
a partir de la Revolución industrial) los trabajos solían durar alre­
dedor de 8 a 10 intensas horas en la fábrica, con un comienzo y
un fin. Esto dejaba los tiempos por fuera de la ocupación laboral
más o menos libres para la vida social, familiar y parental.6 Aunque

.C
el abuso de la sociedad industrial achicaba los tiempos del obrero
para compartirlo con su familia, el corte y la división entre tiem­
po de trabajo y tiempo de familia era claro. Ahora, sobre todo en
las grandes metrópolis, imperan los llamados trabajos cognitivos,
DD
que emplean toda la energía de los trabajadores en un frenesí de
productividad que penetra en los aparatos mentales de los nue­
vos “obreros”. Estos quedan ocupados como por un chip que los
domina. Su consigna es producir al estilo de una máquina corpora­
tiva. Cuentan cada vez más con dispositivos “inteligentes”, que no
los dejan descansar por estar conectados (en rigor, también vigi­
LA

lados) con el trabajo cerca del ciento por ciento de su tiempo, lo


que incluye el tiempo del hogar, de la casa, de los fines de semana,
las vacaciones y, en lo que nos interesa, el de la interacción con
los hijos. Son trabajos sin horario pero de ocupación completa de
las sociedades de control. Aparentemente hay mayor libertad en este
tipo de trabajos que en los asalariados encerrados de las sociedades
FI

disciplinarias, pero desde otro punto de vista no es así. Es otra ocu­


pación. Estos trabajos cognitivos se ofrecen como “trabajo sin jefe”.
Esta diferenciación de sociedades disciplinarias y de control, fue
planteada por Deleuze y por Foucault el siglo pasado. Los siste­
mas disciplinarios son los de las fábricas industriales (como Chaplin


en Tiempos modernos) con recintos cerrados como cajas. Las otras


sociedades, las denominadas de control, son mucho más contempo­
ráneas. En estas, el control no pasa por la disciplina. Cada “obrero”
puede, en principio, hacer “lo que le parezca” ya que no hay impo­
sición de normas desde un jefe presente y localizable ni paredes que
encierren al trabajador. Pero el control está presente como si se

6. Algo semejante sigue sucediendo en las periferias de las metrópolis.

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128 LA INFANCIA Y SUS BORDES

ejerciese desde un chip incrustado en la mente de los trabajadores y


desde la consigna de que el que más produce más progresa, y el que
no lo hace queda fuera del sistema. Sucede algo parecido a lo que la
Reina Roja le dijo a Alicia en A través del espejo: “Corre, corre siem­

OM
pre porque si te quedas quieta en verdad retrocederás”. El control
no está centralizado pero cunde por todas partes haciendo trabajar
sin descanso el cerebro de los obreros controlados. Los sujetos son,
más que ocupantes de un lugar, nómades que siguen las luces que
los atraen.
Los lincamientos a seguir no son producto de un precipita­
do identitario como en el viejo sujeto. El DI y el F.dipo eran, en

.C
la Modernidad disciplinaria, como un molde para formar sujetos
solo ligeramente diferentes a los de la generación anterior y pos­
terior. Ahora no, y esto quiebra la continuidad transformacional
que pudiera haber en el cambio de generaciones. Se trata de habitar
DD
situaciones constantemente cambiantes. La cultura no es una supe­
restructura determinante, es como una serie de ventanas que hacen
banales las continuidades lineales de una vida y más aún de los cur­
sos y las transformaciones transgeneracionales más o menos suaves
y uniformes, y por ello pasibles de una narrativa. Ya no hay siquiera
francas luchas generacionales en las que uno gana por demostrar
la falsedad, la mentira o la verdad de la generación anterior; las
LA

generaciones no cursan un mismo sendero en direcciones opuestas,


están yuxtapuestas y no hay encuentros. Hay desencuentros que no
logran generar desacuerdos sobre los que se podría producir una
discusión (Ranciére, 2007).
De modo que el DI, el complejo de Edipo y su ensambla­
je requieren hoy un reposicionamiento, como el del “recalculan­
FI

do” que anuncian los GPS cuando cambia nuestro tránsito por la
ruta. Padres y niños no habitan lugares compatibles como antes,
sino más bien situaciones que cambian a distinta velocidad. Los
niños tienen un nuevo compañero, tremendamente influyente,
en las pantallas que presentan las novedades informáticas y en los


dispositivos tecnológicos con los que comparten gran parte de su


vida. Padres y niños no habitan lugares compatibles con sus padres
del mismo modo que hace cincuenta o cien años, sino situaciones
que cambian a distinta velocidad. Estos agenciamientos comienzan
desde muy temprano en la vida, desde los jardines o las casas de
cuidado de niños a partir de los primeros meses de vida, hasta las
propuestas de los juegos conectivos y las pantallas que definitiva­
mente se llevan de maravillas con los pequeños...

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LA IMPRONTA MEDIÁTICA EN EL DISCURSO INFANTIL 129

Los adultos también están capturados en una territorialidad


epocal, la de la sociedad de control en la que viven, que absorbe
gran parte de su libido, que “se retira” de la participación de lo
libidinal clásico para participar del rol de madre y padre en el DI

OM
y en el complejo de Edipo (y hasta de la vida amorosa romántica
y sexual con sus partenaires). Incluso, el contacto cuerpo a cuerpo
no mediado por imágenes entre semejantes se ve opacado. El dis­
positivo-chip cerebral del que metafóricamente hablábamos en las
sociedades de control los deja sin la misma energía disponible para
la parentalidad, para la conyugalidad y para las relaciones “cuerpo a
cuerpo” que tuvieran los adultos de antaño. O, por lo menos, cues­

.C
tiona también ese paradigma de la Modernidad.
Además, como dice Berardi (2007), “generación”, más que nom­
brar a grupos de edades semejante (como la generación del sesen­
ta o del ochenta), alude al horizonte de comunidades cognitivas y
DD
experienciales. Jóvenes y viejos no necesariamente se cruzan en una
lucha por el podef, como lo hicieron Layo y Edipo en el cruce de
caminos, sino que corren por andariveles paralelos. En estos tiem­
pos, la lucha entre generaciones no se da en términos de quien
demuestra a quien que la propuesta de la otra generación es falsa.
La propuesta de una generación simplemente se queda o se va, se
propaga o languidece sin derrocar a la otra o ser derrocada por ella.
LA

Se da lo simultáneo (y no lo secuencial) y languidece el discerni­


miento en términos de verdadero o falso o adecuado e inadecuado.
Todo esto, entendámoslo, se está produciendo de un modo par­
cial y solapado con los anteriores modos de ser. El discurso infantil,
el complejo de Edipo, la confrontación generacional existen, pero
están perdiendo el poder hegemónico que tuvieron. Tal vez restos
FI

de ellos quedan escondidos en importantes compartimentos como


el de la masificación, cuyo contenido no se transmite ni se usa (algo
así como “así son o así deben ser los padres” y “así son o deben
ser los hijos”), o en lo que Baudrillard (1995) acertadamente llamó
“simulación”: hacer como si eso que los demás creen, es.


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