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MINISTERIO DE DEFENSA

ISBN: 978-84-9091-066-5
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GENERAL
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Y PATRIMONIO CULTURAL
9 788490 910665
EXPOSICIÓN TEMPORAL 2015
MUSEO DEL EJÉRCITO
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SECRETARÍA
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© Autores y editor, 2015
NIPO: 083-15-251-6 (edición papel)
ISBN: 978-84-9091-066-5 (edición papel)
Depósito Legal: M-26691-2015
Fecha de edición: septiembre 2015
Imprime: Imprenta Ministerio de Defensa

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Índice
11 La exposición
Jesús Ansón Soro

17 El Gran Capitán, un mito español


José Enrique Ruiz-Domènec

25 EL Gran Capitán. Genio revolucionario de la táctica


medieval
José Mollá Ayuso

49 El Gran Capitán: de Nápoles a Loja


José Calvo Poyato

69 La fortuna y la gloria: El Gran Capitán y la política de los


Reyes Católicos entre España e Italia
Carlos José Hernando Sánchez

99 Las Cuentas del Gran Capitán más allá del mito


Hugo Vázquez Bravo

123 Catálogo
289 Libros
315 Adenda
Jesús Ansón Soro
Encuadrado en el Instituto de Historia y Cultura Militar, el Museo del Ejército contribuye de manera
fundamental a la misión general del Instituto: proteger, conservar, investigar y divulgar el riquísimo
patrimonio histórico y cultural del Ejército de Tierra. En esta ocasión, lo hace a través de la exposición
temporal dedicada a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en la que se muestran aspectos
de su vida y de la época histórica en la que se desarrolló su acción.
En 2015 se cumplen quinientos años de su muerte, y el Ejército de Tierra aprovecha tan señalado ani-
versario para investigar, glosar y difundir la figura de un personaje que, además de legendario, tiene una
enorme importancia histórica y militar. El centro de toda esta serie de actividades lo constituye la expo-
sición temporal que ahora presenta el Museo del Ejército, en la que se recorre la vida del Gran Capitán,
desde su nacimiento en Montilla en 1453, hasta su retirada en Loja y su posterior muerte en Granada,
en 1515: su formación en la corte de los Reyes Católicos, su bautismo de fuego en la batalla de Albuera,
su participación en la guerra contra el Reino Nazarí; a lo largo de estos primeros pasos, se iría forjando su
formación y preparación militar, que posteriormente aplicaría de lleno en las campañas de Italia contra el
ejército más poderoso de Europa, y frenando la expansión del Imperio otomano.
La exposición muestra el papel que jugó el Gran Capitán en el reinado de los Reyes Católicos y, sobre
todo, destaca su emblemática actuación como jefe militar, al mando de sus hombres y al servicio de la
Corona, que lo convertirían en mito y figura legendaria. Encarnación de virtudes, militares y humanas,
a lo largo de su vida y acciones podremos ir viendo ejemplos de muchas de ellas, como su heroísmo,
sus excepcionales dotes de mando y organización, su abnegación y espíritu de sacrificio, su nobleza,
su generosidad, su sencillez y su lealtad.
Con esta muestra, se rinde un merecido homenaje a un singular soldado de la historia de España, que
revolucionó la organización militar y el empleo de los ejércitos y de la infantería, a la que convirtió en la
reina de las batallas, y cuyas pautas fueron seguidas en Europa durante siglos. Espero que los visitantes
puedan disfrutar y profundizar en las numerosas lecciones que hay depositadas en la vida del Gran
Capitán y en este fundamental período de la historia de nuestra patria.
Enrique Vidal de Loño
General de división. Director del Instituto de Historia y Cultura Militar
Durante el último cuarto del siglo xv se producen dos hechos que condicionan definitivamente la
historia de España hasta nuestros días: la toma de Granada y la unión de los dos grandes reinos de la
península: Castilla y Aragón tras el matrimonio de los Reyes Católicos.
Con el primero finalizaban casi ocho siglos de guerra para recuperar la soberanía que se había inte-
rrumpido el año 711 con la invasión de los árabes. Con el segundo, España se incorpora a dos grandes
empresas, el dominio del Mediterráneo y la colonización de América. En este escenario destaca una
figura legendaria, Gonzalo Fernandez de Córdoba que tuvo un enorme protagonismo tanto en las
guerras de Granada como en las campañas de Italia.
El Gran Capitán constituye todo un símbolo, junto con el rey Fernando, de la imagen del caballero
renacentista en su doble faceta de soldado y de político. En la primera revoluciona el arte de la guerra
al sorprender a la que entonces era la primera potencia de Europa, Francia, con el empleo de una infan-
tería ligera con una extraordinaria capacidad de maniobra ante la que nada podía hacer la pesada ca-
ballería francesa, así como con la utilización de la artillería y la caballería en lo que fueron los primeros
pasos del combate «inter-armas». Como político supo gestionar con habilidad y eficacia los territorios
de la corona española en Italia, en los que llegó a ser virrey de Nápoles.
En el año 2015, cuando se cumplen los quinientos años de su muerte, el Museo del Ejército quiere ren-
dir homenaje a su figura con una exposición en la que se refleja toda una vida dedicada al servicio de
España y de su Rey. Nuestro agradecimiento a todos los que, con su asesoramiento o con la aportación
de fondos, han contribuido al homenaje que el Ejército español le rinde en su aniversario.
Juan Valentín-Gamazo de Cárdenas
General de brigada. Director del Museo del Ejército
La exposición
El Gran Capitán, apelativo con el que se denomina al personaje, describe por sí solo la calidad humana,
militar y política que definen a Gonzalo Fernández de Córdoba en el que coinciden todas las virtudes
que simboliza este sobrenombre: héroe carismático, arrojado en los momentos difíciles, prudente en
extremo en la toma de decisiones, crecido en las dificultades, sumamente generoso, especialmente con
sus adversarios, y leal a los Reyes Católicos hasta en los momentos más difíciles. En resumen, Gonzalo
Fernández de Córdoba fue un conductor de hombres, adorado por los suyos, y reconocido y respeta-
do por sus enemigos. Último héroe caballeresco del medievo, el Gran Capitán encarna en esencia las
virtudes del aballero del Renacimiento.
El contexto histórico en el que se desarrolla su vida es de una complejidad extraordinaria, con el naci-
miento de España como estado moderno, la consolidación de la política de los Reyes Católicos para
convertir España en una potencia europea, y llevar a cabo su expansión atlántica. Las cualidades excep-
cionales del Gran Capitán determinaron en gran manera que esto fuese posible. Su labor al servicio de
los Reyes Católicos en las guerras de Granada y posteriormente en la conquista del Reino de Nápoles
le convirtió en protagonista excepcional de la Historia de España y de Europa. No vamos a glosar más
sobre las cualidades del Gran Capitán, ya que se desarrollarán ampliamente en los artículos que se
incluyen en este catálogo.
El hombre que lo ganó prácticamente todo, que derrotó al ejército más poderoso de Europa, que
doblegó y frenó en Cefalonia al Imperio Otomano que dominaba en Oriente y estaba a las puertas de
Viena y Hungría, y que recibió la oferta del Papa de convertirse en Gonfaloniero de las tropas de la
Iglesia, se mantuvo, a pesar de todo, abnegadamente fiel a Fernando II.
Su vuelta a España después de las campañas victoriosas de Italia y su subsecuente “destierro” a Loja,
dan muestras de unas cualidades humanas de sacrificio, lealtad y disciplina tan excepcionales que
biógrafos e investigadores tratan de encontrar las razones que subyacen tras un comportamiento tan
extraordinario.
12
Gonzalo Fernández de Córdoba

Hernán Pérez del Pulgar nos dejó este retrato que pormenoriza ampliamente las cualidades que per-
sonifica:
“Fué su aspecto señoril, tenía pronto parecer en las loables cosas y grandes fechos. Su
ánimo era invencible; tenía claro y manso ingenio; a pie y a cavallo mostraba el autoridad
de su estado; seyendo pequeño floreció no siguiendo tras lo que va la juventud. En las
cuestiones era terrible y de voz furiosa y recia fuerza. En la paz doméstico y benigno; el
andar tenía templado y modesto; su habla fue clara y sosegada; la calva no le quitaba
continuo quitar el bonete a los que le hablavan. No le vencía el sueño ni la hambre en la
guerra, y en ella se ponía a las hazañas y trabajos que la necessidad requería; era lleno de
cosas ajenas de burlas, y cierto en las veras, como quier que en el campo a sus cavalleros
presente el peligro, por los regocijar decía cosas jocosas; las quales palabras graciosas,
(decía él) ponen amor entre el caudillo y sus gentes. Era tanta su perfección en muchos
negocios, quanto otro diligente en acabar uno; en tal guisa, que, vencidos los enemigos
con esfuerzo, los passava en sabiduría.”
En la exposición que se organiza para conmemorar esta efeméride se quiere lograr un doble objetivo:
por una parte, recordar y dar a conocer a un personaje de esta relevancia en la Historia de España, y por
otra parte, rendirle un merecido homenaje, rememorando de este modo su vida, hazañas, y contribu-
ción al arte de la guerra, haciendo hincapié en su papel al servicio de los Reyes Católicos. Se ha elegido
el Museo del Ejército en Toledo como la institución idónea para organizar la exposición y para difundir
inicialmente el mensaje, con la intención de acercarla posteriormente a otras ciudades y divulgar más
ampliamente el conocimiento de Gonzalo Fernández de Córdoba.
La exposición se estructura en cinco partes que, en su conjunto, proporcionan una visión completa de
Gonzalo Fernández de Córdoba. La primera muestra los orígenes del personaje: su nacimiento en zona
de frontera, el hecho de ser segundo hijo de la familia, su educación en la corte del Infante Alonso y de
los Reyes Católicos, y finalmente su formación en la corte en el espíritu de la caballería circunstancias
que marcarán el resto de su vida. En esta parte de la exposición se exhiben piezas relacionadas con
Gonzalo Fernández de Córdoba, tales como un busto de Federico Amutio y Amil, el árbol genealógico
familiar, la espada atribuida al Gran Capitán perteneciente a la colección Real Armería de Patrimonio
Nacional, el Doctrinal de Príncipes, así como armas que utilizó o pudo haber utilizado durante este
periodo.
La segunda parte está dedicada a la Guerra de Granada. A lo largo de los diez años que ésta duró,
Gonzalo forjó su preparación humana y militar al mando de unidades dentro de las fuerzas que en-
cabezaba su hermano Alonso. Su actuación destacada en la contienda y su participación en las nego-
ciaciones con Boabdil, el Rey Chico, le proporcionaron una reputación de prestigio en la Corte y de
referencia en el mundo de la milicia. Gonzalo tenía 40 años, había finalizado una época de su vida y
era el momento de aprovechar las experiencias, la reputación y las habilidades adquiridas a lo largo
de estos años. El discurso museográfico de esta zona se ha configurado con las armas de la época,
especialmente de artillería; documentos inéditos proporcionados por los Duques de Maqueda, de gran
valor histórico: cartas entre Isabel la Católica y el Conde de Cabra sobre acontecimientos y batallas de
la época y retratos y grabados sobre sucesos destacados de esta contienda. Son de destacar las piezas
13
El Gran Capitán

personales del Rey Chico aprehendidas en la batalla de Lucena y que constituyen el centro de esta área
de la exposición. Se complementan con sendos retratos de los Reyes Católicos prestados por el Museo
del Generalife y las imágenes autorizadas por la Catedral de Toledo de la sillería baja del coro de la
Catedral, consistente en una serie de grabados secuenciales de los hitos más importantes de la Guerra
de Granada, con imágenes fidedignas del armamento, vestuario y equipo utilizado en esa época. Fi-
naliza esta sección con los cuadros “Hernán Díaz del Pulgar presenta a Isabel la Católica el documento
de entrega de Granada”, de Rodríguez de Losada, y “El suspiro del moro” de Marcelino de Unceta y
López, en el que se representa el abandono de Boabdil de las tierras andaluzas. Estas obras las han
proporcionado el Patrimonio del Alcázar de Segovia y el Museo de Zaragoza, respectivamente. Una
pieza extraordinaria por su antigüedad y singularidad, que nos ha sido ofrecida en el último momento
por Doña María Luisa Miranda Valdés, es un retrato de Boabdil que fue pintado durante su cautiverio
consecuencia de la “Cabalgada de Lucena”. Es una pieza excepcional muy poco difundida.
Continuamos la exposición con la tercera y cuarta parte que hacen referencia a las campañas de Italia.
En Italia, el Gran Capitán se aprovechó para aplicar las experiencias obtenidas en la Guerra de Grana-
da. Después de los primeros contactos con las tropas francesas, especialmente la batalla de Seminara
(1495), y como consecuencia de la batalla de Fornovo (1495), Gonzalo llevó a cabo una revolución en
los procedimientos de combate, organización de las unidades y empleo de las armas. Fue éste un mo-
mento crucial en la historia militar. Por una parte, supuso el final del ejército de mesnadas en beneficio
del ejército real instaurado por los reyes católicos, lo que obligó una profesionalización de la masa de
combatientes para la constitución de una fuerza nacional permanente al servicio de la Monarquía. Por
otro lado, se produjo la evolución del armamento con la consolidación de las armas de fuego portá-
tiles, de mayores efectos en las corazas, y sobre todo la aparición de la artillería, que desde entonces
fue decisiva en el desarrollo de los combates, principalmente en la poliorcética. El empleo de minas y
explosivos sería también decisivo en el ataque y defensa de las plazas fuertes. Gonzalo Fernández de
Córdoba tuvo la clarividencia de analizar todos estos factores y aplicar cambios revolucionarios en las
tácticas y procedimientos a emplear, en la organización de las unidades y en la profesionalización de
las tropas. Estos cambios se materializarían en un mayor peso de la Infantería, que se convertiría en la
reina del combate, la caballería pasaría a misiones de reserva, exploración y cobertura, y la artillería se
emplearía en conjunción con las anteriores. El aspecto fundamental de este concepto es la capacidad
de maniobra que proporciona. Todo este sistema de compleja coordinación demandaba una mayor
especialización y profesionalización de los combatientes, asentada en una férrea disciplina y jerarquía.
Con estos cambios revolucionarios en aquel momento se establecían de alguna forma las bases del
combate moderno
Esta revolucionaria concepción táctica y la nueva organización de lo que fue la primera fuerza expe-
dicionaria española le permitieron enfrentarse y derrotar a un ejército notablemente superior, desta-
cando de estas campañas la batalla de Ceriñola, considerada como el final de la guerra medieval y la
primera en la que las armas de fuego portátiles fueron decisivas para el resultado, y la definitiva de
Garellano, perfecta en su planeamiento y prodigiosa en su ejecución.
Los fondos expuestos en este ámbito están relacionados con el armamento utilizado en las campañas,
procedente del Museo del Ejército, y láminas y retratos de personajes relacionados con los aconteci-
mientos históricos. Es de agradecer al Cabildo de Valencia el préstamo del retrato de Alejandro VI, de
14
Gonzalo Fernández de Córdoba

Juan de Juanes, y sobre todo al Museo del Prado el préstamo del cuadro “El Gran Capitán recorriendo
el campo de la batalla de Ceriñola” de Federico Madrazo.
La última parte está dedicado al Gran Capitán como “mito”. Es difícil establecer el momento en el
que surge esta idea legendaria pero son innumerables las publicaciones al respecto que se han editado
desde el S. XVI hasta nuestros días. Se puede considerar que comenzó con Giovanni Battista Cantalicio
quién, profundizando en los ideales del caballero, los hallaría en la figura del Gran Capitán. Desde
entonces, numerosos escritores han ensalzado su figura: Gonzalo Fernández de Oviedo, Paolo Giovio,
Francesco Guicciardini, Jerónimo Zurita, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Cervantes, Baltasar Gra-
cián, Jean Nicolas Duponcet, Íñigo López de Ayala, Antonio Rodriguez Villa, José María de Lojendio,
José Antonio Vaca de Osma o José Enrique Ruiz-Domènec, por citar algunos ejemplos. En esta parte
de la exposición se quiere rendir homenaje al héroe presentando una muestra de estas publicaciones,
monumentos, dedicatorias, etc. que encomian su figura.
Todo el discurso museológico se apoya en una colección documental epistolar de Isabel y Fernando que
recoge acontecimientos de la guerra de sucesión de Castilla, las guerras de Granada, las campañas de
Italia y referencias a Felipe I. La mayoría son inéditas y tienen un gran valor histórico. Es de obligado
reconocimiento la generosidad de Don Francisco López de Becerra de Solé y de Doña María del Pilar
Paloma de Casanova y Barón, Duques de Maqueda, que han permitido nuestro acceso a esta colección
epistolar y a otras piezas privadas y han colaborado desinteresadamente, proporcionando toda la in-
formación y documentos relacionados con estas dos figuras históricas tan relevantes en la Historia de
España. Para exhibir y difundir esta documentación se ha llevado a cabo en primer lugar un proceso de
restauración, para posteriormente transcribir, catalogar y difundir todo este fondo documental.
Cada una de las piezas expuestas cuenta con una ficha de catalogación científica que se incluye en
esta publicación. En las fichas se han querido incluir los aspectos técnicos de las piezas, así como su
relación con los hechos históricos relacionados con el discurso museológico. Han sido redactadas por
personal especializado del Museo del Ejército y por conservadores pertenecientes a las Instituciones
que han proporcionado piezas.
La labor divulgativa se complementa en este catálogo con una serie de artículos escritos por autores
de reconocido prestigio sobre el Gran Capitán y el entorno geopolítico en el que se desarrolla su vida.
José Enrique Ruiz-Domènec, Catedrático de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelo-
na, en su artículo “el mito del Gran Capitán”, desarrolla la faceta legendaria del personaje. José Calvo
Poyato Catedrático de Historia y doctor por la Universidad de Granada en Historia Moderna, en su
artículo “El Gran Capitán: de Nápoles a Loja” analiza la situación en la que el Gran Capitán tuvo que
cumplir su misión, en el contexto de las relaciones especiales con Fernando el Católico e Isabel la Cató-
lica. Carlos José Hernando Sánchez, Profesor Titular de la Universidad de Valladolid, gran estudioso del
Gran Capitán y su empresa italiana, en su artículo “a fortuna y la gloria: el Gran Capitán y la política de
los Reyes Católicos entre España e Italia” glosa la actuación del Gran Capitán dentro del entorno polí-
tico, tanto en Castilla como en Italia. El general de división, José Mollá Ayuso, con su artículo “EL Gran
Capitán: Genio revolucionario de la táctica medieval”, examina en detalle el proceso de revolución de
la táctica acometido por nuestro personaje. Finalmente, Hugo Vázquez Bravo, profesor de la Universi-
dad de Oviedo, ha proporcionado el artículo “Las Cuentas del Gran Capitán más allá del mito”, en el
15
El Gran Capitán

que nos detalla la realidad que envuelve el mito de las “famosas cuentas del Gran Capitán”. El ciclo de
conferencias impartidas por estos autores que se llevará a cabo de forma paralela a la exposición en el
Museo del Ejército, complementará toda esta labor divulgativa sobre el Gran Capitán.
Ésta es nuestra humilde contribución al homenaje de una figura de excepcional relevancia histórica.
Con esta exposición y todo lo que la acompaña hemos tratado de acercar a la sociedad a un héroe
legendario que tanto aportó a la Historia de España y que acabó, de forma humilde como alcaide de
Loja.
El Mito continúa.
Jesús Ansón Soro
Comisario de la Exposición
El Gran Capitán, un mito español
El 2 de diciembre de 1515 fallecía en Granada Gonzalo Fernández de Córdoba al que se conocía como
el Gran Capitán; y en verdad que lo era. En las exequias el comentario más extendido entre la gente
eran los triunfos en las campañas de Italia contra los franceses y de Cefalonia contra los otomanos.
Para explicarlas a los asistentes al sepelio, nobleza y altos funcionarios, era preciso profundizar en el
mito en el que se había convertido el difunto a los ojos de sus allegados, su viuda María Manrique de
Lara, su hija Elvira y sus más íntimos amigos entre los que se encontraba el futuro cronista de las Indias
Fernández de Oviedo.
Gonzalo era la clase de hombre que más se admiraba en la sociedad que se abría a los ideales del Re-
nacimiento procedentes de Italia. Se comentaba sobre todo el ideal de la virtù que encontraría en Bal-
tasar Castiglione su intérprete: ese bon ton suponía magnanimidad, elegancia y facultad de combinar
acción y pensamiento, bellos ornatos para sustentar la figura del caballero intachable como había sido
el difunto al que se le rendía homenaje. El dominio de las pasiones del hombre de armas que manda
un ejército era la mejor prueba de la grandezza e maestà y fueron esos valores los que convirtieron a
Gonzalo en el Gran Capitán y le dieron esa gravità riposata con la que hizo frente a los triunfos y los
infortunios. La serenidad ante la muerte que manifestó en los últimos días respondía a una manera de
ser, basada en la educación humanista que recibió siendo un adolescente en la corte castellana.
Ante la capilla ardiente se rindió homenaje al hombre avezado al magna facere que había nacido para
representar el oficio de las armas en su más alta y ejemplar perfección. A esa misma conclusión llegó
años atrás monseñor Giovanni Battista Cantalicio cuando en 1505 publicó su obra De bis recepta Par-
thenople. 1 Una descripción de la forma y la dignidad con la que Gonzalo afrontó su responsabilidad
de gobernar el Reino de Nápoles en calidad de virrey que respondía al nuevo ideal del hombre como
obra de arte que el poeta Giovanni Pontano había atribuido al príncipe. Con Cantalicio comenzó la
elaboración del mito del Gran Capitán. Cuanto más profundizó en los ideales del caballero, las armas

1
Biblioteca Nacional, sección de Raros, signatura 21156.
18
Gonzalo Fernández de Córdoba

y la cortesía, más grande aparecía la figura de Gonzalo hasta el punto que se consideró secundario el
hecho de que haber sido un soldado al servicio de los Reyes Católicos. No fue un rasgo esencial de su
vida: fue simplemente la forma que adoptó su carrera. En esto se diferenció de las otras figuras del mo-
mento que se habían hecho un nombre en la guerra, Hernán Pérez del Pulgar, el de las hazañas, García
de Paredes, el Sansón de Extremadura o Pedro Navarro, el de las minas. La experiencia de todos ellos
se trasladó al otro lado del Atlántico, en la conquista de América, fue la experiencia que sirvió como
espejo para los conquistadores. Pero lo de Gonzalo era diferente: sencillamente él fue el Gran Capitán.
Esa singularidad se entrevió ya en una obra menor de Alonso González de Figueroa publicada el mismo
año de su fallecimiento con el título de Alcaçar Imperial de la Fama del muy ilustrísimo señor el Gran
Capitán donde Gonzalo aparece rodeado de héroes de todas las épocas en confusa amalgama; pero
por fortuna para el porvenir del mito sobre Gonzalo esa obra fue superada pronto por la Historia Par-
thonopea de Alonso Hernández publicada en Roma en 1516. 2
En esa obra el elemento central son las campañas de Italia: Gonzalo, en calidad de Gran Capitán,
muestra la virtud del ingenio que permitió el triunfo de las armas españolas ante los franceses. Parale-
lamente destaca por las fuerças que mejor le definen, fortituto e industria, que le sitúan a la altura de
Publio Cornelio Escipión el Africano, hasta el punto de que Hernández le suele llamar betico çípion. A
partir de entonces, cada vez que la cultura del Renacimiento en Italia quería saber qué era un héroe, o
en qué consistía la virtud que forjaba el mito universal, Gonzalo se convertía en el ejemplo, ofreciendo
algo irreductiblemente único en las obras de los grandes historiadores Francesco Guicciardini o Paolo
Giovio. 3
Otro paso en la elaboración del mito fue que su personalidad fascinó al emperador Carlos V cuando
llegó a Granada en el verano de 1526 recién casado con Isabel de Portugal. Cuando escuchó de labios
de Hernán Pérez del Pulgar sus hazañas en la Vega del Genil, en los años previos a la toma de la ciudad
por sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, no imaginó que de esas confidencias en el palacio real
de la Alhambra se convertirían en una obra clave en la mudanza de Gonzalo en un mito español. 4
Desde ese momento, la historia debió de adaptarse a él.
El origen de su personalidad fue el tema de una obra escrita en Sevilla en 1552: Historia del Gran Capi-
tán Gonzalo Fernández de Córdoba. 5 Como era de esperar, ese origen se situó en el ambiente familiar
de la familia de los Fernández de Córdoba, señores de Aguilar, también de sus parientes, los condes de
Cabra, ya que por las fechas del escrito ambas ramas del linaje estaban unidas tras el matrimonio de
Elvira, hija y heredera de Gonzalo, con su primo Luis, primogénito de la casa de Cabra. Y así esta obra
muestra las enfances en la tradición de la literatura épica castellana: segundón de un importante linaje,

2
Roma, 1516. (edición del trasladador Luiggi de Gibraleo. Un ejemplar se conserva en la Biblioteca Nacional, sección de Raros,
signatura 11757. Vid. Benedetto Croce, Di un poema sincrono intorno alle imprese del Gran Capitano nel regno di Napoli. La
«Historia Partoanopea di Alonso Hernández, en Archivo Storico per la Provincie Napoletane, 1884, pp. 522-549».
3
F. Guicciardini, Opere, ed. V. De Caprariis. Nápoles Ricciardi, 1953. P. Giovio, La vita di Gonzalvo di Cordoba, detto Il Gran Capitano,
en «La vite di dicenove uomini illustri». Florencia, Imprenta de Lonrenzo Torrentino, 1550. Ese texto fue traducido al castellano por
Pedro Blas Torrellas. Zaragoza, 1554.
4
Madrid, Biblioteca de la Real Academia Española.
5
Edición de A. Rodríguez Villa, Crónicas del Gran Capitán (Nueva Biblioteca de Autores Españoles). Madrid, Librería Editorial de Bailly
Baillière e hijos, 1908.
19
El Gran Capitán

caballero al servicio de la corte de los reyes, con sentido del humor


pero severo. Las grescas familiares fueron el pan de cada día en su
adolescencia. Según su propio testimonio, las mujeres de su linaje, su
madre y su abuela en especial, le inculcaron que cuanto más duros
son los primeros años de la vida, tanto mejor para la formación adul-
ta, y eso coincide con la imagen que ofrece el mito: jamás intoleran-
te, siempre abierto y servicial, incluso ante los adversarios, haciendo
y empleando solo lo necesario para sacar adelante una empresa, ya
fuera la toma de una fortaleza como la de Íllora, que tanto entusias-
mo despertó en Isabel La Católica como la de Ostia que produjo algo
parecido en el papa Alejando VI. A Martín Vázquez de Arce le vemos
recostado en su tumba de la Catedral de Sigüenza con un libro en
las manos; a Gonzalo Fernández de Córdoba, lo imaginamos en el
frío (o el calor) de las montañas granadinas, de pie ante una fortaleza
que ataca o defiende. Atribuyó a esos años de aprendizaje todas sus
virtudes y siempre consideró la vida caballeresca que leyó en Diego
de Valera y otros un modelo para ella.
Crónica llamada las dos conquistas Su abuela materna, Blanca Enríquez de Mendoza y Quiñones, era
del reyno de Nàpoles. Autor Pérez una dama de la alta nobleza, hija de a quien llamaban «la rica hem-
del Pulgar, Fundación biblioteca
Manuel Ruiz Luque. Montilla
bra», comprometida con la política de su familia, los almirantes de
Castilla, de una unión dinástica de las dos ramas de los Trastámaras,
la de Castilla y la de Aragón. Una actitud que continuó su hija Elvira de Herrera, madre de Gonzalo, que
de niña se acostumbró a la planificación familiar, lo que le resultó útil al quedar viuda con hijos menores
de edad, el primogénito Alonso con sólo ocho años. De esa forma de ser Gonzalo heredó la actitud de
la familia ante la política de la dinastía de los Trastámaras. Pero, no acertó en exceso esa crónica en su
intento de encontrar las claves que hicieron del joven Fernández de Córdoba el Gran Capitán.
Los cortesanos españoles entre Lepanto y la Invencible no valoraron sin embargo su arte de la guerra
como el modelo a seguir; tenían otras prioridades y no estaban dispuestos a reconocer sus hazañas
en Nápoles en detrimento de los héroes del momento, los Mendoza en la guerra de las Alpujarras y
los Alba en la de Flandes. Jerónimo Zurita aprovechó la oportunidad para escribir los Anales, donde
la presencia de Gonzalo es insignificante, aunque luego, veinte años después, volvió sobre su figura
cuando redactó la vida del rey Fernando el Católico, donde revela el interesante hecho para la Corona
de que el llamado Gran Capitán fue más eficaz en la guerra que en la gobernanza del reino de Nápoles,
lo que justifico su cese.
En la década de 1570, a pesar de todo ese ambiente poco favorable a su figura, se consolidó el mito del
Gran Capitán. Fue gracias al Libro de los proverbios glosados de Sebastián de Horozco, autor de la frase
«no hay cosa encubierta, que no sea descubierta».6 La paremiología le había llevado a pensar que estaba
delante de la figura más decisiva de la historia de España, sobre todo por el papel jugado en la guerra en
Italia. Un contrapunto a la versión oficial, que se articuló sobre una dimensión del personaje que con el

6
S. De Horozco, El Libro de los proverbios glosados, ed. J. Weiner. Kassel, 1994.
20
Gonzalo Fernández de Córdoba

tiempo se hizo proverbial, su inclinación a la respuesta irónicamente audaz. Fue aproximadamente en esa
época cuando Melchor de Santa Cruz de Dueñas publicó Floresta española de apotegmas y sentencias,
sabias y graciosamente dichas que se convirtió en un argumento a favor del Gran Capitán, tan mordaz
en las respuestas como en aquella que siguiendo a Platón afirmó: «el que quiere ser rico, no ha de allegar
moneda, mas disminuir codicia». 7 Un dicho que se le aplica, de enorme valor en unos años en los que
España volvía a caer una vez más en la codicia como el objetivo de los gobernantes. Pero su verdadero
triunfo sobre la versión oficial de la corte de Felipe II se basó en el efecto de un viaje del egregio poeta
cordobés Luís de Góngora que en 1586 visitó Granada y se detuvo en San Jerónimo donde realizó un
elogio en verso del Gran Capitán. 8 Si por ese motivo se convirtió en un mito de la carrera de las armas
fue porque Góngora consiguió darle visibilidad al personaje en la Historia de España.
La figura de Gonzalo como orante en el lado del evangelio de la
iglesia de San Jerónimo, donde estaba su tumba, sintetiza ese am-
biente de exaltación a finales del siglo xvi. Es difícil escapar de la alta
espiritualidad que se le concede a esta obra. No se puede equiparar
con ninguna otra; no hay mayor placer estético que ver a Gonzalo
ante el retablo en un gesto de devoción que exhalaba al mismo
tiempo dignidad y firmeza de ánimo. En ese gesto encontramos
la razón, en cuenta a la elaboración del mito, de la valoración del
Gran Capitán en el siglo xvii.
Tres años antes de que el siglo se hiciera realidad, en 1597, el aca-
démico Sertorio Quattromani traduce al italiano la obra de monse-
ñor Cantalicio; 9 y se vuelve a enfrentar al gran tópico en la
elaboración de los mitos: que los amados de los dioses deben morir
jóvenes para ser héroes. Al interesarse de nuevo sobre el Gran Ca-
pitán en una Nápoles fascinada por el Barroco, donde es evidente
el efecto Caravaggio, se descubre a un hombre que se comporta
Figura orante del Gran Capitán. Altar con toda llaneza, sin miedo, seguro de sus aptitudes ante ejércitos
Mayor de la iglesia de San Jerónimo con mayores recursos, como habían hecho en el pasado los gran-
en Granada. des héroes clásicos pese a haber cumplido los cuarenta años. La
Fotos: Mando de Adiestramiento
representación de las campañas y las batallas del Gran Capitán tie-
y Doctrina con autorización de la
Comunidad Jerónima nen el objetivo de dar a conocer cómo logró dominar el arte de la
guerra moderno sin menoscabar el ideal clásico del uomo universa-
le. A ese reto responden las pinturas realizadas por Battistelo Caracciolo en el Palacio Real de Nápoles
entre 1611-1629, restauradas hasta alcanzar su color original en 1992.
En la sala XI el techo está decorado con algunos episodios de las campañas de Gonzalo entre 1502
y 1504 por el dominio del Reino de Nápoles: la conquista de Calabria, la batalla de Barletta, el en-

7
 adrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1953.
M
8
Luis de Góngora, Romances, ed. Antonio Carreño. Madrid, Cátedra, 1982.
9
L a Historie de Monsig. Giovanni Barrista Cantalicio… delle guerre fatte in Italia da Gonsalvo Ferrando di Aylar, di Cordova. Cosenza,
Leonardo Angrisano, 1597.
21
El Gran Capitán

cuentro con los embajadores de Nápoles, el Duelo con La Palisse o la entrada triunfal por la Puerta
Capuana. En cada uno de esos episodios se representan actuaciones del Gran Capitán que son lec-
ciones de heroísmo. Estas pinturas responden a una atmósfera que desde Italia se trasladó a España
ya que el propio Cervantes en uno de los capítulos del Quijote, el de la «maletilla», distingue entre
el Gran Capitán y los pintorescos personajes de los libros de caballerías. Así consiguió el respeto de
los escritores del Siglo de Oro, abriéndose un hueco entre los personajes del teatro de Lope de Vega,
pese al tono de la comedia Las cuentas del Gran Capitán. Asimismo, la explosiva lectura de su cese
como virrey de Nápoles realizada por Quevedo, es equiparable a cualquiera de las obras de crítica
histórica de su tiempo. 10 En Quevedo, Gonzalo encontró esa dimensión del hombre censor con el
aparato del Estado ante la venal actuación de determinados válidos, y de ese modo el mito del Gran
Capitán encontró un argumento de peso para explicar por qué Fernando el Católico optó por quitar-
le el mando del ejército de Italia, con las funestas consecuencias
que un hecho tuvo así para la historia de España; baste pensar en
la desastrosa batalla de Rávena. Una lectura que no pasó inadver-
tida a la condesa de Aranda que le vio como el ejemplo perfecto
de la nobleza virtuosa. Era un camino que exploró en 1651 Trillo
en su poema Neaposilea: una descripción heroica de las hazañas
del Gran Capitán en Nápoles. 11
Un paso importante en la elaboración del mito del Gran Capitán
tuvo lugar en la corte de Luis XIV, el Rey Sol, en parte impulsada
por el viaje a España de François Bertaut y su encuentro con la
ciudad de Granada. El gusto por las novelas moriscas que se inició
con Almaide de Madelaine de Scudéry descansaba en parte por
los comentarios acerca de las hazañas de Gonzalo en la Vega del
Genil. Luego siguió con Zaide, histoire spagnole de Madame de
Lafayette y Galanteries granadines de madame de Villedieu. Son
tres novelas sentimentales, sin duda, pero al menos el sentimiento
descrito, tanto político como personal, es genuino: las tres explo- Battistelo Caracciolo, Batalla de
ran el valor de las emociones profundas, el sentido del amor y el Barletta. Palacio real de Nápoles
valor de la vida. Unos años después, en 1714, en pleno ambiente
de la Regencia que atisbaba la cultura del Rococó, el historiador Jean Nicolas Duponcet trasladó esas
preocupaciones a lo que constituye una primera biografía en lengua francesa: Historie de Gonsalve
de Cordoue, surmonde le Grand Capitaine. 12 En esta obra, el maravilloso peso del mito ennoblece
todos los tópicos, y resulta interesante seguir de cerca los elogios a una brillante carrera militar junto
a un reconocimiento del estilo de vida de un hombre realmente singular, ya que en esta ocasión son
totalmente ciertas.

10
Quevedo, Obras Completas. Madrid, Aguilar, t. I, pp. 780 ss.
11
Francisco de Trillo y Figuera, Neapolisea. Poema heroico y panegírico al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdova. Granada,
Baltasar de Bolibar y Francisco Sánchez, 1651.
12
Paris, J. Mariette, 1714. Se puede consultar en la Biblioteca Nacional de Madrid, Sig. 2/5498/9. Existe una traducción al español de
Joseph Fernández de Córdoba publicada en Jaén, imprenta de Thomas Coppado, 1728.
22
Gonzalo Fernández de Córdoba

En 1791, el mito del Gran Capitán da un paso


importante. Ese año se publica en Paris Gonzal-
ve de Cordove ou Granade reconquiste de Jean
Pierre Claris de Florian, una novela que recurre
a los temas granadinos para dignificar la figura
de Gonzalo. 13 Era un momento decisivo tras dos
años de revolución. La novela gustó porque en
definitiva la carrera de Gonzalo fue hecha a base
de triunfos sobre los reyes de Francia, y eso le
engrandecía a los ojos de quienes querían poner
fin a siglos de monarquía. Este perfil se expandió
en los años siguientes con un sinfín de otras me-
nores que hoy se consideran como una transición
entre dos épocas estéticas, la Ilustración y el Ro-
manticismo, dos maneras de considerar el mito
del Gran Capitán.
Una pintura de Federico de Madrazo de 1835
que se titulaba El Gran Capitán recorriendo el
campo de batalla de Ceriñola señaló el paso del
asombro al encanto, del concepto a la sustancia.
El rostro de Gonzalo al mirar el cadáver del du-
que de Nemours es todo un acontecimiento. Hay
algo de esencial, platónico y no individualizado
en su mirada. Él es el vencedor, en oposición al
joven duque muerto en el suelo, precisamente
porque su gesto indica que era el Gran Capitán,
alguien muy particular. Su rostro vulnerable es la
revelación de su mito: él representa el ideal del
héroe que un gesto de inmensa tristeza intenta
capturar. En esa era romántica, el pintor escoge
lo que distinguía al personaje sobre los demás,
ser Gran Capitán quien nació simplemente Gon-
zalo Fernández de Córdoba, un hombre conver-
tido en explicación del genio, tal como Diderot lo
había definido: «criatura indomable que rompe
el silencio y la oscuridad de la noche». 14 Veamos
Madrazo, El Gran Capitán recorriendo el campo de sus párpados anchos y pesados por la culpa: se
batalla de Ceriñola.Detalle. © Archivo Fotográfico. convirtieron desde entonces en el sello del mito
Museo Nacional del Prado, Madrid y se transmitieron cada vez que alguien quería

13
P aris, Didot, 1793. Edición española de Juan López Peñalver. Madrid, Cano, 1794.
14
Diderot, Salón de 1756.
23
El Gran Capitán

hacer un retrato. Su cara atenta a los efectos


de su triunfo es la expresión de un capitán del
Renacimiento, unido a un cuerpo trabajado, y
a la idea de ambición, voluntad y talento en
el arte de la guerra. Es una presencia. Puede
decirse que el mito culmina con esta pintura.
Madrazo entendió la atracción de su magnífi-
co óleo en su contención. Otros no fueron tan
cautelosos. Así, en 1866, con motivo de la Ex-
posición Nacional José Casado de Alisal realiza
un óleo sobre lienzo conocido como «Los dos
caudillos» que inspiró al poeta Manuel José
Quintana para escribir una de sus conocidas
«Vidas de los españoles célebres». 15 En la pin-
tura de Casado de Alisal vemos dos seres frente
a frente, vencedor y vencido, que se unen por
medio de una expresión que deja sin nitidez el
fondo donde se adivina los restos de la batalla.
Desde ese momento, el gobierno de la nación
decide que el Gran Capitán ocupe un puesto en
la lista de personajes ilustres de la historia de
España. Ese debió ser el motivo, por el que en
1878, la Junta Iconografía Nacional encargó a
Eduardo Carrio la realización de un óleo sobre
lienzo para la Galería de Españoles Ilustres que
desde entonces se acepta como lo que es: una
recreación historicista en forma de retrato. Las
muchas copias existentes indican el éxito alcan-
zado por esta obra. Carrio imagina un rostro,
salpicado de indicios de su grandeza, justo lo
suficiente para que sepamos que Gonzalo era
un personaje histórico. Ese es el objetivo que
quiere capturar, y a su manera lo consigue. Ese
retrato dará paso a otras recreaciones como la
que el escultor Federico Amutio realizó en bron-
ce, pronto completada con la de Mateo Inurria..
Para saber quién era realmente él, se escribie-
ron numerosas biografías a lo largo del siglo xx,
Retrato del Gran Capitán.
realizadas por autores disímiles entre sí: entre Colección particular duque de Maqueda
los más destacados: Luengo, Cabal, Lojendio,

15
Madrid, Victor Saiz, 1879 (Collección Biblioteca Clásica Romos XII y XIII).
24
Gonzalo Fernández de Córdoba

Vigon, Gaury, Purcell, o Vaca de Osma.16 Estas biografías intentaron describir al individuo histórico,
pero también, a su manera, contribuyeron a fomentar el mito.
Así me encontré al Gran Capitán cuando publiqué en 2002 mi biografía. 17 De momento es la última.
Las numerosas reseñas a este libro dieron prueba de que el lector español necesitaba una obra así. La
división en tres partes, el hidalgo andaluz, el Gran Capitán y el mito español, trató de unir todo lo que
podía saberse sobre él. A partir de ese momento, en relación a sus diferentes reediciones o a la versión
italiana, esa biografía era un punto de inflexión, marcaba un antes y un después. Ocupa ya un lugar en
la pequeña historia de los intérpretes de Gonzalo; así se puso de manifiesto en la exposición realizada
por Cajasur en Córdoba entre el 20 de septiembre y el 20 de noviembre de 2003. Hace ya doce años.
Siguiendo de cerca la exposición (o su catálogo publicado por la Obra Social y cultural de Cajasur) nos
damos cuenta que la vida de Gonzalo no es la historia de una tragedia. El tiempo le convirtió, eso sí, en
una personalidad decisiva de la historia de España. Sería un mito español o no sería nada.
José Enrique Ruiz-Domènec

16
L.A. Luengo, El Gran Capitán. Madrid, Biblioteca Nueva, 1892. J. Cabal (José Escofet Vilamasans), El Gran Capitán. Barcelona,
Juventud, 1942. L. Mª. de Lojendio, Gonzalo de Córdoba (El Gran Capitán). Madrid, Espasa Calpe, 1942. J. Vigón, El Gran Capitán.
Madrid, Atlas, 1944. G. De Gaury, The Grand Captain Gonzalo de Córdoba. Londres, Longmans, Green & Co. 1955. M. Purcell, The
Great Captain. Nueva York, Doubleday & Company, 1962. J.A. Vaca de Osma, El Gran Capitán. Madrid, Espasa, 1998.
17
J. E. Ruiz-Domènec. El Gran Capitán. Retrato de una época. Barcelona, Península, 2002. Nueva edición. Barcelona, RBA, 2015.
EL Gran Capitán. Genio revolucionario de la táctica medieval
Para llegar al Ejército que forma el Gran capitán y que vence en las batallas de Ceriñola y Garellano, es
imprescindible ver con claridad de donde parte, cómo se combatía en aquellos años y como se va for-
mando D. Gonzalo para llegar a convertirse en el gran innovador del arte de la guerra y, desde luego,
en el mejor general de la época, para acabar explicando cómo lo aplica todo, a aquellas extraordinarias
victorias en Italia.

¿Cómo se hacía la guerra en la época anterior a la


revolución de D. Gonzalo?
Según los tratadistas militares del Renacimiento, durante casi
diez siglos, desde la conquista de Roma en el año 476 hasta
la de Bizancio, las novedades en la forma de hacer la guerra
apenas habían existido. Los ejércitos aún no son nacionales;
pertenecen a los nobles que los ponen a disposición de su rey,
cuando este lo solicita.
La defensiva desde fortalezas de altas murallas y paredes ver-
ticales se ha impuesto. Son casi inexpugnables pues el inicial
desarrollo de la artillería aún no es capaz de derribar esos mu-
ros. Desde estos castillos, con enormes guarniciones y prepa-
rados para resistir asedios de meses, se ejerce el dominio de
Busto de Gonzalo Fernández de Córdoba grandes regiones, pues ningún ejército puede dejar atrás una
“El Gran Capitán”. Museo del Ejército
fuerza así, y aceptar una amenaza permanente en su reta-
guardia. Ante los avances en la potencia de la artillería y el cada vez más común uso de minas subte-
rráneas y de los explosivos, los arquitectos militares empiezan a diseñar castillos de murallas más bajas
y más gruesas, con un amplio foso y el bastión como elemento dominante del conjunto.
26
Gonzalo Fernández de Córdoba

Durante décadas, la guerra es una sucesión de asedios, salpicados por intentos de asaltos por brechas
abiertas en las murallas y salidas y golpes de mano de los asediados. Ocasionalmente se producen
batallas campales.
En el ambiente general, predominaban conceptos como:
La caballerosidad: llegado el caso, los ejércitos se situaban uno frente a otro, con toda la pompa y el
protocolo posibles, con las banderas desplegadas al viento y yelmos y corazas ricamente decoradas
con los más variados colores. En realidad, las batallas se reducían a los encuentros entre las caballerías
pesadas que eran quienes decidían el resultado final.
El concepto de un honor… desfasado: bastaba un desafío en nombre del honor, para que hubiera que
aceptar el combate sin atender a las circunstancias, favorables o no, del momento.
El adiestramiento: a nivel unidades no existía, todo se fiaba a la destreza de los caballeros. Las levas
conseguían miles de hombres que se llevaban al combate en masa, sin más.
La disciplina: solo era necesaria para la vida en el campamento, pero una vez iniciada la pelea eran el
valor y la fiereza los valores imperantes.
La estructura orgánica de las unidades es de una simpleza total. Uniformidad exenta de la más mínima
complicación.
En cuanto a las Armas, la reina de las batallas era la caballería pesada.
Aquellas enormes masas, en las que el conjunto acorazado de jinete y caballo llegaba a pesar 600 kilos,
lanzadas contra los cuadros de infantería resultaban demoledores y ponían en fuga a los hombres a
pie. Por eso lo decisivo era el encuentro entre las dos caballerías.
La caballería pesada podía ser «lanza castellana», si el caballero acudía solo y «lanza fornida» cuan-
do era seguido por un escudero, un paje y varios ballesteros, constituyendo un apoyo imprescindible
para sus señores, incapaces de valerse por sí mismos, aplastados por el peso de aquellas inmanejables
armaduras.
La infantería constituía una masa desordenada, sin adiestrar y proclive a ser vencida por la caballería
pesada. No obstante, ya en esa época, los cuadros de infantería empiezan a tener consistencia gracias a
las muy ordenadas y disciplinadas tropas suizas, que con sus erizadas picas empiezan a constituir bloques
cada vez más difíciles de batir por la caballería pesada. Sus ordenanzas se pusieron tan en boga que
pronto los tudescos se organizaron como ellos; eran los «lansquenetes» que se presentarían en Italia, for-
mando compactos bloques a manera de una muralla móvil erizada por las puntas de acero de sus picas.
La artillería tiene tan escasa movilidad que apenas participa en los combates a campo abierto. Su uso,
en progreso constante, se reduce de forma decisiva a derribar muros, para forzar sitios. La bombarda o
lombarda no tenía ruedas y era arrastrada por bueyes. Arrojaba bolas de mármol, de hierro o de fuego.
La culebrina era una pieza larga y de poco calibre que lanzaba pelotas de hierro.
Existían además, otras piezas más ligeras como, falconetes, cerbatanas, medias culebrinas, sacres, riba-
doquines… Los calibres no estaban normalizados (no se hizo hasta al menos 1535).
27
El Gran Capitán

Para manejar las piezas se necesitaba un aparatoso tren de acompañamiento en el que además de los
encargados de facilitar el movimiento, los gastadores con sus picos, palas y azadones, había maestros
bombarderos, maestros pedreros, fundidores, mezcladores de pólvora, carpinteros, carreteros, arrieros,
aguadores, herreros, acemileros…
Los ingenieros reducen su actividad al vital uso de explosivos para demoler muros y a facilitar el movi-
miento de la artillería en los cambios de asentamientos.
El armamento: los infantes, sin uniformar, iban equipados con espadas, alabardas, picas, ballestas,
arcabuces… (Sin una proporción establecida entre ellas) y protegidos con cascos, cotas de malla, cora-
zas, brigantinas (coraza formada por laminas, como escamas, sobre una tela fuerte) y rodelas (escudos
pequeños y redondos).
El arma propia del militar a pie era la espada, que no llegaba ni al metro de longitud ni al kilo de peso.
En las monturas de los caballos se llevaba el «montante o mandoble» de casi 2 kilos de peso y mayor
longitud (1´5 metros).
También es importante reseñar como, ya antes, había habido indicios de lo importante del uso de ar-
mamento que pudiera intervenir en el combate a distancia, antes de los choques cuerpo a cuerpo. En
las victorias inglesas de la guerra de los 100 años, ya se vio la importancia de los arqueros ingleses
actuando a distancias considerables (180 metros) y con una cadencia muy notable de 5/10 flechas por
minuto. El fin de la contienda con la victoria gala, y el considerar el arco una peculiaridad inglesa, hi-
cieron diluirse estas importantes experiencias. El arcabuz progresa y mejora a gran ritmo, pues hasta
entonces se necesitaban varios minutos para cargar el arma y su eficacia era para distancias demasiado
pequeñas.
En el campo táctico, todo se reduce a, mediante interminables marchas, alcanzar la zona de operacio-
nes, tomar las fortalezas al paso, como puntos de apoyo para la gran batalla que se dará según ya se ha

Medio ribadoquín o mosquete de orejas. Museo del Ejército


28
Gonzalo Fernández de Córdoba

descrito. No se coordinaban los esfuerzos de las Armas, ni se manejaban los tiempos de intervención
de unos y otros.
Para cubrir la logística de campaña, se formaba el «tren de batir» que estaba formado por lo ya descri-
to para apoyo a las piezas de artillería, a lo que se unía un numeroso cortejo de carromatos con víveres
y una incipiente sanidad militar.
Se incluían mercaderes, curas, escribanos e incluso cantinas y prostitutas. Todo ello estaba bajo el man-
do del Maestre Mayor y protegido por algunas capitanías.

¿Cómo se forma D. Gonzalo Fernández de Córdoba?


D. Gonzalo, nacido en Montilla (1 sep 1453) y huérfano de padre desde muy pronto, se crio en Córdoba,
recibiendo la primera educación del noble D. Diego Cárcamo que ya le inculcó valores como la magnani-
midad, el amor a la gloria y el culto a la virtud, que fructificarían en el futuro como parte de su inigualable
forma de ser.
Como segundón de la Casa de Aguilar, pronto se decide por el mundo de la milicia y para ello enseguida,
con 15 años, es enviado a la corte de Isabel y Fernando en Segovia, sacudida por las continuas guerras ci-
viles. Con ese telón de fondo, D. Gonzalo se adiestra con gran empuje en el manejo de las armas, a la vez
que su innata perspicacia le hace ir aprendiendo el arte de guerrear.
Tenía ya 26 años cuando en la guerra contra los partidarios de Doña Juana, la Beltraneja, pelea por prime-
ra vez al frente de una Compañía de 120 caballos, armada y equipada por su hermano, tres años mayor,
Alonso. Es la batalla de la Albuera y fue tan destacado su comportamiento, que el propio general jefe le
distinguió públicamente ante sus compañeros de Armas.
Pero serán los diez años de la guerra de Granada en los que fraguará plenamente su personalidad y
preparación militar. Presente en todas las acciones importantes, fueron muchas las veces que su talento
y valor resultaron decisivos para alcanzar la victoria. Aquella guerra, verdadera «Cruzada», que supuso
un gravísimo quebranto para el Islam, a la que vinieron a combatir caballeros cristianos de toda Europa,
le valió para tomar nota de las aportaciones de los combatientes extranjeros franceses, alemanes, suizos
e italianos.
Aprende, además, sus especiales características, muy distintas de las en boga en aquellos momentos: apa-
rece una caballería ligera ante la imposibilidad, en tan agrestes paisajes, de emplear la pesada, se practican
las talas de árboles para despejar las tierras circundantes a los inexpugnables castillos, y se multiplican los
golpes de mano, que se dan en lugares y momentos insospechados por el enemigo. El empleo de la noche
es continúo y la búsqueda de la sorpresa permanente, mediante emboscadas y todo tipo de añagazas. Todo
ello para, a la vez que se diezma al enemigo, se le mantiene en constante vigilancia e inquietud, con el
consiguiente cansancio y nocivo efecto sobre la moral de las tropas.
De todo aprende el montillano, y así también se fija en los cambios que el Ejército francés está introducien-
do en sus filas al profesionalizarlo, inyectarle fuertes dosis de patriotismo y organizar la mejor artillería del
mundo que le llevará, en el primer periodo de la guerra de Italia, a presentarse con, nada menos, que 140
piezas de bronce.
29
El Gran Capitán

Igualmente se fija en las ordenadas infanterías de otros países y sobre ello comenta: «Tramontanos alema-
nes y suizos son más bien ordenada infantería que nosotros… más nosotros en casa no los queremos ejer-
citar, y en campo no podemos…»1. Aquí ya está demandando profesionales que se adiestren previamente
para luego poder ponerlo en práctica en la guerra.
Además, para atender a un ejército en permanente movimiento, se desarrolló la logística y la adminis-
tración. En sanidad, la propia reina mantuvo con sus fondos un hospital de campaña, para atender a los
enfermos y heridos.
También es interesante manifestar que D. Gonzalo, con base en esa prudencia que siempre tuvo como
rasgo definidor, en esta campaña muestra una gran actividad política, en la que se muestra como excelente
negociador. Boabdil, el rey de Granada, lo tendrá como a su mejor interlocutor en cualquier acuerdo. Se
cuajó también, en esta fase de su vida, como un refinado cortesano y aprendió el valor del buen gobierno
como alcaide de Illora.
En el respeto al adversario, que demostrará repetidamente a lo largo de su vida, encontramos otra de las
facetas más claras y admirables de este extraordinario líder.
Pero en último extremo, y probablemente como una de sus virtudes más destacadas, el Gran Capitán encar-
na la lealtad y la disciplina del militar de la Edad Moderna hacia su superior, la Corona.

¿Qué modificaciones introdujo Fernández de Córdoba en el ejército que combate con tan-
to éxito en las campañas de Italia?
Veamos primero como reorganiza su ejército para tornarlo en invencible:
De la caballería, conserva una parte de la pesada, los «Hombres de Armas», hasta entonces el eje
sobre el que giran las batallas, pero la mayor parte la transforma en otra más ligera, al estilo de la
morisca, y para la que varía completamente los principios de empleo. Esta caballería será en palabras
del Gran Capitán: «para hacer correrías y descubrir la tierra y robar y tener fatigado al enemigo,
haciéndole muchas veces estar armado, y para impedirle las vituallas. Pero no para la batalla campal
porque más útiles son los caballos para el enemigo roto que para romperle»2. Es decir nos está ha-
blando de misiones de Reconocimiento, Enlace, de Golpes de Mano y definiendo de la forma más
bella posible una Explotación del Éxito, después de una victoria (mejor para el enemigo roto que
para romperle).
De la artillería mantendrá la más pesada, y la hará más potente aún para su misión de asedio a fortale-
zas, pero organizará otra más ligera, transportable a lomo de mulos, que podrá marchar con el ejército
y tomar parte en los combates allí donde se produzcan.
Empleará la «culebrina», de largo tubo y, en este caso poco calibre; para romper formaciones enemi-
gas y el «Ribadoquín» de 30 mm, que también podía ser de varios cañones y pequeños calibres.

1
 iego de Salazar. «Tratado de Re Militari». 1536. Libro Séptimo. Ministerio de Defensa.
D
2
Diego de Salazar. «Tratado de Re Militari». 1536. Libro Séptimo. Ministerio de Defensa.
30
Gonzalo Fernández de Córdoba

El efecto encomendado casi en exclusividad a la artillería pesada de derribar


muros de fortalezas, se completa con el ingenioso método de las minas
subterráneas, ideado por uno de sus mejores capitanes, Pedro Navarro.
A su vez, y ante la imposibilidad de competir con la artillería pesada fran-
cesa, decide que lo mejor es atacarla directamente con sus tropas ligeras y
tratar de anular su eficacia, evitando el presentarle blancos rentables.
Pero será en la infantería donde se producirá la verdadera revolución, tanto
por la composición de las unidades, como por el armamento y por los prin-
cipios de empleo con que actuará. La unidad básica será la «Capitanía»,
al mando de un capitán. Cada una dispondrá de un alférez, encargado de
custodiar la bandera, y como gran novedad incluirá mandos intermedios,
inexistentes hasta entonces: un cabo de batalla para cada 100 hombres y
un cabo de escuadra para cada diez. La reunión de varias capitanías, dará
lugar a una «Coronelía», al mando de un coronel. Los vocablos oficial y
sargento, aún no se emplean. Pero lo más revolucionario será la composi-
ción de estas capitanías, de las que habrá varios modelos. Por ejemplo: una
de 500 hombres, seguirá teniendo 200 piqueros, con los que garantizar la
integridad de los cuadros, pero contará con 100 arcabuceros, al mando de
uno de los 5 cabos de batalla de que dispondrá, y los otros 200 soldados
serán enrodelados.
La élite de la capitanía eran los arcabuceros, mejor pagados y con menos
guardias, en base a los mayores riesgos que corrían y a la dificultad técnica
que afrontaban, así como por que tenían que pagarse su costoso equipo
que además del pesado arcabuz constaba de un frasco de pólvora negra en
grano y otro de pólvora fina, la mecha y las balas que ellos mismos fundían.
El arcabuz será el arma que más influirá en el resultado de los combates.
Este arma de fuego, con un alcance de 80 metros, pero especialmente
eficaz a los 30, pesaba unos 14 kilos, pero llegaba a los 20 en los más pe-
sados, y fue sustituyendo progresivamente a la ballesta, difícil de tensar y
de manejar y que la lluvia estropeaba.
Los arcabuceros españoles, obedeciendo a los perfectos engranajes de
aquellas unidades, perfectas máquinas marchando, girando y modifican-
do su situación interna relativa, se situaban en el momento oportuno a
vanguardia, rodilla en tierra, bajo las erizadas picas de sus compañeros y
diezmaban de tal forma a la caballería enemiga que los pocos jinetes que
llegaban ante las picas eran incapaces de romper el cuadro.
Los «enrodelados», infantes ligeros dotados de rodelas, espada, casco y
Arcabuz con llave de coraza de pecho, llegados los cuadros al cuerpo a cuerpo, tras el fracasado
mecha o serpentín.
intento de los jinetes, y mientras los piqueros propios y enemigos quedaban
Museo del Ejército
31
El Gran Capitán

inmovilizados aguantando su mutuo empuje, se introducían, bajo las picas, entre las filas adversarias
haciendo verdaderas carnicerías con sus espadas.
Las unidades del Gran Capitán, dotadas de muchas posibilidades de empleo, para asegurar toda la
capacidad de maniobra, la movilidad y especialmente la cohesión, imprescindibles en las más difíciles
situaciones del combate, necesitaban de una instrucción intensa que asegurara que cada uno era
capaz de ocupar el puesto adecuado a la situación del combate. Por ejemplo: filas de arcabuceros o
enrodelados a vanguardia y vuelta a su situación inicial.
Era necesario, por tanto, conocer perfectamente quienes eran los compañeros de los costados y de la
fila anterior y posterior, para poder doblar las filas sobre las anteriores. A veces serán los arcabuceros
los que salgan de filas para cubrir con sus fuegos al conjunto, o los piqueros los que vayan a los flancos
para dar seguridad.
Todos los movimientos o eran perfectos o conducían al caos,
por eso los cambios de frente a retaguardia, a vanguardia o a
los costados, tanto a pie firme como marchando, combinados
con los cambios interiores de las filas, eran ejercicios que se
hacían repetir sin cesar en largas jornadas de instrucción. El
romper filas y volver a formar el cuadro en tiempo relámpago
era otro ejercicio que practicaban a ciegas y es que en defi-
nitiva el «guardar el lugar» era básico. Eran imprescindibles
para mandar estos auténticos engranajes de gran compleji-
dad, aunque ahora extrañe por la percepción habitualmente
errónea de cómo se desarrollaban los combates de la época, la
disciplina y el silencio, en medio del cual se pudieran transmitir
las órdenes. Y la forma de darlas era con los sonidos de los
2 tambores y el pífano (instrumento aportado por los suizos
en la guerra de Granada), con que contaba cada compañía,
o visualmente mediantes banderas, que debían diferenciarse
entre sí. También era importante distinguir las divisas de los
mandos, por ejemplo con los colores de los penachos.
En esta formación de una Coronelía (6.000 hombres), con 12
capitanías de 500 soldados, con sus distancias e intervalos en
pasos, ya previstos, se puede observar cómo se han colocado
las dos capitanías formadas exclusivamente por piqueros, para
protección de los flancos.
La artillería, en razón de su tiro tenso, en vanguardia, salvo
que se esté en una posición dominante, en cuyo caso puede
situarse más atrás y elevada, como hará el G. Capitán en Ce-
riñola. La caballería, siempre en los flancos para intervenir con
mayor rapidez y oportunidad, no hará cargas frontales contra Rodela a prueba de mosquete.
los cuadros enemigos. Museo del Ejército
32
Gonzalo Fernández de Córdoba

Se han sacado arcabuceros de las capitanías centrales para proporcionar mayor potencia de fuego al
frente y frenar el ataque de la caballería enemiga. Todos y cada uno de esos soldados tienen previsto
movimientos para volver a sus capitanías de origen o cambiar de sitio dentro de ellas. Es de resaltar
como estaba prevista la situación exacta de cada combatiente, sea piquero, arcabucero o enrodelado,
e incluso de los mandos, como se ve en este gráfico de poca calidad, pero de la época, de una de
aquellas múltiples formaciones.
A su vez las capitanías debían coordinar sus esfuerzos entre sí, labor ya más propia de los capitanes
a las órdenes de su coronel, pero que también era necesario practicarlo con gran intensidad, pues la
fecunda inventiva del Gran Capitán tendrá previsto también pasar a formaciones en cruz o en círculos
concéntricos, entre otras.
Pero estos movimientos se consideraban más fáciles de realizar una vez que cada capitanía había ad-
quirido el automatismo necesario, resultado de la disciplina y buena instrucción.
Y veamos cuáles eran los Principios Tácticos y los Procedimientos 3que aplicará y para ello recurriremos
al propio líder que, con certeras y bellas palabras, nos los describe.
Un principio general, fruto de su prudencia es que «Lo que al enemigo aprovecha a vos os daña y lo
que a vos aprovecha al enemigo daña».
Hay que mantener siempre alta la moral, de tus hombres y en cualquier caso conocer a la perfección
como está, hasta el punto de afirmar «no traigas jamás tus guerreros a dar la batalla si primero no estás
seguro de sus corazones y conocido que están sin temor y que están ordenados…»
Libertad de Acción: «El Gran Capitán no pelea a la voluntad del enemigo sino cuando es su voluntad
o se le ofrece bastante ocasión para ello» porque «el buen Capitán no viene jamás a dar la batalla si la
necesidad no le apremia o la ocasión no le llama» Así, por ejemplo no aceptará el reto del duque de
Nemours de salir de Barletta a combatir. Reservas: será muy partidario de mantener fuertes reservas
que le permitan, en el momento oportuno, cambiar el centro de gravedad de la acción porque «Mejor
es en el orden de la batalla reservar más ayuda tras la primera frente que, por hacer fuerte la vanguar-
dia, enflaquecer el resto»
Planeamiento: las acciones tácticas deberán estudiarse con detenimiento para tomar decisiones bien
fundamentadas, en las que también deben influir, los medios de que se dispone, las circunstancias del
momento, el adiestramiento de las tropas, el terreno y el tiempo atmosférico, entre otros. Y pesará
mucho el enemigo, por lo que será de gran importancia la labor de inteligencia que proporcione infor-
maciones precisas sobre él, porque «Difícil es vencer el capitán que sabe conocer sus fuerzas y las de
sus enemigos».
Esas decisiones, basadas en profundas reflexiones, siempre exentas de impulsos del corazón, como
norma deben mantenerse, porque «En la batalla o en la pelea no hagáis que una escuadra haga otra
cosa, de la que primero habéis ordenado, si no queréis hacer desorden, salvo en un trance muy cono-
cido, ventajoso o necesitado». Ya que «A los accidentes repentinos con dificultad se da remedio, y a

3
Todas las expresiones, sobre los principios y procedimientos, atribuidas a D. Gonzalo, proceden del ya referenciado «Tratado de Re
Militari». Libro Séptimo.
33
El Gran Capitán

los pensados con facilidad». Es el famoso, orden, contraorden, desorden. Excepto como ya anuncia, y
aquí entra la genialidad de un general en jefe siempre pendiente de la batalla, cuando varíe algo básico
y nos ofrezca ventajas el cambio, porque «Saber en la guerra conocer la ocasión y tomarla, aprovecha
más que ninguna otra cosa».
Exige disciplina «que en la guerra puede más que el furor» y preparación física, porque «La natura
engendra pocos hombres fuertes, la industria y el ejercicio hacen muchos». Ya se habló de la gran
importancia de la disciplina, pero ahora hay que recalcar que la preparación física también era vital.
El hacer ejercicios diarios, las interminables marchas cargados con todos los arreos de la guerra y el
cuidado en general de la salud y de la moral de cada soldado, lograba profesionales sanos y fuertes, ya
que «Más vale la virtud de los guerreros que la muchedumbre de ellos». Una vez más, el nocivo efecto
de películas y novelas nos dibujan soldados bebedores y ebrios en muchas ocasiones.
Pero no, eso estaba mal visto, y es que cuando la propia vida en gran parte dependía de la firmeza de
aquellos cuadros, y se sabía que alguno de los compañeros no estaba en buena forma, y por tanto no
era seguro que soportara aquellas terribles pruebas de fortaleza física, el desprecio, el vacío y muchas
veces la expulsión de las filas, eran las consecuencias lógicas, por otra parte, por nadie deseadas.
Además les anima a mantener esa virtud tan propia del militar, la austeridad, y así «aveza a los guerre-
ros a despreciar el vivir delicado y el vestir lujurioso».
Proclama D. Gonzalo la ventaja de mantener los sitios el tiempo necesario, por duro que sea, para que
la rendición se produzca sin un excesivo gasto, en hombres y recursos, de sus fuerzas, porque «Mejor
es vencer al enemigo con el hambre que con el hierro».
Y aunque no es nada que él innovase, pero por ser la argamasa con la que toda la obra fraguaría y
alcanzaría su máximo esplendor, es necesario hablar de su capacidad de liderazgo, que no es necesario
definir porque sus hombres, capitanes y soldados que le siguen de forma incondicional, reconocen en
él al soldado extraordinario que era y lo bautizan con el mejor de los títulos para un profesional, el
de Gran Capitán. Es el líder que siempre, ante la adversidad, tiene para sus hombres palabras que les
ponían corazones nuevos. Para sus enemigos es caballeroso y generoso, y con su rey es disciplinado y
leal. Estas son las credenciales del soldado ejemplar. Liderazgo, basado en su gran prodigalidad, que
le hace entregar a saqueo su propia casa, cuando no le llegan los fondos necesarios para pagar a sus
soldados, y, sobre todo, asentado sobre su ejemplaridad, que hace que en Garellano, en los durísimos
días de diciembre previos a lo que será la victoria definitiva, permanezca junto a sus hombres enterra-
do en el mismo barro que ellos y sufriendo los mismos fríos, mientras los capitanes franceses optan
por retirarse de la primera línea en busca de un mejor confort. Liderazgo que hace que la situación
comprometida en Ceriñola, cuando vuelan unos carros de municiones con estruendosas explosiones,
los transforme en aliento a sus hombres al anunciarles que esos no son sino los fuegos artificiales, que
anuncian la inminente victoria.
Él preconizaba que no se debían, sin poner en peligro la resistencia de sus hombres, alargar las
campañas durante todo un año, y así en los meses más fríos coincidía con esa opinión tan en boga
en los demás ejércitos de suspender las campañas. Pero su inmenso genio huía sistemáticamente de
las decisiones ya definidas de antemano y así, recordando lo de que peleaba cuando «se le ofrece
34
Gonzalo Fernández de Córdoba

bastante ocasión para ello», en Garellano, en los peores momentos de aquel horrible diciembre, y
mientras los franceses, haciendo bueno el principio de que en esa época se suspendía el combate
y las unidades se reponían, lanza el ataque general y definitivo que le llevará a la victoria final en la
campaña italiana.
En la cuestión logística, para dar a su ejército más movilidad, prescindió de la variada impedimenta que
se arrastraba y la unificó, dejando solo lo necesario y asignando carruajes según el tipo de unidad, de
forma que ordenadamente se transportara todo lo necesario: picos, palas y otras herramientas para
los trabajos en el campo, las tiendas, las marmitas y demás utensilios. Y para asegurar la subsistencia,
en cualquier situación por desfavorable que fuera, se preocupó en que cada soldado llevara consigo
una cantidad de harina para poder cocerse su propio pan. Sus campamentos también se montaban
obedeciendo a normas preestablecidas sobre el terreno a utilizar y a cómo montarlo, asignando lugares
y calles para las capitanías, los caballos, los carruajes, la alimentación… de forma que cada uno tenga
su sitio, se proteja lo importante y se puedan activar sus tropas rápidamente para el combate.
¿Y cómo era el factor humano en aquel Ejército? ¿Cómo eran aquellos hombres sobre los que aplicará
sus conocimientos y que de forma tan brillante las ejecutarán con tanto brío como fe en su líder?
Habrá que hablar, en primer lugar de sus capitanes, excepcionales hombres que, según tratadistas
muy afamados, constituirán una verdadera Escuela de Estrategia que se denominará <<Hispano/Italia-
na>>4, en la que todos los países vivirán durante mucho tiempo y que en pocos años dará lugar a los
invencibles Tercios españoles que tanta gloria darán a España.
Es imposible hablar de todos ellos en unas pocas líneas, cuando cada uno merecería un tratado aparte,
pero al menos será de justicia nombrar alguno de ellos:
Pedro Navarro, experto en explosivos y considerado el primer ingeniero militar español, García de Pa-
redes (el Sansón de Extremadura), Zamudio, Villalba, Urbina, Andrade, Pizarro, padre del conquistador,
los hermanos Paz, Diego de Mendoza, el vasco Lezcano, jefe de la flota y los italianos Colonna y D´Al-
biano, italianos de familias irreconciliables pero unidos en la lealtad al Gran Capitán.
Y sus soldados: como núcleo principal contará con los españoles, bravos y resistentes en el combate
y pendenciero en la paz, y cuya corta estatura era ideal para ser enrodelados. Prefería a los hombres
procedentes de las tareas del campo, frugales y rudos, y los admitía en un amplio abanico entre los
17 y los 40 años, aunque recomendaba empezar con los más jóvenes y que se formaran junto a los
veteranos. Las bajas se producían constantemente, tanto en el combate, como por la falta de higiene
y las enfermedades, por lo que era continua la necesidad de reponer hombres.
Al soldado le movía fundamentalmente a cumplir con su obligación, el honor, del que hacía un verda-
dero culto, y el dinero, ya que los contratos los consideraban sagrados y no se admitía, sin rebelarse, el
no cobrar a tiempo y según lo convenido.
El Ejército se completaba con extranjeros, contratados a veces por unidades completas. Es la hora
de los «Condotieros», militares profesionales puestos a sueldo bajo cualquier bandera, con una muy

4
Alonso Baquer. El Gran Capitán. De Córdoba a Italia al servicio del Rey. Publicación obra social y cultural Cajasur. 2003. Pág. 87.
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El Gran Capitán

buena y seria reputación de estrictos cumplidores de lo firmado. Los suizos, habitualmente al servicio
de Francia, eran, como se ha dicho, la mejor Infantería del momento. Eficaces, fuertes y leales estaban
solicitados por los más poderosos países. Los «Lansquenetes», alemanes tudescos de las húmedas
selvas alemanas, eran fornidos soldados de tez colorada a los que les costó acostumbrarse a los secos
pedregales italianos. Como los suizos eran disciplinados y leales y los únicos capacitados para enfren-
tarse a ellos en terreno abierto.
Las tropas de D. Gonzalo se completaban con los italianos, en cuyo auxilio había acudido el ejército
enviado por los Reyes Católicos y que luchaban en su tierra por sus propios intereses.

Y veamos, finalmente, como aplica a sus campañas sus ideas, el valor y la preparación
de sus hombres, sus medios, su innata habilidad para usar a su antojo los tiempos y a su
conveniencia el terreno
El origen de las disputas de los territorios italianos es que, a la muerte de Alfonso V de Aragón, se re-
partieron sus posesiones según su voluntad, entre su hijo ilegítimo, Ferrante I (Fernando, en italiano), al
que concede el reino de Nápoles y Juan, padre de Fernando el Católico, que recibe el reino de Aragón.
Francia reclama Nápoles alegando los derechos de la casa de Anjou sobre ese reino que fue arrebatado
por Alfonso V a los angevinos en 1442.
Sicilia ya era de la corona de Aragón desde el siglo xiii.
Por el tratado de Barcelona, de 1493, Fernando recupera el Rosellón y la Cerdeña, en mano de los
franceses desde 1463, a cambio del compromiso de no ayudar en Italia a ningún enemigo de Francia,
con la excepción de al papa Alejandro VI. Pero Nápoles era feudo papal, por lo que para el rey español
estaba dentro de la excepción del tratado.
Desde el 21 de febrero de 1495, las tropas de Carlos VIII de Francia, un enorme ejército de 20.000
infantes y 5.000 jinetes, se encuentran ya en Nápoles, tras invadir Milán y después de un paseo militar
sin encontrar resistencias a su paso.
El Ejército, con el que el reino de Castilla y Aragón trata de socorrer al reino de Nápoles, es pues-
to sorpresivamente, y es probable que por indicación de Isabel la Católica5, al mando de Gonzalo
Fernández de Córdoba, un segundón, de la casa andaluza de los Aguilar, con una muy buena hoja
de servicios, pero que no parecía aún tener las experiencias necesarias para una expedición de tal
envergadura.
D. Gonzalo desembarca en Sicilia el 24 de mayo, con un reducido ejército, de volumen difícil de preci-
sar6 y que no es todavía lo que él ha proyectado; le faltan efectivos pues tiene que dotar de guarnición
a numerosas plazas y necesita tiempo para adiestrarlos.

5
Así figura, atribuido al historiador Jerónimo Zurita, en la publicación de 2003 de la Real Academia de Córdoba, «Córdoba. El Gran
Capitán y su época» pág. 239.
6
Las diferencias son grandes entre los distintos autores que oscilan entre 1.500 y 5.000 infantes y coinciden más en los hombres de
Armas que podrían ser unos 600. Se apunta también, a una acción de propaganda de la época, inflando los números para aterrar
al adversario.
36
Gonzalo Fernández de Córdoba

La situación para Carlos VIII se deterioró gravemente desde su llegada, pues a las tropelías cometidas
por sus soldados, se unió el despótico gobierno francés de aquellas tierras, lo que dio origen a la
desconfianza de los países italianos muy descontentos con la situación. Se formó así una Liga con la
república de Venecia y el ducado de Milán, al que dieron su apoyo el Papa, el emperador Maximiliano
y Fernando el Católico. Este cambio del escenario político dio lugar a que ante lo comprometido de la
situación el ejército francés se repliegue hacia el norte, dejado un virrey, el duque de Montpensier, y
unos 10.000 soldados en Nápoles, con la Calabria al mando de un buen soldado, Robert Stuart, señor
de Aubigny.
El plan del general español no es dirigirse directamente a tomar Nápoles, sino hacer una campaña
previa, precisamente en la Calabria, al sur de la capital del Reino. La orografía de esa zona permitía
practicar todo lo aprendido en la Campaña de Granada, además muchas plazas estaban desguarneci-
das y eran fieles a la casa de Aragón. Así se hizo y así se conquistaron numerosas ciudades, hasta que el
señor de Aubigny reunió todas sus tropas y se presentó en campo abierto, frente a Seminara, a pelear
con el combinado español-siciliano.
D. Gonzalo, conocedor de la falta de adiestramiento de sus tropas, de la carencia de moral de combate
de los sicilianos y sobre todo de la notable inferioridad numérica, aconsejaba no aceptar el desafío,
pero el joven rey Ferrante, al fin y al cabo inmerso aún en lo que pronto serían caducas teorías, decidió
ir al combate a la usanza de aquellos tiempos. Fernández de Córdoba, aunque todavía subordinado al
rey de Nápoles, organizó sus tropas a la defensiva, con la que sostuvo las briosas cargas de la caballería
francesa, y gracias a ello pudieron proteger al conjunto del desastre total y replegarse con sus tropas a
la amurallada ciudad. Esta sería la primera vez que D. Gonzalo no alcanzará la victoria y será la última.
En el futuro él decidiría que hacer en cada caso.
Aprovechando una enfermedad del general francés, que detuvo la campaña, D. Gonzalo, con el re-
fuerzo de peones gallegos y las tropas de Venecia, dispone ahora de 1.200 hombres de Armas, 1.500
caballos ligeros y 4.000 infantes7 y se dedica a redoblar la disciplina y al adiestramiento de unidades.
Hace a la artillería transportable a lomo de mulos y ya inicia el relevo de los ballesteros por arcabuceros,
que tanta fama alcanzarán.
Las operaciones que inicia son brillantísimas, con guerra de guerrillas de un ejército en perpetuo mo-
vimiento que ha hecho de la astucia su razón de ser. El empleo de golpes de mano, de la sorpresa
y los amagos aquí para, después de terribles marchas nocturnas, golpear allí, le dan resultados muy
eficaces, aunque no decisivos. Una tras otra se apodera de plazas fuertes, villas y poblados mientras
el de Aubigny, al mando del más moderno ejército de la época, perplejo, no sale de su asombro ante
aquellas acometidas, que no respetaban los protocolos de la guerra y que se producían en el momento
y lugar más inesperado.
Después de algunos encontronazos, de desiguales resultados, entre las tropas del rey napolitano
y los franceses, estos, unos 7.000 hombres, se encerraron en la plaza de Atella, teniendo en su
poder, prisionero, al cabeza de la familia Orsini, dispuestos a reorganizarse y batir al enemigo. Pero
el rey de Nápoles ya había pedido la ayuda de D. Gonzalo que hace acto de presencia en el campo

7
Cifras que da Lojendio en «Gonzalo de Córdoba», pág. 120. Espasa Calpe
37
El Gran Capitán

de batalla con la pompa y el boato habitual, que se convierte en alegría desbordante entre todos
los sitiadores.
Solicita ser él, con sus tropas, el que solucione el sitio. Estudió la situación y lo trató con sus capitanes.
Las posiciones del asedio dejaban que fuera de las murallas existieran fuertes avanzadillas de suizos
que defendían una serie de molinos que proporcionaban harina y agua a la plaza. Lanza un ataque a
los molinos, a la vez que sitúa a la caballería entre ellos y la plaza, impidiendo el socorro desde ella.
De nuevo sorpresa, carnicería a cargo de los enrodelados metidos entre las ordenadas picas suizas, y
rápida victoria inicial. Con un nuevo y más estrecho cerco, y sin agua ni alimentos, al poco tiempo Fran-
cisco D´Alegre, señor de Precy, pide la rendición, que significa, tras algunas resistencias muy limitadas,
la repatriación del ejército francés, el reconocimiento para siempre, de la familia Orsini al rey de España
y el completo éxito de la misión en Italia.
Muchas fuentes apuntan que es en esta batalla donde D. Gonzalo se gana, a gritos de sus propios
hombres, el precioso título de Gran Capitán8, que según otros ya se empleó en la guerra de Granada.
En Roma permanece Fernández de Córdoba unos días, en los que el papa Alejandro le pide ayuda para
que libere a la ciudad del bloqueo marítimo que los franceses, con el dominio de Ostia, hacían sobre
la Ciudad Eterna.
El pirata Menaldo Guerri era un aventurero vizcaíno, al servicio de los franceses, dueño de galeras bien
armadas y tripuladas por un tropel de mercenarios. Empujado por el rey francés, que quería castigar
al Papa y lograr la insubordinación de la Ciudad Santa, ocupó el castillo de Ostia, en el puerto natural
que cierra el acceso a Roma, que incomunicada pasaba muchas privaciones.
Para doblegar la resistencia del pirata en aquella magnífica fortaleza, D. Gonzalo enseguida organizó
un meticuloso sitio y recurrió a una nueva añagaza: intenso cañoneo sobre una parte de la muralla,
hasta que aparecieron grietas, y simulacro del ataque principal sobre aquel punto al que acudieron en
tropel los defensores para cerrar la brecha, mientras varias capitanías entraban en la fortaleza por el
lado opuesto, ahora casi desguarnecida. Cogido entre dos fuegos, Guerri tuvo pronto que capitular.
Típico de su prodigalidad, el de Montilla dejó libre a franceses e italianos, pero fue implacable con los
españoles traidores a su causa.
La entrada en la ciudad de Roma, exultante de alegría, fue otra muestra de su habilidad. En cabeza
el pirata prisionero, vencido y mugriento, detrás D. Gonzalo, con su más vistosa armadura, seguido
de aquellos terribles infantes españoles. Cuando el papa Borja le concede la Rosa de Oro, la máxima
distinción posible, él le sorprende pidiendo el perdón para el pirata que ya, para siempre, será su in-
condicional subordinado.
Solucionando en Nápoles brillantemente, multitud de problemas políticos, no será hasta el verano del
año siguiente cuando regrese a España. El propio rey le había conferido el título de duque de Santángelo.
Los Reyes Católicos, en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza, le dispensaron un recibimiento con las
más especiales muestras de afecto y deferencia.

8
Entre otros el prestigioso Jerónimo Zurita.
38
Gonzalo Fernández de Córdoba

Pero volvamos a los escenarios militares donde el Gran Capitán aplica sus nuevos métodos de guerra.
Aún en España, se le designa para sofocar una sublevación en la sierra de Las Alpujarras, lo que logró,
junto al conde de la Tendilla, con sus métodos militares, su valor personal, el de sus tropas, y su capa-
cidad de negociación.
Será en junio de 1500, cuando parta del puerto de Málaga, con 5.000 infantes y 600 caballos. Lo
más granado de los caballeros españoles siguen al líder indiscutible que ya es. Entre otros muchos le
acompañan, Diego García de Paredes, Pizarro, padre del conquistador del Perú y Diego de Mendoza,
hijo del Cardenal.
Ahora será la fortaleza de San Jorge, en Cefalonia, arrebatada por el turco a los venecianos, ante cuyos
muros se planta al mando de la expedición que, a solicitud del Papa, ha enviado el rey Católico, el cual
trata de, atacando al turco en aquella zona, asegurar Malta, Italia y a las propias islas españolas.
Antes de llegar ante el turco, con las tropas francesas ya en Milán y amenazando de nuevo el Reino de
Nápoles, D. Gonzalo, desde Sicilia, reforzará con tropas las plazas calabresas y reparará las fortalezas.
Allí recibió el refuerzo de otros 2.000 peones.
Al mando del capitán albanés Gisdar, 700 jenízaros, los más fanáticos y preparados soldados del Ejército
turco, resistían sin desmayo el cerco de los venecianos desde hacía cuatro meses, en la casi inaccesible forta-
leza, situada en la cumbre de una alta y escarpada roca. D. Gonzalo, infatigable negociador, intentó como
primera medida una rendición pactada, pero el albanés, más temeroso por su sultán que por los propios
españoles, anunció que todos ellos morirían antes que rendirse. El terrible bombardeo de las pelotas de
hierro fundido arrojadas por los basiliscos venecianos y el tremendo cañoneo de las bombardas españolas
se unieron a las minas de Navarro, hasta conseguir derribar un lienzo de muralla, al que se dirigieron las ca-
pitanías españolas. La salvaje defensa de los jenízaros detuvo este ataque y cuantos después se intentaron.
Según pasaron los días sin éxito, la hambruna se fue apoderando de los españoles hasta el punto de
poner en peligro el cumplimiento de la misión. Después de cincuenta días de asedio y con el retorno
de dos navíos con víveres, enviados previsoramente a Calabria y Sicilia, volvió el ánimo a los españoles
y decidió al G. Capitán a dar el asalto definitivo. Para debilitar a los jenízaros, toda la noche anterior
mediante un continuo bombardeo y el nutrido fuego de los arcabuces, se les mantuvo en vigilia ante la
amenaza de un ataque nocturno. La desapacible mañana siguiente comenzó con la consabida arenga
de aquel genio a sus hombres, recordándoles quienes eran y lo que ya antes habían hecho.
La fortaleza se atacó por dos puntos a la vez, trepando la muralla y alcanzando la plaza con gran número
de bajas y un equilibrio absoluto en la lucha que una vez más rompió D. Gonzalo, colocando en un tercer
punto un puente de madera, construido la noche anterior, por el que entraron con enorme vigor y sin
clemencia, varias capitanías de reserva. Sobre los cadáveres de los jenízaros, aquel día de la Nochebuena
del año 1500, se izaron la Banderas de los Reyes de España, la de Venecia y la Cruz de la Cristiandad.
Cuando el victorioso ejército español desembarca en Sicilia, lanza inmediatamente a la Calabria, una
importante tropa que refuerza Nicastro.
Y es que desde el verano anterior, como ya se dijo, un inmenso ejército francés, de 24.000 hombres
con gran cantidad de caballería y 58 de los mejores cañones de aquella la mejor artillería del mundo ya
está en Milán y amenazan de nuevo al resto de Italia.
39
El Gran Capitán

El Tratado de Granada9, firmado entre Francia y España, deliberadamente confuso y que ignoraba los
derechos de Federico I rey de Nápoles, suponía un débil freno a la inminente guerra, pero respetaba
para España Calabria, la Apulia y la mitad del Reino de Nápoles. Parte pues D. Gonzalo, ya nombrado
«Lugarteniente General en Sicilia y Calabria», con sus tropas para hacer efectivo el tratado. Aquel ejér-
cito expedicionario contaba tan solo con 300 hombres de Armas, 300 jinetes ligeros y 3.800 infantes
y fue absorbiendo bandas de españoles errantes.
Los franceses por su parte, avanzaban ya prestos a tomar Nápoles, bajo el mando militar del señor de
D´Aubigny, vuelto al escenario de sus derrotas, pero que para la campaña deberá supeditarse al joven
duque de Nemours, Luis D´Armagnac, nombrado por Luis XII, virrey en Italia.
En aquellos momentos previos al inicio de la campaña, D. Gonzalo solicita refuerzos de España y nego-
cia la importante colaboración de Próspero Colonna, de la gran Casa italiana. Toma al asalto Cosenza y
Roca Imperiale, esta última para no dejar tanto espacio a retaguardia sin puntos de apoyo intermedios,
y se dirige hacia Tarento, defendida por una capitanía francesa y dos de gascones, y objetivo vital por
su situación y por encontrarse dentro el duque de Calabria, joven de 14 años heredero directo del
trono de Nápoles, y por tanto baza importante para una futura negociación.
Cercada ya a mediados de septiembre, las atenciones del gran estratega D. Gonzalo con el heredero
del trono hicieron que transcurrieran tres meses sin siquiera cañonear la fortaleza, en espera de una
rendición pacífica que no se producía. Entre los españoles el frío, las enfermedades, el hambre, el retra-
so de las pagas y la falta de actividad, hicieron estallar, encabezado por uno de sus capitanes, un motín
que hubo de atajar D. Gonzalo personalmente, con su conocida sangre fría y capacidad de liderazgo.
El capitán rebelde, al día siguiente, colgaba de una soga.
El apresamiento de una nave genovesa con una carga de hierro para el turco, que vendida le supuso
100.000 ducados con los que pagar a los soldados, puso fin a los conflictos.
Tarento estaba rodeada de agua prácticamente por todos los lados: el mar Jónico y una laguna, «il Mare
Piccolo», a sus espaldas y unidos tan solo por una franja de tierra pantanosa. Por el lado de la laguna
estaba descartado un ataque naval y por tanto las defensas eran mínimas. Descubierto el punto flaco,
el genio del de Montilla ideó un plan para el ataque: Puso a sus hombres a talar grandes árboles con los
que construir gigantescos rodillos que colocados en la lengua de tierra pantanosa, sirvieran de carril a las
veinte grandes barcazas artilladas de la flota de Lezcano que, arrastradas por bestias y el empuje de sus
propios soldados, alcanzaron la laguna desde la que cañonearon a placer la plaza, a la vez que se com-
pletaba el cerco impidiendo el paso de personas y vituallas. El uno de marzo de 1502, se rendía la plaza
y el joven heredero, más adelante será enviado a España, dándole así al rey Católico la baza negociadora
ya mencionada. El Gran Capitán con esta victoria se hacía con el sur del reino de Nápoles.
Con la llegada del joven de 22 años, Louis D´Armagnac, duque de Nemours, con órdenes de su rey
de parlamentar sobre la división del reino de Nápoles, se inician unas negociaciones que a nada llevan
pero que dan a Don Gonzalo un tiempo precioso para adiestrar a sus tropas y esperar los refuerzos que
traten de equilibrar al inmenso ejército francés.

9
Fue firmado el 10 oct de 1500 en Francia y ratificado por los Reyes Católicos el 11 nov en Granada.
40
Gonzalo Fernández de Córdoba

No es hasta el verano cuando el ejército español, después de reforzar sus plazas en la Calabria y la Apu-
lia, se encierra en Barletta que dispone de un buen fondeadero. Esta decisión no era compartida por
algunos de sus capitanes, pero a la postre demostraría la habilidad del Gran Capitán al, manteniendo
los intereses de D. Fernando en Sicilia y Calabria, orientarse al Adriático, en Barletta y más al norte en
Manfredonia, por donde le podrían llegar, teniendo el mar dominado por su escuadra a su espalda, re-
fuerzos del emperador Maximiliano y aprovisionamiento desde Venecia, gran aliada de España. Terreno
adentro, Canosa era la plaza que podía cerrar el acceso de los franceses, y allí sitúa a Pedro Navarro
con 500 soldados, con el compromiso de mantenerla a toda costa, porque «sobre esta piedra tengo
que preparar toda la guerra por venir»10.
Los 150 sobrevivientes, banderas al viento, famélicos y sangrando pero con todos los honores, rindie-
ron la plaza tres días más tarde, solo cuando así lo ordenó su general. Fueron detenidos apenas dos
kilómetros más adelante por los franceses que desconfiaban de que dentro no quedaran aún unos
miles de hombres, como parecía por la defensa que habían hecho.
Desde el 15 de agosto, Barletta está ya cercada por 3.000 jinetes y 4.000 infantes franceses.
Los españoles no dejan de hacer salidas que descomponen al duque de Nemours, que no comprende
cómo tan desgreñados soldados pueden destrozar a sus flamantes suizos, sorprendidos comiendo uvas
en una viña, e incluso a su caballería, siempre que no fuera a campo abierto y en combate franco.
Y es que Don Gonzalo, da como irreversible la situación militar entre ambos ejércitos. La imponente
caballería gala, es la mejor de toda Europa; la artillería francesa, es demasiado pesada pero igualmente
está a la cabeza de todo lo existente en el viejo continente. La disciplinada infantería suiza, tampoco
tiene parangón, aunque se está negociando la inminente llegada de 2.000 lansquenetes que los con-
trarresten. Pero toda esta supremacía desaparece al hablar de tropas ligeras: la calidad de sus jinetes,
arcabuceros, rodeleros e incluso su nueva artillería a lomo, siempre que operen según las normas de la
irregular guerra de guerrillas, se impone con claridad.
No obstante D. Gonzalo debía, para mantener la moral de sus tropas y poner en entredicho la ca-
pacidad de las francesas, hacer operaciones de más calado y así, una heladora noche de febrero,
un importante contingente de 400 hombres de Armas, 600 jinetes y 3.000 peones, con el apoyo de
bombardas y falconetes, salió con todo sigilo y cerco la plaza de Ruvo. Tras unas horas de fuego de
las 4 bombardas, una torre se derrumbó y por allí, tras encarnizada resistencia de los defensores de
la fortaleza, entraron, con su general al frente, los rudos españoles que con una furia infinita y calle
por calle fueron acabando con cuanta persona empuñara armas. Desvalijaron la ciudad y lo que no se
pudieron llevar lo destruyeron. El propio Señor de la Pallisse fue hecho prisionero.
D. Luis D´Armagnac, que apercibido del ataque por de la Pallisse, no había querido acudir en socorro
de la plaza, desconfiando como siempre de las verdaderas intenciones de D. Gonzalo, cuando al fin
llegó, ya sin rastro de españoles, no pudo hacer más que enterrar a los 1.500 muertos que se encontró.
Especialmente duro fue cuando el duque de Nemours, después de unos días de un calor asfixiante,
decidió aflojar el cerco y volver a sus cuarteles.

10
Martín Gómez. El Gran Capitán. 2000. Pág. 98. Almena.
41
El Gran Capitán

En ese movimiento retrogrado, el Gran Capitán le sorprende una vez más.


Ahora con un amago de ataque a la retaguardia francesa que vuelve gru-
pas hasta caer en la emboscada tendida por los españoles. La acción su-
pone graves pérdidas para los franceses, con muchos cautivos y deja un
importante botín para los españoles. Aunque sigue en gran inferioridad de
medios, la moral ahora está de parte de las tropas de D. Gonzalo. El duque
ya no recuperará nunca la seguridad en sí mismo y siempre sospechará de
su adversario alguna jugada oculta que no le dejará razonar objetivamente.
En carta fechada el 13 de septiembre de 1502, el rey Católico comunica
a Fernández de Córdoba que España y Francia están oficialmente en gue-
rra. La situación ahora obedecía a la realidad.
En total, procedentes de España y Alemania, que envía 2.000 lansquene-
tes, y con las tropas de la propia Calabria, ahora D. Gonzalo cuenta con
un refuerzo de 710 hombres de Armas, 1.000 jinetes y 8.100 infantes.
Pero no todas llegan a Barletta, como D. Gonzalo hubiera querido, pues
parte del contingente queda, por orden del rey Católico, en Sicilia y Cala-
bria donde quería mostrar gran firmeza en sus compromisos con aquellas
tierras. Las buenas noticias se completan con las escuadras llegadas de
Venecia y Sicilia, con mercancías, trigo y dinero.
Pasados ocho meses de cerco, los importantes refuerzos recibidos supo-
nían ingentes problemas de logística e incluso de higiene, y apretaban al
Gran Capitán a plantearse una batalla en campo abierto. Pero su ingenio
y los nuevos procedimientos le aconsejaban tener en cuenta el terreno y
el momento en que dar la batalla.
Pasado el mediodía de aquel 28 de abril de 1503, se dio la orden de mar-
cha. De Barletta salieron prácticamente todos los hombres operativos.
Pernoctaron, poco antes de llegar al río Ofanto en la legendaria Cannas,
donde Aníbal aniquiló a las legiones romanas. Allí celebró reunión con sus
capitanes, a los que oyó, como siempre, con toda atención. D. Gonzalo
tuvo que elegir entre las dos opciones planteadas, presentar combate allí
mismo con el flanco apoyado en el río, como hizo el caudillo cartaginés,
o buscar otro lugar de más fácil defensa. Esta última fue su decisión, y el
lugar elegido la falda de la elevación que culmina la plaza de Ceriñola.
Casi simultáneamente, el duque de Nemours, ya conocedor de la marcha
de los españoles pero siempre falto de información sobre si era el total o
solo una parte de las tropas españolas lo que abandonaba Barletta, pues
la eficaz acción de los jinetes de Fabricio Colonna no les dejaba resquicio
Reproducción de la espada
atribuida a Gonzalo Fernández
a obtenerla, interpuesto como estaba entre ambos ejércitos, convocó re-
de Córdoba, “El Gran Capitán”. unión de capitanes en la que hubo agrias discusiones y posiciones muy
© Patrimonio Nacional enfrentadas. La gran mayoría de sus capitanes, valientes y pura repre-
42
Gonzalo Fernández de Córdoba

sentación de los principios medievales, eran partidario de atacar ya, pero es de señalar que porque
les faltaba agua, no tenían un campamento bien asentado y protegido y consideraban que las tropas
españolas estarían muy cansadas después del gran esfuerzo realizado.
Sus capitanes no confiaban en el jefe; ellos se consideraban los auténticos militares y pensaban que el
virrey no era sino un mozo sin ninguna experiencia como guerrero. Pero el de Nemours había ya apren-
dido en sus carnes las consecuencias de la falta de prudencia, y se mostraba reacio a dar el combate
ya. Él prefería esperar al día siguiente, con mejor luz y más información sobre las posiciones españolas,
porque «los españoles vienen muy ganosos de pelear y muy desesperados y jamás habrá de pelear
nadie con su enemigo cuando éstos desean mucho la batalla, principalmente si son españoles». 11
Superado por tanta mayoría y herido en su amor propio, D. Luis D´Armagnac, que incluso fue ame-
nazado con que se informaría al monarca de su improcedente y cobarde actitud, se unió a la mayoría
de sus capitanes y tomó la decisión, esperada y deseada por D. Gonzalo, de lanzar el ataque inmedia-
tamente, no sin aclarar, con palabras propias de aquellos caballeros del medievo: «así no sirvo bien al
Rey, pero muriendo en el campo de batalla, al menos, salvaré mi honor».12 Palabras premonitorias del
resultado de la batalla y de su propio fin.
La columna que marcha hacia Ceriñola consta de un grueso de 400 hombres de Armas y toda la infan-
tería española e italiana, seguidos por los lansquenetes alemanes de von Ravennstein dando protec-
ción a los equipajes y al tren de artillería, y una retaguardia de 200 jinetes de Francisco Sánchez y 200
hombres de Armas del duque de Termes. Protegiendo el flanco, un par de kilómetros hacia el enemigo,
Fabricio Colonna, con 400 caballos.
Esta marcha es una de las acciones más significadas de la campaña. En ella se alcanzó el cenit de ese
espíritu de marcha que, aún hoy en día, se enseña en los centros militares de instrucción, como pri-
mordial en la formación integral de un guerrero. Eran 30 kilómetros de aquella desolada tierra italiana,
arenosa y sin vegetación, con los incipientes calores de un brillante día de abril, que literalmente cocía a
los sedientos hombres bajo sus pesadas armaduras, mientras como autómatas se dirigían, obedecien-
do las órdenes de su líder, al lugar adecuado para dar la batalla, a donde había que llegar con algún
pequeño margen de tiempo para organizar la defensa según las brillantes ideas de D. Gonzalo. Espe-
cialmente duro fue aquello para los alemanes procedentes de las húmedas selvas de Centroeuropa, a
los que hubo que ayudar montando a la grupa de los caballos de la columna, cosa que hizo incluso el
Gran Capitán con un alférez tudesco.
Vital, en tales circunstancias, fue la ayuda que proporcionó un soldado, Medina, en realidad Pedro Gó-
mez pero que era de Medina del Campo, que apareció con cuatro carretas llenas de vino y bizcochos
que repartió y significó un aporte calórico y de moral que les empujó para alcanzar el ansiado objetivo.
Aun así, casi medio centenar de aquellos bravos soldados, extenuados y ya sin fuerzas, quedaron para
siempre en la cuneta del camino en el cumplimiento del deber. A Medina se le quedarían para siempre
en la cabeza las palabras de D. Gonzalo «Medina, vos sois el vencedor de esta batalla»13

11
L uengo. El Gran Capitán. 1942. Pág. 187. Biblioteca Nueva.
12
Sanz Sampelayo. Córdoba. El Gran Capitán y su época. 2003. Pág.193. Real Academia de Córdoba.
13
Lojendio. Gonzalo de Córdoba. 1965. Pág. 214. Espasa Calpe.
43
El Gran Capitán

Ceriñola, pueblo y castillo, ahora en manos de unos pocos gascones, permanecen en lo alto del Cerro
Mediano, que desciende suavemente hasta un pequeño foso de defensa que la circunvala. Esa zona
estaba cubierta de viñas, algún olivar y cercas de piedra para el cobijo de los rebaños.
Este fue el lugar, alcanzado a las cuatro de la tarde, elegido por el genio del de Montilla para dar la
batalla. En medio del desconcierto de la llegada y el ansia por aplacar la sed en un cercano riachuelo de
agua fresca, hubo que poner a los hombres a trabajar frenéticamente: había que profundizar y ampliar
el foso que corría por la parte baja y esa misma tierra emplearla para elevar el parapeto al que, en su
parte exterior, se clavaron, alambres, garfios, hierros y tallos de vides secas duras y con tallos punzantes
como clavos. También las cercas se aprovecharon como verdaderas trincheras, asomadas y con gran
visibilidad sobre eso que hoy día llamaríamos un foso contra carro, precedido de un campo de minas,
en este caso tendido delante de los caballos.
El Gran Capitán, cabalgando al tordo Santiago, un caballo brioso y de gran alzada, y siempre celoso
de su porte externo, llevaba una coraza española carmesí y sobre ella un peto con cruces rojas en el
pecho y en la espalda.
Iba con el rostro al descubierto pues como dijo a su tío, Diego de Arellano, que le pedía se cubriera
«Señor tío, los que hoy tienen el cargo que yo y tal día como hoy no han de cubrir el rostro».14
Se movía D. Gonzalo de lado a lado impartiendo órdenes y «animando a cada soldado, y nombrando
a todos por sus nombres»15.
A estas alturas, y tras los trabajos de organización del terreno, las unidades están ya desplegadas, en
espera del ataque francés. Apostados sobre el foso, en vanguardia, dos compañías de arcabuceros de
250 hombres cada uno, o sea 500 bocas de fuego. Tras ellos, en el centro los 2.000 piqueros lansque-
netes de Hans von Ravennstein, escoltados, a su derecha por 2.000 rodeleros y alabarderos de los capi-
tanes Pizarro, Zamudio y Villalba y a su izquierda por los 2.000 peones de García Paredes. A la derecha,
y algo separados para poder intervenir con holgura, los 400 hombres de Armas de Diego de Mendoza.
A la izquierda, separados, pero a la altura de los infantes de Gª de Paredes, prestos a intervenir, otros
400 hombres de Armas españoles e italianos de Próspero Colonna y muy a la izquierda, fuera práctica-
mente del despliegue, separados para no interferir en los posibles desplazamientos envolventes de la
infantería, los 800 jinetes ligeros de Pedro Paz y Fabricio Colonna.
Dominando la pendiente, en el lugar más elevado y llano del despliegue, en posición excelente para la
acción artillera, las 13 bocas de fuego.
A pesar de las cifras dadas, en cuanto a las fuerzas en presencia, no se puede afinar para llegar a cifras
más exactas pues hay que precisar que las diversas fuentes consultadas marcan algunas diferencias,
pero lo más importante es concluir que ambas eran muy parejas, en torno a los 7.500 hombres.
La caída de la tarde anunció la polvareda de la vanguardia francesa, vencida a su derecha y constituida
por su imparable caballería pesada, 250 hombres de Armas, lo más selecto de las tropas francesas al

14
 artín Gómez. El Gran Capitán. 2000. Pág. 124. Almena
M
15
Luengo. El Gran Capitán. 1942. Pág. 191. Biblioteca Nueva.
44
Gonzalo Fernández de Córdoba

mando del propio virrey. Le seguían por el centro, escalonados y algo retrasados, 7.000 piqueros suizos
y gascones al mando del prestigioso coronel Chandieu, y cerraban los 400 jinetes italianos de Ivo D´A-
llegre. Las 26 piezas de aquella impresionante artillería de la mejor fundición y de diversos calibres, se
asentó en cuanto pudo y empezaba ya a bombardear la posición, aunque contra un terreno elevado,
hay que decir que con poco resultado.
Una de estas bombas, o un descuido de un artillero que derramó pólvora al lado de una carreta de
municiones, la hizo estallar. Momento clave cuando se iniciaba el ataque galo, que podía cambiar el
signo de la batalla: silencio sepulcral, tras el estallido y las miradas de los soldados que se dirigen a
su General que, siempre líder y dueño de todas las situaciones, grita a todo pulmón que eso no son
sino las luminarias de la victoria. Salvada la difícil situación se renuevan los ánimos en los corazones de
aquellos valientes.
Si detuviéramos la imagen, y pidiéramos opinión a los mejores expertos en la materia, comprobaríamos
como la derrota francesa estaba asegurada. Si nos proyectamos a los tiempos modernos, el escenario
sería: una masa de carros, solo apoyada en su capacidad de choque y aplastamiento, se lanza contra
una posición enemiga rodeada por un foso contra carro, potenciado por campos de minas contra carro
y contra personal y batido desde las posiciones por un denso fuego que se combina con el obstáculo.
Y así fue, al estilo medieval aquella impresionante masa de la caballería francesa inició el movimiento
a los sones de sus propias cornetas, pasando sucesivamente del paso, con las lanzas en los estribos, al
trote y al galope, ya armas en ristre. Las tácticas de ataque no tenían discusión, aquellas pesadas masas
que formaban el jinete, caballo, armaduras y armas, aplastarían y abrirían las brechas por donde los
imparables piqueros entrarían aniquilando al contrario.
Aquella carga, a pesar de la fe en el triunfo y del indomable valor de jinetes y caballos, fue perdiendo
fiereza según las bombardas españolas acertaban entre sus filas, produciendo caídas de caballos que
se fueron acentuando, según tropezaban con los obstáculos preparados al efecto y que culminaron a
los treinta metros con las ordenadas descargas, por filas, de los arcabuceros. La imposibilidad de salvar
aquel obstáculo llevó a la caballería francesa a un movimiento paralelo al frente, en busca de una salida
hacia la posición de los españoles, lo que les convirtió en blanco fácil.
Muchos caballos llegaron a caer en el foso siendo acribillados sus jinetes. El propio duque de Nemours,
herido por tres veces, cayó muerto allí delante.
Pero detrás de ellos y como saliendo de las tinieblas, en aquel declinar de la luz solar, aparecieron las
70 filas de 100 suizos y gascones.
Al redoble de sus tambores, aquella auténtica caja de extraordinarios movimientos internos, impertur-
bable a las numerosas brechas que en sus filas se habían producido por las bajas entre sus mejores sol-
dados situados en vanguardia, alcanzaron la cresta del terraplén donde chocaron con los lansquenetes
que instruidos en sus mismas técnicas, y con la ventaja de la posición dominante, pudieron detener
aquel tan extraordinario empuje.
Era el momento esperado por el Gran Capitán, hombre al fin y al cabo del medievo, que quiere partici-
par en la lucha sin medir lo que su falta pueda suponer. Lanzado él mismo, contra los franceses, ordenó
45
El Gran Capitán

que sus tropas, tras replegar a los arcabuceros, le siguiesen colina abajo y que Colonna atacase el ala
derecha francesa, donde se debatían entre la muerte y la derrota los restos de la caballería francesa,
que salvó lo que pudo retirándose de aquel holocausto, eso sí tropezando con los esforzados suizos
que seguían porfiando en su empuje a vanguardia y a los que destrozaron su flanco.
Casi a la vez, los capitanes españoles con sus 1.500 infantes enrodelados penetraron como rayos entre
las picas de los suizos comenzando una metódica y sangrienta carnicería, a la que se unió García de
Paredes con otros 1.500 peones que deshicieron a los bravos helvéticos aferrados con furia a la defen-
sa de sus pendones. El ataque, envolviendo por retaguardia de la caballería ligera española, puso la
rúbrica marcando el final de aquella esplendida formación de suizos. Fueron muchos de ellos los que
quedaron en esas tierras para siempre, incluido su jefe Chandieu, que tanto había porfiado para que
se diera la batalla cuanto antes.
Se generalizó la huida que confirmaba la victoria española, a la que siguió una larga y cruenta persecu-
ción. La actitud de Ivo D´Alegre, que dio la vuelta con sus escuadrones y salió del campo de batalla, fue
quizás la discordante nota entre tanto valor derrochado por ambas partes. Más de 3.000 franceses por
solo un centenar de españoles, quedarían allí enterrados para siempre. Además más de 500 prisioneros
quedaron a la espera del jugoso rescate que suponían.
No fue una batalla decisiva ni por el número de combatientes ni por la zona conquistada, pero signi-
ficó, por los procedimientos empleados, el salto definitivo de los ejércitos españoles del medievo a la
modernidad.
El propio rey Luis XII de Francia enterado de la derrota de sus tropas y de la piadosa actitud de respeto
hacia su virrey, al que el Gran Capitán había mandado enterrar con los máximos honores, no pudo por
menos que exclamar:«No tengo por afrenta ser vencido por el Gran Capitán de España; porque merece
le dé Dios aún lo que no fuese suyo porque nunca se ha visto ni oído capitán a quien la victoria haga
más humilde y piadoso»16
Ya victorioso, Gonzalo Fernández de Córdoba entra en Nápoles que se le rinde sin condiciones, aunque
aún habrá de conquistar los dos castillos de la ciudad en los que se atrincheran los restos franceses y
cuya resistencia cesará en poco tiempo ante las minas de Navarro.
El Gran Capitán tiene sitiada a Gaeta, la última plaza en poder de los franceses, cuando se produce
una reacción de Luis XII, que demasiado orgulloso y en el trono de la nación más poderosa de Europa,
organiza tres nuevos ejércitos.
Dos para entrar en España por el Rosellón y las Vascongadas y un tercero al mando del prestigioso
general Luis la Tremouille para reconquistar Nápoles.
También organizó el monarca francés una nueva escuadra, para cerrar todo apoyo que se tratara de
hacer llegar a D. Gonzalo desde España.
Ante este nuevo panorama, debe el Gran Capitán retirarse del cerco y aprestarse a enfrentarse al
enorme ejército francés, ahora por enfermedad de la Tremouille al mando del antiguo capitán general

16
Luengo. El Gran Capitán. 1942. Pág. 198. Biblioteca Nueva.
46
Gonzalo Fernández de Córdoba

de la Liga Santa, marqués de Mantua, poco querido por sus tropas por ser veneciano. Pero el ejército
francés no se dirige directamente a Nápoles, permaneciendo frente a Roma como amenaza para que
se nombrara Papa, en el cónclave que se estaba celebrando tras el fallecimiento de Clemente VI, al
candidato de Luis XII. Un precioso tiempo, por otro lado malgastado pues finalmente no logró su ob-
jetivo. Está perdida de tiempo, sin haber caído inmediatamente sobre Nápoles, fue bien aprovechada
para la reorganización de las tropas españolas y resultó crucial pues ya había entrado el invierno, con
torrenciales lluvias que dificultaban enormemente las operaciones militares.
Porque falta Garellano, no una batalla sino toda una serie de operaciones en las que explotará todo
el genio militar de D. Gonzalo. La misión es, ocho meses después de la victoria de Ceriñola, cerrar el
paso, con tan solo unos 14.000 hombres, al poderoso ejército de unos 36.000 hombres de Luis XII. El
genio estratégico del general español elige para la futura batalla a la parte alta del río Garellano, que
allí se denomina Liri, y a las cenagosas riberas del propio Garellano cerca de su desembocadura, donde
se situaba un fuerte puente de piedra, defendido por la llamada «Torre del Garellano».
En la primera fase de la campaña, en las partes altas del río, el Gran Capitán se preocupa de tener al
ejército francés, todo él, al lado derecho de la corriente, mientras él, tras la toma de Montecasino, se
sitúa a la izquierda. Descarta así el enfrentamiento en campo abierto y continúa con su clásica «guerra
guerreada», a base de guerrillas que quebranta al enemigo sin riesgos propios.
Desde el norte se produce una marcha de ambos ejércitos, en paralelo al río, hasta que, el 31 de octubre,
acampan ambos separados prácticamente por la corriente fluvial. Ambas orillas, con la francesa algo do-
minante y con facilidades para someter a los españoles a un continuo cañoneo, están encharcadas y los
temporales de viento y agua se suceden sin cesar. Todo el mes de noviembre y parte del de diciembre, se
emplea en numerosas escaramuzas e intentos de los franceses que tratan de sorprender a los españoles
con un rápido cruce del río que, cuando se produce, es finalmente rechazado. Vital importancia tiene la
porfiada defensa de la Torre del Garellano, llevada a cabo por el bravo y diminuto capitán español Pedro
de Paz, que contuvo de forma heroica al capitán francés Bayardo, el caballero sin miedo y sin tacha, que
trataba, una vez más, de forzar el paso para dar la ansiada batalla en campo abierto.
Inmovilizados ambos ejércitos, se pone a prueba la resistencia de cada uno según se van incorporando
al escenario, más lluvia y frío, el hambre y las enfermedades, sobre todo la peste. El vencedor será
el que más cuide la moral de los suyos y éste será el español, cuyos capitanes comparten todas las
penurias con sus hombres mientras los mandos franceses buscan mejores condiciones de vida más a
retaguardia.
En una nueva añagaza, Fernández de Córdoba, en los días que preceden a la fiesta de Navidad, se
retira de la línea avanzada, engañando a los galos que lo consideran como una renuncia a combatir en
esas condiciones y una invitación a esperar que se suavicen las condiciones climáticas.
Después de un breve descanso en los pueblos de la retaguardia, aprovechando la tregua pactada de
dos días, el 27 de diciembre salía de Sessa el Gran Capitán, con el grueso de su ejército y llevando un
puente de pontones transportable para cruzar, en medio de un terrible temporal y por un estrecha-
miento, el río Garellano, 6 millas al norte del campamento de los franceses que no se apercibieron de
tal maniobra.
47
El Gran Capitán

El extraordinario ejército de Luis XII, al mando ahora del marqués de Saluzzo, que ha relevado al de
Mantua, es ahora una masa descompuesta y sin moral de combate. Sorprendidos y con sus jefes di-
vididos, tratan de retirarse sobre Gaeta, hacia donde ya se dirige, para cortarles el paso mediante un
enérgico movimiento envolvente por el norte, la columna de caballería de Albiano y los hombres de
Armas españoles. A la vez, y por el sur, la columna de infantes española de Andrade y Mendoza cruza
por un improvisado puente de barcas y se dirige, formando la otra pinza de la tenaza, a marcha forzada
sobre Gaeta.
El choque de las dos fuerzas casi dobla el pulso a los españoles que sufren gran número de bajas, pero
la llegada de D. Gonzalo con Paredes y otros capitanes al frente del grueso de las fuerzas ( lansquene-
tes alemanes) dieron la vuelta al choque.
Ya muy cerca de Gaeta, junto al puente de Mola, la acometividad y la bravura de los españoles, batía
a la gloriosa caballería francesa que firmaba así su último combate en tierras italianas. Cercados en la
casi inexpugnable fortaleza de Gaeta, la resistencia francesa duró poco.
El viejo contrincante de D. Gonzalo, el Señor de D´Aubigny, rindió la plaza, el 2 de enero de 1504, di-
ciendo: «No sé qué virtud alabar más en vuestra señoría si la de las Armas o la liberalidad, porque con
la una ganáis reinos y vencéis a las gentes y con la otra ganáis las voluntades…
Un solo consuelo llevamos los malaventurados que a Francia volvemos vivos, haber sido vencidos por
un capitán que su gente de guerra tiene por mejor buenaventura morir que desplacelle (disgustarle),
sin les dar paga, ni comer ni vestir»17
La firma de la paz entre Francia y España (Tratado de Blois, 1505), incorpora el reino de Nápoles a la
corona española, hasta el siglo xviii. Se consagrará así la fuerza que durante dos siglos iba a dominar
Europa, la mejor Infantería del mundo, que ahora tiene apellido: española.
D. Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Sessa, Terranova y Santángelo, pero luciendo sobre todo
el título ganado de boca de sus soldados de Gran Capitán, con 51 años y en el apogeo de su fama y
gloria, envainaba su invicta espada de soldado, cerrando la historia de sus extraordinarias campañas
militares.
José Mollá Ayuso
General de división (R)

17
Martín Gómez. El Gran Capitán.2000. Pág. 180. Almena.
48
Gonzalo Fernández de Córdoba

Bibliografía
Martín Gómez, Antonio Luis. (2000): El Gran Capitán,
Ed. Almena. Madrid
Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur. (2003): De Córdoba a Italia al servicio del Rey. Córdoba.
Marqués, J. El Gran Capitán. Ed. Dalmau Carles. Gerona.
Ruiz-Domenéc, José Enrique. (2002): El gran Capitán. Retrato de una época. Ed. Península. Barcelona
Real Academia de Córdoba. Publicaciones de la Real Academia. (2003): Córdoba. El Gran Capitán y su
Época. Córdoba.
De Lojendio, Luis M. (1965): Gonzalo de Córdoba. Ed. Espasa Calpe. Madrid.
Luengo, Luis Alonso. (1942): La España Imperial. El Gran Capitán. Ed. Biblioteca Nueva. Madrid.
De Salazar, Luis. (1536): Tratado de Re Militari (2000). Ed. Ministerio de Defensa. Madrid
De Monteliu, Manuel. (1933): Vidas de grandes hombres. Ed. J.G. Seix y Barral Hermanos. Barcelona.
Cabal, Juan: (1942): El Gran Capitán. Ed. Juventud. Barcelona.

Monumento al Gran Capitán. Autor: Mateo Inurria. Córdoba


El Gran Capitán: de Nápoles a Loja
El año de 1504 marcó un antes y un después en la vida del Gran Capitán. Ya era virrey de Nápoles,
tras las grandes victorias que habían obligado a los franceses a pedir la paz y abandonar el Regno que
ahora quedaba incorporado a la Corona de Aragón. Gonzalo Fernández de Córdoba, el segundón
del linaje de los Aguilar, que había nacido en Montilla en 1453, el mismo año que los otomanos se
apoderaban de Constantinopla liquidando definitivamente el imperio bizantino, era una de las gran-
des personalidades de la Italia del Renacimiento. Ya había cumplido los cincuenta años y ahora era un
hombre muy diferente al que había vivido la mayor parte de su adolescencia y juventud en el ambiente
rural de su Montilla natal. La villa en la que había nacido estaba emplazada a pocas leguas de la fron-
tera musulmana, cuando el reino de Granada todavía era gobernado por los sultanes nazaríes. Aquel
era un mundo cerrado, agrario y de horizontes muy limitados. A quien sus contemporáneos conocían
como el Gran Capitán nada tenía que ver con aquel vástago menor del linaje de los Aguilar. Había sido
recibido por el Papa, quien lo condecoró con la Rosa de Oro –máxima distinción pontifica–, tras haber
liberado el puerto de Ostia del dominio de los franceses. Era admirado por las grandes familias de la
aristocracia romana y ostentaba los títulos de duque de Terranova y de Santángelo. Muy lejos quedaba
el episodio en que fray Antonio de Hinojosa, prior de monasterio de Valparaíso, el cenobio que los
jerónimos tenían a una legua de Córdoba, en la falda de Sierra Morena, había rechazado su petición
de ingresar como novicio. Lejos también quedaba el tiempo en que había sido alcaide de Íllora y era
tan sólo uno de los capitanes de lanzas que luchaban contra los musulmanes en la guerra de Granada.
Ese año de 1504, a finales de noviembre, tenía lugar la muerte de la reina Isabel, la gran valedora de
Gonzalo. Al Gran Capitán le llegó la noticia a través de unos mercantes franceses que arribaron al puer-
to napolitano En su testamento, la reina Católica dejaba en manos de su esposo la gobernación de la
Corona de Castilla, nombrándolo regente. El documento, otorgado el 12 de octubre de aquel mismo
año, señalaba textualmente: «Acatando la grandeza y excelente nobleza del Rey, mi Señor, e la mucha
experiencia que en la gobernación de ellos (reinos y señoríos) ha tenido e tiene; e cuanto es servicio de
Dios e utilidad e bien común de ellos, que en cualquier de los dichos casos sean por su Señoría regidos
50
Gonzalo Fernández de Córdoba

e gobernados»1. Los últimos años de


la reina habían estado presididos por
las desgracias familiares entre las que
se encontraban los desvaríos de su
hija Juana, convertida en heredera
del trono al haber muerto su único
hermano varón, el príncipe Juan, y
también haber fallecido Isabel, la
mayor de sus hermanas, que había
sido reina de Portugal y cuyo hijo, el
príncipe Miguel, que había llegado a
ser jurado heredero de los tres gran-
des reinos peninsulares, al aceptarlo
como tal las cortes castellanas, por-
tuguesas y aragonesas, apenas había
vivido unos meses.
La muerte de la reina Católica abría
un nuevo tiempo en Castilla. Un
tiempo en que una parte importante
de la nobleza se mostró muy pronto
descontenta con la regencia de don
Fernando al significar la persistencia
del poder de la Corona frente a las
veleidades nobiliarias. Muchos no-
bles buscaron entonces en la figura
de su yerno, Felipe de Habsburgo,
una palanca para desplazarlo de la
gobernación del reino, pensando
que volverían los viejos tiempos.
Había producido mucho malestar
que, antes de cumplirse el año de
la muerte de la reina, don Fernan-
do contrajera un nuevo matrimonio
–octubre de 1505– con Germana
de Foix, sobrina del rey Luis XII de
Francia. En las capitulaciones matri-
moniales se estipulaba que la posible Retrato de Isabel la Católica. Museo Casa de los Tiros de Granada,
descendencia de dicho matrimonio Consejería de Educación, Cultura y Deporte.
Junta de Andalucía

1
Una transcripción del testamento de la reina puede verse en el apéndice documental de la obra de William T. Walsh: Isabel de España.
Palabra. Madrid, 1993.
51
El Gran Capitán

reinaría en Nápoles. Las tensiones con ese importante sector de la nobleza castellana concluyeron con
la claudicación de don Fernando. En la llamada concordia de Villafáfila, firmada en junio de 1506 por
el rey Católico y su yerno, se ponía fin a la regencia. Dicha concordia significaba el ascenso al trono
del esposo de Juana, a la que se declaraba incapacitada para gobernar y la retirada de don Fernando
a su reino de Aragón.
El rey, muy enojado con lo ocurrido, hubo de abandonar Castilla de forma poco airosa. Eso hizo que
en su natural desconfiado aumentaran las suspicacias que despertaba en él una personalidad como la
de Gonzalo Fernández de Córdoba. Recelaba del Gran Capitán, pese a que su ánimo parecía haberse
sosegado un tanto con la carta que de su puño y letra Gonzalo le había escrito, en la que le decía:
«Por esta letra de my mano y propia voluntad escryta, certifico y prometo a V. Magesta que no tiene
persona más suya, ni más çyerta para beuyr y morir en vuestra fe y servyçyo, que yo. Y aunque V. al.
Se reducyese a un caballo solo, y en el mayor extremo que mala fortuna pudiese obrar, y muy en mi
mano estuvyere la potestad dél y autoridad del mundo, con la libertad que pudyese desear, afirmo que
no e de reconocer ny tener en mys días otro Rey ny señor sino vuestra alteça, cuanto me querra por
su syervo y vasallo»2.
Esta declaración de lealtad tan manifiesta, escrita cuando Gonzalo no tenía conocimiento de lo que
había ocurrido en Villafáfila, lo que da mucho más valor a sus palabras, no fue suficiente porque los
recelos regios eran alimentados por un grupo de personas muy cercanas a don Fernando, que por
diferentes motivos envidiaban la posición que había alcanzado el virrey de Nápoles. Entre ellos se
encontraban personajes como Gianbaptista Spinelli, que había sido hombre de confianza del Gran
Capitán, pero que lo traicionó dejando caer en los oídos del rey calumnias que ponían en cuestión la
lealtad de Gonzalo. Estaba también Francisco de Rojas, embajador del rey Católico ante la Santa Sede,
hombre de carácter áspero que llevaba muy mal el trato que el pontífice, a la sazón Julio II, dispensaba
al Gran Capitán; era algo que interpretaba como un menosprecio a su persona. Próspero Colonna,
que había sido uno de los capitanes de la caballería del ejército de Gonzalo, también deslizó en el oído
del rey alguna insidia en su viaje a España. Colonna no perdonaba a Gonzalo el haberlo sustituido en
el mando de la caballería, que entregó al general Albiano. Otro tanto ocurría con Juan de Lanuza, vi-
rrey de Sicilia, herido en su amor propio por la actuación del Gran Capitán poniendo orden en ciertos
desajustes que imperaban en la isla. También se encontraba entre los envidiosos el despensero real,
Francisco Sánchez… Alentaron los recelos el rey que tomaba como ciertos los rumores de un supuesto
plan donde se contemplaba que el Gran Capitán se proclamaría rey de Nápoles.
Don Fernando vivía tan obsesionado con esa sospecha que Zurita afirma que aquellos fueron los mo-
mentos más tormentosos de su existencia3. Después de diferentes proyectos en los que contemplaba el
relevo de Gonzalo en el virreinato, decidió viajar personalmente a Nápoles. Embarcó en el puerto de Bar-
celona el 4 de septiembre, viajando a bordo de una galera en la flota que mandaba Ramón de Cardona.
Fue durante el viaje, antes de llegar a Nápoles, cuando recibió la noticia de que su yerno había fallecido,

2
L. de Torre y Pascual R. Rodríguez: «Cartas y documentos relativos al Gran Capitán» en Revista de Archivos y Bibliotecas. Vol XXXVIII.
Madrid, 1918, págs. 108-109.
3
Jerónimo de Zurita: Historia del rey don Fernando el Católico. De las empresas y ligas de Italia. Fundación Fernando el Católico.
Zaragoza, 1999. Libro VIII.
52
Gonzalo Fernández de Córdoba

como consecuencia de unas calenturas. Le habían sobrevenido repentinamente y, según decían los mé-
dicos, la causa era un enfriamiento que lo afectó después de un intenso ejercicio físico. Algunos rumores
que circularon por Castilla apuntaban a la ingesta de un veneno, que era un arma utilizada con mucha
frecuencia en la época para acabar con la vida de los enemigos. La muerte de su yerno y, ante la de-
cretada incapacidad de su hija Juana,
don Fernando volvía de nuevo a la re-
gencia de Castilla. Sin embargo, pese
a la gravedad de la noticia, el rey no
alteró sus planes. Estaba inquieto con
los rumores que señalaban al Gran
Capitán poco menos que como un
rival. Prosiguió viaje y el 1 de noviem-
bre la flota de Cardona arribaba a su
destino. Don Fernando llegaba a Ná-
poles acompañado por el Gran Capi-
tán, que había acudido a recibirlo a la
altura de Portofino.
La entrada en el puerto napolita-
no de la galera real, empavesada y
acompañada de toda una flota, fue
un espectáculo impresionante, como
también lo fue el recibimiento que
Gonzalo había preparado. Sin embar-
go, cuando desembarcaron surgieron
algunos problemas de protocolo. Se
vivieron momentos de tensión cuan-
do el Gran Capitán comprobó cómo
algunos miembros del séquito real
habían entregado varios varales del
palio que acompañaría al rey a no-
bles angevinos, nombre que recibían
los barones napolitanos que habían
apoyado a los franceses durante la
guerra. Gonzalo no lo consintió. Or-
denó que se retirasen. Su puesto fue
ocupado por hombres que habían lu-
Luis XII, rey de Francia. Biblioteca Nacional de España chado a sus órdenes y algún cortesa-
no había dispuesto relegarlos.
La presencia del rey en Nápoles hizo que se vivieran algunos momentos difíciles, pese a que se guarda-
ban las apariencias. Sólo la inquebrantable lealtad de Gonzalo evitó que se produjera una catástrofe.
En todo momento dispensó al rey el trato que era debido a su real persona. Sin embargo, la maledi-
53
El Gran Capitán

cencia de algunos cortesanos hizo que la desconfianza que era innata en el monarca estuviera conti-
nuamente alimentada. La tensión que se vivía en la ciudad era tal que un día se difundió por Nápoles el
rumor de que el rey había detenido al Gran Capitán. Se afirmaba que lo tenía preso en Castel Nuovo,
una de las dos grandes fortalezas que defendían la ciudad y donde se había instalado don Fernando. El
rumor de la detención llegó al puerto
donde estaba anclada la flota de Lez-
cano, un corsario vizcaíno que había
combatido junto al Gran Capitán en
las campañas contra los franceses. Los
marineros, vizcaínos también, dieron
por bueno el rumor se dirigieron al
Castel Nuovo y exigieron la libertad
de Gonzalo, profiriendo amenazas
contra al rey. El rumor era infundado.
Pero sólo la presencia del Gran Capi-
tán, que acudió al lugar a toda prisa,
logró calmar los ánimos.
Así mismo, se vivieron momentos
complicados con motivo de las recep-
ciones reales a los representantes de
los principales gremios de la ciudad.
En esas recepciones se solía ensalzar
la figura de Gonzalo y en alguna oca-
sión se hizo menospreciando incluso
la del rey. También hubo alguna esce-
na callejera, como la de un barbero
que aseguraba estar dispuesto a aca-
bar con la vida de sus hijas, a las que
consideraba su tesoro más preciado,
si con ello el Gran Capitán se conver-
tía en rey4. Todo aquello no hacía sino
dar pábulo a los recelos regios. Entre
algunos círculos de cortesanos se in-
sistía en que el Gran Capitán no es-
taba dispuesto a abandonar Nápoles
que había sido la razón principal por
la que don Fernando había realizado Anales de la Corona de Aragón. Museo del Ejército
aquel viaje.

4
Las referencias a todos estos momentos de tensión están recogidos con detalle por Luis María de Lojendio: Gonzalo de Córdoba. El
Gran Capitán. Espasa-Calpe. Madrid, 1942. Págs. 317 y ss.
54
Gonzalo Fernández de Córdoba

Más allá de rumores y actuaciones que, si bien tenían mucho de anecdóticas, revelan el ambiente que
se respiraba en la ciudad, la explicación a la desconfianza real, la encontramos en el papel jugado por
la familia del Gran Capitán –no olvidemos que don Gonzalo era un Fernández de Córdoba y en conse-
cuencia miembro de uno de los más poderosos linajes nobiliarios castellanos– en las maquinaciones de
un sector de la nobleza castellana para alejarlo de la gobernación del reino en su pugna con Felipe de
Habsburgo. Por estas fechas el mayorazgo de su familia había recaído en su sobrino, Pedro Fernández
de Córdoba, señor de Aguilar y marqués de Priego. Pedro se encontraba entre los integrantes de la
facción nobiliaria que se había aliado con Felipe de Habsburgo5. También influía en el ánimo del rey
el hecho de que el Gran Capitán, en el ejercicio de sus funciones como virrey, había llegado a ignorar
algunas órdenes reales. Había ocurrido, por ejemplo, con la relativa a la expulsión de los judíos del
reino de Nápoles. Los reyes se lo ordenaron mediante una cédula, pero el Gran Capitán entendió, por
encima de la voluntad real, que su expulsión suponía un gran perjuicio para los intereses del reino y no
le dio cumplimiento. En otra ocasión, los reyes recriminaron a su virrey que usara sus propias armas en
lugar de las reales para sellar determinados documentos oficiales. Para una personalidad como la de
don Fernando acciones como esas suponían infracciones graves por lo que tenían de menoscabo para
la imagen de los reyes y para la autoridad real
No hay dudas acerca de las sospechabas de don Fernando relativas a una violenta reacción de don
Gonzalo si se le ordenaba regresar a España, que era la obsesión del monarca. Don Fernando estaba
convencido de que una vez estuviera alejado de sus tropas quedaba desactivado todo su poder. Esas
sospechas eran infundadas porque la lealtad del Gran Capitán al rey estaba por encima de cualquier
consideración. Sin embargo, el hecho de que el Papa le hubiera ofrecido el puesto de gonfaloniero de
sus tropas –oferta que don Gonzalo había rechazado aduciendo que no era un condottiero y que su
espada estaría siempre al servicio de su soberano– aumentaba la desconfianza del monarca. Sólo así se
explica la promesa de don Fernando relativa a nombrarlo maestre de la orden de Santiago, un cargo
que convertía a su titular en uno de los personajes más poderosos del reino.
La promesa del maestrazgo santiaguista había sido concebida por el rey como una añagaza, como
un señuelo para sacarlo de Nápoles. La política de los Reyes Católicos, una vez solventada la Guerra
Civil contra los partidarios de Juana la Beltraneja, que presidió los primeros años de su reinado, había
estado encaminada a asentar el poder de la Corona. Ese era el objetivo principal que había presidido
las Cortes de 1480, celebradas en Toledo. En ellas se aprobó, entre otras cosas, que el maestrazgo de
las órdenes militares, tanto de las de la Corona de Castilla –Santiago, Calatrava y Alcántara–, como
de la de Aragón –la de Montesa–, pasarían a ser dignidades regias. El rey asumiría sus maestrazgos
conforme se produjeran los fallecimientos de los maestres que había en aquel momento. No parecía
lógico que don Fernando entregara el maestrazgo de Santiago, con todo lo que significaba de poder,
dadas las ingentes rentas que recibía la orden y el prestigio que tal cargo suponía, a una persona
de la que recelaba. Precisamente la política de fortalecimiento de la Corona explica, en buena me-
dida, el nombramiento como virrey de Nápoles, en sustitución del Gran Capitán, a un miembro de

5
Andrés Bernáldez, conocido también como el cura de los Palacios, en su Historia de los Reyes Católicos, Don Fernando y Doña Isabel.
Edición de la B.A.E Tomo 70, 1878. En el capítulo CCXVI afirma que incluso después de la muerte de don Felipe, el marqués de Priego
junto a otros nobles, entre los que señala al conde de Ureña, al duque de Medina Sidonia y al conde de Cabra, mantuvieron una serie
de contactos para oponerse a que don Fernando volviese a hacerse con la riendas de la gobernación del reino.
55
El Gran Capitán

la propia familia de don Fernando. El nuevo virrey sería su sobrino, don Juan de Aragón, conde de
Ribagorza.
Pese a que la promesa del maestrazgo de Santiago no encajaba en el marco de la política real, se dieron
los pasos que podían permitir hacerla efectiva. Era una forma de eliminar sospechas. El más importante
de esos pasos para hacer efectivo el nombramiento era, al ser las órdenes militares instituciones de carác-
ter religioso y el maestrazgo un beneficio eclesiástico, obtener una bula papal otorgando su placet. Julio
II, pese a que su deseo era, como hemos indicado, que don Gonzalo Fernández de Córdoba, se convir-
tiera en gonfaloniero del ejército pontificio firmó la bula, antes de que Gonzalo iniciara su viaje de regre-
so a España, acompañando a don Fernando en su regreso a comienzos del verano de 1507.
Algunos biógrafos del Gran Capitán,
como Lojendio o Ruiz Domènec han coin-
cidido en señalar la importancia que en
el deterioro de las relaciones del rey con
el Gran Capitán tuvo un hecho aconteci-
do durante ese viaje de regreso a España.
Ocurrió en Savona, población de la costa
Ligur cercana a Génova. Allí tuvo lugar
un encuentro entre don Fernando y Luis
XII de Francia. Era casi una reunión de
familia, después del matrimonio de don
Fernando con Germana de Foix. Fueron
agasajados por el monarca galo con un
espléndido banquete al que estaba in-
vitado Gonzalo. Luis XII, rompiendo las
normas del riguroso protocolo que im-
peraba en la época, había dispuesto que
el Gran Capitán compartiera la mesa con
los reyes. Se trataba de un hecho insóli-
to porque los monarcas comían en una
mesa aparte, situada sobre un estrado
para marcar las diferencias entre ellos y
los demás comensales. Eran los detalles
que establecían las diferencias y a los que
en una sociedad como la renacentista se
les daba una extraordinaria importancia.
Esos detalles eran analizados con gran
minuciosidad. Una invitación como aque-
lla suponía no sólo un reconocimiento a
los méritos contraídos por Gonzalo, Luis
XII estaba situándolo al mismo nivel que
los monarcas. Tratado De Re Militari. Biblioteca Central Militar
56
Gonzalo Fernández de Córdoba

Se ha especulado con la posibilidad de que todo ello ocultara una malévola intención. El monarca
francés, conocedor de los recelos que Gonzalo despertaba en su rey, quiso con este detalle echar leña
a un fuego que quemaba el corazón de don Fernando. Al mismo tiempo, con guante de seda, asestaba
un golpe a quien había vencido repetidamente a los ejércitos franceses en el campo de batalla.
Don Fernando, que había desembarcado en Valencia el 20 de julio, al no poder hacerlo en ningún
puerto de la costa catalana a causa de la peste que contagiaba la región, se trasladó a Burgos. Las noti-
cias que le dieron de su hija eran peores de lo que podía imaginar. Juana se negaba a aceptar la muerte
de su esposo y encabezaba un macabro cortejo que recorría las llanuras castellanas acompañando al
féretro del difunto Felipe. El encuentro de don Fernando con su hija se produjo en Tórtoles, una loca-
lidad cercana a Aranda de Duero. La decisión del rey fue recluirla en Tordesillas. Otra vez regente de
Castilla, asumía la nueva situación que había dado un vuelco en el plazo de un año. La muerte de su
yerno le devolvía la regencia de Castilla y el virreinato de Nápoles ya no estaba en manos de Gonzalo
Fernández de Córdoba. Sin embargo, la nueva situación y la lealtad mostrada por el depuesto virrey no
significaron la desaparición de los recelos del rey. El problema que para el monarca representaba una
personalidad como la del Gran Capitán no se encontraba tanto en el poder que le confería el cargo que
había desempeñado, cuanto en la propia personalidad de Gonzalo y en el entusiasmo que despertaba
en Italia.
Pocos días después de que don Fernando y doña Germana desembarcaran en el Grao valenciano, lo
hizo Gonzalo. Allí se le dispensó un recibimiento extraordinario. Estaba convaleciente de unas fiebres
que le habían aquejado durante la navegación. Se trataba de una dolencia que padecía desde hacía
tres años y que había contraído en las riberas pantanosas del Garellano, escenario de una de sus más
importante victorias. Desde finales de 1503 o principios de 1504 a Gonzalo lo aquejaban unas fiebres
que en aquella época se llamaban calenturas de tercianas y de cuartanas. Se trataba de fiebres intermi-
tentes, a las que en la actualidad conocemos como paludismo. Como hiciera cuando los napolitanos
quisieron tributarle un homenaje al entrar en la ciudad, lo rechazó. No deseaba excesos en su recibi-
miento. Pero lo que no pudo evitar fue que los caballeros de la ciudad acudiesen a darle la bienvenida
y tampoco que los valencianos lo aclamasen asomados a los balcones, a las ventanas y hasta encara-
mados a los tejados de las casas en las calles por donde pasaba. En la Crónica Manuscrita se señala
que: «no se acuerdan haberse ayundado en aquella cibdad tanta gente ni con tanta alegría»6. A don
Fernando y doña Germana, que habían pasado por aquel mismo lugar sólo unas jornadas antes, no
se les había tributado un recibimiento como aquel. La gente se agolpaba para ver de cerca al héroe de
Ceriñola y al soldado que, al pasar el Garellano en plena ventisca de nieve, había infligido una de las
más severas derrotas sufridas por los franceses.
Es cierto que Gonzalo no deseaba excesos en el recibimiento, pero no lo es menos que deseaba entrar
en la corte como un príncipe renacentista. Eso explica que en Valencia ordenara a Gómez de Medina,
uno de sus capitanes que le servía en funciones de administrador y mayordomo, la compra de cinco mil
varas de seda7. Deseaba que los integrantes de su séquito se vistieran de forma adecuada para entrar

6
A. Rodríguez Villa: Crónicas del Gran Capitán. Madrid, 1908. Crónica Manuscrita, pág. 454.
7
Ibídem, ibídem. Crónica General pág. 247.
57
El Gran Capitán

en la corte. Gómez de Medina tuvo que vender buena parte de las piezas de plata que traían de Italia
para poder pagar el encargo de su jefe.
Gonzalo hizo el camino hasta Burgos en olor de multitud. Eran muchedumbres las que acudían a los
caminos para ver pasar, aunque sólo fuera por un instante, a quien todos consideraban uno de los
grandes héroes del reino. Señala Paulo Jovio, el primero de los grandes cronistas que en el siglo xvi nos
dejó una de las fuentes más utilizadas para el conocimiento de lo que fue la vida y las hazañas de don
Gonzalo Fernández de Córdoba que era «tal multitud y frecuencia de gente, que los caminos no los
podían recoger»8. En su recorrido iba acompañado por un importante número de los capitanes que
habían combatido a su lado en las campañas de Italia o habían estado en la expedición a Cefalonia
para desalojar a los otomanos de la isla y frenar el que parecía imparable avance de la Sublime Puerta
hacia las aguas del Mediterráneo occidental. Marchaban con él García de Paredes, a quien sus contem-
poráneos conocieron como el «Sanson de Extremadura», por su corpulencia y su prodigiosa fuerza;
Zamudio, Pizarro, Mendoza, Leiva, Benavides o el mosén Mudarra, un experto en explosivos. Todas las
crónicas antiguas señalan el porte de esos capitanes que constituían su séquito. En la Crónica General
se dice que vestían «con ropas de diversas maneras de sedas y brocados, y telas, y las ropas con tantos
cabos de oro, y muchos penachos de diversas maneras, con cadenas de oro echadas al hombro por
debajo del brazo izquierdo…»9 y Jovio añade: «los caballos muy bien enjaezados, con sillas aceradas al
uso de Italia y Francia»10. Concluye la Crónica Manuscrita que sus capitanes iban «tan aderezados, que
representaban una grandeza de sus personas, y con una gravedad que a muchos ofendió la envidia de
la entrada de estos caballeros»11.
La entrada en Burgos constituyó todo un acontecimiento. El rey había dispuesto que se le recibiera
como a un héroe. Salieron a recibirlo fuera de la ciudad los grandes, los presidentes de los Consejos, las
dignidades eclesiásticas y los regidores del cabildo municipal burgalés. Aquel recibimiento era el epílo-
go de los agasajos reales. El Gran Capitán estaba donde el rey deseaba: lejos de Nápoles. Las supuestas
amenazas que significaba Gonzalo, alentadas por cortesanos envidiosos, estaban desactivadas. Con el
recibimiento que se le dispensó, el monarca dio por concluidas las finezas con que trataba al conquis-
tador de Nápoles. En sólo unos meses el Gran Capitán era poco más que una figura decorativa en el
marco de la corte, posiblemente ese papel hubiera satisfecho las ansias de muchos otros, pero no las
suyas. Además, Gonzalo pudo percatarse de que, conforme pasaban las semanas, su papel en la corte
era cada vez más irrelevante. Incluso se le mortificaba con pequeños detalles, cuya importancia en
aquella sociedad era considerable, como fue el de privarle de ser quien sostuviera la brida del caballo
de la reina cuando paseaba. El rey ordenó que tal función, que suponía todo un honor en el estricto
protocolo de la corte castellana, fuera desempeñada por el duque de Alba, que siempre se había mos-
trado partidario de don Fernando, incluso en los difíciles momentos vividos los meses anteriores a la
concordia de Villafáfila.

8
Paulo Jovio: La vida y Crónica de Gonzalo Hernández de Córdoba, llamado por el sobrenombre El Gran Capitán. En Rodríguez Villa:
op. cit. pág. 545
9
C rónica General, en Rodríguez Villa. Págs. 454 y 455.
10
Paulo Jovio: op. cit. en Rodríguez Villa, Pág. 543.
11
Crónica Manuscrita, en Rodríguez Villa. Pág. 247
58
Gonzalo Fernández de Córdoba

Había, incluso, quien se permitía hacer en público comen-


tarios poco favorables a Gonzalo. En una de esas ocasiones
se encontraba presente el capitán García de Paredes que
llegó a lanzar su guante en un gesto de desafío a quien
sostuviera una mala opinión sobre el Gran Capitán. El pro-
pio García de Paredes, que dejó escrita una breve autobio-
grafía, dejó consignado el hecho12.
Con todo, lo más grave era que el rey parecía haberse ol-
vidado de la mayor de sus promesas. No se materializaba
su nombramiento como maestre de la orden de Santia-
go. Gonzalo comprobó con amargura que la promesa de
don Fernando era papel mojado. En estas circunstancias
se produjo la llegada a Burgos del sobrino del Gran Capi-
tán, Pedro Fernández de Córdoba. Lo hizo con un soberbio
acompañamiento. Una exhibición de poderío que no fue
del agrado del rey, como tampoco agradó al marqués de
Priego comprobar cómo su tío había sido relegado y que
el rey no cumplía lo prometido. El cabeza del linaje familiar
de Gonzalo se marchó de Burgos muy enojado.
En mayo de 1508 el rey nombró a Gonzalo alcaide de Loja.
La localidad había sido un importante enclave fronterizo
en la época del reino nazarí y Gonzalo, que entonces era
un simple capitán de lanzas, había tenido un papel decisi-
vo en su conquista, en los ya lejanos años de la guerra de
Granada. Fue él quien negoció con Boabdil –el sultán se
encontraba en el interior de la plaza cuando era asediada
por el ejército cristiano– los términos de su capitulación.
Era una forma protocolaria de alejarlo de la corte. La ma-
ledicencia de algunos cortesanos seguía dando pábulo a
rumores que llegaban de Italia y señalaban que se estaba
ajustando en secreto el matrimonio de una de las hijas del
Gran Capitán con don Fadrique, el depuesto rey de Ná-
poles, para devolverle el reino. También se decía que para
sostener una acción como aquella, que sin duda desen-
cadenaría un conflicto, se estaba procediendo a reclutar
secretamente tropas en la Lombardía. Los encargados de
Retrato de Boabdíl.
reclutar esas tropas eran capitanes que habían luchado a
Biblioteca Nacional de España las órdenes de Gonzalo.

12
Diego García de Paredes: Breve suma de la vida y hechos de Diego García de Paredes, la cual él mismo escribió y la dejó firmada de
su nombre. En Rodríguez Villa: op. cit. págs. 257 y 258.
59
El Gran Capitán

En aquel ambiente enrarecido, el Gran Capitán volvía a


reiterar su fidelidad al rey al recibir de Su Alteza el nom-
bramiento de alcaide de Loja, un nombramiento envene-
nado. El cargo de alcaide de Loja a quien había sido virrey
de Nápoles, suponía una humillación y suponía un destie-
rro encubierto. Podríamos plantearnos la cuestión de que
tal alejamiento podía dar mayor libertad de movimientos
a Gonzalo para preparar los supuestos planes que los ru-
mores difundían. Señalemos ya que ese nombramiento no
significó que don Fernando dejase de vigilarlo. Mantendrá
espías permanentes que no dejarán de vigilarlo hasta el
mismo momento de la muerte del Gran Capitán.
Don Fernando le ofreció vincular la tenencia de la alcaidía
de Loja a sus descendientes, dándole carácter perpetuo.
A cambio Gonzalo habría de hacer una renuncia expresa
al maestrazgo de Santiago. Esta propuesta, que Gonza-
lo rechazó, señala por una parte que el rey nunca había
tenido voluntad de cumplir la promesa que le había he-
cho en Nápoles, pero por otro nos indica también que
el incumplimiento de su palabra debía de escocer en la
conciencia del rey. Sólo así puede encontrarse sentido a
que pretendiera cerrar un asunto que, pese a sus recelos,
le resultaba penoso.
Al tiempo que esto ocurría en la corte, en Córdoba un
incidente menor desencadenó una tormenta. Un vecino,
que había participado en un altercado en un mercado de
la ciudad, fue detenido. Pero cuando era conducido a pri-
sión, agentes del obispo, se lo arrebataron a las justicias
reales y lo pusieron en libertad. A la corte llegó noticia del
altercado y don Fernando envió a Córdoba a Gómez de
Herrera, alcalde de casa y corte, para que llevara a cabo
las pesquisas necesarias y administrase justicia. En Cór-
doba, el representante real ordenó a los miembros de las
principales familias cordobesas que salieran de la ciudad,
argumentando que era necesario para poder realizar su
trabajo de forma adecuada. Pedro Fernández de Córdo-
ba, no sólo se negó sino que ordenó prender a Gómez
de Herrera y que lo condujeran al castillo de Montilla. El Retrato de Gonzalo Fernández de Córdoba.
marqués de Priego justificó su actitud, que suponía un Biblioteca Nacional de España
desacato a la autoridad real, aduciendo que lo hacía por la honra de Córdoba y de su iglesia. Sin
duda, hemos de ver una relación entre el enojo del marqués cuando acudió a Burgos y comprobó
60
Gonzalo Fernández de Córdoba

la inadecuada actitud del rey hacia su tío. Pero también hubo de influir en una decisión tan grave,
la costumbre, no muy lejana en el tiempo, que era propia de la nobleza castellana: no tenían pro-
blema para plantar cara a los reyes y sus representantes. El marqués de Priego, sin embargo, no
tuvo presente que los tiempos habían cambiado y que el viento de la Historia, a diferencia de lo que
había ocurrido en las dos centurias anteriores, soplaba en la dirección contraria. Pedro Fernández de
Córdoba debió reflexionar o quizá alguien le hizo ver las consecuencias que podían derivarse de su
actuación. Rápidamente puso en libertad a Gómez de Herrera, pero su orgullo nobiliario hizo que le
prohibiera entrar de nuevo en Córdoba.
La noticia de estos sucesos, que para algunos no pasaban de ser un alboroto nobiliario, dio pie a don
Fernando, que mantenía sus reticencias hacia los nobles que dos años atrás lo obligaron a retirarse
a Aragón, humillado y resentido, actuase de forma ejemplarizante. Decidió marchar al frente de un
ejército sobre Córdoba. Si la actuación del marqués de Priego había sido inadecuada, la del rey era des-
medida. Gonzalo buscó la intermediación de algunas personalidades influyentes de la corte. Entre ellas
al cardenal Cisneros. El prelado le aconsejó que la cólera del rey sólo se aplacaría si su sobrino ponía
su persona y todas sus fortalezas a la disposición del rey13. A Gonzalo le parecía excesivo, pero escribió
a su sobrino para persuadirlo. Andrés Bernáldez recoge la carta que Gonzalo le escribió. «Sobrino,
sobre los yerros fechos conviene que luego os vengais a poner en poder del Rey, y si esto haceis sereis
castigado y si no lo haceis sereis perdido del todo»14. Gonzalo logró vencer la resistencia de su sobri-
no, que acudió a Toledo a ponerse a los pies de don Fernando. Sin embargo, el monarca no cambió
sus planes. Al frente de un ejército de siete mil hombres, cifra a todas luces exagerada, marchó sobre
Córdoba y entró en la ciudad a primeros de septiembre15. Permaneció en ella hasta finales de octubre
administrando justicia con todo rigor. Se ejecutó a algunos vecinos. Hubo mutilaciones y azotamientos
públicos. Se derribaron casas y al marqués de Priego se le condenó a muerte. La pena le fue conmu-
tada por el destierro perpetuo de la ciudad de Córdoba –años después se le levantaría–, el secuestro
de sus bienes y fortalezas, y el pago de una multa que se elevaba a la cifra que había costado aquella
expedición. Era su ruina. Pero lo más doloroso para el Gran Capitán fue la orden del rey de derribar
hasta los cimientos –mucho más riguroso que desmochar torres como se había hecho en otros casos
de rebeldía nobiliaria– el castillo de Montilla. Para Gonzalo la ruina de la casa donde había nacido fue
particularmente dolorosa. Muchos nobles intervinieron para tratar de cambiar el ánimo del rey, pero
don Fernando se mostró inflexible. La fortaleza que había sido el corazón de los dominios de la casa
de Aguilar fue destruida. Cuenta Jovio que durante las obras de demolición se vino abajo un lienzo de
muralla que acabó con la vida de muchos peones.16
En los entresijos de todo este asunto no dejaron de estar presentes los rumores que cuestionaban la
fidelidad del Gran Capitán y que tanto influían en el ánimo de don Fernando. En una carta que el
secretario de Cisneros «ejercía esta función un sobrino del cardenal llamado Francisco Ruiz» dirigió
a Miguel Pérez de Almazán, secretario del rey, le decía: «ansi mismo aviso a V. M. para que la avise a
su al., si acaso esto no sabe, quel sobredicho Grand Capitán trae cierta contratación con Su Santidad

13
Jerónimo Zurita: op. cit. Libro VIII, Capítulo 22.
14
Andrés Bernáldez: op. cit. Capítulo CCXVI.
15
Ibidem, ibídem.
16
Paulo Jovio: op.cit. pág. 547.
61
El Gran Capitán

procurando ser confalonero y capitán de la Iglesia, y avrá quarenta días que hizo sobre ello correo y
esta agora sperando cada dia la respuesta, y diz que le da el Papa cincuenta mil ducados con el dicho
oficio. Esto supe de persona que está en su misma casa, que es mucho mi amigo y me lo dixo en muy
grand secreto»17
Gonzalo se retiró a Loja, donde el rey le había concedido algunos beneficios importantes como, por ejem-
plo, la suma de dos cuentos de maravedíes sobre la renta anual de la seda de Granada. Allí, entre dicha
localidad y la ciudad de Granada a donde pasaba todo el tiempo que le permitían sus obligaciones como
alcaide, transcurrieron más de tres años. Se interesaba por conocer lo que ocurría fuera del reducido
mundo al que había sido retirado. Hasta Loja o Granada le llegaban correos con noticias de lo que ocurría
en Italia. También acudían a visitarlo algunos de los viejos capitanes que habían combatido a sus órdenes.
Parece ser que estando en Loja peregrinó a Santiago de Compostela, aunque hay autores que han
situado esa peregrinación en una fecha más temprana, haciéndola coincidir con los meses anteriores
a los graves sucesos protagonizados por su sobrino. Así lo consigna en su crónica, entre otros, Hernán
Pérez del Pulgar18. Recorrió España de sur a norte hasta llegar a León, donde al parecer tomó el cami-
no tradicional que seguían los peregrinos medievales. Informado de su venida el arzobispo, era don
Alonso Fonseca, salió fuera de la ciudad acompañado por gran número de clérigos a recibirlo y le dio
aposento en su propia casa. Rumeu de Armas19 nos presenta al ilustre peregrino recibiendo el golpe ri-
tual con el báculo episcopal, que simbolizaba el perdón de sus pecados. Gonzalo suscribió un contrato
con el cabildo santiagués en el que hacía profesión de fe y de sus palabras se podía deducir un cierto
desengaño. Hizo una plegaria a Santiago, patrón de las Españas, al que habían invocado sus hombres
en tantas ocasiones cuando entraban en combate en los campos de Italia. La presencia en Santiago
era para Gonzalo una obligación, pese al incumplimiento de la palabra regia de haberle concedido
el maestrazgo de la orden militar que tenía al santo como patrón. Dejó una manda de cien ducados
anuales para una fiesta que había de celebrarse en su memoria el 1 de agosto de cada año. Así mismo
dejaba otra manda de 20.000 maravedíes –Pérez del Pulgar da la cifra de 30.000– para sufragios por
su alma y las de sus familiares. Regaló una lámpara de plata en la que podían verse labradas sus armas
y otros 3.000 maravedíes para el gasto anual del aceite que consumiera. Puso como garantía del cum-
plimiento de sus mandas la renta sobre la seda de Granada que el rey le había otorgado.
La lámpara puede todavía verse hoy colgando de las bóvedas de la Catedral santiaguesa, delante del
altar mayor.
Cumplidas sus obligaciones como peregrino, Gonzalo no pudo emprender el camino de vuelta a Loja
porque cayó enfermo. Sufrió un nuevo ataque de fiebres tercianas, la dolencia que periódicamente lo
mortificaba. El arzobispo de Santiago le dispensó toda la ayuda que estuvo en su mano, incluso orde-
nando traer remedios de lugares lejanos. Gonzalo hubo de permanecer varios meses en la ciudad hasta
que se recuperó de sus dolencias.

17
 arta de D. Francisco Ruiz, sobrino y secretario del Cardenal Cisneros, al secretario Pérez de Almazán, sobre la conducta del Gran
C
Capitán en la rebelión del Marqués de Priego, y sobre sus tratos con el Papa para ser nombrado capitán y confaloniero de la Iglesia
(1508). Vid en Rodríguez Villa: op. cit. «Cartas del Gran Capitán», pág. LIII.
18
Hernán Pérez del Pulgar: Breve parte de las hazañas del excelente nombrado Gran Capitán. En Rodríguez Villa: op.cit. pág. 579-580.
19
Antonio Rumeu de Armas: «El Gran Capitán Peregrino en Santiago» en Razón y Fe número 522-523. Madrid, 1941. págs. 223-249.
62
Gonzalo Fernández de Córdoba

En Loja se había configurado una pequeña corte, al estilo de las de los príncipes italianos en sus pe-
queños dominios señoriales y que Gonzalo había conocido. Hasta allí se desplazaban artistas, músicos
o poetas que eran retribuidos con la proverbial liberalidad que era consustancial al Gran Capitán.
Procuraba superar las dádivas que esos mismos artistas habían recibido en la corte, caso de haber
pasado por ella. En Granada, hablaba con los arquitectos que estaban dando impulso a las nuevas
construcciones que se alzaban en la ciudad como era el caso de la Capilla Real. Mantenía una relación
casi cotidiana con el prior de los Jerónimos –orden por la que sentía una especial atracción desde sus
años de juventud en Córdoba–, fray Pedro de Alba, cuyo monasterio se estaba levantando en aquellos
años a las afueras de la ciudad.
Gonzalo aparece estos años preocupado por cuestiones domésticas como es el matrimonio de sus dos
hijas, Beatriz y Elvira, para los cuales se barajaron diferentes enlaces matrimoniales. Se llegó a especular
con la posibilidad de que matrimoniasen con miembros de la casa real aragonesa y ya hemos señalado
los rumores acerca de que una de sus hijas casase con el destronado don Fadrique de Nápoles y se le
restituyese en el reino. No verá casada a ninguna de ellas. Beatriz, que había estado prometida a Prós-
pero Colonna, murió en estos años, aunque no se sabe con seguridad la fecha, quizá en 1511. Elvira
también estuvo prometida a Próspero Colonna y después a don Bernardino de Velasco, muy amigo
del Gran Capitán. Era don Bernardino Condestable de Castilla y mantuvo con Gonzalo una excelente
relación cuando muchos otros, perdido el favor real, le volvieron la espalda. Se trataba de un matrimo-
nio de conveniencia, ya que el Condestable era mucho mayor que la hija del Gran Capitán. La muerte
del novio evitó los esponsales. Elvira contraería matrimonio, después de la muerte de su padre, con un
pariente suyo, Luis Fernández de Córdoba, IV conde de Cabra, a cuya descendencia pasaron los títulos
y señoríos de Gonzalo.
Junto a esos asuntos familiares dedicaba otra parte de su tiempo al cuidado de su hacienda,
aunque nunca se caracterizó por ser un buen administrador. Su generosidad rayaba en ocasio-
nes en el dispendio. Siempre se mostraba espléndido y fueron numerosas las ocasiones en que,
estando en campaña, ordenaba repartir entre sus hombres la parte que le correspondía en el
botín cuando entraban en una ciudad que se había resistido o se apoderaban de los bagajes
del ejército enemigo. Todos estos asuntos significaban poca cosa para un hombre como él que
había entrado triunfalmente en Roma, había sido sentado a la mesa de los reyes y había ejercido
como virrey en Nápoles.
Así transcurría la existencia del Gran Capitán, junto a su esposa doña María Manrique. Así, hasta que
un acontecimiento, acaecido a muchas leguas de distancia, lo devolvió a la palestra de la vida pública.
Fue, en cierto modo, contra la voluntad de don Fernando, que, siempre suspicaz, lo tenía sometido a
vigilancia en la propia Loja donde había espías que informaban a la corte de las visitas que recibía y de
los movimientos que realizaba.
El acontecimiento que vino a cambiar la situación había tenido lugar el 11 de abril de 1512 en las
afuera de la localidad de Rávena. Ese día se había librado una dura batalla entre el ejército francés y el
de la Santa Liga, integrada por España, el Papado y la República de Venecia. Los franceses, mandados
por Gastón de Foix, cuñado de don Fernando, infligieron una grave derrota a los aliados, dirigidos por
Ramón de Cardona, el almirante de la flota que años atrás había llevado al rey en su viaje a Nápoles.
63
El Gran Capitán

Guicciardini20, embajador de Florencia ante el rey Católico, en una carta que escribía a la Signoria,
señalaba que la noticia de lo ocurrido en Rávena se recibió en la corte el 31 de abril. Era una carta del
propio Luis XII, que se dio mucha prisa para comunicar a Germana de Foix la muerte de su hermano,
señalando que había sido gloriosa al vencer en una gran batalla a sus enemigos. El monarca francés,
hacía alusión a su tristeza por la muerte de Gastón. Todo un detalle, pero en el fondo latía su deseo de
que se conociera el triunfo de su ejército y la derrota de la Santa Liga.
En los días siguientes se fue conociendo la gravedad de lo ocurrido. El embajador florentino se hacía
eco del disgusto de don Fernando con aquella noticia, al tiempo que señalaba que en la corte se te-
nía el «propósito de acudir a las cosas de Italia gallardamente, enviando de nuevo gran cantidad de
hombres de a pie y de a caballo»21. También señala que esas tropas se pondrían al mando de Gonzalo
Fernández de Córdoba y añade en su misiva que la situación en Italia debía de ser tan grave que, tanto
el Papa como los venecianos, se habían dirigido a don Fernando reclamando la presencia allí del Gran
Capitán.
Una petición como aquella no fue del agrado del rey, pero las cartas donde se formulaba eran muy
precisas. En lenguaje diplomático venían a decir que de no darse satisfacción a sus demandas, la Santa
Liga podía saltar en pedazos. Eso era algo que, en modo alguno, convenía a la política de don Fernan-
do que en aquel momento daba cuerpo a una vieja aspiración de su padre: incorporar Navarra a sus
dominios.
La Santa Liga había sido concebida, oficialmente, para luchar contra la amenaza que los turcos seguían
representado en el Mediterráneo, pese a la derrota que el Gran Capitán les había infligido en Cefalo-
nia. Pero en la práctica estaba siendo empleada, por conveniencia de todos sus integrantes, como un
instrumento para poner freno a las apetencias francesas sobre Italia. Luis XII, después de haber sido
expulsado de Nápoles, centraba ahora sus objetivos en el norte. El monarca galo ambicionaba conver-
tirse en duque de Milán y para ello esgrimía el parentesco de la familia real francesa con la vieja familia
ducal milanesa, los Visconti. Al quedar sin descendencia había sido sustituida por los Sforza.
A los planes de don Fernando interesaba mantener a los franceses enfrascados en una guerra en Italia
para de ese modo tener las manos más libres en Navarra. Una vez más, el rey Católico jugó con su
habilidad característica las bazas de que disponía. Declaró públicamente sus derechos sobre Navarra,
pero no lo hizo como hijo de Juan II de Aragón quien, al estar casado con Blanca de Navarra, había sido
investido monarca de dicho reino, tras la muerte de Carlos III. Invocó sus pretensiones como esposo de
Germana de Foix, que se había convertido en heredera de su difunto hermano, Gastón de Foix, que se
consideraba con los derechos sucesorios a la corona de Navarra.
Presionado por sus aliados de la Santa Liga, don Fernando escribió a Gonzalo. El Gran Capitán debía de
levantar un ejército para marchar de nuevo a Italia. Las cifras de ese ejército varían de unas referencias
a otras. Todo apunta a que la cifra más probable se aproximaba a unos 700 hombres de armas, 1.000
jinetes y 5.000 infantes. Teniendo en cuenta que un hombre de Armas llevaba como auxiliares en torno

20
Francesco Guicciardini: Viaje a España de Francesco Guicciardini embajador de Florencia ante el rey Católico. Castalia. Madrid, 1952,
Apéndice. págs. 84-88.
21
Ibídem ibídem.
64
Gonzalo Fernández de Córdoba

a media docena de hombres, el total de fuerzas que integrarían


el ejército estaría en torno a los 10.000. Guicciardini, que tenía
información de primera mano, señalaba en su misiva: «…en
cualquier caso, Sus Señorías pueden presuponer que de aquí se
enviará una gran cantidad de tropas, ya que de otra manera el
Gran Capitán no partiría; y, además de las que envíe el Rey se
sabe que muchos señores y Caballeros principales se proponen
ir por cuenta propia siguiendo al Gran Capitán, el cual goza en
la Corte de Grandísima reputación y no menos benevolencia.»22
Cuando Gonzalo menos lo esperaba –estaba ya cercano a los
sesenta años– el destino le deparaba la oportunidad de regresar
a Italia al frente de un nuevo ejército. Lo reclamaban el Papa y
los venecianos, que parecían valorar mucho más que don Fer-
nando sus méritos militares. No existen dudas acerca de que
la decisión de nombrarle de nuevo general de una expedición
significó un amargo trago para el rey. Estaba obsesionado con
las sospechas, infundadas, sobre la lealtad del Gran Capitán.
Gonzalo, sin pérdida de tiempo, inició la movilización. Para lle-
varla a cabo contó con la ayuda de muchos de sus antiguos
capitanes que alzaron banderas y tocaron cajas para formar las
compañías. Estableció como plazas de armas Antequera (Má-
laga) para la caballería y Bujalance (Córdoba) para la infante-
ría. En aquellas semanas su nombre fue como un imán. Los
hombres acudieron en masa a alistarse. Sus grandes victorias
ejercían una enorme influencia entre los veteranos que habían
combatido a sus órdenes en anteriores campañas y entre quie-
nes deseaban probar fortuna como soldados. También fueron
muchos los nobles que se sintieron atraídos por la campaña y
en el puerto de Málaga empezó a concentrarse una importante
flota para el transporte de un ejército tan numeroso.
Don Fernando escribió a sus aliados de la Santa Liga, indicando
en sus cartas lo que deseaban leer: mandaría un nuevo ejér-
cito a Italia y, lo que era más importante, ese ejército estaría
«al mando de mi Gran Capitán, por la experiencia que tenía
en las cosas de la guerra, en especial contra los franceses»23.
Una vez más el rey ha hilado muy fino. Lo importante de su
carta es dar satisfacción a sus aliados con el nombramiento de

22
F rancesco Guicciardini: op.cit. Apéndice, págs. 84-88
23
Barón de Terrateig: Política en Italia del Rey Católico (1507-1516). CSIC. Madrid, 1963. Vol II, págs. 206 y ss. Cifr. en José Enrique
Ruiz Domènec: El Gran Capitán. Retrato de una Época. Península. Barcelona, 2002, pág. 461.
65
El Gran Capitán

Gonzalo, que marcha a Italia porque es experto en vencer a


los franceses.
Desde Antequera, la plaza de armas donde ha ordenado que se
concentre la caballería, tomó las disposiciones necesarias para
que el ejército se configurara de la forma más adecuada. Fue-
ron semanas muy intensas y no estuvieron exentas de tensiones
porque la preferencia de los hombres para alistarse era para
luchar bajo las banderas de Gonzalo. Eso era algo que compli-
caba los alistamientos para el ejército que el duque de Alba iba
a mandar para ocupar Navarra. La situación llegó al extremo de
que don Fernando puso límites a los hombres que se alistaban
en el ejército del Gran Capitán. Dice Zurita: «No se permitía que
fuesen con el Gran Capitán todos los que se ofrecían, porque
los más querían pasar con él, y con esta color (sic) poco a poco
le fue limitando el poder, y solamente le dio facultad que llevase
quinientos hombres de armas y dos mil infantes»24
Gonzalo debía de haber embarcado con sus tropas a finales del
mes de junio. Sin embargo, pasó todo el verano de 1512 en
Antequera, en casa de su amigo Francisco Pacheco. Las órdenes
del rey para que el ejército embarcara no llegaban y lo que era
aún más importante: no llegaba el dinero para los gastos de la
expedición. Había que disponer de los recursos necesarios para
el avituallamiento y para el pago de las tropas. Cuando, en el
mes de julio, el Gran Capitán tuvo noticia de que el duque de
Alba había iniciado la invasión de Navarra, empezó a sospechar
que algo no marchaba bien. Envió a la corte a su secretario,
Gonzalo Fernández de Oviedo, quien más tarde será uno de
los más reputados cronistas de Indias, para tratar de acelerar
los trámites. Lo único que Fernández de Oviedo trajo, ya en el
mes de septiembre, fue una dilación y la noticia de que Gonzalo
recibiría instrucciones del rey.
Al Gran Capitán se le despejaron todas las dudas. La moviliza-
ción del ejército que había de conducir a Italia se había conver-
tido en una gigantesca farsa. Se había organizado una intriga
cortesana y el rey, una vez más, prestaba oídos a quienes acu-
Instrucciones del rey Fernando el
saban a Gonzalo de marchar a Italia con propósitos muy dife-
Católico sobre el gobierno de Nápoles.
Colección duque de Maqueda rentes a los que don Fernando le encomendaba. Se decía que

24
Jerónimo Zurita: op. cit. Libro X capítulo 5.
66
Gonzalo Fernández de Córdoba

estaba en tratos con Julio II y que el Papa le entregaría algunos dominios de los Estados Pontificios, se
señalaba incluso a Ferrara.
A finales de septiembre, cuando con los temporales de otoño en puertas a navegar era complicado
para una escuadra que había de hacer el viaje a Italia, Gonzalo se da cuenta de que todo el trabajo
que ha significado levantar un ejército ha sido un esfuerzo baldío. Ha sido víctima de una maniobra
política organizada desde la corte. Comprendía con amargura que su nombre y su prestigio habían
sido utilizados con un fin que nada tenía que ver con poner a sus órdenes un ejército para combatir a
los franceses en Italia. Todo había sido cuidadosamente preparado para dar cobertura a la conquista de
Navarra. El rey nunca había barajado la posibilidad de enviarlo a Italia. Los recelos de don Fernando, las
situaciones que el monarca hubo de vivir en Nápoles, donde la persona del Gran Capitán era tratada
con más consideración que la suya, jugarían siempre en contra de Gonzalo. El monarca había utilizado
los tiempos con la habilidad política que lo caracterizaba y había maniobrado para evitar una ruptura
con sus aliados italianos, que eran quienes verdaderamente deseaban la presencia del Gran Capitán
para enderezar el curso de una guerra que se había complicado en Rávena. El resto de la urdimbre de
aquella gigantesca farsa lo había completado la camarilla que rodeaba al rey, donde abundaban los
envidiosos.
En octubre Gonzalo recibió la orden de licenciar a las tropas que con tanto entusiasmo se habían en-
rolado para combatir a sus órdenes. Pagó de su bolsillo los gastos de aquella movilización y para ello
vendió o empeñó sus propias joyas. Permaneció algún tiempo más en Antequera, antes de ponerse en
camino para regresar a Loja. Había sido objeto de una maniobra política y las puertas de la corte se le
habían cerrado definitivamente.
Le quedaban tres años de vida. Es posible que, a lo largo de ese tiempo, apreciara, en su verdadera
dimensión, lo que significaba la vida sosegada, alejada de las intrigas de la corte y de las tensiones que
generaba la actividad militar o política. Fueron esos años en los que disfrutó de la vida retirada. Eran
algunos los que alababan la vida en la aldea y se decantaban por el menosprecio de la corte. En este
tiempo vive entre Loja y Granada. Nos cuesta trabajo imaginárnoslo pendiente de la administración
de su señorío de Órgiva. Lo vemos más bien interesado por las noticias que llegaban de la corte, que
ahora observa desde la distancia; pendiente de la correspondencia que mantiene con algunos de los
hombres importantes del reino, como el cardenal Cisneros. También interesado por todo lo relativo a
la guerra en Navarra, que el duque de Alba había culminado con éxito. Sin duda, despertaba su interés
todo lo que ocurría en el complejo entramado de la política italiana. Supo, en su retiro forzoso, que
a finales de febrero de 1513 había fallecido Julio II, el Papa al que bajo su indumentaria de vicario de
Cristo en la tierra le latía un corazón de guerrero; el Papa que firmó la bula otorgando su placet para
que pudiera hacerse efectiva la promesa del rey de nombrarlo maestre de la orden de Santiago y el que
quiso convertirlo en gonfaloniero de sus ejércitos, propuesta que rechazó por lealtad a don Fernando,
su rey y a quien consideraba su único señor. Así se lo había hecho saber Gonzalo a don Fernando en
una carta de su puño y letra cuando la diosa Fortuna parecía haber vuelto la espalda al rey en los difí-
ciles momentos por los que pasó en 1506
En estos años acudían a Loja numerosas visitas. Viajeros que ansiaban conocer al gran hombre y mu-
chos de sus amigos, entre ellos algunos de sus viejos capitanes. En Granada coincidía con el conde de
67
El Gran Capitán

Tendilla, con quien siempre mantuvo mala relación. Tendilla lo calificaba de «vecinillo» y lo consideraba
un hombre peligroso. Gonzalo lo despreciaba.
Esa correspondencia que a veces le llegaba desde Italia y esas visitas alimentaban los recelos del rey
que lo mantuvo bajo vigilancia permanente; una actitud que a esas alturas tenía mucho de malsana
obsesión. En el verano de 1515, bastó, para que las aguas se agitaran, el rumor de que un par de
barcos franceses que navegaban por la costa mediterránea tenían como misión llegar hasta alguno de
los puertos del reino de Granada con el propósito secreto de embarcar al Gran Capitán. Don Fernando
ordenó a Pérez de Barradas, alcaide la localidad granadina de La Peza, que sometiera a vigilancia todos
los movimientos de Gonzalo. Temía que estuviera en el centro de una conjura de altos vuelos. Conjura
de la que se hizo eco Quevedo25.
En la correspondencia que don Fernando mantuvo aquel verano con el susodicho alcaide de La Peza,
este le comunica en una de esas cartas que el Gran Capitán ha abandonado Loja y viaja por el camino
que lleva a Antequera. Sus enemigos sospecharon rápidamente que se dirigía a Málaga o a algún otro
puerto de aquel litoral para embarcar en las naves que los espías del rey habían localizado navegando
por la costa de levante. Pero, ¿no podía don Gonzalo ir a visitar a su amigo Francisco Pacheco?
Es lo más probable.
La probada lealtad de Gonzalo hacia el rey hace que sea muy difícil admitir otra posibilidad. Sin embar-
go, nunca sabremos cual era el destino de aquel viaje. Cuando iba por Archidona se sintió mal. Otra
vez las fiebres intermitentes lo obligaron a regresar a Loja. Pérez de Barradas informó puntualmente
al rey, indicándole que debía dirigirse a Málaga para abandonar el reino, aunque sólo podía señalarlo
como sospecha. Don Fernando en su respuesta, dada desde Calatayud el 7 de octubre de 1515, or-
denará al alcaide de La Peza que continúe la vigilancia porque «por la dolencia que decís que tiene el
dicho Gran Capitán, no os habéis de descuidar, creyendo que estando doliente, aunque tenga fin de
irse no lo podrá ejecutar… porque podría ser que su dolencia fuese fingida»26
Esta vez las fiebres se cobrarían un tributo mayor que el de unos días de enfermedad. Gonzalo se
recuperó transitoriamente, pero la enfermedad ya lo tenía definitivamente atrapado. Se marchó de
Loja a Granada, como había hecho en tantas otras ocasiones a lo largo de aquellos últimos años, pero
esta vez Gonzalo debía de ser consciente de que la parca se le acercaba para cobrarse la pieza. En
noviembre arreciaron las fiebres que contrajo en las riberas pantanosas del Garellano luchando por un
reino que entregaría a su rey, quien nunca le había tenido voluntad. Siempre receloso, lo había enga-
ñado con falsas promesas y utilizado su imagen y su prestigio de forma artera. El 30 de noviembre,
festividad de San Andrés, accedió a que se redactase su testamento, que firmará al día siguiente. En
su encabezamiento dejará constancia del nombre con que sus propios soldados lo aclamaron en el
campo de batalla. «Sepan quantos esta carta de testamento vieren como yo el Grand Capitán, don
Gonçalo Hernández de Córdova…». Los demás títulos eran cosa menor. Había sido un soldado y como
tal deseaba que se le recordara.

25
F rancisco de Quevedo: «Cuestiones políticas» en Marco Bruto. Edición de Luis Astrana Marín. Madrid, 1932, pág. 630.
26
Antonio López Ruiz: «Una misión confidencial del alcaide de La Peza: Impedir la huida a Italia del Gran Capitán». Revista de Ciencias
sociales y Humanidades de IEA. Almería, 2004. Número 19, págs. 165-174.
68
Gonzalo Fernández de Córdoba

Fallecía el segundo día del mes de diciembre. Cuatro meses después de haber cumplido sesenta y dos
años. Quien había nacido como segundón de uno de los grandes linajes nobiliarios de Andalucía en-
tregaba su alma a Dios, convertido en el más brillante soldado de su tiempo.
José Calvo Poyato
Doctor en Historia

Muerte del Gran Capitán. Manuel Crespo y Villanueva 1884. Museo de La Rioja. Logroño
La fortuna y la gloria: El Gran Capitán y la política de los Reyes
Católicos entre España e Italia
«Hasta ahora, España, estuviste escondida y el valor de tus soldados yacía
adormecido. Bajo la égida de este capitán, hijo tuyo, alcanzaste, ¡oh España!, una
fama eterna»1.

Hispanorum Dux
En 1526 se comenzó a construir la iglesia del monasterio de San Jerónimo en Granada por encargo de
la viuda de Gran Capitán, María Manrique. Pese a la atención de Gonzalo Fernández de Córdoba a sus
bienes y fundaciones napolitanos, como la capilla familiar erigida en 1504 en la iglesia de Santa Maria
la Nuova –en cuyo exterior hizo labrar sus armas bajo las de los Reyes Católicos–, ésta quedaría vacía
al impedirle los recelos de Fernando el Católico asentarse en el reino que había conquistado2. En su
testamento, redactado en Granada el 1 de diciembre de 1515, el Gran Capitán ordenó que su sepulcro
se alzase en la antigua capital nazarí, en cuya toma había participado3. El mausoleo de San Jerónimo,
convertido en celebración de las virtudes militares de Gonzalo según el lenguaje simbólico del huma-
nismo, debía ser también un testimonio de la continuidad del linaje que había labrado su fortuna en
Italia4. Por ello, su fundador sería ensalzado en la placa exterior de la iglesia como un caudillo español,
victorioso sobre franceses y turcos: MAGNO HISPANORUM DUX, GALLORUM AC TURCARUM TE-

1
Pedro Mártir de Anglería al marqués de Mondéjar, Madrid, 5 (?) de diciembre de 1515, en P. Martir de Anglería, Epistolario (ed. de J.
López de Toro), vol. III, Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. IX, Madrid, 1956, Imprenta Góngora, p. 202.
2
Vid. R. NALDI, Andrea Ferruci. Marmi gentili tra la Toscana e Napoli, Nápoles, 2002, Electa.
3
ZAB, 26-23.
4
Las primeras obras se habían iniciado en 1519 pero sólo cuando Gil de Siloé se hizo cargo de ellas en 1527, al morir doña María –a la
que se atribuye haber intentado conseguir la colaboración de Sansovino o el mismo Miguel Ángel como prueba de su gusto italiano–,
se alzaría el nuevo edificio bajo el impulso de los administradores de la fundación, donde se seguiría trabajando durante todo el siglo
XVI. Vid. A. Bustamante, «El Sepulcro del Gran Capitán», Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, LXII, 1995, pp. 5-41.
70
Gonzalo Fernández de Córdoba

RROR. El interior del templo combinaría la estructura gótica de la nave con las formas renacentistas del
presbiterio, donde la sepultura estaría rodeada por los más preciados trofeos y se desplegaría un pro-
grama de celebración heroica, a la vez clásico y cristiano, en el que puede descubrirse un eco del poe-
ma alegórico publicado en 1514 por Alonso González de Figueroa, Alcázar Imperial de la Fama del
Gran Capitán que, con el concurso de personajes bíblicos, mitológicos y de la antigua Roma, ensalzaba
a Gonzalo como Gran Capitán de España5.
El 2 de diciembre de 1515 Granada se había conmocionado con la noticia de la muerte del hombre que
desde hacía veinte años había protagonizado las principales victorias de la nueva Monarquía gestada
por Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. El humanista lombardo Pedro Mártir de Anglería escribió
al marqués de Mondéjar una carta donde trazaba el panegírico del soldado que, por sus virtudes, en-

Exterior del ábside de San Jerónimo de Granada

5
A. Gonzalez de Figueroa, Alcázar Imperial de la Fama del Gran Capitán, la Coronación y las Cuatro Partidas del Mundo (ed. de L.
García-Abrines), Madrid, 1951, CSIC.
71
El Gran Capitán

carnaba la gloria de la nación emergente: una España escondida se había dado a conocer al mundo
gracias a sus victorias, de modo que el capitán, convertido para siempre en grande, brindaba a su pa-
tria la fama que solo pueden conferir los héroes. Entre el recluimiento peninsular de la Reconquista y la
proyección universal que había de conferir la fama a la nación llamada desbordarse en un destino su-
perior a sí misma, Gonzalo parecía desempeñar el papel del guerrero providencial. La excepcionalidad
de su vida exigía una imagen no menos distinta en la muerte, como reflejaron los honores tributados
a su cadáver, que permaneció sentado al modo real, expuesto teatralmente en una siniestra ceremonia
de reconocimiento público. Se diría que, como al Cid, querían hacerle ganar nuevas batallas más allá
de la muerte. El triunfo funerario se consumaría diez días después, cuando la contemplación de las
banderas ganadas a franceses y turcos debió traer a la memoria de los nobles de la ciudad recuerdos de
la reciente guerra contra el infiel. Las exequias se celebraron en la iglesia del convento de San Francisco
–el mismo lugar donde permanecerían sepultados los Reyes Católicos hasta su traslado a la Capilla Real
en 1521– , antes de que los venerados restos recibieran sepultura definitiva6.
La evocación de los adversarios vencidos era también la de los escenarios de un proyecto expansivo
que aglutinaba intereses particulares y colectivos, aunque surcados por profundas contradicciones,
como demostraban las tensiones protagonizadas por el héroe que, además de soldado, fue ante
todo noble y político, como era habitual en su tiempo. Nazaríes, franceses y turcos representaban
el itinerario geográfico de una trayectoria biográfica identificada con la Monarquía a la que sirvió
y la nación que la sustentaba. La gloria heroica reflejaba una compleja aventura política, sometida
a los virajes de la fortuna en un tiempo de especial inseguridad. Junto a los vertiginosos cambios
dinásticos que tuvieron lugar en Nápoles y otros lugares de Italia, las nuevas técnicas militares serían
interpretadas como el inicio de un nuevo período histórico, según la visión consagrada en la Storia
d’Italia de Francesco Guicciardini7. La reorganización del ejército impulsada por Gonzalo y sus victo-
rias contra enemigos comunes en escenarios lejanos reforzaron el sentimiento de pertenencia a la
renacida comunidad histórica de España, pero se insertaron en la gran contienda dinástica librada
en Italia a favor de la nueva Monarquía de los Reyes Católicos. Sin embargo, la unión castellano
aragonesa se vería puesta a prueba por la muerte de la reina Isabel en 1504 y el inicio del turbulento
período de las regencias en Castilla8, durante el cual el protagonismo político de Gonzalo alcanzó su
ápice y, también, inició el declive determinado por el enfrentamiento con Fernando el Católico. Esa
trayectoria refleja la complejidad de las identidades nacionales en un período en el que se estaban
reforzando por su capacidad de aglutinar lealtades distintas9.

6
«Estaban puestas en la iglesia y alrededor de la tumba, que representaba su busto, doscientos estandartes y banderas y dos pendones
reales que había ganado en batallas a los franceses y sus secuaces, con las señas que tomó a los turcos cuando la Chafalonia les
ganó...», según la Crónica General de Gran Capitán, en A. Rodríguez Villa (ed.), Crónicas del Gran Capitán, Madrid, 1908, Nueva
Biblioteca de Autores Españoles, t. X, Librería Editorial de Bailly Bailliére e hijos, pp. 254 y LVII-LVIII. Cfr. J. Zurita, Historia del rey don
Hernando el Católico: de las empresas y ligas de Italia (ed. de A. Canellas López), t. 5, Zaragoza, 1996, Gobierno de Aragón, X,
XCVIII, p. 618.
7
Vid. C. de Frede, La crisi del Regno di Napoli nella riflessione política di Machiavelli e Guicciardini, Nápoles, 2006, Liguori Ed.
8
Vid. E. Belenguer Cebrià (coord.), De la unión de coronas al Imperio de Carlos V, Madrid, 2001, Sociedad Estatal para la conmemoración
de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 3 vols.
9
 id. C.J. Hernando Sánchez, «Españoles e italianos. Nación y lealtad en el reino de Nápoles durante las guerras de Italia», en A. Álvarez-
V
Ossorio y B.J. García García (eds.), La Monarquía de las naciones, Madrid, 2004, Fundación Carlos de Amberes, pp. 423-481.
72
Gonzalo Fernández de Córdoba

La imagen de Gonzalo como héroe nacional, restaurador de la gloria de las armas españolas, fue cul-
tivada por él mismo en función de sus intereses castellanos, opuestos al proyecto aragonés del rey
Católico para Nápoles. Al informar a los soberanos del recibimiento que le había tributado la capital
partenopea en 1503, resaltó «la amor y alegría que grandes y chicos mostraban gritando ¡España!
¡España!»10. La visión oficial de la conquista iba a consolidarse en las décadas siguientes a través de
diversas obras elaboradas en España e Italia por encargo de los aliados y descendientes de Gonzalo,
con el fin de borrar cualquier sombra de sospecha sobre la lealtad de su antepasado. Sin embargo, la
imagen heroica del Gran Capitán pudo ser contemplada como un reflejo de sus ambiciones políticas
por el rey Católico, aún más suspicaz a la luz de la estrecha amistad que aquel mantuvo con figuras
como Bernardino López de Carvajal y Sande, cuyas intrigas en la corte pontificia lo enfrentaron con el
monarca. Nombrado en 1493 por Alejandro VI cardenal de Santa Cruz en Jerusalén –la basílica romana
que aglutinaba el culto al resurgido ideal de cruzada–, Carvajal maniobró con Maximiliano I y Felipe el
Hermoso, para aproximarse más tarde a Luis XII de Francia con el objetivo de alcanzar la tiara en el
Conciliábulo de Pisa que desencadenó una crisis cismática en 1511 y una nueva guerra franco españo-
la11. Esa actuación, émula de los Borja, no impidió que Carvajal se convirtiera en el principal mecenas
de la cultura española en Roma durante los años siguientes12, patrocinando una obra como la Historia
parthenopea. En este poema histórico heroico, publicado en 1516 por uno de los miembros de su
corte cardenalicia, Alonso Hernández de Sevilla, siguiendo la estela del poema latino De bis recepta
Parthenope Consalviae, publicado diez años antes por el humanista napolitano Giovanni Battista Can-
talicio13, se cantaban las hazañas del Gran Capitán para reforzar su carácter providencial como «lucero
de España» y emblema del valor de los soldados españoles14.
Las sucesivas crónicas españolas15 insistirían en la lealtad al rey y el orgullo español de Gonzalo, cuyas
arengas a las tropas ocupan un lugar destacado para desplegar una serie de discursos de exaltación
nacional, de acuerdo con los tópicos del género clásico de la adlocutio. Así, según la Crónica General
del Gran Capitán, éste habría arengado a los soldados en 1497, antes de asaltar el castillo pontificio de
Ostia, controlado por el corsario vizcaíno Menaldo Guerra, para recordarles que «Todos los españoles
que aquí estamos pienso que nos movemos a desear la virtud y trabajar de haberla […] todos somos te-
nidos por dignos de que igualmente con las más naciones antiguas y modernas nos igualemos», con el
fin de «ensalzar nuestra nación y ganar honra y fama para nosotros y nuestros descendientes, mostran-
do cuán clara deba ser la nación española entre las otras…»16. Las tropas de Gonzalo procedían esen-
cialmente de la Corona de Castilla y en ellas ocupaban un lugar destacado los vascos, cuyas cualidades

10
 . Rodríguez Villa (ed.), Crónicas del Gran Capitán…, p. XXXIII.
A
11
Vid. J. Doussinague, Fernando el Católico y el Cisma de Pisa, Madrid, 1946, Espasa Calpe.
12
Vid. G. Fragnito, «Carvajal, Bernardino López de», en Dizionario Biografico degli Italiani, t. 21, Roma, 1978, pp. 28-34 y T. FERNÁNDEZ
Y SÁNCHEZ, El discutido extremeño Cardenal Carvajal, Cáceres, 1981, Instituto El Brocense.
13
La obra, con la traducción italiana realizada en 1594 por Sertorio Quattromani, está publicada en Raccolta di tutti i più rinomati
Scrittori dell’historia Generale del Regno di Napoli, t. VI, Nápoles, 1769.
14
 id. C.J. Hernando Sánchez, «Las letras del héroe. El Gran Capitán y la cultura del Renacimiento», en VV.AA., Córdoba, el Gran Capitán
V
y su época, Córdoba, 2003, Real Academia de Córdoba, pp. 217-256.
15
Vid. F. Gómez Redondo, Historia de la prosa de los Reyes Católicos: el umbral del Renacimiento, Madrid, 2012, Cátedra, t. I, pp.
332-361.
16
A. Rodríguez Villa (ed.), Crónicas del Gran Capitán, p. 44.
73
El Gran Capitán

militares eran más apreciadas17. Por ello, cuando


en 1501, al regreso de la campaña de Cefalonia,
los vizcaínos y guipuzcoanos se amotinaron con la
armada en el puerto siciliano de Siracusa, Gonza-
lo quiso aplicar un castigo ejemplar y «los mandó
dar por traidores, así ellos como los que de ellos
descendiesen […] y así lo mandó pregonar en la
marina en altas voces», según referiría la llamada
Crónica manuscrita del Gran Capitán. La respues-
ta que en ésta se hace dar a los rebeldes, aver-
gonzados al verse acusados de traición, así como
el perdón final de Gonzalo, reflejan el arraigo de
un sentimiento de lealtad colectiva que aunaba
al rey y a la tierra, además del código simbólico
y de honor que, a partir de la identidad nacional
compartida, canalizaba los conflictos de intereses
incluso en el marco de la disciplina militar18. Sin
embargo, la memoria promocionada por el Gran
Escudo de los Reyes Católicos sobre el del Gran Capitán Capitán y sus descendientes insistiría también en
en el exterior de la capilla familiar fundada por éste en la
el valor italiano para reforzar su programa político
iglesia de Santa Maria la Nuova, Nápoles
de integración entre las dos comunidades nacio-
nales que a partir de entonces debían convivir en el reino de Nápoles19. Así lo reflejaría la más conocida
de las biografías del Gran Capitán, encargada en 1524 por su yerno, sobrino y sucesor como II duque
de Sessa, Luis Fernández de Córdoba, embajador de Carlos V en Roma20, al historiador lombardo
Paolo Giovio. Aunque la obra no vería la luz hasta 1548, bajo los auspicios del hijo de Luis, Gonzalo
Fernández de Córdoba, III duque de Sessa, su rápida difusión la convertiría en un modelo historiográ-
fico, donde el autor empezaba lamentando que el gran conquistador no hubiera nacido en Italia21. A
lo largo del siglo xvi otros muchos autores italianos se harían eco de esa imagen gloriosa y asimilada a
la cultura humanística22.

17
Vid. K. A. Seaver, «The many faces of the Great Captain», The Medal, nº 30, 1997, pp. 10-18.
18
A. Rodríguez Villa, Crónicas del Gran Capitán…, p. 315-316.
19
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «Corte y ciudad en Nápoles durante el siglo xvi. La construcción de una capital virreinal», en F. CANTÚ
(coord.), Las cortes virreinales de la Monarquía española: América e Italia, Roma, 2008, Ed. Viella, pp. 337-423 e ID., «Nation and
Ceremony: Political Uses of Urban Space in Viceregal Naples», en T. Astarita (coord.), A companion to Early Modern Naples, Leiden-
Boston, 2013, Brill, pp. 153-174.
20
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «Nobleza y diplomacia en la Italia de Carlos V. El II duque de Sessa, embajador en Roma», en J.L.
Castellano Castellano y F. Sánchez-Montes (coords.), Carlos V. Europeísmo y universalidad, vol. III, Los escenarios del Imperio, Madrid,
2001, Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, pp. 205-297.
21
P. Giovio, Vida de Gonzalo Fernández de Córdoba, en A. Rodríguez Villa (ed.), Crónicas del Gran Capitán, p. 473. Vid. B. Agosti, F.
Amirante y R. Naldi, «Su Paolo Giovio, don Gonzalo II de Córdoba duca di Sessa, Giovanni da Nola (tra lettere, epigrafia, scultura)»,
Prospettiva, n. 103-104, 2001, pp. 47-76.
22
Vid. I. Nuovo, Il mito del Gran Capitano. Consalvo di Cordova tra storia e parodia, Bari, 2003; E. Sánchez García, «El mito del Gran
Capitán en edad carolina: de Hernán Pérez del Pulgar a Paolo Giovio», en P. Civil, A. Gargano, M. Palumbo y E. Sánchez García
(coords.), Fra Italia e Spagna. Napoli crocevia di cultura durante il vicereame, Nápoles, 2011, pp. 151-179 y G.M. Barbuto, «Il Gran
74
Gonzalo Fernández de Córdoba

La conquista del reino de Nápoles fue el principal objetivo de la política europea y mediterránea de los
Reyes Católicos, en función de la tradición aragonesa que condicionó la diplomacia y la política ma-
trimonial de los soberanos con el objetivo de aislar a Francia. Pero la realización de esa gran empresa
fue posible gracias al predominio de las fuerzas castellanas guiadas por un noble andaluz, Gonzalo
Fernández de Córdoba23. Sus contribuciones a la renovación militar reforzaron el eco de sus proezas
guerreras24 –con arreglo a los valores de la tradición caballeresca renovados por el humanismo–, hasta
el punto de ser considerado el mejor condottiero de su tiempo25. Este término, procedente de la ex-
periencia militar de los estados italianos en el siglo xv, definía al general de fortuna que luchaba por
dinero y cuya lealtad, por tanto, sólo podía ser cuando menos ambigua frente a cualquier príncipe o se-
ñoría. Gonzalo era, en cambio, un miembro de la alta nobleza, si bien segundón de la casa de Aguilar,
una de las protagonistas de la sociedad de frontera en el reino de Córdoba y de las luchas nobiliarias
que intentaron sofocar los Reyes Católicos26. Sus méritos, acrisolados en la larga guerra de Granada y
recompensados por el favor de la reina Isabel, lo llevaron a ser preferido al influyente II duque de Alba,
Fadrique Álvarez de Toledo –hombre de confianza del rey Fernando–, cuando en 1494 se discutió en la
corte quién debía dirigir la expedición enviada a Sicilia para, desde allí, expulsar a las tropas de Carlos
VIII del reino de Nápoles27. En aquella ocasión ganó Gonzalo –ayudado por el hecho de que los Reyes
no desearan evidenciar todavía su ruptura con el rey Cristianísimo, como habría sucedido de enviar a
Alba o a otro de los grandes al frente de la expedición, del mismo modo que volvería a triunfar en la
mayor parte de las coyunturas militares y políticas siguientes, hasta que la conquista definitiva de aquel
reino fue una realidad.
En Italia fraguó Gonzalo su gloria militar y su fortuna política. El reino de Nápoles sería el escenario
político, y no solo militar, de la batalla entre su fortuna y su gloria. Aquel a quien todos aclamarían
como el Gran Capitán por excelencia no sería ya tan sólo un general indispensable para la conducción
de la guerra, ligado a sus tropas, de heterogénea composición, por vínculos de lealtad personal cada
vez más estrechos, sino también la cabeza de una extensa clientela extendida del ámbito militar al
civil, hasta configurar una auténtica red faccional que le iba a permitir jugar sus propias cartas en el
tablero diplomático. Gonzalo construía lealtades hacia sí mismo más que hacia el soberano, a pesar de
sus continuas proclamas de devoción a éste, y ese sistema autónomo de fidelidad lo iría aproximando

Capitano nelle opere di Machiavelli e Guicciardini», en G. Abbamonte, J. Barreto, T. D’urso, A. Perriccioli y F. Senatore (coords.), La
battaglia nel Rinascimento meridionale, Roma, 2011, Viella, pp. 407-419.
23
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «El Gran Capitán y los inicios del virreinato de Nápoles. Nobleza y estado en la expansión europea de
la Monarquía bajo los Reyes Católicos», en El Tratado de Tordesillas y su época. Congreso Internacional de Historia, Madrid, 1995,
t. III, pp. 1817-1854.
24
Vid. R. Quatrefages, La Revolución Militar Moderna. El Crisol Español, Madrid, 1996, Ministerio de Defensa.
25
Vid. M. del Treppo (ed.), Condottieri e uomini d’arme nell’Italia del Rinascimento, Nápoles, 2001, especialmente el trabajo de M.
Mallett, «I condottieri nelle guerre d’Italia», ibid., pp. 347-360, donde se refiere a la situación intermedia de Gonzalo ante la práctica
de la condotta italiana y al papel de sus principales capitanes, que durante años detentarían el gobierno de los ejércitos españoles
en Italia.
26
Vid. M.C. Quintanilla Raso, Nobleza y señoríos en el reino de Córdoba: la casa de Aguilar (siglos xiv y xv), Córdoba, 1979, Publicaciones
del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba.
27
Sobre el II duque de Alba, que había de erigirse en el exponente casi único de la facción leal a Fernando durante la crisis de las
regencias y cuyos descendientes conservarían la enemistad con el linaje del Gran Capitán tanto en Castilla como en Nápoles durante
las siguientes generaciones, remitimos a nuestra Castilla y Nápoles en el siglo XVI. El virrey Pedro de Toledo. Linaje, estado y cultura,
1532-1553, Salamanca, 1994, Junta de Castilla y León, pp. 48-64.
75
El Gran Capitán

aún más a las pautas de comportamiento de un condottiero, como se pondría de manifiesto cuando,
consumado el proceso militar de la conquista, se erigió en protagonista de un proceso político donde
confluían las coyunturas española e italiana. El Gran Capitán actuaría en el gobierno del que se vio
investido, más que como alter ego del rey, como el primer barón del reino, del mismo modo que más
adelante, forzado por el monarca a regresar a España, volvería sus ojos al modelo de condottiero que
tantas veces pudo tentarlo en Italia, hasta no dudar en ofrecer sus servicios a otras instancias sobe-
ranas. De esa forma, Gonzalo puede considerarse el máximo representante de la transición entre los
valores del aventurero y empresario de la guerra –que utiliza su saber técnico y su autoridad sobre las
tropas en su propio beneficio y por ello supone una amenaza a la autoridad del príncipe, aun cuando
esos valores se vieran superpuestos a la tradición del caballero–, y las pautas de conducta del capitán
moderno. Esta última imagen, fundada en la subordinación a la autoridad del soberano, se construiría
a partir de un síntesis entre la cultura caballeresca, el ideal heroico de la Antigüedad difundido por el
humanismo, la especialización exigida por los nuevos saberes técnicos y estratégicos y la prudencia de
una razón de guerra paralela a lo que luego se llamaría razón de estado, como eje de una acción militar
cuyas implicaciones políticas canalizaba la liberalidad en el reparto de favores y gracias28.
De acuerdo con la cultura del poder ascendente en la época, la fundamental dimensión política que
reviste la trayectoria del Gran Capitán se concretó en un dominio de los recursos expresivos y formales
del escenario cortesano. Gonzalo Fernández de Oviedo, que vivió varios años en Nápoles en la corte
de la reina Juana, hermana de Fernando el Católico, y en 1512 pasó a ser secretario de Gonzalo cuan-
do éste se disponía a emprender el ansiado y finalmente frustrado regreso a Italia, dejaría una de las
más completas semblanzas del Gran Capitán como modelo de caballero y cortesano, fundidos en una
síntesis ya ineludible: «tan señor con señores, e tan del palaçio con los cavalleros mançebos e con las
damas, guardando su gravedad e medida e buena graçia en sus palabras, que sin dubda ningún artífiçe
que fuese único no le entendía tan complida e bastantemente como el Gran Capitán entendía e sabía
estos primores e lo que avía de hazer en cada cosa de las que son dichas o que pudiesen ocurrir [...]
Fue liberalíssimo e muy polido en sus atavíos e muy del palaçio, e galán dizidor e no lastimador en sus
donayres, e muy quisto de las damas...»29. En la misma línea, Paolo Giovio escribiría que Gonzalo había
sido siempre «bien querido y grato a todos los cortesanos» pues él mismo era «muy gentil cortesano,
entendía bien lo que se había de hacer, porque había acompañado los ejercicios militares con los de la
cortesanía; en su conversación y trato muy apacible, tal que cuando se trataban cosas de palacio todos
estaban agradados de su burlar y plática»30. El discernimiento en la expresión y el juicio para dominar
las situaciones y tratar a las personas coinciden con el arquetipo diseñado por Baltasar de Castiglione
en su tratado sobre El Cortesano, publicado en Venecia en 1528 –más de quince años después de que
empezara a escribirlo– y en cuyo III libro, donde incluye un elogio de Isabel la Católica, se haría eco de
la fama alcanzada por el Gran Capitán a la sombra de la reina31. Gonzalo, noble castellano, hombre

28
 id. D. Frigo, «Principe e capitano, pace e guerra: figure del “Politico” tra Cinque e Seicento», en M. FANTONI (ed.), Il «Perfetto
V
Capitano». Immagini e realtà (secoli XV-XVII), Roma, 2001, pp. 273-304: 277-285.
29
G. Fernandez de Oviedo, Batallas y Quinquagenas (ed. de J.B. Avalle-Arce), Salamanca, 1989, Ediciones de la Diputación de
Salamanca, p. 183.
30
P. Giovio, «Crónica del Gran Capitán», en A. Rodríquez Villa, Crónicas del Gran Capitán, p. 483.
31
B. Castiglione, El Cortesano (ed. de M. Pozzi), Madrid, 1994, p. 390.
76
Gonzalo Fernández de Córdoba

de la corte de Isabel, experto militar, se revelaría también un político ambicioso y, por tanto, un hábil
cortesano, como un ejemplo vivo del diálogo de las armas y las letras.

Dvcibvs et Nobilis Armis


En 1503 se representó en Nápoles un drama alegórico político en latín, obra del humanista Girolamo
Morlino, quizás ante la presencia del Gran Capitán. Este acababa de hacer su entrada en la ciudad que
ostentaba orgullosamente su condición de caput regni del más extenso y disputado de los territorios
italianos, mientras la guerra con los franceses aún continuaba en varias provincias. La farsa, destinada
según declara el autor en el prólogo a «calmar los ánimos y alejar angustias» dada la incertidumbre
que aún se cernía sobre el trono napolitano, estaba protagonizada por Protesilaus –máscara de Fernan-
do el Católico–, que luchaba con Orestes –Luis XII de Francia– por los favores de Leucasia, una sirena
que daba nombre a un promontorio del Tirreno, convertida aquí en imagen de Nápoles. Orestes, auxi-
liado por su aliado Pontico –el mar imprevisible y amenazante– era finalmente derrotado por el héroe,
en cuya ayuda descendían cuatro divinidades del Olimpo: Venus, Palas, Marte y Mercurio, para entonar
finalmente la loa del monarca vencedor y fiel exponente de su nación: «Iberia semper/ inclyta bellatrix,
ducibus et nobilis armis…»32. De esa forma, la conquista de Nápoles aparecía asociada a las personi-
ficaciones de la sangre y del principio dinástico que confería el poder legítimo –Venus-, la sabiduría
–Palas-, la guerra –Marte- y el interés –Mercurio-, puestas al servicio del rey Católico para reclamar la
polémica herencia continental italiana de Alfonso V el Magnánimo frente a los recursos, inicialmente
superiores, del rey Cristianísimo. Ese Olimpo de la conquista mezclaba con moderno realismo político
el tradicional principio dinástico de legitimación con la fuerza de los hechos consumados a través de un
proceso bélico presidido por la renovación del arte militar, pero también por el entramado de intereses
comerciales, aristocráticos y faccionales que sustentó las diversas agregaciones territoriales vividas en
Europa Occidental desde finales del siglo xv. La antigua invocación a Venus resultaba más inseparable
que nunca de la aún más frecuente a Marte, cuya sombra iba a oscurecer el brillo de la primera en los
principales episodios expansivos de las grandes monarquías gracias a los nuevos instrumentos puestos
a su servicio por los audaces vuelos de Palas y Mercurio. Serían éstos –recursos técnicos y materiales,
lealtades pactadas, mudables y superpuestas, consensos reconstruidos en las diversas esferas de po-
der– los que reforzarían las armas de Marte para compensar los frágiles argumentos de Venus en los
procesos de conquista que, como Nápoles, solo podían apelar tangencialmente a las exigencias de la
cruzada para justificar la anexión de un territorio cristiano desposeyendo a sus monarcas legítimos33.
La integración de recursos materiales y legitimadores desplegada en la farsa napolitana refleja la com-
plejidad del proceso expansivo protagonizado por la nueva Monarquía de España bajo los Reyes Ca-
tólicos en las dos penínsulas del Mediterráneo Occidental. En ese proceso, que diluye las categorías
actuales de política exterior e interior, confluían los intereses y recursos que evocaba el Olimpo de la
conquista: Marte le brindó las armas, Venus la continuidad dinástica ramificada en las lealtades de los

32
Vid. B. Croce, I teatri di Napoli (ed. de G. Galasso), Milán, 1992, Adelphi, pp. 27-28 y E. de Tejada, Nápoles Hispánico, vol. I, Madrid,
1958, Ed. Montejurra, pp. 331-334.
33
Vid. C.J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles en el Imperio de Carlos V. La consolidación de la conquista, Madrid, 2001, Sociedad
Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, pp. 47-61.
77
El Gran Capitán

linajes aristocráticos, Palas el conocimiento de las ideas y las técnicas en transformación y Mercurio el
interés que movía a todos los contendientes, a través de la sangre y la amistad, el comercio y la guerra,
pero no siempre del incremento monetario, dada la precariedad de las rentas de los territorios con-
quistados, sobre todo en relación con el costo de la empresa. Los caminos de ese Olimpo se hicieron
crecientemente continentales en los últimos años de Fernando el Católico, mientras el Gran Capitán
permanecería recluido en sus dominios andaluces, pero el escenario donde labró su gloria y la de su
nación había sido esencialmente mediterránea, siguiendo una ruta que lo llevó desde Granada hasta
Nápoles y las costas de Grecia.
El eje de aquel itinerario militar y político fue el reino de Nápoles, fruto de la escisión entre la parte
continental o Citra Farum y la insular o Ultra Farum del antiguo reino de Sicilia en 1282. Su sólida
tradición monárquica se había visto enriquecida por las sucesivas dinastías de Anjou y de Aragón que
lo habían gobernado durante los dos últimos siglos34. Nápoles era el centro del complejo diseño diplo-
mático y militar trazado por sus soberanos aragoneses en el centro y norte de la península. Desde sus
orígenes, el destino del reino condicionó el de toda Italia. Así se puso de manifiesto durante la larga
guerra de conquista conducida entre 1420 y 1442 por Alfonso V de Aragón, que le llevó a continuar la
trayectoria intervencionista desarrollada por la casa de Anjou en su persecución del primato italiano a
partir de las antiguas pugnas entre güelfos y gibelinos35. La red de relaciones tejida entonces con otros
núcleos italianos como Roma, Milán o Florencia se vio reforzada en las principales crisis que, a lo largo
de la segunda mitad del siglo xv, alteraron el equilibrio de la península establecido por el tratado de
Lodi en 1454. Reflejo de esa proyección septentrional del reino fue la intensa diplomacia de Ferrante I,
hijo natural de Alfonso V a quién este dejó como heredero en Nápoles a su muerte en 1458, así como
de sus sucesores36.
La división de la sociedad política entre las facciones fieles a las dinastías foráneas enfrentadas en el
suelo napolitano reforzó el poder de la nobleza feudal que controlaba las provincias y se proyectó en
las élites de la superpoblada capital, ya entonces una de las ciudades más grandes de Europa. Esa divi-
sión, que condicionaría la conquista española y su posterior consolidación, se superpuso a los esfuerzos
de la dinastía aragonesa para incrementar el poder de la Corona y la identidad de un reino separado
del resto de Italia por la geografía, que lo aislaba a través de los Apeninos de su única frontera terrestre
con los Estados Pontificios, además de por la propia forma de gobierno monárquico. Aunque ésta
imprimía al territorio una cohesión política e institucional desconocida en el norte de la península,
existía una gran diversidad regional, agudizada por las sucesivas oleadas migratorias. Entre ellas desta-
ca la llegada de un número difícilmente calculable de españoles de diverso origen social a raíz de la
conquista de Alfonso V, con un predominio de catalanes y valencianos que integrarían una sólida co-
lonia mercantil, mientras que los nobles que ayudaron al Magnánimo en la empresa militar y fueron
recompensados con mercedes feudales procedían tanto de Aragón y Valencia como de Castilla, origen
de linajes como los Guevara, convertidos en condes de Potenza –al Sur del Reino–-, y los Ávalos, mar-
queses de Pescara –al Norte–. Estos linajes, emparentados con familias locales, serían decisivos duran-

34
 id. G. Vitale, Ritualità monarchica cerimonie e pratiche devozionali nella Napoli aragonese, Salerno, 2006, Laveglia Editore.
V
35
Vid. G. Galasso, Il Regno di Napoli. Il Mezzogiorno angioino e ragonese (1266-1494), Turín, 1992, Utet.
36
Vid. R. Fubini, Italia quattrocentesca: politica e diplomazia nell’età di Lorenzo il Magnifico, Milán, 1994, Franco Angeli y J.H. Bentley,
Politica e cultura nella Napoli rinascimentale, Nápoles, 1995 (1ª ed. en inglés, Princeton, 1987), Guida.
78
Gonzalo Fernández de Córdoba

te la segunda conquista española, bajo el Gran Capitán, cuando llegarón una nueva oleada de
aragoneses y, sobre todo, de castellanos. Los datos demográficos, procedentes de las numeraciones de
fuegos que, comenzadas a efectos fiscales a partir de Alfonso V, permiten calcular la población total
del reino a finales del siglo xv en casi un millón y medio de habitantes37. Esa cifra, aunque aproximada,
da idea del reto asumido por una Corona de Aragón que en sus territorios españoles no alcanzaba
entonces el millón de pobladores y para la que resultaban por tanto vitales los superiores recursos hu-
manos y materiales de Castilla. La evolución de la actitud del rey Católico hacia el reino de Nápoles,
desde la protección a la rama local de su dinastía hasta la conquista definitiva, estuvo determinada por
la disponibilidad de los medios castellanos tanto como por la coyuntura diplomática y, muy especial-
mente, por la disposición del Papa, soberano feudal del reino.
De acuerdo con la política tradicional aragonesa38, Fernando el Católico, con el apoyo decisivo de
Isabel, persiguió desde el principio de su reinado la reunificación de territorio napolitano con los otros
dominios de la casa de Aragón, aunque tuviera que postergarla ante otras prioridades en los reinos
españoles39. Para responder al doble reto de las rutas mediterráneas y el dominio de Italia se revelarían
vitales los recursos derivados del proceso político que ha podido definirse como «la incorporación de
Castilla a la Corona de Aragón»40. Ese viraje histórico en la política tradicional castellana para asumir

Vista de Nápoles con la entrada de la armada aragonesa, hacia 1470, Tavola Strozzi, Museo Nazionale di San Martino, Nápoles

37
 id. E. Sakellariou, Southern Italy in the Late Middle Ages. Demographic, Institutional and Economic Change in the Kingdom of
V
Naples, c. 1440-1530, Leiden, 2011, Brill.
38
Vid. J. Vicens Vives, Fernando el Católico, príncipe de Aragón, rey de Sicilia. 1458-1478 (Sicilia en la política de Juan II de Aragón),
Madrid, 1952, CSIC, p. 303.
39
Vid. D. Abulafia, «Ferdinand the Catholic and the Kingdom of Naples», en Ch. Shaw (ed.), Italy and the European Powers. The
Impact of War (1500-1530), Leiden, 2006, Brill, pp. 129-158.
40
Vid. L. Suárez Fernández, «Política mediterránea», en ID., Claves históricas en el reinado de Fernando e Isabel, Madrid, 1998, Real
Academia de la Historia, pp. 195-226: 197 e ID., Los Reyes Católicos. Los fundamentos de la Monarquía, Madrid, 1989, Ed. Rialp.
79
El Gran Capitán

las prioridades diplomáticas aragonesas y, por tanto, mediterráneas, perseguía aislar a Francia para ase-
gurar la hegemonía en Italia, implicándose activamente en los problemas de todo el mare nostrum. La
guerra de Granada, empresa castellana asumida y celebrada con entusiasmo en la Corona de Aragón,
no haría sino reforzar la asimilación, aunque obligara a postergar la intervención militar en Italia. Du-
rante la conquista del emirato nazarí el reino de Nápoles desempeñó un papel esencial en la diplomacia
fernandina, que ya se había movilizado con motivo de la gran revuelta de los barones contra Ferrante
I en 1485. Tras la intervención militar española en el ducado de Bretaña, la rivalidad con el emergente
poder del rey de Francia se puso de manifiesto en 1489, cuando Fernando e Isabel firmaron en Medina
del Campo un tratado de alianza con Enrique VII de Inglaterra, uno de los principales adversarios del
monarca galo. De esa forma se fue tejiendo una ambiciosa diplomacia continental cuyo último objetivo
sería el dominio de Italia. Tras años de creciente intervención política en el reino napolitano, el monarca
aragonés acabaría afrontando su difícil y costosa conquista para enfrentarse abiertamente con Francia,
considerada entonces la más poderosa monarquía de la cristiandad. La decisión de ir a la guerra se pre-
cipitó por la ofensiva expansionista francesa, que amenazaba el reino de Sicilia. Tras haber recuperado
los condados pirenaicos del Rosellón y la Cerdaña en virtud del tratado de Barcelona firmado en 1493
con Carlos VIII de Francia a cambio de no obstaculizar su campaña contra Nápoles salvo que atacara a
la Iglesia, el inevitable enfrentamiento –aunque no armado– entre el monarca galo y el papa Alejandro
VI brindó a Isabel y Fernando la justificación para emprender en 1495 la primera campaña italiana, en
apoyo de la rama aragonesa local. Esa intervención sería la segunda gran acción militar, común a los
diversos reinos de España, tras la guerra de Granada. Como ésta, la empresa de Nápoles reforzaría
también las tradiciones cruzadas de Aragón y Castilla41 frente a la similar legitimación de la expansión
francesa desde la invasión de Carlos VIII en 149442 y en el marco de la renovada representación del
poder desencadenada por las guerras de Italia43.
El improvisado ejército castellano que en mayo de 1495 embarcó en Cartagena en las naves de la ar-
mada de Vizcaya daría paso bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba a un cuerpo compacto,
cuya adaptación al terreno y extraordinaria agilidad le permitiría vencer en audaces escaramuzas a
las pesadas fuerzas francesas. Tras varios reveses iniciales, Gonzalo consiguió controlar las escarpadas
sierras de Calabria y concitar el apoyo de una parte considerable de las élites nobiliarias en esa región
y la vecina de Apulia para proseguir su marcha hacia el Norte y apoyar a las fuerzas napolitanas hasta
la expulsión total de las tropas francesas. Los hombres –infantes, jinetes y oficiales– y los recursos eran
predominantemente castellanos, en tanto que los efectivos aportados por la Corona de Aragón se con-
centraban en la flota de apoyo que debía vigilar las costas napolitanas, al mando de expertos marinos
como el catalán Bernat Villamarí –cuyo protagonismo aumentaría en las sucesivas campañas de Gon-
zalo, llegando a alcanzar el título de conde de Capaccio en Nápoles–, así como en el reforzamiento de

41
 id. «La corona y la cruz. El Mediterráneo en la Monarquía de los Reyes Católicos», en L.A. Ribot García, J. Valdeón Baruque y E.
V
Maza Zorrilla (coords.), Isabel la Católica y su época (Actas del Congreso Internacional celebrado en Valladolid, Barcelona y Granada,
del 15 al 20 de noviembre de 2004), Valladolid, 2007, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, vol. I, pp. 611-649.
42
Vid. D. ABulafia /ed.), La discesa di Carlo VIII in Italia (1494-1495). Premese e conseguenze, Nápoles, 2005 (1ª ed. en inglés: 1995),
Electa Napoli y S. Biancardi, La chimera di Carlo VIII, Novara, 2011, Ed. Interlinea.
43
Vid. VV.AA., Les guerres d’Italie. Histoire, pratiques, représentations (Actes du Coloque international, Paris, 9-11 décembre 1999),
París, 2002.
80
Gonzalo Fernández de Córdoba

Sicilia, convertida en gran base de operaciones donde pronto surgirían disputas jurisdiccionales entre
el general castellano y el virrey de la isla, Juan de Lanuza44.
Los recursos de Castilla servían a un designio aragonés que era ya de toda la Monarquía, pero su ins-
trumento principal, el protagonista de la guerra, era un segundón ávido de gloria. Las victorias del
Gran Capitán en 1495 y 1496 reforzaron la influencia de los Reyes Católicos sobre la rama local de la
casa de Aragón, como reconocería su último monarca, Federico II, en las instrucciones entregadas a
Gonzalo en julio de 1498, donde depositaba su confianza en el general español45. Pero el eco de esos
triunfos hizo posible también que su artífice indiscutible centrara en Italia unas crecientes expectativas
políticas, convertido en un barón napolitano gracias a los títulos feudales concedidos por el rey Federi-
co en 1497 y 1498, un conjunto de señoríos distribuidos por las provincias de Capitanata y Principato
Citra, el principal de los cuales era el ducado de Monte Sant’Angelo sul Gargano46. Asimismo, el apoyo
brindado a Alejandro VI frente a los Orsini y otros enemigos internos –autorizado por los monarcas
españoles tras la concesión del título de Reyes Católicos por el pontífice en diciembre de 1496– con la
toma del castillo de Ostia, su consiguiente entrada en Roma, la concesión del preciado honor pontificio
de la Rosa de Oro e, incluso, la idea papal de concederle el mando de sus fuerzas –aunque rechazada–,
ampliaron la reputación de Gonzalo más allá de las fronteras napolitanas47. Las actitudes altivas y el
afán de autonomía de la nobleza meridional, pronto emulados por el Gran Capitán, se verían reforza-
dos por su estrecho trato con nobles y generales italianos, como los miembros del gran linaje romano
napolitano de los Colonna, con los que selló una alianza personal capaz de remontar coyunturales
enfrentamientos y erigida en una de las claves de la conquista de Nápoles y su posterior consolida-
ción48. La creciente atracción de Gonzalo por los modos de comportamiento del condottiero –amplia-
mente difundido en el Nápoles aragonés49– sería fruto de la progresiva italianización de sus intereses,
sus relaciones y sus valores, de la que ya en 1498 dejaba constancia el rey Federico de Nápoles al
destacar su profundo conocimiento de la política italiana50. De hecho, las victorias de Gonzalo se de-
bieron tanto a su dominio del nuevo arte de la guerra como a su capacidad para atraerse a los distintos
sectores de la población, evitando saqueos como los protagonizados por los franceses y, sobre todo,
anudando pactos con las elites nobiliarias que, como en toda Italia, resultaban vitales para asegurar el
territorio a través de sus mesnadas señoriales y sus fortificaciones51.

44
Vid. C.J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles…
45
ZAB, carp. 26-13. Cfr. SNSP, ms. XXII-D7, f. 167.
46
Vid. C.J. HERNANDO SÁNCHEZ, «El Gran Capitán y los inicios del virreinato de Nápoles…», pp. 1849 y ss.
47
Vid. A. Fernández de Córdova Miralles, «Imagen de los Reyes Católicos en la Roma pontificia», En la España medieval, 2005, 28,
pp. 259-354: 318-321.
48
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «El Gran Capitán y la agregación del reino de Nápoles a la Monarquía de España», en G. Galasso y C.J.
Hernando Sánchez (eds.), El reino de Nápoles y la Monarquía de España. Entre agregación y conquista (1485-1535), Madrid, 2004,
Academia de España en Roa y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, pp. 169-211 y A. SERIO, Una gloriosa sconfitta.
I Colonna tra papato e impero nella prima età moderna, Roma, 2008, Viella, pp. 126-130. Al igual que sus rivales, los güelfos y
profranceses Orsini, cuyo apoyo a Gonzalo fue decisivo para la conquista del reino de Nápoles, los Colonna no dudaban en cambiar
de bando cuando sus intereses patrimoniales lo aconsejaban, aunque acabarían manteniendo una estricta lealtad –salvo oscilaciones
no consumadas– a lo largo de las siguientes generaciones.
49
Vid. F. Senatore y F. Storti, Spazi e tempi della guerra nel Mezzogiorno aragonese, Salerno, 2002, Carlone Ed.
50
Zab, carp. 26.
51
Vid. Ch. Shaw, Barons and Castellans. The Military Nobility of the Renaissence Italy, Leiden, 2014, Brill.
81
El Gran Capitán

Tras la experiencia triunfal que supuso la


primera campaña de Nápoles, el ejérci-
to castellano de 1495 se vería superado
en eficacia por el más numeroso y mu-
cho mejor organizado contingente que
Gonzalo, rodeado ya por el renombre de
Gran Capitán, embarcó en Málaga cinco
años después con destino a la campaña
contra los turcos. Esta era la consecuen-
cia de la Liga Santa impulsada por el
papa Alejandro VI para ayudar a la Re-
pública de Venecia. La Serenísima, cuyos
intereses chocaban cada vez más con
los de la Corona de Aragón en el Me-
diterráneo, representaba una potencia
hostil para las dos monarquías, Francia y
España, empeñadas en alcanzar el viejo
sueño del primato italiano, sobre todo
desde que en enero de 1496 Ferrante
II de Nápoles le entregara varias plazas
costeras de Apulia para garantizar el con-
trol del Adriático, al igual que concedería
meses después a Fernando el Católico
Amantea, Regio, Crotone y otras plazas
calabresas situadas en el estrecho de Me-
sina, cabeza de puente de las sucesivas
campaña de Gonzalo. En 1500 el rey Ca-
tólico buscó coyunturalmente la amistad
veneciana enviando al Gran Capitán para Sepulcro del almirante Bernat Villamarí, Monasterio de Montserrat
ayudar a la República de San Marcos a
reconquistar Cefalonia y otras islas desde las que se pudiera impedir un ataque a la península italiana
como el sufrido en 1480 por el puerto napolitano de Otranto52. En junio de 1500 una gran armada de
cincuenta y cinco navíos al mando de Gonzalo zarpó rumbo a Mesina. El Gran Capitán escribió a los
reyes: «pueden creer Vuestras Altezas que es la más hermosa armada de navíos y de gente y artillería
que nunca de España salió»53. El escenario de aquella guerra, primera de las armas españolas con las
turcas, se localizó en el Golfo de Lepanto, fijando una frontera oriental que perduraría hasta la famosa
batalla que en 1571 protagonizaría don Juan de Austria. Al igual que éste, Gonzalo pudo alimentar sus
ambiciones políticas con la victoria sobre el infiel, que difundió su fama por toda la cristiandad, empe-

52
 id. C.J. Hernando Sánchez, «El Gran Capitán y la agregación del reino de Nápoles a la Monarquía de España…».
V
53
En Torre, L. de y Rodríguez Pascual, R. (ed.), «Cartas y documentos relativos al Gran Capitán», Revista de Archivos Bibliotecas y
Museos, 34, 1916, p. 307.
82
Gonzalo Fernández de Córdoba

zando por Venecia, que agradeció su apoyo decisivo con múltiples honores y una relación privilegiada
mantenida durante los años siguientes54.
La campaña de Cefalonia fue el preámbulo de la segunda y definitiva empresa de Nápoles tanto
en el orden militar como en el diplomático55. Las negociaciones del rey Federico con el turco pro-
porcionaron un argumento al papa Alejandro VI para autorizar el reparto del territorio napolitano

Entrada en Nápoles de la artillería de Carlos VIII de Francia el 22 de febrero de 1495, “Crónica de Melchiorre
Ferraiolo”, hacia 1498, Pierpont Morgan Library, Nueva York

54
 id. A. Fernández de Córdova Miralles, «Imagen de los Reyes Católicos en la Roma pontificia», pp. 324-326.
V
55
Vid. E. Quatrefages, La Revolución Militar Moderna. El crisol español, Madrid, 1996, Ministerio de Defensa, pp. 119 y ss.
83
El Gran Capitán

entre Francia y España, previamente acordado por los Reyes Católicos y cristianísimo en el tratado de
Chambord/ Granada56. El sur del reino, agrupado en los ducados de Calabria y Apulia, correspondió
a los Reyes Católicos, mientras el norte y la capital serían para Luis XII con el título de rey de Nápoles,
al que acompañaba el puramente formal de rey de Jerusalén. Gonzalo, que había regresado con su
armada a Sicilia, desembarcó en el sur y fue ocupando los territorios asignados en una sucesión de
triunfos apenas enturbiados por la resistencia del puerto de Tarento, finalmente tomado y donde se
encontraba el joven Fernando de Aragón, duque de Calabria y, por tanto, heredero del rey Federico
de Nápoles. Mientras éste se refugiaba en Francia, su hijo fue enviado a España, contraviniendo
el pacto sellado por el Gran Capitán cuando se rindió. La ocupación del resto del territorio consi-
guió el sometimiento de la nobleza feudal, mayoritariamente angevina y, por tanto, pro-francesa,
mientras que la parte correspondiente a Francia contaba con los dominios de los principales linajes
pro-españoles, como los Ávalos y los Colonna. Tal desequilibrio entre las lealtades de los vasallos y
las potencias ocupantes encerraba la semilla de un nuevo enfrentamiento, al igual que la pugna por
el control de la Aduana de Foggia –principal fuente de ingresos del Reino por canalizar la relevante
economía de la ganadería trashumante– al no mencionarse en el reparto los límites de provincias
como Basilicata y Capitanata. Todo ello haría que estallaran muy pronto las hostilidades entre los
ejércitos francés y español.
Fernando el Católico se esforzó por reducir la presencia castellana al ámbito exclusivamente militar y
confió la supervisión de todas las cuestiones políticas a letrados de su corte procedentes de la Corona
de Aragón. La colaboración de Gonzalo con ellos no parece haber dado lugar a problemas significa-
tivos y, de hecho, se mostró muy eficaz en momentos tan difíciles como el del reparto del reino y los
prolegómenos de la ruptura de hostilidades con Luis XII. En octubre de 1501, una vez investido el Gran
Capitán oficialmente del cargo de gobernador de los ducados de Calabria y Apulia que habían corres-
pondido a los Reyes Católicos, accediendo así al primer oficio de gobierno político además de militar,
Fernando envió a Tomás Malferit con detalladas instrucciones sobre el gobierno de esas provincias, en
un intento claro por delimitar las amplias atribuciones de Gonzalo. Las prioridades del rey respondían
a sus propios criterios de gobierno en los reinos españoles y trazaban las constantes de sus sucesivas
instrucciones al Gran Capitán. Se centraban en la rígida política religiosa, con el apoyo a la labor in-
quisitorial diocesana –sin citar expresamente la instauración del sistema español del Santo Oficio– la
persecución contra los casos de herejía descubiertos, algunos de los cuales habían sido ya castigados
con la quema en efigie de los culpables, la expulsión de los judíos y la imposición de la justicia me-
diante penas ejemplares que evidenciaran el cambio de régimen: «de manera que en el bivir bien de
las gentes de aquellos ducados se conosca la diferencia que hay de agora adelante a los tiempos pas-
sados…». A todo ello se unía el control de las principales fortalezas, en ciertos casos de implicaciones
diplomáticas tan serias como el enfrentamiento con Alejandro VI originado por la exigencia del papa
a Gonzalo de entregar la de Cosenza a un cardenal de la familia papal. Fernando, siempre celoso de
sus prerrogativas frente a cualquier intromisión, ordenaba a su representante que si el pontífice volvía
a realizar una solicitud semejante «no disimule, antes le responda reziamente […] porque de las tales
cosas nos solos havemos de disponer y mandar lo que se haga y no su Santidad ni otra persona algu-

56
 id. A. Fernández de Córdova Miralles, Alejandro VI y los Reyes Católicos. Relaciones político-eclesiásticas (1492-1503), Roma, 2005,
V
Edizioni Università della Santa Croce, pp. 419-431.
84
Gonzalo Fernández de Córdoba

na…»57. Se trataba de un programa de gobierno que brindaba ya un espacio para la afirmación de los
criterios políticos de Gonzalo a la hora de graduar o incluso cuestionar la aplicación de las instrucciones
regias, pronto postergadas ante las nuevas prioridades militares.
La tercera y última campaña de Nápoles dirigida por el Gran Capitán comenzó en 1501 con serios re-
veses, dada la superioridad numérica del ejército francés, al igual que había sucedido en 1495, lo que
llevó a pensar en un rápido acuerdo diplomático en 150258. Sin embargo, en abril de ese año los Reyes
Católicos demostraron su plena confianza en la capacidad de Gonzalo al concederle el extenso ducado
de Terranova, en Calabria, cuyo título utilizaría preferentemente el Gran Capitán a partir de entonces.
En la primavera de 1503 Gonzalo inició una ofensiva militar que, tras un largo invierno cercado en la
plaza adriática de Barletta, le llevaría a vencer en Ceriñola y a entrar –aunque sin los honores clásicos
del Triunfo, prudentemente rechazados frente a los ofrecimientos de la capital– en la disputada ciudad
de Nápoles, caput regni donde se concentraba la intensa dialéctica política vivida por el conjunto del
país en los últimos años. La ocupación de la capital fue un ejemplo de la prudencia política del Gran
Capitán, quien antes de entrar en la ciudad recibió a sus representantes y firmó con ellos, en el cam-
pamento de Gaudello, unas capitulaciones por las que se comprometía a respetar las leyes locales y a
no introducir la Inquisición Española59. En cambio, los Reyes Católicos le enviaron unas nuevas instruc-
ciones en julio de ese año, en las que insistían en la necesidad de implantar en Nápoles –como por
entonces se estaba haciendo en Sicilia– el Santo Oficio al modo de España. Para ello apelaban a una
visión providencialista que presentaba la caída de los reyes aragoneses locales como fruto de su tole-
rancia con los infieles. Sin embargo, Gonzalo siguió retrasando esas y otras medidas que contravenían
los compromisos contraídos, lo que no fue óbice para que los reyes le confirmaran, en septiembre de
ese año, la posesión de los feudos concedidos por Federico de Nápoles, además de unas cuantiosas
rentas sobre las principales entradas fiscales del reino60. Asimismo, el poder del Gran Capitán, indiscu-
tible en el campo militar, se vio reforzado al facultarle Fernando el Católico a enajenar o vender los
bienes de rebeldes y forajidos, lo que le permitió repartir favores entre una clientela adicta que incluía
figuras tan discutibles para los reyes como el cardenal Carvajal61. El 28 de diciembre de 1503 llegó la
resonante victoria en las riberas del río Garellano, próximo a la frontera pontificia y, el 1 de enero de
1504, la rendición del castillo de Gaeta, último núcleo de resistencia francesa. Los Electos de la capital
del reino se apresuraron a informar al rey Católico de las fiestas y luminarias organizadas para celebrar
la victoria, así como de las ceremonias preparadas en honor del Gran Capitán, elogiando «la gloria et
triumpho de V.M., la fatica, la gagliardia, la prudentia del gran capitano, et lo beneficio nostro et com-
pito beneficio»62. Sin embargo, Gonzalo, que utilizaba ampliamente sus ya extensos poderes, realizaría
un nuevo ejercicio de prudencia política al volver a rechazar los honores del triunfo en sus entradas en
Capua y Nápoles63.

57
Z AB, 16-49.
58
ASMa, AG, Napoli, busta 808.
59
Vid. G. D’Agostino, La capitale ambigua. Napoli dal 1480 al 1580, Nápoles, 1979, Società Editrice Napoletana, pp. 117-12.
60
ZAB 20-16 y 17.
61
RAH, CSyC, A-II, f. 4.
62
Nápoles, 23 de enero de 1504, ZAB, carp. 23-4.
63
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «Las letras del héroe. El Gran Capitán y la cultura del Renacimiento», en Córdoba, el Gran Capitán
y su época, Córdoba, 2003, pp. 217-256. Sobre el mecenazgo artístico de Gonzalo R. Naldi «La committenza artistica del Gran
85
El Gran Capitán

En marzo de 1504 el Consejo Real emitió unas instrucciones que


transmitían el deseo de los Reyes Católicos de normalizar la vida
política y social según los criterios seguidos por la unión de coro-
nas en España. Se insistía en la regularización de la administración,
sobre todo fiscal y de justicia, así como en la supervisión moral de
las costumbres, dentro del respeto a la plenitud legal e institucional
del reino. Con este fin se recomendaba también al Gran Capitán
que trasladara a su familia a Nápoles como núcleo de una sociabi-
lidad cortesana que sustituyera el régimen militar hasta entonces
predominante64. Sin embargo, y aunque se sucedieron las nuevas
atribuciones, no sería hasta diciembre de 1504, muerta la reina Isa-
bel, cuando Gonzalo recibiría el nombramiento oficial como virrey y
lugarteniente general de todo el reino y no solo de los ducados de
Calabria y Apulia que ostentaba desde 1501. Dicho nombramiento
sería ratificado en febrero de 1505 a través de un documento don-
de se detallaban las competencias virreinales, ampliadas un mes
después65.
Gonzalo utilizó sus atribuciones con notable moderación y respeto
a las instituciones locales, demostrando un escrupuloso respeto a
los compromisos suscritos. Estuvo en estrecha relación con preemi-
nentes miembros de la minoría hebrea como el filósofo León Abra-
vanel –convertido en su médico personal– y el mercader converso
catalán Pablo Tolosa que, naturalizado napolitano, llegó a ser uno
de los hombres más ricos del reino y uno de los principales finan-
ciadores del ejército español. Asimismo, continuó la política tradi-
cional de la alta nobleza castellana y particularmente de su linaje
al bloquear los proyectos inquisitoriales –potencialmente peligrosos
para sus poderes virreinales– y de expulsión de los judíos. De esa
forma amplió sus relaciones clientelares, proyectadas también en el
ámbito cultural a través de la reapertura de la Universidad de Ná-
poles y el nombramiento de un nuevo Prefecto de la misma, cargo
Giovanni da Nola, trofeo
asociado al de Capellán Mayor del Reino y que permitía una amplia
conmemorativo de la batalla del
influencia sobre ese ámbito fundamental de la vida intelectual. Esta Garellano, encargado por Gonzalo
se vio favorecida también por el apoyo a la reapertura de la Acade- Fernández de Córdoba, III duque
mia dirigida por Pontano hasta su muerte en 1503 y a la publicación de Sessa, nieto del Gran Capitán,
de las obras del gran humanista del período aragonés66. Museo de Capua

Capitano a Napoli, 1504-1507», en G. Galasso y C.J. Hernando Sánchez (coords.), El reino de Nápoles y la monarquía de España
entre agregación y conquista…, pp. 603-629.
64
Vid. L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. El camino hacia Europa, Madrid, 1990, Riapl, pp. 313-314.
65
ZAB 16-207.
66
Vid. C.J Hernando Sánchez, «Las letras del héroe…».
86
Gonzalo Fernández de Córdoba

La confirmación del consenso con gran parte de la sociedad política napolitana que supuso la victoria
militar de Gonzalo tuvo su contrapunto desde 1503 en los más diversos rumores sobre sus intenciones
expansivas que se difundieron por toda Italia. Roma, al final del pontificado de Alejandro VI de Borja,
en el que tan destacada participación había de tener el Gran Capitán neutralizando las maniobras de
su hijo César, y Milán, donde se veía amenazado el dominio instaurado por Luis XII de Francia desde
1499, aparecían como los posibles objetivos del general castellano tras haber sometido al mayor es-
tado de la península67. Aunque esos temores no se cumplieron, durante los años siguientes el propio
Gonzalo no dejó de alimentar las expectativas sobre su presunta voluntad –más o menos respaldada
por el rey Católico– de franquear las fronteras del reino y adquirir nuevos territorios en unos tiempos
en los que cualquier cambio de gobierno parecía posible en Italia y el propio Nápoles seguía siendo
objeto de especulaciones sobre eventuales planes de invasión por parte de Francia o de Venecia con
ayuda del Papa68. De hecho, en 1505 volvió a difundirse en Siena y Florencia la noticia de que el ven-
cedor del Garellano –quien ya el año anterior había recibido a los emisarios de Pisa, rebelada contra los
florentinos– planeaba continuar la guerra en el norte, con el fin de expulsar a los franceses también del
ducado de Milán. Para llevar a cabo tal acción uno de los caminos más factibles era el que atravesaba
Toscana, donde Pisa, rebelada contra Florencia, o Piombino, sometido al débil señorío de los Appiano,
podían constituir para el Gran Capitán unas sólidas cabezas de puente, vitales además para asegurar la
ruta naval costera que comunicaba el sur de Italia con la Península Ibérica. Esos rumores continuaron
durante los años siguientes, alimentados por las negociaciones secretas de la red de agentes distribuida
por Gonzalo en toda la península69. De esa forma, se planteaba ya la que iba a ser una de las direc-
trices más destacadas de la estrategia desarrollada por los sucesivos virreyes de Nápoles a lo largo de
las décadas siguientes, que llevaría a la intervención militar de Ramón Folch de Cardona en 1512 y del
príncipe de Orange en 1530 contra la república florentina, así como a la de Pedro de Toledo en 1553
contra la república de Siena70. Entre 1503 y 1505 parecía diseñarse ya con claridad el cuadro general de
un designio hegemónico protagonizado por la nueva Monarquía de España en toda la península italia-
na y ejecutado por los sucesivos virreyes de Nápoles con un margen de maniobra capaz de desbordar
las directrices emanadas en la lejana corte regia.
Junto a la influencia en el resto de Italia, las dos guerras dirigidas por el Gran Capitán en Nápoles ha-
bían puesto de manifiesto la integración del frente mediterráneo con el pirenaico, aunque éste último
se centró en los condados catalanes de Rosellón y Cerdaña, recuperados por vía diplomática en 1493
en función de las aspiraciones napolitanas de Carlos VIII de Francia y convertidos desde entonces en
uno de los escenarios bélicos predominantes, como demuestran los recientes estudios sobre la dimen-
sión militar del conflicto71. La culminación del nuevo arte de la fortificación en Salsas, el gran fuerte
fronterizo construido con recursos castellanos por Ramiro López en el recuperado condado del Rose-

67
 SVe. Lettere di ambasciatori ai capi del Consiglio dei Dieci, Roma, busta 20, 35.
A
68
ASVe. Lettere di ambasciatori ai capi del Consiglio dei Dieci, Roma, busta 20, 51.
69
Vid. C. Vivanti, «Introduzione» a la «Terza legazione presso Pandolfo Petrucci a Siena, 16-24 de julio de 1505» en N. Maquiavelo,
Opere (ed. de C. Vivanti), t. II, Turín, 1999, Einaudi, pp. 1793-1794.
70
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «Naples and Florence in Charles V’s Italy: family, court and goverment in the Toledo-Medici alliance», en
Th. J. Dandelet y J.A. Marino (eds.), Spain in Italy. Politics, Society, and Religion 1500-1700, Leiden-Boston, 2007, Brill, pp. 135-180.
71
Vid. M.A. Ladero Quesada, Ejércitos y armadas de los Reyes Católicos. Nápoles y el Rosellón (1494-1504), Madrid, 2010, Real
Academia de la Historia.
87
El Gran Capitán

llón entre 1496 y 1503 como consecuencia de la guerra abierta en Nápoles, representaría también la
plasmación más visible de esa integración de frentes y recursos de la política mediterránea desarrollada
frente a Francia72. La ingente aportación de Castilla a la campaña rosellonesa de 1503, paralela a la últi-
ma gran ofensiva napolitana del Gran Capitán, vino a confirmar la eficacia de la unión de coronas para
la aplicación de la razón expansiva. Esa razón, que llevaba a cerrar espacios geográficos –penínsulas,
cordilleras, mares…– con la adquisición de territorios de distinta vinculación histórica –Granada, Nápo-
les, Navarra– se revelaría capaz de superar las inercias políticas de las elites –patentes en las dificultades
para obtener de las Cortes catalanas los recursos requeridos– e incluso las graves tensiones surgidas en
el período de las regencias, cuando el autoritarismo de Fernando el Católico, junto a su pragmatismo
dinástico, serían desafiados por la nobleza castellana73.

De Appetenda Gloria
En 1523 Juan Ginés de Sepúlveda publicó en Roma el Dialogus de appetenda gloria qui inscribitur
Gonsalvus, dedicado a la hija del Gran Capitán, Elvira, y a su marido, Luis Fernández de Córdoba. La
conciliación entre la ética cristiana y el deseo humanístico de gloria constituía el objeto de un diálogo
presuntamente sostenido en Córdoba por Gonzalo tras su regreso de Italia –que iba a ser definitivo–
con sus parientes el conde de Cabra y el marqués de Priego. Este evocaba los presentes recibidos por
el héroe para resaltar «la extraordinaria admiración con la que atrajiste únicamente hacia tu persona
la mirada y la atención de todos, sumando a la dignidad regia de tu talle aquel collar de oro que los
napolitanos te brindaron como regalo a expensas del erario público y en el que habían sido reprodu-
cidas primorosamente en oro los cuatro principales triunfos sobre los franceses, con una lectura que
reza: “El Senado y el Pueblo de Nápoles por la victoria sobre los franceses”» 74. El mensaje celebrativo
de aquella cadena perdida donde se narraban batallas y se anudaban lealtades –al igual que sucedería
con similares ofrendas de la misma ciudad durante el resto del período español75– refleja la dimensión
política e institucional de las grandes victorias de la infantería castellana guiada por Gonzalo. Estas se
erigirían en emblemas del renacimiento militar a través de las analogías clásicas inspiradas por sus es-
cenarios y vertidas en medallas, inscripciones, poemas y trofeos repletos de referencias a la batalla de
Cannas y otros triunfos romanos.
En un intento por cristianizar esas referencias a su gloria, en 1506 Gonzalo encargó al escultor Andrea
Ferruci di Fiesole una estatua en mármol de Carrara de San Miguel Arcángel en cuya base hizo esculpir su
escudo, con destino al santuario de Monte Santangelo en el Gargano, situado en uno de los ducados de

72
 id. F. Cobos, «El arte de la guerra y la fortificación de transición», en Los Reyes Católicos y la Monarquía de España (Catálogo de la
V
exposición celebrada en Valencia), Madrid, 2004, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, p. 303-312.
73
Vid. J. Martínez Millán (coord.), La corte de Carlos V, Madrid, 2000, Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de
Felipe II y Carlos V, vol. I. y R. de Andrés Díaz, El último decenio del reinado de Isabel I a través de la tesorería de Alonso de Morales
(1495-1504), Universidad de Valladolid, 2004.
74
J.G. de Sepúlveda, «Gonzalo, diálogo sobre la patencia de gloria» (ed. de J.V. Valverde Abril), en J.G. de Sepúlveda, Obras Completas,
t. VI, Salamanca, 2001, Ayuntamiento de Pozoblanco, pp. 210-249: 228-229.
75
Como, por ejemplo, la cadena de oro con escenas labradas de los episodios de la campaña dirigida por García de Toledo para tomar
la ciudad de África o Mahdia en 1550, que la capital le regaló a aquel, hijo del virrey Pedro de Toledo, tras una fastuosa entrada
triunfal y cuyo programa describió el poeta Luigi Tansillo. Vid. C.J. Hernando Sánchez, «“Africa vinta”: una cadena de oro para
García de Toledo y la imagen triunfal en el Nápoles del Renacimiento», en preparación.
88
Gonzalo Fernández de Córdoba

que era titular, próximo al escenario de la victoria de Ceriño-


la. La imagen unía el refinado gusto clásico con la devoción
caballeresca al patrón de la orden del Armiño fundada por
Ferrante I de Nápoles, en una nueva fusión entre las tradicio-
nes aristocráticas y el lenguaje del humanismo76. Incluso en el
documento oficial por el que Fernando el Católico concedió
a Gonzalo el ducado de Sessa y otras mercedes en enero
de 1507, se describía la campaña de Ceriñola mediante la
equiparación con las hazañas de la Antigüedad, al evocar
cómo «en el mismo paraje donde persiguió en otro tiem-
po Aníbal a los Romanos, dándoles una memorable derrota,
los despojaste (a los franceses) de sus Arietes y Máquinas de
Guerra y banderas y los rechazaste con una espera igual a
la de Fabio Dictador Romano, y a la de Marcelo, y con una
ligereza semejante a la de César...»77. La asociación de Gon-
zalo con Aníbal y de la batalla de Ceriñola con la de Cannas
se convirtió en un tópico divulgado por varias medallas. La
principal de ellas muestra un combate all’antica con jinetes
e infantes desnudos ante una ciudad amurallada con la ins-
cripción CONSALVI/AGIDARI/VICTORIA/DE GALLIS/AD CAN-
NAS -«Victoria de Gonzalo de Aguilar sobre los franceses en
Cannas»- y, en el reverso, el escudo familiar del vencedor,
sostenido por las figuras de Hércules y Jano, entre otra ins-
cripción laudatoria: CONSALVVS/AGIDARIVS TVR.CIS/GALLIS
DEI R.A.C.D. REGISQUE CAVSA DEVICTIS/DICTATOR.III/PAR-
TA ITALAIAE/PACE IANVM/CLAVSIT -«Gonzalo de Aguilar,
vencedor de los turcos y de los franceses por la causa de Dios
y de su Rey, dictador por la tercera vez, después de establecer
la paz en Italia cerró el templo de Jano»-, donde la asimi-
lación del moderno cargo de capitán general a la antigua Andrea Ferruci da Fiesole, imagen de san
magistratura romana de la dictadura expresa la dimensión Miguel Arcángel encargada por El Gran
política de la celebración78. Capitán, Santuario de San Michele al
Gargano
La actuación política de Gonzalo como primer virrey de Ná-
poles sería tanto o más relevante que su acción militar. Con él se consolidó el más relevante oficio de
gobierno de la Monarquía después del soberano, cuyos precedentes se remontaban a los lugartenien-

76
 id. R. Naldi, Andrea Ferruci. Marmi gentili tra la Toscana e Napoli, Nápoles, 2002, Electa Napoli, pp. 55-76.
V
77
Castel Nuovo, Nápoles, 1 de enero de 1507, ZAB, 20-17.
78
La medalla, de la que se conserva un ejemplar en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, entre otros centros, serviría para ornar
el pomo de la llamada Espada del Gran Capitán, utilizada por los reyes en las ceremonias de armar caballeros hasta el siglo xix y
custodiada ahora en la Real Armería de Madrid. Vid. J.A. Godoy, «Espada, llamada del Gran Capitán», en La paz y la guerra en la
época del Tratado de Tordesillas (Catálogo de la exposición celebrada en Burgos), Madrid, 1994, Electa, pp. 330-331.
89
El Gran Capitán

tes de la familia real en los territorios


de la Corona de Aragón a partir del si-
glo xiii. Si bien ya en Sicilia, durante las
últimas décadas del siglo xv, aparecen
virreyes nombrados entre la alta no-
bleza aragonesa, Gonzalo iba a unir a
su condición de primer castellano en
asumir fuera de España tan altas fun-
ciones –incrementadas por el carácter
de reino de conquista que condicio-
naría el devenir de Nápoles, hasta
entonces habituado a la presencia
continua de sus monarcas–, el hecho
Escudo del Gran Capitán en la base de la estatua de San Miguel de haber labrado su fortuna política
Arcángel gracias a sus méritos militares –como
el Cid, según gustarían de recordar al-
gunos de sus panegiristas–, que le permitirían erigirse en cabeza de su extensa parentela castellana.
Sus méritos, contraídos en nombre del rey, muy pronto engendrarían un protagonismo personal y po-
lítico que sólo podía despertar los mayores recelos en quien, como Fernando el Católico, no toleraba
desafíos a su monopolio de la auctoritas y la potestas, empezando por los atributos simbólicos que
expresaban su maiestas. Es significativo que ya en 1502, en plena contienda, tanto Fernando como
Isabel se vieran obligados a ordenar a su Gran Capitán que no pusiera sus armas junto a las reales en
los sellos y documentos oficiales –aunque con prudente disimulación lo atribuyeran al descuido de los
escribanos–79, un requerimiento al que Gonzalo tardaría en responder al menos hasta 1503. La herál-
dica era la voz del linaje, del mismo modo que la sangre constituía el mejor sustento del poder en una
sociedad aristocrática que los Reyes Católicos intentaban encauzar tanto en Castilla como en Nápoles.
No es extraño por tanto que los temores de Fernando llegaran a tal punto que en agosto de 1502 –un
mes después de la primera admonición sobre la reforma del sello– anunciara a Gonzalo su intención
de marchar personalmente a Italia para ponerse al frente de la lucha contra los franceses80. Con el fin
de acallar los recelos, en marzo de 1503, mientras se encontraba sitiado en Barletta, Gonzalo escribió
a los Reyes para ratificar su lealtad y obediencia81. Sin embargo, al mismo tiempo prodigaba los gestos
de deferencia hacia Felipe el Hermoso y sus cortesanos flamencos82.
La actitud autónoma de Gonzalo como capitán, como barón y como virrey –otro rey– se iba a compli-
car también por su propia naturaleza castellana, revelada cada vez más incómoda tras la desaparición
de la reina Isabel en noviembre de 1504. En esa coyuntura Fernando se apresuró a comunicar a Gon-
zalo que a él le correspondía la «administración y gobernación» de Castilla por la muerte de su esposa,
en nombre de su hija Juana, y que todos los grandes y prelados del reino lo habían reconocido y jurado

79
T oledo, 18 de julio de 1502, ZAB, 16-54.
80
Fernando el Católico al Gran Capitán, Zaragoza, 20 de agosto de 1502, ZAB, 16-62.
81
Barletta, 21 de marzo de 1503, RAH, CSyC, A-11, f. 367.
82
RAH, CSyC, A-11, f. 372.
90
Gonzalo Fernández de Córdoba

lealtad, al tiempo que le ordenaba atajar cualquier innovación en el orden político e institucional del
reino. La advertencia a quien siempre había gozado de la protección de la reina frente a otros nobles
del círculo de Fernando como el duque de Alba, se unía a la necesidad de despejar las dudas sobre a
quién competía la dirección de la política italiana ante la próxima llegada a Castilla de Felipe el Hermo-
so. A todo ello Fernando añadía, entre otras recomendaciones generales sobre la administración y la
aplicación de la justicia, la orden de licenciar las tropas alemanas de que aún disponía el Gran Capitán,
así como el envío de dos mil soldados a España, una medida que debilitaba la capacidad de maniobra
del virrey y reforzaba la seguridad del monarca en su vacilante regencia castellana83.
La grave crisis de la autoridad real que se estaba planteando en España ya desde antes de morir la
reina se hallaba ligada a las desavenencias entre algunas élites de Castilla y Aragón que pugnaban
por el poder en el complicado entramado institucional y cortesano desarrollado por la unión de coro-
nas. Algunos choques se habían puesto ya de manifiesto durante las primeras campañas italianas de
Gonzalo, aunque centradas en las tensiones jurisdiccionales con el virrey de Sicilia, pronto superadas
por el enfrentamiento con el embajador en Roma Francisco de Rojas84. La necesidad de Fernando el
Católico de mantener el control de la Corona de Castilla se vería amenazada por la crisis sucesoria que
culminaría en el enfrentamiento del monarca con su ambicioso yerno flamenco, abierto desde mucho
antes y reforzado en 1503 –cuando estalló el primer conflicto serio a causa del acuerdo firmado por
Felipe el Hermoso con Luis XII de Francia que amenazaba los intereses napolitanos de la Monarquía– y
ahora acrecentado por la radicalización de la oposición aristocrática castellana al gobierno de Fernan-
do. Ese conflicto entre las élites aragonesas y castellanas iba a extenderse al principal escenario de la
expansión conjunta de ambas coronas, el reino de Nápoles, donde Gonzalo intentó maniobrar para
continuar en el gobierno virreinal. Éste mismo sería, a su vez, una causa adicional de conflicto, por la
indefinición de gran parte de sus atribuciones y las múltiples dimensiones que implicaba el sistema de
gobierno personal fraguado en los campos de batalla y consolidado por la ausencia del monarca en el
reino conquistado por otro en su nombre. Gonzalo era también deudor de sus capitanes, españoles e
italianos, así como de sus nuevos aliados: una parte de la nobleza feudal del reino partenopeo, además
de los estratos medios y mercantiles de la capital, el Popolo de tradicional lealtad a la dinastía aragone-
sa –frente a la mayoritaria fidelidad a la casa de Anjou y sus herederos Valois entre la aristocracia de las
provincias– pero, gracias a Carlos VIII de Francia, agrupado en un seggio o plaza propia desde 1495 y,
por tanto, dotado de representación política, minoritaria aunque de alta cualificación, en el gobierno
de la capital. La nobleza del reino, ya no solo napolitana sino también española y de otras zonas de
Italia –en función de los repartos de las tierras confiscadas a los nobles pro-franceses–, junto al Popolo
favorecido por las promesas y las concesiones efectivas de Gonzalo, serían los principales impulsores
de la resistencia de éste a aceptar la restitución de los patrimonios feudales encautados al final de la
guerra a los barones que habían combatido por Luis XII de Francia. Este era uno de los principales capí-
tulos estipulados en el tratado de Blois que en 1505 selló la alianza –para muchos contra natura– entre
Fernando el Católico y su hasta entonces acérrimo adversario francés, con el consiguiente matrimonio
del rey Católico con Germana de Foix. Incluso entre los nobles que habían apoyado a Gonzalo en la

83
Z AB, 16-195.
84
Vid. A. Serio, «Una representación de la crisis de la unión dinástica: los cargos diplomáticos en Roma de Francisco de Rojas y Antonio
de Acuña (1501-1507)», Cuadernos de Historia Moderna, 32, 2007, pp. 13-29.
91
El Gran Capitán

conquista surgieron pronto descontentos que denunciaron a Fernando su presunta marginación en


el reparto de gracias –del mismo modo que hicieron también algunos de sus capitanes españoles85–,
como el propio virrey comunicó al soberano a finales de 1505, asociando al angevino príncipe de Sa-
lerno con el hasta entonces leal Fabrizio Colonna como los autores de una trama para desacreditarlo y
minar su autoridad86. Pese a todo, el Gran Capitán consolidó su extensa clientela, cuyo núcleo estaba
formado por los principales oficiales españoles que lo habían acompañado en sus campañas, entre los
que figuraban algunos miembros de su propio linaje87.
Las tensiones desatadas por el reparto de los beneficios y el creciente recelo del monarca, favorecido
por las protestas de los descontentos, llevarían a Fernando a pedir reiteradamente el regreso de Gon-
zalo a España, para rebatir «las lenguas y perjuicios que cuantos escribían o venían de Italia ponían de
él», lo que, a su vez, obligó al Gran Capitán a justificar su liberalidad en el reparto de mercedes como
un medio de asegurar la lealtad al rey. Para ello puso como ejemplo el caso de Diego de Mendoza –el
más favorecido entre los capitanes españoles–, del que declaró que había impedido que pasara al ser-
vicio de Felipe el Hermoso pues «me parece que es menor pérdida 1.000 ducados que don Diego…».
Aunque éste último sostenía, al parecer, una opinión contraria a la de Gonzalo sobre la conveniencia
de que se entregaran a los oficiales españoles plazas del reino para mantenerse a costa de las po-
blaciones, la conservación de su lealtad podía constituir un sólido argumento ante el rey Católico. El
enfrentamiento con Felipe el Hermoso se proyectaba ya abiertamente en Italia, hasta el punto de que
cuando Felipe envió a uno de sus agentes castellanos, el arcediano de Valpuesta, Antonio de Acuña,
como emisario ante el papa Julio II, Fernando ordenó a su virrey que tratase de arrestarlo. Gonzalo en-
vió en secreto quince hombres a Roma que, según se excusó con el monarca, no lograron prenderlo88.
Al mismo tiempo, el Gran Capitán se erigió en intermediario de los principales cuerpos e institucio-
nes, como la propia capital, en sus demandas a la Corona89. La dinámica del reino –política, por la
pendiente definición de la autoridad virreinal, y feudal, por la alteración del equilibrio patrimonial
en las diferentes instancias del poder local y provincial– vino a insertarse en la crisis general de la
Monarquía, presidida por la oposición entre los aragoneses de Fernando y los castellanos –«i baroni
castigliani», como escribirían los agentes diplomáticos de las cortes italianas–, mayoritariamente
partidarios del nuevo monarca Felipe el Hermoso y sus cortesanos flamencos. La inestabilidad aristo-
crática en Castilla reforzó las múltiples causas de tensión existentes en el reino de Nápoles, sumido
además en una situación de inseguridad legal por la demora en la concesión de la investidura del

85
E s el caso, por ejemplo, de Hernando de Alarcón, que en las décadas siguientes llegaría a ser una de las principales figuras militares
del reino, donde se estableció como un noble más y que protestó ante el rey Católico por haber dado Gonzalo a otro de sus
capitanes, Pizarro, un oficio en Calabria que él reclamaba, entre otros agravios: IVDJ, Envío 2, carp. 23.
86
En la misma carta Gonzalo se refería a los impuestos recaudados en la Aduana de Nápoles, que entregaba al Tesorero del reino para
atajar las críticas vertidas contra su supuesta malversación de fondos de la Corona. Nápoles, 28 de noviembre de 1505, L. de Torres
y R. Pascual (eds.), «Cartas y documentos relativos al Gran Capitán», Revista de Archivos, bibliotecas y museos, XXXIV, 1916, pp.
39-40.
87
Ya en 1497, por ejemplo, Gonzalo nombró a su sobrino y homónimo para que gobernase en su ausencia las plazas calabresas de
Tropea, Amante, Regio, Cotrone, Insule y Terra de Scigli que el rey Católico le había confiado tras recibirlas de Federico de Nápoles:
Regio de Calabria, 16 de septiembre de 1497, ZAB, carp. 23-1.
88
IVDJ, Envío 3.
89
BNM, ms. 20.211.
92
Gonzalo Fernández de Córdoba

Medalla conmemorativa de las victorias de Gonzalo Fernández de


Córdoba, El Gran Capitán. Museo Arqueológico Nacional. Inscripción
CONSALVI/AGIDARI/VICTORIA/DE GALLIS/AD CANNAS -”Victoria de
Gonzalo de Aguilar sobre los franceses en Cannas”-

reino como feudo pontificio, insistentemente reclamada por el rey Católico pero no otorgada hasta
1510, a pesar de los gestos interesados de acercamiento prodigados por el sucesor de Alejandro VI
en el solio papal, Julio II90.
Finalmente, tras renunciar a la regencia castellana a la llegada de Juana y Felipe, en 1506 Fernando
embarcó hacia Nápoles, acompañado por su nueva esposa y por un nutrido cortejo de nobles arago-
neses. Su recelo hacia Gonzalo era tal que encargó a Pedro Navarro un plan para arrestarlo y ocupar
los castillos de la capital en caso de resistirse a su relevo como virrey91. La muerte de Felipe, mientras el
rey se hallaba ya en las costas italianas, no resolvió el conflicto que oponía al monarca aragonés con la
mayor parte de la nobleza castellana. Entre ésta destacaban, como uno de los grupos más activos en la
pugna con el soberano, los parientes y aliados andaluces del Gran Capitán, encabezados por su primo
el conde de Cabra y su sobrino el marqués de Priego, cuya esfera de acción en los señoríos y ciudades
que controlaban, casi todos pertenecientes al reino de Córdoba, podía contar con el apoyo que, en el
corazón de Castilla y en la propia corte, les facilitaría el Condestable de Castilla, pariente así mismo de
Gonzalo. La estancia de Fernando el Católico en Nápoles, entre el otoño de 1506 y la primavera del
año siguiente92, coincide con la consolidación de esa facción durante la ausencia del rey. Mientras los
nobles castellanos intentaban reagruparse para integrar un frente sólido, el rey hacía frente en Nápoles
al descontento de buena parte de la aristocracia local, en el que Gonzalo intentó seguir maniobrando
para eludir las reiteradas órdenes regias de volver a España. En ese doble contexto, castellano y napo-
litano –o, si se quiere, español e italiano– la visita de Fernando señaló el máximo enfrentamiento con
quien hasta entonces había sido oficialmente su alter nos. Aquella visita supondría el acto central del

90
Vid. C.J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles en el Imperio de Carlos V…, pp. 179-182.
91
Vid. J. Zurita, Historia…, vol. 4, VII, VI, pp. 36-37.
92
Vid. C.J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles en el Imperio de Carlos V, pp. 103-127.
93
El Gran Capitán

drama político escenificado desde hacía años entre el monarca y el conquistador de Nápoles. El Gran
Capitán intentó utilizar su extensa clientela entre las facciones locales e intervino en el parlamento del
reino, reunido en presencia del soberano a principios de 1507, para apoyar las demandas regnícolas
como un barón más.
Nombrado por el rey Católico en aquel entonces duque de Sessa y Gran Condestable del reino con el
fin de compensar su destitución como virrey, Gonzalo acumuló territorios en las más estratégicas fron-
teras del Reino. Al sur, el ducado de Terranova era el único estado feudal que llegaba del Tirreno al Jó-
nico, atravesando la Calabria inferior y proporcionando así un enclave crucial para controlar cualquier
incursión desde la cercana Sicilia, como las protagonizadas por el propio Gonzalo en varias ocasiones.
Al norte, el ducado de Sessa, próximo al Garellano, se erigía en las cercanías de la frontera pontificia y
custodiaba el flanco más expuesto del reino a invasiones como las sufridas por parte francesa en 1494
y 1501. A ese control territorial se sumaba un oficio como el de Condestable Mayor, que confería la
máxima autoridad militar de reino después del soberano o de su representante. Sin embargo, esas
prerrogativas, que parecían atestiguar la confianza regia en su lealtad, se verían devaluadas por el
obligado alejamiento de su beneficiario. Sin otra alternativa que volver a Castilla tras el séquito real,
Gonzalo tuvo que conformarse con la promesa, nunca cumplida, de recibir el Maestrazgo de la orden
de Santiago, uno de los oficios más prestigiosos y lucrativos.
Los continuos festejos que jalonaron la estancia del monarca pretendieron reflejar el nuevo orden
político representado por la sustitución del Gran Capitán y sus partidarios como destinatarios de fa-
vores93. Cuando finalmente Fernando embarcó para España en marzo de 1507, Gonzalo se entretuvo
unos días para despedirse de sus numerosos partidarios. Su salida de la capital estuvo a la altura de
su trayectoria y confirmó, una vez más, la fuerza de los vínculos anudados con una sociedad que se
mostró más entusiasta con él de cuanto lo había sido con el soberano, lo que no pasó desapercibido
a los agentes diplomáticos94. Uno de ellos señaló que «il Gran Capitaneo se ne va cum esso Re assai
di mala voglia»95. En Nápoles quedaba una sociedad política dividida, no solo por el enfrentamiento
crónico entre la nobleza y el Popolo de la capital, sino por el descontento desencadenado entre la
nobleza de tradición aragonesa a raíz del compromiso contraído por el rey Católico con el monarca
francés de restituir los bienes confiscados a los nobles angevinos. Algunos de los más perjudicados por
ese acuerdo se vieron recompensados con nuevas mercedes, especialmente los Colonna, que reforza-
ron su ya potente influencia en el reino enlazando con la casa de Avalos a través del matrimonio de
Vittoria Colonna con el joven marqués de Pescara, sellado poco después de la marcha del rey.96 En el
orden institucional, antes de volver a España el rey configuró el que había de ser el nuevo sistema de
gobierno del reino, con la creación del Consejo Colateral y la designación de tres nobles napolitanos
de su confianza –Giovanni Battista Spinelli, Andrea Carafa y Ettore Pignatelli, todos enfrentados con
Gonzalo– para supervisar las grandes cuestiones de estado, mientras dejaba a su hermana Juana de
Aragón, viuda de Ferrante I de Nápoles, con funciones de regente al lado del nuevo virrey, su propio

93
 SMo, Ambasciatori, Napoli, busta 7.
A
94
ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 236.
95
Jacopo Bettis, Nápoles, 19 de junio de 1507, ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 238.
96
ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 238.
94
Gonzalo Fernández de Córdoba

sobrino Juan de Aragón, conde de Ribagorza97. La rueda de la Fortuna había girado para el Gran Ca-
pitán y, aunque él se resistiera a aceptarlo, lo había hecho definitivamente.

De Fortvna
La grave crisis del reino de Nápoles desde 1494 suscitó una intensa reflexión sobre sus causas. Giovanni
Pontano, el más influyente secretario de los últimos reyes aragoneses locales, cabeza del humanismo
partenopeo como presidente de la academia fundada por Alfonso V a la que daría nombre y autor
de un completo corpus de comportamiento cortesano98, se aproximó al Gran Capitan en un intento
por recuperar su ascendiente político y garantizar la continuidad de la gran comunidad intelectual que
dirigía. En 1503, con ocasión del triunfo de Ceriñola, dedicó a Gonzalo su último tratado, De Fortuna,
donde, además de recomendar la práctica de la magnanimidad al nuevo señor de Nápoles, lo presen-
tó como modelo de la victoria de la prudencia sobre los avatares de la fortuna que tantas víctimas se
había cobrado entre la élite local de esos años99. El tópico de la Fortuna apareció ya en 1497, en el do-
cumento de investidura del ducado de Santangelo por el rey Federico de Nápoles a Gonzalo100. Según
Fernández de Oviedo, en la cimera de su escudo figuraba «un mundo con una Fortuna como nimpha
navegando en el ayre, puesta de pies sobrel mundo o pomo, e con la una mano lleva la vela alta con
próspero viento en ella, e la escota atada al un pie, e en la otra mano una ampolleta o rrelox de arena»
con el mote «En ésta se a de buscar/ el que más ha de durar». Tal afición por las empresas llevaría a
Gonzalo a alternar ese lema con otros de su propia invención, como «una mar profunda e una nao mal
aparejada e peor marinada, con una letra que dezía: “Porquestén bien arrumados/ no se mudarán los
hados”», imagen que vuelve a remitir a la Fortuna en su acepción humanística101.
Desde su regreso a España en 1507, la última etapa de la vida del Gran Capitán se presenta como una
lucha desesperada por enderezar el curso de la Fortuna. Gonzalo no renunciaría nunca a sus preten-
siones de noble y general, ultrajado por la presunta ingratitud del rey aragonés, de la que se haría eco
el mismo Maquiavelo en su poema Dell’ingratitudine, como muestra de la difusión de la polémica en
Italia102. Al igual que hicieron la mayor parte de los nobles y cortesanos agrupados en torno a la reina
Isabel, Gonzalo se alineó con la facción de la nobleza castellana que apoyaba a Felipe el Hermoso. A
la muerte de éste, en 1506 el cardenal de Santa Cruz, Bernardino López de Carvajal, se hizo eco de la
fama alcanzada por el conquistador de Nápoles al transmitirle el deseo del rey de romanos Maximiliano
I de que dirigiera sus tropas en Italia y marchara luego a Flandes al frente de la casa del futuro Carlos
V, «para que le gobierne y cree a ser gran Rey como vos sois Gran Capitán»103. Tras su cese como virrey

97
A principios de mayo la decisión del monarca era ya conocida en los medios diplomáticos acreditados en la capital, aunque persistían
los rumores sobre una hipotética –y a esas alturas en realidad imposible– permanencia del Gran Capitán, como refleja el agente de
Mantua Jacopo de Batii: ASMa, AG, Napoli, busta 808.
98
Vid. G. Pontano, I trattati delle virtù sociali (ed. de F. Tateo), Roma, 1999.
99
Vid. M. Santoro, Fortuna, ragione e prudenza nella civiltà letteraria del Cinquecento, Nápoles, 1967, Liguori.
100
ZAB, 20-9 y 10.
101
G. Fernandez de Oviedo, Batallas y Quinquagenas, pp. 193-194.
102
Vid. L. Díez del Corral, «El Gran Capitán, figura hispano italiana», en ID. La Monarquía hispánica en el pensamiento político
europeo. De Maquiavelo a Humboldt, Madrid, 1976, Revista de Occidente, pp. 195-196.
103
IVDJ, Madrid, Envío 39.
95
El Gran Capitán

y su regreso a España, la profunda italianización de sus concepciones y formas de actuación política


llevaría a Gonzalo, desde 1507 sólo duque de Sessa y Gran Condestable del reino de Nápoles, a ne-
gociar su paso al servicio del papa Julio II104 o, de forma aún más comprometedora, de la República de
Venecia –de la que había sido nombrado patricio como agradecimiento por su victoria en Cefalonia–,
afrontando incluso el delito de lesa majestad en 1508 como respuesta a la marginación a que se veía
sometido en la corte y a la dura represalia del rey contra la insolencia de su sobrino el I marqués de
Priego en Córdoba y Montilla, cuna de su linaje105. La causa última de esas tentaciones que lo llamaban
a erigirse en un poder autónomo también en la escena internacional –como bien sabía el rey Católi-
co– procedía de la prioridad de un interés de casa, reforzado por su condición de segundón capaz de
labrar con sus propios méritos un nuevo patrimonio hasta erigirse en cabeza de una de las principales
facciones aristocráticas en Castilla.
En Italia cundirían los más diversos rumores sobre las maniobras del Gran Capitán para volver a tomar
las riendas del reino de Nápoles. A principios de 1508 se avivaron las expectativas de un retorno de
Gonzalo al reino que había conquistado y donde él mismo escribía «che spera de tornare qua, cum
honore et beneficio suo, et de tutti li servj avia…», mientras que otros informes proclamaban su desig-
nación como gobernador ante la probable marcha del infante Fernando, nieto menor del rey Católico,
para asumir la corona napolitana como consecuencia de las nuevas negociaciones entabladas con el
monarca francés y Maximiliano de Austria106. En abril de 1508 –coincidiendo con las tratativas secretas
entabladas por Gonzalo con el embajador veneciano en Valladolid–, el agente de los Gonzaga en la
capital partenopea llegó a informar que Gonzalo había huido de España107. Otros rumores afirmaban
que marcharía al frente de la casa del príncipe Carlos en Flandes –como le había propuesto Carvajal– o
que sería ascendido a los máximos honores en Castilla tras su reconciliación con el monarca arago-
nés108, aunque en realidad ésta fuera cada vez más difícil por la rápida inserción del Gran Capitán en la
facción aristocrática descontenta109.
El destino de Gonzalo se había alejado para siempre del escenario de su gloria y ni siquiera cuando en
1512 las fuerzas españolas, dirigidas por el virrey de Nápoles y Capitán General de la Santa Liga Ramón
Folch de Cardona, fueron escandalosamente derrotadas por los franceses –aunque a un alto precio de
éstos– en la batalla de Ravena110, el rey Católico consintió en permitir su regreso a Italia, que tantos so-
licitaban. Inicialmente le encargó que se pusiera al frente de un nuevo ejército. Francesco Guicciardini,
entonces en España como embajador de la República de Florencia, fue a visitar a Gonzalo y escribió dos
Capítulos Políticos donde exponía las razones a favor y en contra de que aceptara la nueva aventura
italiana que se le ofrecía, prueba del valor modélico conferido al caso del Gran Capitán y de la comple-
jidad de su trayectoria. Otra vez la fortuna y la gloria eran invocadas en una coyuntura decisiva para

104
 AH, CSyC, A-9, f. 125 y ASMa, AG, Napoli, busta 808.
R
105
Vid. A. Alvarez-Ossorio Alvariño, «Razón de linaje y lesa majestad. El Gran Capitán, Venecia y la corte de Fernando el Católico (1507-
1509)», en E. Belenguer Cebria (coord.), De la unión de coronas al Imperio de Carlos V, vol. III, pp. 385-451.
106
ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 303.
107
ASMa, AG, Napoli, busta 808.
108
ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 275.
109
ASMa, AG, Napoli, busta 808, f. 277.
110
Vid. D. Bolognesi (ed.), 1512. La battaglia di Ravenna, l’Italia, l’Europa, Ravenna, 2014, Angelo Longo.
96
Gonzalo Fernández de Córdoba

Gonzalo111. Sin embargo, al comprobarse que el avance francés hacia Nápoles no se había producido
tras la retirada de Cardona, sino que éste había conseguido asegurar las fronteras del reino, las levas
y movilizaciones de mesnadas señoriales –realizadas en Castilla entre el entusiasmo de la nobleza y
de otros sectores populares por el llamamiento de Gonzalo a volver a servir a sus órdenes– acabaron
destinadas al nuevo frente abierto en Navarra, que culminaría con la conquista del reino pirenaico. La
rivalidad entre los linajes Fernández de Córdoba y Álvarez de Toledo tuvo así una nueva ocasión de
manifestarse en una coyuntura crítica para la evolución de la Monarquía. En el convulso clima polí-
tico de las regencias en Castilla, Fernando el Católico volvió a recurrir a la expansión para canalizar
las inquietudes nobiliarias y utilizó los diversos antagonismos familiares y de facción para proyectarse
simultáneamente en la consolidación del reciente dominio napolitano y en la adquisición del enclave
navarro, considerado crucial para la defensa del espacio italiano desde la retaguardia de Francia.
La campaña navarra de 1512 extendió la continuidad del frente mediterráneo y pirenaico a la vertien-
te occidental de la cordillera y cerró así la frontera natural entre las dos grandes monarquías que se
disputaban la hegemonía europea. Pero esa dimensión geográfica y militar no puede hacer olvidar la
trascendental vertiente política y esencialmente aristocrática de una empresa que brindó la ocasión
para que el comandante en jefe de las tropas castellanas, Fadrique Álvarez de Toledo, II duque de Alba,
pudiera resarcirse de la humillación sufrida en 1495 frente a Gonzalo Fernández de Córdoba. La con-
quista de Navarra se convirtió en una fuente excepcional de reputación para los Toledo. Sin embargo,
la experiencia napolitana del enfrentamiento con Gonzalo de Córdoba pesaría probablemente en el
ánimo del rey Católico al no conferir al duque de Alba el oficio virreinal ni ninguna posesión señorial en
el nuevo reino por él conquistado. En su lugar sería un miembro del extenso linaje rival de los Fernán-
dez de Córdoba, aunque perteneciente a una de las cuatro ramas en las que éste se hallaba entonces
dividido, y de reconocida lealtad a su causa, Diego Fernández de Córdoba, Alcaide de los Donceles y
nuevo marqués de Comares, el elegido para canalizar el consenso en el territorio como primer virrey112.
Mientras, el último episodio político del Gran Capitán, nuevamente abrazado a su dominio del arte
de la guerra, volvió a poner de manifiesto también en Nápoles que la razón militar cedía ante la razón
política, tendente a la reorganización del reino partenopeo bajo el mando de virreyes vinculados a la
casa real y súbditos de la Corona de Aragón, como Cardona, responsable del desastre de Ravena y, sin
embargo, mantenido en su oficio de gobierno113. A pesar de sus declaraciones de lealtad a Fernando
como su legítimo señor natural, Gonzalo siguió persiguiendo la gloria y alimentando la desconfianza
del monarca hasta su muerte en Granada. Nunca dejaría de intentar regresar a Italia para ser allí grande
de verdad, al modo en que sólo podía serlo un barón napolitano, un condottiero, aunque no como un
rey, según insinuaría después Jerónimo Zurita llevado por su pasión aragonesista114. Fiel a los valores
e intereses aristocráticos que supo renovar, Gonzalo compartió su gloria con el conjunto de la nación
española al hacer que tomara conciencia de su fuerza más allá de los vaivenes dinásticos. Los caminos

111
 id. L. Díez del Corral, «El Gran Capitán, figura hispano italiana», en ID. La Monarquía hispánica…, pp. 204-211.
V
112
Vid. C.J. Hernando Sánchez, «Entre Venus y Marte. Nápoles, Navarra y otras conquistas: la agregación de territorios a la Monarquía
de España», en A. Floristán (coord.), 1512. Conquista e incorporación de Navarra, Barcelona, 2012, Ed. Planeta, pp. 415-451.
113
Vid. C.J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles…, pp. 162-208.
114
Vid. A, López Ruiz, «Una misión confidencial del Alcaide de La Peza: impedir la huida a Italia del Gran Capitán», Revista de
Humanidades y Ciencias Sociales del IEA, 19, 2003-2004, pp. 165-174.
97
El Gran Capitán

de la nación, que él contribuyó a ensanchar, se muestran así separados del modelo anacrónico del Es-
tado moderno para adentrarnos en el universo nobiliario y cortesano que se proyectaba también sobre
el arte de la guerra. Por ello, la fortuna del Gran Capitán, adversa al final de su vida, acabaría rindién-
dose a su gloria militar, aunque al precio de sepultar una trayectoria política solo abordable desde las
categorías de su tiempo.
Carlos José Hernando Sánchez
Universidad de Valladolid

Abreviaturas
AG: Archivio Gonzaga; ASMa: Archivio di Stato di Mantova; ASVe: Archivio di Stato di Venezia; BNM:
Biblioteca Nacional, Madrid; CSyC: Colección Salazar y Castro, Madrid; IVDJ: Instituto Valencia de
Don Juan, Madrid; RAH: Real Academia de la Historia, Madrid; SNSP: Società Napoletana di Storia
Patria, Nápoles; ZAB: Archivo y Biblioteca Zabálburu, Madrid.

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