Desde antes de la época de Jesús y durante, existían maestros de diversas escuelas de
vida, a los cuales las personas, en su mayoría hombres, les pagaban e iban a formarse, convivían con él, y aprendían filosofía, arte, religión y otras ciencias y conocimientos. Jesús, al estar inserto en un contexto cultural, toma estas formas de enseñanza: enseña en las sinagogas, templos, en los caminos, lugares públicos, etc. Pero, a diferencia de otros maestros, la gente veía alguien distinto, su mensaje estaba dirigido a todos, sin necesidad de formación académica, enseñaba con autoridad, realizaba milagros, signos, tocaba lo más profundo de los corazones y, consecuentemente, era también motivo de tropiezo para quienes no se abrían a su mensaje o los perjudicaba (el joven rico, los fariseos, escribas, otros maestros). Elige a los que él quiere para enseñarles con más profundidad y convivan con él, y se genera una relación de maestro-discípulo. Luego, ellos serían los encargados de conservar y ser los maestros del mensaje de Jesús a todas las naciones. Todo esto no es casualidad, su mensaje era el de Dios, y sus palabras no eran de él, sino de Aquel que lo ha enviado. Su enseñanza final por excelencia es el lavatorio de los pies en la última cena, donde nos deja un modelo de servicio y abajamiento para poder enseñar a los demás lo que Él mismo nos dejó. En esa relación de maestro-discípulo se encuentra la libertad. Es uno mismo, con su disposición del corazón y apertura, el que decide dejarse enseñar, transformar y guiar por El Maestro y de esa manera, acercarse al Padre en esta vida. Es un camino que implica la fe, la esperanza y el amor y exige una decisión radical de vida y que concluye en la vida eterna, donde nos veremos y lo veremos tal cual es, cara a cara, y ya no habrá que aprender nada más.