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[1936]
Augusto Céspedes
…. Habrá sabido usted que he regresado del Paraguay, donde me encontraba prisionero. Mi
calidad de cirujano me ha valido para que el gobierno de aquel país me conceda la repatriación,
junto con otros miembros de la Sanidad. Quedan allá más de 20.000 de loe nuestros.
Entre los papeles que logre traer están las notas del sargento Cruz Vargas, a quien me tocó
asistir poco antes de su muerte, ocurrida al día siguiente del armisticio. Cumpliendo sus encargos
póstumos, averigüe en la Oficina de Prisioneros de La Paz por su familia, y con gran sorpresa vi
que en las listas figuraba como "desaparecido". Cuando le conocí en el hospital de Asunción
adolecía de tuberculosis pulmonar y de paludismo, y poseía una rara lucidez mental con
alternativas de vesania melancólica. Cuando las reacciones de su salud lo permitían, escribía
notas que recogí cuando él murió. Era hombre de 25 años, aunque aparentaba 40. Había cursado
el bachillerato en Cochabamba.
Le envío esas notas, por si quisiera usted escribir algo ...
Las notas del sargento Cruz Vargas están escritas en papeles sueltos, al lápiz, y son difíciles de
captar por la caligrafía irregular y el concepto. Coordinándolas en forma novelable, son las
siguientes:
Anoche la tos me arañó los pulmones. Hasta el amanecer me advertían su presencia obscura con
dos dolores agudos que no me dejaban dormir, como una guagua que llorase. Yo no sabía dónde
ponerlos, queriendo evadir mi cuerpo de sus punzadas. Les decía: "ya sé que están ahí, estúpidos!
Basta, basta!...". Pero algo querían, porque seguían mordiendo lo profundo de mi pecho. Después
me agitaba nuevamente la tos. Yo me apretaba el pecho con las manos, sintiendo debajo de ellas
mi esternón, agudo como el de un pollo, y metía la cabeza debajo de la frazada, y tosía ahí adentro,
para no molestar a los vecinos. Hay entre ellos, cuatro camas más allá, dos que también tosen a
dúo, toda la noche.
Pero antes no era sólo la tos. Era también un tumor mi compañero. Lo sentía pegado a mi cuello
como un extraño que vivía por su cuenta, y yo le oía latir. Me latían el corazón y el tumor y yo no
podía dormir, escuchándolos toda la noche, con los ojos fijos en los bultos de las camas donde se
alzan, como fantasmas, los sucios mosquiteros. Pero me cortaron el tumor.
De día, alguna vez puedo salir afuera, al canchón, lleno de huesos, de basuras, de algodones, y
contemplo un naranjo y una enredadera a la que viene un picaflor verde que se cuelga de los cálices
volcados, moviendo las alas tan rápidamente que parece un trompo en el aire. Allá había también
picaflores. Cuando estaba de centinela en el “velo”1 del "Campero", en pleno monte, disparaba mi
fusil a cada instante contra la arboleda donde se escondía el enemigo, y un picaflor indiferente,
giraba entre las hojas. Yo no sé cómo vivía allá, sin flores.
1
Velo. Línea de posiciones adelantadas que resguarda la línea principal.
2
Me gusta el naranjo, pero a veces no me dejan estar en el canchón. Un soldado rubio, paliducho
y sucio, al que le falta una mano se ocupa de molestarme, diciéndome:
—¡Adentro! ¡Indio!
Yo no soy indio. Es cierto que soy hijo natural de una chola, pero mi padre era un caballero
decente de Tarata, que tenía bufete de abogado y cantina. No soy indio, pero, humillado como un
perro, entro al galpón de enfermos.
No me gusta permanecer allá. Ojos, insoportables, ojos por todas partes. ¿Por qué son tan
terribles los ojos, de los hospitales?... Pares de ojos clavados encima de cabezas que desaparecen.
No hay rostros. Sólo quedan filas de ojos unánimes, brillantes, de derecha a izquierda, y todas son
bolas de vidrio negro, distribuidas de dos en dos. Me disgustan, me martirizan. Son ojos de mudos,
de torturados, de paralíticos, de resucitados.
Ah... Yo no me hago ilusiones. Yo debo ser también un par de ojos y seguramente molesto a
alguien si lo miro. Yo no los he visto hace tiempo, porque no hay un espejo, pero estoy seguro de
que ni mi madre ni mi hermana reconocerían en mí a su Juan de la Cruz, porque veo mis piernas,
mis muslos en los que hay una costra de suciedad como liquen negro y mis brazos de esqueleto.
Yo era casi blanco, pero ahora soy un leño carbonizado, ¡Tanto calor! ¿La fiebre me habrá quemado
la piel? Ardo, hiervo toda la noche, y por la mañana siento un frío huesoso, especialmente en los
pulmones que me parecen dos trozos de hielo metidos en mis espaldas. Después casi todo el día
estoy bien, sólo que cansado, siempre cansado, pero cuando se apaga el día soy otra vez una brasa
bajo la ceniza. Y sudo, sudo sin motivo. Siento en la cama el olor podrido de mis sudores que se
amasan en las frazadas. Claro, si sudo sobre las mismas frazadas desde hace dos años...
Lo que sucede es que me voy quemando por dentro y por fuera y mi piel es un tabique entre dos
llamaradas que quieren lamerse a través de mí. Soy un fardo de enfermedades. Desde hace un año
estoy muriendo. Pero es tan difícil morir... Cuando caí prisionero y me hacían trabajar los "pilas"
al sol en Puerto Pinasco, cargando bolsas y troncos en la orilla del río, ya debía morir. Una mano
me exprimía los sesos y yo andaba sobre el vacío con la espalda que me dolía, mordida por el peso
de los troncos. Un día formábamos una plataforma de troncos sobre la orilla fangosa y caí en el
barro. No me pudieron levantar del suelo ni a patadas. Cuando se concluyó la plataforma, horas
más tarde, me recogieron unos hombres semidesnudos y me echaron a un camión. Me llevaron a
un hospital para que muriese, pero no pude. ¡Es tan difícil!... ¡Pero no! No es tan difícil. Yo he
visto morir a muchos, allá en el maldito Chaco. Uno murió así:
II
Estábamos en una posición avanzada, a la izquierda de Campo Jordán, delante de Puesto Pabón.
Formábamos una sección de 25 hombres en medio del monte donde abrimos unas zanjas. Delante
de nosotros se extendía el monte asfixiado de malezas y a través de ellas tirábamos a ciegas,
mientras los pilas hacían lo mismo con nosotros. A veces oíamos gritos de los "pilas" y en esa
dirección disparábamos la pesada.
Un sendero nos comunicaba con la línea principal, detrás de la que estaba el comando de
compañía. Allí fui yo una vez a que me viera el médico. El sendero era largo y, a cada paso, las
ramas se enredaban a mi fusil. En la plazoleta del comando había un árbol con mucha sombra. No
era como los del "velo", pelados y grises. Salió el médico de una carpa, me dio unas píldoras de
quinina y me dijo que me volviera a mi puesto.
Regresé por la picada y un poco más allá encontré al camión de rancho. Dos soldados de mi
sección, Cliura y Huaicho, un indiecito de Inquisivi, habían venido a recogerlo en la acostumbrada
3
lata de gasolina. La llenaron de una lahua2 espesa, y luego, por medio de un palo que sostuvieron
en sus hombros se pusieron a andar llevando la lata colgada entre los dos. Tomamos el sendero. A
los 500 metros se detuvieron, porque una rama quitó la gorra a Cliura. Sudaban.
—Muy lejos viene el camión -dijo éste.
—Es que nosotros estamos muy adelante -le respondí.
—Miria ligua siquiera is -añadió Huaicho.
—Media legua?... Un kilómetro será...
—Vamos, vamos.
Volvieron a cargar la lata, por entre los árboles. Cliura iba adelante. Acompasando su marcha,
Huaicho que se secaba el sudor con, la mano libre, y yo detrás de ambos. Se oían detonaciones
aisladas seguidas del silbido de las balas, al viajar entre las hojas. Con el movimiento de los dos
soldados, a ratos rebalsaba el rancho y corría por el exterior de la lata.
—Ya estamos llegando -dije, y me agaché a recoger mi gorra.
En ese momento sentí silbidos más próximos y me incline más, cuando vi caer a Huaicho, de
bruces. Al resbalar el palo de su hombro hizo que la lata de comida viniese a su encuentro en el
suelo. La comida blanca y pastosa se vertió, cubriéndole la cara.
—¡Animal! -grité, corriendo hacia él.
No se movía. Le brotaba sangre del cuello, debajo del rancho, formando una mescolanza. La
bala debió romperle una arteria. Sus últimos estertores hicieron, con la masa de lahua que le
embadurnaba la cara, una espuma de rosáceas burbujas sobre su nariz y su boca.
Quedaban restos de comida en la lata, pero, naturalmente, el rancho no alcanzó para toda la
sección.
III
2
Lahua. Comida de harina hervida en agua. Típica en Bolivia.
4
A pesar de que el hombre muere muy fácilmente: en un acto de prestidigitación, hay veces en
que la facilidad de su muerte es más difícil que su misma muerte. ¿Me dejaré entender? Es posible
que no. Advierto que me he acostumbrado a no escribir y ni siquiera a pensar con palabras. A mi
cabeza acuden, una sobre otra, no las figuras ni los nombres, de las cosas, sino las cosas mismas,
sin nombre: los árboles, las picadas, los soldados, los enfermos, las caravanas de camiones, los
muertos de ojos fríos, y todo eso, superpuesto, se clava en mi frente con un tac-tac, con un tac-tac
de ametralladora.
¡Ah! Yo he oído mucha ametralladora. Confieso que me aterrorizaba hasta morder el suelo para
no gritar. Pero después, ya en Campo Jordán en mi zanja del "Campero", cubierta de troncos y
ramas, me acostumbré tanto que ya no oía los cochinos ladridos. Dentro de mi agujero retumbaban
los picotazos de las ametralladoras, los cabezazos del 105 y los ¡plam! de los stokes, pero yo no
los oía, sino cuando estaba atento. Pero después, en la enfermería de Puesto Moreno, lejos de la
guerra, todos los ruidos depositados en mis nervios despertaban en medio de la noche, me seguían
en mi delirio, como si me acompañase el ruido del tren. Oía sin cesar: ta-ta,ta-tá, tatatatá... Ahora,
ya no. Alguna noche, si tengo mucha fiebre...
¿A dónde iba?... Ya no puedo retener mis ideas. Como si tuviese muchos paquetes en las manos,
por coger uno, dejo caer otros. Son muchas marmitas de agua que hierven rebalsando al mismo
tiempo. Es evidente que estoy mal de las ideas de la cabeza. Aquella granada de 105 que estalló a
cinco metros de mí en el Siete, me dejó para siempre los sesos cubiertos de tierra. Desde entonces,
casi ya no siento mi pensamiento debajo de la frente, como lo sentía antes. Ni en ninguna parte. Mi
cabeza es una caja llena de tierra árida, de arena sacudida. Es como el Chaco.
III
... ¿Cuándo escribiré la historia de Aniceto? He estado molido por la terciana, no sé cuántos
días. Pero ahora estoy bien.
¿Cómo era? Lo estoy viendo, en una postura en que siempre lo recuerdo (¿por qué?) sentado
sobre los talones, soplando sobre unas brasas, con los párpados llenos de ceniza. Era el sargento de
mi sección, en el Kilómetro Siete, el más valiente, el más alto, que siempre parecía preocupado de
algo que no éramos nosotros.
En noviembre los pilas nos atacaban todos los días. Una mañana se acercaron, arrastrándose y
gritando bajó los árboles. Aullaban con su salvaje "Huí-já" para atemorizarnos, pero en esos casos
no hay que atemorizarse sino no dejar de hacer fuego. Estaban tan próximos que yo los veía,
azuleando entre los matorrales, mientras sujetaba la banda de la ametralladora que disparaba
Aniceto frenéticamente. A pocos metros, en la posición vecina se trancó la pesada, pero felizmente
con un tiro de fusil mataron a un capitán ruso que encabezando a los pilas llegó a diez metros de
distancia.
A ese lo pudieron recoger, pero a otros muertos era imposible. Entre las malezas, delante de
nuestros ojos, atravesaban todas las fases de la descomposición. Su olor se pegaba a nuestra
comida, aunque el sol los secaba rápidamente.
Los pilas se retiraban y al día siguiente volvían a atacar. Estábamos locos con tanta metralla. A
mí me obsesionaba la idea de buscar algún filtro para volverme invisible.
Algunos metros delante de nuestras posiciones había un puesto de centinela, en un hoyo
protegido por delante con un tronco. Yo hacía los relevos y me acuerdo que aquel día el indio que
tenía que hacer de centinela pretextó estar enfermo.
—Cabeza doile, mi sargentu.
—Yo no sé nada -le dije. Hay que ir no más. Ya te mandaremos después a la Sanidad.
5
Creo que seguía mascando coca cuando la descarga le hizo levantar los dos pies, proyectándolo
al suelo con un empellón de trueno. Sobre el pajonal quedó estremeciéndose como una apasanca3
pisoteada.
—¡Pronto! ¡Otro tiro! ¡Usted, dele un tiro! - gritó el oficial a Aniceto-. ¡De más cerca! ¡A boca
de jarro!
Aniceto corrió hacia el indio. Buscó con el cañón del fusil la cabeza y disparó. El indio quedó
de cara al sol coa la venda de la mano izquierda empapada de sangre y tierra.
A nosotros, aprovechando de nuestra presencia en el Comando, se nos repartió cigarrillos, y
media hora después volvimos a la línea.
IV
3
Apasanca. Tarántula. (quichua).
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Nina nina. Coleóptero que abunda en el Chaco.
7
No hay nada. ¡Nada! Anoche murió un pila, sin molestar a nadie, como molestan otros. Esta
mañana levantaron el mosquitero y él estaba, con las encías plomizas y los dientes amarillos. Tenía
tan hundidos los carrillos que creo que se tocaban por dentro.
¿Cómo se muere? Yo podré decir ahora una de las maneras de morir, contando la historia de
Aniceto. Pero antes es un perro quien reclama su aparición en estas líneas, un perro a quien mató
Aniceto, hace muchos años.
Era en nuestro pueblo, -oh, Tarata!. Eramos niños. El mayor, el más fuerte y alto, Aniceto. Tenía
un perro a quien le vinieron unas sarnas que le pelaban la piel de la cabeza. Se le condenó a morir
y un grupo de chiquillos de la vecindad, acompañados de un indio, llevamos al perro atado hasta
el río en las afueras del pueblo. El perro presentía el crimen. Temblaba. Cuando llegamos al trágico
lugar se le erizaron los pelos y sus ojos nos miraron con un miedo luminoso, con un verde y móvil
resplandor.
Entre Aniceto y el indio, ataron al cuello del perro un nudo corredizo y le arrastraron hasta un
árbol. El perro se sentaba, adelantando las patas tiesas que abrían dos surcos en el suelo al ser
arrastrado. Le cogieron por la patas traseras y lo izaron con la cuerda y él se abrazó al tronco,
gimiendo. El indio estiraba de la cuerda y Aniceto sujetaba al perro por las patas, pero los esfuerzos
del animal le vencieron y lo soltó, y el verdugo largó también la cuerda. El perro semiahorcado
trató de huir a saltos, pero lo volvieron a coger. Con movimientos desesperados seguía el vuelo de
sus ojos eléctricos. Lo colgaron nuevamente.
—¡Una piedra! ¡Una piedra! -pidió Aniceto que lo había vuelto a coger de las patas.
—¡En la cabeza!
Uno de los chicos cogiendo la piedra con ambas manos golpeó al perro colgado. Creíamos que
había, muerto. Caído al suelo, recorrían su cuerpo unos sacudones epilépticos. Entonces Aniceto,
congestionado por el esfuerzo levantó la piedra y la dejó caer sobre la cabeza del animal. Como un
resorte de alambre, la víctima se irguió sobre las patas traseras y dio una vuelta entera sobre ellas,
igual que un acróbata, con un ronquido humano que nos hizo retroceder gritando. Entonces Aniceto
volvió a golpearlo, dos, tres, cinco veces hasta que crujió el cráneo del perro y le saltaron los ojos.
No había una bala para natarlo. El otro, no fue por falta de balas que no pudo morir. Cada vez
que me acuerdo de él, viene a mi memoria el perro extrangulado que saltaba a la orilla de riachuelo.
Y cuando me acuerdo del perro viene hacia mí el rostro ensangrentado de Aniceto, roncando como
un perro agonizante. Se acerca, como si yo lo hubiese matado, con la boca abierta, gritando sin
ruido bajo su red de sangre.
***
Pero vayamos por orden. Me tocó ir a la guerra con él. Salimos juntos desde nuestro pueblo y
nuestra suerte fue que no nos separasen. Era apuntador de la pesada. Alto, de cuello grueso, y
mandíbula gruesa, casi no tenía cejas y su frente y sus labios parecían muy prominentes a causa de
la nariz aplastada. Sus ojos eran claros como gotas de mercurio. Trataba bruscamente a todos y a
mi también, pero me quería. Me salvó una vez.
Se trataba de ver dónde terminaba la línea de fortificaciones pilas en el bosque, al este del Campo
Jordán. Una patrulla de 14 soldados, entre ellos Aniceto y yo, salió a las 4 de la mañana. A eso de
las 11 andábamos por la ceja de un monte, en columna de a uno, cuando nos hicieron fuego de
sorpresa. Nos metimos al monte y una ráfaga de ametralladora nos mordió, matando a dos e
hiriéndome en un pie. Corrí todavía unos cuantos pasos y después me caí. Sobre nuestras cabezas
se tejía una red de silbidos entre las ramas.
—¡Replegarse! ¡Nos han envuelto! -Oí gritar al comandante.
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5
Sumurukuku. Ave nocturna.
6
Kencha. Mal agüero (quichua y aymará).
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Nos desorientamos. No podíamos reconocer los disparos de los nuestros y los de los pilas, pero,
por precaución nos alejamos del pajonal, monte adentro. Yo seguía los movimientos de Aniceto
que andaba sobre los codos, llevando el fusil sobre los antebrazos. De pronto sentí un ruido que me
recordó exactamente al de un dínamo eléctrico: eran detrás de unos matorrales, dos soldados
muertos cubiertos de moscas que zumbaban.
—Hace sed -dijo Aniceto.
Yo le di a beber un poco de agua caliente que me quedaba en la caramañola. El tiroteo había
cesado y sólo el silencio se aprisionaba entre los millones de células azulosas que formaban las
ramas de los árboles al cruzarse. Como frutos sostenían las ramas esa geometría de figuras hechas
de aire, sobre nuestras espaldas.
Seguimos vagando. De pronto Aniceto se detuvo bruscamente y me llamó la atención:
—Pist... Pist.
Me señaló hacia la izquierda. Yo, por mucho que buscaba, no veía sino las yerbas, a la altura de
mis ojos. Me quedé inmóvil mirando a Aniceto.
Escuché un ruido de ramas aplastadas y a través de la masa grisácea divisó el bulto de un pila.
Vi que Aniceto le apuntó y entonces hice lo mismo. Disparamos casi simultáneamente.
—¡Vámonos! Deben haber otros.
Nos incorporamos y echamos a correr, como si hubiéramos cometido un crimen. Entre las ramas
se abría un sendero. Lo seguimos por la orilla y en ese momento nos hicieron fuego. Nos tendimos
y las balas nos salpicaron de tierra. Dimos media vuelta y quisimos huir por la derecha, cuando una
ráfaga de ametralladora trizó las ramas encima de nosotros. Desconcertados nos fuimos arrastrando
otra vez, cuando aparecieron a nuestro lado los sombreritos azules de dos pilas y los cañones de
sus rifles perfectamente enderezados hacia nosotros. Nos entregamos.
Un soldado moreno con la cara que parecía embetunada de sudor, cogió nuestros fusiles y me
quitó la caramañola.
—Andá, anda. Y vos...
Nos encajaron los cañones de sus fusiles entre los riñones y nos llevaron. Detrás de mí sentía a
Aniceto. Nos condujeron por un sendero y aparecieron nuevos pilas que tendidos en el suelo
levantaban sus cabezas sucias, monstruosamente sudadas, hirsutas, emergiendo de las obscuras
camisas desgarradas, brotando del monte como un rebaño de monos azulencos. Me di cuenta de
que nos habíamos metido en la línea enemiga. Nos quitaron los zapatos y a puntapiés nos arrojaron
a una zanja. Había muchos pilas heridos en una especie de hondonada, donde se levantaba un
cobertizo a través de cuya palizada colábanse sus gritos.
—Estamos fregados, hermano -fue lo único que me dijo Aniceto.
Más tarde nos llevaron a presencia de un flaco oficial, de cara amarilla, con unos pelillos de
barba en el mentón. Tenía un vergajo en la mano. Nos interrogó, y como nosotros no nos dábamos
cuenta de la situación en que se hallaban nuestros regimientos nos golpeó con el vergajo. A mí me
derribó al suelo, pero no pudo hacer lo mismo con Aniceto que resistió los golpes metiendo la
cabeza entre los hombros, con las manos atadas.
Al día siguente, nos reunieron con otro prisionero, un "repete" del "Pérez" y nos entregaron a
unos soldados, quienes nos llevaron por unas sendas del monte hasta una picada que calculé ser la
de Alihuatá. Allá había caballos. Nos aseguraron las ligaduras de las manos atadas atrás, montaron,
y nos hicieron marchar a pie por delante.
—No hay que hacerse al flojo, bolís -nos dijeron.
Eran más o menos las diez de la mañana y el sol caía a plomo sobre la picada caliente. La tierra,
por dura, se resquebrajaba en trozos cortantes como la piedra. Procuraba yo andar dentro de las
hondas huellas que habían dejado los camiones, donde el piso era más suave. Estoy viendo la hora
10
aquella: un caballo allá adelante y el otro casi a mi lado, con sus jinetes descalzos, con los
sombreritos remangados y los fusiles en bandolera. Y nosotros, primero Aniceto, luego el indio y
después yo, pisando nuestras sombras sobre el nervio calcinado del camino desnudo, con los pies
desnudos. Me dolían la manos pinchadas por innumerables alfileres que hacían un recorrido
circular por debajo de mi piel. El polvo me quemaba la boca. No habíamos bebido desde el día
anterior.
Con el primero, el repete del "Pérez", la cosa fue fácil. Me llenaba de ira verle marchar cojeando
como un estúpido. Tenía un pie llagado por haber pisado alguna espina. El polvo se apelmazaba a
su sangre y al olor de ella le seguían unas mariposas blancas. Marchaba con un ritmo de inválido.
Se fue retrasando. Uno de los pilas lo atropelló con el caballo.
—Andá, andá, indio de...
Por primera vez, oí la voz del indio:
—Pies doilen, mi teñente.
—Anda, bolí. ¿Querías Chaco?...
Siguió la marcha. Pero una hora después, sería las 3 de la tarde, la distancia entre el indio y
nosotros se hizo muy larga. Se le veía lejos, en el horizonte del camino.
¡Alto! -dijo el pila más próximo.
No detuvimos y esperamos. Llegó el indio. Entonces el pila descendió del caballo, ató una correa
a las manos del indio y sujetándola volvió a cabalgar.
—¡Adelante, bolis!
Seguimos al trote, pero después de un rato el indio cayó al suelo e hizo saltar la correa de manos
del jinete. Este bajó, sin dar muestras de cólera, descolgó el fusil de su espalda y le dio dos o tres
golpes terribles con el cañón entre las costillas, haciéndole lanzar un gemido de animal que no se
queja. Un gemido de sapo, de murciélago, de pez. Pero no se movió.
—Está insolado -dijo Aniceto.
Vino al trote el soldado que nos precedía. Dijo algo en guaraní y descendió del caballo. El otro
nos hizo seguir adelante, pero antes yo vi que descolgaba su fusil de la espalda y lo preparaba.
Luego escuché el disparo. Mucho rato, en la recta picada, volviendo la cabeza, vi el bulto del indio
muerto, arrojado como un escupitajo bajo el sol.
El sol era una máscara de fuego en mi cara. Un casco de fuego. La picada, un río de fuego. Yo
quería tenderme también como el indio, sobre el suelo de polvo en ebullición, pero me sostenía el
temor a aquellos diosecillos descalzos que podían repartir el dolor.
Felizmente en las huellas de los camiones se habían formado unas charcas. Bebimos,
ahuyentando a las mariposas blancas que chupaban el barro. Al atardecer, nuestros conductores
apresuraron la marcha de sus caballos y nos hicieron trotar entre mosquitos que brotaban a picarnos
del cuello, de la frente, de las narices. Atado de manos, sólo podía frotar la barbilla contra un
hombro y sacudir la cabeza para desclavar los aguijones con que sutilmente envenenaban mi piel
aquellas sádicas fierecillas del apocalipsis chaqueño.
VI
En la terrible canícula nos daban un caneco7 de agua barrosa por día, y un plato de saporó.8
Desde las 4 de la mañana a las 6 de la tarde nos partíamos los huesos trasladando troncos y abriendo
una picada cerca a un punto que creo que era Gondra o Bullo. Menudeaban los latigazos y la
7
Caneco. Jarro (portugués).
8
Saporó. Comida de los campesinos paraguayos.
11
avitaminosis y es justo confesarlo: los pilas eran también gobernados a látigo por sus superiores,
pero a nosotros nos pegaban todos.
Un sargento sucio, de ojos biliosos, nos odiaba.
Un día me golpeó con una rama en la cara durante el trabajo. Al arrastrar un arbusto entre ambos,
Aniceto me dijo en quichua:
—Huañuchisaj...
—¿Imapaj?... -le contesté con desconsuelo.
Entonces él me dijo:
—Suyay. Aeckesunchaj.
—¿Maynejta?... ¿Mayman?...9
El monte nos cerraba por todos lados.
Tardes después dos aviones bolivianos volaron sobre nosotros; arrojando bombas. Los pilas nos
amenazaban con lincharnos.10 Se apoderó de mí una terrible angustia, que aumentó cuando uno de
nuestros guardianes notó la desaparición de un machete.
Concluido el trabajo, nos dirigíamos hacia el campamento, por el camino. Eran las 6 de la tarde.
Los árboles se obscurecían y las huellas de los camiones extendían sus largas cicatrices blancas. El
viento sonaba, frotándose en el lomo erizado del monte. Siguiendo los surcos del camino se
levantaban ligeras formas espectrales de polvo que se reunían más allá danzando en espiral hasta
constituir un muro blanco en el callejón de los árboles. Algún tronco aislado y fúnebre sobresalía
en el camino, y encima de nosotros los gestos amenazadores de las nubes eran como garras de
humo que se alargaban para cogernos, en el lívido horror del paisaje del Chaco antes de una
tormenta. Pero no vino la tormenta, sino el crimen.
En mitad de la marcha apareció el sargento de ojos biliosos. Se acercó a nosotros. Se limpió con
el dorso de la mano la humedad que le corría por las fosas nasales y dirigiéndose a Aniceto le dijo:
—¿Dónde está el machete?
Aniceto, mirándole con sus ojos sin color, respondió:
—Yo he trabajado sin machete. He cargado troncos no más.
—¿Dónde está el machete?
Miró a ambos lados, buscando algo con que golpear a Aniceto y no hallando nada, le dio con
los puños, en la cara:
—¡Pongo!11 ¡El machete! Te voy a bajar el culo a correazos.
Entonces ocurrió lo maravilloso. Aniceto le dio un puñetazo.
—¡Pero no serás tú, hijo de perra! -volviéndose al pila que tenía el fusil comenzó a luchar con
él para quitárselo.
Logró arrebatarle el fusil, pero los cuatro soldados se colgaron de sus brazos. Uno con el fusil
preparado aguardaba, girando alrededor del grupo, pero no podía disparar porque Aniceto se abrazó
al sargento mordiéndole de la cara y haciéndole aullar. Le separaron, estirándole de las orejas hasta
que estuvo lo suficientemente aislado para que le diesen un golpe de machete en la cabeza, pero él
lo recibió en el hombro y luego otro en la oreja. Un culatazo de fusil le deshizo la nariz como un
durazno aplastado. Aniceto corrió hacia el monte, mas, a los pocos pasos, cayó con un tropezón
espantoso. Volvió a correr, esta vez de cuatro pies. Como si cortasen paja lo molieron a machetazos,
9
—Lo voy a matar. —¿Para qué? — Espera. Vamos a huir. —¿Por dónde?... ¿A dónde?...
10
Lincharnos. Diversión muy difundida en el ejército paraguayo era dejar atados a ls prisioneros en los objetivos de
bombadeo aéreos bolivianos. Miembros de la Sanidad boliviana sufrieron este ensayo en la pista de Gondra. Otros
prisioneros fueron asesinados en Puerto Casado, presentándoles después como víctimas de su propia aviación.
11
Pongo. Siervo indígena.
12
y después no le golpearon más. Quedaron quietos, como gatos negros, a su alrededor, en el camino
atardecido.
¡Aniceto se levantó! Echaba sangre por la boca y la abría, ahogándose como una víbora. Su
cabeza era una máscara roja con dos círculos blancos. Meciéndose dio otros pesados pasos hacia
el monte. Entonces sonó un tiro y cayó. La sangre le inflaba la camisa sobre el vientre.
Lo llevamos hasta el campamento y allí lo arrojaron dentro de un hoyo. No me permitieron
socorrerlo ni esa noche ni al día siguiente, porque me llevaron al trabajo.
Volví a la hora del rancho y me aproximé al hoyo. A pleno sol un fermento de miasmas y de
moscas concentraba ahí dentro su salvaje actividad. Venciendo la repugnancia del olor a intestinos
abiertos que brotaba del vientre de Aniceto, traté de hacerle beber y una mosca, otra, otra y otra,
en hilera surgieron de sus fosas nasales como si Aniceto fuese una fábrica. En los grumos de sangre,
densos como miel, otras le ponían el matiz verde de su lúgubre invasión genitora. Solidarizándome
con el agonizante, el enjambre me cubría a mí también, a pesar de mis manotadas.
Arrastré unas ramas para proteger a Aniceto del sol. Pero lo que yo quería era matarlo de una
vez, antes que las moscas lo acabasen. No tenía con qué. ¡Qué difícil es matar a un hombre! ¡Qué
difícil es morir! Aquella vez a quien mataron los pilas fue a mí, a mí...
VII
Esta mañana me dieron una camisa nueva y un pantalón. Por la tarde vinieron unos señores de
la Cruz Roja que me preguntaron si me faltaba algo. Yo les dije que nada. Estaba agradecido por
la camisa. Realmente, nada. Desde hace dos años ya no quiero nada.….
— Sí. Quiero... una naranja.
Ayer los pilas comían naranjas. Arrojaron las cáscaras y yo estuve meditando toda la noche en
la manera de recogerlas sin que me vieran, para morderlas un poquito. Pero me daba vergüenza y
no las he recogido. Ahora están casi secas y llenas de pisadas en la puerta del pahuichi.
…...........
Mi familia me ha olvidado. No me escribe desde que caí prisionero, pero ha venido un médico
boliviano que me ha dicho que le escribirá. Me da una lata de leche condensada y una naranja y
me dice que pronto volveré. ¿A dónde? Yo no le creo. Sé que soy un hueso de la guerra, un
proscrito, un abandonado para siempre, porque esta condena no terminará jamás. Jamás, jamás...
…................
¿Qué pasa? ¿Por qué tanta alegría?... Amigos, oigan las campanas. Alas innumerables de
campanas se mecen en el aire. Los aviones patinan en el cielo y el claro oleaje de campanas, de
banderas y de gritos estalla contra el sol. Golpean mis tímpanos los badajos. ¡Nunca tuvo el
Paraguay esta luz suave de mi tierra que ahora penetra en el farol japonés de mi cuerpo
transparente! Puedo verme latir el corazón. ¿La paz? ¿La muerte?... Ya no escriba, doctor. Yo soy
dichoso, por fin.