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SEIS MUERTOS EN LA CAMPAÑA

AUGUSTO CESPEDES cuando se apaga el dia soy otra vez una brasa bajo la
ceniza. Y sudo, sudo sin motivo. Siento en la cama el olor podrido de mis
sudores que se amasan en las frazadas. Claro, si sudo sobre las mismas
frazadas desde hace dos años... Lo que sucede es que me voy quemando
por dentro y por fuera y ml piel es un tabique entre dos llamaradas que
quieren lamerse a través de ml. Soy un fardo de enfermedades. Desde
hace un ano estoy muriendo. Pero es tan difícil morir... Cuando caf
prisionero y me hacían trabajar los "pilas" al sol en Puerto Peñasco,
cargando bolsas y troncos en la orilla del rio, ya debía morir. Una mano
me exprimía los sesos y yo andaba sobre el vacío con la espalda que me
dolía, mordida por el peso de los troncos. Un día formábamos una
plataforma de troncos sobre la orilla fangosa y caí en el barro. No me
pudieron levantar del suelo ni a patadas. Cuando se concluyó la
plataforma, horas más tarde, me recogieron unos hombres semidesnudos
y me echaron a un cami6n. Me llevaron a un hospital para que muriese,
pero no pude. Es tan difícil!... ;Pero no! No es tan difícil. Yo he visto morir
a muchos, alla en el maldito Chaco. Uno murió así:

II
SANGRE OE MBSTIZOS yo una vez a que me viera el médico. El sendero
era largo y, a cada paso, las ramas se enredaban a mi fusil. En la plazoleta
del comando habrá un árbol con mucha sombra. No era como los del
"velo", pelados y grises. Salió el medico de una carpa, me dio unas
píldoras de que niña y me dijo que me volviera a mi puesto. Regrese" por
la picada y un poco más allá encontré al camion de rancho. Dos soldados
de mi secci6n, Cliura y Huaicho, un indiecito de Inquisivi, hablan venido a
re-cogerlo en la acostumbrada lata de gasolina. La llenaron de una huia (*)
espesa, y luego, por medio de un palo que sostuvieron en sus hombros se
pusieron a andar llevando la lata colgada entre los dos. Tomamos el
sendero. A los 500 metros se detuvieron, porque una rama quit6 la gorra a
Cliura. Sudaban. — Muy lejos viene el camión —dijo 6ste. — Es que
nosotros estamos muy adelante —le respondí. — Miria ligua siquiera es —
anadio Huaicho. — Media legua?... Un kil6metro será... — Vamos, vamos.
Volvieron a cargar la lata, por entre los árboles. Cliura iba adelante.
Acompasando su marcha, Huaico que se secaba el sudor con' la mano
libre, y yo detrás de ambos. Se oían detonaciones aisladas seguidas del
silbido de las balas, al viajar entre las hojas. Con el movimiento de los dos
soldados, a ratos rebajaba el rancho y corría por el exterior de la lata. —
Ya estamos Uegando —dije, y me agache a recoger mi gorra. (2) Lahua.
Comida de harina herviHq pn a$ua. Tipica en BoUvia. - 105 -

AUGUSTO CESPEDES En ese momento sentf silbidos mas proximos y me


incline mas, cuando vi caer a Huaicho, de bruces. Al res-balar el palo de su
hombro hi20 que la lata de comida viniese a su encuentro en el suelo. La
comida blanca y pastosa se vertio, cubriendole la cara. — jAnimal! —grito,
corriendo hacia él. No se movía. Le brotaba sangre del cuello, debajo del
rancho, formando una mescolanza. La bala debio romperle una arteria.
Sus últimos estertores hicieron, con la masa de lahua que le embadurnaba
la cara, una espuma de rosáceas burbujas sobre su nariz y su boca.
Quedaban restos de comida en la lata, pero, naturalmente, el rancho no
alcanz6 para toda la sección.

III
AUGUSTO CESPEDES sillo, saco una porci6n de hojas y las volvio a mascar.
De-bajo de su brazo, por la camisa rota, mostraba el costa-do negro,
sudoriento. Frente a nosotros en fila, todos con las cabezas semiinclinadas
para que el sol no nos diera en los ojos, le encajaron la gorra hasta la nariz.
Asi, mudo, ciego, resultaba insignificante sobre el ancho horizonte del
pajonal, sosteniendo sobre el pecho con la nano sana, la mano envuelta
en una venda blanca, nuevecita, que la ostentaba como una ofrenda. Creo
que seguía mascando coca cuando la descarga le hizo levantar los dos
pies, proyectándolo al suelo con un empell6n de trueno. Sobre el pajonal
qued6 estremeciéndose como una apasanca (*) pisoteada. — !Pronto!
otro tiro! ; Usted, deIe un tiro! — gri-t6 el oficial a Aniceto. ;De mas
cerca! ;A boca de jarro! Aniceto corri6 hacia el indio. Busc6 con el can6n
del fusil la cabeza y dispar6. El indio qued6 de cara al sol con la venda de la
mano izquierda empapada de sangre y tierra. A nosotros, aprovechando
de nuestra presencia en el Comando, se nos reparti6 cigarrillos, y media
hora des-pues volvimos a la línea.

IV
AUGUSTO CESPEDES sillo, sac6 una porci6n de hojas y las volvi6 a mascar.
De-bajo de su brazo, por la camisa rota, mostraba el costa-do negro,
sudoriento. Frente a nosotros en fila, todos con las cabezas semiinclinadas
para que el sol no nos diera en los ojos, le encajaron la gorra hasta la nariz.
Asi, mudo, ciego, resultaba insignificante sobre el an-cho horizonte del
pajonal, sosteniendo sobre el pecho con la tnano sana, la mano envuelta
en una venda blanca, nue-vccita, que la ostentaba como una ofrenda.
Creo que seguia mascando coca cuando la descarga le hizo levantar los
dos pies, proyectandolo al suelo con un empell6n de trueno. Sobre el
pajonal qued6 estreme-ciendose como una apasanca (*) pisoteada. — !
Pronto! jOtro tiro! ;Usted, deIe un tiro! — gri-t6 el oficial a Aniceto. ;De
mas cerca! ;A boca de jarro! Aniceto corri6 hacia el indio. Busc6 con el
can6n del fusil la cabeza y dispar6. El indio qued6 de cara al sol con la
venda de la mano izquierda empapada de sangre y tie-rra. A nosotros,
aprovechando de nuestra presencia en el Comando, se nos reparti6
cigarrillos, y media hora des-pues volvimos a la linea. IV Me he extraviado
nuevamente estos dias. Es que no se c6mo escribir la historia de Aniceto.
Yo quisiera hacer lo, pero dentro de m{ hay otro hombre que divaga, que
me lleva lejos, no s6lo en pensamiento, sino en persona. Ahora, por
ejemplo, me viene "el Chaco". Esto es: que (3) Apasanca.- Tarantula.
(Qulchua).

SANGRE DE MESTIZOS siento estar alias, pero no ahora, sino en un


instante pasa-do. Es curioso: tengo la particularidad de transportarme de
golpe a un punto del tiempo que no es este momento, pero que es
presente en otra parte, en algún remoto lugar donde no estoy. Digamos
como si yo, a dos años de un hecho pasado recién lo viera ahora reflejado
en el éter con una pupila astron6mica. Es tan raro. Procurare
empucharme: yo soy una página con grabados a ambos lados. A un Iad6
t6do lo que miro ahora: este"galp6n""deT"hbspital, este papel, este lecho,
aquel sol-dado que se abanica al frente. De repente "alguien" vuelca la
página y ya soy el Chaco; ya no estoy aquí, o más bien este ambiente
desaparece y viene el otro y me satura. Revivo la actualidad de pasajes
pretéritos. Vivo en dos espacios. ^Es curioso, verdad? Un hombre que se
siente página, una página con vida a ambos lados. Y esta sensaciones me
despiertas iningunrcuerdo concreto, sin figuras, sino que me penetra
mudamente, como la luz por un cristal. En este instante estoy viviendo en
noviembre de 1932, y este olor de mi cuerpo y este lápiz y esta vibraci6n
que caldea la tarde amarilla, son los mismos con que estoy en mi trinchera
del "Campero" mirando una nina-nina (*) cuyo vuelo vibra alrededor de la
carta que escribo a mi madre. ...Oh...; Todo esto es absurdo! yo se bien
que es absurdo! La maldita granada de 105 que estall6 dentro de mi
cabeza!... Me he extraviado otra vez y me he fatigado inutihnente,
escribiendo tonteras. Me duelen (4) Nina - nina.— Cole6ptero que abunda
en el Chaco,

V
No hay nada. jNada! Anoche muri6 un pila, sin mo-lestar a nadie, como
molestan otros. Esta manana levanta-ron el mosquitero y el estaba, con
las enclas plomizas y los dientes amarillos. Tenfa tan hundidos los carrillos
que creo que se tocaban por dentro. <jC6mo se muere? Yo podre decir
ahora una de las maneras de morir, contando la historia de Aniceto> Pero
antes es un perro quien recIama su aparicion en estas li-neas, un perro a
quien mat6 Aniceto, hace muchos afios. Era en nuestro pueblo, —;oh,
Tarata!. Eramos ninos. El mayor, el mas fuerte y alto, Aniceto. Tenia un
perro a quien le vinieron unas sarnas que le pelaban la piel de la cabeza.
Se le conden6 a morir y un grupo de chiquillos de la vecindad,
acompanados de un indio, llevamos al perro atado hasta el rio en las
afueras del pueblo. El perro pre-sentia el crimen. Temblaba. Cuando
llegamos al tragico lugar se le erizaron los pelos y sus ojos nos miraron con
un miedo luminoso, con un verde y m6vil resplandor. Entre Aniceto y el
indio, ataron al cuello del perro un nudo corredizo y le arrastraron hasta
un arbol. El pe-rro se sentaba, adelantando las patas tiesas que abrian dos
surcos en el suelo al ser arrastrado. Le cogieron por las patas traseras y lo
izaron con la cuerda y el se abraz6 al tronco, gimiendo. El indio estiraba de
la cuerda y Anice-to sujetaba al perro por las patas, pero los esfuerzos del
animal le vencieron y lo solt6, y el verdugo larg6 tambien la cuerda. El
perro semiahorcado trat6 de huir a saltos, pero lo volvieron a coger. Con
movimientos desesperados seguia el vuelo de sus ojos electricos. Lo
colgaron nueva-mente. — ;Una piedra! jUna piedra! —pidi6 Aniceto que
lo habia vuelto a coger de las patas. — ;En la cabeza! Uno de los chicos
cogiendo la piedra con ambas ma-nosgolpe6 al perro colgado. Creiamos
que habia.muer to. Caido al suelo, recorrfan su cuerpo unos sacudones
epilepticos. Entonces Aniceto, congestionado por el es-fuerzo levant6 la
piedra y la dej6 caer sobre la cabeza d;l animal. Como un resorte de
alambre, la victima se irgui6 sobre las patas traseras y dio una vuelta
entera sobre ellas, igual que un acr6bata, con un ronquido humano que
nos hizo retroceder gritando. Entonces Aniceto volvi6 a goi-pearlo, dos,
tres, cinco veces hasta que cruji6 el craneo del perro y le saltaron los ojos.
No habfa una bala para matarlo. El otro, no fue por falta de balas que no
pudo morir. Cada vez que me acuerdo de 6l, viene a mi memoria elperro
extrangulado que saltaba a''la orilIa de riachuelo. Pero vayamos por orden.
Me toc6 ir a la guerra con el. Salimosjuntos desde nuestro pueblo y
nuestra suerte fue que no nos separasen. Era apuntador de la pesada.
Alto, de cuello grueso, y mandfbula gruesa, casi no tenia cejas y su frente y
sus labios parecian muy prominentes a causa de la nariz aplastada. Sus
ojos eran claros como go-tas de mercurio. Trataba bruscamente a todos y
a mi tambien, pero me queria. Me salv6 una vez. — ^Te han herido? —me
dijo. <sNo puedes ni arrastrarte? Seguime. Me condujo hasta un mont6n
de arbustos y malezas. Me at6 al pie. Me cubri6 con ramas, el se cubri6
tambien y quedamos alla hasta el atardecer. Entonces me dijo: — Bueno,
vamos. Arrastrate. — No puedo. Yo me voy a morir. Me carg6, a traves del
monte. No se cuantos kil6-metros, tal vez uno solamente, pero fue algo
infinito. Se detenia a cada instante, buscaba paso y me volvfa a cargar. Yo
sentla su respiraci6n fatigada debajo de m{. Felizmente se advertia la
tierra que blanqueaba. Pr6ximo3 a nuestras posiciones, me dej6 en el
pajonal cerca de un arbol. — Nos pueden hacer fuego creyendonos pilas
—me dijo, y el se adelant6. No s6 cuantas horas despues, creo que ya
amanecia, volvi6 con dos camilleros y me trasladaron. Estuve en el
hospital de Puesto Moreno y me sane en 15 dias. Cuando volvf a la Unea,
nos metieron al ataque del 27 de diciembre. La noche anterior, cerca a las
trincheras, grazn6 un "sumurukuku" Poco despues avanzaron los pilas por
el pajonal, se-gandolo a baIazos. Les oia gritar: — ;Hui-jaaaa! ;Hu{-jdaa]
Nuestra ametralladora ya no tenfa munici6n. La de-jamos y
arrastrandonos, rodando, saltando, nos replega-mos. Llegamos a una
arboleda pr6xima s6lo cuatro solda-dos de toda la secci6n. Un soldado
moreno con la cara que parecia embetu-nada de sudor, cogi6 nuestros
fusiles y me quit6 la cara-mafiola. — Anda, anda. Y vos... Nos encajaron los
canones de sus fusiles entre los ri-nones y nos lIevaron. Detrds de mi
sentfa a Aniceto. Nos condujeron por un sendero y aparecieron nuevos
pilas que tendidos en el suelo levantaban sus cabezas sucias,
monstruosamente sudadas, hirsutas, emergiendo de las obscuras camisas
desgarradas, brotando del monte como un rebafio de monos azulencos.
Me di cuenta de que nos habiamos metido en la lfnea enemiga. Nos
quitaron los zapatos y a puntapies nos arrojaron a una zanja. Habia
muchos pilas heridos en una especie de hondonada, don-de se levantaba
un coberrizo a traves de cuya palizada colabanse sus gritos. — Estamos
fregados, hermano —fue lo unico que me dijo Aniceto. Al dia siguente, nos
reunieron con otro prisionero, un "repete" del "Perez" y nos entregaron a
unos solda-dos, quienes nos llevaron por unas sendas del monte has-ta
una picada que calcule ser la de Alihuata. Alla habia caballos. Nos
aseguraron las ligaduras de las manos ata-das atras, montaron, y nos
hideron marchar a pie por de-lante. ^>., — No hay que hacerse al flojo,
boKs -nos dijeron. Eran mas o menos las diez de la maflana y el sol caia a
plomo sobre la picada cauente. La tierra, por dura, se resquebrajaba en
trozos cortantes como la piedra. Procu-raba yo andar dentro de las
hondas huellas que habian dejado los camiones, donde el piso era mas
suave. Estoy viendo la hora aquella: un caballo alla adelante y el otro casi
a milado, con sus jinetes descalzos, con los sombre-ritos remangados y los
fusiles en bandolera. Y nosotros, primero Aniceto, luego el indio y despues
yo, pisando nuestras sombras sobre el nervio calcinado del camino
desnudo, con los pies desnudos. Me dolian la manos pin-chadas por
innumerables alfileres que hacian un recorri-do circular por debajo de mi
piel. El polvo me quemaba la boca. No habiamos bebido desde el dfa
anterior. espina. El polvo se apelmazaba a su sangre y al olor de ella le
segufan unas mariposas blancas. Marchaba con un ritmo de invalido. Se
fue retrasando. Uno de los pilas lo atropell6 con el caballo. — Anda, anda,
ihdio de... Por primera vez, o{ la voz del indio: — Pies doilen, mi tefiente.
— Anda,boli. ^Querias Chaco?... Sigui6 la marcha. Pero una hora despues,
serfa las 3 de la tarde, la distancia entre el indio y nosotros se hizo muy
larga. Se le veia lejos, en el horizonte del camino. — jAIto! —dijo el pila
mas pr6ximo. No detuvimos y esperamos. Lleg6 el indio. Enton-ces el pila
descendi6 del caballo, at6 una correa a las ma-nos del indio y sujetandola
volvi6 a cabalgar. — jAdelante, bolis! Seguimos al trote, pero despues de
un rato el indio cay6 al suelo e hizo saltar la correa de manos del jinete.
Este baj6, sin dar muestras de c6lera, descolg6 el fusil de su espalda y le
dio dos o tres golpes terribles con el ca^ n6n entre las costillas, haciendole
lanzar un gemido de animal que no se queja. Un gemido de sapo, de
murciela-go, de pez. Pero no se movi6. — Esta insolado —dijo Aniceto.
Vino al trote el soldado que nos precedfa. Dijo algo en guarani y descendi6
del caballo. El otro nos hizo seguir adelarite, pero antes yo vi que
descolgaba su fusil de la es-palda y lo preparaba. Luego escuche el
disparo. Mucho rato, en la recta picada, volviendo la cabeza, vi el bulto

VI
En la terrible canfcula nos daban un caneco (') de agua barrosa por dia, y
un plato de sapor6 (*). Desde las 4 de la mafiana a las 6 de la tarde nos
partiamos los huesos trasladando troncos y abriendo una picada cerca a
un punto que creo que era Gondra o Bullo. Menudeaban los latigazos y la
avitaminosis y es justo confesarlo: los pilas eran tambi&i gobernados a
latigo por sus superio-res, pero a nosotros nos pegaban todos o. Al
arrastrar un arbusto entre ambos, Anicetx> me di-jo en quichua: —
Huanuchisaj... ('). — ^Imapaj?... —le conteste con desconsuelo. Entonces
el me dijo: —Suyay. Aeckesunchaj. — ^Maynejta?... ^Mayman?... El
monte nos cerraba por todos lados. Tardes despues dos aviones bolivianos
volaron sobre nosotros, arrojando bombas. Los pilas nos amenazaban con
lincharnos. Se apoder6 de mi una terrible angustia, qi.ie aument6 cuando
uno de nuestros guardianes not6 la desaparici6n de un machete En mitad
de la marcha apareci6 el sargento de ojos biUosos. Se acerc6 a nosotros.
Se limpi6 con el dorso de la mano la humedad que le corrfa por las fosas
nasales y dirigiendose a Aniceto le dijo: — ^D6nde esfi el machete?
Aniceto, mirandole con sus ojos sin color, respondi6: — Yo he trabajado
sin machete. He cargado troncos no mas. — <jD6nde esta el machete?
Mir6 a ambos lados, buscando algo con que golpear a Aniceto y no
haUando nada, le dio con los punos. en la cara: — !Pongo! jEl machete! Te
voy a bajar el culo a correazos. ^ Entonces ocurrid lo maravilloso. Aniceto
le dio un pufietazo. — jPero no seras tu, hijo de perra! —y volviendose al
pila que tenia el fusil comenz6 a luchar con el para qui-tarselo. Logr6
arrebatarle el fusil, pero los cuatro soldados se colgaron de sus
brazos. .Uno con el fusil preparado aguardaba, girando alrededor del
grupo, pero no podia disparar porque Aniceto se abraz6 al sargento
mordien-dole de la cara y haciendole aullar. Le separaron, estiran-dole de
las <3rejas hasta que estuvo lo suficientemente ais-lado para que le diesen
un golpe de machete en la cabe-za, pero el lo recibio en el hombro y luego
otro en la ore-ja. Un culatazo de fusil le deshizo la nariz como un du-razno
aplastado. Aniceto corri6 hacia el monte, mas, a los pocos pasos, cayo con
un tropez6n espantoso. Volvio jAniceto se levant6! Echaba sangre por la
boca y la abrfa, ahogandose como una vibora. Su cabeza era una mascara
roja con dos circulos blancos. Meciendose dio otros pesados pasos hacia el
monte. Entonces son6 un ti-ro y cay6. La sangre le inflaba la camisa sobre
el vientre. Lo llevamos hasta el campamento y alli lo arrojaron dentro de
un hoyo. No me permitieron socorrerlo ni esa noche ni al dfa siguiente,
porqueme llevaron al trabajo. Volvi a la hora del rancho y me aproxime al
hoyo. A pIeno sol un fermento de miasmas y de moscas concentra-ba ahf
dentro su salvaje actividad. Venciendo la repug-nancia del oIor a intestinos
abiertos que brotaba del vien' tre de Aniceto, trate de hacerle beber y una
mosca, otra, otra y otra, en hilera surgieron de sus fosas nasales como si
Aniceto fuese una fabrica. En los grumos de sangre, densos como miel,
otras le ponian el matiz verde de su lugubre invasi6n genitora.
Solidarizandome con el agoni-zante, el enjambre me cubria a mi tambien,
a pesar de mis manotadas. Arrastre unas ramas para proteger a Aniceto
del sol, Pero lo que yo queria era matarlo de una vez, antes que las
moscas lo acabasen. No tenfa una piedra. ;En to-do el arenal del Chaco no
hay una sola piedra! jQue di-ffcil es matar a un hombre! jQue dificil es
morir! Aque-ila vez a quien mataron los pilas fue a mi, a mi...

VII
Esta manana me dieron una camisa nueva y un pan-tal6n. Por la tarde
vinieron unos sefiores de la Cruz Roja que me preguntaron si me faltaba
algo. Yo les dije que nada.Estaba agradecido por la camisa. Realmente,
nada. Desde hace dos anos ya no quiero nada .-— Si, quiero... una naranja.
Ayer los pilas comian naranjas. Arrojaron las cas-caras y yo estuve
meditando toda la noche en la manera de recogerlas sin que me vieran,
para morderlas un po-quito. Pero me daba verguenza y no las he recogido.
Aho-ra estan casi secas y llenas de pisadas en la puerta del pahuichi. Mi
familia me ha olvidado. No me escribe desde que cai prisionero, pero ha
venido un medico boliviano que me ha dicho que le escribira. Me da una
lata de leche condensada y una naranja y me dice que pronto volvere. <;A
d6nde? Yo no. lo creo. Se que soy un hueso de la gue-rra, un proscrito, un
abandonado para siempre, porque esta condena no terminara jamas.
Jarnas, jamas iQue pasa? <fPor que tanta alegria?... Amigos, oi-gan las
campanas. Alas innumerables de campanas se me-cen en el aire. Los
aviones patinan por el cielo y el claro oleaje de campanas, de banderas y
de gritos estalla contra el sol. Golpean mis timpanos los badajos. jNunca
tuvo el Paraguay esta luz suave de mi tierra que ahora pene-tra en el farol
japones de mi cuerpo transparente! Puedo verme latir el coraz6n. ^La
paz? ^La muerte?... Ya no escriba, doctor. Yo soy dichoso, por fin.

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