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Acabo de conocer a Alexa.

Me re ero a ese pequeño aparato de inteligencia ar cial que tan de


moda se está poniendo. En realidad no nos hemos conocido cara a cara: tan sólo la he oído a
través del teléfono de unos amigos que la enen en su casa. (Por cierto: ¿Alexa no podría ser
Alexo? ¿Esa cosa que, se supone, nos ayuda en nuestro día a día, debe imitar necesariamente a
una secretaria el, una esposa diligente o una madre generosa?). En n, el caso es que al otro lado
de la línea telefónica Alexa me muestra algunas de sus múl ples habilidades y conocimientos: me
dice qué empo va a hacer mañana, me pone música de los Rolling, me lee un fragmento del
Quijote y hasta me canta un par de canciones infan les. Luego se despide de mí como si fuera el
ser más erno del universo.

Con eso que me da un ataque de risa, de esa risa incontenible que te hace llorar. Pero en el fondo,
no sé si mis carcajadas no son una especie de ataque de nervios: acabo de divisar el futuro, y no es
algo que suceda precisamente a menudo. No me re ero al futuro de la humanidad en su conjunto,
por supuesto, sino al mío personal: falta poquísimo para que Alexa me sus tuya como escritora.
Seguro que en algún si o alguien estará diseñando ya un robot capaz de crear los mejores libros y
ar culos del mundo, que contendrán la can dad necesaria de lo que sea que los lectores quieran.

Algunos de ustedes –con suerte, algunos– quizá estén pensando que es probable que eso llegue a
ocurrir, y que tal vez lo que escriban las Alexas del cercano porvenir será perfecto, impecable,
rumoroso como un arroyo de montaña o trepidante como un viaje en una gran noria, según se les
pida. Pero que le faltará el alma. Y sí, lectoras y lectores míos, le faltará el alma, y con ella le
faltarán el temblor de la vida y su imperfección, pero no creo que eso le importe a nadie
demasiado: el alma –sea eso lo que sea– ya no está de moda, y el temblor de la vida, tampoco.
Sólo importan ya el entretenimiento puro y duro y algunas dosis de banal autoayuda.

Así que más nos vale a todos los an cuados que aún creemos en la belleza de las profundidades
aceptar que Alexa y compañía, con sus mentes in nitamente planas, nos comerán pronto el poco
terreno que todavía nos queda. Y más nos vale despedirnos con un ataque de risa ante la
veri cación de ni va de nuestra inanidad. ¡Qué le vamos a hacer!



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