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El Gato Blanco

Por: P.M. Olivia


Literatura Infantil
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A mis
sobrinos
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Hace muchos muchos años, cuando yo era un niño que tan solo había

aprendiendo a leer y escribir, tuve una experiencia que me enseñó la importancia de

la confianza, el amor y el respeto.

Vivía con mi familia rodeado de la naturaleza en medio de la gran selva


amazónica, junto a árboles tan altos que parecían tocar el cielo. Con tantos tonos de
verdes que lucían como una gran paleta de caramelo, junto a riachuelos nacidos de los
grandes ríos con agua tan dulce que parecía el néctar de las flores.

Allí, cerca de lo hoy es conocido como Brasilia (la capital del Brasil), una gran
selva amazónica llena de vida y esperanza, con tantas riquezas selváticas por
descubrir, nací yo, un niño a quien mis padres llamaron Felipe, pero que
cariñosamente me apodaban como Lipe.

Mi selva estaba llena de grandes secretos, rincones escondidos donde encontrar


todo tipo de flores, con colores tan diferentes que parecían formar un arco iris
floreado, rodeado de piedras de todos los tamaños y formas.

Pero lo verdaderamente especial de mi historia no era la naturaleza, sino la


casita donde yo vivía. Era una pequeña casita escondida entre los árboles, con
senderos repartidos para poder caminar entre la selva, un camino que llegaba hasta un
gran río; otra vía iba hasta una pequeña plantación de frutas y vegetales y otra hacia
una siembra de algodón; otros caminos se usaban para transportar la madera recién
cortada o llegar a alguno de los lejanos pueblos que quedaban cerca de la costa.

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Mi pequeña casita tenía 1 sala y 1 cuarto para dormir. La sala era de forma
cuadrada y tan solo entrar se podía ver en una esquina una gran mesa de madera
cuadrada, con 1 silla acompañándola a cada lado.
Junto a la mesa había un gran estante de madera con 3 niveles donde se
colocaban las tazas, platos y vasos. En la siguiente esquina había un gran baúl de
madera donde se guardaba la leña que era usada para cocinar, de ese modo siempre
estaba resguardada de la constante llovizna selvática.
En el otro extremo había una pequeña cama de madera donde solía dormir mi
abuela, y junto a su cama había una mesita pequeña, y una cómoda mecedora también
de madera, donde le gustaba sentarse durante las tardes.
En el fondo de la sala estaba el único cuarto de la casa, allí se encontraban 2
camas, 1 pequeña para mí, y 1 más grande para mi papá y mi mamá.
Fuera de la casa, junto a un gran árbol caído que servía para sentarse a
descansar o comer cuando el clima estaba fresco, se encontraba un gran horno de
barro, en él horneaban el delicioso pan de mandioca, y a su lado había un mesón
rectangular, también de barro, donde se colocaban las ollas para preparar el resto de
comidas.
Mi casa era una casa pequeña pero cómoda, con grandes ventanas que
permitían entrar el viento que se encargaba de transportar todos los olores de la
naturaleza, se sentía fresca gracias al olor de la lluvia y del rocío por la mañana, y
cálida por el delicioso olor de la leña recién encendida y la comida de mi abuela.
Pero mi casita era especial por algo que la hacía diferente: era blanca. Toda
blanca; blanca como las nubes y la espuma de las cascadas, como las plumas de las
palomas y la savia de los árboles. Toda ella era blanca, tanto por fuera como por
dentro.

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Dentro era más curiosa aún, porque los pisos, los techos, las camas, la mesa, las
sillas, todo lo que fuese de madera era blanco; era como vivir en una pequeña nube
que había bajado al centro de la selva amazónica.
Podía resultar un poco extraño vivir en una casita así, pero el estar rodeados de
tanta naturaleza viva traía también algunos problemas como los mosquitos, los
comejenes, los bachacos, y demás clases de insectos que gustaban de comer madera,
por eso para cuidarla, todo era cubierto de un mezcla de savia, cal y arena blanca de
rio.

n esa pequeña casita durante muchos años viví con mi pequeña familia: mi papá, mi
mamá y mi querida abuelita Lala. Mi papá era un hombre alto, muy alto, tan alto que
a veces cuando estaba sentado en el suelo jugando con mis tacos de madera, lo miraba
y creía que podía tocar la punta de los árboles. Tenía el cabello tan oscuro como su
piel, era muy muy fuerte y siempre estaba cargando la madera que pedía
permiso de talar a la madre naturaleza para poder tallar y vender en los pueblos.

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Para mi papá lo más importante era su familia, la solía comparar con la madera,
decía que debía ser fuerte y noble, porque solo así lograba ser resistente con el pasar
de los años; también tenía un lema:
-La verdadera base de la familia es la confianza, si no se cree en la palabra de
los demás no hay amor, y si no hay amor no hay familia.
Mi mamá era una mujer muy hermosa, con el cabello muy largo atado en 2
trenzas que a veces parecían rozar el suelo, era tan negro como el mío, con la piel un
poco clara y las mejillas siempre rosadas, le gustaba mucho sonreír porque decía que
a la vida y a la naturaleza había que mostrarles felicidad. Le gustaba mucho cantar
mientras recolectaba el algodón y se sentaba a hilarlo para hacer los rollos que luego
vendería junto a la madera con mi padre.
Mi abuela era una viejecilla muy bella, con grandes ojos marrones claros, la piel
algo oscura y el cabello tan blanco como las nubes y la espuma de las cascadas, como
las plumas de las palomas y la savia de los árboles; era tan blanco que podía perderse
en el blanco de las paredes, y aunque era de estatura baja y espalda algo curvada por
todos sus años de vida, era fuerte y curiosamente tan delicada como el algodón que
recolectaba; aunque era muy amorosa, también tenía un carácter muy
fuerte, como el rugir de las panteras que a veces se escuchaba por las noche.
A ella le gustaba mucho trabajar y solía decir:
-Si se está bien de salud, solo hay que trabajar.
Al igual que mi mamá siempre estaba sonriendo. Una vez le pregunté:
-¿Abuelita, porque sonríes tanto?
Y con una sonrisa aún más amplia y abriendo los brazos como si me quisiera
dar un fuerte abrazo, contestó:
-¡Porque estoy viva! ¡Puedo respirar el olor de los árboles, las flores y la
lluvia… puedo ver a mi familia y puedo trabajar!

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Mi abuelita llevaba muchos años hilando el algodón que recolectaba a veces
junto a mí mamá. Desde muy pequeña ella había ayudado a su mamá a hacer ese
trabajo; ella le había enseñado todos los secretos para trabajar el algodón, como
tratarlo de la manera correcta, como limpiarlo y secar cada capullo, además de como
enrollarlo bien en el huso para que no se rompiera.
Esos recuerdos y técnicas nunca las olvido, y poco a poco se los iba enseñando
a mi mamá. Para Lala, el algodón era parte de su vida, decía que le gustaba mucho
cocinar, pero trabajar el algodón era lo que más quería hacer, me recordaba que el
secreto para tener unas manos tan suaves era los años que llevaba trabajándolo, y con
los años comprendí que tenía razón, porque una caricia de mi abuela era tan suave y
delicada como la caricia de un capullo de algodón.

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A

unque mi abuelita amaba mucho la naturaleza y disfrutaba de escuchar el canto de las


aves, no le gustaba tener animales. Pero no siempre fue así... una vez papá me contó
que cuando ella era pequeña solían gustarle, en ocasiones cuando acompañaba a su
mamá a recolectar el algodón, llevaba con ella de regreso a casa las perezas, monos
pequeños o aves que encontraba mal heridos por el camino, los cuidaba dándoles las
medicinas que ella preparaba con las ramas medicinales de la selva o curándoles las
heridas, los alimentaba y les daba cobijo, luego cuando se curaban se negaba a
regresarlos a su hábitat porque los quería conservar.
El problema es que los animales selváticos están acostumbrados a vivir libres,
como el viento que vuelva por los cielos, por ello, todos esos animales que ella trataba
de retener terminaban escapando de la casa y eso la entristecía mucho, prometiendo
cada vez que no volvería a ayudar a más animales porque ninguno quería quedarse
con ella. Sin embargo su corazón era tan compasivo que esas promesas no duraban
mucho, y en poco tiempo volvía a casa con algún pájaro,
monito o pereza mal herida.
Un día, cuando su papá regresaba de una larga caminata desde los pueblos de la
costa, le llevo a Lala un regalo muy especial, 2 pequeños gatitos bastante revoltosos
con los que pudiera jugar y domesticar en casa. Pero los gatitos tenían un color muy
peculiar: eran blancos; tan blancos como las nubes y la espuma de las cascadas, las
plumas de las palomas o la savia de los árboles.

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Lala jugaba sin cesar con ellos todos los días, aunque a veces resultaban un
poco problemático porque eran bastante curiosos que solían perderse, por lo que ella
cada tantos días tenía que salir a buscarlos; tarea que resultaba bastante sencilla
porque al ser tan blancos podían distinguirlos entre los verdes y marrones de los
árboles.
Pero un día, los gatitos se escaparon mientras todos dormían y a la mañana
siguiente en medio de un fuerte torrencial de lluvia selvática, a Lala le resultó
imposible salir a buscarlos. Aunque sus padres le dijeron que debía esperar
esperanzada a que volvieran, Lala llego a pensar que no los volvería a ver, lo que la
sumió en una profunda tristeza los días que duro el fuerte temporal de lluvia.
Cuando por fin, luego de casi 3 días la tormenta terminó, Lala salió a buscar
junto a su papá y mamá los gatitos, pero a pesar de buscar y buscar, caminar y
caminar, los gatitos no lograron verse por ningún lugar, incluso buscaron en las ramas
de los árboles, pero no los encontraron.
A medida que pasaban las horas, las esperanzas de Lala terminaron de perderse,
sus padres trataron de consolarla diciéndole que tal vez ellos volverían porque los
gatos son animales muy agiles, con buena memoria para recordar el camino a casa.
Pero en medio de su decepción y tristeza Lala prometió no llevar a casa más
animales, aunque en el fondo de su corazón siempre conservo la esperanza que sus
queridos gatitos blancos regresaran un día.
Así, pues, en mi infancia, aunque siempre quise tener animales en casa, como
un perro o un gato, la negativa de mi abuela de querer encariñarse con algún animal
no permitió que pudiera tener una mascota con quien jugar.
En ocasiones encontrábamos animales mal heridos en el camino, perezas caídas
de las ramas por los vientos, o monitos bebes perdidos entre los árboles, en esos
momentos papá o mamá los llevaban con ellos a casa, les daban comida y cobijo y en

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cuanto estaban curados los regresaban a su habitad. Decían que era lo mejor para ellos
porque eran animales salvajes, y para nosotros, porque así no molestábamos a Lala.
Durante años tuve que conformarme con Pacu, el caballo de mi papá; decía que
era su mejor y más leal amigo porque siempre le acompañaba a cargar la madera, y a
cabalgar hacia los pueblos cerca de la costa. Pero Pacu no era un caballo cualquiera,
era un gran caballo blanco, tan blanco como las nubes y la espuma de las cascadas,
como las plumas de las palomas y la savia de los árboles.
Aunque Pacu no era todo blanco, tenía la oreja izquierda negra, tan negra como
la oscuridad o el cielo de la noche cuando no había estrellas.

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M

i infancia resultó ser muy divertida entre los trabajos de mis padres y mis clases en
una pequeña escuelita que se encontraba a 1 kilómetro de mi casa; iba allí 3 veces a la
semana y tenía una maestra que me enseñaba a leer, escribir, sumar y restar.
En casa nos despertábamos cuando se asomaban los primeros rayos de luz… en
ese momento en que el sol estaba casi encontrándose con la luna, quien parecía tímida
ante la imponente luz del día.
Los días que no tenía que asistir a mi escuelita y papá solo iba a la selva a
recoger madera ya talada, me permitía acompañarlo, convirtiendo el viaje en una
fantástica aventura donde imaginábamos que éramos unos exploradores que llegaban
de tierras lejanas buscando algún tesoro escondido.

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Esas aventuras también se convertían en una enseñanza, porque me mostraba
los secretos de la madera, así aprendí a conocer cual servía para tallar o cual para
hacer leña, cual era joven y cual era vieja. De mi padre, fui poco a poco aprendiendo
los primeros conocimientos que se conviertieron en las técnicas que utilizo en mi
profesión como carpintero hoy día.
Mi padre era un hombre muy inteligente y sabio, lo había aprendido de la selva;
aunque nunca fue a la escuela podía descifrar el canto de los pájaros, el sonido de las
ramas cuando hacia viento o estaba por caer la lluvia; también escuchaba con
atención el ruido de los riachuelos que se formaban del gran Amazonas. Para él, esa
era la mejor forma de conocer la vida:
-Entendiendo la naturaleza. –Decía.
Mamá, al igual que papá, siempre amó vivir allí, disfrutaba estar rodeada de
tantas maravillas naturales, algunas veces la encontraba mirando los árboles y
canturreando alguna canción. Ella me decía:
-Si prestas mucha atención a todo lo que está a tu alrededor, podrás descubrir
más de 10 todos de verdes, desde los más claros hasta los más oscuros. Y si tratas de
ver más allá de los verdes verás como esos colores se mezclan con los rayos del sol y
forman el más hermoso arco iris.
El trabajo de mamá era salir todas las mañanas a recoger capullitos de algodón
de una pequeña plantación que teníamos cerca de la casa. Siempre llevaba una
canasta de paja que colocaba sobre su cabeza para guardar los capullos que
recolectaba, y cuando la cesta estaba llena dejaba de lucir como algodón y parecía
que mamá llevara una pequeña nube de sombrero.
Regresaba a casa cuando el sol estaba en la mitad del cielo, se sentaba en un
banquito a un lado de la puerta de la casa con 2 cestas más a su lado, en una arrojaba

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las semillas que tenían los capullos de algodón, los cuales luego lanzaba a la tierra
para que volvieran a nacer, y en la otra colocaba el resto del algodón que Lala iba
separando para colocarla en el huso.
Lala por su parte, había dejado de acompañar a mamá a recolectar algodón,
desde que yo había nacido prefería quedarse en casa a cuidarme y a preparar la
comida familiar. ¡Ella era la mejor cocinera del mundo! En esas manos tan suaves
tenía encerrados todos los secretos de los sabores de la cocina que había aprendido de
su madre, le encantaba cocinar y que todos comiéramos su comida, antes de sentarnos
a la mesa cerraba los ojos, respiraba profundo, volvía a abrirlos y nos decía:
-¡Uhm! ¡Huele delicioso! esta comida está hecha con tanto amor que seguro
sabe mejor que la de ayer.
Sin embargo antes de permitirnos sentarnos a disfrutar de sus delicias nos
enviaba a asearnos, no importaba que tan tarde fuese o que tanta hambre tuviésemos,
viviendo en una pequeña casa blanca, la limpieza siempre estaba primero, y antes de

permitirnos entrar a la casa y disfrutar de su comida nos decía:


-A esta casa no entran animales ni personas con sucio, así que antes de entrar, a
limpiarse bien.

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sí fue transcurriendo mi infancia, de forma tranquila rodeado de mi pequeña familia.
Se acercaba mi cumpleaños número 8 y mis padres habían preparado un día especial,
todos íbamos a salir temprano a recoger algodón, pero antes que el sol llegara a la
mitad del cielo, partiríamos a un gran río donde tomaríamos el almuerzo y
nadaríamos un rato.
Llegado el día salimos de la casa muy temprano para lo que sería mi excursión
de cumpleaños. En el camino abuela se detuvo un rato a recolectar cierto tipo de
plantas medicinales que solo se encontraban en ese sendero, pero que al estar bastante
alejado de la casa ella no solía visitar.
Papá y mamá caminaban junto a Pacu, quien en su lomo cargaba a cuestas las
bolas que contenían nuestro almuerzo: palmito recién cortado, pan de tapioca y
plátano verde para asar junto al rio, eso lo acompañaríamos con peses que esperamos
pescar al llegar. Cuando ese momento llegó, mamá extendió una hermosa manta que

había tejido y que nos serviría de mesa para la reunión.


Ese fue el inicio de ¡un día maravilloso!, yo estaba muy emocionado jugando
con algunos peces que se acercaban a la orilla del río para que les arrojara trocitos de
pan. Luego de jugar un buen rato allí, ayude a mi papá a ensartar los anzuelos y poder
pescar algunos peces y atrapar cangrejos de río.
Al volver junto a mamá y Lala descubrí que me esperaban con un gran regalo:
¡papá había tallado la cabeza de un caballo en madera!, y le había colocado un largo
palo para que yo pudiera montarlo y jugar a las carreras.
Después de comer y jugar un mi nuevo caballito de madera, nadamos un poco
mientras Lala y mamá se quedaban en la orilla porque el agua estaba algo fría, pero
papá y yo desafiamos el frío de las aguas y entramos a nadar como grandes piratas
que no temían a las aguas gélidas del océano, buscando algún tesoro escondido
alrededor de las piedras del río.

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Allí pasamos un buen rato, tanto que no nos dimos cuenta que el color del sol
comenzaba a hacerse rojizo, indicando que ya estaba por caer la tarde, por lo que
nuestra aventura estaba llegando a su fin y debíamos emprender el regreso a casa,
antes que el sol tratara de encontrarse con la luna, señalándole su lugar en la noche
con sus últimos rayos de luz.
Sin embargo ese día entendí que mi verdadero regalo no sería mi caballito de
madera, muchas cosas cambiarían luego de ese día, porque el mejor regalo que
tenemos es estar rodeados de una familia amorosa, que este llena de confianza y
respeto.
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ntre los 5 formamos nuestra improvisada caravana de regreso a casa. Lala y yo


guiábamos a papá y mamá quienes caminaban varios metros detrás junto a Pacu; era
una escena un poco peculiar, porque por un momento la diferencia de edad entre mi
abuela y yo desapareció. Nuestras risas, entusiasmo y alegría era la misma, por un
momento nos sentimos iguales aprendiendo uno del ingenio del otro, yo con mis

sueños de niño y ella con sus recuerdos de la infancia.


Estábamos casi sincronizados; yo no me quejaba de caminar muy lento por
seguir el paso de mi abuelita, y ella tampoco se quejaba de seguir mi paso apresurado
de niño. Íbamos al mismo ritmo, tomados de las manos como esas personas que han

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compartido vida más allá de la vida.
En cierto momento mamá, que pudo ver más allá de nuestra conversación me
dijo:
-Lipe por favor, no camines tan rápido y ten cuidado, recuerda que tu abuela
tiene que ir más despacio.
Pero Lala como siempre salía en mi defensa:
-¡No te preocupes mujer! ¡Yo también soy joven!
Papá por otra parte exclamaba:
-De todas manera mamá, deberías caminar más despacio, estos viajes no los
tienes todos los día y puedes cansarte. Esta vez deberías aceptar subir al lamo de
Pacu y permitir que él te lleve de regreso.
A lo que Lala respondió:
-¡No! animal es animal, ni el amor de las personas puede cambiar el carácter
salvaje de los animales, no me subiré a ese caballo.
Así, caminando muy despacio seguimos nuestro recorrido de regreso a casa,
aunque el resto del tiempo la alegría se fue perdiendo en la misma conversación, papá
y mamá ofreciendo hacer más fácil el regreso a Lala y ella negándose a descansar.
Poco faltaba para llegar a casa cuando sin darnos cuenta pasamos junto a un
pequeño árbol caído que estaba a un lado de la plantación de algodón, cuyas ramas se
extendía un poco hacia el camino e hirieron la pierna derecha de Lala:
-¡Mamá! ¡Mira lo que te ha pasado! –Exclamó en tono nervioso papá.
-¡¿Abuelita estas bien?! –Grite yo muy asustado al ver la gran herida en su
pierna.
Lala se sentó en el gran tronco del árbol caído junto a la plantación de algodón,
y trataba de calmarnos a todos diciéndonos que no nos preocupáramos, mientras,
mamá trataba de colocarle un pañuelo para detener el sangrado en su pierna; pero ella
insistía:

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-No es nada, ya verán que puedo cortar la sangre y llegar caminando a la casa.
A Lala le molestaba que la trataran como una persona muy mayor que
necesitaba ayuda porque sentía que le quitaba independencia, así que por más que
tratáramos de convencerla que se subiera al lomo de Pacu, en todo momento se negó:
-¡Yo puedo caminar sola! no voy a dejar que ese animal se me acerque.
Papá no logró convencerla de lo contrario y terminó diciéndole:
-Está bien, pero vamos a disminuir el ritmo para que te sientas mejor cuando
lleguemos.
En cuanto llegamos a la casa abuela se lavó bien su herida con agua y se colocó
una especie de cura que cubrió con varias de las hojas medicinales que había
recolectado al partir por la mañana, también se preparó una infusión con ellas,
asegurándonos que eso calmaría el dolor y que ayudaría a sanar la herida.
Pero no fue así. Por la mañana la herida no lucia bien, y el que Lala pasara todo
el día acostada en su pequeña cama tampoco era buena señal.
Pasaban los días y la herida de Lala no sanaba. Ni los cristales de sábila o la
tintura de caléndula hacían que se curara. Luego de un par de días el dolor que sentía
se hizo tan fuerte que prefería quedarse dentro de casa, solo se levantaba de la cama
para sentarse en su mecedora en la sala e hilar el algodón que mamá seguía
recolectando.

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U

n día mientras abuelita descansaba, comenzaron a suceder cosas extrañas en la casa.


Papá regresaba de un viaje desde los pueblos de la costa, cuando se dirigió dentro de

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la casa para ver como seguía Lala y se llevó un gran susto, ¡todo esta desordenado!,
los artículos que se colocaban en el estante estaban tirados junto a las sillas que
estaban volteadas y regadas por el piso de la sala.
¡Parecía como si hubiese pasado un torbellino¡ Al principio pensó que había
sido el viento, pero durante el día no había sido tan fuerte como para hacer ese
desastre, y durante el tiempo que yo estuve ayudando a mamá a cocinar no
escuchamos ningún ruido que hiciese sospechar que algo extraño pasaba mientras la
abuela dormía.
Papá fue directo a Lala, quien estaba durmiendo en su mecedora, le costó un
poco despertarla de su profundo sueño, y en cuanto logró abrir los ojos miro
consternada alrededor de la sala y luego hacia nosotros quienes estábamos
preocupados y muy confundidos por el desorden en que se encontraban todo; pero lo
que más nos sorprendió fue el momento en que abuela tomo conciencia de lo que
había sucedido, me miró fijamente, luego a papá y mamá y dijo:
-Seguro fue él –señalándome directamente a mí.
Luego se levantó de la mecedora, se sentó en su cama, se acostó dándonos la
espalda, mirando hacia la pared y no dijo nada más.
No entendimos porque abuelita pensó que había sido yo quien había hecho ese
desastre, no decidimos volver a despertarla y luego de organizar todo salimos de la
casa y nos sentamos en el gran árbol caído junto al horno de barro, esperando que el
pan de mandioca estuviese listo para la cena.
No podía evitar preguntarme porque Lala me había culpado, recordé que a
veces cuando nos quedábamos en casa por causa de la lluvia, solía dejar mis tacos de
madera regados, o me levantaba muy rápido de la mesa cuando terminaba de comer y
sin querer tumbaba la silla, o me olvidaba de recoger mis plato, pero mamá siempre
se encargaba de reclamarme que tuviera más cuidado y regresaba a recoger lo que

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había desordenado.
Lo que más me entristecía es que en esos momentos en que mamá se mostraba
molesta conmigo abuela siempre me defendía. Ella que tanto me quería, que siempre
me despertaba y me llevaba a dormir con un beso, que me permitía dormir con ella
cuando había tormenta y me asustaban los truenos y relámpagos. Ahora por alguna
razón dejó de confiar en mí y yo no entendía el por qué.
Al verme tan triste mamá me consoló dejándome comer el primer trozo de pan
que salió caliente del horno, sus palabras me calmaron más cuando me dijo:
-Ten un poco de paciencia. La abuela despertará pronto y podrás hablar con
ella. Tal vez el dolor que siente en la pierna es lo que la hace sentir tan incómoda y
cambia su carácter.
Papá dijo lo mismo, recordándome que abuelita llevaba casi una semana
acostada en cama y sintiendo la molestia en la pierna, para una persona tan activa el
estar tanto tiempo acostada resultaba molesto, sobre todo para alguien que siempre
decía:
-Si se está bien de salud, solo hay que trabajar.
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sa noche abuela no volvió a despertar, incluso cuando comenzó a caer la lluvia siguió
plácidamente dormida en su cama. Más entrada la noche la lluvia se convirtió en un
fuerte torrencial con truenos y relámpagos, estando muy asustado decidí ir a la sala y

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acurrucarme junto a ella, eso sí, de forma muy sigilosa para no despertarla, y con
mucho cuidado de no tocar su herida cubierta con hojas medicinales; finalmente
cuando la tormenta pasó logré dormirme.
Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana y me despertaron,
logre ver con horror como una vez más todos los artículos del estante y las sillas
estaban volteadas y regadas por el piso, papá y mamá estaban en la puerta de la casa
mirando preocupados alrededor tratando de encontrar algo, pero no veían nada que
diera una explicación a tal desorden.
Y para sorpresa de todos junto a la cama de abuela, que seguida dormida,
estaban tiradas las curas que se colocaba sobre su herida, la cual a pesar de lo mal que
había lucido la última semana, esa mañana comenzaba a tener mejor color y parecía
que dejaba de sangrar. Mamá decidió no despertar a Lala y me llevo de vuelta al
cuarto para asearme y así poder ayudarla a preparar la comida para el desayuno.
Estando yo afuera ayudando a mamá a amasar el pan de mandioca escuchamos
una fuerte discusión entre Lala y papá que provenía del único cuarto de la casa,
aunque mamá me susurro que me quedará donde estaba, en cuanto ella entro a la casa
pude acercarme hasta la ventana fuera de la casa y escuchar claramente de que se
trataba:
-¡Te digo que fue él! ¡Se metió en mi cama anoche y me quito la cura de la
pierna mientras se movía dormido! –Exclamaba Lala en tono fuerte a papá.
-¡Mamá por favor! deja de decir tonterías.
-¡No son tonterías! –le contesto molesta.
-¿Pero lograste verlo o sentirlo? –le pregunto mamá preocupada a Lala.
-No, estaba muy dormida porque la infusión de valeriana que tomo para el
dolor me relaja mucho, pero sé que fue él, ¿quién más podía haber sido?

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La casa se sumió en un profundo silencio, ninguno supo que contestar o que
explicación dar, tal vez abuelita tenía razón y todo había sido mi culpa, sin intención
cuando me quedé dormido me moví y con el rose desaté su cura. Pero lo que no podía
explicar era el desorden de la casa, esa no era mi culpa, no lo había hecho dormido;
además yo no tenía razón para lanzar todo lo que estaba colocado en el estante al
piso, mucho menos a derribar las sillas.
Muy triste me quede sentando encima del gran troco de árbol junto al horno de
barro, recordando lo que papá siempre me decía:
-La verdadera base de la familia es la confianza, si no se cree en la palabra de
los demás no hay amor, y si no hay amor no hay familia.
Entonces, ¿significaba la desconfianza de Lala que ya no me quería? no quería
pensar eso, y en cuanto se lo pregunte a mamá y papá ambos me dijeron que abuelita
me amaba mucho, pero que estaba muy molesta por su estado de salud.
Aunque sus palabras me calmaron y pare de sollozar, estuve agradecido por el
fuerte abrazo de mamá. Pero al final del día seguía pensando que hubiese preferido el
abrazo de mi abuela y escucharla decir que ella confiaba en mí.
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a mañana siguiente papá, mamá y yo nos despertamos muy temprano con el delicioso
olor del pan de tapioca recién horneado, los 3 nos miramos preguntándonos de donde
venía el olor, y nuestra mayor sorpresa fue cuando salimos a la sala y descubrimos a

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Lala sirviendo un gran plato de pan caliente recién salido del horno.
Papá le pregunto cómo se sentía, a lo que ella le contesto con tono muy serio:
-Mejor. Pero dile a Lipe que no se vuelva a meter a mi cama porque me
desperté con la cura tirada en el piso.
Consternado papá le dijo:
-Lipe no se acostó en tu cama, durmió toda la noche junto a nosotros.
Abuelita lucia bastante sorprendida, porque el día anterior todos habíamos
pensado que esa misma acción de despertarse con sus curas en el suelo había sido mi
culpa, pero habiendo dormido junto a papá y mamá, esta vez debía haber otra
explicación.
Mamá quien había permanecido junto a una de las ventanas mirando hacia los
arbustos y escuchando con atención la conversación comento:
-Lala, creo que es momento de buscar la verdad a lo que está ocurriendo y no
querer culpar a Lipe de algo que obviamente no ha hecho. Tal vez has sido tú misma
quien moviéndote durante la noche desprendiste tus curas.
-Eso es imposible. –Replicó Lala– Yo preparo mis curas como me enseño mi
madre y el curandero de su aldea, es imposible que se caigan a menos que me las
quite.
-Bueno, tal vez te las has quitado dormida.
-No. No he sido yo. –Le contesto.
-Y Lipe tampoco. –Replico papá.
La sala se quedó en un profundo silencio, mamá salió de la casa junto a papá, y
yo me quede parado frente a abuela sin saber que decirle. Quería abrazarla y que ella
me abrazara a mí, volver a sentirme seguro en sus brazos y preguntarle si estaba
asustada o si tenía dolor, pero no me atrevía a moverme, debía haber una razón para
que ella estuviese tan molesta y no lograba encontrarla.

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Segundos después se produjo algo inesperado, un fuerte ruido se escuchó en el
rincón donde estaba la mecedora de Lala, la cual ahora se tambaleaba como si tuviese
a una persona sentada meciéndose en ella, y los francos que abuela tenía a su lado en
una mesita pequeña estaban todos tumbados.
Era tal vez el acto que necesitamos para aclarar todo, estando yo tan lejos de la
mesa era imposible que lo hubiese tropezado, abuela se volvió a mirarme y me
pregunto:
-¿Viste que fue?
-No. –Le conteste.
-Yo tampoco. Esta vez parece que fue el viento, –se volvió para recoger sus
cosas y me dijo –esta noche tampoco te metas en mi cama. La herida se está sanando
y no voy a seguir permitiendo que mis curas se caigan.
Se acostó en su cama, me dio la espalda mirando hacia la pared y se quedó
dormida.
Salí corriendo de la casa a abrazar a mamá llorando. Sabía que abuela estaba
enferma, que se sentía mal y tenía dolor, pero su indiferencia y reproche eran
acciones que no lograba entender.
Mi infancia siempre había estado llena de paz; mamá, quien creía que el peor
maltrato era el que se decía con las palabras me había mantenido alejado de las
diferencias familiares, nunca me dejó escuchar cuando ella o papá tenían una opinión
diferente, y cuando me llamaban la atención no permitía que me alzaran la voz
porque de esa forma aprendería a gritarle a las personas en vez de conversar.
Pero estaba claro que esos días abuela no quería conversar.

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10
L

a tarde siguiente, empeñado en descubrir que estaba provocando la caída de los


utensilios de la casa y los ruidos extraños que se estaban escuchando dentro, papá
decidió quedarse sentado a tratar de ver lo que ocurría mientras todos dormíamos.
Tomó una silla y se sentó en ella dando la espalda a la puerta de entrada a la casa, y
mirando fijamente hacia nuestro cuarto y esquina de la sala donde estaba la cama en
la que Lala dormía.
¡De pronto escucho unos ruidos!, pero en cuanto se levantó todo volvió a
quedarse en silencio. Por un momento pensó que había sido el viento, se acercó a la
ventana opuesta de la cama de Lala y se percató que no había sido eso. Pero entonces
¿qué había sido?, salió de la casa a ver si encontraba algo dando una vuelta en la
esquina hasta llegar a donde descansaba Pacu, ¡y allí lo escucho de nuevo!.
Regresó corriendo a la casa a ver que encontraba, y para su sorpresa aunque
todo estaba en su sitio la cura de Lala estaba toda caída en el suelo junto a su cama.
Pero lo que más la sorprendió fue ver lo recuperada que estaba la herida, lucia de un
color mucho más sano y completamente desinflamada.
Se acercó a su cama para despertarla y contarle lo que había visto pero justo en
el momento que estuvo parado junto a ella ¡sintió que algo le rozaba la pierda! se bajo
para tocarse y no vio nada, solo escuchó el mover de una silla y cuando esta caída de
espaldas hacia el suelo.

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Sin saber bien que es lo que estaba buscando salió corriendo de la casa, pero no
encontró nada. Busco y busco por todo alrededor, por las ventanas y la puerta, por los
grandes árboles que rodeaban el terreno, camino por todos los sendero y aun así no

encontró lo que estaba buscando.


Derrotado y cansado por su fallida búsqueda, regreso a la casa y se encontró
con Lala sentada junto a su cama recogiendo la cura que se había colocado el día
anterior:
-Lo ha vuelto a hacer. Lipe se ha metido de nuevo en mi cama y me ha hecho
daño. –Le dijo molesta en cuanto vio entrar a papá.
-¡No, no ha sido él! ¡Deja ya de decir eso! ¿Es que no confías en él? –Le
preguntó molesto.
-Si lo hago pero…
Papá la interrumpió diciendo:
-No, no lo haces Lala. Desde que te heriste la pierna algo en ti cambió,
entendemos que estés molesta pero no puedes tratarnos así, y tratar a Lipe de esa
forma. ¿Dónde está todo ese amor que dices sentir por tu nieto? Yo sé que la base de
esta familia es la confianza que tú nos enseñaste a tener, creo en su palabra y más le
creo cuando veo que no ha hecho nada malo.
Lala se quedó sentada en su cama en silencio, pensando lo que papá acababa de
decirle.
-Tal vez es un animal abuelita. –Le comente desde mi escondite apoyado en el
marco de la puerta del cuarto.
-¿Un animal? –Me pregunto papá.
-Sí, tal vez entra sin hacer mucho ruido para que no lo vean.
-Ningún animal entra en esta casa Lipe, nos daríamos cuenta. –Contesto abuela.
-¿Y si no lo puedes ver?

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-¿Cómo no podríamos verlos? –Pregunto papá.
-Porque tal vez es un animal tan blanco como las nubes y la espuma de las
cascadas, las plumas de las palomas o la savia de los árboles. –Contesto mamá
entrando a la casa con el desayuno listo para servirse.
-¡Eso es una locura!, –replicó Lala –¿Para que entraría una animal a la casa?
-Para curarte. Recuerdo que cuando era niña jugando con mis hermanos en un
rio me lastime la pierna con una piedra. No tuve una herida muy grave, pero si un
morado que me duró varios días. La solución que el curandero de la aldea le dio a mis
padres fue que metiera mis piernas en el rio y dejara que las sanguijuelas se pegaran
al morado para que su saliva me curara.
-¡Pero eso es diferente! ¿Por qué iba a querer curarme a mí un animal?
-Porque el Gato Blanco te quiere y tú lo quieres a él.

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buela lanzo un grito ahogado a la vez que se tapaba la boca con las manos, mientras
papá y yo mirábamos desconcertados a mamá porque no sabíamos a qué Gato Blanco
se refería.
-¿Gato Blanco? ¿De qué gato Blanco estás hablando? –Le preguntó papá.
-Hablo del Gato Blanco que acompañaba a Lala las veces que ella iba a la
plantación de algodón.

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-No sé de qué Gato estás hablando. –Le reprocho ella.
-Si lo sabes, pero no has querido nunca decirlo porque sigues sin confiar en él.
Desde hace muchos años lo veo, aunque es muy difícil encontrarlo porque es tan
blanco y peludo que parece una mota de algodón. Las veces que he tratado de
acércame a él sale corriendo y no regresa por días, pero cada vez que Lala iba
conmigo a recoger los capullos él volvía y se sentaba entre todas esas motas a hacerle

compañía.
-¿Es eso cierto abuelita? –Le pregunté.
-Sí. –Contesto inclinando la cabeza.
-¿Y porque nunca no los dijiste? –Le preguntó papá.
-Porque no lo veo desde hace mucho tiempo, pensé que ya no volvería a verlo.
Además no es mío. El solo iba a comerse los trocitos de pan que le dejaba. Comía y
se regresaba a su vida salvaje como todos los animales.
-¿Y tú porque nunca nos lo contaste? –Le preguntó papá a mamá.
-Porque no es mi Gato, es el Gato de Lala.
-¡No! ese no es mi Gato. –Respondió ella dando un manotazo al aire.
-Pero aun así te preocupabas por él y le llevabas comida.
Lala se quedó en silencio por unos minutos, suspiró profundo y comenzó a
contar:
-Lo encontré hace muchos años, antes que Lipe naciera. No sé de donde viene,
pero la primera vez que lo vi solo lo distinguí por el ronroneo que hacia cuando yo
llegaba a recoger el algodón. Revoloteaba por toda la plantación y solo se lograba ver
cuando caminaba entre los tallos marrones de las ramas, porque hasta su gran cola
podía confundirse con los capullos.
« Me recordó mucho a mis gatitos blancos, –continuó contando– pero ya han
pasado tantos años que no es posible que sea algunos de aquellos, llegue a pensar que

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podía ser nieto o bisnieto de aquellos gatitos que perdí. No quise encariñarme con él
porque no lo veía todos los días, así que solo le dejaba trozos de pan para que se los
comiera si regresaba».
Me acerque a su lado y me senté con ella en la cama tomándola tímidamente de
las manos, casi había olvidado lo suaves que eran, aunque tan solo hubiesen pasado 2
semanas desde que tuvo su accidente.
-Pero ¿Cómo sabes tú que todo esto lo ha hecho el Gato si aún no lo hemos
logrado ver? –Le preguntó Lala a mamá.
-Porque se distinguir los sonidos de la selva. Lo sospeche desde hace un par de
días cuando vi que en tu cura había arañazos, y al salir escuche un ronroneo muy
parecido al que hacia ese pequeño Gato Blanco. Es lo único que explicaría el por qué
encontramos todas las cosas tiradas, debe asustarse mucho cuando entra y escucha
ruidos o ve a alguien que no conoce, como a nosotros 3 –dijo señalándonos a papá y a
mí–. Los animales son muy inteligentes –continuó diciendo–, debe haber presenciado
tu accidente cuando pasábamos por la plantación de algodón e intuido que
necesitabas ayuda.
-¿Y cómo podía el ayudarla mamá?
-Con su saliva. Los gatos al igual que los perros cuando tienen heridas se curan
ellos solos pasándose la lengua. Tal vez la afinidad que el Gato Blanco siente por la
abuela lo hizo tratar de ayudarla. Estoy segura que sentía que no se dejaría ayudar por
ser un animal y quiso hacerlo cuando nadie pudiera verlo.
Abuela levanto la mirada y para sorpresa de todos preguntó:
-¿Y cuándo podremos verlo?
-Estoy segura que pronto, solo tenemos que prestar más atención y confiar en él
para no espantarlo –contestó guiñándonos un ojo.

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26
A

sí las horas fueron pasando durante ese día, el medio día terminaba y se acercaba la
tarde. Antes de caer la noche papá, mamá y yo nos sentamos en el gran árbol caído
junto al horno de barro, a conversar sobre lo que habíamos descubierto ese día.
No podía dejar de resultar extraño que un animal hubiese aparecido en nuestra
casa para cuidar la herida de Lala. Aunque aún nos costaba creerlo, mamá estaba
segura que había sido él, decía que su intuición nunca fallaba, y que en cualquier
momento podríamos ver al Gato Blanco.
A pesar que me alegraba descubrir que había una explicación para todo lo que
estaba sucediendo, me sentía triste al no saber porque abuelita había desconfiado de
mí. ¿Estaría asustada? ¿Adolorida? ¿Preocupada? Eran muchas emociones para una
persona que estaba acostumbrar a gozar de buena salud y sentirse feliz por trabajar
todos los días con algo que amaba tanto como el algodón.
Esperaba que en algún momento esa confianza que ella había perdido en mí
volviera, que se sintiera mejor, y como en tantas ocasiones pudiera sentarme con ella
a conversar y entender lo que sentía.
Y así sucedió. Caída ya la noche abuelita salió de la casa y se sentó a mi lado,
papá y mamá entraron en ella y yo me quede en el gran árbol caído junto al horno de
barro, para conversar.
-Felipe, mi querido nieto Lipe… –comenzó diciéndome tomándome de las
manos– a veces las personas cometemos errores. Muchos son porque desconfiamos

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de nosotros mismos o de los demás, y queremos demostrarnos que tenemos siempre
la razón, otras porque tenemos miedo a afrontar experiencias nuevas y tememos a lo

desconocido.
«Esa desconfianza a veces la sentimos por miedo a lo que no podemos ver, o
porque sentimos tantas emociones que no las sabemos expresar. Durante estos días he
estado muy asustada, tan asustada que tenía miedo de que mi pierna no se curara, y el
dolor no me dejaba pensar bien lo que está sucediendo a mi alrededor».
«Lamento mucho no haber tenido fuerzas para sentarme a conversar contigo, tu
papá o tu mamá. Debí hablar y buscar ayuda y consuelo cuando más dude de lo que
estaba haciendo para curarme. Espero puedas perdonarme, y ganarme de nuevo toda
tu confianza. Te prometo que si pasamos otra vez por algo así me tomare el tiempo
para pensar mejor lo que diga. Hay veces que el dolor del cuerpo es tan fuerte, que no
nos permite hablar, y no nos damos cuenta de lo que decimos, y a quien se lo
decimos».
Nunca había visto a abuelita Lala llorar, era una mujer tan fuerte… pero ese día
no solo vi lágrimas en sus ojos, veía arrepentimiento y amor. No supe que contestarle
con palabras, lo que hice fue lanzarme a sus brazos en un fuerte abrazo y un sonoro
beso en su mejilla; esa era mi forma de decirle que la amaba mucho, que confiaba en
ella y en todo ese amor que siempre me había dado.
Sentados en el viejo árbol caído junto al horno de barro nos quedamos tomados
de una mano mientras compartíamos un delicioso trozo de pan recién horneado,
pensando en todo lo que había sucedido y lo que habíamos aprendido uno del otro.
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asaron unos minutos y Lala y yo permanecíamos tomados de la mano.
Pero de repente ¡Allí estaba! ¡Era el Gato Blanco!, parado en la ventana mirando
fijamente hacia nosotros; solo se podía ver por una sutil silueta en medio de la
oscuridad de la noche, y por sus impresionantes ojos azules. Era un hermoso Gato
Blanco, tan blanco como las nubes y la espuma de las cascadas, las plumas de las
palomas o la savia de los árboles. Con un suave susurro Lala me dijo:
-No te muevas.
Quietos estuvimos unos minutos mientras veíamos al Gato Blanco dar un salto
al suelo y caminar hacia nosotros. Caminaba con mucha elegancia y seguridad, como
si estuviese acostumbrado a nuestra presencia. Caminando en el suelo resultaba
mucho más fácil verlo. ¡Era hermoso! con tanto pelo que parecía una gran mota de
algodón. Se detuvo frente a la pierna de Lala, levanto su pata hacia su cura, la lanzo al
piso y se acercó a darle 2 lengüetazos. Retrocedió y se quedó sentado frente a

nosotros.
Tímidamente estire mi mano libre para acariciarle la cabeza, al no reaccionar de
forma desagradable a mi caricia, se levantó y contoneó alrededor de mis piernas
ronroneando suavemente y restregando su cabeza contra mi mano.
De forma inesperada dio un salto y se sentó en las piernas de abuela, quien aún
se negaba a soltarme la mano.
-¿Crees que me quiera? –Me preguntó Lala.
-Claro, te ha curado.
-¿Y si no se quiere quedar con nosotros?
-Volverá, lo ha hecho por varios días, te ha buscado y te ha encontrado.
-Si… tal vez esta vez sea diferente.
Pero un ruido nos puso en alerta a los 3, por una esquina vimos que Pacu

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asomaba su cabeza mostrando su curiosa oreja negra, y el Gato Blanco dio un salto al
suelo, maulló fuerte y salió corriendo detrás del árbol caído junto al horno de barro y
desapareció en la noche.
Abuela y yo nos miramos sin poder ocultar el asombro, tal vez eso era lo que
provocaba todo el alboroto cuando el Gato llegaba a la casa, ¡le tenía miedo a Pacu y
a su oscura oreja negra! Y por primera vez en un par de semanas Lala y yo hicimos
algo inesperado: ¡soltamos una fuerte carcajada de felicidad! al ver lo curioso que
resultaba que un gato le tuviera tanto miedo a un caballo tan blanco como él.
El Gato Blanco nos enseñó que antes de juzgar debemos siempre buscar la
verdad. Porque en la confianza que sentimos por las personas que amamos es que
encontramos la paz familiar, y es esa confianza la que forma una familia; él nos
enseñó que el amor es el mejor antídoto para sanar las heridas y la tristeza.
Luego de ese día el Gato Blanco regreso en varias ocasiones a la casa, unas
veces lo lográbamos ver a la hora de comer, esperaba pacientemente que le diéramos
un trozo de pan, otras cuando no veía a Pacu, entre ronroneos pedía que lo
acariciáramos. Había días que simplemente sabíamos que había estado de visita,
porque mientras la herida de Lala terminaba de sanar, escuchábamos las sillas
moverse o los utensilios caer del estante.
Después de todo, no resultaba nada fácil poder ver en una casa pintada de
blanco, un gato tan blanco como las nubes y la espuma de las cascadas, las plumas de
las palomas o la savia de los árboles.

FÍN

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