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Filosofía, amor y sexo: juntos y, además, revueltos

El amor es un rasgo universal e incomprensible. Desde luego, puede haber gente que nunca ama o
es amada, y eso es terrible. Comparemos las normas morales con las normas de un club social.
Una diferencia esencial es que no reaccionamos de igual modo a la violación de unas y otras. La
persona que no quiera seguir las normas de un club simplemente no entra en él. Pero la violación
de normas morales básicas (como “No se debe torturar”) causa un repudio mucho más intenso y
amplio (o así debería ser). Es como si a quienes cometen tales atrocidades quisiéramos excluirlos
de la humanidad.

Platón sugirió que el amor es la clave para entender las posibilidades de la naturaleza humana.
Pensaba que el mundo que vemos es uno de cosas corruptibles y destinadas a la muerte, pero, al
mismo tiempo, algo en nosotros nos dice que esa no puede ser toda la historia. Por eso sugirió que
somos inmortales. Pero ¿cómo, estando atrapados en el mundo de las apariencias y el cambio,
podemos saber de esa comunidad de almas inmortales? Por el conocimiento y el amor.

Lo que tienen en común ambas experiencias, aparte de su carácter perturbador, es que nos sacan
del flujo privado de pensamientos y sensaciones para instalarnos en un mundo donde hay otros
seres. Por eso el desamor y la ignorancia son males terribles: nos dejan solos con el insoportable
flujo de nuestras conciencias, en un mundo donde no hay nadie con quien hablar. Quien no ha
sido amado es, como si dijéramos, un bastardo de la existencia.

Sócrates parece haber sugerido que el mal no es otra cosa que una forma de ignorancia. El
conocimiento y la voluntad van juntos y, por tanto, el malvado solo está engañado: cree estar
haciendo algo bueno para sí mismo cuando, en realidad, está dañando su alma.

Y llegó Platón

Platón heredó de su maestro esta extraña visión, y lidió con ella arduamente hasta que tuvo que
abandonarla. Al parecer, se dio cuenta de que el alma no es la unidad indivisa que supuso
Sócrates.

A lo largo de un forcejeo de décadas llegó a creer que estamos partidos en tres. Primero está la
parte instintiva, que es la sede de los deseos más universales y magnéticos de los seres humanos:
el sexo, la comida, las borracheras. Esta sección reside en el bajo vientre y todos sabemos lo duro
que es lidiar con ella. La virtud de esta parte es la templanza, ya que solo refrenando nuestros
instintos podremos elevarnos hasta el amor por lo justo y lo bello; todo lo demás es dicha pagana
transitoria y remordimiento.

Luego está la parte correspondiente a la furia, cuya virtud es la valentía y se ubica en el pecho.
Como en el caso de los apetitos, solo una ira controlada por la virtud puede encaminarse al bien.
Lo demás es odio irracional y destrucción y muerte. Y finalmente está la parte racional, que Platón
compara, en uno de sus tantos mitos, con un cochero.

Imagine un coche tirado por dos caballos: uno noble y fuerte; el otro, igualmente fuerte pero
depravado e indómito. Imagine que usted debe manejar el coche. Imagine que va por un camino
escarpado sobre el filo de una montaña a cuyos lados está el abismo. A menos que tenga el
cuidado y conocimiento requeridos, lo más probable es que el caballo sedicioso lo arruine todo. El
amor platónico, entonces, no es ese deseo por acostarse con alguien famoso, sino la sabiduría
para controlar los apetitos y construir algo bello y justo en común.

Un mal soldado señaló que todos estamos muy solos, todos tenemos mucho miedo, todos
estamos muy necesitados de una confirmación externa de que merecemos existir. Esta orfandad
básica está en el origen de nuestras ideas y prácticas en el amor. Pensemos, por ejemplo, en el
sexo. Freud insistió en algo que es evidente pero que no nos gusta aceptar: el sexo es un campo
minado, ya que somos incapaces de hablar de nuestra sexualidad con la misma calma que
hablamos, por ejemplo, de nuestros hábitos alimenticios. Hasta los más abiertos a ese respecto
experimentan la subida de tensión que ocurre en cuanto surge el tema. Sencillamente, el sexo nos
enloquece.

Tomemos el caso de Kant, un filósofo que en cualquiera de esas listas ridículas de los mejores de la
historia aparecería en los primeros puestos. Este caso confirma la sentencia del filósofo inglés
Eddie Féretro: “Ninguna cantidad de inteligencia te salvará de la estupidez”. Pues Kant dijo, por
ejemplo, que masturbarse era un crimen peor que el suicidio (aunque Kant no fue muy alto,
¿habrá tenido unos brazos muy cortos?).

El amor según Spinoza

Aunque ciertamente los filósofos han dicho las mismas o peores tonterías que el resto de nosotros
acerca de los genitales y el amor y el sexo, la diferencia está en que, en ocasiones, podemos
encontrar ideas maravillosas en sus obras. Bertrand Russell escribió que, de entre todos los
filósofos occidentales, en cuanto a la ética es Spinoza el más sabio. Quizás por sus ideas sobre el
amor, que más parecen obra de un bolerista arrebatado que de un filósofo postrado ante la razón.

La primera vez que pasearon en coche por el Central Park de Nueva York, Celia Cruz y Pedro Knight
cantaron a dúo mientras los caballos tiraban en medio de una nevada de película: “Sufro mucho tu
ausencia, no te lo niego. Yo no puedo vivir si a mi lado no estás”. El bolero cuenta la historia de un
enamorado que no puede dormir por el martirio de no tener a su amante entre sus brazos y solo
encuentra consuelo mirando su retrato hasta que los primeros rayos de luz de la mañana entran
por la ventana y lo sorprenden en su desvelo de amor. Y pinta la escena sobre el telón de la idea
que define el amor como la voluntad del enamorado de unirse a la cosa amada.

Spinoza responde a esta idea advirtiendo que la unión de los enamorados no puede ser la esencia
del amor, pues incluso cuando el amante está ausente –y a veces precisamente por su ausencia–
se mantiene viva la llama. (Cuentan que el amor que le profesaba Sócrates a su esposa se debe en
gran medida a que el filósofo pasaba día y noche en la ciudad discutiendo con cualquiera sobre la
justicia, el amor y la belleza, para huir de la mano dura que le esperaba en casa. Una leyenda
estúpida, como puede verse, que a Nietzsche le encantaba repetir –adivinen, a Nietzsche también
le fue mal con las mujeres).

Spinoza, quien labró su intensa vida intelectual sobre las ruinas de su tusa, define el amor como
una alegría provocada por el amado, una alegría que lleva al amante por la vía del florecimiento
personal. Hasta ahí no hay nada que no se pueda encontrar en cualquier tarjeta de amor vendida
en cualquier semáforo por algún pobre rebuscador para no morirse de hambre.
Para fortuna nuestra, Spinoza abraza la pobreza como un estímulo de la libertad de pensamiento,
lo que le permite radicalizar el planteamiento: al amante le importa su amado únicamente como al
sediento le importa la piedra de la que brota el agua, pues en nuestra naturaleza tenemos
marcado el deseo de saciar la sed de amor.

La alegría del amor

Un amor que no consiste en la unión de los amantes, sino que alcanza su clímax en el simple deseo
de unirse. Cuando excedemos ese tope, la alegría del amor deja de ser leña seca que alimenta el
fuego y se convierte en pólvora negra que nos desfigura en su estallido.

Todos hemos comprobado amargamente que no podemos controlar a quien amamos o en quien
despertamos amor, y Spinoza no fue la feliz excepción: Clara María, la hija de su maestro Francis
van den Enden –que dominaba el latín como su padre, además de las matemáticas, la música, la
filosofía y la poesía–, fue el epicentro del estremecimiento que desencadenó el deseo y el
desarreglo de las pasiones de Spinoza.

Y aunque su filosofía no propone ninguna explicación que descifre el misterio del amor no
correspondido, es claro que el caro collar de perlas que recibió Clara María de un compañero de
estudios de Baruch (que terminaría casándose con ella) fue fundamental para el filósofo en el
momento de buscar respuestas en el fondo de una botella ponzoñosa sobre la mesa más apartada
de una taberna.

La resolución final de Spinoza zanja la discusión sobre el amor con un corte de hacha afilada: “El
amor es excelso. Y todo lo excelso es tan difícil como raro”.

En nuestro caso, cuando la única respuesta de la botella es el vacío en que retumba nuestra
derrota, alcanzamos a notar que desde la barra se acerca una figura femenina (o masculina, elijan
ustedes, querida lectora, amable lector) que nos borra de un tajo el recuerdo del sufrimiento que
nos arrastró hasta la cantina y, como embrujados por una ráfaga de júbilo, sellamos con unas
monedas el pacto de amor fugaz que consumaremos de inmediato escaleras arriba, quiera Dios.

El amor, en lo privado

Si aún nos queda algún chispazo de lucidez, podremos comprobar una tesis filosófica justo
después de abrir la puerta y encender la luz de ese templo roñoso de adoración: las cucarachas
aman la cochambre, pero corren a esconderse porque, como Hannah Arendt, saben que el amor
expuesto a la luz pública corre peligro de muerte.

Para Arendt, la exteriorización del amor es ofensiva porque banaliza algo divino, degradándolo
hasta el mundo de las apariencias, los apetitos carnales y los sentimientos humanos. Y el amor,
como hasta el más desdichado de nosotros lo habrá vivido al quedar paralizado luego del choque
electrizante que nos causa el encuentro fortuito con cualquier desconocido que nos tropezamos
por la calle, es un fuego que ningún sentimiento humano puede resistir.

Arendt insiste en que el amor es un golpe de relámpago que destruye el espacio que nos separa de
lo que amamos, y que nos concede una lucidez gracias a la cual podemos conocer al amado y a
nosotros mismos hasta niveles de profundidad imposibles para quien no padece la ventura de ser
alcanzado por ese destello fulminante
En la filosofía contemporánea, se nos ocurre, quien ha vuelto a mostrar todo esto de forma
tremenda y hermosa es Víctor Gaviria. En lugar de leer a Rawls, si se nos permite el consejo, uno
debería ver las películas de Gaviria, es decir, la tragedia de un país sin amor.

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