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Andreas Malm - Cómo Reventar Una Tubería. Aprendiendo A Luchar en Un Mundo en Llamas-Chemok (2022)
Andreas Malm - Cómo Reventar Una Tubería. Aprendiendo A Luchar en Un Mundo en Llamas-Chemok (2022)
Chemok, ¿editor?
CONTENIDO
AGRADECIMIENTOS.......................................................................................................................... 1
PREFACIO ............................................................................................................................................. 2
¡No hay excusa para la pasividad! .............................................................................................. 2
I. APRENDIENDO DE LAS LUCHAS PASADAS............................................................................. 5
Ciclos de actividad del activismo climático .......................................................................... 12
La no-violencia en el movimiento por el cambio climático .............................................. 20
La no-violencia parece no ser lo suficientemente efectiva................................................ 22
Pacifismo moral y pacifismo estratégico ............................................................................... 27
Un recuento histórico de los «movimientos pacifistas» exitosos..................................... 32
El revisionismo histórico pacifista .......................................................................................... 34
Estamos perdiendo el tiempo .................................................................................................... 55
II. ROMPIENDO EL HECHIZO.......................................................................................................... 57
Cómo reventar una tubería ........................................................................................................ 61
Los indios de la jungla de hormigón........................................................................................ 69
Los ricos son los que más contaminan ................................................................................... 74
Como Cristo echó a los comerciantes de su templo ............................................................. 85
Violencia, terrorismo, vandalismo ........................................................................................... 90
Controlemos la violencia ............................................................................................................ 97
Objeciones: asimetría y tiempo ................................................................................................. 98
Objeciones: demografía, democracia y apoyo popular ...................................................... 101
Objeciones: flanco radical negativo ....................................................................................... 106
Objeciones: represión................................................................................................................. 107
Lo que podemos aprender del movimiento.......................................................................... 114
III. LUCHANDO CONTRA LA DESESPERACIÓN....................................................................... 118
Fatalismo climático ................................................................................................................... 120
No importa lo que tú y yo hagamos…..................................................................................... 127
Ecología profunda ...................................................................................................................... 135
Ecología profunda inversa ....................................................................................................... 139
NOTAS............................................................................................................................................... 144
NOTA DEL TRADUCTOR ............................................................................................................... 169
AGRADECIMIENTOS
1
PREFACIO
2
de interferir con la propiedad privada. Si una pandemia puede
inducir a los gobiernos a tomar medidas de emergencia, ¿por qué
no puede hacer lo mismo un colapso climático que amenaza con
acabar con los propios sistemas de soporte vital del planeta?
Después de esto, no puede haber más excusas para la pasividad.
Esto no quiere decir que las medidas climáticas agresivas
sucederán automáticamente, que los toques de queda, las
industrias cerradas y los aeropuertos en pausa necesariamente
nos llevarán hacia una transición más allá de los combustibles
fósiles. Más bien deberíamos esperar lo contrario: todo volverá a
ser como antes tan pronto como la pandemia se desvanezca. Las
compañías automotrices estarán ansiosas por reiniciar la
producción, las aerolíneas volarán nuevamente, las compañías
de petróleo y gas están prestas a beneficiarse de los precios que
suben nuevamente. Si la crisis del coronavirus constituye una
oportunidad para la mitigación del clima, solo se puede
materializar si se actúa en consecuencia.
Por lo tanto, el movimiento climático podría estar
hibernando en cuarentena por el momento, al igual que todos los
demás, pero tan pronto como este régimen de emergencia en
particular se relaje debe resurgir con todo el vigor que pueda
reunir. Ya sea que se haya perdido o ganado tiempo, la lucha
contra la catástrofe climática será tan urgente como siempre.
Una pandemia puede atravesar el mundo durante un par de años.
Puede desvanecerse. Puede combatirse con una vacuna. Pero el
calentamiento global solo empeorará progresivamente hasta el
momento en que cesen las emisiones de gases de efecto
invernadero y comience la reducción de CO2 de la atmósfera.
Nada indica que esto sucederá por sí solo, que el capital fósil
morirá de muerte natural, lo que significa que el movimiento
climático tendrá una demanda histórica aún mayor en uno o dos
o cinco años a partir de ahora. Las opciones tácticas sobre las que
reflexiona este libro volverán a aparecer.
3
Me gustaría creer que los argumentos aquí expuestos tienen
una posibilidad decente de sobrevivir a esta pandemia, en la
medida en que el movimiento se recupere. Es poco probable que
disminuya la necesidad de militancia. Por lo tanto, tengo la
esperanza de que la discusión desarrollada en las siguientes
páginas sea de algún valor para el movimiento en su fase
posterior al coronavirus, o incluso en una fase contemporánea
con Covid-19 o alguna otra pandemia futura. El sabotaje, después
de todo, no es incompatible con el distanciamiento social.
Berlín, marzo de 2020
4
I. APRENDIENDO DE LAS LUCHAS PASADAS
5
vestidos con trajes de delegados de la ONU llevaban carteles que
decían «Blah-Blah-Blah» mientras no hacían nada.
Y ahora era el último día de las negociaciones. Los
autobuses contratados nos llevaron a los 500 cerca del lugar. A la
señal, marchamos hacia el edificio y tratamos de evitar que los
delegados se fueran cerrándonos a las puertas con cadenas y
tumbándonos en el suelo, mientras gritamos: «¡No más bla-bla-
bla! ¡Acción ahora! / ¡No más bla-bla-bla! ¡Acción ahora!»
Esto sucedió en 1995. El escenario fue la COP1, la primera de
la serie anual de cumbres climáticas de la ONU, en Berlín. Los
delegados se escabulleron por una puerta trasera (pasando de
nosotros). Desde entonces, las emisiones anuales totales de CO2
en el mundo han aumentado en un 60%. En el año de esa cumbre,
la combustión de combustibles fósiles bombeó más de seis
gigatoneladas de carbono a la atmósfera; en 2018, la cifra fue
superior a diez. En los veinticinco años posteriores a la partida de
los delegados, se liberó más carbono de las reservas subterráneas
que en los setenta y cinco años antes de que se reunieran.
Desde la COP1 los Estados Unidos han desencadenado una
explosión en la extracción de combustibles fósiles,
convirtiéndose una vez más en el principal productor mundial de
petróleo y gas; hogar de la red más grande de tuberías, ha
agregado más de 800.000 millas, multiplicando y alargando las
mangueras de alta presión para rociar combustible en el fuego.
Alemania ha seguido extrayendo anualmente casi 200 millones
de toneladas de lignito, el más sucio de todos los combustibles
fósiles. Las minas a cielo abierto se expanden sin descanso, los
bosques y las aldeas se derriban para que los tazones de hollín
puedan extenderse más allá del horizonte y las excavadoras
pueden levantar más roca blanda para prender fuego. Desde la
COP1, mi país de origen, Suecia, ha iniciado uno de los proyectos
de infraestructura más grandes de su historia: una enorme
«carretera de circunvalación». Nada extraordinario, solo otra
autopista. Enrollada alrededor de Estocolmo, está destinada a
6
transportar más automóviles, arrojando cada vez más millones
de toneladas de elementos nocivos. En abril de 1995, mes en que
finalizó la COP1, la concentración atmosférica de CO2 se situó en
363 partes por millón (ppm). En abril de 2018 era superior a 410
ppm.
Una nube de humo recorre Siberia mientras escribo estas
palabras. Se origina en incendios forestales de una magnitud y
una ferocidad sin precedentes dentro del Círculo Polar Ártico;
Durante semanas, las llamas han estado arrasando lo que
deberían ser los bosques más fríos de la Tierra y levantando una
formación gigantesca de hollín. La nube ahora es más grande que
el territorio de la Unión Europea. Antes de que se disipe, franjas
del Amazonas se incendian y se convierten en cenizas a un ritmo
nunca antes registrado.
Decir que las clases dominantes de este mundo hacen oído
sordo a las exigencias por reducir las emisiones sería quedarse
corto. Si estas clases alguna vez tuvieron sentidos, los han
perdido todos. No les perturba el olor de los árboles en llamas. No
se preocupan al ver que las islas se hunden; no huyen del rugido
de los huracanes que se acercan; sus dedos nunca necesitan tocar
los tallos de las cosechas marchitas; sus bocas no se vuelven
pegajosas y secas después de un día sin nada para beber. Apelar
a su razón y sentido común sería evidentemente inútil. El
compromiso con la acumulación interminable de capital gana
cada vez más terreno. Después de las últimas tres décadas no
puede haber duda de que las clases dominantes son
constitucionalmente incapaces de responder a la catástrofe de
otra manera que no sea agilizándola; por su propia voluntad, bajo
su compulsión interior, no pueden hacer nada más que arrasar
todo a su paso hasta el final.
Y todavía estamos aquí. Erigimos nuestros campamentos
de soluciones sostenibles. Cocinamos nuestra comida vegana y
celebramos nuestras asambleas. Marchamos, bloqueamos,
montamos teatros, entregamos listas de demandas a los
7
ministros, nos encadenamos, marchamos al día siguiente
también. Todavía estamos en perfecta e inmaculada paz. Ahora
somos más, por órdenes de magnitud. Hay otro tono de
desesperación en nuestras voces; hablamos de extinción y sin
futuro. Y aun así todo continúa como de costumbre.
¿En qué momento intensificamos nuestro accionar?
¿Cuándo nos daremos cuenta de que ha llegado el momento de
probar algo diferente? ¿Cuándo comenzaremos a atacar
físicamente las cosas que consumen nuestro planeta, y las
destruimos con nuestras propias manos? ¿Hay alguna razón por
la que hayamos esperado tanto tiempo?
En el verano de 2017 el Golfo de México acumuló una
cantidad récord de calor. Sus aguas superficiales nunca habían
sido tan cálidas. Cuando los huracanes estacionales comenzaron
a acumularse los vientos girando y arremolinándose en espirales
extrajeron parte de ese exceso de energía como combustible para
su movimiento y sus lluvias. El 18 de septiembre, el octavo
huracán de la temporada, bautizado como María, se intensificó
repentina y explosivamente de categoría 1 a categoría 5 y tomó la
forma, como registraron los satélites, de una monstruosa hoja de
sierra. Atravesó la isla caribeña de Dominica, arrasándola. Las
selvas tropicales que cubrían las colinas fueron arrancadas de su
lugar, los árboles fueron arrancados y arrojados al mar, la isla se
despojó de su emblemático verdor en el transcurso de unas pocas
horas; los edificios volaron como si fueran chozas de paja. Las
estimaciones de la proporción de casas desaparecidas o
gravemente dañadas oscilaron entre el 60 y el 97 por ciento.
Posteriormente, montones de escombros (techos, ladrillos,
muebles, cables, tuberías de alcantarillado, la infraestructura de
toda una nación) yacían esparcidos por la isla. Uno de los que
perdió su hogar fue el primer ministro de Dominica, Roosevelt
Skerrit, quien subió al podio de la Asamblea General de las
Naciones Unidas cuatro días después de la llegada de María.
8
Rara vez un jefe de estado se ha sentido tan conmocionado
al dirigirse a esa reunión. Skerrit habló de sí mismo como si
viniera directamente del frente de batalla en una guerra. «¡Hoy
cavamos tumbas en Dominica!», Exclamó. «Ayer enterramos a
seres queridos y estoy seguro de que, cuando regrese a casa
mañana, descubriremos más víctimas mortales. ¡Nuestras casas
están aplastadas! ¡Nuestros edificios no tienen techo! ¡Nuestras
cosechas están desarraigadas! Donde había verde ahora solo hay
polvo y suciedad». Skerrit explicó acertadamente y con
fundamento científico a los líderes congregados del mundo que
el calor en el océano funciona como una carga de combustible
para las tormentas, sobrecargándolas y convirtiéndolas en armas
de destrucción masiva. El calor no lo generaron los pueblos
caribeños. Dominica, una isla habitada casi exclusivamente por
descendientes de esclavos y una pequeña parte de la población
indígena, responsable de un nivel de combustión de
combustibles fósiles tan minúsculo que por sí solo no habría
dejado rastro en el planeta, continúa empobrecida, lejos de la
Ciudad de Nueva York o de Londres. «¡La guerra ha llegado a
nosotros!», gritó Skerrit, luchando por contener el dolor. «Estamos
asumiendo las consecuencias de las acciones de los demás.
Acciones que ponen en peligro nuestra propia existencia (...) y
todo para el enriquecimiento de algunos en otros lugares». Hizo
una súplica desesperada a su audiencia. «Necesitamos acción» —
acción, es decir, para reducir las emisiones—, «¡y lo necesitamos
AHORA!» Probablemente sabía en qué tipo de oídos caerían sus
palabras. Su alegoría a la guerra era adecuada. Como un misil
guiado de precisión, el huracán María partió de Dominica y
continuó hacia Puerto Rico, donde las escenas se repitieron:
inundaciones y deslizamientos de tierra destrozando pueblos y
matando gente en masa. El gobierno calculó el número de
muertos en sesenta y cuatro, pero varios equipos de investigación
independientes demostraron que la cifra real estaba entre 3.000
y 6.000 personas. No se realizaron evaluaciones similares para
Dominica.
9
Dos semanas antes de María, como comentario sobre la
temporada de huracanes hiperactivos en curso, una publicación
que se había interesado durante mucho tiempo en el cambio
climático, la London Review of Books, sacó ensayos sobre el tema
de sus archivos y los envió a los suscriptores. El primero fue
escrito por el novelista y ensayista británico John Lanchester.
Dice Lanchester:
1
Lanchester, J. (2007). Warmer, Warmer. Recuperado y traducido de:
https://www.lrb.co.uk/the-paper/v29/n06/john-lanchester/warmer-
warmer.
10
Estas palabras fueron escritas diez años antes de la
temporada de huracanes de 2017. Fueron escritas antes de que las
inundaciones hundieran bajo las aguas una quinta parte de
Pakistán y arruinaran la vida de unas 20 millones de personas,
antes de que el ciclón Nargis matara a un par de cientos de miles
en Myanmar, antes de que el tifón Haiyan matara a más más de
seis mil en Filipinas, antes de que el ciclón Idai devastara el
centro de Mozambique, antes de que Matthew, Isaac, Irma,
Dorian, antes de que las sequías se asentaran en Centroamérica y
se apoderaran de Irán y Afganistán, antes de que los
deslizamientos de tierra mataran a más de mil en la capital de
Sierra Leona, que las lluvias arrasasen cientos de aldeas en Perú,
y de que el termómetro alcance niveles regulares apenas
soportados por el cuerpo humano en el Golfo Pérsico —antes de
otros innumerables desastres, algunos de los cuales se
adentraron en el Norte Global: olas de calor que asaron a Europa
durante dos veranos consecutivos, los peores incendios
forestales en la historia de California—, todos formados en el
caldero de un mundo sobrecalentado. Y, sin embargo, todo se
desarrolla igual. Esto es desconcertante. Al menos cinco factores
hacen que esto sea así.
En primer lugar, (1) la magnitud de lo que está en juego:
prácticamente todos los seres vivos en el cielo y en la tierra. En
segundo lugar, (2) la ubicuidad de los objetivos potenciales en los
países capitalistas avanzados. Una gasolinera o un SUV son
apenas un grano de arena en un desierto —un factor ausente,
fundamentalmente, en países como Dominica, donde las fuentes
de emisiones pueden ser escasas y encontrarse lejos unas de
otras. En tercer lugar, (3) la facilidad con la que tales cosas
podrían ponerse fuera de servicio; no sería necesario emplear
instrumentos muy complicados. En cuarto lugar, (4) la
conciencia de la estructura y la dimensión de la crisis
(considerablemente más extendida ahora que cuando se publicó
el ensayo de Lanchester), que pesa más en la mente de las
11
personas que un tema como, por ejemplo, los derechos de los
animales. A estos factores fácilmente determinables, Lanchester
agregó una quinta parte de naturaleza especulativa: (5) la eficacia
de una campaña para eliminar los dispositivos que generen la
mayor cantidad de emisiones. No sabemos si los resultados están
garantizados, porque al momento de escribir este artículo aún no
se han llevado a cabo campañas de este estilo. Por otro lado, se
podría añadir un sexto factor bastante evidente: (6) el inmenso
tamaño de la injusticia que se está cometiendo.
Teniendo en cuenta todo esto, resulta extraño y
sorprendente que no se hayan llevado a cabo el tipo de acciones
descritas por Lanchester. Es una paradoja: llamémosla
simplemente «la paradoja de Lanchester». Toma a consideración,
por un lado, el déficit general de acción en respuesta al cambio
climático. Engloba un tipo específico de inacción dentro del
mundo del activismo. Existe una relación entre esto y el «bla, bla,
bla» de los políticos.
12
acuerdo integral; esta vez, llevamos a 100.000 personas a las
calles en una marcha de un día hasta el lugar. Cincuenta mil
participaron en la «Cumbre del Clima de los Pueblos» en un centro
deportivo y cultural, varios miles de bloqueos en varios lugares y
otras acciones. Todo rindió menos de cero. Finalizó la COP15 con
los delegados de los EEUU y sus aliados enterrando la idea misma
de recortes obligatorios de emisiones. Mientras tanto, la
avalancha de políticas de austeridad a raíz de la crisis financiera
cobró la energía de los activistas británicos, y así en 2009, tras la
debacle de La COP15, el primer ciclo de actividad del siglo XXI
llegó a un abrupto final.
Un segundo ciclo comenzó en 2011, esta vez en Estados
Unidos. Después de que Barack Obama no logró impulsar la
legislación de tope y comercio prometida en casa y asesinó a la
COP15, un movimiento frustrado abandonó los pasillos de la
formulación de políticas para dirigirse a las calles, y lanzó una
campaña sostenida de desobediencia civil. Se centró en Keystone
XL. El proyecto para la creación de un oleoducto propuesto para
transportar petróleo desde las arenas bituminosas canadienses a
las refinerías que rodean la costa del Golfo requirió la aprobación
de Obama, a quien se le hizo sentir un poco de «poder popular»: en
agosto de 2011 más de mil activistas fueron arrestados en una
sentada de una semana fuera de la Casa Blanca. Decenas de miles
regresaron para rodearlo con una cadena humana y encerrarse
con ataduras de plástico a sus cercas. Al mismo tiempo, los
activistas construyeron una extensa campaña de desinversión,
convenciendo a las universidades, iglesias y otras instituciones
con un mínimo de conciencia de vender sus acciones en
compañías de petróleo, gas y carbón para despojarlas de su
legitimidad y preparar su caída. Impulsada por el huracán Sandy,
la ciudad de Nueva York batió el récord de Copenhague con
400.000 personas marchando en la «Marcha del Pueblo por el
Clima» en septiembre de 2014, la manifestación más grande
hasta esa fecha, y la marea parecía estar cambiando. Al año
13
siguiente, Obama finalmente rechazó a Keystone XL. Los últimos
meses de su presidencia estuvieron marcados por otro punto
álgido de movilización, cuando las naciones sioux atrajeron
simpatizantes a un campamento en Standing Rock en protesta
contra la propuesta del oleoducto de Dakota Access. Al igual que
en la lucha contra Keystone XL y docenas de otros proyectos de
oleoductos en América del Norte, los activistas tomaron la
iniciativa de un movimiento que atrajo a decenas de miles de
personas hasta ahora no politizadas. Y luego Donald Trump llegó
al poder. Durante su primera semana en la Casa Blanca, anunció
que ambos ductos se construirían a máxima velocidad y el
movimiento llegó a un callejón sin salida.
Pero la crisis como tal nunca cedió. En el verano de 2018,
una cúpula de calor se instaló sobre el continente europeo, retuvo
las nubes durante meses y encendió tormentas de fuego de una
intensidad nunca antes vista; en Suecia, se convocó a aviones
militares para bombardear las conflagraciones (lanzando no
bombas de agua, sino explosivos reales). Todo el país pareció
marchitarse. Hacia el final del verano, una niña de quince años,
Greta Thunberg, llevó su bicicleta al parlamento sueco. Se sentó
en la acera y declaró una huelga escolar por el clima. La imagen
de vulnerabilidad y desafío: una adolescente solitaria, con una
vida en un planeta en calentamiento por delante, contra los
muros de piedra de todo un sistema político, tocó un nervio en su
generación. Los niños y jóvenes comenzaron a salir de sus
escuelas los viernes. Olas de huelgas escolares, conocidas como
«Viernes para el futuro», se extendieron por Europa occidental y
otras partes del mundo, alcanzando un primer pico el 15 de marzo
de 2019, cuando un millón y medio se levantó y marchó en lo que
podría ser la mayor protesta juvenil coordinada en la historia.
Unas semanas más tarde, Extinction Rebellion, o XR, otro
vástago del caluroso verano de 2018, cerró gran parte del centro
de Londres cuando miles de activistas tomaron plazas y puentes
y se dejaron arrastrar lentamente por la policía. La acción de
14
desobediencia civil más grande que el Reino Unido había visto en
décadas, desarrollándose sin un solo incidente de violencia,
colocó a XR en la cima del tercer ciclo del siglo XXI. Aparecieron
movimientos similares desde Nueva York a Sídney. XR había
dado con un símbolo tan visualmente impactante y fácilmente
replicable como el signo de la paz o la «A» anarquista: un reloj de
arena estilizado, que representa el tiempo que se acaba, dentro de
un círculo que representa al planeta.
A principios de septiembre de 2019, me uní a una acción de
XR en mi ciudad natal de Malmö. Las pancartas de reloj de arena
ondeaban con la brisa matutina del mar, que, según un informe
publicado recientemente, ahogará a gran parte de la ciudad a
finales de este siglo si siguen las tendencias actuales. Los
carteles decían «Actúa ahora» y «No más palabras vacías».
Bandas de activistas marcharon entre los cruces y los bloquearon
durante unos minutos, mientras se quitaban la ropa y fingían
nadar en las aguas crecientes. Algunos calmaron la irritación de
los automovilistas repartiendo bocadillos. En octubre —las olas
de movilización ahora chocando contra los muros con la
regularidad de un océano— XR se apoderó de varios cruces en el
centro de Berlín: algunos activistas iban vestidos de pingüinos,
tigres, osos; algunos hicieron malabares; algunos pasaron sopa
vegana. Pero mientras examinaba las escenas en Tiergarten y
Potsdamer Platz, me di cuenta de que se parecían poco a las
acciones en torno a la COP1, simplemente a fuerza de los
números. En política, por supuesto, los números lo son todo. Un
trabajador que se queda en casa es un vagabundo, mil son una
huelga; una Greta es una niña en Estocolmo, un millón de niñas
y niños una fuerza a tener en cuenta. Las tiendas de campaña y
los picnics que interrumpieron el flujo de tráfico en Berlín a fines
de 2019 contaron con varios miles de participantes, no cientos;
experimentando el crecimiento más explosivo que ha tenido, XR
ahora tiene 485 afiliados en todo el mundo. El «levantamiento de
otoño» comenzó con el sol naciente —como decían líricamente
15
los rebeldes de XR— en Sídney, y se trasladó a ciudades europeas
y norteamericanas, donde los mismos relojes de arena, lemas y
acciones disruptivas pasaron a ser el centro de atención en los
centros de las ciudades del norte, aunque en la forma de una
ajustada coreografía.
La curva de crecimiento continuó cuando Fridays for Future
alcanzó un nuevo pico a fines de septiembre de 2019: ahora eran
4 millones un viernes, 2 millones nuevamente el siguiente, con
protestas registradas en 4.500 lugares en todos los continentes,
incluida la Antártida (donde los investigadores climáticos
destruyeron herramientas). Las escalas variaban desde una
mujer joven en Minsk, Bielorrusia, en huelga por su cuenta, hasta
50.000 niños con uniformes escolares que marchaban por
Luanda, Angola. Los estudiantes de la nación isleña de Kiribati
corearon: «No nos estamos hundiendo, estamos luchando». Pero
el epicentro de la movilización fue Alemania, hogar de más de un
tercio de todos los huelguistas del mundo en buena parte adultos,
algunos con la bendición de sus sindicatos, el 20 de septiembre.
En partes del Norte Global, el movimiento parecía dar un
salto cualitativo hacia un fenómeno de masas. El ciclo bien
podría llegar a un final sin gloria como los dos anteriores, debido
a un shock exógeno —una guerra en el Golfo Pérsico, una nueva
crisis financiera— o pasos en falso, pero nada indicaba un freno
en la movilización por el momento. Existían posibilidades de
crecimiento continuo, el ciclo tal vez girando hacia un circuito
aún más alto, simplemente porque el problema en sí mismo
siguió esa trayectoria. Parecía que no iba a fenecer.
Por primera vez, el movimiento climático se había
convertido en el movimiento social más dinámico del Norte
Global, conocido por sus manifestaciones juveniles, alegres,
exuberantes, respetuosas y ordenadas. Pero también hubo un
trasfondo más oscuro en los eventos: una ira latente. Greta
Thunberg lo personificó. Su silueta flotaba sobre millones de
jóvenes, como una señal de la injusticia intergeneracional en el
16
corazón del colapso climático. Fue despiadadamente
contundente al regañar a los líderes mundiales por su pasividad.
«Si es necesario detener las emisiones, entonces debemos
detener las emisiones», decía con una lógica incontestable e
intransigente, pero «nadie está actuando como si estuviéramos
en una crisis». Hizo un recorrido permanente por las
demostraciones de Fridays for Future, los bloqueos XR, los
bosques de hayas y robles de Hambach, un fragmento de un
bosque antiguo rodeado por una mina de lignito en el norte de
Alemania, cuyos propietarios querían destruir, y el césped de la
Casa Blanca. A tiempo para una reunión más de la ONU sobre el
clima en septiembre de 2019, había llegado a la sede en Nueva
York, donde su rostro casi estalla en lágrimas de rabia: «¡Cómo se
atreven? Me han robado mis sueños y mi infancia con sus
palabras vacías. Y, sin embargo, soy uno de los afortunados. La
gente está sufriendo. La gente se está muriendo», dijo, criticando
a su audiencia por seguir hablando solo de dinero y crecimiento
económico y terminando con una nota más ominosa de lo
habitual: «Los jóvenes están empezando a comprender su
traición. Los ojos de todas las generaciones futuras están sobre
ustedes. Y si eliges fallarnos, te digo que nunca te perdonaremos,
se acerca el cambio, les guste o no». Algunos comentaristas
notaron el cambio. De vuelta en Suecia uno de ellos advirtió que
si los millones de personas que estaban en las calles suplicando
por su futuro fueran decepcionados una vez más «se podría
desatar una furia como el mundo nunca antes ha visto».
Los tres ciclos del siglo XXI han surgido de una idea cada
vez más difundida: no se podrá convencer a las clases
dominantes para que actúen. No es posible persuadirlas; cuanto
más fuerte suenan las sirenas, más material se lanza al fuego, por
lo que es evidente que habrá que imponerles un cambio. El
movimiento debe aprender a interrumpir el desarrollo de las
actividades de las empresas. Para ello, ha desarrollado un
repertorio impresionante: bloqueos, ocupaciones, sentadas,
17
desinversiones, huelgas escolares, el cierre de centros urbanos, la
táctica señal del campamento climático. Los ciclos posteriores se
han basado en los anteriores y han aprendido de ellos. Hacia el
final del segundo, muy inspirado por las luchas norteamericanas
contra los oleoductos, el movimiento alemán reinventó la
fórmula del campamento climático y la llevó a un nivel más alto
de desafío masivo: nació Ende Gelände, que se podría traducir
como «hasta aquí, y no más».
En Ende Gelände los activistas montan sus carpas
alrededor de un área central de carpas de circo y cocinas. Se
someten a entrenamientos en grupos de afinidad, se visten con
finos monos blancos y parten hacia una mina de lignito.
Acercándose al objetivo desde varias direcciones, en columnas
parecidas a brigadas o «dedos», sobresalen en romper los
cordones policiales con la gran masa de sus cuerpos, correr más
allá de los guardias astutos, abriéndose paso a través de los
cañones de agua y las cercas hasta llegar a los pozos
descubiertos. Allí se deslizan hacia los cráteres polvorientos y
trepan por las excavadoras —las gigantescas excavadoras, que
parecen enormes barcos oxidados que navegan lentamente a
través de la tierra— o se acuestan en las vías del tren que
transporta carbón a los hornos. La producción se puede
interrumpir durante días. No se puede desenterrar y quemar
combustible cuando los activistas ocupan las instalaciones.
Podría decirse que constituye la etapa más avanzada de la lucha
climática en Europa. Ende Gelände abarcó los ciclos y creció año
tras año. En el verano de 2019 6.000 personas cerraron la mayor
fuente de emisiones de Alemania, respaldadas por varios miles
más en el campamento y unas 40.000 personas en una
manifestación de Fridays for Future. En ese momento, Ende
Gelände había llevado el tema del carbón marrón2 a la cima de la
agenda y llevó a una comisión nacional a fijar una fecha para
eliminarlo gradualmente —la fecha finalmente fue establecida
2
Nombre que se le da al lignito (N. del T.).
18
para el 2038. Son otras dos décadas de producción de carbón. Por
lo tanto, Ende Gelände prometió seguir adelante y crecer más, y
engendrar más réplicas por Europa; en 2019 se organizaron
decenas de campamentos climáticos desde Polonia hasta
Portugal. La curva de aprendizaje subió constantemente.
Por tanto, los ciclos no han vuelto al punto de partida, sino
que han formado un proceso acumulativo y un ciclo ascendente,
como la propia crisis climática. Las secciones estadounidense y
europea han aprendido las unas de las otras (desinversiones que
llegan a los campus ingleses, Greta Thunberg navegando a Nueva
York) y los cuadros han acumulado una gran cantidad de
experiencias. Estos incluyen «pequeñas victorias» (un gasoducto
cancelado aquí, una planta de carbón desguazada allá), así como
algunas grandes derrotas que, sin embargo, parecen asegurar el
crecimiento del movimiento, ya que el fuego impulsa a más
personas a lanzarse al activismo. Pero hasta ahora el movimiento
ha evitado un modo de: la fuerza física ofensiva (o para el caso
defensiva). Todo lo que pudiera calificarse de violencia se ha
evitado de forma escrupulosa y concienzuda. De hecho, el
compromiso con la no violencia absoluta parece haberse
endurecido a lo largo de los ciclos, la internalización de su ethos
universal, la disciplina notable.
Un ejemplo: a finales de agosto de 2018 unos 700 activistas
se reunieron fuera de un complejo de siete cisternas de gas gris
en la provincia holandesa de Groningen. Hogar del mayor campo
de gas fósil en Europa, el área ha sido devastada durante mucho
tiempo por terremotos en serie, ya que la extracción ha hecho que
la tierra se compacte y disminuya repentinamente, dañando
hogares y edificios, y agitando los nervios de la población local.
Erigimos un campamento improvisado frente al recinto,
bloqueando el transporte. La policía se alineó en una vía de tren
entre las puertas y nosotros. Un lastre de piedras trituradas
sostenía los rieles. Al anochecer, unos 300 agricultores
marcharon contra Shell y Exxon y terminaron en el
19
campamento, lo que provocó que la multitud se derramara sobre
las vías del tren, momento en el que la policía comenzó a caer a
bastonazos y a disparar gas pimienta; alguien se desmayó y se lo
llevaron, otros gritaban de dolor. No se levantó ni arrojó una sola
piedra. El suministro era abundante: estábamos encima de miles;
podríamos haberlos arrojado, y después de tal asalto, otros tipos
de multitudes habrían respondido de la misma manera. El
movimiento climático no podía hacer tal cosa.
20
No cabe duda de que esta postura ha sido de gran utilidad.
Confiere al movimiento un conjunto de ventajas tácticas bien
conocidas. Si hubiera desplegado tácticas similares al bloque
negro desde el principio —ponerse máscaras siniestras, romper
ventanas, quemar barricadas, pelear con la policía— nunca habría
atraído a tanta gente. El listón para unirse a una interrupción de
los negocios como de costumbre se reduce con certificados de
paz. Nuestra paliza en las vías del tren en Groningen nos ganó la
simpatía de la prensa holandesa; nadie podría tacharnos de
terroristas o cosas por el estilo. Si algunos de nosotros en
Gotemburgo hubieran comenzado a cortar las vallas o hubieran
usado tirachinas contra los camiones, la escena se habría
convertido en un caos. Nos hubieran metido en un hervidor y nos
hubieran llevado a la cárcel; no podría haber traído a mis dos hijos
al sitio y jugar con ellos durante horas. La autodisciplina
colectiva —someterse a las directrices del liderazgo operativo,
realizar una acción de acuerdo con los planes— es una virtud. La
determinación del movimiento de escalar su desafío a los
negocios mediante acciones de masas cada vez más grandes y
audaces, precisamente de este tipo, no puede cuestionarse: este
es el principal camino a seguir. Dejemos que florezcan cien
campamentos de Ende Gelände y el capital fósil podría verse
sometido a una verdadera presión.
Lo que sí se puede cuestionar, sin embargo, es otra cosa.
¿Será la no-violencia absoluta el único camino, la única táctica
admisible en la lucha por abolir los combustibles fósiles?
¿Podemos estar seguros de que será suficiente contra este
enemigo? ¿Debemos atarnos a su mástil para llegar a un lugar
más seguro? La pregunta se puede formular de otra manera.
Imagínese que las movilizaciones masivas del tercer ciclo se
vuelven imposibles de ignorar. Las clases dominantes se sienten
tan acaloradas, tal vez sus corazones incluso se derriten un poco
al ver a todos estos niños con carteles escritos a mano, que su
obstinación se desvanece. Los nuevos políticos son elegidos para
21
el cargo, en particular de los partidos verdes en Europa, que
cumplen sus promesas electorales. La presión se mantiene desde
abajo. Se instituyen moratorias sobre la infraestructura de
combustibles fósiles frescos. Alemania inicia la eliminación
inmediata de la producción de carbón, Países Bajos también para
el gas, Noruega para el petróleo, los EEUU paran todo lo anterior;
se establecen leyes y planes para reducir las emisiones en al
menos un 10% anual; Se amplían las energías renovables y el
transporte público, se promueven las dietas basadas en plantas,
se preparan prohibiciones generales de los combustibles fósiles.
El movimiento debería tener la oportunidad de llevar a cabo este
escenario.
Sin embargo, imaginemos un escenario diferente: unos
años más tarde, los niños de la generación Thunberg y el resto de
nosotros nos despertamos una mañana y nos damos cuenta de
que la situación sigue siendo la de siempre, independientemente
de todas las huelgas, la ciencia, las súplicas, los millones con
trajes coloridos y pancartas, no es difícil dibujar este escenario en
nuestras mentes. Imagínese que las ruedas grasientas ruedan tan
rápido como siempre. ¿Qué hacemos entonces? ¿Decimos que
hicimos lo que pudimos, probamos los medios a nuestra
disposición y fracasamos? ¿Llegamos a la conclusión de que lo
único que queda es aprender a morir, una posición ya propuesta
por algunos, y deslizarse por el costado del cráter en tres, cuatro,
ocho grados de calentamiento? ¿O hay otra fase, más allá de la
protesta pacífica?
22
«levantamiento de primavera» de XR en Londres, la Agencia
Internacional de Energía (AIE) publicó su informe anual sobre las
tendencias de inversión en el mundo de la energía. Los
capitalistas sabían en qué fuentes confiar. Dos tercios del capital
invertido en proyectos de generación de energía en el año 2018 se
destinaron a petróleo, gas y carbón —es decir, a instalaciones
adicionales para la extracción y combustión de dichos
combustibles, además de todo lo que ya se extendía por todo el
mundo— frente a menos de un tercio del capital destinado al
viento y al sol. La proporción de energías renovables no mostró
una tendencia de crecimiento. De hecho, la inversión global aquí
se redujo en un 1% (no en función de la caída de los precios). La
inversión en carbón, por otro lado, aumentó por primera vez
desde 2012, en un 2% —es decir, la inversión en el suministro de
carbón nuevo no solo continuó, sino que aumentó, aunque no tan
rápido como el petróleo y el gas. Por tercer año consecutivo, la
cantidad de dinero que fluye hacia el petróleo y el gas «aguas
arriba», es decir, la infraestructura para entregar esos
combustibles desde debajo del suelo, creció un 6%; año tras año,
un 6% más de capital invertirá en nuevas perforaciones, pozos,
plataformas; se proyectaba que la inversión solo en exploración
se dispararía en un 18% en 2019. El fuego se reavivó de nuevo.
La AIE vio tesoros brillantes por delante: ExxonMobil
esperaba una ganancia superior al 30% de sus novedosos campos
de aguas profundas frente a las costas de Brasil y Guyana. Como
siempre, el panorama financiero de esta línea de negocio se
mantuvo brillante. El boom del gas siguió rugiendo, exigiendo
«nuevos gasoductos». Texas y la prolífica Cuenca Pérmica son el
epicentro del desarrollo de nuevos oleoductos, pero las serpientes
de acero también se lanzaron a través de la hierba en otros
continentes, con su aliento inflamable a punto de llegar, por
ejemplo, a Suecia. En ningún lugar del horizonte de la
acumulación de capital en curso se puede vislumbrar una
transición de los combustibles fósiles a la energía renovable (a
23
pesar de que esta última ahora es «considerablemente más
barata», como señaló el lamebotas multimillonario Forbes). La
AIE tuvo el tacto suficiente para notar «un desajuste cada vez
mayor entre las tendencias actuales y los objetivos a alcanzar»
los objetivos de un calentamiento global máximo de 1,5 °C o 2 °C.
Dicho de otra manera, la economía-mundo capitalista operaba en
fundamental desconexión del sentido y la ciencia de un planeta
en llamas, por no hablar de todas las aspiraciones de enfriarlo. Y
la desconexión se estaba ampliando.
Preparándose para el «levantamiento de otoño» de XR, The
Guardian publicó una serie de datos sobre cuánto capital fósil
estaba preparado para quemarse. Las cincuenta compañías
petroleras más grandes del mundo estaban preparadas para
inundar los mercados con más oferta. De ese grupo, las dos
empresas con planes más agresivos fueron Shell y ExxonMobil,
que proyectaban aumentar la producción en un 38 y 35 por ciento,
respectivamente, hasta 2030; En el segundo escalón, BP preveía
un aumento del 20%, Total en 12%. Estos circuitos de acumulación
estaban profundamente entrelazados con el capital financiero:
como también reveló The Guardian, los tres administradores de
activos más grandes del mundo, manejando juntos activos por un
valor de más de todo el PIB de China, continuó vertiendo dinero
en petróleo, gas y carbón a un ritmo acelerado. Nada podría ser
más contrario a los consejos de la ciencia o las necesidades de las
personas y del planeta.
Estas tendencias no fueron una casualidad de finales de la
década de 2010. En el otoño de 2019, un equipo de científicos de
California y Beijing encabezado por Dan Tong publicó una
descripción general del panorama global de inversiones en la
naturaleza, y comenzó repitiendo debidamente la ambición
oficial de mantenerse por debajo de 1,5 °C o 2 °C. «Sin embargo, las
últimas décadas han sido testigos de una expansión sin
precedentes de la infraestructura energética basada en
24
combustibles fósiles históricamente de larga duración» 3 ,
continuaron midiendo el desajuste — de hecho, «la juventud de
las unidades generadoras basadas en fósiles en todo el mundo es
sorprendente»4, nada menos que el 49% de la capacidad operativa
actual se puso en servicio después de 2004, año de la COP10. A lo
largo de sus ciclos hasta ahora, el movimiento climático no ha
hecho mella en estas curvas en espiral constante. En general, no
ha establecido contacto físico con el adversario, principalmente,
por supuesto, porque los estados han protegido el capital fósil y lo
han servido puntualmente con todo lo necesario para una
reproducción ampliada. Más que eso: los capitalistas privados y
los estados capitalistas a menudo son imposibles de diferenciar,
ya que estos últimos se comportan e invierten como los primeros.
Ladrillo sobre ladrillo, las chimeneas se construyen unas
sobre otras. Una vez que un inversor ha construido una central
eléctrica de carbón o un oleoducto o cualquier otra unidad
similar, no querrá desmantelarla. La demolición al día siguiente
de la finalización significaría un desastre pecuniario. Se necesita
mucho capital para obtener algo como un campo de aguas
profundas para bombear el oro negro, y debe pasar un tiempo
antes de que la inversión inicial dé sus frutos, y una vez que las
ganancias hayan llegado, el propietario tendrá un interés
permanente en mantener la unidad en funcionamiento durante
el mayor tiempo posible. Descartarlo no es imposible;
simplemente causaría pérdidas. Liquidaría capital. Por esta razón
—económica, no técnica— se espera que una unidad de
generación de energía a partir de combustibles fósiles tenga una
vida útil de unos cuarenta años. Una planta o un gasoducto
construido en 2020 debería, desde el punto de vista del inversor,
estar en funcionamiento hasta 2060. Swedegas planeaba
3
Tong, D., Zhang, Q., Zheng, Y. et al. Committed emissions from existing
energy infrastructure jeopardize 1.5 °C climate target. Nature 572, 373–377
(2019). https://doi.org/10.1038/s41586-019-1364-3
4
Ibidem.
25
bombear gas a Suecia desde las terminales en construcción hasta
esa fecha. Las centrales eléctricas de carbón suelen funcionar
incluso más tiempo, sesenta años o más; Australia, el mayor
exportador de carbón del mundo, sigue abriendo minas, en
particular la mina gigante Adani en Queensland, para alimentar
plantas recién nacidas en India y en otros lugares, coronada por
una mina cuatro veces más grande que otra empresa quiere
construir. El mundo está envuelto en esquemas de este tipo. Por
lo tanto, los científicos pueden calcular las «emisiones
comprometidas», definidas como las futuras emisiones de CO2 si
la infraestructura funciona hasta el final de su vida útil prevista.
Cuanto más capital se invierte en este campo, más emisiones se
comprometen (y mayor es el interés en defender el estado de las
cosas, mayor es la masa de ganancias de los combustibles fósiles
y más dinero se puede invertir…).
¿Cuánto exactamente? Tong y sus colegas estimaron que
las emisiones comprometidas de las plantas de energía que ya
están en funcionamiento, sin contar la extracción, el transporte
y la deforestación, serían suficientes para llevar al mundo más
allá de 1,5 °C. Combinados con las plantas propuestas, casi
agotarían el presupuesto para la cantidad de carbono que se
puede liberar y, al mismo tiempo, no darían al mundo alguna
posibilidad de mantenerse por debajo de los 2 °C. Otro estudio de
2018 concluyó que las emisiones comprometidas de las plantas
en operación superarían el límite para ambos objetivos de
temperatura, mientras que las plantas en varias etapas del
proceso de planificación agregarían la misma cantidad que el
compromiso extendido. Otro descubrió que la infraestructura de
carbón establecida y planificada por sí sola colapsaría el
presupuesto de 2 °C. Algo como esto se está, como dice el refrán,
bombeando por la tubería.
¿Cómo pueden los capitalistas seguir así? Las inversiones
actuales, señala el estudio, pueden verse «como un indicador de
que los inversores no creen en la política climática futura, o de
26
que confían en su propio poder de presión». Todavía sienten que
son dueños del mundo. El capital fijo de este tamaño
normalmente está sujeto a riesgos y es sensible al «clima
político». Dado el dinero involucrado, sería imprudente realizar
estas inversiones si los vaivenes y alteraciones en la economía
amenazaran con una devaluación prematura, y mucho menos
con una liquidación, pero estos capitalistas no ven bolas de
demolición en su camino. Piensan que no tienen nada que temer.
27
No ocurrió ninguna masacre. Pero, evidentemente, Rafiq
utilizó una cantidad considerable de violencia interpersonal en el
encuentro, lo que implicaría su caída de la gracia pacifista: para
ser un pacifista moral, Rafiq no debería haber recurrido a tales
medios. El pacifismo moral pretende tener la vida en la más alta
estima y detesta su terminación violenta, pero un acto defensivo
que salve vidas y reduzca la violencia le es inaceptable en la
medida en que implica fuerza física activa. Esto parece errar de
múltiples maneras. También parece ceder a priori a las peores
formas de maldad: precisamente aquellos agentes más decididos
a acabar con tantas vidas inocentes como sea posible —los
asesinos en masa fascistas, por ejemplo— serán los menos
receptivos a una oposición dócil y no violenta. De hecho, los
preceptos del pacifismo a menudo han aparecido como
exhortaciones a entregarse al martirio y la atrocidad.
Un pacifista moral puede responder a este tipo de objeciones
diciendo: «Por supuesto, en algunos casos se debe aceptar algo de
violencia», momento en el que el pacifista, por supuesto, deja de
ser pacifista y se vuelve como todos los demás. Salvo los fascistas
antes mencionados, muy pocos creen que la violencia y la guerra
sean bienes inherentes; casi todos los consideran prima facie
cosas malas que solo pueden justificarse en ciertos casos, y luego
proceden a discrepar sobre cuáles son esos casos y qué
características tienen en común. Entre los puntos de vista éticos
no existe tal cosa como un «pacifismo contingente» o «relativo».
Un pacifista que hace excepciones es un teórico de la guerra justa.
Pero hay otra respuesta disponible para el primero: dejar que el
mal caiga sobre uno mismo sin intentar derribarlo tiene un valor
propio. Los pacifistas morales tienen una manera de vacunarse
contra las réplicas mundanas como «¿qué pasaría su fuese tu
propio hijo?», o «¿qué hay de la Segunda Guerra Mundial?»:
retirarse a un lugar numinoso. Explícita o vagamente valoran la
abnegación, la crucifixión, o algún otro sacrificio sostenido por la
fe religiosa o, para ser más precisos, por una interpretación
28
particular de tal fe. Desde este punto de vista, Mohammed Rafiq
habría actuado de manera más virtuosa si hubiera permanecido
sentado en el suelo cuando el asesino irrumpió.
Hay rastros de pacifismo moral en las enseñanzas de Bill
McKibben. El primer ciclo del movimiento climático no tuvo líder
ni figura decorativa, pero el segundo tuvo a McKibben, un
organizador incansable, un orador electrizante, un escritor
prolífico con más de una docena de ensayos tan extensos como
un libro, una novela, una autobiografía e innumerables obras
abiertas conmovedoras bajo su cinturón. Intelectual orgánico y
prestidigitador de campañas de base, fue una fuerza impulsora
detrás de las acciones contra Keystone XL, el movimiento de
desinversión y 350.org, la red global que se superpone al segundo
y tercer ciclo. Al final del segundo ciclo, fue apodado «el activista
climático más importante del mundo».
En el núcleo de la interpretación de McKibben de la no
violencia, «hay una visión espiritual». Esa idea es «la idea de
poner la otra mejilla, de asumir un sufrimiento inmerecido», este
último uno de sus tropos favoritos, tomado de Martin Luther King
Jr. Según el adagio del reverendo, «el sufrimiento inmerecido es
redentor». Para alguien que no es discípulo de esta teología, la
idea puede ser difícil de comprender. ¿Por qué sería noble
someterse a un sufrimiento que no se merece? La pretensión de
oponerse al mal aquí parece revertirse en un regocijo místico en
él, como una especie de cascada bautismal. Más concretamente:
¿cómo puede ser esto una premisa para combatir las injusticias
de la catástrofe climática? Si McKibben quería asumir un
sufrimiento inmerecido, podía solicitar la ciudadanía en
Dominica, establecer una granja de plátanos y bananas y esperar
el próximo huracán. Si deseaba la redención del sufrimiento
inmerecido para otros que no fuera él mismo, presumiblemente
la actitud más generosa, entonces seguramente sería más
productivo dejar que el calentamiento global siga su curso sin
oposición. McKibben obviamente no saca estas conclusiones, lo
29
que habla de su gran mérito, pero la sacralización del sufrimiento
inmerecido parece, como mínimo, una plataforma inestable para
esta lucha. ¿No es el sufrimiento inmerecido por las víctimas
precisamente lo que es tan repugnante desde el punto de vista
moral de la crisis que se desarrolla? Si es así, ¿por qué convertirlo
en una virtud?
Saliendo de las antinomias del pacifismo moral, sin
embargo, se encuentra la segunda versión: el pacifismo
estratégico. Dice que la violencia cometida por los movimientos
sociales siempre los aleja de su objetivo. Recurrir a métodos
violentos es descortés, ineficaz y contraproducente —estrategia
deficiente, en pocas palabras. La no-violencia no se justifica como
una virtud, sino como un medio superior [para lograr cumplir
determinados objetivos]. Aunque derivada y acentuada por la
fuente moral, es esta doctrina estratégica la que se ha apoderado
de la imaginación del movimiento. McKibben ahora prefiere
hablar de la no violencia en términos instrumentales, como una
«tecnología» o «técnica», la mayor «innovación» del siglo XX;
poner la otra mejilla es sobre todo «la elección tácticamente
sensata». Pero es XR el que ha codificado el principio de manera
más estricta. En su propia historia de origen, la Rebelión comenzó
con un pequeño grupo de personas en el Reino Unido que iban a
la biblioteca. Asustados por el colapso absoluto, querían
encontrar una estrategia viable para cambiar el comportamiento
de los poderes fácticos, y lo que encontraron fue «el modelo de
resistencia civil». En el manual oficial de Rebelión, Roger Hallam,
cofundador e ideólogo, explica el credo:
30
totalmente clara en esto: la violencia no optimiza las posibilidades de
resultados progresivos y exitosos. De hecho, casi siempre conduce al
fascismo y al autoritarismo. La alternativa, entonces, es la no-
violencia.5
5
Hallam, R. (2019). This Is Not a Drill. The civil resistance model. Pág. 96.
Londres: Penguin Books Ltd.
6
Ibidem.
7
Ibidem, pág. 97.
31
través de todos los medios, menos la violencia, entonces no
debemos emplearla. El analogismo se ha convertido en un modo
principal de argumentación y la principal fuente de pensamiento
estratégico, más visiblemente en XR, la rara organización que se
define a sí misma como resultado del estudio histórico. Tenga en
cuenta que el argumento no es que la violencia sea mala en este
momento en particular, digamos, porque el nivel de lucha de
clases es tan bajo en el Norte Global que las acciones aventureras
solo rebotarían y lo reprimirían aún más —palabras que nunca
saldrían de los labios de XR—, ni que sólo sea conveniente en
condiciones de severa represión. En cambio, el pacifismo
estratégico analógico sostiene que la violencia es mala en todos
los entornos, porque esto es lo que muestra la historia. El éxito
pertenece a los pacíficos.
32
comenzaron a ver a las personas de ascendencia africana no
como una propiedad sino como personas»8.
Luego están las sufragistas. Obtuvieron el voto de las
mujeres a través de la desobediencia civil no violenta. XR las ha
invocado como modelos a seguir; tras cerrar el centro de Londres
en abril de 2019 los rebeldes se ganaron el sobrenombre de «los
nuevos sufragistas». Uno de los arrestistas más ávidos, George
Monbiot, invocó a las sufragistas como un ejemplo instructivo de
la historia investigada por XR y aplicada «al mayor predicamento
que la humanidad haya enfrentado». Sin embargo, el más noble y
astuto de todos fue Gandhi. McKibben ha revisado la historia del
siglo XX y ha llegado a la conclusión de que el mahatma es la
única figura de esa época que todavía puede hablarnos: «No estoy
seguro de poder pensar en una política distinta a la de Gandhi que
sea lo bastante prometedora». El mahatma no solo expulsó a los
británicos de la India, sino que lanzó el ataque «contra la
legitimidad del colonialismo en todo el mundo», y si pudo lograr
todo esto con su ahimsa 9 , entonces tenemos un modelo para
nuestro tiempo. Gandhi fue el Einstein de la no-violencia,
«nuestro científico del espíritu humano, nuestro ingeniero del
coraje político»; McKibben ha descrito cómo regresó de un viaje a
la India a principios de siglo con «Gandhi en el cerebro», y se
arremangó para abordar la crisis climática. En 2019, el nombre
del mahatma volvió a flotar a través de plazas e intersecciones
en Londres y otras ciudades europeas. Sin olvidar el movimiento
por los derechos civiles de los Estados Unidos —quizás la
analogía más convincente, la memoria pública de los boicots de
autobuses y las sentadas en los mostradores de almuerzo sigue
viva, la tradición intacta, y el paquete de tácticas es conocido y
apreciado.
8
Beinhocker, E. (2019). I Am a Carbon Abolitionist. Recuperado y traducido
de: https://www.oxfordmartin.ox.ac.uk/blog/carbon-abolitionist/.
9
Concepto religioso que aboga por la no-violencia y el respeto a la vida (N.
del T.).
33
Y luego están los eventos de la historia reciente,
comenzando con la victoria sobre el Apartheid, una analogía
particularmente popular junto con la desinversión. «Así como el
Apartheid era la cuestión moral» a finales del siglo XX, «el cambio
climático es la cuestión moral de nuestro tiempo», ha dicho
McKibben, aludiendo al sufrimiento en las periferias no blancas
del mundo, y «el mismo tipo de táctica es lo necesario para
afrontarlo». Así como el apartheid fue derrotado, también lo será
la industria de los combustibles fósiles. Y luego siguió, justo en el
momento en que Nelson Mandela fue liberado de la prisión, la
revuelta contra el impuesto de capitación propuesto por Margaret
Thatcher: el manual de XR le dedica un capítulo: gente común
que escribe cartas, se niega a pagar el impuesto, se ofrece como
voluntario para ir a cárcel —y luego la caída de Slobodan
Milošević y el derrocamiento de Hosni Mubarak en la plaza
Tahrir, todo legado de la moral de la estricta no-violencia como
el camino real hacia la estabilización climática, todo apuntalando
el pacifismo estratégico que es absolutamente hegemónico en el
movimiento.
34
emancipación radical de los esclavos se produjo en la Revolución
Haitiana, algo que difícilmente fue un asunto incruento. Como
algunos recuerdan, la esclavitud en los EEUU terminó con una
guerra civil, cuyo número de muertos aún se acerca al total de
todos los demás conflictos militares en los que se ha visto
envuelto el país. Si hubo un abolicionista blanco que ayudó a
precipitar ese enfrentamiento fue John Brown, con sus
incursiones armadas en las plantaciones y armerías. «¡Cháchara!
¡Cháchara! ¡Cháchara!», exclamó después de una convención de
una sociedad abolicionista pacifista. «¡Eso nunca liberará a los
esclavos! ¡Lo que se necesita es acción! ¡Acción!».
¿Habría tenido un fin la esclavitud si los esclavos y sus
aliados no luchaban? El estudioso que ha buscado con más
ambición minimizar el impacto causal de las revueltas de
esclavos, el historiador portugués João Pedro Marques, se ha
encontrado con un aluvión de críticas de otros especialistas en el
campo. Uno de los más destacados, Robin Blackburn, ha
replicado que la misma noción de esclavitud como poco ética —
dañina para los esclavos, a quienes los amos querían retratar
como felices y dóciles— se originó en actos de rechazo explosivo.
Incluso los cuáqueros más pacifistas señalaron las revueltas
como prueba de los horrores de la peculiar institución. «Había un
carácter acumulativo de la lucha contra la esclavitud en la “era
de la abolición”». Escribe Blackburn: tuvo lugar una marea de
descontento e incomodidad en constante aumento provocada por
los terremotos en las plantaciones. Si bien, entre una serie de
otros factores, los esfuerzos de los peticionarios, manifestantes y
legisladores contribuyeron al fin de la esclavitud, reducir todo el
proceso a sus esfuerzos, o incluso convertirlos en la esencia de la
historia, es tan preciso como creer que el yoga es el único camino
hacia la felicidad humana.
Las sufragistas son un ejemplo ilustrativo. La táctica que
escogieron fue la destrucción de propiedad. Décadas de paciente
presión sobre el Parlamento para que diese el voto a las mujeres
35
no habían dado resultado, por lo que en 1903 bajo el lema
«¡Acciones, no palabras!», se fundó la Unión Social y Política de
Mujeres (WSPU). Cinco años después, dos miembros de la WSPU
emprendieron la primera acción militante: romper cristales en la
residencia del primer ministro. Una de ellas le dijo a la policía que
traería una bomba la próxima vez. Hartas de sus propias
diputaciones infructuosas al Parlamento, las sufragistas pronto
se especializaron en «el argumento del cristal roto», enviando a
cientos de mujeres bien vestidas por las calles para romper todas
las ventanas que pasaban. En la volea más concentrada, en
marzo de 1912, Emmeline Pankhurst y sus equipos paralizaron
gran parte del centro de Londres al destrozar los frentes de
joyerías, plateros, jugueterías Hamleys y docenas de otros
negocios. También incendiaron buzones alrededor de la capital.
Los londinenses sorprendidos vieron pilares llenos de papel
arrojando llamas, obra de algún activista que había arrojado un
paquete empapado en queroseno y una cerilla encendida. ¿El
modelo de la resistencia civil? Mas bien se parecería a los
métodos previstos en la paradoja de Lanchester.
La militancia estaba en el centro de la identidad de las
sufragistas: «Ser militante de una forma u otra es una obligación
moral», pronunció Pankhurst. «Es un deber que toda mujer tiene
con su propia conciencia y con respecto a sí misma, con las
mujeres que son menos afortunadas que ella y con todos los que
vendrán después de ella». El último retrato de cuerpo entero del
movimiento, ¡Levántense, mujeres! de Diane Atkinson, da una
lista enciclopédica de acciones militantes: sufragistas que
obligan al primer ministro a salir de su automóvil y lo rocían con
pimienta, arrojan una piedra a la luz del ventilador sobre la puerta
de Winston Churchill, colocan estatuas y pinturas con martillos
y hachas, colocando bombas en los sitios a lo largo de las rutas de
las visitas reales, luchando contra los policías con palos,
cargando contra los políticos hostiles con látigos de perro,
rompiendo las ventanas de las celdas de la prisión. Tales hechos
36
fueron de la mano de la movilización de masas. Las sufragistas
organizaron manifestaciones gigantescas, dirigieron sus propias
imprentas, hicieron huelgas de hambre: desplegando toda la
gama de acciones tanto militantes como no violentas.
Después de que la esperanza de obtener el voto por medios
constitucionales se desvaneció una vez más a principios de 1913,
el movimiento cambió de rumbo. En una campaña sistemática de
incendios provocados, las sufragistas incendiaron o hicieron
estallar villas, pabellones de té, cobertizos para botes, hoteles,
pajares, iglesias, oficinas de correos, acueductos, teatros y una
amplia gama de objetivos en todo el país. En el transcurso de un
año y medio, la WSPU se atribuyó la responsabilidad de 337
ataques de este tipo. Se detuvo a pocos culpables. No se perdió
una sola vida; sólo se incendiaron edificios vacíos. Las
sufragistas se esforzaron mucho para evitar herir a la gente. Pero
consideraron que la situación era lo suficientemente urgente
como para justificar sus acciones —los votos para las mujeres,
explicó Pankhurst, eran de una importancia tan apremiante que
«tuvimos que desacreditar al Gobierno y al Parlamento ante los
ojos del mundo; tuvimos que estropear los deportes ingleses,
dañar los negocios, destruir propiedades valiosas, desmoralizar
al mundo de la sociedad, avergonzar a las iglesias, trastornar toda
la conducta ordenada de la vida». Algunos ataques
probablemente no fueron reclamados. Un historiador sospecha
que las sufragistas estaban detrás de uno de los incendios más
espectaculares de la época: un incendio en un muelle de carbón
de Tyneside, en el que las instalaciones para cargar carbón
fueron completamente destruidas. Sin embargo, sí se atribuyeron
la responsabilidad por la quema de algunos automóviles y un
yate a vapor.
La incongruencia de Gandhi tiene un sesgo diferente.
Cualquiera que vea en él un ejemplo debería leer la magistral
biografía del mahatma de Kathryn Tidrick. Durante el tiempo que
vivió en Sudáfrica, encontró a sus amos británicos marchando
37
hacia la Guerra de los Bóeres, y corrió tras ellos, rogándoles que
lo alistaran a él y a sus compatriotas indios. Unos años más tarde,
los británicos volvieron a desfilar por las provincias, ahora ante
los zulúes que se rebelaron contra los impuestos opresores y
tuvieron que ser azotados y ejecutados en masa hasta la
sumisión, y nuevamente Gandhi suplicó servir. Para su
decepción, fue contratado solo como camillero y enfermero en
ambas ocasiones, pero en su autobiografía reclamó su parte de la
gloria marcial al argumentar que el personal médico es tan
indispensable para la guerra como cualquier soldado en el frente.
«Gandhi se resistió a cualquier uso de la violencia», dice la
caracterización estándar, aquí en palabras de otro escritor que
piensa que el movimiento climático debería modelarse a sí
mismo en el mahatma. ¿Él hizo eso? ¿Quizás los episodios de los
bóeres y los zulúes fueron errores de juventud?
Apenas estalló la Primera Guerra Mundial, Gandhi se
ofreció a sí mismo y a tantos indios como pudo al Imperio. A
principios de 1918, ciertos movimientos estaban ocupados
tratando de poner fin a la matanza, haciendo campaña para que
los soldados desertaran y se volvieran contra sus generales,
momento en el que Gandhi decidió que había que arrojar a más
indios a las trincheras. «Si me convirtiese en su agente de
reclutamiento en jefe, podría hacer llover hombres sobre usted»,
halagó al virrey, prometiendo otro medio millón de indios
además del millón que ya estaba en regimientos o cementerios,
sin dejar piedra en el campo sin remover en su búsqueda de
ansiosos voluntarios (pocos se presentaron, lo que consideró un
revés profundamente humillante). En estas campañas de
reclutamiento el mahatma siguió una especie de lógica. Mientras
los indios fueran afeminados y débiles, los británicos nunca los
considerarían iguales ni les concederían la independencia; para
recuperar su virilidad y fuerza, tenían que convertirse en
hermanos de armas. La estrategia de Gandhi para la liberación
38
nacional nunca —esto sí es verdad— toleró la violencia contra los
británicos, pero incluyó la violencia junto a ellos.
En cuanto a lo mencionado anteriormente, Gandhi
desaprobaba con fervor la violencia popular contra la ocupación
británica que parecía acompañar a las acciones de masas con
tanta seguridad como la exhalación sigue a una respiración
profunda. Después de organizar campañas para satyagraha,
involucrar a los indios en la no-cooperación y violar la ley en
masa, recibiría noticias de multitudes que saboteaban los
sistemas de transporte, cortaban los cables del telégrafo,
quemaban tiendas, allanaban estaciones de policía y atacaban a
los agentes de policía. Siempre estaba desconcertado y pálido.
Asimismo, desaprobó la resistencia antifascista. En noviembre
de 1938, en los días posteriores a la Kristallnacht10, el mahatma
publicó una carta abierta a los judíos de Alemania exhortándolos
a ceñirse a los principios de la no-violencia y a deleitarse con los
resultados. «El sufrimiento sufrido voluntariamente les traerá
fuerza interior y alegría». En el caso de la guerra, Hitler podría
implementar «una masacre general de los judíos», pero «si la
mente judía pudiera estar preparada para el sufrimiento
voluntario, incluso la masacre que he imaginado podría
convertirse en un día de acción de gracias», porque «para los
temerosos de Dios, la muerte no tiene terror. Es un sueño
placentero». Ante las objeciones, Gandhi tuvo que aclarar sus
comentarios y agregar argumentos subsidiarios: los judíos nunca
han dominado el arte de la no-violencia; si pudieran afrontar su
sufrimiento con valentía, incluso «el corazón alemán más
pedregoso se derretirá»; de hecho, «pido más sufrimiento y aún
más hasta que el derretimiento sea visible a simple vista» (enero
de 1939). En cualquier caso, «el método de la violencia no ofrece
mayor garantía que el de la no-violencia. Rinde infinitamente
menos».
10
La noche de los cristales rotos (N. del T.).
39
La esencia de la no violencia en la filosofía de Gandhi era la
abstención de las relaciones sexuales: el alma alcanzaría alturas
elevadas solo si aprendía a «crucificar la carne». En medio de la
movilización masiva de 1920 ordenó a todos los indios que se
mantuvieran célibes hasta nuevo aviso. Lo mejor de todo sería si
la humanidad en su conjunto dejara de copular; entonces la
especie se transformaría en algo más sagrado. Se siguió que los
orfanatos eran instituciones poco sólidas, que mantenían vivos
artificialmente a los bebés nacidos de una lujuria excesiva y, por
lo tanto, otorgaban una vida impura. Los hospitales tenían el
mismo efecto de «propagar el pecado». La enfermedad, desde el
punto de vista de Gandhi, es el resultado de la impureza y debe
permitírsele que haga su trabajo de limpieza, y lo mismo ocurre
con el clima extremo y los terremotos: con una coherencia
inusual, el mahatma predicó que las víctimas de tales eventos lo
tenían bien merecido. «La lluvia es un fenómeno físico; sin duda
está relacionado con la felicidad y la infelicidad humanas; si es
así, ¿cómo podría dejar de estar relacionado con sus [sic] buenas
y malas acciones?». Uno podría hundirse cada vez más en este
lodo.
A lo largo de su vida, la brújula política de Gandhi giró
salvajemente, el imán constante fue su visión de sí mismo como
«el predestinado y potencialmente divino salvador del mundo»,
como Tidrick resume. El hecho de que este hombre pueda
emerger como un icono del movimiento climático, por no hablar
de «nuestro científico del espíritu humano», atestigua la
profundidad de la regresión en la conciencia política entre el siglo
XX y el XXI. Si el movimiento necesita una estrella polar del
pasado, bien podría elegir al Mahdi sudanés, Nostradamus,
Rasputín o a Sabbatai Zevi. Huelga decir que las movilizaciones
masivas encabezadas por el Congreso Nacional de la India
tuvieron características impresionantes, y la Marcha de la Sal y
la retirada de la cooperación con las autoridades británicas
fueron una inspiración a lo largo de los siglos. Pero atribuirles la
40
independencia completamente es, una vez más, mirar la historia
con un solo ojo. La violencia subalterna marcó el camino de la
India, desde el motín de 1857 hasta el de 1946; cuando los
británicos finalmente empacaron y se fueron, una guerra
mundial había intervenido y agotado la fuerza del Imperio: estos
fueron los años en que la descolonización barrió el mundo.
Identificar al satyagraha como la pieza clave de ese proceso solo
sirve a ciertos deseos y prejuicios presentes. ¿Cómo se liberó
Argelia? ¿Angola? ¿Guinea-Bissau? ¿Kenia? ¿Vietnam? ¿Irlanda?
El movimiento por los derechos civiles es una mejor
referencia para el argumento pacifista. El boicot a los autobuses
de Montgomery, las sentadas en el mostrador del almuerzo, la
ofensiva de Birmingham, las marchas de Selma a Montgomery y
otras acciones no violentas realmente acabaron con la
segregación en el sur, mostrando a los afroamericanos una forma
de mejorar sus vidas y elevando su conciencia hacia alturas
irreversibles. Como tácticas para lograr victorias inmediatas y
participación masiva fueron mucho más efectivas de lo que sus
detractores reflexivos —entre ellos Malcolm X— permitirían. De
hecho, funcionaron tan bien que algunas personas decidieron
protegerlos con armas de fuego. En This Nonviolent Stuff’ll Get
You Killed, Charles E. Cobb Jr., exsecretario de campo del Comité
Coordinador Estudiantil No-Violento (SNCC), cuenta la historia
de cómo el movimiento por los derechos civiles estaba rodeado
de protección armada. En el sur profundo las comunidades
rurales afroamericanas habían desarrollado una larga tradición
de escaparse por los pelos de asaltos homicidas con armas;
cuando el movimiento [por los derechos civiles] echó raíces y
comenzó a brindar beneficios concretos, enfrentó la misma
amenaza para la supervivencia física. Los miembros del Klan11 y
otros supremacistas blancos rodeaban las bases del movimiento
por la noche, asesinaban a activistas, emboscaban a las marchas
T.).
41
y buscaban ahogar en sangre los derechos civiles en ciernes.
Había demasiado en juego para que las comunidades negras
permitieran que sucediera aquello. De ahí que produjeron armas
por montones, reacondicionaron las bases del movimiento —
«casas de la libertad»— para convertirlas en verdaderas
fortificaciones, proporcionaron escoltas armadas para los
secretarios de campo del SNCC y CORE, organizaron caravanas
armadas hacia y desde reuniones masivas. Armas en mano, los
negros ahuyentaban a los miembros del Klan por la noche,
protegieron los piquetes desde la distancia, acompañaron
marchas y registros de votantes no en oposición sino al unísono
con el movimiento de derechos civiles. Los pacifistas
comprometidos del Norte tendieron a adaptarse a estas
realidades. Incluso el reverendo lo hizo: durante su visita a
Martin Luther King en su casa parroquial, poco después de que su
casa fuera bombardeada, un periodista estaba a punto de sentarse
en un sillón cuando lo alertaron sobre un par de armas cargadas
que se encontraban debajo de los cojines. «Solo son para defensa
propia», explicó King.
«¿Cuál es la mejor manera de resistir?». Esta fue, en palabras
de Cobb, la pregunta que se hicieron los afroamericanos durante
la lucha por los derechos civiles. La desobediencia civil no
violenta se popularizó porque funcionó —mejor que sus
alternativas, como la guerra de guerrillas contra el Estado—, y fue
identificada precisamente como una táctica, más que como un
credo o una doctrina. Con este enfoque en la no-violencia, las
desviaciones surgieron de forma natural. La mejor forma de
resistir en algunas circunstancias (en un puente patrullado por la
policía) no sería la mejor en otras (miembros del Klan rodeando
una casa). «Desde el principio», afirma Cobb, «la línea entre la
autodefensa armada y la afirmación no violenta de los derechos
civiles se desdibujó», y se volvió aún más difusa en el panorama
general.
42
El movimiento por los derechos civiles avanzó a través de
una animada interacción con otras corrientes afroamericanas. El
estallido de leyes promulgadas para garantizar los derechos de
los negros en la década de 1960 no fue enteramente obra suya, el
honor compartido es particularmente evidente para la Ley de
Derechos Civiles de 1964, pieza central de la nueva legislación.
¿Por qué el gobierno federal cumplió con las demandas de larga
data de Martin Luther King y sus pares en este preciso momento?
El punto de inflexión llegó con la ofensiva de Birmingham en
1963. Cuando las sentadas, los arrodillamientos y los
encarcelamientos contra la segregación en la ciudad llevaron a
King a una celda de la prisión, volaron las primeras piedras y
botellas. Después de dos atentados con bombas por parte de
supremacistas blancos, los disturbios se convirtieron en el mayor
motín urbano negro de la época, con multitudes errantes que
asaltaron a los agentes de policía y destrozaron propiedades; por
primera vez, se enviaron tropas federales para sofocar tal
erupción. Desde su celda, King ahora podía señalar una
advertencia: si no se cumplían las demandas de su movimiento,
surgirían otras fuerzas más amenazadoras. Si el canal de la no-
violencia permaneciese cerrado, «millones de negros, llenos de
frustración y desesperación, buscarían consuelo y seguridad en
las ideologías nacionalistas negras», y entonces «en las calles del
Sur fluirían ríos de sangre». Ahora bien, este escenario cuajó la
sangre de la administración Kennedy. Los hombres que tenían el
oído del presidente comenzaron a bombardearlo con el consejo
de que, a menos que se hicieran concesiones importantes, se
desquebrajaría el orden público. En ausencia de resultados
rápidos, «los negratas sin duda buscarán líderes inexpertos y
quizás menos responsables», en particular Malcolm X, y ante este
espectro, el gobierno federal cedió. El movimiento por los
derechos civiles ganó la Ley de 1964 porque tenía un flanco
radical que lo hacía aparecer como un mal menor ante los ojos
del poder estatal.
43
Aquel flanco se asoció con la violencia negra, un fantasma
que siempre acosó la psique estadounidense blanca. En el estudio
clásico del radical flank effect 12 , Black Radicals and the Civil
Rights Mainstream, 1954-1970, Herbert H. Haines recapitula la
dialéctica: «La acción directa no-violenta golpea el corazón de
poderosos intereses políticos porque fácilmente podría
convertirse en violencia. El resultado fue una acción federal
diseñada para hacer que la proliferación de protestas fuese
innecesaria». Y Birmingham, por supuesto, fue solo el comienzo:
unos años más tarde, las ciudades del norte estaban en llamas —
más de mil negocios dañados o destruidos solo en Newark en
1967; 313 disturbios en todo el país en los primeros ocho meses de
1968—, y el gobierno intentó nuevamente detener la marea
lanzando nuevas leyes al movimiento, como la Ley de Derechos
Civiles de 1968 que prohíbe la discriminación racial en la
vivienda, aprobada en medio del rugido de las sirenas y los
vidrios rotos. La destrucción de la propiedad es una perspectiva
particularmente angustiosa. Si las ciudades arden en llamas «las
empresas del hombre blanco tendrán que asumir las pérdidas»,
increpó con amargura un asesor cercano de Kennedy y Johnson.
En el transcurso de las décadas de 1950 y 1960 el accionar cambió
rápidamente, ya que los radicales de antaño, los líderes de los
derechos civiles que incitaban a la gente a violar la ley,
empezaron a parecer razonables y comedidos. Frente a la
amenaza de la revolución negra (el poder negro, el Partido
Pantera Negra, los grupos guerrilleros negros) la integración
parecía un precio tolerable a pagar. Sin Malcolm X no hubiese
existido un Martin Luther King (y viceversa).
La teoría del efecto de flanco radical tiene una aplicación
mucho más allá de la lucha afroamericana. La historia de la
política de la clase trabajadora en la Europa occidental del siglo
negativos que los activistas radicales en pos de una causa tienen sobre los
activistas más moderados a favor de la misma causa (N. del T.).
44
XX sirve como un ejemplo ilustrativo. La votación, la jornada
laboral de ocho horas, los rudimentos de un Estado de bienestar
—el progreso logrado por el movimiento obrero reformista habría
sido inconcebible sin el flanco radical a la izquierda y al este. En
palabras de Verity Burgmann: «la historia de la actividad de los
movimientos sociales sugiere que es más probable que se logren
reformas cuando los activistas se comportan de manera
extremista, incluso confrontativa. Los movimientos sociales rara
vez logran todo lo que quieren, pero logran importantes victorias
parciales cuando un ala, flanqueando la marea creciente en la
corriente principal, se prepara para hacer volar el status quo por
los aires».
Ahora bien, esto proporciona elementos de reflexión para el
movimiento contra el cambio climático. El hecho de que (al
momento de escribir estas líneas) no haya engendrado un solo
motín u ola de destrucción de propiedades sería tomado como un
signo de fuerza por los pacifistas estratégicos, lo cual muestra
coherencia con sus ideales. Pero… ¿no podría verse también como
lo contrario, como un fracaso para lograr profundidad social,
articular los antagonismos que atraviesan esta crisis y, no menos
importante, adquirir una ventaja táctica? ¿Tiene este movimiento
un flanco radical? Greta Thunberg bien podría ser el equivalente
climático de Rosa Parks, una inspiración que ha reconocido y con
la que a menudo se la compara. Pero ella no es (todavía) una
Angela Davis o un Stokely Carmichael.
La memoria selectiva se aplica a Sudáfrica también. Se
necesitó más que desinversión para destruir el Apartheid.
También hizo falta algo más que desobediencia civil: en la década
de 1950 y principios de la de 1960, el Congreso Nacional Africano
(ANC) experimentó con boicots de autobuses, huelgas, quema de
pasajes, campañas para rechazar la segregación en trenes y
oficinas de correos, y descubrió que invitaban poco más que a una
abrumadora represión. Después de la masacre de Sharpeville en
1960, los líderes del ANC se dieron cuenta de que tenían que
45
aumentar la presión y formaron Umkhonto we Sizwe, la Lanza
de la Nación o MK. Fue Nelson Mandela quien presionó por la
reorientación: «Nuestra política para lograr un Estado no racial
mediante la no-violencia no ha logrado nada», por lo que
«tendremos que reconsiderar nuestras tácticas. En mi opinión,
estamos cerrando un capítulo sobre esta cuestión de una política
no violenta». Habiendo ganado a sus colegas para la nueva línea,
Mandela fue nombrado primer comandante del MK.
46
armada sobre el yunque de la acción de masas». No hay mucho
que pueda rescatar el pacifismo estratégico de esto.
Cuando se habla de los días del impuesto a la comunidad14
de Margaret Thatcher, uno no puede sino preguntarse si hay un
pequeño demonio censurador sentado sobre el hombro del
pacifista estratégico, diciéndole la manera en la cual debe
redactar este suceso. Como saben todos los que han oído hablar
del impuesto, la revuelta desembocó en masivos disturbios en
Londres que le pusieron fin. Que XR pueda dedicar todo un
capítulo a esta lucha sin mencionar este hecho es indicativo de
la psicología del pacifismo estratégico: es un ejercicio de
represión activa. Nada de lo anteriormente mencionado es algo
novedoso o información difícil de conseguir. El derramamiento
de sangre en las revueltas de esclavos y la guerra civil
estadounidense, la militancia de las sufragistas, la devoción de
Gandhi por el ejército imperial, la protección armada y el flanco
radical del movimiento por los derechos civiles, la Lanza de la
Nación (NK): todo esto es de dominio público. Y, sin embargo, el
pacifismo estratégico aduce estas secuencias de lucha para
amonestar al movimiento climático contra cualquier desviación
de la no-violencia. Es una mezcla de hipocresía y falsificación.
Rechaza su promesa de tratar a la desobediencia civil como una
táctica —algo que se hace porque funciona bien, lo que implica
estar abierto a la reevaluación. Si la no-violencia no debe ser
tratada como un pacto o rito sagrado, entonces uno debe adoptar
la posición explícitamente anti-gandhiana de Mandela: «Abogué
por la protesta no violenta mientras fuera efectiva», como «una
táctica que debería ser abandonada cuando ya no funcione»15. El
14
En inglés Community Charge, también conocido como poll tax fue un
impuesto de capitación que, debido a su impopularidad, propició la caída de
Margaret Thatcher (N. del T.).
15
Mandela, N. (1994). Long walk to freedom: The autobiography of Nelson
Mandela. Págs. 317. Londres: Little, Brown and Company.
47
pacifismo estratégico convierte este método en un fetiche, sin
relación con la historia, ajeno al tiempo.
En cambio, la lógica de las comparaciones debería
invertirse. Habría que decir: es cierto que la violencia se produjo
en la lucha contra la esclavitud, contra el monopolio masculino
del voto, contra las ocupaciones británicas y coloniales, contra el
Apartheid, contra el poll tax, pero la lucha contra los
combustibles fósiles es de un carácter completamente diferente,
y tendrá éxito sólo con la condición de tomar una actitud de
absoluta tranquilidad. Pero, ¿habría razones convincentes para
tal posición? ¿Las raíces de la dependencia del sistema actual a
los combustibles fósiles son tan superficiales que es posible
extraerlas con mucho menos esfuerzo que cualquiera de esos
otros males? ¿No están entrelazados el poder autoritario y la
ganancia exorbitante? ¿Deberíamos esperar que haya menos
fricción, menos conflicto en esta transición, en la que las
emisiones deben pasar de dispararse a cero? ¿Nuestras
experiencias hasta ahora nos dicen que podemos lograr esto sin
tener que contemplar otros métodos, o qué diferencia
exactamente a la lucha por el clima de esas otras crisis? Si las
analogías se toman en serio —y esta emergencia debería estar
junto a la esclavitud o al Apartheid— la conclusión parecería ser
lo contrario. Sin embargo, en algunos aspectos esta emergencia
es peor.
Se podría argumentar que la humanidad nunca antes se
había enfrentado a una situación como esta, por lo que las
comparaciones con el pasado son nulas. Hay algo de verdad en
esto. La estructura del problema climático difiere de los famosos
casos que le gusta citar al movimiento. La combustión de
combustibles fósiles no es un sistema para mantener en
cautiverio a una población definida racialmente y sacar la
máxima cantidad de trabajo de sus cuerpos. Un factor que hizo
que la administración Kennedy cediera ante el movimiento de
derechos civiles fue la vergüenza de los policías que brutalizaban
48
a los manifestantes ante las cámaras, un pinchazo en la
superioridad moral que Estados Unidos afirmó en la Guerra Fría
(un factor de un momento específico, que no debe ser combinado
con la década de 2020). Todas las coyunturas descritas
anteriormente tenían determinantes concretos que hoy no están
vigentes. Y lo que es más importante: los combustibles fósiles no
son un arreglo político como la concesión limitada o las leyes
aprobadas: ellos y las tecnologías que los impulsan son fuerzas
productivas imbricadas en ciertas relaciones de propiedad. En
este nivel de abstracción, la analogía con la esclavitud tiene
cierta pertinencia, como ha sugerido Maxine Burkett —las
personas esclavizadas también eran fuerzas productivas,
utilizadas de una manera tremendamente destructiva,
encarnando un capital gigantesco que tenía que ser liquidado.
Además, como ha argumentado el científico y activista climático
James Hansen, los combustibles fósiles, como la esclavitud, no
pueden ser objeto de acuerdos o síntesis; nadie consideraría
reducir la esclavitud en un 40% o un 60%. Todo debe desaparecer.
Dado que los combustibles fósiles son este tipo de cosas, el
derrocamiento de dictadores genera un paralelismo bastante
pobre. Roger Hallam de XR muestra la imagen de miles de
manifestantes que fluyen hacia una plaza para exigir la salida de
un tirano. «La arrogancia de las autoridades los lleva a reaccionar
de forma exagerada, y la gente (aproximadamente entre el 1% y el
3% de la población es ideal) se levantará y derrocará al régimen.
Es muy rápido: alrededor de una o dos semanas en promedio.
Bang: de repente se acabó. Increíble, pero sucede de esa
manera» 16 . Evidentemente no sucederá de esa manera; los
combustibles fósiles no serán abolidos en una semana o dos (ni
lo fue la esclavitud). No concluirá de manera milagrosa, porque
los combustibles fósiles no son una superestructura desvencijada
como el régimen de Slobodan Milošević, arrastrado por el golpe
Hallam, R. (2019). This Is Not a Drill. The civil resistance model. Pág. 100.
16
49
de las personas que aspiran a las libertades básicas compartidas
por la mayoría de los demás. El modo en que se desarrollan los
negocios contemporáneos no es un espectáculo secundario de la
democracia burguesa, una reliquia de una época autoritaria que
requiere corrección. Es la forma material del Capitalismo
contemporáneo, ni más ni menos.
Y, sin embargo, el «modelo de resistencia civil» se basa en
movimientos para derrocar dictadores, más precisamente como
han sido interpretados en Why Civil Resistance Works de Erica
Chenoweth y Maria J. Stephan, el libro que los fundadores de XR
estudiaron detenidamente en la biblioteca, un catecismo del
pacifismo estratégico. Chenoweth y Stephan colocan la
autocracia y la ocupación extranjera en un rincón y la
democracia y la independencia en el otro. Luego, clasifican las
campañas para la transición de la primera a la segunda como
violentas o no violentas. Al compilar más de 300 casos en una
base de datos, la mayoría relacionados con la democracia,
concluyen que la no-violencia tiene el doble de probabilidades de
éxito. Los palestinos se volvieron violentos, los eslovenos se
mantuvieron no violentos; el primero fracasó donde el segundo
tuvo éxito. La lección para los activistas parece muy clara, y es la
fuente de los mandamientos de XR.
Sin embargo, detrás del brillo del rigor aritmético,
Chenoweth y Stephan exhiben las omisiones y supresiones
habituales. Describen a la campaña contra la presencia siria en el
Líbano en 2005 como un ejemplo de triunfo no violento, pero no
dicen nada sobre la lucha de Hezbollah y otras guerrillas para
desalojar la ocupación israelí incomparablemente más brutal y
arraigada; la caída de la monarquía nepalesa se atribuye a la
serenidad civil, la insurgencia maoísta queda fuera; el anti-
Apartheid se clasifica como no violento. Incluso la no-violencia
contra Hitler se describe como algo más exitoso que la resistencia
violenta, una manera bastante curiosa de tontear a lo Gandhi.
Esta comparación histórica, similar a comparar manzanas y
50
naranjas, está diseñada para llevar a casa el mensaje de que tan
pronto como los activistas se vuelven violentos se disparan en el
pie, explicando resultados dispares —por qué Eslovenia es una
democracia y Palestina todavía está ocupada—, y convirtiendo a
los activistas en agentes omnipotentes en eventos comunes. El
analogismo extraído de Chenoweth y Stephan y convertido en el
modelo de XR no es del todo una base intelectual sólida.
Por otro lado, se podría argumentar que si bien la crisis
climática es diferente a todo lo que la precedió, no tenemos otras
experiencias a las que recurrir que las obtenidas en luchas
disímiles, como las realizadas en contra de dictaduras. Y las
autocracias longevas pueden alcanzar una rigidez e
inmutabilidad que recuerdan a la economía fósil. Entonces,
podríamos ver un caso de importancia capital para Chenoweth y
Stephan: Irán. Buscan establecer la incompatibilidad entre la
violencia y la movilización de masas como una ley universal, y
la revolución que derrocó al Sha fue de hecho una de las más
populares de la historia, involucrando directamente a
aproximadamente el 10% de la población, en comparación con,
por ejemplo, el 1% que participó en el derrocamiento de la Unión
Soviética. Por cierto, el período previo a la partida del Sha tuvo
algunos elementos que recuerdan a las recientes movilizaciones
climáticas: manifestaciones que se repiten a intervalos fijos en el
calendario, atrayendo multitudes cada vez más grandes;
ampliación e intensificación de las huelgas (incluso entre los
trabajadores petroleros); ocupaciones de sitios clave (como
fábricas y palacios). ¿Qué inclinó la balanza? En la historia
construida por Chenoweth y Stephan, los iraníes radicales
primero buscaron derrotar al Sha por medio de la lucha armada
en la década de 1970, en particular a través del grupo guerrillero
marxista conocido como Fedaiyan, y fracasaron
estrepitosamente. Pero cuando cambiaron a la no-violencia,
alcanzaron su objetivo en poco tiempo.
51
El problema es que esto suena, otra vez, más a un Ave María
matutino que a un relato de lo sucedido. La crónica existente más
detallada del proceso, Social Origins of the Iranian Revolution de
Misagh Parsa, delinea un torrente de ataques populares que se
elevan tan alto que eventualmente sumergen al régimen del Sha,
desde Mazandaran en el norte hasta Mashhad en el este. Después
de haber sufrido durante meses ataques del ejército, los matones
del gobierno, la policía civil y la policía secreta conocida como
SAVAK, las masas movilizadas «atacaron agresivamente a las
fuerzas armadas» en el otoño de 1978. En Amol se equiparon con
arcos y flechas envenenadas, aplastaron las guarniciones y se
apoderaron de sus armas; en Dezful arrojaron sacos de arena
sobre los soldados que patrullaban, a los que luego asaltaron y
desarmaron; en Hamadan quemaron edificios gubernamentales
hasta que la ciudad «llegó a parecerse a una ruina antigua»; en la
capital, Teherán, cientos de esos edificios y bancos estaban en
llamas a principios de noviembre. En Ahvaz los gerentes de las
compañías petroleras estadounidenses fueron baleados o les
prendieron fuego a sus autos. Desde Kermanshah en el oeste
hasta Kerman en el sur, multitudes furiosas sitiaron las oficinas
de SAVAK, derribaron estatuas del Sha, asaltaron las casas de los
funcionarios del régimen, tomaron ciudades y las defendieron de
los matones. Después de abastecerse de armas arrebatadas al
enemigo, los revolucionarios formaron miríadas de milicias. El
Fedaiyan se precipitó y se abalanzó sobre comisarías, camiones
militares, gendarmería. Pero «la mayor parte de la violencia de
las multitudes se dirigió a la propiedad, no a las personas». Todo
esto escaló más y más a la par con una huelga general que
paralizó la producción y manifestaciones masivas —varios
millones de manifestantes en diciembre—, paralizando las calles.
En febrero de 1979 había surgido una situación de poder dual, con
restos del régimen aferrados al poder a través de los militares. En
ese momento los comandos de Fedaiyan se unieron a los cadetes
de la fuerza aérea amotinados y, en palabras de Asef Bayat,
destacado estudioso de la revolución iraní, «rebasaron el punto
52
muerto mediante una insurrección armada». Fue en este punto
que las fuerzas del Sha fueron derrotadas. Sobrevino un momento
de euforia masiva.
Algunos capítulos de esta historia fueron replicados para
describir a los manifestantes de la Plaza Tahrir, que desde los
dieciocho días de la primavera de 2011 han entrado en la tradición
pacifista estratégica como una prueba más del poder de la paz.
Pero los millones de egipcios no llegaron a esa plaza ofreciendo
flores a la policía. Durante el decisivo Viernes de la Rabia17, 28 de
enero, recogieron botes de gas, trozos de pavimento y otros
proyectiles y se abrieron camino a través de los densos cordones
a través de los puentes hacia Tahrir, «un enfrentamiento que
convirtió a los manifestantes pacíficos en manifestantes
violentos que derrotaron a la policía antidisturbios por necesidad
y desesperación», para citar la contundente Chronicle of the
Egyptian Revolution and Its Aftermath, de M. Cherif Bassiouni.
De los dieciocho días que se necesitaron para expulsar a
Mubarak, los tres primeros posiblemente cuenten como no
violentos. Durante el resto, al menos una cuarta parte de las
comisarías de policía del país, más del 50% en El Cairo y más del
60% en Alejandría fueron saqueadas. El recuento nacional de
vehículos policiales demolidos alcanzó los 4.000. El efecto de esta
detonación de la violencia masiva contra la policía que, huelga
decirlo, fue responsable de la gran mayoría de las bajas, no
espantó a la gente corriente, sino todo lo contrario: los invitó a
Tahrir. Abrió las compuertas del Nilo al quemar a los policías en
sus comisarías y degradar la capacidad represiva del Estado
hasta tal punto que solo podía observar mientras los
manifestantes tomaban el poder. Contraviniendo «el modelo de
resistencia civil», la violencia contra el régimen y las protestas
callejeras fueron «sinérgicas y complementarias», en palabras de
53
Neil Ketchley, otro estudioso de la Revolución Egipcia. Y esto
parece más una regla que una excepción.
De hecho, Ketchley y su colega Mohammad Ali Kadivar han
examinado todas las transiciones democráticas que ocurrieron
entre 1980 y 2010 y encontraron que, por regla general, los
dictadores son destituidos por personas que primero vienen en
paz y luego, después de estrellarse con el Estado blindado,
balancea palos, lanza piedras y lanza cócteles Molotov. A esto lo
llaman «violencia colectiva desarmada». Practicada por civiles,
armas improvisadas en mano, esto no es violencia ejercida por
un ejército permanente con armamento de alta tecnología. Pero
puede lanzarse contra el aparato estatal represivo y dispensarse
contra la propiedad con un efecto aplastante: «altera el orden
cívico y, por lo tanto, aumenta los costos de gobernar para un
régimen en el poder». La violencia colectiva desarmada estuvo
presente en la mayor parte de las transiciones, pero Chenoweth
y Stephan la ignoraron. Tuvieron que ocultarla para generar su
resultado, su conclusión «dos veces más probable» que ocultaba
a las multitudes desatadas desde Chile a Indonesia, desde
Pakistán a Madagascar, incluso en Serbia. Otros académicos han
contribuido a desacreditar su conjunto de datos. Chenoweth y
Stephan no son el IPCC18 de la resistencia.
La pregunta que queda es si es posible ubicar incluso un
análogo mínimamente relevante de la lucha por el clima que no
haya contenido algo de violencia. El pacifismo estratégico es
revisionismo histórico, desprovisto de valoraciones realistas de
lo que ha sucedido y lo que no, de lo que ha funcionado y lo que
ha salido mal: es una guía de escasa utilidad para un movimiento
con enormes obstáculos. La insistencia en barrer la militancia
bajo la alfombra de la civilidad —ahora dominante no solo en el
movimiento climático, sino en la mayoría del pensamiento y
teorización angloamericana sobre los movimientos sociales— es
18
Acrónimo inglés del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el
Cambio Climático (N. del T.).
54
en sí misma un síntoma de una de las brechas más profundas
entre el presente y todo lo que ha sucedido desde la Revolución
Haitiana hasta los disturbios los impuestos de Thatcher: la
desaparición de la política revolucionaria. Apenas existe ya como
una praxis viva en movimientos poderosos o como un contraste
contra el cual se pueden oponer sus demandas. Entre 1789 y 1989
la política revolucionaria mantuvo actualidad y potencialidad
dinámica, pero desde la década de 1980 ha sido difamada,
desactualizada, desaprendida y vuelta algo irreal [en la mente de
las personas]. Con la consecuente descalificación 19 de los
movimientos surge la renuencia a reconocer la violencia
revolucionaria como un componente integral. Este es el impasse
en el que se encuentra el movimiento climático: la victoria
histórica del capital y la ruina del planeta son la misma cosa.
Para salir de él tenemos que aprender a luchar de nuevo, en lo que
podría ser el momento más difícil en la historia para la vida
humana en el planeta Tierra.
19
En el sentido de perder las habilidades y capacidades para la acción (N. del
T.).
20
Posible analogía a las siete copas de la ira de Dios descritas en Apocalipsis
16 (N. del T.).
55
is enough, ¡Ya basta!, etc.—, pero en este caso está subordinada al
pronóstico. Lo peor no ha sucedido; está en camino, a gran
velocidad. Quizás una analogía aplicable aquí sea con el fascismo
(la resistencia contra él es el peor de los casos para los pacifistas).
A principios de la década de 1930 se hizo cada vez más evidente
que Alemania se deslizaba por una pendiente que terminaría con
la toma del poder por los nazis. «¡Cuánto tiempo valioso e
irrecuperable se ha perdido! De hecho, no queda mucho tiempo»,
gritó una de las voces que más insistentemente advirtió sobre el
peligro e instó a su público a no escatimar esfuerzos en
combatirlo (aquí en diciembre de 1931). Ahora bien, no se debe
exagerar el contraste entre estas dos líneas de tiempo, se cruzan:
la emergencia ya está aquí, la copa de la resistencia se derrama
rápidamente, pero la avalancha de la catástrofe tiene una
temporalidad propia. Impone fuertes restricciones a quienes
quieren luchar.
56
II. ROMPIENDO EL HECHIZO
57
menos margen disponible para permanecer por debajo de 1,5 °C o
2 °C.
Por lo tanto, nos encontramos entre las dos hojas de una
tijera: por un lado, la economía tal y como funciona actualmente
eleva las emisiones cada vez más y reduce la esperanza de lograr
una posible mitigación; por el otro, los delicados ecosistemas se
están derrumbando —la extraordinaria inercia del modo de
producción capitalista se enfrenta a la reactividad del planeta.
Este es el predicamento temporal para el cual el movimiento por
el cambio climático tiene que idear estrategias significativas.
«Incluso bajo los supuestos más optimistas» los caminos hacia
un «futuro tolerable» se están «estrechando con rapidez», en
palabras de la enésima súplica científica por una «acción global
inmediata». Dan Tong y sus colegas concluyeron, utilizando
modelos con una representación incompleta de los mecanismos
de retroalimentación positiva en 2019, otro año de aumento de las
emisiones, que 1,5 °C aún seguía siendo algo «técnicamente
posible» si se cumplían dos condiciones. Primero, para tener «una
posibilidad razonable» de respetar el límite las sociedades
humanas tendrían que instituir «una prohibición global de todos
los nuevos dispositivos emisores de CO2». Ahora, la probabilidad
de que las clases dominantes implementen una prohibición
global de todos los nuevos dispositivos emisores de CO2
solamente porque los científicos se lo dicen, o porque miles de
millones de personas sufrirían daños graves, o porque el planeta
podría convertirse en un invernadero, es aproximadamente la
misma a que ellos se formen en la cima de la montaña más
empinada y dócilmente procedieron a arrojarse hacia el abismo.
Así que esto es lo que debería hacer este movimiento
multitudinario en primer lugar: anunciar y hacer cumplir la
prohibición. Dañar y destruir nuevos dispositivos emisores de
CO2. Ponerlos fuera de servicio, desarmarlos, demolerlos,
quemarlos, volarlos por los aires. Que los capitalistas que siguen
invirtiendo sepan que sus propiedades serán destruidas. «Somos
58
el riesgo de la inversión», reza un eslogan de Ende Gelände, pero
el riesgo claramente debe ser superior a uno o dos días de
producción interrumpida al año. «Si no podemos obtener un
impuesto al carbono serio de un Congreso corrupto, podemos
imponer uno de facto con nuestros cuerpos», ha argumentado Bill
McKibben, pero un impuesto al carbono es tan de 2004. Si no
podemos conseguir una prohibición, podemos imponer una de
facto con nuestros cuerpos, y cualquier otro medio necesario.
Aquello, sin embargo, sería solo el comienzo, ya que la
segunda condición para mantenerse por debajo de 1,5 °C —o de
hecho cualquier otro límite que nos sitúe entre un futuro tolerable
e intolerable— sería «una reducción sustancial del tiempo de vida
útil» de la infraestructura de combustibles fósiles. No solo
tendrían que desactivarse los dispositivos emisores de CO2
nuevos, sino también los existentes, los jóvenes y los antiguos. La
ciencia es eminentemente clara en este punto. Debido a que se ha
perdido tanto tiempo valioso e irrecuperable (de hecho, no queda
mucho tiempo) los activos deben estancarse. Las inversiones
deben amortizarse demasiado pronto como para incentivar a los
capitalistas; según una estimación, la suspensión instantánea de
cada proyecto de oleoducto haría que permanezcamos por debajo
de 2 °C solo si se acompañara del desmantelamiento de una
quinta parte de todas las plantas de energía que funcionan con
combustibles fósiles (esta estimación es a partir de 2018 — si las
cosas siguen igual durante más años, o décadas, se elevaría el
requisito). Eso ya es mucho capital ahogado. Ahora bien, una de
las razones por las que la estabilización del clima parece un
desafío tan espantosamente abrumador es que ningún Estado
parece estar preparado para siquiera hacer flotar esta idea, porque
la propiedad [privada] capitalista tiene un estatus sagrado. ¿Quién
se atreve a tirarla a la basura? ¿Qué gobierno está dispuesto a
emplear su fuerza para propiciar la pérdida de esta inmensa
cantidad de ganancias? Entonces debe haber algo que rompa el
hechizo: «Sabotaje». R. H. Lossin, uno de los mejores eruditos
59
contemporáneos en el campo, la describe como «una especie de
apropiación prefigurativa, aunque temporal, de la propiedad. Es
[en referencia a la emergencia climática] una forma lógica,
justificable y efectiva de resistencia, y una afrenta directa a la
santidad de la propiedad privada capitalista». Una refinería
privada de electricidad, una excavadora: la destrucción de activos
es posible, después de todo. La propiedad no es algo inmaterial o
espiritual; no hay ley técnica, natural o divina que la haga
inviolable en esta emergencia. Si los estados no pueden tomar el
cielo por asalto por iniciativa propia, otros tendrán que hacerlo
para salvarse a sí mismos. O la propiedad nos costará el planeta.
El propósito inmediato de una campaña de este tipo contra
las propiedades que emiten CO2, entonces, sería doble: (1)
desincentivar la inversión en más y (2) demostrar que se las
puede dejar fuera de servicio. Para lograr el primer propósito no
sería necesario que todos los dispositivos nuevos fueran
desactivados o desmantelados, solo lo suficiente como para
comunicar de manera creíble que existe un riesgo. Debería darse
una selectividad estricta. Hubo un azar en la destrucción de la
propiedad realizada por las sufragistas, lo que hoy en día no
debería ser así. Si los activistas por el cambio climático atacaran
las oficinas de correos, las tiendas de té y los teatros, los
inversores no se sentirían disuadidos de nada en particular. Esta
vez solo podrían ser blanco de ataques las cintas transportadoras
de carbón y los yates a vapor. Pero, así como las sufragistas
buscaban torcer el brazo del Estado —no estaban en capacidad de
legislar ningún derecho al voto por sí mismas— el objetivo sería
obligar a los estados a proclamar la prohibición e iniciar la
reducción de la maquinaria. «El sistema de energía mundial
actual es la red de infraestructura más grande jamás construida,
que refleja decenas de billones de dólares en activos y dos siglos
de evolución tecnológica», de la cual el 80% de la energía todavía
proviene de combustibles fósiles. Nadie en su sano juicio
pensaría que bandas de activistas podrían quemar todo, o una
60
quinta parte de eso (o que tal destrucción sería inequívocamente
deseable). Al final del día serán los estados los que inicien la
transición, o nadie lo hará.
Pero los estados han demostrado que no serán los
principales impulsores. La pregunta no es si el sabotaje de un ala
militante del movimiento climático resolverá la crisis por sí solo
—claramente una quimera—, sino si generará la conmoción
disruptiva necesaria para cambiar la manera en que realmente
funciona la economía. Parecería temerario confiar en su
ausencia y ceñirse a las tácticas convencionales. Reconociendo
la gravedad de la situación ya es hora de que el movimiento
cambie de manera más decisiva de la protesta a la resistencia:
«Protesta es cuando digo que no me gusta esto. La resistencia es
cuando pongo fin a lo que no me gusta. La protesta es cuando digo
que me niego a seguir más con esto. La resistencia es cuando me
aseguro de que todos los demás también pongan un fin a la
situación», como escribió un columnista de Alemania Occidental
en 1968, transmitiendo las palabras de un activista visitante del
Black Power. No faltarán objeciones a tal resistencia. ¿Sería, para
empezar, técnicamente posible?
61
similares en la parte del Kurdistán bajo control turco y en
Chechenia, Assam y Colombia, donde las guerrillas de izquierda
habían perforado un oleoducto clave con tanta frecuencia que «se
llegó a conocer como “la flauta”».
Existe una larga y venerable tradición de sabotear la
infraestructura de combustibles fósiles, por otras razones
además de su impacto en el clima. El ANC consideró el
suministro de petróleo como el talón de Aquiles del Apartheid. En
la década de 1960 el Estado blanco creó la empresa Sasol para
asegurar su base energética, entre otras cosas mediante la
conversión de abundante carbón doméstico en petróleo sintético
mediante hidrogenación, un proceso químico bastante
desarrollado por los nazis. Una de las acciones más
espectaculares de la lucha por la libertad tuvo como objetivo a
Sasol. En junio de 1980, unidades de comando de MK hicieron
agujeros en las vallas de seguridad alrededor de dos instalaciones
de hidrogenación y colocaron minas en sus tanques. Con una
duración de tres días, la columna de humo pudo ser vista por un
público electrizado en Johannesburgo. Como dijo Frene Ginwala,
un militante del ANC: «destrozó el mito de la invulnerabilidad
blanca. No se trataba de la cantidad de aceite que se perdía, (...)
era esa columna de humo lo que importaba. Sasol era un símbolo
de poder», en palabras de la militante del ANC Frene Ginwala.
Según Mandela, la acción contribuyó al resurgimiento del
movimiento a principios de la década de 1980. «Ninguno de estos
ataques», afirma un académico del MK, «estuvo cerca de derrocar
al Estado, pero proporcionaron evidencia física de una amenaza
potencial y tangible para el régimen, lo que refuerza la sensación,
como dijo Nadine Gordimer, de que “algo allá afuera”
representaba una oscura amenaza para el futuro a largo plazo de
la supremacía blanca». La fachada de invencibilidad se había
fracturado.
Pero el pionero del sabotaje de oleoductos es la resistencia
palestina. A raíz de la Primera Guerra Mundial las compañías
62
petroleras europeas y estadounidenses se abalanzaron sobre los
depósitos descubiertos en el Golfo Pérsico. Para el Mandato
Británico de Palestina el proyecto industrial principal se
convirtió en la construcción de un oleoducto, cortando
directamente desde Kirkuk a través del desierto de Jordania
hacia el norte de Cisjordania y Galilea, y hasta la refinería en
Haifa, desde donde se podría entregar el petróleo iraquí al
mercado mundial. Cuando los palestinos se levantaron en una
huelga general en 1936, el levantamiento anticolonial más
formidable de la época, gran parte de la acción giró en torno al
oleoducto. Dos meses después de que comenzara la huelga los
rebeldes la atacaron por primera vez. En el cenit de la revuelta,
que duró tres años, la destrozaron casi todas las noches: lo
incendiaron o lo pincharon con tiros al azar; a lo largo de las
secciones donde estaba enterrado bajo tierra bandas de cinco o
seis cavaban en el suelo, dejaban al descubierto la tubería, la
rompían y arrojaban trapos llameantes envueltos alrededor de
piedras. Obligados a cerrar la línea una y otra vez, los
colonizadores británicos se vieron privados de su principal
fuente de ingresos y energía. Debido a que se extendía sin
vigilancia a largas distancias fueron «incapaces de defender este
oleoducto vital» mientras que «”la tubería”, como la llamaban los
campesinos árabes palestinos, estaba consagrada en el folclore
popular como el objeto de varios actos de heroísmo», en palabras
de Ghassan Kanafani, el redactor del Frente Popular para la
Liberación de Palestina (FPLP).
El FPLP relanzó el sabotaje en la misma línea en 1969. En
mayo de ese año, seis combatientes del Frente se infiltraron en
territorio ocupado por Israel desde el sur del Líbano, atravesaron
el terreno montañoso de los Altos del Golán y localizaron una
parte no vigilada del oleoducto que transporta petróleo crudo de
Arabia Saudita al Mediterráneo. Pasaron la noche, excavaron la
tubería, colocaron un artefacto explosivo y se escabulleron.
Semanas después, otra célula se infiltró en la refinería de Haifa y
63
detonó una bomba, y antes de que finalizara el verano, el FPLP
también había demolido dos torres de alta tensión y un oleoducto
en el desierto de Naqab. Al-Hadaf, el semanario del FPLP editado
por Kanafani, explicó que el objetivo era «golpear
económicamente al enemigo, específicamente en el marco de la
producción de petróleo». En una reconstrucción reciente de la
campaña de 1969, Zachary Davis Cuyler ha demostrado que el
Frente entendía el petróleo como la base material de la trinidad
hostil —el imperialismo estadounidense, el colonialismo israelí,
la reacción árabe—, y el sabotaje como una forma de «atacar los
ligamentos de imperio».
Sin embargo, en el momento de la publicación del Pipeline
and Gas Journal fue Nigeria la que experimentó la destrucción de
propiedad más grande. Después de que el movimiento no-
violento contra las corporaciones petroleras que asolaban el delta
del Níger parecía haber chocado contra un muro de ladrillos a
fines de la década de 1990, la juventud organizada de Ijaw y otras
comunidades hizo un intento por expulsarlos por la fuerza. A
finales de 2005, el Movimiento para la Emancipación del Delta del
Níger (MEND) se anunció dando a estas corporaciones el
ultimátum de marcharse o «afrontar ataques violentos». Al
inaugurar una guerra de guerrillas única por su concentración en
el petróleo, MEND emprendió luego «una serie de ataques
fantásticamente audaces», en palabras de Michael Watts:
moviéndose rápidamente en botes a través de arroyos y pantanos
para explotar oleoductos, atacar embarcaciones, dominar
plataformas marinas, oficinas de asalto, secuestrar a empleados
petroleros. El primer ataque se tituló «Operación Ciclón». Entre
2006 y 2008, cuando la insurgencia alcanzó su punto máximo,
MEND cerró un tercio de la producción en el principal país
petrolero de África. «El flujo estable y regularizado de petróleo»,
observó Watts, «fue cuestionado de una manera sin precedentes».
Por un breve momento pareció que Shell, ExxonMobil y los otros
depredadores estaban al borde de la rendición.
64
Durante la Revolución Egipcia, el gasoducto que utilizó el
régimen de Mubarak para suministrar gas al Estado de Israel por
debajo de los precios del mercado atrajo parte de la ira popular.
Después de que diez acciones de sabotaje cerraran los grifos,
Israel canceló los pagos y el acuerdo se rompió. Se estima que
treinta explosiones sacudieron el oleoducto en el período
comprendido entre los dieciocho días de protesta que derrocaron
a Mubarak y el golpe de Estado de Abdel Fattah al-Sisi. En la
India, los naxalitas han atacado regularmente las minas de
carbón y los ferrocarriles; en 2009 y 2010 las autoridades se
quejaron de que estrangularon el transporte de combustible y
establecieron zonas prohibidas de facto para los inversores que
deseaban abrir nuevas minas, reduciendo una cuarta parte de la
producción de carbón del país. Entre otras acciones, en el verano
de 2019 los naxalitas atacaron los transportes de carbón en el
estado de Chhattisgarh, incendiaron dieciséis vehículos que
transportaban carbón en Jharkhand e incendiaron veintisiete
máquinas y vehículos en un sitio de construcción para una
carretera nacional en Maharashtra, además una planta de
alquitrán, sin mostrar señales de que hubiese un final por lo
pronto. Los revolucionarios egipcios e indios tenían poco en
común, pero ambos tenían como objetivo la infraestructura de
combustibles fósiles.
Luego se estableció un nuevo récord en el Golfo. Nada de lo
anterior se acercó al efecto de los drones lanzados por los
rebeldes hutíes en Yemen —otro país con una tradición de
sabotaje de oleoductos— contra las refinerías de Aramco en
Abqaiq, la instalación de procesamiento de petróleo más grande
del mundo, el 14 de septiembre de 2019. Los vehículos no
tripulados irrumpieron en los recintos para perforar los tanques
de almacenamiento, encender fuegos, inutilizar los trenes de
procesamiento. De un solo golpe la mitad de la producción de
petróleo en Arabia Saudita, que representa el 7% de los
suministros mundiales, tuvo que frenar. Ninguna acción
65
individual en la historia del sabotaje y la guerra de guerrillas
había logrado una ruptura de tal magnitud en el bombeo de
petróleo. Un coro de expertillos anunció una nueva era de guerra
asimétrica: ahora los rebeldes pueden usar aviones pequeños,
baratos y similares a juguetes para derribar los pilares del
sistema energético. El sitio de noticias empresariales Bloomberg
se estremeció. La acción de Abqaiq brindó «pruebas claras de la
vulnerabilidad del suministro mundial de crudo en una era de
tecnologías disruptivas que pueden poner de rodillas a una
industria centenaria, al menos temporalmente»21. ¿Con qué más
podría soñar un activista por el cambio climático?
Teniendo en cuenta este historial la pregunta no es si es
técnicamente posible que las personas organizadas fuera del
Estado destruyan el tipo de propiedad que destruye el planeta;
evidentemente lo es, al igual que es técnicamente posible car un
cambio hacia la energía renovable. La pregunta es por qué estas
cosas no suceden —o más bien, por qué suceden por todo tipo de
razones (buenas y malas), pero no por el clima. Es la paradoja de
Lanchester en el Sur Global. Los commodities que queman
combustibles fósiles pueden estar relativamente dispersos en el
sur, pero el Sur está lo suficientemente atravesado por la
infraestructura como para que su producción sea el hogar de la
más rica tradición de sabotaje. El Sur se tambalea bajo los golpes
del colapso climático. Tiene más que perder en el corto y mediano
plazo, y la preocupación popular está muy extendida, mucho más
que en el Norte, según algunas encuestas. Aquí es donde el saber
hacer de la gran destrucción de propiedades está más vivo, y sin
embargo brilla por su ausencia. Me vienen a la mente dos factores
explicativos: (1) la desaparición generalizada de la política
revolucionaria (…) que reduce los niveles de conciencia
21
Di Paola, A. & Ratcliffe, V. (2019). Saudi Attacks Reveal Oil Supply Fragility
in Asymmetric War. Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20201125060927/https://www.bloomberg.com
/news/articles/2019-09-15/saudi-attacks-reveal-oil-supply-s-fragility-in-
asymmetric-war.
66
necesarios para conectar los puntos y, más particularmente, (2)
una politización insuficiente de la crisis climática. La gente
podría agonizar por ella; rara vez encuentran una forma para
defenderse.
Tomemos, por ejemplo, a Egipto. Es extremadamente
vulnerable: la subida del mar penetra en el Delta y estropea los
campos con agua salada; el calor del verano se hace insoportable
en El Cairo; se pronostica que las cosechas en el Alto Egipto se
reducirán más rápido que en la mayoría de los otros graneros; las
tasas de evaporación en el lago Asuán y el Nilo están a punto de
aumentar y, sin embargo, la cuestión del clima está casi muerta.
Inmediatamente después de la caída de Mubarak hubo una
pequeña posibilidad de que la gente se comprometiera con el
problema. Poco después Sisi cambió de dirección y llevó al país a
producir más combustibles fósiles. No solo renovó el acuerdo con
Israel —ahora Egipto importaría gas recién descubierto en
territorios controlados por ese Estado—, sino que también hizo
aceleró la extracción de carbón, apuntando a un aumento de ocho
veces en la capacidad de combustión, supervisando la
construcción de la central eléctrica de carbón más grande en
África (si es que no es la más grande del mundo, como afirmó el
conglomerado chino-egipcio). Las protestas iniciales fueron
aplacadas y un ministro de Medio Ambiente dimitió. Pocos
países han visto un crecimiento similar de misiones
comprometidas. Pocos países están tan bendecidos por el viento
y el sol como para no sufrir explotación (cuya generación de
electricidad representa menos del 1% de la electricidad generada
bajo Sisi). Son pocos los que combinan estos factores con un rico
y fresco historial de conflictos revolucionarios que emplean el
sabotaje —sin embargo, esas luchas han sido completamente
aplastadas. Quizás algún día millones de egipcios entrarán en la
zona del Canal de Suez para protestar contra las fuerzas que
destrozan sus vidas, y algunos de ellos se desviarán hacia las
67
plantas de carbón de Sisi; quizás eso pueda marcar la diferencia.
Pero ese día está demasiado lejos de nuestra zona de confort.
Hay condiciones similares en otros países del Sur Global.
Irán se tambalea de un desastre climático a otro, tiene una clase
dominante de mulás millonarios sentados sobre las riquezas del
petróleo y el gas, no aprovecha el potencial de las energías
renovables en el país y tiene una rica historia de políticas
revolucionarias, las cuales fueron aplastadas después de 1979. La
Fedaiyán22 ya no existe. Sudáfrica, Nigeria, Colombia y muchos
otros países comparten patrones similares. Pero el sabotaje de la
infraestructura de combustibles fósiles no está patentado por el
Sur Global; de hecho, es tan antiguo como la propia industria, que
se remonta a los luditas, los disturbios Plug Plot y otros
movimientos obreros que destruyeron motores de vapor y
máquinas industriales en Inglaterra, lo que sólo hace que la
paradoja sea más misteriosa. Los dispositivos que emiten CO2
han sido saboteados durante más de dos siglos por grupos
subalternos indignados por el poder que emana de ellos —
automatización, apartheid, ocupación—, pero todavía no debido a
que son fuerzas destructivas en sí mismas.
Europa occidental tuvo su propia época de sabotaje en los
años setenta y ochenta en solidaridad con las luchas de
liberación en lo que entonces se conocía como el Tercer Mundo.
En 1972 militantes palestinos volaron un oleoducto perteneciente
a Esso —ahora ExxonMobil— cerca de Hamburgo. A mediados de
la década de 1980 cuadros del «frente antiimperialista» —Action
Directe (Francia), Rote Armee Fraktion (Alemania), Cellules
Communistes Combattantes (Bélgica)— se unieron para una
campaña contra los oleoductos de la OTAN que atravesaban sus
22
Se refiere a la Organización de la Fedaiyán (Mayoría) del Pueblo Iraquí, un
partido de izquierda en el exilio que por la década de 1980 se constituyó como
la organización comunista más grande de Irán. Busca la institución de una
república iraní secular y la destrucción del actual gobierno islámico (N. del
T.).
68
países; volaron una docena de tuberías y estaciones de bombeo.
Como parte de la protesta internacional contra el Apartheid en la
década de 1980 los activistas bombardearon estaciones de
servicio de empresas que seguían comerciando con Sudáfrica, en
particular las estaciones de Shell en la provincia holandesa de
Groningen. Las estaciones Shell fueron ocupadas y quemadas en
Suecia a mediados de la década de 1990 en rechazo contra el trato
a los pueblos del delta del Níger. Pero por el clima [como tal] no
se ha hecho nada parecido.
Una faceta del retroceso [político] en Europa en los últimos
años es la virtual monopolización de la violencia política por
parte de la extrema derecha, siendo la Francia de los Gilets
Jaunes 23 la principal excepción. Durante la llamada crisis de
refugiados de 2015 se cometieron noventa y dos incendios
provocados contra centros de asilo en Alemania —un reflejo del
efecto flanco radical, en la extrema derecha—, empujando al
Estado a cerrar las fronteras; una avalancha similar de incendios
atravesó Suecia, el segundo principal receptor de inmigrantes en
la Unión Europea (UE). No se registró un solo ataque contra la
infraestructura de combustibles fósiles en ninguno de los dos
países. Esa distribución debe caer bajo el título de irracionalidad
humana patológica en medio de esta crisis. La destrucción de la
propiedad todavía ocurre, simplemente la hacen las personas
equivocadas por causas muy equivocadas. Pero no tiene que
venir en forma de explosiones, proyectiles, piromanía; no
presupone las capacidades militares del FPLP, el MEND o los
hutíes. Se puede realizar sin una columna de humo. Eso es
preferible. El sabotaje se puede hacer con suavidad, incluso con
cautela.
23
En Hispanoamérica conocidos como los «Chalecos Amarillos» (N. del T.).
69
En una cálida y tranquila noche de julio de 2007, Östermalm,
el barrio más próspero del centro de Estocolmo, hogar de
multimillonarios y aristócratas y un ambiente de majestuosa
calma, recibió la visita de un grupo de hombres y mujeres jóvenes
que vivían en otros lugares de la ciudad. Alguien sacó a su perro
a dar un paseo nocturno. Alguien miró por la ventana antes de
apagar la luz. Alguien se dirigía a casa en su bicicleta, pero nadie
pareció darse cuenta de nosotros cuando caminamos por las
calles, nos deteníamos y nos agachábamos, volvimos a caminar
a paso rápido, nos deteníamos y nos agachábamos, nos
levantábamos y seguimos adelante. En las aceras de Östermalm
reptó durante horas un silbido y un chisporroteo. A la mañana
siguiente sesenta propietarios de SUVs encontraron sus autos
reclinados sobre el asfalto. En sus parabrisas tenían un folleto
que decía:
Asfaltsdjungelns Indianer
70
La línea de la firma que se traduce como «Indios de la jungla
de hormigón», sin duda un nombre tonto e incluso inapropiado.
(Recibimos un correo electrónico de un nativo americano
molesto por nuestra apropiación cultural). En la madrugada nos
atribuimos la responsabilidad de esta primera acción en un
comunicado a la prensa y lanzamos un blog. Allí les pedimos a
otros que se pusieran manos a la obra.
El blog contenía una lista de imágenes y nombres de los
principales modelos de SUV, desde el Volvo XC90, el modelo más
vendido en Suecia en ese momento, hasta el famoso Hummer, y
un sencillo manual:
71
champán ultra caras, descorcharlas y rociar el líquido en los
bares del vecindario, solo para mostrar cuánto dinero podían
derrochar —con la diferencia de que esto hizo más que solo mojar
un piso. Mató gente.
Lo que sucedió después se podría comparar a un incendio
forestal: grupos de indios, o «tribus», como se hacían llamar a sí
mismos, aparecieron en Suecia en verano y otoño. Una redada
nocturna podía malograr 200 camionetas en el centro de la
ciudad de Estocolmo, a lo cual le seguía el comunicado; 50 en
Gotemburgo, o un puñado en Växjö, o 70 en el elegante distrito
Western Harbour de Malmö. Se convirtió en una sensación
mediática. Tuvo lugar al comienzo del primer ciclo de activismo
climático, justo antes de que Al Gore y el IPCC fueran
galardonados con el premio Nobel de la paz. Los medios
nacionales se apresuraron a cubrir el fenómeno, y la prensa local
a imprimir informes sobre «lo que sucedía después». La revista
Dagens Nyheter, el principal diario de Suecia, infiltró a un
reportero en una «tribu» que se abrió camino a través de «cuartos
abarrotados de SUVs», se escondían cuando se encendían los
faros y continuaban en silencio, operando como un solo
contingente en un movimiento en formación. Tuvo aceptación
entre muchos, y fue animado y emulado por un número
suficiente de personas como para provocar una reacción
violenta.
Los indios se convirtieron en objeto de furiosa indignación.
Nuestras acciones ni siquiera causaron daños permanentes a la
propiedad; generar0n una molestia bastante leve, imponiendo a
los propietarios la pérdida de tiempo y dinero que implicaba
remolcar el automóvil a la estación de servicio o recargarlo in
situ. Pero para algunos fue la muerte misma. Una vez fuera de
servicio los SUVs se parecían más a un contenedor de basura, lo
cual los volvía completamente incapaces de cumplir su
propósito. Fue demasiado para un segmento de propietarios. «Si
te hubiera visto» en acción «te hubiera matado», decía una de las
72
amenazas de muerte que publicamos en el blog (esto fue antes de
la era de los trolls en las redes sociales): «Yo y muchos otros te
tenemos en el mismo nivel que los terroristas suicidas y los
pedófilos. De hecho, hubiera preferido ver algunos pedófilos
liberados para poder ver las celdas repletas con tipejos como tú.
Punks repugnantes, lean un poco antes de correr como unos
putos guerrilleros». Los foros de Internet para propietarios de
automóviles, soldados y deportes masculinos rebosaban de
fantasías de venganza. Apareció un blog llamado Cowboys of the
Concrete Jungle que prometían de desinflar los pulmones de los
indios. Esta contrafuerza difundió calcomanías con la imagen de
un niño con una pistola, encima de la cual se leía: «El aire de mis
llantas es propiedad privada; desinflarlas es un ataque a la
democracia». La revista Motor Life Today publicó un artículo
sobre una supuesta distribución de armas de fuego y munición
real a los propietarios de SUVs, advirtiendo que muchos eran
cazadores y militares, y esperaban que «algún indio se ahogara
en su propia sangre alguna noche». Se dijo que los vehículos
estaban custodiados por «hombres sombríos vestidos de negro».
Hombres sombríos… llevaban a flor de piel el terror de la
castración simbólica. Aquellos propietarios deseaban reflejar no
solo su clase, sino también su virilidad a través de sus enormes
autos.
No tuvo lugar un estallido de violencia. Solamente en una
ocasión un macho heroico promedio persiguió a una india en un
tren subterráneo, la detuvo (de manera bastante simbólica) y la
retuvo hasta que la policía llegó a arrestar a la mujer. A finales de
septiembre las «tribus» de Estocolmo y Gotemburgo respondieron
a las amenazas con otra ola de pinchazos, en solidaridad con el
medio millón de víctimas que las lluvias torrenciales e
inundaciones habían dejado en Uganda. Incitábamos a «atacar
algunas de las más fuentes de emisiones más terribles de
Occidente». En el primer semestre de 2007 las ventas de los SUVs
Volvo en Suecia habían aumentado de forma constante, pero en
73
el segundo semestre cayeron un 27%. Esta caída se reflejó en otros
modelos. Nos atribuimos parte del crédito. Cuando elaboramos
un balance de la campaña en diciembre, contamos más de 1.500
SUVs «deshabilitados» temporalmente, como diríamos. Nos
habían llegado un par de informes de propietarios que habían
arrancado sus coches a pesar de nuestras precauciones; se
acercaba el invierno, es decir, las carreteras iban a ponerse
resbaladizas, sobre todo porque la nieve se mezclaba con la lluvia.
No queríamos poner vidas en peligro. Anunciamos un «alto al
fuego», pidiendo a los propietarios de SUVs que evaluaran sus
opciones en tanto dure la paz; cancelamos la campaña y nos
comprometimos a reiniciarla en algún momento en el futuro.
Luego el ciclo se volvió hacia abajo. Los Indios de la Selva de
Concreto nunca reanudaron sus actividades. Aquello me parece
lamentable.
El sabotaje de los SUVs fue tanto una acción directa como
una broma, quizás demasiado alegre y tierna para merecer el
calificativo de «sabotaje». Todos los combustibles fósiles que se
han quemado desde entonces debería respaldar la búsqueda de
enfoques más prácticos, y si hay algo que aprender de este
pequeño episodio es que ejercitar un poco la imaginación podría
permitir a los activistas neutralizar los dispositivos emisores de
CO2 con bastante facilidad. Sin embargo podría hacérsenos una
objeción: ¿por qué perseguir al consumo privado? ¿No ha
trabajado duro el movimiento para desviar la atención de los
consumidores —los sujetos predilectos del discurso liberal—
hacia la producción de combustibles fósiles? ¿Tenerlos en la mira
no representaría un retroceso?
74
los ingresos y la riqueza, por un lado, y las emisiones de CO2, por
el otro. Se ha demostrado desde Canadá hasta China: una
pequeña parte de la población es la causante de gran parte de las
emisiones de gases. Como dice Dario Kenner en su Carbon
Inequality ser rico en el mundo de hoy es llegar a la cima en la
distribución de la «capacidad desigual de contaminar». Ser súper
rico es poseer múltiples mansiones, SUVs y autos de lujo, yates,
jets y helicópteros y, ¿por qué no?, también un aeropuerto privado,
un submarino privado, una plataforma semisumergible privada
que sirve como un hábitat flotante con todas las comodidades.
Después de un estudio meticuloso sobre el nivel de los hogares,
Kenner concluye que «todas las personas ricas en los EEUU y el
Reino Unido tienen una enorme huella de carbono asociada con
su estilo de vida». Da el ejemplo de Lord y Lady Bamford, a
quienes les gusta llevar invitados en avión privado a las fiestas.
En marzo de 2016 fletaron dos aviones Boeing para llevar a 180
amigos durante cuatro días a la celebración de sus cumpleaños
en los palacios de Rajasthan.
A nivel agregado estos estilos de vida registran emisiones
extraordinarias, pese a las limitaciones de los datos —los ricos
tienden a no ser francos sobre sus emanaciones— y las
diferencias en la metodología. Un informe de Oxfam de 2015
sugiere que el 1% más rico tiene una huella de carbono 175 veces
mayor que la del 10% más pobre; los estadounidenses más ricos
tuvieron dos mil veces más emanaciones que los
mozambiqueños más pobres. Un artículo publicado por Ilana M.
Otto y sus colegas en Nature Climate Change en 2019 encuentra
que el 0,54% más rico emite un tercio más que la mitad más pobre.
Otro estudio del mismo año se centra en los superyates, definidos
como yates de más de 24 metros, que a menudo van por encima
de los 70. Se estima que el 0,0027% de la humanidad tiene activos
suficientes para comprar los modelos más pequeños.
Descontando otros daños ambientales —como el superyate
propiedad del cofundador de Microsoft, Paul Allen, que se estrelló
75
y destruyó el 80 por ciento de un arrecife de coral protegido en
enero de 2016— este estudio calcula solo las emisiones de CO2 del
combustible necesario para mover los superyates. En todo el
mundo hay unos 300 superyates, los cuales en un año generan
tanto CO2 como los 10 millones de habitantes de Burundi.
Si deseas emitir tanto CO2 como fuese posible no hay
manera más rápida que darse un tour en avión. Eso también se
acerca a la definición de ser rico hoy en día. Un solo vuelo de
Londres a Edimburgo emite más CO2 que el somalí promedio en
un año; de Londres a Nueva York más que un nigeriano y un
nepalés; de Londres a Perth más que un peruano o un egipcio, un
keniano o un indio. Hay cincuenta y seis países en el mundo con
emisiones anuales per cápita más bajas que las emisiones de un
solo individuo que vuela una vez entre Londres y Nueva York.
Estas cifras se basan en estimaciones bastante cautelosas del
impacto de la aviación. ¿Quién arroja este fuego desde los cielos?
Incluso en un país tan propenso a volar como Inglaterra, apenas
el 1% de los residentes tomó una quinta parte de todos los vuelos
al extranjero en 2018; el 10% tomó la mitad y el 48% no tomó
ninguno. Pero los súper ricos prefieren sus propios aviones o
alquilar uno de Warren Buffett, cuya flota de dragones de lujo
surcan los cielos con resultados predecibles. Los jets privados que
operan solo en los Estados Unidos generan tanto CO2 como la
mitad de Burundi en un año.
Este tipo de emisiones presentan un dilema ético bastante
fácil de puntualizar. Fue identificado por primera vez en 1991 en
un ensayo clásico de dos académicos y activistas climáticos
indios, Anil Agarwal y Sunita Narain, quienes discreparon con
los cálculos que trataban con igualdad a todas las emisiones.
«¿Podemos realmente equiparar», preguntaron, «las
contribuciones de dióxido de carbono de los automóviles
devoradores de gas en Europa y América del Norte o, para el caso,
en cualquier parte del Tercer Mundo, con las emisiones de
metano del ganado de tiro y los campos de arroz de los
76
agricultores de subsistencia en Occidente, Bengala o Tailandia?
¿Estas personas no tienen derecho a vivir?». Una cantidad de
metano de un rumiante o un arrozal podría emitir la misma
cantidad de CO2 de un todoterreno, aceptaron Agarwal y Narain,
pero no podemos emitir el mismo juicio moral para ambos.
Esta idea fue luego rescatada y formalizada por Henry Shue,
uno de los filósofos más perspicaces de la crisis climática, quien
desarrolló una distinción, ampliamente aceptada en la literatura,
entre emisiones de lujo y de subsistencia. El primer tipo de
emisiones ocurren porque a los ricos les gusta revolcarse en el
placer de su estatus, los segundos porque los pobres intentan
sobrevivir. Si una familia campesina en la India usa carbón para
cocinar su comida, o ilumina su casa con electricidad de una
central eléctrica de carbón, la única alternativa existente es la
inexistencia de la estufa y de las luminarias. Debido a que están
atrapados en una economía dependiente del combustible fósil no
tienen más remedio que utilizar la energía contaminante, porque
aquello es lo que se les ofrece. Alguien que conduce un superyate
no puede ser exonerado de esta manera: podría abstenerse
fácilmente de su barco sin renunciar a una necesidad o un
derecho vital, de hecho, sin experimentar ninguna molestia. Las
emisiones de subsistencia se producen en la búsqueda de la
reproducción física, en ausencia de alternativas viables. Las
emisiones de lujo no tienen excusa alguna. «La gente no necesita
yates, quiere yates», dijo el director ejecutivo de uno de los
principales fabricantes de superyates.
Ahora bien, la frontera entre necesidades y deseos es
famosa por ser demasiado ambigua, pero ignorar dicha distinción
en este contexto «es descartar las diferencias más fundamentales
de este tipo de las que tengamos registro», argumentó Shue en
1993. Estaba lidiando con la cuestión de qué emisiones debían
reducirse primero. «Deberíamos», argumentó, «comenzar con las
emisiones puramente derrochadoras, frívolas y superfluas de los
ricos que participan en actividades en las que no necesitan
77
participar. (…) Incluso en una emergencia uno empeña las joyas
antes que las sábanas» 24 . Este argumento fue concebido en un
momento crítico de la historia del clima: a principios de la década
de 1990, cuando las cumbres de la COP comenzaron a
desarrollarse, se esperaba que los gobiernos llegaran a un
acuerdo que limitara las emisiones globales. La cuestión
espinosa sería cómo dividir las restricciones entre ricos y pobres.
Shue fue uno de los muchos que argumentaron que no se podía
exigir a este último que frenara de golpe su desarrollo y
abandonara la búsqueda de niveles de vida modernos para que el
primero pudiera seguir volando alto; la decencia básica y toda la
teoría del aparato académico de la justicia exigían, en cambio, que
se diera a los pobres más margen de emisión. Fue con este fin que
Shue hizo su distinción. Sin embargo, dos décadas después, con
las cumbres de la COP todavía avanzando pasivamente hacia el
desastre, se vio obligado a admitir que la situación ya no es la
misma.
Si en la década de 1990 o principios de los 2000 los gobiernos
ricos hubieran acordado un tope para las emisiones y una
reducción de las mismas —como casi todos los demás exigían—
los pobres podrían haber tenido alguna posibilidad. Pero nunca
se instituyó ningún límite. Las emisiones globales siguieron
creciendo a pasos agigantados. El aumento de temperatura en la
Tierra es el resultado de las emisiones acumuladas desde la
época de la máquina de vapor; cuanto más se emite, más caliente
se pone, por lo que se puede elaborar algo parecido a un
presupuesto de carbono. Ya vamos por la COP25 y junto a éste se
acerca el trigésimo aniversario de la inutilidad de una época,
todos los presupuestos razonables de carbono están cerca de
agotarse. No queda mucho espacio para nadie. «Ni ricos ni
pobres» pueden tener algo como el derecho a emitir porque todas
las emisiones deben reducirse a cero en poco tiempo.
78
Afortunadamente esto no condena a los pobres a la pobreza
eterna, porque lo que necesitan no son emisiones sino energía, y
con las energías renovables siendo cada vez más baratas en todos
los ámbitos la transición no requiere el sacrificio de sus
aspiraciones materiales. Sin embargo, ¿qué pasó con la distinción
entre emisiones de lujo y de subsistencia? ¿Ha perdido
relevancia?
Al contrario. Las emisiones de lujo se vuelven más atroces
mientras llegamos al límite del presupuesto de carbono por al
menos seis razones. Primero, el daño que infligen ahora es
inmediato. Disfrutar de un día en un yate de vapor en 1913 todavía
no era una gran ofensa como tal, porque se había acumulado
relativamente poco CO2 en la atmósfera, la concentración aún se
mantenía por debajo de las 300 ppm; las emisiones de una
chimenea no sobrecargaban huracanes ni encendían bosques
secos en llamas. Pero cuando la atmósfera ya está saturada de
CO2 los excesos extravagantes tienen esos efectos nocivos, lo que
significa, para saltarse los eufemismos, que envían proyectiles
volando hacia pobres elegidos al azar. Los ricos podían alegar
ignorancia en 1913. Ahora no. En consecuencia, un grupo de
criminólogos estadounidenses y británicos ha argumentado que
el consumo conspicuo de combustibles fósiles debería
clasificarse como delito. Se ve agravado por las circunstancias,
en segundo lugar, que la principal fuente de emisiones de lujo —
la hipermovilidad de los ricos, sus vuelos desordenados y su
navegación y conducción— es lo que los libera de tener que
preocuparse por las consecuencias, ya que siempre pueden
mudarse a lugares más seguros. Ser súper rico e hipermóvil por
encima de las 400 ppm es arrojar peligros letales a los demás y
alejarse de ellos de golpe.
En tercer lugar, las emisiones de lujo representan la lanza
ideológica del status quo, que no solo mantiene, sino que defiende
activamente los tipos de consumo más insostenibles. Esto es el
crimen vendido como una vida ideal. El consumo en los estratos
79
medios sigue su ejemplo, y los nuevos ricos del mundo luchan
por unirse al 0,0027%. El daño causado al planeta cuando la
temperatura se encuentra por encima de 1 °C se debe en parte a
quienes continúan promocionando el derroche de sus recursos
como el significado de una buena vida. Cuarto, la quema de
dinero tiene una connotación ética adicional cuando ese dinero
podría desviarse para ayudar a las víctimas de esa misma quema.
Ilona Otto y sus colegas señalan que solo en 2017 —según los
registros oficiales— cuarenta y cuatro personas heredaron más
de mil millones de dólares cada una, una suma total de 189 mil
millones de dólares. Los cuatro fondos mundiales más grandes
para financiar la adaptación a los impactos climáticos aprobaron
proyectos por un valor de 2.780 millones de dólares. Así, cuarenta
y cuatro personas cobraron sesenta y ocho veces más riqueza no
ganada de lo que se asignó a las víctimas mundiales de la
catástrofe climática, y lo más probable es que parte de ella se haya
destinado directamente a superyates y productos similares —
como si el acto de inyectar veneno en las fuentes acuíferas fuese
resuelto solamente entregando aparatos de purificación de agua
a los habitantes de los barrios marginales. Este crimen se puede
agravar cada vez más.
Y, quinto, la idea tiene más vigencia que nunca. Si alguna
vez vamos a empezar a reducir las emisiones, sobre la base de
cualquier principio plausible, el lujo tendrá que ser lo primero en
desaparecer. Cuantas más gigatoneladas de carbono haya, más
feroces serán las disputas entre aquellos que se verán obligados
a reducir sus emisiones. Queda tan pocas posibilidades y tiempo
como para posponer ese ajuste de cuentas. De esta condición se
deriva la sexta y última razón: la especificidad estratégica de las
emisiones de lujo. Son sumamente desmoralizantes para los
esfuerzos de mitigación. El simple hecho de ver un superyate
deslizándose por el estuario, o escuchar sobre el último récord en
la construcción de torres privadas, o leer sobre las cifras de
ventas aún elevadas de los autos que consumen más gasolina en
80
el mercado es suficiente para romper la esperanza de que lo
hagamos alguna vez logrará desviar la curva. Si ni siquiera
podemos deshacernos de las emisiones más absurdamente
innecesarias, ¿cuándo y cómo vamos a lograr reducirlas a cero?
Cuantos más gases se acumulan, más acentuada es esta
centralidad. Las emisiones de subsistencia deben superarse tanto
como cualquier otra, pero no tienen ninguna de las
características que hacen que las emisiones de lujo saturen
nuestro mundo con CO2: criminalidad desenfrenada, capacidad
de huir de las secuelas, tercerización de residuos, retención de
recursos para la adaptación, persistencia en las actitudes más
odiosas y negación ostentosa de la reducción como tal. Un
campesino que emite CH4 de su arrozal o CO2 de su estufa no
puede ser considerado moralmente responsable en un grado
similar. De hecho, cuanto más arraigada esté la economía fósil,
más se podría reducir su margen de elección.
De ello se deduce que los estados deberían atacar las
emisiones de lujo con especial atención, no porque constituyan
necesariamente la mayor parte del total, sino por la posición que
ocupan. Otto y sus colegas proponen «restricciones obligatorias
sobre las emisiones domésticas e individuales» para obligar a los
ricos a ser más humildes. Ahora, la probabilidad de que las clases
dominantes implementen restricciones obligatorias sobre el
consumo de los ricos —es decir, sobre ellos mismos— es casi la
misma que la de ellos buscando implementar el Comunismo.
Tampoco es probable que este crimen sea investigado y
procesado, porque el Capitalismo, como señalan los criminólogos,
lo recompensa y le hace apología. Con la configuración actual de
la lucha de clases el estado capitalista promedio con alguna
pretensión de preocuparse por el clima se inclinará más bien a
comenzar en el extremo opuesto: con un ataque a las emisiones
de subsistencia.
Esto es lo que hizo Emmanuel Macron, rey de la diplomacia
climática y el lujo privado, en Francia por el año 2018. El impuesto
81
al combustible que desencadenó los Gilets Jaunes apuntó a los
coches de las clases populares. El aumento de los alquileres y los
precios de la vivienda habían empujado a los trabajadores
franceses a salir de las ciudades hacia el interior del país, donde
el transporte público está crónicamente subdesarrollado, razón
por la cual «tener un automóvil es esencial» para ir al trabajo y
acceder a los servicios públicos. Shue reconoció la situación. El
impuesto al carbono de Macron pesó cinco veces más en el 10%
más pobre de la población que en la parte superior —
efectivamente, un impuesto regresivo sobre la subsistencia,
mientras que el Président des Riches25 liberó al lujo de todas las
restricciones. Fue contraproducente, como debe de ser. Pero si
otros gobiernos burgueses desarrollaran la misma pasión que
Macron por el clima se puede esperar que avancen torpemente
en la misma dirección. Las emisiones de lujo, reconocidas desde
hace mucho tiempo como los frutos bajos de la mitigación, siguen
colgando, pesadas y podridas, sin que ningún estado se atreva a
tocarlas. Es hora de recoger algunos palos y derribar la fruta.
Puede que sean necesarios ataques a dispositivos emisores
de lujo para romper el hechizo lanzado en la esfera del consumo.
Tal y como la desinversión forzó la eliminación de concesiones
sobre los combustibles fósiles, el propósito de esto sería imponer
otra ética: los ricos no pueden tener derecho a quemar a otros
hasta la muerte. A lo mejor pueden concebir el aire de sus
neumáticos como su propiedad privada, y por el mismo motivo
se les debería permitir ir por allí con ojivas nucleares. Hay que
desarmarlos, por supuesto, pero sobre todo hay que seguir la
única ruta viable para la mitigación: si tenemos que reducir las
emisiones ahora, eso significa que tenemos que comenzar por los
ricos. Es algo evidente. Podríamos también tomar como
referencia un panfleto del Fedaiyán, que comenzó su lucha
contra el Sha en un momento en que los trabajadores parecían
estar bajo «el dominio absoluto del enemigo» y sentían una
25
En español «el presidente de los ricos» (N. del T.).
82
«absoluta incapacidad para cambiar el orden establecido», en las
palabras de Amir Parviz Pouyan. En su ensayo Sobre la necesidad
de la lucha armada y la refutación de la teoría de la
“supervivencia” capturó la atmósfera sofocante de un régimen
que parecía inalterable, determinista, más allá de la influencia
popular. ¿Podría la esperanza sobrevivir en tales condiciones?
«Debemos tomar la ofensiva para sobrevivir», dijo Poyan con
autoridad:
26
Pouyan, A. (1975). On the Necessity of Armed Struggle & Refutation of the
Theory of “Survival”. Pág. 36. Nueva York: Support Committee for the Iranian
People’s Struggle. Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20210213125140/http://urbanguerilla.org/wp-
content/uploads/2014/09/pouyan.pdf.
83
de SUVs fueran una nación en 2018 se habrían clasificado en el
séptimo lugar en cuanto a emisiones de CO2. El constante
crecimiento de las ventas de SUVs compensó todas los beneficios
que trajeron la eficiencia del combustible y los vehículos
eléctricos; tan grandes y tan pesados, estos autos seguían
devorando cantidades prodigiosas de gasolina, así como energía
en la etapa de fabricación. Pero este último fue excluido de los
cálculos de la AIE. Si se hubieran incluido, la destructividad
climática habría sido aún más pronunciada en los datos, y esto
para un producto que no satisface ninguna necesidad humana
discernible: la seguridad dentro de estos tanques es una ilusión,
ya que los conductores de SUVs tienen muchas más
probabilidades que otros conductores de chocar, rodar y morir.
Como señaló la AIE, estos monstruos se han vendido muy bien
en todo el mundo porque «se los considera símbolos de riqueza y
estatus». El planeta está en llamas por culpa de los ricos y de los
que desean ser como ellos.
Las ventas se han disparado en el Norte Global a la vez que
ha empeorado la crisis climática. En 2016 los SUVs se coronaron
en los Estados Unidos por primera vez, alcanzando el 63% de las
ventas de automóviles (el séptimo año consecutivo de ganancias
totales en las ventas —«un escenario sin precedentes», según los
analistas). En Europa los «tractores Chelsea» hicieron su entrada
a principios de la década de los 2000, justo antes del primer ciclo
de activismo climático; cuando había terminado en 2009 se
habían apoderado del 7% del mercado. Esa proporción se situó en
el 36% en 2018 y se proyectaba que alcanzaría el 40% tres años
después. El crecimiento no fue menor en Suecia, donde las ventas
de SUVs aumentaron un 20% en los cinco años entre 2013 y 2018.
Ningún indio intentó detener la tendencia.
Los productores de automóviles constantemente lanzan
nuevos modelos y gastan grandes cantidades de dinero en
publicitarlos. Pero el movimiento por el cambio climático le sigue
las huellas. En septiembre de 2019 activistas de Ende Gelände y
84
otros grupos alemanes movilizaron a 20.000 personas en
manifestaciones y acciones directas contra la Internationale
Automobil-Ausstellung, el concesionario automotriz más grande
del mundo, en Frankfurt. Nunca antes la industria del automóvil
había sido objeto de tal acusación. Se produjo inmediatamente
después de una serie de incidentes letales de SUVs, de los que el
más dramático fue el asesinato de cuatro personas, incluida una
mujer de sesenta y cuatro años y su nieto de tres, por un hombre
que perdió el control de su lujoso Porsche Macan y se estrelló
contra los peatones en una acera en Berlín. Se exigía la
prohibición de los automóviles «que parecen tanques de guerra».
Después de que Angela Merkel inaugurara el espectáculo en
Frankfurt los activistas se subieron a los todoterrenos y
desplegaron pancartas que decían Klimakiller 27 . Dos meses
después la revista Libération informó que una calle en el distrito
16 de París, hogar de la alta sociedad francesa, había tenido sus
SUVs con los neumáticos pinchados una noche. Debemos
plantearnos acciones y objetivos de este estilo.
27
Traducido del alemán al español sería algo así como «Asesinos del clima»
(N. del T.).
85
Montoya aprendieron a usar sopletes de soldadura con oxígeno y
acetileno para quemar el acero de las tuberías. Con el equipo de
protección puesto, asaltaron el oleoducto a lo largo y a lo ancho
del estado en la primavera de 2017 y perforaron agujeros en él,
demorándose en promedio siete minutos entre el ataque y la
huida. Luego volvieron al incendio provocado. Se prendió fuego a
equipos en varios sitios con paquetes empapados en gasolina. La
propiedad que atacaron pertenecía a Energy Transfer, un
conglomerado de empresas de oleoductos en cuyos directorios se
podía encontrar a Rick Perry, secretario de energía de Trump.
Reznicek y Montoya se habían comprometido con el
movimiento contra el oleoducto Dakota Access con centro en
Standing Rock; reaccionaron a la derrota no capitulando, sino
pasando a la siguiente fase. Como explicaron los dos trabajadores
católicos en su comunicado:
28
Danielson, D. (2017). Two woman take credit for vandalism along the
Dakota Access Pipeline. Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20210419104854/https://www.radioiowa.com/
2017/07/24/two-woman-take-credit-for-vandalism-along-the-dakota-
access-pipeline-audio/.
86
y la libertad» 29 , anunciaron Reznicek y Montoya en una
conferencia de prensa. Su sabotaje retrasó la construcción del
oleoducto durante un número indeterminado de meses, pero no
importa con qué frecuencia lo perforaran, dos individuas, por
supuesto, no podían por sí solas derribar el monstruo. Eso habría
requerido una mejor organización.
En Alemania el conflicto por el bosque de Hambach llegó a
un punto crítico en septiembre de 2018 cuando la policía
intervino para despejar el camino a la mina de lignito. Primero
hubo que derribar una aldea en el dosel. Durante varios años los
activistas habían construido unas 60 casas en los árboles, de
hasta 25 metros de altura, formando comunidades
interconectadas o «barrios» para proteger el bosque todo el
tiempo. La policía necesitaba grúas para alcanzarlos. La primera
empresa que se contrató se retiró después de conflictos entre los
directivos, la segunda después de la presión pública. El tercero
alquiló sus grúas a la policía para que pudieran columpiarse en el
aire para atrapar a los activistas y estrellar sus trípodes, cabañas
y villas de dos pisos en un espectáculo que causó indignación al
mostrar hasta dónde puede llegar el Estado para lograr asegurar
el suministro de carbón. Entonces alguien entró en el almacén de
esta tercera empresa y le prendió fuego. La acción se repitió en
otro depósito. Mientras tanto, la rama alemana de Amigos de la
Tierra empujó frenéticamente una demanda contra la empresa
de carbón en el tribunal regional, que, sorprendentemente para el
movimiento, ordenó detener la autorización poniendo fin a un
veredicto. Cincuenta mil personas se reunieron en un campo
junto al bosque para celebrar el indulto y reafirmar el
compromiso de derrotar al carbón; Al momento de escribir estas
líneas las casas en los árboles están reconstruidas, los barrios
29
Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20210722150640/https://billquigley.wordpress
.com/2017/07/25/statement-of-jessica-reznicek-ruby-montoya-on-dapl-7-
24-17/.
87
habitados, las arboledas todavía están llenas de insectos y
pájaros.
Los ocupantes ilegales de árboles de Hambach han estado
librando conflictos de baja intensidad con la policía y las
empresas, a veces llevando a cabo pequeños sabotajes dentro y
alrededor de las arboledas. La Zone à défendre (ZAD) en Francia
utilizó tácticas militantes en su lucha exitosa contra el
aeropuerto planeado al norte de Nantes. A pesar de otros pocos
casos, el movimiento [por el cambio climático] ha evitado la
táctica de destruir la propiedad. ¿Qué pasa si se convierte en algo
más que un hecho aislado? ¿Y si cientos o miles siguieran los
pasos de Reznicek y Montoya? ¿Por qué razón eso podría ser
motivo de arrepentimiento y condena? Se podría argumentar que
abriría las represas de la violencia o incluso del terrorismo
improvisado. Al respecto Reznicek y Montoya dicen con enfado
que sus acciones cayeron en esa categoría: «El petróleo que se
saca del suelo y la maquinaria que lo hace y la infraestructura que
lo sostiene, esto es violento», afirmó Reznicek en una entrevista.
«Nunca amenazamos la vida humana. Actuamos en un esfuerzo
por salvar vidas humanas, salvar nuestro planeta, salvar
nuestros recursos. Y Ruby o yo nunca hicimos nada que no fuese
pacífico, con amor y con firmeza». En la tradición de los
Trabajadores Católicos la destrucción de la propiedad con justicia
cae dentro de lo que podríamos llamar no-violencia, teniendo en
cuenta el noble esfuerzo de los hermanos Berrigan que usaron
sangre y napalm para destruir documentos de reclutamiento
durante la Guerra de Vietnam y estropearon ojivas nucleares al
final de la Guerra Fría.
Tal posición está respaldada por la Escritura. Jesucristo no
era ajeno a la táctica: el Evangelio de Juan nos dice que se
enfureció tanto al ver a los cambistas que obtenían ganancias de
la venta de ganado en el templo que usó «un látigo de cuerdas»
para expulsarlos a todos, no sin antes derramar sus monedas y
volcar sus mesas. También se puede encontrar respaldo en la
88
filosofía secular. Se ha argumentado que la similitud entre
romper el hueso de un niño y romper el hueso de una mesa es
engañosa: solo el niño puede sentir dolor. Solo él puede ser
traumatizado, su dignidad violentada; la mesa carece de
intereses y estados mentales. La fuerza física que daña objetos
inanimados no cuenta, desde este punto de vista, como violencia,
porque no puede tener los resultados que constituyan la injusticia
prima facie de lo que llamamos violencia. Como mínimo, los
receptores deben ser seres sintientes.
Sin embargo, mucho más común es el punto de vista
opuesto. Un ensayo filosófico muy citado dice que la violencia
«siempre se ejerce, y siempre se hace contra algo, típicamente
una persona, un animal o una propiedad». La última clase de
objetos —ventanas, automóviles, lugares de negocios— pueden
estar sujetos a roturas, quemaduras, apedreados y una serie de
otros actos violentos. Pero, ¿qué pasa con la demolición ordenada
de una casa en ruinas o la quema controlada de un huerto? Para
cumplir con los criterios, los ataques físicos que dañen o
destruyan la propiedad deben ser «muy vigorosos, incendiarios o
maliciosos», siendo este último el atributo más importante. En
una línea similar, Ted Honderich define la violencia política
como «un uso de la fuerza física que hiere, daña, viola o destruye
a personas o cosas, con una intención política y social».
Chenoweth y Stephan sostienen que «las tácticas violentas
incluyen bombardeos, tiroteos, secuestros, sabotaje físico como la
destrucción de infraestructura y otros tipos de daño físico a
personas y propiedades», lo que hace que parezca imposible que
nombren un solo caso de no-violencia. ¿La caída del muro de
Berlín? La gente no acariciaba el concreto.
Pero los pacifistas estratégicos tienen razón al afirmar que
a los ojos del público, a principios del siglo XXI y particularmente
en el Norte Global, la destrucción de propiedades tiende a parecer
violenta. Del mismo modo, la mayoría de la gente pensaría en un
látigo de cuerdas como un arma, y el ahuyentar a los cambistas y
89
volcar sus mesas como un ligero estallido de violencia. No se
debe sucumbir a un argumentum ad populum, pero tampoco se
debe atribuir significado a palabras que se desvían demasiado del
lenguaje común. Si excluyéramos los objetos de la definición de
violencia tendríamos que intentar convencer al mundo de que
una multitud de chalecos amarillos marchando por los Campos
Elíseos y pulverizando todas las tiendas minoristas a lo largo del
camino sería de hecho el ejercicio de la no-violencia —más que
un enredo conceptual, es una pérdida de esfuerzo retórico.
90
propiedad representa la estructura del poder blanco, que estaban
atacando y tratando de destruir».
Desde la perspectiva estándar, que también parece ser la de
King, un objeto inanimado puede sufrir violencia en virtud de ser
propiedad —pues se encuentra en una relación con un ser
humano que puede afirmar que está siendo lastimado cuando se
la llega a dañar. Romper un chasis oxidado tirado en un vertedero
no sería violento, ya que no habría nadie cerca que se pudiese
sentir perjudicado. Pero esta «indirectividad» es también lo que
distingue a la destrucción de la propiedad, ya que no se puede
equiparar el trato a las personas con el trato a las cosas que ellas
poseen. Incluso el hombre que más ame su automóvil debería
admitir que pinchar sus neumáticos y perforarle los pulmones a
él vienen con etiquetas éticas separadas. Solo la forma más
extrema de fetichismo burgués, que afirma que el objeto poseído
es de hecho animado, podría presentar argumentos en contra de
esta diferenciación. Sin embargo, hay una excepción, un tipo de
destrucción de propiedad que se acerca a la matanza y la
mutilación, a saber, la que afecta a las condiciones materiales
para la subsistencia: envenenar las fuentes acuíferas de alguien,
quemar el último bosque de olivos que queda de una familia o, con
respecto a lo que hemos tratado, bombardear un campo de arroz
en un pueblo indio porque emite metano sería comparable a
arrancarle el corazón a alguien. En el otro extremo del espectro
está la explosión de un superyate en pedazos.
Ahora bien, si aceptamos que la destrucción de la propiedad
es violencia, y que es menos grave que la violencia contra los
humanos, esto en sí mismo no condena ni aprueba la práctica.
Parecería que es necesario evitarla todo lo que fuese posible.
Incluso un marxista revolucionario debería considerarlo prima
facie incorrecto, porque la propiedad privada es la forma en que
el Capitalismo atrapa las fuerzas productivas que a menudo —
aunque a un ritmo decreciente— satisfacen algunas necesidades
humanas. No quisiéramos una situación en la que la gente tirara
91
ladrillos a los cafés y derribara las paredes de la escuela y cortara
chaquetas por capricho, solo por el gusto de hacerlo. Más bien
deben darse circunstancias muy apremiantes para que se
consideren los ataques a la propiedad. Entonces comienza el acto
de equilibrar.
«¿No es la vida de una mujer, no es su salud, no son sus
miembros más valiosos que los cristales?», Preguntó Emmeline
Pankhurst. O, en palabras de un filósofo que reflexiona sobre la
desobediencia civil violenta: si se está librando una guerra
tremendamente inmoral, el derecho de los ingenieros
ferroviarios a mantener las vías en buen estado puede ser
reemplazado por «el derecho más importante de la gente del país
a la vida misma». En el colapso climático la balanza podría
inclinarse rápidamente —por un lado, cosas como tuberías,
excavadoras y SUVs; por otro, un peso que debe tender hacia el
infinito porque engloba todas las cosas de valor. La vida de una
mujer, su salud y sus miembros, el derecho de un pueblo a la vida
misma y todo lo demás está en peligro. Además, debido a la
dimensión temporal, la pregunta de Pankhurst también debe
plantearse desde el punto de vista de las generaciones futuras:
¿los que van a la escuela hoy o los que nacerán el próximo año al
crecer pensarán que las máquinas de la economía fósil recibieron
una consideración insuficiente? ¿O voltearán a ver a este
momento en el tiempo tal y como nosotros –o como las
feministas— volteamos a ver a las sufragistas e identificamos el
romper los cristales como un precio a pagar legítimo? Pero
cuando las sufragistas rompían cristales, incendiaban buzones y
martillaban cuadros aquellas cosas tenían, en sí mismas, a lo
sumo una relación tangencial con el problema del monopolio
masculino del voto. Ahora las máquinas de la economía fósil son
el problema.
Se podría recurrir a la erudición contemporánea sobre la
desobediencia civil y la violencia política para obtener más
orientación. William Smith, uno de los teóricos más astutos, ha
92
dirigido recientemente su atención a la acción directa en la línea
de «ocupaciones, sabotaje, daños a la propiedad y otros tipos de
fuerza» diseñadas para disuadir a los oponentes de continuar con
sus planes y disuadirlos de duplicar sus esfuerzos. Considera que
este taxón de acción es distinto de la desobediencia civil, con su
énfasis en la persuasión moral. ¿Cuándo se podría justificar?
Establece tres criterios. Primero,
30
Smith, W. (2018). Disruptive Democracy: The Ethics of Direct Action.
Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20220104040758/https://www.cairn-
int.info/journal-raisons-politiques-2018-1-page-13.htm.
31
Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (N.
del T.).
93
Europa) se han realizado tantos pactos y consensos como para
llenar bibliotecas enteras. Los activistas climáticos pueden
perseguir a los delincuentes. Pero Smith admite que los tres
criterios no necesitan satisfacerse por completo. «La gravedad o
urgencia del daño» puede ser tal que la acción directa no necesite
más justificación.
No hay una locura aberrante en este radicalismo; más bien,
la literatura está repleta de deducciones similares. Smith
tampoco es el único que afirma que el derecho a la resistencia en
algún momento puede transformarse en un deber. De hecho, una
vez que se reconoce debidamente la gravedad de la crisis
climática es difícil ver qué preceptos éticos podrían organizarse
para mantener a raya esa transformación y mantener la
prohibición de destruir la propiedad causante [de tantos males].
Hasta la fecha no se ha hecho ningún caso a favor de la prioridad
de la integridad física de los dispositivos emisores de CO2.
¿Y qué hay del terrorismo? Hemos visto a Lanchester
especular sobre un escenario en el que la gente rasga los SUVs
con sus llaves y lo subsume bajo ese término. ¿Es eso apropiado?
Pocos otros conceptos están tan cargados de ideología (…); la
«violencia» tiene una historia tan antigua como las brumas del
tiempo, pero el «terrorismo» difícilmente puede ser pronunciado
sin traer a la memoria a Donald Rumsfeld y Donald Trump.
Existen, por lo tanto, menos razones para hacer concesiones a su
utilización. Para que el terrorismo tenga alguna sustancia
analítica su definición básica debe ser la matanza
deliberadamente indiscriminada de civiles inocentes con el
propósito de sembrar el terror o algo muy parecido. Hemos
rechazado la afirmación de Jessica Reznicek y Ruby Montoya de
no ser violentas —¿deberíamos etiquetarlas también como
terroristas? Bajo esta definición sería ridículo.
En la teoría de la guerra justa, la diferencia específica del
terrorismo, la transgresión moral particular que ennegrece su
nombre, es la falta de discriminación entre combatientes y no
94
combatientes al matar personas. Reznicek y Montoya no
asesinaron a nadie. No mataron a nadie, no hirieron a nadie, no
tocaron ni un pelo de la cabeza de nadie, por lo que su accionar se
encuentra bastante lejos de la categoría de terrorismo. Alguien
que las podría tildar de terroristas con toda probabilidad se
negaría a juzgar de la misma manera a las personas que invierten
en dispositivos emisores de CO2, concluyendo así que los actos
que no hieren a seres vivos se consideran terrorismo y los actos
que de hecho matan a personas de forma certificable no lo son.
Tal abuso conceptual por parte de los guardianes del orden
establecido no sería sorprendente en lo más mínimo. De hecho,
parece que ya ha comenzado en previsión del inicio de la
destrucción de propiedades a gran escala: en 2019, los servicios
de inteligencia daneses y suecos y sus voceros académicos
advirtieron que «el terrorismo climático está en el horizonte»,
como diría Magnus Ranstorp, sicario ideológico del aparato
estatal represivo en Suecia, que nunca antes había derramado
una palabra pública sobre la cuestión climática y, por supuesto,
no se refirió a la combustión de combustibles fósiles. Él y sus
compañeros tenían actos como los de Reznicek y Montoya en su
radar. «Uno puede imaginar fácilmente», opinó un experto danés
sobre los activistas del tercer ciclo, «que se sienten frustrados con
un sistema político que a sus ojos no toma este asunto lo
suficientemente en serio, y una pequeña parte de ellos podría
recurrir a acciones violentas». Este escenario hipotético se estaba
esbozando en mayo de 2019. He aquí la paradoja.
Obviamente, esto no sugiere que las emisiones de CO2
deban categorizarse como actos de terrorismo, lo que también
constituiría un abuso conceptual, aunque posiblemente en un
grado menor, en la medida en que la matanza a ciegas es
fundamental para lo que es el terrorismo. El término no debe
devaluarse, el crimen no debe banalizarse. Alguien que entra en
una mezquita con la intención de matar al máximo número de
fieles está cometiendo un acto de terrorismo; alguien que perfora
95
un agujero en una tubería o incendia un depósito realiza «un acto
distinto en categoría», como diría Steve Vanderheiden, filósofo
líder de la ética ambiental. Se podría replicar que este último
también busca crear una atmósfera de miedo. ¿No es la idea aquí
aterrorizar a los capitalistas para que se sometan? Pero el
establecimiento de una disuasión no puede ser una condición
suficiente para el terrorismo. Es bien sabido que el sistema
penitenciario existe para disuadir a los ciudadanos de infringir la
ley, amenazando con abolir su libertad de movimiento; las
cámaras de televisión de circuito cerrado, los guardias armados
y una panoplia de otros fenómenos completamente
normalizados tienen funciones similares. Los padres han
contado historias espeluznantes, han alzado la voz e incluso han
golpeado a sus hijos para inculcarles el miedo a lo malo. Todo
esto podría objetarse; nada de esto puede llamarse terrorismo. El
objetivo único del asesino de la mezquita es crear una atmósfera
en la que los musulmanes teman por sus vidas y vayan a la
oración del viernes sabiendo que podrían ser asesinados en
cualquier momento solo por ser quienes son. El miedo a la
pérdida de propiedad es un miedo categóricamente distinto.
Pertenece al balance y al presupuesto, no al cuerpo.
«Vandalismo» sería un término más apropiado, al igual que
«sabotaje», que hemos utilizado como sinónimo de daño y
destrucción de propiedad; siempre que no se derrame sangre, se
puede escoger entre estos términos. Cambia en el momento en
que se derrama sangre. Esto podría suceder por error o
premeditadamente. No es necesario que suceda tal cosa. En 2004
dos académicos que trabajaban para el sistema de defensa
noruego buscaron entre 5.000 incidentes registrados de
terrorismo y encontraron 262 casos de lo que llamaron
«terrorismo petrolero», definido como ataques contra la
infraestructura y el personal petrolero, concentrados en el Medio
Oriente, Nigeria y Colombia (de esos ataques, uno había sido
realizado por ambientalistas). Solo el 11% resultó en víctimas,
96
generalmente una o dos. Eliminando los ataques al personal, las
cifras de bajas casi desaparecieron. Los ataques mortales habían
sido principalmente realizados por islamistas —como en la
guerra civil argelina— que sentían pocos escrúpulos por el
derramamiento de sangre, mientras que la izquierda y otros
grupos seculares, incluido el frente antiimperialista europeo de la
década de 1980, tendían a evitarlo. La ocurrencia de muertos y
heridos junto con el «terrorismo petrolero» podría, concluyeron
los noruegos, «explicarse por diferencias de ideología». Pero eso
no significa que los islamistas deban matar cuando atacan el
petróleo: los drones que se sumergieron en Abqaiq no produjeron
ni una sola herida registrada en un cuerpo humano.
Controlemos la violencia
97
todavía pesa el fantasma de al-Qaeda y Daesh, sería catastrófico
para el movimiento si alguna parte de él utilizara el terrorismo.
Lo mismo podría suceder con víctimas y lesiones no
intencionales. El capital moral que ha acumulado el movimiento
climático podría depreciarse o aniquilarse de un solo golpe. Si
matar tiene malas consecuencias para la causa correcta, su
impermisibilidad prima facie no se atenúa, sino que se amplifica,
por lo que cualquier militante climático que contemple el sabotaje
debería acatar las reglas originales de la MK de «no poner en
peligro la vida de ninguna manera» —o, como diría William
Smith, tal violencia debería ser «limitada, proporcionada y
discriminatoria». Debe advertir a las personas del riesgo de
lesiones cuando corresponda, desistir de acosar o intimidar a las
personas, tomar precauciones para evitar daños al medio
ambiente. ¿Se pueden garantizar tales restricciones? Obviamente
no. Como todas las opciones tácticas, deben forjarse en el
momento. Jessica Reznicek y Ruby Montoya son una guía en este
campo, desmantelando la infraestructura de combustibles fósiles
con «manos firmes y amorosas».
98
donde prevalece la asimetría. El enemigo tiene capacidades
abrumadoramente superiores en prácticamente todos los
campos, incluida la propaganda mediática, la coordinación
institucional, los recursos logísticos, la legitimidad política y,
sobre todas las cosas, el dinero. Si el movimiento debe evitar
batallas cuesta arriba, una campaña de desinversión parece la
peor opción posible: tratar de minar el capital fósil por medio del
capital.
Hay una historia de siglos —o incluso milenios— de Davids
que derriban a Goliats con apenas una honda, y otras tácticas lo
suficientemente ingeniosas como para encontrar grietas en la
armadura del enemigo. Como parte de la resistencia masiva en la
Franja de Gaza —sitiada en la primavera de 2018— los palestinos
inventaron técnicas para enviar cometas y condones inflados
con helio que transportaban materiales incendiarios a través del
muro para quemar propiedades israelíes. El Estado más poderoso
de Oriente Medio, armado hasta los dientes con bombas atómicas
y los sistemas más sofisticados para interceptar cohetes,
permaneció indefenso ante estos misiles lumpen, hechura de la
porción más empobrecida de un pueblo. En los levantamientos
populares que se arremolinaron en todo el mundo en 2019 las
multitudes no solo destrozaron boutiques en Beirut con barras de
hierro, incendiaron camionetas en los barrios elegantes con vista
a Puerto Príncipe, se lanzaron a feroces enfrentamientos con la
policía en Quito —el oleoducto más grande del Ecuador cerró
después de que manifestantes indígenas lo «interrumpieron»—,
quemaron bancos y edificios oficiales en Irán e Irak y
destruyeron el modelo de resistencia civil día tras día. También
se deleitaron con las nuevas y creativas tecnologías de hacer la
guerra sin armas. En Santiago de Chile utilizaron hasta cincuenta
láseres de mano para derribar aviones no tripulados (drones) de
la policía. En Hong Kong, llenaron las calles con «mini
Stonehenges», un ladrillo colocado horizontalmente sobre dos en
pie, para bloquear el paso de los vehículos policiales, y
99
construyeron catapultas gigantes de madera, de estilo medieval,
para lanzar bombas de gasolina hacia las líneas de los policías
chinos. No hay ley que dicte que la asimetría en este campo
nunca se puede revertir desde abajo, ni que la violencia debe
entrar en conflicto con la fuerza de los números. Más bien, la
violencia colectiva desarmada es una expresión de esa fuerza,
una forma de derribar lo aparentemente invencible. La
destrucción de la propiedad siempre ha sido esencial para ello.
¿Podrá alguna vez adquirir proporciones masivas en la lucha por
el clima? Solo si el movimiento supera primero el tabú en su
contra.
Luego está la objeción del tiempo, que se apresura a hacer
acto de presencia: todavía no hemos agotado la no-violencia.
Tenemos que ser pacientes. Debemos darle otra oportunidad a la
desobediencia perfectamente civil y dejarla madurar por más
años si es necesario; no debe deshacerse antes de tiempo. Pero en
este caso una acusación de imprudencia apenas se mantendrá.
Por la temporalidad del problema, nuevamente, la objeción
contraria —un exceso de paciencia hasta ahora— encajaría mejor.
«Vivimos en un mundo de fantasías», dijo en 2003 George
Monbiot:
32
Monbiot, G. (2003). With eyes wide shut. Recuperado y traducido de:
https://web.archive.org/web/20210309124619/https://www.theguardian.co
m/environment/2003/aug/12/comment.columnists.
100
Objeciones: demografía, democracia y apoyo popular
101
En el manual aprendemos que los rebeldes deben buscar
«activamente intentar ser arrestados» y que este deseo está «en el
corazón de Extinction Rebellion». Bueno, esto atrae a algunas
personas. Como se señaló en una carta abierta a XR después del
«levantamiento de primavera» de Londres en 2019, escrita por los
Miserables de la Tierra, una red de activistas climáticos de color,
junto con Ende Gelände, la ocupación del bosque de Hambach y
una plétora de otros aliados… «arrojarse a los brazos de la policía
es un signo de privilegio». Las personas de comunidades
racializadas dudan en hacerlo. Los blancos de clase media
pueden contar con los buenos modales de la policía; los
musulmanes de clase trabajadora, los negros y los inmigrantes
sin papeles no tienen esa garantía. Esta podría ser una de las
razones por las que XR, en su primer año de existencia, estuvo
plagado de una blancura desproporcionada con respecto a la
demografía de ciudades como Londres o Malmö. Otros se
sentirían convocados por un enfoque más confrontativo o
evasivo del aparato estatal represivo. Al final del día, como
afirmaron los Miserables de la Tierra, somos demasiados y
demasiado diversos como para caber en un solo barco: el único
barco que puede dejar espacio para el nivel de participación
requerido para ganar esta «pelea de nuestras vidas» es una
«diversidad y pluralidad de nuestras tácticas». Sí, tal diversidad y
pluralidad se abrirá a tensiones internas, de las que ningún
movimiento que haya alterado el curso de la historia ha
prescindido. Hay algo bastante sospechoso en la conformidad
táctica total.
Tomada de una lectura de los movimientos contra las
dictaduras, una objeción relacionada cita la democracia: la
violencia es perjudicial para el objetivo de la deliberación
constitucional pacífica. Si el enemigo es golpeado o peor, es
expulsado del círculo de los legítimos herederos de la nación, y
no volverá a sentarse a la mesa como debería. (Chenoweth y
Stephan añaden que los inversores extranjeros se asustarían).
102
Pero en el tipo de lucha que libra el movimiento climático, contra
un conjunto de fuerzas productivas que florecen en las
democracias maduras, este argumento pierde parte de su
aplicabilidad. El resto se pierde cuando consideramos sólo el tipo
de violencia reservada a la propiedad, como ha aclarado otro
filósofo: «ocupar y destruir el jet privado cubierto de oro de un
plutócrata es una forma de protesta eminentemente llamativa y
simbólica», y «dado que el propio plutócrata es una amenaza» no
se produce ningún ostracismo antidemocrático.
En la segunda parte de su respuesta McKibben me presentó
la objeción del apoyo popular. Tan pronto como la violencia se
agrega a la mezcla, esta se desvanece. El movimiento puede
ganar simpatía estrechando las manos alrededor de la Casa
Blanca, o bloqueando una terminal de gas con una flota de
canoas, u organizando una performance para hacerse los
muertos en un museo de historia natural, pero solo puede repeler
al público quemando cosas o enfrentándose con la policía.
Claramente hay una pizca de verdad en esto, particularmente en
los Estados Unidos. Francia es diferente. Un movimiento social
francés no se convierte automáticamente en un paria si
condimenta la movilización masiva con algo de destrucción de
propiedad y disturbios: no existe una ley biológica de repelencia,
ni siquiera en el Norte Global. Más bien, nos enfrentamos a una
aparente paradoja aquí, en el sentido de que Estados Unidos es
una sociedad mucho más violenta —mediada por la difusión de
armas, la incidencia de tiroteos masivos, civiles asesinados por
la policía, la veneración de los héroes armados en la cultura
popular, la beligerancia del Estado y cualquier otro criterio— que
Francia y, sin embargo, la intolerancia a la violencia cometida por
los movimientos sociales es enorme en los EEUU. Pero la
paradoja se disuelve cuando consideramos que Estados Unidos
abrió el camino del Capitalismo desenfrenado mediante la
violencia genocida. Francia, por otro lado, todavía tiene un legado
perennemente renovado de agitación popular y una clase
103
trabajadora comparativamente combativa. La tolerancia por la
violencia subalterna se encuentra en relación inversa con el
carácter absoluto del dominio capitalista y la consiguiente
infusión de una formación social con violencia; la alergia
estadounidense [a la violencia], en otras palabras, es una
patología.
Los estadounidenses, sin embargo, no son los únicos que
viven en sociedades enfermas, y los activistas obviamente tienen
que aprender a comportarse dentro de ellas sin alienar
instantáneamente a su público objetivo. Pero tampoco deberían
tomar la aversión pública al sabotaje más suave como un hecho
natural. Los niveles de receptividad dependen del contexto, y esto
debe ser válido en particular para la lucha por el clima. Si en el
año —todavía no tan caluroso— de 2007 los indios de la jungla de
hormigón pudieron desinflar los neumáticos de los SUVs en
Suecia sin perder el apoyo popular al movimiento climático —
eran los vaqueros los que estaban en armas—, entonces, ¿qué
formas de sabotaje podrían no salir tan bien, incluso en la más
despolitizada de las formaciones sociales, en 2025 o 2040?
Cuando lleguemos a los seis grados el ansia de volar tuberías
podría ser casi universal entre lo que quede de humanidad.
Deberíamos postular una ley de tendencia a la receptividad en un
mundo que se calienta cada vez más rápido; cualquier otra cosa
sería suponer un deseo de muerte de toda la especie. Si los
combustibles fósiles continúan ardiendo y las temperaturas
suben, los ataques físicos a las fuentes de las calamidades —que
serán cada vez más espantosas, y será más difícil negarlas—
deberían resonar cada vez más. Lo único que podría interferir con
esta tendencia sería una anulación real de lo establecido, un
Green New Deal, o algún paquete de políticas similar que rompa
la curva y la mueva hacia cero; entonces, la destrucción de la
propiedad parecería superflua para muchos. Este sería, por
supuesto, el mejor de los casos, al que deberían contribuir todos
los esfuerzos. De no ser así la receptividad debe aumentar,
104
aunque sea a niveles bajos, porque el colapso climático no se
detiene; no tiene estasis; se verá agravado por procesos
biogeoquímicos y físicos con los que no se puede negociar y, a la
luz de esta temporalidad, habría que revisar las típicas
predicciones del apoyo popular a la violencia.
El problema, por supuesto, es que hacer estallar un
oleoducto en un mundo de seis grados sería actuar un poco tarde.
¿Deberíamos esperar la aprobación de un cuasiconsenso? ¿La
mayoría? ¿Una gran minoría? La tarea de los activistas
climáticos no puede ser dar por hecho un nivel de conciencia
existente, sino ampliarlo. Deben caminar por delante —no
demasiado lejos de las masas, lo que conduciría al aislamiento—,
no en el medio o en la retaguardia, lo que anularía su misión.
Deben prepararse para recibir calumnias (cualquier otra cosa
sería prueba de ineficacia), mientras se mantienen alejados de las
tácticas que desanimarían a los demás: la cuerda floja que ha
caminado cualquier vanguardia popular. Deben emprenderse
acciones si el plan, el objetivo y la ejecución pueden explicarse y
obtener apoyo, en una relación íntima con la conciencia
existente, para ser empujados hacia arriba. Ésta es una de las
razones por las que sería una muy mala idea asesinar a un
ejecutivo del carbón, o volar un avión contra un rascacielos de
ExxonMobil. El sabotaje inteligente es otra cosa. Debería ser
explicable y aceptable para un número suficiente de personas en
algunos lugares, y si no hoy, seguramente después de un poco
más de tiempo.
El tiempo y el contexto son esenciales. Cada evento
climático extremo sopla ahora fortalecido por las emisiones
acumuladas, y da un anticipo de la miseria que está por venir.
Este debería ser el momento de atacar y expandirse: la próxima
vez que los incendios forestales ardan en los bosques de Europa,
destruya una excavadora. La próxima vez que una isla caribeña
sea arrasada más allá del reconocimiento, destruya dispositivos
emisores de lujo, o irrumpa en una reunión de la junta de Shell. El
105
clima ya es político, pero es político desde un solo lado, el cual
sufre las consecuencias del accionar del enemigo, al que no se le
hace sentir el calor ni asumir la culpa. Es parte de la paradoja de
Lanchester: los activistas climáticos aún tienen que sincronizar
sus acciones con catástrofes climáticas singulares. A lo mejor
hay que reservar nuestras capacidades.
106
comprometido con la no-violencia absoluta para que actúen con
violencia —no es su trabajo. Es el trabajo de las facciones por
venir.
Sin embargo, como Haines y otros han demostrado, y
McKibben ha señalado, también existe un riesgo palpable de un
efecto de flanco radical negativo. El extremismo puede hacer que
un movimiento parezca tan desagradable como para negarle toda
influencia. No faltan ejemplos de movimientos que se disparan
en el pie. Debido a la magnitud de lo que está en juego en la crisis
climática los efectos negativos podrían ser inusualmente
ruinosos aquí. Las formaciones militantes en el flanco de este
movimiento tendrían que ser especialmente circunspectas y
conscientes de los principios establecidos por, por ejemplo,
William Smith: los practicantes de la acción directa son
responsables ante su «comunidad de opinión», y están sujetos al
deber de avanzar —no retrasar— su causa. Pueden sumergirse en
una campaña de destrucción de propiedad con la condición de
estar preparados para enmendarla o cancelarla si queda claro que
generará demasiadas represalias, difamación y vergüenza para
el movimiento. Ahora bien, esto es un verdadero dilema para los
militantes. Por un lado, deben tener la seguridad de que la
corriente principal los reprochará y repudiará —es el peso que
deben llevar por la división del trabajo—, por otro lado, existe la
posibilidad de que las consecuencias de sus acciones sean el
ejemplo perfecto de lo que «envenenar al movimiento» significa.
¿Cuándo ignoran los reproches y proceden satisfechos? ¿Cuándo
los escuchan y se adaptan? Ciertamente es como caminar sobre
la cuerda floja. Pero nadie dijo que la militancia debería ser casual
o cómoda.
Objeciones: represión
107
Lo mismo se aplica a la objeción de la represión. ¿Por qué
incitar al Estado a derramar sus medidas más severas sobre el
movimiento? En octubre de 2019, Jessica Reznicek y Ruby
Montoya fueron acusadas formalmente de cargos que
conllevaban una sentencia de 110 años de prisión. El año anterior,
un panel en una conferencia para corporaciones de petróleo y gas
en Houston, Texas, discutió el peligro inminente del sabotaje y la
necesidad de que el Estado lo controle. Kelcy Warren —CEO de
Energy Transfer, multimillonario de los combustibles fósiles,
partidario de Perry y Trump— apuntó directamente a las dos
mujeres: «creo que estamos hablando de alguien que no debería
dejar descendencia, cuyos genes deberían ser exterminados».
Para Reznicek y Montoya la perspectiva de 110 años de prisión
parecía caer en la categoría —nuevamente relacionada con la fe—
del sacrificio, aunque no del tipo que asume pasivamente un
sufrimiento inmerecido. Se arriesgaron al castigo más
draconiano por el hecho de resistir, y estaban dispuestas a pagar
el precio. ¿Deberían ser reprendidas por tal elección? Chenoweth
y Stephan se posicionan en contra de la resistencia violenta, pues
exige «mucho compromiso y alta tolerancia al riesgo», algo que
no es para todos33. Pero visto desde otro ángulo, el consiguiente
sacrificio es una señal para otros de que vale la pena luchar por
esto, incluso si eso significa pasar el resto de la vida en prisión, y
la crisis climática podría resultar en algunos actos más de ese
calibre. Hasta ahora, pocos han estado preparados para
arriesgarse más allá de un par de noches bajo arresto. En
comparación con lo que han sufrido las personas que han
luchado durante la historia, los niveles de comodidad del
activismo climático en el Norte Global deben considerarse
bastante altos, lo que no demuestra la gravedad del problema.
33
La Ley colombiana condena el sabotaje con prisión de 1 a 6 años, en
Ecuador la pena es incluso más severa: de 5 a 7 años (si se llega a atentar
contra los llamados «sectores estratégicos» —tales como el petróleo—, la
pena sería de entre 7 y 10 años). Leyes similares se repiten a lo largo y ancho
de Latinoamérica (N. del T.).
108
Quizás más personas se motiven y se sumen a Reznicek y
Montoya. No requiere la voluntad de someterse a la ley —por el
contrario, ese párrafo ya conocido del protocolo de desobediencia
civil se está volviendo cada vez más obsoleto, ya que un orden
imperante que destruye los cimientos de la vida no merece la
lealtad de sus súbditos. El sabotaje puede proceder en la
oscuridad. De hecho, si uno quiere lograr algo, no debe seguir el
ejemplo de Roger Hallam, quien anunció de antemano que volaría
drones al aeropuerto de Heathrow para protestar por su
expansión, con el resultado (bastante predecible) de recibir
prisión preventiva. Cuanto más fuerte se vuelva, más tendrá que
luchar íntimamente el movimiento con estas fuerzas de
represión, incluso si se mantiene con las tácticas no-violentas: en
agosto de 2018, por ejemplo, una activista que remaba en las
cercanías de un oleoducto en Luisiana fue detenida por la
seguridad privada y arrojada a un sistema judicial que la
amenazó con cinco años de prisión. Durante la administración de
Trump se han promulgado cada vez más leyes con fuertes
sanciones por cada protesta que se ha realizado a lo largo de los
Estados Unidos. Durante el «levantamiento de otoño» de 2019 la
policía de Londres prohibió todas las protestas bajo la bandera de
XR. La criminalización de las protestas climáticas no-violentas
está «en el horizonte», como diría Ranstorp. Si la militancia lo
acelera a un grado indefendiblemente dañino, tendríamos un
efecto de flanco radical negativo. Si se propaga a pesar de todo, el
movimiento se enfrentaría a una elección a la que muchos otros
se han enfrentado anteriormente: retroceder o continuar
luchando, diversificarse, combinar el trabajo underground y lo
superficial y no ceder. Bombardear amorosamente a la policía
con flores no parecería ser la forma más segura de avanzar.
Cuando decenas de miles de activistas se dedican a violar
la ley es de esperar que se produzcan algunos errores. Durante su
«levantamiento de otoño», que duró dos semanas, XR tuvo
aproximadamente a 30.000 personas en las calles de Londres
109
para crear la máxima molestia y disturbio; quizás un lapsus era
inevitable. Su objetivo y forma de ejecución no lo fueron. En las
horas pico de la mañana del 17 de octubre de 2019 un grupo de
activistas de XR ingresó al sistema de metro y tren ligero de
Londres para detener el tráfico. Dos de ellos llevaron una escalera
a la estación de metro de Canning Town en la parte este de la
ciudad, la colocaron contra un tren, subieron al techo y
desplegaron una pancarta que decía «Business As Usual =
DEATH» 34 . Los viajeros en la plataforma se sintieron primero
desconcertados y luego furiosos. Parece que pertenecían a la
clase trabajadora mayoritariamente no blanca de la ciudad; en la
miríada de vídeos que circularon después se puede escuchar una
voz que grita: «¡Tengo que ir al trabajo, tengo que alimentar a mis
hijos!». La multitud se apresuró hacia el tren, gritando para que
los hombres bajaran. Un viajero —un hombre negro, con jeans
azules y un gorro sencillo— intentó trepar al techo, por lo que uno
de los activistas —un hombre blanco, con traje y corbata— le
propinó una fuerte patada en la cabeza. Hombre blanco arriba
pateando al hombre negro abajo. Al viajero lo bajaron hacia la
plataforma para que pudiese reposar. Todo esto causó un alboroto
en la ciudad, el incidente marcó un final ignominioso para el
«levantamiento».
Sin embargo, lo que hizo que esto sea la acción más estúpida
jamás emprendida por el movimiento climático en el Norte
Global fue la respuesta de XR London, sede mundial de XR. Tuvo
la oportunidad de lavarse las manos de los hombres en el tubo,
pero en cambio la declaración oficial exoneró la patada en la
cabeza como un acto de «autodefensa», excusó a los activistas,
apelando a la altura de sus personalidades —«estaban un anciano,
un exmaestro budista, un vicario y un exmédico de cabecera,
34
En español sería algo así como «Si las cosas siguen como han estado hasta
ahora, moriremos». En la edición en español de este libro se ha traducido
business-as-usual de múltiples maneras, para no romper el flujo del texto
(N. del T.).
110
entre otros»—, y defendió la acción según lo planeado «dentro de
los principios y valores de Extinction Rebellion, centrados en la
no-violencia y la compasión». Uno de los cofundadores acudió a
la BBC para decir que la acción fue «pacífica» y «no-violenta».
Otros en XR London —una mayoría, según una encuesta— se
opusieron con vehemencia. Sin embargo, dada la cantidad de
autocontrol e internalización de principios tácticos que el
movimiento ha demostrado tener la capacidad de afrontar, uno
está tentado a preguntarse… ¿qué fue lo que falló? Tres factores
son evidentes.
En primer lugar, la estrategia de XR ha sido causar estragos
generalizados, pero no violentos, en el tejido urbano, con la
esperanza de que esto obligará a los políticos a responder
adecuadamente a la crisis; así es como ocurre el cambio, han
concluido Hallam y los otros lectores de Chenoweth y Stephan.
La economía fósil se entiende aquí como algo similar a una
autocracia, un error categorial que empuja a los activistas a tener
prácticamente todo como objetivo. De ahí la fantástica idea de
detener un tren subterráneo. Es como si el movimiento por los
derechos civiles hubiera bloqueado la entrada a una iglesia
bautista negra en Alabama, o como si los revolucionarios
egipcios se alejaran de Tahrir para atacar un periódico de
oposición. Este objetivo como tal no tenía como propósito las
emisiones de subsistencia, a la manera de Macron, sino más bien
las no-emisiones de subsistencia; como sabrá cualquier persona
con un conocimiento rudimentario del problema climático —y
como gritaron los viajeros en Canning Town— el transporte
público es, de hecho, parte de la solución. No nos cabe en la
cabeza que a los activistas por el cambio climático se les haya
ocurrido obstruirlo.
En segundo lugar, XR se ha mantenido persistentemente al
margen de los factores de clase y raza, permaneciendo basado en
estratos medios blancos sin otro punto de vista que el suyo. Su
retórica y estética han goteado con una especie de piedad y
111
presunción a la que esos estratos son especialmente propensos,
o, como dijo jocosamente un columnista de The Guardian, «¿Por
qué tantas ocupaciones de XR parecen una audiencia en busca
del Teatro Nacional? ¿Y, por qué un activista de XR pensaría que
es persuasivo tuitear: “somos ingenieros, somos abogados, somos
doctores, somos todos”?»35. Pese a ciertas ramas del movimiento,
el anticapitalismo y el antagonismo de clases están ausentes en
el discurso de XR: estos son los Rebeldes por la Vida que quieren
derrocar a una cohorte mendaz de políticos. Con mejores líderes
a cargo del Estado, con los ojos abiertos y fieles a la ciencia, se
podría salvaguardar la vida. Para ponerlos en su lugar, XR confía
en la conclusión de Chenoweth y Stephan de que una cierta parte
de la población —el 3,5% es la cifra que circula— tiene que ser
acorralada en las calles. Esto requiere silenciar o apagar
cualquier retórica acusadora y agresiva que pueda alienar a los
partidarios. Por lo tanto, la Rebelión se ha posicionado como «más
allá de la política», ni de izquierda ni de derecha, saludando a la
policía tanto como a los ciudadanos comunes, incluso
complaciendo las preocupaciones de los electores conservadores:
«Si crees», dice un video de propaganda de XR, «en el derecho de
las personas a la propiedad, y si crees que el Estado debe
mantener el orden y la seguridad de las personas, entonces ahora
también debes estar en contra de los impactos del catastrófico
cambio climático». No se debe confrontar con la derecha, hay que
atraerla.
35
Bennett, C. (2019). The Extinction Rebels have a noble cause. What they
don’t need now is tactical stupidity. Recuperado y traducido de
https://web.archive.org/web/20191020081002/https://www.theguardian.co
m/commentisfree/2019/oct/20/extinction-rebels-have-noble-casue-what-
they-dont-need-is-tactical-stupidity.
Este es un mal que padece no solamente el movimiento por el cambio
climático, sino toda la izquierda progresista. No es de extrañar, por lo tanto,
que sectores de derecha se dediquen a atacar a la izquierda apuntando a su
«[falsa] superioridad moral» o a su «hipocresía [clasista]» (N. del T.).
112
El problema con esto, por supuesto, es que «el derecho a la
propiedad», más precisamente, un tipo de propiedad muy
particular pero muy común, es lo que debe abolirse. Y el Estado,
que mantiene el orden, se interpone en el camino. Míralo como
quieras, desde el ángulo de la inversión, la producción o el
consumo, son los ricos los que nos empujan al desastre, y un
movimiento climático que no quiere comerse a los ricos, con toda
el hambre de los que luchan por poner comida en la mesa, nunca
llegará a su destino. Un movimiento que se niega a hacer
distinciones entre clases e intereses en conflicto tomará el
camino equivocado. Esa es una receta para alienar precisamente
a las personas que tienen menos que ganar si las cosas siguen
como han sido hasta ahora. Un movimiento por el clima sin ira
social no adquirirá la capacidad de ataque necesaria, y no debería
tener dificultades para desarrollar el punto —de hecho, algunos
Gilets Jaunes han proclamado el lema «Más glaciares, menos
banqueros», o «Fin de mes, fin del mundo: los mismos
perpetradores, la misma pelea». No solo los ricos nos hacen la
vida miserable, también están trabajando para terminar con la
vida de millones de personas. Aquí hay otra dimensión en la que
XR deja espacio para los flancos radicales del movimiento: los
que se atreven a pronunciar el nombre del enemigo.
En tercer lugar, la violencia en la que finalmente participó
XR no se dirigió a la policía ni a la propiedad privada, sino a un
hombre negro que se dirigía a su trabajo, y esto realmente no
puede verse como algo accidental. Tampoco tenemos motivos
para dudar de que si un activista de XR hubiera pateado a un
policía en la cabeza, el repudio hubiera sido similar. Quizás el
pacifismo nunca haya existido como algo real. Lo que existe es la
capacidad, o no, de distinguir entre formas de violencia. La
peculiaridad del pacifismo es que imbuye a sus seguidores de una
superioridad moral, nacida de la fetichización de un tipo de
táctica que ha sido útil en ocasiones. Si sigue siendo hegemónica,
esta doctrina garantizará que el movimiento climático siga
113
siendo, en el mejor de los casos, el primo lejano y educado de la
revuelta social en la década de 2020. Aquí hay un contraste de
fines de 2019: los estudiantes chilenos reaccionaron ante el
aumento de las tarifas del transporte público —defendiendo ese
modo de transporte, como algo que debería ser gratuito y
accesible para todos—, organizando allanamientos masivos,
saltándose los torniquetes, atacando máquinas expendedoras de
boletos, supermercados y sedes de empresas, generando un
levantamiento nacional contra las crecientes desigualdades en
la patria del neoliberalismo. Mientras tanto, el movimiento
contra la catástrofe climática: plácido y sereno. La tarea
estratégica exigente es unir el último movimiento a las fuerzas
del primero.
114
potencial para este movimiento podría ser algo diferente. Podría
ser el campamento climático. Mientras escribo este texto, el
gobierno sueco ha estado deliberando sobre la solicitud de
Swedegas para bombear gas al país, proceso en el que intervino
el bloqueo del puerto de Gotemburgo. La decisión llegó esta
mañana: contra todas las expectativas, el gobierno rechazó a
Swedegas, con referencia directa a las recientes protestas.
Ganamos. Es otra de las pequeñas victorias tan invaluables para
este movimiento, aunque aún puede resultar de corta duración,
como la victoria sobre Keystone XL; es probable que aparezca en
el futuro próximo un gobierno de extrema derecha en este país.
Pero cada respiro, cada pequeño receso de lo establecido es un
recordatorio de que un mundo —no otro mundo, este mundo— aún
podría ser posible.
Los campamentos climáticos tienen una forma de
construirse sobre los hombros de sus predecesores,
extendiéndose horizontalmente, acumulando experiencias sobre
cómo luchar contra el capital fósil (…). A diferencia de Occupy y
otros campamentos similares que surgieron en 2011 —con los que
por supuesto están relacionados—, los campamentos climáticos
se planifican con mucha anticipación, con fechas fijas para la
construcción y el desmantelamiento; ni espontáneos ni
reactivos, se lanzan a una escalada planificada. Ende Gelände
ahora ha elevado la apuesta contra el capital fósil alemán desde
hace media década, mientras forma cuadros que regresan a otros
países y organizan sus propios campamentos, y así
sucesivamente. Todavía tenemos que ver rendimientos
decrecientes de la inversión activista; Ende Gelände ha seguido
atrayendo a un mayor número y superando a la policía. Pero tal
éxito puede ser difícil de replicar en otros lugares. Pese a los cinco
a diez mil que ahora son fácilmente acumulados en Renania, los
activistas en otras partes de Europa han descubierto que un
campamento preanunciado puede dar a las corporaciones tiempo
suficiente para preparar y sacar suficiente combustible y equipo
115
para protegerse contra un bloqueo. Dado que el problema no es
grave, la policía puede pararse a un lado y dejar pasar a los
manifestantes. Hay debates en el movimiento acerca de la
combinación de campamentos con golpes sorpresa más
pequeños y secretos para causar una verdadera interrupción. Sea
lo que sea lo que salga de él, el campamento climático es un
laboratorio incomparable para aprender cómo luchar esta guerra.
Cualquiera que haya visitado uno habrá experimentado el
proceso: las papillas viscosas que se sirven después de que suena
el gong por la mañana, el pelado giratorio de las cebollas, los
envíos de alimentos que se materializan milagrosamente en las
vías del tren. Un campamento climático es su propia amalgama
distintiva de lo arcaico y lo contemporáneo —el zumbido metálico
de un dron filmando el clip de tres minutos que sería difundido
luego en las redes sociales, sobre las dependencias en tablones de
madera vaciados mediante trabajo manual. Los activistas
pedalean bicicletas estáticas para cargar sus computadoras
portátiles. Cantando, cantando, llenan las redes con heno para
hacer cojines para presionar a través de los cordones policiales y
protegerlos del gas pimienta. La mezcla es de jóvenes
recientemente politizados, hippies experimentados, lesbianas de
pelo corto, hombres musculosos tatuados, estudiantes,
trabajadores precarios, antifas, madres con niños a cuestas (…)
como en un festival de música.
Los grupos de afinidad se consolidan en reuniones
prolongadas. Los delegados son enviados a los plenarios y
regresan para compartir información y recabar opiniones; la
mayoría de las veces el proceso consume mucho tiempo, lo cual
es frustrante. Los micrófonos humanos anuncian la próxima
sesión de formación. En los campos, las columnas se alinean con
las banderas de sus dedos —doradas, rojas, plateadas, rosas— y
practican atravesar o sortear obstáculos. Hay una cualidad
militarista en esta forma de no-violencia: el cuerpo de oficiales
colocado justo detrás de las pancartas del frente, comunicándose
116
con el comando a través de auriculares, la infantería presionando
desde atrás. Planificación de contingencias para diferentes
escenarios, exploradores que informan los movimientos de la
policía y la situación en el objetivo. Los nombres de los abogados
y los teléfonos del equipo legal están garabateados en los brazos
(aquí nadie quiere ser arrestado) con el tintineo de las latas de
aerosol mientras los overoles están adornados con el logo de los
dos martillos cruzados. Alguien lucha por arreglar una pancarta
con las palabras «Haz un PUTO esfuerzo por lo que AMAS». Tiene
la silueta de una niña con cola de caballo pateando una chimenea
humeante.
Y luego, por la mañana, nos marchamos, en grupos de
cientos o miles, con las bolsas llenas, las antorchas encendidas,
los cánticos manteniendo un ritmo constante: «¿Quién clausuró
esta mierda? ¡Nosotros!» —y horas después, invariablemente,
llegamos a la mina, a las vías, a la terminal. A veces, mientras
mantenemos nuestras posiciones alrededor de un complejo de
plantas de energía, podemos ver que el humo de las chimeneas
se diluye. Se apaga. Y luego se ha ido.
117
III. LUCHANDO CONTRA LA DESESPERACIÓN
36
Una posición similar al «realismo capitalista», que hace que sea más fácil
imaginar el fin del mundo que el fin del Capitalismo (N. del T.).
118
pero Scranton la ha mantenido en lo profundo del tercer ciclo. En
un ensayo publicado en Los Angeles Review of Books en junio de
2019, critica a McKibben y David Wallace-Wells, autor de The
Uninhabitable Earth, por sugerir que la acción aún podría evitar
los peores escenarios y anuncia que «solo los inocentes e
ingenuos podrían sostener que la política de protesta no-violenta
es mucho más que una ilusión ritualizada». Entonces, ¿qué más
debería hacerse? Por un breve momento, Scranton parece
coquetear con la idea de trascender el pacifismo —«la verdadera
razón por la que la no-violencia se considera una virtud en los
impotentes es que los poderosos no quieren ver amenazada su
vida o propiedad»—, solo para [luego] despreciar con firmeza
cualquier acción.
En cambio, debemos cruzar las piernas en posición de loto
y reflexionar. En la caída hacia el abismo, la meditación budista
puede darnos tranquilidad. «Si la mala noticia que debemos
enfrentar es que todos vamos a morir, entonces la sabiduría que
podría ayudarnos a lidiar con esa noticia surge de la comprensión
de que iba a suceder de todos modos». Si tan solo el individuo
entendiese que «ya estaba muriendo, ya estaba muerto», entonces
podría estrellarse contra el fondo con solemnidad; si también
pudiese comprender que todo lo que lo rodea es fugaz e
insustancial —apenas una mota de polvo en el cosmos que podría
desaparecer en un milisegundo—, podría soltar el mundo
silenciosamente. No dolerá mucho. Hasta ahora, los activistas
han anhelado que el mundo se salve; el punto, sin embargo, es
aceptar su final. La etapa más alta de la conciencia es «desear
nuestro destino», y la acción bloquea el camino hacia tal ataraxia.
«Con cada canto de protesta», se lamenta Scranton, «nos
convertimos en pensadores más débiles». Deberíamos cultivar el
«desapego», suspender «nuestra participación en la vida social» y
encaminar «nuestras almas hacia la muerte».
119
Fatalismo climático
37
Eufemismo estadounidense para referirse a la palabra «nigger», que en
español sería algo así como «negrata». Un término despectivo que se utiliza
en contra de los afroamericanos, aunque su utilización dentro de las
comunidades negras, por alguna razón, no parece tener tal peso despectivo
(N. del T.).
120
nadie contra quien luchar, solo el culpable que peca sin cesar, los
cuales somos «nosotros mismos». Y dado que este yo ni siquiera
puede decidirse a poner los vasos de papel en el contenedor
correcto, estamos condenados.
Como todo individuo Scranton tiene una trayectoria
política, y se ha cruzado con la acción colectiva en varios puntos
de su vida. Cuando era joven en Oregón participó en una campaña
contra un oleoducto a través de las montañas Cascade; la
campaña prevaleció, el oleoducto no se construyó y, aun así, la
experiencia lo dejó con un amargo sabor a vanidad. Marchó
contra la OMC en las calles de Seattle en 1999 y, por lo tanto,
perdió «la fe que le quedaba en los movimientos sociales basados
en la protesta», una reacción bastante idiosincrásica a ese
episodio (otro joven manifestante quedó tan impactado por
aquello que luego se convertiría en uno de los organizadores
claves de Ende Gelände). «Estaba harto de los ecowarriors38, los
amantes de los árboles y los anarquistas; no quería tener nada
que ver con la política de nuestro mundo caído». De modo que
Scranton dio el paso hacia lo que es claramente su experiencia
política más formativa: se unió al ejército de los Estados Unidos.
Se inscribió en Irak. Estaba tan desilusionado por la izquierda, tan
sacudido por el 11 de septiembre, tan influido por aves rapaces
como Christopher Hitchens y tan convencido de la necesidad de
aplastar el terrorismo islámico que ardía de deseo de hacer «el
trabajo sucio del imperio». También deseaba convertirse en
hombre y aclarar su «profunda inseguridad acerca de su
masculinidad». Tenía hambre de acción.
Al inicio le encantó; parte de él todavía, al parecer. «Aquellos
días brutales y enloquecedores en Bagdad en el verano de 2003»,
escribe Scranton en un libro publicado dieciséis años después,
«fueron algunos de los más dulces y puros de mi vida. Cada
momento brillaba con un esplendor trascendente». Él recuerda
38
En español sería algo así como «los guerreros del clima» (N. del T.).
121
momentos «más dulces que el sexo, el crujido desgarrador de
embestir un automóvil civil, los ángeles cantando mientras
aceleraba a través de intersecciones atascadas sin detenerme, la
propia justicia de Dios cuando levanté mi rifle para apuntar a un
hombre con mi rifle». Se enorgullece de su servicio: «Evitamos
que los niños iraquíes se inmolaran y les negamos las armas a
los insurgentes». Pero finalmente, se apoderó de una sensación
de podredumbre. Scranton también perdió su fe en la ocupación.
Tuvo que abandonar «la frágil ilusión de que podríamos haber
hecho algo bueno en Irak» y renunciar a la idea de que los errores
estadounidenses no fueron accidentales, sino parte de «un patrón
constante de manipulación imperialista» en el Medio Oriente.
Toda la guerra fue una «empresa fraudulenta» y «me había
beneficiado de ella. Había dejado que sucediera y lo había hecho
posible». Desde entonces, Scranton parece haber mirado el
mundo a través de una mira de francotirador que se curva hacia
sí mismo, y lo convirtió en la base de un perfil público sobre el
cambio climático. En sus ensayos, el clima es homólogo al de
Irak: una catástrofe absoluta que yo ayudé a crear, una metedura
de pata de la cual es imposible salir, una demostración trágica de
la locura de la acción humana, que tiende a tener consecuencias
terribles e irreversibles. Mitigar el calentamiento global, deduce
Scranton, es tan inviable como resucitar a los niños asesinados
bajo el mando de George W. Bush.
Un compromiso duradero con la resistencia daría lugar a
una posición diferente sobre el clima. Scranton, alma e intelecto
en conflicto, no puede contener por completo los espasmos
radicales de su juventud —ocasionalmente arremete contra el
Capitalismo—; hacia el final de We’re Doomed, incluso llama a la
«revolución socialista» y la coloca dentro del ámbito de lo posible,
si se le dan suficientes «cuadros dedicados» —pero cuando se
apagan las luces, busca a sus estoicos y a su Buda. La resignación
ante lo inevitable es su principal credo.
122
Si esto fuera una mera peculiaridad personal, no merecería
ningún comentario, pero Scranton comparte esta posición con,
entre otros, Jonathan Franzen, un miembro bastante más
antiguo del panteón literario estadounidense. Desde su púlpito en
el New Yorker, periódicamente se ha manifestado sobre lo
imprudente que es intentar que el cambio climático disminuya.
Al igual que Scranton, cree que «el sobrecalentamiento planetario
es un hecho». Como prueba, señala el hecho de que «ningún jefe
de estado se ha comprometido jamás a reducir las emisiones a
cero». Antes de la década de 1790 ningún jefe de estado se había
comprometido a liberar a los esclavos africanos; en julio de 1791,
alguien de la disposición de Franzen podría haber argumentado,
solo por estos motivos, que la esclavitud eterna es un hecho. Para
el novelista, el hecho de que las emisiones hayan seguido
aumentando durante las últimas tres décadas demuestra que no
se pueden recortar, un non sequitur del cual toda lucha en un
momento de exasperación ha tenido que sacudirse. Admite que
la falta de progreso hasta ahora admite dos opciones: uno puede
sentirse cada vez más «enfurecido por la inacción del mundo. O
puede aceptar que se acerca el desastre», y él no aconsejaría
sentir rabia.
Franzen, como Scranton, se siente culpable por su
ingobernable conducción y vuelo. Desconfía de su propia
capacidad para reducir la combustión o contribuir a un esfuerzo
más amplio. Pero esta culpabilidad está en la naturaleza de la
especie: «los seres humanos son asesinos del mundo natural»;
«todos seremos pecadores, juzgados por una Tierra enojada». Y
esta naturaleza humana no va a cambiar (Franzen incluye cosas
como «nacionalismo y resentimientos de clase y raciales» que
obstruyen la mitigación). Se encuentra callejón sin salida, «lo que
tiene sentido moral intuitivo» para el novelista es «vivir la vida
que me fue dada», es decir, seguir viviendo la vida de un próspero
intelectual estadounidense. Franzen profesa conciencia de las
dimensiones de la catástrofe climática, al igual que Scranton,
123
quien cree que es «más grande que la Segunda Guerra Mundial,
más grande que el racismo, el sexismo, la desigualdad, la
esclavitud, el Holocausto, el fin de la naturaleza, la Sexta
Extinción, el hambre, la guerra y la peste juntas», una vertiginosa
grandeza que hace que la entrega sea prudente y obligatoria.
Scranton es escéptico sobre la expansión de las energías
renovables (cree que será demasiado caro e intermitente),
Franzen hostil (teme que matará a sus amados pájaros). Ambos
hombres favorecen la adaptación. Podemos adaptarnos,
argumenta Franzen, más optimista que su compañero —los
humanos siempre hemos sido «adaptadores brillantes; el cambio
climático es simplemente la misma vieja historia ampliada».
Consejo personal del gran novelista estadounidense: como yo,
sigue viviendo la vida que te dieron, lo mejor que puedas.
Uno podría pensar que esta posición —llamémosla
fatalismo climático— pertenece a cierto tipo de intelectualidad
estadounidense que mira hacia un planeta por encima de las 400
ppm. Pero eso sería incorrecto. Es más antiguo y está más
extendido que eso. Después de la COP15, el novelista Paul
Kingsnorth escuchó a una parte del movimiento climático
británico para el Proyecto Dark Mountain, cuyos principios
centrales fueron y siguen siendo que el desmoronamiento de la
civilización es imparable, que la crisis ecológica es incontenible
y que la acción colectiva contra cualquiera de los dos es una
locura. Encontró un discípulo sueco en David Jonstad, un
intelectual notable de los grupos de dirección del primer ciclo,
que ahora afirmó que todo había terminado y se retiró al campo
para establecer una granja para él y su familia, y aprender a cazar.
Escribió su primer libro sobre el racionamiento de carbono como
solución a la crisis, el segundo sobre la inevitabilidad del colapso
y el tercero sobre las virtudes de un hogar autosuficiente. Los
caminos al desastre son demasiados.
Lo que parece unirlos, al menos superficialmente, es una
cosificación de la desesperación. Esta última es una respuesta
124
emocional comprensible ante la crisis, pero inservible como base
para una política en ella. Como otra filósofa climática, Catriona
McKinnon, ha argumentado en el artículo Climate Change:
Against Despair una deliciosa evisceración lógica de la posición
fatalista, la cual a menudo se reduce a una evaluación de
probabilidad. Si bien algunos fatalistas climáticos niegan que sea
lógica y técnicamente posible reducir las emisiones a cero y luego
comenzar el trabajo de reparación y regeneración, más común es
el argumento de que esto simplemente no sucederá, debido a la
forma en que está el mundo. Scranton en un momento reconoce
que podría lograrse, si logramos «reorientar radicalmente toda la
producción económica y social humana, una tarea que es apenas
imaginable, mucho menos factible». Exigiría un control
centralizado de los sectores económicos clave, una inversión
estatal masiva en la captura y secuestro del carbono, y una
coordinación global a una escala nunca antes vista, un escenario
que se puede evocar en algún hemisferio teórico de la mente pero
que no se puede promover ni implementar en el mundo real,
porque las fuerzas apiladas en su contra son asombrosamente
colosales. La desesperación por el clima se basa aquí en un juicio
de extrema improbabilidad, hipostasiado en imposibilidad. El
procedimiento es antipolítico de principio a fin.
Si alguien busca alterar el rumbo del mundo actuando de
una manera en lugar de otra, debe ser porque considera que un
resultado es deseable y quiere contribuir a su realización. Si
simplemente deseara confirmar el resultado más probable
debido a su alta probabilidad, no tendría ninguna razón para
actuar. Su comportamiento no tendría sustancia normativa. No
tendría carga estratégica. Ella simplemente estaría flotando, y
estaría flotando solo por el simple hecho de hacerlo. Actuar
políticamente es rechazar la evaluación de la probabilidad como
base para la acción (ya que no podría inspirar ninguna acción), y
esto también se aplica a hombres como Scranton y Franzen: a
través de sus escritos, buscan influir en otros para que hagan una
125
cosa por sobre otra. De lo contrario, mantendrían la boca cerrada.
Si Scranton creyera que la gente tomaría la posición de loto
mientras cae hacia el abismo con la misma probabilidad que un
pájaro extendiendo sus alas, sus recomendaciones serían
redundantes. El fatalismo climático es una contradicción
performativa. No refleja pasivamente una determinada
distribución de probabilidades, sino que la afirma activamente —
o, como dice McKinnon, «puede convertirse en una profecía
autocumplida: lo que se afirma repetidamente como imposible
puede volverse imposible». Cuanta más gente nos diga que una
reorientación radical es «apenas imaginable», menos imaginable
será.
La imaginación es una facultad fundamental aquí. La crisis
climática se desarrolla a través de una serie de absurdos
entrelazados arraigados en ella: no solo es más fácil imaginar el
fin del mundo que el fin del Capitalismo 39 , o la intervención
deliberada a gran escala en el sistema climático —a lo que nos
referimos como geoingeniería— que en el sistema económico;
también es más fácil, al menos para algunos, imaginarse
aprender a morir que aprender a luchar, reconciliarse con el fin
de todo lo que uno ama que pensar en una resistencia militante.
El fatalismo climático hace todo lo que está a su alcance para
confirmar estos absurdos paralizantes. De hecho, esa es su
vocación. Si se basa en defectos personales, no es tan absurdo;
como muestra McKinnon, si un individuo no puede reunir la
voluntad de reducir sus propias emisiones, esto en sí mismo no
establece que no pueda hacerlo. Es posible que Roy Scranton no
tenga la motivación suficiente para elegir un plato diferente del
menú que el bistec más sangriento, pero podría hacerlo, en el
sentido de que si intentara, «y no se rindiera» —la condición
crucial—, «podría tener éxito». Lo que significa la desesperación
aquí es que «no puedo hacer ninguna diferencia porque no estoy
dispuesto a hacer una diferencia». Lo mismo ocurre, por supuesto,
39
Realismo capitalista (N. del T.).
126
con todos los ricos responsables de las emisiones de lujo. Un
fatalista climático del tipo Scranton-Franzen (el cazador-
agricultor autosuficiente es un caso aparte) proyecta entonces
esta debilidad de la carne en la sociedad, elevando la incapacidad
individual para cambiar el orden establecido a un hecho
universal. Es más fácil imaginar el fin del mundo que yo
saltándome un filet mignon.
127
igual que el segundo, y así sucesivamente, «hasta que llegamos a
un punto en el que evidentemente el clima ha cambiado». En
algún punto del camino —si el problema es antropogénico—
solamente un acto de emisión debe haber marcado una
diferencia perceptible (…).
Ahora, McKinnon trabaja basado en la tradición de la
filosofía política liberal, por lo que se centra precisamente en las
emisiones individuales, pero podríamos centrarnos en el campo
de fuerza central de la acción colectiva. Si aceptamos que el
cambio climático es el efecto acumulativo de la acción a nivel de
clase —el producto del capital fósil y las clases que gobiernan en
su nombre—, entonces cada vez que se acciona el interruptor, una
contrarrestación podría, lógicamente, en principio, negar aquella
acción y apagar el interruptor. Si el colectivo que suministra la
contrafuerza intentara y no se rindiera, podría tener éxito
(hipotéticamente hablando, todavía). Esta fuerza debería haberse
mantenido a lo largo de la historia de las emisiones de CO2. ¿Pero
quizás ahora sea demasiado tarde? ¿Qué pasa si hemos
alcanzado, digamos, 666 en el panel de interruptores y la
máquina está construida de tal manera que no hay vuelta atrás
desde este punto, solo hacia adelante hacia el dolor máximo? Este
es el argumento supuestamente científico del fatalismo
climático: debido a que ya se ha emitido tanto, los recortes que
hagamos ahora y en el futuro harán muy poca diferencia para
justificar el esfuerzo hercúleo realizado. El problema es que este
argumento no tiene base científica. «No es una cuestión de si
nosotros podemos limitar el calentamiento, sino de si elegimos
hacerlo», dice una frase estándar de la literatura revisada por
pares sobre el estado del clima a medida que ingresamos a la
década de 2020 («nosotros» aquí significa humanidad, que se
divide en bloques antagónicos). «El nivel preciso de
calentamiento futuro», aclaran Tong y sus colegas, «depende en
gran medida de la infraestructura que aún no se ha construido».
Podría ser detenida.
128
El alfa y el omega de la ciencia del carácter acumulativo del
cambio climático son contrarios a los axiomas del fatalismo.
Cada gigatonelada importa, cada planta, terminal, oleoducto, SUV
y superyate marcan la diferencia en el daño agregado causado, y
esto es tan cierto por encima de las 400 ppm y 1 °C como por
debajo. No dejará de ser verdad a 500 ppm o 2 °C, o incluso más.
La totalidad del calentamiento global siempre será función de la
totalidad de las emisiones (…). Los mecanismos de
retroalimentación positiva no anulan esta función, solo la
refuerzan. Wallace-Wells describe la naturaleza de esto cuando
escribe: «La lucha, definitivamente, aún no está perdida —de
hecho, nunca se perderá, siempre y cuando evitemos la extinción,
porque por más cálido que se vuelva el planeta, siempre podría
ser que la década siguiente contenga más o menos sufrimiento».
Si los fatalistas piensan que la mitigación es significativa solo en
un momento en el que el daño aún no se ha hecho, han entendido
mal los conceptos básicos tanto de la ciencia climática como del
movimiento.
El movimiento no es tan ingenuo como para pensar que el
calentamiento global como tal todavía podría evitarse. La fuente
de su urgencia y descontento es precisamente el conocimiento de
que está sucediendo, que ya se ha hecho demasiado daño —como
lo expresan los nombres mismos de los grupos: 350.org,
Extinction Rebellion, Ende Gelände—, y que no se debe escatimar
en esfuerzos para prevenir que se haga aún más daño. El
movimiento sabe que se enfrenta a una gigantesca operación de
rescate: salvaguardar la mayor cantidad de espacio posible en
este planeta lleno de cicatrices para que la vida humana y de otro
tipo sobrevivan y tal vez prosperen y, en el mejor de los casos,
curen algunas de las heridas de los siglos pasados. Una demanda
como la prohibición de todos los nuevos dispositivos emisores de
CO2 no pierde su relevancia a concentraciones y temperaturas
más elevadas, sino todo lo contrario; cuanto más tarde, más
urgente es lograr la prohibición por todos los medios posibles. El
129
hecho de que hayamos superado los límites necesarios para la
mitigación ambiental exige más resistencia, no menos. Esto se
extiende a los escenarios de geoingeniería —el inicio de la gestión
de la radiación solar, el despliegue de tecnologías de emisiones
negativas— que se desmoronarían rápidamente sin el cierre
concomitante de las fuentes de CO2. Hasta que la situación
habitual sea un recuerdo lejano, mientras los seres humanos
existan, la resistencia es el camino hacia la supervivencia en
todos los tiempos; no pasó de moda en 2009 y no lo hará en 2029.
Nadie sabe con exactitud cómo terminará esta crisis.
Ningún científico, ningún activista, ningún novelista, ningún
modelista o adivino lo sabe, porque el resultado está
condicionado por demasiadas variables de la acción humana. Si
los colectivos se lanzan contra los interruptores con suficiente
fuerza, el sufrimiento al que nos enfrentaríamos no alcanzará su
punto máximo; el dolor podría ser menor. Dentro de estos
parámetros, se actúa o no. Como cada grano de arena en la pila,
un individuo que se une al contracolectivo podría aumentar su
capacidad en el margen, y el contracolectivo podría vencer al
enemigo. No se requiere más para mantener un mínimo de
esperanza: el éxito no es seguro ni probable, sino posible. «El
contexto de la esperanza es una incertidumbre radical», escribe
McKinnon. «Podría suceder cualquier cosa, y si actuamos o no
tiene mucho que ver con eso», declaró Rebecca Solnit. «La
esperanza no es una puerta, sino la sensación de que podría haber
una puerta en alguna parte». O, lo que es más conmovedor aún,
«la esperanza es un hacha con la que derribas puertas en una
emergencia».
A las personas que empuñan esa hacha siempre se les ha
dicho que estamos jodidos, que estamos condenados, que
deberíamos intentar sobrevivir, que nada cambiará para mejor;
desde el cuartel de esclavos hasta el Judenräte y más allá, los
gurús del derrotismo han desalentado todas las revueltas. Pero,
¿qué hay de las revueltas que realmente fracasaron? ¿No
130
validaron a los detractores? ¿Qué sentido tenía Nat Turner o el
levantamiento del gueto de Varsovia? El fatalismo del presente
desprecia las luchas derrotadas del pasado, y también lo hace el
pacifismo estratégico: si alguien levantó un arma y perdió, fue
porque levantó esa arma. No debería haberlo hecho. Chenoweth
y Stephan reprenden a los palestinos por usar piedras y bombas
de gasolina en la primera intifada; si solo hubieran logrado
permanecer en paz, si los líderes hubieran podido «convencer a
los jóvenes de que dejen de arrojar piedras», habrían ganado
Cisjordania y la Franja de Gaza. Tal arrogancia solamente podía
provenir de las torres de hormigón y marfil del imperio.
(Añadiendo otro caso a las ironías del pacifismo, Maria Stephan
escribió Why Civil Resistance Works 40 desde la embajada
estadounidense en Kabul. Fue oficial principal de la Oficina de
Operaciones de Estabilización y Conflictos del Departamento de
Estado, cuya misión es «anticipar, prevenir y responder a los
conflictos que socavan los intereses nacionales de los Estados
Unidos». Al momento de escribir este artículo, el sitio web de la
Oficina muestra la imagen de jóvenes enmascarados
construyendo barricadas y lanzando cócteles Molotov41).
Asimismo, Chenoweth y Stephan critican al Fedaiyan por
continuar la lucha contra el ayatolá Jomeini: las campañas
guerrilleras posteriores a 1979 simplemente sirvieron al régimen
como «un pretexto para purgar» a la sociedad iraní de elementos
no deseados. En el universo del pacifismo estratégico, solo los
ganadores merecen elogios. (Pero quizás debería reconocer un
prejuicio personal mío aquí: una pariente cercana de la familia
fue una destacada militante del Fedaiyan. Fue torturada cuando
40
El título en español sería algo como: «¿Por qué funciona la desobediencia
civil?» (N. del T.).
41
Para agregar más oprobio al pacifismo de Chenoweth y Stephan,
recordemos que la misma Kabul sucumbió ante los talibanes el 15 de agosto
de 2021 luego de la retirada de los Estados Unidos. No fue el pacifismo el que
expulsó a los estadounidenses, sino el ejercicio prolongado de la violencia
(N. del T.).
131
era adolescente en las mazmorras del Sha, contrabandeó armas
y coordinó células subterráneas bajo el ayatolá y, después de la
derrota final, terminó en Suecia como una náufraga). El
menosprecio de los derrotados puede reformularse en términos
de la teoría de la guerra justa: la resistencia, incluida la
autodefensa armada, está justificada solo si es probable que evite
la amenaza. Una víctima no tiene derecho a defenderse si está
condenada de antemano. Pero esta «condición de éxito» tiene
consecuencias reprobables, por ejemplo, con respecto al
levantamiento del gueto de Varsovia. Los judíos que juntaron las
armas que pudieron encontrar sabían con certeza que serían
aplastados por los nazis y, tal como se esperaba, no lograron nada
en términos militares. Entonces, ¿deberían haber dejado que los
llevaran supinamente a Treblinka y Auschwitz? El caso puede,
mutatis mutandis, trasladarse al clima. Imagina que realmente
es demasiado tarde. Estamos sobre el acantilado. El
calentamiento apocalíptico está hecho, pase lo que pase.
Scranton y Franzen no tienen fundamento científico para la
afirmación de que este es el caso ahora, y probablemente tomaría
algún tiempo para que suceda, pero no se puede descartar por
completo: uno puede imaginar un escenario de una Tierra de
invernadero, donde la retroalimentación lleva al planeta a una
órbita de calentamiento incontrolable. ¿Seguramente entonces
sería inútil resistirse?
Imagínese que los rezagos de las poblaciones humanas
subsisten a duras penas cerca de los polos. Vivirán por un par de
décadas más. Algunos de sus descendientes podrían tener la
oportunidad de vivir un poco más. ¿Qué querríamos decirles?
¿Que la humanidad provocó el fin del mundo en perfecta
armonía? ¿Que todos hicieron cola de buena gana para los
hornos? ¿O que algunas personas lucharon como judíos que
sabían que los matarían?
132
En los guetos, como en los campos de exterminio a los que eran
antecámara, los résistants se embarcaban en una carrera contra la
muerte. Luchar y resistir era la única opción lúcida, pero esto a
menudo significaba para los combatientes simplemente elegir el
momento y la forma de su muerte. Más allá del desenlace inmediato
de la lucha, que muchas veces era inevitable, su combate fue por la
historia, por la memoria (...) Esta afirmación de la vida a modo de
sacrificio y combate sin perspectivas de victoria es una paradoja
trágica que solo puede entenderse como un acto de fe en la historia,42
42
Brossat, A. & Klingberg, S. (2016). Revolutionary Yiddishland: A History of
Jewish Radicalism. Londres: Verso.
133
En la coyuntura menos escatológica en la que todavía
vivimos, sería mejor honrar las luchas pasadas —incluidas las
derrotadas— que burlarnos de ellas, porque nos prepararía para
permanecer en su camino. La derrota también tiene una función
pedagógica, incluso para el movimiento climático: sin la COP15 y
las decepciones de inicios de la gestión de Obama, podría no
haber habido un giro hacia la acción masiva. El fatalismo
climático es para los cansados y desinflados; es un «lujo burgués»,
en el lenguaje sencillo de un crítico sueco. En una sección
memorable de We’re Doomed, Scranton disfruta de una
conversación con Timothy Morton, otro escritor aclamado y
emisor compulsivo de lujo. Morton ilumina para Scranton cómo
la catástrofe climática es [para él] una epifanía en plan «Oh Dios
mío, soy la destrucción. Soy parte de eso, y estoy en eso. Es una
experiencia estética, estoy dentro de ella, estoy involucrado, estoy
implicado». El truco está en encontrar el disfrute en este
momento. «Creo que así es como llegamos a sonreír,
eventualmente, al habitar por completo el espacio de la
catástrofe, de la misma manera que eventualmente una pesadilla
puede volverse tan horrible que empiezas a reír». No escucharás
nada como esto en Dominica. No escucharás a los pobres que hoy
en día corren el riesgo de morir en la catástrofe —en Filipinas, en
Mozambique, en Perú— decir: «Yo soy la destrucción. Es una
experiencia estética. También puedo reírme de esto». Donde la
muerte climática es una realidad, no una elegancia filosófica, el
fatalismo programático de la escuela Scranton-Franzen no atrae
a absolutamente nadie (el fatalismo religioso es otro asunto).
Tampoco la culpa que lo anima puede encontrarse en las
periferias vulnerables. Tampoco pueden confiar en la adaptación
autosuficiente.
El fatalismo climático es para los de arriba; su única
contribución es el deterioro. El activista climático más
religiosamente gandhiano, el emprendedor de energías
renovables más emocionado, el creyente más moralista en el
134
veganismo como panacea, el parlamentario más propenso al
compromiso es infinitamente preferible al hombre blanco del
Norte que dice: «Estamos condenados, descansa en paz». Dentro
de la gama de posiciones de este lado de la negación climática,
ninguna es más despreciable.
Ecología profunda
135
industrial» 43 , pero incluyen en ella la agricultura, que también
debe ser eliminada. El pecado original se produjo cuando la caza
y la recolección fueron reemplazadas por la agricultura, que
desde sus inicios—hace unos diez mil años— «se ha basado en el
crecimiento perpetuo». Ya no podemos tener eso. Tampoco
podemos tener energía solar o eólica; son tan execrables como el
carbón y el petróleo. Deben cerrarse escuelas y ciudades y
recortar las poblaciones humanas: «Un número verdaderamente
sostenible estaría entre 300 y 600 millones». Los medios
necesarios para llevar a cabo una extinción masiva de este tipo,
como siempre, no son desarrolladas y se dejan en la ambigüedad.
Hasta aquí la ideología de este submovimiento. ¿Qué hay de
sus tácticas? EF!, ALF, ELF y ciertos grupúsculos e individuos
débilmente asociados llevaron a cabo un gran total de 27.100
acciones entre 1973 y 2010, minuciosamente registradas por su
principal autoridad académica, Michael Loadenthal. La mayor
parte dañó la propiedad rociando graffiti —otra forma de sabotaje
discreto que quedó fuera del arsenal del movimiento climático—,
pero también se pincharon neumáticos, se quemaron vehículos,
se rompieron ventanas, se averiaron cerraduras, se clavaron
árboles, bombas y bombas de ruido, la lista manifiesta una
imaginación bastante vívida. Los objetivos se eligieron de
manera sin rigurosidad. El ecotaje se realizó contra restaurantes
McDonalds, bancos, oficinas de investigación de la OGM,
minoristas de pieles, granjas de visones (aquellos eran los días de
miles de visones «liberados» en bosques estadounidenses y
suecos), pabellones de caza, un museo de vida silvestre —
activistas incendiando exhibiciones de animales de peluche—,
ranchos, criaderos, sitios de construcción de apartamentos, una
estación de esquí que invade el hábitat de un lince y otros
objetivos diversos. En 1996, ELF averió las cerraduras de una
gasolinera Chevron en Eugene, Oregón. En 1998, las explosiones
destrozaron equipos para la extracción de petróleo y gas en
43
Hace eco de la perspectiva fatalista de Theodore Kaczynski (N. del T.).
136
Alberta, Canadá. En 2003, las células de ELF se atribuyeron la
responsabilidad de los ataques a cuatro concesionarios de
automóviles en el Valle de San Gabriel en el sur de California; un
lote de autos que almacenaba SUVs nuevos perdió cuarenta
Hummers a causa de las llamas (Los Angeles Times tuvo el
discernimiento suficiente como para catalogar esto como
«vandalismo», no como terrorismo). Esa fue una de las últimas
acciones de alto perfil del submovimiento, que se desvaneció
justo cuando el movimiento climático se hizo realidad.
¿Qué se puede extraer de este interludio? Loadenthal
destaca el hecho de que las 27.100 acciones causaron
exactamente cuatro muertos, todos ellos a manos de atacantes
ajenos a algún grupo (a saber, el Unabomber44 y el hombre que
asesinó al político holandés Pim Fortuyn). EF !, ALF y ELF nunca
mataron a nadie. El 99,9% de sus acciones no causaron ningún
daño. Esta fue, por supuesto, una elección deliberada: «Se
revisaron las casas para detectar todas las formas de vida, e
incluso sacamos un tanque de propano de la casa al otro lado de
la calle solo porque —en [el] peor de los casos— los bomberos
podrían salir lastimados», decía un comunicado de ELF. Esta
podría ser la evidencia más convincente hasta ahora de la
posibilidad de destrucción de propiedad sin violencia contra las
personas. Parecería proporcionar aún más contraste con la
paradoja de Lanchester: si todo esto sucedió tan recientemente,
¿por qué tan poco ahora? Pero la paradoja podría, desde otro punto
de vista, tener una solución sencilla: el movimiento climático
despegó porque no tenía conexiones con el ecosistema de EF!,
ALF y ELF. Si hubiera comenzado con el ecoturismo, no habría
ido a ninguna parte. Todas esas miles de acciones desgarradoras
lograron poco o nada y no tuvieron victorias duraderas que
mostrar para ellos. No se realizaron en una relación dinámica con
un movimiento de masas, sino en gran medida en el vacío.
44
Theodore Kaczynski (N. del T.).
137
El valor de uso limitado de esta historia se confirma
plenamente en Deep Green Resistance. Sus autores han hecho
apología del puro sustitucionismo: pequeños núcleos de
combatientes militares salen de sus búnkeres en lugar de las
masas. «Nuestra predicción es que no habrá movimiento de
masas», —«¿estás dispuesto a dejar de lado tu último y feroz sueño
de ese valiente levantamiento de millones de personas?». Esto es
desesperación, refutada por la cuestión del clima, disfrazada de
militancia. O, si se quiere, la tesis de incompatibilidad del
pacifismo estratégico con los signos invertidos: no masas, solo
vanguardia armada. McBay y sus colegas son elitistas
descarados. Es suficiente reclutar a una de cada 100.000
personas, siempre que los «guerreros» sean de un carácter
impecable: «es mejor tener unos pocos fiables que muchos
inestables». Estos pocos valientes tienen la misión de deshacer la
civilización humana tal como se ha desarrollado desde la edad de
hielo. Al igual que la praxis del ecotaje, Deep Green Resistance
lanza una red tan amplia como una nebulosa sobre su enemigo:
los ataques tendrán como objetivo puentes, túneles, pasos de
montaña, presas, fábricas, la red eléctrica, Internet —Jensen
también ha propuesto «tomar de inmediato en todas las torres de
telefonía celular del mundo»—, los bancos y la Bolsa de Valores
de Bombay, además de las plantas de energía y los oleoductos.
Las últimas 300 páginas de Deep Green Resistance sirven
como un manual sobre algo llamado «Guerra ecológica decisiva».
El objetivo es «inducir un colapso industrial generalizado, más
allá de cualquier sistema económico o político» —para reducir la
vida humana organizada a una tabula rasa y devolver el planeta
al reino animal. Unos pocos años de guerra serán suficientes para
que los comandos itinerantes reduzcan las emisiones de CO2 en
un 90%. Es de suponer que también habrá una cierta reducción de
la población en el camino. El asesinato ya no es aborrecido —
«individuos invaluables son objetivos invaluables para el
asesinato»—, mientras las guerrillas de color verde oscuro se
138
abren camino a través de los continentes, atraviesan ríos que
desbordan de sangre y recolectan leña para los pocos
sobrevivientes. Es un libro del apocalipsis cuyas batallas
climáticas recuerdan a Los diarios de Turner y a otras fantasías
estadounidenses de guerra racial. Es otro final de la ecología
profunda. Hace que la misma noción de resistencia violenta
parezca nauseabunda.
Quizás el movimiento climático, después de todo, haya
aprendido bien la lección al ni siquiera considerar tomar esta
ruta. Menos que un mapa para los movimientos de tropas, Deep
Green Resistance debe leerse como el síntoma de una
desesperación cada vez mayor y un estancamiento. Quizás habrá
más sueños febriles de este tipo en un mundo en llamas. Quizás
el mismo hecho de jugar con la idea de violencia sea parte de la
enfermedad. Nos han robado la cordura.
139
pasar aquello? No se puede saber de antemano. Solo se puede
descubrir mediante la inmersión en la práctica.
Ende Gelände en 2016 tuvo por objetivo la mina y las vías
del tren alrededor de Schwarze Pumpe, «la bomba negra», una
enorme central eléctrica en la región oriental de Lusacia que
funciona con carbón marrón y eructa columnas volcánicas de
humo de chimeneas cóncavas. El combustible se transporta
desde la mega mina cercana a través de vías férreas. Hasta el año
de la acción, Schwarze Pumpe y cuatro instalaciones similares
en Alemania habían sido propiedad de Vattenfall, una
corporación energética propiedad del Estado sueco y sujeta a las
directivas de su Gobierno. En las elecciones parlamentarias
suecas de 2014, Gustav Fridolin, líder de los Verdes, se guardó un
trozo de carbón en el bolsillo. Dondequiera que fuera, en cada
discurso y debate televisado, agitaba ese bulto y prometía, con
severa determinación en su voz, poner una tapa al carbón en el
suelo. Los complejos de lignito de Vattenfall en Alemania
produjeron emisiones de CO2 iguales al total del territorio sueco
más un tercio; ninguna medida reduciría las emisiones tan
radicalmente como su cierre. Fridolin y los Verdes se
comprometieron a hacerlo si entraban en el gobierno. Entraron
en el gobierno y, dos años después, Schwarze Pumpe y sus cuatro
instalaciones hermanas estaban programadas para estar fuera
de la posesión sueca. Iban a ser vendidos a un consorcio de
capitalistas de la República Checa —incluido su hombre más
rico— que ansiaban más recursos para el renacimiento del carbón
marrón en el que invirtieron. El Estado sueco, gobernado por
socialdemócratas y verdes, había resuelto no cerrar algunas de
las mayores riquezas carboníferas del continente, sino arrojarlas
directamente a las fauces del capital fósil.
En las vías del tren, sin vagones en marcha, en medio del
bloqueo, mi grupo de afinidad ansiaba más. Queríamos seguir
adelante. Lo mismo hicieron cientos de personas con overoles
blancos, que realizaron asambleas improvisadas y se unieron
140
para una maniobra no planeada de antemano y no cubierta por el
consenso de acción. Nos alejamos de las vías y nos dirigimos
hacia la propia central eléctrica. En el parche de bosque que lo
rodea, encontramos una valla. Caminando, medio corriendo en el
frente, mi grupo de afinidad la derribó, la rompió, la pisoteó y
continuó con el resto de la marcha hasta los perímetros de la
planta. Estaban marcados por otra valla más resistente, que
también derribamos. Los pocos guardias privados estaban
sorprendidos y completamente superados en número. Nos
apresuramos al recinto. Durante mis años en el movimiento
climático nunca había sentido una oleada de euforia más grande:
por un momento palpitante y de expansión mental, teníamos en
nuestras manos una parte de la infraestructura que arruinaba
este planeta. Podríamos hacer con esta lo que quisiéramos.
Atravesamos la zona, tan asombrados como los guardias a los
que habíamos rebasado y sin planes de cómo proceder; revisamos
unos portones aquí, entramos a una torre allá, rociamos un lema
en una esquina, sin saber cómo completar el cierre, hasta que
llegaron las fuerzas policiales y nos ahuyentaron con sus porras
y spray pimienta. Regresamos al cinturón circundante de
bloqueos. A la mañana siguiente, Vattenfall declaró que Ende
Gelände había impuesto la suspensión de toda la producción de
electricidad, algo que nunca antes había sucedido en una central
eléctrica de combustible fósil en Europa.
Las corporaciones, los medios de comunicación y los
políticos estaban horrorizados. «Es un fenómeno completamente
nuevo cuando se utiliza una presión violenta para interrumpir la
producción e intervenir directamente en el sistema energético
alemán», dijo el director ejecutivo de las operaciones
continentales de Vattenfall. Se quejó de un «rastro de
devastación» y se refirió a la destrucción de las vallas como
«massiven kriminellen Gewalttaten», «violencia criminal
masiva». Esta frase fue repetida por el alcalde de la localidad,
quien declaró que «no se puede imaginar un daño peor que el que
141
hicieron estas personas. Uno de los principales argumentos para
esta región y para el parque industrial Schwarze Pumpe es:
somos favorables a la industria. Esto anula la imagen que
intentamos establecer con los inversores». (Menos de un año
después, los nuevos propietarios checos archivaron sus planes
para ampliar la mina que da servicio a Schwarze Pumpe y otro
pozo, citando desarrollos políticos adversos; Ende Gelände
reclamó una victoria parcial). La desobediencia llega a su fin
«cuando se destruyen cosas», denunció una emisora pública.
Gustav Fridolin lo calificó de «ilegal».
El incidente del complejo asaltado cobró vida propia, como
una señal de la naturaleza supuestamente violenta de Ende
Gelände en el este de Alemania. Trajo a casa más absurdos de la
situación: la ruptura de vallas podría enmarcarse oficialmente
como massiven kriminellen Gewalttaten, devastación, daño
inimaginable, mientras que la nube perpetua de CO2 de Schwarze
Pumpe era la marca de una normalidad pacífica. Esta
deformación tuvo algo que ver con la coyuntura política en esos
distritos del este, donde la Alternative für Deutschland (AfD) —el
partido de extrema derecha que niega el cambio climático, ama
el carbón y quiere que se raspe el fondo de las minas alemanas—
tiene su principal baluarte de apoyo. Nadie estaba más indignado
por la incursión que la AfD. En las horas posteriores, una turba de
activistas de extrema derecha y lugareños asaltó varios de los
bloqueos de Ende Gelände, disparándoles petardos y
persiguiendo a los activistas en automóviles. Quizás debería
anticiparse más violencia de ese tipo, ya que la tarea de defender
el capital fósil se transfiere a la extrema derecha en Europa y en
otros lugares.
Pero si destruir vallas fue un acto de violencia, fue una
violencia del tipo más dulce. Estuve en éxtasis las semanas que
siguieron. Toda la desesperación que genera el colapso climático
a diario estaba fuera de mi sistema, aunque solo fuese
temporalmente; había recibido una inyección de
142
empoderamiento colectivo. Hay una frase famosa en Los
condenados de la tierra donde Frantz Fanon escribe sobre la
violencia como una «fuerza limpiadora». Libera al nativo «de su
desesperación e inacción; lo vuelve intrépido y le devuelve el
respeto por sí mismo». Pocos procesos producen tanta
desesperación como el calentamiento global. Imagínese que,
algún día, toda esa emoción acumulada en todo el mundo —en el
Sur Global en particular— encuentran una salida. Ha habido un
tiempo para un movimiento climático al estilo Gandhi; tal vez
llegue el momento de adoptar una postura a lo Fanon. A lo mejor
en un futuro romper una valla se considere apenas un delito
menor.
143
NOTAS
Pág. 6 Desde la COP1 los Estados Unidos han desencadenado una explosión …
Cifras sobre el kilometraje de las tuberías tomadas del Bureau of
Transportation Statistics, «U.S. Oil and Gas Pipeline Mileage», bts.gov, 28
de marzo de 2019; American Petroleum Institute, Pipeline 101,
pipeline101.org, 2016 (consultado el 28 de agosto de 2019).
144
2964–73; Nishant Kishore, Domingo Marqués, Ayesha Mahmud et al.,
«Mortality in Puerto Rico after Hurricane Maria», New England Journal of
Medicine 379 (2018): 162–70; Carlos Santos-Burgoa, John Sandberg, Erick
Suárez et al., «Differential and Persistent Risk of Excess Mortality from
Hurricane Maria in Puerto Rico: A Time-Series Analysis», Lancet Planet
Health 2 (2018): 478–88.
145
Pág. 24 A pesar de que esta última ahora es «considerablemente más barata» …
Dominic Dudley, «Renewable Energy Costs Take Another Tumble,
Making Fossil Fuels Look More Expensive Than Ever », Forbes,
forbes.com, 29 de mayo de 2019.
146
Para una revisión más detallada, escrita desde el punto de vista del
pacifismo, ver Andrew Fiala, «Pacifism», The Stanford Encyclopaedia of
Philosophy (2018), plato.stanford. edu.
147
Roger Hallam, «The Civil Resistance Model», en Clare Farrell, Alison
Green, Sam Knights y William Skeaping (eds.), This Is Not a Drill: An
Extinction Rebellion Handbook (Londres: Penguin, 2019), págs. 100-101 . Cf.
p.ej. Roger Hallam, «Now We Know: Conventional Campaigning Won’t
Prevent Our Extinction», Guardian, 1 de mayo de 2019.
148
This Is Not, pág. 7; Economist, «Could Extinction Rebellion Be the Next
Occupy Movement?», Economist.com, 17 de abril de 2019.
149
Pág. 37 Los votos para las mujeres, explicó Pankhurst …
Citada en Atkinson, Rise Up, Women! The Remarkable Lives of the
Suffragettes, pág. 369.
Pág. 38 Si me convirtiese …
Citado en Domenico Losurdo, «Moral Dilemmas and Broken Promises: A
Historical-Philosophical Overview of the Nonviolent Movement »,
Historical Materialism 18 (2019), pág. 96. Ver más en Tidrick, Gandhi, págs.
104, 125–32.
150
Citas obtenidas de ibid. Págs. 155, 152.
151
Pág. 51 Involucrando directamente a aproximadamente el 10% …
Charles Kurzman, La revolución impensable en Irán (Cambridge, MA:
Harvard University Press, 2004), págs. vii-viii.
152
Pág. 57 Dejarían de absorber los gases emitidos …
Ver p. Ej. M. R. Raupach, M. Gloor, J. L. Sarmiento et al., «The Declining
Uptake Rate of Atmospheric CO2 by Land and Ocean Sinks»,
Biogeosciences 11 (2014): 3453–75.
Pág. 58 En 2019…
Tong et al., «Committed Emissions», pág. 376. Énfasis añadido. Cf. p.ej. la
convocatoria de una moratoria «sobre las inversiones en activos de
combustibles fósiles» en Filip Johnsson, Jan Kjärstad y Johan Rootzén,
«The Threat to Climate Change Mitigation Posed by the Abundance of
Fossil Fuels», Climate Policy 19 (2018), pág. 269.
153
Pág. 59 Según una estimación, la suspensión instantánea …
Pfeiffer et al., «Committed Emissions».
154
Zachary Davis Cuyler, «Toward the Target and the Goal: Infrastructure
Sabotage and Palestinian Liberation in the Pages of Al-Hadaf», Historical
Materialism, próximo a publicarse.
155
Pág. 67 No solo renovó el acuerdo …
Véase Robert Springborg, «Egypt: The Challenge of Squaring the Energy-
Environment-Growth Triangle», en Robert E. Looney (ed.), Routledge
Handbook of Transitions in Energy and Climate Security (Abingdon,
Reino Unido: Routledge, 2017): 272 –84.
Pág. 75 Se ha demostrado …
Ver p. Ej. Emily Huddart Kennedy, Harvey Krahn y Naomi T. Krogman,
«Egregious Emitters: Disproportionality in Household Carbon Footprints »,
Environment and Behavior 46 (2014): 535–55; Dominik Wiedenhofer, Dabo
Guan, Zhu Liu et al., «Unequal Household Carbon Footprints in China»,
Nature Climate Change 7 (2017): 75–80; Kyle W. Knight, Juliet B. Schor y
Andrew K. Jorgensen, «Wealth Inequality and Carbon Emissions in High-
Income Countries», Social Currents 4 (2017): 403–12; Klaus Hubacek,
Giovanni Baiocchi, Kuishuang Feng et al., «Global Carbon Inequality»,
Energy, Ecology and Environment 2 (2017): 361–69.
156
Pág. 75 Un informe de Oxfam de 2015 …
Oxfam, Extreme Carbon Inequality, oxfam.org, 2 de diciembre de 2015.
Pág. 76 Los jets privados que operan solo en los Estados Unidos …
Lynch et al., «Measuring», pág. 389.
157
Pág. 77 «Deberíamos», argumentó …
Shue, Climate, pág. 7.
158
Pág. 81 Restricciones obligatorias …
Otto et al., «Shift the Focus», pág. 83
159
Cf. «Ruby Montoya & Jessica Reznicek: DAPL Ecosaboteurs», Stop Fossil
Fuels, stopfossilfuels.org, s.f.
Pág. 89 Se ha argumentado …
P.ej. Runkle, «Is Violence», pág. 370.
160
Pankhurst citada en Atkinson, Rise Up, pág. 288.
161
siempre es parte de la guerra, y el precio de la misma siempre es alto.
Precisamente porque sabíamos que tales incidentes ocurrirían, nuestra
decisión de tomar las armas había sido tan grave y renuente. Pero como
dijo Oliver [Tambo] en el momento del bombardeo, la lucha contra el
Apartheid nos fue impuesta por la violencia del régimen del Apartheid».
Ibid., págs. 617–618.
162
Pág. 104 La alergia estadounidense …
El texto clásico aquí es Churchill, Pacifism.
163
Pág. 118 Uno de ellos es Roy …
Roy Scranton, Learning to Die in the Anthropocene: Reflections on the
End of a Civilization (San Francisco: City Lights, 2015), citas de las págs.
16 y 17; Roy Scranton, We’re Doomed. Now What? Essays on War and
Climate Change (Nueva York: Soho Press, 2018), citas de las págs. 7, 73.
Para una excelente crítica de Scranton, de la que este texto ha tomado
prestada la mitad de su subtítulo, véase Ted Stolze, «Against Climate
Stoicism: Learning to Fight in the Anthropocene», en Jan Jagodzinski
(ed.), Interrogating the Anthropocene: Ecology, Aesthetics, Pedagogy and
the Future in Question (Cham, Suiza: Palgrave Macmillan, 2018), págs.
317–337.
164
Pág. 123 Al igual que Scranton, cree que …
Jonathan Franzen, The End of the End of the World (Londres: 4th Estate,
2018), pág. 52; Jonathan Franzen, «What If We Stopped Pretending?», New
Yorker, newyorker.com, 8 de septiembre de 2019.
Pág. 124 Más grande que la Segunda Guerra Mundial, más grande …
Scranton, «No Happy». Énfasis añadido.
165
Rebecca Solnit, Hope in the Dark: Untold Histories, Wild Possibilities
(Edimburgo: Canongate, 2016), págs. 4, 22.
166
Aric McBay, Lierre Keith y Derrick Jensen, Deep Green Resistance:
Strategy to Save the Planet (Nueva York: Seven Stories Press, 2011), pág.
209. Énfasis eliminado.
167
Pág. 142 Más violencia de ese tipo …
Véase Andreas Malm y The Zetkin Collective, White Skin, Black Fuel: On
the Danger of Fossil Fascism (Londres: Verso, 2021).
168
NOTA DEL TRADUCTOR
45
Se puede acceder al vídeo por este enlace: https://youtu.be/dh4G1Gjv7bA.
169
agregado nada sustancial ni algo que pudiese spoilear al lector
solo con ver el índice.
Si ha llegado hasta aquí, le agradecemos la dedicación y la
paciencia de leer este texto. Si bien el trabajo intelectual no es
nuestro, el esfuerzo de traducirlo lo es. Y la mejor recompensa que
podemos recibir es saber que alguien se ha dado el tiempo de leer
la obra. Le invitamos a leer otros trabajos publicados por la
cuasieditorial Chemok, a los cuales podrá acceder a través de
Library Genesis. Tenemos, además, una página de Facebook en la
cual publicamos noticias sobre nuestro trabajo y los links a todos
los libros que traducimos. Éxitos.
Chemok, enero de 2022.
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