Está en la página 1de 76

Elisabeth Lukas

LIBERTAD E IDENTIDAD
Logoterapia y problemas de adicción
Sumário
Logoterapia y prevención de adicciones ..................................... 4
I. Encontrar un sentido en la vida .................................... 8
II. Tomar decisiones llenas de sentido ............................ 12
III. Mantener las decisiones llenas de sentido ............... 15
En Resumen ....................................................................... 17
¿De qué depende la dependencia? ......................................... 18
La búsqueda de identidad como proceso creativo................. 24
El autoolvido natural y abnegado ...................................... 26
El autoolvido embriagador ................................................ 28
El «salto» necesario ........................................................... 29
¿Qué papel (no) desempeña la educación? ............................... 31
Extracto de la introducción ................................................ 32
El factor «educación» ........................................................ 34
Relajación y fortalecimiento de la voluntad.......................... 37
Terapia clínica ................................................................... 40
Terapia ambulante en dos fases ......................................... 42
Un Ejemplo Ilustrativo ...................................................... 44
El ingrediente logoterapéutico ........................................... 47
Reflexiones sobre la asistencia a alcohólicos ........................... 51
La importancia de la autoestima ........................................... 54
¿Cómo sobreviven los familiares? ............................................ 62
I. Comprobar el contenido de la mochila .......................... 62
II. Poner provisiones en la mochila .................................... 65
III. Practicar el compañerismo de montaña...................... 66
IV. Trazar un plan de ruta................................................. 69
V. Permanecer en la cima ................................................... 71
Conclusión............................................................................. 75
4

Logoterapia y prevención de adicciones


Prácticamente para todas las enfermedades existen
factores de riesgo que favorecen su declaración y factores
protectores que la impiden. Cuando se realiza un examen
retrospectivo de la evolución de una enfermedad, lo habitual es
descubrir los factores de riesgo que (presuntamente) han llevado
a la irrupción de la dolencia, pero no los factores protectores que,
posiblemente, también han existido, si bien desaprovechados o en
medida insuficiente.
Si, por ejemplo, analizamos las biografías de personas que
los destacan por su conducta asocial, en la mayoría de casos
encontraremos daños ambientales en la infancia y nos parecerá
lógico pensar que existe una relación entre ambas cosas. Sin
embargo, sería precipitado atribuir de buenas a primeras una rele-
vancia causal al factor de riesgo «daños ambientales». En cambio,
si el examen de la evolución patológica es prospectivo, se
descubrirán además los factores protectores que, pese a los
riesgos de enfermar, pueden contribuir al restablecimiento y
conservación de la salud. Si, por ejemplo, observamos durante un
periodo de tiempo prolongado a niños que viven en un entorno
dañino, llegaremos a la sorprendente conclusión de que cerca de
un 50 % de ellos se convierten en adultos normales de conducta
poco llamativa, se hayan sometido o no a tratamiento
psicoterapéutico. En los trastornos psicorreac-tivos infantiles, el
índice de remisión espontánea es incluso mayor, hasta un 60 % o
un 80 % (según el profesor Remschmidt, de Marburgo). Por
consiguiente, los factores protectores son capaces de hacer
disminuir la probabilidad (aumentada por factores de riesgo) de
declaración de una enfermedad.
5

Finalmente, no es tan importante la existencia de factores


de riesgo o la falta de factores protectores como la distinta
proporción de ambos grupos de factores. Si predominan los
primeros existirá un peligro patológico elevado, mientras que si
prevalecen los segundos podrá imponerse una estructura de vida
sana. Por consiguiente, si queremos investigar factores de riesgo
deberemos determinarlos en personas enfermas (y en los
estresores de sus vidas). En cambio, para formular los factores
protectores deberemos centrarnos en personas sanas (y en su
«techo protector» psíquico).
En lo referente a la problemática de las adicciones,
actualmente conocemos numerosos factores de riesgo. Los
principales precedentes son la deprivación infantil, la escasa
autoconfianza, la baja tolerancia ante la frustración, la seducción
y los modelos erróneos. Un entorno demasiado exigente o
demasiado permisivo, las decepciones, el mal de amores, la
actitud chulesca y la labilidad en general dibujan una carrera
adictiva típica. A todo ello cabe añadir las voces de expertos que
apuntan a la herencia genética, así como los diagnósticos médicos
que no excluyen determinadas variables orgánicas. No cabe duda
de que el organismo del adicto reacciona de manera distinta a la
sustancia adictiva que el del no adicto; el único punto
controvertido es si esta diferencia es anterior o posterior al
consumo abusivo.
Pero todo ello resulta estéril a la hora de prevenir
adicciones. Una prevención eficaz no debe concentrarse
únicamente en hacer todo lo posible para evitar estos factores de
riesgo, sino que, simultáneamente, está obligada a poner coto a la
lenta pérdida de factores protectores en la población. La
prevención de adicciones, aparte de denunciar públicamente los
peligros, debe poner el acento en la protección y situarla por
encima de la amenaza. Su obligación es dar un giro positivo en la
6

proporción de lo enfermizo y lo saludable de manera que las


catástrofes humanas y sociales se sofoquen de raíz en vez de la-
mentarnos cuando éstas ya se han desbordado. Prevención
significa, ante todo, ocuparse de los aspectos del éxito que hay
que anteponer al fracaso.
Siendo esto así, ¿qué elementos espirituales y mentales
del ser humano impedirán que la gente enferme (de adicción)? El
neurólogo y psiquiatra vienes Viktor E. Frankl (1905-1997),
fundador de la logoterapia, esbozó y comprobó en la práctica unas
tesis brillantes en el marco de esta disciplina psicoterapéutica.
Según Frankl, el ser humano sano y mentalmente estable no
aspira por naturaleza a la felicidad sino al sentido. La existencia
propia se llena de significado y la vida merece la pena vivirla
cuando hay una dedicación a algo fascinante, a un objetivo
autoimpuesto, a una obra o a las personas queridas. La felicidad
aparece entonces en forma de efecto secundario y los posibles
periodos de infelicidad vividos se podrán soportar valientemente
desde el conocimiento de que en el obrar propio existe, a pesar
de todo, un sentido. Quién sabe de algo que necesita su fuerza
y que vale la pena aplicarla, también obtiene esta fuerza.
Es decir: el ser humano es feliz —y también capaz de
sufrir— cuando descubre significados que enriquecen y llenan su
vida. En la misma medida, el ser humano posee factores
protectores de la alegría y la energía que lo «levantan» en
momentos de crisis y lo mantienen en pie para vivir el día a día.
Un lector de mis libros expresó claramente esta idea en una carta
que me escribió:

Soy alcohólico, pero llevo más de un año sin beber. La


ocasión decisiva de hacer algo contra la adicción no llegó de las
distintas terapias a las que me sometí, sino de la vida. A mi mujer
7

—que me había dejado, entre otros motivos, por mi


consumo excesivo de alcohol
— no le iban bien las cosas y yo quería conservar
mipuesto de trabajo para poder mantenerla, a ella y a nuestra hija.
Así que me volví abstemio. Los terapeutas me habían hecho creer
que era un poco «egoísta», pero con eso no iba a ninguna parte.
¿Para qué iba a renunciar al alcohol? ¿Para seguir siendo
esclavo de mi egoísmo? Me despreciaba a mí mismo por mi
maldita debilidad. Pero cuando pasó lo de mi mujer, vi de repente
un sentido en el hecho de estar sano. Esto es lo que me ha dado
fuerzas hasta hoy. Ahora puedo librarme de la culpa con la que
cargué tanto tiempo. Soy una persona distinta.
Como vemos, la estimulación terapéutica para conseguir
(egoístamente) la satisfacción personal de una necesidad no ha
aportado nada en este caso. Podemos admitir que, durante su
época de consumo creciente de alcohol, el remitente de esta carta
se orientó demasiado hacia sus propias necesidades y demasiado
poco hacia el sentido de la situación. De no ser así, se habría dado
cuenta del sentido de echar el «freno de emergencia» ya antes de
la división de su matrimonio y habría intentado dejar la bebida
para salvar, no en último lugar, a la familia. Pero el hombre no
fue consciente de ese sentido y no obtuvo de él (como factor
protector) la fuerza necesaria para la abstinencia hasta que la
mujer y la hija estuvieron en peligro.
Por tanto, las posibilidades de la logoterapia de Viktor E.
FrankI para prevenir adicciones se pueden agrupar en tres
«paquetes de ayuda» distintos:

1. Ayuda para encontrar un sentido en la vida.


2. Ayuda para tomar decisiones llenas de sentido.
3. Ayuda para mantener las decisiones llenas de
sentido.
8

La superación exitosa de la adicción del autor de la carta


anterior muestra lo extraordinariamente importantes que son estas
tres ayudas:
1. El hombre encontró un sentido en la vida: ayudar
a su mujer.
2. Tomó una decisión llena de sentido: dejar la
bebida para conservar su puesto de trabajo.
3. Mantuvo su decisión llena de sentido sin probar el
alcohol durante un año.

Naturalmente, cuanto más se prolonga una enfermedad


adictiva, más difícil es para el adicto sacar partido de los
«paquetes de ayuda» logoterapéutica. La capacidad de tomar
decisiones en firme y, sobre todo, percibir el sentido se ve
reducida en un cerebro enturbiado por el alcohol o las drogas. Sin
embargo, cuando se trata de prevenir, los tres «paquetes de
ayuda» tienen un efecto inmunizador frente a casi todas las
tentaciones neuróticas. La persona que ha desarrollado por
principio una disposición para buscar lo que en cada momento
tiene más sentido, ajustar las decisiones vitales a su propia vida y
mantenerlas con una aceptación interior, esa persona no
descarrilará tan rápido, ni siquiera seducida por una adicción. Le
quedará un asidero al que cogerse incluso sobre el empinado
suelo de una gran desgracia.
A continuación examinaremos por separado los tres
«paquetes de ayuda» logoterapéuticos.

I. Encontrar un sentido en la vida


9

El sentido no se puede (ni debe) dar. En cierto modo


siempre está presente, brillando en cada posibilidad concreta que
tiene el ser humano de realizarse y hacer que su mundo personal
y social sea un poco mejor, más claro y filantrópico. Para ello, la
cantidad de posibilidades de sentido existentes no depende de la
calidad de los «rincones del mundo» en los que uno se halla. Los
impulsos de sentido dormitan en lo positivo y lo negativo.
Pongamos un ejemplo de condiciones de vida positivas.
Imaginemos una persona que es rica por haber heredado mucho
dinero de sus padres. Esta persona no tiene que trabajar cada día
para comer, pero le fastidia el aburrimiento y se entrega a
diversiones dudosas. Con el tiempo, el trajín de las fiestas y las
aventuras sospechosas le acaban repugnando y se ve tentada a
ahogar el tedio y el descontento en el whisky o el LSD. En este
caso, la intervención logoterapéutica consistiría en reflexionar
con el afectado acerca de las posibilidades de sentido que alberga
el hecho de ser rico. ¿No hay alguna tarea a la espera de que
alguien con los medios necesarios la ponga en marcha, alguna
tarea que merezca la pena acometer, alguna tarea que esta persona
suscriba desde su más honda convicción, alguna tarea que
requiera exclusivamente el compromiso de esta persona?
Recuerdo a una joven condesa que acudió una vez a mi
consulta porque su vida ya no tenía significado. A pesar de ser
propietaria de varios castillos en las regiones más maravillosas de
Alemania, todo le parecía fútil y vacío. Durante nuestra
conversación, aquella joven dijo casualmente que pensaba pasar
una semana en Etiopía para presenciar in situ, y no sólo por
televisión, la miseria de la hambruna que impera en ese país.
Esperaba vivir una experiencia estremecedora que, tras su vuelta
y en contraste con la «película» vista en Etiopía, le hiciera
recuperar el atractivo de una existencia llena de lujos. Yo
intervine al escuchar esta idea y aseguré a la paciente que no se
10

fiara de sus cálculos porque nunca conseguiría el efecto deseado.


Pero yo sabía de una variante de su proyecto que, probablemente,
le proporcionaría una tensión mucho más sana e, incluso,
felicidad. Le propuse que aprovechara el viaje a Etiopía para
elegir a una familia del país a la que ayudar realmente
proporcionándole alimentos, ropa y medicamentos. Si lo hacía, le
dije, se alejaría de ella cualquier sufrimiento por la supuesta falta
de sentido de su vida y el aumento de su humanidad la curaría. A
resultas de nuestra charla, una misión recibió los medios
necesarios para librar de la muerte por inanición a todo un
poblado durante unos meses. Pero además se registró otro
resultado. La condesa se libró de una adicción que llevaba años
padeciendo: la adicción a las sensaciones.
Contrapongamos lo dicho hasta ahora con un ejemplo de
condiciones de vida negativas y preguntándonos si el
enfrentamiento espiritual con ellas puede convertirse también en
un proceso de búsqueda de sentido. En un congreso de médicos
al que asistí hace tiempo se discutía sobre el triste fe- nómeno del
suicidio. Los ponentes no dejaban de repetir que los potenciales
de agresión inconscientes, no exteriorizados ni desahogados por
los afec- tados, constituían el motor de sus actos desesperados.
Eché de menos una reflexión sobre la falta en los suicidas de un
motivo para amar la vida con todas sus dificultades.

Entre otros casos, en el congreso se habló de un joven que


cayó en un estado depresivo porque su novia lo había dejado.
Temiéndose lo peor, sus padres lo llevaron a una clínica
psiquiátrica. Allí el médico hizo ver al enfermo que lo que tenía
era una rabia tremenda contra su amiga infiel y le recomendó que
reflexionara sobre su ira reprimida. Media hora después, el joven
se lanzó al vacío desde una ventana de la clínica. El lacónico
comentario del ponente fue que «el enfermo no toleró su rabia».
11

Espontáneamente, tomé la palabra: «Desde el punto de vista


logoterapéutico, se debería haber aconsejado al joven que
reflexionara sobre el amor y no sobre una rabia hipotéticamente
oculta». Es decir, si el chico hubiera descubierto la esencia del
amor quizá se habría dado cuenta de que sólo el amor nos puede
poner en disposición de dejar marchar voluntaria y
amistosamente a una persona amada si las circunstancias así lo
requieren.
Sentimientos tristes como la rabia, el odio o la decepción
son reacciones psíquicas a circunstancias opresivas. Una terapia
que tiene como objetivo ex- traer estas sensaciones dolorosas a
través del llanto o el grito, o mediante pastillas o tácticas
tranquilizadoras, no modifica ni un ápice la situación. En cambio,
si la ayuda se centra en aportar una perspectiva de sentido a la
circunstancia opresiva, el afectado será capaz de aceptarla e
integrarla en su vida. Así, por ejemplo, una injusticia puede
reforzar el sentimiento indulgente del perdón; un hecho
traumático puede llevar a emprender cambios fecundos en la
vida; el duelo puede hacer que una persona fallecida perviva en
el recuerdo y no sea olvidada; la desesperación puede convertirse
en un acicate para un cambio interior... Esta manera de aceptar y
reinterpretar el sufrimiento es la única vía para desterrar el peligro
de dejarse llevar por el alcohol o las drogas como maniobra
evasiva de la realidad.
En resumen: la persona que encuentra un sentido en la
vida —sea ésta agradable o desagradable— no se interesa por los
efectos aparentes de un entusiasmo artificial creado por el alcohol
o las drogas o de un apaciguamiento postizo salido de una caja de
pastillas. Lo que le interesa a esta persona no es otra cosa que lo
real, los valores reales, las pérdidas reales, el mundo
transpsíquico y no las frustraciones in- trapsíquicas que, dicen,
hay que quitarse de encima lo antes posible.
12

II. Tomar decisiones llenas de sentido

Para tomar una decisión consciente e íntegra a favor o en


contra de algo se necesita vitalidad y fuerza de voluntad. Ambas
cosas se ven perjudicadas por las enfermedades psíquicas, aunque
no se sabe exac- tamente en qué medida. El no puedo y el no
quiero no se distinguen. Al inicio de un trastorno psicológico
domina en mayor medida el no quiero y, al final del mismo
trastorno, el no puedo (más). En consecuencia, cuando los
familiares discuten y la madre, por ejemplo, opina que su hijo no
puede actuar por culpa de la enfermedad, mientras que el padre
lo cri- tica diciendo que no quiere comportarse «como es debido»,
ambos tienen razón en cierta medida, lo que convierte la
discusión en infructuosa.
En las patologías adictivas ocurre lo mismo. La
inclinación predispuesta y adquirida hacia la adicción se puede
regular a voluntad, pero si se cede continuamente a ella, la
capacidad voluntaria de regu- lación desaparece de forma
paulatina. Y viceversa: esta capacidad se regenera tras una
desintoxicación clínica de manera directamente proporcional al
tiempo pasado sin probar la sustancia adictiva. Naturalmente,
también hay un potente factor adicional que siempre influye: la
existencia de un sentido en lo que se quiere. Decir que las
personas son decididas o indecisas desde su nacimiento es pura
especulación. Todos queremos intensamente en la medida que lo
que queremos es intensamente importante para nosotros.
Entonces, cuanto más objetivamente lleno de sentido es lo que
una persona quiere y hacia lo cual se orienta, tanto más libre e
inalterablemente podrá tomarlo en serio y decidirse de forma
subjetiva por ello; y viceversa. Un ejemplo conmovedor nos
ayudará a ilustrarlo.
13

Una mujer publicó en una revista unos apuntes en forma


de diario donde explicaba cómo cayó en un aislamiento absoluto
por culpa de su indecisión. La mujer vivió en casa de su madre
viuda hasta una edad madura y siempre mantuvo con ella una
relación muy profunda. Pero al cumplir los 30 años conoció a un
buen hombre que quería casarse con ella. La madre desconfiaba
de él y le culpaba de todo lo malo que pasaba. No cabe duda de
que esta actitud escondía el deseo de no perder a su hija. La mujer
vivía en el conflicto de escoger entre dejar a su madre u olvidarse
de los planes de boda. Pero, según contaba ella misma, tenía tan
poca fuerza de voluntad que no pudo decidirse ni por lo uno ni
por lo otro, así que siguió viviendo con su madre y viendo a su
novio. Esta situación de incertidumbre acabóen una trágica
escena de despedida en la que el hombre le hizo saber con la
mayor vehemencia que no quería esperar eternamente, y
desapareció. La mujer descargó toda su amargura en la anciana
ma- dre, quien se defendió argumentando que siempre había
dicho que aquel hombre no valía nada. El suceso hizo empeorar
la relación entre las dos y, en un arrebato de ira, la madre hizo las
maletas y se fue a vivir a casa de una amiga. Allí padeció un
ataque de corazón que más tarde, en un hospital, le causó la
muerte. El relato autobiográfico de la mujer concluía diciendo, a
modo de resumen, que ella misma arruinó su vida por no tener
fuerza de voluntad y que ahora pasa como puede las noches
solitarias con la ayuda de vino tinto y somníferos en la casa que
su madre le dejó en herencia.
La lectura de esta historia provoca compasión por la
protagonista, pero no porque el destino la haya tratado
cruelmente, lo cual no deja de ser cierto, sino porque su conducta
se basaba en un error. El destino le ofrecía lo que ofrece a casi
todo el mundo: circunstancias positivas y negativas. Lo que
ocurre es que la mujer no estaba dispuesta a aprovechar las
14

oportunidades positivas si ello implicaba acarrear con


consecuencias negativas. Este, y no otro, era su verdadero
problema. La codicia, y no la falta de voluntad, era lo que le
impedía tomar una decisión. Lo quería todo: seguir siendo la hija
querida por su madre y, al mismo tiempo, la esposa de su hombre.
Lo quería todo, y lo perdió todo.
La dificultad de decidir es uno de los rasgos típicos de las
personas psíquicamente lábiles, dado que toda elección implica
la renuncia de lo descartado. Por tanto, no es cierto que estas
personas sean incapaces de elegir, sino que, simplemente, no
quieren renunciar. No se pueden reconciliar con el hecho de que
no pueden tenerlo todo.
Pero volvamos a nuestro ejemplo. Atónitos, asistimos a
cómo la mujer no ha aprendido absolutamente nada de los sucesos
vividos. Tras la despedida del novio y la muerte de la madre,
nuestra protagonista se ve enfrentada a la decisión de cómo
organizar su futuro y, una vez más, no decide nada, o como
mínimo nada con sentido, porque quiere varias cosas a la vez: el
papel de «pobre chica» que le permite compadecerse de sí misma
y hundirse poco a poco, y, además, una oferta de ayuda del
exterior, como demuestra la publicación de sus escritos. Lo que
debería haber aprendido —y que la logoterapia habría intentado
motivar con urgencia— es a decir un «sí» bien alto y sincero a
aquellos valores y consecuencias que realmente le importen. Si el
mayor de los valores conscientes hubiera sido la madre, no habría
seguido viendo al novio, sino que habría marcado claramente los
límites de esa amistad. Si hubiera sido el novio, habría intentado
desprenderse de la madre. Y si se hubiera dado cuenta de que
ambas personas merecían la pena, habría hallado algún acuerdo
que vinculase el matrimonio con el cuidado de la madre anciana.
Lo mismo se podría aplicar a su situación actual: si fuera
15

consciente del valor de su propia vida, no la desperdiciaría auto-


destruyéndose insensatamente.
A veces desafío a mis pacientes instándoles
paradójicamente a querer hacer lo que hacen. Por ejemplo,
cuando alguien bebe sin moderación, le digo que lo haga
pensando lo siguiente: «Bebo porque quiero volverme
alcohólico». A una persona que siempre está cargando con el
trabajo de los demás, le digo que lo haga pero pensando: «Haré
el trabajo porque quiero que se aprovechen de mí».
Si el paciente choca contra estas formulaciones absurdas,
se dará cuenta de la distancia que existe entre lo que hace y lo que
quiere, y deberá preguntarse por qué hace algo que no quiere.
Normalmente, el paciente alude a debilidades psíquicas o miedos
de cualquier índole que, según él, son más fuertes que su
voluntad, pero se le puede asegurar de manera convincente que
su voluntad sería lo suficientemente fuerte si lo que él quiere tiene
un valor y un sentido suficientes para él. A partir de ese momento
se abre una puerta a la búsqueda de cuestiones verdaderamente
importantes que, si se cruza, permitirá al paciente acercar cada
vez más sus actos a sus voluntades, cosa que no ocurría en su
conducta adictiva. Éste es el carácter preventivo para adicciones
del segundo «paquete de ayuda» de la logoterapia.

III. Mantener las decisiones llenas de sentido

Cuando se toman decisiones con sentido pero no se


mantienen, vuelven a perder su cualidad protectora y se
transforman precisamente en factores de riesgo. Una persona que
se echa constantemente atrás de sus propias decisiones corre
incluso más peligro que otra que a duras penas consigue tomar
alguna, porque mientras ésta lucha por estar convencida de lo que
hace, aquélla actúa en contra de su propia convicción. Por este
16

motivo, la logoterapia considera importante respaldar a las


personas en el mantenimiento de decisiones llenas de sentido. En
la práctica esto significa animar al paciente a que vea los
inconvenientes relacionados con su decisión como un «precio»
que hay que «pagar» por los valores para los que sirve dicha
decisión. De lo que se trata es de poder estar satisfecho de lo que
se consigue o se puede conseguir y de encarar con serenidad los
altibajos de la vida.
Supongamos que un señor no muy adinerado tiene que
elegir entre comprarse un traje elegante, pero caro, o una prenda
barata de confección. Si se decanta por lo primero, el precio que
tendrá que pagar por el valor de llevar una pieza de vestir noble
es el de ahorrar durante un tiempo y no poder permitirse muchos
gastos más. Si elige el barato, el precio que tendrá que pagar por
el valor del ahorro es el de no poder lucir su traje nuevo en
ocasiones solemnes y destacar negativamente entre sus colegas.
Pues bien, habrá hombres que se comprarán el traje caro
y después se lamentarán porque ya no les queda dinero, y habrá
otros que elegirán la prenda sencilla y después se quejarán porque
encoge o no les queda bien. Da igual la manera de decidirse o el
sentido que la decisión pueda tener en su situación personal:
siempre tendrán algo por lo que refunfuñar o que criticar porque
únicamente se fijan en el precio que hay que pagar. Esto hace
inevitable la infelicidad, porque el sentido profundo de cualquiera
de las decisiones desaparece de repente, tan pronto como la
ejecución de la decisión exige alguna renuncia.
La situación cambia cuando se trata de un hombre que,
por la satisfacción de ir elegante, elige el traje caro y está
dispuesto a posponer de buena gana durante meses otros placeres.
En su caso, la satisfacción perdurará. De forma parecida
disfrutará de una compra barata el hombre que se decanta por el
traje de confección —porque necesita el dinero para cosas más
17

importantes— siempre que no le importe ofrecer una imagen


modesta. La metáfora del traje caro o barato es aplicable, en
general, a personas con tendencias adictivas. Cuando por fin
consiguen tomar la decisión sensata de ofrecer resistencia a su
adicción, estas personas no deben concentrarse exclusivamente
en el precio que hay que pagar por ello (en forma de continuo
autocontrol y férrea psicohi- giene). También deberían acordarse
del valor que conquistan con su decisión: una vida sana desde la
autodeterminación y la dignidad.
¡Merece la pena pagar el precio de este valor! Cuántos
adictos se ofuscan porque, precisamente después de innumerables
intentos de curación, han visto cómo se recrudecía su adicción. A
menudo, lo que desencadena la siguiente recaída es la mera
imprudencia, la «última» copa de vino o el «último» cigarrillo
que inicia la funesta caída. Pero a esta imprudencia sólo se llega
cuando se pierde de vista el valor por el cual se ha pagado un alto
precio y hay que seguir pagando si se quiere conservar. Con su
temática del sentido, la logoterapia mantiene los valores
espiritualmente presentes y pone de relieve el sacrificio,
necesario en cada momento, que merece la pena hacer «en
nombre de la realización de los valores». Aquí reside el carácter
preventivo para adicciones del tercer «paquete de ayuda»
logoterapéutica.

En Resumen

Para encontrar un sentido en la vida hay que indagar las


posibilidades con creatividad y bajo cualquier circunstancia. Para
tomar decisiones con sentido hay que renunciar heroicamente a
las alternativas con menos sentido. Para mantener decisiones
llenas de sentido hay que pagar «de buen grado» el precio que
18

cuestan. Seguramente no es fácil dominar este carro de tres


caballos, pero su efecto es altamente protector porque compensa
los riesgos de nuestra frágil existencia.

¿De qué depende la dependencia?

Hay muchos tipos de dependencia, pero no todos


desembocan en una enfermedad mental. A pesar de ello, todas las
dependencias conducen a una vida limitada en tanto que la forma
de ser del hombre —llamada «existencia»— no llega a su
completo florecimiento. Hay vidas que, al brotar, se marchitan.
A continuación presentaremos cinco tipos de dependencia
que abarcan en conjunto la práctica totalidad de esta
problemática. Todo ser humano que tiene la oportunidad de
hacerse adulto está obligado a superarlos paulatinamente a
medida que va creciendo.

I. La dependencia de efectos externos (o de la


aprobación de los demás)

El primer tipo consiste en la dependencia de los efectos


externos: la dependencia de la recompensa o el castigo que
esperamos cosechar en el prójimo como consecuencia de nuestros
actos. En este contexto, lo que está «bien» es lo que despierta el
cariño de los demás e impide el rechazo. Esta visión oportunista
se suele subestimar en la estructura de de- pendencias, pero
contiene extraordinarios elementos de crítica para valorar la salud
y la estabilidad mentales. Un ejemplo de ello son las personas que
se comprometen con su trabajo pero se orientan hacia el éxito y
que, cuando surge un fracaso inesperado o una falta de amor
repentina, se «apagan» y pierden aquella energía inicial.
19

En general, diremos que en la dependencia de los efectos


externos siempre existe el peligro de ser manipulado: no se actúa
en libertad, sino siempre guiado por la probabilidad de ser
recompensado o castigado.

II. La dependencia de efectos externos especiales (o


de la aprobación de personas determinadas)

En este segundo tipo, la dependencia de efectos externos


se reduce a la dependencia de las opiniones y actos de unas
cuantas personas con las que existe una relación particularmente
estrecha. En este caso, lo que estará «bien» es lo que guste y
valoren positivamente estas pocas personas. Aunque esta
reducción de la dependencia de efectos externos supone, en
principio, un avance, puede suponer un agravante patológico, por
ejemplo, en personas que no se desprenden de los padres o de la
opinión paterna, o se someten a la influencia del jefe de una secta.
En general, diremos que en la dependencia de efectos
externos especiales siempre existe el peligro de estar sometido:
no se actúa con libertad, sino bajo el dictado de las ilusiones de
otra u otras personas.

III. La dependencia de efectos externos interiorizados


(o de la aprobación de una sociedad basada en valores
transmitidos)

En este tercer tipo de dependencia, los efectos externos se


han interiorizado. Sigmund Freud hablaba a este respecto del
«superyó», una instancia psíquica del ser humano que le instaría
a seguir las órdenes y normas de la sociedad a la que
pertenecemos. Por consiguiente, lo que estará «bien» en este caso
será todo lo que coincida con la moral social. A pesar de que esta
20

interiorización de los principios básicos de la convivencia


humana constituye un enorme avance si la comparamos con el
culto a la persona que se produce en los otros dos tipos, tampoco
está exenta de peligro para la vida mental. Un ejemplo de ello lo
tenemos cuando una persona no hace caso de la voz de su propia
conciencia y abandona el camino que le conviene por culpa de
una moda socialmente permitida.

En general, diremos que en la dependencia de efectos


externos interiorizados existe el peligro de estar determinado por
fuerzas ajenas: se actúa con aparente libertad, pero en realidad se
sigue la experiencia y la voluntad de un colectivo.

IV. La dependencia de efectos internos (o de la


aprobación del estado anímico propio)

Las sensaciones del afectado siempre han estado incluidas


en los tipos de dependencia citados hasta ahora. Nos sentimos
bien cuando recibimos atención y recompensa, cuando las
personas cercanas son un modelo a seguir y cuando sabemos que
estamos en armonía con el entorno social. Sin embargo, todavía
no hemos dicho que estar «bien» significa sentirse bien.
Decantarse por la buena sensación como patrón de conducta
interno es un paso decisivo en favor de la independencia de
efectos y normas externas. Sin embargo, este paso puede llevar
directamente al cuarto tipo de dependencia: la dependen- cia de
los efectos internos, es decir, de cómo nos sentimos después de
un acto determinado. En este caso, el peligro es obvio. El
alcohólico, por ejemplo, se siente mal antes de tomar una copa y
bien después de hacerlo. El ludópata también se siente mal
cuando no tiene una mesa de juego delante y bien cuando la
tiene...
21

En general, diremos que en la dependencia de los efectos


internos el peligro de volverse adicto es inmenso: no se actúa
voluntariamente, sino bajo el yugo del propio estado anímico.

V. La independencia de efectos de cualquier tipo y la


dependencia de requisitos de tipo especial (aprobarse uno
mismo)

Sólo la persona totalmente independiente de efectos


externos e internos está capacitada para elegir libremente sus
actos, incluso cuando al elegir recibe a cambio castigo, rechazo y
condena de los demás o pena y dolor en su alma. Sólo este ser
humano libre estará en situación de cuestionarse el «bien en sí
mismo» y buscar las cosas buenas, independientemente de si le
aportan ventajas o inconvenientes y de si el mundo las reconoce
o no como buenas. Sin embargo, en este nivel superior de
desarrollo acecha un último peligro (tipo de dependencia número
5): el peligro de que el «bien en sí mismo» sólo se haga si se
cumple un requisito determinado, a saber, que otras personas
también estén dispuestas a hacer el «bien en sí mismo». Por
ejemplo, muchos saben que la paz es «buena en sí misma», pero
sólo la firman si el enemigo acaba la guerra. Y si no lo hace, será
culpable de que el «bien en sí mismo» no se haya hecho realidad.

En general, diremos que la dependencia de requisitos


especiales a pesar de la independencia de efectos de cualquier tipo
alberga el peligro de la vanidad. En este caso, se actúa con
libertad pero siguiendo un lema: «Si el otro no, yo tampoco».

Conclusión
22

De los cinco puntos anteriores se deduce que el fenómeno


de la
«dependencia» depende principalmente de la importancia
que se otorgue al antes y al después de un acto autónomo. Si la
importancia es alta, también lo será la dependencia; si disminuye
la importancia, se podrá ponderar el sentido inherente a la acción
y orientarla hacia él. Entonces, y sólo entonces, relucirá la
verdadera libertad humana que nos permite hacer que lo bueno
ocurra a través de nosotros si lo elegimos.

De estos puntos también podemos inferir algo más. No


cabe duda de que la dependencia es una representación
fundamental de estadios tempranos del desarrollo de la persona y
un estado más o menos natural que se extiende a lo largo de
tramos prolongados de la vida. Esto coincide con los resultados
de investigaciones sobre la formación de la personalidad y los
procesos de desarrollo moral y religioso desde la infancia. Los
estadios considerados «superiores» en cada momento son
siempre los de mayor independencia en comparación con los
inferiores.
Sin embargo, habría que ver si de ello podemos extraer la
conclusión de que cada persona está obligada a atravesar un
estadio tras otro y que, por consiguiente, la evolución personal
sigue el principio del
«pasito a pasito». Permítanme que, desde mi larga
experiencia en la práctica psicoterapéutica, contradiga esta idea.
El ser humano está llamado a hacer realidad sus más
elevadas posibilidades. Desde su engendramiento, la persona está
concebida para la libertad espiritual y la realización de un sentido
en sus actos. La capacidad para la independencia y el
conocimiento de lo que es
23

«bueno en sí mismo» están instalados en el ser humano


desde el principio. Los cinco puntos detallados anteriormente y
las distintas fases evolutivas que notorios expertos en la psique
humana formularon mucho antes que yo dormitan en nosotros
como potencialidades antes de actualizarse, pero no todos tienen
la misma potencialidad. Los «niveles elevados» siempre son los
que nos esperan, nos atraen y nos llegan, mientras que los
«niveles inferiores» siempre son los que se cierran cada vez más
a nosotros y nos repelen. Cuanto más dignos de la persona son los
estadios de desarrollo que hay que alcanzar, tanta más potencia
de actualización albergarán para seres humanos como
nosotros, y tanto más
«espontáneos» seremos nosotros para «descubrirlos». De
ahí que haya personas adultas que han vivido durante años
instaladas en un nivel de dependencia infantil y que,
repentinamente, son capaces de madurar porque han oído la
llamada de la libertad y la dignidad humana.
Por consiguiente, los expertos y profanos que trabajan con
personas afectadas por la problemática de la dependencia tienen
el deber de intensificar esa llamada que desde el principio existe
y que proviene nada menos que del «bien en sí mismo». El
ascenso a la independencia interior puede producirse sin rodeos
ni reservas allí donde se reciba esta llamada.
24

La búsqueda de identidad como proceso creativo

Cuando se habla de la diferencia cualitativa entre la


facultad de pensar animal y humana o, más actualmente, entre un
superordenador y el cerebro humano, casi siempre se alude a la
capacidad creativa de la que carecen por igual máquinas y
animales. Las ideas artísticas o musicales, los intereses
científicos, las creaciones tecnológicas, la religión, la filosofía,
por nombrar sólo algunos ámbitos, son «dominios humanos» por
excelencia. Al ámbito creativo se añade el cognitivo, es decir, el
reconocimiento y la formación de una identidad. Ningún animal
es capaz de valorarse a sí mismo como un «ser animal» ni ningún
aparato sumamente perfeccionado está en situación de
clasificarse como «aparato» entre la abundancia de cosas del
mundo.
Si observamos el crecimiento de un niño desde que
empieza a actuar por reflejos e impulsado por instintos hasta que
se convierte en un joven mentalmente adulto, vemos que el salto
cualitativo a los «dominios humanos» es continuo y no siempre
en el marco de un proceso lento e imperceptible, sino, en
ocasiones, de manera repentina. Todo empieza cuando, un día, el
niño introduce una acción autónoma en la pura copia e imitación
de actos, es decir, crea una combinación que da como resultado
una forma que no tenía interiorizada. Esto sucede, por ejemplo,
al apilar las piezas de un juego de construcción o en el uso del
lenguaje, cuando el niño inventa de repente frases propias, o
también al pasear, cuando se toman caminos por los que nunca se
ha pasado. La habilidad del educador se encargará de fomentar y
guiar estos saltos del niño a las acciones creativas. Fomentar,
25

porque la autonomía, la abundancia de ideas y la creatividad son


indicadores satisfactorios de un desarrollo sano y positivo; y
guiar, porque un crecimiento «silvestre» de la identidad podría
dañar la relación del niño con la sociedad, por ejemplo, si se
inventa las palabras o si no respeta las normas de convivencia. El
difícil proce- so de fricción entre la adaptación a los demás y la
personalidad propia, entre la asunción de la tradición y la creación
de cambios, empieza con el primer paso infantil hacia lo creativo
y ya no termina jamás.
Si seguimos el desarrollo del joven, el siguiente salto
cualitativo que encontraremos será el afloramiento de la búsqueda
de un ideario propio, aproximadamente en la época de la
pubertad. Con la capacidad de pensamiento crítico llegan por
primera vez las preguntas sobre la religión y la sociedad a los
labios del joven que, hasta ahora, se ha limitado a ir repitiendo lo
que le decían. Todo lo que antes de la pubertad se creía sin refutar,
ahora se cuestiona, se prueba, se agita, se le da la vuelta. Otra vez,
el edu- cador necesitará un tacto especial para, sin recurrir a
argumentos prefabricados, ayudar al adolescente escéptico y
obstinado a encontrar respuestas orientadas hacia unos valores.
La creencia en
«lo que mantiene unido al mundo en lo esencial» siempre
es el producto de un acto creativo arduo y espiritual que se inicia
en la pubertad y que —en el mejor de los casos— se hace bajo la
atenta y paciente mirada de las personas de referencia.
Cuando al final ya sólo quede dar el paso a la vida adulta,
nada pondrá trabas al último gran salto hacia la realización
creativa de la persona: el descubrimiento de la identidad propia,
es decir, la percepción de objetivos personales y del sentido de la
vida de cada uno. Partiendo de la capacidad, practicada en la
infancia, de actuar con fantasía y de una línea ideológica fraguada
en el impulso y la precipitación adolescentes, a partir de ahora
26

sólo habrá lugar para la realización de la existencia humana en


tanto individuo único, excepcional, irrepetible e insustituible.
Por desgracia, algunas personas no experimentan en su
desarrollo los saltos aquí descritos, lo cual tampoco se puede
achacar únicamente a los responsables de su educación. A veces,
las predisposiciones de carácter ansioso, la seducción de los
medios de comunicación, las ideologías enfermizas, las
influencias dominantes de los coetáneos y la inercia personal se
combinan con los distintos obstáculos que se interponen
fatídicamente en nuestras vidas.
¿Qué ocurre entonces? Que el radio de acción creativo no
se expande lo suficiente. No hay innovación, el ideario no resiste
y la persona no consigue llegar a su identidad. Es una situación
«existencial- mente» grave, pero siempre quedan dos
posibilidades para estas personas: o bien se esfuerzan por su
propia cuenta en recuperar enérgicamente lo perdido, o bien
rehusan reconocer honestamente sus debilidades refugiándose en
el mundo irreal de la huida y la adicción.
Repetimos: es duro recuperar lo perdido, pero también es
posible.
¿Por qué es duro? Porque el arte de crear requiere
olvidarse de sí mismo con naturalidad y abnegación, mientras que
el desertor y el adicto solamente conoce el autoolvido
embriagador. Pasar de lo segundo a lo primero implica
transformar completamente la actitud ante la vida, y eso no
resulta nada fácil. A continuación expondremos algunas
reflexiones a modo de ayuda:

El autoolvido natural y abnegado

Para empezar, nos adentraremos en la capacidad natural y


abnegada de olvidarse de uno mismo. Viktor E. Frankl nos enseñó
27

que el ser humano encuentra su identidad trascendiéndose a sí


mismo. Según él, [,..] el ser humano apunta más allá de sí mismo.
Nos remitimos a algo que no somos nosotros. A algo o a alguien.
A un sentido que hay que satisfacer o a otro ser humano con el
que nos encontramos. A una cosa a la que servimos o a una
persona a la que amamos. 1
Para Frankl, los proyectos creativos nunca se conciben
teniendo en cuenta exclusivamente los deseos y necesidades
propios, sino que también incluyen al mismo nivel, cuando no
prioritariamente, a las personas y cosas que nos rodean.
Diferentes estudios psicológicos avalan los puntos de
vista de Frankl. Un panadero satisfecho con su profesión no se
pasa el día pensando si le va bien despertarse de madrugada o si
le gusta o no amasar. Un panadero satisfecho es aquel que está
metido de lleno en su oficio, que moldea la masa con habilidad,
inhala con fruición el aroma del pan recién hecho y se concentra
en vender un género excelente y mantener una clientela fiel. De
la misma manera, un médico satisfecho no es aquel que está
pendiente de la caja registradora y lo único que hace es pensar en
cómo deshacerse de los pacientes molestos, sino aquel que ha
declarado la guerra a la enfermedad y la muerte e invierte una
parte de su ser en esta lucha.
Nadie puede identificarse primero con una profesión y
después disfrutar trabajando en ella, porque en realidad sucede lo
contrario: al principio se esta blece un compromiso con el trabajo
en el que el Yo, frente a las exigencias de la situación, se coloca
voluntariamente en un segundo plano. La atención del que trabaja
está «cautivada» en todo momento por el sentido que debe ser
satisfecho en cada acción y, al mismo tiempo, de manera
inadvertida y espontánea, se produce el milagro de la obtención
de identidad: la persona se aproxima a aquello que le gustaría ser,
es decir, a sí misma.
28

La elección de pareja discurre por cauces parecidos. Aquí


también se produce un proceso de formación de la identidad que
sólo se culmina cuando la elección se orienta hacia un Tú del que
el Yo se ha enamorado. La esencia de la personalidad propia se
fortalece en la existencia feliz para el otro. Lo mismo se puede
decir de la elección de domicilio o de cualquier otra decisión que
abra nuevas perspectivas en la vida de una persona. Por supuesto,
las necesidades y las pulsiones vitales de cada individuo siempre
están presentes, pero únicamente se limitan a hacer el «trabajo
sucio» de un proceso creativo en el que un «deber mundial
autotrascendente» (por ínfimo que sea) permite al ser humano
aspirar a objetivos que solamente se abren a seres espirituales.

El autoolvido embriagador

A diferencia del anterior, el autoolvido embriagador hace


que el individuo se olvide precisamente de este «deber mundial
autotrascendente» y se entregue a una agitación interior que no se
puede eliminar si no es con una dosis de anestesia que permita
pasar unas cuantas horas vegetando sin el menor síntoma de
intranquilidad. En este periodo exento de compromiso, la alegría
muere. La atención, que ya no tiene ningún sentido que la
«cautive», rodea al ego con sus brazos y lo arrastra al remolino
de la autocompasión. «¡Oh! ¿Qué me está pasando?» «¿Qué
tengo?»
«¿Cómo me siento?» Mirarse al espejo es estremecedor.
Se va esbozando una mueca cada vez más sombría. Ángel Silesio
sabía de lo que hablaba cuando escribió los versos siguientes:

En el corazón de cada ser humano hay una imagen de


aquello a lo que aspira ser y si no lo consigue su paz nunca será
completa.
29

De una cosa podemos estar seguros: el que se emborracha


o se droga lo hace porque no ha encontrado la paz interior, y la
adicción tampoco proporciona esa paz. Simplemente, ofusca al
individuo y, al final, puede matarlo. Y nadie sabe si realmente
descansará en paz...

El «salto» necesario

Por tanto, todo desarrollo sano de la identidad requiere un


«salto» del autoolvido embriagador al auto- olvido natural y
abnegado. Pero ¿qué aporta este salto? La respuesta, como suele
suceder en la vida, es relativamente sencilla: aporta el
conocimiento de que la realidad es más importante que su
aceptación por parte de nuestros sentimientos; que esta realidad
sigue existiendo incluso cuando huimos de ella para refugiarnos
en otro sitio; que se trata de la realidad que nos rodea porque
ella es el material del impulso creativo que nos mueve desde
tiempos inmemoriales; y que no podemos escabullimos de
intervenir constructivamente en la realidad, por bueno o malo que
sea nuestro estado de ánimo en cada momento. Quizá sea un
discurso duro, pero esconde una sabiduría que Viktor E. Frankl
reflejó, por ejemplo, en estos dos breves fragmentos:
No cabe duda de que, al fin y al cabo, siempre es mejor
experimentar un malestar y que los médicos nos aseguren que no
hay nada fisiológico detrás. Siempre será mejor que el caso
contrario, es decir, no notar nada y, sin embargo, arrastrar una
lenta enfer medad latente [...].

PACIENTE: Todo me parece vacío, sin sentido.


30

FRANKL: ¿Qué es lo que cuenta para usted, la manera


como le parecen las cosas, o sea, vacías o llenas? ¿O lo único que
cuenta para usted es que todo sea importante?

La argumentación de Frankl es obvia. Por supuesto,


siempre es mejor no estar enfermo aunque uno se sienta enfermo
(como les sucede a los hipocondríacos) que estar enfermo y no
notarlo (de mo- mento). Siguiendo la misma lógica irrefutable,
también es mejor acometer algo con sentido y sentirse (de
momento) miserable (como en el «salto al auto-olvido natural y
abnegado») que hacer algo carente de sentido y sentirse de
maravilla (por ejemplo, al consumir drogas). Por tanto, el mensaje
que una ayuda eficiente para adictos deberá transmitir es el
siguiente: el ser tiene preferencia sobre cualquier ilusión
emocional.
Y, simultáneamente, de manera inadvertida y espontánea,
se producirá el milagro de la obtención de identidad...
31

¿Qué papel (no) desempeña la educación?


En repetidas ocasiones se ha negado terminantemente que
la causa principal de la adicción resida en la familia. De manera
objetiva, la influencia del factor educativo en la vida adulta
asciende a una tercera parte, siendo ésta una apreciación a la alta,
porque el medio educativo no constituye todo el entorno de un
individuo. La escuela, los amigos, los medios de comunicación y
las corrientes sociales comparten con padres y familiares, en
calidad de agentes educadores, esta tercera parte de influencia.
Los otros dos tercios de influencia en el desarrollo de un
individuo los forman la herencia biológica y la aportación
espiritual propia.
Tras casi un siglo de exagerada veneración del
deterninismo ambiental por parte de muchos científicos, la era de
la investigación genética moderna redescubrió la extraordinaria
importancia de la herencia. Actualmente nadie cuestiona la
considerable dote genética de las cualidades y capacidades físicas
y psíquicas que el individuo recibe en el momento de su
concepción como «capital inicial». Cada célula del cuerpo
humano tiene grabado un completo programa de futuro que
abarca desde los gustos individuales a la esperanza media de vida.
En cambio, el siglo xxi todavía no ha encontrado ninguna
explicación a la enorme importancia de la aportación espiritual
propia. Tal como demuestra una interminable casuística, las
personas con un mismo origen o los gemelos con una misma
herencia se desenvuelven de una manera completamente distinta
en este mismo marco educativo y genético y, por consiguiente, se
convierten en personalidades únicas e inconfundibles. La
32

variopinta diversidad de desarrollos que, por ejemplo,


experimentan hermanos procedentes de estratos supuestamente
muy marcados nos reafirma en la esperanza de que el ser humano,
en lo que respecta a su sustancia espiritual, es mucho más que el
origen que la casualidad y el destino le han concedido. Uno de los
pocos científicos que siempre ha tenido en cuenta esta aportación
misteriosa del individuo en su propio devenir es Viktor E. Frankl.
Su temprano texto Der unbeding- te Mensch, publicado en 1949,
ya estuvo dedicado a la cristalización de esta unión entre el
espíritu y los factores sociobiológicos, tal como podemos leer en
la primera página:

Extracto de la introducción

Este libro intentará mostrar hasta qué punto el hombre


puede existir como un ser incondicionado (a pesar de todos los
condicionamientos). En estas páginas demostraremos hasta qué
punto el ser humano siempre está por encima de su
condicionamiento táctico o, por lo menos, puede estarlo. Para
hacerlo, nos centraremos precisamente en aquellos hechos que
parecen limitar sorprendentemente el campo de acción del
espíritu humano, pero que también son capaces de mostrar, de
manera no menos asombrosa, cómo el ser humano, a pesar de
todo, todavía tiene la facultad de levantar el vuelo en virtud de su
libertad: nos referimos a esos hechos biológicos y psicológicos
que se resisten a la intervención del médico y, no en menor me -
dida, a la del neurólogo y el psiquiatra.
El condicionamiento fáctico y el Acondicionamiento
facultativo del ser humano van de la mano. El neuropsiquiatra es,
por definición, un conocedor del condicionamiento psicofísico
de la persona espiritual, pero también es, precisamente por ello,
testigo de su libertad: el conocedor de la impotencia es llamado
33

aquí en calidad de testimonio de lo que nosotros denominamos el


poder de obstinación del espíritu.
Estas excelentes palabras se pueden aplicar en la práctica
a todos los psicoterapeutas y, especialmente a todos los
trabajadores de una clínica de desintoxicación. Todos ellos
son, por un lado, «conocedores de la impotencia humana» y,
por otro, «testigos del poder de obstinación del espíritu», porque
cada día se enfrentan con el «soy así porque...» de sus pacientes
y, simultáneamente, con el «puedo cambiar, aunque...» de esos
mismos pacientes.
Los diagramas de la parte superior de estas páginas
ilustran gráficamente, tanto en la esfera individual como en la
colectiva, esa tercera parte de influencia del entorno de la que
hablábamos. Se trata de un esquema sobre el consumo de drogas
(que representaría los de- sarrollos negativos) y otro sobre la
práctica musical (un desarrollo positivo) en la juventud.
Ambos diagramas indican que, debido a la influencia del
medio, dos de cada seis grupos de personas (una tercera parte)
son desviados de sus predisposiciones. Pero, al mismo tiempo,
también muestran que la última palabra, la última decisión al
respecto siempre la toma la propia persona. Jean-Paul Sartre dijo,
acertadamente, que «la libertad consiste en cómo respondemos a
lo que nos sucede». Por tanto, el mito del todopoderoso factor
educativo pierde toda validez, así como la excusa que esgrimen
los adictos cuando echan la culpa de sus líos a los padres, los
camellos o al Estado. Nadie es víctima exclusivamente de sus
circunstancias (exceptuando a los niños y a los que padecen
enfermedades cerebrales orgánicas). Todos configuramos activa-
mente nuestras circunstancias, aunque, naturalmente, también
podemos hacerlo para caer víctimas de ellas.
34

El factor «educación»

Examinemos a continuación el «factor educativo». ¿Qué


frutos puede dar la educación frente al peso de la herencia y las
aportaciones propias? La resignación estaría aquí fuera de todo
lugar. Toda educa- ción abre puertas, a la humanidad o a la falta
de humanidad, en función de cómo sea. La educación no
garantiza que los adolescentes atraviesen esas puertas en un
futuro, aunque todo el mundo sabe que es mucho más difícil
atravesar una puerta cerrada. Por consiguiente, si padres y
profesores consiguen abrir de par en par las puertas de la
humanidad, obsequiarán a sus sucesores con el maravilloso
regalo de poder andar sin trabas hacia una vida agraciada. De
ellos dependerá entonces tomar esa dirección, si así lo desean.
Una de las puertas más atractivas hacia la humanidad es
la educación en el amor. Ya lo dice la buena literatura
especializada: los niños necesitan amor. Pero no sólo eso, sino
también capacidad para amar, porque sólo gracias a la fuerza del
amor propio pasarán algún día de necesitar a ser necesitados, y
este paso de un nivel a otro será lo que cortará definitivamente el
cordón umbilical que los mantiene en la infancia. El carácter
crucial de este cambio de niveles se ilustra en un proyecto
modélico que se puso en marcha en la década de 1980 del siglo
pasado y que, para sorpresa general, fracasó. Los pedagogos lo
idearon para impedir el fanatismo y las agresiones en los campos
de fútbol y otros actos deportivos y proteger así a los espectadores
de las peligrosas intrusiones de grupos de gamberros. El proyecto
consistía en proporcionar a los agresores alternativas para
satisfacer sus necesidades, como, por ejemplo, peñas deportivas,
centros de reunión para jóvenes, talleres artísticos y sótanos
acondicionados donde poder desahogar las energías de manera
«inofensiva» en colchonetas y sacos de boxeo. Por desgracia, el
35

resultado obtenido fue contrario a lo esperado. Las agresiones no


se recondujeron, sino que se recrudecieron. Lo que se creía
inofensivo degeneró en un dopaje de brutalidad y las peñas se
convirtieron en infiernos de la droga.
¿Cuál fue el error de este planteamiento? Que no se fue
más allá del nivel de la necesidad. ¿Qué necesitan los jóvenes
para su desarrollo? Esto y aquello. Pues lo tendrán. ¿Y si no se
desarrollan positivamente? Entonces, por lo visto, es que deben
de necesitar otras cosas y en mayor cantidad. Pues también las
tendrán... Todo quedó en un mero suministro de lo que los
jóvenes necesitaban y una ausencia de educación para ser
necesitados. No se tuvo en cuenta la mayor y más humana
necesidad de los jóvenes: el anhelo de ser ellos mismos útiles y
valiosos para algo en algún momento y lugar.
Cuando, en su día, el famoso pedagogo Eduard Spranger
habló de la diferencia conceptual básica que existe «entre dejarse
llevar y sentirse responsable» dijo sin dudar que no basta con
transmitir a los adolescentes cuándo y dónde pueden dejarse
llevar sin verse relativamente perjudicados, sino que también
tienen que aprender a asumir responsabilidades y, en caso
necesario, controlar desde su auto- nomía la presión acuciante de
la frustración y los instintos. Responsabilidad es ante todo
conceder al competidor la victoria merecida y esmerarse en no
hacer que los inocentes paguen por todo aquello que nos fastidia.
Pero para eso es necesario el amor en su sentido más amplio y
bello: amor por el juego limpio, amor contradictorio por el
adversario, amor fundamental por el inocente e, incluso, amor por
uno mismo, por un Yo no mancillado por las «infamias». Se
necesita amor, pero no el que se recibe, sino el que se reparte.
Una educación que se excede en la satisfacción de
necesidades está implantando una actitud de exigencia en las
mentes jóvenes que durará toda su vida. Exigir alegría al ganar o
36

ausencia de frustración al perder es algo que no se ajusta a la


realidad. En el marco de tales exigencias, cualquier pena se
convierte rápidamente en un lloriqueo que aumenta aún más el
pesar. En cambio, una educación que hace que el joven se sienta
necesitado contribuirá al fortalecimiento ante los disgustos y a
sacar lo mejor de cualquier preocupación.
¿Se ha eliminado de los planteamientos actuales el error
del ejemplo anterior? Un caso extremo nos muestra que no. En
agosto del año 2000 naufragó el submarino atómico ruso Kursk.
Durante días, los equipos de rescate intentaron en vano salvar a
la tripulación de morir asfixiada. Las fotografías que entonces se
publicaron en la prensa mostraban la desesperación de unos
familiares que se agarraban a cualquier atisbo de esperanza. En el
Frankfurter Allgemeine Zeitung, como en otros periódicos, se
pudo leer lo siguiente: «Mientras una mujer se desmaya, la
doctora sigue inyectando tranquilizantes a los otros cuatrocientos
familiares. El jefe de psiquiatría del hospital de Murmansk
justifica el ataque con jeringuillas arguyendo que el uso de
tranquilizantes es una práctica corriente en situaciones como
ésta».
¿Qué necesitan los familiares desesperados? ¿Indiferencia
artificial? Pues la tendrán... ¿Se acaba aquí la desesperación?
Quien lo crea se está engañando. Mucho más digno habría sido
reunir a los familiares para sentirse necesitados y, en este nivel,
confiarles la tarea solidaria de apoyarse y consolarse
mutuamente. Y aún más útil habría sido reclutar entre ellos a un
«ejército de rebeldes» para levantarse contra la guerra, las armas,
los soldados y la violencia. Pero lo más humano habría sido llorar
con ellos por la muerte de sus cónyuges, padres e hijos para que,
en el duelo común de todo un pueblo, pervivieran en el recuerdo.
Estos ejemplos demuestran lo pernicioso que puede llegar
a ser el potencial adictivo que estos errores de planteamiento
37

albergan. El proyecto modélico del siglo pasado hizo aumentar el


consumo de drogas en los clubes juveniles, mientras que el ataque
con jeringuillas de Murmansk convirtió en yonquis a personas
con un trauma psíquico. En ambos casos, la «droga» se
proporcionó siguiendo el lema: «¿Qué necesito para aguantar esta
vida?». En cambio, la buena educación apunta desde un principio
a una divisa totalmente opuesta: «¡Lo resistes todo porque la vida
te necesita!».
Quien es consciente de ello es capaz de atravesar la puerta
abierta de la humanidad sin necesidad de drogas, libremente y con
paso decidido. Pase lo que pase.

Relajación y fortalecimiento de la voluntad

Como hemos dicho, el ser humano no es producto ni


resultado de los factores que influyen en él. Provistos de este
leitmotiv, adentrémonos ahora en la temática de la adicción.
Siempre que se habla de ella, las cifras que se barajan
acostumbran a ser dramáticas. Sólo en Alemania viven miles de
heroinó- manos, uno de cada ocho niños de entre 12 y 14 años ya
ha tenido alguna experiencia con las drogas y las cifras oficiosas
de casos de alcoholismo multiplican por seis los datos recabados
por las estadísticas. Hace años, el célebre psicoanalista alemán
Horst Eber- hard Richter sostenía en su libro Die Gruppe que esta
situación era «el resultado de un sinnúmero de problemas
encadenados, empezando por condiciones de vida inhumanas y
represión de la fantasía infantil, y terminando por matrimonios
deshechos y estrés en las escuelas», pero nosotros no
compartimos esta opinión. La cultura de la vivienda en Alemania
es de las más lujosas del mundo. La fantasía aflora, precisamente,
cuando hay limitaciones, tal como demuestran numerosos
informes de agrupaciones de sectores discriminados. La cifra de
38

hijos de padres separados que se introducen en el mundo de las


drogas es insignificantemente mayor que la de los hijos de
familias intactas. Y, finalmente, la presión educativa en las
escuelas alemanas no ha aumentado, sino todo lo contrario.
Denunciar en público las cargas externas como causas de las
adicciones entraña un serio peligro, porque de esta manera se
fomenta la idea de que estamos predestinados caer en ellas cada
vez que el azar nos hace víctimas de una de esas cargas.
Además, no son tanto las «cargas» lo que debilita a las
personas, como las «descargas», y no es ninguna idea absurda.
Es cierto que la pobreza extrema puede acarrear consecuencias
físicas críticas (por la falta de alimentos o los malos cuidados
médicos), pero el polo opuesto, es decir, la opulencia, es tanto
más crítica desde el punto de vista psicológico. La pobreza,
como mínimo, moviliza las fuerzas necesarias para salir de ella
(siempre que no se alie con el fenómeno de la apatía), cosa que
no hace la opulencia, que se instala en un estado más bien carente
de objetivos, sin estímulos ni tensiones. Debido a ello, las
sociedades opulentas inventan las formas de entretenimiento más
desquiciadas a modo de compensación, como, por ejemplo,
navegar por Internet noches enteras, hacer puenting desde los
pasos elevados de autopistas o divertirse en las discotecas a base
de éxtasis y sonido ensordecedor.
Por ello no cabe duda de que en las sociedades opulentas
también se producen fatalidades y desgracias que pueden hacer
perder el equilibrio. Viktor E. Frankl escribió unas palabras
clarificadoras respecto a los fenómenos agravantes que conducen
a las adicciones:
La persona que intenta embriagarse no soluciona ningún
problema ni elimina ninguna desgracia. Lo que elimina es el
mero resultado de la desgracia: la pura sensación de disgusto [...].
39

El acto de ver no crea el objeto ni el acto de apartar la vista lo


destruye.1

¡Qué palabras tan ciertas! Una madre que toma


somníferos porque su hijo ha muerto no lo está resucitando. Está
huyendo de la realidad durante la noche, pero no por ello la
realidad se modifica lo más mínimo. Lo que cambia, o, mejor
dicho, disminuye, es la fuerza de la madre para enfrentarse a la
realidad. Cuanto más dependa de los somníferos, menos
perspectivas con significado penetrarán en su nublada conciencia
y menos capacidad tendrá para aceptar y seguir viviendo su vida
a pesar de la terrible pérdida sufrida.
Otra vez estamos ante la actitud fallida de preferir una
«apariencia» a un «existencia», que en el caso citado se traduce
en anteponer la apariencia del olvido agradable a la existencia del
luto despierto. Frankl comparó a estas víctimas deplorables de
ilusiones efímeras con las ratas de laboratorio a las que, con fines
científicos, se implantan electrodos en el centro del hambre del
cerebro para que ellas mismas, pulsando un botón, puedan
enviarse impulsos eléctricos que les transmitan una sensación de
saciedad. Las ratas se convierten inmediatamente en adictas a los
impulsos eléctricos y a la consiguiente satisfacción simulada del
hambre y llegan a «satisfacerse» hasta cien veces al día utilizando
el botón. Al mismo tiempo, ignoran el alimento real que reciben
porque han quedado saciadas, aunque sólo en «apariencia». Cabe
suponer que este tipo de engaño es el mismo que sufren las
personas que se entregan con regularidad a mundos aparentes
artificialmente creados: se contentan con sensaciones erróneas y
dejan pasar de largo los verdaderos valores y tareas con sentido
de sus vidas.
Por consiguiente, podríamos resumir los motivos
existencialmente más significativos de la adicción de la siguiente
40

manera: o bien se busca anestesia para repeler un enorme dolor,


o bien se busca el «subidón» para llenar un vacío. Es decir: o bien
la situación apurada se ha vuelto insalvable, o bien el
aburrimiento se ha vuelto insoportable. Ambos extremos, tanto la
necesidad y la pena, como la opulencia y el aburri- miento, incitan
a huir de la realidad.
A continuación, partiendo de esta base, reflexionaremos
sobre el trabajo psicoterapéutico con adictos.

Terapia clínica

En los casos de consumo elevado de sustancias adictivas,


una psicoterapia de la palabra no tiene nada que hacer, ni tampoco
la logoterapia. El enfermo se encuentra espiritualmente
«amurallado» y ningún argumento ni ninguna palabra podrían
llegar hasta él. La dimensión existencial que lo caracteriza como
ser humano se encuentra bloqueada y su fuerza de voluntad está
completamente anulada. Por ello, el enfoque terapéutico inicial
deberá intervenir en los niveles corporal y psíquico del paciente.
En el primero, mediante una desintoxicación clínicamente
controlada, y, en el segundo, siguiendo un largo programa de
deshabituación completa. Si la dependencia es de las drogas o el
alcohol, es imprescindible ingresar al paciente. El infierno de la
abstinencia es poderosísimo e inimaginable para quien no lo
conoce, y aguantar a solas en este frente es casi imposible.
Algunos enfermos lo consiguen —y por ello se merecen un
monumento—, pero la gran mayoría es incapaz de hacerlo sin una
sólida red social a su alrededor, sin las estrictas indicaciones del
personal médico y sin una supervisión constante.
En este momento, lo que realmente importa es que el
enfermo, que se halla en la cúspide de su carrera adictiva, allí
donde la vida flirtea con la muerte, comprenda que la droga o el
41

alcohol significan el final, no inmediato ni biológico, pero sí


cercano y, sobre todo, de cualquiera de las manifestaciones de su
dignidad. Lo que está en juego es algo más que la salud del adicto.
Es su lado más maravilloso, el cual, al ocultarse, le hace
comportarse como un si- mio... Si el adicto logra entender esto en
relación con su deshabituación y su renacimiento espiritual,
gozará de unas posibilidades asombrosamente bue- nas. El
camino de la salvación será pedregoso y estará flanqueado a
ambos lados por los escarpados abismos de la tentación, pero la
vida se irá acercan- do cada vez más en toda su plenitud. En
cambio, si el enfermo no lo entiende... Permítanme establecer un
segundo paralelismo con los resultados de las investigaciones
etológicas en las ratas.
Las ratas son unos animales sorprendentemente listos. Sin
embargo, no gozan de muy buena fama entre nosotros. A todos
nos gustaría exterminarlas de nuestras calles y casas, pero la
inteligencia de estos roedores no lo pone fácil. Si, por ejemplo,
les ponemos un cebo con un veneno irreconocible para su olfato,
unas cuantas ratas devorarán la trampa y caerán muertas. Pero los
congéneres que han observado el proceso extraen las
conclusiones correctas y se cuidarán en un futuro de comer de
ese cebo. Con suma rapidez, toda la población de ratas aprende a
localizar el peligro inminente y evitarlo. ¡Todo un logro cognitivo
para un cerebro tan pequeño! Pero como el ser humano es un poco
más inteligente que las ratas, todavía consigue engañarlas e
inventa un cebo cuyo veneno actúa con un retraso de cinco días,
por ejemplo. Las ratas se lo comen y se van de allí tan campantes.
Con el estómago lleno, corretean por los pasillos de sus moradas
sin sufrir ningún tipo de molestia y, cinco días después, aparecen
muertas en algún rincón alejado del lugar donde encontraron y
devoraron el cebo. En este caso, sus semejantes ya no establecen
ninguna relación entre comer y morir porque el cerebro de las
42

ratas no lo permite. Estos cebos, y no los primeros, son los que


diezman de verdad la población de roedores molestos.
Por tanto, que nadie diga que los adictos que se permiten
reincidir no se parecen a estas ratas. La adicción mata. Pero no
inmediatamente ni en cinco días, sino con un efecto retardado de
semanas, meses o años. Así, ¿quién es lo suficientemente
estúpido como para «morder el anzuelo»?

Terapia ambulante en dos fases

Supongamos que un paciente se ha «permitido»


finalmente pasar con éxito el complejo terapéutico formado por
la desintoxicación corporal, la deshabituación psíquica y la
comprensión del peligro mortal que entraña la adicción. En tal
caso, será dado de alta de la terapia clínica con unos valores
sanguíneos normales y una inculcada aversión a la sustancia
adictiva. De esta manera se podrá adentrar en el pedregoso
camino de la salvación. ¿Cómo le irá? En la mayoría de los casos,
el enfermo ya no dispone de los recursos de su pasado
«preadictivo» y siente un miedo atroz al futuro.
Ahora se manifiesta, con toda su fuerza, una urgencia
existencial que apenas se percibía en la época de la adicción.
Ahora aflora la pregunta de por qué merecía la pena hacer el
esfuerzo para curarse y qué valor puede tener en la abstinencia
permanente una vida dañada. A un lado del camino, un abismo
abre seductoramente sus fauces y susurra al oído del
convaleciente: «¡Pero si ya nada tiene sentido y, de todas
maneras, tu vida está echada a perder!». Al otro lado, otro abismo
cuchichea: «Además, eres demasiado débil para aguantar.
¡Abandona! ¡Disfruta lo que te queda y que pase lo que tenga que
pasar!».
43

Para levantar una «reja protectora» ante ambos abismos es


necesaria una terapia ambulante de dos fases.
La primera tiene como objetivo acabar con la creencia de
que el enfermo es «demasiado débil». Para ello son idóneos los
ejercicios de relajación como el entrenamiento autógeno, el yoga
o los sistemas de meditación que el paciente efectúa con la ayuda
de casetes. Una vez adquirido el dominio de una técnica de
relajación corporal, se intercalan fórmulas de entrenamiento
sugestivo de la voluntad destinadas a allanar el camino a la
segunda fase, a la conversación de búsqueda de sentido
específicamente logoterapéutica destinada a anular el argumento
de la ausencia de sentido.
Los métodos sugestivos siempre operan en el nivel
psíquico, pero también pueden preparar la activacion de fuerzas
espirituales.
Están especialmente indicados cuando el paciente tiene
poca capacidad de resistencia y, por tanto, no puede confiar
plenamente en sí mismo. Al mismo tiempo, no es oportuno
sugerir directamente al paciente el objetivo de la terapia, es decir,
que tras la cura de desintoxicación se propongan cosas como:
«Adiós al tabaco», «Ya no necesito la droga»,
«Nunca más volveré a tocar una jeringuilla», etc. Estas
intenciones acostumbran a transgredirse con la misma rapidez
con que se asumen y su credibilidad cae en picado. El
entrenamiento sugestivo de la voluntad no se basa en la renuncia
al alcohol o las drogas sino en la creciente li- bertad y fuerza de
voluntad del paciente. Entre los textos de relajación más
habituales podemos encontrar las siguientes formulaciones: «No
soy esclavo de mis impulsos ni de mis sentimientos. Mi voluntad
es libre y la consolidaré para rehacer mi vida. Cada vez noto más
esta voluntad interior; se va despertando en mí de acuerdo con
mis verdaderas ideas y objetivos. Lo noto claramente: con su
44

ayuda controlaré mi vida. Y cuanto más difícil lo tenga, más


fuerte seré [...]».
Da muy buen resultado proporcionar a los pacientes
ejercicios grabados en casetes para que se los lleven a casa,
porque cuando están solos, sumidos en un estado de ánimo
inestable, todavía muy enturbiado, y sometidos a las exigencias
que entraña el hecho de rehacer sus vidas, vuelven a aflorar la
inquietud y el desasosiego, y todas sus mejores intenciones
amenazan con irse a pique. En momentos así, exigir a estos
pacientes que se tumben cómodamente y realicen de memoria un
ejercicio de relajación sería pedir demasiado. Pero si sólo tienen
que poner un cásete y escuchar, se entregarán «sin pensar» al
efecto sugestivo de las fórmulas de reposo y, al mismo tiempo, se
impregnarán de los conceptos de libertad y fuerza de voluntad.
En su época de adicción, los toxicómanos solían recurrir
a un medio para transformar su estado interior. En la fase de
desintoxicación se les ha quitado o incluso prohibido este medio
(destructivo), y en su lugar se les ha proporcionado otro medio
(constructivo): una cinta de cásete. Es posible que se vuelvan a
enganchar a él, pero en cualquier caso es mucho mejor que el
alcohol o las drogas. Además, al final el cásete deja de ser
interesante, porque el paciente se acaba sabiendo el texto de
memoria y sólo bastan unos minutos en posición de relax para
que todo fluya sin el menor esfuerzo.

Un Ejemplo Ilustrativo

Entre mis pacientes asistí una vez a una joven con cinco
hijos que, tras el ingreso de su marido en prisión, había caído en
un consumo abusivo de somníferos. Un día, los vecinos oyeron
gritar y llorar a los niños y llamaron a la policía, que forzó la
puerta y encontró a la mujer medio inconsciente
45

Los hijos fueron puestos provisionalmente bajo la tutela


de familias de acogida durante la estancia de la madre en un
hospital. Tras el alta, la mujer vivía bajo la amenaza de perder a
los niños en caso de reincidir, pero prometió que si se los llevaban
a una residencia, se suicidaría. Los médicos le recomendaron
recibir atención psicológica y fue derivada a mi consulta.
En nuestras conversaciones quedó claro que la joven
recurría a las pastillas cada vez que se sentía angustiada por el
futuro de su familia (un miedo totalmente comprensible cuando
el marido se halla en la cárcel) o cuando los hijos le hacían perder
los nervios (algo igualmente comprensible cuando se tienen cinco
niños pequeños que requieren, todos a la vez, la atención de la
madre). Sometida al estrés de estas situaciones, la joven perdía
los estribos y anhelaba el efecto aliviante de caer en un sueño
profundo.
Este cuadro era el ideal para aplicar los métodos de
relajación de Jacobson, que la mujer aprendió con empeño.
Cuando los dominó, fui introduciendo fórmulas de entrenamiento
sugestivo de la voluntad del tipo:
«Está tranquila, muy tranquila, nada puede alterarla, sus
miedos se han desvanecido, sus nervios se han calmado, todas las
preocupaciones están a un lado [...]. Ahora concéntrese sólo en
su firme voluntad. La siente cada vez que respira. Su voluntad
penetra en todo lo que usted hace y está a su entera disposición
[...]. Lo nota intensamente: sí, usted quiere curarse, quiere estar
sana, por usted, por sus hijos, por el futuro [...]. Está tranquila
y relajada, nada puede alterarla [...]».
La paciente se habituó rápidamente a los casetes y pronto
llegó a la conclusión de que eran mucho más eficaces que el
valium que le habían recetado (¡arriesgadamente!) en el hospital.
Yo misma le grabé una cinta adicional para conciliar el sueño,
con efecto despertador posthipnótico, con la cual sólo tenía que
46

extender el brazo y apagar el aparato desde la cama por las noches


para pasar suavemente de la relajación al sueño. De esta manera,
la mujer consiguió cuidar perfectamente de sus hijos, cosa que
notaron también los vecinos. Poco a poco le fui proponiendo que
escuchase las cintas a un volumen cada vez más bajo, hasta el
punto de que sólo se oyera un susurro. Al llegar a ese estadio, le
expliqué que ya estaba lista para llamar a la paz interior cada
vez que la necesitase, recordar su voluntad recuperada y llevarla
consigo en la actividad diaria tras la pausa de relajación.
La joven también tenía que aportar pequeñas pruebas del
afianzamiento de su voluntad. Discutíamos sobre cómo tratar y
superar las escenas y conflictos que solían ponerla en apuros. Por
ejemplo, si uno de sus hijos pequeños se negaba a comer la papilla
con la cuchara y llenaba toda la cocina de comida, llegábamos a
la conclusión de que eso no debía ser motivo de agitación. La
mujer debía reaccionar con calma y, simplemente, guardar la
papilla, limpiar al niño, llevarlo a su habitación y no darle nada
de comer hasta que le volviera a tocar. La paciente aprendió a ser
más paciente y consecuente y a no dramatizar pequeños sucesos,
lo cual redujo rápidamente la probabilidad de reincidir en su
problema.
Al cabo de varias semanas me dijo que ya no necesitaba
los casetes. Cuando llegaban las tensiones, era capaz de tenderse,
tranquilizarse y, tal como ella misma decía, «percibir su firme
voluntad». Ante todo se había vuelto una persona equilibrada, con
la estabilidad necesaria para empezar las conversaciones
logoterapéuticas de búsqueda de sentido. Juntas reflexionamos
sobre todo aquello que, para ella y su familia, pudiera contribuir
de manera positiva y satisfactoria a cumplir con las tareas que ella
misma se propusiera. En primer lugar, estaba la obligación de
hacer de sus hijos unas personas buenas y alegres, pero también
tenía la tarea de ayudar a su marido a reintegrarse en la sociedad
47

tras su vuelta de la cárcel. Una decisión razonable fue la de


inscribir a los tres hijos más pequeños en una guardería de
pedagogía terapéutica. De esta manera, mientras los otros dos
hijos mayores estaban en el colegio, ella podría ir a limpiar para
mejorar el presupuesto familiar y permitirse algún capricho de
vez en cuando. La casualidad quiso que empezara en una empresa
constructora donde había puestos libres para trabajadores no
cualificados. Tras integrarse en uno de estos puestos y ver
reconocida su aptitud, le pidió a su jefe que también diera una
oportunidad a su marido y lo admitiera a prueba tras su estancia
en prisión.
Un año después me encontré con la joven por la calle. Iba
con dos de sus hijos y una cesta de la compra repleta. Radiante de
alegría, se acercó a mí y me contó que ella y su marido estaban
trabajando en la constructora y que ninguno de los dos —y, al
decir
lo, sus ojos brillaban de felicidad— había vuelto a
reincidir: ni él con el hurto, ni ella con los somníferos. «Los niños
también notan que estamos bien en casa —dijo—. Imagínese,
hasta estamos ahorrando para un coche de segunda mano. Será
formidable, podremos ir todos juntos los domingos a comer al
campo. Todavía conservo sus casetes para alguna emergencia,
pero creo que ahora ya tengo una voluntad completamente firme.
¡Ya nada echará mis planes por tierra!»
Le di la enhorabuena y le deseé toda la suerte en el futuro.

El ingrediente logoterapéutico

Como en el caso de esta paciente, en muchas ocasiones he


conseguido, por la vía del entrenamiento sugestivo de la voluntad,
que personas emocionalmente lábiles refuercen su voluntad
porque llegan al convencimiento de que disponen de más
48

capacidad de concentración y resistencia y, por consiguiente, son


capaces de disciplinarse más decididamente. A este respecto me
viene a la memoria una frase de Bertrand Russell:
Todo el bienestar que obtiene la humanidad viene del
intento de afianzar el bien y no de la lucha contra el mal.
La ayuda a los adictos debería hacerse suyas estas
palabras. Para concluir, algunas reflexiones sobre la última fase
terapéutica, las conversaciones de búsqueda de sentido.
Los terapeutas no pueden ofrecer ningún sentido, sino que
son los pacientes quienes deben encontrarlo. Lo que sí puede
hacer el terapeuta es señalar las oportunidades de sentido.
¿Dónde, exactamente? Dentro de los límites de cada uno. En
cierto modo, los problemas individuales marcan los límites de
cada per sona, los cuales se expresarían en frases como: «No
tengo ganas de esto»,
«No veo el menor atisbo de esperanza», «Me siento débil
y desanimado», «Estoy solo y abandonado», etc. La libertad o la
libre elección se alojan en el interior de estos límites y no fuera
de ellos. La libertad consiste en emprender algo, con o sin ganas,
esperanza, ánimo o ayuda de los demás. Libertad significa decir
sí a algo, por o a pesar de la calidad de ese algo. Lo que cuenta
es elegir en libertad, porque todo lo que no se elige se queda en
el arriesgado territorio de lo efímero. Lo que cuenta es que entre
las cosas realizables se elija lo que merece ser realizado, sea fácil
o difícil. Es necesario insistir constantemente en ello con los pa-
cientes, porque ellos mismos se encierran de buen grado en sus
límites y, al hacerlo, pasan por alto lo que, a pesar de todo, pueden
realizar y tienen encomendado hacer «en nombre de la vida».
Un factor de estrechamiento de límites muy extendido es
la autocompasion crónica. Actúa como un remolino que absorbe
al enfermo hacia un abismo sombrío. A ella se añaden la disputa
con el destino, la estéril pregunta «¿Por qué yo?», los reproches a
49

la familia y la sociedad (el clásico pretexto para justificar los


propios defectos) y la constante queja por las deficiencias de uno
mismo («Soy así»). Pero incluso dentro de estos límites tan
estrechos todavía se pueden descubrir oportunidades de sentido.
Es precisamente en las expe- riencias adversas y los destinos
dramáticos donde se esconde la oportunidad de obtener un
beneficio humano extraordinario a través de la superación mental
y espiritual de las influencias negativas. Frankl denominó este
proceso «la transformación de una tragedia en un triunfo» y le
atribuyó el supremo valor de la capacidad específicamente
humana de obrar, con la que no se puede medir nin- guna otra
representación del esplendor del genio o del intelecto.
Los argumentos de Frankl son el antídoto perfecto contra
la autocompasion crónica y limitadora. Al paciente se le explica
que obtener éxito y satisfaccion en la vida es la cosa mas fácil si
uno encuentra desde un principio las condiciones óptimas, si tiene
la comprensión y el apoyo de los demás y, quizá también, si tiene
un carácter estable. Pero cuanto más dificultosa ha sido la
situación inicial en la vida de una persona, tanto más notable y
digno de reco- nocimiento será el más pequeño de los progresos
realizado por iniciativa propia. El paciente debe entender que, por
su pasado, puede sentirse enormemente orgulloso del más
mínimo empeño por salir del remolino y tomar caminos más
sanos. El trayecto que hemos dejado atrás no siempre muestra la
ruta hacia el futuro. A veces se necesita un desvío en el presente
o, incluso, un cambio de rumbo radical para conquistar realmente
el futuro. Si el paciente trabaja en esta dirección, escapará de su
terrible pasado y habrá realizado un acto heroico que nadie con
un pasado sin preocupaciones podrá nunca igualar.
Como vemos, la dependencia que los adictos tienen que
superar suele ser doble: la de la sustancia adictiva y la de las
circunstancias biográficas. El enfermo que sostiene «Como mis
50

padres se han ocu- pado poco de mí, he caído en el alcohol»,


estará en caída permanente. Pero si da media vuelta y dice:
«Aunque mis padres se hayan ocupado poco de mí, voy a
organizar mi vida con sensatez», habrá dejado de caer.
Resumamos las distintas fases de una terapia eficaz contra
la adicción (hasta ahora hemos comentado las cuatro primeras):

I. Desintoxicación corporal (en hospital).


II. Deshabituación psíquica (en hospital).
III. Ejercicios de relajación y entrenamiento sugestivo
de la voluntad (ambulante).
IV. Conversaciones de búsqueda de sentido
(ambulante).
V. Asistencia (a intervalos más prolongados).

La logoterapia, que, según su fundador, es una


«psicoterapia desde lo espiritual y hacia lo espiritual», puede
intervenir con todo su instrumental en la fase III, donde se habla
de libertad y fuerza de voluntad, y en la IV. Finalmente, en la fase
V, la logoterapia se enfrenta al enorme reto de la prevención de
recaídas, a la que está dedicado el capítulo siguiente, centrado en
el caso del alcoholismo.
51

Reflexiones sobre la asistencia a alcohólicos


En primer lugar, los objetivos de una asistencia
psicológica sólida van más allá de la prevención de recaídas. La
asistencia no debe limitarse a advertir de la presencia de
obstáculos e impedir que los convalecientes tropiecen. También
hay que considerar el camino por sí mismo: el sendero que espera
ser recorrido por una persona determinada, la vereda que merece
la pena tomar, la ruta que puede llevar a la persona a la cima de
su existencia como ser humano. Quien va por su camino no
tropieza con facilidad, pero quien se limita a intentar no tropezar
puede equivocarse fácilmente de camino. La asistencia se
caracteriza por la búsqueda de lo esencial, la dedicación a lo
verdadero y, unida a un proceso de curación, refuerza la
conciencia de lo importante y necesario que es recuperar la salud
y de las posibilidades que ello entraña.
El sentido de la vida no es estar sano y prevenir las
enfermedades, sino todo lo contrario. Estar sano y prevenir
enfermedades sólo es útil cuando la vida tiene un sentido.
Referido a la problemática del alcoholismo, podríamos
decir que no beber no es ningún sentido en la vida, sino el
requisito indispensable para satisfacer un sentido en la vida.
Debido a ello, al final sólo consiguen no beber aquellos que se
esfuerzan por realizar un sentido y no los que luchan por no beber.
Al hablar de un sentido en la vida no nos referimos a un
proyecto que se concibe y se aborda simplemente para estar
ocupado. Naturalmente, siem- pre es bueno tener algo que
acometer, sobre todo porque significa tener un objetivo. Sin
embargo, hasta el mejor de los proyectos puede fracasar o salir al
revés. En ese caso, la recaída será más rápida si el equilibrio
interior de la persona depende de la realización de un proyecto
determinado. Esta es una situación peligrosa porque todos
52

nuestros proyectos terrenales son susceptibles de ir mal. Los


buenos resultados nunca están garantizados y la frustración, de un
modo u otro, siempre está presente. Pero lo fundamental no es
tener éxito en nuestros proyectos ni poder mantenernos en el lado
de los ganadores. Los objetivos individuales se pueden perder,
pero la llamada de sentido que se produce en cada situación de la
vida es perpetua y está siempre al alcance. Incluso en el fracaso o
la frustración de los proyectos humanos es posible satisfacer un
sentido en función de cómo se ha abandonado un objetivo o con
qué actitud se ha pospuesto un plan irrealizable.
Volvamos al párrafo esencial de la carta del alcohólico
«rescatado» que reproducíamos al principio de este libro. Decía
así:
A mi mujer, que me había dejado, entre otros motivos, por
mi consumo excesivo de alcohol, no le iban bien las cosas y yo
quería conservar mi puesto de trabajo para poder mantenerla, a
ella y a nuestra hija. Así que me volví abstemio.
No cabe duda de que, para el autor de esta carta, la
precariedad de los familiares más cercanos ha sido un motivo de
peso para la abstinencia. En logoterapia lo denominaríamos un
motivo auto- trascendente, es decir, un motivo que va más allá de
la satisfacción de las necesidades propias y se orienta al mundo
exterior, al bien de una cosa o de una persona.
Este alcohólico se ha dejado llevar por un motivo
autotrascendente que parece extraordinariamente esperanzador
porque, como ya sabemos, el ser humano sólo puede llegar a su
verdadero destino olvidándose abnegadamente de sí mismo. Pero
supongamos que la esposa, que vivía separada de él, hubiese
conocido a un hombre rico y galante que se hubiese hecho cargo
de ella. ¿Qué habría pasado? ¿El autor de la carta también habría
dejado de beber? Lo habría hecho si entretanto hubiera avanzado
en el crecimiento interior, es decir, si hubiera desarrollado la
53

capacidad de estirar sus antenas espirituales y captar qué le depara


la nueva situación.
Probablemente, le hubiese esperado un sentido
transformado. No ya el hecho de conservar el puesto de trabajo
para mantener a la mujer y a la hija, sino, por ejemplo, para
aparecer ante su hija como un padre modélico, o para cultivar
amistades y contactos valiosos, o para plantearse nuevos retos
laborales, o, simple y llanamente, para no convertirse en un peso
para la sociedad.
¿Y por qué el autor de esta carta debería haber avanzado
en su crecimiento interior? Porque antes de decidir ser abstemio
no poseía o, como mínimo, no había dado muestras de poseer la
capacidad de captar con sus antenas espirituales la oferta de
sentido específica de cada nueva situación de la vida. Sus
palabras así lo revelan: «Mi mujer, que me había dejado, entre
otros motivos, por mi consumo excesivo de alcohol [...]». Si los
posteriores apuros económicos de la mujer proporcionaron un
motivo para dejar de beber por ella, el apuro psíquico de la mujer
durante el matrimonio y su declive no ha- brían proporcionado un
motivo menor para renunciar al alcohol por la familia. Pero, por
lo visto, en esa época las antenas del hombre todavía no estaban
orientadas hacia la llamada de sentido que debió resonar en su
crisis matrimonial. Fue necesaria una grave conmoción para que
la llamada le llegara. En lo sucesivo, todo dependerá de que sus
antenas sigan desplegadas y sean suficientemente flexibles para
captar, durante toda la vida, las llamadas que resuenan en cada
momento y la finalidad de éstas.
El objetivo principal de la asistencia a adictos nunca
deberá consistir en recordarles hasta la saciedad la amenaza
constante que ejercen el alcohol o las drogas sobre sus vidas,
porque el enfermo ya debe saber que la amenaza siempre existe,
incluso tras largos años de abstinencia (este conocimiento era uno
54

de los deberes teóricos y prácticos de la te- rapia). Sin embargo,


la tendencia a la adicción no conforma toda la personalidad del
adicto ni explica la historia completa de su vida. Por ello, la
presión para reconocer humildemente una debilidad predispuesta
nunca deberá ponerse como colofón a una serie de medidas de
rehabilitación. La asistencia debe ir más allá, es decir:

a) estimular al ex paciente para que ponga en práctica


sus propias aptitudes, y
b) potenciar su capacidad para percibir que merece la
pena hacerlo.

Sólo un proceso de búsqueda permanente de sentido


puede garantizar una protección óptima contra la
(seductoramente camuflada) autodestrucción. ¿Por qué? Porque
sólo de este proceso —de manera delicada, tierna y constante—
puede surgir la autoestima.

La importancia de la autoestima

El autor de la carta dejó constancia escrita de que, «de


todas maneras, me despreciaba a mí mismo por mi maldita
debilidad».
Una declaración dramática, sin duda. Podemos perderlo
todo y salir ilesos, los bienes, el amor, la amistad, el trabajo o la
salud, pero no la autoestima, porque ella encierra la capacidad de
existir ante uno mismo y ante Dios. La autoestima es el reflejo
subjetivo de la dignidad objetiva e inalienable del ser humano y
no puede verse perjudicada por ninguna enfermedad, calvario o
ataque, ni siquiera por la muerte. En cualquier caso, nunca es el
reflejo de lo que el prójimo piensa de nosotros, sino que coincide
exactamente con la imagen que tenemos de nosotros mismos.
55

Uno puede aceptar honestamente su propia existencia porque, por


algún motivo razonable, piensa que está bien existir; o también
puede tener la sensación de que, en general, no le importa existir
porque, bien mirado, no se considera necesario. La autoestima es
nuestro sí a la existencia, la cual se halla íntimamente unida a la
voluntad de realizar los actos y mantener las actitudes que en cada
momento tienen más sentido y se ajustan a nuestras
circunstancias; la existencia descansa en la decisión por un
sentido. Un ejemplo nos servirá para explicar esta complicada
reflexión:

Un camarero de un barco tenía la obligación de servir la


comida a la tripulación. Un día, mientras el camarero
desempeñaba una vez más su tarea, el primer oficial se enfadó
por un trozo de carne poco hecha que encontró en su plato a pesar
de que ya había informado repetidas veces a la cocina cómo
quería sus bistecs. El primer oficial se irritó tanto que montó en
cólera y lanzó el plato junto con su contenido sobre la espalda del
camarero, que estaba saliendo del comedor. Éste no tuvo más
remedio que barrer a regañadientes los trozos de plato y comida
y limpiar las salpicaduras de salsa que quedaron en su chaqueta.
Cuando acabó, se dirigió enfadado a su camarote y se
emborrachó. Por desgracia, lo encontraron ebrio y tuvo que
someterse más tarde a un proceso disciplinario que estuvo a punto
de costarle el empleo.

¿Cuál es la idea central de este relato? Es la historia de dos


personas que acaban mal. Una es un primer oficial que no puede
evitar descargar sobre un inocente un enfado causado por un
suceso enervante. Rompe un plato, echa a perder la comida y
ofende a otra persona. Por muchas excusas que tenga, a su
conciencia no le pasa por alto que estos actos no han tenido
56

ningún sentido, como tampoco el hecho de que habría podido


manejar con mayor sensatez su indignación por una carne medio
hecha. La habría podido mandar de vuelta a la cocina o, incluso,
habría podido hablar directamente con el cocinero; también
habría podido ordenar medio en broma que a partir de ese
momento se colgara un cartel luminoso junto a la cocina las
sugerencias gastronómicas de los oficiales, etc. Pero, claro, como
a él, el oficial de mayor rango, nadie le ha recriminado nada, sale
bien parado en el nivel interpersonal. Pero, inevitablemente, le
invadirá una sensación de malestar, una leve sensación de
vergüenza y culpabilidad. En un futuro, esta «elección contra
todo sentido» le corroerá la autoestima. El primer oficial no puede
sentirse nada orgulloso de su colérica actuación estelar.
La segunda persona implicada es el camarero de a bordo.
Él también se enfrenta a un suceso enervante y, al emborracharse,
también descarga su ira sobre un inocente: él mismo. Hasta el
momento en que recoge del suelo el plato roto, el camarero
todavía es capaz de mirarse con respeto, en paz y armonía. Es
cierto que lo han ofendido, pero la responsabilidad de la ofensa la
detentan otros, no él. De él no ha salido ningún contrasentido. A
él sólo se le plantea una pregunta: ¿cómo reaccionará de manera
sensata al contrasentido sufrido? ¿Cuál puede ser su mejor
respuesta a este suceso doloroso?
Una vez en el camarote habría tenido tiempo para
pensarlo. Si se lo hubiese tomado, probablemente le habría
parecido sensato buscar un momento tranquilo para hablar con el
primer oficial y comunicarle amablemente que la escena del plato
no había estado bien. Al fin y al cabo, el camarero no había asado
la carne. Esta actitud habría dado al primer oficial la oportunidad
de disculparse ante el camarero y zanjar el asunto concediéndole
un breve permiso. Así, el superior habría recuperado su
autoestima y el camarero nunca la habría perdido. Más aún, si el
57

oficial le hubiese dado calabazas, el camarero seguiría teniendo


motivos para sentirse orgulloso de sí mismo por el valor
demostrado.
Pero el camarero elige el otro camino: el de huir hacia el
alcohol para ahogar las penas, es decir, la continuación de un
contrasentido ajeno en forma de contrasentido propio. Después
ya no podrá mi- rarse con respeto, sino que se pone a la altura de
su adversario. Es cierto que le han hecho daño sin motivo, pero él
también está aumentando el daño en el mundo con el que se causa
a sí mismo y con el que habría causado a otros inocentes, como
su familia, si hubiese perdido el puesto de trabajo.
De esta historia podemos aprender que, desde una
perspectiva ética, lo que la vida nos ofrece es irrelevante: alegría
o dolor, afecto o rechazo, elogio o crítica. Lo relevante siempre
es nuestra forma de reaccionar a todo esto y lo que sale de
nosotros. Lo esencial es la respuesta que damos a un suceso, ya
sea éste edificante o decepcionante; una respuesta que nosotros
mismos debemos determinar y de la que debemos
responsabilizamos. * Nadie se
«hunde» sólo por una frustración, pero mucha gente con
reaciones negativas a las frustraciones cae en desgracia porque,
como se muestra en el ejemplo anterior, da continuidad a un
contrasentido en vez de afrontarlo con sensatez.
Por ello, toda rehabilitación eficaz debe tener el objetivo
ineludible de hacer ver a los enfermos que su autoestima nunca
se verá alterada por el daño que el destino les pueda deparar; que,
a la inversa, su autoestima se fortalecerá en la medida en que
afronten y soporten ese daño con valentía, siempre que no puedan
cambiarlo; y que, por el contrario, el daño que ellos hagan, es
decir, no el padecido, sino el infligido, lo llevarán en su interior y
mermará su autoestima. En cambio, el conocido sentimiento de
vergüenza del alcohólico no es otra cosa que la voz de su yo sano
58

advirtiéndole insistentemente que la bebida no es una respuesta


con la que un ser humano pueda afrontar los problemas de la vida,
o al menos no es una respuesta aceptable. Mientras esta vo-
cecilla hable, habrá esperanza, y todos sabemos que no dejará de
hablar mientras la chispa del espíritu siga brotando en el ser
humano.
Volvamos brevemente a la anécdota del barco. ¿En qué
basamos nuestro optimismo al pensar que, a pesar de tener un mal
comienzo, la historia todavía podría acabar bien? ¿Qué podría
reconducir las cosas hacia un «final feliz»? Únicamente el
arrepentimiento (despertado y activado por el sentimiento de
vergüenza) del primer oficial, que le permitiría tender la mano a
su subordinado y reconocer que siente lo sucedido; pero también
el arrepentimiento (despertado y activado por el sentimiento de
vergüenza) del camarero, que le permitiría adoptar el firme
propósito de no beber nunca más en horas de servicio, pase lo
que pase; o también el arrepentimiento de ambos, que sería lo
ideal. De ser así, nuestra historia sería el relato de la
transformación de dos personas que se sienten culpables pero que,
al liberarse voluntariamente de este sentimiento de culpa, van mas
allá de sí mismas y se convierten en seres humanos adultos. Los
«finales felices» no sólo se dan en los cuentos, sino también en la
vida real y siempre que alguien se decide por lo que tiene
sentido. Al tomar esta decisión, la vergüenza sana se transforma
en satisfacción edificante, la debilidad interior en fortaleza
interior y el conformismo con la propia personalidad en
posibilidad de cambio. Así lo confirma el autor de la carta citada
anteriormente:
«Ahora puedo librarme de la culpa con la que cargué tanto
tiempo. Soy una persona distinta».
Todavía falta aclarar un último punto: el referido a hacer
realidad la posibilidad de sentido cueste lo que cueste. Parece una
59

demanda demasiado exigente, pero lo cierto es que el adicto tiene


un destino difícil porque ante todo prefiere lo fácil. ¿Que se
aburre? Se echa unas cuantas copas al coleto y a divertirse. Eso
es lo fácil. Lo difícil sería desarrollar la creatividad para
organizarse el tiempo libre de manera provechosa. ¿Que es tímido
e inseguro y se ve incapaz de tener éxito? Un buen porcentaje de
alcohol en la sangre y será capaz de superar ampliamente sus
propias barreras. Más difícil sería iniciar algo desde la
autosuperación a pesar de la timidez y la inseguridad. Podemos
poner muchos más ejemplos parecidos, pero la esencia siempre
es la misma: una sensación desagradable que se elimina a corto
plazo y otra agradable que se crea a corto plazo, a cambio de
daños a largo plazo y una existencia desoladora. ¿Alguien puede
entender qué hay de apetecible en una sensación de placer efímera
y qué hay de espantoso en una sensación de disgusto pasajera? La
persona realmente libre es la que no se deja llevar por los miedos
o las ansias, ni la que no desea ni teme nada del ámbito emocional,
sino la que se entrega con naturalidad a una consonancia intuitiva
con la vida tal como es.
Una vez, durante una sesión de orientación, un joven me
planteó una pregunta provocadora: «Pero ¿qué tiene usted en
contra del consumo de drogas?». Ésta fue mi réplica: «Se lo voy
a decir con mucho gusto. Estoy en contra de cualquier tipo de
esclavitud. La droga le obsequia con una sensación transitoria
muy agradable. Pero también le roba la libertad de no codiciar esa
sensación, de no anhelarla constantemente, de no tener que estar
continuamente pensando en ella. ¿Es que no sabe lo maravilloso
que es ser emocionalmente libre y no dejarse irritar por cualquier
sensación molesta cuya eliminación le obliga a hipotecar su paz
interior?». Mis palabras hicieron reflexionar a este joven.
Hay que admitir que nuestra época es poco amiga de
prevenir las adicciones. Las tendencias de la sociedad occidental
60

del ocio apuntan al ensalzamiento del placer. «Disfruta del


sabor», reza una publicidad de cigarrillos. «Disfrute ahora, pague
después», anuncia una sociedad de crédito. Es la esclavitud de la
era moderna. Para contrarrestar esta obligación de disfrutar es
necesario vivir con humildad y conservar la paz interior. Si
hacemos que las personas a las que cuidamos vean esto, quizás
algún día descubran la riqueza de poder renunciar. A
continuación reproducimos un cuento del lejano Oriente que pone
de relieve como ningún otro los valores de la libertad y la paz
interior, y donde el lector imaginativo podrá reconocer al rey
Alcohol disfrazado de diamante extraordinario.

La piedra 1

El sannyasi llegó a las afueras de la aldea y acampó bajo


un árbol para pasar la noche. De pronto, un aldeano llegó
corriendo hasta allí y gritó:
— ¡La piedra! ¡La piedra! ¡Dame la piedra preciosa!
—¿Qué piedra? —preguntó el sannyasi.
— La otra noche se me apareció en sueños el dios
Shiva —explicó el aldeano—, y me dijo que al caer la
noche encontraría a un sannyasi en las afueras que me daría una
piedra preciosa que me haría rico para siempre.
El sannyasi rebuscó en su fardel y sacó una piedra.
—Quizá se refería a ésta —dijo, y se la entregó al
aldeano—. La encontré hace unos días en un sendero del bosque.
Por supuesto, te la puedes quedar.
El hombre observó la piedra con asombro. Era un
diamante. Probablemente, el diamante más grande del mundo,

1
Tomado de Anthony de Mello, Warum der Vogel singt Ges- chchen fir das
richtige Leben
61

porque era como la cabeza de un bebé. El aldeano lo cogió y se


fue a su casa. Pasó la noche dando vueltas en la cama, sin poder
dormir. A la mañana siguiente, al despuntar el día, fue a despertar
al sannyasi y le dijo:
— ¡Dame toda la riqueza que te permite desprenderte tan
fácilmente de este diamante!
62

¿Cómo sobreviven los familiares?

Viktor E. Frankl no sólo fue un médico y un filósofo


genial. También fue un montañero apasionado que dominó las
escarpadas paredes de los Alpes austríacos. Frankl sabía
exactamente lo que había que hacer para salvar las dificultades
del camino, cuesta arriba y cuesta abajo. Los familiares de adictos
caminan durante años por terrenos particularmente difíciles,
oscilando por altibajos, de las cimas de la esperanza a los abismos
de la desesperación, y siempre
«extenuados» a causa del enorme esfuerzo que implica
avanzar un paso sin caer junto con su familiar adicto. A ellos van
dirigidos los conocimientos médico-filosóficos de Frankl que a
continuación presentamos en forma de «consejos de alpinista».
¿Qué recomendaciones para salir ilesos habría dado a los
familiares de adictos este experimentado guía de montaña y
consejero personal que a tantas almas doblegadas ayudó a
atravesar los pedregosos caminos de sus vidas?

I. Comprobar el contenido de la mochila

Lo primero, igual que en la montaña, que cada uno lleve


su mochila. Lo importante no es que sea ligera, sino que contenga
lo necesario. ¿De qué sirve la mochila más liviana si después,
cuando estamos en la cima, nos falta urgentemente lo que
necesitamos? Por tanto, la primera lección será hacer la mochila.
¿Con qué cargamos?
¿Con cosas necesarias o inútiles? ¿Qué abandonamos?
63

Revolvamos un poco por nuestra mochila: ¿qué


encontramos?
¡Preocupaciones, claro! ¿Son absolutamente necesarias o
podemos sacarlas antes de iniciar la siguiente ascensión? Les
revelaré un truco sencillo que sirve de ayuda: primero, cuenten
las preocupaciones y, a continuación, el amor que hay en la
mochila. Si la cantidad es la misma, déjenlo todo como está. El
amor implica irremisiblemente una preocupación por lo amado.
Por un lado, es necesario preocuparse por la persona o la cosa que
se ama. Si no nos preocupásemos de verdad, la persona o la cosa
nos daría igual y dejaría de ser el objeto de nuestro amor. Por otro
lado, una mochila sin amor se consideraría —a ojos del Señor—
«demasiado ligera» para emprender un viaje a las cumbres de la
existencia humana.
Pero si al contar las preocupaciones encontramos que
éstas superan la cantidad de amor que hay en nuestra mochila,
será conveniente hacer un nuevo recuento, porque significa que
cargaremos con demasiadas preocupaciones inútiles que nos
frenarán innecesariamente el paso. Se trata de las preocupaciones
creadas no por el amor, sino por el miedo a algo. La angustia es
un lastre que pesa sobre nuestras espaldas y nos hace perder
rápidamente el aliento. Así como la preocupación por una persona
amada nos hace creativos, tolerantes y fuertes, el miedo es una
fuerza contraproducente que cohibe y paraliza.
Es cierto que los problemas de adicción generan
perspectivas de vida aterradoras. Los adictos se ven amenazados
por enfermedades crónicas y cambios catastróficos de
personalidad, mientras que las personas de su entorno viven bajo
la amenaza de la humillación, la violencia y la ruina económica.
Sin embargo, el miedo a una desgracia inminente no impide que
ésta se produzca. Lo único que hace es cubrir de sombras el
periodo de tiempo anterior a la desgracia, con independencia de
64

que ésta llegue o no. Conocí a una mujer que se pasó veinte años
temiendo enfermar de cáncer y al final murió de una simple
neumonía. Las dos décadas que precedieron al fatal desenlace de
su afección pulmonar las vivió de manera no menos fatal a causa
del atormentador miedo al cáncer. Una verdadera lástima. La
práctica psicoterapéutica nos enseña que el miedo anticipa- torio
a una desgracia es capaz de atraerla de una manera u otra. El
temor continuo induce a los factores desencadenantes de crisis
mentales y corporales a tener reacciones erróneas justamente
cuando lo importante es reaccionar de forma serena y juiciosa.
¿Cómo hay que poner coto al miedo? O: ¿cómo se echa
este lastre de la mochila? Para hacerlo, nuestro «guía de
montaña» particular, Viktor E. Frankl, formuló una singular
receta paradójica: debemos hacernos inatacables por nuestro
miedo. ¿Que el miedo nos amenaza con algo terrible? ¡Vale! ¡Que
se haga realidad la amenaza! ¿Qué puede pasar? Al fin y al cabo,
la vida humana es finita. No tenemos nada eterno que perder, ni
nuestros familiares tampoco. Quizás hasta tengamos algo que
ganar en lo relativo a cómo diseñamos nuestra propia finitud. La
mujer del miedo al cáncer citada antes perdió la vida de una
manera u otra; no fue de cáncer, pero sí de una pulmonía. Sin
embargo, perdió algo más, y por ello es una lástima: perdió
oportunidades en la vida que se podrían haber llenado con algo
más alegre y variopinto que la visión de un futuro amenazador. Y
todo lo que se pierde, se pierde para siempre, de la misma manera
que todo lo que se llena con alegría también es para siempre.
Por ello, arrebatemos a nuestro miedo su capacidad
amenazadora declarándonos (hipotéticamente) conformes con lo
peor que pueda suceder y así avanzaremos y haremos lo mejor de
cualquier cosa que suceda. Concretamente: pongamos a nuestro
familiar adicto en manos de su destino, entreguémoslo al más o
menos empinado tobogán de la muerte por el que se desliza.
65

Ningún esfuerzo de sus allegados conseguirá impedir la caída.


Sólo su propia firmeza lo rescatará. Por tanto, enfrentémonos sin
temor a su posible hundimiento y aprovechemos las
oportunidades del presente común que compartimos con él.

II. Poner provisiones en la mochila

Ya hemos revisado el contenido de la mochila e igualado


los niveles de preocupación y amor, lo que significa que hemos
puesto en ella todos los buenos deseos, esperanzas y bendiciones,
toda nuestra disposición y alegría para trabajar por las personas
que más nos importan. También hemos desempaquetado
cualquier posible miedo a eventuales sucesos terribles del futuro.
Llegados a este punto, sólo falta conseguir «víveres» para reponer
fuerzas durante el viaje. En nuestro caso, las provisiones
consistirán en unas generosas dosis de humor que (según Frankl
y siguiendo el ejemplo de Heidegger o Binswanger) merecería el
calificativo de existencial, al igual que la preocupación y el amor.
Ya en la vida «normal», el humor debe entenderse como
un exquisito viático destinado a prevenir decaimientos que
requieran un cuidado intensivo. Su definición más inteligente es
la que proporciona la cultura popular, según la cual humor es reír
a pesar de todo. En nuestra mochila no puede faltar este rasgo
obstinado del humor para paliar las emer- gencias que puedan
producirse durante la ascensión. Cuando la rocalla afilada nos
hace perder el equilibrio las paredes empinadas nos parecen
insalvables y la pendiente que bordea el camino es vertiginosa-
mente profunda, entonces recurrimos a la obstinación no
encarnizada, sino sonriente que, con alegría, nos permite ver que
hasta los obstáculos tienen asideros y las pendientes hondonadas,
y que, por encima de todo, el sol luce y hace brillar las rocas
afiladas para que la ascensión no parezca tan fatigosa. Humor es
66

apartarse del minúsculo excursionista que somos en relación con


la gigantesca montaña, separarnos de nosotros y de nuestros
problemas y, desde la distancia, volver la vista atrás, riendo y
llorando a la vez, para contemplar la pequeña figura que se
esfuerza, unas veces en la dirección equivocada y otras sin
conseguir apenas avanzar, pero, al fin y al cabo, escalando el
camino que le corresponde.
Tuve a una paciente cuyo marido, por obligaciones
profesionales, sólo podía estar en casa con su familia unos pocos
días al mes. Una vez que expresé ante la mujer mi sorpresa por
haber mantenido el matrimonio a pesar de esas circunstancias,
porque conozco muchas parejas en las que uno de los cónyuges
se viene abajo por un mero fin de semana de guardia
o un turno de noche, la mujer respondió espontáneamente
que, por suerte, ella y su marido no tenían tiempo para discutir.
Los pocos días que pa- saban juntos eran como una luna de miel
y cuando todo empezaba a volverse rutinario, su marido ya tenía
que partir de nuevo. Tratándose de una mujer que ha tenido que
criar a tres hijos prácticamente sola esta manera de ver las cosas
es digna de consideración. Tras su sonrisa se escondía algo
mucho más serio: la voluntad de mantener la familia unida.

III. Practicar el compañerismo de montaña

La palabra «unión» es un concepto clave para nuestra


excursión. Ahora que ya tenemos las mochilas hechas —con
mucho amor e igual cantidad de preocupación, sin miedo y con la
conveniente pizca de humor—, debemos emprender la marcha sin
pensarlo dos veces y tomar el trayecto especialmente indicado
para hacer sudar al excursionista que recorre el mundo.
Considerémoslo un «trayecto imaginario de prueba» en el que se
67

comprobará si el peso que llevamos a nuestra espalda nos hará


flaquear o, por el contrario, nos hará más fuertes.
Básicamente, se trata de que la unión entre las personas
aumente conforme aumenta el grado de peligro. Por eso los
escaladores nunca pueden dejar a un compañero en la estacada.
Los familiares de personas con alguna patología psíquica tienen
una obligación parecida. Tan pronto como se anuncia el drama,
lo más urgente es permanecer unidos y no empeorar la situación
con discusiones. Es comprensible, pero, desgraciadamente, existe
una trampa llamada echar la culpa en la que cae hasta la mente
más sensata. En este sentido, los escaladores lo tienen más fácil,
porque nunca se reprocharán mutuamente un cambio de tiempo
brusco o una tormenta de nieve repentina. Por el contrario, en la
vida normal es más complicado. Las épocas de crisis hacen que
los afectados se pregunten con vehemencia cómo se ha podido
producir la crisis y, normalmente, nunca encuentran ninguna
explicación adecuada. Han intervenido miles de casualidades, las
historias pasadas arrojan sombras muy largas, el radio de
influencia social es difícil de determinar y las decisiones
libremente tomadas por una de las partes no se pueden atribuir
obligatoria o lógicamente a ninguna causa, porque entonces ya no
serían decisiones libres.
Por ejemplo, si un miembro de la familia se suicida, lo
cual es de las peores cosas que le puede pasar a una familia, es
científica y humanamente imposible determinar a posteriori por
qué ha sucedido. Naturalmente, se podrán hacer conjeturas y
reconstruir todo tipo de
«motivos» para explicar el hecho, pero hay que admitir
honestamente que todos y cada uno de nosotros tendríamos
continuamente
«motivos» para quitarnos la vida. Todos tendríamos
suficientes preocupaciones en la mochila como para decidir que
68

no queremos seguir la excursión. Sin embargo, seguimos el


camino porque en nuestro equipaje también llevamos suficiente
amor: a la vida y a sus obligaciones. Entonces, ¿por qué una
persona ha perdido todo el amor de su mochila? No lo sabemos,
pero sí podemos asegurar que no ha sido solamente porque sus
preocupaciones fueran muchas...
En el suicidio pueden intervenir a la vez distintos factores:
la propensión depresiva o una predisposición enfermiza, una
situación externa triste, una decepción amarga, la falta de
confianza y muchas cosas más. Sin embargo, no hay que indagar
en la decisión final del afectado. Es una decisión procedente del
fondo de su persona que no se puede clarificar, sino simplemente
respetar.
Por consiguiente, cuando una familia se ve afectada por
una tragedia de esta índole, lo peor que pueden hacer sus
miembros es reprocharse mutuamente que éste o aquél ha
conducido al muerto al suicidio, que esto o aquello tiene la culpa
de su acto desesperado, etc. Es cierto que la culpa forma parte de
la vida humana, nadie dice lo contrario, pero nunca nadie es
culpable de la decisión de otro, sino únicamente de las decisiones
erróneas propias y es con éstas con las que cada uno tiene que
tratar, ya que no necesita que nadie se las eche en cara. No se
puede convencer ni disuadir a nadie de la auténtica culpa. Por mi
experiencia, la auténtica culpa se refleja en el fondo de la
conciencia de la persona y, en lo que concierne a los actos del
prójimo, no tenemos la más mínima libertad, ni siquiera como
padres, con respecto a los actos de nuestros hijos.
Por ello, lo más importante —que también sucede— es
acercarse y permanecer unidos, porque juntos las cosas se llevan
mejor. Y otra cosa que no hay que olvidar: ¡cada uno lo lleva a su
manera! Quien aparenta que las cosas no le afectan, en realidad
no es así.
69

El dolor tiene mil caras. Una vez, una madre que había
perdido a su hijo un año antes me explicó con amargura que su
marido siempre lo había rechazado y que una muestra de ello,
entre otras cosas, era que nunca visitaba su tumba. La mujer decía
que ella iba al cementerio cada día. Dos semanas después hablé
con el marido. Cuando abordé el tema «hijo», el hombre me
reveló entre sollozos que era incapaz de estar junto a la tumba de
su descendiente fallecido. Sólo el hecho de pensarlo le provocaba
un nudo en la garganta...
Como decíamos, el dolor tiene mil caras, y para mitigarlo
no hay que verter sobre él ningún reproche cuya justificación sea,
además, extremadamente dudosa. Al contrario: siempre hay que
poner el consuelo y el compañerismo por delante. De la misma
manera que en la niebla o la tormenta los escaladores deben
tenderse la mano mutuamente, los familiares de adictos deben
hacer lo mismo: avanzar con paso firme a través del dolor sin
hablar de quién tiene la culpa.

IV. Trazar un plan de ruta

La psicoterapia general nos enseña que, en la medida de


lo posible, no debemos dejar que los conflictos nos corroan por
dentro. Por otro lado, resolver emocionalmente una disputa no
siempre sirve para allanar diferencias, porque a veces no se puede
evitar la caída de un rayo, tanto en la montaña como en los
corazones de las partes en conflicto. Por ello, la logoterapia
propone una solución intermedia: elaborar un acuerdo que
resuelva (provisional o definitivamente) la situación conflictiva.
Dependiendo de las circunstancias, el acuerdo puede ser
común o unilateral. Si, por ejemplo, el conflicto consiste en que
a una persona le molesta el elevado volumen con que el vecino
escucha la música por la radio, un acuerdo mutuo podría ser
70

tolerar la música durante el día hasta las cinco de la tarde y, a


partir de esa hora, usar auriculares. Si el vecino no se aviene a
pactar, se podría llegar al acuerdo unilateral de aislar
acústicamente la pared que da a la casa de donde viene la música.
Naturalmente, ninguno de los dos acuerdos es el ideal. Tolerar la
música alta durante el día o gastar en aislamiento acústico
requiere un sacrificio. Sin embargo, si el acuerdo se adopta
realmente desde dentro de cada uno, siempre será mucho mejor
que una lucha vecinal constante, porque entonces el sacrificio
no se vivirá como algo «provocado por un mal vecino», sino
como una «reacción razonable» a una situación desagradable.
Un acuerdo interior también puede apaciguar un conflicto
haciendo que dos exigencias no se simultaneen, sino que se
sucedan, lo cual suele ser necesario para la vida. Una vez, un
tornero paciente mío estaba junto a su máquina, concentrado en
su manejo. Mirando por el rabillo del ojo se dio cuenta de que uno
de los trabajadores se mostraba aquella mañana, visiblemente
deprimido.
Mi paciente quiso indagar en lo que le sucedía a su
compañero, pero sin desatender el funcionamiento del torno. La
conversación le distrajo y el tornero acabó con la yema de uno de
sus dedos enganchada. El resultado final fue que el compañero
deprimido tuvo que ofrecer su ayuda en lugar de recibirla.
Durante la siguiente sesión terapéutica analizamos la
escena relatada por mi paciente. Él reconoció que habría podido
resolver de forma óptima el conflicto si hubiese llegado a un
acuerdo interior. Por ejemplo: acabar primero el trabajo
tranquilamente y después, durante el descanso, hablar con el
compañero sobre el problema. De haberlo hecho así, habría
apartado provisionalmente la preocupación por el otro, lo cual le
habría permitido concentrarse completamente en el trabajo para,
posteriormente, concentrarse completamente en su compañero.
71

Por supuesto, en este caso tampoco evitamos el sacrificio.


Reducir un conflicto a una sucesión temporal implica «paralizar»
durante horas, días o incluso meses una cuestión acuciante hasta
que llegue el momento adecuado para ocuparse intensamente de
ella. El acuerdo consistente en resolver una cosa tras otra se
asemeja a un «plan de ruta» para ir de un tema a otro y así evitar
el zigzagueo agotador. La persona que es capaz de trazar planes
de ruta se puede considerar afortunada, porque no sólo le
favorecerán en sus excursiones por montañas escarpadas donde
lo principal es la constancia y la paciencia, sino también en las
situaciones estresantes de la vida donde las empresas difíciles
sólo se consiguen, precisamente,
«paso a paso».
En el caso particular del sufrimiento de familiares de
alcohólicos, drogodependientes, desempleados o delincuentes,
esto se traduce en:

a) permanecer unidosAtal como hemos comentado)


y
b) acordar (a ser posible, en grupo) qué problemas
para el adicto deben ser tomados en consideración y cuales no;
cuándo está preparado para recibir apoyo, cariño y dedicación y
cuándo no; hasta dónde se soportan entre lamentos sus excesos y
a partir de dónde hay que mostrarse impasibles con él. Para ello
no hay reglas universales, pero los acuerdos interiores tomados
en firme facilitan la comunicación con el adicto y, en cualquier
caso, proporcionan una línea de actuación clara para todos.

V. Permanecer en la cima
72

El hombre es un ser cultural y lo sigue siendo en los


«circuitos de prueba» en los que la vida lo explota hasta la
extenuación. El olfato para lo valioso, bello, misterioso o
numinoso nunca le abandona por completo, tal como demuestra
Viktor E. Frankl en sus estudios de los campos de concentración
de la Segunda Guerra Mundial. Por ello es importante y
beneficioso mantener un nivel cultural mínimo precisamente en
las malas épocas. La cultura nos estimula, nos inspira, nos saca
del tedio de la cotidianidad e impide que nos instalemos en la
apatía y la rigidez mental. Quien lee un libro interesante, escucha
su música preferida, aprende por placer un poema de memoria, se
hace un bonito vestido o visita una exposición, está alimentando
su mente y abriéndose a las pequeñas cosas que iluminan la vida.
Pero cuando parece que este resplandor se extingue, las evitamos
categóricamente. La mejor lectura y el concierto más imponente
no parecen alegrarnos. La moda más elegante y la exposición más
concurrida no nos llaman la atención. A pesar de ello, es reco-
mendable no dejar que nuestro nivel cultural descienda. La
cultura no es un objeto de placer, sino la expresión de nuestra
condición humana y, por consiguiente, un bien inalienable que
debemos arrastrar hasta en las épocas de mayor penuria.
No nos dejemos llevar por la mentalidad del «todo o
nada». Que un miembro de la familia se haya vuelto «loco» no es
motivo para desatender la casa, descuidar nuestro peinado, no
poner plantas en el balcón o no tararear una cancioncilla.
Debemos pensar que al enfermo no le beneficia en nada la ruina
de nuestra vida cultural, más bien le carga con un mayor
descontento. Tampoco tenemos que avergonzarnos de una
miseria que, como suele suceder en la problemática de las
adicciones, nadie es capaz de atenuar para el enfermo. La
existencia propia se asegura en el seno de una atmósfera de
cuidados, manteniendo una serenidad digna y siendo consciente
73

de que, a pesar de las dificultades, todavía hay posibilidades de


las que podemos disponer.
Cuando nos vemos obligados a presenciar incontables
contrariedades sin poder hacer lo más mínimo al respecto, no sólo
nos limitamos a ser testigos de ellas, sino que también vemos lo
que hay de satisfactorio y edificante más allá de ellas. Puede estar
escondido o ser inalcanzable con la mirada, igual que la cima de
una montaña entre las nubes que sólo se manifiesta cuando nos
aproximamos a ella.
Una vez me explicaron la historia de un hombre con los
pulmones totalmente destrozados por el cáncer. Antes de morir,
se pasó catorce meses en el hospital, totalmente consciente,
conectado a un pulmón artificial. La esposa no se separó de su
cama ni un solo día. Durante ese tiempo, ambos conversaban con
el mismo fervor y cariño con que lo hacían antes. Diferenciemos
en este impresionante ejemplo lo que significa «tener que ser
testigo» y «poder ver más allá». Nadie podía ayudar a este
enfermo de pulmón, ni siquiera las técnicas médicas más
modernas. Lo único que se podía hacer era
«ser testigos» de cómo su hora le iba llegando poco a
poco. Ésta es una cara de la verdad. Pero si «miramos más allá»,
descubriremos una segunda cara: un enfermo terminal y una
persona querida que está a su lado, que no lo abandona, que se
entrega a él día tras día.
¿Acaso este enfermo no era afortunado si lo comparamos
con tantas personas en el mundo que respiran sin dificultad pero
no tienen a nadie a su lado? Cada vez que miremos un poco más
allá, nos sorprenderemos de todo lo que veremos, de la piedad
que hay hasta en el más despiadado de los destinos.
Permítanme acabar con un magnífico consejo:
practiquemos el arte de poder participar del júbilo de los demás.
No es fácil, porque la envidia acecha en cada rincón de nuestro
74

cerebro, pero quien domina este arte siempre encuentra un motivo


para alegrarse.
Con demasiada frecuencia escucho de mis pacientes
relatos de este tipo: una mujer que cursa estudios universitarios
se entera de que su sobrina ya ha terminado la carrera y rompe a
llorar desconso - ladamente. ¿Por qué? Porque a diferencia de la
sobrina ella todavía no ha conseguido el título. Otra mujer se va
a tomar las aguas y en el hotel del balneario se encuentra con
señoras muy bien arregladas y elegantemente vestidas. Su
reacción es verter por todas partes comentarios sarcásticos acerca
de semejante «desfile de disfraces ridículos». ¿Por qué? Porque
ella no tiene ninguna prenda de calidad que ponerse.
No es mi intención sobrevalorar un título universitario, ni
mucho menos la posesión de joyas o ropa de calidad. Como es
sabido, todo esto es muy relativo. Pero precisamente por eso
deberíamos hacer un esfuerzo para no envidiar estas cosas a quien
las disfruta y ser copartícipes de su alegría. Tampoco los padres
de jóvenes drogadictos deberían alegrarse del fracaso de los hijos
de los demás, sino reunir la fuerza interior necesaria para
congratularse de que haya infinidad de jóvenes que realmente
tienen motivos para ser felices, porque de ahí, finalmente, se
puede extraer la confianza en el «núcleo intacto» instalado en
cada ser humano, incluidos los jóvenes drogadictos. De la misma
manera, las mujeres de alcohólicos deben alegrarse por los
maridos sanos y estables de sus amigas, con la sabia convicción
de que en el mundo nada se da por supuesto, y mucho menos la
felicidad. La grandeza interior se demuestra en la generosidad, y
guardar la alegría para lo que proporciona precisamente alegría,
ya sea a uno mismo o a los demás, es también una pequeña
muestra de cultura. Cuando el alpinista llega a la cima no se
pregunta a quién pertenece la montaña. Se limita a inspirar
profundamente y alzar el rostro al cielo...
75

Conclusión

Los familiares de personas con patologías adicti- vas


pueden mantener intacta su salud mental. Para ello es necesario:
1. Ponerse en marcha con todo el amor y sin miedo.
2. No perder el sentido del humor.
3. Mantenerse unidos.
4. Resolver los conflictos de mutuo acuerdo.
5. Mantener cada uno su nivel cultural.

Estos cinco puntos son también el distintivo de una


búsqueda lograda de la identidad, puesto que indican, nada más y
nada menos, que una persona puede estar conforme con lo que es
y no tener que dudar nunca de sí misma, incluso en las situaciones
más estresantes. El amor y el humor nos hacen ser
irrefrenablemente vitalistas. La cooperación y la capacidad de
decisión nos fortalecen cuando estamos limitados. El nivel
cultural relata nuestra biografía...
Las personas que, por motivos familiares o profesionales,
mantienen una relación estrecha con adictos deben afianzar estos
puntos en sus vidas, porque lo contrario de la dependencia no es,
precisamente, la independencia (a la que nunca accedemos por
completo a causa de nuestra predisposición enfermiza), sino más
bien la identidad, es decir, la fidelidad a todo lo mejor de nosotros
mismos.

También podría gustarte